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Raúl Fradkin Juan Carlos Garavaglia La Argentina Colonial El Río de La Plata Entre Los Siglos XVI y XIX
Raúl Fradkin Juan Carlos Garavaglia La Argentina Colonial El Río de La Plata Entre Los Siglos XVI y XIX
Reformas controvertidas
Las evaluaciones de los historiadores acerca de estas reformas han sido muy diversas.
Algunos postulan que fueron una verdadera “revolución desde el gobierno” y hasta una
auténtica reconquista burocrática de América luego de un largo ciclo de relajamiento de la
intensidad de las relaciones coloniales. Otros las veían como un intento fallido de reforzar la
dominación colonial. Con todo, existe consenso acerca de que fue la mayo reorganización
del imperio colonial desde el siglo XVI. No se trataba de un fenómeno exclusivamente
español, pues los demás imperios también introdujeron reformas como resultado de la
intensa competencia entre las principales potencias europeas. Por otra parte, las
innovaciones no fueron parte de un plan previamente elaborado sino que fueron definidas a
través de iniciativas que tuvieron ritmos desiguales y muy disímil capacidad de ejecución. El
período más álgido de reformas coincidió con el reinado de Carlos III (1763-1788) y con la
presencia del ministro José de Gáles en la Secretaría de Indias (1775-1787). El impulso
reformista decayó durante el reinado de Carlos IV (1789-1808), dado que la implicancia en
el ciclo de guerras que abrió la Revolución Fran- cación de cesa fue erosionando la
capacidad imperial. En consecuencia, el esfuerzo reformista terminó desembocando en la
desintegración del imperio, aunque los historiadores difieren acerca de su incidencia en el
proceso de disolución. Para mediados del siglo XVIII, las autoridades compartían un
diagnóstico: los dominios coloniales debían funcionar efectivamente como colonias. Para
ello necesitaban modificar el modo en que se gobernaban y transformar el laxo régimen de
consensos y negociaciones que había sostenido hasta entonces la fidelidad de las elites
coloniales. Era preciso dotar al imperio de una burocracia más profesional desembarazada
de compromisos con los grupos dominantes coloniales. Un objetivo de estas dimensiones
implicaba un desafío que se demostraría desmesurado. Las reformas estaban orientadas a
la búsqueda de una mayor centralización política. La Guerra de los Siete Años (1756-1763)
demostró la imperiosa necesidad de apurarse, pues los británicos habían logrado
apoderarse de La Habana y de Manila. Por eso, no es casual que la primera intendencia
americana fuera instalada en Cuba en 1764. Se delineó una estrategia destinada a pasar de
un sistema de defensa de algunos puntos estratégicos a uno de defensa total. Se trataba de
un dispositivo que consistía en la fortificación de algunos emplazamientos, mandos “fijos”) y
la reorganización de regimientos regulares (los zación del sistema de milicias. A su vez,
para la designación de los principales funcionarios (virreyes e intendentes) fueron preferidos
los oficiales de máxima graduación de los Reales Ejércitos y la Real Armada, sin duda el
núcleo burocrático más sólido del imperio. Esta estrategia derivó en un notable incremento
del gasto militar y en una transferencia de recursos desde México hacia Cuba, Puerto Rico,
Florida y Filipinas, desde Bogotá hacia Cartagena de Indias y desde Potosí hacia Buenos
Aires y Montevideo. Esta situación no haría más que acrecentarse: a fines del siglo XVIII, el
situado potosino representaba un 70 por ciento de los ingresos fiscales de la Caja Real de
Buenos Aires.
Si bien la experiencia reformista se inició en Cuba, el gran laboratorio fue el Virreinato de la
Nueva España, el principal dominio colonial español del siglo XVIII Mientras tanto, el Río de
la Plata cobraba una importancia inusitada para la política imperial, y la expedición militar
que la Corona envió al mando de Pedro Cevallos en 1776 se transformé en la decisión de
organizar un nuevo Virreinato.
La política borbónica tendieron a desplegar un sistema de fuertes y fortines en las áreas que
lindaba con otras potencias, como al norte de la Banda Oriental, o con parcialidades
indígenas que no habían sido sometidas, como al norte de la Nueva España y la frontera
sur que iba desde Chile hasta Buenos Aires.
En el mundo rioplatense, las relaciones entre jesuitas, élites y autoridades habían tenido
una importancia fundamental, pues no solo habían sido decisivos para asegurar las
fronteras sino también para someter a los vecinos díscolos de Asunción, en 1736. Por otra
parte, el peso de la Compañía en la corte era notable. Probablemente el momento
culminante de esta influencia cortesana haya sido la Real Cédula de 1743, que consagró los
privilegios tributarios y organizativos de las misiones guaraníes.
Sin embargo, la guerra guaranítica desarrollada entre 1753 y 1756 acrecentó las
prevenciones contra la Compañía. Los tratados entre las coronas portuguesa y española de
1750 y 1751 buscaban rediseñar los límites imperiales e implican el traslado de siete
pueblos misioneros, pero la resistencia indígena adoptó la forma de un levantamiento
encabezado por el cacique Nicolás Ñeenguirú, quien enfrentó a los destacamentos militares
de ambos imperios. Aunque la instigación jesuita nunca fue fehacientemente probada, y a
pesar de que las evidencias sugieren que los misioneros intentaron contener el
levantamiento, su virulencia era prueba para muchos del fracaso del experimento jesuita y
mostraba que la Compañía era una suerte de estado autónomo dentro del imperio, con
indios más leales a ella que a la Corona. A afirmar esta impresión contribuía la masiva
presencia de misioneros extranjeros que, a fines de la década de 1750, representaban un
tercio del total. Así, el primer paso fue prohibir esta práctica en 1760. La siguiente fue la
decisión tomada el 2 de abril de 1767, cuando una Pragmática Sanción dispuso la expulsión
de la Compañía de todos los dominios españoles.
Motín de Esquilache
La expulsión no fue una iniciativa exclusivamente española: la decisión de Carlos III fue
precedida por Portugal en 1759 y por Francia en 1764. Pero fueron los conflictos internos de
la metrópoli los que la desencadenaron: en la Semana Santa de 1766 estalló una virulenta
revuelta del "populacho" de Madrid, que exigía desde la rebaja de los precios de los
artículos de primera necesidad hasta la destitución del marqués de Esquilache y la
derogación de varias de sus impopulares decisiones. En un contexto de aguda crisis
económica y fuertes disputas cortesanas, el levantamiento, conocido como el motín de
Esquilache, se transformó en una impugnación abierta del mal gobierno, encarnado en el
repudiado ministro. Una vez reprimida la sublevación, la investigación oficial llegó a una
conclusión taxativa: detrás del motín estaba la instigación jesuita.
La orden real llegó secretamente al Río de la Plata en junio; un mes después, fue ejecutada.
Los miembros de la Orden fueron apresados y embarcados inmediatamente hacia España,
y los bienes de la Compañía confiscados y puestos bajo la administración estatal en las
llamadas Juntas de Temporalidades. La expulsión, sin embargo, encontró resistencias,
aunque no fueron articuladas ni generalizadas.
Resistencias a la expulsión de los jesuitas
La historia completa de las resistencias a la expulsión de los jesuitas aún está por
investigarse, pero pueden señalarse algunas evidencias. Por ejemplo, Carlos Birocco ha
revelado que los esclavos de la estancia jesuita de San Antonio de Areco se amotinaron el
30 de septiembre de 1767, gritando que "no eran esclavos del rey, sino de los padres", y
acompañados por sus mujeres, se lanzaron a la fuga; al parecer, 26 nunca pudieron ser
hallados. Entre los esclavos de las estancias jesuitas de Córdoba se produjeron rebeldías y
fugas colectivas. Actitudes resistentes también se manifestaron entre las decenas de
arrendatarios que vivían en las tierras jesuitas de Buenos Aires; cobrarles los arriendos fue
extremadamente difícil para los nuevos administradores, pues durante décadas muchos de
esos campesinos se resistieron, apelando a los acuerdos que habían mantenido con los
jesuitas. En Paraguay, no hay evidencias de rebeliones abiertas, pero la fuga y la
emigración desde los pueblos misioneros fue desde entonces una constante.
En esas resistencias convergen varios conflictos. Los casos de Salta y Jujuy son
ilustrativos. Como ha mostrado Gustavo Paz, las relaciones entre el Cabildo de Jujuy y el
gobernador del Tucumán eran muy tensas desde 1764, dado que este último se había
apoderado de los fondos capitulares para destinarlos a la defensa de la frontera chaqueña.
Cuando el gobernador hizo efectiva la orden de expulsión, los vecinos de Jujuy y Salta, con
la colaboración de los renuentes de la gobernación de ambas ciudades, se levantaron para
repudiar. En Jujuy, una multitud de más de 300 hombres armados apresó al gobernador y lo
expulsó de la ciudad; poco después, una situación similar se produjo en Salta, donde su
casa fue asaltada y saqueada. La afrenta no pasó desapercibida, y el Virrey de Lima envió
una fuerza armada para apresar a los rebeldes, aunque sus jefes terminaron absueltos.
Estos episodios evidencian las estrechas relaciones que la Compañía había tejido con las
élites locales a través de la educación y de su inserción en la economía local,
especialmente por sus actividades financieras. A su vez, atestiguan hasta qué punto ese
entramado local era capaz de absorber a los funcionarios reales —como los tenientes del
gobernador que habían terminado encabezando la revuelta— y ofrecerles franca
resistencia. Las reformas, y particularmente la instalación de intendencias, apuntaban a
restringir este margen de autonomía local.
La decisión imperial de 1776 de separar importantes jurisdicciones del viejo Virreinato del
Perú y constituir uno nuevo con cabecera en Buenos Aires no fue la primera de este tipo
que adoptaron los Borbones. En 1739, ya habían conformado el Virreinato de Nueva
Granada con capital en Bogotá. Ahora, le sustrajeron al extenso Virreinato de Lima casi
todas sus jurisdicciones del sur. Le quedaba, con todo, Chile, aunque su transformación en
Capitanía General dotaba a los territorios que dependían de Santiago de un poder político
muy centralizado y un amplio margen de autonomía. La decisión terminaría arrojando
resultados paradójicos: el nuevo Virreinato viviría una fase de intenso crecimiento y se
transformaría, al estallar la crisis imperial, en uno de los bastiones más firmes del
movimiento revolucionario.
El crecimiento mercantil de Buenos Aires y la creación del Virreinato
Reformas y rebeliones
Hacia 1780, la subsistencia del orden colonial fue amenazada en los Andes por una serie de
movimientos insurreccionales, cada uno con su propia dinámica y características. El 4 de
noviembre de 1780, el corregidor Antonio de Arriaga fue ahorcado públicamente en la plaza
de Tungasuca, en un movimiento dirigido por el jefe indigena José Gabriel Condorcanqui.
Unos días después, tras el asalto del pueblo de Sangarará, la movilización se extendió por
toda el área cuzqueña y adoptó la forma de una insurrección general. Condorcanqui, que
pertenecía a un linaje noble indígena y se consideraba descendiente de los incas, había
realizado previamente innumerables gestiones legales y judiciales para obtener su
reconocimiento. Ahora, a la cabeza de la insurrección, adoptó el nombre de Túpac Amaru I,
se proclamó Inga-Rey y fue reconocido por buena parte de las comunidades quechuas del
sur andino n en la insurrección la ocasión para restaurar el Tawantinsuyu.
La alarma cundió entre las autoridades, desde Jujuy hasta Córdoba y desde Asunción hasta
Mendoza. A veces provenía de la aparición de pasquines favorables a los rebeldes, como
sucedió en Santiago del Estero en abril de 1782. En esta ocasión, las autoridades se
apresuraron a destruirlos para evitar que la plebe se enterara de su contenido. Otra era
ocasionada por denuncias de conspiraciones que se habían estado preparando para el
momento en que llegaran las fuerzas tupamaristas: así aconteció en Mendoza, donde
circuló la noticia de que los conspiradoras buscaban adquirir- un retrato de Carlos il para
quemarlo en la plaza de la ciudad. También, en ocasiones, se acentuaba la desconfianza de
las autoridades hacia las milicias que debían ser movilizadas para colaborar con la
represión, como sucedió en Córdoba, Tucumán, Salta y Jujuy. Pero fue en La Rioja donde
se puso de manifiesto que la alarma podría deberse a gran variedad de motivaciones: en
abril de 1781, el comandante de armas había tenido serias dificultades para movilizar a las
milicias, que no sólo exigen negociar quiénes iban a comentarlas sino que además
protagonizaron un estruendoso tumulto en la plaza de la ciudad, saquearon los almacenes
del estanco de tabaco y exigieron que se les vendiera “con una considerable rebaja”. Sin
embargo. "Las mayores preocupaciones surgieron en Jujuy, donde se identificaron varios
focos rebeldes. Uno, en la puna, donde las autoridades temían la influencia de la
insurrección del corregimiento altoperuano de Chicas, donde había sido muerto el
corregidor debido a directivas de los tupamaristas, y en cuyos pueblos circulaban edictos
rebeldes; otro, en los valles calchaquíes, donde parece Haber habido conatos de rebelión
en algunas encomiendas; un tercero estaba en la frontera oriental salto-jujeña, donde desde
febrero de 1781 Corría la voz entre los indios de "que los pobres quieren defenderse de la
tiranía del español y que muriendo estos todos, sin reserva de criaturas de pecho, solo
gobernarán los indios por disposición de su Rey Inca” Estos rumores aterran a los vecinos
de San Salvador, que no podían dejar de tener en cuenta "la mucha gente plebeya de que
se compone esta ciudad" y temían un asalto combinado de indios tobas "que se halian ya
fuera de su reducción” con otros afincados en las inmediaciones de la ciudad. Por cierto, el
liderazgo identificado del núcleo rebelde era heterogéneo. El principal parece haber sido
José Quiroga, un mestizo que se había desempeñado como intérprete en la reducción de
indios tobas de San Ignacio; otros eran Antonio Lima Canta (un indio que era “muy ladino en
el hablar Castellano”), Gregorio Juárez (un criollo santiagueño) y Basilio Regazo (un
“mestizo amulatado™ oriundo de Chichas). La represión fue muy violenta, y el gobernador
Andrés Mestre pasó por las armas a unos 90 matacos, entre hombres, mujeres y niños. La
alarma también sonó en Asunción, donde se había ordenado movilizar 1000 milicianos para
colaborar con la represión: las autoridades habían detectado que circulaban “estampas” del
“traidor tupamaro” y hasta aigunes “cholos” que, se presumía, eran sus emisarios. Los
milicianos paraguayos debían dirigirse primero a Buenos Aires, pero rápidamente se hizo
evidente el aumento de las deserciones en los contingentes que se dispersaron entre
Corrientes y la Banda Oriental. Incluso en los años noventa, encontramos en la campaña de
Buenos Aires un indio cuyo gentilicio es “tupamaro”.
Al poco tiempo, Túpac Amaru II había obtenido la adhesión de un amplio territorio indígena
que llegaba hasta Azángaro, en la costa del lago Titicaca, y abarcaba prácticamente todo el
sur del Virreinato del Perú. Sin embargo, la proclamación fue rechazada por otros jefes y
curacas andinos que se alinearon activamente con el orden colonial. Esta colaboración
resultó decisiva para que, en enero de 1781, los españoles lograron impedir que los
rebeldes se apoderaran de Cuzco. En abril, las fuerzas de Túpac Amaru H fueron
derrotadas, y el 18 de mayo de 1781, éste fue juzgado, muerto y descuartizado en el Cuzco
junto 8 51 mujer, Micaela Bastidas, y varios familiares que ocupaban cargos decisivos en el
movimiento insurreccional. Con todo, la rebelión de los tupamaristas o tupamaros no había
sido vencida, y la jefatura rebelde pasó a su primo, Diego Cristóbal. Mientras tanto, la
rebelión se había hecho fuerte en la región de Puno, donde también la ciudad fue sitiada
por los rebeldes. La rebelión había estallado también en el Alto Perú. El 10 de febrero, otro
importante foco rebelde apareció en Oruro: tras un motín popular encabezado por los
hermanos Rodríguez y articulado a través de la sublevación de las milicias de la ciudad, se
estructuró un heterogéneo movimiento rebelde en el que convergen criollos, mestizos ¢
indios, una alianza que no duró mucho tiempo. Poco después la rebelión alcanzaba el
altiplano de La Paz, era protagonizada por pueblos aymara y estaba dirigida por Julián
Apaza, un campesino de Ayo Ayo que había sido mitayo y sacristán y que tomó el nombre
de Túpac Katari. El movimiento rebelde que encabeza se caracterizó por su radicalismo
étnico y por establecer un sitio de la ciudad de La Paz prácticamente continuo entre marzo y
octubre. El enfrentamiento fue tan violento que provocó más de 6000 muertos en una
ciudad que no excedía los 20.000 habitantes. Las dos alas principales de la insurrección, la
quechua, encabezada por los Amaru, y la aymara, dirigida por Katari, no llegaron a obtener
una eficaz coordinación y terminaron derrotadas: el 14 de noviembre de 1781, Katari corría
la misma suerte que Túpac Amaru I1. Al año siguiente fueron condenados a muerte su
mujer, Bartolina Sisa, que también había ejercido el mando de las fuerzas insurgentes, y
sus principales oficiales. También al norte de Potosí había habido otro foco rebelde. En
agosto de 1780 comenzaba un movimiento dirigido inicialmente contra el corregidor, que
exigía la liberación de su cacique, Tomás Katari. Así, cuando Túpac Amaru 1 iniciaba su
insurrección en Tinta, en Chayanta hacía ya dos meses que los aymaras habían quebrado
el sistema de dominación y ejercían el poder regional. Tomás Katari fue el líder de la
rebelión hasta su muerte el 7 de enero de 1781, cuando el liderazgo pasó a sus hermanos
Dámaso y Nicolás. El movimiento se radicalizó a tal punto que en febrero de 1781 los
rebeldes sitiaron la ciudad de La Plata y amenazaron con acabar con toda la población
hispana. Para marzo, el movimiento rebelde de Chayanta había empezado a desgranarse
hasta que fue definitivamente derrotado. La magnitud de la “Gran Rebelión” no puede
explicarse sólo como una respuesta a las reformas borbónicas, sino que debe integrarse a
las dinámica de resistencia y movilización que los pueblos andinos venían desplegando
desde mucho antes es indudablemente significativa. Las reformas tuvieron incidencia en la
simultaneidad de los movimientos insurgentes. La legalización del reparto forzoso de
mercancías a través de los corregidores en la década de 1750 es sin dudas uno de los
motivos que fomentaron inicialmente el odio rebelde. A su vez, las decisiones de la década
de 1770 acrecentaron los descontentos: la duplicación de las tasas de la alcabala, la
multiplicación de las aduanas recaudadoras y los intentos oficiales de impedir el tráfico de
plata potosina al Perú fueron medidas que afectaron seriamente los circuitos mercantiles
indígenas. Además, las reformas alteraron los criterios que regían el cobro del tributo, y el
fin recaudador había extendido la condición de tributario a poblaciones de los pueblos de
indios sin tierras asignadas e incorporó a las castas que vivían en ellos. Con todo, los
resultados fueron extremadamente variables. Como ha indicado Silvia Palomeque, en
algunas áreas el número de tributarios se duplicó, y allí, como en la Quebrada de
Humahuaca y el valle de Salta, la totalidad de los indios empadronados se convirtió en
tributaria. En Santiago del Estero, en cambio, sólo los originarios quedaron como tributarios,
mientras que el resto, aunque reconocido como indio, conmutó la obligación a cambio de un
servicio de milicia. En Córdoba, tan solo el 37 por ciento de los indios se convirtió en
tributario, y en Tucumán, el 25 por ciento.
El sistema político que había imperado durante más de dos siglos se basaba, en buena
medida, en el consenso que el imperio mantenía con los grupos de élite coloniales. En
cierto modo, funcionaba como un delicado equilibrio entre los requerimientos
metropolitanos, los intereses de las élites locales y las formas de resistencia de los oficiales
subalternos. Era una situación de negociación y reacomodo permanente, en la cual la
autoridad política, dotada de una raquítica estructura burocrática, debía lidiar y arbitrar entre
las diversas redes que componían las facciones que dividían a las élites, lo cual hacía que
el ejercicio efectivo de la autoridad dependiera del consenso en el entramado social local.
Las reformas estaban orientadas a romper este equilibrio, en particular con la instauración
de intendencias. Introdujeron una nueva jerarquía entre las ciudades que alteraba las
situaciones vigentes: en un primer nivel quedaba la capital virreinal, que a la vez fungía de
capital de su propia intendencia; en un segundo nivel, se situaban las cabeceras de
intendencias; por último, quedaban las ciudades subordinadas. De forma complementaria,
algunos territorios fronterizos —como Montevideo, Misiones, Moxos y Chiquitos—
adquirieron el estatuto de gobierno militar y dependían directamente de la autoridad
virreinal.
Dada esta nueva situación, los cabildos se veían limitados en su autonomía por la presencia
de intendentes y subdelegados, al tiempo que esas mismas autoridades esperaban que
ejercieran un control más efectivo de la población y los territorios. De esa ambigüedad
emerge el mosaico de situaciones que ofrecen los cabildos durante las reformas y que
expresan las diferentes capacidades de las élites para afrontarlas.
Los ideólogos de las reformas compartían la convicción de que la sociedad podía ser
moldeada desde el estado y pensaban en la autoridad como una arquitectura política que
debía fijar reglas racionales de comportamiento y formalizar relaciones y ordenarlas. Para
ello, debían cambiar las formas habituales de la piedad barroca y civilizar a unos feligreses
que eran vistos ahora como dominados por ideas mágicas y supersticiosas. En estas
condiciones, una nueva sensibilidad, más “urbana”, comenzaba a diseminarse entre
algunos segmentos de las élites del vasto imperio, entre quienes las reformas habían
sentado tan firmemente su influencia. Como sea que haya sido, parecería que siguen
siendo válidas las descripciones que hiciera Halperin Donghi: las reformas habían renovado
menos a esta sociedad de lo que habían transformado su economía y, sobre todo, su
cultura y su estilo de vida. Al comenzar el siglo XIX, las élites coloniales tenían una imagen
muy rígida de la sociedad en que vivían, que seguía siendo sustancialmente barroca. Hasta
las nuevas instituciones y autoridades de la monarquía reformadora parecen haberse
encontrado impregnadas de las concepciones jerárquicas que seguían vigentes en la vida
social. La efectiva y masiva difusión de las nuevas ideas y la nueva sensibilidad parecen ser
más un efecto de la crisis del orden colonial que una de sus causas.
Al inicio del siglo XIX, la capacidad efectiva de la Corona para regular y orientar en su
beneficio las relaciones con las colonias había disminuido dramáticamente. Este cambio fue
uno de los resultados de las fluctuantes alianzas internacionales en las que España estaba
inmersa. Durante la mayor parte del siglo XVIII, la Corona española había mantenido una
alianza con Francia, lo que derivó en crecientes conflictos con Gran Bretaña y su principal
aliado, Portugal. Tras la revolución de 1789, este esquema de alianzas cambió radicalmente
y en 1793 España se unió a las coaliciones que intentaban acabar con la experiencia
revolucionaria francesa. No obstante, la incursión de las tropas francesas en la Península
en 1794 forzó a la Corona a un abrupto cambio de estrategia y a establecer una nueva y
sorprendente alianza entre la España absolutista y la Francia revolucionaria, que perdurará
hasta 1808. Esta nueva situación desembocará en la crisis del Antiguo Régimen español y
de su imperio.
Para enfrentar la expansión francesa, la flota británica bloqueó los puertos españoles y
provocó un auténtico colapso del comercio en la Península y sus dominios coloniales. Como
respuesta, en 1797 la Corona autorizó el comercio con buques de bandera neutral, pero
esta decisión corroyó aún más su capacidad de mantener el control del comercio colonial.
Como ha señalado el historiador argentino Tulio Alperin Donghi, esta "coyuntura de guerra"
creaba una situación inédita: la metrópoli era incapaz de funcionar como tal y todavía no
había emergido una nueva metrópoli. En 1805, la situación empeoró aún más, pues la
derrota de la armada franco-española en la batalla de Trafalgar consagró el predominio de
Gran Bretaña sobre el Atlántico. A los comerciantes rioplatenses se les abría una situación
incierta, aunque llena de posibilidades. Las dificultades del comercio legítimo ampliaron la
importancia del clandestino, y las exportaciones de cuero aumentaron de 340,000 piezas
anuales en 1796 a 670,000 apenas diez años después. Sin embargo, hubo años muy
difíciles: entre 1804 y 1805, una tremenda sequía azotó la región, lo que en el Alto Perú,
donde había comenzado antes, derivó en una crisis social. La minería potosina sufrió una
fuerte contracción que llevó a su completa paralización, situación que en parte se debía a la
creciente dificultad para asegurar los suministros de azogue desde Andalucía. En estas
condiciones, las importaciones al centro minero se redujeron un 25 por ciento en la primera
década del siglo y disminuyeron las exportaciones de plata del puerto de Buenos Aires.
La contracción de la minería afectó la fiscalidad virreinal, y si en la década de 1790 las
remesas altoperuanas cubrían un 60 por ciento del gasto fiscal de la capital virreinal,
durante los primeros años del siglo XIX solamente solventaron el 6 por ciento. En estas
circunstancias, los comerciantes rioplatenses se volcaron hacia el tráfico de esclavos, el
comercio con Brasil y con los buques neutrales, así como hacia la instalación de ingenios.
Desde fines del siglo XIX, fue cada vez más frecuente que se encargará a diversos pintores
la reconstrucción pictórica de escenas clave de la historia nacional. Estas pinturas cubrieron
el vacío que había dejado el escaso desarrollo que las artes plásticas habían tenido en la
época y constituyeron el medio por excelencia a través del cual la sociedad podía
representar su pasado.
Tamaña movilización reproducía los clivajes sociales preexistentes, que estaban lejos de
expresarse a través de una oposición entre peninsulares y criollos. Por el contrario, los
cuerpos milicianos se organizaron según sus grupos de pertenencia: en los Patricios debían
prestar servicio los vecinos de la ciudad; en el de Arribeños, los oriundos de las provincias
“de arriba”. Significativamente, no hubo un cuerpo de peninsulares sino que se organizaron
regimientos de Andaluces, Vizcaínos, Cántabros o Montañeses, Catalanes, Gallegos, etc.
Una mentalidad estamental atravesada por criterios de diferenciación racial no podía
permitir que se mezclara lo que no debía confundirse, y el destacamento de Pardos estaba
integrado por nueve compañías, cinco “de esta calidad”, dos de indios y dos de negros.
Legados conflictivos
Milicianos insolentes
Los milicianos resistieron la adopción de normas militares. Así, en noviembre de 1806, hubo
un verdadero "tole tole" cuando los soldados cuestionaron que sus oficiales usarán
charreteras, al punto que algunos se pusieron charreteras de papel hasta en las butaqueras
para mostrar total desprecio. Los intentos de regularizar la situación resultaron infructuosos.
Los milicianos se desplazaban uniformados y armados por las calles y tabernas aunque no
estuvieran de servicio, como lo hicieron los Catalanes y Gallegos en marzo de 1807, que
incluso acusaron al comisionado de la Audiencia encargado de hacer cumplir la disposición
que lo prohibía. Por entonces, un soldado del cuerpo de Montañeses se enfrentó a su
capitán y fue sentenciado sin consejo de guerra. Al parecer, el suceso fue tan comentado
que el propio Liniers reestructuró a su unidad en una ceremonia pública que culminó con los
soldados de la unidad jurando lealtad y repudiando al capitán. Eran reiterados los conflictos
entre integrantes de distintas unidades, por ejemplo, en la celebración de Corpus de 1806,
miembros del cuerpo de Gallegos se negaron a rendir sus banderas ante el paso del
Obispo, y a fines de marzo de 1807 se vivieron momentos de extrema tensión cuando se
supo que un sujeto pretendía quemar la imagen de un Judas vestido con el uniforme del
regimiento de Patricios con motivo de la Semana Santa. Hacia junio, los jefes milicianos ya
eran plenamente conscientes de la necesidad de imponer una disciplina más rigurosa sobre
sus tropas y trataron de terminar con la práctica de elección de sus oficiales al mismo
tiempo que el Cabildo rechaza las pretensiones de los marineros de elegir a los suyos.
Esta movilización también fue muy intensa en la Banda Oriental, donde la lucha contra la
segunda invasión fue librada por partidas de milicianos y blandengues en una virtual guerra
de guerrillas. Una vez retiradas las tropas británicas, el Cabildo de Montevideo solicitó al
Rey que se instituyera un consulado en la ciudad y que se la transformara en cabecera de
una nueva intendencia. Así, se ponían en evidencia las aspiraciones autonómicas de
Montevideo. Aquí también, la legitimidad política descansaba ahora en el Cabildo, que forzó
la sustitución del gobernador. Así, en julio de 1807, Liniers designó como nuevo gobernador
a un militar también llegado de España, Javier de Elio, y aunque al principio hubo
resistencia del Cabildo, no tardaron en establecer una firme alianza. Mientras tanto, en
Buenos Aires, las invasiones dejaban dos líderes en competencia: el de Liniers, el héroe de
la reconquista de 1807 apoyado por la mayor parte de los nuevos cuerpos milicianos, y el
de Martín de Alzaga, el alcalde de primer voto del Cabildo y el héroe de la defensa de 1807,
que además del apoyo del Cabildo tenía el de las milicias que estaban bajo su mando o
eran comandadas por otros capitanes. En estas condiciones, la renovación anual del cuerpo
a fines de 1807 fue muy conflictiva y estuvo acompañada por la difusión de pasquines que
proponían la reelección de Alzaga. Era una auténtica campaña osainista, quizá la primera
de este tipo que se llevó a cabo abiertamente en la ciudad, síntoma inequívoco de que ya
no era posible hacer política a la antigua usanza.
Las variedades se acrecentaron a principios de 1808, cuando se supo que la corte ratificó la
designación de Liniers como virrey del Río de la Plata. Ni el Cabildo de Montevideo ni el de
Buenos Aires estaban conformes.
Las consecuencias fueron trascendentales. La corte lusitana emigró a Río de Janeiro, que
se transformó, nadie sabía por cuánto tiempo, en la capital provisional del imperio
portugués. El acuerdo franco-hispano implicaba en la práctica no solo el tránsito sino
también la ocupación de puntos estratégicos del norte español por las tropas napoleónicas.
En estas condiciones, los resquemores de la población española se acrecentaron y las
disputas en la corte de Carlos IV llegaron a un punto culminante.
El artífice de esta política era el ministro Manuel Godoy, que junto a ella venía el control
completo del gobierno y una influencia notable en la corte, además de íntimas relaciones
con la Reina. Cierto o no, eso era lo que pensaba buena parte de la sociedad española. Su
poder, no sin razón, no había dejado de crecer desde 1793 y era visto como el artífice de la
política pro-Francia, de las conflictivas medidas fiscales y como el responsable del
nombramiento de la mayoría de las autoridades en las colonias, especialmente los virreyes
e intendentes. El destino de estos funcionarios estaba ligado al del ministro.
A principios de febrero de 1808, la fuerza francesa en territorio español supera los 100,000
hombres. Aunque formalmente eran aliadas, en Pamplona una multitud repudió a las tropas
y el descontento se propagó rápidamente entre los campesinos de la región. En las
semanas siguientes, situaciones similares se vivieron en San Sebastián y Cataluña. Carlos
IV intentó calmar la ansiedad popular pero no logró su cometido, especialmente cuando
comenzó a circular el terrible rumor de que la corte española emigraría hacia América. Su
credibilidad aumentó cuando la corte abandonó Madrid y se dirigió a Aranjuez. En esas
condiciones, el 17 de marzo estalló allí un motín popular aprovechado por los opositores a
Godoy, y una multitud ocupó y saqueó el Palacio Real exigiendo la renuncia del
desprestigiado ministro y de Carlos IV.
La conmoción americana
La exaltación legitimista
El 28 de julio se difundió en Buenos Aires la orden de proclamar rey a Fernando VII; a ella
siguieron días de festejos, iluminación de la ciudad, salvas de artillería, orquestas de música
y "cohetes voladores". Durante todo el mes se repitieron los juramentos callejeros y cada
regimiento realizó el suyo. El Cabildo no quiso quedarse atrás y desde sus balcones se
expuso el busto del soberano. También se tiraba mucho dinero al pueblo" en dulces, y se
dispuso de cuatro pipas de vino en la plaza "donde iban a tomar los que querían, pues se
daba de gracia". Un furor legitimista dominaba la escena pública y los actores competían
por demostrar quién era más leal. En Córdoba, por ejemplo, la entronización de Fernando
VII dio lugar a "suntuosas ceremonias" y a "ruidosas emociones del júbilo popular y el
esmero con que todas las personas de todas las clases de la sociedad solicitaban el retrato
del Rey para llevarlo consigo, como una muestra necesaria de su íntima adhesión y
fidelidad", como recordaría años después un testigo. No era otra la impresión que tuvo el
emisario de la Junta de Sevilla, Manuel de Goyeneche: según informaba, el entusiasmo
había ganado "los corazones de todas las clases siendo igual en elevación y ardor la del
más bajo pueblo con la de los cuerpos y las autoridades", y como prueba relataba que
"Esclavos, domésticos, soldados, oficiales, magistrados, mujeres, llevan la efigie o
escarapela del amado monarca y cada uno entrega lo que puede y su estado le permite
para ayudar a España". En su larga travesía desde Montevideo a Lima, no dejó de notar las
muestras de lealtad que halló "en todas las capitales, ranchos e indios y población de esta
América meridional", y "aunque algún mal intencionado, que es infalible que los hay, quiera
invertir el orden, tiene contra él la voluntad de los que mandan y el pronto auxilio y socorro
de los vecinos y pueblo bajo, que es y ha sido celosisimo de la conducta y providencias con
que lo han regido".
La primera Junta
Estos discursos no eran muy diferentes de los que enuncia en España la Junta Central,
para quien Fernando VII no sólo era el único rey legítimo sino quien venía a "librarlos del
tirano yugo que sufrieron muchos años, con el despótico gobierno anterior y del privado que
lo dirigía". De esta manera, la guerra contra la ocupación francesa era también la
regeneración de una monarquía que había estado sometida a un gobierno despótico. En
América, mientras tanto, una palabra empezaba a emplearse cada vez más,
"independencia". Pero era la independencia frente a Francia y las autoridades que
pretendían imponer al imperio español. Las Indias eran presentadas como el último bastión
de la independencia hispana. En este contexto, otra palabra comenzaba a poblar el
lenguaje político: "nación". Con un sentido preciso: era la "nación española". Había una
tercera referencia también recurrente en los discursos políticos que adoptan un fuerte
contenido religioso: la "nación" que lucha por su "independencia" era equiparada al pueblo
de Israel y a su cautiverio. La revolución y la guerra se convertían así en una "guerra santa".
La Junta Central designó como virrey a un importante oficial de la Real Armada, Baltasar
Hidalgo de Cisneros. Su arribo a Montevideo a finales de enero fue recibido con beneplácito
por las autoridades de la ciudad, que disolvieron la junta que habían formado: Elío fue
designado inspector de armas del Virreinato, lo que sin duda no podía ser considerado una
condena. Cisneros tardó casi un mes en llegar a la capital, pues inicialmente quería
asegurarse el reconocimiento de los jefes milicianos que dudaban en aceptar al nuevo
virrey, mientras que la Audiencia y el Cabildo celebraban su arribo. Por fin, la designación
fue aceptada, aunque era por demás evidente que el entusiasmo era mucho mayor entre los
españoles europeos. Cisneros se hizo una idea precisa de lo que estaba pasando: en la
ciudad estaban "divididos los ánimos de las primeras autoridades y principales vecinos que
arrastraban recíprocamente a las demás clases, formaban dos partidos que siempre
opuestos en ideas, opiniones y en intereses, habían hecho trascendental esta desunión a
las demás ciudades del Virreinato". Para superarla, intentó una política de conciliación que
buscaba reconstruir el sistema de autoridad. En septiembre, indultó a los acusados por el
tumulto de enero e intentó reorganizar las milicias reduciendo los cuerpos rentados y
quitándoles los nombres que tenían asignados con el propósito de reducir las rivalidades.
Solo el regimiento de castas mantuvo su antigua denominación. Pero la capacidad de
Cisneros para hacer efectiva esta política dependía, ante todo, de la solidez del poder que
lo había designado, y a la Junta Central le quedaban pocos caminos. Entre ellos, decidió
estrechar la alianza con Gran Bretaña, lo que se transformó en una autorización para abrir
los puertos coloniales al comercio inglés. El debate no tardó en estallar en el Río de la Plata
y el Virrey quedó en medio del juego de presiones: de un lado, las corporaciones y grupos
mercantiles que disputaban los beneficios de esa autorización, del otro, la necesidad de
reconstituir la fiscalidad virreinal acuciada por las erogaciones crecientes y el colapso de la
minería andina. Del agitado y tenso debate surgió tanto un reglamento provisorio de libre
comercio que emana del Virrey, como también la exposición de un programa económico
para la elite criolla: la representación que, como apoderado de los hacendados y labradores
de las campañas de ambas márgenes del Río de la Plata, había redactado Mariano Moreno
condensaba muchas de las ideas que desde la secretaría del Consulado había venido
impulsando Manuel Belgrano. El documento era, además, expresión de una convergencia
intelectual y política de grupos diferentes, pues estos hombres habían tenido alineamientos
muy distintos durante los conflictos pasados. Mientras que Belgrano, un profesional formado
en Salamanca, había estado entre los entusiastas receptores de los planes de la infanta
Carlota, Moreno provenía de un rango menor de la elite, había estudiado en Charcas y,
como letrado del Cabildo, había simpatizado con el movimiento juntista de enero.
Otra decisión de la Junta Central sería decisiva: el 22 de enero convocó a cada virreinato y
a cada capitanía general para que eligieron un diputado para integrarse a la Junta, al tiempo
que proclamaba que los dominios americanos "no son propiamente colonias o factorías
como las de otras naciones, sino una parte esencial e integrante de la monarquía española.
Pese a ello, mantenía una irritante desigualdad, pues esos diputados deberían compartir el
gobierno con 36 diputados peninsulares. Además, en América, importantes ciudades como
Guadalajara, Quito o Charcas no tendrían ninguna representación y quedaban
completamente subordinadas a las capitales virreinales. Meses después, el 22 de mayo de
1809, una segunda convocatoria resultaría aún más revulsiva: debían elegirse diputados
para la reunión de las Cortes.
Cisneros encontraría los mayores desafíos en el Alto Perú. En Chuquisaca, La Plata, las
disputas entre autoridades estallaron tras la llegada de Manuel de Goyeneche, el comisario
arequipeño de la Junta de Sevilla que portaba varias cartas de la Infanta Carlota. Mientras
el presidente de la Audiencia y el arzobispo se mostraron a favor de este proyecto el 25 de
mayo de 1809, el resto del tribunal, con el apoyo del Cabildo, se opuso, apresó al
presidente y decidió conformar una junta de gobierno provisoria. Las calles de la ciudad
fueron escenario de tumultuosas demostraciones contra el presidente del tribunal,
acusándolo de traición, mientras una multitud, que algunos estimaron en más de 6000
personas, gritaba vivas al rey. Las disputas estaban dividiendo a las instituciones coloniales
y a la misma élite peninsular. El 16 de julio de 1809, en La Paz, un cabildo abierto depuso al
gobernador intendente y al obispo y constituyó un gobierno provisorio, la llamada Junta
Tuitiva, encabezada por un oficial mestizo, Pedro Murillo. Aunque el discurso de la Junta
justificaba su accionar afirmando que actuaba "por el Rey, la Religión y la Patria", también
proclamó que desconocía cualquier autoridad superior metropolitana o virreinal y suspendía
toda remesa de metal precioso a la capital. Este movimiento tenía una composición socio
étnica muy heterogénea y contenía fuertes tensiones internas que se acrecentaron por el
decidido tono antipeninsular que adoptó y por los saqueos populares que se produjeron en
la ciudad. El movimiento concitó la adhesión de los grupos mestizos e intentó movilizar a
campesinos e indígenas. Con todo, la estrategia estaba destinada al fracaso, pues aterraba
a las élites criollas andinas y tampoco tenía completo éxito en generalizar un levantamiento
indígena. El movimiento paceño quedó aislado frente a la movilización de las fuerzas
represivas enviadas desde Lima y Buenos Aires, que lo aplastaron el 25 de octubre y
desataron una feroz represión. En Chuquisaca, sin embargo, solo hubo detenciones y
embargos, acorde al carácter moderado y elitista del movimiento. Pero no todas las fuerzas
rebeldes fueron derrotadas y algunas se refugiaron en las Yungas para seguir combatiendo.
Fragmentos del diario de un soldado anónimo de Buenos Aires que relata los sucesos
altoperuanos:
6 de diciembre de 1809 "De La Paz se dice que... se armó en aquella ciudad entre el pueblo
que empezó a robar a las casas pudientes y otros desórdenes. Viendo esto los caudillos y
mandarines principales, era uno tal Arandaur, hombre acaudalado de La Paz, discurrió él y
sus compañeros que lo era un tal Munitio, los alcaldes y otros, los mandó prender y empezó
a mandarlos ahorcar, acusándolos de traidores a lo que ellos tenían tramado en sus
designios y viendo que sus caudales se iban en humos. Estando mandado ahorcar a los
conjurados, la plebe prendieron al tal Arandaur, lo arrastraron por las calles, le mandaron
cortar las orejas y lo ahorcaron de un palo. Se armó todo el pueblo en peleas, matándose y
robándose unos a otros con cuchillo en mano y demás armas de fuego, pues tenían
formados en la casa consistorial serenos voluntarios de Bs. As. [...] Estando en esta faena
llegó sobre La Goyeneche con su ejército. Se situó sobre La Paz desde la eminencia del
Pueblo. [...] Al entrar a la ciudad no halló resistencia alguna, sino cadáveres muertos y
heridos sembrados en las calles y plazas y le iban saliendo de los sótanos, conventos y
demás escondidos los que se habían refugiado temerosos de perder sus vidas. Halló que se
habían unido todos los que no se consideraban seguros. Se llevaron todo el tesoro que
robaron, que se regulan más de 2 millones de pesos que inundaron la provincia de Yungas,
se metieron entre los indios. Goyeneche anduvo en su seguimiento con parte de su ejército.
Se considera que será en vano porque son los más indios de los informados los que estos
andarán a sus provincias y montañas. El Sr. El obispo huyó de La Paz temeroso de su vida
a una provincia de Chayanta. Se han levantado todos los negros de las haciendas cercanas
a la provincia de La Paz y los de ahí, de suerte que se dice que la tragedia es de
consideración, no se sabe el número de heridos y muertos y castigos que ha habido, esto
es lo que se dice. Los caudillos son 197. Están presos 137. De Charcas se dice están
fortificados misue... a una de San Quintín. El Sr. de Nieto que se halla en Jujuy esperando
que lleguen tropas de Buenos Aires ha mandado a Charcas unas proclamas exhortando a
los de Charcas parece que los mandarines y el populacho han amenazado que de ningún
modo deberán recibir a Nieto, antes sostener y llevar a debido efecto sus proyectos. Parece
que están muy enardecidos y resueltos a pelear. Se dice de Lima que ha habido principio de
revolución, parece que algunos han chis... contra la Real Junta y otros sujetos a una
conspiración a cuyas consultas ha tomado aquel Gobierno las más serias providencias. Se
dice que algunos de los comprendidos se han desterrado a presidio y los más quedan
presos formándose las causas. Que según se dice el azúcar irá subiendo de precio. Es
notorio que toda América está en movimiento".
La crisis imperial se manifestaba con toda intensidad en el Río de la Plata a fines de 1809,
aunque aquí el quiebre del orden colonial había comenzado antes y tenía su propia
dinámica. Ahora, ambas corrientes, la local y la imperial, se entrelazan y entre 1808 y 1809
llevaron a la formulación de los primeros intentos autonomistas y juntistas. Serían
experiencias decisivas para el futuro inmediato, como también lo sería la intensidad de los
enfrentamientos y conflictos que se habían puesto de manifiesto.