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30 Historia de América Latina

iglesia. La mentalidad de íntima unión entre política y religión, y entre


estado e iglesia, inscripta en el Patronato, permaneció durante mucho
tiempo difundida entre el mismo clero, que encontraba en ella el explícito
reconocimiento de su asociación con el poder político y de su extraordi-
naria función social. Costó a la Santa Sede innumerables conflictos
disciplinar y reconducir a la iglesia de América Latina, desvinculándola de
la antigua unión con el poder local. ...,

La erosión del pacto colonial

Las reformas que en el siglo XVIII realizaron los Borbones (que ocu-
paron entonces el trono de España) y el marqués de Pombal, ministro
en la corte de Portugal, erosionaron el pacto que hasta entonces había
mantenido unidos a los imperios ibéricos. Si bien no fueron causa de
la independencia, crearon algunas premisas para que esta se volviera
imaginable.
Para entender cómo y por qué ocurrió esto es necesario aclarar cuá-
les fueron las reformas, cuál fue su sentido, por qué fueron adoptadas
y qué efectos tuvieron. Las reformas afectaron los centros vitales de la
vida imperial. Los ganglios políticos, de los que Madrid y Lisboa acre-
centaron los poderes; los militares, donde incrementaron el poder del
ejército real; los religiosos, donde favorecieron al clero secular, sujeto a
la Corona, y penalizaron al regular, hasta la expulsión de los jesuitas; y
los económicos, donde racionalizaron y aumentaron los intercambios,
acentuando sin embargo la brecha entre la Madre Patria, encargada de
producir manufacturas, y las colonias, relegadas al rol de proveedoras de
materias primas. El espíritu y el sentido de tales reformas no fue un mis-
terio ni en el territorio metropolitano ni en el de ultramar. Tanto es así
que quienes las llevaron a cabo fueron héroes en su patria, pero tiranos
a los ojos de muchos en las colonias. Lo que buscaban era encaminar un
proceso de modernización de los imperios y de centralización de la au-
toridad a través del cual la Corona pudiera administrarlas mejor, gober-
narlas de manera más directa y extraer recursos de modo más eficiente.
Si así lo quisieron los reinos ibéricos no fue sólo porque lo imponía el
espíritu de los tiempos, el clima progresista del Siglo de las Luces, sino
también porque buscaban enfrentar la decadencia que los acechaba y las
nuevas potencias que los desafiaban, presentándose como modernos y
agresivos estados-nación antes que como los imperios universales del pa-
sado. Para poder seguirles el ritmo y contener las crecientes incursiones
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militares y comerciales en la América ibérica, España y Portugal debían


modernizarse, volviendo más estricto el control e intensificando la ex-
plotación de aquellos enormes imperios, gobernados de modo obsoleto.
En honor a la verdad es preciso señalar que las reformas no siem-
pre fueron eficaces ni alcanzaron el objetivo esperado, en especial en
la América hispánica. Lo que aquí importa, no obstante, es lo que en
efecto se logró con ellas. En las Américas, difundieron la percepción
de que el VÍnculo con la Madre Patria había cambiado y que, si en un
tiempo todas las partes del imperio habían vivido sujetas por igual a un
soberano, ahora existían evidentes jerarquías entre las metrópolis y las
colonias, donde las primeras detentaban, de ahora en más, la primacía.
A esto se sumaba la idea de que ya no era la obediencia al rey lo que
mantenía unidas a las partes: había sido sustituida por la obediencia
a España y a Portugal, a partir de entonces unidos en su interior y en-
tendidos como modernos estados-nación. Las elites criollas en América
empezaron a sentirse traicionadas en el plano político y peIjudicadas
en el económico. Traicionadas, porque se veían privadas de sus anti-
guos derechos (su autonomía y de sus poderes); peIjudicadas porque
se encontraban sujetas a las necesidades económicas de la Corona. De
aquí a la pérdida de confianza en el pacto colonial faltaba aún mucho,
pero las condiciones para que esto ocurriera maduraron con rapidez.
Valgan, por último, dos anotaciones. La primera consiste en indicar
que, entre los americanos de fines del siglo XVIII -aunque en términos
abstractos antes que políticos-, fueron brotando vagos sentimientos
patrióticos. Agudizados por reacciones a la centralización ibérica, esos
modos de sentir se convirtieron en embriones de las futuras naciones.
Lo segundo es que el panorama económico y demográfico americano
empezó a cambiar y, al flanco de los viejos núcleos coloniales donde
el poder ibérico se hallaba mejor arraigado, surgieron otros, nuevos y
vibrantes, en especial en torno a las ciudades de Caracas y Buenos Aires,
donde la herencia hispánica era más tenue y superficial, el comercio
inglés alcanzó más rápidamente sus primeros objetivos y donde, no por
azar, los movimientos independentistas emergieron con más fuerza.

Las reformas borbónicas

El principal objetivo de las reformas introducidas en la primera mitad


del siglo XVIII y desarrolladas luego en forma sistemática por Carlos III
-típico déspota ilustrado en la Europa de su tiempo, quien reinó entre
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1758 Y 1788-- era el cobro efectivo de más impuestos en las posesiones


americanas, tanto para abastecer la creciente demanda de la Corona,
como para asegurar la defensa de las colonias. La Guerra de los Siete
Años, que terminó en 1763, durante la cual los ingleses conquistaron
La Habana y a cuyo fin España tuvo que cederles Florida, confirmó
hasta qué punto eran vulnerables. Dado su objetivo, no sorprende que
las reformas se ocuparan de manera particular de la economía y de la
administración pública, en el intento de volverlas más eficientes. En
este sentido se encaminó la reorganización del imperio, donde a los
virreinatos del Perú y de la Nueva España se sumaron los de Nueva Gra-
nada y el Río de la Plata. Resultados no faltaron, dado que aumentó la
presión fiscal, lo que en algunos casos consiguió triplicar los ingresos de
las cajas reales, lo cual se confirmó, además, debido a las protestas anti-
fiscales desencadenadas en diversas partes de las posesiones imperiales.
Sin embargo, un eje de la reforma administrativa fue la institución de
las intendencias, a imagen y semejanza del ordenamiento francés. Bus-
caban así crear una administración más racional y centralizada, y que-
brar los fuertes lazos entre las autoridades coloniales y las elites criollas,
fuentes de corrupción, malas prácticas e ineficiencia. No obstante, el
resultado no fue el esperado. Si por una parte los nuevos órganos en
muchos casos no pudieron siquiera asentarse o funcionar como estaba
previsto, el intento centralista suscitó enormes resistencias y sospechas
acerca de las intenciones del rey.
En cuanto a las reformas militares, se tornaron más urgentes debi-
do a las presiones ejercidas sobre las colonias españolas por las flotas
inglesas y francesas que se estacionaban en el mar Caribe, donde las
dos potencias en ascenso también poseían colonias. El hecho de que
el continente americano se hubiese convertido en un campo de batalla
para las guerras de las potencias europeas y que la debilidad española
engolosinara a las potencias emergentes no hizo más que acelerar los
tiempos. El ejército fue reorganizado y modernizado; el aumento de
su fuerza y de su poder tuvo efectos imprevistos. Por un lado, generó
descontento entre la mayor parte de la población criolla, a la que dis-
gustaban el largo servicio militar y el pesado costo del mantenimiento
de las tropas, que de hecho la Corona les hacía pagar. Por otro lado, la
americanización del ejército, sometido sin embargo a oficiales peninsu-
lares, con el tiempo representó un peligro para los mismos españoles:
precisamente de esas fuerzas surgieron los oficiales que guiaron las gue-
rras de independencia.
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Mapa de las Indias Occidentales, México o la Nueva España, 1736.

Por último, la reforma religiosa respondió a razones más amplias. En


primer lugar, numerosos intelectuales de la corte juzgaban a la iglesia
un lastre para el desarrollo económico y para los planes de moderniza-
ción de la Corona, tanto a causa de su doctrina como de sus inmensas
riquezas improductivas. En segundo lugar, consideraban que su enor-
me poder -en especial el de aquellas órdenes religiosas que, como los
jesuitas, dominaban la enseñanza superior- limitaba la autoridad del
rey y sus funcionarios. Entendían, además, que la racionalización del
imperio y la concentración del poder, que era su ineludible corolario,
requerían la erradicación de aquel auténtico estado dentro del estado
que eran las órdenes religiosas en general y los jesuitas en especial. En
este contexto, en 1776 los jesuitas fueron acusados en España de haber
urdido un motín contra el soberano y Carlos III decretó su expulsión.
A ella le siguió, en América, la secularización de sus conspicuas propie-
dades, es decir, la expropiación de sus bienes, y el potenciamiento del
clero secular, sobre el cual el rey ejercía jurisdicción a través del Real
Patronato, con respecto al clero regular, sobre el cual no contaba con
ningún privilegio.
Estas medidas generaron reacciones diversas. Parte del clero supe-
rior, empapado de ideales reformistas, las consideró necesarias y las
recibió con beneplácito. Pero tanto el bajo clero como vastos estratos
populares en muchos puntos de la América española se sublevaron con-
tra las autoridades enviadas por la Corona, acusándolas de impiedad.
Formaron de este modo lo que con el tiempo se constituyó como una
alianza recurrente en otros momentos de la historia latinoamericana.

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