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Retratos imperiales de Hispania

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José Antonio Garriguet Mata


University of Cordoba (Spain)
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Retratos imperiales de Hispania
José Antonio Garriguet Mata
Universidad de Córdoba

I. INTRODUCCIÓN

Entre diciembre de 2001 y noviembre de 2002, durante una estancia en el Archäologisches


Institut de la Universidad de Göttingen (Alemania), desarrollamos un proyecto de investiga-
ción sobre los retratos imperiales romanos de Hispania, esto es, las imágenes en bulto redon-
do de emperadores, emperatrices y otros personajes de rango imperial halladas en España y
Portugal1. En los años transcurridos desde entonces el estudio de este importante elenco
escultórico (constituido en la actualidad por más de un centenar de piezas) se ha visto, como
cabe suponer, sustancialmente avanzado y complementado, si bien todavía se mantiene
abierto en determinados aspectos2.
Aunque en trabajos recientes (Garriguet, 2005; id., 2006; id., e.p.) hemos dado a conocer los
resultados preliminares del proyecto mencionado, puede decirse que la auténtica “puesta de
largo” de nuestra labor de investigación sobre los retratos imperiales de las antiguas provin-
cias hispanas tuvo lugar en noviembre de 2005 en el marco de la V Reunión sobre Escultura
romana en Hispania, celebrada en Murcia, donde gozamos del privilegio de presentar – ante
un nutrido plantel de prestigiosos especialistas en la plástica antigua – la ponencia cuya ver-
sión escrita queda ahora recogida en este volumen3.

1 Dicho Proyecto pudo llevarse a cabo gracias a la concesión de una Beca de Investigación por parte de la Fundación
alemana Alexander von Humboldt (AvH-Stiftung). Queremos expresar, por ello, nuestro más sincero agradecimien-
to a la citada Fundación, así como a la Profra. Dra. Pilar León (Universidad de Sevilla) y a la Profra. Dra. Marianne
Bergmann (Universität Göttingen, Alemania), por sus valiosas enseñanzas y su apoyo desinteresado durante todo
este tiempo.
2 El culmen de nuestro estudio consistirá en la publicación de una monografía sobre el retrato imperial hispanorroma-
no, que esperamos vea pronto la luz. Tal vez en ella podamos resolver, o al menos aclarar algo más, algunas de las cues-
tiones que ahora quedan en el aire.
3 Es imposible (e impensable) no agradecer aquí muy sinceramente al Prof. Dr. José Miguel Noguera, organizador de la
V Reunión de Escultura, y a su eficientísima colaboradora, Dª Maravillas Pérez, las enormes atenciones prestadas antes,
durante y después de las sesiones científicas que nos congregaron en Murcia; al igual que su paciencia y comprensión
a la hora de recabar los textos de las diferentes contribuciones para su publicación.

ESCULTURA ROMANA EN HISPANIA V, 2008, p. 115-147


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Objetivo fundamental de nuestra empresa ha sido realizar una evaluación de conjunto y en


profundidad, desde una perspectiva histórico-arqueológica, de los retratos imperiales hispa-
norromanos, tarea que hasta la fecha no había sido acometida4. Ello con el fin de contribuir,
en la medida de nuestras posibilidades, a la comprensión del fenómeno de las imágenes
imperiales romanas a través del caso hispano; así como de ampliar nuestro conocimiento
sobre las relaciones que Hispania mantuvo con Roma y con el resto de provincias de su
Imperio (en especial las occidentales) durante los primeros siglos de nuestra Era; funda-
mentalmente en el ámbito de la plástica, pero también, en última instancia, en el de la
monumentalización urbana.
Desde el principio hemos sido plenamente conscientes de que para alcanzar el objetivo indi-
cado nuestro estudio no podía limitarse al análisis minucioso del material escultórico selec-
cionado ni a la enumeración pormenorizada de sus paralelos, con ser todo ello punto de
arranque necesario e imprescindible. Era esencial, por tanto, tomar en consideración la pro-
cedencia última de los retratos (lugar y contexto de su hallazgo) o el cotejo de los mismos,
desde diferentes puntos de vista, con otras manifestaciones de la escultura hispanorromana
– por ejemplo, las estatuas imperiales, objeto de una reciente monografía por nuestra parte
(Garriguet, 2001)5, pero también las efigies de particulares – y con la documentación epi-
gráfica; en concreto, con aquellas inscripciones (generalmente grabadas en pedestales) que
atestiguan la existencia antaño en el solar hispano de bustos o estatuas de emperadores,
emperatrices y otros personajes de rango imperial6. Pues sólo así será posible apreciar el ver-
dadero valor histórico de estos testimonios arqueológicos.
Partiendo de estas premisas, nuestra primera labor consistió en la elaboración del pertinen-
te catálogo o repertorio de piezas, constituido hasta el presente por 107 representaciones
imperiales seguras, o muy probables, entre cabezas-retratos – algunas (ciertamente muy
pocas) todavía insertas en sus correspondientes estatuas – y bustos7. El posterior examen

4 No debe olvidarse, sin embargo, que ya A. García y Bellido (1966-1967, p. 280) se planteó la realización de un traba-
jo de esas características, que, desgraciadamente, no llegó a ver la luz. Breves aproximaciones al tema, elaboradas con
un sentido divulgativo – aunque no por ello carentes de utilidad –, son las síntesis de A. Blanco (1978, p. 131-135;
1982, p. 656-662) y D. Boschung (1997). Finalmente, hemos de referirnos al artículo de J. Arce (2002), quien, al mar-
gen de criticar muy duramente nuestra obra sobre las estatuas imperiales de Hispania (Garrriguet, 2001), nada nuevo
ni de interés aporta en realidad a la cuestión, limitándose prácticamente a comentar problemas generales de las repre-
sentaciones imperiales y a ofrecer una simple relación de retratos y pedestales de estatuas hallados por toda la geogra-
fía hispana (y sobradamente conocidos por todos).
5 Algunas de esas estatuas imperiales, un porcentaje muy reducido, conservan su cabeza. Esos casos peculiares fueron reco-
gidos en la obra citada, pero también lo han sido (lógicamente) en nuestro estudio sobre los retratos. En cuanto a las esta-
tuas imperiales acéfalas, a las contabilizadas por nosotros hace unos años hay que unir, por ejemplo, las halladas muy
recientemente en Segobriga (Noguera – Abascal – Cebrián, 2005), estudiadas en primicia en este mismo volumen.
6 La revisión exhaustiva de los principales corpora epigráficos disponibles (CIL II, CIL II?/5, CIL II?/7, CIL II?/14, CILA;
ILER; IRC, RIT, etc.), así como de publicaciones periódicas especializadas (por ejemplo, HEp), o monografías como las
de A. Cepas (1997) y J. M. Højte (2005), nos ha permitido contabilizar hasta el momento más de trescientas cincuen-
ta inscripciones hispanas vinculadas con seguridad, o muy probablemente, a representaciones imperiales. No obstante,
al igual que sucede con las estatuas, esta cantidad está sujeta lógicamente a cambios en función de nuevos hallazgos o
de la revisión de epígrafes ya conocidos.
7 Tal cifra variará a buen seguro en poco tiempo, debido a nuevos descubrimientos y/o estudios de piezas depositadas en
museos públicos y colecciones particulares. Sólo hay que comparar la cifra de retratos imperiales estudiados en su día
por A. García y Bellido, poco más de treinta (García y Bellido, 1949, p. 10 ss.), con la actual. Sin embargo, creemos que
lo verdaderamente importante, al margen de las variaciones estadísticas, es el desarrollo de un método de trabajo váli-
do y fiable, que siente las bases para investigaciones futuras.
Retratos imperiales de Hispania 117

tipológico, iconográfico, estilístico y técnico de cada una de ellas nos ha permitido clasifi-
carlas en función de su género, edad, identidad, material, formato y ejecución. Datos intrín-
secos fundamentales y de gran interés, a los que deben añadirse aquellos otros, no menos
importantes, relativos a su reparto geográfico-topográfico y a su cronología.
Inmediatamente después de llevar a cabo la ordenación sistemática de los retratos incluidos
en nuestro catálogo comenzaron a plantearse diversos interrogantes, a los que hemos inten-
tado dar respuesta de manera satisfactoria – siempre dentro de unos parámetros mínima-
mente científicos – en el transcurso de la investigación. Algunas de las cuestiones surgidas en
este tiempo pueden explicarse sin demasiada dificultad; otras por el contrario no encuentran
de momento fácil contestación, quedando algunas incluso todavía en el aire. Sea como fuere,
en las páginas siguientes expondremos de forma sintética los principales problemas históri-
cos y arqueológicos surgidos al hilo de los retratos imperiales de Hispania, así como sus posi-
bles soluciones.

II. GÉNERO, EDAD E IDENTIDADES: ASPECTOS TIPOLÓGICOS E ICONOGRÁFICOS DE


LOS RETRATOS IMPERIALES DE HISPANIA

De los 107 retratos estudiados por nosotros solamente 29 (el 27,1%) representan a per-
sonajes femeninos, en su mayoría mujeres que alcanzaron el rango de emperatrices (18
piezas en total), aunque también destacan algunas princesas que no llegaron a reinar. El
resto, esto es 78 piezas, corresponde a varones, repartiéndose dicha cifra entre príncipes
y, sobre todo, emperadores (hasta sesenta retratos de estos últimos). Por otro lado, salvo
tres individuos infantiles y nueve en edad adolescente las imágenes restantes (95) perte-
necen a adultos.
Cruzando entre sí los datos estadísticos anteriores se pone claramente de manifiesto – a tra-
vés de los ejemplares hispanos – la preeminencia alcanzada por los personajes masculinos
adultos (o, a lo sumo, por muchachos a punto de alcanzar la mayoría de edad) en el mundo
antiguo en general y en la Roma imperial en particular. Este hecho se halla en relación direc-
ta con la función de líder carismático que el emperador, el elemento central en el régimen
del Principado, debía ejercer en los ámbitos político, militar y religioso, para la cual debían
prepararse concienzudamente los príncipes herederos y, en suma, todos aquellos que pre-
tendieran el trono.
Desde esta perspectiva resulta perfectamente comprensible la escasísima (por no decir nula)
importancia concedida a la infancia en el sistema de gobierno implantado por Augusto – los
individuos infantiles, aunque fuesen masculinos, no podían asumir por sí mismos las rien-
das del poder –; al igual que el peso relativamente limitado que también tuvieron en él las
mujeres, muy cercanas siempre al trono pero relegadas, como máximo, a los roles de espo-
sas, madres, hijas o hermanas de príncipes y emperadores. Ambas circunstancias se traslucen
bien en la plástica oficial. No obstante, a partir de la propia documentación escultórica (y
también epigráfica) procedente de Hispania cabe establecer diferencias sustanciales entre la
etapa julio-claudia – cuando personajes femeninos como Livia o Agripina la Menor, deter-
minantes en la política sucesoria imperial, lograron no poca notoriedad, a juzgar por el
número de sus retratos que ha llegado hasta nosotros –; y las restantes fases representadas en
nuestro estudio (la época flavia y los siglos II-III d.C.), en las que la imagen de la mujer como
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“transmisora” y garante del Imperio quedó por lo general bastante más limitada en las pro-
vincias hispanas8.
Respecto a la información tipología e iconográfica que podemos extraer de los retratos, debe-
mos comenzar señalando que, entre las representaciones masculinas, al menos nueve for-
maron parte con seguridad de estatuas togadas, que muestran al emperador como magistra-
do a la manera tradicional. Ello se deduce en algunos casos gracias a la velatio capitis – señal
de que el personaje realiza un acto de piedad religiosa (Gordon, 1990, p. 202-219; Liverani,
1999, p. 270-275) – y en otros debido a la conservación de su pertinente estatua. La cabeza
de Octaviano de Pollentia (Boschung, 1993a, p. 110 n.º 6) o la de este mismo personaje, con-
vertido ya en Augusto, del teatro de Mérida (Boschung, 1993a, p. 163, n.º 130) destacan
como ejemplos de lo primero; el retrato de Trajano de Baelo Claudia (León, 2001b, p. 302 ss.,
n.º 92) o los emeritenses de Tiberio y ¿Druso el Menor? (Trillmich, e.p.) que acompañaron
al de Augusto capite velato en el peristilo del teatro valen para ilustrar lo segundo.
La importante función militar del emperador o del príncipe heredero y su virtus quedan cla-
ramente reflejadas en tres bustos thoracatos béticos, uno de ellos el de Adriano de Italica
(León, 1995, p. 80 ss., n.º 22; id., 2001b: 306 ss., n.º 93) y los otros dos de su sucesor,
Antonino Pío (León, 2001b, p. 310 ss., n.º 94-95). Vinculados a sendas estatuas con coraza
pudieron estar, quizá, la cabeza broncínea de Tiberio descubierta en Mahón (Balil, 1985) y
otra de un príncipe julio-claudio descubierta en el frente escénico del teatro de Mérida
(Trillmich, e.p.).
Por último, aparte de la estatua colosal supuestamente de Trajano procedente de Italica
(León, 1995, p. 42 ss., n.º 5; Garriguet, 2001, p. 44-45, n.º 61, con bibliografía anterior), sen-
dos bustos de Adriano y Septimio Severo (este último de dimensiones muy reducidas), loca-
lizados en la villa de Milreu (Estoi, Portugal) (Fittschen, 1984; Souza, 1990, p. 43-44, n.º
124) y Mérida (Nogales, 1995b), respectivamente, corresponden a representaciones ideali-
zadas, tipo al que pudieron pertenecer también, entre otros, los dos retratos de Augusto pro-
cedentes de Italica (León, 1995, p. 72 ss., n.º 18-19; id., 2001b, p. 246 ss., n.º 73-74), ambos
póstumos (y, por tanto, imágenes de Divus Augustus) y peculiares en razón de su formato o
ejecución. Uno de los atributos imperiales por excelencia desde Augusto, la corona cívica9, se
documenta sobre seis cabezas hispanas, entre ellas la de Tiberio de Tarragona (Koppel, 2000a,
p. 81 ss.) y la de Domiciano de Munigua (Grünhagen, 1986; Hertel, 1993; León, 2001b, p. 294
ss., n.º 90). En atención a los ejemplos atestiguados por todo el Imperio, es muy probable que
estos ejemplares remataran también estatuas ideales estantes o sedentes, siguiendo el conocido
esquema Iupiter Köstum (Maderna, 1988); o, a lo sumo, a efigies con coraza (Stemmer, 1978).
Sea como fuere, las cabezas-retratos y bustos hispanos remiten a los tres tipos básicos de
representaciones del emperador: las imágenes togadas, thoracatas e ideales (Niemeyer, 1968,
p. 40 ss.; Price, 1984, p. 181-188; Rose, 1997, p. 73-77). Que no son sino el trasunto de la
terna de roles principales sobre los que éste sustentó su poder: magistrado (y sacerdote)
supremo del Estado, comandante en jefe de las legiones y “padre” de los hombres (como
Júpiter lo era de los dioses), que actúa de intermediario entre el mundo humano y la esfera

8 Pasada la etapa julio-claudia, entre las emperatrices sólo Faustina la Menor, con una cabecita del teatro de Tarragona
(Koppel, 1985, p. 15, n.º 3) y cuatro dedicaciones de estatuas – de Acci, Barbesula, Barcino y Tarraco (Garriguet, 2005,
p. 504-505) –; y Julia Domna, con otras tantas inscripciones honoríficas – procedentes de Capera (Cepas, 1997, p. 121,
n.º 19), Hispalis (CILA 2, 1991, 26-27, n.º 11), Tucci (CIL II?/5, 78) y Ulisi (CIL II?/5, 721) – parece que alcanzaron cier-
ta significación entre los hispanos.
9 Acerca de este importante elemento iconográfico, véanse H. R. Goette (1984) y P. Zanker (1992, p. 117-120).
Retratos imperiales de Hispania 119

divina en vida o bien es elevado, en ocasiones, y tras su fallecimiento, a la categoría de dios


estatal.
Muy peculiar resulta, finalmente, el controvertido bustito de bronce hallado a principios del
siglo XX en el foro de Termantia (Tiermes, Soria), que representa a un individuo masculino
joven, aunque algo entrado en carnes, tocado con una corona de laurel (rematada por enci-
ma de la frente en una especie de roseta) y vestido con una prenda de marcado escote difícil
de determinar. Sobre ella caen las largas cintas de la láurea. Por la presencia de este atributo y
a tenor de su fisonomía y peinado se le ha querido identificar, entre otros personajes impe-
riales con Tiberio, Druso el Menor o Galba. Pero lo cierto es que su identidad y su cronología
continúan del todo abiertas (Dahmen, 2001; Lahusen – Formigli, 2001, p. 162-163, n.º 96).
La determinación de los tipos estatuarios vinculados a los retratos hispanos de emperatrices
y princesas resulta una tarea bastante más difícil. De hecho, sólo podemos llevarla a cabo con
certeza en dos casos Así, el rostro idealizado de la Livia de Baena se aviene a la vestimenta
“griega”, túnica (chiton) y manto (himation), que porta su estatua sedente (León, 2001b,
p. 328-329, n.º 101; Garriguet, 2001, p. 25, n.º 36, con bibliografía anterior); mientras que
el busto de Agripina la Menor recuperado en la villa de Milreu (Trillmich, 1982, p. 115;
Souza, 1990, p. 42-43, n.º 121; Rodrigues Gonçalves, 2007, p. 88-90, n.º 9) nos muestra en
cambio a este personaje vistiendo la stola propia de las matronas romanas10. No obstante, el
rango elevado y el papel preeminente de las mujeres imperiales queda puesto claramente de
manifiesto por la presencia en sus cabezas de atributos como la diadema – documentada
hasta en 11 ocasiones, destacando las cabezas de Agripina la Menor de Barcelona (Trillmich,
1982, p. 116 ss.; Garriguet, 2006, p. 168-169), Conimbriga (Trillmich, 1982, p. 113; Souza,
1990, p. 21, n.º 36; Rodrigues Gonçalves, 2007, p. 87-88, n.º 8) y Mérida (2) (Trillmich,
1982, p. 109 ss. y 115-116; Álvarez-Nogales, 2003) – o la banda sacerdotal (infula) (vid.
Wood, 1999, p. 240 ss.), visible en tres ejemplares (entre ellos el retrato de Agripina la Menor
de Conimbriga y uno de los dos de esta emperatriz hallados en la capital lusitana). Seis cabe-
zas femeninas quedaron cubiertas por el manto, esto es, veladas, como la mencionada Livia
de Baena o la posible imagen de Drusilla de Alcurrucén (Pedro Abad, Córdoba) (Garriguet,
2002-2003, p. 130-137; Alexandridis, 2004, p. 149, cat. n.º 80), que además ostenta también
la diadema y una corona vegetal confeccionada a base de espigas de trigo (vid. Goette, 1984).
En cuanto a la identidad concreta de los personajes representados en los retratos imperiales
de Hispania, destaca sobremanera Augusto, de quien se conocen hasta la fecha 14 imágenes
seguras11 y dos probables12. Tal circunstancia no resulta en absoluto sorprendente, pues
Augusto es el emperador romano del que mayor número de retratos se ha conservado, más
de doscientos (Boschung, 1993a). El tipo reproducido con más frecuencia es claramente el
Prima Porta (hasta en nueve ocasiones), al que sigue el designado como Actium o Alcudia,

10 Sobre esta prenda femenina, vid. los trabajos de B. Scholz (1992), H. Blanck (1997) o A. Filges (2000).
11 Se trata de las cabezas de Conimbriga (Condeixa a-Velha, Portugal), Italica (2) Lora del Río (Sevilla), Mérida (2),
Mértola (Portugal), Pollentia (Alcudia, Mallorca; todavía como Octaviano), Porcuna (Jaén), Segobriga (Saelices,
Cuenca), Tarragona, Tomar (Portugal) y Turiaso (Tarazona, Zaragoza; ésta de época trajanea) (vid. Boschung, 1993a, p.
110, 113 s., 126 s., 131, 145, 149 s., 158 s., 163, 186 s., 190 y 193 s.; n.º 6, 13, 38, 47, 78, 89-91, 118, 130, 188, 198
y 208); además de la de Jaén (Baena – Beltrán, 2002, p. 75-76, n.º 10). Por otro lado, de Augusto conocemos en
Hispania al menos 22 inscripciones vinculadas, con seguridad o muy probablemente, a representaciones escultóricas
(vid. Højte, 2005, p. 243-247).
12 Un polémico retrato de Alcurrucén (Pedro Abad, Córdoba) (León, 2001b, p. 286-287, n.º 86; Garriguet, 2002-2003, p. 126-
129) y otro (velado) muy deteriorado de Tarragona (Koppel, 1985, p. 32, n.º 44).
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más antiguo, con tres ejemplares13. También esto puede considerarse perfectamente acorde con lo
que se observa en las restantes provincias del Imperio, ya que el tipo Prima Porta se convirtió en
el principal para Augusto a partir de los últimos años del siglo I a.C. y, sobre todo, tras su muerte
(Schmaltz, 1986; Fittschen, 1991, p. 154 ss.; Boschung, 1993a, p. 38 ss., 139 ss.; 1993b, p. 42-43);
cuando se fecha, precisamente, la inmensa mayoría de las piezas hispanas.
Después de Augusto los emperadores con mayor cantidad de retratos documentados actualmen-
te en España y Portugal son, en el orden siguiente, Tiberio, Trajano y Adriano. Del primero cono-
cemos siete efigies seguras14 – de las que cuatro pertenecen al llamado tipo “de Adopción” o
“Copenhague 623” (Fittschen – Zanker, 1985, p. 10 ss.; Boschung, 1993, p. 57) y dos, ya póstu-
mas, al tipo Chiaramonti (Hertel, 1982, p. 279 ss.; Fittschen-Zanker, 1985, p. 10 ss.; Boschung,
1993b, p. 56 ss.) – y una dudosa15. Habida cuenta de los tipos aludidos y de sus correspondien-
tes cronologías (inicios y finales de época tiberiana), el elevado número de imágenes hispanas de
Tiberio podría entenderse, en principio, en el contexto de la difícil sucesión al trono a comienzos
del Principado (concretamente, en relación a dos momentos clave para la dinastía julio-claudia:
los años inmediatamente anteriores y posteriores a la muerte de Augusto; y la llegada al poder de
un hijo del adorado Germánico en 37 d.C.); más que por una supuesta “simpatía” especial de los
hispanos hacia el hijo de Livia. No obstante, no debe descartarse que algunas comunidades his-
panas tuviesen motivos de peso para expresar su agradecimiento a Tiberio16.
Por su parte, los dos emperadores italicenses cuentan con siete y cinco representaciones en bulto
redondo, respectivamente17. Estas cifras podrían estar expresando en cierto modo la “popularidad”
alcanzada por Trajano y Adriano entre sus compatriotas, en un momento en el que los senadores
oriundos de Hispania acaparaban ya claramente los resortes del poder en la Urbs (Des Boscs –
Plateaux, 1995; Canto, 1998). Con respecto a sus imágenes, se observa una mayor diversidad tipo-
lógica que en los casos ya comentados de Augusto y Tiberio, quizá por un reparto cronológico más
equilibrado de los ejemplares conservados. De Trajano destacan sus dos retratos del tipo “de la
corona cívica” (Fittschen, 1977, p. 70-71; Bergmann, 1997, p. 137 ss.; Trillmich, 2000), mientras
que de Adriano merecen subrayarse las dos réplicas del denominado tipo Tarragona (Fittschen –

13 Para el tipo Actium consúltense los trabajos de P. Zanker (1973), U. Hausmann (1981), K. Fittschen (1991, p. 161 ss.) y
D. Boschung (1993b, p. 41-42).
14 Son las de Alcurrucén (Garriguet, 2002-2003, p. 122-126), Bilbilis (Calatayud, Zaragoza) (Martín Bueno – Sáenz, 2004, p.
261-262), Córdoba (Garriguet, 2002, p. 22-24, n.º 2a), Mahón (Menorca) (Balil, 1985), Mérida (Boschung, 2002, p. 79,
n.º 21.2; Trillmich, e. p.), Tarragona (Koppel, 2000a, p. 81-83) y Teba (Málaga) (León, 2001b, p. 252-253, n.º 75). La
cifra de homenajes estatuarios a Tiberio documentados hasta el momento a través de la epigrafía hispana es también
elevada, situándose en torno a catorce (Højte, 2005, p. 273-275).
15 Nos referimos a la destrozada cabeza de Sagunto (Rodà, 1990; Boschung, 2002, p. 52, n.º 8.7)
16 Recordemos, por ejemplo, el caso de Bilbilis y su monumentalización (Martín Bueno – Sáenz, 2004). O la embajada
que la Bética envió a Roma en el año 25 d.C. con el propósito de dedicar un templo a él y a Livia (Tácito, Ann., IV, 37).
Tal empresa, frustrada por la negativa del propio emperador, pudo estar relacionada con la decisión de Tiberio de cas-
tigar a Vibio Sereno, gobernador de Hispania Ulterior sólo unos años antes, por los supuestos abusos cometidos contra
los béticos durante su mandato (vid. Eck, 2001).
17 Los retratos de Trajano proceden de Aeminium (Coimbra, Portugal) (Souza, 1990, p. 23, n.º 41; Rodrigues Gonçalves,
2007, p. 97-100, n.º 14), Baelo Claudia (Bolonia, Cádiz), Guadix (Granada) (León, 2001b, p. 298 ss., n.º 91-92), Italica
(Santiponce, Sevilla) (León, 1995, p. 42 ss., n.º 5) y Tarragona (3) (Koppel, 1985, p. 80-81, n.º 105, y p. 92 ss., n.º 124-
125). Los de Adriano, de Borriol (Castellón) (Evers, 1994, p. 100-101, n.º 27; Arasa, 2000, p. 156-157), Italica (León,
2001b, p. 306 ss., n.º 93), Mérida (Ayerbe, 2004), Milreu (Faro, Portugal) (Fittschen, 1984; Souza, 1990, p. 43-44, n.º
124; Rodrigues Gonçalves, 2007, p. 100-103, n.º 15) y Tarragona (Koppel, 1985, p. 94-95, 126). En Hispania se tiene
constancia de diez u once inscripciones honoríficas dedicadas a Trajano, mientras que para Adriano la cifra oscila entre
trece y quince (Garriguet, 2005, p. 502 ss.; Højte, 2005, p. 381-383 y 417-419).
Retratos imperiales de Hispania 121

Zanker, 1985, p. 57-58; Evers, 1994, p. 240 ss.) y sendos ejemplos lusitanos que reproducen un
tipo ecléctico, surgido de la mezcla de dos esquemas anteriores, los conocidos como Chiaramonti
y Rollockenfrisur (Fittschen, 1984, p. 198 ss.; Evers, 1994, p. 225 ss, 233 ss.).
Otros emperadores que debemos mencionar aquí, en razón del número de sus representa-
ciones escultóricas llegadas hasta nosotros, son Calígula, Claudio y Vespasiano para el siglo
I d.C.; y Antonino Pío y Lucio Vero para la segunda centuria. A las dos cabezas de Calígula
identificadas con seguridad hasta el momento18 cabría añadir una tercera, fragmentada, del
Museo de Córdoba19. Tal cantidad puede parecer exigua, pero no debe pasarse por alto que
algunos de los retratos hispanos de Divus Augustus y de Claudio elaborados durante el prin-
cipado del segundo lo fueron a partir de efigies previas de Calígula; ello ofrece una visión
más próxima a la verdadera cantidad de estatuas que se le habrían erigido a este último en
Hispania durante sus escasos cuatro años de gobierno.
Por otro lado, también los cuatro retratos de Claudio20 – todos ellos adscritos al tipo princi-
pal (Fittschen – Zanker, 1985, p. 16; Boschung, 1993b, p. 70-71), y al menos dos con segu-
ridad fruto de reelaboraciones – dan fe del auge experimentado por la producción escultóri-
ca provincial en plena época julio-claudia; así como de la firme adhesión en estos instantes
de los hispanorromanos (especialmente de sus clases dirigentes) al régimen imperial y a la
citada dinastía21. Ambos hechos coincidieron, creemos que no casualmente, con la puesta en
marcha y, sobre todo, con la culminación, hacia mediados del siglo I d.C., de importantes
proyectos constructivos en un buen número de ciudades hispanas, caracterizados por el
abundante empleo de mármol (vid. Ramallo, 2004; Ruiz de Arbulo, 2004).
Todos los retratos de Vespasiano hallados hasta el momento en España y Portugal (dos segu-
ros y otros tantos dudosos)22 son obras reelaboradas que aprovecharon probablemente sin
excepción cabezas del denostado Nerón, circunstancia habitual en las imágenes escultóricas
del primer emperador flavio (Bergmann – Zanker, 1981; Varner, 2004, p. 52-55). Pese a no
tratarse de una cifra cuantiosa, al menos podría constituir un ejemplo de los testimonios de
lealtad, homenaje y agradecimiento que muchos hispanos, bien en solitario o bien en repre-
sentación de sus comunidades, debieron de ofrecerle a Vespasiano por la concesión del ius
Latii (Plinio, Nat.His. III, 30).
Una cabeza-retrato y dos bustos con coraza integran actualmente el repertorio de imágenes
de Antonino Pío documentadas en Hispania, todas de origen bético23 y réplicas del tipo prin-

18 Procedentes de Tharsis (Huelva) y Cártama (Málaga) (Boschung, 1989, p. 111, n.º 16 y 17; León, 2001b, p. 258 ss., n.º
77-78). Ambas reproducen el tipo principal (Boschung, 1989, p. 32 ss., 107 ss.; id., 1993b, p. 67-68).
19 Esta pieza perteneció en su día a la colección cordobesa de la familia Carbonell, aunque se ignora su procedencia (León,
2001b, p. 288-289, n.º 87; Garriguet, 2002, p. 25-28, n.º 3a).
20 Hallados en Alcacer do Sal (Portugal) (Souza, 1990, p. 56, n.º 155; Rodrigues Gonçalves, 2007, p. 82-84, n.º 6), Bilbilis
(Trillmich, 1993), Córdoba (Garriguet, 2002, p. 34-37, n.º 6a) y Tarragona (Koppel, 1985, p. 52, n.º 75).
21 Ello queda corroborado a través de la epigrafía, pues de Claudio existen en Hispania entre diez y trece inscripciones
honoríficas (vid. Højte, 2005, p. 303-304).
22 Seguros son los de Aeminium (Souza, 1990, p. 22-23, n.º 39; Rodrigues Gonçalves, 2007, p. 92-93, n.º 11) y Écija
(Sevilla) (León, 2001b, p. 290-291, n.º 88), mientras que el de Segobriga (Abascal – Almagro – Cebrián, 2002, p. 152-
153) y, sobre todo, el de Italica (León, 1995, p. 78-79, n.º 21) plantean dudas. Ocho inscripciones honoríficas, al
menos, se dedicaron a Vespasiano en Hispania (Højte, 2005, p. 333-335).
23 En concreto, proceden de Córdoba (Garriguet, 1998; 2002, p. 37-40, n.º 7a; León, 2001b, p. 314-315, n.º 96), ¿Los
Palacios? (Sevilla) y Puente Genil (Córdoba) (León, 2001b, p. 310 ss., n.º 94 y 95). Este pobre panorama escultórico
contrasta con la documentación epigráfica, pues de todos los emperadores del siglo II d.C. Antonino Pío es, a día de
hoy, el más homenajeado en Hispania con estatuas, dando testimonio de ello entre 18 y 20 inscripciones (Garriguet,
2005, p. 503; Højte, 2005, p. 477-480).
122 José Antonio Garriguet Mata

cipal, si bien dos reproducen la variante Croce Greca 595 y la tercera la denominada Formia
(Fittschen – Zanker, 1985, p. 63 ss.). De sus inmediatos sucesores, los coemperadores Marco
Aurelio y Lucio Vero, es el segundo el que parece contar hasta el momento con un número
mayor de retratos de procedencia peninsular24. En efecto, a los dos que pueden asignársele con
certeza – ambos pertenecientes al tipo IV, o principal (Fittschen – Zanker, 1985, p. 79 ss.; Flisi,
1989, p. 73 ss.) –, habría que sumar otro muy probable y un cuarto sobre el que, no obs-
tante, existen importantes dudas, dado su estado fragmentario25.
Entre los príncipes herederos que no llegaron a gobernar y pueden hoy día identificarse sin
demasiados problemas despunta claramente Druso el Menor, de quien se conocen en la
actualidad cuatro retratos seguros26 y uno dudoso, que ha dado pie a largas discusiones sobre
su identidad27. La significativa presencia de imágenes de este príncipe julio-claudio en las
provincias hispanas cobra sentido en el marco de la propaganda dinástica difundida por
doquier entre las épocas tardoaugustea y tiberiana temprana. Pero no deja de llamar la aten-
ción que de su primo y coheredero, Germánico, sólo se hayan documentado hasta ahora dos
retratos en suelo hispano28, máxime cuando existen indicios del fervor (ya fuese éste espontá-
neo y/o estimulado por las autoridades romanas) que su persona suscitó entre los provinciales
(recordemos, por ejemplo, las prescripciones recogidas en la Tabula Siarensis) (Sánchez – Ostiz,
1999). Creemos que esta circunstancia podría estar motivada en gran medida por una sim-
ple cuestión de azar, si bien tal vez no deban descartarse otras posibles explicaciones. En
cualquier caso, disponemos también de dos retratos del mayor de los hijos de Germánico,
Nerón29, realizados ambos durante el principado de su hermano, Calígula y pertenecientes
al tipo lamado Corinto-Stuttgart (Boschung, 1993b, p. 65-66).
Por lo que respecta a los personajes femeninos, más arriba hemos aludido al destacado papel que
desempeñaron dos emperatrices julio-claudias y a su reflejo en la plástica hispana. Nos referimos
a Livia y a Agripina la Menor. De la primera, pieza clave para toda la dinastía por haber sido la
esposa de Augusto y estar emparentada con los demás emperadores de esta familia (Wood, 1999,
p. 75 ss.), conocemos cinco retratos seguros30 y tres probables31. El tipo más reproducido es el

24 En cambio, de Marco Aurelio se conocen tan sólo dos cabezas, que lo retratan aún como príncipe heredero. Una fue
hallada en Italica (León, 1995, p. 82-83, n.º 23; 2001b, p. 316 ss., n.º 97); la otra en Tarragona (Koppel, 1985, p. 33-
34, n.º 46). También en la epigrafía estatuaria hispana Lucio Vero supera a Marco Aurelio. Del primero se conocen trece
o catorce dedicaciones; del segundo, entre nueve y once (Garriguet, 2005, p. 503 ss.; Højte, 2005, p. 516-518 y 543-544).
25 Los retratos seguros provienen de Mérida (Nogales, 1995a) y Tarragona (Koppel, 1985, p. 33-34, n.º 46); la pieza pro-
bable de Doña Mencía (Córdoba) (León, 2001b, p. 320-321, n.º 98); y el más problemático de la villa tarraconense de
Els Munts (Koppel, 2000b, p. 380 ss.).
26 Las cabezas de Bilbilis (hoy desaparecida) (Martín Bueno – Sáenz, 2004, p. 262-263), Medina Sidonia (Cádiz), Puente
Genil (León, 2001b, p. 274 ss., n.º 83-84) y Zaragoza (Beltrán, 1983).
27 Nos referimos al recuperado en la exedra central del peristilo del teatro emeritense, que encaja en una de las figuras
togadas recuperadas también en dicha estancia. Para las distintos nombres propuestos en relación a este polémico retra-
to, vid. C. B. Rose (1997, p. 132-133) y D. Boschung (2002, p. 79, n.º 21.3).
28 Son las cabezas de Medina Sidonia (León, 2001b, p. 272-273, n.º 82) y Tarragona (Koppel, 1985, p. 13-14, n.º 1).
29 Hallados, respectivamente, en la villa de la Estación de Antequera (Málaga) (León, 2001b, p. 280 ss., n.º 85) y en el
entorno del foro colonial de Tarragona (Koppel, 2000a, p. 83-84),
30 Procedentes de Ampurias (Winkes, 1995, p. 84-85; Bartman, 1999, p. 166; Garriguet, 2006, p. 150-151), Baena
(Córdoba) (León, 2001b, p. 328-329, n.º 101; Garriguet, 2001, p. 25, n.º 36; con bibliografía anterior), Córdoba (León,
2001b, p. 36-327, n.º 100; Garriguet, 2002, p. 19-21, n.º 1a), Medina Sidonia (León, 2001b, p. 322 ss., n.º 99) y
Tarragona (Koppel, 1985, p. 91-92, n.º 122; Winkes, 1995, p. 178-179, n.º 101; Bartman, 1999, p. 168).
31 Se trata de cabezas descubiertas en Aeminium, (Souza, 1990, p. 20-21, n.º 34; Rodrigues Gonçalves, 2007: 79-81, n.º 4),
Bornos (Cádiz) (Blanco, 1978, p. 133; id., p. 1982: 659) y La Rambla (Córdoba) (Garriguet, 2002, p. 28-31, n.º 4a).
Livia aparece homenajeada en Hispania a través de tres o cuatro inscripciones, procedentes de Anticaria (CIL II?/5, 748),
Segobriga (CIL II, 3102), Tucci (CIL II?/5, 73, ésta no segura) y Urgavo Alba (CIL II?/7 73).
Retratos imperiales de Hispania 123

denominado generalmente Fayum (Boschung, 1993b, p. 45 ss.; Winkes, 1995, p. 39 ss.; Bartman,
1999, p. 74 ss.), documentado en tres ejemplares, si bien el retrato que ofrece mayores peculiari-
dades iconográficas, por su crudo aspecto avejentado, es la cabeza de Ampurias adscrita al tipo
Marbury Hall (Boschung, 1993b, p. 45; Winkes, 1995, p. 25 ss.), ya que las restantes imágenes his-
panas de Livia la muestran con su habitual apariencia juvenil. La cifra total de retratos de esta
emperatriz resulta acorde no sólo con su posición relevante en el régimen del Principado, sino
también con la devoción que le rindieron sus súbditos hispanos en vida y tras su divinización32.
Un número todavía mayor de representaciones, ocho como mínimo, ha llegado hasta nosotros
de Agripina la Menor33, lo cual convierte a las provincias hispanas en uno de los territorios del
Imperio romano en el que más estatuas se le erigieron, hecho que probablemente no sea casual
y sobre el que debe profundizarse. A pesar de ser hija de Germánico y hermana de Calígula,
Agripina la Menor no alcanzó verdadera preeminencia dentro de la familia julio-claudia hasta
su matrimonio con su tío, el emperador Claudio, en el año 49 d.C. (Tácito, Ann., XII, 5-8;
Suetonio, Claud. 26, 3). Entre ese momento y su muerte, acaecida una década más tarde por
mandato de su hijo, el también emperador Nerón, Agripina la Menor fue la principal mujer de
la dinastía en el poder. No extraña, por consiguiente, que la mayoría de los retratos hispanos de
este personaje se fechen entre las épocas claudia tardía y neroniana temprana, destacando los
tipos Milán y Nápoles-Parma (Fittschen – Zanker, 1983, p. 6-7; Boschung, 1993b, p. 73-74).
De las mujeres julio-claudias que nunca llegaron a sentarse en el trono imperial sobresale
Agripina la Mayor, nieta de Augusto, esposa de Germánico y madre de Calígula y Agripina la
Menor. Tres efigies suyas seguras34 y una dudosa y muy controvertida35 han sido halladas hasta
la fecha en España y Portugal. Su cronología oscila entre la época de Calígula y los últimos años
del principado de Claudio. Por ultimo, dos princesas de estos mismos momentos aparecen
representadas en Hispania con sendos retratos. Se trataría, por un lado, de Drusilla, la hermana
preferida de Calígula, divinizada por éste tras su muerte en 38 d.C. (Dio Cass. 59, 11.3.4, 13.8.9
y 24.7; Suetonio, Cal. 24, 2-3)36; y, por otro, de Claudia Octavia, hija del emperador Claudio y
primera esposa del joven Nerón, quién jugó por ello un papel destacado en la política sucesoria
diseñada por su padre (y su madrastra) a principios de los años 50 del siglo I d.C.37

32 Pruebas de ello, antes de su muerte, se encuentran en las monedas acuñadas por Hispalis (Sevilla) con la efigie de Livia
(Iulia Augusta) y la leyenda genetrix Orbis (RPC I, 73); en la inscripción de Antequera aludida en la nota anterior (CIL
II?/5, 748) – en la que la vieja emperatriz aparece nuevamente con el título genetrix Orbis –; o en la existencia de un fla-
men encargado de su culto en Mérida (Trilmich, e.p.). En cuanto a los honores recibidos por Livia tras ser declarada diva
oficialmente, vid. E. Bartman (1999, p. 122 ss.) o J. A. Garriguet (2002, p. 172-173).
33 Las representaciones proceden de Barcelona, Conimbriga, Denia (Alicante), Mérida (2), Milreu (Trillmich, 1982, p. 109
ss.) y Villalba del Alcor (Huelva) (León, 2001b, p. 336 ss., n.º 103). Por otro lado, D. Boschung (2002, p. 135, n.º 56.2)
y A. Alexandridis (2004, p. 157, n.º 102) aluden a una supuesta cabeza de Agripina la Menor procedente de Ercavica,
pieza aún sin estudiar en detalle que, hasta el momento, no hemos tenido ocasión de examinar personalmente. Una
cabeza de Lezuza (Albacete) es dudosa (Trillmich, 1982, p. 116). Sin embargo, sólo tenemos constancia hasta la fecha
de una posible inscripción – de Mérida (Ramírez, 2003, p. 49-50, n.º 19) – dedicada a Agripina la Menor.
34 De Aeminium (Souza, 1990, p. 19-20, n.º 32; Rodrigues Gonçalves, 2007, p. 84-86, n.º 7), Badalona (Barcelona) (Trillmich,
1984, p. 148-149) y Segobriga (Abascal – Cebrián – Moneo, 1998-1999, p. 183 ss.), respectivamente. Las tres pertenecen al único
tipo seguro establecido para esta mujer de la familia julio-claudia, denominado Capitolio (Fittschen – Zanker, 1983, p. 5;
Boschung, 1993b, p. 61-62; Wood, 1999, p. 217 ss.). Sólo se han documentado en las provincias hispanas dos inscripciones
seguras dedicadas a la mujer de Germánico, una de Arucci (HEp 3, 1993, n.º 197) y otra de Mentesa Bastitanorum (CIL II?/5, 4).
35 Se trata de una conocida cabeza de Medina Sidonia (vid. León, 2001b, p. 332 ss., n.º 102).
36 Este personaje podría identificarse en una cabeza de Pedro Abad (Córdoba) (Garriguet, 2002-2003, p. 130-137; Alexan-dridis, 2004,
p. 149, n.º 80) y la conservada en la Hispanic Society de Nueva York (Wood, 1995, p. 475-476; Alexandridis, 2004, p. 151, n.º 86).
37 Sus retratos proceden de Clunia (Palol – Guitart, 2000, p. 78; Garriguet, 2006, p. 171-172) y Posadas (Córdoba) (León,
2001b, p. 344-345, n.º 105).
124 José Antonio Garriguet Mata

III. MATERIALES, FORMATOS, ESTADO DE CONSERVACIÓN Y TÉCNICAS

Salvo la cabecita de Divo Augusto procedente del municipio de Turiaso (Tarazona,


Zaragoza), realizada en carneola e interpretada recientemente como parte de un exvo-
to depositado en un santuario del municipio dedicado a las aguas (Beltrán, 2004, p. 89
ss.); y tres piezas de bronce – la cabeza-retrato de Tiberio hallada en Mahón (Menorca),
el pequeño y controvertido busto de Tiermes (Soria) y la no menos polémica estatua
togada del cortijo de Periate, (Píñar, Granada) (vid. Lahusen – Formigli, 2001, p. 116-
117, n.º 61; 162-163, n.º 96; y 297-298, n.º 186, con bibliografía anterior) –, las res-
tantes imágenes estudiadas (103) se realizaron en diferentes variedades de mármol
blanco.
Este acentuado desequilibrio entre retratos broncíneos y marmóreos tiene muy fácil
explicación. Así, mientras que la inmensa mayoría de las esculturas metálicas antiguas
desapareció hace siglos (mediante su desmembración y refundición) debido a su alto
valor (pensemos por ejemplo en las efigies de oro y plata) y a sus grandes posibilida-
des de reconversión (en monedas, armas, herramientas, etc.), la plástica coetánea rea-
lizada en mármol ha aguantado algo mejor – básicamente por el mayor esfuerzo que
supone su destrucción y traslado –, los embates del tiempo y las vicisitudes históricas
(Trillmich, 1990, p. 37-39; Højte, 2005, p. 13 ss.); aun cuando tampoco se haya libra-
do del todo de su destrucción intencional y su reutilización preferentemente como
material constructivo.
Entre los mármoles identificados hasta el momento a través de los retratos imperiales
hispanos (hecho a veces todavía difícil de determinar con certeza por la escasez de aná-
lisis petrológicos) encontramos tanto rocas “provinciales” – extraídas de las canteras de
Almadén de la Plata (Sevilla)38 o Vilaviçosa-Estremoz (Portugal)39 –, como importadas,
bien desde Italia (Luni-Carrara)40, o bien desde Grecia (isla de Paros y monte Penté-
lico)41, ya fuese en este segundo caso directa o indirectamente. Ello permite hacerse una
idea aproximada no sólo de la importancia que la explotación de las canteras peninsu-
lares alcanzó en los primeros siglos de nuestra Era, sino también de la fluidez de las rela-
ciones comerciales establecidas por algunos centros hispanos con Roma y el
Mediterráneo oriental.
Aunque no faltan algunos ejemplos prácticamente colosales42 ni tampoco auténticas minia-
turas43, la inmensa mayoría de los retratos analizados posee un tamaño natural o ligeramen-
te mayor que el natural. Por otro lado, descontando las representaciones de pequeño for-
mato, los bustos seguros o probables y casos singulares como la gran estatua de Trajano de

38 En este mármol bético se elaboraron la cabeza de Claudio hallada en Córdoba y el posible retrato de la emperatriz
Sabina de Italica (León, 2001b).
39 Los retratos de Augusto de Conimbriga y Tomar (Boschung, 1993a; Rodrigues Gonçalves, 2007, p. 74-79, n.º 2 y 3) y el
de Adriano descubierto en la alcazaba de Mérida (Ayerbe, 2004) fueron trabajados en este mármol lusitano.
40 El mármol lunense se empleó para el retrato capite velato de Augusto de Mérida (Boschung, 1993a), las cabezas de Adriano,
Marco Aurelio y Lucio Vero de Tarragona (Koppel, 1985) o la de Marco Aurelio de Italica (León, 1995; id., 2001b).
41 En mármol pario se realizaron la cabeza de Claudio de Bilbilis (Trillmich, 1993) o las tarraconenses de Tiberio y Nerón
César (Koppel, 2000a). En pentélico, la cabeza colosal de Augusto de Italica o el también italicense busto de Adriano
(León, 1995; id., 2001).
42 Como la cabeza de Augusto mencionada en la nota anterior, procedente de Italica, que mide 73 cm de altura.
43 Por ejemplo, la ya citada cabecita de Turiaso (Beltrán, 2004), de 16 cm de altura; o el pequeño busto de Septimio Severo
procedente de Mérida (Nogales, 1995b), que no llega a los 27 cm.
Retratos imperiales de Hispania 125

Italica (cuya cabeza, hoy en gran parte perdida, fue trabajada en el mismo bloque que el cuer-
po), el resto de esculturas (en torno a 85) parece entrar en la categoría habitual de cabezas-
retratos. Este dato, combinado con el anterior, permite inferir que la inmensa mayoría de los
retratos imperiales hispanos remató en su día estatuas de carácter honorífico, muy proba-
blemente acompañadas en casi todos los casos de su correspondiente dedicación epigráfica
en distintos soportes.
Por otro lado, el estado de conservación de las piezas estudiadas resulta muy heterogéneo:
sólo unas cuantas han llegado hasta nosotros casi intactas o en óptimas condiciones,
como le sucede a la conocida cabeza velada de Augusto del teatro de Mérida (Boschung,
1993a, p. 163, n.º 130; Trillmich, e.p.) o a los retratos de Livia, Germánico y Druso el
Menor de Medina Sidonia (León, 2001b, p. 270-271, n.º 82-83; p. 322 ss., n.º 99, con
bibliografía anterior); mientras que una cifra considerablemente más elevada muestra
cierto grado de deterioro (aunque por lo general no tan grave como para impedir el reco-
nocimiento de las identidades), debido a razones muy diversas, destacando las derivadas
de las circunstancias en las que se produjeron los hallazgos. Por último, algunas se con-
servan en muy mal estado por causa de su alteración intencional ya en la Antigüedad o en
los siglos siguientes44.
Dato de gran interés es, asimismo, el relacionado con el fenómeno de la reelaboración de
efigies imperiales en la propia época romana, detectado al menos en 16 retratos hispanos
fechados entre época julio-claudia y principios del siglo II d.C. (Garriguet, 2006, p. 174-178).
Precisamente, la práctica de la Umarbeitung, junto al estudio del material y de su labra, nos
han permitido abordar recientemente la cuestión de la procedencia (local o foránea) de los
retratos imperiales hallados en Hispania, así como de los talleres que los elaboraron
(Garriguet, 2006).
También desde el punto de vista técnico merecen destacarse aquí, brevemente, otros dos
hechos: la detección de reparaciones antiguas en ciertas piezas, mediante el encajamiento de
nuevos fragmentos que sustituyeron a los dañados45; y la constatación de que otras – como
el retrato de Livia de Tarragona (Koppel, 1985, p. 91-92; Winkes, 1995, p. 178-179; Bartman,
1999, p. 168) – fueron trabajadas al menos en dos partes, para cuyo acoplamiento se recu-
rrió a veces al repiqueteado de la superficie de contacto entre ambos con el cincel de punta
(Garriguet, 2006, p. 158).

IV. DISTRIBUCIÓN GEOGRÁFICA Y TOPOGRÁFICA

Lamentablemente, son todavía muy pocos los retratos imperiales hispanos descubiertos en
el transcurso de excavaciones realizadas con rigurosa metodología arqueológica, si bien en
los últimos años se ha producido un ligero incremento en este sentido, gracias al desarro-
llo de la arqueología urbana y de proyectos de investigación sistemáticos, como el que se

44 Ese es el caso, por ejemplo, de una cabeza masculina de Sagunto (posiblemente de Tiberio) tocada con corona cívica y
muy mutilada (Rodà, 1990); y del retrato de Tiberio descubierto en Bilbilis, que apareció inserto en un muro de época
trajanea (Martín Bueno – Sáenz, 2004, p. 261-262).
45 Lo que se pone de manifiesto en el busto de Nerón Germánico de Antequera (León, 2001b, p. 280 ss., n.º 85) o en la
cabeza de Tiberio de Córdoba (León, 2001b, p. 254 ss., n.º 76; Garriguet, 2002, p. 22 ss., n.º 2a) según dos sistemas
distintos: inserción de una pequeña pieza de mármol para reponer la zona dañada y ensambladura de otro bloque con
ayuda de una espiga de hierro.
126 José Antonio Garriguet Mata

lleva a cabo en Segobriga (vid. Abascal – Almagro – Cebrián, 2002; Abascal – Cebrián –
Moneo, 1998-1999; Abascal – Cebrián – Trunk, 2004). Lógicamente, la descontextualiza-
ción que afecta a buena parte de las piezas constituye un serio inconveniente para su
correcta interpretación histórica, aunque prácticamente todas pueden vincularse, al menos,
a un yacimiento arqueológico o a una ciudad actual; e incluso, en los casos más afortuna-
dos, a un ámbito concreto de aquél o de ésta. Partiendo de tales datos podemos obtener
interesantes conclusiones sobre el reparto geográfico y topográfico de este importante
material escultórico.

IV.1. Provincias y conventos jurídicos

Dos grandes áreas de la península Ibérica, el tercio oriental de Hispania Citerior (sobre todo
el conventus Tarraconensis, pero también zonas del interior integradas en los conventus
Carthaginensis, Caesaraugustanus y Cluniensis) y el sector central de Baetica (los valles del
Guadalquivir y del Genil y su entorno), concentran la inmensa mayoría de los retratos impe-
riales hispanos conocidos hasta la fecha (fig. 1). Del resto de Hispania sólo cabe destacar
unos cuantos enclaves de Lusitania (y muy especialmente su capital, Augusta Emerita), así
como de la franja costera meridional y las islas Baleares. Este desigual reparto geográfico no
puede considerarse en absoluto casual, ya que las dos extensas áreas mencionadas en primer
término fueron las que más temprano y con más intensidad entraron en contacto con Roma.
A comienzos de la etapa imperial eran, pues, las que más profundamente habían adoptado
el modo de vida y las costumbres romanas (ese complejo fenómeno cultural que designa-
mos habitualmente con el sencillo término de “romanización”), disponiendo para entonces
de un red de ciudades bien articulada que, en general, remontaba sus orígenes a época pre-
rromana46.
Atendiendo a las divisiones provinciales y conventuales de Hispania establecidas por
Augusto a finales del siglo I a.C. debemos llamar la atención, en primer lugar, sobre la simi-
litud que Hispania Citerior y Baetica presentan en relación con la cantidad total de retratos
imperiales hallados en sus respectivos territorios (pese a la enorme diferencia de superficie
que existió entre una y otra) (fig. 2); pues de la primera proceden 40 piezas, por 44 de la
segunda. A una distancia bastante considerable de ambas se encuentra Lusitania, únicamen-
te con 22 ejemplares47. Esta distribución de los retratos hispanos por provincias coincide en
gran medida – creemos que no por casualidad – con la de las estatuas e inscripciones impe-
riales. Así, mientras que la Bética ha proporcionado más de una treintena de estatuas y la
Tarraconense, contando los últimos hallazgos de Segobriga (Noguera – Abascal – Cebrián,
2005), casi 40, en Lusitania no llegan aún a 20 (vid. Garriguet, 2001; id., e.p.). Por su parte, fren-
te a los más de 150 epígrafes imperiales documentados hasta el momento tanto en Bética como
en Tarraconense, Lusitania aporta una cantidad muy inferior, que ni siquiera alcanza la tercera
parte de dicha cifra (Garriguet, e.p.).

46 Ambos ámbitos territoriales eran, en definitiva, los que hacia el cambio de Era reunían las condiciones socio-econó-
micas idóneas para adherirse de buen grado al régimen imperial, desarrollar ambiciosos programas de monumentali-
zación urbana y acoger, de ahí en adelante, las imágenes de Augusto y sus sucesores (vid. Trillmich – Zanker, 1990;
Ramallo, 2004; Ruiz de Arbulo, 2004).
47 Sólo uno de los 107 retratos estudiados por nosotros no tiene procedencia segura. Se trata de la cabeza femenina de la
Hispanic Society de Nueva York (Wood, 1995, p. 475-476; Alexandridis, 2004, p. 151, n.º 86).
Figura 1. Mapa de dispersión general de los retratos imperiales hispanorromanos
(elaboración propia a partir de Trillmich et alii, 1993).

Figura 2. Distribución de los retratos imperiales de Hispania por provincias y conventus


(elaboración propia a partir de Trillmich et alii, 1993).
128 José Antonio Garriguet Mata

El reparto de retratos imperiales por conventus resulta también de gran interés (fig. 2). En la
Bética se observa una tendencia al equilibrio entre los tres del interior, Astigitanus, Cordubensis
e Hispalensis (cada uno dispone de más de diez ejemplares, aunque el último aventaja lige-
ramente a los otros dos, con 15 testimonios), quedando el Gaditanus algo rezagado. En
Lusitania se destaca claramente el conventus Emeritensis (realmente la ciudad de Augusta
Emerita, como veremos más abajo), con una decena de piezas, mientras que los conventus
Pacensis y Scallabitanus se mantienen visiblemente por detrás de aquél, pero con cierta pari-
dad entre sí. Por último, en el seno de Hispania Citerior se aprecia un enorme desequilibrio.
En efecto, al conventus Tarraconensis – el que más retratos imperiales reúne de toda Hispania
con diferencia, 21 – le siguen de lejos el Carthaginensis y el Caesaraugustanus, con nueve y siete
respectivamente. En el Cluniensis sólo se han constatado tres por ahora. Finalmente, ningu-
no de los conventus del noroeste hispano ha proporcionado hasta el momento retratos impe-
riales seguros.
De nuevo la comparación con la dispersión de las estatuas e inscripciones imperiales por
la península Ibérica (Garriguet, e.p.) arroja, aunque con ligeros matices, unos resultados
bastante coincidentes: en la Bética la suma de testimonios estatuarios y epigráficos pone
nuevamente de manifiesto una cierta igualdad entre los tres conventus jurídicos del inte-
rior, al igual que la notable desventaja del Gaditanus48 en Lusitania el predominio del con-
ventus Emeritensis es ahora todavía más claro. Los conventus Pacensis y Scallabitanus, muy
alejados de aquél, compiten una vez más entre sí con cifras muy similares. En cuanto a
Hispania Citerior, la preponderancia de los conventus Tarraconensis y Carthaginensis es ya
indiscutible. Los demás territorios de dicha provincia se hallan, en este sentido, a enorme
distancia de ellos. Evidentemente, a la hora de extraer conclusiones históricas a partir de
los meros datos estadísticos hay que obrar con prudencia y suma cautela. Sin embargo,
creemos que la innegable concordancia observada, en términos generales, entre docu-
mentación escultórica y epigráfica no puede interpretarse como una simple coincidencia
debida al azar de los hallazgos, sino más bien como un cierto reflejo de la realidad pro-
vincial hispana49.

IV.2. Ciudad y territorio

Ochenta y nueve retratos imperiales (el 83,1% del total) proceden con seguridad de
antiguos núcleos urbanos de estatuto colonial o municipal. Destacan, por este orden,
Tarraco (con 15 ejemplares); Augusta Emerita (10); Italica (10); Corduba (6); Aeminium,
Asido y Segobriga (4); Bilbilis y Sacilis Martiale (3); y, por último, Caesaraugusta, Clunia y
Conimbriga, cada una con dos. A ellas deben sumarse aquellas otras ciudades en las que
por el momento solamente ha aparecido un retrato imperial, poco más de una veinte-
na (fig. 3).

48 No resulta posible aquí reflexionar con detenimiento sobre las razones últimas de esta situación de inferiori-
dad, respecto al número de “testimonios imperiales” de los restantes conventos béticos, que cabe observar en
el conventus Gaditanus. Posiblemente se deba, en buena parte, a un menor grado de desarrollo en las investiga-
ciones arqueológicas, aunque tal vez deberían considerarse, siquiera dentro de una simple línea de trabajo, fac-
tores tales como la composición social de sus comunidades urbanas o el origen fenicio-púnico de muchas de
ellas.
49 Evidencias como las expuestas vendrían a demostrar que los resultados de nuestro estudio sobre las estatuas imperiales
de Hispania (Garriguet, 2001) no son tan parciales, incompletos y engañosos como se ha sostenido (Arce, 2002, p. 236).
Retratos imperiales de Hispania 129

Al margen de una sola pieza procedente de un posible contexto militar – la cabeza de Tiberio
de Mahón (Balil, 1985; Trillmich, 1990: 41 ss.)50 – y de otra conservada en Nueva York, cuyo
origen, con certeza hispano, no puede precisarse más (Wood, 1995, p. 475-476), el resto de
representaciones se reparte por el territorio – es decir, por espacios no urbanos – de la
siguiente manera: seis en grandes villae51; nueve en yacimientos hoy día de difícil clasificación
e interpretación por falta de datos arqueológicos (pudiendo responder algunos quizás a la
categoría de pequeñas ciudades y otros a asentamientos rurales)52; y una más en una posible
mansio53.
Esta distribución merece ser cotejada también, lógicamente, con las de las estatuas e inscrip-
ciones imperiales (concentradas asimismo en su inmensa mayoría en centros urbanos). Con
respecto a las primeras, las ciudades que mayor número de piezas concentran son Segobriga
(actualmente más de 15), Augusta Emerita (13); Italica (11); Tarraco (10); y Corduba (6). De
otras 14 poblaciones proceden entre una y tres estatuas imperiales. Ciertamente, la epigrafía
amplía de forma muy considerable el número de ciudades representadas (en torno a 120).
Pero si nos fijamos en aquellas que albergan mayor cantidad de inscripciones imperiales,
encontraremos no pocas similitudes con el reparto de retratos y estatuas. Así, Tarraco se sitúa
de nuevo al frente, con 28 epígrafes. Le siguen Corduba (14); Augusta Emerita, Saguntum y
Valentia (11); Tucci (10), Italica y el Municipium Flavium ¿? (Azuaga, Badajoz) (9); Barcino,
Hispalis, Segobriga, Ulia Fidentia y Urgavo Alba (8); Carthago Nova y Olisipo (7); y Munigua y,
tal vez, Acci (6).
Como puede apreciarse, en las tres categorías contempladas (retratos, estatuas e inscrip-
ciones) sobresalen reiteradamente las capitales provinciales y otras dos ciudades supues-
tamente “menores”, Italica y Segobriga. Lo primero es perfectamente explicable y com-
prensible, habida cuenta del importantísimo papel que Tarraco, Augusta Emerita y Corduba
desempeñaron desde los puntos de vista político-administrativo y económico en el con-
texto hispano, actuando como polos de atracción para la población provincial y también
como centros de difusión de los modelos metropolitanos en sus respectivos territorios
(vid. los trabajos incluidos en Ramallo, 2004 y Ruiz de Arbulo, 2004). En cuanto a Italica
y Segobriga, si bien es cierto que se trata de sitios despoblados o yacimientos arqueológi-

50 Es obvio que en los campamentos hispanos del noroeste habrían existido a lo largo del tiempo numerosas estatuas
imperiales, como ponen de manifiesto los testimonios epigráficos y escultóricos descubiertos en algunos de ellos
(Gamer, 1975). Pero tales restos escultóricos, elaborados generalmente en bronce y muy escasos, proporcionan hoy día
información muy parca debido a su estado sumamente fragmentario, no pudiendo ni siquiera fecharse con precisión
ni asociarse con seguridad a las mencionadas inscripciones.
51 Destacando claramente la de Milreu, pues en ella se recuperaron tres de esos seis retratos imperiales (sendos bustos de
Agripina la Menor y Adriano y una cabeza de Galieno), cada uno además de muy diferente cronología (vid. Trillmich,
1982, p. 115; Fittschen, 1984; id., 1993; Souza, 1990, p. 42 ss., n.º 121, 124, 127; Rodrigues Gonçalves, 2007, p. 88-90,
n.º 9; 100-107, n.º 15 y 16). Por otro lado, la conocida cabeza de Domiciano supuestamente de Almedinilla (Córdoba)
(León, 2001b, p. 292-293, n.º 89), cuya posible vinculación a la villa de El Ruedo se ha sugerido en los últimos años
(Vaquerizo – Noguera, 1997, p. 106 ss.), podría proceder en realidad de Italica, según parece desprenderse de la revi-
sión de documentos antiguos del Museo Arqueológico Nacional (Madrid) realizada recientemente por Dª Mª Ángeles
Castellanos, conservadora del citado Museo. Agrademos muy sinceramente al Prof. Dr. Desiderio Vaquerizo el haber-
nos comunicado de inmediato la noticia de este importante descubrimiento.
52 Entre ellas se encuentran las cabezas de Druso el Menor y Lucio Vero halladas en las localidades cordobesas de Puente
Genil y Doña Mencía, respectivamente (León, 2001b, p. 276 ss., n.º 84; p. 320-321, n.º 98).
53 El togado localizado en el cortijo de Periate (Píñar, Granada) (vid. Lahusen – Formigli, 2001, p. 297-298, con referen-
cias anteriores).
130 José Antonio Garriguet Mata

Figura 3. Ciudades de procedencia de los retratos imperiales hispanorromanos


(elaboración propia a partir de Trillmich et alii, 1993).

cos (no “ciudades históricas” habitadas ininterrumpidamente desde la Antigüedad hasta


nuestros días), y que ambos vienen siendo intensamente investigados desde hace bastan-
te tiempo por la Arqueología (el primero desde el siglo XIX y el segundo desde la segunda
mitad del XX), no debe pasarse por alto que desde muy temprano la dos poblaciones die-
ron claras muestras de su considerable riqueza y de las pretensiones jurídico-sociales de
sus familias más distinguidas (Des Boscs-Plateaux, 1995, p. 114-119; Abascal – Cebrián –
Trunk, 2004), alcanzando su cenit económico y urbanístico en época adrianea (León,
2004) y en las décadas centrales del siglo I d.C. (Almagro – Abascal, 1999), respectiva-
mente. Sea como fuere, la relación conjunta de homenajes imperiales por ciudades mues-
tra de forma nítida su concentración en un número relativamente reducido de núcleos
urbanos, tanto colonias como municipios. Aunque estas cifras están evidentemente suje-
tas a los constantes progresos de la investigación arqueológica, sin embargo, deberían
tenerse en cuenta a la hora de extraer conclusiones.
Finalmente, debemos señalar que de los ochenta y nueve retratos imperiales descubiertos en
el ámbito urbano, al menos veintitrés se ubicaron en áreas forenses y catorce en teatros o en su
entorno más inmediato54.

54 En el caso de las estatuas imperiales son de nuevo foros y teatros los espacios urbanos que mayor número de piezas aca-
paran (Garriguet, 2001, p. 105 ss.).
Retratos imperiales de Hispania 131

V. CRONOLOGÍAS DEL RETRATO IMPERIAL HISPANORROMANO

La distribución cronológica de los retratos imperiales hispanos plantea problemas aún de


mayor envergadura que su procedencia, y por ello bastante más difíciles de resolver de
manera satisfactoria en estos instantes a partir de la documentación existente. Tomado en
su conjunto, el material escultórico objeto de estudio se fecha entre las últimas décadas del
siglo I a.C. – cronología aportada por la cabeza de Octaviano de Pollentia (Alcudia,
Mallorca) (Boschung, 1993a, p. 110, n.º 6) – y la época tetrárquica, momento en el que se
reelaboró el retrato de una estatua togada de Italica del siglo II d.C. (Goette, 1990, p. 56;
León, 1995, p. 70; 2001b, p. 140-141). Pero estos dos extremos temporales no deben lle-
varnos a engaño, ya que el reparto cronológico de los retratos imperiales de Hispania
durante esas casi tres centurias no resulta, ni mucho menos, equilibrado. Antes al contra-
rio, evidencia grandes contrastes entre las diferentes etapas representadas en esos aproxi-
madamente trescientos años (fig. 4).
En efecto, la gran mayoría de piezas (72) corresponde a las épocas augustea y julio-claudia,
esto es, a un período de casi un siglo de duración. Para la época flavia contamos sólo con
seis ejemplares. La cifra se incrementa nuevamente, aunque sin acercarse a la de la primera
mitad del siglo I d.C., en los noventa y seis años que van desde Nerva a Cómodo (24 retra-
tos). Con los Severos se aprecia un súbito y acusadísimo descenso en el número de retratos
imperiales, pues tan sólo se conoce hasta el momento el bustito emeritense de Septimio
Severo. Por último, para todo el siglo III d.C. únicamente documentamos una cabeza de
Galieno de Milreu (Souza, 1990, p. 45, n.º 127; Fittschen, 1993), el togado varias veces alu-
dido de Periate y la figura togada de Italica de identidad imprecisa cuyo rostro fue reelabo-
rado en época tetrárquica. Con esta estatua se cierra actualmente, como hemos indicado, el
repertorio de retratos imperiales hispanorromanos.
Tan peculiar y completamente descompensada distribución cronológica necesita ser explica-
da de forma convincente, sin recurrir a argumentos simples como la casualidad de los hallaz-
gos. Deben plantearse, por tanto, posibles explicaciones de índole histórica. El análisis que
sigue pretende ofrecerlas, apoyándonos para ello en los datos aportados también por la esta-
tuaria y la epigrafía. No obstante, en la actualidad esta es una de las cuestiones que se man-
tiene más abierta al debate científico.
El elevado número de retratos de Augusto y la dinastía julio-claudia atestiguado en Hispania
no causa de entrada sorpresa alguna, pues es bien sabido que desde finales del siglo I a.C. y
hasta la muerte de Nerón se erigieron, a lo largo y ancho del Imperio romano, numerosos
ciclos estatuarios dedicados al Princeps y a su familia (vid. Rose, 1997; Boschung, 2002; tam-
bién Rosso, 2006, p. 22-26, para las provincias galas). En los procesos de monumentaliza-
ción urbana desarrollados en Hispania durante la primera mitad del siglo I d.C. – financia-
dos en su mayor parte por las elites locales y, en ocasiones, con participación de miembros
de la casa imperial –, las imágenes del emperador y su familia desempeñaron un papel cru-
cial55. Por otro lado, las elevadas cifras alcanzadas por los retratos en este momento con-
cuerdan con las que ofrecen también la estatuaria y la epigrafía imperiales: cerca de setenta
para las primeras (Garriguet, 2001) y en torno a noventa para las segundas (Garriguet, e.p.).

55 Sobre la monumentalización arquitectónica y escultórica de las ciudades hispanas en época augustea y julio-claudia,
véanse los trabajos colectivos editados por W. Trillmich, P. Zanker (1990), S. Ramallo (2004), J. Ruiz de Arbulo (2004)
y D. Vaquerizo – J. F. Murillo (2006).
132 José Antonio Garriguet Mata

Figura 4. Reparto cronológico de los retratos imperiales de Hispania (por dinastías-épocas) (según J. A. Garriguet).

También el retrato privado en mármol conoció por esas mismas fechas una situación de ver-
dadero auge, como demuestran las nutridas series de efigies de particulares procedentes de
Augusta Emerita (Nogales, 1997), Barcino (Jucker, 1963; Rodà, 2002), Carmo (León, 2001a) o
Italica (León, 1995, p. 84 ss.); que dan buena cuenta por añadidura de la intensa, casi frené-
tica, actividad registrada entonces por los talleres escultóricos locales (vid. Garriguet, 2006).
Como hemos indicado, en época flavia se constata un fuerte descenso en el número de
retratos imperiales. Así, para los veintisiete años que duró este período sólo se conocen seis
ejemplares56: tres cabezas seguras de Vespasiano, elaboradas a partir de otras tantas de
Nerón, procedentes de Aeminium (Souza, 1990, p. 22-23, n.º 39; Rodrigues Gonçalves,
2007, p. 92-93, n.º 11), Écija (León, 2001b, p. 290-291) y Segobriga (Abascal – Almagro –
Cebrián, 2002, p. 152-153; Garriguet, 2006, p. 176-177); y una cuarta probable, de Italica
(León, 1995, p. 78-79, n.º 21); y dos retratos de Domiciano57. Este pronunciado retroceso,
constatado también en las estatuas imperiales y en la epigrafía estatuaria (Garriguet, e.p.) no
parece tener fácil explicación. En primer lugar, porque la concesión del ius Latii a toda
Hispania por Vespasiano debería haber propiciado, en teoría, numerosos gestos de agradeci-

56 En principio, podría parecer una cifra normal para una etapa relativamente tan breve. Pero si la comparamos con el
número de retratos que pueden fecharse en los aproximadamente 25 años que van desde época tiberiana tardía a fina-
les de época claudia (¡39!) podremos apreciar la magnitud del descenso aludido. Señalemos, además, que en la Galia
se observa una situación muy similar, pues de allí proceden únicamente un retrato de Vespasiano, tres de Tito y dos de
Domiciano (Rosso, 2006, p. 26).
57 Uno de ¿Almedinilla o Italica? (vid. supra n. 51) y otro de Munigua (Mulva, Sevilla) (León, 2001b, p. 292 ss., n.º 89-90,
con bibliografía anterior). Pese a la damnatio memoriae sufrida oficialmente por este emperador, en Hispania se han con-
servado cinco inscripciones del mismo (Højte, 2005, p. 356-35).
Retratos imperiales de Hispania 133

miento por parte de las ciudades que promocionaron entonces al rango de municipios. Sin
embargo, este hecho sólo puede rastrearse de momento en contadas ocasiones, como en
Munigua, de donde procede uno de los retratos de Domiciano y pedestales de estatua dedi-
cados a su padre y a su hermano divinizados y, tal vez, también a él mismo (CILA 5, 64-67,
n.º 1064-1066).
Por otro lado, no existen indicios que pongan en duda la buena salud de la economía his-
pana en este período. Antes al contrario, la documentación arqueológica y epigráfica
demuestra que Hispania era, en las últimas décadas del siglo I d.C., un territorio próspero y
en plena expansión económica. Ejemplo de ello son las numerosas actividades evergéticas
(incluidas las dedicaciones de estatuas) llevadas a cabo en sus ciudades por las elites locales
y provinciales, que en Bética y Lusitania alcanzaron un desarrollo muy notable en este
momento (Melchor, 1994, p. 191; Andreu, 2004, p. 195-196).
Para la etapa de casi una centuria comprendida entre la llegada al poder de Nerva (del cual
no se conoce hasta la fecha ninguna imagen en Hispania)58 y la dinastía de los Severos con-
tamos con 24 retratos imperiales, destacando, como vimos más arriba, los de Trajano,
Adriano, Antonino Pío y Lucio Vero. Tal cantidad es abrumadoramente inferior a la del perí-
odo augusteo/julio-claudio. Algo semejante ocurre en el caso de las estatuas, fechadas en su
inmensa mayoría entre Trajano y Antonino Pío (Garriguet, 2005, p. 501). Sin embargo, las
inscripciones que testimonian la existencia de imágenes imperiales en la pujante Hispania
de los Antoninos, lejos de disminuir, incluso presentan cifras algo superiores a las de la etapa
antes mencionada (ibid., p. 502 ss.)59. Por consiguiente, a partir del siglo II d.C., y con mayor
claridad tras el principado de Antonino Pío, comienza a percibirse un importante y descon-
certante desequilibrio entre esculturas e inscripciones imperiales conservadas (ibid., p. 508-
509), que alcanzará niveles verdaderamente extremos con la dinastía de los Severos y a lo
largo de los siglos III y IV d.C.
En efecto, mientras que la dinastía severiana está representada hoy día en la plástica hispa-
norromana únicamente por el pequeño busto emeritense de Septimio Severo, propio de un
contexto privado (Nogales, 1995b), casi medio centenar de epígrafes demuestra la existencia
en Hispania de imágenes de este emperador y su familia, sobresaliendo los dedicados a
Caracalla (Cepas, 1997, p. 120-124). Teniendo en cuenta la duración total del período seve-
riano (cuarenta y dos años), ello significa una proporción de inscripciones imperiales lige-
ramente mayor incluso a las de las etapas augusteo/julio-claudia y antonina. En cambio, en
el terreno de la escultura imperial la ratio es desmesuradamente inferior a las de los dos siglos
anteriores60.
Entre la muerte de Alejandro Severo y los años finales del siglo III d.C. se fechan las tres últi-
mas piezas de nuestro catálogo: la cabeza de Galieno de Milreu, la del togado de Periate y la

58 Aunque sí tres inscripciones dedicadas aún en vida, como emperador. Proceden de Aroche y Riotinto (Huelva, CILA 1,
30-31, n.º 3; 77-79, n.º 29) y Castro Caldelas (Orense, CIL II, 4853a); A ellas hay que sumar la de Azuaga (Badajoz)
(CIL II?/7, 887), en la que Nerva figura ya como Divo.
59 Destaca el número de dedicaciones de Antonino Pío, aunque los demás emperadores de la dinastía (salvo Nerva y
Cómodo) están representados epigráficamente en Hispania al menos por una decena de ejemplos (vid. Garriguet, 2005,
p. 502 ss.; Højte, 2005).
60 Algo similar se observa en el retrato privado, especialmente en el de carácter honorífico (Rodà, 1996). Sin embargo, en
este caso el reducido número de representaciones privadas en bulto redondo documentado en Hispania tras los
Antoninos concuerda con el descenso, también muy considerable (hasta llegar casi a su completa desaparición), de las
dedicaciones de estatuas a particulares, detectado, igualmente, a partir de finales del siglo II d.C. (vid. Melchor, 1994,
p.172 ss.; Andreu, 2004, p. 183 ss.).
134 José Antonio Garriguet Mata

de otro togado con facciones reelaboradas. Muy pobre panorama es el que ofrece, por tanto,
el retrato imperial hispano en este convulso período histórico, sobre todo si lo cotejamos
con la epigrafía, ya que para esos mismos años se conocen aproximadamente 70 inscripcio-
nes vinculadas a estatuas, repartidas por ciudades como Barcino, Corduba, Italica, Saguntum,
Tarraco o Valentia. La mayor parte de esas estatuas fue dedicada por las comunidades urbanas
en su conjunto o bien por altos funcionarios de la administración imperial, como obligación
y/o testimonio de lealtad oficial hacia los emperadores homenajeados, por lo que la paula-
tina ausencia de iniciativas particulares – que en los siglos altoimperiales habían costeado
muchas de las estatuas imperiales (vid. Stylow, 2001) – habría quedado en buena parte com-
pensada.
En función del material epigráfico actualmente conocido, los emperadores de la denomina-
da “anarquía militar” que mayor número de representaciones escultóricas recibieron en
Hispania fueron Aureliano (probablemente ocho)61, Filipo el Árabe y Probo (7)62, Claudio II
(6)63 y Caro (5)64. Destaca también la emperatriz Furia Sabina Tranquilina, esposa de
Gordiano III, homenajeada en cinco ocasiones65. Finalmente, debemos aludir a las 22 ins-
cripciones imperiales datadas entre los últimos años del siglo III y los primeros del V d.C., así
como a las 17 que no podemos fechar de manera precisa, aun cuando en su mayor parte pue-
den llevarse a los siglos bajoimperiales66.
A tenor de los datos expuestos, se plantea necesariamente la siguiente pregunta: ¿cómo
explicar la casi absoluta inexistencia de testimonios escultóricos imperiales en Hispania a
partir de las últimas décadas del siglo II d.C., cuando los documentos epigráficos (sobre
todo pedestales de estatua) atestiguan de manera fehaciente su importante presencia

61 Sus epígrafes proceden de Barcelona (IRC IV, 84-85, n.º 25), Castulo (Linares) (dudosa, CILA 6, 141-142, n.º 89),
Córdoba (CIL II?/7, 260), Faro (IRCP 45-47, n.º 4), Isona (Lérida) (IRC II, 55, n.º 22), Sagunto (CIL II?/14, 316), Sevilla
(CILA 2, 28, n.º 12) y Valencia (CIL II?/14, 19).
62 Filipo el Árabe recibió homenajes en Badalona (IRC I, 1984, 181-182, n.º 137), Córdoba (CIL II?/7, 255), Lisboa (CIL II,
188), Llíria (Valencia) (CIL II?/14, 123), Tarragona (RIT 86), Toledo (CIL II, 3073) y Villaricos (Almería) (CIL II, 5947).
Por su parte, las inscripciones dedicadas a Probo han aparecido en Astorga (León) (ILA 45, n.º 21), Granada (2) (CILA
8, 2002, 30-32, n.º 3-4), Italica (CILA 3, 44-45, n.º 371), Martos (Jaén) (CIL II?/5, 80), Tarragona (RIT 88) y Valencia
(CIL II?/14, 20).
63 Estatuas de Claudio II se erigieron en Barcelona (IRC IV, 82-83, n.º 24), Játiva (Valencia) (CIL II, 3619), Martos (CIL II?/5,
79), Sagunto (2) (CIL II?/14, 315-316) y Valencia (CIL II?/14, 18).
64 Se trata de las inscripciones de Barcelona (IRC IV, 85-86, n.º 26), Ibiza (CIL II, 3660) Italica (CILA 3, 45-46, n.º 372),
Tarragona (RIT 89) y Tortosa (Cepas, 1997, p. 132, n.º 108).
65 En Badalona (IRC I, 180-181, n.º 136), Évora (IRCP 453, n.º 380), Gerona (IRC III, 23-24, n.º 1), Granada (CILA 8,
28-29, n.º 2) y Uxama (Soria) (Cepas, 1997, p. 126, n.º 59).
66 La gran cantidad de inscripciones imperiales fechadas en los siglos III y IV d.C. ha llevado a J. Arce (2002, p. 242) a sostener, equi-
vocadamente en nuestra opinión, que en ese período existieron en Hispania “más estatuas imperiales (...) que en ninguna otra
época anterior”. Ciertamente, la multitud de emperadores y usurpadores que se sucedieron en aquellas centurias hubo de tradu-
cirse en un número considerable de dedicaciones de estatuas honoríficas. Pero Arce “olvida” dos hechos importantes que con-
tradicen su afirmación: 1º) que especialmente a comienzos de la etapa imperial las inscripciones honoríficas hispanas se reali-
zaron, en gran medida, sobre placas de mármol o bronce (o en los propios plintos de las estatuas), y no sólo en pedestales cúbi-
cos de forma más o menos estandarizada, que resultaron bastante más frecuentes en Hispania a partir de finales del siglo I d.C.
Muchas de esas placas habrían conmemorado la erección de estatuas imperiales, aunque las propias características del soporte
utilizado y su estado generalmente fragmentario impiden asegurarlo en la mayoría de los casos. Al no poder interpretarlas como
testimonios seguros de representaciones escultóricas, pese a que tal vez lo fueran, el número de inscripciones imperiales de este
período se reduce en un porcentaje nada despreciable; y 2º) que durante los siglos I y II d.C., y muy en particular en época julio-
claudia, las imágenes imperiales fueron erigidas habitualmente en grupos, constituyendo a menudo amplios ciclos dinásticos.
Los principales espacios y edificios públicos de cualquier ciudad importante podían (y solían) albergar más de un conjunto escul-
tórico dedicado a una misma dinastía, lo que multiplicaba el número de estatuas imperiales existentes en una población y en un
momento concretos. Sin embargo, esta situación no parece constatarse apenas en los siglos bajoimperiales.
Retratos imperiales de Hispania 135

entonces y después (durante la mayor parte del siglo III y hasta las primeras décadas del
siglo IV d.C.) en numerosas ciudades hispanas? Creemos que la clave para la resolución de
esta interrogante se halla, en gran medida, en la atención conjunta de dos factores estre-
chamente relacionados: los materiales empleados a lo largo del tiempo para las imágenes
imperiales y la reelaboración generalizada de éstas (a partir, fundamentalmente, del Bajo
Imperio).

VI. EL BINOMIO MÁRMOL-BRONCE Y SU INCIDENCIA EN LA PRODUCCIÓN Y REE-


LABORACIÓN DE RETRATOS IMPERIALES. EL CASO HISPANO

Con excepción de las imágenes trabajadas en soportes perecederos, terracota o piedras


preciosas – generalmente de pequeño formato y contexto y uso privados –, la mayor
parte de los retratos y estatuas imperiales de carácter público y honorífico se realizó en
dos tipos básicos de materiales: mármoles blancos, bien locales o importados; y metal,
sobre todo bronce, aunque también plata y oro (o bronce dorado) (Pekáry, 1985; Højte,
2005, p. 43-52).
Del importante uso del mármol (en la amplia concepción romana del término marmor)
para la plástica imperial en general, no sólo la hispana, dan cuenta la propia evidencia
arqueológica, las fuentes literarias y, en bastante menor medida, la epigrafía. En cuanto al
empleo del metal, la desaparición generalmente por despedazamiento y refundición de la
inmensa mayoría de las piezas ya en la propia Antigüedad o en siglos posteriores limita
nuestro conocimiento a un número muy escaso de restos escultóricos, casi siempre muy
fragmentados – vid., por ejemplo, el caso recientemente estudiado de las esculturas broncí-
neas de Munigua (Krug, 2006) –; así como a las citas de autores antiguos (Lahusen –
Formigli, 2001, p. 13-15, 501 ss.) y a los soportes epigráficos, sobre los que volveremos des-
pués. Dadas las circunstancias, es muy difícil efectuar cálculos aproximados sobre la canti-
dad y proporción de imágenes imperiales marmóreas y metálicas erigidas en Hispania a lo
largo de la etapa imperial. No obstante, podemos intentar acercarnos al problema a partir de
la documentación arqueológica y epigráfica.
La producción de representaciones imperiales de mármol se encuentra en directa relación
con la explotación de canteras, el comercio y el trabajo (en talleres hispanos o foráneos) de
este tipo de piedra dura. Tales actividades, iniciadas en Hispania en época augustea, alcan-
zaron cotas verdaderamente elevadas entre los principados de Claudio y Nerón, como con-
secuencia de los procesos de monumentalización que estaban experimentando entonces
numerosas ciudades hispanas67. Los mármoles blancos y de color, locales o importados, lle-
naron a rebosar los ámbitos públicos y privados de éstas, ya fuese como elementos de deco-
ración arquitectónica, esculturas, revestimientos parietales o pavimentos (Rodà, 2004). El
uso de marmora fue asimismo considerable en el período comprendido entre la dinastía fla-
via y los comedios del siglo II d.C., asociado al ámbito privado, pero también a grandes pro-

67 Como una ciudad en obras calificó P. León (1996, p. 12), en expresión acertada, a la Colonia Patricia de los tiempos de
Séneca, situación que bien podría hacerse extensiva a poblaciones como Astigi, Augusta Emerita, Bilbilis, Caesaraugusta,
Carthago Nova, Saguntum, Segobriga, etc., como ponen de manifiesto los testimonios arqueológicos y epigráficos (vid. los
trabajos relativos a estas ciudades presentados en Trillmich – Zanker, 1990; Ramallo, 2004; Ruiz de Arbulo, 2004;
Vaquerizo – Murillo, 2006).
136 José Antonio Garriguet Mata

yectos de monumentalización urbana, como los ejecutados en Tarraco (Ruiz de Arbulo et alii,
2004) e Italica (Rodà, 1997, p. 166 ss.).
Tras el principado de Antonino Pío y, sobre todo, desde los años setenta del siglo II d.C.,
apenas se pusieron en marcha nuevos programas constructivos u ornamentales en las ciu-
dades hispanorromanas. Es más, el registro arqueológico comienza a evidenciar en algu-
nos casos el proceso contrario: el abandono y consiguiente expolio de espacios y edificios
públicos – como los teatros de Carthago Nova (Ramallo – Ruiz, 1998, p. 120 ss.) y Tarraco
(Ruiz de Arbulo et alii, 2004, p. 145-146), o el circo oriental de Corduba (Murillo et alii,
2003, p. 84-85) –; o incluso el colapso casi total y definitivo de ciudades antaño flore-
cientes como Emporiae (Sillières, 1993). Ello coincide con un notable descenso en la explo-
tación y comercialización del mármol, tanto hispano como importado, a partir del siglo
III d.C. (Padilla, 1999a, p. 322-327; id., 1999b, p. 501, 505).
Por consiguiente, el gran número de retratos y estatuas imperiales (y de privados) realiza-
dos en mármol que se documenta en la Hispania julio-claudia, o las cifras también desta-
cadas (aunque menos) de la etapa tardoflavia-antonina se encuentran en perfecta sincro-
nía con la “marmorización” general experimentada en aquellas épocas por las ciudades
hispanas, que consagró al mármol como material de prestigio; mientras que su drástica
disminución a partir de los años setenta del siglo II d.C. concuerda, creemos que no por
casualidad, con los primeros indicios de crisis en la extracción y el comercio de mármoles
en Hispania, situación que comenzará a agudizarse definitivamente en los albores del
siglo III d.C.
Conviene dirigir ahora nuestra atención hacia los soportes epigráficos, pues en ocasiones
permiten determinar el material de las imágenes que antaño sostuvieron, bien sea a través
de los propios textos (generalmente no demasiado explícitos en este sentido) o, sobre
todo, de las huellas que el anclaje de las estatuas ha dejado en ellos (Højte, 2005, p. 46-
47). Pero aquí nos encontramos habitualmente con dos tipos de problemas que limitan
sustancialmente la cantidad y la calidad de la información: de un lado, la desaparición
para siempre de muchos pedestales, su reutilización en cimientos o muros de edificios
posteriores o la rotura de sus extremos superiores; todo lo cual impide el análisis de las
marcas mencionadas; de otro, la ausencia de indicaciones al respecto en la mayoría de los
corpora epigráficos publicados hasta la fecha, cuyos autores se han preocupado general-
mente más por el mensaje (el texto y sus variantes de lectura) que por el soporte material.
Excepcionales son, por ello, los trabajos de G. Alföldy (1981; 1984) o el más reciente de J.
M. Abascal, R. Cebrián M. Trunk (2004), en los que se ha intentado distinguir las estatuas
marmóreas de las metálicas mediante el análisis de las huellas existentes en el remate
superior de los pedestales. Así, un amplio rebaje en la superficie del mismo suele corres-
ponder a una efigie marmórea, que necesita habitualmente de plinto o base para su sos-
tenimiento; por el contrario, la presencia de uno o varios orificios en el coronamiento de
las basas suele asociarse a estatuas metálicas, provistas de espigas en los pies que encajarí-
an en los huecos citados (Højte, 2005, p. 43 ss.).
Teniendo en cuenta tales apreciaciones, hasta el momento hemos documentado 37 ins-
cripciones imperiales (casi todas en pedestales de estatua) que, ya sea gracias a su texto (el
argumento más fiable), ya a través de las huellas aludidas, o bien por noticias de su hallaz-
go (el menos seguro), permiten conocer el material de las imágenes que un día se les vin-
cularon. Son las siguientes (tabla 1):
Procedencia Personaje/s Año/s Criterio Material Referencia
¿Acci? Lucio Vero 167 d.C. Huellas Metal CIL II, 3399
Ammaia Lucio Vero 166 d.C. Huellas Metal IRCP 678, n.º 616
Aug. Emerita Div. Augusto/ 42-54 d.C. Huellas Metal Ramírez (2003, n.º 21)
Div. Augusta
Aug. Emerita Tito 77 d.C. Texto Metal (oro) Ramírez (2003, n.º 24)
Aug. Emerita Herennio Etrusco 250-251 d.C. Huellas Metal Ramírez (2003, n.º 56)
Aug. Emerita Galieno 261 d.C. Huellas Metal Ramírez (2003, n.º 57)
Baetulo Gordiano III 238-244 d.C Huellas Metal IRC I, 179-180, n.º
135
Baetulo Filipo el Árabe 244-249 d.C. Huellas Mármol IRC I, 181-182, n.º 137
Barcino Caracalla 215-216 d.C. Huellas Metal IRC IV, 81-82, n.º 23
Barcino Claudio II 269-270 d.C. Huellas Mármol IRC IV, 82-83, n.º 24
Barcino Caro 282-283 d.C. Huellas Mármol IRC IV, 85-86, n.º 26
Corduba Filipo el Árabe 245 d.C. Huellas Metal CIL II?/7, 255
Corduba Filipo II 245-247 d.C. Huellas Metal CIL II?/7, 256
Curiga Caracalla (¿y 195-196 d.C. Texto Metal (plata) Cepas (1997, n.º 6)
Septimio Severo?)
Gerunda Filipo II 244-246 d.C. Huellas Metal IRC III, 24-25, n.º 2
Hispalis ¿Matidia? 1ª mitad Texto Metal (plata) CILA 2, 29-30, n.º 14
siglo II d.C.
Hispalis Sept. Severo, Fin. s. II/ Texto Mármol Cepas (1997, n.º 24)
Caracalla, Geta, Princ. s. III d.C.
Julia Domna
Iliberri Sabina Tranquilina 241-244 d.C. Noticia ¿Mármol? CILA 8, 28-29, n.º 2
hallazgo
Ilurco Lucio Vero 139 d.C. Huellas Metal CILA 8, 116-117, n.º 94
Mirobriga Septimio Severo 193-211 d.C. Texto Metal (plata) Cepas (1997, n.º 3)
Manigua Vespasiano ¿Post. 81 d.C.? Huellas Metal CILA 5, 64-65, n.º
1064
Murgi Caracalla 198-210 d.C.
Huellas Metal Cepas (1997, n.º 12)
Norba Septimio Severo 194 d.C.
Texto Metal (plata) Cepas (1997, n.º 4)
Petavonium Septimio Severo h. 197 d.C.
Hallazgo Metal Cepas (1997, n.º 8)
escultura (bronce)
Saguntum Augusto 4-3 a.C. Huellas Metal CIL II?/14, 305
Saguntum C. César 5-1 a.C. Huellas Metal CIL II?/14, 306
Singilia Barba Caracalla 202-203 d.C. Huellas Metal CIL II?/5, 776
Tarraco Divo Augusto Época Flavia Huellas Metal RIT 65
Tarraco Faustina la Mayor h. 140 d.C. Huellas Metal RIT 73
Tarraco Lucio Vero 138 d.C. Huellas Metal RIT 74
Tarraco Lucio Vero 160-169 d.C. Huellas Metal RIT 78
Tarraco Lucio Vero Post. 169 d.C. Texto Metal (oro) RIT 79
Ucubi Septimio Severo 195-196 d.C. Huellas Metal CIL II?/5, 441
Ulisi Julia Domna Fin. s. II/ Huellas Metal CIL II?/5, 721
Princ. s. III d.C.
Valentia Orbiana 225-227 d.C. Huellas Metal CIL II?/14, 15
Valentia Claudio II 269-270 d.C. Huellas Metal CIL II?/14, 18
Valentia Aureliano 270-275 d.C. Huellas Metal CIL II?/14, 19
Tabla 1. Inscripciones hispanas que proporcionan información sobre el material de las estatuas imperiales con las que se relacionaron (según J. A. Garriguet).
138 José Antonio Garriguet Mata

De estos 37 epígrafes (aproximadamente el 10% de las inscripciones imperiales hispanas


conocidas en la actualidad), 32 corresponden a representaciones metálicas, mientras que
sólo cinco parecen asociarse a efigies marmóreas. De las primeras sabemos con certeza
que dos fueron de oro y cuatro de plata. El resto (26) cabe suponer que se elaboró en
bronce.
En cuanto a su reparto cronológico, se observa en primer lugar un claro desequilibrio entre
el siglo I d.C. (representado únicamente por seis inscripciones, todas ellas vinculadas a imá-
genes metálicas) y los siglos II-III d.C. Este hecho podría explicarse en parte (sin olvidar el
fenómeno de la reutilización, vid. más abajo) porque durante la mayor parte del siglo I d.C.
la placa de mármol o incluso de bronce (Eck, 1997) empotrada en un basamento de obra o
en otra estructura fue quizás el principal tipo de soporte epigráfico empleado en Hispania.
Tales placas, obviamente, no dejaron de elaborarse con posterioridad. Pero a partir de época
flavia habrían comenzado a ceder terreno, poco a poco pero de forma generalizada, en favor
del pedestal paralelepípedo, bien monolítico, o bien realizado por piezas separables (zóca-
lo, neto, coronamiento). Este otro tipo de soporte epigráfico, aunque presente en Hispania
ya desde el siglo I a.C., se hizo mucho más frecuente para las estatuas honoríficas, tanto
pedestres como ecuestres, entre los años setenta del siglo I d.C. y el siglo III d.C. (Stylow,
2001, p. 148-150).
Por otro lado, 23 inscripciones se fechan entre finales del siglo II y los años 282-283 d.C. En
cinco casos podríamos estar ante imágenes marmóreas, lo que en principio parece contrade-
cir la hipótesis que más abajo defendemos. Pero no debe pasarse por alto que, salvo la frag-
mentada placa de Hispalis – que alude a la dedicación de unos clípeos posiblemente de már-
mol con retratos de la dinastía severiana –, las cuatro inscripciones restantes plantean dudas
respecto al material de sus correspondientes efigies. Así, el pedestal cilíndrico dedicado por
el ordo decurionum de Iliberis (Granada) a Sabina Tranquilina ha sido asociado tradicional-
mente a una estatua femenina de mármol (hoy desaparecida) desde que ambas piezas fue-
ran halladas juntas en 1540 (CILA 8, 28-29, n.º 2). Sin embargo, el citado basamento pre-
senta en su parte superior dos orificios circulares, para insertar espigas o pernos, que, en prin-
cipio, cabría considerar más apropiados para sujetar una estatua metálica.
Los pedestales dedicados en Barcino a Claudio II y a Caro, así como el erigido en Baetulo en
honor de Filipo II, presentan en sus extremos superiores, según Alföldy (1981, p. 242 y 245),
marcas muy probablemente relacionadas con estatuas de mármol. Sin poner en duda ni
mucho menos tal afirmación, creemos interesante señalar, no obstante, que las dos dedica-
ciones de Barcino y, quizá también, la de Baetulo se hicieron sobre basamentos anteriores (de
los que se ignora su cronología) a los que se había rebajado el campo epigráfico original para
llevar a cabo la nueva inscripción (Mayer, 1992, p. 78). ¿Cabría pensar que en estos casos no
sólo se reutilizaron y reelaboraron los antiguos soportes epigráficos, sino que también pudie-
ron serlo sus correspondientes estatuas? Si admitimos este supuesto habría que plantearse la
posibilidad de que las imágenes marmóreas referidas, al igual que sus pedestales, se hubie-
sen trabajado antes del siglo III d.C.
Todo lo expuesto hasta ahora nos conduce, con las debidas reservas, a las siguientes con-
sideraciones: desde la instauración del Principado hasta aproximadamente mediados del
siglo IV d.C. se habría erigido en Hispania una gran cantidad de representaciones imperia-
les de bronce (pero también de plata y oro o bronce dorado). Entre las épocas augustea y
antonina es muy probable que las representaciones metálicas “convivieran” en cierto equi-
Retratos imperiales de Hispania 139

librio con las imágenes imperiales elaboradas en mármol, muy abundantes entonces
como sabemos68. Sin embargo, a partir de finales del siglo II d.C. – y sobre todo a lo largo de
los siglos III y IV d.C. – las efigies imperiales en metal habrían superado en número con cre-
ces a las marmóreas, debido, fundamentalmente, al acusado descenso experimentado enton-
ces en las producción de estas últimas.
Esta importante disminución habría tenido lugar por motivos complejos y diversos, pero
interrelacionados: por un lado, el paulatino abandono de las canteras de mármol hispanas
y la reducción de las labores de extracción en explotaciones foráneas que, como la de Luni-
Carrara, habían abastecido ampliamente durante los siglos altoimperiales el mercado hispa-
no (Padilla, 1999a; id., 1999b; Pensabene, 2006); por otro, los problemas para mantener, a
lo largo del inestable siglo III, los circuitos comerciales de media y larga distancia que garan-
tizaban la disponibilidad en Hispania de bloques marmóreos para su utilización en nuevas
esculturas, o en la reparación de las antiguas; y, finalmente, la probable desaparición paula-
tina de buena parte de los talleres escultóricos hispanos (Garriguet, 2006, p. 185 ss.) como
consecuencia, precisamente, de las dificultades para hacerse con materiales con los que tra-
bajar y, sobre todo, de la cada vez menor demanda de esculturas honoríficas en bulto redon-
do. A todo ello habría que añadir la mayor facilidad y rapidez de elaboración, y de reelabo-
ración, así como de transporte que presentarían las obras metálicas en relación a las mar-
móreas.
En consecuencia, en la Hispania de los siglos III-IV d.C. tal vez habría sido generalmente más
fácil, rápido, barato y factible elaborar ex novo imágenes imperiales en metal (bronce) y, sobre
todo, obtenerlas a partir de la reelaboración total o parcial (esto es, sólo de la cabeza, vid.
Lahusen – Formigli, 2001, p. 459) de esculturas anteriores, que labrar nuevas efigies en már-
mol o retallar antiguas piezas realizadas en este material, procesos ambos más lentos y para los
que harían falta unas habilidades técnicas que ya no muchos artesanos locales poseerían, por
la desaparición paulatina de los talleres ante la menor demanda de representaciones escultóri-
cas en piedra. En cierto modo, la situación podría equipararse a la reutilización de soportes epi-
gráficos altoimperiales, constatado por las mismas fechas en numerosos lugares de Hispania y
justificado, asimismo, por motivos económicos y de rapidez (Mayer, 1992).
La caída, lenta pero inexorable, en la producción de esculturas marmóreas, detectada ya
hacia los años setenta del siglo II d.C. y agudizada a comienzos del siglo III d.C., de una parte;
y la desaparición (principalmente por refundición) de prácticamente todas las imágenes
metálicas antiguas (incluyendo lógicamente las de época altoimperial, pero también las ela-
boradas entre las épocas severiana y constantiniana), de otra, serían las razones fundamen-
tales que explicarían la ausencia casi total en suelo hispano de retratos y estatuas imperiales
fechados en los siglos III-IV d.C.; pese a que los testimonios epigráficos demuestran su relati-
vamente abundante presencia en la Hispania bajoimperial.

68 El peso que el mármol tuvo en la ornamentación escultórica pública y privada de Hispania durante el siglo I y la pri-
mera mitad del siglo II d.C. en general es indudable. Pero discrepamos de la opinión de F. J. Navarro (2001, p. 51-52),
para quien las estatuas imperiales de mármol habrían superado en ese período a las broncíneas. Tengamos en cuenta,
en primer lugar, que resulta imposible calcular la cantidad de estatuas de bronce que realmente se erigieron en el solar
hispano en época altoimperial; en segundo término, que la estatua honorífica por excelencia en el mundo antiguo (y
también en Roma) era aquella elaborada en bronce (Lahusen – Formili, 2001, p. 9).
140 José Antonio Garriguet Mata

VII. CONCLUSIONES

Llegados a este punto, sólo queda recapitular y sintetizar las principales ideas que han ido
surgiendo en las páginas anteriores.
De acuerdo con su carácter de obras oficiales, y con independencia de su realización en talle-
res foráneos o provinciales (cuestión no siempre fácil de discernir), los retratos imperiales de
Hispania se mantienen por lo general muy próximos a los modelos iconográficos, así como
a las corrientes estilísticas y lo procedimientos técnicos emanados de la Urbs; manifestando
de esta forma una vinculación estrecha y constante con la misma y con Italia. Ello no obsta
para que se aprecien en ocasiones ciertos desvíos en la reproducción de los tipos o “defec-
tos” de ejecución, debidos a la peculiar manera de trabajar de los artistas locales (Garriguet,
2006).
A grandes rasgos, no se observan apenas peculiaridades dignas de reseña respecto a la nómi-
na de personajes imperiales representados en los retratos hispanorromanos en comparación
a otras zonas del Imperio. Si acaso, la abundante presencia en el solar ibérico de imágenes
de Agripina la Menor, tema que habrá que tratar con más detalle en el futuro por sus posi-
bles connotaciones políticas y sociales. Como tampoco resulta sorprendente, desde luego,
que una aplastante mayoría de las piezas conservadas se realizara en mármol blanco.
Desde la perspectiva de su reparto territorial, las representaciones imperiales hispanas se con-
centran principalmente en la parte oriental de Hispania Citerior – la franja costera catalano-levan-
tina (conventus Tarraconensis), la región sureste y la Submeseta Sur (conventus Carthaginensis) –; y
en la Bética, especialmente en los valles del Guadalquivir y del Genil (el conventus
Astigitanus y la mitad meridional de los conventus Cordubensis e Hispalensis). En el conjun-
to de Lusitania, salvo en Mérida y su entorno más próximo, están presentes de forma limi-
tada, y son muy escasas (o hasta la fecha inexistentes) en el Alto Ebro, la Submeseta norte
y el noroeste.
La imagen imperial constituye, además, un fenómeno eminentemente urbano, en el que sobre-
salen manifiestamente las tres capitales provinciales: Tarraco, Augusta Emerita y Corduba. Entre
ellas suman casi el 30% de los retratos y estatuas, y aproximadamente el 15% de todas las ins-
cripciones imperiales de Hispania. Especialmente llamativas son las cifras de Tarraco, pues sólo
de esta localidad procede casi el 10% de los testimonios imperiales hispanos (entre retratos,
estatuas y epígrafes). Junto a las capitales provinciales destaca alguna que otra gran ciudad, pero
despuntan sobre todo núcleos de población medianos y pequeños, ubicados por lo general en
los ámbitos geográficos señalados. Su número es en apariencia muy elevado. No obstante, si
atendemos a la cantidad total de documentos escultóricos y/o epigráficos aportados por cada
uno, en realidad no destaca más de una treintena de colonias y municipios. Merecen mencio-
narse Acci, Barcino, Carthago Nova, Hispalis, Italica, Munigua, Olisipo, Saguntum, Segobriga, Tucci,
Ulia Fidentia, Urgavo Alba o Valentia. El carácter preeminentemente oficial, público y honorífi-
co de las representaciones imperiales explica que un amplio porcentaje de las mismas se empla-
zara en foros y teatros, a la vista de toda la población69.

69 Conclusiones bastante similares a las que aquí hemos establecido son las que arroja el reciente estudio realizado por
E. Rosso sobre las imágenes imperiales de la Galia, pues la gran mayoría de éstas se concentró en las zonas más roma-
nizadas, y, más concretamente, en ciudades de estatuo jurídico privilegiado, destacando dentro de las mismas las áreas
forenses (Rosso, 2006, p. 181-182).
Retratos imperiales de Hispania 141

En cuanto al marco cronológico (y en función no sólo de los retratos aquí estudiados, sino
también de las estatuas e inscripciones imperiales conocidos), puede afirmarse que la repre-
sentación imperial se desarrolla en Hispania fundamentalmente entre finales del siglo I a.C.
y la primera mitad del siglo IV d.C., con un momento álgido que cabe situar entre época tar-
doaugustea y los años 50 d.C. y otro también muy destacado (aunque menos) de Trajano a
la muerte de Lucio Vero. En medio de ambos periodos – a modo de breve etapa de transi-
ción – se encuentra la etapa flavia, en la que se registra un importante retroceso en las imá-
genes imperiales.
Entre finales del siglo II d.C. y la llegada al trono de Constantino no parece existir una impor-
tante pérdida de vitalidad en la dedicación de estatuas e imágenes imperiales; antes al con-
trario, podría hablarse en cierto modo del mantenimiento del sistema a tenor de los testi-
monios epigráficos (cuyo número resulta acorde, en todo caso, con el de personajes que
suben o aspiran entonces al trono imperial)70. Sin embargo, la situación es ahora considera-
blemente distinta a la experimentada en las épocas tardoaugustea y julio-claudia e incluso
antonina:
1º) Se ha alterado en gran medida la relación entre los materiales mayoritariamente emple-
ados para retratos y estatuas imperiales, pues el mármol ya no compite, como hiciera en
siglos anteriores, con el metal (bronce).
2º) Han cambiado también, en general, los dedicantes de las imágenes imperiales: antes pre-
dominaban los ciudadanos particulares y los sacerdotes y magistrados, estos últimos en su
nombre o bien en representación de sus respectivos senados locales; ahora las comunidades
urbanas en abstracto y, sobre todo, los altos cargos de la administración imperial (vid. Stylow
2001, p. 146-147).
3º) Apenas puede hablarse ya de la erección de verdaderos y amplios ciclos estatuarios dinás-
ticos, como los de época julio-claudia, sino de pequeños grupos compuestos, a lo sumo, por
el emperador, su esposa o madre y alguno de sus hijos.
4º) Han entrado ya en juego de manera generalizada los fenómenos de reutilización y ree-
laboración tanto de soportes epigráficos como de esculturas: de este modo, en lugar de pro-
ducir nuevos basamentos y efigies se procede básicamente a rebajar los campos epigráficos
de los pedestales antiguos (o a girar éstos para realizar la nueva inscripción en una de sus
caras libres) y a retallar, o más bien a refundir, las cabezas-retratos y las estatuas o los bustos;
pero ello no sólo en razón de una posible damnatio memoriae, sino también por rapidez, eco-
nomía, falta de medios y personal cualificado en la labra del mármol.
Sea como fuere, las representaciones imperiales desaparecerán prácticamente en Hispania
tras la muerte de Constantino.
En suma, para las provincias hispanas podría hablarse con claridad de dos modos muy dife-
rentes de entender y concebir las imágenes imperiales, que van más allá de los aspectos mera-
mente tipológicos, iconográficos o estilísticos de las obras escultóricas: 1º) el altoimperial
(grosso modo, de Augusto a los Antoninos), basado en gran medida en el empleo del mármol
(aun cuando también se empleara copiosamente el bronce) como material de prestigio, y
estrechamente vinculado a la monumentalización de numerosas ciudades, donde las imáge-

70 En la Galia, la distribución cronológica de las representaciones imperiales presenta un panorama bastante parecido en
términos generales, aunque allí, por ejemplo, el número de testimonios escultóricos datados entre el final de los
Antoninos y la Tetrarquía es algo mayor (si bien en gran medida por los hallazgos de la villa de Chiragan) (Rosso, 2006,
p. 22-30).
142 José Antonio Garriguet Mata

nes imperiales se insertan habitualmente en nutridos grupos estatuarios; 2º) el bajoimperial


(de los Severos a Constantino), caracterizado por el uso cada vez más predominante, casi
exclusivo, del metal, así como por la generalización de la reutilización y reelaboración de
piezas; en el que se potencia de manera casi exclusiva la figura (sacralizada) del emperador;
siendo propio de una época de profundas transformaciones en la que el poder imperial
intentaba mantener un modelo de vida urbana y estatal que ya periclitaba.

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