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‘ENTRE’

María Alejandra Tortorelli

Del yo al Otro, del Otro —deseo del Otro, mirada del Otro, discurso del
otro, (presencia del Otro?)— al yo. Estas direccionalidades se han
manifestado ya. Han hecho su recorrido ya. Han ido y han venido. Del Uno al
Otro, del Otro al Uno, del Otro al otro. Mientras tanto, en el medio, en este ir
y venir, algo llama a pensar e interpela.
“Y”, “Entre”, “Vincular, “Double Bind”, “Agenciamiento Colectivo”,
“Multiplicidad”, “Différance”... Las palabras dicen una época, la hablan sin
saber. ¿Qué se abre aqui? ¿Qué se anuncia? Y, ¿cómo pensar desde alli?
De lo que se trata es de pensar no lo vincular, haciéndolo otra vez
objeto de una representación, sino desde lo vincular. La diferencia es
fundamental y señala toda una otra distribución, otra geografía, otras
intensidades. Desde alli, se torna confuso seguir hablando en términos de
“relación” o de “inter-subjetividad”. Algo hace ruido alli y obstaculiza. No se
trata pues de pensar lo no sabido desde lo ya sabido. Se trata más bien de
pensar de nuevo, de dejar venir lo no sabido, de crear nuevos conceptos, de
pensar nuevas formas de pensar. Sin garantías. Después de todo, como señala
Gilles Deleuze, el pensar no juzga, experimenta. De eso se trata pues.

La mayor dificultad que este pensar desde lo vincular trae —y he alli el


desafío—es el hecho de no poder pensarse representacionalmente. Lo
vincular, lo “entre”, no puede ser pensado desde el orden de la representación.
Pensar desde lo “entre” no admite representación alguna. La misma noción de
“entre” no es una noción representacional. “Entre”, apenas una preposición,
busca evitar la nominación sustantiva o subjetiva para dar paso a un espacio
de producción que, como tal, no admite ni sujeto ni objeto.i Dicho de otro
modo, lo vincular, lo “entre”, no puede ser pensado en términos de un “algo”
para un “alguien”. Lo que esto quiere decir es que lo vincular no puede ser
pensado desde “afuera” o desde la posición del sujeto. Lo “entre” como
vínculo no tiene lugar por fuera del sujeto, ni siquiera lo rodea o lo envuelve.
No hay los sujetos y el vínculo. No hay tampoco los sujetos posicionados por
“fuera” del vínculo. Siendo “el sujeto” producción del vínculo éste está
siendo constituído (y destituído, ya lo veremos) en él y no frente a él o por

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fuera de él. El “sujeto” (si es que algo asi puede seguir sosteniéndose) es
constituído en el vínculo a la vez que es destituído en él. Lo vincular no es
una “relación” entre sujetos. De alli que tampoco admita un pensamiento de lo
“inter-subjetivo”.
Por lo mismo, lo vincular no admite pensar en términos de “uno
mismo”. Hay algo interesante aqui en la misma noción de “término”. En rigor,
podríamos decir que lo vincular, decididamente, no admite pensar en
“términos”; es decir, en elementos aislados y aislables; en elementos
individuales. Operatoria, la de aislar un término, que también corresponde a la
lógica de la representación, a la lógica del Uno, del Ser y del ser “uno mismo
uno”. Lo vincular convoca inevitablemente a pensar otro modo de constituirse
y destituirse eso que, desde la hegemonía del uno, llamamos identidad y
llamamos sujeto.
Por lo enunciado hasta aqui, sería una redundancia a la vez que una
impropiedad hablar de “sujeto vincular”. No hay “sujeto” que no sea ya
vincular mas, por ello mismo, por ser vincular, no sería estrictamente
hablando un “sujeto” si por sujeto se entiende ya sea una posición, una
función o un elemento aislable respecto del vínculo. “El sujeto”, si es que ésta
noción ha de ser preservada, es vincular, es “entre” y, por ello mismo,
rigurosamente hablando, el sujeto no “es”; no “es” en tanto uno individual. De
alli todos los nombres que hoy asisten a señalar su destitución: procesos de
subjetivación, agenciamiento colectivo, individuación sin sujeto, etc. Se trata
de pensar de nuevo. Se trata de pensar más aca o más alla del sujeto.
Pensar desde lo vincular, desde el “entre”, pone en jaque, a su vez, otro
par de conceptos que organizan la lógica del sujeto y del otro. La referencia es
a las nociones, solidarias entre sí, de lo propio y de lo ajeno. La propiedad de
lo propio, valga la redundancia, y la ajenidad del otro. Lo vincular —y he
aqui quizá su mayor desafío— implica destituir lo “propio”, destituir la
noción de propiedad de lo propio desde dónde se concibe, a su vez y
consecuentemente, la noción de ajenidad del otro. Las nociones de propiedad
respecto de uno mismo y de ajenidad respecto del otro parecen desvanecerse
o, al menos, mostrarse inútiles a la hora de pensar vincularmente, a menos que
las mismas troquen su sentido paradojalmente: la propiedad de lo ajeno y la
ajenidad de lo propio.
En la propiedad y en la ajenidad se juegan otra vez cuestiones de
espacialidades y distribuciones no inocentes por cierto. Lo propio remite a la
interioridad del sí mismo mientras que la ajenidad siempre suele pensarse
como viniendo de afuera. Sin embargo, tal como ya lo hemos señalado, no
hay la ajenidad del vínculo como exterioridad respecto de la interioridad del

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sujeto como propiedad o identidad del sí mismo. No hay tampoco la ajenidad
del vinculo que, se supone, venga a perturbar la identidad o propiedad de un
sujeto dado. Si lo vincular exige pensar más aca o más alla del sujeto, tal
como lo hemos mencionado, exige a su vez pensar más alla o más aca del
binarismo interior/exterior, adentro/afuera, propio/ajeno. Asignación de
lugares familiares que le adjudican al afuera todas las extrañezas
perturbadoras de un adentro, una interioridad, una propiedad supuestamente
inalienables. (Tortorelli, M., 2002 y Tortorelli M., 2003)
Lo que pueda concebirse como “propio”, como aquello que, se supone,
“me” es “propio”, está ya trazado de “ajenidades”. Pensar-“me” desde la
producción del “entre” (lo que Jacques Derrida llama différance) implica
reconocer que no hay un “si mismo” que no esté ya trazado por un proceso de
diferenciación. Dicho de otro modo, “uno” “llega” a “ser uno mismo” —
ninguna de estas palabras cumple lo que enuncian— a través de un proceso de
diferenciación, de un diferimiento, un desvío, si se quiere, que, por la misma
razón, no permite que “uno” “llegue” a ser, ni que llegue a “sí mismo” ni a
“ser” “uno mismo”. “Uno” nunca “es”, (si por ser se entiende algo presente
dado, acabado); ni nunca es “uno”. En un pensamiento del devenir, y no del
ser; de la producción y no del producto; de lo vincular y no del sujeto, “Uno”,
(que no es tal), se está constituyéndo (y destituyéndo) indefectiblemente a
través de. No se es primero “uno”, “uno mismo” para luego, entonces,
diferenciarse del “otro”, un “otro sí mismo”. Esto no es posible. A poco que
se lo piensa se reconocerá su obviedad. “Uno” (que ya no es tal) se constituye
(y por ello mismo se destituye) a partir de este proceso de diferenciación.
Desde este proceso de diferenciación, desde este “entre”, “Uno” ya no es
“uno” y el “otro” tampoco lo es respecto de “uno”. Lo “ajeno” entonces no es
ajeno ni lo “propio” propio. Lo “ajeno” es “propio” tanto como lo “propio” es
“ajeno”. De alli la paradójica expresión la “propiedad de lo ajeno” y la
”ajenidad de lo propio”. Y si esto parece poner en peligro la autonomía del sí
mismo, es que se ha comprendido bien: No hay autonomía para el sujeto. Sólo
se es en heteronomía. (Derrida J., 1996) La heteronomía es radical. Uno no
es en sí mismo ni consigo mismo: Todas figuras de la identidad identitaria,
valga la redundancia. Se es, más bien, a través de la diferencia: La identidad
como efecto de un proceso de diferenciación, de diferimiento es, por ello
mismo, identidad diferida, postpuesta, retrazada.
No es otra cosa lo que insiste en Derrida una y otra vez cuando
pregunta y nos interroga: ¿Qué es lo propio de una cultura? ¿Qué es lo
propio del hombre? Las preguntas parecen obvias y sin embargo perturban y
dan a pensar.“(...) Lo propio de una cultura —nos dice Jacques Derrida— es

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no ser idéntica a si misma. No el no tener identidad, sino no poder
identificarse, decir “yo”, “nosotros”, no poder tomar la forma del sujeto más
que en la no-identidad consigo o, si ustedes prefieren, en la diferencia
consigo. No hay cultura o identidad cultural sin esa diferencia consigo.
Sintaxis extraña y un poco violenta: “consigo” (avec soi) quiere decir también
“en su casa”. En este caso la diferencia de sí, lo que difiere y se separa de sí
mismo, sería también diferencia (de sí) consigo, diferencia a la vez interna e
irreductible al “en su casa”. Esta diferencia reuniría y dividiría también
irreductiblemente el hogar del “en su casa”. En realidad, no lo reuniría
poniéndolo en relación con él mismo, más que en la medida en que lo abriese
a esa separación.”(Derrida, J. 1990, p.17)
En cuanto al hombre: “Pero ¿qué es eso propio del hombre? Por una
parte es aquello cuya posibilidad hay que pensar antes del hombre y fuera de
él. El hombre se deja anunciar a sí mismo a partir de la suplementariedad que,
por tanto, no es atributo, accidental o esencial del hombre. Pues, por otra
parte, la suplementariedad que no es nada, ni una presencia, ni una ausencia,
no es ni una sustancia ni una esencia del hombre. Es precisamente el juego de
la presencia y de la ausencia, la apertura de ese juego que ningún concepto de
la metafísica o de la ontología puede comprender. Por lo cual, eso propio del
hombre no es lo propio del hombre: es la dislocación misma de lo propio en
general, la imposibilidad —y por ende el deseo— de la proximidad consigo;
la imposibilidad y por ende el deseo de la presencia pura. Que la
suplementariedad no sea lo propio del hombre, no significa solamente y de
manera tan radical que no sea algo propio; sino también que su juego precede
a lo que se llama el hombre y se extiende fuera de él. El hombre no se llama
el hombre sino dibujando límites que excluyan a su otro del juego de la
suplementariedad: la pureza de la naturaleza, de la animalidad, de la
primitividad, de la infancia, de la locura, de la divinidad. La aproximación a
esos límites es a la vez temida como una amenaza de muerte y deseada como
acceso a la vida sin différance. La historia del hombre que se llama el hombre
es la articulación de todos esos límites entre sí.” (Derrida, J. 1967, p. 307)
Nada es inmediatamente. Nada está dado en la plenitud de la presencia,
o en la plenitud de una identidad entendida como inmediatez de uno consigo
mismo. Nadie puede decir “Yo soy yo” concordando consigo mismo sin haber
pasado ya por un proceso o movimiento de diferenciación con otro que, a su
vez y por la misma razón, tampoco e un otro en sí mismo. El hecho mismo de
que deseemos tan afanosamente ser uno, es evidencia de que no lo somos, no,
al menos, según la presencia de una inmediatez. Mas, ¿por qué habríamos de

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desearlo?. ¿En favor de qué modelo de subjetividad? ¿No Serra acaso tal
modelo la fuente de nuestros padecimientos?
No hay inmediatez del sí mismo, ni tampoco un posible retorno a sí.
Cuando Derrida habla del movimiento de la différance, cuando afirma que lo
“propio de una cultura es no ser idéntica a sí misma”, o cuando señala el
trazado de los límites o las fronteras, a partir de las cuales, en tanto
diferenciación, algo —en tanto diferente del animal, de las divinidades, de la
naturaleza, etc.— puede ser llamado “hombre”; lo que está mostrando una y
otra vez, es el desvío, el detour, la heteronomía que “nos” conduce a ‘nosotros
mismos’ sólo desviándonos. Cuando Derrida señala, no la negación de la
identidad sino su carácter infinitamente diferencial, lo que está mostrando es
que no hay uno consigo mismo sin que la supuesta ajenidad del otro, de lo
otro, no haya intervenido ya desde un principio y hasta el fin. A la identidad
de “uno consigo mismo” no se llega nunca. La identidad es ella misma un
proceso de diferenciación que no termina y que perturba a la vez que
constituye. De allí el tercer sentido de différance como diferendo, pólemos,
Guerra, conflicto. (Derrida,J. 1968). La identidad es conflicto y el conflicto
no puede eliminarse aboliendo la différance en favor de la identidad de uno
consigo mismo. ¿Hace falta decirlo?
La tarea no es sencilla y perturba profundamente nuestro pensar de la
identidad, del sí mismo, de la propiedad de lo propio y de las respectivas
asignaciones, distribuciones y lugares que esta lógica implica. La tarea no es
sencilla pero es urgente. Y lo es en más de un sentido. Si hasta aqui hemos
pensado la diferencia a partir de la identidad, de lo que se trata ahora es de
pensar la identidad a partir de la diferencia.
Pero seamos cautelosos e insistamos. Enunciaciones como las de
Derrida suelen interpretarse apocalípticamente y abismalmente como
anunciando el fin de la identidad. Tal es, por lo general, la primera reacción.
Sin embargo, el mismo Derrida es contundente. No se trata de no tener
identidad, de negarla o de desecharla, sino más bien de destituirla en su
pretensión de propiedad e individualidad señalando su “naturaleza”
indefectiblemente diferencial. He alli la dificultad y no lo pensado aún. Y he
alli lo urgente..
Lo vincular llama a la diferencia —a ese “entre” —al seno mismo de la
identidad. Lo vincular, ese “entre” en el origen, nos recuerda que ser-con
(Mitsein) es más originario que ser uno. (Heidegger M. 1927; p. 149) Que tal
fenómeno se haya visto eclipsado por la hegemonía del sujeto, ambición del sí
mismo y las lógicas y éticas respectivas de la propiedad y la individualidad es
manifetación de una época y no estatuto de una esencia irreversible.

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Todo pensar despliega una geografía, es decir, da (a) lugar. Hemos
mencionado al principio que lo vincular como espaciamiento de producción
entre no admitía ser representado o concebido representacionalmente.
Ciertamente tal imposibilidad se presenta como el mayor desafío. La misma
imposibilidad indica, a su vez, que no podemos apelar a un concepto, una
definición o un término (elemento aislado o aislable) que dé cuenta de qué
cosa es lo vincular. Lo vincular, lo “entre”, justamente como producción de
espaciamiento no responde a la abstracción de un concepto, ni a su idealidad.
La espacialidad o lo que se ha llamado espaciamiento, para recalcar su
carácter verbal y de producción, se vuelve clave aqui y exige una vez más
una transformación del pensar.
A diferencia del espacio concebido como algo extenso, disponible,
medible, homogéneo, externo; la noción de espaciamiento como producción
señala justamente no sólo la imposibilidad de estar dado sino también la
imposibilidad de ser concebido como exterioridad respecto de un sujeto que,
se supone, lo contempla desde su propia interioridad. Primero y ante todo
porque no hay sujeto previo al vinculo y segundo porque el espaciamiento no
se distingue de lo que en él, con él ocurre o “tiene lugar”. Lo que “ahí” se
abre, en el espaciamiento del vínculo o en el vinculo como espaciamiento, no
es precedido por nada.
Desafortunadamente no podemos profundizar aqui en el tema de la
espacialidad o el espaciamiento; pero recordemos que, tradicionalmente, de
Platón a Hegel, el pensar de Occidente ha valorado la invisibilidad de las
esencias o la abstracción de los conceptos, su idealidad y su universalidad en
detrimento de la visibilidad de las imagines, la corporeidad y la singularidad.
Un tanto esquemáticamente y no sin humor, podría decirse, como lo dice
Deleuze, que el pensamiento contemporáneo prefiere como bicho filosófico el
paso rastrero de la garrapata a la visión cenital del Búho de Minerva. Que ha
cambiado trascendencia por inmanencia, abstracción por topología, historia
por geografía. Ha abandonado el Uno en favor de las multiplicidades
heterogéneas. Como señala Marcus Doel, profesor del Departamento de
Geografía de la Universidad de Loughborough, en especifica referencia a
Gilles Deleuze y a Jacques Derrida, hoy, “las bases de la espacialización
postestructuralista pueden ser establecidas de manera simple: el elemento
mínimo no es el encerrado y polarizado punto sino el pliegue abierto, no un
Uno dado sino una relación diferencial, no un “es” sino una “y”. (Doel M.
2000, p. 126) Un “entre” bien podríamos agregar.

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Asi y a pesar de lo aparentemente estático, el espaciamiento de
producción “entre” bien podría analogarse al trazado de una línea, una linde
una frontera o al de una pared concibiendo a ambos fenómenos justamente
como fenómenos diferenciales de espaciamiento o de producción espacial y
no como espacios dados factibles de ser considerados objetivamente, esto es
representalmente.
Los dos fenómenos, la línea y la pared, aparentemente simples, (no
divisibles, uno) y estáticos en su constitución son, en verdad, fenómenos
dinámicos de producción diferencial de espacialidad. Nada hay de simple ni
de estático en ellos. Producen espacio, espacializan, dan (a) lugar.
Veamos la línea. En rigor, si pensamos detenidamente, si prestamos
atención a la producción y no al producto, inmanentes a su trazado y no lo que
mira desde una posición trascendente y representacional, si somos el trazo,
nos daremos cuenta que una línea nunca es “una” línea. Una línea
inevitablemente se divide en el mismo trazado. “Una” línea “es”, si se quiere,
doble borde. Una herida, unos labios. Nunca hay, no puede haber, “una” línea,
“una” frontera, “una” linde indivisible; esto es, concebida como unidad. De
alli su pólemos, su conflicto irresoluble, su tensión, su intensidad. Ninguna
unidad consigo misma sino diferencia en lo mismo. Una frontera siempre es,
desde su trazado, doble borde, doble vínculo, double bind, en el origen;
origen por cierto no originario. La indivisibilidad de la línea, el suponer —y
no sin consecuencias— que es “una”, sólo es efecto de la idealidad de un
concepto —“la” línea— y de la concepción subjetiva representacional que la
imagina u observa desde afuera. Desde la producción de su trazado, desde su
materialidad y su geografía una línea nunca es una, nunca hace una sino que
abre otra experiencia del espaciamiento que la abstracción del concepto y la
operatoria de unificación de la representación no permite experimentar. Abre
otra lógica, una (a) lógica. Dice Derrida al respecto: “Una línea indivisible.
Ahora bien, siempre se da por supuesta la institución de semejante
indivisibilidad. La aduana, la policía, el visado o el pasaporte, la identidad del
pasajero, todo ello se establece a partir de esa institución de lo indivisible. Y
por consiguiente del paso que tiene que ver con ella, tanto si se la franquea
como si no se la franquea. Consecuencia: alli donde la figura del paso no se
doble a la intuición, alli donde se ve comprometida la identidad o la
indivisibilidad de una línea, la identidad consigo mismo y, por lo tanto, la
posible identificación de una linde intangible, el pasar la línea se convierte en
un problema. Hay problema desde el momento en que la línea de la linde se
ve amenazada. Ahora bien, ésta se ve amenazada desde su primer trazado.
Éste no puede instaurarla sino dividiéndola intrínsecamente en dos bordes.

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Hay problema desde el momento en que esa división intrínseca divide la
relación consigo misma de la frontera y, por consiguiente, el ser-uno-mismo,
la identidad o la ipseidad de lo que sea.”(Derrida J., 1996, p.29)
No hay resolución de conflicto para este pólemos. Negarlo no hace más
que avivarlo. Siempre estamos siendo trazados: el visado, el pasaporte, los
procedimientos varios de identificación... Damos por sentada la institución de
semejante identidad como si ésta fuera dada y fuera “una” y “una consigo
misma”. Lo cierto es que las fronteras no distribuyen identidades dadas. Su
trazado las produce, mas por ello mismo las abre, en el mismo trazado, a lo
otro inevitable de sí, al otro lado de la frontera. Las difiere. No hay “una”
frontera asi como no hay “una” identidad que no envíe indefectiblemente a lo
otro y viceversa. La identidad, aunque suene enloquecedor, no es identitaria,
es diferida, es este ir y venir. La línea, la frontera no es indivisible, la
identidad que ahí se traza tampoco lo es. No hay identidad sin diferencia. No
hay identidad sin pólemos, sin conflicto. La identidad es conflicto. Querer
simplificar, hacer simple, hacer “uno” este fenómeno sólo trae más violencia.
Nada más simple que una línea, suponemos, y sin embargo ..... Al decir de
Deleuze: “Tenemos tantas líneas enmarañadas como una mano. Somos tan
complicados como una mano.” (Deleuze G. 1980, p. 142)

El otro trazado, el de la pared, muestra quizá más claramente cómo,


contrario a lo que solemos pensar, no hay espacio sin trazado; es decir, sin la
inscripción de una diferencia. Todo espacio es en verdad espaciamiento: es
decir, efecto de un proceso de diferenciación. Dicho de otro modo, el trazado
no se inscribe en un espacio primeramente dado. Pues, ¿qué sería este espacio
dado sin trazado alguna sino una abstracción? Es más bien la inscripción, el
trazado, la traza lo que abre, hace espacio, “espacía”. Asi, una pared, algo tan
simple como eso, pone en evidencia más claramente cómo el espacio es efecto
de una diferencia; es decir, cómo “el espacio es diferencial y no un fenómeno
unificador”, como señala Marcus Doel. (Doel M., 2000., p.129) Una pared,
asi concebida, dinámicamente, como producción y no como producto, en lo
que traza, en lo que produce y no como una cosa ya dada en un espacio ya
dado es, por decirlo de algún modo, más espaciante que espacio.
Como con la línea, también podría preguntarse ciertamente si una
pared es efectivamente “una” y si, como tal, divide al adentro del afuera, lo
interior de lo exterior. Esta claro que una pared tiene inevitablemente dos
caras, pero dos caras no como dos unidades separables (pensamiento de la
identidad y del uno) sino como “dos” bordes que no hacen uno y que tampoco
son “dos” en el sentido del “uno más uno”. Es la pared, no como “una” pared

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sino como producción de diferenciación, lo que en su trazado constituye un
adentro y un afuera. La pared así concebida más que espacio es espaciante:
Sin ser ella misma “Un” espacio determinado —ella misma no es ni adentro ni
afuera, es adentro Y es afuera, a la vez; es interior Y exterior a la vez—
produce espaciamiento. Constituye a la vez, el adentro y el afuera; lo interior
y lo exterior. Mas es éste “a la vez” lo que tiene que ser pensado en su
diferencia irreductible, diferencialmente y no representacionalmente ni
oposicionalmente.
Lo exterior y lo interior no preceden a la pared. No es primero lo
exterior y lo interior, constituídos en sí mismos y, luego, la pared como
diferencia entre los dos. Se ve claramente, y no podría ser de otro modo, que
sin pared (sin “entre”, sin différance) no hay lo interior ni lo exterior. Pero,
justamente, por ello mismo, ni lo interior ni lo exterior son y se constituyen en
sí mismos para luego eventualmente diferenciarse sino que, en rigor, son a
partir de la diferencia. Interior y exterior son efecto de la pared, de la
diferencia, del entre. No hay exterior ni interior sin pared; es decir, sin
diferencia. Pero, entonces, la diferencia (que no es algo: no es “una”, no es en
sí misma, es “dos” a la vez ...) precede, es condición. Entonces la diferencia
es, por decirlo de algún modo, primera!!!! Pero, ¿Diferencia entre qué y qué?
preguntará un pensar identitario, esperando lógicamente que la identidad (de
lo que sea) preceda a la diferencia, como es debido. Diferencia entre nada,
contestará un pensar diferencial. Diferencia originaria, origen diferido. Ir y
venir en el origen.
Se entenderá ahora porqué lo interior no se opone a lo exterior así como
lo exterior no se opone a lo interior. Interior y exterior no son oponibles
justamente porque no son en sí mismos, porque no son cada uno “uno”, por
separado, aislables. Interior y exterior no pueden ser concebidos por separado.
No hay uno sin el otro. No son lo mismo, son diferentes, pero diferentes no
oponibles sino diferentes en el sentido en que “uno” (que ya no es tal) es lo
diferido del otro y viceversa (double bind). Exterior e interior se constituyen
en la diferencia y no en la identidad consigo mismos.
Es necesario dar un paso más aún. La consecuencia inmediata e
irreductible de este movimiento de la diferencia, de la différance, del diferir,
es que lo “interior” y lo “exterior” concebidos desde el “entre”, desde la pared
son, por ello mismo, instituídos y destituidos a la vez. Es decir, ninguno es en
sí mismo. Ni es tampoco afectado por el otro como si éste viniese del exterior
a amenazarlo, a amenazar la calma de su identidad propia. En rigor, alli donde
la identidad supone que una cosa es idéntica a si misma, la diferencia disloca,
desvía, difiera esta supuesta concordancia mostrando su imposibilidad radical.

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Dicho de otro modo, como diferenciales, lo interior, en rigor, nunca es
“interior”, ni lo exterior es, en rigor, “exterior”. Uno es el pliegue, la
diferencia del otro no pudiendo ni existir aisladamente ni concordar consigo
mismo. Consecuentemente e inevitablemente, los dos (que no son dos, dos
unidades aislables sino dos bordes) se instituyen a la vez que se destituyen
desde la diferencia, desde el diferir. Ninguno cierra sobre sí. Ninguno es en sí
mismo. Mas bien se co-instituyen en el envío de “uno” al “otro”, uno como la
diferencia del otro, uno como el otro del otro. El “si mismo” como identidad
está destituido. Asi, si lo exterior perturba a lo interior, es porque
paradójicamente, lo interior está hecho, por decirlo de algún modo, de
exterioridad y viceversa. (la ajenidad de lo propio, la propiedad de lo ajeno.)
La linea y la pared, los trazados y las lindes, las fronteras y los bordes,
los “entres”, los medios, las “y” muestran y ponen en evidencia la
imposibilidad del sí mismo y de la ajenidad del otro concebidos
independientemente o en relación de exterioridad, uno respecto del otro.
Muestran que el otro no viene a perturbar “me”, a perturbar “mi interioridad”
desde el exterior de “mi mismo”. Lo perturbable, en todo caso, es la
identidad. Mas, su perturbación no es accidental, es constitutiva y, por ello
mismo, sin resolución. Como escribe Derrida: “La linea se ve amenazada
desde su “propio” trazado.” No hay identidad sin riesgo, sin peligro, sin
“amenaza” de alteridad. La identidad como la frontera, como pared, la
identidad se divide en su mismo trazado. La identidad no es un fenómeno de
unidad ni de concordancia con uno mismo; es diferencial y tiene a lo otro
como co-institutivo y des-titutivo a la vez.
Luego, si la alteridad, la ajenidad, la extranjeridad, sigue siendo
pensada como “ajenidad del otro”, poco se ha logrado aqui en términos de
vincularidad o de diferencia constitutiva. Pues, ¿desde dónde —y ¿desde
dónde? es siempre la pregunta— puede pensarse “la ajenidad del otro” sino es
desde “la mismidad del si mismo”? La expresión “la ajenidad del otro” habla
todavía desde un sujeto que le da la bienvenida hospitalaria al otro como si
ésta hospitalidad fuese un acto decisorio de su buena conciencia. Asi
concebido, el otro sigue siendo prescindible, eventual, exterior, ajeno y la
hospitalidad condicionada por la propiedad de un “en casa” propio, valga la
redundacia, sea éste “en casa” un Estado, una Nación, una familia, o la
identidad de uno mismo.
Habrá que pensar, y es urgente, una hospitalidad incondicionada tal
como la propone Jacques Derrida.(Derrida J., 1997) Ésta no puede ser
pensada “desde” la identidad propia; sea la de una nación que da acogida al
extranjero, sea la de un “en casa” que recibe a un huésped, sea la de uno que

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recibe a otro, sea la de un encuentro, un amor. Se trata más bien de pensar la
hospitalidad incondicionada como una doble acogida, donde el anfitrión
deviene huésped del huésped, donde “quien recibe” es tan arribante como
”aquel que, se supone, llega”. En el acontecimeinto de la hospitalidad no hay
propiedades que distribuir, hay más bien un constituirse y destituirse, a la vez.
No es la madre la que recibe al niño. Es el nacimiento lo que recibe a
“ambos”. El nacimiento no es sólo del niño, en el sentido de que no le
pertenece a él, no es lo propio “de” él en tanto “recien nacido”. Lo “recien
nacido”, lo “arribante” —como lo llama Derrida a aquello que viene, a
aquello por-venir— acontece a ambos instituyéndolos y destituyéndolos en la
pretensión de ser uno mismo, de ser el anfitrión, el dueño de casa.(Derrida J.
1996)
Es urgente que la lógica del Uno dé lugar a una geografía del “entre”,
de la “Y”. Gilles Deleuze, sin lugar a dudas, es otro trazado de esta
hospitalidad incondicionada. Tan sencillas y sin embargo dislocadoras como
la pared y la línea son la “Y” y el “entre” que Deleuze propone. Tan sencillas
y tan revolucionarias a la vez. Dice Deleuze de la “Y” y de la doble captura...
“Un bloque de devenir ya no es de nadie sino que está “entre” todo el mundo
(...) hacer pasar un bloque de devenir entre dos personas, producir todos los
fenómenos de doble captura, mostrar que la conjunción “Y” no es ni una
reunión, ni una yuxtaposición, sino el nacimiento de un tartamudeo, el trazado
de una línea quebrada que parte siempre en dirección adyacente, una línea de
fuga activa y creadora...Y..Y...Y” (Deleuze G.,1977, p.14) Dice Deleuze del
“entre”: “Entre” las cosas no designa una relación localizable que va de la una
a la otra y recíprocamente, sino una dirección perpendicular, un movimiento
transversal que arrastra a la una y la otra, arroyo sin principio ni fin que
socava las dos orillas y adquiere velocidad en el medio.” (Deleuze G., 1980,
p.29)
No hay “entre”, no hay vínculo, ni hay tampoco identidad sin este
“arrastre”, sin esta esta destitución, esta perturbación y esta deriva. La
identidad no es la relación de uno consigo mismo (avec soi). La identidad es
más bien diferencia “consigo”. En esta diferencia, con toda su perturbación y
su polemos, habla ya lo vincular.

Habrá que pensar asi una dinámica de lo vincular; o mejor aún, pensar
lo vincular desde un pensamiento dinámico. Una “nomadología” como diría
Gilles Deleuze.(Deleuze G., 1980) Los elementos aislados, los términos de
una relación — el “yo” y el “otro”—, los lugares asignados, las
distribuciones: interioridad y exterioridad, las propiedades y las ajenidades,

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no abren acceso a un pensar desde lo vincular, más bien lo obstaculizan.
Proponer —no para adherir sino para experimentar— nociones como
“agenciamiento colectivo”, “individuación sin sujeto”, “movimiento de la
différance”, “y”, “entre”, etc.—invitan a pensar no “lo” vincular como
relación sino, más radicalmente, desde lo vincular como producción. He alli
la dificultad y por consiguiente el desafío. Sea desde la noción de devenir o
de diferir, lo cierto es que un pensar vincular es, como sugiere Deleuze, un
pensar nomádico; es decir, un pensar diferencial y no identitario, hecho de
velocidades, de dimensiones, de movimientos, de intensidades y no de
términos o elementos aislados, sólidos y estáticos puestos luego en relación o
en movimiento. Esta es la razón por la cual lo vincular no puede asimilarse ni
a lo inter-subjetivo ni a lo relacional. Este ir y venir del uno, movimiento
irreductible, constituye, a la vez que destituye, “aquello” que, se supone,
difiere. Asi, “uno” nunca será el término de una relación sino el efecto de un
proceso de diferenciación, perpetuo, polémico y, sin embargo,
inevitablemente hospitalario.

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Bibliografía

Deleuze G., (1980) Mil Mesetas, Valencia, Pre-Textos, 1988


Deleuze G., Parnet C., (1977) Diálogos, Valencia, Pre-Textos, 1980
Derrida J., (1996) Ecografías de la Televisión, Buenos Aires, Eudeba, 1998
Derrida J., (1990) El Otro Cabo, Barcelona, Ediciones del Serbal 1992
Derrida J., (1967) De la Gramatología, México, Siglo XXI, 3ra Edición, 1984
Derrida J., (1996) Aporías, Barcelona, Paidós, 1998
Tortorelli M., (2002) “Lo Arribante, Lo Por-venir”, Jornadas de “Adopción y
Fertilización Asisitida”, ApdeBA, 12 Septiembre 2002
Tortorelli M., (2003) “Ethos: La Morada de lo Propio”, Terceras Jornadas de
“Adopción y Fertilización Asistida”, ApdeBA, 30 Mayo 2003

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