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Las reformas borbónicas y el Virreinato del Río de la Plata +

Durante el siglo XVI, la monarquía hispana introdujo modificaciones en sus dominios


coloniales tratando de acrecentar su capacidad de control, asegurar su defensa y fomentar
un crecimiento económico que permitiera aumentar sustancialmente la recaudación fiscal.
Estas políticas son conocidas como las “reformas borbónicas”, dado que fueron efectuadas
por una nueva dinastía que pasó a gobernar el imperio a principios de siglo, los Borbones.
Su implementación tuvo efectos muy diferentes en cada región, pero en todas puso en
tensión las relaciones de las autoridades con los distintos grupos sociales, así como las
relaciones entre ellos.

Reformas controvertidas

Las evaluaciones de los historiadores acerca de estas reformas han sido muy diversas.
Algunos postulan que fueron una verdadera “revolución desde el gobierno” y hasta una
auténtica reconquista burocrática de América luego de un largo ciclo de relajamiento de la
intensidad de las relaciones coloniales. Otros las veían como un intento fallido de reforzar la
dominación colonial. Con todo, existe consenso acerca de que fue la mayo reorganización
del imperio colonial desde el siglo XVI. No se trataba de un fenómeno exclusivamente
español, pues los demás imperios también introdujeron reformas como resultado de la
intensa competencia entre las principales potencias europeas. Por otra parte, las
innovaciones no fueron parte de un plan previamente elaborado sino que fueron definidas a
través de iniciativas que tuvieron ritmos desiguales y muy disímil capacidad de ejecución. El
período más álgido de reformas coincidió con el reinado de Carlos III (1763-1788) y con la
presencia del ministro José de Gáles en la Secretaría de Indias (1775-1787). El impulso
reformista decayó durante el reinado de Carlos IV (1789-1808), dado que la implicancia en
el ciclo de guerras que abrió la Revolución Fran- cación de cesa fue erosionando la
capacidad imperial. En consecuencia, el esfuerzo reformista terminó desembocando en la
desintegración del imperio, aunque los historiadores difieren acerca de su incidencia en el
proceso de disolución. Para mediados del siglo XVIII, las autoridades compartían un
diagnóstico: los dominios coloniales debían funcionar efectivamente como colonias. Para
ello necesitaban modificar el modo en que se gobernaban y transformar el laxo régimen de
consensos y negociaciones que había sostenido hasta entonces la fidelidad de las elites
coloniales. Era preciso dotar al imperio de una burocracia más profesional desembarazada
de compromisos con los grupos dominantes coloniales. Un objetivo de estas dimensiones
implicaba un desafío que se demostraría desmesurado. Las reformas estaban orientadas a
la búsqueda de una mayor centralización política. La Guerra de los Siete Años (1756-1763)
demostró la imperiosa necesidad de apurarse, pues los británicos habían logrado
apoderarse de La Habana y de Manila. Por eso, no es casual que la primera intendencia
americana fuera instalada en Cuba en 1764. Se delineó una estrategia destinada a pasar de
un sistema de defensa de algunos puntos estratégicos a uno de defensa total. Se trataba de
un dispositivo que consistía en la fortificación de algunos emplazamientos, mandos “fijos”) y
la reorganización de regimientos regulares (los zación del sistema de milicias. A su vez,
para la designación de los principales funcionarios (virreyes e intendentes) fueron preferidos
los oficiales de máxima graduación de los Reales Ejércitos y la Real Armada, sin duda el
núcleo burocrático más sólido del imperio. Esta estrategia derivó en un notable incremento
del gasto militar y en una transferencia de recursos desde México hacia Cuba, Puerto Rico,
Florida y Filipinas, desde Bogotá hacia Cartagena de Indias y desde Potosí hacia Buenos
Aires y Montevideo. Esta situación no haría más que acrecentarse: a fines del siglo XVIII, el
situado potosino representaba un 70 por ciento de los ingresos fiscales de la Caja Real de
Buenos Aires.
Si bien la experiencia reformista se inició en Cuba, el gran laboratorio fue el Virreinato de la
Nueva España, el principal dominio colonial español del siglo XVIII Mientras tanto, el Río de
la Plata cobraba una importancia inusitada para la política imperial, y la expedición militar
que la Corona envió al mando de Pedro Cevallos en 1776 se transformé en la decisión de
organizar un nuevo Virreinato.

La política defensiva de los fortines

La política borbónica tendieron a desplegar un sistema de fuertes y fortines en las áreas que
lindaba con otras potencias, como al norte de la Banda Oriental, o con parcialidades
indígenas que no habían sido sometidas, como al norte de la Nueva España y la frontera
sur que iba desde Chile hasta Buenos Aires.

La expulsión de los jesuitas y el regalismo borbónico

La política reformista borbónica no podía sino afectar los intereses eclesiásticos, en la


medida en que la centralización política se expresó también a través de un creciente
regalismo, cuyo momento culminante fue la expulsión de la Compañía de Jesús de todos
los territorios imperiales en 1767. Detrás de esta decisión se movieron múltiples factores,
entre ellos, la expulsión elimina al mayor grupo de oposición a la política borbónica. Hasta
entonces, la Compañía había sido una firme aliada de la monarquía hispana, y su prédica
había servido para construir el edificio ideológico y simbólico de una monarquía que se veía
a sí misma como “católica”. Pero a mediados del siglo XVIII, entraban en abierta
contradicción con las pretensiones regalistas de la Corona: para algunos reformadores,
como José Moniño, conde de Floridablanca, o Pedro Rodríguez, conde de Campomanes, el
poder monárquico emanaba directamente de Dios y el rey era una suerte de vicario sin
necesidad de subordinación alguna al Papado. Otros, como Joaquín de Rivadeneira,
llegaron a sostener que el derecho de patronato real en las Indias no provenía de una
concesión papal sino que emanaba de la misma soberanía temporal de la monarquía.
Conclusiones de este tipo modificaban la visión oficial acerca de los eclesiásticos, que
empezaron a ser vistos como un instrumento de la autoridad real y prácticamente como
funcionarios del estado.

Los fundamentos de la nueva legitimidad real

Los fundamentos de la nueva legitimidad real se centraban en el regalismo borbónico, el


cual entraba en conflicto con componentes clave del profetismo jesuita; erradicarlos se
convirtió en un objetivo central a partir de la expulsión. Tres cuestiones resultan
fundamentales. En primer lugar, se buscaba una obediencia completa del clero al Rey, y
algunos catecismos cívicos de finales del siglo XVIII son ejemplificadores en este sentido.
En segundo lugar, era preciso desterrar la teoría que justificaba el tiranicidio. En tercer
lugar, se debía afirmar un nuevo concepto de derecho que tendiera a ratificar la voluntad
real frente a la centralidad que gozaban las costumbres locales. Los fundamentos de la
nueva legitimidad, por tanto, no podían provenir sino de algunas de las ideas de la
Ilustración. No de todas, por cierto, sino de una versión selectiva y católica que contribuyó a
dar forma a un estilo de gobierno que se denominó "despotismo ilustrado".

En el nuevo imaginario político, la monarquía no buscaba su legitimación en una misión


trascendente, sino que encontraba argumentos en fines más terrenales, pragmáticos y
utilitarios. La prosperidad del reino, sin desplazar la meta del bien común, acompañaba y la
utilidad de sus habitantes se postulaba como un valor tan importante como su religiosidad.
La Corona obtuvo la colaboración tanto del clero ilustrado como de integrantes de otras
órdenes que, aunque no fueran entusiastas participantes de la nueva sensibilidad, veían en
la expulsión de los jesuitas una ocasión inmejorable para acrecentar su influencia y
patrimonio. Con todo, el eje de la política eclesiástica oficial no se orientó tanto a fortalecer
el papel del clero regular adicto (aunque no dejó de recompensarlo), sino que propició
fundamentalmente la reforma del clero secular; a este fin contribuyeron los concilios que se
realizaron en México, Lima y Charcas en los años inmediatos a la expulsión.

En el mundo rioplatense, las relaciones entre jesuitas, élites y autoridades habían tenido
una importancia fundamental, pues no solo habían sido decisivos para asegurar las
fronteras sino también para someter a los vecinos díscolos de Asunción, en 1736. Por otra
parte, el peso de la Compañía en la corte era notable. Probablemente el momento
culminante de esta influencia cortesana haya sido la Real Cédula de 1743, que consagró los
privilegios tributarios y organizativos de las misiones guaraníes.

Sin embargo, la guerra guaranítica desarrollada entre 1753 y 1756 acrecentó las
prevenciones contra la Compañía. Los tratados entre las coronas portuguesa y española de
1750 y 1751 buscaban rediseñar los límites imperiales e implican el traslado de siete
pueblos misioneros, pero la resistencia indígena adoptó la forma de un levantamiento
encabezado por el cacique Nicolás Ñeenguirú, quien enfrentó a los destacamentos militares
de ambos imperios. Aunque la instigación jesuita nunca fue fehacientemente probada, y a
pesar de que las evidencias sugieren que los misioneros intentaron contener el
levantamiento, su virulencia era prueba para muchos del fracaso del experimento jesuita y
mostraba que la Compañía era una suerte de estado autónomo dentro del imperio, con
indios más leales a ella que a la Corona. A afirmar esta impresión contribuía la masiva
presencia de misioneros extranjeros que, a fines de la década de 1750, representaban un
tercio del total. Así, el primer paso fue prohibir esta práctica en 1760. La siguiente fue la
decisión tomada el 2 de abril de 1767, cuando una Pragmática Sanción dispuso la expulsión
de la Compañía de todos los dominios españoles.

Motín de Esquilache

La expulsión no fue una iniciativa exclusivamente española: la decisión de Carlos III fue
precedida por Portugal en 1759 y por Francia en 1764. Pero fueron los conflictos internos de
la metrópoli los que la desencadenaron: en la Semana Santa de 1766 estalló una virulenta
revuelta del "populacho" de Madrid, que exigía desde la rebaja de los precios de los
artículos de primera necesidad hasta la destitución del marqués de Esquilache y la
derogación de varias de sus impopulares decisiones. En un contexto de aguda crisis
económica y fuertes disputas cortesanas, el levantamiento, conocido como el motín de
Esquilache, se transformó en una impugnación abierta del mal gobierno, encarnado en el
repudiado ministro. Una vez reprimida la sublevación, la investigación oficial llegó a una
conclusión taxativa: detrás del motín estaba la instigación jesuita.

La orden real llegó secretamente al Río de la Plata en junio; un mes después, fue ejecutada.
Los miembros de la Orden fueron apresados y embarcados inmediatamente hacia España,
y los bienes de la Compañía confiscados y puestos bajo la administración estatal en las
llamadas Juntas de Temporalidades. La expulsión, sin embargo, encontró resistencias,
aunque no fueron articuladas ni generalizadas.
Resistencias a la expulsión de los jesuitas

La historia completa de las resistencias a la expulsión de los jesuitas aún está por
investigarse, pero pueden señalarse algunas evidencias. Por ejemplo, Carlos Birocco ha
revelado que los esclavos de la estancia jesuita de San Antonio de Areco se amotinaron el
30 de septiembre de 1767, gritando que "no eran esclavos del rey, sino de los padres", y
acompañados por sus mujeres, se lanzaron a la fuga; al parecer, 26 nunca pudieron ser
hallados. Entre los esclavos de las estancias jesuitas de Córdoba se produjeron rebeldías y
fugas colectivas. Actitudes resistentes también se manifestaron entre las decenas de
arrendatarios que vivían en las tierras jesuitas de Buenos Aires; cobrarles los arriendos fue
extremadamente difícil para los nuevos administradores, pues durante décadas muchos de
esos campesinos se resistieron, apelando a los acuerdos que habían mantenido con los
jesuitas. En Paraguay, no hay evidencias de rebeliones abiertas, pero la fuga y la
emigración desde los pueblos misioneros fue desde entonces una constante.
En esas resistencias convergen varios conflictos. Los casos de Salta y Jujuy son
ilustrativos. Como ha mostrado Gustavo Paz, las relaciones entre el Cabildo de Jujuy y el
gobernador del Tucumán eran muy tensas desde 1764, dado que este último se había
apoderado de los fondos capitulares para destinarlos a la defensa de la frontera chaqueña.
Cuando el gobernador hizo efectiva la orden de expulsión, los vecinos de Jujuy y Salta, con
la colaboración de los renuentes de la gobernación de ambas ciudades, se levantaron para
repudiar. En Jujuy, una multitud de más de 300 hombres armados apresó al gobernador y lo
expulsó de la ciudad; poco después, una situación similar se produjo en Salta, donde su
casa fue asaltada y saqueada. La afrenta no pasó desapercibida, y el Virrey de Lima envió
una fuerza armada para apresar a los rebeldes, aunque sus jefes terminaron absueltos.

Estos episodios evidencian las estrechas relaciones que la Compañía había tejido con las
élites locales a través de la educación y de su inserción en la economía local,
especialmente por sus actividades financieras. A su vez, atestiguan hasta qué punto ese
entramado local era capaz de absorber a los funcionarios reales —como los tenientes del
gobernador que habían terminado encabezando la revuelta— y ofrecerles franca
resistencia. Las reformas, y particularmente la instalación de intendencias, apuntaban a
restringir este margen de autonomía local.

Franciscanos, dominicos, mercedarios y avispados administradores se hicieron cargo de las


misiones. En Córdoba, fueron los franciscanos quienes pasaron a controlar la Universidad y
se reforzó la orientación regalista de las doctrinas enseñadas. De forma semejante, los
bienes del Colegio jesuita de Buenos Aires sirvieron para organizar el Real Colegio de San
Carlos. La educación superior se ponía al servicio de la reforma.

El Virreinato del Río de la Plata

La decisión imperial de 1776 de separar importantes jurisdicciones del viejo Virreinato del
Perú y constituir uno nuevo con cabecera en Buenos Aires no fue la primera de este tipo
que adoptaron los Borbones. En 1739, ya habían conformado el Virreinato de Nueva
Granada con capital en Bogotá. Ahora, le sustrajeron al extenso Virreinato de Lima casi
todas sus jurisdicciones del sur. Le quedaba, con todo, Chile, aunque su transformación en
Capitanía General dotaba a los territorios que dependían de Santiago de un poder político
muy centralizado y un amplio margen de autonomía. La decisión terminaría arrojando
resultados paradójicos: el nuevo Virreinato viviría una fase de intenso crecimiento y se
transformaría, al estallar la crisis imperial, en uno de los bastiones más firmes del
movimiento revolucionario.
El crecimiento mercantil de Buenos Aires y la creación del Virreinato

La decisión de organizar el Virreinato fue tomada en el contexto de una aguda confrontación


con la corona portuguesa por el control de los territorios de la cuenca del Plata. Con ella, la
pequeña aldea —para emplear la feliz expresión de González Lebrero— consolidaba
institucionalmente un proceso de crecimiento mercantil que se había iniciado décadas antes
y que se sustentaba en su creciente capacidad para concentrar los circuitos de intercambio
legales, ilegales o paralegales y, en especial, el fujo de buena parte de la circulación de la
plata producida en los distritos mineros del Alto Perú. Este crecimiento se apoyaba tanto en
la recuperación de la minería andina, evidente desde la década de 1730, como en la
creciente importancia del comercio con el Pacífico sur, que había habilitado la legalización
de la ruta por el Cabo de Hornos en la década de 1740.

Los distritos mineros altoperuanos sostenían el financiamiento de la estructura virreinal,


pues suministraban la mayor parte de los recursos fiscales y testimoniaba el triunfo de los
comerciantes del puerto del Río de la Plata frente a sus competidores limeños. No por
casualidad, el primer virrey de Buenos Aires prohibió la circulación de plata potosina hacia
el Perú. A su vez, la inclusión dentro de la jurisdicción del nuevo Virreinato del corregimiento
de Cuyo separaba administrativamente por primera vez a esta región de su cabecera en
Santiago de Chile. El espacio económico peruano, cuya configuración en el siglo XVI
describió Assadourian, estaba dando lugara la constitución de un espacio económico
rioplatense.
La designación de un virrey era tan sólo el primer paso; la estructura de gobierno virreinal
se completó en los años siguientes. La habilitación completa del puerto de Buenos Aires al
comercio intercolonial con el Reglamento de Libre Comercio entre España e Indias de 1778
trajo consigo la legalización de prácticas anteriormente toleradas, un notable incremento del
tráfico y la constitución de un dispositivo administrativo con la instalación de la Real Aduana
en Buenos Aires y en Montevideo. En 1781 se organizó el Estanco de Tabacos, una
repartición estatal destinada a regular la actividad de los cultivadores y a monopolizar la
elaboración y comercialización.
En 1782, tras la derrota de los movimientos insurreccionales indígenas que sacudieron el
dominio colonial en los Andes, el territorio virreinal fue dividido en ocho intendencias o
provincias, término que en la época designaba estas grandes unidades administrativas y
que aún no tenía el sentido que adquirió en la era posrevolucionaria. Esta decisión modifica
el esquema del poder político colonial porque venía a colocar una camada de hombres
nuevos en la cúspide del poder de cada región, un grupo de burócratas a sueldo y de
carrera, reclutados mayoritariamente en la Península, aunque también había algunos
seLeccionados entre ciertas distinguidas familias criollas. Los intendentes concentraron
atribuciones de los ramos de guerra, hacienda, justicia y policía (en particular, los dos
primeros), con el propósito de subordinar a los cabildos, aunque los resultados fueron más
complejos de lo previsto.
Hacia 1785, Buenos Aires volvía a contar con un máximo tribunal de justicia, una Audiencia
que habría de restringir las incumbencias que desde el siglo XVI había tenido la que
funcionaba en Charcas. Era parte de un conjunto de iniciativas orientadas a mejorar la
administración de justicia y hacerla más afín a los propósitos de la Llorona. En este sentido,
las nuevas Audiencias (en Buenos Aires, Cuzco y Caracas) no eran más que un aspecto de
una política que buscaba impedir la venta de cargos a oidores, la cual oficialmente había
comenzado a fines del siglo XVII y había sido uno de los caminos a través de los cuales
buena parte del personal judicial especializado había terminado por reclutarse entre las
élites locales. Para decirlo en términos acuñados por Burkholder y Chandler, se intentaba
propiciar el pasaje de la “era de la impotencia” a la “era de la autoridad”. En 1744 hubo otro
avance en esta dirección: las gestiones que durante varias décadas habían llevado adelante
los comerciantes porteños para desembarazarse de la regulación comercial ejercida desde
Lima se vieron finalmente compensadas con la organización del Consulado de Buenos
Aires y las 15 diputaciones provinciales. La nueva institución era, al mismo tiempo, un
órgano de representación del gremio mercantil, el tribunal que entendía en las disputas
comerciales y una junta encargada de proponer medidas y políticas de fomento de la
economía. En su seno, se entablaron las principales disputas entre las concepciones y
prácticas mercantiles de antiguo cuño y las renovadoras orientaciones que impulsan los
nuevos grupos.

Nueva burocracia, viejos dilemas

Un nuevo estamento burocrático estaba conformándose. En 1767, en Buenos Aires, sólo


había cuatro reparticiones oficiales con 14 empleados; dos décadas después, las primeras
ascendían a 10 y los segundos a 120. El 64 por ciento de estos individuos era de origen
peninsular, el 29 por ciento, de Buenos Aires (aunque concentrados en los escalones más
bajos de la administración), y el 7 por ciento restante provenía de otras regiones
americanas. Cabe agregar un dato no menos significativo: el 71 por ciento de las esposas
de estos burócratas había nacido en Buenos Aires. En otros términos, la conformación de
una burocracia profesional desligada de compromisos locales parecía haber quedado a
mitad de camino. Este estamento no era demasiado amplio y su autoridad efectiva seguía
dependiendo (a pesar de las pretensiones oficiales) de los lazos que pudiera entablar con la
élite local. La intrincada trama que anudaba intereses privados y posiciones oficiales, y que
hacía posible el ejercicio de la autoridad y la acumulación mercantil, no había sido deshecha
por las reformas sino que había adoptado nuevas modalidades e incluido a nuevos
protagonistas.

Reformas y rebeliones

Hacia 1780, la subsistencia del orden colonial fue amenazada en los Andes por una serie de
movimientos insurreccionales, cada uno con su propia dinámica y características. El 4 de
noviembre de 1780, el corregidor Antonio de Arriaga fue ahorcado públicamente en la plaza
de Tungasuca, en un movimiento dirigido por el jefe indigena José Gabriel Condorcanqui.
Unos días después, tras el asalto del pueblo de Sangarará, la movilización se extendió por
toda el área cuzqueña y adoptó la forma de una insurrección general. Condorcanqui, que
pertenecía a un linaje noble indígena y se consideraba descendiente de los incas, había
realizado previamente innumerables gestiones legales y judiciales para obtener su
reconocimiento. Ahora, a la cabeza de la insurrección, adoptó el nombre de Túpac Amaru I,
se proclamó Inga-Rey y fue reconocido por buena parte de las comunidades quechuas del
sur andino n en la insurrección la ocasión para restaurar el Tawantinsuyu.

La “Gran Rebelión” en el sur

La alarma cundió entre las autoridades, desde Jujuy hasta Córdoba y desde Asunción hasta
Mendoza. A veces provenía de la aparición de pasquines favorables a los rebeldes, como
sucedió en Santiago del Estero en abril de 1782. En esta ocasión, las autoridades se
apresuraron a destruirlos para evitar que la plebe se enterara de su contenido. Otra era
ocasionada por denuncias de conspiraciones que se habían estado preparando para el
momento en que llegaran las fuerzas tupamaristas: así aconteció en Mendoza, donde
circuló la noticia de que los conspiradoras buscaban adquirir- un retrato de Carlos il para
quemarlo en la plaza de la ciudad. También, en ocasiones, se acentuaba la desconfianza de
las autoridades hacia las milicias que debían ser movilizadas para colaborar con la
represión, como sucedió en Córdoba, Tucumán, Salta y Jujuy. Pero fue en La Rioja donde
se puso de manifiesto que la alarma podría deberse a gran variedad de motivaciones: en
abril de 1781, el comandante de armas había tenido serias dificultades para movilizar a las
milicias, que no sólo exigen negociar quiénes iban a comentarlas sino que además
protagonizaron un estruendoso tumulto en la plaza de la ciudad, saquearon los almacenes
del estanco de tabaco y exigieron que se les vendiera “con una considerable rebaja”. Sin
embargo. "Las mayores preocupaciones surgieron en Jujuy, donde se identificaron varios
focos rebeldes. Uno, en la puna, donde las autoridades temían la influencia de la
insurrección del corregimiento altoperuano de Chicas, donde había sido muerto el
corregidor debido a directivas de los tupamaristas, y en cuyos pueblos circulaban edictos
rebeldes; otro, en los valles calchaquíes, donde parece Haber habido conatos de rebelión
en algunas encomiendas; un tercero estaba en la frontera oriental salto-jujeña, donde desde
febrero de 1781 Corría la voz entre los indios de "que los pobres quieren defenderse de la
tiranía del español y que muriendo estos todos, sin reserva de criaturas de pecho, solo
gobernarán los indios por disposición de su Rey Inca” Estos rumores aterran a los vecinos
de San Salvador, que no podían dejar de tener en cuenta "la mucha gente plebeya de que
se compone esta ciudad" y temían un asalto combinado de indios tobas "que se halian ya
fuera de su reducción” con otros afincados en las inmediaciones de la ciudad. Por cierto, el
liderazgo identificado del núcleo rebelde era heterogéneo. El principal parece haber sido
José Quiroga, un mestizo que se había desempeñado como intérprete en la reducción de
indios tobas de San Ignacio; otros eran Antonio Lima Canta (un indio que era “muy ladino en
el hablar Castellano”), Gregorio Juárez (un criollo santiagueño) y Basilio Regazo (un
“mestizo amulatado™ oriundo de Chichas). La represión fue muy violenta, y el gobernador
Andrés Mestre pasó por las armas a unos 90 matacos, entre hombres, mujeres y niños. La
alarma también sonó en Asunción, donde se había ordenado movilizar 1000 milicianos para
colaborar con la represión: las autoridades habían detectado que circulaban “estampas” del
“traidor tupamaro” y hasta aigunes “cholos” que, se presumía, eran sus emisarios. Los
milicianos paraguayos debían dirigirse primero a Buenos Aires, pero rápidamente se hizo
evidente el aumento de las deserciones en los contingentes que se dispersaron entre
Corrientes y la Banda Oriental. Incluso en los años noventa, encontramos en la campaña de
Buenos Aires un indio cuyo gentilicio es “tupamaro”.

Al poco tiempo, Túpac Amaru II había obtenido la adhesión de un amplio territorio indígena
que llegaba hasta Azángaro, en la costa del lago Titicaca, y abarcaba prácticamente todo el
sur del Virreinato del Perú. Sin embargo, la proclamación fue rechazada por otros jefes y
curacas andinos que se alinearon activamente con el orden colonial. Esta colaboración
resultó decisiva para que, en enero de 1781, los españoles lograron impedir que los
rebeldes se apoderaran de Cuzco. En abril, las fuerzas de Túpac Amaru H fueron
derrotadas, y el 18 de mayo de 1781, éste fue juzgado, muerto y descuartizado en el Cuzco
junto 8 51 mujer, Micaela Bastidas, y varios familiares que ocupaban cargos decisivos en el
movimiento insurreccional. Con todo, la rebelión de los tupamaristas o tupamaros no había
sido vencida, y la jefatura rebelde pasó a su primo, Diego Cristóbal. Mientras tanto, la
rebelión se había hecho fuerte en la región de Puno, donde también la ciudad fue sitiada
por los rebeldes. La rebelión había estallado también en el Alto Perú. El 10 de febrero, otro
importante foco rebelde apareció en Oruro: tras un motín popular encabezado por los
hermanos Rodríguez y articulado a través de la sublevación de las milicias de la ciudad, se
estructuró un heterogéneo movimiento rebelde en el que convergen criollos, mestizos ¢
indios, una alianza que no duró mucho tiempo. Poco después la rebelión alcanzaba el
altiplano de La Paz, era protagonizada por pueblos aymara y estaba dirigida por Julián
Apaza, un campesino de Ayo Ayo que había sido mitayo y sacristán y que tomó el nombre
de Túpac Katari. El movimiento rebelde que encabeza se caracterizó por su radicalismo
étnico y por establecer un sitio de la ciudad de La Paz prácticamente continuo entre marzo y
octubre. El enfrentamiento fue tan violento que provocó más de 6000 muertos en una
ciudad que no excedía los 20.000 habitantes. Las dos alas principales de la insurrección, la
quechua, encabezada por los Amaru, y la aymara, dirigida por Katari, no llegaron a obtener
una eficaz coordinación y terminaron derrotadas: el 14 de noviembre de 1781, Katari corría
la misma suerte que Túpac Amaru I1. Al año siguiente fueron condenados a muerte su
mujer, Bartolina Sisa, que también había ejercido el mando de las fuerzas insurgentes, y
sus principales oficiales. También al norte de Potosí había habido otro foco rebelde. En
agosto de 1780 comenzaba un movimiento dirigido inicialmente contra el corregidor, que
exigía la liberación de su cacique, Tomás Katari. Así, cuando Túpac Amaru 1 iniciaba su
insurrección en Tinta, en Chayanta hacía ya dos meses que los aymaras habían quebrado
el sistema de dominación y ejercían el poder regional. Tomás Katari fue el líder de la
rebelión hasta su muerte el 7 de enero de 1781, cuando el liderazgo pasó a sus hermanos
Dámaso y Nicolás. El movimiento se radicalizó a tal punto que en febrero de 1781 los
rebeldes sitiaron la ciudad de La Plata y amenazaron con acabar con toda la población
hispana. Para marzo, el movimiento rebelde de Chayanta había empezado a desgranarse
hasta que fue definitivamente derrotado. La magnitud de la “Gran Rebelión” no puede
explicarse sólo como una respuesta a las reformas borbónicas, sino que debe integrarse a
las dinámica de resistencia y movilización que los pueblos andinos venían desplegando
desde mucho antes es indudablemente significativa. Las reformas tuvieron incidencia en la
simultaneidad de los movimientos insurgentes. La legalización del reparto forzoso de
mercancías a través de los corregidores en la década de 1750 es sin dudas uno de los
motivos que fomentaron inicialmente el odio rebelde. A su vez, las decisiones de la década
de 1770 acrecentaron los descontentos: la duplicación de las tasas de la alcabala, la
multiplicación de las aduanas recaudadoras y los intentos oficiales de impedir el tráfico de
plata potosina al Perú fueron medidas que afectaron seriamente los circuitos mercantiles
indígenas. Además, las reformas alteraron los criterios que regían el cobro del tributo, y el
fin recaudador había extendido la condición de tributario a poblaciones de los pueblos de
indios sin tierras asignadas e incorporó a las castas que vivían en ellos. Con todo, los
resultados fueron extremadamente variables. Como ha indicado Silvia Palomeque, en
algunas áreas el número de tributarios se duplicó, y allí, como en la Quebrada de
Humahuaca y el valle de Salta, la totalidad de los indios empadronados se convirtió en
tributaria. En Santiago del Estero, en cambio, sólo los originarios quedaron como tributarios,
mientras que el resto, aunque reconocido como indio, conmutó la obligación a cambio de un
servicio de milicia. En Córdoba, tan solo el 37 por ciento de los indios se convirtió en
tributario, y en Tucumán, el 25 por ciento.

Tras la represión violenta y sangrienta, las reformas se profundizaron. El sistema de


repartos fue prohibido (aunque estuvo lejos de desaparecer) y los corregidores
desplazados; fueron los intendentes y sus subdelegados los nuevos responsables de la
recaudación del tributo. Con los corregimientos, las autoridades también buscaron
desplazar a los caciques sospechosos de haber adherido o simpatizado con la rebelión.

Las reformas y las élites coloniales

El sistema político que había imperado durante más de dos siglos se basaba, en buena
medida, en el consenso que el imperio mantenía con los grupos de élite coloniales. En
cierto modo, funcionaba como un delicado equilibrio entre los requerimientos
metropolitanos, los intereses de las élites locales y las formas de resistencia de los oficiales
subalternos. Era una situación de negociación y reacomodo permanente, en la cual la
autoridad política, dotada de una raquítica estructura burocrática, debía lidiar y arbitrar entre
las diversas redes que componían las facciones que dividían a las élites, lo cual hacía que
el ejercicio efectivo de la autoridad dependiera del consenso en el entramado social local.
Las reformas estaban orientadas a romper este equilibrio, en particular con la instauración
de intendencias. Introdujeron una nueva jerarquía entre las ciudades que alteraba las
situaciones vigentes: en un primer nivel quedaba la capital virreinal, que a la vez fungía de
capital de su propia intendencia; en un segundo nivel, se situaban las cabeceras de
intendencias; por último, quedaban las ciudades subordinadas. De forma complementaria,
algunos territorios fronterizos —como Montevideo, Misiones, Moxos y Chiquitos—
adquirieron el estatuto de gobierno militar y dependían directamente de la autoridad
virreinal.

Dada esta nueva situación, los cabildos se veían limitados en su autonomía por la presencia
de intendentes y subdelegados, al tiempo que esas mismas autoridades esperaban que
ejercieran un control más efectivo de la población y los territorios. De esa ambigüedad
emerge el mosaico de situaciones que ofrecen los cabildos durante las reformas y que
expresan las diferentes capacidades de las élites para afrontarlas.

En la Intendencia de Salta, el gobernador extrajo de la órbita de los cabildos la recaudación


de la sisa —el impuesto a la circulación mercantil destinado a sostener la guerra de
fronteras— y lo depositó en manos de la Real Hacienda. Con ello, modificar hábitos y
beneficios arraigados; además, trasladó la oficina recaudadora de Jujuy a Salta. No fue la
única pérdida que sufrió la élite jujeña: poco más tarde, la puna quedó bajo una delegación
dependiente del gobernador intendente y fue sacada de la jurisdicción del Cabildo de San
Salvador. Sin embargo, se trataba de un proceso de subordinación incompleto, pues la élite
capitular logró que los subdelegados volvieran a ser reclutados entre sus miembros. Otra
ciudad subordinada era Tucumán. Aquí, los estudios de Tito Vallejo muestran una imagen
distinta, pues la élite capitular parece haber fortalecido su autoridad en el mundo rural a
través de la multiplicación de jueces pedáneos reclutados entre personas influyentes de la
campaña muy relacionadas con ella, al punto que logró disputarle a la Intendencia la
atribución de designarlos.
En la capital, Salteña, la élite tuvo bastante éxito en limitar el poder del intendente, pese a la
intensa lucha de facciones que la dividía y que expresaba los conflictos entre los grupos
abroquelados en el Cabildo y los que apostaban a servir de apoyo al intendente. Era un
patrón típico de la lucha política colonial, que tendía a realizarse entre “bandos”, “partidos” o
“pandillas” (para recuperar los términos con que eran denostados) estructurados en torno a
lazos sociales previos y amparados por alguna autoridad. Por estas razones, el
enfrentamiento adopta la forma de conflictos entre instituciones por derechos, privilegios,
jurisdiccionales y cuestiones ceremoniales. Incluso un destacado miembro de esta élite,
Nicolás de Isasmendi, llegó a ser designado gobernador intendente. En Córdoba, los lazos
entre la élite y el primer gobernador intendente, el marqués de Sobremonte, en Córdoba
fueron muy intensos. Según Ana Inés Punta, esta situación estaría mostrando un modo de
construcción de una política de consenso en plena reforma. Si bien el Cabildo cordobés vio
reducidas sus atribuciones, el grupo de poder predominante en la ciudad desde la década
de 1760 —el linaje de los Allende y sus aliados y allegados, entre los que estaban los
franciscanos— habría mantenido su posición de primacía mediante esta alianza. Así, si bien
la Intendencia asumió atribuciones del Cabildo, también le abría nuevas oportunidades,
como la multiplicación de los jueces pedáneos que pasaron de 18 en 1775 a 81 en 1806, o
los alcaldes de barrio, que pasaron de 2 a 13 en 1794. ¿Cómo fue la dinámica política en la
capital del Virreinato? En Buenos Aires, hasta 1776, el Cabildo había compartido el poder
en la ciudad con un entramado burocrático que prácticamente se reducía al gobernador, el
comandante del presidio y el obispo. Celoso de sus atribuciones, se había enfrentado con el
Cabildo de Santa Fe para afirmar su jurisdicción, y en la misma campaña bonaerense había
tratado de limitar la jurisdicción del otro Cabildo existente allí desde 1756, el de la Villa de
Luján. Con la transformación de la ciudad en capital virreinal, las cosas cambiarían
radicalmente para los capitulares porteños, acostumbrados a un amplio margen de
autonomía. Entre 1776 y 1810, tuvieron conflictos con todas las nuevas autoridades y
forzaron a los funcionarios virreinales a sucesivas negociaciones. Esta fortaleza, que
parecía limitada durante las reformas, volvió a ponerse en completa evidencia a partir de
1806.

Los cambios en el comercio y las transformaciones de las elites


Con las reformas no sólo arribó un contingente de burócratas y militares sino que se
acentuó la inmigración peninsular, cuyos efectos se hicieron notar en el conjunto social y
particularmente en la élite. _a organización del Virreinato y la habilitación del puerto de
Buenos Aires al tráfico directo con los puertos españoles no fueron las únicas medidas que
facilitaron la emergencia de nuevos grupos mercantiles en los que tenían un papel decisivo
los mercaderes, que arribaban desde diferentes regiones de la Península. El azogue era el
insumo básico de la minería, y su provisión y precio determinaba el ritmo y la rentabilidad de
la producción. Dado que la producción en las minas de Huancavelica resultaba insuficiente,
la Corona comenzó a subsidiar la provisión de azogue desde las minas de Almadén en
Andalucía y logró reducir casi a la mitad su precio de venta. En 1778, dispuso que los
barcos pudieran desembarcar ese cargamento en Buenos Aires. La legalización de este
tráfico permitió la instalación de asentistas de azogue, comerciantes que obtenían la
concesión monopólica del abastecimiento de este vital producto y, con ello, el acceso a una
parte sustantiva de la plata potosina. A su vez, las remesas del situado militar desde Potosí
contribuyen a dinamizar el mercado porteño: en la década de 1750 rondaban un promedio
anual de 130.000 pesos; dos décadas después, superan los 600.000, y para la década de
1790, estaban en el rango del millón y medio. Dado que se gastan en su totalidad en
Buenos Aires o Montevideo, estas partidas aumentaban el volumen de aquellos mercados y
convertían a los comerciantes encargados de su transporte en personajes clave del
comercio y el crédito rioplatense.

La trayectoria de un gran comerciante: Belgrano Peri


Estudiada por Jorge Gelman, esta trayectoria muestra con claridad las nuevas situaciones.
El padre del futuro prócer había emigrado a Cádiz en 1750 desde la Liguria italiana y poco
después se afincó en Buenos Aires, donde se casó con María Josefa González Casero,
natural de Santiago del Estero. Naturalizado español y avecindado en la ciudad, inició una
fulgurante carrera hasta convertirse en uno de los más importantes comerciantes de la
capital. Su llegada e inclusión en la élite mercantil fue previa a las reformas, pero la
magnitud de sus operaciones comerciales fue impulsada por la formación del reinado.
El radio geográfico de sus operaciones comerciales era . extremadamente amplio y terminó
abarcando desde Cádiz y La Coruña hasta Francia e Inglaterra, En América, sus
actividades lo vinculan Brasil (desde donde se dedicó a la importación de esclavos), Lima,
Santiago de Chile y, por supuesto, Córdoba, Corrientes, las Misiones, Asunción y Potosí.
Inicialmente sus actividades mercantiles abarcaban Buenos Aires, las ciudades del litoral y
algunas del interior, como Jujuy y Mendoza, en una segunda fase hacia 1778, se ampliaron
hacia Chile y la Península y, al final de su trayectoria, adquirieron la amplitud y diversidad
señaladas. Si Belgrano Peri no se especializó en un ámbito geográfico determinado,
tampoco lo hizo en un rubro específico. Sus operaciones de importación y exportación
abarcan productos de Castilla, esclavos, “frutos del país” (yerba, ponchos, harinas, cueros,
maderas, etc.), oro y plata. La diversificación de las inversiones incluía, además, las
propiedades urbanas (muy útiles para destinarlas al alquiler o para hipotecarias en busca de
créditos), el crédito y la explotación rural. Por último, Gelman deja muy en claro otra
dimensión de la trayectoria de Belgrano: su inserción en el sistema político colonial. En este
sentido, conviene registrar su acceso a cargos honoríficos como la oficialidad de las milicias
o el de regidor del Cabildo, junto con otros que eran honoríficos y rentables a la vez, como
ser el primer contador de la Real Aduana de Buenos Aires en 1788 o el tesorero de la
Hermandad de la Santa Caridad. Sus hijos fueron parte importante de sus relaciones con el
comercio y con la administración: una de sus hijas se casó con Julián Gregorio Espinosa, un
importante comerciante y hacendado de la Banda Oriental, y otra con uno de los
administradores de las misiones. Manuel fue enviado a estudiar a Salamanca y regresó
como secretario del Consulado, prueba de las estrechas relaciones de su padre con la
administración imperial.

Este tipo de relaciones se anudaba de diverso modo, desde el establecimiento de lazos


parentales hasta el crédito y las fianzas a los nuevos funcionarios. Es evidente que ninguna
trayectoria individual puede ilustrar la totalidad de las estrategias e itinerarios desplegados
por la renovación de las élites coloniales, pero un ejemplo como este ayuda a comprender
algunos de sus mecanismos. Las reformas, por tanto, modificaban las modalidades de
relación entre burócratas y élites locales, más que desplazarlas efectivamente.
Otro rubro decisivo de las importaciones eran los esclavos provenientes de África o Brasil.
Desde comienzos de siglo, sucesivas concesiones a ingleses y franceses habían permitido
la instalación de asientos negreros en Buenos Aires; en general, los comerciantes porteños
realizaban este tráfico de forma pasiva, comprando esclavos en el puerto y vendiendolos en
los mercados interiores. Desde la década de 1780, emergieron nuevos protagonistas, y la
liberalización de la trata negrera impulsó a algunos comerciantes de Buenos Aires y
Montevideo a obtener licencias de importación para realizar un comercio activo.
Fletando los buques negreros, a cambio, obtenían permisos para la exportación de frutos
del país, impulsando así las ventas de cueros y carnes saladas. Algunos de estos
mercaderes instalaron los primeros saladeros en la Banda Oriental y hasta se convirtieron
en abastecedores de la Armada Real. De esta manera, los comerciantes innovadores
estaban modificando el tradicional distanciamiento de la élite mercantil porteña respecto de
la producción rural. Por un momento, hacia mediados de la década de 1790, parecía que en
Buenos Aires se estaba conformando un núcleo mercantil innovador y bastante autónomo,
dispuesto a aprovechar las oportunidades que la renovación imperial brindaba y que las
dificultades metropolitanas acrecentaban. Estos datos ayudan a comprender algunos rasgos
de la transformación de las elites mercantiles y los alcances limitados que tuvieron los
propósitos de las reformas.
Puede decirse que el mundo de la élite experimentó un proceso de ampliación y renovación
que precedió y acompañó a las reformas. Posteriormente, tendió a manifestar signos de
creciente fragmentación, aunque esta nunca era definitiva y siempre existían posibilidades
de recomposición. Otra dimensión a considerar son las fricciones que las reformas y la
difusión de nuevas ideas, nociones y valores introducían en su interior. Ahora bien, estas
nuevas doctrinas provenían en buena medida de la misma burocracia imperial, y su
divulgación se vio facilitada por el vacío que dejó la expulsión de la Compañía de Jesús,
que había tenido un rol privilegiado en la cohesión cultural de los grupos dominantes y su
fidelidad a la Corona. Los funcionarios reales debieron haber llevado algunas de estas ideas
más allá de las ciudades capitales, como pudo haber sido el caso de Rocamora o Azara,
cuando cumplieron sus misiones en tierras de frontera.
Seguramente, otro ámbito de difusión fue la reducida corte virreinal y los nuevos espacios
de sociabilidad, como las tertulias, los teatros y los cafés que comenzaban a emerger. Hubo
otros canales, como las nuevas cátedras académicas en Charcas, Córdoba o Buenos Aires.
Y otros medios, como las gacetas y periódicos que venían de la Península o de otras zonas
de América, dado que en Buenos Aires los primeros y balbuceantes intentos recién se
produjeron al despuntar el siglo XIX. También funcionaron posiblemente como vehículos de
transmisión aquellos individuos que habían ido a estudiar a Europa.
El primer periódico del Río de la Plata
El 1 de abril de 1801 comenzó a publicarse en Buenos Aires el Telégrafo Mercantil, Rural,
Político, Económico e Historiográfico, que fue el primer periódico del Río de la Plata y uno
de los canales de difusión de las nuevas ideas. Como lo ha demostrado José Carlos
Chiaramonte, la recepción de las ideas económicas de la Ilustración (y, en especial, del
neomercantilismo italiano) ya se había producido entre algunos grupos porteños, así como
también circulaban desde la capital hasta Córdoba y Charcas entre individuos del clero.
Estas evidencias ameritan una conclusión provisoria: la diseminación y apropiación de este
conglomerado de ideas y valores debe haber alcanzado sólo a una parte muy reducida de
las élites e introducido fracturas culturales e ideológicas nuevas. Pero también generan un
inmenso interrogante: ¿qué difusión y recepción tuvieron fuera del mundo de las élites?

Los ideólogos de las reformas compartían la convicción de que la sociedad podía ser
moldeada desde el estado y pensaban en la autoridad como una arquitectura política que
debía fijar reglas racionales de comportamiento y formalizar relaciones y ordenarlas. Para
ello, debían cambiar las formas habituales de la piedad barroca y civilizar a unos feligreses
que eran vistos ahora como dominados por ideas mágicas y supersticiosas. En estas
condiciones, una nueva sensibilidad, más “urbana”, comenzaba a diseminarse entre
algunos segmentos de las élites del vasto imperio, entre quienes las reformas habían
sentado tan firmemente su influencia. Como sea que haya sido, parecería que siguen
siendo válidas las descripciones que hiciera Halperin Donghi: las reformas habían renovado
menos a esta sociedad de lo que habían transformado su economía y, sobre todo, su
cultura y su estilo de vida. Al comenzar el siglo XIX, las élites coloniales tenían una imagen
muy rígida de la sociedad en que vivían, que seguía siendo sustancialmente barroca. Hasta
las nuevas instituciones y autoridades de la monarquía reformadora parecen haberse
encontrado impregnadas de las concepciones jerárquicas que seguían vigentes en la vida
social. La efectiva y masiva difusión de las nuevas ideas y la nueva sensibilidad parecen ser
más un efecto de la crisis del orden colonial que una de sus causas.

La crisis del imperio español

Al inicio del siglo XIX, la capacidad efectiva de la Corona para regular y orientar en su
beneficio las relaciones con las colonias había disminuido dramáticamente. Este cambio fue
uno de los resultados de las fluctuantes alianzas internacionales en las que España estaba
inmersa. Durante la mayor parte del siglo XVIII, la Corona española había mantenido una
alianza con Francia, lo que derivó en crecientes conflictos con Gran Bretaña y su principal
aliado, Portugal. Tras la revolución de 1789, este esquema de alianzas cambió radicalmente
y en 1793 España se unió a las coaliciones que intentaban acabar con la experiencia
revolucionaria francesa. No obstante, la incursión de las tropas francesas en la Península
en 1794 forzó a la Corona a un abrupto cambio de estrategia y a establecer una nueva y
sorprendente alianza entre la España absolutista y la Francia revolucionaria, que perdurará
hasta 1808. Esta nueva situación desembocará en la crisis del Antiguo Régimen español y
de su imperio.

La crisis del comercio colonial y la crisis fiscal de la Corona

Para enfrentar la expansión francesa, la flota británica bloqueó los puertos españoles y
provocó un auténtico colapso del comercio en la Península y sus dominios coloniales. Como
respuesta, en 1797 la Corona autorizó el comercio con buques de bandera neutral, pero
esta decisión corroyó aún más su capacidad de mantener el control del comercio colonial.
Como ha señalado el historiador argentino Tulio Alperin Donghi, esta "coyuntura de guerra"
creaba una situación inédita: la metrópoli era incapaz de funcionar como tal y todavía no
había emergido una nueva metrópoli. En 1805, la situación empeoró aún más, pues la
derrota de la armada franco-española en la batalla de Trafalgar consagró el predominio de
Gran Bretaña sobre el Atlántico. A los comerciantes rioplatenses se les abría una situación
incierta, aunque llena de posibilidades. Las dificultades del comercio legítimo ampliaron la
importancia del clandestino, y las exportaciones de cuero aumentaron de 340,000 piezas
anuales en 1796 a 670,000 apenas diez años después. Sin embargo, hubo años muy
difíciles: entre 1804 y 1805, una tremenda sequía azotó la región, lo que en el Alto Perú,
donde había comenzado antes, derivó en una crisis social. La minería potosina sufrió una
fuerte contracción que llevó a su completa paralización, situación que en parte se debía a la
creciente dificultad para asegurar los suministros de azogue desde Andalucía. En estas
condiciones, las importaciones al centro minero se redujeron un 25 por ciento en la primera
década del siglo y disminuyeron las exportaciones de plata del puerto de Buenos Aires.
La contracción de la minería afectó la fiscalidad virreinal, y si en la década de 1790 las
remesas altoperuanas cubrían un 60 por ciento del gasto fiscal de la capital virreinal,
durante los primeros años del siglo XIX solamente solventaron el 6 por ciento. En estas
circunstancias, los comerciantes rioplatenses se volcaron hacia el tráfico de esclavos, el
comercio con Brasil y con los buques neutrales, así como hacia la instalación de ingenios.

Los vínculos coloniales se manifestaron a través de una fenomenal crisis fiscal de la


monarquía. Los empréstitos forzosos y los confiscatorios estaban a la orden del día, y en
1804 la Corona adoptó una medida de enorme trascendencia que dejó un tendal de
descontentos, la llamada “convalidación de los vales reales”, un sistema compulsivo de
financiamiento que embargaba los bienes y los depósitos en manos de la Iglesia, los
conventos y las cofradías. Dado que estas instituciones fungían como los verdaderos
bancos de la economía colonial, esta medida afectó el dinamismo de una economía
completamente dependiente de ese financiamiento.

Las invasiones inglesas al Río de la Plata

En el Río de la Plata, el resquebrajamiento de las relaciones con la metrópoli adquiere


mayor dramatismo cuando, a comienzos de junio, una flota inglesa con 1500 hombres llegó
a las costas rioplatenses y posteriormente tomó el control de la capital. La resistencia había
sido completamente ineficaz. El virrey Sobremonte abandonó la ciudad con su guardia y los
caudales del tesoro, y las principales corporaciones (la Audiencia, el Consulado, el
Obispado y parte del clero regular) se rindieron. Días después, los comandantes ingleses
recibieron los caudales a cambio del compromiso de mantener a las autoridades en sus
cargos y respetar la religión católica. Los invasores anunciaron la instauración de la libertad
de comercio, una iniciativa que, esperaban, les aseguraría la adhesión de la elite comercial.
En efecto, algunos grupos criollos imaginaron que la invasión era la ocasión para un nuevo
orden, y adhirieron a él con entusiasmo. Sin embargo, la convivencia entre ocupantes y
pobladores no era sencilla y se producían peleas callejeras. Mientras tanto, algunos grupos
de la elite criolla intentaron organizar en la campaña una fuerza de resistencia, y los
catalanes formaron una red clandestina dentro de la ciudad ocupada. Por último, Santiago
de Liniers, un francés que se desempeñaba como oficial de la Armada Real, se dirigió a la
Banda Oriental para organizar una fuerza que enfrentará a los invasores. Con unos 500
soldados y más de 400 milicianos, comandó a principios de agosto la expedición de
reconquista de la capital. En su marcha fue sumando partidas reclutadas en la campaña y,
en pocos días, sus fuerzas llegaban a 3000 efectivos. El 12 de agosto lograron la
capitulación de las tropas británicas. La victoria creó una situación completamente inédita
en la capital. El 14 de agosto, en un cabildo abierto, se decidió exigirle al Virrey que
delegara el mando. Se trataba de una experiencia decisiva para la ciudad. Algunos testigos
relataron que el pueblo se presentó tumultuosamente exigiendo que no se permitiera al
Virrey entrar a la ciudad, y que el obispo y otros magistrados tuvieron que salir a los
balcones del cabildo para preguntarle a la multitud si “eran gustosos” de ser gobernados por
Sobremonte, a lo que “todos respondieron que no, no, no, no lo queremos, muera ese
traidor, nos ha vendido”. La multitud, unas 4000 personas, aclama la designación de Liniers
como comandante con gritos de “¡Viva España! ¡Viva el Rey! ¡Mueran los traidores!”.
Mientras tanto, el Virrey, que se hallaba en San Nicolás con fuerzas milicianas de Córdoba y
Paraguay, tardó en aceptar la insubordinada exigencia y se dirigió a Montevideo, aunque
debió enfrentar la deserción de cientos de milicianos. En el Virreinato se habían configurado
dos polos de poder: de un lado, el Virrey, con el apoyo de la guarnición y la ciudad de
Montevideo; del otro, la capital que se negaba a obedecer. Pero la ocupación y la
reconquista habían tenido otras consecuencias. Las más importantes corporaciones y
jerarquías (como el Consulado, el Obispado y la Audiencia) habían sufrido una vertiginosa
pérdida de prestigio; frente a ellas se estaba conformando el nuevo liderazgo de Liniers y
recobró plena autoridad el Cabildo. El 6 de septiembre, Liniers convocó a la población a
organizarse en milicias. Uno de los primeros cuerpos conformados fue el de urbanos
voluntarios de Cataluña, que agrupó a catalanes, valencianos, aragoneses y naturales de
las Baleares. El 13 de septiembre, en una multitudinaria asamblea de más de 1500
personas, se formó el regimiento de Patricios, cuyo comandante electo fue Cornelio
Saavedra. Las milicias se multiplicaron en forma vertiginosa; para octubre abarcaban unos
7800 hombres en una ciudad que apenas supera los 40.000 habitantes. A fines de octubre,
los ingleses bloquearon los puertos del Río de la Plata y sitiaron Montevideo; el 3 de febrero
ocuparon la ciudad, donde permanecerán hasta septiembre. La conmoción política se
desató en la capital, donde corría la versión de que el ejército del Virrey había huido en
desbandada. Los pasquines que aparecieron eran muy claros: amenazaban con degollar a
los oidores de la Audiencia por no haber depuesto al Virrey. En las calles se amontonaba la
gente profiriendo insultos contra ellos. Ni las promesas de los capitulares ni las gestiones
del obispo y de Liniers lograron calmarla, y algunos individuos escalaron a la torre para
hacer sonar las campanas convocando a la población. Un observador anotó en su diario:
para “sosegarse y obviar algún tumulto, se le prometió al pueblo hacer lo que se pedía”. El
10 de febrero, una junta de guerra en la que participaron 98 personas entre jefes militares,
funcionarios, capitulares, oidores y vecinos notables decidió el desplazamiento definitivo de
Sobremonte y la transferencia de la completa responsabilidad de la defensa de todo el
Virreinato a Liniers. La decisión era trascendente: un virrey había sido depuesto; tamaña
decisión había sido tomada por la institución más antigua de la ciudad, el Cabildo, y por los
nuevos jefes milicianos, en un contexto de intensa agitación popular. Como diría poco
después un emisario metropolitano, era un “ruinoso ejemplo", tras lo cual “la
insubordinación y el desorden se arraigaron”. Como sea, el tumulto fue legitimado: meses
después, la corte convalidó la decisión y separó a Sobremonte de sus funciones. Pero el
movimiento de la capital generó resquemores y, mientras el Cabildo de Córdoba mantuvo
su subordinación al Virrey, el de Potosí suspendió la remisión de fondos a la capital. Las
lealtades institucionales en el Virreinato habían comenzado a erosionarse con rapidez.
Desde Montevideo, los ingleses inundaron los mercados virreinales de mercerías a bajo
costo, haciendo colapsar los precios y los circuitos habituales de importación. A fines de
junio, una expedición de 8000 hombres marchó sobre la capital. La defensa organizada por
Liniers resultó infructuosa y sus tropas fueron derrotadas en las afueras de la ciudad. El 5
de julio, los británicos iniciaron el asalto de la ciudad, pero los violentos combates callejeros
terminaron con su capitulación y con el compromiso de abandonar Montevideo en menos de
dos meses.

La milicia como forma de vida

Aunque inicialmente la formación de los regimientos de milicia fue una medida de


emergencia, en febrero de 1807 se decidió que la mayor parte de los milicianos recibiría una
remuneración mensual. De este modo, la militarización tendió a convertirse en un nuevo
medio de vida. Un ejemplo permite advertirlo: incluso los soldados del regimiento de parque
morenos debían recibir una remuneración mensual de 12 a 14 pesos, una retribución que
estaba por encima de la que había sido habitual para los soldados y la que podían recibir en
sus empleos habituales, que difícilmente superará los 8 pesos. No era una cuestión sencilla
de resolver y los intentos de quitarla debieron ser abandonados debido a la terca resistencia
de los milicianos. No era casual, pues, hacía varios años que los precios de los bienes de
consumo masivo estaban subiendo, situación que empeoró con las invasiones. El gasto en
defensa amplificaba las oportunidades de empleo y la capacidad de consumo de los
sectores populares urbanos, y amortiguaba los efectos de la escasez. (Para ponderar sus
efectos conviene recuperar una estimación realizada por Tulio Halperin Donghi: la
movilización miliciana debe haber abarcado no menos del 30 por ciento de los varones
adultos de la ciudad.) Esta decisión trajo conflictos, pues, si bien fue recibida con
entusiasmo por las unidades de criollos y castas, fue rechazada por los comerciantes
peninsulares y sus allegados. El conflicto era, además, el resultado del choque entre
percepciones muy distintas de los rangos militares que, para los críticos de esta nueva
práctica, debían seguir siendo una cuestión de honor antes que un modo de vida.

La rendición de la segunda invasión

La rendición de las tropas inglesas en 1806 - Óleo de Charles Fouqueray.

Desde fines del siglo XIX, fue cada vez más frecuente que se encargará a diversos pintores
la reconstrucción pictórica de escenas clave de la historia nacional. Estas pinturas cubrieron
el vacío que había dejado el escaso desarrollo que las artes plásticas habían tenido en la
época y constituyeron el medio por excelencia a través del cual la sociedad podía
representar su pasado.

Había días en que la ciudad parecía un cuartel. El 15 de enero de 1807, a la madrugada, se


tocó la generala y cada unidad marchó con sus banderas, estandartes y sus bandas de
música a la revista general que se realizó en torno al Riachuelo. Unos 8000 hombres
intervinieron en esta parada, que culminó en un almuerzo general. Símbolo inequívoco de la
masividad de la militarización fue el desfile de una columna de voluntarios de doce a catorce
compañías compuesta por muchachos. La jornada terminó con el desfile de todos los
cuerpos hasta la Plaza Mayor. No fue la única ocasión en que la ciudad se celebraba a sí
misma: los festejos por la exitosa defensa continuaron durante meses. En este sentido, la
ceremonia del 12 de noviembre de 1807 fue muy especial: se armó un gran tablado en la
plaza con los bustos del rey y la reina y se procedió a sortear pensiones y recompensas
para los negros e inválidos o para sus viudas. El Cabildo dispuso pensiones de 12 pesos
para los españoles, pero de 6 para indios y negros. A su vez, se sorteó la libertad de 70
esclavos entre un listado de 686. El fervor, y el precio de su libertad fue pagada por el
Cabildo, el rey y los principales regimientos, de modo que los propietarios recibieron 250
pesos cada uno, no sin regateos. La ceremonia pública tras cada sorteo era un auténtico
rito de pasaje: el agraciado era llevado bajo las banderas de las compañías de pardos y
morenos libres, a cuyas filas pasaba a integrarse. No era, por cierto, el fin de la esclavitud,
pero la ceremonia expresaba una situación inimaginable poco antes: la elite y la ciudad
homenajeando a algunos esclavos. Para ellos, significaba una experiencia decisiva;
precisamente, la incorporación voluntaria era un camino hacia la libertad. No lo olvidarán.

En pocos meses, la vida de la ciudad cambió. La movilización miliciana relajó la


consistencia de las jerarquías sociales preexistentes y sus ejercicios, desfiles, marchas y
ceremonias religiosas se volvieron cotidianos. En algunos casos, incluyeron muestras de
reconocimiento a los grupos plebeyos y los ascensos como premio se generalizaron.
Además, la militarización tenía otras implicaciones, pues las muestras de indisciplina de los
milicianos eran harto frecuentes.

Tamaña movilización reproducía los clivajes sociales preexistentes, que estaban lejos de
expresarse a través de una oposición entre peninsulares y criollos. Por el contrario, los
cuerpos milicianos se organizaron según sus grupos de pertenencia: en los Patricios debían
prestar servicio los vecinos de la ciudad; en el de Arribeños, los oriundos de las provincias
“de arriba”. Significativamente, no hubo un cuerpo de peninsulares sino que se organizaron
regimientos de Andaluces, Vizcaínos, Cántabros o Montañeses, Catalanes, Gallegos, etc.
Una mentalidad estamental atravesada por criterios de diferenciación racial no podía
permitir que se mezclara lo que no debía confundirse, y el destacamento de Pardos estaba
integrado por nueve compañías, cinco “de esta calidad”, dos de indios y dos de negros.

Legados conflictivos

Súbitamente, los rangos militares se transformaron en un camino para la formación de una


nueva élite dotada de legitimidad social; para algunos, llegó a ser un medio para ascender
socialmente. Hombres reclutados entre la élite urbana adquirieron posiciones de mando y
establecieron nuevos lazos sociales con la plebe de la ciudad, ya que los jefes de cada
unidad fungía como sus voceros, y la pertenencia a un regimiento ayudaba a conformar una
identidad de grupo a través de sus uniformes, estandartes e incluso su santo patrón. El
equilibrio interno de la élite urbana se hallaba notablemente alterado.

Milicianos insolentes

Los milicianos resistieron la adopción de normas militares. Así, en noviembre de 1806, hubo
un verdadero "tole tole" cuando los soldados cuestionaron que sus oficiales usarán
charreteras, al punto que algunos se pusieron charreteras de papel hasta en las butaqueras
para mostrar total desprecio. Los intentos de regularizar la situación resultaron infructuosos.
Los milicianos se desplazaban uniformados y armados por las calles y tabernas aunque no
estuvieran de servicio, como lo hicieron los Catalanes y Gallegos en marzo de 1807, que
incluso acusaron al comisionado de la Audiencia encargado de hacer cumplir la disposición
que lo prohibía. Por entonces, un soldado del cuerpo de Montañeses se enfrentó a su
capitán y fue sentenciado sin consejo de guerra. Al parecer, el suceso fue tan comentado
que el propio Liniers reestructuró a su unidad en una ceremonia pública que culminó con los
soldados de la unidad jurando lealtad y repudiando al capitán. Eran reiterados los conflictos
entre integrantes de distintas unidades, por ejemplo, en la celebración de Corpus de 1806,
miembros del cuerpo de Gallegos se negaron a rendir sus banderas ante el paso del
Obispo, y a fines de marzo de 1807 se vivieron momentos de extrema tensión cuando se
supo que un sujeto pretendía quemar la imagen de un Judas vestido con el uniforme del
regimiento de Patricios con motivo de la Semana Santa. Hacia junio, los jefes milicianos ya
eran plenamente conscientes de la necesidad de imponer una disciplina más rigurosa sobre
sus tropas y trataron de terminar con la práctica de elección de sus oficiales al mismo
tiempo que el Cabildo rechaza las pretensiones de los marineros de elegir a los suyos.

Esta movilización también fue muy intensa en la Banda Oriental, donde la lucha contra la
segunda invasión fue librada por partidas de milicianos y blandengues en una virtual guerra
de guerrillas. Una vez retiradas las tropas británicas, el Cabildo de Montevideo solicitó al
Rey que se instituyera un consulado en la ciudad y que se la transformara en cabecera de
una nueva intendencia. Así, se ponían en evidencia las aspiraciones autonómicas de
Montevideo. Aquí también, la legitimidad política descansaba ahora en el Cabildo, que forzó
la sustitución del gobernador. Así, en julio de 1807, Liniers designó como nuevo gobernador
a un militar también llegado de España, Javier de Elio, y aunque al principio hubo
resistencia del Cabildo, no tardaron en establecer una firme alianza. Mientras tanto, en
Buenos Aires, las invasiones dejaban dos líderes en competencia: el de Liniers, el héroe de
la reconquista de 1807 apoyado por la mayor parte de los nuevos cuerpos milicianos, y el
de Martín de Alzaga, el alcalde de primer voto del Cabildo y el héroe de la defensa de 1807,
que además del apoyo del Cabildo tenía el de las milicias que estaban bajo su mando o
eran comandadas por otros capitanes. En estas condiciones, la renovación anual del cuerpo
a fines de 1807 fue muy conflictiva y estuvo acompañada por la difusión de pasquines que
proponían la reelección de Alzaga. Era una auténtica campaña osainista, quizá la primera
de este tipo que se llevó a cabo abiertamente en la ciudad, síntoma inequívoco de que ya
no era posible hacer política a la antigua usanza.

Las variedades se acrecentaron a principios de 1808, cuando se supo que la corte ratificó la
designación de Liniers como virrey del Río de la Plata. Ni el Cabildo de Montevideo ni el de
Buenos Aires estaban conformes.

Una monarquía sin rey

Para entonces, el poder de Napoleón en Europa continental parecía inconcebible: en 1807


firmó un tratado con Rusia que incluía en sus cláusulas secretas la aceptación del Zar para
que España y Portugal quedaran bajo el poder francés. Poco después, por el Tratado de
Fontainebleau, la Corona española autorizó el paso de las tropas del Emperador por su
territorio para invadir Portugal.

Las consecuencias fueron trascendentales. La corte lusitana emigró a Río de Janeiro, que
se transformó, nadie sabía por cuánto tiempo, en la capital provisional del imperio
portugués. El acuerdo franco-hispano implicaba en la práctica no solo el tránsito sino
también la ocupación de puntos estratégicos del norte español por las tropas napoleónicas.
En estas condiciones, los resquemores de la población española se acrecentaron y las
disputas en la corte de Carlos IV llegaron a un punto culminante.

El artífice de esta política era el ministro Manuel Godoy, que junto a ella venía el control
completo del gobierno y una influencia notable en la corte, además de íntimas relaciones
con la Reina. Cierto o no, eso era lo que pensaba buena parte de la sociedad española. Su
poder, no sin razón, no había dejado de crecer desde 1793 y era visto como el artífice de la
política pro-Francia, de las conflictivas medidas fiscales y como el responsable del
nombramiento de la mayoría de las autoridades en las colonias, especialmente los virreyes
e intendentes. El destino de estos funcionarios estaba ligado al del ministro.

Motín de Aranjuez y caída de Carlos IV

A principios de febrero de 1808, la fuerza francesa en territorio español supera los 100,000
hombres. Aunque formalmente eran aliadas, en Pamplona una multitud repudió a las tropas
y el descontento se propagó rápidamente entre los campesinos de la región. En las
semanas siguientes, situaciones similares se vivieron en San Sebastián y Cataluña. Carlos
IV intentó calmar la ansiedad popular pero no logró su cometido, especialmente cuando
comenzó a circular el terrible rumor de que la corte española emigraría hacia América. Su
credibilidad aumentó cuando la corte abandonó Madrid y se dirigió a Aranjuez. En esas
condiciones, el 17 de marzo estalló allí un motín popular aprovechado por los opositores a
Godoy, y una multitud ocupó y saqueó el Palacio Real exigiendo la renuncia del
desprestigiado ministro y de Carlos IV.

En este cuadro de situación, los descontentos se alinearon con el príncipe de Asturias, el


futuro Fernando VII, enfrentado al ministro. Los conflictos estallaron en marzo de 1808 y
abrieron una fase de vertiginosos acontecimientos cuando una sublevación provocó en
marzo la renuncia de Godoy y la abdicación de Carlos IV. La asunción de Fernando VII fue
aclamada por muchedumbres que festejaron quemando retratos del ministro y del Rey e
insultando a la Reina. A fines de abril, Napoleón convocó a padre e hijo a una reunión en
Bayona con el argumento de encontrar una solución a la crisis abierta. Madrid estaba
ocupada por tropas francesas y sus calles se transformaron en escenario de cruentos
enfrentamientos entre la multitud y los soldados. El 2 de mayo, al grito de “¡Mueran los
franceses!", estalló una sublevación que fue brutalmente reprimida. La noticia precipitó el
desenlace: Napoleón forzó la abdicación de Fernando a favor de su padre y de este a favor
de Napoleón. En su reemplazo, el Emperador designó como rey de España a su hermano
José, buscando instaurar una nueva dinastía al repetir la solución que un siglo antes había
permitido la consagración de los Borbones. Pero su legitimidad era más que dudosa, pues
no mediaba lazo dinástico alguno. Napoleón consiguió entonces que el Consejo de Castilla
y el Ayuntamiento de Madrid juraran fidelidad a José Bonaparte y reunió una asamblea
constitucional compuesta por más de un centenar de los principales funcionarios de la corte
y de los nobles de España, que aprobó un estatuto constitucional elaborado por los
franceses. Esa constitución incluía una convocatoria para la representación de los
virreinatos americanos, pero estos fueron rechazados por una sublevación que se propagó
en varias ciudades que proclamaban su fidelidad a Fernando VII, a quien se consideraba
prisionero de Napoleón y de Godoy. En casi todas partes, el modo de acción preferido
fueron las acciones multitudinarias de tipo tumultuario, que en algunos casos implican la
destitución de las autoridades vigentes y en otros la exigencia de que se pusieran al frente
de la guerra contra los franceses. De uno u otro modo, en cada ciudad se conformaron
juntas que asumen el poder local en nombre del Rey y organizaban la resistencia. La
rebelión se estaba convirtiendo en una revolución que invoca un principio: la retrocesión de
la soberanía del rey al pueblo. Para mediados de junio, cada provincia se gobernaba a sí
misma e incluso las juntas de Asturias, Valencia o Sevilla se declararon “más y soberanas”.
Para septiembre, comenzaron a coordinarse a través de una junta central que se constituyó
en Aranjuez, con la doble tarea de organizar la resistencia y hacerse obedecer como un
poder provisorio aunque legítimo. Mientras tanto, los restos del ejército borbónico se
reagrupan en Andalucía y el 19 de julio de 1808 lograron derrotar a las tropas francesas en
Bailén. La batalla tuvo un enorme significado simbólico, pues era la primera derrota militar
de los ejércitos napoleónicos, y desató una oleada de patriotismo en todo el imperio.
Muchos sectores de la sociedad española que se habían mostrado reacios a unirse a la
rebelión se sumaron a ella. El 30 de julio, los franceses abandonaron Madrid.

La diversidad del movimiento juntista

En los movimientos juntistas convergen partidarios abiertos del absolutismo y grupos de


orientación liberal, algunos moderados y otros radicalizados. Algunas juntas, como la de
Asturias, eran encabezadas por liberales moderados que establecieron una alianza con
Gran Bretaña de inmediato. En otras, como Valencia o Cádiz, la movilización era más
radical y se orientaba contra los nobles y las autoridades acusadas de traición. Mientras
tanto, en Zaragoza, la rebelión popular fue desatada por la creencia colectiva en un milagro
a través del cual Dios se manifestaba partidario de Fernando. En otras palabras, mientras
en algunas ciudades el juntismo adopta rasgos revolucionarios y se transformaba en una
impugnación de las autoridades y la nobleza, en otras se canaliza a través de un
legitimismo popular y religioso. La formación de las juntas se había producido mediante
tumultos populares y los discursos juntistas conjugaban, de manera muy inestable,
principios liberales con invocaciones religiosas a una guerra santa contra los herejes.

La conmoción americana

Las noticias alarmantes crearon un clima de creciente agitación. Las demostraciones de


fervoroso patriotismo recorrieron todo el Virreinato de la Nueva España y en la ciudad de
México la jura de fidelidad a Fernando VII convocó a 20,900 personas. Pero también los
grupos de poder intentaron posicionarse ante la nueva situación: el Cabildo de la capital
declaró nulas las abdicaciones y solicitó al Virrey que convocara a un congreso de
representantes de las ciudades, mientras los emisarios de las juntas de Oviedo y Sevilla
competían por el reconocimiento. "A quien se debe obedecer", sostuvo el Virrey,
expresando la postura de la élite criolla. En estas condiciones, un grupo de peninsulares
apresó al Virrey con el apoyo del Arzobispado y la Audiencia. La reacción peninsular acabó
por subvertir la autoridad del Virrey.

La exaltación legitimista

El 28 de julio se difundió en Buenos Aires la orden de proclamar rey a Fernando VII; a ella
siguieron días de festejos, iluminación de la ciudad, salvas de artillería, orquestas de música
y "cohetes voladores". Durante todo el mes se repitieron los juramentos callejeros y cada
regimiento realizó el suyo. El Cabildo no quiso quedarse atrás y desde sus balcones se
expuso el busto del soberano. También se tiraba mucho dinero al pueblo" en dulces, y se
dispuso de cuatro pipas de vino en la plaza "donde iban a tomar los que querían, pues se
daba de gracia". Un furor legitimista dominaba la escena pública y los actores competían
por demostrar quién era más leal. En Córdoba, por ejemplo, la entronización de Fernando
VII dio lugar a "suntuosas ceremonias" y a "ruidosas emociones del júbilo popular y el
esmero con que todas las personas de todas las clases de la sociedad solicitaban el retrato
del Rey para llevarlo consigo, como una muestra necesaria de su íntima adhesión y
fidelidad", como recordaría años después un testigo. No era otra la impresión que tuvo el
emisario de la Junta de Sevilla, Manuel de Goyeneche: según informaba, el entusiasmo
había ganado "los corazones de todas las clases siendo igual en elevación y ardor la del
más bajo pueblo con la de los cuerpos y las autoridades", y como prueba relataba que
"Esclavos, domésticos, soldados, oficiales, magistrados, mujeres, llevan la efigie o
escarapela del amado monarca y cada uno entrega lo que puede y su estado le permite
para ayudar a España". En su larga travesía desde Montevideo a Lima, no dejó de notar las
muestras de lealtad que halló "en todas las capitales, ranchos e indios y población de esta
América meridional", y "aunque algún mal intencionado, que es infalible que los hay, quiera
invertir el orden, tiene contra él la voluntad de los que mandan y el pronto auxilio y socorro
de los vecinos y pueblo bajo, que es y ha sido celosisimo de la conducta y providencias con
que lo han regido".

La primera Junta

A fines de agosto de 1808, las noticias se aclaraban un tanto: se sabía ya de la declaración


de guerra a Francia, la consiguiente alianza con Gran Bretaña y que los franceses habían
abandonado Madrid. En este contexto, las tensiones entre Buenos Aires y Montevideo
estallaron: Elío y el Cabildo montevideano desconocieron la autoridad de Liniers y el 21 de
septiembre decidieron la formación de una junta interina encabezada por el mismo Elío
"para custodiar los derechos del rey prisionero". Montevideo hacía realidad su aspiración de
autonomía y replicaba el modo de acción de la Península a través de sus principales
autoridades de la ciudad, en un clima de agitación callejera. El obispo de la ciudad fue muy
claro: Montevideo era "la primera ciudad de América que manifestarse el noble y enérgico
sentimiento de igualarse con las ciudades de su Madre Patria". El legitimismo era un
recurso válido para fundamentar reclamos autonómicos y aspirar a una reformulación del
imperio.

Los nuevos discursos políticos

Estos discursos no eran muy diferentes de los que enuncia en España la Junta Central,
para quien Fernando VII no sólo era el único rey legítimo sino quien venía a "librarlos del
tirano yugo que sufrieron muchos años, con el despótico gobierno anterior y del privado que
lo dirigía". De esta manera, la guerra contra la ocupación francesa era también la
regeneración de una monarquía que había estado sometida a un gobierno despótico. En
América, mientras tanto, una palabra empezaba a emplearse cada vez más,
"independencia". Pero era la independencia frente a Francia y las autoridades que
pretendían imponer al imperio español. Las Indias eran presentadas como el último bastión
de la independencia hispana. En este contexto, otra palabra comenzaba a poblar el
lenguaje político: "nación". Con un sentido preciso: era la "nación española". Había una
tercera referencia también recurrente en los discursos políticos que adoptan un fuerte
contenido religioso: la "nación" que lucha por su "independencia" era equiparada al pueblo
de Israel y a su cautiverio. La revolución y la guerra se convertían así en una "guerra santa".

La fallida junta porteña

Los sucesos de Montevideo impactaron en Buenos Aires. A fines de diciembre, comenzó a


circular el rumor de que el Cabildo se proponía sustituir al Virrey interino por una junta; en la
noche del 31, las tropas fueron acuarteladas. Aun así, al día siguiente el Cabildo renovó su
elenco y decidió exigir la renuncia de Liniers y conformar una junta provisoria. Mientras se
desplegaron intensas gestiones, la plaza se fue colmando de contingentes de los
regimientos de catalanes, vizcaínos y gallegos, mientras se hacían sonar las campanas
convocando al pueblo. El tumulto obtuvo como respuesta la decidida movilización de los
regimientos fieles al Virrey, en especial los Patricios y Arribeños. Así, el inestable equilibrio
de poder se volcó a favor de Liniers, y los principales miembros del Cabildo (Alzaga, entre
ellos) fueron detenidos y deportados a Carmen de Patagones, aunque el gobernador de
Montevideo los rescató y asiló en esa ciudad. Además, la campana del Cabildo fue retirada
y los tres regimientos comprometidos en el movimiento fueron disueltos, sus banderas e
insignias confiscadas, sus jefes y oficiales detenidos y sus miembros insultados por la
"plebe". De este modo, Liniers se consolidaba en su cargo, aunque no había dudas de que
su autoridad dependía completamente de las milicias y de que el poder militar había pasado
por completo a la élite criolla. El movimiento había estado encabezado por españoles
europeos, pero no logró convocar a todos los cuerpos milicianos de ese origen y se justificó
proclamando que "el pueblo no debía ni quería ser gobernado por un virrey francés" y exigía
"una junta a semejanza de las de España", gritando "viva Fernando VII y establézcase
Junta para el buen gobierno", "mueran los franceses" y "fuera el mal gobierno". Las fuerzas
fieles a Liniers también gritaron lo suyo y en la plaza parece haberse desplegado una aguda
disputa simbólica entre ambos bandos: así, cuando los conjurados sacaron el estandarte
real al balcón del Cabildo, mientras gritaban "Viva Fernando VII", los patricios gritaban "Viva
Liniers" y "abajo con los salvajes sarracenos, viva nuestro virrey, viva Fernando VII". A esta
disputa por la legitimidad le siguió un clima de intensa hostilidad entre españoles,
americanos y europeos. No era nuevo, pero ahora adquiere una intensidad muy superior y
algunas connotaciones sociales. Los vecinos peninsulares hicieron llegar a la Junta Central
sus quejas por los "vejámenes y ultrajes" que recibían en las calles de los "hijos de la patria"
y "de toda clase de indios, pardos, mulatos, morenos y aun de nuestros propios esclavos".
Los actores tenían que tomar decisiones a partir de informaciones que llegaban tarde. Así
como Liniers había jurado como virrey cuando las autoridades que lo ratificaron ya habían
fenecido en España, cuando los amotinados de enero se lanzaron a la acción pensaban
que la situación peninsular era francamente favorable. No sabían que Napoleón había
logrado recuperar el control de Madrid y que la Junta Central había tenido que instalarse en
Sevilla, ni que los intentos de reconstituir el ejército regular habían sido infructuosos y que
las tropas inglesas estaban iniciando la retirada. En tales condiciones, la guerra contra la
ocupación francesa en algunas regiones, como en Galicia y Navarra, adopta la forma de
una guerra de guerrillas campesinas, mientras que las principales ciudades iban cayendo en
poder de los franceses. El 1° de enero de 1809, la Junta Central lanzó una dramática
convocatoria a los españoles al "exterminio" por cualquier medio contra los franceses, a los
que se identificaba como “monstruos feroces, no hombres”.

Un nuevo virrey para el Río de la Plata

La Junta Central designó como virrey a un importante oficial de la Real Armada, Baltasar
Hidalgo de Cisneros. Su arribo a Montevideo a finales de enero fue recibido con beneplácito
por las autoridades de la ciudad, que disolvieron la junta que habían formado: Elío fue
designado inspector de armas del Virreinato, lo que sin duda no podía ser considerado una
condena. Cisneros tardó casi un mes en llegar a la capital, pues inicialmente quería
asegurarse el reconocimiento de los jefes milicianos que dudaban en aceptar al nuevo
virrey, mientras que la Audiencia y el Cabildo celebraban su arribo. Por fin, la designación
fue aceptada, aunque era por demás evidente que el entusiasmo era mucho mayor entre los
españoles europeos. Cisneros se hizo una idea precisa de lo que estaba pasando: en la
ciudad estaban "divididos los ánimos de las primeras autoridades y principales vecinos que
arrastraban recíprocamente a las demás clases, formaban dos partidos que siempre
opuestos en ideas, opiniones y en intereses, habían hecho trascendental esta desunión a
las demás ciudades del Virreinato". Para superarla, intentó una política de conciliación que
buscaba reconstruir el sistema de autoridad. En septiembre, indultó a los acusados por el
tumulto de enero e intentó reorganizar las milicias reduciendo los cuerpos rentados y
quitándoles los nombres que tenían asignados con el propósito de reducir las rivalidades.
Solo el regimiento de castas mantuvo su antigua denominación. Pero la capacidad de
Cisneros para hacer efectiva esta política dependía, ante todo, de la solidez del poder que
lo había designado, y a la Junta Central le quedaban pocos caminos. Entre ellos, decidió
estrechar la alianza con Gran Bretaña, lo que se transformó en una autorización para abrir
los puertos coloniales al comercio inglés. El debate no tardó en estallar en el Río de la Plata
y el Virrey quedó en medio del juego de presiones: de un lado, las corporaciones y grupos
mercantiles que disputaban los beneficios de esa autorización, del otro, la necesidad de
reconstituir la fiscalidad virreinal acuciada por las erogaciones crecientes y el colapso de la
minería andina. Del agitado y tenso debate surgió tanto un reglamento provisorio de libre
comercio que emana del Virrey, como también la exposición de un programa económico
para la elite criolla: la representación que, como apoderado de los hacendados y labradores
de las campañas de ambas márgenes del Río de la Plata, había redactado Mariano Moreno
condensaba muchas de las ideas que desde la secretaría del Consulado había venido
impulsando Manuel Belgrano. El documento era, además, expresión de una convergencia
intelectual y política de grupos diferentes, pues estos hombres habían tenido alineamientos
muy distintos durante los conflictos pasados. Mientras que Belgrano, un profesional formado
en Salamanca, había estado entre los entusiastas receptores de los planes de la infanta
Carlota, Moreno provenía de un rango menor de la elite, había estudiado en Charcas y,
como letrado del Cabildo, había simpatizado con el movimiento juntista de enero.

Otra decisión de la Junta Central sería decisiva: el 22 de enero convocó a cada virreinato y
a cada capitanía general para que eligieron un diputado para integrarse a la Junta, al tiempo
que proclamaba que los dominios americanos "no son propiamente colonias o factorías
como las de otras naciones, sino una parte esencial e integrante de la monarquía española.
Pese a ello, mantenía una irritante desigualdad, pues esos diputados deberían compartir el
gobierno con 36 diputados peninsulares. Además, en América, importantes ciudades como
Guadalajara, Quito o Charcas no tendrían ninguna representación y quedaban
completamente subordinadas a las capitales virreinales. Meses después, el 22 de mayo de
1809, una segunda convocatoria resultaría aún más revulsiva: debían elegirse diputados
para la reunión de las Cortes.

La crisis imperial permitía la emergencia de una concepción regeneradora de la monarquía


y abría el cauce para una nueva práctica: por primera vez en la historia del imperio español,
había elecciones de diputados. Las elecciones se llevaron a cabo en muchas ciudades,
siempre a través de los cabildos de las principales. Se efectuaron en 14 ciudades de la
Nueva España, en 20 de Nueva Granada, en 17 del Perú, en 16 de Chile y en 6 de
Venezuela. En el Río de la Plata, el proceso electoral comenzó a desarrollarse con lentitud:
en Córdoba, por ejemplo, las disputas entre las facciones lideradas por el gobernador
intendente y el deán Funes fueron tan intensas que las elecciones se demoraron hasta
principios de 1810. Para entonces ya era demasiado tarde y los electos nunca llegaron a ser
parte de las cortes, pero el engorroso trámite había delineado dos facciones políticas que se
alinearán en forma opuesta frente al proceso revolucionario porteño. En otras ciudades
(como Asunción, La Plata, Potosí, Santa Cruz de la Sierra, La Rioja, Mendoza, Corrientes,
Santa Fe o Montevideo), el proceso se llevó adelante, pero en Buenos Aires ni siquiera se
había iniciado cuando todo el mecanismo quedó suspendido debido a los sucesos de mayo
de 1810. En otros términos, si bien la mayor parte de los diputados no fueron electos o no
llegaron a formar parte de las cortes que comenzaron a sesionar en septiembre de 1810,
desde la metrópoli se había abierto el cauce a una situación meditada y se habían
legitimado principios novedosos. A través de estas elecciones, las ciudades adquirían el
derecho a elegir sus propios diputados y a formar parte de los órganos de gobierno. En la
Junta Central las orientaciones políticas no eran uniformes. Por un lado, estaban los
absolutistas ilustrados cuya máxima figura era el presidente de la Junta y antiguo ministro
de Carlos III, el conde de Floridablanca; ellos concebían a la junta sólo como un poder
provisorio destinado a dirigir la guerra. Por otro lado, estaba la corriente de los
constitucionalistas históricos, encabezados por el ex ministro Gaspar de Jovellanos, que
buscaban que las cortes restauraran las antiguas libertades y normas consuetudinarias de
los reinos, siguiendo un modelo semejante al inglés. Por último, había una facción
francamente liberal liderada por el poeta Manuel Quintana, la más radical: inspirada en el
modelo constitucional de la Revolución Francesa, buscaba transformar la convocatoria a las
cortes en la formación de un nuevo estado basado en la soberanía popular. Por el
momento, estas corrientes coincidían en su rechazo a la invasión francesa y en su
reivindicación de la legitimidad de Fernando VII, aunque la interpretaran de forma muy
distinta. A esta pluralidad de orientaciones ideológicas debe agregarse que su recepción en
América estaba mediada por múltiples filtros. Por un lado, por el haz de ideas liberales que
se habían diseminado con intensidad en el contexto de una crisis que convertía a los
buques franceses, ingleses y norteamericanos en el medio principal de información. Por
otro, por los conflictos que jalonaron la historia previa de cada jurisdicción y las intensas
disputas y rivalidades entre jurisdicciones. En estas condiciones, no resulta extraño que la
convocatoria electoral metropolitana coincidiera con el estallido de movimientos
autonomistas.

Movimientos juntistas americanos

Cisneros encontraría los mayores desafíos en el Alto Perú. En Chuquisaca, La Plata, las
disputas entre autoridades estallaron tras la llegada de Manuel de Goyeneche, el comisario
arequipeño de la Junta de Sevilla que portaba varias cartas de la Infanta Carlota. Mientras
el presidente de la Audiencia y el arzobispo se mostraron a favor de este proyecto el 25 de
mayo de 1809, el resto del tribunal, con el apoyo del Cabildo, se opuso, apresó al
presidente y decidió conformar una junta de gobierno provisoria. Las calles de la ciudad
fueron escenario de tumultuosas demostraciones contra el presidente del tribunal,
acusándolo de traición, mientras una multitud, que algunos estimaron en más de 6000
personas, gritaba vivas al rey. Las disputas estaban dividiendo a las instituciones coloniales
y a la misma élite peninsular. El 16 de julio de 1809, en La Paz, un cabildo abierto depuso al
gobernador intendente y al obispo y constituyó un gobierno provisorio, la llamada Junta
Tuitiva, encabezada por un oficial mestizo, Pedro Murillo. Aunque el discurso de la Junta
justificaba su accionar afirmando que actuaba "por el Rey, la Religión y la Patria", también
proclamó que desconocía cualquier autoridad superior metropolitana o virreinal y suspendía
toda remesa de metal precioso a la capital. Este movimiento tenía una composición socio
étnica muy heterogénea y contenía fuertes tensiones internas que se acrecentaron por el
decidido tono antipeninsular que adoptó y por los saqueos populares que se produjeron en
la ciudad. El movimiento concitó la adhesión de los grupos mestizos e intentó movilizar a
campesinos e indígenas. Con todo, la estrategia estaba destinada al fracaso, pues aterraba
a las élites criollas andinas y tampoco tenía completo éxito en generalizar un levantamiento
indígena. El movimiento paceño quedó aislado frente a la movilización de las fuerzas
represivas enviadas desde Lima y Buenos Aires, que lo aplastaron el 25 de octubre y
desataron una feroz represión. En Chuquisaca, sin embargo, solo hubo detenciones y
embargos, acorde al carácter moderado y elitista del movimiento. Pero no todas las fuerzas
rebeldes fueron derrotadas y algunas se refugiaron en las Yungas para seguir combatiendo.
Fragmentos del diario de un soldado anónimo de Buenos Aires que relata los sucesos
altoperuanos:

6 de diciembre de 1809 "De La Paz se dice que... se armó en aquella ciudad entre el pueblo
que empezó a robar a las casas pudientes y otros desórdenes. Viendo esto los caudillos y
mandarines principales, era uno tal Arandaur, hombre acaudalado de La Paz, discurrió él y
sus compañeros que lo era un tal Munitio, los alcaldes y otros, los mandó prender y empezó
a mandarlos ahorcar, acusándolos de traidores a lo que ellos tenían tramado en sus
designios y viendo que sus caudales se iban en humos. Estando mandado ahorcar a los
conjurados, la plebe prendieron al tal Arandaur, lo arrastraron por las calles, le mandaron
cortar las orejas y lo ahorcaron de un palo. Se armó todo el pueblo en peleas, matándose y
robándose unos a otros con cuchillo en mano y demás armas de fuego, pues tenían
formados en la casa consistorial serenos voluntarios de Bs. As. [...] Estando en esta faena
llegó sobre La Goyeneche con su ejército. Se situó sobre La Paz desde la eminencia del
Pueblo. [...] Al entrar a la ciudad no halló resistencia alguna, sino cadáveres muertos y
heridos sembrados en las calles y plazas y le iban saliendo de los sótanos, conventos y
demás escondidos los que se habían refugiado temerosos de perder sus vidas. Halló que se
habían unido todos los que no se consideraban seguros. Se llevaron todo el tesoro que
robaron, que se regulan más de 2 millones de pesos que inundaron la provincia de Yungas,
se metieron entre los indios. Goyeneche anduvo en su seguimiento con parte de su ejército.
Se considera que será en vano porque son los más indios de los informados los que estos
andarán a sus provincias y montañas. El Sr. El obispo huyó de La Paz temeroso de su vida
a una provincia de Chayanta. Se han levantado todos los negros de las haciendas cercanas
a la provincia de La Paz y los de ahí, de suerte que se dice que la tragedia es de
consideración, no se sabe el número de heridos y muertos y castigos que ha habido, esto
es lo que se dice. Los caudillos son 197. Están presos 137. De Charcas se dice están
fortificados misue... a una de San Quintín. El Sr. de Nieto que se halla en Jujuy esperando
que lleguen tropas de Buenos Aires ha mandado a Charcas unas proclamas exhortando a
los de Charcas parece que los mandarines y el populacho han amenazado que de ningún
modo deberán recibir a Nieto, antes sostener y llevar a debido efecto sus proyectos. Parece
que están muy enardecidos y resueltos a pelear. Se dice de Lima que ha habido principio de
revolución, parece que algunos han chis... contra la Real Junta y otros sujetos a una
conspiración a cuyas consultas ha tomado aquel Gobierno las más serias providencias. Se
dice que algunos de los comprendidos se han desterrado a presidio y los más quedan
presos formándose las causas. Que según se dice el azúcar irá subiendo de precio. Es
notorio que toda América está en movimiento".
La crisis imperial se manifestaba con toda intensidad en el Río de la Plata a fines de 1809,
aunque aquí el quiebre del orden colonial había comenzado antes y tenía su propia
dinámica. Ahora, ambas corrientes, la local y la imperial, se entrelazan y entre 1808 y 1809
llevaron a la formulación de los primeros intentos autonomistas y juntistas. Serían
experiencias decisivas para el futuro inmediato, como también lo sería la intensidad de los
enfrentamientos y conflictos que se habían puesto de manifiesto.

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