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ANTOLOGÍA DE

LITERATURA 1
COMPILACIÓN MTRA. YAZMÍN SANTIAGO.

IVOG/2023
3ER TETRAMESTRE
MATERIAL DE USO DIDÁCTICO
ÍNDICE

FÁBULAS
La zorra y las uvas 3
El ruiseñor y la golondrina 3
La cabra y el asno 3
Las ranas contra el sol 3
El lobo y el cordero 4
La zorra y el cuervo 4
El gato y la zorra 4
La ostra y los litigantes 5
La araña y el gusano de seda 5

LEYENDAS
La Llorona 6

MITOS
Teogonía 8
Génesis 9

EPOPEYAS
El cantar de Roldán 12

RELATOS O ROMANS
La burguesa de Orleàns 15

CUENTOS
La sandalia de Nitocris 17
El ruido de un trueno 19
El secreto de la muerta 27
El gato negro 29
Historia de los dos que soñaron 35
Una niña perversa 36
Nacido de hombre y mujer 37
Los dos reyes y los dos laberintos 39
Emma Zunz 39
Un nuevo Cuento de Navidad 42

1
La música de Erich Zann 44
El calor de agosto 50
Una rosa para Emilia 54
Mi vida con la ola 61
Cordero asado 64
Roldán después de Roncesvalles 71
La camisa mágica 73
La fe de nuestros padres 75

ANEXO

Tablas de mitología griega

2
Fábulas

Esopo, Grecia, 600 a.C.


La zorra y las uvas
Viendo una zorra unos hermosos racimos de uvas ya maduras, deseosa de comerlos, busca medio para
alcanzarlos, pero no siéndole posible de ningún modo, y viendo frustrado su deseo, dijo para consolarse:
-Estas uvas no están maduras.
A veces se manifiesta no apetecer lo que se ve imposible de conseguir.

El ruiseñor y la golondrina
Invitó la golondrina a un ruiseñor a construir su nido como lo hacía ella, bajo el techo de las casas de los
hombres, y a vivir con ellos como ya lo hacía ella. Pero el ruiseñor repuso:

-No quiero revivir el recuerdo de mis antiguos males, y por eso prefiero alojarme en lugares apartados.
Lo bueno y lo malo siempre queda atado a las circunstancias.

La cabra y el asno
Una cabra y un asno comían juntos en el establo.
La cabra empezó a envidiar al asno porque creía que él estaba mejor alimentado. Le dijo:
-Entre la noria y la carga, tu vida sí que es un tormento inacabable. Finge un ataque y déjate caer en un
foso para que te den unas vacaciones.
Tomó el asno el consejo y dejándose caer se lastimó todo el cuerpo. Viéndolo el amo, llamó al
veterinario y le pidió un remedio para el pobre. Prescribió el curandero que necesitaba una infusión con el
pulmón de una cabra, pues era muy efectivo para devolver el vigor. Para ello entonces degollaron a la cabra.
El malvado siempre es la víctima de su maldad.
Recuperado de www.ciudadseva.com, el 2 de mayo de 2012.

Fedro, Macedonia, 20 a.C.-50 d.C.


Las ranas contra el sol
Con ocasión de ver cuan festejadas eran las bodas de un ladrón, vecino suyo, refirió Esopo el siguiente
cuento:
Quiso casarse el sol allá en tiempos antiguos; y tanto se alborotaron las ranas al saber la noticia, que
hubo de preguntarles Júpiter el motivo de tan inusitadas quejas. Adelantándose en aquel punto la más
osada de entre ellas, dijo:
“Al presente el sol es uno solo, y con todo eso, abrasa y deseca nuestras lagunas, forzándonos a morir
en estas por todo extremo áridas moradas; pregunto: ¿qué nos sucedería si llegare a tener hijos?”
De mal padre malos hijos.
Recuperado de http://www.mallorcaweb.net/mostel/fedro1.htm, el 2 de mayo de 2012.

3
El lobo y el cordero
Un lobo y un cordero acosados por la sed, habían venido a un mismo arroyo; el lobo estaba más arriba y el
cordero mucho más abajo. Entonces el ladrón excitado por su perversa voracidad encontró un pretexto de
riña.
"¿Por qué, dijo, me has enturbiado el agua que estoy bebiendo?" A su vez el cordero tembloroso le
dijo:" ¿Cómo puedo, te pregunto, oh lobo, hacer eso de lo que te quejas? El agua discurre desde ti hasta mis
sorbos."
Aquél, rechazado por la fuerza de la verdad dice: "Hace seis meses hablaste mal de mí". El cordero
respondió: "Ciertamente yo no había nacido". "Entonces, por Hércules, tu padre habló mal de mí", dijo. Y así
con una muerte injusta lo despedaza tras haberlo arrebatado.
Esta fábula ha sido escrita a causa de aquellos hombres que oprimen a los inocentes con causas
fingidas.

La zorra y el cuervo
Quienes se regocijan con ser alabados con palabras engañosas, paga su culpa vergonzosamente con tardío
arrepentimiento.
Mientras un cuervo, posado en lo alto de un árbol, quería comerse un queso robado de una ventana,
una zorra, que se escondía en un árbol, lo vio y luego comenzó a hablarle así: ¡Oh cuervo, cómo es el brillo
de tus plumas! ¡Cuánta gracia llevas en tu cuerpo y en tu rostro! Si cantaras, ninguna ave sería superior a ti.
Pero aquel necio, mientras quiere hacer ostentación de su voz, soltó de su ancho pico el queso, que la astuta
zorra arrebató velozmente con sus codiciosos dientes.
Entonces la estupidez del cuervo engañada se lamentó finalmente.
Con este hecho se demuestra cuánto vale el ingenio; siempre la sabiduría prevalece sobre la fuerza.

Jean de La Fontaine, Château-Thierry, Francia, 1621-París, 1695.


El gato y la zorra
El gato y la zorra, como si fueran dos santos, iban a peregrinar. Eran dos solemnes hipocritones, que de
indemnizaban bien de los gastos de viaje, matando gallinas y hurtando quesos. El camino era largo y
aburrido: disputaron sobre el modo de acortarlo. Disputar es un gran recurso; sin él nos dormiríamos
siempre. Debatieron largo tiempo, y después hablaron del prójimo. Por fin dijo la zorra al gato.
“Pretendes ser muy sagaz, y no sabes tanto como yo. Tengo un saco lleno de estratagemas y ardides.
-Pues yo no llevo en mis alforjas más que una; pero vale por mil”
Y vuelta a la disputa. Que sí, que no, estaban dale que dale, cuando una jauría dio fin a su contienda.
Dijo el gato a la zorra:
“Busca en tu saco, busca en tus astutas mientes una salida segura; yo ya la tengo”
Y así diciendo se encaramo bonitamente al árbol más cercano. La zorra dio mil vueltas y revueltas,
todas inútiles; metiese en cien rincones, escapó cien veces a los valientes canes, probó todos los asilos
imaginables, y en ninguna madriguera encontró refugio; el humo la hizo salir de todas ellas, y dos ágiles
perros la estrangularon por fin.
Piérdase a veces un negocio por sobra de expedientes y recursos; se malgasta el tiempo buscando cuál
es el mejor, probando esto, lo otro, y lo de más allá.
Mejor es tener una sola salida; pero buena.

4
La ostra y los litigantes
Un día encontraron dos peregrinos en la arena de la playa una ostra que acababan de traer las olas;
devorábanla con los ojos, señaláronsela con el dedo; pero al tratar con los dientes, tuvieron que
disputársela. Bajábase ya el uno para cogerla, cuando el otro le dio un empello, diciendo: “Vamos a ver a
quién le corresponde. El primero que la haya visto, ese la engullirá; el otro, le mirará. – Si eso vale, contestó
el camarada, yo tengo muy buena vista, gracias a Dios.- No es mala tampoco la mía, replicó el primero, y os
digo que he divisado la ostra antes que vos.-Pues bien: si la habéis divisado, yo la he olido ”
Estaban es estos dimes y diretes, cuando llego Don picapleitos, y le tomaron por juez. Son picapleitos
abrió gravemente la ostra y se la tragó, a las babas de los litigantes. Y después de haberla saboreado, dijo
con tono de presidente de sala: “Tomad; el tribunal os adjudica a cada uno de vosotros una d las conchas;
marchad en paz”
Considerad lo que cuestan hoy los litigios; calculad lo que les queda en limpio a las partes; veréis cómo
Don picapleitos se queda con todo el grano y no deja a los litigantes más que la paja.
Recuperado de http://fabulasdelafontaine.blogspot.mx/, el 2 de mayo de 2012.

Tomás de Iriarte, Puerto de la Cruz, 1750-Madrid, 1791.

La araña y el gusano de seda

Trabajando un gusano su capullo,


a la araña que tejía a toda prisa,
de esta suerte le habló con falsa risa,
muy propia de su orgullo:
"¿Qué dice de mi tela, Don gusano?
Esta mañana la empecé temprano,
y ya estará acabada a mediodía.
Mire que sutil es, mire que bella..."
El gusano con sorna respondía:
"¡Usted tiene razón, así sal ella!"

Moraleja: Juzguemos la calidad de una obra por el resultado obtenido y no por la rapidez con
que ella ha sido realizada, pues las mas grandes obras suelen ser fruto de una largar paciencia.

5
LEYENDAS

La Llorona
Leyenda Mexicana del Periodo Virreinal

Consumada la conquista y poco más o menos a mediados del siglo XVI, los vecinos de la ciudad de México
que se recogían en sus casas a la hora de la queda, tocada por las campanas de la primera Catedral; a media
noche y principalmente cuando había luna, despertaban espantados al oír en la calle, tristes y
prolongadísimos gemidos, lanzados por una mujer a quien afligía, sin duda, honda pena moral o tremendo
dolor físico.
Las primeras noches, los vecinos contentábanse con persignarse o santiguarse, que aquellos lúgubres
gemidos eran, según ellas, de ánima del otro mundo; pero fueron tantos y repetidos y se prolongaron por
tanto tiempo, que algunos osados y despreocupados, quisieron cerciorarse con sus propios ojos qué era
aquello; y primero desde las puertas entornadas, de las ventanas o balcones, y enseguida atreviéndose a
salir por las calles, lograron ver a la que, en el silencio de las obscuras noches o en aquellas en que la luz
pálida y transparente de la luna caía como un manto vaporoso sobre las altas torres, los techos y tejados y
las calles, lanzaba agudos y tristísimos gemidos.
Vestía la mujer traje blanquísimo, y blanco y espeso velo cubría su rostro. Con lentos y callados pasos
recorría muchas calles de la ciudad dormida, cada noche distintas, aunque sin faltar una sola, a la Plaza
Mayor, donde vuelto el velado rostro hacia el oriente, hincada de rodillas, daba el último angustioso y
languidísimo lamento; puesta en pie, continuaba con el paso lento y pausado hacia el mismo rumbo, al
llegar a orillas del salobre lago, que en ese tiempo penetraba dentro de algunos barrios, como una sombra
se desvanecía.
"La hora avanzada de la noche, - dice el Dr. José María Marroquí- el silencio y la soledad de las calles y
plazas, el traje, el aire, el pausado andar de aquella mujer misteriosa y, sobre todo, lo penetrante, agudo y
prolongado de su gemido, que daba siempre cayendo en tierra de rodillas, formaba un conjunto que
aterrorizaba a cuantos la veían y oían, y no pocos de los conquistadores valerosos y esforzados, que habían
sido espanto de la misma muerte, quedaban en presencia de aquella mujer, mudos, pálidos y fríos, como de
mármol. Los más animosos apenas se atrevían a seguirla a larga distancia, aprovechando la claridad de la
luna, sin lograr otra cosa que verla desaparecer en llegando al lago, como si se sumergiera entre las aguas, y
no pudiéndose averiguar más de ella, e ignorándose quién era, de dónde venía y a dónde iba, se le dio el
nombre de La Llorona."
Tal es en pocas palabras la genuina tradición popular que durante más de tres centurias quedó
grabada en la memoria de los habitantes de la ciudad de México y que ha ido borrándose a medida que la
sencillez de nuestras costumbres y el candor de la mujer mexicana han ido perdiéndose.
Pero olvidada o casi desaparecida, la conseja de La Llorona es antiquísima y se generalizó en muchos
lugares de nuestro país, transformada o asociándola a crímenes pasionales, y aquella vagadora y blanca
sombra de mujer, parecía gozar del don de ubicuidad, pues recorría caminos, penetraba por las aldeas,
pueblos y ciudades, se hundía en las aguas de los lagos, vadeaba ríos, subía a las cimas en donde se
encontraban cruces, para llorar al pie de ellas o se desvanecía al entrar en las grutas o al acercarse a las
tapias de un cementerio.
La tradición de La Llorona tiene sus raíces en la mitología de los antiguos mexicanos. Sahagún en su
Historia (libro 1º, Cap. IV), habla de la diosa Cihuacoatl, la cual "aparecía muchas veces como una señora
compuesta con unos atavíos como se usan en Palacio; decían también que de noche voceaba y bramaba en
el aire... Los atavíos con que esta mujer aparecía eran blancos, y los cabellos los tocaba de manera, que
tenía como unos cornezuelos cruzados sobre la frente". El mismo Sahagún (Lib. XI), refiere que entre
muchos augurios o señales con que se anunció la Conquista de los españoles, el sexto pronóstico fue "que

6
de noche se oyeran voces muchas veces como de una mujer que angustiada y con lloró decía: "¡Oh, hijos
míos!, ¿dónde os llevaré para que no os acabéis de perder?".
La tradición es, por consiguiente, remotísima; persistía a la llegada de los castellanos conquistadores y
tomada ya la ciudad azteca por ellos y muerta años después doña Marina, o sea la Malinche, contaban que
ésta era La Llorona, la cual venía a penar del otro mundo por haber traicionado a los indios de su raza,
ayudando a los extranjeros para que los sojuzgasen.
"La Llorona -cuenta D. José María Roa Bárcena-, era a veces una joven enamorada, que había muerto
en vísperas de casarse y traía al novio la corona de rosas blancas que no llegó a ceñirse; era otras veces la
viuda que veía a llorar a sus tiernos huérfanos; ya la esposa muerta en ausencia del marido a quien venía a
traer el ósculo de despedida que no pudo darle en su agonía; ya la desgraciada mujer, vilmente asesinada
por el celoso cónyuge, que se aparecía para lamentar su fin desgraciado y protestar su inocencia."
Poco a poco, al través de los tiempos la vieja tradición de La Llorona ha ido, como decíamos,
borrándose del recuerdo popular. Sólo queda memoria de ella en los fastos mitológicos de los aztecas, en las
páginas de antiguas crónicas, en los pueblecillos lejanos, o en los labios de las viejas abuelitas, que intentan
asustar a sus inocentes nietezuelos, diciéndoles: ¡Ahí viene La Llorona!
Del libro: Las calles de México, Leyendas y sucedidos. Luis González Obregón
Recuperado de http://www.redmexicana.com/leyendas/lallorona.asp , el 2 de mayo de 2012.

7
MITOS

Teogonía (fragmento)
Hesíodo
Antes que todas las cosas fue Caos; y después Gea la de amplio seno, asiento
siempre sólido de todos los Inmortales que habitan las cumbres del nevado
Olimpo y él Tártaro sombrío enclavado en las profundidades de la tierra
espaciosa; y después Eros, el más hermoso entre los Dioses Inmortales, que rompe las fuerzas, y que de
todos los Dioses y de todos los hombres domeña la
inteligencia y la sabiduría en sus pechos.

Y de Caos nacieron Erebo y la negra Nix, Eter y Hemero nacieron, porque los
concibió ella tras de unirse de amor a Erebo.

Y primero parió Gea a su igual en grandeza, al Urano estrellado, con el fin de


que la cubriese por entero y fuese una morada segura para los Dioses dichosos.

Y después parió a los Oreos enormes, frescos retiros de las divinas ninfas que
habitan las montañas abundantes en valles pequeños; y después, el mar estéril
que bate furioso, Ponto; pero a éste lo engendró sin unirse a nadie en las
suavidades del amor. Y después, concubina de Urano, parió a Océano el de
remolinos profundos, y a Coyo, y a Críos, y a Hiperión, y a Yapeto, y a Tea, y a
Rea, y a Temis, y a Mnemosina, y a Feba coronada de oro, y a la amable Tetis.
Y el último a quien parió fue el sagaz Cronos, el más terrible de sus hijos, que
cobró odio a su padre vigoroso.

Y parió también a los Cíclopes de corazón violento, Brontes, Steropes y el


valeroso Arges, que entregaron a Zeus el trueno y forjaron el rayo. Y eran en
todo semejantes a los demás Dioses, pero tenían un ojo único en medio de la
frente. Y se llamaban Cíclopes, porque en su frente se abría un ojo único y
circular. Y sus trabajos rebosaban fuerza, vigor y poder.

Y después, de Gea y de Urano nacieron otros tres hijos, grandes, muy fuertes,
horribles de nombrar: Coto, Briareo y Giges, raza soberbia. Y de sus hombros
arrancaban cien manos indomables, y cada uno de ellos tenía cincuenta
cabezas que se erguían sobre la espalda, por encima de sus miembros
robustos. Y su fuerza era inmensa, invencible, dada su gran talla. De todos los
hijos nacidos de Gea y Urano, eran los más poderosos. Y desde el origen fueron
odiosos a su padre. Y conforme nacían, uno tras de otro, los sepultó,
privándolos de la luz, en las profundidades de la tierra. Y se alegraba de esta
mala acción, y la gran Gea gemía, por su parte, llena de dolor. Luego, ella
abrigó un designo malo y artificioso.

—Queridos hijos míos, vástagos de un padre culpable, si queréis obedecer,


tomaremos venganza de la acción injuriosa de vuestro padre, porque él fue
quien primero meditó un designo cruel.

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Habló así, y el temor los invadió a todos, y no respondían ninguno de ellos. Por
fin, recobrando ánimo el grande y sagaz Cronos dijo así a su madre venerable:

—Madre, en verdad te prometo que llevaré a cabo esta venganza.


Efectivamente, ya no tengo respeto a nuestro padre, porque él fue quien
primero meditó un designo cruel.

Habló así, y la gran Gea se regocijó en su corazón. Y le escondió una


emboscada, y le puso en la mano la hoz d e dientes cortantes, y le confió todo
su designio. Y llegó el gran Urano, trayendo la noche, y se tendió sobre Gea por
entero y con todas sus partes, lleno de un deseo de amor. Y fuera de la
emboscada, su hijo le cogió la mano izquierda, y con la derecha asió la hoz
horriblemente, inmensa, de dientes cortantes. Y cercenó rápidamente las partes
genitales de su padre, y las arrojó detrás de sí. Y no se escaparon en vano de
su mano.
Gea recogió todas las gotas sangrientas que manaron de la herida; y
transcurrido los años, parió a las robustas Erinnias y a los grandes Gigantes de
armas resplandecientes, que llevan en la mano largas lanzas; y a las Ninfas que
en la tierra inmensa son llamadas Melias.

Y las partes que había cercenado, Cronos las mutiló con el acero, y las arrojó
desde la tierra firme al mar de olas agitadas. Flotaron mucho tiempo sobre el
mar, y del despojo inmortal brotó blanca espuma, y de ella salió una joven. Y
primero fue llevada ésta hacia la divina Citeres; y de allí, a Cipros la rodeada de
olas.

Abordó la tierra la bella y venerable Diosa, y la hierba crecía bajo sus pies
encantadores. Y fue llamada afrodita, la Diosa de hermosas bandeletas, nacida
de la espuma, y Citerea, porque abordó a Citeres; y Ciprigenia, porque arribó a
Cipros la rodeada de olas, y Filomedea, porque había salido de las partes
genitales.

Eros la acompañaba, y el hermoso Imero la seguía, apenas nacida, en tanto que


se presentaba a la asamblea de los Dioses. Y desde el origen, por elección de la
Moira, tuvo el honor de presidir, entre los hombres y los Dioses inmortales, las
entrevistas de las vírgenes, las sonrisas, las seducciones, el dulce encanto, la
ternura y las caricias.

Y el Padre, el gran Urano, apodó Titanes a los hijos que engendrara,


maldiciéndolo, diciendo que habían extendido la mano para cometer un gran
crimen, del cual se tomaría venganza en el porvenir.

Y Nix parió al odioso Moro y a la Ker negra y a Tanatos. También parió a


Hipnos y a la muchedumbre de los sueños. Y la divina y sombría Nix no se
había unido para eso a ningún Dios. Y después parió a Momo y a Ezis, pletórico
de dolores; y a la Hespérides, a quienes, allende el ilustre Océano, están
confiadas las manzanas de oro y los árboles que las ostentan. Y parió a las
Moiras y a las Keres inhumanas, Cloto, Lacesis y Atropos, que a los hombres
mortales dispensan al nacer bienes y males, y persiguen los crímenes de

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hombres y de Dioses, y no renuncian jamás a su cólera inexorable mientras no
hayan tomado del culpable una venganza terrible.

Génesis
Capítulo 1: La creación
1:1 En el principio creó Dios los cielos y la tierra.
1:2 Y la tierra estaba desordenada y vacía, y las tinieblas estaban sobre la faz del abismo, y el Espíritu
de Dios se movía sobre la faz de las aguas.
1:3 Y dijo Dios: Sea la luz; y fue la luz.
1:4 Y vio Dios que la luz era buena; y separó Dios la luz de las tinieblas.
1:5 Y llamó Dios a la luz Día, y a las tinieblas llamó Noche. Y fue la tarde y la mañana un día.
1:6 Luego dijo Dios: Haya expansión en medio de las aguas, y separe las aguas de las aguas.
1:7 E hizo Dios la expansión, y separó las aguas que estaban debajo de la expansión, de las aguas que
estaban sobre la expansión. Y fue así.
1:8 Y llamó Dios a la expansión Cielos. Y fue la tarde y la mañana el día segundo.
1:9 Dijo también Dios: Júntense las aguas que están debajo de los cielos en un lugar, y descúbrase lo
seco. Y fue así.
1:10 Y llamó Dios a lo seco Tierra, y a la reunión de las aguas llamó Mares. Y vio Dios que era bueno.
1:11 Después dijo Dios: Produzca la tierra hierba verde, hierba que dé semilla; árbol de fruto que dé
fruto según su género, que su semilla esté en él, sobre la tierra. Y fue así.
1:12 Produjo, pues, la tierra hierba verde, hierba que da semilla según su naturaleza, y árbol que da
fruto, cuya semilla está en él, según su género. Y vio Dios que era bueno.
1:13 Y fue la tarde y la mañana el día tercero.
1:14 Dijo luego Dios: Haya lumbreras en la expansión de los cielos para separar el día de la noche; y
sirvan de señales para las estaciones, para días y años,
1:15 y sean por lumbreras en la expansión de los cielos para alumbrar sobre la tierra. Y fue así.
1:16 E hizo Dios las dos grandes lumbreras; la lumbrera mayor para que señorease en el día, y la
lumbrera menor para que señorease en la noche; hizo también las estrellas.
1:17 Y las puso Dios en la expansión de los cielos para alumbrar sobre la tierra,
1:18 y para señorear en el día y en la noche, y para separar la luz de las tinieblas. Y vio Dios que era
bueno.
1:19 Y fue la tarde y la mañana el día cuarto.
1:20 Dijo Dios: Produzcan las aguas seres vivientes, y aves que vuelen sobre la tierra, en la abierta
expansión de los cielos.
1:21 Y creó Dios los grandes monstruos marinos, y todo ser viviente que se mueve, que las aguas
produjeron según su género, y toda ave alada según su especie. Y vio Dios que era bueno.
1:22 Y Dios los bendijo, diciendo: Fructificad y multiplicaos, y llenad las aguas en los mares, y
multiplíquense las aves en la tierra.
1:23 Y fue la tarde y la mañana el día quinto.
1:24 Luego dijo Dios: Produzca la tierra seres vivientes según su género, bestias y serpientes y animales
de la tierra según su especie. Y fue así.

10
1:25 E hizo Dios animales de la tierra según su género, y ganado según su género, y todo animal que se
arrastra sobre la tierra según su especie. Y vio Dios que era bueno.
1:26 Entonces dijo Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza; y
señoree en los peces del mar, en las aves de los cielos, en las bestias, en toda la tierra, y en todo animal que
se arrastra sobre la tierra.
1:27 Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó.
1:28 Y los bendijo Dios, y les dijo: Fructificad y multiplicaos; llenad la tierra, y sojuzgadla, y señoread en
los peces del mar, en las aves de los cielos, y en todas las bestias que se mueven sobre la tierra.
1:29 Y dijo Dios: He aquí que os he dado toda planta que da semilla, que está sobre toda la tierra, y
todo árbol en que hay fruto y que da semilla; os serán para comer.
1:30 Y a toda bestia de la tierra, y a todas las aves de los cielos, y a todo lo que se arrastra sobre la
tierra, en que hay vida, toda planta verde les será para comer. Y fue así.
1:31 Y vio Dios todo lo que había hecho, y he aquí que era bueno en gran manera. Y fue la tarde y la
mañana el día sexto.
Recuperado de http://iglesia.net/biblia/libros/genesis.html, el 2 de mayo de 2012.

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EPOPEYAS

El cantar de Roldán. Francia, siglo XI.


(Fragmento)

CXXVIII
Contempla el conde Roldán la gran mortandad de los suyos y llama a Oliveros, su amigo:
-¡Buen señor, querido compañero, por Dios!, ¿qué os parece? ¡Ved cuántos bravos yacen por tierra!
¡Buen motivo tenemos para apiadarnos de Francia, la dulce y bella! ¡Cuan desierta quedará, vacía de tales
barones! Ah, rey amigo, ¿por qué no estáis aquí? ¿Qué podríamos hacer, hermano Oliveros? ¿Cómo darle
noticias de nosotros?
Responde Oliveros:
-¿Cómo? No lo sé. Ello podría dar lugar a que se nos afrentase, ¡y antes prefiero morir!

CXXIX
Roldán dice:
-Tocaré el olifante. Llegará a oídos de Carlos, que está pasando los puertos. Os lo juro, retornarán los
francos.
Responde Oliveros:
-¡Fuera para todos vuestros parientes gran deshonor y oprobio y pesará sobre ellos esta afrenta
durante toda la vida! Cuando yo os lo aconsejé, nada hicisteis. Hacedlo ahora, mas no será por indicación
mía. ¡No fuera propio de un valiente tocar el cuerno! ¡Ya vuestros dos brazos tenéis cubiertos de sangre!
-¡Buenos golpes he dado! -dice el conde.

CXXX
-¡Dura es nuestra batalla! -dice Roldán-. Tocaré mi cuerno y el rey Carlos lo escuchará.
-¡No sería propio de un valiente! -dice Oliveros-. Cuando yo os lo aconsejé, compañero, no os
dignasteis escucharme. Si el rey hubiese estado aquí no sufriéramos quebranto alguno. Los que ahora yacen
no merecen reproche. Por mis barbas, que si me es dado retornar junto a Alda, mi gentil hermana, ¡jamás
habréis de reposar en sus brazos!

CXXXI
-¿Por qué contra mí volvéis vuestra cólera? -dice Roldán.
Y responde Oliveros.
-Compañero, vuestra es la culpa, pues valor sensato y locura son dos cosas distintas, y más vale
mesura que soberbia. Si tantos franceses murieron, fue por vuestra ligereza. Nunca más volveremos a servir
a Carlos. Si me hubierais escuchado, habría retornado mi señor; la batalla estaría ganada y muerto o
prisionero el rey Marsil. En mala hora, Roldán, contemplamos vuestro denuedo. Carlos el Grande, que no
tendrá su par hasta el juicio final, no volverá a recibir nuestra ayuda. Vais a morir y Francia será por ello
afrentada. Hoy toca a su fin nuestro leal compañerismo: antes de esta noche habremos de separarnos, y nos
será muy duro.

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CXXXII
Óyelos disputar el arzobispo, y clavando en su corcel las espuelas de oro puro, va hacia ellos y les hace
reproche:
-¡Señor Roldán, y vos, señor Oliveros, por Dios os ruego que pongáis fin a esta querella! Tocar el
cuerno no podría ya salvarnos, mas tocadlo de todos modos, será mucho mejor. Vendrá el rey y podrá
vengarnos: no habrán de retornar alegres los de España. Nuestros franceses echarán aquí pie a tierra y nos
encontrarán muertos y mutilados; nos pondrán en ataúdes, nos cargarán en acémilas y nos llorarán, llenos
de dolor y piedad. Nos darán sepultura en atrios de iglesias y no seremos pasto de los lobos, los cerdos y los
perros.
-¡Bien hablasteis, señor! -responde Roldán.

CXXXIII
Roldán lleva el olifante a sus labios. Lo emboca bien y sopla con todas sus fuerzas. Los montes son altos y
larga la voz del cuerno; a treinta leguas se escucha prolongarse su sonido. Carlos lo oye, y como él todos sus
guerreros. Exclama el rey:
-¡Han trenzado combate los nuestros!
Y Ganelón responde, llevándole la contraria:
-Si otro fuera quien tal dijese, ciertamente se le tacharía de gran embustero.

CXXXIV
El conde Roldán, con esfuerzo y grandes espasmos, toca dolorosamente su olifante. Por su boca brota la
sangre clara, y se ha roto su sien. El sonido del cuerno se difunde a lo lejos. Carlos, que cruza los puertos, lo
ha oído. El duque Naimón escucha y como él todos los francos. Y exclama el rey:
-¡Es el olifante de Roldán! ¡No lo tocaría si no estuviese en trance de batalla!
-¡No hay tal batalla! -responde Ganelón-. Sois ya viejo, vuestras sienes están blancas y floridas; por
vuestras palabras parecéis un niño. Bien conocéis el gran orgullo de Roldán: es maravilla que lo haya
tolerado Dios tanto tiempo. ¿No ha llegado, pues, a conquistar Noples sin esperar vuestras órdenes? Los
sarracenos hicieron una salida y presentaron batalla a Roldán, el buen vasallo. Para borrar las huellas del
encuentro, éste mandó inundar los prados cubiertos de sangre. Por una sola liebre se pasa el día tocando el
olifante. Hoy será algún juego que lleva a cabo entre sus pares. ¿Quién bajo el firmamento se atrevería a
ofrecerle batalla? Cabalguemos, pues. ¿Por qué detenernos? Lejos, frente a nosotros, está aún la Tierra de
los Padres.

CXXXV
El conde Roldán tiene la boca ensangrentada. Se le ha roto la sien. Toca su olifante dolorosamente, con
angustia. Carlos lo oye, y como él todos los franceses. Y dice el rey:
-¡Largo aliento tiene este olifante!
-¡Es que un valiente se emplea en ello! -responde el duque Naimón-. Estoy seguro de que ha trenzado
batalla. El mismo que lo traicionó intenta ahora que faltéis a vuestro deber. Tomad las armas, clamad
vuestro grito de guerra y corred en auxilio de vuestra buena mesnada. Harto lo oís: es Roldán que pierde
esperanzas.

CXXXVI

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El emperador manda tocar sus olifantes. Los franceses echan pie a tierra y se arman con sus cotas, sus
yelmos y sus espadas recamadas de oro. Tienen escudos bien labrados, largas y fuertes picas y gonfalones
blancos, rojos y azules. Todos los barones del ejército cabalgan en sus corceles y clavan espuelas durante el
paso de los desfiladeros. Y van diciéndose los unos a los otros:
-Si cuando veamos a Roldán está aún con vida, ¡qué recios golpes daremos con él!
Mas, ¿de qué sirven las palabras? Llegarán demasiado tarde.

Recuperado de http://www.ciudadseva.com/textos/poesia/fran/roldan/roldan.htm , el 2 de mayo de 2012.

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RELATOS O ROMANS

De los Fabliaux
La burguesa de Orleàns
Ahora os diré una aventura bastante cortés, ocurrida a una burguesa. Había nacido y se había criado en
Orleáns. Su señor, nacido en Amiens, era un campesino inmensamente rico. De negocios y usura sabía todos
los trucos y vueltas y cuando agarraba algo quedaba bien sujeto.
A la ciudad llegaros tres nuevos clérigos estudiantes, con sus bolsas colgando al cuello. Los clérigos
eran grandes y fuertes, comían con buen apetito sin andarse con bromas, alegres y con buena voz. En la
ciudad, donde habían tomado albergue, eran muy apreciados. Había uno de gran mérito que frecuentaba
mucho la casa de un burgués; lo apreciaban por su cortesía, no era altanero ni de malos modales y a la dama
le agradaba de veras su compañía. Tanto vino y tanto fue que el burgués decidió que, fuese con hechos o
con palabras, le daría una lección si lograba agarrarlo en lugar seguro. En su casa tenía una sobrina a la que
había criado desde niña. La llamó aparte y le prometió un corpiño si espiaba y le contaba la verdad.
El estudiante tanto suplicó a la burguesa que ésta le concedió su amor. La jovencita anduvo
escuchando sin parar hasta que logro oírlos ponerse de acuerdo. Al burgués vino al instante y le contó lo que
habían convenido. Era lo siguiente: la dama le avisaría cuando su señor se marchase, entonces él vendría a la
puerta del huerto que estaba cerrada y que ella le enseñó, allí estaría ella, cuando fuese noche entrada. El
burgués lo oyó y se puso contento, después fue hacia su mujer. -“Señora, dijo, es necesario que me vaya a
mis negocios. Cuidad de la casa querida amiga como conviene a una mujer honesta. No sé cuándo
regresaré.” -“Señor, no dejaré de hacerlo con mucho gusto”. El burgués avisó a sus carreteros y les dijo
que para ir adelantando camino, pasarían la noche a tres leguas de la ciudad.
La dama, que no sabía el engaño, mandó recado al clérigo. Él, que pensaba sorprenderlos, mandó a
su gente a la posada y se vino a la puerta del huerto porque ya se entreveraba la noche con el día. La dama,
muy a escondidas, vino al encuentro, abrió la puerta y lo acogió en sus brazos creyendo que era su amigo.
Pero está muy equivocada. “¡Bienvenido seáis!”, le dice. Él se abstiene de hablar en voz alta y le devuelve el
saludo con un murmullo. Van andando por el huerto y él lleva la cabeza gacha. La burguesa se inclina un
poco para mirar por debajo del capuchón y se da cuenta del engaño: ve claramente que es su marido el que
trata de engañarla. Al darse cuenta, decide que será ella la que le engañe. La mujer siempre ha vencido a
Argos1. Por sus tretas se han visto engañados los sabios desde los tiempos de Abel. “Señor, le dice, mucho
me agrada poderos tener conmigo. Os daré de mi propio dinero para que podáis recuperar vuestras prendas
empeñadas, pero debéis celar muy bien este asunto y ahora vayamos sin más. Os llevaré en secreto a una
habitación de arriba de la que tengo la llave; ahí me esperaréis sin hacer ruido hasta que hayan comido los
criados: cuando todos estén acostados os llevaré tras la cortina de mi cama y nadie se enterará”. – “Señora,
bien habéis hablado”.
¡Ay! ¡Si supiera lo que ella maquina! Una cosa piensa el arriero y otra muy distinta el mulo. Pronto
tendrá mala posada. Cuando la dama lo hubo encerrado en la habitación de la que no podía salir, volvió a la
puerta del huerto, acogió a su amigo que allí estaba y lo abrazó y besó. Mucho más a gusto está, me parece,
el segundo que el primero; porque la dama lo ha dejado solo hace ya un buen rato, esperando en la
habitación de arriba. No tardaron en cruzar el huerto y llegar al dormitorio en el que estaban las cortinas
echadas. La dama conduce a su amigo, lo lleva al dormitorio y lo acuesta bajo la colcha; éste comienza de
inmediato el juego que amor le ordena ya que se le da un comino de lo demás y no conoce otro que más le
agrade. Se divirtieron largo rato. Cuando se hubieron besado y abrazado, “Amigo, dijo ella, quedaos aquí un
momento y esperadme, porque tengo que ir adentro a dar de comer a los criados; después cenaremos los
dos aquí, a escondidas” – Señora, haré todo lo que queráis”.
Se va tranquilamente a la sala en la que está su gente y la atiende lo mejor que puede.

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Cuando estuvo preparada la cena comieron y bebieron a saciedad. Cuando todos hubieron comido y
bebido, antes de que se dispersaran, la dama los llamó y se dirigió a ellos amablemente. Había dos sobrinos
del marido, un mozo que traía el agua y tres criadas; también estaban allí la sobrina del burgués, dos
vagabundos y un mendigo. “Señores, les dijo, Dios os guarde y ahora escuchadme: habéis visto venir aquí, a
esta casa, a un clérigo que no me deja en paz; me ha solicitado de amores mucho tiempo y treinta veces se
lo he prohibido. Al ver que era inútil, le prometí que haría su voluntad cuando mi marido estuviera ausente.
Hoy se ha ido, Dios lo guíe. Al clérigo que me molesta cada día, he cumplido mi promesa. Hoy ha llegado a su
fin: me espera allá arriba. Os daré un galón del mejor vino que haya en esta casa si me prometéis que seré
vengada. A esa habitación de arriba id a por él y pegadle con palos, sin piedad; dadle tantos golpes que
nunca más vuelva a tener ganas de cortejar a una mujer honrada”.
Cuando oyen de lo que se trata, todos salen corriendo, ninguno espera.
Uno coge un bastón, otro un palo y el otro una maza grande y sólida. La burguesa les da la llave. Al
que fuese capaz de contar todos los golpes, lo tendría yo por buen cuentista. –“No dejéis que se escape,
sujetadlo arriba”. – “Por Dios, dicen, señor clericastro , vais a recibir una buena disciplina”. Uno lo echa al
suelo y lo agarra por la garganta: le retuerce el capuchón de tal manera que no puede pronunciar palabra. Y
comienzan todos a dar: para dar palos no son roñosos. Aun pagando mil marcos de oro, no le habrían
arreglado mejor la cabeza. Para hacerlo con más facilidad, se turnaron varias veces sus dos sobrinos,
primero por arriba, luego por abajo. Gritar no le sirve de nada. Lo sacaron afuera, arrastrándolo como un
perro muerto y lo echaron sobre un estercolero. Volvieron a la casa. Tuvieron buen vino en abundancia: los
mejores de la bodega, blancos y de Auverña, como si fuesen reyes. La dama cogió pasteles, vino, una blanca
servilleta de lino y una gran vela de cera; después hizo amable compañía a su amigo hasta que fue de día. Al
despedirse, hizo amor que le diese diez marcos de oro y le rogó que volviese todas las veces que pudiera.
El que estaba encima del estercolero se levantó como pudo y se fue donde estaba su equipaje.
Cuando la gente lo vio tan apaleado, se desolaron en gran manera y asombrados le preguntaron cómo
estaba. “Malamente estoy, dijo. Llevadme a mi casa y no me preguntéis nada más”. Lo alzaron y sin más se
lo llevaron. Pero lo reconfortaba y le quitaba los tristes pensamientos el saber a su mujer tan fiel; un comino
le importaban todos sus dolores y piensa que si llega a curarse, siempre la tendrá en gran estima. Volvió a su
casa y cuando la dama lo vio, le preparó un baño con buenas hierbas, por entero lo curó de su desgracia. Le
preguntó cómo le había sucedido. “Señora, tuve que pasar por un gran peligro en el que me rompieron los
huesos”. Los de la casa le contaron cómo habían dejado al clericastro y cómo se lo había entregado la dama..
A fe mía, que se comportó como mujer prudente y sabia.
Nunca en toda su vida dudó de ella ni la censuró y ella tampoco dudo nunca en amar a su amigo
cada día, hasta que él volvió a su tierra.

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CUENTOS

La sandalia de Nitocris
Anónimo egipcio

En un pequeño pueblo del Bajo Egipto vivía una joven de veinte años cuya belleza se asimilaba a la de una
diosa. Su nombre era Nitocris.
Le gustaba ayudar a su padre que trabajaba como escriba de rebaños, contando cabezas de ganado y
evitando las discusiones entre los ganaderos. Nitocris sabía leer, escribir y contar, y cuando su padre se
jubilara, lo sustituiría.
Todos los chicos del pueblo y de los alrededores deseaban casarse con Nitocris, pero ella sólo
compartiría su vida con un hombre al que amara con todo el corazón. Los jóvenes seguían insistiendo pero
ella los rechazaba tajantemente. Su padre se extrañaba, incluso le proponía casamiento con el apuesto hijo
del alcalde, pero ella no podía soportarlo.
Sus padres sólo deseaban la felicidad de la hermosa joven:
-Nitocris, solamente tú puedes elegir al hombre al que amarás como esposo.
La tarde estaba soleada y Nitocris salió a darse un baño al canal pensando que a esa hora nadie la
molestaría. Se quitó las sandalias, se desvistió y se metió poco a poco en el agua que gozaba de una
temperatura deliciosa. Estuvo nadando durante mucho tiempo.
Por allí cerca, los chicos cazaban o jugaban a la pelota. Cuando la joven volvió hacia la orilla, un chico le
hizo señas con la mano ofreciéndole su ayuda para salir del agua. Se trataba del hijo del alcalde, que muy
orgulloso, armado con un arco y unas flechas, le regalaba una liebre que había cazado.
-No quiero tus regalos. ¡Aléjate de mi! - dijo Nitocris.
-¡Ni hablar! Deseo hablarte. Sabes que yo seré tu marido -contestó el joven.
-¡Jamás! ¡Nunca me casaré contigo!
Nitocris iba en busca de sus sandalias, cuando escuchó el ruido de un aleteo. Un halcón bajó hacia el
suelo a gran velocidad cogiendo una de sus sandalias con sus garras, y de nuevo subió al cielo.
Cuando el hijo del alcalde tensó su arco apuntando hacia el halcón, Nitocris gritó:
-¡No tires! El halcón es el animal sagrado del dios Horus, el protector del faraón. Nadie puede matarlo.
El joven se fue muy avergonzado por su acción.
Un poco más tarde se celebraba el consejo de ministros presidido por el faraón en el jardín del palacio.
El rey continuaba soltero y esta situación no debía alargarse más. La Regla exigía que reinara junto a él una
gran esposa real, pero ninguna le interesaba.
Estaba pensativo y no prestaba atención al ministro, cuando de repente el halcón se abalanzó hacia el
rey y dejó caer algo en sus rodillas. Se trataba de una sandalia, la más bonita que jamás había visto.
Rápidamente hizo llamar al jefe de guardia, y se dirigió a él enérgicamente:
-Envíe a sus hombres a todas las ciudades y pueblos y ordene que todas las muchachas se prueben la
sandalia. ¡Encuentren a su dueña!
El hijo del alcalde iba hacia la casa de Nitocris, cuando vio a dos guardias cumpliendo el encargo del
faraón. No dudó en preguntar qué ocurría, a lo que le respondieron amablemente. Sólo les quedaba visitar
la última casa del pueblo que se encontraba al final de la calle. El chico, al reconocer la sandalia de Nitocris,
trató de evitar que la encontraran. Pero en ese momento la muchacha salió de su casa portando un ramo de

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flores de loto. El guardia, al verla, quedó impresionado por su belleza, y al probarle la sandalia comprobó
que era suya.
Nitocris atravesó los inmensos jardines de tamariscos, sicomoros y palmeras, llegando a una enorme
sala del palacio. El suelo estaba decorado con azulejos en forma de lotos y en las paredes se representaban
preciosas pinturas con escenas de caza. Allí, en su trono, estaba sentado el faraón de Egipto.
La joven se arrodilló ante el faraón como muestra de admiración y respeto. El rey, portando sus
insignias reales, la tomó de la mano y la ayudó a levantarse. Admirado por su belleza, el faraón le calzó la
sandalia que le había hecho llegar el halcón. Nitocris era la esposa elegida por los dioses, y ella se había
enamorado del faraón.
-Reinarás en Egipto junto a mí como Gran Esposa Real. Mandaré construir para ti una pirámide que
inmortalizará nuestro amor y hará brillar tu nombre para siempre.

Recuperado de http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/otras/anon/otros/sandalia.htm; el 8 de agosto de 2011.

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El ruido de un trueno

Ray Bradbury

El anuncio en la pared parecía temblar bajo una móvil película de agua caliente. Eckels sintió que
parpadeaba, y el anuncio ardió en la momentánea oscuridad:
SAFARI EN EL TIEMPO S.A. SAFARIS A CUALQUIER AÑO DEL PASADO. USTED ELIGE EL ANIMAL
NOSOTROS LO LLEVAMOS ALLÍ, USTED LO MATA.
Una flema tibia se le formó en la garganta a Eckels. Tragó saliva empujando hacia abajo la flema. Los
músculos alrededor de la boca formaron una sonrisa, mientras alzaba lentamente la mano, y la mano se
movió con un cheque de diez mil dólares ante el hombre del escritorio.
-¿Este safari garantiza que yo regrese vivo?
-No garantizamos nada -dijo el oficial-, excepto los dinosaurios. -Se volvió-. Este es el señor Travis, su
guía safari en el pasado. Él le dirá a qué debe disparar y en qué momento. Si usted desobedece sus
instrucciones, hay una multa de otros diez mil dólares, además de una posible acción del gobierno, a la
vuelta.
Eckels miró en el otro extremo de la vasta oficina la confusa maraña zumbante de cables y cajas de
acero, y el aura ya anaranjada, ya plateada, ya azul. Era como el sonido de una gigantesca hoguera donde
ardía el tiempo, todos los años y todos los calendarios de pergamino, todas las horas apiladas en llamas. El
roce de una mano, y este fuego se volvería maravillosamente, y en un instante, sobre sí mismo. Eckels
recordó las palabras de los anuncios en la carta. De las brasas y cenizas, del polvo y los carbones, como
doradas salamandras, saltarán los viejos años, los verdes años; rosas endulzarán el aire, las canas se
volverán negro ébano, las arrugas desaparecerán. Todo regresará volando a la semilla, huirá de la muerte,
retornará a sus principios; los soles se elevarán en los cielos occidentales y se pondrán en orientes gloriosos,
las lunas se devorarán al revés a sí mismas, todas las cosas se meterán unas en otras como cajas chinas, los
conejos entrarán en los sombreros, todo volverá a la fresca muerte, la muerte en la semilla, la muerte verde,
al tiempo anterior al comienzo. Bastará el roce de una mano, el más leve roce de una mano.
-¡Infierno y condenación! -murmuró Eckels con la luz de la máquina en el rostro delgado-. Una
verdadera máquina del tiempo. -Sacudió la cabeza-. Lo hace pensar a uno. Si la elección hubiera ido mal
ayer, yo quizá estaría aquí huyendo de los resultados. Gracias a Dios ganó Keith. Será un buen presidente.
-Sí -dijo el hombre detrás del escritorio-. Tenemos suerte. Si Deutscher hubiese ganado, tendríamos la
peor de las dictaduras. Es el antitodo, militarista, anticristo, antihumano, antintelectual. La gente nos llamó,
ya sabe usted, bromeando, pero no enteramente. Decían que si Deutscher era presidente, querían ir a vivir a
1492. Por supuesto, no nos ocupamos de organizar evasiones, sino safaris. De todos modos, el presidente es
Keith. Ahora su única preocupación es...
Eckels terminó la frase:
-Matar mi dinosaurio.
-Un Tyrannosaurus rex. El lagarto del Trueno, el más terrible monstruo de la historia. Firme este
permiso. Si le pasa algo, no somos responsables. Estos dinosaurios son voraces.
Eckels enrojeció, enojado.
-¿Trata de asustarme?
-Francamente, sí. No queremos que vaya nadie que sienta pánico al primer tiro. El año pasado
murieron seis jefes de safari y una docena de cazadores. Vamos a darle a usted la más extraordinaria

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emoción que un cazador pueda pretender. Lo enviaremos sesenta millones de años atrás para que disfrute
de la mayor y más emocionante cacería de todos los tiempos. Su cheque está todavía aquí. Rómpalo.
El señor Eckels miró el cheque largo rato. Se le retorcían los dedos.
-Buena suerte -dijo el hombre detrás del mostrador-. El señor Travis está a su disposición.
Cruzaron el salón silenciosamente, llevando los fusiles, hacia la Máquina, hacia el metal plateado y la
luz rugiente.
Primero un día y luego una noche y luego un día y luego una noche, y luego día-noche-día-noche-día.
Una semana, un mes, un año, ¡una década! 2055, 2019, ¡1999! ¡1957! ¡Desaparecieron! La Máquina rugió.
Se pusieron los cascos de oxígeno y probaron los intercomunicadores. Eckels se balanceaba en el asiento
almohadillado, con el rostro pálido y duro. Sintió un temblor en los brazos y bajó los ojos y vio que sus
manos apretaban el fusil. Había otros cuatro hombres en esa máquina. Travis, el jefe del safari, su asistente,
Lesperance, y dos otros cazadores, Billings y Kramer. Se miraron unos a otros y los años llamearon
alrededor.
-¿Estos fusiles pueden matar a un dinosaurio de un tiro? -se oyó decir a Eckels.
-Si da usted en el sitio preciso -dijo Travis por la radio del casco-. Algunos dinosaurios tienen dos
cerebros, uno en la cabeza, otro en la columna espinal. No les tiraremos a éstos, y tendremos más
probabilidades. Aciérteles con los dos primeros tiros a los ojos, si puede, cegándolo, y luego dispare al
cerebro.
La máquina aulló. El tiempo era una película que corría hacia atrás. Pasaron soles, y luego diez millones
de lunas.
-Dios santo -dijo Eckels-. Los cazadores de todos los tiempos nos envidiarían hoy. África al lado de esto
parece Illinois.
El sol se detuvo en el cielo.
La niebla que había envuelto la Máquina se desvaneció. Se encontraban en los viejos tiempos, tiempos
muy viejos en verdad, tres cazadores y dos jefes de safari con sus metálicos rifles azules en las rodillas.
-Cristo no ha nacido aún -dijo Travis-. Moisés no ha subido a la montaña a hablar con Dios. Las
pirámides están todavía en la tierra, esperando. Recuerde que Alejandro, Julio César, Napoleón, Hitler... no
han existido.
Los hombres asintieron con movimientos de cabeza.
-Eso -señaló el señor Travis- es la jungla de sesenta millones dos mil cincuenta y cinco años antes del
presidente Keith.
Mostró un sendero de metal que se perdía en la vegetación salvaje, sobre pantanos humeantes, entre
palmeras y helechos gigantescos.
-Y eso -dijo- es el Sendero, instalado por Safari en el Tiempo para su provecho. Flota a diez centímetros
del suelo. No toca ni siquiera una brizna, una flor o un árbol. Es de un metal antigravitatorio. El propósito del
Sendero es impedir que toque usted este mundo del pasado de algún modo. No se salga del Sendero.
Repito. No se salga de él. ¡Por ningún motivo! Si se cae del Sendero hay una multa. Y no tire contra ningún
animal que nosotros no aprobemos.
-¿Por qué? -preguntó Eckels. Estaban en la antigua selva. Unos pájaros lejanos gritaban en el viento, y
había un olor de alquitrán y viejo mar salado, hierbas húmedas y flores de color de sangre.
-No queremos cambiar el futuro. Este mundo del pasado no es el nuestro. Al gobierno no le gusta que
estemos aquí. Tenemos que dar mucho dinero para conservar nuestras franquicias. Una máquina del tiempo

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es un asunto delicado. Podemos matar inadvertidamente un animal importante, un pajarito, un coleóptero,
aun una flor, destruyendo así un eslabón importante en la evolución de las especies.
-No me parece muy claro -dijo Eckels.
-Muy bien -continuó Travis-, digamos que accidentalmente matamos aquí un ratón. Eso significa
destruir las futuras familias de este individuo, ¿entiende?
-Entiendo.
-¡Y todas las familias de las familias de ese individuo! Con sólo un pisotón aniquila usted primero uno,
luego una docena, luego mil, un millón, ¡un billón de posibles ratones!
-Bueno, ¿y eso qué? -inquirió Eckels.
-¿Eso qué? -gruñó suavemente Travis-. ¿Qué pasa con los zorros que necesitan esos ratones para
sobrevivir? Por falta de diez ratones muere un zorro. Por falta de diez zorros, un león muere de hambre. Por
falta de un león, especies enteras de insectos, buitres, infinitos billones de formas de vida son arrojadas al
caos y la destrucción. Al final todo se reduce a esto: cincuenta y nueve millones de años más tarde, un
hombre de las cavernas, uno de la única docena que hay en todo el mundo, sale a cazar un jabalí o un tigre
para alimentarse. Pero usted, amigo, ha aplastado con el pie a todos los tigres de esa zona al haber pisado
un ratón. Así que el hombre de las cavernas se muere de hambre. Y el hombre de las cavernas, no lo olvide,
no es un hombre que pueda desperdiciarse, ¡no! Es toda una futura nación. De él nacerán diez hijos. De ellos
nacerán cien hijos, y así hasta llegar a nuestros días. Destruya usted a este hombre, y destruye usted una
raza, un pueblo, toda una historia viviente. Es como asesinar a uno de los nietos de Adán. El pie que ha
puesto usted sobre el ratón desencadenará así un terremoto, y sus efectos sacudirán nuestra tierra y
nuestros destinos a través del tiempo, hasta sus raíces. Con la muerte de ese hombre de las cavernas, un
billón de otros hombres no saldrán nunca de la matriz. Quizás Roma no se alce nunca sobre las siete colinas.
Quizá Europa sea para siempre un bosque oscuro, y sólo crezca Asia saludable y prolífica. Pise usted un
ratón y aplastará las pirámides. Pise un ratón y dejará su huella, como un abismo en la eternidad. La reina
Isabel no nacerá nunca, Washington no cruzará el Delaware, nunca habrá un país llamado Estados Unidos.
Tenga cuidado. No se salga del Sendero. ¡Nunca pise afuera!
-Ya veo -dijo Eckels-. Ni siquiera debemos pisar la hierba.
-Correcto. Al aplastar ciertas plantas quizá sólo sumemos factores infinitesimales. Pero un pequeño
error aquí se multiplicará en sesenta millones de años hasta alcanzar proporciones extraordinarias. Por
supuesto, quizá nuestra teoría esté equivocada. Quizá nosotros no podamos cambiar el tiempo. O tal vez
sólo pueda cambiarse de modos muy sutiles. Quizá un ratón muerto aquí provoque un desequilibrio entre
los insectos de allá, una desproporción en la población más tarde, una mala cosecha luego, una depresión,
hambres colectivas, y, finalmente, un cambio en la conducta social de alejados países. O aun algo mucho
más sutil. Quizá sólo un suave aliento, un murmullo, un cabello, polen en el aire, un cambio tan, tan leve que
uno podría notarlo sólo mirando de muy cerca. ¿Quién lo sabe? ¿Quién puede decir realmente que lo sabe?
No nosotros. Nuestra teoría no es más que una hipótesis. Pero mientras no sepamos con seguridad si
nuestros viajes por el tiempo pueden terminar en un gran estruendo o en un imperceptible crujido, tenemos
que tener mucho cuidado. Esta máquina, este sendero, nuestros cuerpos y nuestras ropas han sido
esterilizados, como usted sabe, antes del viaje. Llevamos estos cascos de oxígeno para no introducir
nuestras bacterias en una antigua atmósfera.
-¿Cómo sabemos qué animales podemos matar?
-Están marcados con pintura roja -dijo Travis-. Hoy, antes de nuestro viaje, enviamos aquí a Lesperance
con la Máquina. Vino a esta Era particular y siguió a ciertos animales.
-¿Para estudiarlos?

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-Exactamente -dijo Travis-. Los rastreó a lo largo de toda su existencia, observando cuáles vivían
mucho tiempo. Muy pocos. Cuántas veces se acoplaban. Pocas. La vida es breve. Cuando encontraba alguno
que iba a morir aplastado por un árbol u otro que se ahogaba en un pozo de alquitrán, anotaba la hora
exacta, el minuto y el segundo, y le arrojaba una bomba de pintura que le manchaba de rojo el costado. No
podemos equivocarnos. Luego midió nuestra llegada al pasado de modo que no nos encontremos con el
monstruo más de dos minutos antes de aquella muerte. De este modo, sólo matamos animales sin futuro,
que nunca volverán a acoplarse. ¿Comprende qué cuidadosos somos?
-Pero si ustedes vinieron esta mañana -dijo Eckels ansiosamente-, debían haberse encontrado con
nosotros, nuestro safari. ¿Qué ocurrió? ¿Tuvimos éxito? ¿Salimos todos... vivos?
Travis y Lesperance se miraron.
-Eso hubiese sido una paradoja -habló Lesperance-. El tiempo no permite esas confusiones..., un
hombre que se encuentra consigo mismo. Cuando va a ocurrir algo parecido, el tiempo se hace a un lado.
Como un avión que cae en un pozo de aire. ¿Sintió usted ese salto de la Máquina, poco antes de nuestra
llegada? Estábamos cruzándonos con nosotros mismos que volvíamos al futuro. No vimos nada. No hay
modo de saber si esta expedición fue un éxito, si cazamos nuestro monstruo, o si todos nosotros, y usted,
señor Eckels, salimos con vida.
Eckels sonrió débilmente.
-Dejemos esto -dijo Travis con brusquedad-. ¡Todos de pie! Se prepararon a dejar la Máquina. La jungla
era alta y la jungla era ancha y la jungla era todo el mundo para siempre y para siempre. Sonidos como
música y sonidos como lonas voladoras llenaban el aire: los pterodáctilos que volaban con cavernosas alas
grises, murciélagos gigantescos nacidos del delirio de una noche febril. Eckels, guardando el equilibrio en el
estrecho sendero, apuntó con su rifle, bromeando.
-¡No haga eso! -dijo Travis.- ¡No apunte ni siquiera en broma, maldita sea! Si se le dispara el arma...
Eckels enrojeció.
- ¿Dónde está nuestro Tyrannosaurus?
- Lesperance miró su reloj de pulsera.
-Adelante. Nos cruzaremos con él dentro de sesenta segundos. Busque la pintura roja, por Cristo. No
dispare hasta que se lo digamos. Quédese en el Sendero. ¡Quédese en el Sendero!
Se adelantaron en el viento de la mañana.
-Qué raro -murmuró Eckels-. Allá delante, a sesenta millones de años, ha pasado el día de elección.
Keith es presidente. Todos celebran. Y aquí, ellos no existen aún. Las cosas que nos preocuparon durante
meses, toda una vida, no nacieron ni fueron pensadas aún.
-¡Levanten el seguro, todos! -ordenó Travis-. Usted dispare primero, Eckels. Luego, Billings. Luego,
Kramer.
-He cazado tigres, jabalíes, búfalos, elefantes, pero esto, Jesús, esto es caza -comentó Eckels -. Tiemblo
como un niño.
- Ah -dijo Travis.
-Todos se detuvieron.
Travis alzó una mano.
-Ahí adelante -susurró-. En la niebla. Ahí está Su Alteza Real.
La jungla era ancha y llena de gorjeos, crujidos, murmullos y suspiros. De pronto todo cesó, como si
alguien hubiese cerrado una puerta.

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Silencio.
El ruido de un trueno.
De la niebla, a cien metros de distancia, salió el Tyrannosaurus rex.
-Jesucristo -murmuró Eckels.
-¡Chist!
Venía a grandes trancos, sobre patas aceitadas y elásticas. Se alzaba diez metros por encima de la
mitad de los árboles, un gran dios del mal, apretando las delicadas garras de relojero contra el oleoso pecho
de reptil. Cada pata inferior era un pistón, quinientos kilos de huesos blancos, hundidos en gruesas cuerdas
de músculos, encerrados en una vaina de piel centelleante y áspera, como la cota de malla de un guerrero
terrible. Cada muslo era una tonelada de carne, marfil y acero. Y de la gran caja de aire del torso colgaban
los dos brazos delicados, brazos con manos que podían alzar y examinar a los hombres como juguetes,
mientras el cuello de serpiente se retorcía sobre sí mismo. Y la cabeza, una tonelada de piedra esculpida que
se alzaba fácilmente hacia el cielo, En la boca entreabierta asomaba una cerca de dientes como dagas. Los
ojos giraban en las órbitas, ojos vacíos, que nada expresaban, excepto hambre. Cerraba la boca en una
mueca de muerte. Corría, y los huesos de la pelvis hacían a un lado árboles y arbustos, y los pies se hundían
en la tierra dejando huellas de quince centímetros de profundidad. Corría como si diese unos deslizantes
pasos de baile, demasiado erecto y en equilibrio para sus diez toneladas. Entró fatigadamente en el área de
sol, y sus hermosas manos de reptil tantearon el aire.
-¡Dios mío! -Eckels torció la boca-. Puede incorporarse y alcanzar la luna.
-¡Chist! -Travis sacudió bruscamente la cabeza-. Todavía no nos vio.
-No es posible matarlo. -Eckels emitió con serenidad este veredicto, como si fuese indiscutible. Había
visto la evidencia y ésta era su razonada opinión. El arma en sus manos parecía un rifle de aire comprimido-.
Hemos sido unos locos. Esto es imposible.
-¡Cállese! -siseó Travis.
-Una pesadilla.
-Dé media vuelta -ordenó Travis-. Vaya tranquilamente hasta la máquina. Le devolveremos la mitad del
dinero.
-No imaginé que sería tan grande -dijo Eckels-. Calculé mal. Eso es todo. Y ahora quiero irme.
-¡Nos vio!
-¡Ahí está la pintura roja en el pecho!
El Lagarto del Trueno se incorporó. Su armadura brilló como mil monedas verdes. Las monedas,
embarradas, humeaban. En el barro se movían diminutos insectos, de modo que todo el cuerpo parecía
retorcerse y ondular, aun cuando el monstruo mismo no se moviera. El monstruo resopló. Un hedor de
carne cruda cruzó la jungla.
-Sáquenme de aquí -pidió Eckels-. Nunca fue como esta vez. Siempre supe que saldría vivo. Tuve
buenos guías, buenos safaris, y protección. Esta vez me he equivocado. Me he encontrado con la horma de
mi zapato, y lo admito. Esto es demasiado para mí.
-No corra -dijo Lesperance-. Vuélvase. Ocúltese en la Máquina. -Sí.
Eckels parecía aturdido. Se miró los pies como si tratara de moverlos. Lanzó un gruñido de
desesperanza.
-¡Eckels!
Eckels dio unos pocos pasos, parpadeando, arrastrando los pies. -¡Por ahí no!

23
El monstruo, al advertir un movimiento, se lanzó hacia adelante con un grito terrible. En cuatro
segundos cubrió cien metros. Los rifles se alzaron y llamearon. De la boca del monstruo salió un torbellino
que los envolvió con un olor de barro y sangre vieja. El monstruo rugió con los dientes brillantes al sol.
Eckels, sin mirar atrás, caminó ciegamente hasta el borde del Sendero, con el rifle que le colgaba de los
brazos. Salió del Sendero, y caminó, y caminó por la jungla. Los pies se le hundieron en un musgo verde. Lo
llevaban las piernas, y se sintió solo y alejado de lo que ocurría atrás.
Los rifles dispararon otra vez. El ruido se perdió en chillidos y truenos. La gran palanca de la cola del
reptil se alzó sacudiéndose. Los árboles estallaron en nubes de hojas y ramas. El monstruo retorció sus
manos de joyero y las bajó como para acariciar a los hombres, para partirlos en dos, aplastarlos como
cerezas, meterlos entre los dientes y en la rugiente garganta. Sus ojos de canto rodado bajaron a la altura de
los hombres, que vieron sus propias imágenes. Dispararon sus armas contra las pestañas metálicas y los
brillantes iris negros.
Como un ídolo de piedra, como el desprendimiento de una montaña, el Tyrannosaurus cayó. Con un
trueno, se abrazó a unos árboles, los arrastró en su caída. Torció y quebró el Sendero de Metal. Los hombres
retrocedieron alejándose. El cuerpo golpeó el suelo, diez toneladas de carne fría y piedra. Los rifles
dispararon. El monstruo azotó el aire con su cola acorazada, retorció sus mandíbulas de serpiente, y ya no se
movió. Una fuente de sangre le brotó de la garganta. En alguna parte, adentro, estalló un saco de fluidos.
Unas bocanadas nauseabundas empaparon a los cazadores. Los hombres se quedaron mirándolo, rojos y
resplandecientes.
El trueno se apagó.
La jungla estaba en silencio. Luego de la tormenta, una gran paz. Luego de la pesadilla, la mañana.
Billings y Kramer se sentaron en el sendero y vomitaron. Travis y Lesperance, de pie, sosteniendo aún
los rifles humeantes, juraban continuamente.
En la Máquina del Tiempo, cara abajo, yacía Eckels, estremeciéndose. Había encontrado el camino de
vuelta al Sendero y había subido a la Máquina. Travis se acercó, lanzó una ojeada a Eckels, sacó unos trozos
de algodón de una caja metálica y volvió junto a los otros, sentados en el Sendero.
-Límpiense.
Limpiaron la sangre de los cascos. El monstruo yacía como una loma de carne sólida. En su interior uno
podía oír los suspiros y murmullos a medida que morían las más lejanas de las cámaras, y los órganos
dejaban de funcionar, y los líquidos corrían un último instante de un receptáculo a una cavidad, a una
glándula, y todo se cerraba para siempre. Era como estar junto a una locomotora estropeada o una
excavadora de vapor en el momento en que se abren las válvulas o se las cierra herméticamente. Los huesos
crujían. La propia carne, perdido el equilibrio, cayó como peso muerto sobre los delicados antebrazos,
quebrándolos.
Otro crujido. Allá arriba, la gigantesca rama de un árbol se rompió y cayó. Golpeó a la bestia muerta
como algo final.
-Ahí está- Lesperance miró su reloj-. Justo a tiempo. Ese es el árbol gigantesco que originalmente debía
caer y matar al animal.
Miró a los dos cazadores: ¿Quieren la fotografía trofeo?
-¿Qué?
-No podemos llevar un trofeo al futuro. El cuerpo tiene que quedarse aquí donde hubiese muerto
originalmente, de modo que los insectos, los pájaros y las bacterias puedan vivir de él, como estaba previsto.
Todo debe mantener su equilibrio. Dejamos el cuerpo. Pero podemos llevar una foto con ustedes al lado.

24
Los dos hombres trataron de pensar, pero al fin sacudieron la cabeza. Caminaron a lo largo del
Sendero de metal. Se dejaron caer de modo cansino en los almohadones de la Máquina. Miraron otra vez el
monstruo caído, el monte paralizado, donde unos raros pájaros reptiles y unos insectos dorados trabajaban
ya en la humeante armadura.
Un sonido en el piso de la Máquina del Tiempo los endureció. Eckels estaba allí, temblando.
-Lo siento -dijo al fin.
-¡Levántese! -gritó Travis.
Eckels se levantó.
-¡Vaya por ese sendero, solo! -agregó Travis, apuntando con el rifle-. Usted no volverá a la Máquina.
¡Lo dejaremos aquí!
Lesperance tomó a Travis por el brazo. -Espera...
-¡No te metas en esto! -Travis se sacudió apartando la mano-. Este hijo de perra casi nos mata. Pero
eso no es bastante. Diablo, no. ¡Sus zapatos! ¡Míralos! Salió del Sendero. ¡Dios mío, estamos arruinados
Cristo sabe qué multa nos pondrán. ¡Decenas de miles de dólares! Garantizamos que nadie dejaría el
Sendero. Y él lo dejó. ¡Oh, condenado tonto! Tendré que informar al gobierno. Pueden hasta quitarnos la
licencia. ¡Dios sabe lo que le ha hecho al tiempo, a la Historia!
-Cálmate. Sólo pisó un poco de barro.
-¿Cómo podemos saberlo? -gritó Travis-. ¡No sabemos nada! ¡Es un condenado misterio! ¡Fuera de
aquí, Eckels!
Eckels buscó en su chaqueta.
-Pagaré cualquier cosa. ¡Cien mil dólares!
Travis miró enojado la libreta de cheques de Eckels y escupió.
-Vaya allí. El monstruo está junto al Sendero. Métale los brazos hasta los codos en la boca, y vuelva.
-¡Eso no tiene sentido!
-El monstruo está muerto, cobarde bastardo. ¡Las balas! No podemos dejar aquí las balas. No
pertenecen al pasado, pueden cambiar algo. Tome mi cuchillo. ¡Extráigalas!
La jungla estaba viva otra vez, con los viejos temblores y los gritos de los pájaros. Eckels se volvió
lentamente a mirar al primitivo vaciadero de basura, la montaña de pesadillas y terror. Luego de un rato,
como un sonámbulo, se fue, arrastrando los pies.
Regresó temblando cinco minutos más tarde, con los brazos empapados y rojos hasta los codos.
Extendió las manos. En cada una había un montón de balas. Luego cayó. Se quedó allí, en el suelo, sin
moverse.
-No había por qué obligarlo a eso - dijo Lesperance.
-¿No? Es demasiado pronto para saberlo. -Travis tocó con el pie el cuerpo inmóvil.
-Vivirá. La próxima vez no buscará cazas como ésta. Muy bien. -Le hizo una fatigada seña con el pulgar
a Lesperance-. Enciende. Volvamos a casa. 1492. 1776. 1812.
Se limpiaron las caras y manos. Se cambiaron las camisas y pantalones. Eckels se había incorporado y
se paseaba sin hablar. Travis lo miró furiosamente durante diez minutos.
-No me mire -gritó Eckels-. No hice nada.
-¿Quién puede decirlo?

25
-Salí del sendero, eso es todo; traje un poco de barro en los zapatos. ¿Qué quiere que haga? ¿Que me
arrodille y rece?
-Quizá lo necesitemos. Se lo advierto, Eckels. Todavía puedo matarlo. Tengo listo el fusil.
-Soy inocente. ¡No he hecho nada!
1999, 2000, 2055.
La máquina se detuvo.
-Afuera -dijo Travis.
El cuarto estaba como lo habían dejado. Pero no de modo tan preciso. El mismo hombre estaba
sentado detrás del mismo escritorio. Pero no exactamente el mismo hombre detrás del mismo escritorio.
Travis miró alrededor con rapidez.
-¿Todo bien aquí? -estalló.
-Muy bien. ¡Bienvenidos!
Travis no se sintió tranquilo. Parecía estudiar hasta los átomos del aire, el modo como entraba la luz
del sol por la única ventana alta.
-Muy bien, Eckels, puede salir. No vuelva nunca.
Eckels no se movió.
-¿No me ha oído? -dijo Travis-. ¿Qué mira?
Eckels olía el aire, y había algo en el aire, una sustancia química tan sutil, tan leve, que sólo el débil
grito de sus sentidos subliminales le advertía que estaba allí. Los colores blanco, gris, azul, anaranjado, de las
paredes, del mobiliario, del cielo más allá de la ventana, eran... eran... Y había una sensación. Se estremeció.
Le temblaron las manos. Se quedó oliendo aquel elemento raro con todos los poros del cuerpo. En alguna
parte alguien debía de estar tocando uno de esos silbatos que sólo pueden oír los perros. Su cuerpo
respondió con un grito silencioso. Más allá de este cuarto, más allá de esta pared, más allá de este hombre
que no era exactamente el mismo hombre detrás del mismo escritorio..., se extendía todo un mundo de
calles y gente. Qué suerte de mundo era ahora, no se podía saber. Podía sentirlos cómo se movían, más allá
de los muros, casi, como piezas de ajedrez que arrastraban un viento seco...
Pero había algo más inmediato. El anuncio pintado en la pared de la oficina, el mismo anuncio que
había leído aquel mismo día al entrar allí por vez primera.
De algún modo el anuncio había cambiado.
SEFARI EN EL TIEMPO. S. A. SEFARIS A KUALKUIER AÑO DEL PASADO USTE NOMBRA EL ANIMAL
NOSOTROS LO LLEBAMOS AYI. USTE LO MATA.
Eckels sintió que caía en una silla. Tanteó insensatamente el grueso barro de sus botas. Sacó un trozo,
temblando.
-No, no puede ser. Algo tan pequeño. No puede ser. ¡No!
Hundida en el barro, brillante, verde, y dorada, y negra, había una mariposa, muy hermosa y muy
muerta.
-¡No algo tan pequeño! ¡No una mariposa! -gritó Eckels.
Cayó al suelo una cosa exquisita, una cosa pequeña que podía destruir todos los equilibrios,
derribando primero la línea de un pequeño dominó, y luego de un gran dominó, y luego de un gigantesco
dominó, a lo largo de los años, a través del tiempo. La mente de Eckels giró sobre si misma. La mariposa no
podía cambiar las cosas. Matar una mariposa no podía ser tan importante. ¿Podía?

26
Tenía el rostro helado. Preguntó, temblándole la boca:
- ¿Quién... quién ganó la elección presidencial ayer?
El hombre detrás del mostrador se rió.
-¿Se burla de mí? Lo sabe muy bien. ¡Deutscher, por supuesto! No ese condenado debilucho de Keith.
Tenemos un hombre fuerte ahora, un hombre de agallas. ¡Sí, señor! -El oficial calló-. ¿Qué pasa?
Eckels gimió. Cayó de rodillas. Recogió la mariposa dorada con dedos temblorosos.
-¿No podríamos -se preguntó a sí mismo, le preguntó al mundo, a los oficiales, a la Máquina,- no
podríamos llevarla allá, no podríamos hacerla vivir otra vez? ¿No podríamos empezar de nuevo? ¿No
podríamos...?
No se movió. Con los ojos cerrados, esperó estremeciéndose. Oyó que Travis gritaba; oyó que Travis
preparaba el rifle, alzaba el seguro, y apuntaba.
El ruido de un trueno.

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El secreto de la muerta

Lafcadio Hearn

Hace mucho tiempo, en la provincia de Tamba, vivía un rico mercader llamado Inamuraya Gensuké. Tenía
una hija llamada O-Sono. Como ésta era muy bonita y sagaz, el mercader juzgó inoportuno brindarle sólo la
exigua educación que podían ofrecerle los maestros rurales; la confió, pues, a unos servidores fieles y la
envió a Kyõto, para que allí adquiriera las gráciles virtudes que suelen exhibir las damas de la capital. En
cuanto la muchacha completó su educación, fue cedida en matrimonio a un amigo de la familia paterna, un
mercader llamado Nagaraya, y con él compartió una dicha que duró casi cuatro años. Sólo tuvieron un hijo,
un varón, pues O-Sono cayó enferma y murió después del cuarto año de matrimonio.

En la noche siguiente al funeral de O-Sono, su hijito dijo que la madre había vuelto y que estaba en el
cuarto de arriba. Le había sonreído, pero sin dirigirle la palabra: el niño se había asustado y había
emprendido la fuga. Algunos miembros de la familia subieron al cuarto que había pertenecido a O-Sono, y
no poco se asombraron al ver, a la luz de una pequeña lámpara que ardía ante un altar en el cuarto, la
imagen de la muerta. Parecía estar de pie ante un tansu, o cómoda, que aún contenía sus joyas y atuendos.
La cabeza y los hombros eran nítidamente visibles, pero de la cintura para abajo la imagen se esfumaba
hasta tornarse invisible; semejaba un imperfecto reflejo, transparente como una sombra en el agua.

Todos se asustaron y abandonaron la habitación. Abajo se consultaron entre sí; y la madre del esposo
de O-Sono declaró:

-Toda mujer siente predilección por sus pequeñas cosas, y O-Sono le tenía gran afecto a sus
pertenencias. Acaso haya vuelto para contemplarlas. Muchos muertos suelen hacerlo... a menos que las
cosas se donen al templo de la zona. Si le regalamos al templo las ropas y adornos de O-Sono, es probable
que su espíritu guarde sosiego.

Todos estuvieron de acuerdo en hacerlo tan pronto como fuera posible. A la mañana siguiente, por
tanto, vaciaron los cajones y llevaron al templo las ropas y los adornos. Pero O-Sono regresó la próxima
noche y contempló el tansu tal como la vez anterior. Y también volvió la noche siguiente, y todas las noches
se repitió su visita, que transformó esa casa en una morada del temor.

La madre del esposo de O-Sono acudió entonces al templo y le contó al sumo sacerdote lo que había
sucedido, pidiéndole que la aconsejara al respecto. El templo pertenecía a la secta Zen, y el sumo sacerdote
era un docto anciano, conocido como Daigen Oshõ.

Dijo el sacerdote:

-Debe haber algo que le causa ansiedad, dentro o cerca del tansu.

-Pero vaciamos todos los cajones -replicó la anciana-; no hay nada en el tansu.

-Bien -dijo Daigen Oshõ-, esta noche iré a la casa y montaré guardia en el cuarto para ver qué puede
hacerse. Den órdenes de que nadie entre a la habitación mientras monto guardia, a menos que yo lo
requiera.

Después del crepúsculo, Daigen Oshõ fue a la casa y comprobó que el cuarto estaba listo para él.
Permaneció allí a solas, leyendo los sûtras; y nada apareció hasta la Hora de la Rata. Entonces la imagen de

28
O-Sono surgió súbitamente ante el tansu. Su rostro denotaba ansiedad, y permaneció con los ojos fijos en el
tansu.

El sacerdote pronunció la fórmula sagrada prescrita para tales casos, y luego, dirigiéndose a la imagen
por el kaimyõ de O-Sono le dijo:

-Vine aquí para ayudarte. Quizá haya en ese tansu algo que despierta tu ansiedad. ¿Quieres que te
ayude a buscarlo?

La sombra pareció asentir mediante un leve movimiento de cabeza; el sacerdote se incorporó y abrió
el cajón de arriba. Estaba vacío. A continuación, abrió el segundo, el tercero y el cuarto cajón; hurgó detrás y
encima de cada uno de ellos; examinó con cuidado el interior de la cómoda. No halló nada. Pero la imagen
permanecía erguida, con tanta ansiedad como antes. “¿Qué querrá?”, pensó el sacerdote. De pronto se le
ocurrió que acaso hubiera algo oculto debajo del papel que revestía los cajones. Levantó el forro del primer
cajón: ¡nada! Pero debajo del forro del cajón inferior halló algo: una carta.

-¿Era esto lo que te inquietaba? -preguntó.

La sombra de la mujer se volvió hacia él, con su lánguida mirada en la cara.

-¿Quieres que la queme? -preguntó Daigen Oshõ.

Ella se inclinó ante él.

-Esta misma mañana será quemada en el templo -prometió el sacerdote-, y nadie la leerá salvo yo.

La imagen sonrió y se disipó.

Rompía el alba cuando el sacerdote bajó las escaleras, a cuyo pie la familia lo aguardaba expectante.

-Cálmense -les dijo-, no volverá a aparecer.

Y la sombra, en efecto, jamás regresó.

La carta fue quemada. Era una carta de amor redactada por O-Sono en la época de sus estudios en
Kyõto. Pero sólo el sacerdote se enteró de su contenido, y el secreto murió con él.

29
El gato negro
Edgar Allan Poe

No espero ni pido que alguien crea en el extraño aunque simple relato que me dispongo a escribir. Loco
estaría si lo esperara, cuando mis sentidos rechazan su propia evidencia. Pero no estoy loco y sé muy bien
que esto no es un sueño. Mañana voy a morir y quisiera aliviar hoy mi alma. Mi propósito inmediato
consiste en poner de manifiesto, simple, sucintamente y sin comentarios, una serie de episodios
domésticos. Las consecuencias de esos episodios me han aterrorizado, me han torturado y, por fin, me han
destruido. Pero no intentaré explicarlos. Si para mí han sido horribles, para otros resultarán menos
espantosos que barrocos. Más adelante, tal vez, aparecerá alguien cuya inteligencia reduzca mis fantasmas a
lugares comunes; una inteligencia más serena, más lógica y mucho menos excitable que la mía, capaz de ver
en las circunstancias que temerosamente describiré, una vulgar sucesión de causas y efectos naturales.
Desde la infancia me destaqué por la docilidad y bondad de mi carácter. La ternura que abrigaba mi
corazón era tan grande que llegaba a convertirme en objeto de burla para mis compañeros. Me gustaban
especialmente los animales, y mis padres me permitían tener una gran variedad. Pasaba a su lado la mayor
parte del tiempo, y jamás me sentía más feliz que cuando les daba de comer y los acariciaba. Este rasgo de
mi carácter creció conmigo y, cuando llegué a la virilidad, se convirtió en una de mis principales fuentes de
placer. Aquellos que alguna vez han experimentado cariño hacia un perro fiel y sagaz no necesitan que me
moleste en explicarles la naturaleza o la intensidad de la retribución que recibía. Hay algo en el generoso y
abnegado amor de un animal que llega directamente al corazón de aquel que con frecuencia ha probado la
falsa amistad y la frágil fidelidad del hombre.
Me casé joven y tuve la alegría de que mi esposa compartiera mis preferencias. Al observar mi gusto
por los animales domésticos, no perdía oportunidad de procurarme los más agradables de entre ellos.
Teníamos pájaros, peces de colores, un hermoso perro, conejos, un monito y un gato.
Este último era un animal de notable tamaño y hermosura, completamente negro y de una sagacidad
asombrosa. Al referirse a su inteligencia, mi mujer, que en el fondo era no poco supersticiosa, aludía con
frecuencia a la antigua creencia popular de que todos los gatos negros son brujas metamorfoseadas. No
quiero decir que lo creyera seriamente, y sólo menciono la cosa porque acabo de recordarla.
Plutón -tal era el nombre del gato- se había convertido en mi favorito y mi camarada. Sólo yo le daba
de comer y él me seguía por todas partes en casa. Me costaba mucho impedir que anduviera tras de mí en la
calle.
Nuestra amistad duró así varios años, en el curso de los cuales (enrojezco al confesarlo) mi
temperamento y mi carácter se alteraron radicalmente por culpa del demonio. Intemperancia. Día a día me
fui volviendo más melancólico, irritable e indiferente hacia los sentimientos ajenos. Llegué, incluso, a hablar
descomedidamente a mi mujer y terminé por infligirle violencias personales. Mis favoritos, claro está,
sintieron igualmente el cambio de mi carácter. No sólo los descuidaba, sino que llegué a hacerles daño.
Hacia Plutón, sin embargo, conservé suficiente consideración como para abstenerme de maltratarlo, cosa
que hacía con los conejos, el mono y hasta el perro cuando, por casualidad o movidos por el afecto, se
cruzaban en mi camino. Mi enfermedad, empero, se agravaba -pues, ¿qué enfermedad es comparable al
alcohol?-, y finalmente el mismo Plutón, que ya estaba viejo y, por tanto, algo enojadizo, empezó a sufrir las
consecuencias de mi mal humor.
Una noche en que volvía a casa completamente embriagado, después de una de mis correrías por la
ciudad, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo alcé en brazos, pero, asustado por mi violencia, me
mordió ligeramente en la mano. Al punto se apoderó de mí una furia demoníaca y ya no supe lo que hacía.
Fue como si la raíz de mi alma se separara de golpe de mi cuerpo; una maldad más que diabólica,
alimentada por la ginebra, estremeció cada fibra de mi ser. Sacando del bolsillo del chaleco un cortaplumas,
lo abrí mientras sujetaba al pobre animal por el pescuezo y, deliberadamente, le hice saltar un ojo.
Enrojezco, me abraso, tiemblo mientras escribo tan condenable atrocidad.

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Cuando la razón retornó con la mañana, cuando hube disipado en el sueño los vapores de la orgía
nocturna, sentí que el horror se mezclaba con el remordimiento ante el crimen cometido; pero mi
sentimiento era débil y ambiguo, no alcanzaba a interesar al alma. Una vez más me hundí en los excesos y
muy pronto ahogué en vino los recuerdos de lo sucedido.
El gato, entretanto, mejoraba poco a poco. Cierto que la órbita donde faltaba el ojo presentaba un
horrible aspecto, pero el animal no parecía sufrir ya. Se paseaba, como de costumbre, por la casa, aunque,
como es de imaginar, huía aterrorizado al verme. Me quedaba aún bastante de mi antigua manera de ser
para sentirme agraviado por la evidente antipatía de un animal que alguna vez me había querido tanto. Pero
ese sentimiento no tardó en ceder paso a la irritación. Y entonces, para mi caída final e irrevocable, se
presentó el espíritu de la perversidad. La filosofía no tiene en cuenta a este espíritu; y, sin embargo, tan
seguro estoy de que mi alma existe como de que la perversidad es uno de los impulsos primordiales del
corazón humano, una de las facultades primarias indivisibles, uno de esos sentimientos que dirigen el
carácter del hombre. ¿Quién no se ha sorprendido a sí mismo cien veces en momentos en que cometía una
acción tonta o malvada por la simple razón de que no debía cometerla? ¿No hay en nosotros una tendencia
permanente, que enfrenta descaradamente al buen sentido, una tendencia a transgredir lo que constituye la
Ley por el solo hecho de serlo? Este espíritu de perversidad se presentó, como he dicho, en mi caída final. Y
el insondable anhelo que tenía mi alma de vejarse a sí misma, de violentar su propia naturaleza, de hacer
mal por el mal mismo, me incitó a continuar y, finalmente, a consumar el suplicio que había infligido a la
inocente bestia. Una mañana, obrando a sangre fría, le pasé un lazo por el pescuezo y lo ahorqué en la rama
de un árbol; lo ahorqué mientras las lágrimas manaban de mis ojos y el más amargo remordimiento me
apretaba el corazón; lo ahorqué porque recordaba que me había querido y porque estaba seguro de que no
me había dado motivo para matarlo; lo ahorqué porque sabía que, al hacerlo, cometía un pecado, un
pecado mortal que comprometería mi alma hasta llevarla -si ello fuera posible- más allá del alcance de la
infinita misericordia del Dios más misericordioso y más terrible.
La noche de aquel mismo día en que cometí tan cruel acción me despertaron gritos de: "¡Incendio!"
Las cortinas de mi cama eran una llama viva y toda la casa estaba ardiendo. Con gran dificultad pudimos
escapar de la conflagración mi mujer, un sirviente y yo. Todo quedó destruido. Mis bienes terrenales se
perdieron y desde ese momento tuve que resignarme a la desesperanza.
No incurriré en la debilidad de establecer una relación de causa y efecto entre el desastre y mi criminal
acción. Pero estoy detallando una cadena de hechos y no quiero dejar ningún eslabón incompleto. Al día
siguiente del incendio acudí a visitar las ruinas. Salvo una, las paredes se habían desplomado. La que
quedaba en pie era un tabique divisorio de poco espesor, situado en el centro de la casa, y contra el cual se
apoyaba antes la cabecera de mi lecho. El enlucido había quedado a salvo de la acción del fuego, cosa que
atribuí a su reciente aplicación. Una densa muchedumbre habíase reunido frente a la pared y varias
personas parecían examinar parte de la misma con gran atención y detalle. Las palabras "¡extraño!,
¡curioso!" y otras similares excitaron mi curiosidad. Al aproximarme vi que en la blanca superficie, grabada
como un bajorrelieve, aparecía la imagen de un gigantesco gato. El contorno tenía una nitidez
verdaderamente maravillosa. Había una soga alrededor del pescuezo del animal.
Al descubrir esta aparición -ya que no podía considerarla otra cosa- me sentí dominado por el asombro
y el terror. Pero la reflexión vino luego en mi ayuda. Recordé que había ahorcado al gato en un jardín
contiguo a la casa. Al producirse la alarma del incendio, la multitud había invadido inmediatamente el jardín:
alguien debió de cortar la soga y tirar al gato en mi habitación por la ventana abierta. Sin duda, habían
tratado de despertarme en esa forma. Probablemente la caída de las paredes comprimió a la víctima de mi
crueldad contra el enlucido recién aplicado, cuya cal, junto con la acción de las llamas y el amoniaco del
cadáver, produjo la imagen que acababa de ver.
Si bien en esta forma quedó satisfecha mi razón, ya que no mi conciencia, sobre el extraño episodio, lo
ocurrido impresionó profundamente mi imaginación. Durante muchos meses no pude librarme del fantasma
del gato, y en todo ese tiempo dominó mi espíritu un sentimiento informe que se parecía, sin serlo, al

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remordimiento. Llegué al punto de lamentar la pérdida del animal y buscar, en los viles antros que
habitualmente frecuentaba, algún otro de la misma especie y apariencia que pudiera ocupar su lugar.
Una noche en que, borracho a medias, me hallaba en una taberna más que infame, reclamó mi
atención algo negro posado sobre uno de los enormes toneles de ginebra que constituían el principal
moblaje del lugar. Durante algunos minutos había estado mirando dicho tonel y me sorprendió no haber
advertido antes la presencia de la mancha negra en lo alto. Me aproximé y la toqué con la mano. Era un gato
negro muy grande, tan grande como Plutón y absolutamente igual a éste, salvo un detalle. Plutón no tenía el
menor pelo blanco en el cuerpo, mientras este gato mostraba una vasta aunque indefinida mancha blanca
que le cubría casi todo el pecho.
Al sentirse acariciado se enderezó prontamente, ronroneando con fuerza, se frotó contra mi mano y
pareció encantado de mis atenciones. Acababa, pues, de encontrar el animal que precisamente andaba
buscando. De inmediato, propuse su compra al tabernero, pero me contestó que el animal no era suyo y
que jamás lo había visto antes ni sabía nada de él.
Continué acariciando al gato y, cuando me disponía a volver a casa, el animal pareció dispuesto a
acompañarme. Le permití que lo hiciera, deteniéndome una y otra vez para inclinarme y acariciarlo. Cuando
estuvo en casa, se acostumbró a ella de inmediato y se convirtió en el gran favorito de mi mujer.
Por mi parte, pronto sentí nacer en mí una antipatía hacia aquel animal. Era exactamente lo contrario
de lo que había anticipado, pero -sin que pueda decir cómo ni por qué- su marcado cariño por mí me
disgustaba y me fatigaba. Gradualmente, el sentimiento de disgusto y fatiga creció hasta alcanzar la
amargura del odio. Evitaba encontrarme con el animal; un resto de vergüenza y el recuerdo de mi crueldad
de antaño me vedaban maltratarlo. Durante algunas semanas me abstuve de pegarle o de hacerlo víctima
de cualquier violencia; pero gradualmente -muy gradualmente- llegué a mirarlo con inexpresable odio y a
huir en silencio de su detestable presencia, como si fuera una emanación de la peste.
Lo que, sin duda, contribuyó a aumentar mi odio fue descubrir, a la mañana siguiente de haberlo
traído a casa, que aquel gato, igual que Plutón, era tuerto. Esta circunstancia fue precisamente la que lo hizo
más grato a mi mujer, quien, como ya dije, poseía en alto grado esos sentimientos humanitarios que alguna
vez habían sido mi rasgo distintivo y la fuente de mis placeres más simples y más puros.
El cariño del gato por mí parecía aumentar en el mismo grado que mi aversión. Seguía mis pasos con
una pertinencia que me costaría hacer entender al lector. Dondequiera que me sentara venía a ovillarse bajo
mi silla o saltaba a mis rodillas, prodigándome sus odiosas caricias. Si echaba a caminar, se metía entre mis
pies, amenazando con hacerme caer, o bien clavaba sus largas y afiladas uñas en mis ropas, para poder
trepar hasta mi pecho. En esos momentos, aunque ansiaba aniquilarlo de un solo golpe, me sentía
paralizado por el recuerdo de mi primer crimen, pero sobre todo -quiero confesarlo ahora mismo- por un
espantoso temor al animal.
Aquel temor no era precisamente miedo de un mal físico y, sin embargo, me sería imposible definirlo
de otra manera. Me siento casi avergonzado de reconocer, sí, aún en esta celda de criminales me siento casi
avergonzado de reconocer que el terror, el espanto que aquel animal me inspiraba, era intensificado por
una de las más insensatas quimeras que sería dado concebir. Más de una vez mi mujer me había llamado la
atención sobre la forma de la mancha blanca de la cual ya he hablado, y que constituía la única diferencia
entre el extraño animal y el que yo había matado. El lector recordará que esta mancha, aunque grande, me
había parecido al principio de forma indefinida; pero gradualmente, de manera tan imperceptible que mi
razón luchó durante largo tiempo por rechazarla como fantástica, la mancha fue asumiendo un contorno de
rigurosa precisión. Representaba ahora algo que me estremezco al nombrar, y por ello odiaba, temía y
hubiera querido librarme del monstruo si hubiese sido capaz de atreverme; representaba, digo, la imagen de
una cosa atroz, siniestra..., ¡la imagen del patíbulo! ¡Oh lúgubre y terrible máquina del horror y del crimen,
de la agonía y de la muerte!
Me sentí entonces más miserable que todas las miserias humanas. ¡Pensar que una bestia, cuyo
semejante había yo destruido desdeñosamente, una bestia era capaz de producir tan insoportable angustia

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en un hombre creado a imagen y semejanza de Dios! ¡Ay, ni de día ni de noche pude ya gozar de la
bendición del reposo! De día, aquella criatura no me dejaba un instante solo; de noche, despertaba hora a
hora de los más horrorosos sueños, para sentir el ardiente aliento de la cosa en mi rostro y su terrible peso -
pesadilla encarnada de la que no me era posible desprenderme- apoyado eternamente sobre mi corazón.
Bajo el agobio de tormentos semejantes, sucumbió en mí lo poco que me quedaba de bueno. Sólo los
malos pensamientos disfrutaban ya de mi intimidad; los más tenebrosos, los más perversos pensamientos.
La melancolía habitual de mi humor creció hasta convertirse en aborrecimiento de todo lo que me rodeaba y
de la entera humanidad; y mi pobre mujer, que de nada se quejaba, llegó a ser la habitual y paciente víctima
de los repentinos y frecuentes arrebatos de ciega cólera a que me abandonaba.
Cierto día, para cumplir una tarea doméstica, me acompañó al sótano de la vieja casa donde nuestra
pobreza nos obligaba a vivir. El gato me siguió mientras bajaba la empinada escalera y estuvo a punto de
tirarme cabeza abajo, lo cual me exasperó hasta la locura. Alzando un hacha y olvidando en mi rabia los
pueriles temores que hasta entonces habían detenido mi mano, descargué un golpe que hubiera matado
instantáneamente al animal de haberlo alcanzado. Pero la mano de mi mujer detuvo su trayectoria.
Entonces, llevado por su intervención a una rabia más que demoníaca, me zafé de su abrazo y le hundí el
hacha en la cabeza. Sin un solo quejido, cayó muerta a mis pies.
Cumplido este espantoso asesinato, me entregué al punto y con toda sangre fría a la tarea de ocultar
el cadáver. Sabía que era imposible sacarlo de casa, tanto de día como de noche, sin correr el riesgo de que
algún vecino me observara. Diversos proyectos cruzaron mi mente. Por un momento pensé en descuartizar
el cuerpo y quemar los pedazos. Luego se me ocurrió cavar una tumba en el piso del sótano. Pensé también
si no convenía arrojar el cuerpo al pozo del patio o meterlo en un cajón, como si se tratara de una
mercadería común, y llamar a un mozo de cordel para que lo retirara de casa. Pero, al fin, di con lo que me
pareció el mejor expediente y decidí emparedar el cadáver en el sótano, tal como se dice que los monjes de
la Edad Media emparedaban a sus víctimas.
El sótano se adaptaba bien a este propósito. Sus muros eran de material poco resistente y estaban
recién revocados con un mortero ordinario, que la humedad de la atmósfera no había dejado endurecer.
Además, en una de las paredes se veía la saliencia de una falsa chimenea, la cual había sido rellenada y
tratada de manera semejante al resto del sótano. Sin lugar a dudas, sería muy fácil sacar los ladrillos en esa
parte, introducir el cadáver y tapar el agujero como antes, de manera que ninguna mirada pudiese descubrir
algo sospechoso.
No me equivocaba en mis cálculos. Fácilmente saqué los ladrillos con ayuda de una palanca y, luego de
colocar cuidadosamente el cuerpo contra la pared interna, lo mantuve en esa posición mientras aplicaba de
nuevo la mampostería en su forma original. Después de procurarme argamasa, arena y cerda, preparé un
enlucido que no se distinguía del anterior y revoqué cuidadosamente el nuevo enladrillado. Concluida la
tarea, me sentí seguro de que todo estaba bien. La pared no mostraba la menor señal de haber sido tocada.
Había barrido hasta el menor fragmento de material suelto. Miré en torno, triunfante, y me dije: "Aquí, por
lo menos, no he trabajado en vano".
Mi paso siguiente consistió en buscar a la bestia causante de tanta desgracia, pues al final me había
decidido a matarla. Si en aquel momento el gato hubiera surgido ante mí, su destino habría quedado
sellado, pero, por lo visto, el astuto animal, alarmado por la violencia de mi primer acceso de cólera, se
cuidaba de aparecer mientras no cambiara mi humor. Imposible describir o imaginar el profundo, el
maravilloso alivio que la ausencia de la detestada criatura trajo a mi pecho. No se presentó aquella noche, y
así, por primera vez desde su llegada a la casa, pude dormir profunda y tranquilamente; sí, pude dormir, aun
con el peso del crimen sobre mi alma.
Pasaron el segundo y el tercer día y mi atormentador no volvía. Una vez más respiré como un hombre
libre. ¡Aterrado, el monstruo había huido de casa para siempre! ¡Ya no volvería a contemplarlo! Gozaba de
una suprema felicidad, y la culpa de mi negra acción me preocupaba muy poco. Se practicaron algunas
averiguaciones, a las que no me costó mucho responder. Incluso hubo una perquisición en la casa; pero,
naturalmente, no se descubrió nada. Mi tranquilidad futura me parecía asegurada.

33
Al cuarto día del asesinato, un grupo de policías se presentó inesperadamente y procedió a una nueva
y rigurosa inspección. Convencido de que mi escondrijo era impenetrable, no sentí la más leve inquietud.
Los oficiales me pidieron que los acompañara en su examen. No dejaron hueco ni rincón sin revisar. Al final,
por tercera o cuarta vez, bajaron al sótano. Los seguí sin que me temblara un solo músculo. Mi corazón latía
tranquilamente, como el de aquel que duerme en la inocencia. Me paseé de un lado al otro del sótano.
Había cruzado los brazos sobre el pecho y andaba tranquilamente de aquí para allá. Los policías estaban
completamente satisfechos y se disponían a marcharse. La alegría de mi corazón era demasiado grande para
reprimirla. Ardía en deseos de decirles, por lo menos, una palabra como prueba de triunfo y confirmar
doblemente mi inocencia.
-Caballeros -dije, por fin, cuando el grupo subía la escalera-, me alegro mucho de haber disipado sus
sospechas. Les deseo felicidad y un poco más de cortesía. Dicho sea de paso, caballeros, esta casa está muy
bien construida... (En mi frenético deseo de decir alguna cosa con naturalidad, casi no me daba cuenta de
mis palabras). Repito que es una casa de excelente construcción. Estas paredes... ¿ya se marchan ustedes,
caballeros?... tienen una gran solidez.
Y entonces, arrastrado por mis propias bravatas, golpeé fuertemente con el bastón que llevaba en la
mano sobre la pared del enladrillado tras de la cual se hallaba el cadáver de la esposa de mi corazón.
¡Que Dios me proteja y me libre de las garras del archidemonio! Apenas había cesado el eco de mis
golpes cuando una voz respondió desde dentro de la tumba. Un quejido, sordo y entrecortado al comienzo,
semejante al sollozar de un niño, que luego creció rápidamente hasta convertirse en un largo, agudo y
continuo alarido, anormal, como inhumano, un aullido, un clamor de lamentación, mitad de horror, mitad
de triunfo, como sólo puede haber brotado en el infierno de la garganta de los condenados en su agonía y
de los demonios exultantes en la condenación.
Hablar de lo que pensé en ese momento sería locura. Presa de vértigo, fui tambaleándome hasta la
pared opuesta. Por un instante el grupo de hombres en la escalera quedó paralizado por el terror. Luego,
una docena de robustos brazos atacaron la pared, que cayó de una pieza. El cadáver, ya muy corrompido y
manchado de sangre coagulada, apareció de pie ante los ojos de los espectadores. Sobre su cabeza, con la
roja boca abierta y el único ojo como de fuego, estaba agazapada la horrible bestia cuya astucia me había
inducido al asesinato y cuya voz delatadora me entregaba al verdugo. ¡Había emparedado al monstruo en la
tumba!

34
Historia de los dos que soñaron
Gustavo Weil
Cuentan los hombres dignos de fe (pero sólo Alá es omnisciente y poderoso y misericordioso y no duerme)
que hubo en El Cairo un hombre poseedor de riquezas, pero tan magnánimo y liberal que todas las perdió,
menos la casa de su padre, y que se vio forzado a trabajar para ganarse el pan. Trabajó tanto que el sueño lo
rindió debajo de una higuera de su jardín y vio en el sueño a un desconocido que le dijo:
-Tu fortuna está en Persia, en Isfaján; vete a buscarla.
A la madrugada siguiente se despertó y emprendió el largo viaje y afrontó los peligros de los desiertos,
de los idólatras, de los ríos, de las fieras y de los hombres. Llegó al fin a Isfaján, pero en el recinto de esa
ciudad lo sorprendió la noche y se tendió a dormir en el patio de una mezquita. Había, junto a la mezquita,
una casa y por el decreto de Dios Todopoderoso una pandilla de ladrones atravesó la mezquita y se metió en
la casa, y las personas que dormían se despertaron y pidieron socorro. Los vecinos también gritaron, hasta
que el capitán de los serenos de aquel distrito acudió con sus hombres y los bandoleros huyeron por la
azotea. El capitán hizo registrar la mezquita y en ella dieron con el hombre de El Cairo y lo llevaron a la
cárcel. El juez lo hizo comparecer y le dijo:
-¿Quién eres y cuál es tu patria?
El hombre declaró:
-Soy de la ciudad famosa de El Cairo y mi nombre es Yacub El Magrebí.
El juez le preguntó:
-¿Qué te trajo a Persia?
El hombre optó por la verdad y le dijo:
-Un hombre me ordenó en un sueño que viniera a Isfaján, porque ahí estaba mi fortuna. Ya estoy en
Isfaján y veo que la fortuna que me prometió ha de ser esta cárcel.
El juez echó a reír.
-Hombre desatinado -le dijo-, tres veces he soñado con una casa en la ciudad de El Cairo, en cuyo
fondo hay un jardín. Y en el jardín un reloj de sol y después del reloj de sol, una higuera, y bajo la higuera un
tesoro. No he dado el menor crédito a esa mentira. Tú, sin embargo, has errado de ciudad en ciudad, bajo la
sola fe de tu sueño. Que no vuelva a verte en Isfaján. Toma estas monedas y vete.
El hombre las tomó y regresó a la patria. Debajo de la higuera de su casa (que era la del sueño del juez)
desenterró el tesoro. Así Dios le dio bendición y lo recompensó y exaltó. Dios es el Generoso, el Oculto.

35
Una niña perversa

Jehanne Jean-Charles

Esta tarde empujé a Arturo a la fuente. Cayó en ella y se puso a hacer gluglú con la boca, pero también gritaba y fue
oído. Papá y mamá llegaron corriendo. Mamá lloraba porque creía que Arturo se había ahogado. Pero no era así. Ha
venido el doctor. Arturo está ahora muy bien. Ha pedido pastel de mermelada y mamá se lo ha dado. Sin embargo, eran
las siete, casi la hora de acostarse, cuando pidió pastel, y a pesar de eso mamá se lo dio. Arturo estaba muy contento y
orgulloso. Todo el mundo le hacía preguntas. Mamá le preguntó cómo había podido caerse, si se había resbalado, y
Arturo ha dicho que sí, que se tropezó. Es gentil que haya dicho eso, pero yo sigo detestándolo y volveré a hacerlo a la
primera ocasión.

Por lo demás, si no ha dicho que lo empujé yo, quizá sea sencillamente porque sabe muy bien que a mamá la
horrorizan las declaraciones. El otro día, cuando le apreté el cuello con la cuerda de saltar y se fue a quejar con mamá
diciendo: "Elena me ha hecho esto", mamá le ha dado una terrible palmada y le ha dicho: "¡No vuelvas a hacer una cosa
así!". Y cuando llegó papá ella se lo ha contado y papá también se puso furioso. Arturo se quedó sin postre. Por eso
comprendió, y esta vez, como no ha dicho nada, le han dado pastel de mermelada. Me gusta enormemente el pastel de
mermelada, se lo he pedido a mamá yo también, tres veces, pero ella ha puesto cara de no oírme. ¿Sospechará que yo
fui la que empujó a Arturo?

Antes, yo era buena con Arturo, porque mamá y papá me festejaban tanto como a él. Cuando él tenía un auto
nuevo, yo tenía una muñeca, y no le hubieran dado pastel sin darme a mí. Pero desde hace un mes, papá y mamá han
cambiado completamente conmigo. Todo es para Arturo. A cada momento le hacen regalos. Con esto no mejora su
carácter. Siempre ha sido un poco caprichoso, pero ahora es detestable. Sin parar está pidiendo esto y lo otro. Y mamá
cede casi siempre. A decir verdad, creo que en todo un mes sólo lo han regañado el día de la cuerda de saltar, y lo raro
es que esta vez no era culpa suya.

Me pregunto por qué papá y mamá, que me querían tanto, han dejado de repente de interesarse en mí. Parece
que ya no soy su niñita. Cuando beso a mamá, ella no sonríe. Papá tampoco. Cuando van a pasear, voy con ellos, pero
continúan desinteresándose de mí. Puedo jugar junto a la fuente lo que yo quiera. Les da igual. Sólo Arturo es gentil
conmigo de cuando en cuando, pero a veces se niega a jugar conmigo. Le pregunté el otro día por qué mamá se había
vuelto así conmigo. Yo no quería hablarle del asunto, pero no pude evitarlo. Me ha mirado desde arriba, con ese aire
burlón que toma adrede para hacerme rabiar, y me ha dicho que era porque mamá no quiere oír hablar de mí. Le dije
que no era verdad. Él me dijo que sí, que había oído a mamá decirle eso a papá y que le había dicho: "No quiero oír
hablar nunca de ella."

Ese fue el día que le apreté el cuello con la cuerda. Después de eso, yo estaba tan furiosa, a pesar de la palmada
que él había recibido, que fui a su recámara y le dije que lo mataría. Esta tarde me ha dicho que mamá, papá y él iban a
ir al mar, y que yo no iría. Se rió y me hizo muecas. Entonces lo empujé a la fuente.

Ahora duerme y papá y mamá también. Dentro de un momento iré a su recámara y esta vez no tendrá tiempo de
gritar, tengo la cuerda de saltar en las manos. Él la olvidó en el jardín y yo la tomé.

Con esto, se verán obligados a ir al mar sin él. Y luego me iré a acostar sola, al fondo de ese maldito jardín, en esa
horrible caja blanca donde me obligan a dormir desde hace un mes.

Fuente: Jean-Charles, Jehanne, “Una niña perversa", en: Los grandes cuentos del siglo XX, selección de Edmundo Valadés,
México, Promexa, 1979, pp. 267-268.

36
Nacido de hombre y mujer

Richard Matheson

X - Hoy cuando apareció la luz mamá me llamó monstruo. Eres un monstruo me dijo. Vi en los ojos de mamá
que estaba enojada. ¿Qué quiere decir monstruo?
Hoy cayó agua de arriba. Cayó por todas partes. Yo la vi. Vi la tierra por la ventanita. La tierra se chupó
el agua como una boca que tiene sed. Bebió demasiado y se enfermó y se puso oscura. No me gustó.
Mamá es bonita yo sé. Donde yo duermo con todas las paredes frías alrededor tengo un papel detrás
de la estufa. Ahí dice “Estrellas de cine”. En las figuras veo caras como las de mamá y papá. Papá dice que
son bonitas. Una vez lo dijo.
Y también mamá dijo. Mamá tan bonita y yo bastante bien. Mírate dijo papá y no tenía una cara
buena. Le toqué el brazo y dije está bien papá. Papá se sacudió y se fue donde yo no podía alcanzarlo.
Hoy mamá me sacó la cadena un rato así que pude mirar por la ventanita. Vi el agua que caía de arriba.

XX - Hoy está amarillo arriba. Sé que lo miro y los ojos duelen. Después de mirar el sótano es rojo.
Me parece que eso es la iglesia. Se van de arriba. La máquina grande los traga y camina y ya no está.
En la parte de atrás está la mamita. Es mucho más chica que yo. Yo soy grande. Es un secreto pero
saqué la cadena de la pared. Puedo ver por la ventanita todo lo que quiero.
Hoy cuando estuvo oscuro me comí la comida y unos bichos. Oí risas arriba. Me gusta saber por qué
hay risas. Saqué la cadena de la pared y me la envolví en el cuerpo. Fui despacio a las escaleras. Gritan
cuando yo las piso. Las piernas me resbalan porque por las escaleras no camino. Los pies se me pegan a la
madera.
Subí y abrí una puerta. Era un lugar blanco. Blanco como la luz blanca que viene de arriba a veces.
Entré y me quedé quieto. Oí otra vez risas. Caminé hasta el sonido y abrí un poco una puerta y miré la gente.
Era mucha gente. Pensé reír con ellos.
Mamá vino y empujó la puerta. Me golpeó y dolió. Caí para atrás en el piso liso y la cadena hizo ruido.
Lloré. Mamá silbó dentro de ella y se puso la mano en la boca. Tenía los ojos grandes.
Me miró. Oí que papá llamaba. Qué cayó dijo. Mamá dijo la tabla de planchar. Ven a ayudarme dijo.
Papá vino y dijo bueno es tan pesada qué necesitas. Me vio y se puso grande. Los ojos de papá se enojaron.
Me golpeó. El líquido me salió de un brazo. El piso quedó verde y feo.
Papá me dijo que fuera al sótano. Tuve que ir. La luz me dolía ahora en los ojos. No era como en el
sótano abajo.
Papá me ató los brazos y las piernas. Me puso en la cama. Arriba oí risas mientras yo estaba quieto y
miraba una araña negra que bajaba a donde estaba yo. Pensé lo que dijo papá. Ohdios dijo. Y no tiene más
que ocho.

XXX - Hoy papá puso otra vez la cadena en la pared antes de aparecer la luz. Tengo que sacarla otra
vez. Papá dijo que yo era malo si iba arriba. Me dijo que no lo haga otra vez o me pegará fuerte. Eso duele.
Me duele. Dormí de día y puse la cabeza en la pared. Pensé en el lugar blanco de arriba.

XXXX - Saqué la cadena de la pared. Mamá estaba arriba. Escuché risitas muy altas. Miré por la
ventanita. Vi toda gente chiquita como mamita y también papitos. Son hermosos.

37
Estaban haciendo bonitos ruidos y saltaban por la tierra. Movían mucho las piernas. Son como mamá y
papá. Mamá dice que toda la gente normal es así.
Uno de los papás pequeños me vio. Señaló la ventana. Yo me fui resbalando por la pared hasta abajo
en lo oscuro. Me apreté para que no me vieran. Oí las voces junto a la ventana y pies que corrían. Arriba una
puerta hizo ruido. Oí a la mamita que llamaba arriba. Oí pies pesados y corrí al lugar de la cama. Puse la
cadena en la pared y me acosté mirando para abajo.
Oí a mamá que venía. Estuviste en la ventana me dijo. Escuché que estaba enojada. No te acerques a la
ventana me dijo. Sacaste otra vez la cadena.
Mamá tomó el palo y me golpeó. No lloré. No puedo hacer eso. Pero mi líquido corrió por toda la
cama. Mamá lo vio y se fue para atrás haciendo un ruido. Oh diosmíodiosmío dijo por qué me hiciste esto.
Oí que el palo caía en el piso. Mamá corrió y subió. Dormí de día.

XXXXX - Hoy había agua otra vez. Cuando mamá estaba arriba oí a la mamita que bajaba los escalones.
Me escondí en la carbonera porque mamá se enoja si la mamita me ve.
Mamita tenía una cosa pequeña viva. Caminaba en los brazos de ella y tenía las orejas en punta. La
mamita le hablaba.
Todo estaba bien pero la cosa viva me olió. Corrió a la carbonera y me miró con el pelo todo duro.
Hacía un ruido enojado en la garganta. Yo silbé pero la cosa saltó sobre mí.
Yo no quería lastimarla. Tuve miedo porque me mordió más fuerte que la rata. Yo la agarré y la
mamita gritó. Apreté fuerte la cosa viva. Hacía ruidos que yo nunca había oído. La apreté más. Estaba toda
aplastada y roja sobre el carbón negro.
Me escondí ahí cuando mamá llamó. Yo tenía miedo del palo. Mamá se fue. Subí por el carbón con la
cosa. La escondí debajo de la almohada y me acosté encima. Puse la cadena en la pared otra vez.

X - Hoy es otro día. Papá puso la cadena apretada. Me duele porque me golpeó. Esta vez le saqué el
palo de la mano y después hice ruido. Papá se fue y tenía la cara blanca. Salió corriendo de mi lugar y cerró
la puerta con llave.
No estoy tan contento. Todo el día hace frío aquí. La cadena tarda mucho en salir de la pared. Y estoy
muy enojado con mamá y papá. Les mostraré. Haré lo mismo que otro día.
Primero gritaré y me reiré fuerte. Correré por las paredes. Después me colgaré cabeza para abajo de
todas mis piernas y me reiré y echaré verde por todas partes hasta que ellos estén tristes porque no fueron
buenos conmigo.
Y si quieren golpearme otra vez los lastimaré. Sí los lastimaré.

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Los dos reyes y los dos laberintos
Jorge Luis Borges

Cuentan los hombres dignos de fe (pero Alá sabe más) que en los primeros días hubo un rey de las islas de
Babilonia que congregó a sus arquitectos y magos y les mando a construir un laberinto tan perplejo y sutil
que los varones más prudentes no se aventuraban a entrar, y los que entraban se perdían. Esa obra era un
escándalo, porque la confusión y la maravilla son operaciones propias de Dios y no de los hombres. Con el
andar del tiempo vino a su corte un rey de los árabes, y el rey de Babilonia (para hacer burla de la
simplicidad de su huésped) lo hizo penetrar en el laberinto, donde vagó afrentado y confundido hasta la
declinación de la tarde. Entonces imploró socorro divino y dio con la puerta. Sus labios no profirieron queja
ninguna, pero le dijo al rey de Babilonia que él en Arabia tenía otro laberinto y que, si Dios era servido, se lo
daría a conocer algún día. Luego regresó a Arabia, juntó sus capitanes y sus alcaides y estragó los reinos de
Babilonia con tan venturosa fortuna que derribo sus castillos, rompió sus gentes e hizo cautivo al mismo rey.
Lo amarró encima de un camello veloz y lo llevó al desierto. Cabalgaron tres días, y le dijo: "Oh, rey del
tiempo y substancia y cifra del siglo!, en Babilonia me quisiste perder en un laberinto de bronce con muchas
escaleras, puertas y muros; ahora el Poderoso ha tenido a bien que te muestre el mío, donde no hay
escaleras que subir, ni puertas que forzar, ni fatigosas galerías que recorrer, ni muros que veden el paso."
Luego le desató las ligaduras y lo abandonó en la mitad del desierto, donde murió de hambre y de sed. La
gloria sea con aquel que no muere.

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Emma Zunz
Jorge Luis Borges

El catorce de enero de 1922, Emma Zunz, al volver de la fábrica de tejidos Tarbuch y Loewenthal, halló en el
fondo del zaguánuna carta, fechada en el Brasil, por la que supo que su padre había muerto. La engañaron, a
primera vista, el sello y el sobre; luego, la inquietó la letra desconocida. Nueve diez líneas borroneadas
querían colmar la hoja; Emma leyó que el señor Maier había ingerido por error una fuerte dosis de veronal y
había fallecido el tres del corriente en el hospital de Bagé. Un compañero de pensión de su padre firmaba la
noticia, un tal Feino Fain, de Río Grande, que no podía saber que se dirigía a la hija del muerto.
Emma dejó caer el papel. Su primera impresión fue de malestar en el vientre y en las rodillas; luego de
ciega culpa, de irrealidad, de frío, de temor; luego, quiso ya estar en el día siguiente. Acto contínuo
comprendió que esa voluntad era inútil porque la muerte de su padre era lo único que había sucedido en el
mundo, y seguiría sucediendo sin fin. Recogió el papel y se fue asucuarto. Furtivamente lo guardó en un
cajón, como si de algún modo ya conociera los hechos ulteriores. Ya había empezado a vislumbrarlos, tal
vez; ya era la que sería.
En la creciente oscuridad, Emma lloró hasta el fin de aquel día del suicidio de Manuel Maier, que en los
antiguos días felices fue Emanuel Zunz. Recordó veraneos en una chacra, cerca de Gualeguay, recordó (trató
de recordar) a su madre, recordó la casita de Lanús que les remataron, recordó los amarillos losanges de una
ventana, recordó el auto de prisión, el oprobio, recordó los anónimos con el suelto sobre «el desfalco del
cajero», recordó (pero eso jamás lo olvidaba) que su padre, la última noche, le había jurado que el ladrón
era Loewenthal. Loewenthal, Aarón Loewenthal, antes gerente de la fábrica y ahora uno de los dueños.
Emma, desde 1916, guardaba el secreto. A nadie se lo había revelado, ni siquiera a su mejor amiga, Elsa
Urstein. Quizá rehuía la profana incredulidad; quizá creía que el secreto era un vínculo entre ella y el
ausente. Loewenthal no sabía que ella sabía; Emma Zunz derivaba de ese hecho ínfimo un sentimiento de
poder.
No durmió aquella noche, y cuando la primera luz definió el rectángulo de la ventana, ya estaba
perfecto su plan. Procuró que ese día, que le pareció interminable, fuera como los otros. Había en la fábrica
rumores de huelga; Emma se declaró, como siempre, contra toda violencia. A las seis, concluido el trabajo,
fue con Elsa a un club de mujeres, que tiene gimnasio y pileta. Se inscribieron; tuvo que repetir y deletrear
su nombre y su apellido, tuvo que festejar las bromas vulgares que comentan la revisación. Con Elsa y con la
menor de las Kronfuss discutió a qué cinematógrafo irían el domingo a la tarde. Luego, se habló de novios y
nadie esperó que Emma hablara. En abril cumpliría diecinueve años, pero los hombres le inspiraban, aún, un
temor casi patológico... De vuelta, preparó una sopa de tapioca y unas legumbres, comió temprano, se
acostó y se obligó a dormir. Así, laborioso y trivial, pasó el viernes quince, la víspera.
El sábado, la impaciencia la despertó. La impaciencia, no la inquietud, y el singular alivio de estar en
aquel día, por fin. Ya no tenía que tramar y que imaginar; dentro de algunas horas alcanzaría la simplicidad
de los hechos. Leyó en La Prensa que el Nordstjärnan, de Malmö, zarparía esa noche del dique 3; llamó por
teléfono a Loewenthal, insinuó que deseaba comunicar, sin que lo supieran las otras, algo sobre la huelga y
prometió pasar por el escritorio, al oscurecer. Le temblaba la voz; el temblor convenía a una delatora.
Ningún otro hecho memorable ocurrió esa mañana. Emma trabajó hasta las doce y fijó con Elsa y con Perla
Kronfuss los pormenores del paseo del domingo. Se acostó después de almorzar y recapituló, cerrados los
ojos, el plan que había tramado. Pensó que la etapa final sería menos horrible que la primera y que le
depararía, sin duda, el sabor de la victoria y de la justicia. De pronto, alarmada, se levantó y corrió al cajón
de la cómoda. Lo abrió; debajo del retrato de Milton Sills, donde la había dejado la antenoche, estaba la
carta de Fain. Nadie podía haberla visto; la empezó a leer y la rompió.
Referir con alguna realidad los hechos de esa tarde sería difícil y quizá improcedente. Un atributo de lo
infernal es la irrealidad, un atributo que parece mitigar sus terrores y que los agrava tal vez. ¿Cómo hacer
verosímil una acción en la que casi no creyó quien la ejecutaba, cómo recuperar ese breve caos que hoy la

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memoria de Emma Zunz repudia y confunde? Emma vivía por Almagro, en la calle Liniers; nos consta que esa
tarde fue al puerto. Acaso en el infame Paseo de Julio se vio multiplicada en espejos, publicada por luces y
desnudada por los ojos hambrientos, pero más razonable es conjeturar que al principio erró, inadvertida,
por la indiferente recova... Entró en dos o tres bares, vio la rutina o los manejos de otras mujeres. Dio al fin
con hombres del Nordstjärnan. De uno, muy joven, temió que le inspirara alguna ternura y optó por otro,
quizá más bajo que ella y grosero, para que la pureza del horror no fuera mitigada. El hombre la condujo a
una puerta y después a un turbio zaguán y después a una escalera tortuosa y después a un vestíbulo (en el
que había una vidriera con losanges idénticos a los de la casa en Lanús) y después a un pasillo y después a
una puerta que se cerró. Los hechos graves están fuera del tiempo, ya porque en ellos el pasado inmediato
queda como tronchado del porvenir, ya porque no parecen consecutivas las partes que los forman.
¿En aquel tiempo fuera del tiempo, en aquel desorden perplejo de sensaciones inconexas y atroces,
pensó Emma Zunz una sola vez en el muerto que motivaba el sacrificio? Yo tengo para mí que pensó una vez
y que en ese momento peligró su desesperado propósito. Pensó (no pudo no pensar) que su padre le había
hecho a su madre la cosa horrible que a ella ahora le hacían. Lo pensó con débil asombro y se refugió, en
seguida, en el vértigo. El hombre, sueco o finlandés, no hablaba español; fue una herramienta para Emma
como ésta lo fue para él, pero ella sirvió para el goce y él para la justicia. Cuando se quedó sola, Emma no
abrió en seguida los ojos. En la mesa de luz estaba el dinero que había dejado el hombre: Emma se
incorporó y lo rompió como antes había roto la carta. Romper dinero es una impiedad, como tirar el pan;
Emma se arrepintió, apenas lo hizo. Un acto de soberbia y en aquel día... El temor se perdió en la tristeza de
su cuerpo, en el asco. El asco y la tristeza la encadenaban, pero Emma lentamente se levantó y procedió a
vestirse. En el cuarto no quedaban colores vivos; el último crepúsculo se agravaba. Emma pudo salir sin que
lo advirtieran; en la esquina subió a un Lacroze, que iba al oeste. Eligió, conforme a su plan, el asiento más
delantero, para que no le vieran la cara. Quizá le confortó verificar, en el insípido trajín de las calles, que lo
acaecido no había contaminado las cosas. Viajó por barrios decrecientes y opacos, viéndolos y olvidándolos
en el acto, y se apeó en una de las bocacalles de Warnes. Pardójicamente su fatiga venía a ser una fuerza,
pues la obligaba a concentrarse en los pormenores de la aventura y le ocultaba el fondo y el fin.
Aarón Loewenthal era, para todos, un hombre serio; para sus pocos íntimos, un avaro. Vivía en los
altos de la fábrica, solo. Establecido en el desmantelado arrabal, temía a los ladrones; en el patio de la
fábrica había un gran perro y en el cajón de su escritorio, nadie lo ignoraba, un revólver. Había llorado con
decoro, el año anterior, la inesperada muerte de su mujer - ¡una Gauss, que le trajo una buena dote! -, pero
el dinero era su verdadera pasión. Con íntimo bochorno se sabía menos apto para ganarlo que para
conservarlo. Era muy religioso; creía tener con el Señor un pacto secreto, que lo eximía de obrar bien, a
trueque de oraciones y devociones. Calvo, corpulento, enlutado, de quevedos ahumados y barba rubia,
esperaba de pie, junto a la ventana, el informe confidencial de la obrera Zunz.
La vio empujar la verja (que él había entornado a propósito) y cruzar el patio sombrío. La vio hacer un
pequeño rodeo cuando el perro atado ladró. Los labios de Emma se atareaban como los de quien reza en
voz baja; cansados, repetían la sentencia que el señor Loewenthal oiría antes de morir.
Las cosas no ocurrieron como había previsto Emma Zunz. Desde la madrugada anterior, ella se había
soñado muchas veces, dirigiendo el firme revólver, forzando al miserable a confesar la miserable culpa y
exponiendo la intrépida estratagema que permitiría a la Justicia de Dios triunfar de la justicia humana. (No
por temor, sino por ser un instrumento de la Justicia, ella no quería ser castigada.) Luego, un solo balazo en
mitad del pecho rubricaría la suerte de Loewenthal. Pero las cosas no ocurrieron así.
Ante Aarón Loeiventhal, más que la urgencia de vengar a su padre, Emma sintió la de castigar el ultraje
padecido por ello. No podía no matarlo, después de esa minuciosa deshonra. Tampoco tenía tiempo que
perder en teatralerías. Sentada, tímida, pidió excusas a Loewenthal, invocó (a fuer de delatora) las
obligaciones de la lealtad, pronunció algunos nombres, dio a entender otros y se cortó como si la venciera el
temor. Logró que Loewenthal saliera a buscar una copa de agua. Cuando éste, incrédulo de tales
aspavientos, pero indulgente, volvió del comedor, Emma ya había sacado del cajón el pesado revólver.
Apretó el gatillo dos veces. El considerable cuerpo se desplomó como si los estampi-dos y el humo lo

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hubieran roto, el vaso de agua se rompió, la cara la miró con asombro y cólera, la boca de la cara la injurió
en español y en ídisch. Las malas palabras no cejaban; Emma tuvo que hacer fuego otra vez. En el patio, el
perro encadenado rompió a ladrar, y una efusión de brusca sangre manó de los labios obscenos y manchó la
barba y la ropa. Emma inició la acusación que había preparado («He vengado a mi padre y no me podrán
castigar...»), pero no la acabó, porque el señor Loewenthal ya había muerto. No supo nunca si alcanzó a
comprender.
Los ladridos tirantes le recordaron que no podía, aún, descansar. Desordenó el diván, desabrochó el
saco del cadáver, le quitó los quevedos salpicados y los dejó sobre el fichero. Luego tomó el teléfono y
repitió lo que tantas veces repetiría, con esas y con otras palabras: Ha ocurrido una cosa que es increíble... El
señor Loewenthal me hizo venir con el pretexto de la huelga... Abusó de mí, lo maté...
La historia era increíble, en efecto, pero se impuso a todos, porque sustancialmente era cierta.
Verdadero era el tono de Emma Zunz, verdadero el pudor, verdadero el odio. Verdadero también era el
ultraje que había padecido; sólo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios.

Recuperado de http://www4.loscuentos.net/cuentos/other/3/11/103/, el 10 de julio de 2012.

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Un nuevo Cuento de Navidad
Arthur Machen
Sin lugar a dudas, la vida de Scrooge se había encendido.
Diez años habían pasado desde que el espíritu del viejo Jacob Marley le había visitado, y que los
Fantasmas de las Navidades Pasadas, Presentes y Futuras le habían demostrado el error de su forma de vida
mezquina, ruin y grosera, convirtiéndole en el anciano más feliz del pueblo y siendo apodado "el Viejo
Entrometido" por los viejos amargos que nunca reverenciaron a nada ni a nadie.
Y, sin duda alguna, los viejos estaban acertados. Ebenezer Scrooge había sido un entrometido. Siempre
había estado huroneando en los asuntos de los demás; así que pudo descubrir las consecuencias de sus
actos sobre los demás. Muchos hombres de negocios duros se suavizaban ante la idea de Scrooge rondando
en sus despachos, creyendo que la ruina se les acercaba.
-Mi estimado Sr. Hardman -decía el viejo Scrooge- ni una palabra más. Tome este giro de 300 libras y
úselo como mejor sepa. Usted lo podrá duplicar por mí en el plazo de 6 meses.
Podría irse riendo de ello, y Charles el camarero, en la vieja taberna de la ciudad, donde Scrooge
cenaba, siempre decía que Scrooge le traía suerte a él y a la taberna. Todos ordenaban una buena ración de
brandy caliente cuando su alegre y sonrosada cara aparecía en el lugar.
Estaban en Navidad. Scrooge estaba sentado frente a su crujiente fuego, bebiendo algo tibio y
confortable y discurriendo la mejor manera de llevar la felicidad al resto de la gente.
"No voy a soportar la obstinación de Bob," se decía a sí mismo -la firma de la empresa era Scrooge &
Cratchit ahora- "él hace todo el trabajo, y no es justo que un viejo inútil como yo tome más que un cuarto de
los beneficios."
Un lúgubre sonido resonó a través de la vieja casa. El aire resopló heladamente y lo cálido y
confortable se tornó en frío y incómodo. Scrooge bebió nerviosamente. La puerta se abrió y una forma vaga
y espantosa surgió en el umbral.
-Sígueme -dijo.
Scrooge no supo con seguridad qué pasó luego. Estaba en la calle. Recordaba que quería comprar
algunas golosinas para sus pequeños sobrinos y sobrinas, y fue a una tienda.
-Disculpe, pero pasadas las ocho -dijo el encargado- no podemos atenderlo, señor.
Vagó a través de otras calles que parecían extrañamente alteradas. Se dirigía hacia el lado oeste, y
comenzó a sentir frío y debilidad. Creyó que sería conveniente tomar una pequeña copa de brandy con
agua, y justo estaba doblando la esquina de la vieja taberna cuando salían las últimas personas y le cerraban
las metálicas puertas prácticamente en la cara.
-¿Qué es lo que pasa? -preguntó débilmente al hombre que cerraba las puertas.
-Las diez pasadas -dijo secamente el tipo, y apagó las últimas luces.
Scrooge ya creía que la segunda porción de pastel de carne le había dado indigestión, y que todo
aquello era una mera pesadilla. Le parecía como que había caído en un profundo abismo de oscuridad en el
que todo le era negado.
Cuando volvió en sí, era el día de Navidad, y la gente estaba caminando por las calles.
Scrooge se encontró en esa calle y la gente se sonreía y saludaba entre sí con calidez, pero era
evidente que no eran felices. Había señales de preocupación en sus rostros, señales que evidenciaban
problemas del pasado y ansiedades futuras. Scrooge escuchó a un hombre suspirar al siguiente instante de
desearle Feliz Navidad a un vecino. Había lágrimas en el rostro de una mujer que caminaba frente a una
iglesia, toda de negro.

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-¡Pobre John! -murmuraba ella-. Estoy segura de que lo que lo mató fueron los problemas de dinero.
Ahora está en el cielo. Pero el vicario dijo en el sermón que el cielo era un mero cuento de hadas -ella gimió
nuevamente.
Todo esto perturbó la paz de Scrooge. Algo parecía estar pujando en su corazón.
-Pero -dijo él- debo olvidar todo esto cuando me siente a cenar con mis sobrinos y sus jóvenes hijos.
Eran las últimas horas de la tarde; las cuatro en punto y caían las sombras. Era la hora de la cena.
Scrooge encontró la casa de su sobrino. Ni una ventana tenía luces y todo estaba oscuro. El corazón de
Scrooge se heló.
Golpeó una y otra vez, y haló la campana que resonó tan lánguidamente que parecía tener un pie en el
sepulcro.
Al final, una vieja mujer de aspecto miserable, abrió la puerta solo unas pulgadas y miró con
desconfianza.
-¿El sr. Fred? -dijo-. Él y su señora salieron al Hotel Splendid, y no volverán hasta medianoche. Los
chicos están fuera, en Eastbourne.
-¡Cenando en una taberna el día de Navidad! -murmuró Scrooge-. ¿Qué terrible sino es ese? ¿Quién es
tan miserable y tan desolado como para cenar en una taberna en Navidad? ¡Y los niños en Eastbourne!
El aire se tornó pesado y le pareció escuchar desde una gran distancia la voz de Tiny Tim, diciendo
"¡Dios nos ayude, a todos y a cada uno de nosotros!"
De nuevo, el Espíritu apareció. Scrooge cayó de rodillas.
-¡Terrible Fantasma! -exclamó-. ¿Quién eres y que quieres? Habla, te lo suplico.
-Ebenezer Scrooge -replicó el Fantasma en un timbre abominable-. Soy el fantasma de las Navidades
de 1920. Conmigo traigo la nota del Impuesto sobre la Renta.
El cabello de Scrooge se erizó ante esa visión. Pero se sintió peor cuando vio que la Aparición tenía
huellas como las de un gigantesco gato.
-Mi nombre es Pussyfoot. También me llaman Ruina y Desesperanza -dijo el Fantasma, y desapareció.
Luego de esto Scrooge despertó y descorrió los cortinados de su cama.
-¡Gracias a Dios! -exclamó de corazón-. ¡Solo fue un sueño!

Recuperado de http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/ing/machen/navidad.htm, el 2 de mayo de 2012.

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La música de Erich Zann
H.P. Lovecraft
He examinado varios planos de la ciudad con suma atención, pero no he vuelto a encontrar la Rue
d´Auseil. No me he limitado a manejar mapas modernos, pues sé que los nombres cambian con el paso del
tiempo. Muy al contrario, me he sumergido a fondo en todas las antigüedades del lugar y he explorado en
persona todos los rincones de la ciudad, cualquiera que fuese su nombre, que pudiera responder a la calle
que en otro tiempo conocí como Rue d´Auseil. Pero a pesar de todos mis esfuerzos, no deja de ser una
frustración que no haya podido dar con la casa, la calle o siquiera el distrito en donde, durante mis últimos
meses de depauperada vida como estudiante de metafísica en la universidad, oí la música de Erich Zann.
Que me falle la memoria no me sorprende lo más mínimo, pues mi salud, tanto física como mental, se
vio gravemente trastornada durante el período de mi estancia en la Rue d´Auseil y no recuerdo haber
llevado allí a ninguna de mis escasas amistades. Pero que no pueda volver a encontrar el lugar resulta
extraño a la vez que me deja perplejo, pues estaba a menos de media hora andando de la universidad y se
distinguía por unos rasgos característicos que difícilmente podría olvidar quien hubiese pasado por allí. Lo
cierto es que jamás he encontrado a nadie que haya estado en la Rue d´Auseil.
La Rue d´Auseil quedaba al otro lado de un oscuro río bordeado de empinados almacenes de ladrillo
con los cristales de las ventanas empañados, y se accedía a ella por un macizo puente de piedra
ennegrecida. Estaba siempre lóbrego el curso de aquel río, como si el humo procedente de las fábricas
vecinas impidiera el paso de los rayos del sol a perpetuidad. Las aguas despedían, asimismo, un hedor que
no he vuelto a percibir en ninguna otra parte y que quizás algún día me ayude a dar con el lugar que busco,
pues estoy seguro de que reconocería ese olor al instante. Al otro lado del puente podían verse una serie de
calles adoquinadas y con raíles; luego venía la subida, gradual al principio, pero de una pendiente increíble a
la altura de la Rue d´Auseil.
Jamás he visto una calle más angosta y empinada como la Rue d´Auseil. Cerrada a la circulación
rodada, casi era un precipicio consistente en algunos lugares en tramos de escaleras que culminaban en la
cresta en un impresionante muro cubierto de hiedra. El pavimento era irregular: unas veces losas de piedra,
otras adoquines y a veces pura y simple tierra con incrustaciones de vegetación de un color verdoso y
grisáceo. Las casas altas, con los tejados rematados en pico, increíblemente antiguas y estaban inclinadas a
la buena de Dios hacia delante o hacia un lado. De vez en cuando podían verse dos casas con las fachadas
frente por frente e inclinadas hacia delante, hasta el punto de formar casi un arco en medio de la calle;
lógicamente, apenas luz alguna llegaba al suelo que había debajo de ellas. Entre las casas de uno y otro lado
de la calle había unos cuantos puentes elevados.
Los vecinos de aquella calle me producían una extraña impresión. Al principio pensé que era debido a
su natural silencioso y taciturno, pero luego lo atribuí al hecho de que todos allí eran ancianos. No sé cómo
pude ir a parar a semejante calle, pero no fui yo ni mucho menos el único que se mudó a vivir a aquel lugar.
Había vivido en muchos sitios destartalados, de los que siempre me había visto desalojado por no poder
pagar la renta, hasta que finalmente un día me di de bruces con aquella casa medio en ruinas de la Rue
d´Auseil que guardaba un paralítico llamado Blandot. Era la tercera casa según se miraba desde la parte
superior de la calle, y la más alta de todas con diferencia.
Mi habitación estaba en el quinto piso. Era la única habitada en aquella planta, pues la casa estaba
prácticamente vacía. La noche de mi llegada oí una música extraña procedente de la buhardilla que tenía
justo encima, y al día siguiente inquirí al viejo Blandot por el intérprete de aquella música. Me dijo que la
persona en cuestión era un anciano violinista de origen alemán, un hombre mudo y un tanto extraño, que
firmaba con el nombre de Erich Zann y que por las noches tocaba en una orquestilla teatral. Y añadió que la
afición de Zann a tocar por la noches a la vuelta del teatro era el motivo que le había llevado a instalarse en
aquella alta y solitaria habitación abuhardillada, cuya ventana de gablete era el único punto de la calle desde
el que podía divisarse el final del muro en declive y la panorámica que se ofrecía del otro lado del mismo.

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En adelante no hubo noche que no oyera a Zann, y, aunque su música me mantenía despierto, había
algo extraño en ella que me turbaba. No obstante ser yo escasamente conocedor de aquel arte, estaba
convencido de que ninguna de sus armonías tenía nada que ver con la música que había oído hasta
entonces, de lo que deduje que tenía que tratarse de un compositor de singular talento. Cuanto más la
escuchaba más me atraía aquella música, hasta que al cabo de una semana decidí darme a conocer a aquel
anciano.
Una noche, cuando Zann regresaba del trabajo, le salí al paso del rellano de la escalera y le dije que me
gustaría conocerlo y acompañarlo mientras tocaba. Era pequeño de estatura, delgado y andaba algo
encorvado, con la ropa desgastada, ojos azules, una expresión entre grotesca y satírica y prácticamente
calvo. Su reacción ante mis primeras palabras fue violenta a la vez que temerosa. Con todo, el talante
amistoso de mis maneras acabó por aplacarlo, y a regañadientes me hizo señas para que lo siguiera por la
oscura, agrietada y desvencijada escalera que llevaba a la buhardilla. Su habitación, una de las dos que había
en aquella buhardilla de techo inclinado, estaba orientada al oeste, hacia el muro que formaba el extremo
superior de la calle. Era de grandes dimensiones, y aun parecía mayor por la total desnudez y abandono en
que se encontraba. Por todo mobiliario había una delgada armadura metálica de cama, un deslustrado
lavamanos, una mesita, una gran estantería, un atril y tres anticuadas sillas. Apiladas en desorden por el
suelo se veían multitud de partituras. Las paredes eran de tableros desnudos, y lo más probable es que no
hubieran sido revocadas en la vida; por otro lado, la abundancia de polvo y telarañas por doquier hacían que
el lugar pareciese más abandonado que habitado. En suma, el bello mundo de Erich Zann debía sin duda
encontrarse en algún remoto cosmos de su imaginación.
Indicándome por señas que me sentara, mi anciano y mudo vecino cerró la puerta, echó el gran
cerrojo de madera y encendió una vela para aumentar la luz de la que ya portaba consigo. A continuación,
sacó el violín de la apolillada funda y, cogiéndolo entre las manos, se sentó en la menos incómoda de las
sillas. No utilizó para nada el atril, pero, sin darme opción y tocando de memoria, me deleitó por espacio de
más de una hora con melodías que sin duda debían ser creación suya. Tratar de describir su exacta
naturaleza es prácticamente imposible para alguien no versado en música. Era una especie de fuga, con
pasajes reiterados verdaderamente embriagadores, pero en especial para mí por la ausencia de las extrañas
notas que había oído en anteriores ocasiones desde mi habitación.
No se me iban de la cabeza aquellas obsesivas notas, e incluso a menudo las tarareaba y silbaba para
mis adentros aunque sin gran precisión, así que cuando el solista depuso finalmente el arco le rogué que me
las interpretara. Nada más oír mis primeras palabras aquella arrugada y grotesca faz perdió la expresión
benigna y ausente que había tenido durante toda al interpretación, y pareció mostrar la misma curiosa
mezcolanza de ira y temor que cuando lo abordé por vez primera. Por un momento intenté recurrir a la
persuasión, disculpando los caprichos propios de la senilidad; hasta traté de despertar los exaltados ánimos
de mi anfitrión silbando unos acordes de la melodía escuchada la noche precedente. Pero al instante hube
de interrumpir mis silbidos, pues cuando el músico mudo reconoció la tonada su rostro se contorsionó de
repente adquiriendo una expresión imposible de describir, al tiempo que alzaba su larga, fría y huesuda
mano instándome a callar y no seguir la burda imitación. Y al hacerlo demostró una vez más su rareza, pues
echó una mirada expectante hacia la única ventana con cortinas, como si temiera la presencia de algún
intruso; una mirada doblemente absurda pues la buhardilla estaba muy por encima del resto de los tejados
adyacentes, lo que la hacía prácticamente inaccesible, y además, por lo que había dicho el portero, la
ventana era el único punto de la empinada calle desde el que podía verse la cumbre por encima del muro.
La mirada del anciano me hizo recordar la observación de Blandot, y de repente se me antojó
satisfacer mi deseo de contemplar la amplia y vertiginosa panorámica de los tejados a la luz de la luna y las
luces de la ciudad que se extendían más allá de la cumbre, algo que de entre todos los moradores de la Rue
d´Auseil sólo le era dado ver a aquel músico de avinagrado carácter. Me acerqué a la ventana y estaba ya a
punto de correr las indescriptibles cortinas cuando, con una violencia y terror aún mayores que los de hasta
entonces había hecho gala, mi mudo vecino se abalanzó de nuevo sobre mí, esta vez indicándome con
gestos de la cabeza la dirección de la puerta y esforzándose agitadamente por alejarme de allí con ambas
manos. Ahora, decididamente enfadado con mi vecino, le ordené que me soltara, que no pensaba

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permanecer allí ni un momento más. Viendo lo agraviado y disgustado que estaba, me soltó a la vez que su
ira remitía. Al momento, volvió a agarrarme con fuerza, pero esta vez en tono amistoso, y me hizo sentarme
en una silla; luego, con aire meditabundo, se acercó a la desordenada mesa, cogió un lápiz y se puso a
escribir en un francés forzado, propio de un extranjero.
La nota que finalmente me extendió era una súplica en la que reclamaba tolerancia y perdón. En ella,
Zann decía ser un solitario anciano afligido por extraños temores y trastornos nerviosos relacionados con su
música, amén de otros problemas. Le encantaba que escuchara su música, y deseaba que volviera más
noches y no le tomara en cuenta sus rarezas. Pero no podía tocar para otros sus extraños acordes ni
tampoco soportar que los oyeran; asimismo, tampoco podía aguantar que otros tocaran en su habitación.
No había sabido, hasta nuestra conversación en el rellano de la escalera, que desde mi habitación podía oír
su música, y me rogaba encarecidamente que hablase con Blandot para que me diera una habitación en un
piso más bajo donde no pudiera oírlo por la noche. Cualquier diferencia en el precio del alquiler correría de
su cuenta.
Mientras trataba de descifrar el execrable francés de aquella nota, mi compasión hacia aquel pobre
hombre fue en aumento. Era, al igual que yo, víctima de trastornos físicos y nerviosos, y mis estudios de
metafísica me habían enseñado que en tales casos se requería compresión más que nada. En medio de
aquel silencio se oyó un ligero ruido procedente de la ventana; el viento nocturno debió hacer resonar la
persiana, y por alguna razón que se me escapaba di un respingo casi tan brusco como el de Erich Zann.
Cuando terminé de leer la nota, le di la mano a mi vecino y salí de allí en calidad de amigo suyo.
Al día siguiente Blandot me dio una habitación algo más cara en el tercer piso, situado entre la pieza de
un anciano prestamista y la de un honrado tapicero. En el cuarto piso no vivía nadie.
No tardé en darme cuenta de que el interés mostrado por Zann en que le hiciera compañía no era lo
que creí entender cuando me persuadió a mudarme del quinto piso. Nunca me llamó para que fuera a verlo,
y cuando lo hacía parecía encontrarse a disgusto y tocaba con desgana. Las veladas siempre tenían lugar de
noche, pues durante el día dormía y no admitía visitas. Mi afecto hacia él no aumentó, aunque parecía como
si aquella buhardilla y la extraña música que tocaba mi vecino ejercieran una extraña fascinación sobre mí.
No se me había ido de la cabeza el indiscreto deseo de mirar por aquella ventana y ver qué había por encima
del muro y abajo, en la invisible pendiente con los rutilantes tejados y chapiteles que debían divisarse desde
allí. En cierta ocasión subí a la buhardilla en horas de teatro, mientras Zann estaba fuera, pero la puerta
tenía echado el cerrojo. Para lo que sí me las arreglé, en cambio, fue para oír las interpretaciones nocturnas
de aquel anciano mudo. Al principio, iba de puntillas hasta mi antiguo quinto piso, y con el tiempo me atreví
incluso a subir el último y chirriante tramo de la escalera que llevaba hasta la buhardilla. Allí, en el angosto
rellano, al otro lado de la atrancada puerta que tenía el agujero de la cerradura tapado, pude oír con relativa
frecuencia sonidos que me embargaron con un indefinible temor, ese temor a algo impreciso y misterioso
que se cierne sobre uno. No es que los sonidos fuesen espantosos, pues ciertamente no lo eran, sino que sus
vibraciones no guardaban parangón alguno con nada de este mundo, y a intervalos adquirían una calidad
sinfónica que difícilmente podría imaginarme proviniese de un solo músico. No había duda, Erich Zann era
un genio de irresistible talento. A medida que pasaban las semanas las interpretaciones fueron adquiriendo
un ritmo más frenético, y el semblante del anciano músico fue tomando un aspecto cada vez más
demacrado y huraño digno de la mayor compasión. Ya no me dejaba pasar a verlo, fuese cual fuese la hora a
que llamara, y me rehuía siempre que nos encontrábamos en la escalera.
Una noche, mientras escuchaba desde la puerta, oí al chirriante violín dilatarse hasta producir una
caótica babel de sonidos, un pandemonio que me habría hecho dudar de mi propio juicio si desde el otro
lado de la atrancada puerta no me hubiera llegado una lastimera prueba de que el horror era auténtico: el
espantoso e inarticulado grito que sólo la garganta de un mudo puede emitir, y que sólo se alza en los
momentos en que la angustia y el miedo son más irresistibles. Golpeé repetidas veces en la puerta, pero no
percibí respuesta. Luego, aguardé en el oscuro rellano, temblando de frío y miedo, hasta que oí los débiles
esfuerzos del desventurado músico por incorporarse del suelo con ayuda de una silla. Creyendo que
recuperaba el sentido tras haber sufrido un desmayo, renové mis golpes al tiempo que profería en voz alta

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mi nombre con objeto de tranquilizarle. Oí a Zann tambaleándose hasta llegar a la ventana y cerrar las
cortinas y el bastidor, y luego dirigirse dando traspiés hacia la puerta, que abrió de forma vacilante para
dejarme paso. Esta vez saltaba a la vista que estaba encantado de tenerme a su lado, pues su descompuesta
cara resplandecía de alivio mientras me agarraba del abrigo, como haría un niño de las faldas de su madre.
Presa de patéticos temblores, el anciano me hizo sentarme en una silla mientras él se dejaba caer en
otra, junto a la que se encontraban tirados por el suelo el violín y el arco. Durante algún tiempo permaneció
inactivo, haciendo extrañas inclinaciones de cabeza, pero dando la paradójica impresión de escuchar intensa
y temerosamente. A continuación, pareció recobrar el ánimo, y sentándose en una silla junto a la mesa
escribió una breve nota, me la entregó y volvió a la mesa, poniéndose a escribir frenética e incesantemente.
En la nota me imploraba que, por compasión hacia él y si quería satisfacer mi curiosidad, no me levantara de
donde estaba hasta que él acabase de redactar un exhaustivo informe en alemán sobre los prodigios y
temores que le asediaban. En vista de ello, permanecí allí sentado mientras el lápiz del anciano mudo corría
sobre el papel.
Habría transcurrido ya una hora, y yo seguía allí esperando mientras el anciano músico proseguía
escribiendo febrilmente y las hojas se apilaban unas sobre otras, cuando, de repente, Zann dio un respingo
como si hubiera recibido una fuerte sacudida. No cabía error; sus ojos miraban a la ventana con la cortina
echada y escuchaba en medio de grandes temblores. Luego, creí oír un sonido, esta vez no era horrible sino
que, muy al contrario, se asemejaba a una nota musical extraordinariamente baja e infinitamente lejana,
como si procediera de algún músico que habitase en alguna de las casas próximas o en una vivienda allende
el imponente muro por encima del cual nunca conseguí mirar. El efecto que le produjo a Zann fue terrible,
pues, soltando el lápiz, se levantó al instante, cogió el violín entre las manos y se puso a desgarrar la noche
con la más frenética interpretación que había oído salir de su arco, a excepción de cuando lo escuchaba del
otro lado de la atrancada puerta.
Sería inútil intentar describir lo que tocó Erich Zann aquella espantosa noche. Era infinitamente más
horrible que todo lo que había oído hasta entonces, pues ahora podía ver la expresión dibujada en su rostro
y podía advertir que en esta ocasión el motivo era el temor llevado a su máxima expresión. Trataba de emitir
un ruido con el fin de alejar, o acallar algo, qué exactamente no sabría decir, pero en cualquier caso debía
tratarse de algo pavoroso. La interpretación alcanzó caracteres fantásticos, histéricos, de auténtico delirio,
pero sin perder ni una sola de aquellas cualidades de magistral genio de que estaba dotado aquel singular
anciano. Reconocí la melodía -una frenética danza húngara que se había hecho popular en los medios
teatrales-, y durante unos segundos reflexioné que aquélla era la primera vez que oía a Zann interpretar una
composición de otro autor.
Cada vez más alto, cada vez más frenéticamente, ascendía el chirriante y lastimero alarido de aquel
desesperado violín. El solista emitía unos ruidos extraños al respirar y se contorsionaba cual si fuese un
mono, sin dejar de mirar temerosamente a la ventana con la cortina echada. En aquellos frenéticos acordes
creía ver sombríos faunos y bacantes que bailaban y giraban como posesos en abismos desbordantes de
nubes, humo y relámpagos. Y luego me pareció oír una nota más estridente y prolongada que no procedía
del violín; una nota pausada, deliberada, intencional y burlona que venía de algún lejano lugar en dirección
oeste.
En este trance, la persiana comenzó a batir con fuerza debido a un viento nocturno que se había
levantado en el exterior, como si fuese en respuesta a la furiosa música que se oía dentro. El chirriante violín
de Zann se superó a sí mismo y se lanzó a emitir sonidos que jamás pensé que pudieran salir de las cuerdas
de un violín. La persiana trepidó con más fuerza, se soltó y comenzó a golpear con estrépito la ventana.
Como consecuencia de los persistentes impactos en su superficie el cristal se hizo añicos, dejando entrar una
bocanada de aire frío que hizo chisporrotear la llama de las velas y crujir las hojas de papel que había sobre
la mesa en que Zann intentaba poner por escrito su abominable secreto. Eché una mirada a Zann y
comprobé que estaba totalmente absorto en su tarea. Sus ojos estaban inflamados, vidriosos y ausentes, y
la frenética música había acabado transformándose en una orgía desenfrenada e irreconociblemente
automática que ninguna pluma podría siquiera intentar describir.

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Una repentina bocanada, más fuerte que las anteriores, arrebató el manuscrito y se lo llevó hacia la
ventana. Preso de la desesperación, me lancé tras las cuartillas que volaban por la habitación, pero ya se las
había llevado el viento antes de conseguir llegar yo a las abatidas hojas de la ventana. En aquel momento
recordé mi deseo aún insatisfecho de mirar desde aquella ventana, la única de la Rue d´Auseil desde la que
podía verse la ladera que había al otro lado del muro y la urbe extendida a sus pies. La oscuridad era total,
pero las luces de la ciudad estaban continuamente encendidas de noche por lo que esperaba poder verlas
por entre la cortina de lluvia y viento. Pero cuando miré desde la ventana más alta de la buhardilla, mientras
las velas seguían chisporroteando y el enajenado violín competía con los aullidos del nocturnal viento, no vi
ciudad alguna debajo de mí ni percibí el resplandor de ninguna luz cordial procedente de calles conocidas,
sino únicamente la oscuridad del espacio sin límites, un espacio lleno de música y movimiento, sin parecido
alguno con ningún otro rincón de la tierra. Y mientras permanecía allí de pie contemplando con espanto
aquel inimaginable espectáculo, el viento apagó las dos velas que iluminaban aquella vieja buhardilla,
sumiéndolo todo en la más brutal e impenetrable oscuridad. Ante mí no tenía sino el caos y el pandemonio
más absoluto; a mi espalda, la endiablada enajenación de aquellos nocturnales desgarros de las cuerdas de
violín.
Tambaleándome, volví al oscuro interior de la habitación. Sin poder encender una cerilla, derribé una
silla y, finalmente, me abrí paso a tientas hasta el lugar de donde provenían los gritos y aquella increíble
música. Debía tratar de escapar de aquel lugar en compañía de Erich Zann, cualesquiera que fuesen las
fuerzas que hubiera de vencer. En cierto momento me pareció como si algo frío me rozara y lancé un grito
de espanto, pero éste fue sofocado por la música que salía de aquel horrible violín. De repente, en medio de
aquella oscuridad total me rozó el arco que no cesaba de rasgar violentamente las cuerdas, con lo que pude
advertir que me encontraba cerca del músico. Tanteé con las manos hasta tocar el respaldo de la silla de
Zann, seguidamente, palpé y agité su hombro en un intento de hacerlo volver a sus cabales.
Pero Zann no respondió, y, mientras, el violín seguía chirriando sin mostrar la menor intención de
parar. Puse la mano sobre su cabeza, logrando detener su mecánica inclinación y le grité al oído que
debíamos escaparnos los dos de aquellos ignotos misterios que acechaban en la noche. Pero ni percibí
respuesta ni Zann redujo el frenesí de su indescriptible música. Entre tanto, extrañas corrientes de aire
parecían correr de un extremo a otro de la buhardilla en medio de la oscuridad y el desorden reinantes. Un
escalofrío me recorrió el cuerpo cuando le pasé la mano por el oído, aunque no sabría bien decir por qué...
no lo supe hasta que no palpé su cara inmóvil, aquella cara helada, tersa, sin la menor señal de respiración,
cuyos vidriosos ojos sobresalían inútilmente en el vacío. Y a renglón seguido, tras encontrar milagrosamente
la puerta y el gran cerrojo de madera, me alejé a toda prisa de aquel ser de vidriosos ojos que habitaba en la
oscuridad y de los horribles acordes de aquel maldito violín cuya furia incluso aumentó tras mi precipitada
salida de aquella estancia.
Salté, conservé el equilibrio, descendí volando las interminables escaleras de aquella tenebrosa casa;
me lancé a correr sin rumbo fijo por la angosta, empinada y antigua calle de escalones y desvencijadas casas.
Como una exhalación descendí las escaleras y salté por encima del adoquinado pavimento, hasta llegar a las
calles de la parte baja y al hediondo y encajonado río; resollando, crucé el gran puente oscuro que conduce
a las amplias y saludables calles y bulevares que todos conocemos... todas ellas son terribles impresiones
que me acompañarán donde quiera que vaya. Aquella noche, recuerdo, no había viento ni brillaba la luna, y
todas las luces de la ciudad resplandecían.
A pesar de mis afanosas pesquisas e indagaciones, no he vuelto a localizar la Rue d´Auseil. Pero no
puedo decir que lo sienta demasiado, ya sea por todo esto o por la pérdida en insondables abismos de
aquellas hojas con apretada letra que únicamente la música de Erich Zann podría haber explicado.

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El calor de agosto
W. F. Harvey

PENISTONE ROAD, CLAPHAM


20 DE AGOSTO DE 190…

Creo haber vivido el día más extraordinario de mi vida, y mientras los sucesos siguen frescos en mi mente
quiero ponerlos por escrito con tanta claridad como pueda.
Permítanme comenzar diciendo que mi nombre es James Clarence Withencroft.
Tengo cuarenta años y gozo de perfecta salud: no he estado enfermo ni una sola vez.
De profesión soy artista, no muy exitoso, pero con mis dibujos a lápiz gano bastante dinero para
satisfacer mis necesidades.
Mi única pariente cercana, una hermana, murió hace cinco años, de modo que soy independiente.
Desayuné esta mañana a las nueve y, después de echar un vistazo al periódico de la mañana, encendí
mi pipa y procedí a dejar que mi mente vagara, con la esperanza de que diera con algo para dibujar.
En el cuarto, aunque puerta y ventanas estaban abiertas, se sentía un calor opresivo, y apenas había
decidido que el lugar más fresco y confortable en el vecindario debía ser la parte más profunda de la piscina
pública cuando la idea llegó.
Empecé a dibujar. Tan concentrado estaba en mi trabajo que no toqué mi almuerzo y sólo dejé de
trabajar cuando el reloj de St. Jude dio las cuatro de la tarde.
El resultado final, con todo y ser un boceto apresurado, era (me sentí seguro de esto) lo mejor que
hubiera hecho jamás.
El dibujo mostraba a un criminal en el banquillo inmediatamente después de escuchar su sentencia. El
hombre era gordo, enormemente gordo: la carne le colgaba en rollos alrededor de la barbilla y creaba
pliegues en su cuello ancho y grueso. Estaba rasurado (tal vez debería decir: unos días antes debía haberse
visto rasurado) y era casi calvo. Sentado en el banquillo, sus dedos cortos y torpes se aferraban a la
barandilla de madera. Miraba directo hacia el frente. El sentimiento que su expresión comunicaba no era
tanto de horror como de colapso, total, absoluto.
Parecía no tener fuerzas para sostener su propia mole de carne.
Enrollé el boceto y, sin saber del todo por qué, lo puse en mi bolsillo. Entonces, con el raro sentimiento
de felicidad que da el conocimiento de haber hecho algo bien, salí de mi casa.
Creo que tenía la intención de visitar a Trenton, porque recuerdo haber caminado por Lytton Street y
haber dado la vuelta a la derecha por Gilchrist Road, al pie de la colina donde se trabaja en la nueva línea del
tranvía.
Desde ese punto sólo tengo el recuerdo más vago de para dónde fui. Lo único de lo que estaba
enteramente consciente era del horrible calor, que subía del asfalto polvoriento en oleadas casi palpables.
Ansiaba oír los truenos que prometían unos grandes bancos de nubes del color del cobre, suspendidos muy
abajo en el cielo del oeste.
Debo haber caminado cinco o seis millas cuando un niño me despertó de mi ensueño al preguntarme
la hora.
Eran veinte para las siete.

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Cuando el niño se fue empecé a fijarme en dónde estaba. Me encontraba de pie ante una puerta que
llevaba a un patio bordeado por una cinta de tierra seca en la que había alhelíes y geranios. Sobre la entrada
había un cartel con las palabras
CHS. ATKINSON
TALLADOR
MÁRMOL INGLÉS E ITALIANO

Del patio propiamente dicho llegaba un silbido alegre, el ruido de golpes de martillo y el sonido frío del
metal sobre la piedra.
Un súbito impulso me hizo entrar.
Un hombre estaba sentado, dándome la espalda, trabajando en una losa de mármol curiosamente
veteado. Se volvió hacia mí al oír mis pasos y al verlo me detuve.
Era el hombre que yo había estado dibujando, aquel cuyo retrato estaba en mi bolsillo.
Estaba ahí sentado, enorme, elefantino, con el sudor fluyendo de su calva, que él limpiaba con un
pañuelo de seda roja. Pero aunque su cara era la misma, su expresión era totalmente diferente.
Me saludó sonriendo, como si fuéramos viejos amigos, y estrechó mi mano.
Yo me disculpé por mi intrusión.
—Afuera hace muchísimo calor y todo deslumbra —dije—. En cambio aquí parece un oasis en el
desierto.
—No sé si será un oasis —contestó— pero ciertamente hace un calor infernal. Siéntese, señor.
Señaló un extremo de la lápida en la que trabajaba y yo me senté.
—Ésta es una piedra hermosa —dije.
Él agitó la cabeza.
—Lo es en cierto modo —contestó—; la superficie de este lado es tan buena como cualquiera podría
desear, pero hay un gran defecto en la parte de atrás. A lo mejor usted no podría verlo, pero realmente este
trozo de mármol no sirve para un buen trabajo. En un verano como éste se vería muy bien, no le pasaría
nada con este maldito calor. Pero espere a que llegue el invierno. No hay nada como una helada para
mostrar los puntos débiles de la piedra.
—¿Entonces para qué la va a usar? —pregunté.
El hombre rió a carcajadas.
—A lo mejor le suena raro, pero es para exhibirla. Los artistas hacen exhibiciones, los verduleros y los
carniceros hacen exhibiciones, y nosotros también. Todas las nuevas tendencias en lápidas, ya sabe.
Continuó hablando de mármoles, cuáles aguantaban mejor el viento y la lluvia y cuáles eran más
fáciles de trabajar; luego, de su jardín y de una nueva variedad de clavel que había comprado. Cada par de
minutos dejaba sus herramientas, se limpiaba la cabeza brillante y maldecía el calor.
Yo dije poco porque me sentía incómodo. Había algo antinatural, siniestro, en haber encontrado a
aquel hombre.
Primero quise persuadirme de que debía haberlo visto antes: de que su cara, aunque me pareciera
desconocida, debía tener un lugar en algún rincón apartado de mi memoria, pero entendí que aquello sólo
era una forma razonable de engañarme a mí mismo.
El señor Atkinson terminó su trabajo, escupió en el suelo y se levantó con un suspiro de alivio.
—¡Listo! ¿Qué le parece? —dijo, con evidente aire de orgullo.

51
La inscripción, que leí entonces por primera vez, era ésta:
DEDICADO A LA MEMORIA
DE
JAMES CLARENCE WITHENCROFT
NACIDO EL 18 DE ENERO DE 1860
MURIÓ REPENTINAMENTE
EL 20 DE AGOSTO DE 190…
“En mitad de la vida llegamos la muerte”
Por un tiempo me quedé sentado en silencio. Entonces un escalofrío bajó por mi espalda. Le pregunté
dónde había visto el nombre.
—Oh, no lo vi en ninguna parte —respondió el señor Atkinson—. Quería algún nombre, y escribí el
primero que se me ocurrió. ¿Por qué lo pregunta?
—Es una extraña coincidencia, pero resulta que es mi nombre.
Él dio un silbido largo y grave.
—¿Y las fechas?
—Sólo puedo estar seguro de una, y es la correcta.
—¡Qué cosa más extraña! —dijo él.
Pero él sabía menos que yo. Le conté de mi trabajo de la mañana. Saqué el boceto de mi bolsillo y se lo
mostré.
Mientras lo miraba, la expresión de su cara se fue alterando hasta parecerse a la del hombre que yo
había dibujado.
—¡Y pensar que apenas antier —comentó— le dije a Maria que los fantasmas no existen!
Ninguno de los dos había visto un fantasma, pero entendí a qué se refería.
—Usted probablemente escuchó mi nombre —dije.
—¡Y usted debe haberme visto en alguna parte y no se acuerda! ¿No estuvo en Clacton-on-Sea en julio
pasado?
Nunca en mi vida he estado en Clacton. Nos quedamos callados por un tiempo. Los dos mirábamos la
misma cosa: las dos fechas en la lápida, de las cuales una era correcta.
—Pase adentro y cene con nosotros —dijo el señor Atkinson.
Su esposa es una mujer pequeña y alegre, con las mejillas rojas y resecas de quienes se crían en el
campo. Él me presentó como un amigo suyo que era artista. Esto fue desafortunado: luego de que quitara
de la mesa las sardinas y los berros, ella sacó una Biblia de Doré y tuve que sentarme y expresar mi
admiración durante cerca de media hora.
Salí y encontré a Atkinson sentado en la lápida, fumando.
Reanudamos nuestra conversación donde la habíamos dejado.
—Perdone la pregunta —dije—, pero ¿sabe de algo que haya hecho por lo que pudieran llevarlo a
juicio?
Él agitó la cabeza.
—No estoy en bancarrota, el negocio es bastante próspero. Hace tres años le di pavos a algunos
policías en Navidad, pero es lo único que se me ocurre. Y no eran pavos grandes —agregó después de
pensarlo un poco.

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Se levantó, tomó una regadera del porche y empezó a regar las flores.
—Dos veces al día cuando hace calor —dijo— y a veces el calor acaba con las más delicadas de todos
modos. ¡Y los helechos, Dios mío! Nunca lo soportan. ¿Dónde vive usted?
Le di mi dirección. Me tomaría una hora regresar a pie, yendo a buen paso.
—Mire, la cosa es así —dijo—. Vamos a hablar de esto sin rodeos. Si usted regresa a su casa esta
noche, corre el riego de accidentarse. Un carro puede atropellarlo, y siempre puede haber cáscaras de
plátano o de naranja, por no hablar de escaleras que caen.
Hablaba de lo improbable con una intensa seriedad que hubiera sido risible seis horas antes. Pero yo
no me reí.
—Lo mejor que podemos hacer —continuó— es que usted se quede aquí hasta las doce. Iremos arriba
a fumar; a lo mejor hace menos calor.
Para mi sorpresa, acepté.
***
Ahora estamos sentados en un cuarto bajo y largo bajo los aleros. Atkinson ha mandado a la cama a su
mujer. Él está ocupado, afilando algunas herramientas con una piedra oleosa mientras se fuma uno de mis
cigarros.
El aire parece cargado de truenos. Escribo esto sobre una mesa temblorosa ante la ventana abierta.
Una pata está a punto de romperse, y Atkinson, quien parece un hombre hábil con sus herramientas, va a
arreglarla tan pronto como haya terminado de afilar su cincel.
Ya son las once. Me habré marchado en menos de una hora.
Pero este calor es espantoso.
Es de los que vuelven loca a la gente.

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Una rosa para Emilia
William Faulkner

Cuando murió la señorita Emilia Grierson, casi toda la ciudad asistió a su funeral; los hombres, con esa
especie de respetuosa devoción ante un monumento que desaparece; las mujeres, en su mayoría, animadas
de un sentimiento de curiosidad por ver por dentro la casa en la que nadie había entrado en los últimos diez
años, salvo un viejo sirviente, que hacía de cocinero y jardinero a la vez.
La casa era una construcción cuadrada, pesada, que había sido blanca en otro tiempo, decorada con
cúpulas, volutas, espirales y balcones en el pesado estilo del siglo XVII; asentada en la calle principal de la
ciudad en los tiempos en que se construyó, se había visto invadida más tarde por garajes y fábricas de
algodón, que habían llegado incluso a borrar el recuerdo de los ilustres nombres del vecindario. Tan sólo
había quedado la casa de la señorita Emilia, levantando su permanente y coqueta decadencia sobre los
vagones de algodón y bombas de gasolina, ofendiendo la vista, entre las demás cosas que también la
ofendían. Y ahora la señorita Emilia había ido a reunirse con los representantes de aquellos ilustres hombres
que descansaban en el sombreado cementerio, entre las alineadas y anónimas tumbas de los soldados de la
Unión, que habían caído en la batalla de Jefferson.
Mientras vivía, la señorita Emilia había sido para la ciudad una tradición, un deber y un cuidado, una
especie de heredada tradición, que databa del día en que el coronel Sartoris el Mayor -autor del edicto que
ordenaba que ninguna mujer negra podría salir a la calle sin delantal-, la eximió de sus impuestos, dispensa
que había comenzado cuando murió su padre y que más tarde fue otorgada a perpetuidad. Y no es que la
señorita Emilia fuera capaz de aceptar una caridad. Pero el coronel Sartoris inventó un cuento, diciendo que
el padre de la señorita Emilia había hecho un préstamo a la ciudad, y que la ciudad se valía de este medio
para pagar la deuda contraída. Sólo un hombre de la generación y del modo de ser del coronel Sartoris
hubiera sido capaz de inventar una excusa semejante, y sólo una mujer como la señorita Emilia podría haber
dado por buena esta historia.
Cuando la siguiente generación, con ideas más modernas, maduró y llegó a ser directora de la ciudad,
aquel arreglo tropezó con algunas dificultades. Al comenzar el año enviaron a la señorita Emilia por correo el
recibo de la contribución, pero no obtuvieron respuesta. Entonces le escribieron, citándola en el despacho
del alguacil para un asunto que le interesaba. Una semana más tarde el alcalde volvió a escribirle
ofreciéndole ir a visitarla, o enviarle su coche para que acudiera a la oficina con comodidad, y recibió en
respuesta una nota en papel de corte pasado de moda, y tinta empalidecida, escrita con una floreada
caligrafía, comunicándole que no salía jamás de su casa. Así pues, la nota de la contribución fue archivada
sin más comentarios.
Convocaron, entonces, una junta de regidores, y fue designada una delegación para que fuera a
visitarla.
Allá fueron, en efecto, y llamaron a la puerta, cuyo umbral nadie había traspasado desde que aquélla
había dejado de dar lecciones de pintura china, unos ocho o diez años antes. Fueron recibidos por el viejo
negro en un oscuro vestíbulo, del cual arrancaba una escalera que subía en dirección a unas sombras aún
más densas. Olía allí a polvo y a cerrado, un olor pesado y húmedo. El vestíbulo estaba tapizado en cuero.
Cuando el negro descorrió las cortinas de una ventana, vieron que el cuero estaba agrietado y cuando se
sentaron, se levantó una nubecilla de polvo en torno a sus muslos, que flotaba en ligeras motas,
perceptibles en un rayo de sol que entraba por la ventana. Sobre la chimenea había un retrato a lápiz, del
padre de la señorita Emilia, con un deslucido marco dorado.
Todos se pusieron en pie cuando la señorita Emilia entró -una mujer pequeña, gruesa, vestida de
negro, con una pesada cadena en torno al cuello que le descendía hasta la cintura y que se perdía en el

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cinturón-; debía de ser de pequeña estatura; quizá por eso, lo que en otra mujer pudiera haber sido tan sólo
gordura, en ella era obesidad. Parecía abotagada, como un cuerpo que hubiera estado sumergido largo
tiempo en agua estancada. Sus ojos, perdidos en las abultadas arrugas de su faz, parecían dos pequeñas
piezas de carbón, prensadas entre masas de terrones, cuando pasaban sus miradas de uno a otro de los
visitantes, que le explicaban el motivo de su visita.
No los hizo sentar; se detuvo en la puerta y escuchó tranquilamente, hasta que el que hablaba terminó
su exposición. Pudieron oír entonces el tictac del reloj que pendía de su cadena, oculto en el cinturón.
Su voz fue seca y fría.
-Yo no pago contribuciones en Jefferson. El coronel Sartoris me eximió. Pueden ustedes dirigirse al
Ayuntamiento y allí les informarán a su satisfacción.
-De allí venimos; somos autoridades del Ayuntamiento, ¿no ha recibido usted un comunicado del
alguacil, firmado por él?
-Sí, recibí un papel -contestó la señorita Emilia-. Quizá él se considera alguacil. Yo no pago
contribuciones en Jefferson.
-Pero en los libros no aparecen datos que indiquen una cosa semejante. Nosotros debemos...
-Vea al coronel Sartoris. Yo no pago contribuciones en Jefferson.
-Pero, señorita Emilia...
-Vea al coronel Sartoris (el coronel Sartoris había muerto hacía ya casi diez años.) Yo no pago
contribuciones en Jefferson. ¡Tobe! -exclamó llamando al negro-. Muestra la salida a estos señores.

II

Así pues, la señorita Emilia venció a los regidores que fueron a visitarla del mismo modo que treinta
años antes había vencido a los padres de los mismos regidores, en aquel asunto del olor. Esto ocurrió dos
años después de la muerte de su padre y poco después de que su prometido -todos creímos que iba a
casarse con ella- la hubiera abandonado. Cuando murió su padre apenas si volvió a salir a la calle; después
que su prometido desapareció, casi dejó de vérsele en absoluto. Algunas señoras que tuvieron el valor de ir
a visitarla, no fueron recibidas; y la única muestra de vida en aquella casa era el criado negro -un hombre
joven a la sazón-, que entraba y salía con la cesta del mercado al brazo.
“Como si un hombre -cualquier hombre- fuera capaz de tener la cocina limpia”, comentaban las
señoras, así que no les extrañó cuando empezó a sentirse aquel olor; y esto constituyó otro motivo de
relación entre el bajo y prolífico pueblo y aquel otro mundo alto y poderoso de los Grierson.
Una vecina de la señorita Emilia acudió a dar una queja ante el alcalde y juez Stevens, anciano de
ochenta años.
-¿Y qué quiere usted que yo haga? -dijo el alcalde.
-¿Qué quiero que haga? Pues que le envíe una orden para que lo remedie. ¿Es que no hay una ley?
-No creo que sea necesario -afirmó el juez Stevens-. Será que el negro ha matado alguna culebra o
alguna rata en el jardín. Ya le hablaré acerca de ello.
Al día siguiente, recibió dos quejas más, una de ellas partió de un hombre que le rogó cortésmente:
-Tenemos que hacer algo, señor juez; por nada del mundo querría yo molestar a la señorita Emilia;
pero hay que hacer algo.
Por la noche, el tribunal de los regidores -tres hombres que peinaban canas, y otro algo más joven- se
encontró con un hombre de la joven generación, al que hablaron del asunto.

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-Es muy sencillo -afirmó éste-. Ordenen a la señorita Emilia que limpie el jardín, denle algunos días
para que lo lleve a cabo y si no lo hace...
-Por favor, señor -exclamó el juez Stevens-. ¿Va usted a acusar a la señorita Emilia de que huele mal?
Al día siguiente por la noche, después de las doce, cuatro hombres cruzaron el césped de la finca de la
señorita Emilia y se deslizaron alrededor de la casa, como ladrones nocturnos, husmeando los fundamentos
del edificio, construidos con ladrillo, y las ventanas que daban al sótano, mientras uno de ellos hacía un
acompasado movimiento, como si estuviera sembrando, metiendo y sacando la mano de un saco que
pendía de su hombro. Abrieron la puerta de la bodega, y allí esparcieron cal, y también en las construcciones
anejas a la casa. Cuando hubieron terminado y emprendían el regreso, detrás de una iluminada ventana que
al llegar ellos estaba oscura, vieron sentada a la señorita Emilia, rígida e inmóvil como un ídolo. Cruzaron
lentamente el prado y llegaron a los algarrobos que se alineaban a lo largo de la calle. Una semana o dos
más tarde, aquel olor había desaparecido.
Así fue cómo el pueblo empezó a sentir verdadera compasión por ella. Todos en la ciudad recordaban
que su anciana tía, lady Wyatt, había acabado completamente loca, y creían que los Grierson se tenían en
más de lo que realmente eran. Ninguno de nuestros jóvenes casaderos era bastante bueno para la señorita
Emilia. Nos habíamos acostumbrado a representarnos a ella y a su padre como un cuadro. Al fondo, la
esbelta figura de la señorita Emilia, vestida de blanco; en primer término, su padre, dándole la espalda, con
un látigo en la mano, y los dos, enmarcados por la puerta de entrada a su mansión. Y así, cuando ella llegó a
sus 30 años en estado de soltería, no sólo nos sentíamos contentos por ello, sino que hasta experimentamos
como un sentimiento de venganza. A pesar de la tara de la locura en su familia, no hubieran faltado a la
señorita Emilia ocasiones de matrimonio, si hubiera querido aprovecharlas..
Cuando murió su padre, se supo que a su hija sólo le quedaba en propiedad la casa, y en cierto modo
esto alegró a la gente; al fin podían compadecer a la señorita Emilia. Ahora que se había quedado sola y
empobrecida, sin duda se humanizaría; ahora aprendería a conocer los temblores y la desesperación de
tener un céntimo de más o de menos.
Al día siguiente de la muerte de su padre, las señoras fueron a la casa a visitar a la señorita Emilia y
darle el pésame, como es costumbre. Ella, vestida como siempre, y sin muestra ninguna de pena en el
rostro, las puso en la puerta, diciéndoles que su padre no estaba muerto. En esta actitud se mantuvo tres
días, visitándola los ministros de la Iglesia y tratando los doctores de persuadirla de que los dejara entrar
para disponer del cuerpo del difunto. Cuando ya estaban dispuestos a valerse de la fuerza y de la ley, la
señorita Emilia rompió en sollozos y entonces se apresuraron a enterrar al padre.
No decimos que entonces estuviera loca. Creímos que no tuvo más remedio que hacer esto.
Recordando a todos los jóvenes que su padre había desechado, y sabiendo que no le había quedado ninguna
fortuna, la gente pensaba que ahora no tendría más remedio que agarrarse a los mismos que en otro
tiempo había despreciado.

III

La señorita Emilia estuvo enferma mucho tiempo. Cuando la volvimos a ver, llevaba el cabello corto, lo
que la hacía aparecer más joven que una muchacha, con una vaga semejanza con esos ángeles que figuran
en los vidrios de colores de las iglesias, de expresión a la vez trágica y serena...
Por entonces justamente la ciudad acababa de firmar los contratos para pavimentar las calles, y en el
verano siguiente a la muerte de su padre empezaron los trabajos. La compañía constructora vino con
negros, mulas y maquinaria, y al frente de todo ello, un capataz, Homer Barron, un yanqui blanco de piel
oscura, grueso, activo, con gruesa voz y ojos más claros que su rostro. Los muchachillos de la ciudad solían
seguirlo en grupos, por el gusto de verlo renegar de los negros, y oír a éstos cantar, mientras alzaban y

56
dejaban caer el pico. Homer Barren conoció en seguida a todos los vecinos de la ciudad. Dondequiera que,
en un grupo de gente, se oyera reír a carcajadas se podría asegurar, sin temor a equivocarse, que Homer
Barron estaba en el centro de la reunión. Al poco tiempo empezamos a verlo acompañando a la señorita
Emilia en las tardes del domingo, paseando en la calesa de ruedas amarillas o en un par de caballos bayos de
alquiler...
Al principio todos nos sentimos alegres de que la señorita Emilia tuviera un interés en la vida, aunque
todas las señoras decían: “Una Grierson no podía pensar seriamente en unirse a un hombre del Norte, y
capataz por añadidura.” Había otros, y éstos eran los más viejos, que afirmaban que ninguna pena, por
grande que fuera, podría hacer olvidar a una verdadera señora aquello de noblesse oblige -claro que sin
decir noblesse oblige- y exclamaban:
“¡Pobre Emilia! ¡Ya podían venir sus parientes a acompañarla!”, pues la señorita Emilia tenía familiares
en Alabama, aunque ya hacía muchos años que su padre se había enemistado con ellos, a causa de la vieja
lady Wyatt, aquella que se volvió loca, y desde entonces se había roto toda relación entre ellos, de tal modo
que ni siquiera habían venido al funeral.
Pero lo mismo que la gente empezó a exclamar: “¡Pobre Emilia!”, ahora empezó a cuchichear: “Pero
¿tú crees que se trata de...?” “¡Pues claro que sí! ¿Qué va a ser, si no?”, y para hablar de ello, ponían sus
manos cerca de la boca. Y cuando los domingos por la tarde, desde detrás de las ventanas entornadas para
evitar la entrada excesiva del sol, oían el vivo y ligero clop, clop, clop, de los bayos en que la pareja iba de
paseo, podía oírse a las señoras exclamar una vez más, entre un rumor de sedas y satenes: “¡Pobre Emilia!”
Por lo demás, la señorita Emilia seguía llevando la cabeza alta, aunque todos creíamos que había
motivos para que la llevara humillada. Parecía como si, más que nunca, reclamara el reconocimiento de su
dignidad como última representante de los Grierson; como si tuviera necesidad de este contacto con lo
terreno para reafirmarse a sí misma en su impenetrabilidad. Del mismo modo se comportó cuando adquirió
el arsénico, el veneno para las ratas; esto ocurrió un año más tarde de cuando se empezó a decir: “¡Pobre
Emilia!”, y mientras sus dos primas vinieron a visitarla.
-Necesito un veneno -dijo al droguero. Tenía entonces algo más de los 30 años y era aún una mujer
esbelta, aunque algo más delgada de lo usual, con ojos fríos y altaneros brillando en un rostro del cual la
carne parecía haber sido estirada en las sienes y en las cuencas de los ojos; como debe parecer el rostro del
que se halla al pie de una farola.
-Necesito un veneno -dijo.
-¿Cuál quiere, señorita Emilia? ¿Es para las ratas? Yo le recom...
-Quiero el más fuerte que tenga -interrumpió-. No importa la clase.
El droguero le enumeró varios.
-Pueden matar hasta un elefante. Pero ¿qué es lo que usted desea. . .?
-Quiero arsénico. ¿Es bueno?
-¿Que si es bueno el arsénico? Sí, señora. Pero ¿qué es lo que desea...?
-Quiero arsénico.
El droguero la miró de abajo arriba. Ella le sostuvo la mirada de arriba abajo, rígida, con la faz tensa.
-¡Sí, claro -respondió el hombre-; si así lo desea! Pero la ley ordena que hay que decir para qué se va a
emplear.
La señorita Emilia continuaba mirándolo, ahora con la cabeza levantada, fijando sus ojos en los ojos del
droguero, hasta que éste desvió su mirada, fue a buscar el arsénico y se lo empaquetó. El muchacho negro
se hizo cargo del paquete. E1 droguero se metió en la trastienda y no volvió a salir. Cuando la señorita Emilia
abrió el paquete en su casa, vio que en la caja, bajo una calavera y unos huesos, estaba escrito: “Para las
ratas”.

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IV

Al día siguiente, todos nos preguntábamos: “¿Se irá a suicidar?” y pensábamos que era lo mejor que
podía hacer. Cuando empezamos a verla con Homer Barron, pensamos: “Se casará con él”. Más tarde
dijimos: “Quizás ella le convenga aún”, pues Homer, que frecuentaba el trato de los hombres y se sabía que
bebía bastante, había dicho en el Club Elks que él no era un hombre de los que se casan. Y repetimos una
vez más: “¡Pobre Emilia!” desde atrás de las vidrieras, cuando aquella tarde de domingo los vimos pasar en
la calesa, la señorita Emilia con la cabeza erguida y Homer Barron con su sombrero de copa, un cigarro entre
los dientes y las riendas y el látigo en las manos cubiertas con guantes amarillos....
Fue entonces cuando las señoras empezaron a decir que aquello constituía una desgracia para la
ciudad y un mal ejemplo para la juventud. Los hombres no quisieron tomar parte en aquel asunto, pero al
fin las damas convencieron al ministro de los bautistas -la señorita Emilia pertenecía a la Iglesia Episcopal- de
que fuera a visitarla. Nunca se supo lo que ocurrió en aquella entrevista; pero en adelante el clérigo no quiso
volver a oír nada acerca de una nueva visita. El domingo que siguió a la visita del ministro, la pareja cabalgó
de nuevo por las calles, y al día siguiente la esposa del ministro escribió a los parientes que la señorita Emilia
tenía en Alabama....
De este modo, tuvo a sus parientes bajo su techo y todos nos pusimos a observar lo que pudiera
ocurrir. Al principio no ocurrió nada, y empezamos a creer que al fin iban a casarse. Supimos que la señorita
Emilia había estado en casa del joyero y había encargado un juego de tocador para hombre, en plata, con las
iniciales H.B. Dos días más tarde nos enteramos de que había encargado un equipo completo de trajes de
hombre, incluyendo la camisa de noche, y nos dijimos: “Van a casarse” y nos sentíamos realmente
contentos. Y nos alegrábamos más aún, porque las dos parientas que la señorita Emilia tenía en casa eran
todavía más Grierson de lo que la señorita Emilia había sido....
Así pues, no nos sorprendimos mucho cuando Homer Barron se fue, pues la pavimentación de las
calles ya se había terminado hacía tiempo. Nos sentimos, en verdad, algo desilusionados de que no hubiera
habido una notificación pública; pero creímos que iba a arreglar sus asuntos, o que quizá trataba de
facilitarle a ella el que pudiera verse libre de sus primas. (Por este tiempo, hubo una verdadera intriga y
todos fuimos aliados de la señorita Emilia para ayudarla a desembarazarse de sus primas). En efecto, pasada
una semana, se fueron y, como esperábamos, tres días después volvió Homer Barron. Un vecino vio al negro
abrirle la puerta de la cocina, en un oscuro atardecer....
Y ésta fue la última vez que vimos a Homer Barron. También dejamos de ver a la señorita Emilia por
algún tiempo. El negro salía y entraba con la cesta de ir al mercado; pero la puerta de la entrada principal
permanecía cerrada. De vez en cuando podíamos verla en la ventana, como aquella noche en que algunos
hombres esparcieron la cal; pero casi por espacio de seis meses no fue vista por las calles. Todos
comprendimos entonces que esto era de esperar, como si aquella condición de su padre, que había
arruinado la vida de su mujer durante tanto tiempo, hubiera sido demasiado virulenta y furiosa para morir
con él....
Cuando vimos de nuevo a la señorita Emilia había engordado y su cabello empezaba a ponerse gris. En
pocos años este gris se fue acentuando, hasta adquirir el matiz del plomo. Cuando murió, a los 74 años,
tenía aún el cabello de un intenso gris plomizo, y tan vigoroso como el de un hombre joven....
Todos estos años la puerta principal permaneció cerrada, excepto por espacio de unos seis o siete,
cuando ella andaba por los 40, en los cuales dio lecciones de pintura china. Había dispuesto un estudio en
una de las habitaciones del piso bajo, al cual iban las hijas y nietas de los contemporáneos del coronel
Sartoris, con la misma regularidad y aproximadamente con el mismo espíritu con que iban a la iglesia los
domingos, con una pieza de ciento veinticinco para la colecta.

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Entretanto, se le había dispensado de pagar las contribuciones.
Cuando la generación siguiente se ocupó de los destinos de la ciudad, las discípulas de pintura, al
crecer, dejaron de asistir a las clases, y ya no enviaron a sus hijas con sus cajas de pintura y sus pinceles, a
que la señorita Emilia les enseñara a pintar según las manidas imágenes representadas en las revistas para
señoras. La puerta de la casa se cerró de nuevo y así permaneció en adelante. Cuando la ciudad tuvo servicio
postal, la señorita Emilia fue la única que se negó a permitirles que colocasen encima de su puerta los
números metálicos, y que colgasen de la misma un buzón. No quería ni oír hablar de ello.
Día tras día, año tras año, veíamos al negro ir y venir al mercado, cada vez más canoso y encorvado.
Cada año, en el mes de diciembre, le enviábamos a la señorita Emilia el recibo de la contribución, que nos
era devuelto, una semana más tarde, en el mismo sobre, sin abrir. Alguna vez la veíamos en una de las
habitaciones del piso bajo -evidentemente había cerrado el piso alto de la casa- semejante al torso de un
ídolo en su nicho, dándose cuenta, o no dándose cuenta, de nuestra presencia; eso nadie podía decirlo. Y de
este modo la señorita Emilia pasó de una a otra generación, respetada, inasequible, impenetrable, tranquila
y perversa.
Y así murió. Cayo enferma en aquella casa, envuelta en polvo y sombras, teniendo para cuidar de ella
solamente a aquel negro torpón. Ni siquiera supimos que estaba enferma, pues hacía ya tiempo que
habíamos renunciado a obtener alguna información del negro. Probablemente este hombre no hablaba
nunca, ni aun con su ama, pues su voz era ruda y áspera, como si la tuviera en desuso.
Murió en una habitación del piso bajo, en una sólida cama de nogal, con cortinas, con la cabeza
apoyada en una almohada amarilla, empalidecida por el paso del tiempo y la falta de sol.

El negro recibió en la puerta principal a las primeras señoras que llegaron a la casa, las dejó entrar
curioseándolo todo y hablando en voz baja, y desapareció. Atravesó la casa, salió por la puerta trasera y no
se volvió a ver más. Las dos primas de la señorita Emilia llegaron inmediatamente, dispusieron el funeral
para el día siguiente, y allá fue la ciudad entera a contemplar a la señorita Emilia yaciendo bajo montones de
flores, y con el retrato a lápiz de su padre colocado sobre el ataúd, acompañada por las dos damas sibilantes
y macabras. En el balcón estaban los hombres, y algunos de ellos, los más viejos, vestidos con su cepillado
uniforme de confederados; hablaban de ella como si hubiera sido contemporánea suya, como si la hubieran
cortejado y hubieran bailado con ella, confundiendo el tiempo en su matemática progresión, como suelen
hacerlo las personas ancianas, para quienes el pasado no es un camino que se aleja, sino una vasta pradera a
la que el invierno no hace variar, y separado de los tiempos actuales por la estrecha unión de los últimos
diez años.
Sabíamos ya todos que en el piso superior había una habitación que nadie había visto en los últimos
cuarenta años y cuya puerta tenía que ser forzada. No obstante esperaron, para abrirla, a que la señorita
Emilia descansara en su tumba.
Al echar abajo la puerta, la habitación se llenó de una gran cantidad de polvo, que pareció invadirlo
todo. En esta habitación, preparada y adornada como para una boda, por doquiera parecía sentirse como
una tenue y acre atmósfera de tumba: sobre las cortinas, de un marchito color de rosa; sobre las pantallas,
también rosadas, situadas sobre la mesa-tocador; sobre la araña de cristal; sobre los objetos de tocador
para hombre, en plata tan oxidada que apenas se distinguía el monograma con que estaban marcados. Entre
estos objetos aparecía un cuello y una corbata, como si se hubieran acabado de quitar y así, abandonados
sobre el tocador, resplandecían con una pálida blancura en medio del polvo que lo llenaba todo. En una silla
estaba un traje de hombre, cuidadosamente doblado; al pie de la silla, los calcetines y los zapatos.
El hombre yacía en la cama..

59
Por un largo tiempo nos detuvimos a la puerta, mirando asombrados aquella apariencia misteriosa y
descarnada. El cuerpo había quedado en la actitud de abrazar; pero ahora el largo sueño que dura más que
el amor, que vence al gesto del amor, lo había aniquilado. Lo que quedaba de él, pudriéndose bajo lo que
había sido camisa de dormir, se había convertido en algo inseparable de la cama en que yacía. Sobre él, y
sobre la almohada que estaba a su lado, se extendía la misma capa de denso y tenaz polvo.
Entonces nos dimos cuenta de que aquella segunda almohada ofrecía la depresión dejada por otra
cabeza. Uno de los que allí estábamos levantó algo que había sobre ella e inclinándonos hacia delante,
mientras se metía en nuestras narices aquel débil e invisible polvo seco y acre, vimos una larga hebra de
cabello gris.

60
Mi vida con la ola

Octavio Paz

Cuando dejé aquel mar, una ola se adelantó entre todas. Era esbelta y ligera. A pesar de los gritos de las otras, que
la detenían por el vestido flotante, se colgó de mi brazo y se fue conmigo saltando. No quise decirle nada, porque
me daba pena avergonzarla ante sus compañeras. Además, las miradas coléricas de las mayores me paralizaron.
Cuando llegamos al pueblo, le expliqué que no podía ser, que la vida en la ciudad no era lo que ella pensaba en su
ingenuidad de ola que nunca ha salido del mar. Me miró seria: "Su decisión estaba tomada. No podía volver."
Intenté dulzura, dureza, ironía. Ella lloró, gritó, acarició, amenazó. Tuve que pedirle perdón.
Al día siguiente empezaron mis penas. ¿Cómo subir al tren sin que nos vieran el conductor, los pasajeros, la
policía? Es cierto que los reglamentos no dicen nada respecto al transporte de olas en los ferrocarriles, pero esa
misma reserva era un indicio de la severidad con que se juzgaría nuestro acto. Tras de mucho cavilar me presenté
en la estación una hora antes de la salida, ocupé mi asiento y, cuando nadie me veía, vacié el depósito de agua
para los pasajeros; luego, cuidadosamente, vertí en él a mi amiga.
El primer incidente surgió cuando los niños de un matrimonio vecino declararon su ruidosa sed. Les salí al
paso y les prometí refrescos y limonadas. Estaban a punto de aceptar cuando se acercó otra sedienta. Quise
invitarla también, pero la mirada de su acompañante me detuvo. La señora tomó un vasito de papel, se acercó al
depósito y abrió la llave. Apenas estaba a medio llenar el vaso cuando me interpuse de un salto entre ella y mi
amiga. La señora me miró con asombro. Mientras pedía disculpas, uno de los niños volvió abrir el depósito. Lo
cerré con violencia. La señora se llevó el vaso a los labios:
-Ay, el agua está salada. El niño le hizo eco. Varios pasajeros se levantaron. El marido llamó al Conductor:
--Este individuo echó sal al agua.
El Conductor llamó al Inspector:
--¿Conque usted echó substancias en el agua?
El Inspector llamó al policía en turno:
--¿Conque usted echó veneno al agua?
El policía en turno llamó al Capitán:
--¿Conque usted es el envenenador?
El Capitán llamó a tres agentes. Los agentes me llevaron a un vagón solitario, entre las miradas y los
cuchicheos de los pasajeros. En la primera estación me bajaron y a empujones me arrastraron a la cárcel. Durante
días no se me habló, excepto durante los largos interrogatorios. Cuando contaba mi caso nadie me creía, ni
siquiera el carcelero, que movía la cabeza, diciendo: "El asunto es grave, verdaderamente grave. ¿No había
querido envenenar a unos niños?" Una tarde me llevaron ante el Procurador.
--Su asunto es difícil--repitió-. Voy a consignarlo al Juez Penal.
Así pasó un año. Al fin me juzgaron. Como no hubo víctimas, mi condena fue ligera. Al poco tiempo, llegó el
día de la libertad.
El Jefe de la prisión me llamó:
--Bueno, ya está libre. Tuvo suerte. Gracias a que no hubo desgracias. Pero que no se vuelva a repetir,
porque la próxima le costará caro...
Y me miró con la misma mirada seria con que todos me veían.
Esa misma tarde tomé el tren y luego de unas horas de viaje incómodo llegue a México. Tomé un taxi y me
dirigí a casa. Al llegar a la puerta de mi departamento oí risas y cantos. Sentí un dolor en el pecho, como el golpe
de la ola de la sorpresa cuando la sorpresa nos golpea en pleno pecho: mi amiga estaba allí, cantando y riendo
como siempre.

61
--¿Cómo regresaste?
--Muy fácil: en el tren. Alguien, después de cerciorarse de que sólo era agua salada, me arrojó en la
locomotora. Fue un viaje agitado: de pronto era un penacho blanco de vapor, de pronto caía en lluvia fina sobre la
máquina. Adelgacé mucho. Perdí muchas gotas.
Su presencia cambió mi vida. La casa de pasillos obscuros y muebles empolvados se llenó de aire, de sol, de
rumores y reflejos verdes y azules, pueblo numeroso y feliz de reverberaciones y ecos. ¡Cuántas olas es una ola o
cómo puede hacer playa o roca o rompeolas un muro, un pecho, una frente que coronada de espumas! Hasta los
rincones abandonados, los abyectos rincones del polvo y los detritus fueron tocados por sus manos ligeras. Todo
se puso a sonreír y por todas partes brillaban dientes blancos. El sol entraba con gusto en las viejas habitaciones y
se quedaba en casa por horas, cuando ya hacía tiempo que había abandonado las otras casas, el barrio, la ciudad,
el país. Y varias noches, ya tarde, las escandalizadas estrellas lo vieron salir de mi casa, a escondidas.
El amor era un juego, una creación perpetua. Todo era playa, arena, lecho de sábanas siempre frescas. Si la
abrazaba, ella se erguía, increíblemente esbelta, como tallo líquido de un chopo; y de pronto esa delgadez florecía
en un chorro de plumas blancas, en un penacho de risas de caían sobre mi cabeza y mi espalda y me cubrían de
blancuras. O se extendía frente a mí, infinita como el horizonte, hasta que yo también me hacía horizonte y
silencio. Plena y sinuosa, me envolvía como una música o unos labios inmensos. Su presencia era un ir y venir de
caricias, de rumores, de besos. Entraba en sus aguas, me ahogaba a medias y en un cerrar de ojos me encontraba
arriba, en lo alto del vértigo, misteriosamente suspendido, para caer después como una piedra, y sentirme
suavemente depositado en lo seco, como una pluma. Nada es comparable a dormir mecido en las aguas, si no es
despertar golpeado por mil alegres látigos ligeros, por arremetidas que se retiran riendo.
Pero jamás llegué al centro de su ser. Nunca toqué el nudo del ay y de la muerte. Quizá en las olas no existe
ese sitio secreto que hace vulnerable y mortal a la mujer, ese pequeño botón eléctrico donde todo se enlaza, se
crispa y se yergue, para luego desfallecer. Su sensibilidad, como la de las mujeres, se propagaba en ondas, sólo
que no eran ondas concéntricas, sino excéntricas, que se extendían cada vez más lejos, hasta tocar otros astros.
Amarla era prolongarse en contactos remotos, vibrar con estrellas lejanas que no sospechamos. Pero su centro...
no, no tenía centro, sino un vacío parecido al de los torbellinos, que me chupaba y me asfixiaba.
Tendido el uno al lado de otro, cambiábamos confidencias, cuchicheos, risas. Hecha un ovillo, caía sobre mi
pecho y allí se desplegaba como una vegetación de rumores. Cantaba a mi oído, caracola. Se hacía humilde y
transparente, echada a mis pies como un animalito, agua mansa. Era tan límpida que podía leer todos sus
pensamientos. Ciertas noches su piel se cubría de fosforescencias y abrazarla era abrazar un pedazo de noche
tatuado de fuego. Pero se hacía también negra y amarga. A horas inesperadas mugía, suspiraba, se retorcía. Sus
gemidos despertaban a los vecinos. Al oírla el viento del mar se ponía a rascar la puerta de la casa o deliraba en
voz alta por altas azoteas. Los días nublados la irritaban; rompía muebles, decía malas palabras, me cubría de
insultos y de una espuma gris y verdosa. Escupía, lloraba, juraba, profetizaba. Sujeta a la luna, las estrellas, al
influjo de la luz de otros mundos, cambiaba de humor y de semblante de una manera que a mí me parecía
fantástica, pero que era fatal como la marea.
Empezó a quejarse de soledad. Llené la casa de caracolas y conchas, pequeños barcos veleros, que en sus
días de furia hacía naufragar (junto con los otros, cargados de imágenes, que todas las noches salían de mi frente
y se hundían en sus feroces o graciosos torbellinos). ¡Cuántos pequeños tesoros se perdieron en ese tiempo! Pero
no le bastaban mis barcos ni el canto silencioso de las caracolas. Confieso que no sin celos los veía nadar en mi
amiga, acariciar sus pechos, dormir entre sus piernas, adornar su cabellera con leves relámpagos de colores.
Entre todos aquellos peces había unos particularmente repulsivos y feroces, unos pequeños tigres de
acuario, grandes ojos fijos y bocas hendidas y carniceras. No sé por qué aberración mi amiga se complacía en jugar
con ellos, mostrándoles sin rubor una preferencia cuyo significado prefiero ignorar. Pasaba largas horas encerrada
con aquellas horribles criaturas. Un día no pude más; eché abajo la puerta y me arrojé sobre ellos. Ágiles y
fantasmales, se me escapaban entre las manos mientras ella reía y me golpeaba hasta derribarme. Sentí que me
ahogaba. Y cuando estaba a punto de morir, morado ya, me depositó en la orilla y empezó a besarme, diciendo no
sé qué cosas. Me sentí muy débil, molido y humillado. Y al mismo tiempo la voluptuosidad me hizo cerrar los ojos.
Porque su voz era dulce y me hablaba de la muerte deliciosa de los ahogados. Cuando volví en mí, empecé a
temerla y a odiarla.

62
Tenía descuidados mis asuntos. Empecé a frecuentar los amigos y reanudé viejas y queridas relaciones.
Encontré a una amiga de juventud. Haciéndole jurar que me guardaría el secreto, le conté mi vida con la ola. Nada
conmueve tanto a las mujeres como la posibilidad de salvar a un hombre. Mi redentora empleó todas sus artes,
pero, ¿qué podía una mujer, dueña de un número limitado de almas y cuerpos, frente a mi amiga, siempre
cambiante - y siempre idéntica a sí misma en sus metamorfosis incesantes?
Vino el invierno. El cielo se volvió gris. La niebla cayó sobre la ciudad. Llovía una llovizna helada. Mi amiga
gritaba todas las noches. Durante el día se aislaba, quieta y siniestra, mascullando una sola silaba, como una vieja
que rezonga en un rincón. Se puso fría; dormir con ella era tiritar toda la noche y sentir cómo se helaba
paulatinamente la sangre, los huesos, los pensamientos. Se volvió impenetrable, revuelta. Yo salía con frecuencia
y mis ausencias eran cada vez más prolongadas. Ella, en su rincón, aullaba largamente. Con dientes acerados y
lengua corrosiva roía los muros, desmoronaba las paredes. Pasaba las noches en vela, haciéndome reproches.
Tenía pesadillas, deliraba con el sol, con playas ardientes. Soñaba con el polo y en convertirse en un gran trozo de
hielo, navegando bajo cielos negros en noches largas como meses. Me injuriaba. Maldecía y reía; llenaba la casa
de carcajadas y fantasmas. Llamaba a los monstruos de las profundidades, ciegos, rápidos y obtusos. Cargada de
electricidad, carbonizaba lo que rozaba. Sus dulces brazos se volvieron cuerdas ásperas que me estrangulaban. Y
su cuerpo verdoso y elástico, era un látigo implacable, que golpeaba, golpeaba, golpeaba. Huí. Los horribles peces
reían con risa feroz.
Allá en las montañas, entre los altos pinos y los despeñaderos, respiré el aire frío y fino como un
pensamiento de libertad. Al cabo de un mes regresé. Estaba decidido. Había hecho tanto frío que encontré sobre
el mármol de la chimenea, junto al fuego extinto, una estatua de hielo. No me conmovió su aborrecida belleza. La
eché en un gran saco de lona y salí a la calle, con la dormida a cuestas. En un restaurante de las afueras la vendí a
un cantinero amigo, que inmediatamente empezó a picarla en pequeños trozos, que depositó cuidadosamente en
las cubetas donde se enfrían las botellas.

63
Cordero asado
Roald Dahl

La habitación estaba limpia y acogedora, las cortinas corridas, las dos lámparas de mesa encendidas, la suya
y la de la silla vacía, frente a ella. Detrás, en el aparador, dos vasos altos de whisky. Cubos de hielo en un
recipiente.
Mary Maloney estaba esperando a que su marido volviera del trabajo.
De vez en cuando echaba una mirada al reloj, pero sin preocupación, simplemente para complacerse
de que cada minuto que pasaba acercaba el momento de su llegada. Tenía un aire sonriente y optimista. Su
cabeza se inclinaba hacia la costura con entera tranquilidad. Su piel —estaba en el sexto mes del
embarazo— había adquirido un maravilloso brillo, los labios suaves y los ojos, de mirada serena, parecían
más grandes y más oscuros que antes.
Cuando el reloj marcaba las cinco menos diez, empezó a escuchar, y pocos minutos más tarde, puntual
como siempre, oyó rodar los neumáticos sobre la grava y cerrarse la puerta del coche, los pasos que se
acercaban, la llave dando vueltas en la cerradura.
Dejó a un lado la costura, se levantó y fue a su encuentro para darle un beso en cuanto entrara.
—¡Hola, querido! —dijo ella.
—¡Hola! —contestó él.
Ella le colgó el abrigo en el armario. Luego volvió y preparó las bebidas, una fuerte para él y otra más
floja para ella; después se sentó de nuevo con la costura y su marido enfrente con el alto vaso de whisky
entre las manos, moviéndolo de tal forma que los cubitos de hielo golpeaban contra las paredes del vaso.
Para ella ésta era una hora maravillosa del día. Sabía que su esposo no quería hablar mucho antes de
terminar la primera bebida, y a ella, por su parte, le gustaba sentarse silenciosamente, disfrutando de su
compañía después de tantas horas de soledad. Le gustaba vivir con este hombre y sentir —como siente un
bañista al calor del sol— la influencia que él irradiaba sobre ella cuando estaban juntos y solos. Le gustaba
su manera de sentarse descuidadamente en una silla, su manera de abrir la puerta o de andar por la
habitación a grandes zancadas. Le gustaba esa intensa mirada de sus ojos al fijarse en ella y la forma
graciosa de su boca, especialmente cuando el cansancio no le dejaba hablar, hasta que el primer vaso de
whisky le reanimaba un poco.
—¿Cansado, querido?
—Sí —respondió él—, estoy cansado.
Mientras hablaba, hizo una cosa extraña. Levantó el vaso y bebió su contenido de una sola vez aunque
el vaso estaba a medio llenar.
Ella no lo vio, pero lo intuyó al oír el ruido que hacían los cubitos de hielo al volver a dejar él su vaso
sobre la mesa. Luego se levantó lentamente para servirse otro vaso.
—Yo te lo serviré —dijo ella, levantándose.
—Siéntate —dijo él secamente.
Al volver observó que el vaso estaba medio lleno de un líquido ambarino.
—Querido, ¿quieres que te traiga las zapatillas? Le observó mientras él bebía el whisky.
—Creo que es una vergüenza para un policía que se va haciendo mayor, como tú, que le hagan andar
todo el día —dijo ella.
El no contestó; Mary Maloney inclinó la cabeza de nuevo y continuó con su costura. Cada vez que él se
llevaba el vaso a los labios se oía golpear los cubitos contra el cristal.
—Querido, ¿quieres que te traiga un poco de queso? No he hecho cena porque es jueves.

64
—No —dijo él.
—Si estás demasiado cansado para comer fuera —continuó ella—, no es tarde para que lo digas. Hay
carne y otras cosas en la nevera y te lo puedo servir aquí para que no tengas que moverte de la silla.
Sus ojos se volvieron hacia ella; Mary esperó una respuesta, una sonrisa, un signo de asentimiento al
menos, pero él no hizo nada de esto.
—Bueno —agregó ella—, te sacaré queso y unas galletas.
—No quiero —dijo él.
Ella se movió impaciente en la silla, mirándole con sus grandes ojos.
—Debes cenar. Yo lo puedo preparar aquí, no me molesta hacerlo. Tengo chuletas de cerdo y cordero,
lo que quieras, todo está en la nevera.
—No me apetece —dijo él.
—¡Pero querido! ¡Tienes que comer! Te lo sacaré y te lo comes, si te apetece.
Se levantó y puso la costura en la mesa, junto a la lámpara.
—Siéntate —dijo él—, siéntate sólo un momento. Desde aquel instante, ella empezó a sentirse
atemorizada.
—Vamos —dijo él—, siéntate.
Se sentó de nuevo en su silla, mirándole todo el tiempo con sus grandes y asombrados ojos. El había
acabado su segundo vaso y tenía los ojos bajos.
—Tengo algo que decirte.
—¿Qué es ello, querido? ¿Qué pasa?
El se había quedado completamente quieto y mantenía la cabeza agachada de tal forma que la luz de
la lámpara le daba en la parte alta de la cara, dejándole la barbilla y la boca en la oscuridad.
—Lo que voy a decirte te va a trastornar un poco, me temo —dijo—, pero lo he pensado bien y he
decidido que lo mejor que puedo hacer es decírtelo en seguida. Espero que no me lo reproches demasiado.
Y se lo dijo. No tardó mucho, cuatro o cinco minutos como máximo. Ella no se movió en todo el
tiempo, observándolo con una especie de terror mientras él se iba separando de ella más y más, a cada
palabra.
—Eso es todo —añadió—, ya sé que es un mal momento para decírtelo, pero no hay otro modo de
hacerlo. Naturalmente, te daré dinero y procuraré que estés bien cuidada. Pero no hay necesidad de armar
un escándalo. No sería bueno para mi carrera.
Su primer impulso fue no creer una palabra de lo que él había dicho. Se le ocurrió que quizá él no había
hablado, que era ella quien se lo había imaginado todo. Quizá si continuara su trabajo como si no hubiera
oído nada, luego, cuando hubiera pasado algún tiempo, se encontraría con que nada había ocurrido.
—Prepararé la cena —dijo con voz ahogada.
Esta vez él no contestó.
Mary se levantó y cruzó la habitación. No sentía nada, excepto un poco de náuseas y mareo. Actuaba
como un autómata. Bajó hasta la bodega, encendió la luz y metió la mano en el congelador, sacando el
primer objeto que encontró. Lo sacó y lo miró. Estaba envuelto en papel, así que lo desenvolvió y lo miró de
nuevo.
Era una pierna de cordero.
Muy bien, cenarían pierna de cordero. Subió con el cordero entre las manos y al entrar en el cuarto de
estar encontró a su marido de pie junto a la ventana, de espaldas a ella.
Se detuvo.

65
—Por el amor de Dios —dijo él al oírla, sin volverse—, no hagas cena para mí. Voy a salir.
En aquel momento, Mary Maloney se acercó a él por detrás y sin pensarlo dos veces levantó la pierna
de cordero congelada y le golpeó en la parte trasera de la cabeza tan fuerte como pudo. Fue como si le
hubiera pegado con una barra de acero. Retrocedió un paso, esperando a ver qué pasaba, y lo gracioso fue
que él quedó tambaleándose unos segundos antes de caer pesadamente en la alfombra.
La violencia del golpe, el ruido de la mesita al caer por haber sido empujada, la ayudaron a salir de su
ensimismamiento.
Salió retrocediendo lentamente, sintiéndose fría y confusa, y se quedó por unos momentos mirando el
cuerpo inmóvil de su marido, apretando entre sus dedos el ridículo pedazo de carne que había empleado
para matarle.
«Bien —se dijo a sí misma—, ya lo has matado.»
Era extraordinario. Ahora lo veía claro. Empezó a pensar con rapidez. Como esposa de un detective,
sabía cuál sería el castigo; de acuerdo. A ella le era indiferente. En realidad sería un descanso. Pero por otra
parte. ¿Y el niño? ¿Qué decía la ley acerca de las asesinas que iban a tener un hijo? ¿Los mataban a los dos,
madre e hijo? ¿Esperaban hasta el noveno mes? ¿Qué hacían?
Mary Maloney lo ignoraba y no estaba dispuesta a arriesgarse.
Llevó la carne a la cocina, la puso en el horno, encendió éste y la metió dentro. Luego se lavó las manos
y subió a su habitación. Se sentó delante del espejo, arregló su cara, puso un poco de rojo en los labios y
polvo en las mejillas. Intentó sonreír, pero le salió una mueca. Lo volvió a intentar.
—Hola, Sam —dijo en voz alta. La voz sonaba rara también.
—Quiero patatas, Sam, y también una lata de guisantes.
Eso estaba mejor. La sonrisa y la voz iban mejorando. Lo ensayó varias veces. Luego bajó, cogió el
abrigo y salió a la calle por la puerta trasera del jardín.
Todavía no eran las seis y diez y había luz en las tiendas de comestibles.
—Hola, Sam —dijo sonriendo ampliamente al hombre que estaba detrás del mostrador.
—¡Oh, buenas noches, señora Maloney! ¿Cómo está?
—Muy bien, gracias. Quiero patatas, Sam, y una lata de guisantes.
El hombre se volvió de espaldas para alcanzar la lata de guisantes.
—Patrick dijo que estaba cansado y no quería cenar fuera esta noche —le dijo—. Siempre solemos salir
los jueves y no tengo verduras en casa.
—¿Quiere carne, señora Maloney?
—No, tengo carne, gracias. Hay en la nevera una pierna de cordero.
—¡Oh!
—No me gusta asarlo cuando está congelado, pero voy a probar esta vez. ¿Usted cree que saldrá bien?
—Personalmente —dijo el tendero—, no creo que haya ninguna diferencia. ¿Quiere estas patatas de
Idaho?
—¡Oh, sí, muy bien! Dos de ésas.
—¿Nada más? —El tendero inclinó la cabeza, mirándola con simpatía—. ¿Y para después? ¿Qué le va a
dar luego?
—Bueno. ¿Qué me sugiere, Sam?
El hombre echó una mirada a la tienda.
—¿Qué le parece una buena porción de pastel de queso? Sé que le gusta a Patrick.

66
—Magnífico —dijo ella—, le encanta.
Cuando todo estuvo empaquetado y pagado, sonrió agradablemente y dijo:
—Gracias, Sam. Buenas noches.
Ahora, se decía a sí misma al regresar, iba a reunirse con su marido, que la estaría esperando para
cenar; y debía cocinar bien y hacer comida sabrosa porque su marido estaría cansado; y si cuando entrara en
la casa encontraba algo raro, trágico o terrible, sería un golpe para ella y se volvería histérica de dolor y de
miedo. ¿Es que no lo entienden? Ella no esperaba encontrar nada. Simplemente era la señora Maloney que
volvía a casa con las verduras un jueves por la tarde para preparar la cena a su marido.
«Eso es —se dijo a sí misma—, hazlo todo bien y con naturalidad. Si se hacen las cosas de esta manera,
no habrá necesidad de fingir.»
Por lo tanto, cuando entró en la cocina por la puerta trasera, iba canturreando una cancioncilla y
sonriendo.
—¡Patrick! —llamó—, ¿dónde estás, querido? Puso el paquete sobre la mesa y entró en el cuarto de
estar. Cuando le vio en el suelo, con las piernas dobladas y uno de los brazos debajo del cuerpo, fue un
verdadero golpe para ella.
Todo su amor y su deseo por él se despertaron en aquel momento. Corrió hacia su cuerpo, se arrodilló
a su lado y empezó a llorar amargamente. Fue fácil, no tuvo que fingir.
Unos minutos más tarde, se levantó y fue al teléfono. Sabía el número de la jefatura de Policía, y
cuando le contestaron al otro lado del hilo, ella gritó:
—¡Pronto! ¡Vengan en seguida! ¡Patrick ha muerto!
—¿Quién habla?
—La señora Maloney, la señora de Patrick Maloney.
—¿Quiere decir que Patrick Maloney ha muerto?
—Creo que sí —gimió ella—. Está tendido en el suelo y me parece que está muerto.
—Iremos en seguida —dijo el hombre.
El coche vino rápidamente. Mary abrió la puerta a los dos policías. Los reconoció a los dos en seguida
—en realidad conocía a casi todos los del distrito— y se echó en los brazos de Jack Nooan, llorando
histéricamente. El la llevó con cuidado a una silla y luego fue a reunirse con el otro, que se llamaba O'Malley,
el cual estaba arrodillado al lado del cuerpo inmóvil.
—¿Está muerto? —preguntó ella.
—Me temo que sí... ¿qué ha ocurrido?
Brevemente, le contó que había salido a la tienda de comestibles y al volver lo encontró tirado en el
suelo. Mientras ella hablaba y lloraba, Nooan descubrió una pequeña herida de sangre cuajada en la cabeza
del muerto. Se la mostró a O'Malley y éste, levantándose, fue derecho al teléfono.
Pronto llegaron otros policías. Primero un médico, después dos detectives, a uno de los cuales conocía
de nombre. Más tarde, un fotógrafo de la Policía que tomó algunos planos y otro hombre encargado de las
huellas dactilares. Se oían cuchicheos por la habitación donde yacía el muerto y los detectives le hicieron
muchas preguntas. No obstante, siempre la trataron con amabilidad.
Volvió a contar la historia otra vez, ahora desde el principio. Cuando Patrick llegó ella estaba cosiendo,
y él se sintió tan fatigado que no quiso salir a cenar. Dijo que había puesto la carne en el horno —allí estaba,
asándose— y se había marchado a la tienda de comestibles a comprar verduras. De vuelta lo había
encontrado tendido en el suelo.
—¿A qué tienda ha ido usted? —preguntó uno de los detectives.

67
Se lo dijo, y entonces el detective se volvió y musitó algo en voz baja al otro detective, que salió
inmediatamente a la calle.
«..., parecía normal..., muy contenta..., quería prepararle una buena cena..., guisantes..., pastel de
queso..., imposible que ella...»
Transcurrido algún tiempo el fotógrafo y el médico se marcharon y los otros dos hombres entraron y
se llevaron el cuerpo en una camilla. Después se fue el hombre de las huellas dactilares. Los dos detectives y
los policías se quedaron. Fueron muy amables con ella; Jack Nooan le preguntó si no se iba a marchar a otro
sitio, a casa de su hermana, quizá, o con su mujer, que cuidaría de ella y la acostaría.
—No —dijo ella.
No creía en la posibilidad de que pudiera moverse ni un solo metro en aquel momento. ¿Les
importaría mucho que se quedara allí hasta que se encontrase mejor? Todavía estaba bajo los efectos de la
impresión sufrida.
—Pero ¿no sería mejor que se acostara un poco? —preguntó Jack Nooan.
—No —dijo ella.
Quería estar donde estaba, en esa silla. Un poco más tarde, cuando se sintiera mejor, se levantaría.
La dejaron mientras deambulaban por la casa, cumpliendo su misión. De vez en cuando uno de los
detectives le hacía una pregunta. También Jack Nooan le hablaba cuando pasaba por su lado. Su marido, le
dijo, había muerto de un golpe en la cabeza con un instrumento pesado, casi seguro una barra de hierro.
Ahora buscaban el arma. El asesino podía habérsela llevado consigo, pero también cabía la posibilidad de
que la hubiera tirado o escondido en alguna parte.
—Es la vieja historia —dijo él—, encontraremos el arma y tendremos al criminal.
Más tarde, uno de los detectives entró y se sentó a su lado.
—¿Hay algo en la casa que pueda haber servido como arma homicida? —le preguntó—. ¿Le importaría
echar una mirada a ver si falta algo, un atizador, por ejemplo, o un jarrón de metal?
—No tenemos jarrones de metal —dijo ella.
—¿Y un atizador?
—No tenemos atizador, pero puede haber algo parecido en el garaje.
La búsqueda continuó.
Ella sabía que había otros policías rodeando la casa. Fuera, oía sus pisadas en la grava y a veces veía la
luz de una linterna infiltrarse por las cortinas de la ventana. Empezaba a hacerse tarde, eran cerca de las
nueve en el reloj de la repisa de la chimenea. Los cuatro hombres que buscaban por las habitaciones
empezaron a sentirse fatigados.
—Jack —dijo ella cuando el sargento Nooan pasó a su lado—, ¿me quiere servir una bebida?
—Sí, claro. ¿Quiere whisky?
—Sí, por favor, pero poco. Me hará sentir mejor. Le tendió el vaso.
—¿Por qué no se sirve usted otro? —dijo ella—; debe de estar muy cansado; por favor, hágalo, se ha
portado muy bien conmigo.
—Bueno —contestó él—, no nos está permitido, pero puedo tomar un trago para seguir trabajando.
Uno a uno, fueron llegando los otros y bebieron whisky. Estaban un poco incómodos por la presencia
de ella y trataban de consolarla con inútiles palabras.
El sargento Nooan, que rondaba por la cocina, salió y dijo:
—Oiga, señora Maloney. ¿Sabe que tiene el horno encendido y la carne dentro?
—¡Dios mío! —gritó ella—. ¡Es verdad!

68
—¿Quiere que vaya a apagarlo?
—¿Sería tan amable, Jack? Muchas gracias.
Cuando el sargento regresó por segunda vez lo miró con sus grandes y profundos ojos.
—Jack Nooan —dijo.
—¿Sí?
—¿Me harán un pequeño favor, usted y los otros?
—Si está en nuestras manos, señora Maloney...
—Bien —dijo ella—. Aquí están ustedes, todos buenos amigos de Patrick, tratando de encontrar al
hombre que lo mató. Deben de estar hambrientos porque hace rato que ha pasado la hora de la cena, y sé
que Patrick, que en gloria esté, nunca me perdonaría que estuviesen en su casa y no les ofreciera
hospitalidad. ¿Por qué no se comen el cordero que está en el horno? Ya estará completamente asado.
—Ni pensarlo —dijo el sargento Nooan.
—Por favor —pidió ella—, por favor, cómanlo. Yo no voy a tocar nada de lo que había en la casa
cuando él estaba aquí, pero ustedes sí pueden hacerlo. Me harían un favor si se lo comieran. Luego, pueden
continuar su trabajo.
Los policías dudaron un poco, pero tenían hambre y al final decidieron ir a la cocina y cenar. La mujer
se quedó donde estaba, oyéndolos a través de la puerta entreabierta. Hablaban entre sí a pesar de tener la
boca llena de comida.
—¿Quieres más, Charlie?
—No, será mejor que no lo acabemos.
—Pero ella quiere que lo acabemos, eso fue lo que dijo. Le hacemos un favor.
—Bueno, dame un poco más.
—Debe de haber sido un instrumento terrible el que han usado para matar al pobre Patrick —decía
uno de ellos—, el doctor dijo que tenía el cráneo hecho trizas.
—Por eso debería ser fácil de encontrar.
—Eso es lo que a mí me parece.
—Quienquiera que lo hiciera no iba a llevar una cosa así, tan pesada, más tiempo del necesario. Uno
de ellos eructó:
—Mi opinión es que tiene que estar aquí, en la casa.
—Probablemente bajo nuestras propias narices. ¿Qué piensas tú, Jack?
En la otra habitación, Mary Maloney empezó a reírse entre dientes.

69
Roldán después de Roncesvalles
Alexandre Dumas, padre
La peregrinación a Rolandseck o ruinas de Roldán es una necesidad para las almas tiernas que habitan no
sólo en las dos márgenes del Rin, desde Schaffouse hasta Rotterdam, sino incluso en cincuenta leguas hacia
el interior. Si hay que creer la tradición, fue allí donde remontando el Rin para responder a la llamada de su
tío, dispuesto a partir para combatir a los sarracenos de España, Roldán fue recibido por el anciano conde
Raymond. Éste, tras conocer el nombre del ilustre paladín que tenía el honor de recibir en su casa, quiso que
fuese servido a la mesa por su hija, la bella Alda. Poco le importaba a Roldán por quien fuera servido, con tal
de que la comida fuera copiosa y el vino bueno. Tendió su vaso: entonces una puerta se abrió y entró una
bella jovencita con un velicomen en la mano que se dirigió hacia el caballero. Pero, a mitad de trayecto, las
miradas de Alda y de Roldán se encontraron y -¡cosa extraña!- ambos comenzaron a temblar de tal manera
que la mitad del vino cayó al pavimento, tanto por culpa del invitado como por culpa del escanciador.
Roldán debía marcharse al día siguiente, pero el anciano conde insistió para que pasara ocho días en el
castillo. Roldán sabía bien que su deber lo esperaba en Ingelheim, pero Alda dirigió hacia él sus hermosos
ojos, y él se quedó.
Al cabo de aquellos ocho días, los dos enamorados no se habían hablado aún de amor pero, la noche
del octavo día, Roldán tomó de la mano a Alda y la condujo a la capilla. Llegados ante el altar, se arrodillaron
los dos simultáneamente. Roldán dijo: «No tendré jamás otra esposa que no sea Alda.» Alda añadió: «¡Dios
mío! Recibid el juramento que os hago de ser vuestra si no soy de él.»
Roldán se marchó. Trascurrió un año. Roldán hizo maravillas, y el eco de sus proezas llegó desde los
Pirineos hasta las orillas del Rin; luego, de repente, se oyó vagamente hablar de una gran derrota, y el
nombre de Roncesvalles fue mencionado.
Una noche, un caballero llegó a pedir hospitalidad en el castillo del conde Raymond; regresaba de
España adonde había acompañado al emperador. Alda se atrevió a pronunciar el nombre de Roldán y
entonces el caballero contó cómo en la garganta de Roncesvalles, rodeado de sarracenos, al verse solo
contra cien, había sonado su olifante para llamar al emperador en su ayuda y eso con tal fuerza que, aunque
estaba a más de legua y media, el emperador había querido volver; pero Ganelón se lo había impedido, y el
ruido del olifante se había ido debilitando, pues era el último esfuerzo del héroe. Entonces, él lo había visto,
para que su buena espada Durandarte no cayera en manos infieles, intentar partirla en las rocas; pero,
acostumbrada a hender el acero, Durandarte había partido el granito; y había sido necesario que Roldán
introdujera la hoja en una hendidura de la roca, y la rompiera apoyándose en ella. Luego, cubierto de
heridas, había caído al lado de los trozos de su espada, pronunciando el nombre de una mujer llamada Alda.
La hija del conde Raymond no derramó una lágrima, ni lanzó grito alguno; sólo se levantó, pálida como
una muerta y, acercándose al conde le dijo:
-Padre, sabe lo que Roldán me había prometido y lo que yo, por mi parte, le había prometido a él.
Mañana, con su permiso, ingresaré en el convento de Nonenwerth.
El padre miró a la joven sacudiendo tristemente la cabeza, pues se decía a sí mismo: «¿Roldán era
todo, pues? y yo ¿no soy nada?» Luego, recordando que antes que padre era cristiano:
-¡Que se cumpla en todo la voluntad de Dios! -respondió.
Y, al día siguiente, Alda entró en el convento. Luego, como tenía prisa por tomar el velo, pues le
parecía que mientras más separada del mundo estuviera, más cerca se encontraría de Roldán, obtuvo del
obispo diocesano, que era su tío, que el tiempo de prueba fuera reducido a tres meses para ella; y, al cabo
de esos tres meses, pronunció sus votos.
No habían pasado ocho días, cuando un caballero solicita hospitalidad en el castillo del conde
Raymond. El conde sale a su encuentro; el caballero se detiene y lo mira sorprendido pues, durante los tres
meses que llevaba separado de su hija, el conde había envejecido más de diez años. Entonces el caballero
levantó la visera de su casco y dijo:

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-Padre, he cumplido mi palabra. ¿Alda ha cumplido la suya?
El anciano lanzó un grito de dolor. Aquel caballero era Roldán. Las heridas que había recibido habían
sido profundas, pero no mortales. Después de una larga convalecencia, se había puesto en camino para
reunirse con su prometida. El anciano se apoyó en el hombro de Roldán; luego, haciendo acopio de valor, lo
condujo sin responderle una sola palabra a la capilla y allí, haciéndole un gesto para que se arrodillara al
tiempo que él mismo se arrodillaba:
-Recemos -le dijo.
-¿Está muerta? -susurró Roldán.
-¡Está muerta para ti y para el mundo! ¿No había prometido que sería tuya o de Dios? Ha cumplido su
juramento.
A la mañana siguiente, Roldán, dejando su caballo y sus armas en el castillo del anciano conde, salió a
pie, se dirigió a la montaña y por la tarde llegó a la cumbre de uno de los picos que dominan el río; y vio a
sus pies, al extremo de su isla rozagante, el convento de Nonenwerth. En aquel momento, las religiosas
cantaban el oficio vespertino, y en medio de todas aquellas voces que se elevaban al cielo, hubo una voz que
le llegó derecha al corazón.
Roldán pasó la noche tendido en la roca; a la mañana siguiente, al amanecer, las monjas cantaron
maitines, y él oyó de nuevo la voz que hacía vibrar todas las fibras de su alma. Entonces decidió construirse
un eremitorio en la cima de aquella montaña, con el fin de no alejarse al menos de la que amaba. Y se puso
manos a la obra.
Hacia las once, las religiosas salieron y se dispersaron por la isla; pero una de ellas se alejó del resto
para ir a sentarse bajo un sauce al borde del agua. Estaba cubierta por un velo; llevaba el mismo hábito que
las demás religiosas, pero Roldán no dudó de que era Alda.
Durante dos años, mañana y tarde, Roldán oyó entre las voces de las demás religiosas, la voz que le era
tan querida; durante dos años, todos los días, a la misma hora, la misma religiosa solitaria fue a sentarse en
el mismo lugar, aunque cada día llegaba más lentamente. Finalmente, una noche, la voz faltó. A la mañana
siguiente también faltó. Llegaron las once y Roldán esperó en vano. Las religiosas se dispersaron como de
costumbre por el jardín, pero ninguna de ellas fue a sentarse bajo el sauce a orillas del agua. Hacia las
cuatro, cuatro religiosas, relevándose, excavaron una fosa al pie del sauce; cuando la fosa estuvo lista,
Roldán oyó de nuevo los cantos en los que seguía faltando la voz más dulce y bella, y la comunidad al
completo salió escoltando el ataúd en el que iba tendida una virgen con la frente coronada de flores y el
rostro pálido y descubierto. Era la primera vez en dos años que Alda levantaba su velo.
Tres días después, un pastor que había perdido una cabra subió a la cima de la montaña y allí encontró
a Roldán sentado, con el dorso apoyado en el muro de su eremitorio, y la cabeza inclinada sobre el pecho.

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La camisa mágica
Anónimo (cuento popular ruso)

Mientras estaba de servicio en su regimiento, un valiente soldado recibió cien rublos que le enviaba su
familia. El sargento se enteró y le pidió el dinero prestado. Cuando llegó la hora de pagar, sin embargo, el
sargento dio al soldado cien golpes en la espalda con un palo y le dijo: “Yo nunca vi tu dinero. ¡Estás
inventando!” El soldado se enfureció y se fue corriendo a un espeso bosque; iba tenderse bajo un árbol a
descansar cuando vio a un dragón de seis cabezas que volaba hacia él. El dragón se detuvo junto al soldado,
le preguntó sobre su vida y le dijo: “No necesitas quedarte a vagar en estos bosques. Mejor, ven conmigo y
sé mi empleado por tres años.” “Con mucho gusto”, dijo el soldado. “Siéntante en mí, entonces”, dijo el
dragón, y el soldado comenzó a poner todas sus pertenencias en él. “Oye, veterano, ¿por qué quieres llevar
contigo toda esta basura?” “¿Cómo me preguntas eso, dragón? A los soldados nos dan de latigazos si
perdemos aunque sea un botón, ¡y ahora quieres que yo tire todas mis cosas!”
El dragón llevó al soldado a su palacio y le ordenó: “¡Siéntate junto a la olla por tres años, mantén el
fuego encendido y prepárame mi kasha!”1 El propio dragón se fue de viaje por el mundo durante ese
tiempo, pero el trabajo del soldado no era difícil: ponía madera bajo la olla, y se sentaba a un lado tomando
vodka y comiendo bocadillos (y el vodka del dragón no era como el de nosotros, todo aguado, sino muy
fuerte). Luego de tres años el dragón regresó volando. “Muy bien, veterano, ¿ya está listo el kasha?” “Debe
estar, porque en estos tres años mi fuego no se apagó nunca.” El dragón se comió la olla entera de kasha en
una sola sentada, alabó al soldado por su fiel servicio y le ofreció empleo por otros tres años.
Pasaron los tres años, el dragón se comió otra vez su kasha y dejó al soldado por tres años más.
Durante dos de ellos el soldado cocinó el kasha, y hacia el fin del tercero pensó: “Aquí estoy, a punto de
cumplir nueve años de vivir con el dragón, todo el tiempo cocinándole su kasha, y ni siquiera sé qué tal sabe.
Lo voy a probar.” Levantó la tapa y se encontró a su sargento, sentado dentro de la olla. “Ay, amigo”, pensó
el soldado, “ahora te voy dar una buena; te haré pagar los golpes que me diste.” Y llevó toda la madera que
pudo conseguir, y la puso bajo la olla, e hizo un fuego tal que no sólo cocinó la carne del sargento sino hasta
los huesos, que quedaron hechos pulpa. Regresó el dragón, comió el kasha y alabó al soldado: “Bueno,
veterano, el kasha estaba bueno antes, pero esta vez estuvo aún mejor. Escoge lo que quieras como tu
recompensa.” El soldado miró a su alrededor y eligió un fuerte corcel y una camisa de tela gruesa. La camisa
no era ordinaria, sino mágica: quien la usaba se convertía en un poderoso campeón.
El soldado fue con un rey, lo ayudó en una guerra cruenta, y se casó con su bella hija. Pero a la princesa
le disgustaba estar casada con un simple soldado, de modo que intrigó con el príncipe de un reino vecino, y
para saber de dónde venía el enorme poder del soldado, lo aduló y lo presionó. Tras descubrir lo que
deseaba, esperó a que su esposo estuviese dormido para quitarle la camisa y dársela al príncipe. Éste se
puso la camisa, tomó una espada, cortó al soldado en pedacitos, los puso todos en un costal de cáñamo y
ordenó a los mozos de cuadra: “tomen este costal, amárrenlo a cualquier jamelgo y échenlo al campo
abierto”. Los mozos fueron a cumplir la orden, pero entretanto el fuerte corcel del soldado se transformó en
jamelgo y se puso en el camino de los sirvientes. Éstos lo tomaron, le ataron el saco y lo echaron al campo
abierto. El brioso caballo echó a correr más rápido que un ave, llegó al castillo del dragón, se detuvo allí, y
por tres noches y tres días relinchó sin descanso.
El dragón dormía profundamente, pero al fin lo despertó el relinchar y el pisotear del corcel, y salió de
su palacio. Miró el interior del saco ¡y vaya que resopló! Tomó los pedazos del soldado, los juntó y los lavó
con agua de la muerte, y el cuerpo del soldado estuvo otra vez completo. Entonces lo roció con agua de la
vida, y el soldado despertó. “¡Caray!”, dijo. “¡He dormido mucho tiempo!” “Hubieras dormido mucho más
sin tu buen caballo!”, respondió el dragón, y enseñó al soldado la compleja ciencia de tomar diferentes

1 Pudín hecho a base de leche, trigo, avena y sémola; tradicionalmente, se considera un platillo esencial en el
desayuno.

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formas. El soldado se transformó en una paloma, voló a donde el príncipe con quien vivía ahora su esposa
infiel, y se posó en el pretil de la ventana de la cocina. La joven cocinera lo vio. “¡Ah!”, dijo, “qué bonita
palomita.” Abrió la ventana y lo dejó entrar en la cocina. La paloma tocó el suelo y se convirtió en un joven
hermoso. “Hazme un favor, hermosa doncella”, le dijo, “y me casaré contigo.” “¿Qué deseas que haga?”
“Consigue la camisa de tela gruesa del príncipe.” “Pero él nunca se la quita, salvo cuando se baña en el mar.”
El soldado averiguó a qué horas se bañaba el príncipe, salió al camino y tomó la forma de una flor.
Pronto aparecieron, con rumbo a la playa, el príncipe y la princesa, acompañados por la cocinera, que
llevaba ropa limpia. El príncipe vio la flor y la admiró, pero la princesa adivinó al instante quién era: “¡Ah, ese
maldito soldado debe haberse convertido en esto!” Cortó la flor y empezó a aplastarla y arrancarle los
pétalos, pero la flor se convirtió en una mosca pequeñita y sin que lo vieran se escondió en el pecho de la
cocinera. En cuanto el príncipe se desvistió y se metió en el agua, la mosca salió y se convirtió en un raudo
halcón. El halcón tomó la camisa y se la llevó lejos, luego se convirtió en un joven hermoso y se la puso.
Entonces el soldado tomó una espada, mató a su esposa traicionera y al amante, y se casó con la joven y
adorable cocinera.

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La fe de nuestros padres
Philip K. Dick

En las calles de Hanoi se encontró frente a un vendedor ambulante sin piernas que iba sobre un carrito de
madera y llamaba con gritos chillones a todos los transeúntes. Chien disminuyó la marcha escuchó, pero no
se detuvo. Los asuntos del Ministerio de Artefactos Culturales ocupaban su mente y distraían su atención:
era como si estuviera solo, y no lo rodearan los que iban en bicicletas y ciclomotores y motos a reacción. Y,
asimismo, era como si el vendedor sin piernas no existiera.
—Camarada—lo llamó sin embargo, y persiguió hábilmente a Chien con su carrito, propulsado por una
batería a helio—. Tengo una amplia variedad de remedios vegetales y testimonios de miles de clientes
satisfechos. Descríbeme tu enfermedad y podré ayudarte.
—Está bien—dijo Chien, deteniéndose—, pero no estoy enfermo.
"Excepto—pensó— de la enfermedad crónica de los empleados del Comité Central: el oportunismo
profesional poniendo a prueba en forma constante las puertas de toda posición oficial, incluyendo la mía."
—Por ejemplo puedo curar las afecciones radiactivas—canturreó el vendedor ambulante,
persiguiéndolo aún—. O aumentar, si es necesario, la potencia sexual. Puedo hacer retroceder los procesos
cancerígenos, incluso los temibles melanomas, lo que podríamos llamar cánceres negros.—Alzando una
bandeja de botellas, pequeños recipientes de aluminio y distintas clases de polvos en recipientes de plástico,
el vendedor canturreó—: Si un rival insiste en tratar de usurpar tu ventajosa posición burocrática, puedo
darte un ungüento que bajo su apariencia de bálsamo cutáneo es una toxina increíblemente efectiva. Y mis
precios son bajos, camarada. Y como atención especial a alguien de aspecto tan distinguido como el tuyo, te
aceptaré en pago los dólares inflacionarios de posguerra en billetes, que tienen fama de moneda
internacional pero en realidad no valen mucho más que el papel higiénico.
—Vete al infierno—dijo Chien, y le hizo señas a un taxi sobre colchón de aire que pasaba en ese
momento.
Ya se había atrasado tres minutos y medio para su primera cita del día, y en el Ministerio sus diversos
superiores de opulento trasero estarían haciendo rápidas anotaciones mentales, al igual que sus
subordinados, que las harían en proporción aún mayor.
El vendedor dijo con calma:
—Pero, camarada, debes comprarme.
—¿Por qué?—preguntó Chien. Sentía indignación.
—Porque soy un veterano de guerra, camarada. Luché en la Colosal Guerra Final de Liberación
Nacional con el Frente Democrático Unido del Pueblo contra los Imperialistas. Perdí mis extremidades
inferiores en la batalla de San Francisco.—Ahora su tono era triunfante y socarrón—. Es la ley. Si te niegas a
comprar las mercancías ofrecidas por un veterano, te arriesgas a que te multen o que te envíen a la cárcel...,
además de la deshonra.
Con gesto cansado, Chien indicó al taxi que siguiera.
—Concedido—dijo—. Está bien, debo comprarte.—Dio un rápido vistazo a la pobre exhibición de
remedios vegetales, buscando uno al azar—. Éste—decidió, señalando un paquetito de la última hilera y
envuelto en papel.
El vendedor ambulante se rió.
—Eso es un espermaticida, camarada. Lo compran las mujeres que no pueden aspirar a La Píldora por
razones políticas. Te sería poco útil. En realidad no te sería nada útil, porque eres un caballero.
—La ley no exige que te compre algo útil—dijo Chien en tono cortante—. Sólo que debo comprarte
algo. Me llevaré ése.

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Metió la mano en su chaqueta acolchada, buscando la billetera, henchida por los billetes inflacionarios
de posguerra con los que le pagaban cuatro veces a la semana, en su calidad de servidor del gobierno.
—Cuéntame tus problemas—dijo el vendedor.
Chien lo miró asombrado. Atónito ante la invasión de su vida privada... por alguien que no era del
gobierno.
—Está bien, camarada—dijo el vendedor, al ver su expresión—. No te sondearé. Perdona. Pero como
doctor, como curador naturista, lo indicado es que sepa todo lo posible.—Lo examinó, con sus delgados
rasgos sombríos—. ¿Miras la televisión mucho más de lo normal?—preguntó de pronto.
Tomado por sorpresa, Chien dijo:
—Todas las noches. Menos los viernes, cuando voy al club a practicar el enlace de novillos, ese arte
esotérico importado del Oeste.
Era su única gratificación. Aparte de eso, se dedicaba por completo a las actividades del Partido.
El vendedor se estiró y eligió un paquetito de papel gris.
—Sesenta dólares de intercambio—declaró—. Con garantía total. Si no cumple con los efectos
prometidos, devuelves la porción sobrante y se te reintegra todo el dinero, sin rencor.
—¿Y cuáles son los efectos prometidos?—dijo Chien, sarcástico.
—Descansa los ojos fatigados por soportar los absurdos monólogos oficiales—dijo el vendedor—. Es
un preparado tranquilizante. Tómalo cuando te encuentres expuesto a los secos y extensos sermones de
costumbre que...
Chien le dio el dinero, aceptó el paquete, y siguió su camino. "La ordenanza que ha establecido a los
veteranos de guerra como clase privilegiada es una mafia—pensó—. Hacen presa en nosotros, los más
jóvenes, como aves de rapiña."
El paquetito gris quedó olvidado en el bolsillo de su chaqueta mientras entraba al imponente edificio
de posguerra del Ministerio de Artefactos Culturales, y a su propia oficina, bastante majestuosa, para
comenzar su día de trabajo.

En la oficina lo esperaba un caucásico adulto, corpulento, vestido con un traje de seda Hong Kong
marrón, cruzado, con chaleco. Junto al desconocido caucásico estaba su propio superior inmediato, Ssu-Ma
Tso-pin. Tso-pin hizo las presentaciones en cantonés, un dialecto que dominaba bastante mal.
—Señor Tung Chien, le presento al señor Darius Pethel. El señor Pethel será el director de un nuevo
establecimiento ideológico y cultural que se va a inaugurar en San Francisco, California. El señor Pethel ha
dedicado una vida rica y plena al apoyo de la lucha del pueblo por destronar a los países del bloque
imperialista mediante la utilización de instrumentos pedagógicos. De ahí su alta posición.
Se estrecharon la mano.
—¿Té?—le preguntó Chien.
Apretó el botón del hibachi infrarrojo y en un instante el agua comenzó a burbujear en el adornado
recipiente de cerámica de origen japonés. Cuando se sentó ante su escritorio, vio que la fiel señorita Hsi
había preparado la hoja de información (confidencial) sobre el camarada Pethel. Le dio un vistazo mientras
simulaba efectuar un trabajo de rutina.
—El Benefactor Absoluto del Pueblo se ha entrevistado personalmente con el señor Pethel, y confía en
él—dijo Tso-pin—. Eso es algo fuera de lo común. La escuela de San Francisco aparentará enseñar las
filosofías taoístas comunes pero, desde luego, en realidad mantendrá abierto para nosotros un canal de
comunicación con el sector joven intelectual y liberal de los Estados Unidos occidentales. Aún hay muchos

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vivos, desde San Diego a Sacramento; calculamos que unos diez mil. La escuela aceptará dos mil. El
enrolamiento será obligatorio para los que seleccionemos. Usted estará relacionado en forma importante
con los programas del señor Pethel. Ejem, el agua del té está hirviendo.
—Gracias—murmuró Chien, dejando caer la bolsita de té Lipton en el agua.
Tso-pin prosiguió:
—Aunque el señor Pethel supervisará la confección de los cursos educativos presentados por la
escuela a su cuerpo de estudiantes, todos los exámenes escritos serán enviados a su oficina para que usted
efectúe un estudio experto, cuidadoso, ideológico de ellos. En otras palabras, señor Chien, determinará cuál
de los dos mil estudiantes es confiable, quiénes responden realmente a la programación y quiénes no.
—Ahora serviré el té—dijo Chien, haciéndolo ceremoniosamente.
—Hay algo de lo que debemos darnos cuenta—dijo Pethel en un cantonés retumbante aún peor que el
de Tso-pin—. Una vez perdida la guerra contra nosotros, la juventud norteamericana ha desarrollado una
aptitud notable para disimular.
Dijo la última palabra en inglés. Como no la entendía, Chien se volvió interrogante hacia su superior.
—Mentir—explicó Tso-pin.
—Pronunciar las consignas correctas en lo superficial, pero creerlas falsas interiormente—dijo Pethel.
Los exámenes escritos de este grupo se parecerán mucho a los de los auténticos...
—¿Quiere decir que los exámenes escritos de dos mil estudiantes pasarán por mi oficina?—preguntó
Chien. No podía creerlo—. Eso es un trabajo absorbente; no tengo tiempo para nada que se parezca.—
Estaba espantado—. Dar aprobación o negativa crítica oficial a un grupo astuto como el que usted prevé...—
gesticuló—. Me cago en...—inició en inglés.
Parpadeando ante el brutal insulto occidental, Tso-pin dijo:
—Usted tiene un equipo. Además, puede incorporar otros ayudantes. El presupuesto del Ministerio,
aumentado este año, lo permitirá. Y recuerde: el mismo Benefactor Absoluto del Pueblo eligió al señor
Pethel.
Ahora su tono era ominoso, aunque sólo sutilmente. Lo necesario para penetrar en la histeria de Chien
y debilitarla hasta que se transformara en sumisión. Al menos momentánea. Para subrayar su afirmación,
Tso-pin caminó hasta el fondo de la oficina; se detuvo ante el tridi-retrato tamaño natural del Benefactor
Absoluto. Luego puso en funcionamiento el pasacinta montado tras el retrato. El rostro del Benefactor
Absoluto se movió y brotó de él una homilía familiar, modulada en acentos más que familiares.
—Luchen por la paz, hijos míos—entonó con suavidad, con firmeza.
—Ajá—dijo Chien, aún perturbado, pero ocultándolo.
Era posible que una de las computadoras del Ministerio pudiese clasificar los exámenes escritos; podía
emplearse una estructura de sí-no-quizá, junto a un preanálisis del esquema de corrección (o incorrección)
ideológica. El asunto podía transformarse en rutina. Probablemente.
—He traído cierto material y me gustaría que usted lo analice, señor Chien—dijo Darius Pethel. Corrió
el cierre de un desagradable y anticuado portafolio de plástico—. Dos ensayos de examen —dijo mientras le
pasaba los documentos a Chien—. Esto nos permitirá saber si usted está capacitado para el trabajo.—Se
volvió hacia Tso-pin. Sus miradas se encontraron—. Tengo entendido que si usted tiene éxito en la empresa
será nombrado viceconsejero del Ministerio, y su Excelencia el Benefactor Absoluto del Pueblo le otorgará
personalmente la medalla Kisterigian.
Pethel y Tso-pin le brindaron una sonrisa de cauteloso acuerdo.
—La medalla Kisterigian—repitió Chien como un eco. Aceptó los exámenes escritos, les dio un vistazo
mostrando una tranquila indiferencia. Pero en su interior el corazón vibraba con tensión mal disimulada—.
¿Por qué estos dos? Quiero decir: ¿qué tengo que buscar en ellos, señor?

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—Uno es obra de un progresista dedicado, un miembro leal del partido, cuyas convicciones han sido
investigadas a fondo—dijo Pethel—. El otro es un joven stilyagi de quien se sospecha que sostiene
degeneradas criptoideas imperialistas de pequeño burgués. Le corresponde decidir, señor, a quién
pertenece cada trabajo.
Leyó el título del primer ensayo:

DOCTRINAS DEL BENEFACTOR ABSOLUTO ANTICIPADAS EN LA POESÍA DE BAHA AD-DIN ZUHAYR. DEL
SIGLO TRECE. ARABIA.

Al hojear las primeras páginas, Chien vio una estrofa que le era familiar; se llamaba Muerte y la había
conocido durante la mayor parte de su vida adulta, educada.

Fallará una vez, fallará dos veces,


sólo elige una entre muchas horas;
para él no hay profundidad ni altura,
es todo una llanura en donde busca flores.

—Poderoso—dijo Chien—. Este poema.


—El autor utiliza el poema para referirse a la sabiduría ancestral desplegada por el Benefactor
Absoluto en nuestras vidas cotidianas, de modo que ningún individuo esté seguro—dijo Pethel al notar que
los labios de Chien se movían releyendo la estrofa—. Todo somos mortales, y sólo la causa suprapersonal,
históricamente esencial, sobrevive. Y así debe ser. ¿Estaría usted de acuerdo con él? ¿Con este estudiante,
quiero decir? O...—Pethel hizo una pausa— ¿Quizás esté, en realidad, satirizando las proclamas de nuestro
Benefactor Absoluto?
Precavido, Chien dijo:
—Permítame examinar el otro texto.
—No necesita más información. Decida.
Vacilante, Chien dijo:
—Yo... nunca había pensado en este poema de ese modo.—Se sentía irritado—. De todos modos, no
es de Baha ad-Din Zuhayl forma parte de la recopilación las Mil y una noches. Sin embargo, es del siglo trece;
lo admito.
Leyó con rapidez el texto que acompañaba al poema. Parecía ser un párrafo rutinario, poco inspirado,
de clisés partidistas que él sabía de memoria. El ciego monstruo imperialista que segaba y absorbía
(metáfora mixta) la aspiración humana, los cálculos del grupo anti-Partido aún en existencia en los Estados
Unidos del Este... Se sentía sordamente aburrido, y tan poco inspirado como el estudiante del examen.
Debemos perseverar, declaraba el texto. Eliminar los restos del Pentágono en las montañas Catskills,
dominar a Tennessee y sobre todo el bolsón de reaccionarios empecinados de las colinas rojas de Oklahoma.
Suspiró.
—Creo que debemos permitir que el señor Chien pueda considerar este difícil material
cómodamente—dijo Tso-pin. Luego se dirigió a Chien—: Tiene permiso para llevarlo a su departamento,
esta noche, y juzgarlos en sus horas libres.
Efectuó una reverencia entre burlona y solícita. Fuera o no un insulto, había librado a Chien del
anzuelo, y Chien se lo agradecía.

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—Son ustedes muy bondadosos al permitirme cumplir con esta nueva y estimulante labor en mis horas
libres. De estar vivo, Mikoyan los aprobaría—murmuró.
"Bastardos—se dijo, incluyendo en el insulto tanto a su superior como al caucásico Pethel—.
Arrojándome un clavo ardiente como éste, y en mis horas libres. Es obvio que el PC de Estados Unidos tiene
problemas. Sus academias de adoctrinamiento no cumplen su trabajo con la excéntrica y muy terca
juventud yanqui. Y se han ido 0asando este clavo ardiente de uno a otro hasta que llegó a mí."
"Gracias por nada”, pensó con amargura.

Aquella noche, en su departamento pequeño pero bien equipado, leyó el otro examen, escrito esta vez
por una tal Marion Culper, y descubrió que también tenía que ver con la poesía. Era obvio que se trataba de
un curso de poesía. Siempre le había resultado desagradable la utilización de la poesía (o de cualquier arte)
con propósitos sociales. De todos modos, sentado en su cómodo sillón especial enderezador de columna,
imitación de cuero, encendió un enorme cigarro corona Cuesta Rey Número Uno del Mercado Inglés y
empezó a leer.
La autora del ensayo, la señorita Culper, había elegido como texto las líneas finales de la famosa
Canción para el día de Santa Cecilia, de un poema de John Dryden, poeta inglés del siglo XVII:

... Así, cuando la última y temible hora


esta gastada procesión devore,
la trompeta se oirá en lo alto,
los muertos vivirán, los vivos morirán,
y la Música destemplará el cielo.

Bueno, esto es increíble, pensó Chien, cáusticamente. ¡Se supone que debemos creer que Dryden
anticipó la caída del capitalismo? ¿Eso quiso decir al escribir "gastada procesión"?
Se inclinó para tomar el cigarro y descubrió que se había apagado. Tanteó en los bolsillos buscando su
encendedor japonés, se detuvo...
¡Tuuiiii! se oyó por el televisor al otro lado de la sala de estar.
—Ajá—dijo Chien—. El Líder va a hablarnos. El Benefactor Absoluto del Pueblo. Lo hará desde Pekín,
donde ha vivido durante los últimos noventa años. ¿O cien? O, como a veces nos gusta pensar en él, el
Asno...
—Que los diez mil capullos de la abyecta pobreza autoasumida florezcan en vuestro jardín espiritual—
dijo el locutor del canal televisivo.
Chien se detuvo con un gruñido y ejecutó la reverencia de respuesta obligatoria. Cada televisor estaba
equipado con mecanismos de control que informaban a la Polseg, la Policía de Seguridad, si el propietario
estaba haciendo la reverencia y/o mirando.
Un rostro claramente definido se manifestó en la pantalla: los rasgos amplios, lisos, saludables del líder
del PC oriental, de ciento veinte años de edad, gobernante desde muchos..., demasiados años. Chien le sacó
la lengua mentalmente y volvió a sentarse en el sillón de imitación de cuero, ahora frente al televisor.
—Mis pensamientos están concentrados en ustedes, hijos míos —dijo el Benefactor Absoluto con sus
tonos ricos y lentos—. Y sobre todo en el señor Tung Chien, de Hanoi, que tiene una difícil tarea por delante,
una tarea que enriquece al pueblo del Oriente Democrático, además de la Costa Oeste Americana. Debemos

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pensar todos juntos en este hombre noble y dedicado, y en el trabajo que enfrenta, y yo mismo he decidido
emplear algunos momentos de mi tiempo para honrarlo y alentarlo. ¿Me está oyendo, señor Chien?
—Sí, Su Excelencia—dijo Chien, y consideró las posibilidades de que el Líder del Partido lo hubiera
elegido a él en esta noche en especial.
Las posibilidades eran tan escasas que experimentó un cinismo anormal en un camarada. Le sonaba
poco convincente. Lo más probable era que la transmisión se emitiera sólo a su edificio de departamentos...
o al menos sólo a aquella ciudad. También podría ser un trabajo de sincronización labial hecho en la TV de
Hanoi. Incorporado. Sea como fuere, se le exigía que escuchara y mirara... y absorbiera. Lo hizo, gracias a
toda una vida de práctica. Exteriormente parecía prestar una atención inflexible. En su fuero interno aún
cavilaba sobre los dos exámenes escritos, preguntándose cuál era el correcto: ¿dónde terminaba el devoto
entusiasmo por el Partido y comenzaba la sátira sardónica? Era difícil determinarlo..., lo cual explicaba,
desde luego, por qué habían descargado la labor en su regazo.
Volvió a tantear los bolsillos en busca del encendedor... y encontró el sobrecito gris que le había
vendido el mercachifle veterano de guerra. Recordó lo que le había costado. Dinero tirado, pensó. ¿Y qué
era lo que hacía este remedio? Nada. Dio vuelta al envoltorio y vio, en la parte de atrás, un texto en letras
muy pequeñas. Comenzó a desdoblar el paquete con cuidado. Las palabras lo habían atrapado... para eso
estaban preparadas, por supuesto.

¿Fracasando como miembro del Partido y ser humano? ¿Temeroso de volverse obsoleto y ser arrojado
al montón de cenizas de la historia por

Paseó la vista con rapidez sobre el texto, ignorando sus afirmaciones, buscando datos para saber qué
había comprado.
Entretanto, la voz del Benefactor Absoluto seguía zumbando.
Rapé. El paquetito contenía rapé. Innumerables granitos negros, como pólvora, de los que subía un
atrayente aroma que le cosquilleó la nariz. Descubrió que el nombre de esa mezcla en particular era Princess
Special. Y era muy agradable. En una época había tomado rapé (durante un tiempo, fumar tabaco había
estado prohibido por razones sanitarias) en sus días de estudiante en la Universidad de Pekín; estaba de
moda, sobre todo las mezclas afrodisíacas preparadas en Chungking. ¿Sería ésta como aquéllas? Al rapé se
le podía agregar casi cualquier sustancia aromática, desde esencia de naranja hasta excremento de bebé
pulverizado... o al menos eso parecían algunas, sobre todo una mezcla inglesa llamada High Dry Toast que
por sí sola habría bastado para poner punto final a su costumbre de inhalar tabaco.
En la pantalla televisiva el Benefactor Absoluto seguía retumbando monótono, mientras Chien
aspiraba el polvo con cautela y leía el prospecto: curaba todo, desde llegar tarde al trabajo hasta
enamorarse de mujeres con pasado político dudoso. Interesante. Pero típico de los prospectos...
Sonó el timbre.
Se levantó y caminó hasta la puerta, sabiendo perfectamente lo que iba a encontrar. Como no podía
ser de otra manera, allí estaba Mou Kuei, el guardia del edificio, pequeño y torvo y dispuesto a cumplir con
su deber; se había colocado la faja en el brazo y el casco metálico, para mostrar que estaba de servicio.
—Señor Chien, camarada trabajador del Partido. He recibido una llamada de la autoridad televisiva.
Usted no está mirando su pantalla y en vez de eso juguetea con un paquete de contenido dudoso.—Extrajo
un anotador y un bolígrafo—. Dos marcas rojas, y se le ordena en forma sumaria que a partir de ese
momento descanse en una posición cómoda y sin tensiones ante su pantalla, y brinde al Líder su excelsa
atención. Esta noche sus palabras se dirigen a usted en especial, señor. A usted.
—Lo dudo—se oyó decir Chien.
Parpadeando, Kuei dijo:

79
—¿Qué quiere usted decir?
—El Líder gobierna ocho mil millones de camaradas. No va a elegirme a mí.
Se sentía furioso; la exactitud del reproche del guardia lo fastidiaba.
Kuei dijo:
—Lo oí claramente con mis propios oídos. Usted fue mencionado.
Acercándose al televisor, Chien aumentó el volumen.
—¡Pero ahora está hablando sobre el fracaso de las cosechas en la India Popular! Eso no tiene
importancia para mí.
—Todo lo que el Líder expone es importante.—Mou Kuei garabateó una marca en la hoja de su
anotador, se inclinó ceremoniosamente y se giró—. La orden de venir aquí para que usted enfrentara su
negligencia procedía del Departamento Central. Es obvio que consideran importante su atención; debo
ordenarle que ponga en marcha el circuito de grabación automática y vuelva a pasar las partes anteriores
del discurso del Líder.
Chien hizo un sonido obsceno con la lengua. Y cerró la puerta.
Caminó hasta el televisor, empezó a apagarlo; una luz roja parpadeó de inmediato, informándole que
no tenía permiso para hacerlo: en realidad, no podía terminar con la perorata y la imagen, ni siquiera
desenchufándolo. "Los discursos obligatorios nos van a matar—pensó—. Nos van a enterrar a todos; si
pudiera librarme del ruido de los discursos, librarme del alboroto del Partido cuando ladra para azuzar a la
humanidad..."
Sin embargo, no había ordenanza conocida que le impidiera tomar rapé mientras contemplara al Líder.
Así que abrió el paquetito gris y derramó una porción de gránulos negros sobre el dorso de su mano
izquierda. Luego alzó la mano con gesto profesional hasta su nariz e inhaló profundamente, haciendo que el
polvo le penetrase bien en las fosas nasales. Pensó en la antigua superstición. Que las fosas nasales están
conectadas con el cerebro, y en consecuencia la inhalación de rapé afectaba en forma directa la corteza
cerebral. Sonrió, otra vez sentado, con la vista fija en la pantalla y en el individuo gesticulante tan conocido
por todos.
El rostro se fue achicando, desapareció. El sonido cesó. Estaba ante un vacío, una superficie lisa. La
pantalla, frente a él, era blanca y pálida, y en el altavoz sonaba un débil zumbido.
Inhaló golosamente el polvo que quedaba sobre la mano, haciéndolo subir con avidez hacia la nariz,
hacia las fosas nasales y—o al menos así lo sentía—hacia el cerebro; se hundió en el rapé, absorbiéndolo con
júbilo.
La pantalla permaneció vacía y luego, en forma gradual, una imagen fue tomando forma. No era el
Líder. No era el Benefactor Absoluto del Pueblo; a decir verdad, no era nada que se pareciera a una figura
humana.
Ante él había un muerto aparato metálico, construido con circuitos impresos, seudópodos giratorios,
lentes y una caja chirriante. Y la caja empezó a arengarlo con un clamor zumbante y monótono.
Sin poder apartar los ojos de la imagen pensó: "¿Qué es esto? ,¿La realidad? Una alucinación—
decidió—. El vendedor ambulante ha hallado alguna de las drogas psicodélicas utilizadas durante la Guerra
de Liberación... ¡La está vendiendo y yo tomé un poco, tomé una porción completa!"
Caminó dificultosamente hasta el videófono y marcó el número de la seccional Polseg más cercana al
edificio.
—Quiero informar sobre un traficante de drogas alucinógenas —dijo en el receptor.
—¿Podría decirme su nombre, señor, y la ubicación de su departamento?
Era un burócrata oficial eficiente, enérgico e impersonal.

80
Le dio la información, luego volvió tambaleando a su sillón a imitación de cuero, para presenciar una
vez más la aparición sobre la pantalla televisiva. "Esto es mortal—se dijo—. Debe de ser un producto
desarrollado en Washington D. C., o en Londres: más fuerte y más extraño que el LSD-25 que vertieron con
tanta eficacia en nuestros depósitos de agua. Y yo creía que iba a aliviarme de la carga de los discursos del
Líder... esto es mucho peor, esta monstruosidad electrónica, de plástico y acero, farfullando,
contorsionándose, parloteando: es algo terrorífico."
"Tener que enfrentarme a esto por el resto de mis días..."
El equipo de dos hombres de la Polseg llegó en diez minutos. Y para entonces la imagen familiar del
Líder había vuelto a entrar en foco en una serie de pasos sucesivos, reemplazando la horrible construcción
artificial que agitaba sus tentáculos y chirriaba sin fin. Temblando, Chien hizo entrar a los dos agentes y los
condujo hasta la mesa donde había dejado el paquete con el resto de rapé.
—Toxina psicodélica—dijo con voz apagada—. Efectos de corta duración. La corriente sanguínea la
absorbe en forma directa, a través de los capilares nasales. Les daré detalles acerca de cómo la conseguí,
quién me la vendió, y demás.
Aspiró con fuerza, tembloroso; la presencia de la policía era reconfortante.
Con los boligrafos listos, los dos oficiales esperaban. Y durante todo ese tiempo sonaba como fondo el
discurso interminable del Líder. Como había ocurrido mil veces antes en la vida de Tung Chien. "Pero nunca
volverá a ser igual—pensó—, al menos para mí. No después de inhalar ese rapé casi tóxico."
"¿Eso es lo que ellos pretendían?", se preguntó.
Le pareció extraño pensar en ellos. Curioso... pero de algún modo correcto. Vaciló un instante, sin dar
a la policía los detalles necesarios para encontrar al hombre. Un vendedor ambulante, empezó a decir. No sé
dónde; no puedo recordar.
Pero recordaba la intersección exacta de las calles. Así que, con una resistencia inexplicable se lo dijo.
—Gracias, camarada Chien.—El agente de mayor graduación tomó con cuidado lo que quedaba de
rapé (quedaba la mayor parte) y lo colocó en el bolsillo de su uniforme severo, elegante—. Le informaremos
de inmediato en caso de que tenga que tomar medidas médicas. Algunas de las antiguas sustancias
psicodélicas de la guerra eran fatales, como sin duda usted habrá leído.
—He leído—asintió.
Justamente en eso había estado pensando.
—Buena suerte y gracias por avisarnos—dijeron los dos agentes, y partieron.
El informe del laboratorio llegó con rapidez sorprendente, teniendo en cuenta la burocracia estatal. Se
lo pasaron por el videófono antes de que el Líder hubiese terminado su discurso televisivo.
—No es un alucinógeno—le informó el técnico del laboratorio Polseg.
—¿No?—dijo perplejo y, extrañamente, sin sentir alivio en ningún aspecto.
—Todo lo contrario. Es una fenotiacina, que como usted sin duda sabe es antialucinógena. Una fuerte
dosis por cada gramo de mezcla, pero inofensiva. Puede bajarle la presión arterial o darle sueño. Es probable
que la hayan robado de algún escondite de provisiones médicas de la guerra abandonado durante la
retirada. Yo en su caso no me preocuparía.
Chien colgó el videófono lentamente, abstraído. Y luego caminó hasta la ventana del departamento, la
ventana que daba sobre la espléndida vista de otros edificios horizontales de Hanoi.
Sonó el timbre. Cruzó la sala alfombrada para contestar, como en un trance.

81
La muchacha que estaba allí de pie, vestida con un impermeable y un pañuelo atado sobre su cabello
oscuro, brillante y muy largo, dijo con una tímida vocecita:
—Eh... ¿Camarada Chien? ¿Tung Chien? Del Ministerio de...
—Han estado controlando mi videófono—le dijo; era un disparo al azar, pero una certeza muda le
indicaba que era cierto.
—¿Ellos... se llevaron lo que quedaba de rapé?—Miró a su alrededor—. Oh, espero que no; es tan
difícil conseguirlo en estos días.
—El rapé es fácil de conseguir—dijo él—. La fenotiacina, no. ¿Es eso lo que quiere usted decir?
La muchacha alzó la cabeza y lo estudió con sus amplios y oscuros ojos lunares.
—Sí, señor Chien... —Vaciló, con una indecisión tan obvia como la seguridad de los agentes de la
Polseg—. Cuénteme lo que vio; para nosotros es muy importante estar seguros.
—¿Acaso puedo elegir?—dijo él, irónico.
—S... sí, ya lo creo. Eso es lo que nos confundió; eso es lo que se salió de los planes. No
comprendemos; no se adapta a ninguna teoría. —Sus ojos se hicieron aún más oscuros y profundos—:
¿Tomó la forma del horror acuático? ¿O de la cosa con fango y dientes, la forma de vida extraterrestre? Por
favor, dígamelo; necesitamos saberlo.
Su respiración era irregular, forzada, el impermeable subía y bajaba; Chien se descubrió contemplando
el ritmo con que lo hacía.
—Una máquina—dijo.
—¡Oh!—ella sacudió la cabeza, asintiendo con vigor—. Sí, entiendo; un organismo mecánico que no se
parece en nada a un hombre. No es un simulacro, algo construido para parecerse a un hombre.
—Este no parecía un hombre—dijo Tung Chien, y agregó para sí: "y no podía, no pretendía hablar
como un hombre".
—Usted comprende que no era una alucinación.
—Oficialmente me informaron que lo que tomé era fenotiacina. Eso es todo lo que sé.
Decía lo mínimo posible, no quería hablar ni oír. Oír lo que la muchacha pudiera decirle.
—Bien, señor Chien...—lanzó un suspiro hondo, inseguro—. Si no era una alucinación, entonces ¿qué
era? ¿Qué es lo que nos queda? Lo que llamamos "super-conciencia", ¿puede ser esto?
Él no contestó; dándole la espalda, tomó con lentitud los dos exámenes escritos, los hojeó,
ignorándola. Esperando la próxima tentativa de la muchacha.
Apareció por sobre su hombro, exhalando un aroma a lluvia primaveral, a dulzura y agitación; su olor
era hermoso, y su aspecto, y su modo de hablar. "Tan distinto de los ásperos discursos esquemáticos que
oímos en la televisión y que he oído desde que nací."
—Algunos de los que toman la estelacina, y lo que usted tomó era estelacina, ven una aparición,
algunos, otra. Pero han surgido distintas categorías; no hay una variedad infinita. Unos ven lo que usted vio,
que llamamos el Chirriante. Otros ven el horror acuático, el Tragón. Y luego están el Pájaro, y el Tubo
Trepador, y...—se interrumpió—. Pero otras reacciones nos dicen muy poco.—Vaciló, luego siguió
adelante—. Ahora que le ha ocurrido esto, señor Chien, nos gustaría que se uniera a nuestra agrupación y
que se unan a su grupo particular los que ven lo que usted ve. El Grupo Rojo. Queremos saber qué es eso
realmente...—Hizo un gesto con sus dedos delgados, suaves como la cera—. No puede ser todas esas
manifestaciones a la vez.
Su tono era conmovedor, ingenuo. Chien sintió que su tensión se relajaba. . . un poco.
—¿Qué ve usted?—dijo—. Usted en particular.

82
—Formo parte del Grupo Amarillo. Veo... una tormenta. Un remolino quejumbroso, maligno. Que lo
arranca todo de raíz, tritura edificios horizontales construidos para durar un siglo.—Sobre su rostro apareció
una sonrisa melancólica—. El Triturador. Son doce grupos en total, señor Chien. Doce experiencias
absolutamente distintas, todas provocadas por las mismas fenotiacinas, todas del Líder cuando habla por
televisión. Cuando eso habla, mejor dicho.
Sonrió hacia él, con sus largas pestañas (probablemente artificiales) y su mirada atractiva e incluso
confiada. Como si creyera que él sabía algo o podía hacer algo.
—Como ciudadano debería hacerla arrestar—dijo un momento después.
—No hay leyes acerca de esto. Estudiamos los escritos jurídicos soviéticos antes de... encontrar gente
que distribuyera la estelacina. No tenemos mucha; debemos elegir cuidadosamente a quién se la damos.
Nos pareció que usted era alguien adecuado..., un joven profesional de posguerra en ascenso, muy
conocido, dedicado a su trabajo.—Tomó los exámenes escritos que él tenía en la mano—. ¿Le ordenaron
hacer Lectu-pol?—preguntó.
—¿Lectu-pol?
No conocía el término.
—Analizar algo dicho o escrito para ver si se adecua a la visión del mundo actual del Partido. En su
nivel jerárquico lo llaman sencillamente "leer", ¿verdad?—Volvió a sonreír—. Cuando suba un escalón más,
y esté junto al señor Tso-pin, conocerá esa expresión—agregó sombría—: Y al señor Pethel. Él ha llegado
muy alto. No hay escuela ideológica en San Francisco; estos son exámenes fraguados, concebidos para que
puedan reflejar un análisis cabal de su ideología política, señor Chien. "Y fue capaz de distinguir cuál texto es
ortodoxo y cuál herético?—Su voz era como la de un duende. Se burlaba de él con divertida malicia—. Elija
el equivocado y su carrera en flor morirá, se detendrá en seco. Elija el correcto. . .
—¿Usted sabe cuál es el correcto?—preguntó Chien.
—Sí—asintió ella con sobriedad—. Tenemos micrófonos ocultos en las oficinas internas del señor Tso-
pin; controlamos su conversación con el señor Pethel... que no es el señor Pethel sino el Inspector Mayor de
la Polseg, Judd Craine. Posiblemente haya oído hablar de él; actuó como asistente en jefe del juez Vorlawsky
en los tribunales para crímenes de guerra de Zurich, en el noventa y ocho.
—Ya. .. veo—dijo con dificultad.
Bueno, aquello lo explicaba todo.
—Me llamo Tanya Lee —dijo la muchacha.
Chien no dijo nada; sólo asintió, demasiado aturdido como para hacer funcionar su cerebro.
—Técnicamente soy un empleado sin importancia en su Ministerio—dijo la señorita Lee—. Nunca nos
hemos encontrado, al menos que yo recuerde. Tratamos de obtener puestos en todos los lugares que
podamos. Los más altos posible. Mi propio jefe...
—¿Le parece correcto que me lo cuente?—señaló el televisor, que seguía encendido—. ¿No lo estarán
registrando?
—Instalamos un factor de interferaencia en la recepción visual y auditiva de este edificio—dijo Tanya
Lee—. Les llevará casi una hora localizarlo. Así que tenemos...—se fijó en el reloj de pulsera de su delgada
muñeca—quince minutos más. Y aún estaremos seguros.
—Dígame cuál de los escritos es el ortodoxo.
—¿Eso es lo que le importa? ¿Realmente?
—¿Y qué es lo que debería importarme?—dijo él.
—¿No entiende, señor Chien? Usted ha aprendido algo. El Líder no es el Líder; es otra cosa, pero no
podemos saber qué. Aún no. Señor Chien, con el debido respeto, ¿alguna vez hizo analizar su agua
corriente? Sé que suena paranoico, ¿pero lo hizo?

83
—No—dijo Chien—. Por supuesto que no—sabiendo lo que iba a decir la muchacha.
La señorita Lee dijo con rapidez:
—Nuestros análisis demuestran que está saturada de alucinógenos. Lo está, lo estuvo y lo seguirá
estando. No del tipo utilizado durante la guerra; no son los desorientadores, sino un derivado sintético, casi
un alcaloide, llamado Datrox-3. Usted lo bebe en el edificio desde que se levanta; lo bebe en los
restaurantes y en los departamentos que visita. Lo bebe en el Ministerio; llega por las cañerías desde una
sola fuente central.—Su tono era frío y feroz—. Resolvimos el problema; apenas efectuamos el
descubrimiento supimos que cualquier fenotiacina podía contrarrestarlo. Lo que no sabíamos, por supuesto,
era esto: una variedad de experiencias auténticas; desde un punto de vista racional, eso no tiene sentido. Lo
que debería cambiar de una persona a otra es la alucinación, y la experiencia de lo real debería ser
omnipresente: está dado al revés. Ni siquiera hemos logrado elaborar una teoría adecuada que pueda
explicarlo, y Dios sabe que lo hemos intentado. Doce alucinaciones que se excluyen entre sí: eso sería fácil
de comprender. Pero no una alucinación y doce realidades.—Dejó de hablar y observó los dos exámenes
escritos—. El del poema árabe es el ortodoxo—afirmó—. Si les dice eso confiarán en usted y le otorgarán un
cargo más alto. Será un paso adelante en la jerarquía de la oficialidad del Partido. —Sus dientes eran
perfectos y adorables. Sonriendo, terminó—: Su carrera está asegurada por un tiempo. Y gracias a nosotros.
—No le creo—dijo Chien.
Instintivamente, la cautela actuaba en su interior, la cautela de toda una vida vivida entre los duros
hombres de la rama Hanoi del PC Oriental. Conocían una infinidad de métodos para dejar a un rival fuera de
combate: había empleado algunos él mismo. Había visto otros utilizados contra él o contra los demás. Este
podía ser un nuevo método, uno que no le resultaba familiar. Siempre era posible.
—En el discurso de esta noche, el Líder se dirigió a usted en especial—dijo la señorita Lee—. ¿No le
sonó extraño? ¿Usted entre todos? Un funcionario menor de un pobre Ministerio.
—Lo admito—dijo—. Me dio esa impresión, sí.
—Era auténtico. Su Excelencia está preparando una élite de hombres jóvenes, de posguerra; espera
que infunda nueva vida a la jerarquía fanática y moribunda de vejestorios y mercenarios del Partido. Su
Excelencia lo eligió a usted por la misma razón que nosotros: si prosigue su carrera en forma correcta, ésta
lo llevará a la cúspide. Al menos por un tiempo..., por lo que sabemos. Esas son las perspectivas.
"Así que prácticamente todos confían en mí—pensó Chien—. Salvo yo mismo; y mucho menos después
de la experiencia con el rapé antialucinógeno. Eso había sacudido años de confianza. Sin embargo,
empezaba a recuperar la serenidad; al principio lentamente, luego de golpe.
Fue hasta el videófono, alzó el receptor y comenzó a marcar el número de la Policía de Seguridad de
Hanoi, por segunda vez en esa noche.
—Entregarme sería la segunda decisión regresiva que usted puede hacer—dijo la señorita Lee—. Les
diré que me trajo aquí para sobornarme; usted pensaba que por mi posición en el Ministerio yo sabría qué
examen escrito elegir.
—¿Y cuál fue mi primera decisión regresiva?—preguntó él.
—No tomar una dosis mayor de fenotiacina—dijo llanamente la señorita Lee.
Mientras colgaba el videófono, Chien pensó: "No entiendo lo que me está pasando. Hay dos fuerzas:
por un lado el Partido y Su Excelencia... por el otro esta muchacha con su supuesto grupo. Uno quiere
hacerme ascender lo más posible dentro de la jerarquía del partido; el otro..." ¿Qué quería Tanya Lee? Por
debajo de las palabras, dentro de una membrana de desdén casi trivial por el Partido, el Líder, los esquemas
éticos del Frente Democrático Unido del pueblo: ¿qué pretendía ella respecto a él?
—¿Es usted anti-Partido?—preguntó con curiosidad.
—No.

84
—Pero...—hizo un gesto—. Eso es todo lo que existe: Partido y anti-Partido. Usted debe de ser del
Partido, entonces.—La miró a los ojos, perplejo; ella le sostuvo la mirada con serenidad—. Ustedes tienen
una organización y se reúnen. ¿Qué pretenden destruir? ¿El funcionamiento normal del gobierno? Son como
los estudiantes desleales de los Estados Unidos durante la Guerra de Vietnam, cuando detenían a los trenes
de tropas, hacían demostraciones...
—No era así—dijo la señorita Lee con tono cansado—. Pero olvídelo; ese no es el tema. Lo que
queremos saber es esto: ¿quién qué nos está dirigiendo? Debemos avanzar lo suficiente como para enrolar a
alguien, un joven técnico en ascenso del Partido, que pueda llegar a ser invitado a una entrevista personal
con el Líder, ¿comprende?—Su voz se hizo apremiante; consultó el reloj, era obvio que estaba ansiosa por
partir: casi habían pasado los quince minutos—. En realidad, hay muy pocas personas que ven al Líder.
Quiero decir verlo verdaderamente.
—Está recluido—dijo él—. Por su avanzada edad.
—Tenemos esperanzas de que si usted pasa la prueba fraguada que le han preparado, y con mi ayuda
lo hará, será invitado a una de las reuniones que el Líder convoca de vez en cuando, de las que por supuesto
no informan los periódicos. ¿Entiende ahora?—Su voz se hizó aguda, en un frenesí de desesperación—.
Entonces sabríamos. Si usted puede entrar bajo la influencia de la droga antialucinógena, podrá enfrentar
cara a cara lo que él es realmente...
Pensando en voz alta, Chien dijo:
—Y terminar con mi carrera como servidor público. Y quizá también con mi vida.
—Usted nos debe algo—estalló Tanya Lee, con las mejillas blancas—. Si yo no le hubiera dicho qué
texto escoger habría elegido el equivocado y su carrera de servidor público habría terminado de cualquier
manera. Habría fallado... ¡fallado en una prueba que ni siquiera sabía qué se pretendía con ella!
—Tenía un cincuenta por ciento de posibilidades a mi favor —dijo él con suavidad.
—No.—La muchacha sacudió la cabeza con furia—. El texto herético está adulterado con un montón
de jerga partidista; elaboraron los dos escritos deliberadamente para atraparlo. ¡Quieren que usted falle!
Chien examinó otra vez los textos, confundido. "Tenía ella razón? Era posible. Probable. Conociendo
como conocía a los funcionarios, y en particular a Tso-pin, su superior, aquello sonaba convincente. Se sintió
cansado. Derrotado. Luego dijo a la muchacha:-
—Lo que están tratando de obtener de mí es un quid pro quo. Ustedes hicieron algo por mí:
consiguieron, o pretenden haber conseguido, la respuesta para esta consulta del partido. Pero ya
cumplieron con su parte. ¿Qué puede impedirme que la eche de aquí de mal modo? No estoy obligado a
hacer absolutamente nada.
Oyó su propia voz, monótona, con la pobreza de énfasis emocional típica de los círculos del Partido.
La señorita Lee dijo:
—Mientras usted siga subiendo en la escala jerárquica, habrá otras consultas. Y las controlaremos
también para usted en esos casos.
Estaba tranquila, serena; era obvio que había previsto su reacción.
—¿Cuánto tiempo tengo para pensarlo?
—Ahora me voy. No tenemos prisa; usted no va a recibir una invitación a la villa del Río Amarillo del
Líder ni la semana próxima ni el mes próximo.—Mientras se dirigía a la puerta y la abría, hizo una pausa—.
Nos pondremos en contacto con usted a medida que le den las pruebas de clasificación camufladas; le
suministraremos las respuestas: se encontrará con uno o más de nosotros en esas ocasiones. Lo más
probable es que no sea yo; ese veterano de guerra incapacitado le venderá las hojas con las respuestas
correctas cuando usted salga del edificio del Ministerio. —Le brindó una sonrisa breve, como una vela que
se apaga—. Pero uno de estos días, seguramente en forma inesperada, recibirá una invitación formal,

85
elegante y oficial para ir a la villa del Líder, y cuando lo haga irá bien sedado con estelacina... quizá la última
dosis de nuestra ya escasa provisión. Buenas noches.
La puerta se cerró tras ella: había partido.
"Pueden chantajearme por lo que he hecho—pensó—. Y ni siquiera se molestó en mencionarlo; visto y
considerando en lo que están implicados, no valía la pena hacerlo. Ya había informado a la patrulla de la
Polseg que le habían dado una droga que resultó ser una fenotiacina. Así que ellos lo saben. Me vigilarán;
estarán alerta. Técnicamente, no he violado ninguna ley, pero... estarán vigilando... Sin embargo, siempre
vigilan, de un modo u otro."
Se relajó un poco pensando en eso. Con el paso de los años se había acostumbrado, como todos.
"Veré al Benefactor Absoluto del Pueblo como es—se dijo—.Cosa que posiblemente nadie haya hecho.
¿Qué será? ¿Cuál de las subclases de imágenes no alucinatorias? Clases que ni siquiera conozco... una visión
que puede abrumarme por completo. ¿Cómo voy a mantener la calma y el equilibrio durante esa noche, si
es como la forma que vi en la pantalla del televisor? El Triturador, el Chirriante, el Pájaro, el Tubo Trepador,
el Tragón... o algo peor."
Se preguntó en qué consistinan algunas de las otras visiones... y luego abandonó ese tipo de
especulación; era improductiva. Y provocaba ansiedad.

A la mañana siguiente, el señor Tso-pin y el señor Darius Pethel lo encontraron en su oficina, ambos
tranquilos pero expectantes. Sin decir una palabra, les tendió uno de los dos "exámenes escritos". El
ortodoxo, con su breve y angustioso poema árabe.
—Este es obra de un dedicado miembro o candidato a miembro del Partido—dijo con firmeza—. El
otro...—arrojó las hojas restantes sobre el escritorio—. Basura reaccionaria. —Se sentía furioso—. A pesar
de una superficial...
—Está bien, señor Chien—dijo Pethel, asintiendo—. No necesitamos explorar todas y cada una de las
ramificaciones; su análisis es correcto. ¿Oyó que anoche el Líder lo mencionó en su discurso televisivo?
—Por supuesto que sí—dijo Chien.
—Entonces sin duda habrá deducido que hay algo muy importante implicado en lo que estamos
intentando—dijo Pethel. El Líder está interesado en usted; eso es evidente. Para ser más precisos, se ha
comunicado conmigo al respecto.—Abrió su atestado portafolios y revolvió en su interior—. Extravié el
maldito asunto. De todos modos...—Miró a Tso-pin, que asintió levemente—. A Su Excelencia le agradaría
verlo en la cena que ofrecerá el próximo jueves por la noche en la villa del Río Yangtsé. Sobre todo, la señora
Fletcher aprecia...
—¿La señora Fletcher?—dijo Chien—. ¿Quién es la señora Fletcher?
Luego de una pausa Tso-pin dijo con voz seca:
—La esposa del Benefactor Absoluto. El verdadero nombre de Su Excelencia, que sin duda usted no
habrá oído nunca, es Thomas Fletcher.
—Es un caucásico—explicó Pethel—. Procede del Partico Comunista Neozelandés; participó en la difícil
lucha por el poder en ese país. Esta información no es secreta en sentido estricto, pero por otra parte no se
ha divulgado.—Titubeó, jugueteando con cadena de su reloj—. Probablemente sea mejor que la olvide.
Desde luego, apenas se encuentre con él cara a cara lo advertirá, se dará cuenta de que es un caucásico.
Como yo. Como muchos de nosotros.
—La raza no tiene nada que ver con la lealtad hacia el Líder y el Partido—señaló Tso-pin—. El señor
Pethel es un ejemplo.
"Su Excelencia engaña—pensó Chien—. Sobre la pantalla de televisión no parecía ser occidental. "

86
—En la televisión...—comenzó a decir.
—La imagen es sometida a una complicada serie de retoques habilidosos—interrumpió Tso-pin—. Por
motivos ideológicos. La mayor parte de las personas que ocupan altos puestos lo saben.
Y clavó en Chien una mirada de dura crítica.
"Así que todos están de acuerdo—pensó Chien—. Lo que vemos todas las noches no es real. La
cuestión es: ¿hasta qué punto es irreal? ¿Parcialmente? ¿O completamente?"
—Estaré preparado—dijo con rigidez.
"Ha habido un fallo—pensó—. El grupo que representa Tanya Lee no esperaba que yo consiguiera
entrar tan pronto. ¿Dónde está el antialucinógeno? ¿Podrán alcanzármelo o no? Es probable que no, con tan
poco tiempo. "
Extrañamente, se sintió aliviado. Iba a presentarse ante Su Excelencia en una situación que le
permitiría verlo como ser humano, verlo como él (y todos los demás) lo veían en la televisión. Sería una cena
partidista estimulante y alegre, con algunos de los miembros más influyentes del Partido en Asia. "Creo que
podremos pasarlo bien sin las fenotiacinas", se dijo. Y su sensación de alivio aumentó.
—Por fin la encontré—dijo Pethel de pronto, extrayendo un sobre blanco del portafolios—. Su tarjeta
de entrada. Usted viajará en sino-cohete hasta la villa del Líder el jueves por la mañana; allí el oficial de
protocolo lo instruirá acerca de cómo debe comportarse. Se trata de una cena de etiqueta, con corbata
blanca y frac, pero la atmósfera será cordial. Siempre hay brindis en abundancia. He asistido a dos reuniones
semejantes.—Emitió una sonrisa chillona—. EI señor Tso-pin no ha sido honrado de la misma forma. Pero
como dicen, todo llega para quien sabe esperar. Ben Franklin lo dijo.
—Para el señor Chien la ocasión ha llegado de modo bastante prematuro—dijo Tso-pin. Se encogió de
hombros filosóficamente. Pero nunca solicitaron mi opinión.
—Otra cosa—le dijo Pethel a Chien—. Es posible que cuando vea a Su Excelencia en persona se sienta
desilusionado en ciertos aspectos. Esté atento para que no se note, si esos son sus sentimientos. Siempre
nos hemos inclinado, y hemos sido educados para eso, a considerarlo como algo más que un hombre. Pero
en la mesa es... un tonto malicioso. En algún sentido, como nosotros mismos. Por ejemplo, puede dar rienda
suelta a un aspecto moderadamente humano de actividad oral agresiva y pasiva; quizá cuente una broma
fuera de lugar o beba demasiado... Para ser francos, nadie sabe por anticipado cómo terminarán esas
reuniones, pero por lo general duran hasta bien entrada la mañana del día siguiente. Así que sería sensato
que acepte la dosis de anfetaminas que le ofrecerá el oficial de protocolo.
—¿Cómo?—dijo Chien.
Aquello era algo nuevo e interesante.
—Para la tensión nerviosa. Y para equilibrar los efectos de la bebida. Su Excelencia tiene un poder de
resistencia admirable; a menudo sigue en pie y ansioso por continuar cuando todos los demás han
abandonado.
—Un hombre notable—intervino Tso-pin—. Creo que sus... excesos sólo demuestran que es un
compañero magnífico. Y completo; es como el hombre ideal del Renacimiento: como Lorenzo de Médicis,
por ejemplo.
—Sí, eso es lo que uno piensa—confirmó Pethel.
Escrutó a Chien con tanta intensidad, que éste volvió a sentir el temor de la noche pasada. "¿Me están
llevando de trampa en trampa?—se preguntó—. Aquella muchacha; ¿era en realidad un agente de la Polseg,
poniéndome a prueba, buscando en mí una veta desleal, antipartidista?"
Se las arregló para esquivar al vendedor sin piernas de remedios vegetales al salir del trabajo; volvió al
departamento por un camino totalmente distinto.
Tuvo éxito. Evitó al vendedor ese día, y también al día siguiente, y así hasta el jueves.

87
El jueves por la mañana, el vendedor ambulante salió como un bala de abajo de un camión
estacionado y le obstruyó el camino enfrentándolo.
—¿Mi medicina?—preguntó el vendedor—. ¿Le sirvió? Sé que lo hizo; la fórmula viene de la dinastía
Sung... podría asegurar que surtió efecto. ¿No es así?
—Déjeme—dijo Chien.
—¿Tendría la bondad de contestarme?—El tono no era el lloriqueo esperado, clásico de un vendedor
callejero operando en forma marginal; y ese tono llegó con fuerza a Chien; lo oyó alto y claro... según el
dicho proverbial de las tropas títeres imperialistas.
—Sé lo que me dio—dijo Chien—. Y no quiero más. Si cambio de idea puedo comprarlo en una
farmacia. Gracias.
Empezó a caminar, pero el carrito, con su ocupante sin piernas, lo persiguió.
—La señorita Lee estuvo hablando conmigo—dijo el vendedor en voz alta.
—Ajá—dijo Chien, y aumentó en forma automática la marcha distinguió un taxi y empezó a hacerle
señas.
—Esta noche va a asistir a la cena de la villa del Río Yang —dijo el vendedor, jadeando por el esfuerzo
de mantener el ritmo de marcha—. ¡Tome la medicina... ahora!—Implorante, tendió un envoltorio—. Por
favor, Miembro del Partido Chien por su propio bien, por el de todos nosotros. Así podremos saber contra
qué luchamos. Buen Dios, podría ser algo extraterrestre ese es nuestro principal temor. ¿No comprende,
Chien? ¿Qué su maldita carrera comparada con eso? Si no podemos averiguarlo. . .
El taxi frenó sobre el pavimento; su puerta se abrió. Chien empezó a abordarlo.
El paquete pasó junto a él, aterrizó sobre el borde inferior de la puerta, luego se deslizó hacia la
alcantarilla, mojada por la lluvia reciente.
—Por favor—dijo el vendedor—. Y no le costará nada; hoy es gratis. Sólo agárrelo, úselo antes de la
cena. Y no utilice las anfetaminas; son un estimulante talámico, contraindicado cuando se toma un
depresivo de las adrenales como la fenotiacina...
La puerta del taxi se cerró tras Chien, y éste se sentó.
—¿Adónde vamos, camarada?—preguntó el mecanismo robot de conducción.
Le dio la chapa con el número que indicaba su departamento.
—Ese mercachifle imbécil se las arregló para introducir su mugrienta mercancía en mi inmaculado
interior—dijo el taxi—. Fíjese. Está junto a su zapato.
Chien vio el paquete; era sólo un sobre de aspecto común. "Supongo que es así como las drogas llegan
a uno", pensó; de pronto estaba allí. Se quedó inmóvil por un momento. Luego lo levantó.
Como en la primera vez, un papel escrito acompañaba al producto, pero vio que ahora estaba escrito a
mano. Una letra femenina: de la señorita Lee:

Nos sorprendió por lo repentino. Pero gracias al cielo estábamos preparados. ¿Dónde se encontraba el
martes y el miércoles? De todos modos, aquí lo tiene y buena suerte. Me pondré en contacto con usted
durante la semana; no quiero que trate de localizarme.

Le prendió fuego a la nota y la hizo arder en el cenicero del taxi. Y se quedó con los gránulos negros.
"Durante todo este tiempo—pensó—. Alucinógenos en nuestra agua corriente. Año tras año. Décadas.
Y no en tiempo de guerra sino de paz. Y no de parte del enemigo sino de nuestro propio campo. Quizá
debiera tomar esto; quizá debiera averiguar qué es él o eso y dejar que el grupo de Tanya Lee lo sepa."

88
Lo haré, decidió. Y además. . . tenía curiosidad.
Una emoción perniciosa, lo sabía. Sobre todo en las actividades del Partido la curiosidad era un estado
de ánimo que podía poner punto final a su carrera.
Un estado de ánimo que por el momento lo invadía por completo. Se preguntó si duraría hasta la
noche, si inhalaría en realidad la droga cuando llegara el instante preciso.
El tiempo lo diría. Eso y todo lo demás. Como lo expresaba el poema árabe, "somos capullos en flor
sobre la llanura, donde los elige la muerte". Trató de recordar el resto del poema, pero no pudo. Tal vez no
tuviera importancia.

El oficial de protocolo de la villa, un japonés llamado Kimo Okubara, alto y fornido, sin duda un ex
luchador, lo examinó con hostilidad innata, incluso luego de haberle presentado su invitación grabada y
demostrarle en forma fehaciente su identidad.
—Me sorprende que se haya molestado en venir—murmuró Okubara—. ¿Por qué no quedarse en casa
y mirar la TV? Nadie le echa de menos. Hasta ahora lo pasamos bien sin usted.
—Ya he mirado la televisión—dijo Chien, envarado.
Y, de todos modos, rara vez se televisaban las cenas del Partido; eran demasiado indecentes.
La pandilla de Okubara lo cacheó dos veces en busca de armas incluyendo la posibilidad de un
supositorio anal, y luego le devolvieron la ropa. Sin embargo, no encontraron la fenotiacina. Porque ya la
había tomado. Sabía que los efectos de dicha droga duraban unas cuatro horas. Era más que suficiente. Y tal
como Tanya le había dicho, era una dosis fuerte. Se sentía perezoso, inepto y mareado, la lengua se le movía
en espasmos, en un falso mal de Parkinson, un efecto secundario desagradable que no había previsto.
A su lado pasó una muchacha, desnuda a partir del pecho, con largo cabello cobrizo cayéndole sobre
los hombros y la espalda. Interesante.
Una muchacha desnuda a partir de las nalgas apareció en sentido opuesto. Interesante, también. Las
dos parecían desocupadas y aburridas, y completamente dueñas de sí mismas.
—Usted también debe entrar así—informó Okubara a Chien.
Alarmado, Chien dijo:
—Tenía entendido que debía llevar corbata blanca y frac.
—Es broma—dijo Okubara—. Sólo las muchachas van desnudas. Hasta puede llegar a disfrutarlo, a
menos que sea homosexual.
"Bueno—pensó Chien—, supongo que será mejor que me guste." Comenzó a vagar entre los demás
invitados. Usaban corbata blanca y frac, como él, y las mujeres vestidos largos de noche, y se sintió ansioso,
a pesar del efecto tranquilizante de la estelacina. "¿Por qué estoy aquí?", se preguntó. No se le escapaba la
ambigüedad de su situación. Estaba allí para adelantar en su carrera
dentro del aparato del Partido, para obtener el gesto de aprobación íntimo y personal de Su
Excelencia... Y por otro lado estaba allí para demostrar que Su Excelencia era un engaño. No sabía qué tipo
de engaño, pero lo era: un engaño contra el Partido, contra todos los pueblos democráticos y amantes de la
paz de la Tierra. Siguió mezclándose con la gente.
Una muchacha de pechos pequeños, brillantes, iluminados, se acercó a pedirle fuego. Sacó el
encendedor con gesto abstraído.
—¿Qué es lo que hace resplandecer sus pechos?—le preguntó—. ¿Inyecciones radiactivas?
La muchacha se encogió de hombros y no dijo nada. Pasó por su lado, dejándole solo. Sin duda había
actuado en forma incorrecta.
Quizá se tratase de una mutación de la época de la guerra, estimó.

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—¿Una copa, señor?
Un sirviente le tendió una bandeja con elegancia. Aceptó un martini (que era el trago de moda entre
las clases altas del Partido en China Popular) y probó el sabor seco y helado. Un buen gin inglés. O
posiblemente la mezcla original holandesa; con enebro o algo así. No estaba mal. Siguió avanzando,
sintiéndose mejor. En realidad, la atmósfera del lugar le resultaba agradable. Aquí la gente tenía confianza
en sí misma. Habían triunfado y ahora podían relajarse. Evidentemente, era un mito que estar cerca de Su
Excelencia producía ansiedad neurótica: al menos allí no veía el menor indicio, y él mismo apenas la sentía.
Un hombre calvo, maduro y fornido lo detuvo por el simple procedimiento de apoyar su copa contra el
pecho de Chien.
—La pequeña que le pidió fuego—dijo el hombre, y resopló—. La tipa con los pechos como adornos
navideños... era un muchacho, de compañía—soltó una risita—. Aquí hay que tener cuidado.
—¿Y dónde puedo encontrar mujeres auténticas, si es que las hay?—preguntó Chien—. ¿Entre las
corbatas blancas y los fracs?
—Muy cerca—dijo el hombre, y partió con un tropel de invitados hiperactivos, dejando a Chien a solas
con su martini.
Una mujer alta, elegante, bien vestida, que estaba de pie cerca de Chien, le agarró de pronto el brazo
con la mano; Chien sintió que los dedos de la mujer se tensaban y ella le decía:
—Ahí viene Su Excelencia. Es la primera vez que lo veo. Estoy un poco asustada. ¿Tengo bien el pelo?
—Espléndido—dijo Chien, pensativo, y siguió la mirada de la mujer para ver por primera vez al
Benefactor Absoluto.
Lo que cruzaba la habitación hacia la mesa del centro no era un hombre.

Y Chien advirtió que tampoco se trataba de un aparato mecánico. No era lo que había visto en la
televisión. Evidentemente, aquello era un sencillo dispositivo para emitir discursos, así como Mussolini había
utilizado un brazo artificial para saludar los desfiles largos y tediosos.
"Dios—pensó, y se sintió enfermo—. ¿Era esto lo que Tanya Lee llamaba el "horror acuático"?" No
tenía forma. Ni pseudópodos de carne o metal. En cierto sentido no estaba allí. Cuando lograba mirarlo de
frente, la forma se desvanecía. Veía a través de ella, veía la gente al otro lado: pero no la forma en sí misma.
Su embargo, si giraba un poco la cabeza y la miraba de lado, la captaba y podía determinar sus limites.
Era terrible; lo abrumó de horror. A medida que avanzaba absorbía la vida de cada persona; devoró a
la gente allí reunida, siguió su camino, volvió a comer, siguió comiendo con un apetito insaciable. Aquello
odiaba. Chien sentía su odio. Aquello aborrecía. Chien sentía cómo aborrecía a todos los presentes: en
realidad, él compartía su aborrecimiento. De repente, Chien y todos los que estaban en la enorme villa eran
cada uno una babosa retorcida, y por encima de los caparazones de babosa caídos, la criatura saboreaba, se
demoraba, pero siempre yendo hacia él: ¿o era una ilusión? "Si esto es una alucinación—pensó Chien—, es
la peor que he tenido en mi vida. Si no lo es, entonces es una realidad maligna. Es algo maligno que mata y
lastima." Vio el rastro de sobras de hombres y mujeres pisoteados, amasados que el ser dejaba a su paso; los
vio tratando de reponerse, de actuar con sus cuerpos tullidos: oyó cómo trataban de hablar.
"Sé quién eres—pensó Tung Chien—. Tú, el caudillo supremo de la estructura mundial del Partido. Tú,
que destruyes cuanto objeto viviente tocas. Comprendo aquel poema árabe, la búsqueda de las flores de la
vida para comerlas: te veo montado a horcajadas sobre la llanura que para ti es la Tierra, una llanura sin
profundidades ni alturas. Vas a todas partes, apareces en cualquier momento, devoras todo. Edificas la vida
y luego la engulles, y disfrutas al hacerlo. Eres Dios."
—Señor Chien—dijo la voz que venía del interior de su cráneo y no del espíritu sin boca que se iba
formando directamente ante él—. Me alegra volver a verle. Usted no sabe nada. Váyase. Usted no me

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interesa. ¿Por qué tendría que importarme el barro? Barro. Estoy atascado en él. Debo excretarlo, y así lo
hago. Puedo destrozarlo, señor Chien. Incluso puedo destrozarme a mí mismo. Debajo de mí hay rocas
filosas. Desparramo objetos con puntas agudas por encima del pantano. Hago que los sitios ocultos,
profundos, hiervan como en una marmita. Para mí el mar es como un pote de ungüento. Las partículas de mi
carne están unidas a todo. Usted es yo. Yo soy usted. No importa, como no importa si la criatura de pechos
encendidos era una muchacha o un muchacho. Uno puede aprender a disfrutar de cualquiera de los dos.
Se rió.
Chien no podía creer que le estuviera hablando. No podía imaginar —era demasiado terrible— que le
hubiera elegido a él.
—Los he elegido a todos—dijo aquello—. Nadie es demasiado pequeño. Cada uno cae y muere y yo
estoy allí para contemplarlo. Sólo necesito contemplar. Es automático. Fue dispuesto de ese modo.
Y entonces dejó de hablarle. Se autodisgregó. Pero Chien lo seguía viendo. Sentía su presencia
múltiple. Era un globo que colgaba en la habitación, con cincuenta mil ojos, con un millón de ojos..., miles de
millones. Un ojo para cada ser viviente mientras esperaba que cada ser cayera, y luego lo pisoteaba cuando
yacía debilitado. Había creado los seres para eso, y Chien lo sabía. Lo comprendía. Lo que en el poema árabe
parecía ser la muerte no era la muerte sino Dios. O, mejor dicho, Dios estaba muerto, aquello era una
fuerza, un cazador, una entidad caníbal, y fallaba una y otra vez, pero como tenía toda la eternidad por
delante podía permitirse fallar. Advirtió que era como en los dos poemas. También el de Dryden. La gastada
procesión. Eso es nuestro mundo y tú lo estás fabricando. Urdiéndolo para que así sea. Amarrándonos.
"Pero al menos me queda mi dignidad", pensó.
Con dignidad abandonó su copa, se dio vuelta, caminó hacia las puertas del salón y pasó a través de
ellas. Caminó por un largo vestíbulo alfombrado. Un sirviente de la mansión, vestido de púrpura, le abrió
una puerta. Se encontró de pie afuera, en la oscuridad de la noche, en una galería, solo.
Pero no estaba solo.
El ser lo había seguido. O ya estaba allí antes de que él llegara. Sí, lo había estado esperando. En
realidad no había terminado con él.
—Allá voy—dijo Chien, y se precipitó sobre la baranda.
Estaba en un sexto piso, y abajo brillaba el río, y la muerte, la verdadera muerte, no lo que había
vislumbrado el poema árabe.
Mientras trataba de saltar, aquello apoyó una extensión de sí mismo sobre su hombro.
—¿Por qué?—dijo Chien.
Pero se detuvo, intrigado y sin comprender nada.
—No caigas por mí—dijo.
Chien no podía verlo porque se había colocado detrás de él. Pero lo que estaba apoyado sobre su
hombro... había comenzado a parecerse a una mano humana.
Y entonces el ser rió.
—¿Qué hay de gracioso?—preguntó Chien, mientras se balanceaba sobre la baranda, sostenido por la
falsa mano.
—Estás haciendo mi trabajo—dijo—. No estás esperando. ¿No tienes tiempo para esperar? Te
escogeré entre los demás. No necesitas acelerar el proceso.
—¿Y qué pasa si lo hago por repulsión a ti?
El ser rió y no contestó.
—Ni siquiera me lo vas a decir—dijo Chien.

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Tampoco esta vez hubo respuesta. Comenzó a deslizarse hacia atrás, hacia la galería. Y la presión de la
falsa mano se aflojó de inmediato.
—¿Tú fundaste el Partido?—preguntó Chien.
—Fundé todo. Fundé el anti-Partido y el Partido que no es un partido, y los que están a favor de él y los
que están en contra, los que tú llamarías Yanquis Imperialistas, los del campo reaccionario, y así hasta el
infinito. Fundé todo. Como si fueran hojas de hierba.
—¿Y estás aquí para disfrutarlo?
—Lo que quiero es que me veas como soy, como me has visto, y que luego confíes en mí—dijo el ser.
—¿Qué? ¿Confiar en ti para qué?—preguntó Chien temblando.
—¿Crees en mí?
—Sí. Puedo verte.
—Entonces vuelve a tu empleo en el Ministerio. Cuéntale a Tanya Lee que soy un anciano gastado,
obeso, que bebe mucho y pellizca el trasero de las muchachas.
—Oh, Cristo—dijo Chien.
—Mientras sigas viviendo, incapaz de detenerte, te atormentaré —dijo aquello.— Te quitaré partícula
por partícula todo lo que posees o deseas. Y cuando estés destrozado hasta la muerte te revelaré un
misterio.
—¿Cuál es el misterio?
—Los muertos vivirán, los vivos morirán. Yo mato lo que vive, salvo lo que ha muerto. Y te diré esto:
hay cosas peores que yo. Pero no te encontrarás con ellas porque para entonces te habré matado. Ahora
regresa al salón y prepárate para la cena. No cuestiones lo que estoy haciendo. Hacía lo mismo antes de que
existiera alguien llamado Tung Chien y lo seguiré haciendo mucho después de que deje de existir.
Chien lo golpeó con la máxima fuerza posible.
Y experimentó un intenso dolor en la cabeza.
Y oscuridad, con una sensación de caída.
Luego, otra vez oscuridad.
"Te alcanzaré—pensó—. Me ocuparé de que tú también mueras. De que sufras. Vas a sufrir, como
nosotros, exactamente del mismo modo. Volveré a enfrentarte, y te sujetaré con clavos. Juro por Dios que
te crucificaré contra algo. Y dolerá. Tanto como me duele a mí ahora."
Cerró los ojos.
Lo sacudían con rudeza. Y oía la voz de Kimo Okubara.
—Deténgase, borracho. ¡Vamos!
Sin abrir los ojos, dijo:
—Necesito un taxi.
—El taxi ya espera. Váyase a casa. Desastre. Hacer el ridículo ante todos.
Poniéndose temblorosamente en pie, abrió lo ojos, se examinó.
"El Líder a quien seguimos—pensó—es el Unico Dios Verdadero. Y el enemigo contra el que luchamos
y hemos luchado también es Dios. Tienen razón: está en todas partes. Pero no entiendo lo que eso significa."
Clavó la mirada en el oficial de protocolo y pensó: "Tú también eres Dios. Así que no hay escapatoria, quizá
ni siquiera saltando. Como yo empecé a hacerlo, instintivamente."
Se estremeció.

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—Mezclar copas con drogas—dijo Okubara con tono ofendido—. Arruinar la carrera. Lo he visto
muchas veces. Desaparezca.
Vacilante, caminó hacia la gran puerta central de la villa del Río Yangtsé. Dos criados, vestidos como
caballeros medievales, con penachos de plumas, le abrieron ceremoniosamente la puerta. Uno de ellos dijo:
—Buenas noches, señor.
—Para usted—dijo Chien, y entró en la noche.

A las tres menos cuatro de la mañana, mientras estaba sentado e insomne en la sala de estar de su
departamento, fumando un Cuesta Rey Astoria tras otro, sonó un golpe en la puerta.
Cuando abrió se encontró frente a Tanya Lee, con su impermeable y el rostro marchito de frío. Sus ojos
ardían, interrogantes.
—No me mires así—dijo él ásperamente. Su cigarro se había apagado. Volvió a encenderlo—. Ya me
han mirado lo suficiente.
—Lo viste—dijo ella.
El asintió.
La muchacha se sentó en el brazo del sillón y tras un momento dijo:
—¿Quieres contármelo?
—Vete lo más lejos posible dijo Chien—. Bien lejos.
Y luego recordó. No había camino que se alejara bastante. Recordó haber leído también eso.
—Olvídalo—dijo.
Poniéndose en pie, fue con paso torpe hasta la cocina y empezó a preparar café.
Siguiéndolo, Tanya dijo:
—¿Fue... tan malo?
—No podemos ganar—dijo él—. Ustedes no pueden ganar. No quise incluirme. Yo no entro en eso.
Sólo quiero seguir haciendo mi trabajo en el Ministerio y olvidarme. Olvidarme de todo el maldito asunto.
—¿Es extraterrestre?
—Sí.
—¿Es hostil a nosotros?
—Sí—dijo Chien—. No. Las dos cosas. Sobre todo hostil.
—Entonces tenemos que...
—Vete a casa y acuéstate.—La escrutó con cuidado. Había permanecido sentado un largo rato y había
pensado mucho acerca de muchas cosas—. ¿Estás casada?—preguntó.
—No. Ahora no. Lo estuve.
—Quédate conmigo esta noche—dijo él—. Por lo menos el resto de la noche. Hasta que salga el sol.
Durante la noche es horrible.
—Me quedaré —dijo Tanya, desabrochándose el cinturón del impermeable—, pero necesito algunas
respuestas.
—¿Qué quería decir Dryden con eso de que la música destemplaría el cielo?—dijo Chien—. ¿Qué
puede hacer la música al cielo?

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—Que todo el orden celestial del universo termina—dijo la muchacha mientras colgaba el
impermeable en el armario del dormitorio. Debajo llevaba un suéter anaranjado a rayas y pantalones
elásticos.
—Eso es lo malo—dijo Chien.
La muchacha hizo una pausa, reflexionando.
—No sé. Supongo que sí.
—Es concederle mucho poder a la música.
—Bueno, ya conoces la antigua idea pitagórica acerca de la "música de las esferas".
Con gestos precisos se sentó en el borde de la cama y se sacó sus zapatos livianos como chinelas.
—¿Crees en eso?—dijo Chien—. ¿O crees en Dios?
—¡Dios!—rió la muchacha—. Eso desapareció junto con la caldera a vapor. ¿De qué estás hablando?
¿De Dios o de dios?
Se acercó a él, mirándole a los ojos.
—No me mires tan de cerca—dijo Chien con voz aguda, retrocediendo—. No quiero que me vuelvan a
mirar así.
Se apartó, irritado.
—Creo que si hay un Dios le importan muy poco los asuntos humanos—dijo Tanya—. Bueno, esa es mi
teoría. Quiero decir que a Él no parece importarle que triunfe el mal o que la gente y los animales sean
heridos y mueran. Francamente, no veo Su presencia a mi alrededor. Y el Partido siempre ha negado
cualquier forma de...
—¿Alguna vez lo viste a Él?—preguntó Chien—. ¿Cuándo eras niña?
—Oh, desde luego, cuando niña. Pero también creía...
—¿Alguna vez se te ocurrió que el mal y el bien son nombres que designan la misma cosa? ¿Qué Dios
podría ser al mismo tiempo bueno y malo?
—Te prepararé un trago—dijo Tanya, y entró descalza a la cocina.
—El Triturador, el Chirriante, el Tragón y el Pájaro y el Tubo Trepador...—dijo Chien—, más otros
nombres, otras formas. No sé. Tuve una alucinación. En la cena. Una alucinación enorme. Terrible.
—Pero la estelacina...
—Provocó una peor—dijo él.
—¿Hay algún modo de luchar contra lo que viste?—dijo Tanya sombríamente—. ¿Contra ese fantasma
al que llamas alucinación pero que sin duda no lo era?
—Creer en él—dijo Chien.
—¿Qué lograremos con eso?
—Nada—dijo él, agotado—. Absolutamente nada. Estoy cansado. No quiero un trago... Acostémonos.
—Está bien.—Regresó silenciosa al dormitorio, comenzó a sacarse el suéter a rayas por encima de la
cabeza—. Lo discutiremos a fondo más tarde.
—Una alucinación es algo misericordioso —dijo Chien—. Me gustaría haberla tenido. Quiero que
vuelva la mía. Quiero estar antes de que tu vendedor ambulante me encuentre con aquella fenotiacina.
—Ahora ven a la cama. Seré amable. Toda calor y ternura.
Chien se sacó la corbata, la camisa... y vio, sobre su hombro derecho, la marca, el estigma que le había
dejado aquello cuando le impidió saltar. Marcas lívidas que parecían estar allí para siempre. Entonces se
puso la chaqueta del pijama: ocultaba las marcas.

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—De todos modos tu carrera ha adelantado muchísimo—dijo Tanya cuando él entró en la cama—. ¿No
estás contento?
—Por supuesto—dijo él, asintiendo invisible en la oscuridad—.
Muy contento.
—Ven, acércate a mí—dijo Tanya, rodeándolo con los brazos—. Y olvídate de todo lo demás. Al menos
por ahora.
Entonces Chien la atrajo hacia él, haciendo lo que ella pedía y él quería hacer. La muchacha fue limpia;
se movió con eficacia, con rapidez y cumplió su parte. No se molestaron en hablar hasta que por fin Tanya
dijo "¡Oh!", y se relajó.
—Me gustaría que pudiéramos seguir para siempre —dijo Chien.
—Lo hicimos—dijo Tanya—. Es algo fuera del tiempo. No tiene límites, como un océano. Así éramos en
la época cámbrica, antes de que emigráramos a la tierra. Es como las antiguas aguas primordiales. El único
momento en que retrocedemos es cuando lo hacemos. Por eso es tan importante para nosotros. Y en
aquellos días no estábamos separados: era como una gran gelatina, como esas burbujas que flotan hasta la
playa.
—Que flotan y allí se quedan, a morir—dijo Chien.
—¿Puedes alcanzarme una toalla?—preguntó Tanya—. ¿O un trapo? Lo necesito.
Chien caminó descalzo hasta el baño, y entró a buscar una toalla. Allí, y ahora completamente
desnudo, vio por segunda vez su hombro, vio el sitio donde el ser lo había aferrado y lo había sostenido,
tirándolo hacia atrás, quizá para juguetear con él un poco más.
Las marcas, inexplicablemente, sangraban.
Se limpió la sangre. En seguida brotó más, y al verla se preguntó cuánto tiempo le quedaba. Era
probable que sólo unas horas.
Volviendo a la cama, dijo:
—¿Puedes seguir?
—Por supuesto. Si te queda energía. Tú decides.
La muchacha lo miraba sin pestañear, apenas visible en la difusa luz nocturna.
—Me queda—dijo Chien.
Y la atrajo con fuerza hacia él.

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