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Como hemos dicho al principio, nos enfrentamos a lo cultural tanto en calidad de


espectadores como desempeñando el papel de actores. Desde esta doble perspectiva nos
enfrentamos al día a día en la sociedad que nos ha tocado vivir. Dentro de este
entramado los códigos culturales se entrecruzan, siendo nosotros los emisores unas
veces, y otras quienes los recibimos. Esos sistemas sobreviven gracias al
semiocentrismo que generamos en la medida en que intervenimos en su uso. Lo
preocupante es cuando en cualquiera de esos códigos se produce un desequilibrio entre
su actividad centrífuga y la centrípeta. Si la primera se impone, el sistema desaparece, o
es asimilado por otro. Si la segunda prevalece, asistimos a un proceso de imperialismo
cultural. Todo esto ya nos empieza a sonar familiar, ¿verdad?

Como sabemos, a lo largo de la historia han sido frecuentes los llamados movimientos
contraculturales. Planteaban semiocentrismos alternativos a los códigos imperantes, lo
cual suponía cambios en los procesos comunicativos referentes a la indumentaria,
ideología, comportamiento, etc. Sin embargo, las contraculturas corren el riesgo de ver
cómo la actividad semiocéntrica de los códigos aceptados y usados por la mayoría las
“engulle”, asimilándolas. La excesiva fuerza centrípeta de la cultura mayoritaria acaba
por demoler o, peor aún, subvertir a la minoritaria, debilitada por un aumento en su
énfasis centrífugo. Esto es lo que ha pasado, por ejemplo, con el movimiento hippy o el
pensamiento zen en Europa. Respecto al primero, ha sobrevivido en cuanto estilo de
vestir, en cuanto indumentaria que ya confeccionan buena parte de las marcas de más
amplio consumo; los pantalones o los colgantes hippies causan furor. Por otro lado, en
lo concerniente a la filosofía zen, clara contracultura del pensamiento occidental, está
siendo progresivamente fagocitada por nuestros códigos: aquella se debilita, y los
nuestros se refuerzan, gracias a la ligera renovación que supone incorporar ligeros
cambios sígnicos. No hay nada más in actualmente que regalar un jardín zen, frecuente
en no pocas tiendas de regalos.

Todo esto me está llevando a la preocupante reflexión de que Occidente se está


convirtiendo en el gran agujero negro cultural; todo se lo traga, su semiocentrismo es
sólido y estable, de una firmeza sin precedentes en la historia de la humanidad. A
cualquier código, a cualquier cultura alternativa, no se le niega su existencia, como
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siempre se hizo con las fuerzas de represión sociales e ideológicas, sino que es
asimilada, lo que supone su subversión y aniquilamiento, al perder su razón de ser. No
puedes convertirte en la alternativa a algo de lo que ya formas parte.

Cuando menos, habríamos de hacer dos matizaciones sobre lo que acabamos de


plantear: qué entendemos por “Occidente” y qué lectura socio-cultural, en un sentido
amplio, podemos ofrecer. Una y otra guardan una estrecha relación, al hilo de lo que se
ha venido llamando “globalizacion”.

Para empezar, el término “Occidente” mantiene unos límites muy poco difusos, tanto
desde el punto de vista geográfico como socio-cultural. Si, tal y como se considera
habitualmente, incluimos bajo este marbete Norteamérica y Europa occidental, cabría
preguntarse si hay una relación de equidad entre ambas zonas o si, por el contrario, una
actúa de “satélite” de la otra, a la hora de producir y propagar su semiocentrismo. En
este sentido, da la impresión de que este es el papel que nos ha tocado jugar a los
europeos. Al margen de la existencia de ciertos patrones culturales que logran preservar
una relativa independencia en nuestros territorios (no hay más que atender a la relación
antagónica que se suele establecer entre el cine americano y el europeo, por ejemplo), lo
que parece incuestionable es que estamos inmersos en constantes y cada vez más
frecuentes procesos de “macdonalización”, expresión alusiva al empleo de determinadas
pautas de producción importadas de multinacionales norteamericanas. 1 Ante esta
coyuntura, nuestro papel como elemento receptor y emisor de mensajes culturales
desempeña una doble función: somos fagocitados, y a la vez fagocitamos. De este
modo, tras sufrir el efecto de la actividad centrípeta que el semiocentrismo
norteamericano está llevando a cabo, nos convertimos en nuevo bastión de ese
semiocentrismo, haciendo que su papel cultural sea cada vez más preponderante a nivel
mundial, en todos los órdenes.

1
En su obra La McDonalización de la sociedad (Ariel, Barcelona, 1996), George Ritzer describe este
proceso como el resultado de aplicar pautas de producción, a todos los niveles, regidas fundamentalmente
por los principios de la racionalización, la eficacia y la competitividad.
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De este modo, la idea de la “globalización” está más cerca ya de la Teoría del Caos 2 que
del concepto de “aldea global” propuesto por Marshall McLuhan. 3 La cultura occidental
se ha convertido en un monstruo desbocado de mil cabezas, fuera ya de control, ante la
cual la capacidad predictiva y controladora de la mente humana ocupa un lugar cada vez
menos relevante. Como exportadores culturales, en un sentido amplio, generamos
procesos comunicativos cada vez menos informativos y más redundantes. El desarrollo
de la globalización, por tanto, no atiende a dinámicas contrastivas, sino imperialistas; es
el gran agujero negro que todo lo devora, su actividad centrípeta es incalculable, pero su
fortalecimiento, y es importante subrayar esto, solo es posible en la medida en que le
siga siendo viable llevar a cabo actividades centrípetas y centrífugas de refuerzo. Solo
mientras existan otros códigos que renueven y fortalezcan, al ser asimilados por ella, la
cultura imperante, el semiocentrismo al que está conduciendo la globalización será
posible. Pero, por irónico que resulte, la homogeneización cultural implicará, por ese
mismo motivo, su propia desintegración, al enfrentarse al empobrecimiento que
supondrá realizar procesos centrífugos de renovación y centrípetos de reforzamiento
cada vez menos frecuentes y relevantes. Esto es lo que llevó, en parte, a la muerte del
latín como lengua del Imperio Romano, por ejemplo.

¿Qué posición adoptar, por tanto? ¿Podemos pensar en la posibilidad de intervenir de


algún modo en este proceso, o hemos de asistir impasibles a su inevitable desarrollo y
muerte final? Al comienzo de este artículo subrayamos el papel dual del individuo ante
la cultura, como actor y como espectador. Umberto Eco, frente a la cultura de masas,
consideraba que existían dos posicionamientos posibles: el de los apocalípticos,
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La Teoría del Caos ha venido configurándose, en los últimos tiempos, como una propuesta
metodológica alternativa e interdisciplinar a los tradicionales cauces por los que transcurre la
epistemología. Así, parte de la incapacidad del hombre para desentrañar todas las relaciones causales que
se generan en la naturaleza, debido a la presencia de “lo azaroso”, concepto alusivo simplemente a las
limitaciones del intelecto humano a la hora de desarrollar una labor anticipatoria respecto al devenir del
mundo real, fruto en gran medida de la infinitud de variables que han de tenerse en cuenta para el análisis
de cualquier fenómeno.
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Marshall McLuhan, en La Aldea Global (Gedisa, Barcelona, 1990), plantea la importancia decisiva que,
para la humanidad, ha comportado el cambio en los soportes que posibilitan la comunicación. Así,
destaca un primer momento, determinado por la irrupción de la imprenta, y un segundo período, en el que
nos encontramos inmersos, con la televisión como protagonista (McLuhan no llegó a contemplar la
irrupción y el auge de Internet), que ha supuesto proyectar sobre la Tierra como globalidad relaciones
comunicativas circunscritas habitualmente a sectores sociales mucho más restringidos. Es lo que
denomina “aldea global”: las noticias que nos afectan no son solo las del barrio de al lado, sino las de
Rusia, y nuestro interlocutor puede ser tanto el vecino del quinto como un habitante de Chile del que
desconocíamos su existencia. Esta idea ha contribuido en gran medida a forjar la noción de
“globalización” en cuanto establecimiento a nivel mundial de interconexiones de diversa índole (sociales,
económicas, etc.) que sobrepasan, con mucho, sus habituales ámbitos de actuación, más limitados
espacialmente.
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censurando su existencia, alarmados ante su auge, y el de los integrados, consumidores


entre impasibles y entusiastas del producto en cuestión. 4 Algo de ambos hay en todos
nosotros. Disfrutamos del universo de signos que nos rodea e invade, pero con un
blindaje de crítica apocalíptica que nos preserva de la censura del prójimo. Cabe
preguntarse si no sería mejor defensa asumir con humildad el papel de integrados,
puesto que lo somos, y desde ahí replantear nuestro rol como espectadores
(apocalípticos, si así lo deseamos).

La globalización sigue su curso, y consciente o inconscientemente contribuimos a ello.


Pienso que los mecanismos de transmisión (internet, televisión, etc.) están ahí para
posibilitar la dinámica centrífuga de los códigos culturales, innumerables, que existen
en el mundo. Sin embargo, la torpeza de destruir esta riqueza y este reconocimiento
cultural por medio del imperialismo mediático, practicando una brutal actividad
centrípeta, nos encamina hacia nuestra propia autodestrucción en cuanto sujetos
comunicadores. Solo el enriquecimiento semántico, y esto es incompatible con la
homogeneización, posibilita la supervivencia de las sociedades. Por eso desapareció el
mundo romano, porque ya no existía ningún otro. La diversidad, y no la uniformidad,
son la clave de la supervivencia. La globalización en curso nos encamina,
inevitablemente, hacia el incesto; triste pecado el nuestro.

4
Vid. Umberto Eco, Apocalípticos e integrados, Lumen, Barcelona, 1990.

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