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Isidoro Berenstein

EL SUJETO Y EL OTRO:
DE LA AUSENCIA
A LA PRESENCIA

f)
PAIDÓS
Buenos Aires
Barcelona .
México
3. LAS IMPOSIBILIDADES CONSTITUTIVAS

1. IMPOSIBILIDAD DE PRESENCIA E IMPOSIBILIDAD


DE AUSENCIA DEL OTRO

La relación con los otros es inherente á lo humano.'


“Otro” proviene de alter: “el otro entre dos”. Se constituye
como una presencia ajena que incide fuertemente en el su­
jeto, de manera tal que este no podría desestimarlo ni po­
dría tener sentido fuera de esa suerte de ligadura con ese
sujeto llamado “otro”. Es un punto de referencia para am­
bos. Si lo intersubjetivo tiene sentido es a partir de este
enlace y marca un “entre sujetos”. Desde el psicoanálisis
se postuló lo inconsciente como lo ajeno del yo, lo radical­
mente escindido. También se estableció el descentramien-
to no menos radical del yo respecto de su ser sujeto. Aho­
ra estamos en condiciones de decir que, investido de la no­
ción de vínculo junto a la escisión del yo, debería postular­
se para el yo una multiplicidad: se inviste en su especifici­
dad como sujeto del vínculo y en su multiplicidad aparece
variado y no único, dado que obtiene su pertenencia y mo­
difica su subjetividad acorde con el vínculo significativo
que habita. Doble golpe narcisístico a la concepción carte­
siana del yo: no sin escisión y no sin multiplicidad, no en­
tero y no único, no es solo sino en relación con otro.
¿Por qué llamarlo “btro”iy no “yo” siendo éste otro pa­
ra aquel en una relación", con lo cual podemos referirnos
sencillamente a dos yoes? Así lo hicimos antes (Puget y
Berenstein, 1989; Berenstein, 1990), pero hoy resulta in­
satisfactorio y no da cuenta acabadamente de lo vincular.
Quizá arrastre”"su sentido desde el acto de la enuncia­
ción, el que lo protagoniza es “yo” y aquel a quien va di- -
rígido es "otro”. Su reciprocidad pone al “otro” en el lugar
del yo cuando es el sujeto de la enunciación, aqúel que la
recibe es ubicado como “otro”. Llamarlo “otro” supone lá
mirada de un tercero que nomina a los dos yoes, puesto
que desde la interioridad del yo el otro es un “tú” así co­
mo lo es desde este el primer yo. Ese “tú” es un semejan­
te a quien pueden serle atribuidas mis propias emocio­
nes, así como él puede atribuirme las propias. Freud
(1895) en una obra tan temprana como el Proyecto trató
de explicar, y lo hizo de una manera muy elaborada, có­
mo se establecía la relación entre el objeto inscripto y
reavivado como objeto deseado, para discernirlo como no
real. Cuando la imagen recuerdo es idéntica a lp. percep­
ción de ella no hay dificultad. Cuando no hay ese tipo de
coincidencia se requiere perfeccionar la semejanza y tra­
tar de llevarla a la identidad mediante el juicio.

Toda vez que las investiduras coincidan entre sí, no da­


rán ocasión alguna para el trabajo de pensar. En cambio,
los sectores en disidencia “despiertan el interés”, y de
dos maneras pueden dar ocasión al trabajo de pensar. O
bien la corriente se dirige sobre los recuerdos desperta­
dos y pone en marcha un trábajo mnémico carente de
meta, que entonces es movido por las diferencias, no por
las semejanzas, o bien permanece dentro de los ingre­
dientes recién aflorados y entonces constituye un traba­
jo de juicio, igualmente falto de meta.
Supongamos ahora que el objeto que brinda la percep­
ción sea parecido al sujeto, a saber un prójimo. En este
caso, el interés teórico se explica sin duda por el hecho

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de que un objeto como este es simultáneamente el pri­
mer objeto-satisfacción y el primer objeto hostil, así co­
mo el único poder auxiliador. Sobre el prójimo, entonces,
aprende el ser humano a discernir. Es que los complejos
de percepción que parten de este prójimo serán en parte
nuevos e incomparables, por ejemplo, sus rasgos en el
ámbito visual; en cambio, otras percepciones visuales
-p or ejemplo, los movimientos de las m anos- coincidirán
dentro del sujeto con el recuerdo de impresiones visua­
les propias, en un todo semejantes, de su propio cuerpo,
con las que se encuentran en asociación los recuerdos de
movimientos por él mismo vivenciados. Otras percepcio­
nes del objeto, además -p or ejemplo, si grita- desperta­
rán el recuerdo del gritar propio y, con ello, de vivencias
propias del dolor. Y así el complejo del prójimo se separa
en dos componentes, uno de los cuales se impone por una
ensambladura constante, se mantiene reunido como una
cosa del mundo, mientras que el otro es comprendido
por un trabajo mnémico, es decir, puede ser reconducido
a una noticia del cuerpo propio. A esta descomposición
de un complejo perceptivo se llama su discernimiento;
ella contiene un juicio y halla su término cuando por úl­
timo alcanza la meta. El juicio, como se advierte, no es
función primaria, sino que presupone la investidura,
desde el yo, del sector dispar; en principio no tiene nin­
gún fin práctico, y parece que al juzgar se descarga la in­
vestidura del ingrediente dispar, pues así se explicaría
por qué las actividades, “predicados”, se separan del
complejo-sujeto mediante una vía más laxa (Freud, 1950
[1895]).

Freud describe las vicisitudes asumidas por el pensar


en su función de buscar la identidad o la semejanza me­
diante el hallazgo de coincidencias. La mayor coinciden­
cia es la que reúne lo bueno dentro de mí y lo malo fuera
de mí.
Allí rige el yo-placer originario que dispone del juicio
de atribución. Se acompaña del juicio de existencia: lo re­
presentado ha de ser reencontrado como la cosa del mun-

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do. Lo representado, lo no real ha de coincidir parcial­
mente con lo percibido. Lo otro, lo real, ha de estar pre­
sente ahí afuera. Lo importante, dice Freud, es reencon­
trarlo, hallar la semejanza. Tbdo reencuentro se basa en
lo semejante. Pero, señala Freud, el trabajo sobre la ba­
se de la representación es modificado por el trabajo psí­
quico dado por las omisiones, alterado por contaminacio­
nes de diferentes elementos. El otro y su presencia mues­
tran permanentemente que la representación del yo no lo
abarca, algo siempre lo excede. Green (1988) afirma:
“Ningún yo puede bastarse a sí mismo y ningún yo pue­
de colmar al otro, ningún otro puede sustituirse al yo y
ningún otro puede colmar al yo” .
Aunque el yo-realidad inicial reconoce que el otro está
en el mundo exterior, lo hace en calidad de objeto, está
afuera por la necesidad de él como objeto de autoconser-
vación, lo que da paso a considerarlo como bueno solo si
satisface la propia necesidad.
Sobre esta visión, que tiene como base las pulsiones y
sus vicisitudes, donde el otro está con el estatuto de ob­
jeto, se constituye como exacerbación, como exceso, el
punto de vista solipsista en el desarrollo del sujeto. Des­
de el punto de vista vincular hemos de agregar el juicio
de presencia: el yo deberá decidir que el otro está afuera
y sólo afuera, no adentro; que se presenta y no se corres­
ponde a una representación ni es posible de representar;
que no se deja incorporar y no se deja rechazar según el
principio de placer/displacer; que no pasa a estar ausen­
te ni desaparece; todo lo cual funda su carácter de ajeno
y requiere que el sujeto se modifique para darle cabida.
El otro propone un nuevo lugar no representado y ubica
a su vez al yo en un nuevo lugar, ello lo rescata de la cap­
tura narcisista de retener solo lo semejante, lo cual a su
vez rebaja la subjetividad del otro y de sí mismo. El bebé
no solo se corresponde con una imagen interna de la ma­
dre sino que deviene alguien radicalmente ajeno que la

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rescata de la captura de sus imágenes internas como
puede ser la propia madre primitiva, tarea que debió ser
iniciada con la constitución de la pareja. Cuando esta
ajenidad es rechazada, el niño es amado si replica el
mundo interno materno y es odiado si no lo hace. En es­
te caso, el niño resulta o es ubicado en una profunda bre­
cha en la pareja de padres.
En lo intersubjetivo el otro es fuente de placer, no so­
lo por su destino de objeto para estar dentro del yo, sino
por permanecer afuera, no pasible de ser incorporado,
sosteniendo el vínculo con su presencia, no simplemente
para ser reconocido por lo representado sino para ser co­
nocido como nuevo.

[...] todo funcionamiento psíquico desarrolla dos órdenes


de datos, •uno que está en relación con el vínculo que el
sujeto mantiene con el mundo que le es exterior, el otro
que está en relación con sí mismo (Green, 1988).

Quizá debamos reformular el principio de realidad di­


ciendo que no consiste solo en reencontrar un objeto que
corresponda a lo representado sino en encontrar un otro
ajeno y aceptarlo como tal porque de él obtiene una nue­
va significación, no habida previamente. Se le ha de dar
un lugar al otro como ajenidad para no enloquecer. En
años anteriores hemos descripto una relación de enlo­
quecimiento entre un sujeto enloquecedor y otro que
acepta u opta por ser enloquecido, perdiendo su caracte­
rística de otro.1 Estas relaciones sistemáticamente resul­
tan de la intolerancia hacia el otro como ajeno y su inten­
to de transformación en un objeto al servicio del yo. Bajo
la primacía del yo placer-purificado surge el “no” frente a
la alteridad y a lo nuevo. “No lo conozco” sería no acop­

la Su modelo es un viejo filme llamado Luz de gas, protagonizado


por Ingrid Bérgman y Charles Boyer.

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tarlo como ajeno. Desconocer es invertir o negar el cono­
cer. Aunque está próximo a la desmentida prefiero para
esta la acepción de Rosolato (1989) de “no querer admi­
tir”, coincidente con el mecanismo descripto a propósito
del fetichismo.
Un tema complejo es que el otro figura por fuera del yo
y tiene como marca distintiva la caracteristica.de.ajeno ,
(alter). El yo se enfrenta con tres ajenidkdes: una que re­
gistra dentro de sí como inaccesible, es lo inconsciente. Es
una ajenidad que lo determina y cuya posibilidad de po­
nerle nombre y acceder en algo a su conocimiento es a tra­
vés de la palabra del otro, del analista. Otra ajenidad co­
rresponde al conjunto social del cual forma parte, que de­
termina la modalidad de sujeto propia de ese conjunto, y
sostiene el sentimiento y las representaciones inconscien­
tes de la pertenencia social y también familiar, en tanto
integrante de -un conjunto de familias que comparten va­
lores y modos sociales de significar los lugares de paren­
tesco. Una tercera ajenidad proviene del otro, que se pre­
senta como un sujeto de deseo y no solo como sede de la
proyección de un objeto del yo. También lo determina pe­
ro de diferente manera, pues lo hace desde el vínculo que
ambos habitan y que otorga subjetividad a cada uno.
No obstante, se debe establecer una diferencia entre
estas ajenidades. Lo inconsciente reconoce como punto
de partida su separación de lo consciente, allí donde se
producen las primeras inscripciones, origen precisamen­
te de lo inconsciente del yo. A la representación de la pul­
sión se le niega el paso a lo consciente, o se le retira la in­
vestidura preconsciente pero permanece con su sentido y
su capacidad de acción inconsciente. En cambio, la alte-
ridad tiene un origen diverso, el otro está habitado tam­
bién por un inconsciente y no me pertenece, no forma
parte de mi conjunto interno como sujeto. En este senti­
do es que el otro propone una ajenidad radical. Es sujeto
en un vínculo singular donde tiene lugar como un otro.

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Las distintas marcas dadas por la pertenencia a vínculos
varios componen la multiplicidad del sujeto, aquello por
lo cual no es el mismo en las distintas relaciones (E l yo
en tanto sujeto adviene entre el .sentimiento de identidad
y el sentimiento de diversidad./Siendo tanto el sujeto co­
mo el otro investidos de significado dejan de tener una
realidad natural. No debería tomarse “interno” como in­
vestido con .significado o libidinizado, y “externo” como
ajeno al yo*. “Otro” es una buena denominación para ese
sujeto que,"vivido como radicalmente ajeno y como exte­
rior, me modifica fuertemente con su presencia, allí don­
de no puedo seguir siendo el mismo en ese vínculo con
ese otro.iPara los personajes existentesjen^el ámbito in­
terior dejaremos la caracterización de (jobjeto?, hablemos
del "objeto de la pulsión o del objeto de amor. Es mucho lo
que se ha escrito sobre la noción de objeto en psicoanáli­
sis y no es mi propósito hacerlo en este momento ni es
oportuno ahora rever extensamente la bibliografía perti-
nente.
El término “objetó’ en psicoanálisis tiene una notable
diversidad de sentidos pero le es definitorio el alejamien­
to de la cosa natural para referirse a una construcción
más o menos elaborada por parte del yo sobre la base de
las representaciones de las experiencias infantiles fuer­
temente cargadas por las pulsiones y deseos propios y
fuertemente marcadas por la introyección, como estable­
ció Freud (1917 [1915]) a partir de Duelo y melancolía, y
como Melanie Klein desarrolló en toda su obra. Su carac­
terística es la de habitar y dar sentido al mundo interno,
el de la fantasía inconsciente, el que opera mediante la
proyección e introyección. Es característico del objeto, có-
mo marca, la ausencia del otro, imprescindible para el
establecimiento en su lugar interno. Se rige por la impo­
sibilidad de la presencia del otro. La denominación de
“objeto externo”, frecuente en la literatura, se refiere al
otro que habita el mundo exterior real. Aunque coincide

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con lo que llamamos aquí “otro”, por su denominación de
objeto, arrastra un fuerte sentido de estar bajo el impe­
rio del yo y de remitir a este de cuyo principio de reali­
dad depende. Vaciado de subjetividad, se presupone su
anonimato, pues su sentido está dado por su relación con
el yo. El “objeto” interno es aquello con lo cual el yo se
“relaciona* en la “relación de objetó” y es noción genera­
lizada que se trata de una estructura del mundo interno
con su correlato en el mundo externo. Esta concepción,
ampliamente desarrollada al día de hoy, tiene sentido y
consecuencias técnicas en la interpretación, así como en
la metapsicología.^ s
El término v“otró)’ es inherente a la estructura de
vínculo, entendido como relación con un sujeto dotado de
semejanza y diferencia pero, en forma definitoria, dotado
de ajenidad, que verá al yo-sujeto como otro, es decir, c<>
mo suje.to._.con. las características mencionadas^ cuya
marca distintiva es la ajenidad. Se puede hablar con pro­
piedad de relación intersubjetiva. Su marca es la presen­
cia, lo cual no significa que debe estar siempre allí sino
que esa ajenidad produce efectos. No puede tener la mar­
ca de la ausencia. Por eso es difícil su simbolización,
siendo su característica la de hacer marca donde no la
hay. Para insistir diría que se rige por la imposibilidad
de ausencia.
Es importante para nosotros, como psicoanalistas,
plantearnos cuáles son los observables en la sesión indi­
vidual en lo que atañe a la relación de objeto, de la cual
hay pocas dudas hoy día, y cómo diferenciarlos de los ob­
servables del vínculo con otro, lo cual es más complejo, no
obstante contar con las nociones de transferencia y con­
tratransferencia. La relación de objeto se va modificando
con los cambios del yo en el devenir de las sesiones. El
“otro” del vínculo tiene tendencia a conservar un sello no
modificable con los cambios del yo, a pesar de que algu­
nos de sus aspectos, aquellos suscitados por la repetición,

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pueden cambiar con los cambios del yo. Como solemos
decir clásicamente: si el yo no repite, ayuda al otro a no
repetir. Esto puede relacionarse con el mecanismo de
funcionamiento propio de la relación de objeto: la intro-
yección-proyección. En cambio, hacer marca donde no la
hay requiere del mecanismo constitutivo de imposición
(capítulo 1.6) como lo específico del vínculo yo-otro. La
constitución del espacio interno se basa en la imposibili­
dad de presencia (del otro). El origen del vínculo se basa
en la imposibilidad de^ausencia (del otro). Si el otro está
en forma constante o aspira a estarlo, se comprometerá
seriamente la constitución del. espaciojnterno. En cam­
bio, sería imposible construir un vínculo con un otro au­
sente., en todo caso sería equivalente a alucinar una rela­
ción. Se requiere’jla presencia del otro, aunque no la. per-,
manentia, para vincularse..
La ausencia forma parte de la situación interna, es
condición y marca para la representación inconsciente,
ya que no puede representarse a quien está presente. No
~es equivalente a “no estar” en el lugar; la ausencia es una
forma de estar. Un padre ausente es diferente de un “pa­
dre que no está”, pues si el primero marca la subjetividad
y obliga a simbolizarlo dada su no presencia, el segundo
marca un tipo de vínculo, pues el lugar del que no está es
el de una ausencia fuertemente impregnada de una pre­
sencia esperada.
• La presencia del otro no significa solo que está ahí, si-
: no que su carácter fundante es la ajenidad inherente al
. vínculo con ese otro; no es algo posible de recrear como
: fantasía en el mundo interno, ya que esta reviste y cañ­
ucela el carácter de otredad.
A propósito, recuerdo una pareja, en la que el marido
decía apaciguadoramente que cuando iba de su trabajo a
la casa sentía deseos de hablar con su mujer y de hecho
mantenía un profuso diálogo con ella en su mente, en rea­
lidad, un monólogo a dos voces. Respondía de esta mane-
ra a los reproches de ella por no ser tenida en cuenta. Pe­
ro cuando llegaba a la casa y se encontraba con la mujer
postrada en cama por una enfermedad irreversible, todo
cambiaba. No era la mujer con la que dialogaba. Su pro­
blema residía en qué hacer con lo nuevo que él no podía
poner en ausente cuando ella estaba. Pero ¿cómo hacerla
ausente cuando estaba presente? ¿Qué hacer con eso que
no se deja transformar en ausente, con esa ajenidad pro­
pia del otro? Los analistas decimos que cuando hay pre­
sencia no puede haber símbolo. Me parece que es una for­
mulación incompleta. Esa presencia que no se deja simbo­
lizar requiere como tarea al yo establecer una marca que
luego deviene representación y que el otro elude por ser
radicalmente ajeno. Es admisible la investidura placente­
ra de la mujer ausente, aquella que fue y está instalada
como una figuración y remite a las características de un
objeto interno, parcial o total, placentero o frustrante, con
el que se confronta la presencia. En realidad, esta última
informa que aquella es la mujer previa y ésta es funda­
mentalmente otra mujer, que requiere por lo tanto otro
marido. La subjetividad que genera este vínculo es otra
distinta de aquella que fue y ahora es imaginarizada.
Otro error se basaría en el juicio de existencia: esa que es­
tá afuera, con ese carácter de ajenidad, no es la misma
que la mujer pasada y pensada, que no podrá ser reencon­
trada allí en la realidad de la presencia.
Quisiera terminar este parágrafo diciendo que nues­
tra historia está fuertemente marcada, desde los griegos,
por el criterio de identidad. Ello ha generado un tipo de
subjetividad y de ética con un fuerte basamento en lo se­
mejante. Una de sus expresiones es “Amarás al otro co­
mo a ti mismo”. Desde la perspectiva del otro como un
ajeno, aquel que no es semejante produce el rechazo, la
repulsa, lo que puede dar lugar al odio y la posible ani­
quilación del otro, poniendo en suspenso, en los casos ex­
tremos, el mandamiento de no matar. Este espíritu de.

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época impregna el juicio de atribución: “Son para él idén­
ticos lo malo, lo ajeno al yo, lo que se encuentra afuera”,
pues lo bueno, lo placentero están dentro de mí. Si “vin-
cularidad” es inherente a la presencia del otro en su ca­
rácter de ajenidad y ello funda una subjetividad que se
sostiene en esa relación, esto da lugar a una ética basa­
da en el ciudado del otro que me protege como sujeto, y
en no aniquilarlo -aunque su ajenidad me produzca in­
seguridad-, ya que eso me destruye como sujeto.

2. CONVERSAR CON OTRO Y ESCRIBIR UNA CARTA

La presencia del otro o su ausencia encuentran su rea­


lización en el acto de conversar o en el de escribir una
carta. Conversar con otro requiere como condición inexo­
rable su presencia. Conversar solo, en el sentido popular
de la expresión, es equivalente a alucinar, a recrear al
otro confundiendo su ausetícia con una presencia imagi­
naria, en definitiva, es considerado locura. Cumplida es­
ta condición de presencia, que podemos considerar como
el encuadre de la conversación, se dan una serie de mo­
vimientos del pensamiento ligados al lenguaje. Los que
describiré a continuación están en un orden sucesivo so­
lo a los efectos de nominar una serie de pasos que se dan
simultánea y condensadamente.
> El vínculo entre los sujetos del diálogo que llamamos
“yo” y “otro” lleva a que uno de ellos perciba una cierta
emoción, un deseo de comunicar un estado de ánimo, un
requerimiento o un pensamiento basados en un significa­
do relacionada con una imagen, que se concretan en una
idea a transmitir al otro o de recibir una palabra de él.
Este deseo se relaciona bastante específicamente con un
otro y no con cualquiera, ya que seguramente ese deseo es
función del vínculo. Hay un hablar con la mujer y otro con
los hijos, con amigos, con colegas, con alumnos, etcétera.

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No se les dice lo mismo a todos y cada otro recibe un con­
junto de frases bastante específicas en función de la elec­
ción retórica. La tarea siguiente es la selección de las pa­
labras y frases que se suponen adecuadas al contexto, es
decir, a la relación singular con ese otro, al medio social
que los incluye como hablantes de esa lengua y no de otra
y a la situación peculiar de la relación en ese momento.
En esta selección se produce una suerte de corrimiento
porque las palabras no contienen totalmente el significa­
do y este no es contenido totalmente por las palabras.
Hay una elección de acuerdo con el recorte de sentido da­
do por la situación. Elegidos los términos el sujeto decide,
a veces sin darse cuenta, una unidad de tiempo para el
enunciado, no lo dice en cualquier momento sino que eli­
ge el que supone más oportuno. Un paso previo es poner
al otro en posición favorable para habilitar su escucha, su
mirada, su atención. El texto elegido y el tiempo de enun­
ciación producen un corrimiento de sentido. El otro pue­
de o no haber respondido poniéndose en posición favora­
ble y haber movilizado su disposición a la escucha, por lo
que al recibir el texto hará el proceso inverso. Habrá cap­
tado -en el mejor de los casos- o no captado -en el peor-
el contexto de esa relación y de allí habrá extraído la in­
formación pertinente para considerar entre los distintos
sentidos posibles, el que supone apropiado a esa situa­
ción. Luego deberá adjudicar un significado de los varios
posibles, que son dejados afuera, a. los dichos, frases y pa­
labras. Ese significado le evocará imágenes y fantasías
junto a una emoción en relación con el otro y un deseo de
decir-le algo. Para lo cual deberá hacer algo equivalente a
lo descripto para el primer sujeto. Por esta peculiaridad
del diálogo el otro siempre está corrido respecto de lo que
uno quiso decir así como uno estará corrido de lo que el
otro dijo. Por eso será necesario hablar, siempre hablar,
para tratar infructuosamente de corregir el permanente
malentendido constitutivo tanto del acto de lenguaje co- <

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uno del vínculo. El supuesto de un “bienentendido” encu­
bre el punto de angustia dado porque toda comunicación
con otro lo encuentra en un lugar desplazado de aquel
donde supone estar, lo cual obliga a una formulación per­
manente -no solo a una reformulación- aceptando que se
deja además un resto imposible de comunicar.
Para escribir una carta, en cambio, es condición im­
prescindible que el otro esté ausente, y ese es su encua­
dre. Imposible escribir una carta a alguien que está pre­
sente. El otro deberá estar dotado de ausencia. El papel
representa tanto al otro como al propio yo, cuya mente se
expande en la superficie a escribir. Quizá la hoja en blan­
co sea la representación del vínculo ausente. En tanto re­
presenta al no presente carece de ajenidad, su lugar es el
de un objeto cuya forma de existencia es el mundo de lo
pensado y lo imaginado. Es allí donde se reubica la rela­
ción y se inviste en el mundo mental el lugar ausente del
otro. El camino de la producción de un texto es similar al
del habla, pero las opciones son otras. Por lo general no
se escribe lo mismo que se dice ni se dice lo mismo que se
escribiría. Con la carta se establece una ilusión de simul­
taneidad en el espacio y en el tiempo propios del diálogo
interno. El “después” no existe, como tampoco la posibi­
lidad de saber cuál será la circunstancia en la que el otro
recibirá la carta, en ese otro tiempo y espacio inimagina­
ble, en esa circunstancia otra. Cuando a su vez uno reci­
be una carta se instala en un tiempo ya transcurrido y en
un espacio propio desde donde interpreta, es decir, adju­
dica significado a lo que lee. Padece la ausencia y goza el
imaginario totalmente creado por el yo.2

l
2. Las formas actuales como el correo electrónico ^ especialmente
el chat no le quitan su característica esencial de “carta”, es decir, de
necesariedad de ausencia, como bien saben aquellos que, después de
un tiempo, buscan encontrarse, es decir, cumplir con la necesidad de
presencia.

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Para demarcar estos dos mundos regidos por lógicas
distintas y particulares diría que hay dos imposibilida­
des cuyo cumplimiento es inexorable y cuya transgresión
genera distorsión.'! en el mundo interno, la imposibilidad
de presencia y en el mundo vincular, la imposibilidad de
ausencia.;
La pérdida del pecho y de la madre ináugura un cam­
po donde el símbolo ha de ocupar el lugar del objeto per­
dido. Se le llama “pérdida del pecho” o “de la madre” a
ese corrimiento por el cual ella no está donde el yo la es­
pera, lo cual lo lleva a recurrir a las marcas inscriptas
cuando estuvieron en presencia. Necesariamente ha de
recurrir a su evocación, por lo que ya es un hecho de la
memoria y de reconstrucción propia del yo.
t Pero la madre ha de estar para hablarle al sujeto pe­
queño, para sostener-se y sostener-lo, contener-se y con­
tener las ansiedades del bebé. Como queda dicho, para la
existencia de vínculo rige la imposibilidad de ausencia.
La presencia encuentra siempre corrido al otro, bebé,
mamá o papá, generándose en el otro eso inhallable o
irrepresentable. Lo llamamos “ajeno”: lo que nunca pue­
de superponerse con el lugar de la evocación, ni ser obje­
to de reencuentro y es aquello por lo cual se inicia la bús­
queda de semejanza entre la nueva presencia y una an­
terior. No obstante, lo ajeno siempre se presenta, nunca
es asimilable del todo. >
La prohibición del incesto instituye luego la necesarie-
dad de la ausencia, de la madre para el varoncito o del pa­
dre para la niña. Esa ausencia inscribe en su lugar la fal­
ta que deberá ser re-presentada, re-creada en la memoria
mediante las marcas previas de esa experiencia que, a tra­
vés de la evocación y con la ayuda de la fantasía desidera-
tiva, da lugar a esas relaciones de objeto, inaugurando^
siendo producto a su vez de un mundo simbólico. Si la pro­
hibición del incesto, al sustraer a la madre inscribe una
ausencia fundante del mundo interno, tal ausencia asegu­

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ra que la madre no sea una presencia permanente. El
mundo social se organiza alrededor de la prohibición de
matar al prójimo, prohibición de tomarlo ausente y reque­
rimiento de una presencia del otro, especialmente de lo
ajeno de él. Tal interdicción asegura la no supresión del
otro y constituye la base de la vida social y vincular.
Todo reencuentro con un otro estará tamizado, filtra­
do (como la luminosidad a través del color de una tenue
cortina que puede suponerse que no está) mediante es­
ta construcción simbólica. Será un desencuentro reves­
tido frecuentemente como reencuentro ante la perma­
nente imposibilidad que sugiere todo nuevo encuentro
con el otro. A partir de ía imposibilidad de presencia el
sujeto deberá representarla. Esto le permite que el de­
seo lo instituya en ese lugar soberano donde el yo se re­
laciona con su objeto.
- El vínculo con el otro se rige por la imposibilidad de
estar ausente, deberá tener presencia aunque esta no
implica necesariamente estar ahí, siempre ante la per­
cepción. .La presencia no es solo del orden de lo percepti­
ble, se refiere tanto a la ocupación de un lugar que gene­
ra un nuevo sentido como a la permanente excedencia
del sujeto respecto del lugar posible. Sin embargo, no po­
drá tener el estatuto de ausente. Tener lugar significa la
obligación de estar allí, aunque pueda no hacerlo en al­
gún momento. Y el sujeto registrará que siempre el otro
excede el lugar donde debería estar tal como le estaba
preparado en el psiquismo; algo queda siempre por fuera
de ese lugar. La simbolización es del lugar, de aquello
que da sentido a quien lo ocupa. Si el sujeto ocupa el lu­
gar del Padre adquiere sentido simbólico de “padre”. Co­
mo los lugares se han de simbolizar de a pares (como los
ejes semánticos), el lugar de Padre está indisolublemen­
te asociado al de Hijo, el de Esposa al de Esposo. Pero ca­
da uno de ellos hará del lugar algo singular, por eso su
doble carácter de ajenidad y de novedad.

101
3. LA PRESENTACIÓN, LA REPRESENTACIÓN
Y LA SIMBOLIZACIÓN

El sujeto registra a los otros en tanto adquieren algu­


na significación^y esto se da en un vínculo. En este caso,
el otro está sujeto a «la""obligación de presencia, lo cual con­
lleva el trabajo psíquico de hacerle un lugar para alojarlo
por medio de algún tipo de inscripciónT|Cuando el otro tie­
ne el estatuto de ausencia~él sujét'o ha de construir un
símbolo que ocupe su lugai'. Este a su vez da una señal de
la ausencia. Pero además de la polaridad presencia/au­
sencia, el sujeto se debate ante aquella dada por lo propio
o lo semejante/lo ajeno del otro> Lo ajeno es esa cualidad
dada por una presencia que sistemáticamente no se pue­
de hacer propia, no se puede incorporar y a la que no obs­
tante deberá hacérsele un lugar, pues está ligada a un
vínculo significativo para ambos.3 Esta formulación pre­
supone que no hay lugar previo y quizá no lo haya, no obs­
tante lo cual deberá ligar y ligarse con lo ajeno porque
también forma parte de ese sujeto en el cual reconoce un
semejante, es decir, de quien puede asimilar en parte a su
propio cuerpo y a su forma de pensar. También establece 1
una diferencia en ese prójimo, y deberá desplegar un tra­
bajo de apropiación, aceptando que aunque no todo es
apropiable deberá alojarla en algún sector del psiquismo.

3. “Los distintos vínculos en los que interviene un individuo a lo


largo de su historia, van determinando nuevos elementos de la subje­
tividad: al albergar distintas modalidades de la alteridad del otro, al
abrir nuevos lugares para estos nuevos otros con los que entra en re­
lación, un individuo va viendo suplementada su subjetividad. Esta
suplementación se produce cuando un nuevo vínculo ocasiona la ne­
cesidad de un nuevo lugar para albergar la figura precisa del otro. No
es que cada nuevo contacto con una persona real cause esta moviliza­
ción general de la subjetividad. Un tipo de vínculo quizá pueda defi­
nirse por la figura de alteridad que establece a uno y otro lado de la
relación” (Lewkowicz, 1996).

i rvo
Son diferencias las de sexo, entre lo masculino y lo feme­
nino; las de generaciones, entre padres e hijos, y las sub­
jetivas, entre el yo y el otro. A pesar de ser elaboradas me­
diante la identificación, en todas ellas se tropieza con algo
ajeno que es inidentificable, pues no remite a registros
previos y no obstante ha de hacérsele lugar.
Es preciso diferenciar los tres términos. La simboliza­
ción remite a la construcción hecha sobre la base de un ob­
jeto ausente y su significado inviste al otro convirtiéndolo
en lo que se llamará desde el yo el objeto externo. Tiende
a convertirlo en alguien en quien se ubica un objeto inter­
no y a él ha de remitir en su análisis. La representación in­
consciente es la evocación de las marcas de una experien­
cia significativa pero no sabida ni reconocida por el otro ni
por el yo. La presentación se constituye con la inscripción
de nuevas marcas, no las habidas anteriormente, por lo
que no se pueden evocar como la representación ni simbo­
lizar aún. Es una operación distinta del yo.
Desde la clínica se tratará de diferenciar qué es repe­
tición, como vicisitud de la representación inconsciente
que busca volver sobre lo anterior, de lo que a veces es
una sutil novedad que se ha de inscribir. Los padecimien­
tos derivados de la representación pasarán por la elabo­
ración de la repetición, en cambio los derivados de la pre­
sentación pasarán por el duro trance ,de admitir que el
sujeto se altera y modifica porque no ps lo que era sino
algo nuevo que se agregará a lo anterior. Los trastornos
de la simbolización impedirán inscribir la ausencia del
otro sin marcar su presencia, defecto de construcción e
impedimento de inscripción de una nueva marca.
Por lo tanto, se puede afirmar que en el trabajo con el
paciente surgirán:

I) un conjunto de explicaciones de las que se deberán ha­


llar las inconsistencias, con surgimiento de ansiedad
confusional;
II) algo de la presencia del otro que se torna inaccesible;
DI) el dolor por la habilitación de un nuevo lugar mental,
superándola ansiedad de la pérdida de los lugares
mentales previos y de los aspectos anteriores del ob­
jeto;
IV) desconcierto por el surgimiento del otro como no cono­
cido, es decir como ajeno, y enfrentamiento con la an­
siedad paranoide;
V) aparición y reconocimiento de las marcas nuevas que
alteran las anteriores, que pasarán a ocupar otro lugar.

4. MATERIAL CLÍNICO. ACERCA DE LA NECESIDAD


DE LA PRESENCIA DEL OTRO4

En una oportunidad, llegó al hospital un oficio librado


por un juez en lo civil, en el que se solicitaba la interven­
ción del Servicio de Psicopatología para la realización de
una terapia vincular entre Raúl y su hija Nora. Era en el
marco de un juicio por tenencia y régimen de visitas a la
hija, la menor de los hermanos.
Anteriormente había tenido lugar un intento del juez
de dar cumplimiento a esta disposición por la presenta­
ción que había hecho Aurora (madre de Nora) denuncian­
do “la desigualdad de condiciones en que eran tratadas
las partes”. Dado que Raúl realizaba allí su tratamiento
individual, en un segundo intento el juez envió los ante­
cedentes al hospital para lograr lo que decidió llamar “la
vincularización de padre e hija”.
Aurora y Raúl se habían separado poco después del
nacimiento de la niña. Durante un tiempo habían man­
tenido, como padres separados, buenas relaciones. El pa­

4. Agradezco al Servicio de Psicopatología del Hospital Israelita y


a la licenciada Elena Furer.

104
dre visitaba a la niña y la llevaba a su casa algunos fines
de semana. El inicio de las peleas entre los padres coin­
cidió con la muerte de Eva, la abuela materna, a quien
llamaban Pope y con quien ambos mantenían una estre­
cha relación aun después del divorcio.
Eva, a su vez, había sido abandonada por su marido
poco después de que su hija Aurora se fuera a convivir
con Raúl. Al nacimiento de Nora, Eva, la abuela mater­
na “aconsejó” a su hija que no le pusiera el apellido pa­
terno. Aurora dijo en una sesión: “Me acuerdo de que mi
mamá me decía que la anotara con mi nombre, y creo que
hubiera sido mejor. Me lo decía desde antes de nacer No­
ra, porque con Raúl siempre iba a tener problemas...”. De
otra sesión se puede tomar la siguiente frase indicativa
del deseo de la madre: “Yo elegí un hijo, no un marido”. A
su vez Raúl tenía un hijo de un matrimonio anterior, Ro­
berto, con quien mantenía una buena relación.
Ocurrida, entonces, la muerte de Eva, comenzaron las
peleas entre Aurora y Raúl, ya separados. Aurora tuvo
luego una nueva pareja con quien proyectaba trasladarse
a un país limítrofe, por lo que pidió a Raúl la correspon­
diente autorización. El padre no aceptó el cambio de radi­
cación de la niña tanto por el cariño hacia la hija como por
el odio a su ex esposa. La solicitud de Nora tenía la natu­
raleza de un pedido a otro que puede ser aceptado o re­
chazado, aunque en la realidad psíquica frecuentemente
se lo da como realizado. Eso que se llama “pedido” pasa a
figurar como un deseo a ser realizado. Cuando el vínculo
en su realidad intersubjetiva es investido como la reali­
dad interna, supone al deseo como si fuera una determi­
nación vincular. Pero esta subraya el lugar y la presencia
del otro, por lo que su sola voz opera un desconocimiento
no solo del deseo del otro sino del vínculo o lo que queda
de él, porque en tanto vínculo establece la imposibilidad
de ausencia. Raúl está y su presencia hace evidente la re­
cíproca ajenidad no tolerada.

105
La negativa de Raúl a aceptar el pedido de Nora desa­
tó un intercambio de denuncias policiales. Aurora acusó
a Raúl de abuso sexual con la hija. El padre naturalmen­
te respondió negándolas e imputándolas a Jorge, actual
pareja de la madre.
Como consecuencia del proceso iniciado, Nora fue so­
metida a peritajes médico-forenses a fin de comprobar
los supuestos abusos sexuales denunciados por ambos
padl-es. Aunque las conclusiones del peritaje fueron ne­
gativas, el juez igualmente dictaminó la interrupción de
las visitas del padre a la hija. Mientras tanto el proceso
judicial seguía su curso.
Los procesos judiciales, como se sabe, son lentos. El
padre se vio impedido de visitar a su hija durante tres
años, al cabo de los cuales se operó un cambio sustancial:
ahora la niña decía firmemente que no quería verlo, y
ante esta posibilidad mostraba signos de pánico.
Finalmente el juez reconfirmó la tenencia provisional
de Nora a su madre, e indicó “revincularización” del padre
con su hija. Se refería así al trabajo que conduciría a la
reanudación de la relación suspendida hacía tres años y
se puede reconocer que a su manera era una buena deno­
minación. Quizá quepa señalar la distinción entre, por un
lado, eso que se llama “revincularización”, lo cual supone
reparar un vínculo habido anteriormente, luego dañado y
la posibilidad de restablecerlo, y, por otro, la construcción
de una nueva vinculación quizá no habida antes aunque
las personas ya hubiesen estado relacionadas. El primer
término supone que cada uno conserve su propia subjeti­
vidad e identidad y asimismo la de la relación. Nueva vin­
culación supone construir, si es posible, desde una situa­
ción no habida previamente, una pertenencia a la que co­
rresponderá una subjetividad distinta, suplementaria de
la anterior. Se trata de dos procesos diferentes.
Se puede anticipar que la niña vivía con la madre y su
pareja y se cumplió la indicación del juez luego de un año

106
y medio de trabajo terapéutico para el cual hubo que pen­
sar y crear un encuadre pertinente.
Por los antecedentes que constaban en el expediente,
sumados a la propia evaluación de la niña, se advirtió
que padecía una inmadurez motriz y emocional que la
ubicaba por debajo de sus 10 años de edad.
Los padres de Nora eran profesionales, ambos ejercían.
Pero sabemos que el área con la cual la mente adquiere co­
nocimientos técnicos tiene un funcionamiento distinto de
la referida a los contactos emocionales, frecuentemente
sembrada de sentimientos primitivos y desbordantes.
La mamá, desde los primeros encuentros, decía abier­
ta y firmemente que no estaba dispuesta a colaborar con
la experiencia del padre y la hija, pero afortunadamente
su actitud fue variando durante el transcurso del trata­
miento. Aún mucho después Aurora decía cuando se irri­
taba, lo cual era cada vez menos frecuente: “Yo no voy a
bailar al compás de ese loco”. La negación permitía cono­
cer el baile de locura que danzaba la pareja, en el cual se
unían y separaban, enloquecían al otro y se enloquecían
a sí mismos en una repetición incesante. Otra frase ma­
terna era: “Cuando Nora sea grande que decida lo que
quiere hacer y con quién desea estar”. Esta aparente po­
sibilidad de elección encubría una inducción autoritaria
y descalificadora no solo del padre y del lugar del padre,
sino también de la pareja.
En el expediente había también un compromiso ex­
preso por parte de los padres de recibir tratamiento psi­
cológico. El juez, perceptivo, debe de haberlos visto per­
turbados. Aurora, al comienzo de las entrevistas, ocultó
la interrupción de su propia terapia en tanto Raúl prose­
guía con la suya. Las terapeutas ofrecieron una posibili­
dad de tratamiento a la madre, que aceptó, teniendo des­
de el inicio sesiones quincenales. En ellas el material
predominante era sobre la relación de Aurora con sus
propios padres y con su hija.

107
Volvamos al tratamiento vincular. Al principio las te­
rapeutas veían a Raúl a solas y al término de la sesión
individual trataban de incorporar a la niña. Es de seña­
lar que tanto en las primeras sesiones como en las reu­
niones de equipo se generaba un clima persecutorio ba­
sado en que debían rendir un informe .periódico al poder
judicial. Específicamente el clima estaba marcado por el
temor a una explosión emocional de la niña y su preocu­
pación era que se quebrara lo que parecía un precario
equilibrio mental si se la forzaba a un contacto con el pa­
dre, a las exigencias de este o a la actitud vengativa de
la madre, centrada en la amenaza de ruptura del trata­
miento, lo cual a su vez obstaculizaba el vínculo con las
terapeutas.
Las estrategias pensadas para “revincularizar” hija y
padre, que desde hacía tres años no se veían ni tenían
contacto personal alguno, trataron de proteger a Nora
para que no se viera enfrentada a situaciones de violen­
cia. Hubo que recorrer un lento y complicado camino pa­
ra llegar al encuadre de las sesiones tal como fueron lle­
vadas a cabo posteriormente.
Las primeras sesiones se realizaron en el hall del hos­
pital con la presencia del tío materno, que traía a la niña
en representación de la madre toda vez que esta no que­
ría estar presente. La acompañaba hasta el consultorio
desde el bar, donde quedaba la madre. Esta había evita­
do todo contacto del padre con la niña y esta a su vez tam­
bién lo evitaba por el surgimiento, como se dijo, de inten­
sas manifestaciones de pánico, que además de responder
a sus propias iñotivaciones eran alimentadas por la mis­
ma madre. También hubo sesiones a las que la niña no
quiso asistir, durante las cuales se realizaba la entrevis­
ta con el tío. Pero a la vez siguiente Nora volvía. Es que
el encuadre familiar funcionaba como un marco cuyos lu­
gares quedaban establecidos aunque provisionalmente
no estuvieran sus integrantes. También se incorporó a las

108
sesiones Roberto, el hijo de Raúl. Luego ya no fue necesa­
ria la presencia del tío, y el vínculo con su medio herma­
no comenzó a ampliarse fuera del hospital, superando la
restricción impuesta por el conflicto de la pareja.
El trabajo fue lento y paulatino, ya que procuraba es­
tablecer una red de sostén estable y segura basada en
una transferencia positiva creciente entre la niña y las
terapeutas. Se incluyeron para esto técnicas de juego.
La puerta del consultorio ocupó un lugar significativo
en el proceso vincular. Durante un período Nora, desde
dentro del cuarto, vigilaba férreamente que la puerta se
mantuviera cerrada. No dejaba de mirarla, nunca el gra­
do de alerta era suficiente y su atenta vigilancia desor­
ganizaba el resto de su conexión con las terapeutas, ya
que no podía mirarlas ni escucharlas. Luego se les ocu­
rrió algo inédito y creativo, que fue propuesto y aceptado
por la niña: que su padre pudiera deslizar diversos ele­
mentos por debajo de la puerta como notas, figuritas, pa­
peles escritos. Nora entonces pedía a las terapeutas que
los recogieran. El próximo paso fue acercarse ella misma
a la puerta cerrada, recoger las cartas y figuritas que su
padre le enviaba comenzando ella a su vez a enviar sus
propias cartas, siempre por la misma vía.
Un día la puerta quedó entreabierta, en un acto de
aparente descuido, y a partir de ahí, empezaron a comu­
nicarse mediante un intercomunicador (walkie-talkie).
Estando el padre del otro lado, su voz llegaba al consul­
torio de dos maneras: a través del aparato y a través de
la puerta entreabierta. Distintos medios fueron conec­
tando a la hija con el padre: los papeles con mensajes
deslizados por debajo de la puerta, que luego evoluciona­
ron hacia una especie de correo propio mediante cartas
que se enviaban mutuamente, del consultorio al hall y vi­
ceversa. Se hacían preguntas por escrito sobre el pasado
y el presente, y las terapeutas oficiaban de mensajeras
intermediarias llevando las cartas de uno a otro.

109
El paso siguiente fue un álbum de fotos realizado por
el padre, y entregado por interpósita persona, con el que
Nora recordó a los personajes de su infancia: a su abuela
paterna, a su tía, a su medio hermano Roberto, a una pri­
ma y especialmente se reencontró consigo misma, peque­
ña, junto a sus padres, unidos en esa época. Este “reen­
cuentro” con su mundo infantil reparaba su investidura
como sujeto a partir del pasado donde se situaba la unión
entre y con los padres, previa a la separación y a la con­
secuente disociación en la niña con su consabido compo­
nente persecutorio.
Luego surgió la soga de saltar sostenida por el padre
desde fuera de la habitación, y por las terapeutas y Nora
desde dentro. Realización de un vínculo que a través de
la puerta unía exterior e interior y requería necesaria­
mente de las presencias que la sostuvieran. El padre
ahora pasaba por la puerta entreabierta libros y jugue­
tes que habían sido de Nora y que él guardaba en su ca­
sa. Cuando eran reconocidos como propios la hija respon­
día con muestras de alegría. Mediante el uso del walkie-
talkie entre el padre y las terapeutas, se transmitían los
mensajes de Nora al padre y viceversa, oficiando al igual
que en el correo como mediadoras del vínculo, aunque se­
ría más preciso considerarlas como una representación
del vínculo propiamente dicho.
Mientras persistía la negativa de Nora, aunque me­
nos férrea, a tener contacto visual con el padre, se entu­
siasmaba con lo que se realizaba a través o con la media­
ción de las terapeutas.
En una de las sesiones siguientes Nora sorprendió a
las terapeutas diciendo que quería que su papá supiera
que había aprendido a silbar. Le dijeron que lo hiciera,
que su papá la iba a escuchar. La puerta del consultorio
permanecía entreabierta. Luego Nora pidió a su papá que
adivinara el nombre de la canción que ella silbaba. El pa­
pá respondió que era el Feliz Cumpleaños, y así comenzó

110
un juego de canciones silbadas. Se sucedieron Manuelita,
Se va, se va la barca, etcétera. Se comunicaban a través
de la puerta entreabierta por medio de las canciones, con
un entusiasmo creciente. El padre luego contestó con una
Milonga del tete, canción que él había compuesto para
Nora cuando tenía dos años, en oportunidad de ella dejar
el chupete (tete). A esta canción le siguieron otras. Un ti­
po de vínculo caía y surgía otro. Nora, visiblemente más
contenta, se animó: “La próxima vez traigo la flauta”.
¿Cómo consideraremos en esta situación el elemento
“puerta”? Por un lado, para la niña, ejerce una función
esfinteriana que partiendo de un cierre estricto va pa­
sando a una apertura regulada, en tanto deja entrar y
salir de su mente los distintos aspectos de la relación con
el padre cada vez menos persecutorio. Consideramos el
cuarto como el mundo interno de la niña, una creciente
capacidad para alojar los significados provenientes de
esa relación de objeto persecutoria con ese padre interno,
modo de caracterizar una figura primitiva proyectada en
el padre actual. Aquí el papel de la presencia del padre
es ayudar a la tarea terapéutica de modificar la relación
. de objeto con el padre. También consideramos la puerta
como un espacio cuyo sentido es regular el propio víncu­
lo, algo que liga y separa al mismo tiempo y cuyo sentido
depende de una presencia a cada lado, dispositivo que
con un cierre casi absoluto al comienzo parecía no dar lu­
gar a una relación posible y que con una apertura cre­
ciente para el pasaje de la palabra enunciada o escrita
posibilitó tolerar la presencia y en esta no solo lo seme­
jante y lo diferente del padre del paso sino y principia-
mente la alteridad puesta enjuego entre padre e hija. Es
importante para la constitución del sujeto ser oído y vis­
to por el otro, lo que se cumplió en esta experiencia tera­
péutica. Algo fundante del reconocimiento se sostiene en
ese deseo de voz pasiva. No solo oír para ubicar al otro si­
no ser oído por el otro, no solo ver sino también y espe­
cialmente ser visto por el otro para tener un lugar y una
subjetividad. Lo veremos con más detalle en el capítulo
siguiente. Pero la ajenidad impone un sentido institu-
yente de una subjetividad en uno y en otro merced al tra­
bajo de sostener la presencia.
Aurora pasó de su primera actitud negativa ante cual­
quier tipo de contacto con su ex marido y padre de la ni­
ña en el hospital (razón por la cual fue necesario pedir
ayuda al tío materno para que la trajera) a permanecer
todas las sesiones sentada en un banco del hall con una
actitud a la vez seductora y desafiante. Su arreglo perso­
nal no dejaba de ser llamativo e incluía sombreros, faldas
largas y collares. En las sesiones individuales con las te­
rapeutas, ridiculizaba y descalificaba todos los movimien­
tos que observaba de Raúl, de los cuales no perdía deta­
lle. Por momentos Aurora se oponía: “... este mal llamado
padre que juega a los silbidos, a todas esas boludeces que
hace detrás de la puerta. ¡Basta de pavadas!”. También se
sentía perturbada y desbordada porque interpretaba es­
tos intercambios entre padre e hija como una escena
incestuosa. Un día, dijo casi gritando: "... el padre le escri­
bió una carta que parece un tango y es la carta de un par-
tenaire, no de un padre. Es algo sexual. Eso me hace mu­
cho daño, me da mucho asco...”. Una de las experiencias
emocionales más difíciles de sobrellevar es la de estar en
un lugar vivido como erotizado con una excitación cre­
ciente por cierta participación en la escena pero desde
afuera; sin ser totalmente un observador, pero tampoco
un participante, en un permanente y evasivo estar “in­
cluido” afuera. Nunca del todo adentro en contacto con
esas palabras e imágenes que no se distinguen claramen­
te pero tampoco se pueden dejar de oír o de mirar.
En conexión con esto, Nora, al principio, para atrave­
sar el hall donde estaba su padre, se cubría la cabeza con
el capuchón del abrigo para no verlo, escena que se repe­
tía invariablemente sesión tras sesión. Aparentaba no

112
verlo, en la vivencia de que si no lo veía tampoco era vis­
ta por él. Quizá era entonces cuando más cerca estaba de
esa madre que desconocía al padre. Madre que en su fan­
tasía tampoco veía ni era vista por el padre.
El aspecto personal de Raúl pareció reflejar algo de la
evolución de su relación con la hija. De tener un aspecto
desaliñado y de abandono pasó a estar más prolijo y cui­
dado,- de lo que parecía un estado de depresión visible en
la ropa, quizá determinado por la pérdida de la hija y de
su función paterna, pasó a una suerte de recuperación de
ambas. La puerta-esfínter operaba para él como un impe­
dimento de realizar su presencia. Esta es la combinatoria
de un sujeto que estando allí en los momentos relevantes
y significativos otorga la oportunidad de que su presencia
sea inscripta por el otro, lo cual también le da existencia a
sí mismo como sujeto, paterno en esta circunstancia.
Vino el receso veraniego. Al retomar las sesiones en el
mes de marzo, Aurora avisó que no podría seguir trayen­
do a Nora ya que una superposición horaria con un cur­
so de especialización se lo impedía. Conversaron con ella
sobre la posibilidad de que la niña fuera traída por otra
persona. Vencido este obstáculo se reanudaron las sesio­
nes. En la primera sesión después de las vacaciones y sin
la presencia de Aurora en el hall, Nora entró alegre y dis­
tendida. La puerta quedó entreabierta y si bien la mira­
ba de reojo, no pidió cerrarla. Comenzó el intercambio de
figuritas con el padre; apareció una cajita de música y
Raúl hizo asomar a Federico, nombre de un muñeco que
era de Nora y al que sostenía por un brazo. La terapeu­
ta sostuvo la otra mano del muñeco, que luego pasó al pa­
dre. Federico vinculaba a la hija y al padre. Después la
niña, ayudada por la terapeuta, tiró lentamente pero con
firmeza de la mano del muñeco haciendo entrar a su pa­
dre al cuarto y a la sesión.
Raúl quedó frente a frente con su hija. No hubo violen­
cia ni se observaron en la niña los manierismos que ha­

113
bitualmente la acompañaban cuando se veía enfrentada
a situaciones que emocionalmente la desbordaban. No
pudo aún mirar directamente a su papá, inclinó la cabe­
za y comenzó a hablar en una voz casi inaudible. Nueva­
mente las terapeutas oficiaron de mediadoras y se ofre­
cieron a repetir esas palabras, cuyo indudable destinata­
rio era Raúl. El diálogo se hizo fluido y de ahí pasaron a
escribirse en inglés, haciéndolo en una misma hoja, en
forma alternada. La presencia admitida del padre, que
antes era un ausente, estaba asociada a la ausencia de la
madre, hasta hacía poco una presencia desbordante.
A partir de esa sesión, el papá entraba y participaba,
y Nora visiblemente lo esperaba en la habitación. Cada
vez tenía menos dificultad para mirarlo. Lo hacía furti­
vamente, pero lo miraba y, como indicio de la presenta­
ción y diferencia registrada, Ñora comentó: “Ahora tiene
barba y bigotes”.
En una de estas últimas sesiones, Nora escribió una
carta a su papá contándole un sueño de la noche ante­
rior: “Querido papá: tuve un sueño que se trataba de qué
yo estaba con Martín, el de la escuela. Estaba parada en
una vereda,' tenía que estar .caminando con él, ¡bah! co­
rriendo hasta una parte de la calle, ¡bah! de la vereda y
él decía: ¡Muy bien Nora! Después me tocaba a mí, iba so­
la, corría y me quedaba parada. ¿Dónde queda la'calle
Nora A. (apellido)? Alguien me preguntaba y yo véía un
cartel que decía: «Nora A.» y se lo mostraba... Justo mi
mamá me despertó para ir a la escuela. ¿Qué te pareció
el sueño?”.
El papá, en el reverso, de la misma hoja dibujó y es­
cribió abajo del cartel que decía “Nora A.”: “Un señor pa­
rado”. El cartel indicaba una inscripción, el nuevo reco­
rrido que, iniciado por los dos, habilitaba a la niña para
hacer sola otra parte del camino. Anverso y reverso eran
las dos caras de una misma hoja que antes fueron am­
bos extremos de la misma soga y ambos brazos del mu­

114
ñeco. Posteriormente el padre y la hija planificaban jun­
tos lo que harían después de la próxima sesión. Como se'
ve, llegar a este punto requirió escribir una carta, el sue­
ño escrito, y pasar del mundo propio, onírico, al mundo
intersubjetivo; aunque al principio ese otro figure como
ausente en el momento de la escritura por la necesidad
de hacerlo coincidir con el objeto interno, ahora un tan­
to modificado, cuenta ya con un inminente requerimien­
to de presencia. Como se nota en esta sesión, es un paso
intermedio para el ingreso firme a esa otra actividad
mental que es hablarle al otro, es decir, aceptar su nece­
saria presencia a los efectos de constituir y establecer
un vínculo.
Posteriormente, después de haberse dado las relacio­
nes entre padre e hija, siguieron viéndose en el marco de
las sesiones vinculares donde analizaban las vicisitudes
del vínculo ahora naturalmente en presencia.
Se puede comparar la “soga” que unía al padre y a No­
ra con el juego del carretel descripto por Freud, el primer
juego autocreado de un niño. Como se sabe, el niño de un
año y medio no lloraba cuando su madre se iba durante
un largo tiempo. En ese período arrojaba lejos de sí los
objetos pequeños que tenía a su alcance. Al mismo tiem­
po, con interés y satisfacción, decía “o-o-o-o”, que signifi­
caba según su madre “fort” (se fue). O sea que jugaba a
que “se iba”. Luego el juego adquirió una forma un poco
distinta. Teniendo un carretel sujeto por un piolín, lo ti­
raba, desaparecía, y decía “o-o-o-o”, luego lo hacía apare­
cer, tirando del piolín, y decía “da” (acá está). Es decir, ju­
gaba a hacer desaparecer el carretel, representando a la
madre, y hacer luego áparecer al carretel ya que no a la
madre.

Se entramaba con el logro cultural del niño: su renuncia


pulsional (renuncia a la satisfacción pulsional) de admi­
tir sin protestas la partida de la madre (Freud, 1920).

115
Los juguetes eran objetos al alcance del niño, y la ma­
dre ausente iba en camino de constituirse en objeto, tan­
to más al alcance simbólico del niño cuanto fuera más ob­
jeto. Freud agrega que la vivencia de pasividad por el
alejamiento de la madre se convertía en actividad en el
juego. Otra posible interpretación era echar él mismo a
la madre para hacerse y hacerle saber que no la necesi­
taba. Esto anticipaba el despliegue hostil de tirar objetos
en lugar de personas. Como sabemos, de aquí en más
Freud desarrolla la noción de compulsión a la repetición
e introduce el concepto de pulsión de muerte.
Veamos ahora el juego de la soga de saltar en Nora.
Esta es sostenida por dos sujetos y a la vez los liga, en
presencia. No se podría arrojar a alguno de ellos hasta
hacerlo desaparecer, se resisten a no estar allí y en todo
momento el otro, el padre y la niña, se presentan exce­
diendo o modificando la representación. Parafraseando a
Freud, diría que es “un gran logro cultural” la renuncia
a convertir al otro en objeto y a ser incorporado y tolerar
la presencia que se resiste a ser interiorizada. El vínculo
no podría ser autocreado porque se basa en la imposibi­
lidad de ausencia, será creado por las presencias, no res­
ponde al deseo de ser puesto adentro del yo, convertido
en ausencia como otro. En casos extremos de malestar, si
el otro no desaparece puede desencadenar una acción
violenta para pasar de imposibilidad a posibilidad de au­
sencia. Algunos asesinatos pueden entenderse de esta
manera.
La imposibilidad de ausencia del otro en un vínculo
implica un enfrentamiento pulsional que en el esfuerzo
de cubrir al otro convirtiéndolo en objeto encuentra que
este lo excede, lo cual propone al sujeto otro trabajo psí­
quico. Es imposible hacer un vínculo desde un sujeto so­
lo. De otra manera, suprimir al otro llevaría a tratar de,
en nuestro ejemplo de Nora y su padre, saltar la soga pe­
ro solo, variación narcisista del vínculo perdido. El creci­

116
miento interno se relaciona con el trabajo sobre la base
de aceptar la imposibilidad de presencia y el crecimiento
intersubjetivo se realiza aceptanto a su vez la imposibi­
lidad de ausencia del otro.

5. “REVINCULARIZAR” ')

Hemos tomado el término “revincularizar” del texto


judicial tratado en el apartado anterior, en el cual se re­
comienda esta tarea clínica. Los sujetos del parentesco se
vinculan cuando se relacionan desde lugares que los li­
gan duraderamente por su pertenencia a dicha relación,
como ocurre en una familia, en una pareja que se dice
matrimonial o equivalente5 o cuando conforman un vín­
culo como el del hijo en relación con sus padres. En estos
vínculos sus habitantes son producidos subjetivamente,
es decir, devienen otros respecto de quienes eran antes
de incorporarse al vínculo.
Desvincularse es un complejo proceso por el cual los su­
jetos han de dejar de pertenecer a esos lugares ligados. Es
lo que ocurre en la separación y/o divorcio o cuando el hi­
jo ingresa en un vínculo con otro, es decir, cuando dejan de
ocupar los lugares habituales por un cambio en ellos o por
una modificación personal por la cual la persona deja de
ser producida como sujeto del vínculo. Con el pasaje de
presencia a ausencia del otro se establece de manera sus­

5. En los últimos años el lenguaje popularizó varías denominado;


nes: “vivir juntos”, “pareja estable”, “somos pareja pero no estamos ca­
sados”, etcétera. Se cumplen lo que hemos llamado “parámetros defi-
nitorios” (Puget y Eerenstein, 1988): prescripción de relaciones sexua­
les; proyecto futuro frecuentemente realizado en forma de hijos, ten­
dencia monogámica y cotidianidad. Es posible que algunos de estos
parámetros se alteren, produciendo distintas patologías vinculares
que serán tanto más graves cuanto más de ellos estén alterados.

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tancialmente diferente el trabajo de simbolización. Ha­
biendo distintas modalidades de falta, como enfermedad
de uno de ellos, separación, alejamiento definitivo o muer­
te, se refuerza el trabajo interno que al no tener el sopor­
te de la presencia del otro adquiere cada vez más carácter
de objeto autoproducido en el mundo interno. Ciertamen­
te, cada uno de los términos mencionados se refiere a dis­
tintas configuraciones. Con el primero de ellos, cuando
uno de los dos se enferma, el vínculo se acerca más a la au-
toconservación, los conflictos referidos a sexualidad se
suspenden o interrumpen y lo que el otro tiene de sexual
diferenciado o de alteridad pasa a ser suplido por un tra­
bajo interno tendiente a objetalizarlo. Las dos modalida­
des restantes, separación y alejamiento definitivo, impli­
can la posibilidad de actualizar de tanto en tanto la pre­
sencia del otro y esto tiene sus peculiares consecuencias.
Como ya hemos señalado (Puget y Berenstein, 1988), se
recrea en el imaginario una relación con carácter de exclu­
sividad con el otro ausente devenido objeto donde los nue­
vos vínculos con el otro presente no encuentran lugar,
pues no lo tenían en aquel entonces. Esta situación brin­
da su correspondiente vivencia de exclusión. Muchos con­
flictos en segundas o terceras parejas en relación con hijos
de los matrimonios anteriores o respecto del ex cónyuge
reconocen esta compleja situación. En cambio, la muerte
del otro permite una elaboración de la pérdida donde nun­
ca más se volverá a actualizar el vínculo y le queda enton­
ces al yo el recurso de desinvestirlo como otro y pasar a te­
nerlo solo internamente, configurándose una relación aho­
ra incompartible.
©5 ¿Qué instituye la diferencia radical entre la presencia
y la ausencia? Ante todo, el cuerpo y su opacidad, que se
opone a la transparencia propia de la representación que
se inscribe gracias a que el cuerpo del otro pasa a ser au­
sente. La presencia del otro genera sistemáticamente un
grado de novedad no inscripta previamente, aunque el yo

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conozca a ese otro, pero lo nuevo surge precisamente a
partir de ese cuerpo y de algo no pasible de inscribir, lo
que ofrece como permanentemente ajeno. En él reside lo
que despierta la atracción sexual, hay algo no poseído cu­
ya promesa lo transforma en novedoso y no solo por la ac­
tualización de un viejo placer reconocido. Cuando se
patologiza el vínculo y la ajenidad no puede ser ya acep­
tada, el surgimiento de tedio y aburrimiento informan de
la vivencia de un otro que no ofrece novedad, un otro que
ya no lo es o en camino de dejar de serlo. La falta de ma­
tices habla de la falta de diferencias y más radicalmente
de la falta de ajenidad.
Veamos lo que ocurre en el campo deportivo, en los
partidos de fútbol. Se puede saber, se diga o no, cómo se
compondrá cada equipo, las cualidades regulares y esta­
bles de cada jugador e imaginar cómo va a resultar cada
combinatoria de ellos, la estrategia que conviene em­
plear según los jugadores, propios y los rivales. Se pue­
den analizar y estudiar jugadas en el pizarrón. Hasta
aquí los otros están ausentes, se trata solo de represen­
taciones guiadas fuertemente por los deseos. Pero como
cualquiera sabe, los resultados son inciertos porque la
presencia de los cuerpos impone un imprevisto, una aje­
nidad que excede cualquier estrategia, ya que ella opera
con cuerpos ausentes, sin esos jugadores de quienes se
habla, solo existentes en la mente del director técnico y
de los jugadores en una combinación de objetos imagina­
rios y objetos internos. Nadie puede saber el resultado
del juego de presencias. El resultado final depende de lo
que se dé en ese momento. Lo que sí se sabe es que en
presencia de los cuerpos el resultado es imprevisible, o
sea, hay un no saber penetrado de incertidumbre. Puede
que de esta resulte un juego creativo e innovador o, por
el contrario, un juego repetido y rutinario por la insisten­
cia en un saber previo y no actual. Es probable que aquel
equipo que insista con la estrategia estudiada como si los

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rivales no existieran lleve más las de perder que aquel
otro que tome contacto con que el partido és una situa­
ción nueva dada con los otros, a través de la presencia
del cuerpo de esos otros llamados precisamente rivales, y
que como tales se oponen a su mera existencia como re­
presentación. Toda nueva situación, y cada partido lo es,
tiene una novedad de sentido por ser una primera vez,
para la cual la estadística de los enfrentamientos ante­
riores solo tiene peso como lo previsto para lo imprevisi­
ble. Un dicho habitual es que los partidos se ganan en la
cancha. Es decir, el saber no es suficiente porque todo sa­
ber es en ausencia del otro y el hacer es en su presencia.
El imponer un saber hacer caracteriza la definición de
poder, la marca de una condición propia al otro, como ya
señalé en el capítulo 1. La presencia es irreductible al sa­
ber (Lewkowicz, 1998) y se realiza en el hacer. Todo ha­
cer necesariamente es con otro, así como todo saber es
sin él. La presencia del otro pone a prueba el saber y lo
muestra incompleto. El hacer reúne el conjunto de accio­
nes que modifican al otro, que a su vez modifica al pro­
pio sujeto. Toda acción sobre el otro o de este sobre el
sujeto, implica una actividad muscular o corporal que el
saber no usa. Todo hacer con el otro implica modificar al
propio sujeto y toda acción que priva al otro de su subje­
tividad, hace eso mismo al propio sujeto, lo desubjetiva.
Se trata de un exceso de imposición. La acción y la impo­
sición, para su análisis, tropezaron con el obstáculo de
tomar la acción como actuación (acting out) cuando esta,
por lo general, resulta de un obstáculo del pensar. La im­
posición puede ser un mecanismo instituyente de la sub­
jetividad, pero su exceso pasa a ser destituyente como
ocurre en el autoritarismo, las tiranías, y posiblemente
haya impedido que fuera considerada como un mecanis­
mo psíquico de la subjetividad en su estricta relación con
el otro. Esto espera, por ende, futuros desarrollos.

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