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Colegio Ciudad Educativa, Chillán

Educación parvularia, básica y media


RBD 18028-9
Camino a Las Mariposas N° 4109
Fono: +56 9 961 920 32
Unidad: 1 “Decisiones humanas ¿Emocionales o racionales?” IV° MEDIO A-B
NOMBRE: Fecha: Curso:

Objetivo(s): Analizar críticamente textos literarios, siendo capaces de extraer información relevante y de sintetizarlo.
Lee el siguiente cuento y luego realiza las actividades propuestas:

FINLANDIA
El 14 de noviembre de 1995 maté sin querer a la hija mayor de mi hermana, haciendo marchatrás con el auto. Entre el impacto seco, los gritos de
pánico de mi familia y el descubrimiento de que en realidad había chocado contra un tronco, ocurrieron los diez segundos más intensos de mi vida.
Diez segundos durante los que me aferré al tiempo y supe que todo futuro posible sería un infierno interminable.
Yo vivía en Buenos Aires y había viajado a Mercedes para festejar el cumpleaños número ochenta de mi abuela paterna (por eso recuerdo la fecha
exacta: porque en unos días mi abuela cumplirá noventa, porque en unos días se cumplirán diez años de esto que ahora narro y que me marcó
como ninguna otra cosa, ni buena ni mala, en la vida).
Festejábamos el aniversario de mi abuela con un asado en la quinta; ya estábamos en la sobremesa familiar. A las tres de la tarde le pido prestado
el auto a Roberto para ir hasta el diario a entregar un reportaje. Me subo al coche, vigilo por el espejo retrovisor que no haya chicos rondando y
hago marchatrás para encarar la tranquera y salir a la calle. Entonces siento el golpe, seco contra la parte de atrás del auto, y se detiene el mundo
para siempre.
A cuarenta metros, en la mesa donde todos conversan, mi hermana se levanta aterrada y grita el nombre de su hija. Mi madre, o mi abuela,
alguien, también grita: —¡La agarró!
Entonces me doy cuenta de que mi vida, tal y como estaba transcurriendo, había llegado al final. Mi vida  ya no era. Lo supe inmediatamente. Supe
que mi sobrina, de tres años, estaba detrás del auto; supe que, a causa de su altura, yo no habría podido verla por el espejo antes de hacer
marchatrás; supe, por fin, que efectivamente acababa de matarla.
Diez segundos es lo que tardan todos en correr desde la mesa hasta el auto. Los veo levantarse, con el gesto desencajado, veo un vaso de vino
interminable cayendo al suelo. Los veo a ellos, de frente, venir hasta mí. Yo no hago nada; ni me bajo del coche, ni miro a nadie: no tengo ojos que
dedicarle al mundo real, porque ya ha empezado mi viaje fatal en el tiempo, mi larguísimo viaje que en la superficie duraría diez segundos pero
que, dentro mío, se convertirá en una eternidad pegajosa.
En ese momento (no sé por qué es tan grande la certeza) no tengo dudas sobre lo que acabo de hacer. No pienso en la posibilidad de que sea un
tronco lo que he embestido, ni pienso que mi sobrina está durmiendo la siesta dentro de la casa. Lo veo todo tan claro, tan real, que solamente me
queda pensar por última vez en mí antes de dejarme matar.
«Ojalá el Negro me mate» —pienso—, «ojalá sea tan grande su enajenación de padre salvaje, tan grande su rabia, que me pegue hasta matarme y
no me dé la opción de tener que suicidarme yo mismo, esta noche, con mis propias manos, porque soy cobarde y no podría hacerlo, porque
cometería la peor de todas las bajezas: me iría a Finlandia». Utilizo esos diez segundos, los últimos de calma que tendré en toda mi vida, para
pensar en quien ya no seré nunca más.
Tenía casi veinticinco años, estaba escribiendo una novela larguísima y placentera, vivía en una casa preciosa del barrio de Villa Urquiza, con una
mesa de pimpón en la terraza y toda la vida por delante, trabajaba en una revista donde me pagaban muy bien, tenía una vida social intensa, era
feliz, y entonces mato a mi ahijada de tres años y se apagan todas las luces de todas las habitaciones de todas las casas en las que podría haber
sido feliz en el futuro. Lo pienso de ese modo, desapasionadamente, porque ya no tengo ni cuerpo con el que temblar.
En esos diez segundos, en donde el tiempo real se ha roto literalmente, en donde el cerebro trabaja durante horas para instalarse en un recipiente
de diez segundos, descubro con nitidez que mis únicas opciones —si mi cuñado no me hace el favor de matarme allí mismo— son las de huir (huir
de inmediato, sobornar a alguien y escapar del país) o suicidarme. Lo que más me duele, tal como están las cosas, es que no podré volver a
escribir literatura, ni a reír.
Durante mucho tiempo, durante años enteros, me siguió sorprendiendo la frialdad con que asumí la catástrofe en esos diez segundos en que había
matado a mi sobrina. No fue exactamente frialdad, sino algo peor: fue un desdoblamiento del alma, una objetividad inhumana. Me dolía saber que
ya no podría escribir, que en el suicidio o en la huida —aún no había optado con qué quedarme— no existiría esa opción: la de los placeres.
Podía irme a Finlandia, sí, a cualquier país lejano y frío, podía no llamar nunca más a mi familia ni a los amigos, podía convertirme en fiambrero en
un supermercado de Hämeenlinna, pero ya no podría volver a escribir, ni amar a una mujer, ni pescar. Me daría vergüenza la felicidad, me daría
vergüenza el olvido y la distracción. La culpa estaría allí involuntariamente, pero cuando comenzara la falsa calma o el olvido momentáneo, yo
mismo regresaría a la culpa para seguir sufriendo. La vida había terminado. Yo debía desaparecer.
Pero si desaparecía, qué. Qué importancia podía tener darles a ellos la serenidad de no ver nunca más al asesino. Ellos, mi familia, los que ahora
corrían lentamente desde la mesa al coche para matarme o para ver el cadáver de un niño, podrían creerme exiliado, lleno de dolor y de miedo,

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temeroso y ruin, o agorafóbico; o podrían sospecharme loco, como esas personas que pierden el rumbo y la memoria después de los terremotos;
alucinado, mendigo, enfermo; podrían hasta perdonarme pues me creerían fuera de toda felicidad, fuera de todo placer. Matarían a quien
blasfemara mi memoria diciendo que se me ha visto reír en una ciudad finlandesa, a quien dijera que se me ha visto beber en un bar de putas, o
escribir un cuento, ganar dinero, seducir a una mujer, acariciar un gato, pescar bogas o dar limosna a un marroquí en el metro. No creerían que
alguien (ya no yo en particular, sino que nadie) fuese capaz de semejante flaqueza, de tan penoso olvido, de matar y no llorar, de escapar y no
seguir pensando en la tarde de verano en que una niña de tu sangre ha muerto bajo las ruedas del coche.
Diez segundos eternos hasta que alguien ve el tronco y todos olvidan la situación.
Nadie, ninguna de todas las personas que almorzaban aquella tarde de hace diez años en Mercedes, recuerda ahora esta anécdota. Nadie ha
tenido pesadillas con estas imágenes: sólo yo me he despertado transpirado durante años enteros, cuando esos diez segundos regresan por la
noche sin el final feliz del tronco; para ellos no ocurrió más que la abolladura de un guardabarros al final de la primavera.
Nada malo pasó aquella tarde, ni nada malo ocurrió, antes o después, en mi vida. Han pasado diez años desde entonces y todo ha sido un
remanso en el que nunca lo irreversible se ha metido conmigo. ¿Por qué entonces, en estos días, siento que he cumplido sólo diez, y no treinta y
cinco años? ¿Por qué le doy más importancia a esta fecha en que no maté a nadie, que a aquella otra fecha anterior en que salí de mi madre
dando un grito eufórico de vida? ¿Por qué algunas noches me despierto y descubro que me falta el aire, y recuerdo como real el frío de una cabaña
en Finlandia, y me encuentro con las hilachas de la angustia y el exilio, y me ahoga la cobardía de no haber tenido la voluntad de suicidarme?
Es la fragilidad de la paz la que nos devuelve al escalofrío y a la incertidumbre. Es la velocidad infernal de la desgracia, que acecha como un águila
en la noche, la que sigue allí escondida para quitarnos todo y dejarnos aferrados a un volante y pensando que la única opción es morir solos en
Finlandia, con los ojos secos de no llorar.
Por suerte, casi siempre es un tronco y vivimos en paz. Pero todos sabemos, por debajo de la risa y del amor y del sexo y de las noches con
amigos y de los libros y los discos, que no siempre es un tronco. A veces es Finlandia.
Hernán Casciari
3 noviembre, 2005
Realiza una línea de emociones cronológicas que fue sintiendo el protagonista desde el inicio hasta el final del relato.

¿CÓMO TOMAMOS NUESTRAS DECISIONES?


RESPONDE:

1.- ¿Por qué el personaje del cuento pensó que merecía un castigo? Evalúa sus argumentos de acuerdo con la información que aporta.
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2.- ¿Qué harías en una situación similar a la del narrador del cuento?
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ANÁLISIS TEXTO “CRIMEN Y CASTIGO” – FINLANDIA

TEXTO PERSONAJE SIMILITUDES DIFERENCIAS


CRIMEN Y CASTIGO Raskólnikov.

FINLANDIA Protagonista

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