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Espíritu de época
A tono con las derrotas de la clase obrera y el retroceso del discurso de clase en la
“teoría crítica” y la mayoría de las izquierdas, se fue configurando en el progresismo y
la izquierda un sentido común que podríamos resumir como “a favor de todas las
minorías menos de los marxistas”. Aunque desde la huelga general francesa de 1995
hemos visto múltiples procesos de recomposición de la fuerza de la clase trabajadora, el
desplazamiento de la cuestión de clase no se ha revertido. Tenemos un activismo
permeado de una especie de “posmodernismo de izquierda”, que levanta las banderas de
las luchas puntuales e incluso a partir de algunas de ellas intenta prefigurar un cambio
más o menos abarcativo del sistema, pero no se propone terminar con la explotación
capitalista y por ende tampoco ve como algo necesario la unidad de los distintos
movimientos por reclamos específicos con la fuerza social de la clase trabajadora para
defender un programa de cambio revolucionario.
Las corrientes de extrema izquierda se han adaptado en su gran mayoría a este clima. La
defensa de causas justas y progresistas, que es un deber para una corriente marxista,
tiende a transformarse en un fin en sí mismo, cediendo a las direcciones políticas de los
movimientos en cuestión. Esto tiene dos efectos fácilmente identificables: en primer
lugar se crea el espejismo de que cualquier reclamo puntual que denuncie alguna
opresión es de hecho anti capitalista, prescindiendo de las necesarias mediaciones
políticas revolucionarias; en segundo lugar, se pierde la idea de la centralidad de la clase
trabajadora, en función de una especie de “populismo del factor activo”, o sea, la idea
de que el “sujeto” es el que lucha en cada coyuntura. Con esas dos premisas, la
búsqueda de confluencia con los movimientos activos y emergentes se separa de una
estrategia que apunte a construir una organización revolucionaria en el movimiento
obrero, la juventud, el movimiento de mujeres, etc.
Esta práctica retrocede notablemente respecto de lo que Lenin consideraba una política
hegemónica. Es decir, una política que denunciara todos los agravios cometidos contra
todos los grupos oprimidos de la sociedad, ligándolos a la perspectiva de una lucha
política contra el Estado y el régimen. En el caso de Lenin en el ¿Qué Hacer? se trataba
de una revolución democrática contra el zarismo, cuya teorización sufrió luego un
conjunto de modificaciones que no vamos a tratar en detalle aquí. Baste saber que la
concepción marxista de la hegemonía no consiste solamente en denunciar las opresiones
sino de unir esta denuncia a una política y una estrategia para derrotar al enemigo
común de la clase trabajadora y todos los sectores oprimidos.
Dicho sea de paso, el mismo principio anima la teoría de la revolución permanente de
Trotsky, que sostiene que las luchas sociales, democráticas, populares y
antiimperialistas que no se desarrollen en dirección a una lucha por el poder de la clase
trabajadora y el pueblo serán interrumpidas, desviadas, contenidas y en definitiva
derrotadas.
La forma actual de la hegemonía
La respuesta frente al “posmodernismo de izquierda” no debería ser un repliegue
“corporativo” sobre el movimiento obrero tradicional, que hoy por hoy significaría la
contraposición del sindicalismo con los movimientos. Una estrategia revolucionaria
debería considerar en primer lugar la realidad actual de la clase trabajadora,
crecientemente feminizada, reconfigurada por el fenómeno de las migraciones
internacionales, con una significativa porción de trabajadores y trabajadoras en
condiciones precarias y con una distribución geográfica extensa pero heterogénea. Si a
esto sumamos que la extensión de la condición de clase va acompañada de otras formas
de identificación a partir de ciertas opresiones específicas (género, raza, sustrato
religioso o cultural) quedamos en presencia de una paradoja: nunca la clase trabajadora
estuvo tan extendida desde el punto de vista de la cantidad de asalariados y sus
familias [2], pero este hecho que surge de la realidad económica no se traduce
directamente en una identidad de clase.
Esta coexistencia de una condición de clase y de múltiples formas de identificación hace
más porosas las relaciones entre las reivindicaciones de clase y las de los movimientos
contra las opresiones. Es decir, cuando defendemos demandas del movimiento de
mujeres por ejemplo, también estamos defendiendo demandas de la clase trabajadora,
porque las mujeres conforman aproximadamente el 40 % de la fuerza de trabajo. El
desafío está en cómo hacer evidente esa relación y sobre todo en cómo articular una
política de carácter estratégico que en lugar de mantener separados el movimiento de
mujeres y el movimiento obrero, busque unirlos yendo más allá de la lógica de reclamos
separados dentro del capitalismo.
En este contexto, hay una diferencia significativa entre una política hegemónica en la
actualidad y la que postuló históricamente el marxismo. Antes se pensaba en un
movimiento obrero más o menos identificado con el marxismo a nivel internacional,
más o menos homogéneo, desde el cual tender lazos con otros movimientos de sectores
oprimidos (desde los movimientos campesinos hasta los movimientos de mujeres). Hoy
la clase trabajadora necesita al mismo tiempo conquistar su unidad y tender puentes con
los movimientos organizados en torno a formas de identificación que no se basan en la
clase. En este sentido, una política de unidad de la clase trabajadora es consustancial
con una política para unir a la clase con los movimientos en una hegemonía expansiva,
que reafirme la centralidad de la clase sin reducirla a la lucha económica. Desde el
punto de vista de una práctica política de izquierda, la síntesis sería luchar en el seno de
los movimientos por una política de unidad con la clase trabajadora, chocando con la
lógica de dividir las demandas; y luchar en los sindicatos por un programa que
contemple las reivindicaciones de los demás movimientos, chocando con el
corporativismo sindical. Esta política no necesariamente debería ser una política del
conjunto de la clase sino que podría comenzar a materializarse desde un sector activo.
Por poner un ejemplo, pensemos en la alianza entre la gestión obrera de Zanon y el
pueblo mapuche.
Potenciales hegemónicos
Habiendo planteado en términos generales la posible relación entre clase y movimientos
desde el punto de vista político, abordemos una segunda cuestión no menos importante:
el rol de los distintos sectores de la clase trabajadora para realizar esta política mediante
acciones de lucha de clases y organización de los sectores populares.
Partidos y partidos
La organización que más avance en resolver en la práctica estos problemas (entre otros)
será lo más parecido a un partido revolucionario, yendo más allá de las formaciones
políticas de existencia efímera. En tiempos de política virtual, partidos sin militancia y
movimientos sin partido, el desafío es de grandes proporciones. Una organización
política que defienda una teoría que vaya más allá de la dispersión de movimientos
sociales y teorías críticas, con un programa que plantee claramente la necesidad de
superar en forma revolucionaria el capitalismo y una estrategia basada en la lucha de
clases, es la condición necesaria para salir de la dispersión y las luchas reconducibles a
los marcos del capitalismo. No alcanza con una política en general de izquierda, de
denuncia o de intervención en movimientos, hace falta un partido que transforme su
presencia en cada lugar de trabajo y estudio en verdaderos “centros de gravedad” de una
organización capaz de poner en movimiento fuerzas infinitamente mayores que las de
una minoría activa pero marginal.
Lucha teórica
Durante las últimas décadas se vieron alcances y límites de las posiciones que
reseñamos al comienzo de estas líneas, las cuales fueron predominantes en la misma
medida en que las corrientes que buscaron anclarse en el programa y la estrategia
revolucionaria fueron claramente minoritarias. Hoy ha empezado a cambiar el sentido
de la flecha, aunque como siempre no hay resultados garantizados de antemano.
NOTAS AL PIE
[2] Exceptuamos gerentes y fuerzas armadas y de seguridad, que forman parte del bando
burgués por condiciones de vida y/o función.