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Fradkin y Garabaglia: “La Argentina Colonial.

El Río de la Plata entre los


siglos XVI y XIX” Capítulo 8.

Durante el siglo XVIII, la monarquía hispana introdujo modificaciones en sus


dominios coloniales. Estas políticas eran conocidas como las “reformas
borbónicas”, dado que fueron efectuadas por una nueva dinastía que pasó a
gobernar el imperio a principios de siglo, los Borbones.

Reformas controvertidas

Algunos postularon que fueron una verdadera “revolución desde el gobierno”.


Otros las vieron como un intento fallido de reforzar la dominación colonial. Con
todo, existe consenso acerca de que era la mayor reorganización del imperio
colonial desde el siglo XVI.

Las innovaciones no fueron parte de un plan previamente elaborado, sino que


se fueron definiendo a través de iniciativas que tuvieron ritmos desiguales y
muy disímil capacidad de ejecución. El período más álgido de reformas
coincidió con el reinado de Carlos III y con la presencia del ministro José de
Gálvez en la Secretaría de Indias.

Hacia siglo XVIII, los dominios coloniales debían funcionar efectivamente como
colonias. Para ello, necesitaban modificar el modo en que se gobernaban y
transformar el laxo régimen de consensos y negociaciones que había sostenido
hasta entonces la fidelidad de las elites coloniales.

Las reformas estaban orientadas a la búsqueda de una mayor centralización


política: la primera intendencia americana fue instalada en Cuba, en 1764. Se
delineó una estrategia destinada a pasar un sistema de defensa de algunos
puntos estratégicos a uno de defensa total. Se trataba de un dispositivo que
consistía en la fortificación de algunos emplazamientos, la dotación de
regimientos regulares y la reorganización del sistema de milicias.

Esta estrategia derivó en un notable incremento del gasto militar y en una


transferencia de recursos desde México hasta Cuba, Puerto Rico, Florida, y
Filipinas, desde Bogotá hacia Cartagena de Indias y desde Potosí hacia
Buenos Aires y Montevideo.

La expulsión de los jesuitas y el regalismo borbónico


La política reformista se expresó también a través de un creciente regalismo,
cuyo momento culminante fue la expulsión de la Compañía de Jesús de todos
los territorios imperiales en 1767.

En el nuevo imaginario político, la monarquía no buscaba su legitimación en su


misión trascendente sino que encontraba argumentos en fines más terrenales,
pragmáticos y utilitarios. La prosperidad del reino acompañaba sin desplazar a
la meta del bien común, y la utilidad de sus habitantes se postulaba como un
valor tan importante como su religiosidad.

La monarquía recibió colaboración tanto del clero ilustrado como de integrantes


de otras órdenes que, aunque no fueran entusiastas partícipes de la nueva
sensibilidad, veían en la expulsión de los jesuitas una ocasión inmejorable para
acrecentar su influencia y patrimonio.

En el mundo rioplatense, las relaciones entre jesuitas, elites y autoridades


habían tenido una importancia fundamental, ya que no sólo habían sido
decisivos para asegurar las fronteras sino también para someter a los vecinos
díscolos de Asunción.

Sin embargo, entre 1753 y 1756 se da la guerra guaranítica, como


consecuencia de los tratados firmados por las coronas portuguesas y
españolas, que buscaban trasladar siete pueblos misioneros y rediseñar los
límites imperiales, pero la resistencia indígena adoptó la forma de un
levantamiento encabezado por el cacique Nicolás Ñeenguirú, quien enfrentó a
los destacamientos militares de ambos imperios. La instigación jesuítica nunca
fue fehacientemente probada, y la evidencia sugiere que los misioneros
intentaron contener el levantamiento. Esto, a su vez, demuestra que la
Compañía era una suerte de estado autónomo dentro del imperio, con indios
más leales a ellas que a la Corona.

A afirmar esta impresión, contribuía la masiva presencia de misioneros


extranjeros que, a fines de la década de 1750, representaban un tercio del
total. Así, lo primero que se llevó a cabo fue la prohibición de esta práctica en
1760. Lo siguiente fue la decisión tomada en 1767, cuando una pragmática
sanción dispuso la expulsión de la Compañía de todos los dominios españoles.
Los miembros de la Orden fueron apresados y embarcados inmediatamente
hacia España y los bienes de la Compañía confiscados y puestos bajo la
administración estatal en las llamadas Juntas de Temporalidades. La expulsión
encontró resistencias.

El Virreinato del Río de la Plata

En 1776, se toma la decisión imperial de separar importantes jurisdicciones del


viejo Virreinato del Perú y constituir uno nuevo con cabecera en Buenos Aires.
Además, en 1739 ya habían conformado el Virreinato de Nueva Granada con
capital en Bogotá.

La decisión de organizar el Virreinato fue tomada en el contexto de una


confrontación con la corona portuguesa por el control de los territorios en la
cuenca del Plata. Con ella, la pequeña aldea consolidaba institucionalmente un
proceso de crecimiento mercantil que se había iniciado décadas antes y que se
sustentaba en su creciente capacidad para concentrar los circuitos de
intercambios legales, ilegales o paralegales, y en especial, el flujo de buena
parte de la circulación de la plata producida en los distritos mineros del Alto
Perú.

La designación de un virrey era sólo un paso. La estructura de gobierno


virreinal se completó en los años siguientes. La habilitación completa del puerto
de Buenos Aires al comercio intercolonial con el Reglamento de Libre Comercio
entre España e Indias de 1778 trajo consigo la legalización de prácticas
anteriormente toleradas, un notable incremento del tráfico y la constitución de
un dispositivo administrativo con la instalación de la Real Aduana en Buenos
Aires y en Montevideo.

En 1782, el territorio virreinal fue dividido en ocho intendencias o provincias,


término que en la época designaba estas grandes unidades administrativas y
que aún no tenía el sentido que adquirió en la era postrevolucionaria. Esta
decisión modificaba el esquema del poder político colonial porque venía a
colocar una camada de hombres nuevos en la cúspide del poder de cada
región.
Hacia 1785, Buenos Aires contaba con un máximo tribunal de justicia, una
Audiencia que habría de restringir las incumbencias que desde el siglo XVI
había tenido la que funcionaba en Charcas. Las nuevas audiencias no eran
sino un aspecto de una política que trataba de impedir la venta de cargos de
oidores que oficialmente había comenzado a fines del siglo XVII, y que había
sido uno de los caminos a través de los cuales buena parte del personal judicial
especializado había terminado por reclutarse entre las elites locales.

En 1794 hubo otro avance en esa dirección: las gestiones que habían llevado
adelante los comerciantes porteños para desembarazarse de la regulación
comercial ejercida desde Lima se vieron recompensadas con la organización
del Consulado de Buenos Aires y sus disputaciones provinciales. La nueva
Institución era al mismo tiempo el órgano de representación del gremio
mercantil, el tribunal que entendía en las disputas comerciales y una junta
encargada de proponer medidas y políticas del fomento de la economía.

Reformas y rebeliones

El 4 de noviembre de 1780, el corregidor Arriaga fue ahorcado públicamente en


la plaza de Tunguasuca, en un movimiento dirigido por el jefe indígena José
Gabriel Condorcanqui. Unos días después, la movilización se expandió por
toda el área cuzqueña y adoptó la forma de una insurrección general.
Condorcanqui, que se consideraba descendiente de los incas, adoptó el
nombre de Túpac Amaru II, se proclamó Inga-Rey y fue reconocido por buena
parte de las comunidades quechuas del sur andino.

Al poco tiempo, Túpac Amaru II había obtenido la adhesión de un amplio


territorio indígena que llegaba hasta Azángaro, en la costa del lago Titicaca. Sin
embargo la proclamación fue rechazada por otros jefes y curacas andinos que
se alinearon activamente con el orden colonial. Esta colaboración resultó
decisiva para que en 1781, los españoles lograran impedir que los rebeldes se
apoderaran de Cuzco. Al poco tiempo, las fuerzas de Túpac Amaru II habían
sido derrotadas.

Las reformas y las elites coloniales


El sistema político se mantenía relativamente estable por el consenso que el
imperio mantenía con los grupos de las elites coloniales. En cierto modo,
funcionaba como un delicado e inestable equilibrio entre los requerimientos
metropolitanos, los intereses de las elites locales y las formas de resistencia de
los grupos sociales subalternos.

Las reformas estaban orientadas a romper este equilibrio, en particular la


instauración de intendencias. Pero introdujeron una nueva jerarquía entre las
ciudades que alteraba las situaciones vigentes: en un primer nivel quedaba la
capital virreinal, en un segundo nivel se situaban las cabeceras de intendencias
y por último, quedaban las ciudades subordinadas.

Dada esta nueva situación, los cabildos se veían limitados en su autonomía por
la presencia de intendentes y subdelegados, al tiempo que esas mismas
autoridades esperaban que ejercieran un control más efectivo de la población y
en los territorios.

¿Cómo fue la dinámica política en la capital del Virreinato? En Buenos Aires,


hasta 1776, el Cabildo había compartido el poder de la ciudad con un
entramado burocrático que prácticamente se reducía al gobernador, el
comandante del presidio y el obispo. Con la transformación de la ciudad en
capital virreinal, las cosas cambiarían radicalmente para los capitulares
porteños, acostumbrados a un amplio margen de autonomía. Entre 1776 y
1810, tuvieron conflictos con todas las nuevas autoridades y forzaron a los
funcionarios virreinales a sucesivas negociaciones. Esta fortaleza, que parecía
limitada durante las reformas, volvió a ponerse en completa evidencia a partir
de 1806.

Los cambios en el comercio y las transformaciones en las elites

La organización del virreinato y la habilitación del puerto de Buenos Aires al


tráfico directo con los puertos españoles no fueron las únicas medidas que
facilitaron la emergencia de nuevos grupos mercantiles en los que tenían un
papel decisivo los mercaderes, que arribaron desde diferentes regiones de la
Península.
En 1778, la Corona dispuso que los barcos pudieran desembarcar los
cargamentos en Buenos Aires. La legalización del tráfico de azogue permitió la
instalación de asentistas, comerciantes que obtenían la concesión monopólica
del abastecimiento de este vital producto y, con ello, el acceso a una parte
sustantiva de la plata potosina.

Otro rubro decisivo de las importaciones eran los esclavos provenientes de


África o Brasil. Desde comienzos de siglo, sucesivas concesiones a ingleses y
franceses habían permitido la instalación de asientos negreros en Buenos
Aires; en general, los comerciantes porteños realizaban este tráfico en forma
pasiva, comprando esclavos en el puerto y revendiéndolos en los mercados
interiores.

La liberalización de la trata negrera impulsó a algunos comerciantes de Buenos


Aires y Montevideo a obtener licencias de importación para realizar un
comercio activo fletando los buques negreros. A cambio, obtenían permisos
para la exportación de frutos del país, por lo cual el tráfico de esclavos
empujaba las ventas de cueros y carnes saladas. Algunos de estos mercaderes
instalaron los primeros saladeros en la Banda Oriental y hasta se convirtieron
en abastecedores de la Armada Real. De esta forma, los comerciantes
innovadores estaban modificando el tradicional distanciamiento de la elite
mercantil porteña respecto de la producción rural.

Puede decirse que el mundo de la elite vivió un proceso de ampliación y


renovación que precedió y acompañó a las reformas. Después tendió a
manifestar signos de una creciente fragmentación.

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