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LA REVOLUCIÓN INDUSTRIAL: UN PANORAMA

El mundo que conocemos es el resultado de las transformaciones económicas ocurridas en


un periodo muy breve de la historia de la humanidad: apenas los últimos dos siglos y medio,
es decir, desde la Revolución Industrial. Antes del siglo XVIII, la economía en todas partes
era fundamentalmente agrícola; tanto por la proporción de trabajo y capital en el sector
primario, como por su contribución a la producción total.

El inicio de la Revolución Industrial significó un trasvase de recursos desde la agricultura


hacia la industria, una actividad en auge donde los avances tecnológicos y organizativos
permitían alcanzar mayores tasas de productividad. De la mano del cambio estructural, la
economía británica primero y todas las que le siguieron después, emprendieron la senda
del crecimiento económico moderno.

De acuerdo con la clásica definición propuesta por Kuznets, este se caracteriza por la
consecución de unas tasas de crecimiento de la renta per cápita muy superiores a las del
pasado, mantenidas en el tiempo y acompañadas de un cambio en la estructura productiva
de los países vinculado al avance de la industrialización.

En las economías preindustriales, el crecimiento era escaso y, lo más destacable, no podía


mantenerse a muy largo plazo. Se dice que estaban atrapadas en la trampa maltusiana.

En épocas de expansión económica y demográfica, el aumento en la demanda de alimentos


tendría que satisfacerse bien mejorando la producción por hectárea o aumentando la
superficie cultivada. La primera opción, el cultivo intensivo, exigía avances tecnológicos,
como el uso de animales de tiro, arados, fertilizantes o sistemas de regadío, que implicarían
una inversión de capital imposible para los campesinos si sectores improductivos como la
nobleza y el clero se apropiaban de sus ingresos; o mejoras organizativas (cambios en la
rotación de cosechas, estabulación del ganado), que chocarían con la regulación de los
sistemas comunales propios de la agricultura tradicional, donde cualquier novedad tenía
que ser consensuada.

En ausencia de innovaciones, queda la segunda opción: el cultivo extensivo. Pero las nuevas
tierras, no utilizadas antes por ser menos fértiles, más costosas de roturar o peor situadas,
no conseguirán mantener la producción por hectárea y trabajador. Además, solían servir de
pasto para el ganado, cuyo estiércol era necesario como abono; de manera que las personas

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La revolución industrial: un panorama

y los animales competían por el uso del suelo: a mayor cultivo de cereales, menos espacio
para la ganadería, con efectos negativos adicionales sobre el rendimiento agrícola.
ya que había menos estiercol, y este era necesario para la agricultura
En definitiva, con la extensión del cultivo aumentará la oferta de alimentos, pero en una
proporción menor que la demanda. Así, los precios serán crecientes, como corresponde a
pero la población crecera más por lo que habrá una escasez aunque aumente la oferta
una escasez cada vez mayor; y la sociedad se estará acercando a su techo maltusiano.
ley del rendimiento decreciente.
En estas circunstancias, el tamaño de la población puede regularse mediante frenos
preventivos, que implican una reducción voluntaria de la natalidad: demora del matrimonio
(aumento en la edad de la mujer al celebrar su primer casamiento) y mayor tasa de celibato
(proporción de solteros a la edad de cincuenta años); y frenos positivos o represivos, con
elevaciones súbitas de la mortalidad en forma de epidemias, hambrunas y guerras.

Entonces, la crisis demográfica permitirá el abandono de las peores explotaciones y el


progreso relativo de la ganadería. Todo ello hará que la oferta de alimentos disminuya
menos que su demanda. Los precios irán a la baja conforme se reduzca la escasez, hasta
que la mejora nutricional debilite los frenos maltusianos y así la población vuelva a crecer.

Estas fases de lenta expansión y contracción definían tendencias seculares (de uno a dos
siglos) que se sucedían una tras otra. A más largo plazo (en perspectiva milenaria, digamos),
la sociedad preindustrial se mantuvo estancada, o sea, atrapada en la trampa maltusiana.
La Revolución Industrial rompió estos límites y desató una transformación sin precedentes
en la economía mundial.

Sin embargo, no hay que pensar en un cambio brusco. La primera revolución industrial se
produjo en Gran Bretaña. Aunque es difícil asignarle un comienzo y un final, se suele situar
entre la segunda mitad del siglo XVIII y primer tercio del XIX: de 1760 a 1830. Un periodo
bastante largo, de unos setenta años, que conduce a una visión de la Revolución Industrial
como un proceso lento y gradual, más de continuidad que de ruptura.

Resulta curioso que los grandes economistas clásicos, como Adam Smith y David Ricardo,
quizá las mentes más brillantes que vivieron y escribieron en aquel tiempo, apenas se
refieren en sus textos a lo que hoy conocemos como Revolución Industrial.

De hecho, el ritmo del crecimiento económico en la época solo cabe calificarse de modesto.
Según cálculos de Nicholas Crafts, entre 1760 y 1780 la tasa fue del 0,6 % anual. En las
décadas siguientes, de 1780 a 1831, aumentó para alcanzar un 1,7 %. No es hasta el periodo

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La revolución industrial: un panorama

posterior a la Revolución Industrial, entre 1831 y 1873, cuando encontramos un valor del
2,4 %, ya más próximo a los estándares del siglo XX.

¿Cómo se resuelve esta aparente paradoja? Para entender por qué seguimos llamando
revolucionario a un fenómeno con cifras tan pobres, conviene considerar a Gran Bretaña
como un sistema dual donde coexisten dos sectores: uno moderno, compuesto por las
industrias del algodón y la siderurgia, donde se concentra el progreso técnico; y otro
tradicional, no estancado, pero con un lento crecimiento de la productividad, formado por
el resto de la economía.

Otras investigaciones del mismo autor demuestran que el peso del sector moderno era
reducido incluso dentro de la propia industria, ya que en 1770 el algodón (2,6 %) y el hierro
(6,6 %) representaban menos de la décima parte de la producción. Respecto al total de la
economía, incluyendo la agricultura y los servicios, esta proporción sería aún menor. Habría
que dividirla por 5 (se quedaría por debajo del 2 %), puesto que en esa fecha el producto
industrial era el 20 %, aproximadamente.

En definitiva, el sector moderno era tan pequeño que el impacto agregado de la Revolución
Industrial forzosamente tenía que ser muy limitado al comienzo. Ahora bien, conforme
avanzaba el siglo XIX y la nueva tecnología se extendía al conjunto de la economía, Gran
Bretaña se convirtió, como suele decirse, en la fábrica del mundo e indiscutible primera
potencia mundial.

Durante el siglo XIX, el proceso de industrialización también se fue difundiendo hacia otras
partes del mundo; inicialmente a la Europa occidental, y luego a Norteamérica y Japón. Así
que cada vez más países, pero solo un número limitado de ellos, se sumaron al crecimiento
económico moderno; mientras el resto quedaba fuera.

Por tanto, a largo plazo, es verdad que la Revolución Industrial dio origen a un crecimiento
espectacular del nivel de vida en algunos lugares, pero conviene reconocer que también
conllevó una enorme ampliación de la desigualdad a escala global; lo que se ha venido en
llamar la gran divergencia.

Esta expresión surgió para cuestionar la idea dominante entre los historiadores económicos
de que, antes de la Revolución Industrial, Europa ya había alcanzado unos niveles de renta
superiores a los del resto del mundo; y de China, en particular. A comienzos de este siglo,

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La revolución industrial: un panorama

Pomeranz defendió que las zonas más desarrolladas de Europa y Asia presentaban hacia
1800 niveles de productividad e ingreso per cápita similares. Solo después de esa fecha,
como consecuencia de la Revolución Industrial, se habría producido la aceleración europea
y la gran divergencia económica con Asia, que está en el origen de la desigualdad actual.

Las investigaciones más recientes han venido a confirmar la visión tradicional en cuanto al
adelanto de Gran Bretaña, pero no al de Europa en su conjunto. Veamos.

El recurso a los datos del PIB per cápita para evaluar los niveles de vida anteriores al siglo
XIX es problemático, porque las fuentes son escasas y la fiabilidad de las estimaciones se
resiente. En cualquier caso, además, el PIB per cápita no tiene en cuenta las desigualdades
entre ricos y pobres, ni factores tan importantes para el bienestar como la salud, la
esperanza de vida y los logros educativos. Con la idea de aportar nuevas evidencias al
debate, se ha preferido utilizar un indicador alternativo: los salarios reales (o, en este caso,
la ratio de subsistencia).

El salario, al dividirlo por el nivel de precios, nos permite conocer la cantidad de bienes que
puede tener un individuo con lo que gana; y ofrece, por tanto, mucha información sobre las
condiciones de vida. De ahí que Robert Allen se propusiera calcular y comparar los ingresos
reales de los trabajadores menos cualificados (peones) en distintas ciudades del mundo.

Para ello, los salarios nominales se expresan en plata y, en cuanto a los precios, construye
una cesta de bienes básicos que mida el coste de la mera subsistencia. Se define una dieta
casi vegetariana basada en cereales, principal aporte a unas escuetas 1.940 calorías diarias,
complementados con verduras y algo de grasa; lo que podía ser una comida típica en todo
el mundo hacia 1500.

El gráfico de la diapositiva núm. 6, arriba-izquierda, muestra el salario por jornada completa


respecto al coste de la subsistencia familiar. Hacia el siglo XV, los jornaleros ganaban en
torno a cuatro veces lo necesario para mantener a sus familias; un nivel bastante elevado
por lo general en toda Europa como consecuencia de la peste negra, que dejó una sociedad
con baja densidad de población y escasez relativa de trabajo.

Sin embargo, en el siglo XVIII, los niveles de vida eran claramente divergentes y en gran
parte de Europa habían caído. La explicación es típicamente de carácter maltusiano. En
épocas de crecimiento demográfico, como sobre todo los siglos XVI y XVIII, la productividad

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La revolución industrial: un panorama

descendía, los alimentos escaseaban y, por tanto, la vida se encarecía. De este modo,
ciudades como Valencia o Florencia se situaban en ratios de subsistencia cercanas a la
unidad, lo mismo que China o la India.

Por el contrario, en términos reales, los trabajadores de Ámsterdam y Londres continuaban


ganando cuatro veces más de lo necesario para subsistir. Así, mientras los florentinos se
pasaban a la polenta (masa muy blanda de maíz cocido), en el sur de Inglaterra podían
permitirse carne de vaca, cerveza y algún que otro lujo ocasional.

En términos del debate sobre la gran divergencia, con estos datos se demuestra que: i) las
desigualdades en el mundo son anteriores a la Revolución Industrial; ii) sin embargo, estas
diferencias de renta eran importantes, sobre todo, dentro de Europa; iii) en cambio, en Asia,
la situación sí que parece haber sido similar a la de la Europa central y del sur; iv) por tanto,
en su origen, la divergencia no se daba tanto entre continentes, Europa y Asia, sino solo
entre una pequeña región (Holanda e Inglaterra) y el resto del mundo: pequeña divergencia.

El éxito de estos países se debió, entre otras causas, a las mejoras agrarias favorecidas por
los cambios en el régimen de propiedad desde finales del siglo XVI. Un proceso iniciado,
pues, más de un siglo y medio antes de la Revolución Industrial.

La tierra dejó de estar en manos de los campesinos que dependían de ella para subsistir.
Pasó a obtenerla en arrendamiento el mejor postor. La privatización conllevó también el
cercado de las parcelas (enclosures), dando paso a una explotación individual, sin trabas a
la innovación, donde pronto se desarrolló una agricultura intensiva, también llamada mixta,
con nuevos cultivos (legumbres y forrajes), mayor peso de la ganadería (estabulada dentro
de la propia granja), más estiércol y mejores rendimientos.

Todo ello permitió que la oferta de alimentos creciera más deprisa que la población y los
precios bajaran, subiendo los ingresos reales. Por primera vez en milenios, un rincón del
mundo alrededor del mar del Norte pudo escapar de la trampa maltusiana.

A largo plazo, los salarios reales han experimentado una enorme divergencia. En el siguiente
gráfico (diapositiva 6, arriba-derecha), la comparación entre Londres y Pekín se prolonga
hasta alcanzar fechas recientes. En el primer caso, la ratio entre los ingresos y el coste de la
vida se ha elevado a 50. Sin embargo, los países pobres del mundo se mantienen aún en
niveles de mera subsistencia.

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La revolución industrial: un panorama

En 2015, el 10% de la población (736 millones de personas) vivía en la extrema pobreza; es


decir, según la define el Banco Mundial a precios de 1990, con menos de 1 dólar al día. Así
eran los ingresos de los trabajadores chinos no cualificados en el siglo XIX. El intenso
crecimiento de las últimas décadas ha impulsado su nivel de vida, pero solo hasta seis veces
por encima de la subsistencia; un umbral que los ingleses ya habían alcanzado 150 años
antes.

Este análisis de los salarios reales es la base del enfoque que ha triunfado para explicar la
Revolución Industrial. Se trata de verlos no solo al modo de la teoría convencional, como
un reflejo de la productividad y por tanto una consecuencia del propio crecimiento; sino
también como factor explicativo, esto es, una causa del desarrollo económico y social.

En primer lugar, hay abundante evidencia cuantitativa de que una dieta pobre y poco
variada afecta a la estatura, reduce la esperanza de vida y empeora la salud en general. Por
ejemplo, los soldados italianos perdieron 5 centímetros de altura media durante el siglo
XVIII, cuando la polenta sustituyó al pan como alimento básico (de 167 a 162). Los ingleses
eran más altos (172).

En segundo lugar, los salarios elevados también favorecían la escolarización de los hijos,
con lo que aumentaba la alfabetización y la adquisición de conocimientos aritméticos
elementales. En 1500, la proporción de adultos capaces de escribir su nombre era similar en
toda Europa y algo inferior al 10 %. En 1800, había subido; pero mucho más en el noroeste:
en Inglaterra y los Países Bajos se situaba en torno al 60 %; en Italia y España tres veces
menos, 20 %.

Y en tercer lugar, si las condiciones son de mera subsistencia, la mano de obra resulta tan
barata que desaparece cualquier incentivo a la innovación para incorporar maquinaria que
aumente la productividad; con lo que resulta muy difícil salir de la pobreza. En palabras del
propio autor: la Revolución Industrial fue consecuencia de los salarios elevados, y no solo su
causa.

Llegados a este punto, hay dos cuestiones relevantes que plantear: i) empezamos diciendo
que abrió la senda del crecimiento económico moderno, pero eso no aclara muy bien en
qué consistió la Revolución Industrial; ii) si los altos salarios resultaron tan favorables, ¿por
qué se produjo en Gran Bretaña y no en los Países Bajos?

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La revolución industrial: un panorama

Respecto a la primera, de acuerdo con Landes, la clave estuvo en la adopción de nuevas


tecnologías y fuentes de energía que, a su vez, propiciaron cambios en la organización
productiva. En torno a las causas, siempre cabe la discusión. Sin embargo, desde un punto
de vista descriptivo, hay mucha menos controversia. La Revolución Industrial es una historia
de máquinas, carbón y fábricas.

La mecanización comenzó en el textil, concretamente en la hilatura del algodón, con


sucesivos inventos que aumentaron 200 veces la producción por trabajador; y continuó en
la siderurgia, con nuevos métodos para fundir y refinar el hierro mediante la combustión
de carbón mineral, mucho más barato que el vegetal. Aunque el símbolo por excelencia de
la industrialización fue el motor de vapor, alimentado con coque, que acabó suministrando
la fuerza motriz necesaria para accionar todo tipo de maquinaria.

El cuerpo humano proporcionaba más del 70 % de la energía total al inicio de la revolución


industrial. Si añadimos la tracción animal en la agricultura y el transporte, llegamos al 85 %.
El resto serían, por un lado, el viento y la corriente del agua (por medio de las velas y los
molinos); y por otro, solo para generar calor, no movimiento, la biomasa (leña y carbón
vegetal).

La revolución industrial supuso un cambio radical con la sustitución del régimen somático
tradicional por un nuevo sistema energético basado en los combustibles fósiles. La máquina
de vapor y, un siglo más tarde, el motor de explosión, permitieron convertir en potencia
mecánica las reservas de carbón mineral y petróleo acumuladas en la corteza terrestre
durante centenares de millones de años.

Unas veces por su coste, otras porque antes de funcionar con vapor requerían energía
hidráulica, a menudo las nuevas máquinas (por ejemplo, las de hilar) fueron incompatibles
con el pequeño taller doméstico de la manufactura tradicional. Con la mecanización, se tuvo
que centralizar la producción en fábricas. Entonces, además de las técnicas, se obtuvieron
también ventajas organizativas. Al reunir a los trabajadores dentro del mismo recinto, se
podía imponer una disciplina laboral (control del horario y de la asistencia) y supervisar
tanto la intensidad del trabajo como la calidad del producto.

La otra pregunta pendiente de responder era ¿por qué Inglaterra? Según los estudios de
Allen, allí se daba una combinación única de salarios altos y energía barata.

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La revolución industrial: un panorama

Sobre lo primero, por su incidencia en la tecnología, añadiremos ahora que el coste del
trabajo en Inglaterra también era alto con relación al capital. El gráfico de la diapositiva 6,
abajo-derecha, muestra cómo hasta mediados del siglo XVII la ratio entre el nivel salarial y
el tipo de interés era similar en Gran Bretaña, Francia y Austria. Hacia 1760, sin embargo, la
proporción entre el precio de la mano de obra y del capital era un 60 % mayor en Inglaterra
que en el continente. A comienzos del siglo XIX (primera comparación posible con Asia), el
trabajo era aún más barato en India que en Francia. De este modo, el incentivo para la
mecanización tenía que ser mucho menor.

En cuanto a la energía, Gran Bretaña tenía la más barata del mundo gracias a los yacimientos
del norte y centro de Inglaterra. Ahí reside la gran diferencia respecto a los Países Bajos;
donde, como vimos, también se había desarrollado una economía de altos salarios.

Los combustibles utilizados tradicionalmente en las ciudades eran la leña y el carbón


vegetal. A medida que aumentaba la demanda, los precios de la madera se volvieron
prohibitivos y hubo que recurrir a fuentes de calor alternativas. En Holanda se usó la turba,
pero en Inglaterra abundaba el carbón mineral, de mayor eficiencia calorífica, aunque luego
se encarecía al llevarlo a lo largo de la costa hasta Londres. En el último gráfico (diapositiva
6, abajo-izquierda) vemos como hasta el coste de la turba en Ámsterdam era un poco
inferior, pero el precio a pie de mina (Newcastle) del carbón inglés no tenía parangón.

Gracias a la singular estructura británica de precios y salarios, solo a sus empresas les
interesaba invertir en maquinaria que consumía más energía (barata) para ahorrar mano de
obra (cara). Hacia 1780, la tasa de beneficios generada por la instalación de una máquina
de hilar era del 40 % en Inglaterra, del 9 % en Francia y por debajo del 1 % en India. Pero
los inversores esperarían un mínimo del 15 %. Eso explica por qué el progreso tecnológico
se dio en Gran Bretaña. No tenía sentido destinar recursos a la hilatura mecánica, o cualquier
técnica ahorradora de trabajo e intensiva en energía, allí donde no fuera rentable.

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