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C

Juan Dal Maso




En una entrevista que publicamos en julio de


2018 [1], Razmig Keucheyan afirmaba que el
marxismo ganó autoridad en el terreno de la
explicación de la crisis capitalista frente a
otras teorías críticas, que como no tenían
mucho que decir sobre el capitalismo
tampoco tenían nada que agregar sobre su
crisis. Sin embargo, señalaba que esta mayor
capacidad explicativa no tiene todavía un
correlato en una recomposición política
acorde. Retomando esta reflexión,
intentaremos plantear algunas cuestiones
sobre la actualidad de la política y la
estrategia marxista y algunos desafíos a los
que tiene que responder hoy.

Dispersión, autonomismo, posmarxismo


Hubo tres salidas a la derrota de los ‘70: las distintas variantes de movimientos
orientados a la defensa de demandas puntuales, que postulaban otros agentes de cambio
distintos de la clase obrera y reclamos puntuales en lugar del socialismo; el
autonomismo, que se nutría de esos movimientos englobándolos en la “multitud” y
sostenía un “comunismo aquí y ahora”; y el “posmarxismo” de Laclau y Mouffe, que
defendía una articulación de distintas “posiciones de sujeto” en un discurso político
tendiente a “radicalizar la democracia”, llamando a esa articulación hegemonía,
oponiéndola a un punto de vista de clase. Estos tres ejemplos son una simplificación de
un panorama mucho más complejo pero que se constituye en esas coordenadas:
multiplicidad de agentes, crisis o mutación del movimiento obrero tradicional y teorías
de la acción política, que dejaban en segundo plano la cuestión de clase junto con la de
una transformación revolucionaria de la sociedad en términos clásicos. La crisis de los
mal llamados “socialismos reales” y la caída de la URSS completaron el cuadro de
época, incidiendo directamente en las principales ideas de estas corrientes.
Los debates actuales sobre el populismo -término de por sí elástico y polisémico que
hoy se usa para analizar toda clase de fenómenos- tienen la virtud de recubrir muchos de
estos problemas con una mayor dosis de confusión de la que ya existía.

Espíritu de época
A tono con las derrotas de la clase obrera y el retroceso del discurso de clase en la
“teoría crítica” y la mayoría de las izquierdas, se fue configurando en el progresismo y
la izquierda un sentido común que podríamos resumir como “a favor de todas las
minorías menos de los marxistas”. Aunque desde la huelga general francesa de 1995
hemos visto múltiples procesos de recomposición de la fuerza de la clase trabajadora, el
desplazamiento de la cuestión de clase no se ha revertido. Tenemos un activismo
permeado de una especie de “posmodernismo de izquierda”, que levanta las banderas de
las luchas puntuales e incluso a partir de algunas de ellas intenta prefigurar un cambio
más o menos abarcativo del sistema, pero no se propone terminar con la explotación
capitalista y por ende tampoco ve como algo necesario la unidad de los distintos
movimientos por reclamos específicos con la fuerza social de la clase trabajadora para
defender un programa de cambio revolucionario.

Las corrientes de extrema izquierda se han adaptado en su gran mayoría a este clima. La
defensa de causas justas y progresistas, que es un deber para una corriente marxista,
tiende a transformarse en un fin en sí mismo, cediendo a las direcciones políticas de los
movimientos en cuestión. Esto tiene dos efectos fácilmente identificables: en primer
lugar se crea el espejismo de que cualquier reclamo puntual que denuncie alguna
opresión es de hecho anti capitalista, prescindiendo de las necesarias mediaciones
políticas revolucionarias; en segundo lugar, se pierde la idea de la centralidad de la clase
trabajadora, en función de una especie de “populismo del factor activo”, o sea, la idea
de que el “sujeto” es el que lucha en cada coyuntura. Con esas dos premisas, la
búsqueda de confluencia con los movimientos activos y emergentes se separa de una
estrategia que apunte a construir una organización revolucionaria en el movimiento
obrero, la juventud, el movimiento de mujeres, etc.

Esta práctica retrocede notablemente respecto de lo que Lenin consideraba una política
hegemónica. Es decir, una política que denunciara todos los agravios cometidos contra
todos los grupos oprimidos de la sociedad, ligándolos a la perspectiva de una lucha
política contra el Estado y el régimen. En el caso de Lenin en el ¿Qué Hacer? se trataba
de una revolución democrática contra el zarismo, cuya teorización sufrió luego un
conjunto de modificaciones que no vamos a tratar en detalle aquí. Baste saber que la
concepción marxista de la hegemonía no consiste solamente en denunciar las opresiones
sino de unir esta denuncia a una política y una estrategia para derrotar al enemigo
común de la clase trabajadora y todos los sectores oprimidos.
Dicho sea de paso, el mismo principio anima la teoría de la revolución permanente de
Trotsky, que sostiene que las luchas sociales, democráticas, populares y
antiimperialistas que no se desarrollen en dirección a una lucha por el poder de la clase
trabajadora y el pueblo serán interrumpidas, desviadas, contenidas y en definitiva
derrotadas.
La forma actual de la hegemonía
La respuesta frente al “posmodernismo de izquierda” no debería ser un repliegue
“corporativo” sobre el movimiento obrero tradicional, que hoy por hoy significaría la
contraposición del sindicalismo con los movimientos. Una estrategia revolucionaria
debería considerar en primer lugar la realidad actual de la clase trabajadora,
crecientemente feminizada, reconfigurada por el fenómeno de las migraciones
internacionales, con una significativa porción de trabajadores y trabajadoras en
condiciones precarias y con una distribución geográfica extensa pero heterogénea. Si a
esto sumamos que la extensión de la condición de clase va acompañada de otras formas
de identificación a partir de ciertas opresiones específicas (género, raza, sustrato
religioso o cultural) quedamos en presencia de una paradoja: nunca la clase trabajadora
estuvo tan extendida desde el punto de vista de la cantidad de asalariados y sus
familias [2], pero este hecho que surge de la realidad económica no se traduce
directamente en una identidad de clase.
Esta coexistencia de una condición de clase y de múltiples formas de identificación hace
más porosas las relaciones entre las reivindicaciones de clase y las de los movimientos
contra las opresiones. Es decir, cuando defendemos demandas del movimiento de
mujeres por ejemplo, también estamos defendiendo demandas de la clase trabajadora,
porque las mujeres conforman aproximadamente el 40 % de la fuerza de trabajo. El
desafío está en cómo hacer evidente esa relación y sobre todo en cómo articular una
política de carácter estratégico que en lugar de mantener separados el movimiento de
mujeres y el movimiento obrero, busque unirlos yendo más allá de la lógica de reclamos
separados dentro del capitalismo.

En este contexto, hay una diferencia significativa entre una política hegemónica en la
actualidad y la que postuló históricamente el marxismo. Antes se pensaba en un
movimiento obrero más o menos identificado con el marxismo a nivel internacional,
más o menos homogéneo, desde el cual tender lazos con otros movimientos de sectores
oprimidos (desde los movimientos campesinos hasta los movimientos de mujeres). Hoy
la clase trabajadora necesita al mismo tiempo conquistar su unidad y tender puentes con
los movimientos organizados en torno a formas de identificación que no se basan en la
clase. En este sentido, una política de unidad de la clase trabajadora es consustancial
con una política para unir a la clase con los movimientos en una hegemonía expansiva,
que reafirme la centralidad de la clase sin reducirla a la lucha económica. Desde el
punto de vista de una práctica política de izquierda, la síntesis sería luchar en el seno de
los movimientos por una política de unidad con la clase trabajadora, chocando con la
lógica de dividir las demandas; y luchar en los sindicatos por un programa que
contemple las reivindicaciones de los demás movimientos, chocando con el
corporativismo sindical. Esta política no necesariamente debería ser una política del
conjunto de la clase sino que podría comenzar a materializarse desde un sector activo.
Por poner un ejemplo, pensemos en la alianza entre la gestión obrera de Zanon y el
pueblo mapuche.

Potenciales hegemónicos
Habiendo planteado en términos generales la posible relación entre clase y movimientos
desde el punto de vista político, abordemos una segunda cuestión no menos importante:
el rol de los distintos sectores de la clase trabajadora para realizar esta política mediante
acciones de lucha de clases y organización de los sectores populares.

Podríamos llamar potencial hegemónico a la capacidad de crear una fuerza mayor a la


del propio sector aislado, a partir de una posición estratégica en el funcionamiento de la
economía cuya interrupción afecta obligadamente a otros sectores, o a partir de una
función cuyo ejercicio implica la relación entre distintos sectores populares.
Sectores de la clase trabajadora como petroleros, trabajadores de la electricidad y
telefónicos, afectan el suministro de gas, luz y las comunicaciones. Los trabajadores de
los transportes públicos urbanos e interurbanos y los aeropuertos, la circulación de la
fuerza de trabajo. Los camioneros, la circulación de mercancías. Cortando el gas, la
electricidad, las comunicaciones o los transportes, las grandes ciudades colapsan en
pocas horas. Algo similar ocurre con la recolección de residuos, aunque tiene efectos
menos inmediatos. La fuerza que pueden desplegar acciones de lucha de estos sectores
abre la perspectiva de la huelga general metropolitana y es fundamental en cualquier
proceso de lucha de clases revolucionaria. No por casualidad, en estos sectores de la
clase trabajadora suele haber burocracias sindicales de las más totalitarias.

La clase obrera industrial tiene la fuerza para interrumpir la producción de mercancías y


en ese sentido afecta la ganancia capitalista tanto como los sectores de servicios con
posición estratégica, pero salvo en sectores muy específicos, los conflictos de la
industria no implican de por sí la afectación de otros sectores más allá del sector mismo.
En este sentido, las luchas de fábrica, sobre todo en condiciones de retracción
económica, necesitan mucho apoyo desde afuera para lograr conquistas. Cuentan a su
favor con los lazos que se establecen entre fábrica y barrio en la mayoría de los casos y
con el enorme valor simbólico que tiene una ropa de grafa cuando pisa una ruta o se
pone en frente de un cordón policial.

Las trabajadoras y trabajadores de la educación y la salud no interrumpen la producción


ni la circulación de mercancías. Pero tienen una relación cotidiana con la población de
los grandes centros urbanos, especialmente con las capas más bajas de la clase
trabajadora, pobres de la ciudad y el campo. Es en base a ese lazo cotidiano que podrían
desplegar una política hegemónica, no en razón de su fuerza social para afectar la
producción o la circulación, sino en función de la extensión de las escuelas, hospitales o
salas de salud a escala de cada territorio nacional y especialmente en los barrios
populares. Politizar ese lazo con la comunidad que ya existe pero que las burocracias
sindicales excluyen de la vida sindical.

Aquí nuevamente la dinámica interna de la clase se relaciona con la dinámica de su


relación con otros sectores y movimientos. Si consideramos la hegemonía como un
liderazgo que se construye tanto por tomar las de mandas de otros sectores como
luchando muy decididamente por las propias demandas, una política revolucionaria
necesita de la combinación de los distintos potenciales hegemónicos internos a la clase,
la articulación de las demandas de clase y de los movimientos y la confluencia entre
luchas sociales y políticas.

El rol de la burocracia sindical consiste, por un lado, en subordinar los sindicatos al


Estado, y por el otro, en dividir los distintos sectores de clase entre sí y la clase de los
movimientos sociales. En este sentido, la lucha por la recuperación de los sindicatos es
in separable de una política que vaya más allá del corporativismo sindical, genere
instancias de organización y coordinación más amplias y estructure una política
hegemónica que dé cuenta de la heterogeneidad a la que hacíamos referencia más arriba,
y de lo que cada sector de la clase puede aportar en la lucha de conjunto.

Partidos y partidos
La organización que más avance en resolver en la práctica estos problemas (entre otros)
será lo más parecido a un partido revolucionario, yendo más allá de las formaciones
políticas de existencia efímera. En tiempos de política virtual, partidos sin militancia y
movimientos sin partido, el desafío es de grandes proporciones. Una organización
política que defienda una teoría que vaya más allá de la dispersión de movimientos
sociales y teorías críticas, con un programa que plantee claramente la necesidad de
superar en forma revolucionaria el capitalismo y una estrategia basada en la lucha de
clases, es la condición necesaria para salir de la dispersión y las luchas reconducibles a
los marcos del capitalismo. No alcanza con una política en general de izquierda, de
denuncia o de intervención en movimientos, hace falta un partido que transforme su
presencia en cada lugar de trabajo y estudio en verdaderos “centros de gravedad” de una
organización capaz de poner en movimiento fuerzas infinitamente mayores que las de
una minoría activa pero marginal.

Lucha teórica
Durante las últimas décadas se vieron alcances y límites de las posiciones que
reseñamos al comienzo de estas líneas, las cuales fueron predominantes en la misma
medida en que las corrientes que buscaron anclarse en el programa y la estrategia
revolucionaria fueron claramente minoritarias. Hoy ha empezado a cambiar el sentido
de la flecha, aunque como siempre no hay resultados garantizados de antemano.

La oportunidad de avanzar en recomponer la fuerza política del marxismo


revolucionario es inseparable de la polémica teórica e ideológica, para la cual hacen
falta intelectuales.

Los avances en la estandarización y burocratización de los sistemas universitarios, en un


contexto en que no hay muchos ámbitos de debate ideológico por fuera de estos,
introdujo una notable deformación academicista incluso en la izquierda militante, cuyos
integrantes a menudo desarrollan una doble personalidad como estudiantes
despolitizados y militantes desideologizados. La creación de un más amplio campo de
debates por fuera del ámbito universitario no depende exclusivamente de la voluntad de
algunas personas interesadas, sino que depende principalmente de avances en la lucha
de clases o nuevos saltos de la crisis que muevan a la intelectualidad universitaria a salir
de la rutina de los papers y los vencimientos de plazos. Pero desde el punto de vista del
marxismo militante, una primera tarea es la de promover la lucha ideológica y teórica al
mismo nivel que la lucha política y social. De este modo podremos formar nuevas
camadas de intelectuales marxistas que aporten a la recreación de la teoría y al
desarrollo de una práctica partidista.
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NOTAS AL PIE

[1] “Seremos testigos de un retorno del marxismo” Entrevista a Razmig Keucheyan


(29/07/2018). Semanario Ideas de Izquierda, disponible en www.
laizquierdadiario.com.

[2] Exceptuamos gerentes y fuerzas armadas y de seguridad, que forman parte del bando
burgués por condiciones de vida y/o función.

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