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Como sabemos, a lo largo de la historia han sido frecuentes los llamados movimientos
contraculturales. Planteaban semiocentrismos alternativos a los códigos imperantes, lo
cual suponía cambios en los procesos comunicativos referentes a la indumentaria,
ideología, comportamiento, etc. Sin embargo, las contraculturas corren el riesgo de ver
cómo la actividad semiocéntrica de los códigos aceptados y usados por la mayoría las
“engulle”, asimilándolas. La excesiva fuerza centrípeta de la cultura mayoritaria acaba
por demoler o, peor aún, subvertir a la minoritaria, debilitada por un aumento en su
énfasis centrífugo. Esto es lo que ha pasado, por ejemplo, con el movimiento hippy o el
pensamiento zen en Europa. Respecto al primero, ha sobrevivido en cuanto estilo de
vestir, en cuanto indumentaria que ya confeccionan buena parte de las marcas de más
amplio consumo; los pantalones o los colgantes hippies causan furor. Por otro lado, en
lo concerniente a la filosofía zen, clara contracultura del pensamiento occidental, está
siendo progresivamente fagocitada por nuestros códigos: aquella se debilita, y los
nuestros se refuerzan, gracias a la ligera renovación que supone incorporar ligeros
cambios sígnicos. No hay nada más in actualmente que regalar un jardín zen, frecuente
en no pocas tiendas de regalos.
siempre se hizo con las fuerzas de represión sociales e ideológicas, sino que es
asimilada, lo que supone su subversión y aniquilamiento, al perder su razón de ser. No
puedes convertirte en la alternativa a algo de lo que ya formas parte.
Para empezar, el término “Occidente” mantiene unos límites muy poco difusos, tanto
desde el punto de vista geográfico como socio-cultural. Si, tal y como se considera
habitualmente, incluimos bajo este marbete Norteamérica y Europa occidental, cabría
preguntarse si hay una relación de equidad entre ambas zonas o si, por el contrario, una
actúa de “satélite” de la otra, a la hora de producir y propagar su semiocentrismo. En
este sentido, da la impresión de que este es el papel que nos ha tocado jugar a los
europeos. Al margen de la existencia de ciertos patrones culturales que logran preservar
una relativa independencia en nuestros territorios (no hay más que atender a la relación
antagónica que se suele establecer entre el cine americano y el europeo, por ejemplo), lo
que parece incuestionable es que estamos inmersos en constantes y cada vez más
frecuentes procesos de “macdonalización”, expresión alusiva al empleo de determinadas
pautas de producción importadas de multinacionales norteamericanas. 1 Ante esta
coyuntura, nuestro papel como elemento receptor y emisor de mensajes culturales
desempeña una doble función: somos fagocitados, y a la vez fagocitamos. De este
modo, tras sufrir el efecto de la actividad centrípeta que el semiocentrismo
norteamericano está llevando a cabo, nos convertimos en nuevo bastión de ese
semiocentrismo, haciendo que su papel cultural sea cada vez más preponderante a nivel
mundial, en todos los órdenes.
1
En su obra La McDonalización de la sociedad (Ariel, Barcelona, 1996), George Ritzer describe este
proceso como el resultado de aplicar pautas de producción, a todos los niveles, regidas fundamentalmente
por los principios de la racionalización, la eficacia y la competitividad.
3
De este modo, la idea de la “globalización” está más cerca ya de la Teoría del Caos 2 que
del concepto de “aldea global” propuesto por Marshall McLuhan. 3 La cultura occidental
se ha convertido en un monstruo desbocado de mil cabezas, fuera ya de control, ante la
cual la capacidad predictiva y controladora de la mente humana ocupa un lugar cada vez
menos relevante. Como exportadores culturales, en un sentido amplio, generamos
procesos comunicativos cada vez menos informativos y más redundantes. El desarrollo
de la globalización, por tanto, no atiende a dinámicas contrastivas, sino imperialistas; es
el gran agujero negro que todo lo devora, su actividad centrípeta es incalculable, pero su
fortalecimiento, y es importante subrayar esto, solo es posible en la medida en que le
siga siendo viable llevar a cabo actividades centrípetas y centrífugas de refuerzo. Solo
mientras existan otros códigos que renueven y fortalezcan, al ser asimilados por ella, la
cultura imperante, el semiocentrismo al que está conduciendo la globalización será
posible. Pero, por irónico que resulte, la homogeneización cultural implicará, por ese
mismo motivo, su propia desintegración, al enfrentarse al empobrecimiento que
supondrá realizar procesos centrífugos de renovación y centrípetos de reforzamiento
cada vez menos frecuentes y relevantes. Esto es lo que llevó, en parte, a la muerte del
latín como lengua del Imperio Romano, por ejemplo.
4
Vid. Umberto Eco, Apocalípticos e integrados, Lumen, Barcelona, 1990.