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Historia original

Prólogo

Colombia estaba sumida en el turbulento inicio de una guerra sin fin, una batalla fratricida

que partiría al país en dos bandos irreconciliables. En lugar de unirse en pos del progreso y

el avance colectivo, la nación decidió separarse en dos facciones antagónicas. Las

consecuencias de esta división fueron nefastas, dejando a su paso un rastro de miles de

muertos y una devastación inimaginable.

La voluntad de pertenecer a un bando se volvió una prioridad para aquellos que, en su afán

desmedido por la lealtad partidista, perdieron la capacidad de valorar la vida humana.

Personas dispuestas a sacrificar tanto la propia como la de los demás, alimentadas por una

retorcida noción de identidad y un arraigado fanatismo. El pueblo colombiano, en medio de

la vorágine del conflicto, olvidó que para avanzar y superar las adversidades, debían tomar

sus propias manos y caminar unidos hacia un futuro mejor.

En lugar de buscar la unión y el entendimiento, el país se sumergió en una rivalidad absurda

y destructiva, como si estuviera inmerso en un interminable partido de fútbol. Pero este

enfrentamiento no se limitó a los estadios, sino que se extendió por cada rincón de la

nación, desangrándose lentamente. Las familias se desgarraron, las comunidades se

fragmentaron y la solidaridad se desvaneció en medio de tanta violencia y odio.

Hubo cientos, miles de víctimas atrapadas en el fuego cruzado de esta guerra fratricida.

Vidas que fueron destrozadas, familias enteras que perecieron bajo la implacable mano del

conflicto. Las humildes casas que una vez fueron hogar se convirtieron en escombros,
obligando a los sobrevivientes a abandonar su tierra y emprender un doloroso exilio interno

en la gran capital, Bogotá. Allí, en un escenario desconocido, tuvieron que comenzar de

nuevo, reconstruyendo sus vidas y recogiendo los fragmentos de sus sueños rotos.

Todo esto, todo este inmenso sufrimiento y destrucción, surgió de una simple palabra:

política. Una palabra que, en lugar de ser un medio para construir una sociedad justa y

equitativa, se convirtió en el combustible que alimentó el fuego de la violencia y la

enemistad. En nombre de ideologías enfrentadas, se sembró el caos y se cosecharon

corazones rotos y almas desgarradas.

Después de tanto horror, después de tantas vidas perdidas y tanto dolor infligido, surge una

pregunta inevitable: ¿todo esto valió la pena? ¿Acaso la nación, dividida y desgarrada, ha

obtenido algún beneficio de esta interminable batalla fratricida? Las respuestas a estas

interrogantes están ahí, en las cicatrices que marcan a la sociedad colombiana, en la

memoria colectiva que aún palpita con el recuerdo de aquellos días oscuros.

El progreso y la reconciliación parecen utopías distantes en un país que alguna vez fue

próspero y prometedor.

Capítulo 1: Un día especial

Por aquel entonces vivía en un pequeño pueblo en Boyacá, un pueblo que describiría

tranquilo, acogedor y algo frío. Siempre viví ahí con muy poco, pero tenía una vida feliz, iba

al colegio, tenía una familia estable y se podría decir que socializaba un poco, aunque un

día sentada en el patio de mi colegio, en una enorme y larga silla donde perfectamente

podrían sentarse 6 niños, situada al frente de la cancha de fútbol de la escuela haciéndose

pasar por una especie de grada barata, imagine verme como desde una cámara escondida,
y me visualicé absolutamente sola. Desde ese momento me di cuenta que a veces tenía

actitudes y pensamientos muy diferentes a las personas de mi edad, sentía que mi mente no

se distraía pensando en columpios, escondidas ni mucho menos en juegos que desde mi

punto de vista no tienen sentido como “la rueda rueda”, “la cocinita” o “el corazón de la piña”.

Creo que por esa razón nunca tuve amigos tan cercanos. Yo no entendía como aquellos

niños desconocidos, los cuales encontré por mera coincidencia, no se preocupaban por

cosas reales. Por el contrario, yo me mataba la cabeza pensando ¡cómo arreglar y

revolucionar el país, cómo puedo cambiar la vida de las personas de mi pueblo, de mi

departamento, en general de mi Colombia!. Ahora entiendo por qué la clase de historia era

mi favorita.

Esa misma tarde llegué a mi casa un poco cansada, tiré la maleta en mi cama y le pregunté

a mi mamá:

- ¿Qué hay de comer?

- Hoy hice tu plato favorito María, pero aún lo estoy preparando, así que ve y termina

lo que tengas que hacer.

Hice la única tarea que estaba pendiente y justo cuando estaba guardando y alistando todo

para el último día de la escuela antes del tan ansioso fin de semana, estaba llegando mi

hermano Andres:

- Oye hermano tienes algo que hacer?

- Por suerte hoy tengo el día libre. ¿Quieres hacer algo?- respondió Andres.

- Podríamos ir a jugar al patio y contarme las historias que tanto me repites.

- Dale, pero no nos demoremos porque el almuerzo ya casi va a estar.

Luego de unos minutos de estar hablando y pasando el día con mi hermano, mi madre nos

llamó a comer. Fui corriendo emocionada al comedor esperando el tan anhelado cocido

boyacense que mi madre sabe que me gusta y que solo lo preparaba en días especiales, no
entendía por qué mi mamá había cocinado eso si no era un día para celebrar, sin embargo,

no reproché y me dispuse a comer mi plato favorito.

No obstante, en medio de la tranquilidad que reinaba en nuestro hogar, un escalofrío

recorrió mi cuerpo cuando mi mirada se perdió en el patio trasero. Mi hermano no pareció

notar nada extraño y continuó comiendo despreocupadamente. Me levanté de la mesa y salí

al patio, teniendo un presentimiento oscuro que me empujaba hacia el exterior.

El silencio llenaba el aire mientras caminaba lentamente por el patio, mis pasos

hundiéndose en el pasto. De repente, como si surgieran de las sombras, un grupo de

hombres apareció frente a mí. Vestidos de negro, con botas de caucho y portando armas

amenazantes, su presencia heló mi corazón. El líder del grupo, un hombre de aspecto rudo

y cicatrices profundas, se acercó a mí con una mirada penetrante. El hombre pareció

confundirse con mi presencia, alcance a notar que se alcanzó a tambalear y a marear un

poco. Pero rápidamente, el hombre, con una frialdad imponente, dejó todo eso atrás y me

preguntó dónde estaban mis padres.

Inocentemente, los dejé seguir para que hablaran con mis padres, pero no podía imaginar

que el ambiente se volvería denso. Mis padres sabían que esos hombres no estaban ahí por

algo bueno, así que comenzaron a insultarlos indirectamente y les dijeron que mejor se

fueran. A pesar de la actitud desafiante de mis padres, el líder de la cuadrilla decidió ser

conciso y empezar la conversación desde cero, evitando que la situación empeorara.

- Voy a ser claro y breve - exclamó el líder - yo solo quiero que se larguen de aquí,

quiero sus tierras y a su hijo.

- Pero ¿quiénes son? - preguntó algo confundida mi mamá.

- Eso no se lo podemos decir señora.

- ¿Son del ejército o algo así?. De igual manera no saldremos de aquí.


- Bueno se los voy a decir, somos los líderes y fundadores de algo que muy pronto se

llamará los pájaros, no estamos de acuerdo con muchas cosas de los liberales y ya

que vivimos en Colombia se tiene que hablar con armas. Igualmente, usted señora

por sapa, ni su familia ni usted vivirán para contarlo.

- ¿Qué?— preguntó mi madre algo preocupada por lo que acaba de suceder.

En medio de todo el ruido y los disturbios, alcancé a escuchar que le decían "El cóndor". No

sabía si ese era su nombre, su apellido o simplemente un apodo que le daban por respeto.

Después de un rato, el cóndor, en medio de un ataque de ira incontrolable, asesinó

cruelmente a mis padres y a mi hermano Andrés. La violencia estalló en mi casa, sin vuelta

atrás, como una onda expansiva, arrancando nuestras raíces de felicidad y sembrando puro

y neto dolor y desolación. Sus vidas fueron arrebatadas de manera brutal, sin piedad ni

compasión, mientras yo permanecía paralizada, incapaz de comprender lo que había

acabado de suceder.

Fue un acto de maldad despiadada, una muestra inhumana de lo peor que una persona

puede albergar en su corazón. El cóndor, en su furia desenfrenada, se convirtió en un

verdugo, desatando su ira sin consideración alguna por el amor y el vínculo que teníamos

con mi familia. Los gritos y los lamentos llenaron la atmósfera, mezclados con el olor

metálico de la sangre que impregnaba cada rincón de nuestra morada.

Mientras contemplaba la escena macabra frente a mí, traté desesperadamente de encontrar

algún sentido sobre la crueldad desmedida que había presenciado. Lágrimas silenciosas

brotaban de mis ojos, mis mejillas empapadas por ríos de dolor y tristeza que inundaban mi

ser. El suelo que hace algunos minutos fue testigo de juegos alegres, risas inocentes y un

montón de historias ahora se teñía de un carmesí oscuro, como si absorbiera la esencia

misma de la tragedia que había tenido lugar.


Aquella imagen atroz y desgarradora se grabó a fuego en mi mente, dejando cicatrices

emocionales que nunca sanarían por completo. Las escenas de aquel acto cruel y sin

sentido se repetían una y otra vez en mis pesadillas, acechando mis pensamientos y

alimentando un fuego interno de dolor y desesperación. El horror de aquella noche se

convirtió en una carga pesada que llevaba sobre mis hombros, recordándome

constantemente la fragilidad de la vida y la crueldad inherente que puede surgir en los

corazones humanos.

Así, mientras mi mundo se desmoronaba a mi alrededor, me aferraba a los recuerdos felices

y a la fortaleza que aún habitaba en mi interior. Aunque marcada por el sufrimiento y la

pérdida, me negaba a dejarme consumir por la oscuridad. Prometí a mis seres queridos

caídos que su memoria viviría en mí, que su espíritu encontraría consuelo y paz a través de

mis acciones y mi lucha por la justicia.

La tragedia había dejado un vacío profundo en mi corazón, pero también había despertado

una determinación feroz en mi ser. Juré encontrar respuestas, buscar la verdad detrás de

aquel acto cruel y sin sentido. Mi camino se había transformado en una búsqueda

incansable de justicia y redención, una cruzada para desentrañar los oscuros secretos que

se ocultaban detrás de aquellos que habían arrebatado todo lo que amaba.

Y así, con los recuerdos de aquel terrible día grabados a fuego en mi alma, me levanté del

suelo ensangrentado y juré que nunca descansaría hasta que se hiciera justicia por mi

familia y por todos aquellos que habían sufrido la crueldad de aquellos sin corazón.

Enfrentaría los peligros que se avecinaban, armada con la valentía que solo la tragedia

puede inspirar, dispuesta a luchar hasta el final para desentrañar los oscuros misterios que

envolvían nuestras vidas y encontrar la paz que tanto anhelábamos.


Capítulo 2: 1948

Hoy fue un día agotador y lleno de expectativas. Mañana se celebraría un importante evento

político en el corazón de la capital, donde tendría el privilegio de acompañar al gran Jorge

Eliécer Gaitán en su campaña. No era común que una mujer participara en este tipo de

eventos, menos aún que se me presentara como su mano derecha y futura representante

del Partido Liberal. Estaba convencida de que mi presencia cambiaría la perspectiva política

en Colombia. Aunque ansiosa durante todo el día, finalmente logré conciliar el sueño

después de tomar una aromática, intentando despejar mi mente.

Al despertar al día siguiente, mi ánimo se vio empañado por un sueño terrible y desgarrador.

Había revivido la terrible escena del asesinato de mi familia en nuestra antigua casa.

Aunque mi corazón se inundó de tristeza, una confusión preocupante se apoderó de mí.

Sucedieron hechos que nunca habían tenido lugar en mi memoria. En mi pesadilla todo

parecía transcurrir con normalidad hasta que, un grupo de hombres liderados por un

misterioso individuo conocido como El Cóndor irrumpieron la escena. Fue en ese instante

cuando la pesadilla empezó a retorcer mis recuerdos, distorsionándolos y llevándolos por

caminos desconocidos. Mi atención se centró en el arma extraña que portaba El Cóndor,

una especie de artefacto desconcertante y fuera de lo común. A pesar que la pesadilla

regresó a su curso habitual, todo cambió cuando presencié cómo esos hombres cobardes

arrebataron la vida de mis padres. Un resplandor misterioso iluminó el sitio, como si una

fuerza sobrenatural envolviera aquel terrible acto. Cuando me acerqué a los cadáveres de

mi familia, me percaté de que sus heridas no eran resultado de una simple pistola. Parecía

como si hubieran sido atravesados por algo invisible, una entidad siniestra capaz de cegar

vidas sin dificultad. Aún cuando esos detalles perturbadores no dejaban de aterrarme, traté

de apartarlos de mi mente y me enfoqué en el gran evento que me envolvía. Me vestí con


esmero, escogiendo una vestimenta formal acorde a la ocasión, lista para presentarme ante

a los que se refería despectivamente como "cachiporros".

Habíamos acordado encontrarnos con el señor Gaitán en la entrada de su despacho,

ubicado en el emblemático Edificio Agustín Nieto, en el costado occidental de la Carrera

Séptima. Al acercarme al lugar, noté la multitud que lo esperaba con ansias. Antes de su

llegada, decidí hacer una breve parada en la cafetería Café Colombia para tomar un tinto y

buscar un poco de calma para matar los nervios. Fue entonces cuando el destino pareció

tomar un giro siniestro. De manera inesperada, la calle se vio inundada por un destello

deslumbrante, cuya luminosidad irradiaba a cien metros a la redonda. Gritos desesperados y

llantos angustiados inundaron el aire, generando una cacofonía de temor y desasosiego.

Salí apresuradamente de la cafetería, instintivamente guiada hacia el epicentro del caos.

Fue entonces cuando escuché, con un nudo en la garganta, las palabras que resonaron en

el ambiente: "¡Han asesinado al doctor Gaitán!". A pesar del caos ensordecedor, un silencio

sepulcral pareció envolverme, dejándome en estado de shock al encontrarme con la imagen

desgarradora de Jorge Eliécer Gaitán yaciendo inerte en el suelo. El dolor y la tristeza me

invadieron, pero no tuve tiempo ni siquiera para llorar. La urgencia por entender lo que había

ocurrido se apoderó de mí, incapaz de aceptar que esta terrible pesadilla se hubiera

materializado frente a mis ojos.

Aquella tarde de trágico suceso despertó en mí una oleada de emociones tumultuosas, una

amalgama de pesar, confusión y rabia. Las lágrimas amenazaban con desbordarse, pero me

mantuve firme en medio del torbellino de caos que había envuelto la ciudad. Mi mente se

inundó de preguntas sin respuesta, mientras mis ojos buscaban frenéticamente alguna señal

de lo que había acontecido.

Desesperada por encontrar una explicación, me aproximé a las personas que rodeaban el

cuerpo de Jorge Eliécer Gaitán. Sus rostros reflejaban el horror y la incredulidad que
compartíamos en ese momento. Voces sollozantes y murmullos llenaban el aire, cada uno

tratando de articular las palabras que describieran el espanto que habíamos presenciado.

¿Quiénes eran los responsables? ¿Por qué habían arrebatado la vida de un líder

carismático y prometedor?

Entre la multitud, se escuchaban diferentes versiones de los hechos. Algunos hablaban de

un hombre misterioso que se desvaneció entre las sombras tras el disparo mortal, mientras

que otros aseguraban haber visto a varios individuos vestidos de manera sospechosa

merodeando por la zona momentos antes del trágico suceso. El pánico se propagaba como

un virus invisible, y el temor se apoderaba de los corazones de quienes anhelaban un

cambio en el país.

Mientras tanto, las personas que se encontraban cerca, desesperadas por ayudar a Gaitán,

trataban de estabilizarlo aplicándole con diligencia medicamentos confiables y utilizando una

selección de hierbas que, según los antiguos mitos transmitidos por nuestras madres,

poseían propiedades milagrosas, como la famosa ortiga. Sin embargo, aunque sus

esfuerzos eran loables, nada parecía ser capaz de evitar el trágico destino que aguardaba a

Gaitán.

Las ambulancias, alertadas por la gravedad de la situación, llegaron rápidamente al lugar y

se apresuraron a trasladar al atribulado hombre hasta el hospital más cercano. Allí, una

formación de diez galenos altamente capacitados, pertenecientes a la prestigiosa Clínica

Central, se entregaron con devoción a salvar la vida del ilustre personaje. Realizaron una

ardua y delicada operación, luchando contra el tiempo y las adversidades que se

presentaban. Lastimosamente su vida no pudo ser salvada.


En medio de la confusión reinante, una certeza se hizo cada vez más evidente en mi mente.

Esto no había sido un simple acto de violencia. Había algo más oscuro y siniestro detrás de

todo esto, algo que iba más allá de una confrontación política.

A lo lejos vi la figura de un hombre solitario. Allí, en medio de la penumbra, se erguía un

enigmático individuo vestido con un gabán largo de un negro impenetrable, que parecía

absorber toda la luz a su alrededor. El hombre llevaba un impecable pantalón de vestir y

unos zapatos negros que parecían tan pulidos que reflejaban el escaso brillo de una farola

dañada. Aunque su rostro permanecía en la sombra, su porte y su presencia eran

inconfundibles. En ese momento supe, con una certeza sobrecogedora, que se trataba del

hombre que había acechado mis sueños con su arma enigmática y que también era

responsable de la devastadora pérdida de mi familia. Era el temido y enigmático "Cóndor".

Decidida a encontrar respuestas, me adentré en las calles de la capital en busca de indicios,

hablando con testigos presenciales y recopilando fragmentos de información dispersos. Los

rumores sobre conspiraciones, complots y ataques organizados se propagaban con rapidez

entre la población aturdida. El clima político en el país estaba en un punto de ebullición, y el

asesinato de Gaitán se convirtió en la chispa que encendió una llama de violencia

descontrolada.

A medida que profundizaba en mis investigaciones, descubrí que aquellos hombres que

habían asesinado a mi familia en mi pesadilla eran parte de un grupo conservador , una

sombría organización que operaba en las sombras, sembrando el terror y la muerte en el

nombre de oscuros intereses políticos y económicos. Su líder, apodado El Cóndor, era

conocido por su crueldad y habilidades tácticas, convirtiéndose en una figura aterradora

para quienes se interponían en su camino.


El conflicto bipartidista, alimentado por décadas de rencor y desigualdad, se había

convertido en una llaga abierta en el corazón de Colombia. La muerte de Gaitán, un líder

carismático y defensor de los derechos de los más desfavorecidos, fue un golpe devastador

para quienes albergábamos esperanzas de un cambio real y duradero.

En medio de la incertidumbre y el dolor, una determinación indomable se forjó en mi interior.

No podía quedarme de brazos cruzados mientras mi país se desangraba en una espiral de

violencia. Prometí que dedicaría mi vida a la búsqueda de la verdad y la justicia, luchando

por un futuro donde la voz de los oprimidos fuera escuchada y respetada.

Mi papel como mano derecha de Gaitán había quedado truncado, pero mi compromiso con

su visión y mis ideales se fortalecía con cada nuevo amanecer. Sabía que el camino sería

arduo y peligroso, pero no podía permitir que el miedo me paralizara. Con cada paso que

daba, honraba la memoria de mi familia y de aquellos que habían sido víctimas de la

violencia despiadada que amenazaba con destruir a mi amada Colombia.

Así, con la valentía de quienes han perdido tanto y tienen todo por ganar, emprendí mi

camino hacia un destino incierto pero lleno de propósito. La historia de la violencia

bipartidista en Colombia, con sus giros inesperados y sus tragedias insondables, se

entrelazaría con la mía propia, convirtiéndonos en testigos y protagonistas de un capítulo

oscuro pero fundamental en la historia de nuestro país.

Capítulo 3

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