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APORTES

Ni “populistas” ni “republicanos”: el Estado


desde el punto de vista del marxismo
Macri habló del Estado como un “aguantadero”, en relación al ciclo kirchnerista.
Frente a las versiones simplificadas del rol del aparato estatal, la concepción
marxista propone una visión compleja.
Eduardo Castilla
Miércoles 19 de abril de 2017 | Edición del día

Ayer Mauricio Macri definió al Estado bajo el kirchnerismo como un “aguantadero”. La definición no tiene
nada de original viniendo del presidente. En última instancia repite la misma línea argumental que sostuvo
cuando habló de “ñoquis” justificando los despidos en ese ámbito. La simplificación de Macri se inscribe dentro
de su propia concepción de clase que considera al Estado como parte de su patrimonio.
Dentro de un universo de mayor complejidad conceptual que la expresada por el presidente se encuentra
la concepción liberal clásica que ve al Estado como el órgano llamado a regir el conjunto de los intereses sociales.
Eso que, sin más razones que las ideológicas, es llamado el “bien común”.
Desde el llamado “populismo”, en su amplitud múltiple, se elabora otra concepción del Estado. Aquella
que, aceptando el conflicto social y la desigualdad que expresa el mismo, ve al Estado como un “corrector” de esa
desigualdad, en función de las capas más empobrecidas.
En casos extremos, esas diferencias toman la forma de diferentes regímenes políticos. Sin embargo, cada
vez más, aparecen como matices –a veces importantes- en la forma de gestionar las formas democráticas de un
régimen que garantiza la continuidad del poder capitalista.
Si la primera de esas acepciones considera central la defensa de la “república” o de las “instituciones”; la
segunda se centra en la defensa de una gestión que busque limitar el conflicto social por medio de atenuar la
desigualdad existente.
Sin embargo, ni una ni la otra ponen en cuestión el dominio social de la clase capitalista.
Republicanos y populistas, por igual, consideran sagrado la dominación del gran empresariado en la sociedad.

El marxismo y el Estado
Ya en el siglo XIX, el marxismo inauguró una concepción completamente original del Estado. La primera
formulación ampliamente conocida de esa visión fue presentada por Marx y Engels en el Manifiesto Comunista.
El texto, que vio la luz casi al calor de las revoluciones de 1848 –la llamada “Primavera de los pueblos”- se
convirtió en un documento histórico para la posteridad, marcando un punto de vista radicalmente nuevo sobre el
conflicto social.
“Toda la historia de la sociedad humana, hasta la actualidad, es una historia de luchas de clases”. Así inicia
el primer apartado del Manifiesto. A partir de allí es imposible deducir una concepción sobre el Estado por fuera
de esa definición nodal.
Así, según se lee en el Manifiesto, “el Gobierno del Estado moderno no es más que una junta que
administra los negocios comunes de toda la clase burguesa” (Manifiesto Comunista. Ediciones IPS, pág.12).
Las revoluciones de 1848 mostrarán que la clase trabajadora debe conquistar su independencia política en el
camino de su lucha por la emancipación social. Para Marx y Engels, también quedará en evidencia que el Estado
burgués no puede ser, simplemente “ocupado” sino que se debe ser destruido. Los jóvenes autores del
Manifiesto ya habían planteando la necesidad de que la clase obrera se elevara al terreno del poder político.
Esa conclusión se reforzará a la luz de la heroica Comuna de París, de 1871. En el prólogo de 1872 al
Manifiesto Comunista, ambos autores afirmarán que “la clase obrera no puede limitarse a tomar posesión de la
máquina del Estado en bloque, poniéndola en marcha para sus propios fines”. Ese aparato del Estado debe ser
demolido y reemplazado por uno nuevo. Marx dirá que se trata de la “condición previa para toda verdadera
revolución popular en el continente”.
La Comuna sería, al decir de Marx, la forma política -"finalmente descubierta"- de la dictadura del
proletariado. La clase trabajadora se elevaba al poder político por primera vez en la historia. Al hacerlo mostraba
un nuevo tipo de Estado donde la burocracia política y las fuerzas armadas regulares eran destruidas y
reemplazadas por la auto-organización del pueblo trabajador parisino.
En 1875, en la Crítica al Programa de Gotha, Marx polemizará explicando, una vez más, que “los distintos
Estados de los distintos países civilizados, pese a la abigarrada diversidad de sus formas, tienen de común el que
todos ellos se asientan sobre las bases de la moderna sociedad burguesa, aunque ésta se halle en unos sitios más
desarrollada que en otros, en el sentido capitalista”.

Lenin, el Estado y la revolución


La derrota de la heroica Comuna de París dio lugar a proceso contradictorio. Durante las décadas
siguientes la clase obrera se fortaleció social y políticamente, con la construcción de fuertes partidos socialistas en
los países más importantes de Europa. Sin embargo, ese fortalecimiento tuvo lugar en los marcos de la ausencia
de tendencias agudas de la lucha de clases o, directamente, revolucionarias.
Eso conformó partidos socialistas y organizaciones sindicales que, como resultado de esas presiones
sociales, se amoldaron a sus propios Estados nacionales. Por ende, a sus propias clases capitalistas. Eso tendría su
expresión más trágica en la Primera Guerra mundial, cuando las direcciones de esas organizaciones apoyarían a
las fuerzas armadas de sus propias naciones.
Sería la Revolución rusa de 1917 la que volvería a poner la cuestión del Estado en escena, estrechamente
ligada a la lucha de clases.
El magistral libro que se titula El Estado y la revolución fue escrito por Lenin al calor de la Revolución Rusa.
Se trata de un texto apasionante cuya lectura resulta imprescindible para todos aquellos y aquellas luchadoras
que se propongan una pelea seria para enfrentar al capitalismo.
Lenin volvería a poner en el centro del análisis del marxismo la relación entre el Estado, la lucha de clases
y la revolución. En la presentación del libro señalará que “lo que ocurre ahora con la teoría de Marx ocurrió
repetidas veces, en el curso de la historia, con las teorías de pensadores revolucionarios y dirigentes de las clases
oprimidas que luchaban por su emancipación (…) en vista de la increíblemente extensa deformación del
marxismo, nuestra tarea principal es restablecer las verdaderas enseñanzas de Marx sobre el Estado (Obras
escogidas, Ediciones IPS, pág. 127).
Esas enseñanzas sobre las que considera necesario volver Lenin son aquellas que definen al Estado en
función de su lugar en la lucha de clases. El dirigente del Partido Bolchevique dirá que "Engels explica el concepto
de la ’fuerza’ llamada Estado, fuerza que surge de la sociedad, pero que se sitúa por encima de ella y que se
divorcia cada vez más de ella. ¿En qué consiste, fundamentalmente, esa fuerza? Consiste en destacamentos de
hombres armados que disponen de cárceles y otros elementos" (pág.129). El Estado capitalista es, en esencia, una
banda de hombres armados al servicio del capital.
Eso no implica que Lenin no distinga las formas políticas de ese Estado. Formas que tiene una importancia
fundamental a la hora de sustentar el dominio de clase. Así, también escribirá que "la república democrática es la
mejor envoltura política posible para el capitalismo (...) esta envoltura óptima, instaura su poder con tanta
seguridad, con tanta firmeza, que ningún cambio de personas, de instituciones o partidos en la república
democrática burguesa puede conmoverlo" (pág.133).
La revolución rusa de 1917 pondría en escena nuevamente a los sóviets, la forma organizativa del
movimiento de las propias masas de trabajadores, soldados y campesinos. El sóviet (consejo en idioma ruso) sería
la base del nuevo Estado que surgiría de la revolución de Octubre, mostrando una nueva forma de poder político,
organizando desde abajo por las propias masas en lucha.
En 1918, el mismo Lenin escribiría que "Los sóviets son la organización directa de los propios trabajadores
y explotados que los ayuda, en todas las formas posibles, a organizar y gobernar su propio Estado" (Obras..., pág.
341).
Trotsky y la burocratización del Estado soviético
La Revolución Rusa no pudo extenderse de manera victoriosa al resto de Europa y el mundo. En ese límite
hay que buscar una de las razones de la creciente burocratización del Estado nacido de la primera revolución de
masas victoriosa.
Si los primeros años del régimen soviético están asociados a la libertad creciente de la clase trabajadora,
la llegada del stalinismo implicará una asociación completamente contraria, identificado conceptos como el
del comunismo con formas totalitarias y dictatoriales.
Ese cambio enorme desde el punto de vista político y social implicó una nueva reformulación de la teoría
marxista del Estado. La misma sería llevada a cabo esencialmente por León Trotsky, el otro gran dirigente de la
Revolución Rusa junto a Lenin.
La revolución traicionada será la obra de Trotsky que condensará el conjunto nodal de definiciones que
hacen a la explicación del proceso de burocratización de la Unión Soviética.
Allí, explicando los límites del desarrollo del régimen soviético, el dirigente ruso dirá -entre muchas otras
cosas- que "si la tentativa primitiva -crear un Estado libre de burocracia- tropezó, en primer lugar, con la
inexperiencia de las masas en materia de autoadministración (...) no tardarían en dejarse sentir otras dificultades
más profundas. La reducción del Estado a funciones de "contabilidad y control", mientras que las funciones
coercitivas debían debilitarse sin cesar (...) suponía cierto bienestar. Esta condición necesaria faltaba. La ayuda de
Occidente no llegaba" (Obras escogidas. Ediciones CEIP. Pág. 76).
La burocracia stalinista fue un producto histórico del fracaso de la revolución social en extenderse, no el
resultado "necesario" de la concepción de Marx o Lenin, como se intentó presentarlo por parte de la
intelectualidad liberal aliada a la clase capitalista. La dirección -por parte de esa misma burocracia- de la
Internacional Comunista implicó enormes derrotas estratégicas para la clase obrera en todo el mundo,
profundizando aún más las tendencias antes señaladas.
Aquí, el aporte teórico de Trotsky para comprender en profundidad esa dinámica del Estado soviético, se
vuelve imprescindible. Por lo tanto, se trata también de una perspectiva teórica esencial para comprender el siglo
XX en su conjunto.

El Estado, cuestión nodal de la estrategia revolucionaria


Aún hoy, la cuestión del Estado sigue siendo una de las cuestiones nodales de toda perspectiva que se
proponga un horizonte emancipatorio. Durante el conjunto del siglo XX y el transcurso del siglo XXI, los debates
sobre el Estado han ocupado un lugar central en la izquierda. La cuestión de su carácter, su composición y la
posibilidad de transformarlo han surcado a las más diversas corrientes políticas de ese espectro.
El fracaso del último ascenso revolucionario de masas que tuvo lugar a escala internacional -entre fines de
los años 60 e inicios de los 80- dio paso al desarrollo del neoliberalismo como tendencia mundial, con sus secuelas
ideológicas en cuanto a la visión sobre el Estado y las formas del régimen democrático.
En los tiempos turbulentos que corren a nivel internacional, con crecientes tensiones geopolíticas y un
desgaste constante de los partidos que ocuparon el centro de la escena durante las últimas décadas, resulta
fundamental volver al estudio profundo de la concepción marxista del Estado.
Una concepción que fue forjada por Marx, Engels, Lenin, Trotsky, Rosa Luxemburgo o Gramsci, entre
muchos otros, al calor del desarrollo del capitalismo y de la lucha de clases que éste, inevitablemente, trae
aparejada.
Una perspectiva así es imprescindible para quienes se proponen enfrentar al sistema capitalista y sus
secuelas de opresión y explotación sobre millones.
INSTITUTO DEL PENSAMIENTO SOCIALISTA

El Estado según Marx… y según Lear


¿Qué es el Estado para Marx? ¿Por qué es un mito que defienda los “intereres
comunes” de toda la población? ¿Cuál es la crítica de Marx a “igualdad de derechos”
tal como la postulan las democracias capitalistas? ¿A qué se refiere con que el Estado
es una “máquina del despotismo de clase”? En el presente artículo, vamos a abordar
estas preguntas tomando en cuenta la experiencia de la gran lucha de Lear.
Matías Maiello

Viernes 24 de octubre de 2014 | Edición del día

El mito del “interés general”

Una de las cosas que comúnmente se enseña en toda escuela de cualquier país del mundo es
que el Estado es el que representa el “interés general”, que está para defender los intereses comunes
de toda la población. Pero la población no es un todo homogéneo, y este es el punto de partida de la
crítica de Marx. La sociedad está dividida en clases sociales.
El principio más sagrado del capitalismo es el carácter inviolable de la propiedad privada. Según
nos vende la televisión y todos los discursos de la sociedad oficial, éste sería un derecho democrático de
todos, el derecho a ser propietarios. Ahora bien, resulta que mientras algunos podemos ser propietarios
de un celular, de una moto, tal vez un auto, o una vivienda en el mejor de los casos, otros son
propietarios de las fábricas, de las tierras y de los recursos naturales.
El centro de la cuestión no está para Marx en que unos sean propietarios de más cosas que otros.
La diferencia fundamental es que unos, los capitalistas, son los propietarios de los medios de producción
(fábricas, empresas, tierras, etc.) y no necesitan trabajar para subsistir, mientras que otros, los
trabajadores, al no tener la propiedad de los medios para producir se ven obligados a vender a quienes
sí la tienen, su fuerza de trabajo para poder sobrevivir. Así es que la propiedad privada traza las
fronteras entre las clases sociales.
Esta contraposición de intereses es la que justifica la existencia del Estado capitalista para Marx.
La idea de que el Estado debe garantizar el “interés general” contra los intereses particulares, esconde
una realidad opuesta por el vértice: el Estado (burgués) garantiza los intereses particulares de la clase
capitalista contra los intereses de los trabajadores y el pueblo, que son la mayoría aplastante de la
población.
Lo vemos, por ejemplo, en Lear. Uno podría pensar que el “interés general” consiste en
mantener el empleo sin el cual ningún trabajador o trabajadora puede subsistir. Pero resulta que el
derecho del propietario de los medios de producción, en este caso la empresa norteamericana Lear
Corporation, a dejar sin trabajo a quienes se organizan y defienden sus derechos, o piensan distinto (“los
zurdos” como dice la patota del SMATA) está por encima de todo. Acá se ve cuál es la realidad del mito
del “interés general”.

La “igualdad ante la ley”

Resulta, sin embargo, que para el Estado todos seríamos iguales ante la ley. Ésta supuestamente
es la base de la democracia según el discurso oficial. Pero, como decía Marx, al consagrar la propiedad
privada, el Estado, lejos de suprimir las diferencias de hecho, “descansa más bien en la hipótesis de esas
diferencias” (La cuestión judía, K. Marx). O como dice el saber popular: “todos somos iguales pero
algunos son más iguales que otros”. Podemos volver al conflicto de Lear como ejemplo. Los trabajadores
pueden tener una docena de fallos judiciales a su favor, como de hecho tuvieron, para reingresar a la
planta y, sin embargo, si no fuera por la gran lucha que están dando todavía no habría ningún delegado
adentro. El derecho del propietario (Lear Corp.) está por encima de la Justicia del propio Estado burgués.
Pero incluso en este caso, una vez que los delegados entran a la planta se ve como la democracia
se termina en la puerta de la fábrica, donde se expresa con toda claridad el reinado de la propiedad
privada. La patronal tiene plenos poderes para decidir sobre los ritmos de trabajo, la cantidad de horas
que usted trabaja, la continuidad de su puesto de trabajo, etc. Pero también tuvo la potestad de
encerrar en una jaula a los delegados que habían osado insubordinarse. Otra vez, si no fuera por la
lucha, la lucha de clases, esta situación no se hubiera modificado.
Lear cuenta también con sus propias fuerzas del orden para la fábrica: la patota de la burocracia
del SMATA. Ahora también atacando la carpa de los trabajadores en la puerta y amenazándolos de
muerte. Como era de esperarse para esto cuentan con la mirada cómplice de la Policía Bonaerense con
la que comparte el objetivo de defender los intereses patronales.

El Estado como máquina del despotismo de clase

La cuestión es que las relaciones de explotación no pueden sostenerse sólo presentando al Estado como
representante del interés general, por eso para cuando estos tipos de mecanismos fallan, la burguesía
cuenta con cuerpos armados permanentes dedicados a imponer por la fuerza sus intereses. En este
sentido, Marx explicaba que “El poder estatal centralizado, con sus órganos omnipresentes: el ejército
permanente, la policía, la burocracia, el clero y la magistratura –órganos creados con arreglo a un plan
de división sistemática y jerárquica del trabajo– procede de los tiempos de la monarquía […] Al paso que
los progresos de la moderna industria desarrollan, ensanchan y profundizan el antagonismo de clase
entre el capital y el trabajo, el poder del Estado fue adquiriendo cada vez más el carácter de poder
nacional del capital sobre el trabajo, de fuerza pública organizada para la esclavización social, máquina
del despotismo de clase.” (La Guerra Civil en Francia, Carlos Marx.)
Volviendo a Lear vemos como la policía bonaerense custodia la planta, a los palos cuando fue necesario,
o la Gendarmería que se encarga de reprimir sistemáticamente a los trabajadores y a quienes se
solidarizan con ellos. Como podemos ver, con Marx y con Lear, tras el engaño de la defensa del “interés
general”, de la “igualdad ante la ley”, la burguesía presenta sus propios intereses particulares como
intereses de todos, y los intenta presentar por “encima” de la lucha de clases; pero cuando ésta surge
ahí están los destacamentos armados como la Policía, la Gendarmería para defender sus intereses
frente a los trabajadores.
Estas breves observaciones no agotan los mecanismos de los que se valen para dominar los capitalistas,
pero expresan de qué se trata la realidad del Estado burgués.
Capitalismo y Estado en la cultura
política de los argentinos
El promedio de los argentinos impugna de alguna manera a los empresarios y
avala alguna forma de intervención estatal. Las potencialidades y límites de esta
difusa conciencia estatista y los desafíos programáticos para la izquierda.
Fernando Rosso
@RossoFer

Sábado 18 de octubre de 2014 | Edición del día

El último número de octubre Le Monde Diplomatique (Edición Cono Sur) destaca en su


editorial una investigación de Flacso-Ibarómetro sobre las orientaciones ideológicas de los argentinos.
“De acuerdo a la investigación, un porcentaje mayoritario de los argentinos se manifiesta a favor de una
intervención activa del Estado en la economía (61,8 por ciento), prefiere las alianzas con los países de la
región antes que con las potencias del primer mundo (53,6), apoya los juicios por violaciones a los
derechos humanos (61,4) y asegura que la búsqueda de la igualdad debe ser, más que de la libertad, el
principal objetivo de un Gobierno democrático (50,5 contra 32,8)”. De estos indicadores, José Natanson,
autor del artículo y director de la publicación, expone la siguiente conclusión: “Las principales
orientaciones políticas del kirchnerismo definen un núcleo básico de ideas compartido por un
porcentaje mayoritario de la población”.
Hace poco el diario La Nación daba cuenta de otro estudio, esta vez de la consultora
Management & Fit, donde se medía la imagen de los empresarios entre la población. Tampoco en este
caso sale bien parada la clase empresaria, y el estudio constata que, en tiempos de crisis, su imagen
acompaña la caída en la consideración popular que sufre la casta política, a la que es vinculada
íntimamente por temas como la corrupción, entre otras cuestiones.
“Los argentinos vs. el capitalismo”, tituló la derecha inteligente (siempre preferible frente al
centroizquierdismo necio). El objetivo fue, como decía Chesterton, convertir la exageración en un
microscopio de los hechos y de esta manera extraer un núcleo de verdad “anticapitalista”, que se
expresaba en los resultados de la encuesta, para poder impugnarlo de plano.

Los discretos hijos del poder

Por su parte, la revista Crisis saca en su número 20 un artículo sobre un grupo autodenominado
GAM (Grupo Argentina Mejor), que está integrado por los hijos de la burguesía criolla y que se congrega
para “pensar el futuro” del país, que en este caso coincide exactamente con el propio. Apellidos como
los de Bulgheroni, Blaquier, Eurnekian, Urquía, Rocca y Elsztain son algunos de los que integran la lista
de la renovación generacional de los dueños del país, que hace sus primeras armas en el arte de pensar
cómo seguir viviendo del trabajo ajeno.
El grupo se caracteriza por el secretismo, y los autores del artículo afirman que esto no es casual
porque “mientras en Estados Unidos los magnates se pelean por figurar en los primeros lugares del
ranking de Forbes, la edición argentina de esa publicación -cuya franquicia administra el exbanquero
Sergio Szpolski- debe hacer malabares cada año para que los empresarios top entreguen algún dato
certero sobre sus patrimonios. No se trata solo de un acto reflejo para eludir a la AFIP ni de una
confirmación de aquello que Max Weber problematizó en La Ética Protestante. En el país del papa
Francisco los ultramegarricos no están bien vistos, porque Dios quiso que la salvación sea en el cielo y
no en la tierra, pero también porque durante décadas sus familias saquearon todo lo que pudieron al
Estado, fugaron todo lo que pudieron al exterior y reclamaron, apoyaron y hasta colaboraron
activamente con la represión ilegal de la última dictadura”.

Estatismo, control y anticapitalismo

Sin obviar que estos datos son muy generales y que se deberían desagregar por clases y sectores
sociales, sintéticamente puede afirmarse que tanto el empresariado argentino como las potencias
imperialistas tienen una baja consideración en la opinión popular. Y de esto se pueden desprender
algunas conclusiones preliminares.
La primera es que esta “conciencia media” es menos un producto de la “batalla cultural” que de
la experiencia histórica reciente, primero con el neoliberalismo que entró en debacle hacia fines del
siglo pasado y no logró recuperarse, así como con el estatismo tímido de la última década. Si bien la
crisis del 2001 tuvo expresiones con ciertos ribetes de antipolítica, también contuvo elementos
anticapitalistas. El discurso del Gobierno (como engranaje del proceso de pasivización y desvío para salir
de la crisis que estalló en 2001) es un producto de estas circunstancias y de esta relación de fuerzas.
Exactamente al revés de cómo lo piensa el kirchnerismo cultural, las condiciones impusieron un relato al
pragmatismo peronista. Aunque, como se afirmó en muchas oportunidades, el kirchnerismo produjo
más relato del que es capaz de digerir o de satisfacer.
La segunda es que, además de la relación de fuerzas sociales, existe un límite ideológico-político
a los “giros a la derecha” que pretendan encarar quienes buscan llegar al Gobierno, incluidos aquellos
que proponen desde dentro mismo de la coalición oficial la continuidad con cambios o viceversa. De ahí
que hasta Massa y Scioli se presenten como variantes del “mejor espíritu” del kirchnerismo y hasta
Macri busque su relato de “tercería vía” y de un desarrollismo inocente con moderada -pero presente-
intervención estatal.
Y, en tercer lugar, plantea un desafío a la izquierda sobre cómo dialogar con ese núcleo de
verdad contradictorio que reside en el anhelo de “control” y de cierto rechazo hacia los empresarios. Un
factor que puede contener tanto una aspiración hacia un paternalismo del Estado como un potencial
desarrollo anticapitalista. Este problema no puede resolverse solo con la propaganda de las virtudes de
otra forma de organización social (socialista), factor que es necesario para la lucha de ideas, pero no
suficiente para la lucha política y estratégica y sobre todo para la pelea por transformar la conciencia de
amplios sectores.
En este núcleo de aspiración al “control” cobran relevancia propuestas como “Que todos los
funcionarios y legisladores cobren lo mismo que una maestra”, en el caso de la pretensión de terminar
con las corruptelas y lograr un “Gobierno barato”. O la nacionalización de la banca, del comercio
exterior y el “control obrero”.
El Gobierno argentino en la coyuntura habla del control a los bancos y esporádicamente
denuncia sus maniobras (como la reciente resolución de obligarlos a pagar una tasa más alta de interés
a los ahorristas), pero son medidas que en última instancia no van al núcleo ni afectan los beneficios
estructurales. El Gobierno también bastardea aspiraciones al control sobre los recursos estratégicos
como el petróleo o sobre la economía de conjunto, por ejemplo con la regulación burocrática de las
exportaciones.
Referido al control obrero, Vladimir Lenin, en un texto del año 1917, denunciaba que se
considera justo y archilegal que el patrón o el banquero hagan públicos los ingresos de los obreros.
Nadie iba a ver en eso un atentado a la vida privada. Y a la vez se preguntaba qué pasaría si los
oprimidos quisieran controlar a los señores.
Por ejemplo, hacer públicas las ganancias de los discretos niños ricos que no tienen tristeza y que
conforman el GAM, ocupando el amplio y lujoso lado VIP de la vida. “Sus futuras herencias, sumadas,
sobrarían para pagar la deuda externa”, afirma el artículo de Crisis.
Concluía Lenin: “¡Pero que los oprimidos intenten controlar a los opresores, sacar a la luz sus
ingresos y sus gastos, denunciar su lujo, aun en tiempos de guerra, cuando ese lujo es causa directa del
hambre y de la muerte de los ejércitos en el frente...! ¡Oh, no! ¡La burguesía no tolerará el ‘espionaje’ ni
la ‘delación’!”.
La cuestión es descubrir y actualizar los planteos programáticos de popularización hacia los
sectores cada vez más amplios que se inclinan a seguir (o de mínima a escuchar) a la izquierda; y llegar al
punto de encuentro entre las aspiraciones que manifiesta ese difuso rechazo político-cultural al
empresariado y un horizonte anticapitalista.
Lenin, el Estado y la hegemonía
JUAN DAL MASO Y FERNANDO ROSSO

N.3, septiembre 2013

Se dice muy seguido y muchas más veces delo que se lo fundamenta, que el marxismo carece de
una “Teoría del Estado” y de una “Teoría de la Acción Política”. Sin entrar a discutir hasta dónde el
marxismo debería tener formalizadas tales teorías con mayúsculas, este sentido común impuesto como
una verdad revelada en los ámbitos académicos esconde las genuinas aportaciones de la tradición
marxista clásica tanto para la compresión del Estado como de la acción política.

Y aunque resulte muchas veces acusado de ser un pensador “asiático”, totalitario y


antidemocrático, da la casualidad de que el aporte de Lenin resulta fundamental en este sentido, por lo
menos en lo que hace a la tradición marxista clásica y sus derivaciones, al punto de que muchos de los
que reivindican a Gramsci como una suerte de “superación” del legado de Lenin, precisamente
desconocen de forma grosera cómo el propio comunista italiano tomó al líder revolucionario ruso como
su referencia inmediata en las cuestiones de la hegemonía.

En este artículo haremos referencia al modo en que Lenin pone en relación la centralidad de la
política, su “base de clase”, tanto en el sentido de su carácter de clase como de su carnadura social, y
cómo esto se expresa en una concepción del Estado y de la hegemonía de la clase obrera. Destacamos
de antemano que la fortaleza del enfoque de Lenin es lograr un punto de vista “equilibrado”, de
interdependencia dialéctica entre la autonomía de la política y sus determinaciones sociales.

Este enfoque de Lenin permite justamente “poner límites” a ciertos fenómenos y fragmentos
discursivos. Por ejemplo, la famosa “autonomía de la política” que, bien mirada, actúa como contrapeso
crítico de los puntos de vistas economicistas, pero a su vez puede derivar en una teoría de la necesidad
de una casta política “eterna”, así como en posiciones “sustituistas” de los sujetos socialmente
concretos, como en cierta medida fue el caso del posicionamiento de Gramsci sobre la URSS. Es que
precisamente los puntos de vista de Lenin se articulan en torno a una concepción del Estado, partiendo
de su definición en base a su carácter de clase, pero estableciendo diversas relaciones y aspectos que
hacen a los vínculos entre las clases, de éstas con el Estado y del Estado con la sociedad, visto
históricamente.

Para desarrollar algunos de estos tópicos, tomaremos en cuenta un fragmento de un trabajo del
intelectual marxista francés Daniel Bensaïd sobre El Estado y la revolución, ya que tiene el mérito de
expresar de manera concentrada algunos de los principales cuestionamientos a la concepción de Lenin,
justamente en la cuestión del Estado, las clases sociales y la política: En El Estado y la revolución, Lenin
rompe radicalmente con “el cretinismo parlamentario” del marxismo ortodoxo. Conserva sin embargo
su ideología gestionaria. Así, imagina aún que la sociedad socialista “no será ya más que una oficina, un
solo taller, con una igualdad de trabajo e igualdad de salario”. Tales fórmulas recuerdan ciertas páginas
en las que Engels sugiere que la extinción del Estado significará también una extinción de la política en
beneficio de una simple “administración de las cosas”, cuya idea es tomada prestada de los
saintsimonianos; dicho de otra forma, a una simple tecnología de gestión de lo social, donde la
abundancia postulada dispensaría de establecer prioridades, de debatir opciones, de hacer vivir la
política como espacio de la pluralidad. (…) Se trata aquí claramente, no sólo de la extinción del Estado,
sino claramente de la extinción de la política, soluble en la administración de las cosas.
Como ocurre a menudo, tal utopía, en apariencia libertaria, se vuelve utopía autoritaria. El sueño
de una sociedad que no sería “toda entera más que una única oficina y un solo taller”, no remitiría en
efecto más que a una buena organización de su funcionamiento. Igualmente, un “Estado proletario”,
concebido como un “cartel del pueblo entero”, puede fácilmente conducir a la confusión totalitaria de la
clase, del partido, y del Estado, y a la idea de que, en este cartel del pueblo entero, los trabajadores no
tendrían ya que hacer huelgas, puesto que sería hacer huelga contra sí mismos[1].

Política, administración de las cosas, Estado obrero

Criticando la supuesta “utopía” de cuño saintsimoniano de Lenin, Bensaïd introduce una


operación teórica que implica la oposición entre “política” y “administración de las cosas”, sin explicar
del todo si la distinción entre ambas actividades implica una diferencia de calidad o solamente de grado.
Dado que si la diferencia es de calidad, la “autonomía de la política” es mucho más pasible de
transformarse en una teoría de la política como actividad especializada y separada del quehacer de la
clase trabajadora.

Por el contrario, para Lenin en el Estado obrero de transición no hay diferencia sustantiva entre
“política” y “administración de las cosas” (podría decirse también “resolución de los grandes problemas
de las masas trabajadoras”), y eso se expresa tanto en lo que hace a las condiciones de posibilidad del
gobierno de la clase obrera, como a la relación entre peso social del proletariado y dirección política del
Estado, en una concepción de hegemonía obrera superior a cualquier teoría unilateral de “autonomía de
la política”. Esta concepción general debe articularse a su vez con la progresión de la revolución
socialista internacional, ya que la toma del poder y la construcción del Estado obrero comienzan a nivel
nacional: mientras en el plano interno el Estado obrero modifica la relación entre “política” y
“administración de las cosas”, en el plano internacional la persistencia del capitalismo y la lucha de
clases implica la permanencia de la política, en primer lugar de la estrategia orientada a la lucha por el
poder obrero, tal cual está contemplada en la Teoría de la Revolución Permanente de León Trotsky. A su
vez, en el plano interno, los retrocesos que puede tener la construcción socialista en la historia concreta
(como demostró en la URSS el surgimiento de una casta burocrática), o la pelea entre diferentes
intereses de clases inscripta en la misma transición, requieren nuevas respuestas políticas, como las
planteadas por Trotsky en el combate por revitalizar los soviets y la pelea por pluripartidismo soviético.

En dos textos de 1917 (“¿Podrán los bolcheviques mantenerse en el poder?” y “La catástrofe que
nos amenaza y cómo luchar contra ella”[2]), Lenin desarrolla una serie de planteos programáticos en los
que demuestra cómo los trabajadores son capaces de dar una salida propia a los problemas económicos
y sociales, y hasta de organizar su propio Estado. Demandas que no solo se refieren a la organización
política, sino que apuntan a la transformación de la organización económico-social en el camino a una
transición socialista, y que podrían sintetizarse en el control obrero y popular sobre el conjunto de la
producción y distribución.

Partiendo de la concepción marxista de que el Estado es esencialmente un órgano de opresión y


explotación de una clase sobre otra (desarrollada previamente en El Estado y la revolución), afirma Lenin
con relación al aparato del Estado: “El proletariado no puede ‘apoderarse’ del ‘aparato de Estado’ y
‘ponerlo en marcha’.

Pero sí puede destruir todo lo que hay de opresor, de rutinario, de incorregiblemente burgués en
el viejo aparato de Estado y reemplazarlo por su propio aparato. Los soviets de diputados obreros,
soldados y campesinos son precisamente este aparato”[3].

Luego de demostrar todas las ventajas de los soviets, que surgieron en Rusia en 1905 y fueron
una forma históricamente más desarrollada del Estado-Comuna, organismos mil veces más
democráticos que cualquier república democrática burguesa, Lenin afirma de manera muy simple que:
“La principal dificultad que enfrenta la revolución proletaria es la instauración a escala nacional del
sistema más preciso, meticuloso, de registro y control, de control obrero, de la producción y la
distribución de los productos”[4].

Más adelante explica los dos “aparatos” con los que cuenta el Estado burgués moderno: Además
del aparato de opresión por excelencia –el Ejército regular, la Policía y la burocracia–, el Estado moderno
tiene un aparato que está íntimamente vinculado con los bancos y los consorcios, un aparato que
realiza, si vale la expresión, un vasto trabajo de contabilidad y registro. Este aparato no puede, ni debe
ser destruido. Lo que hay que hacer es arrancarlo del control de los capitalistas; hay que separar,
incomunicar, aislar a los capitalistas, y a los hilos que ellos manejan; hay que subordinarlo a los soviets
proletarios; hay que hacerlo más vasto, más universal, más popular[5].

Por último Lenin afirma que: Podemos “apoderarnos” de este “aparato de Estado” (que bajo el
capitalismo no es totalmente un aparato de Estado, pero que lo será en nuestras manos, bajo el
socialismo) y “ponerlo en marcha” de un solo golpe, con un solo decreto, porque el verdadero trabajo
de contabilidad, control, registro y cálculo es realizado por empleados, la mayoría de los cuales son, por
sus condiciones de vida, proletarios o semiproletarios[6].

Esto en apariencia sería contradictorio con lo que afirma en El Estado y la revolución, donde dice
–siguiendo a Engels– que el Estado de transición –la dictadura del proletariado– no sería un Estado en el
“sentido estricto”. Pero la realidad es que está planteando la cuestión a dos niveles diferentes. En el
primer caso se refiere al Estado como órgano de opresión de la minoría sobre las mayorías, como fueron
todos los tipos de Estado históricamente conocidos, incluido el capitalista.

En cambio el Estado obrero o la dictadura del proletariado es el órgano de dominación de la


mayoría sobre la minoría, y en este sentido no es un Estado en el sentido estricto. En el segundo caso, se
refiere al aparato administrativo del Estado, haciendo hincapié en el registro y control de la producción
y distribución –que durante siglo XX, con el desarrollo de las formas estatales, se extendieron a la salud,
la educación, y la obra pública.

Bajo el capitalismo, estas funciones están orientadas a las necesidades generales de la sociedad
pero bajo la lógica de la ganancia capitalista, por lo que el Estado burgués no puede garantizarlas de
manera verdaderamente universal[7].

En este punto Lenin precisa qué es lo que se debe destruir del Estado burgués y qué es lo que
hay que conservar-transformar, para ponerlo al servicio de un nuevo Estado proletario; no una nueva
forma, sino más precisamente un nuevo tipo de Estado. Contra los reformistas que niegan la necesidad
de la destrucción-disolución del Estado y apuestan a su “transformación” pacífica, y contra los
anarquistas que hablan de “destruir todo tipo de Estado de la noche a la mañana”, Lenin piensa las
formas concretas de la dictadura del proletariado: cómo debe organizarse el Estado y la economía para
iniciar el camino al socialismo, como condición para –en el marco del impulso al desarrollo de la
revolución mundial– pelear por el comunismo, la extinción de todo tipo de Estado.

La concepción leninista del Estado y la política, entonces, supone una articulación concreta en la
que política y administración de las cosas se unen en la consolidación del poder social de la clase obrera
como condición previa para el proceso histórico de superación de la sociedad de clases y el Estado.

Estado obrero, hegemonía y clase obrera


Analicemos entonces la cuestión de si de esta concepción se desprende un totalitarismo en el
cual los obreros no pueden hacer huelga contra su propio Estado. A diferencia de lo que dice Bensaïd, la
posición de Lenin no supone la simple e inmediata disolución de la política en la “gestión de las cosas”,
sino que hace mucho más compleja la cuestión de la política en tanto mediación entre las clases, y entre
estas y el Estado.

En su discurso pronunciado en la reunión conjunta de los militantes del PC(B) de Rusia delegados
al VIII Congreso de los Soviets de Toda Rusia y del Consejo de los Sindicatos de Moscú, realizada el 30 de
diciembre de 1920, Lenin –como parte de una polémica con Bujarin y Trotsky en los momentos difíciles
del llamado “comunismo de guerra” que pronto sería reemplazado por la NEP– realizó una serie de
señalamientos muy importantes para definir la relación del Estado obrero con la clase obrera, en el
sentido precisamente opuesto al que propone Bensaïd.

Lenin partía de que la hegemonía del proletariado no podía ser dirigida a través de los sindicatos
de masas sino de la vanguardia organizada en el partido para luego precisar las relaciones entre la clase
obrera, el campesinado, la vanguardia de la clase obrera, los sindicatos y el Estado en un análisis
claramente orientado a sostener el Estado obrero y el poder social de la clase obrera en forma
simultánea:

Se comprende que en 1917 hablásemos del Estado obrero; pero ahora se comete un error
manifiesto cuando se nos dice: “Para qué defender, y frente a quién defender, a la clase obrera si no hay
burguesía y el Estado es obrero?” No del todo obrero: ahí está el quid de la cuestión (…) En nuestro país,
el Estado no es, en realidad obrero, sino obrero y campesino (…) nuestro Estado es obrero con una
deformación burocrática. Y hemos tenido que colgarle –¿cómo decirlo?– esta lamentable etiqueta o
cosa así. Ahí tenéis la realidad del período de transición. Pues bien, dado ese género de Estado, que ha
cristalizado en la práctica, ¿los sindicatos no tienen nada que defender? ¿Se puede prescindir de ellos
para defender los intereses materiales y espirituales del proletariado organizado en su totalidad? (…)
Nuestro Estado de hoy es tal que el proletariado organizado en su totalidad debe defenderse, y nosotros
debemos utilizar estas organizaciones obreras para defender a los obreros frente a su Estado y para que
los obreros defiendan nuestro Estado. Una y otra defensa se efectúa a través de una combinación
original de nuestras medidas estatales y de nuestro acuerdo, del “enlazamiento” con nuestros
sindicatos. Porque el concepto de “enlazamiento” incluye que es necesario saber utilizar las medidas del
poder estatal para defender de este poder estatal los intereses materiales y espirituales del proletariado
organizado en su totalidad[8].

Superando la tradición del constitucionalismo burgués, que se propone limitar el poder mediante
la división de poderes, haciendo abstracción de que es una mera subdivisión del mismo poder de la clase
explotadora, Lenin es clarísimo en su posición de articular fuerzas sociales e instituciones políticas para
que la “hegemonía” de la clase obrera no se transforme en una sustitución de la clase obrera por el
aparato estatal presionado por millones de campesinos. Y en ese sentido, la “hegemonía” en la que está
pensando Lenin contiene un sistema de contrapesos al mismo tiempo muy complejo (por las fuerzas
sociales que se propone articular) y muy sencillo (por su claridad de cuáles son los problemas a resolver)
entre la vanguardia y las masas de la clase obrera y entre la clase obrera de conjunto y el campesinado,
que a su vez debe expresarse en la relación entre las organizaciones obreras y el Estado.

Nada más lejos de “la confusión totalitaria de la clase, del partido, y del Estado” en la que “los
trabajadores no tendrían ya que hacer huelgas, puesto que sería hacer huelga contra sí mismos”.

En la concepción leninista, que a su vez daba un rol muy importante a la construcción cultural, la
diferencia entre política y administración de las cosas resulta relativa, uniendo la democracia política
con la industrial. En este contexto, la autonomía de la política, perfectamente conocida por Lenin,
estaba integrada en un pensamiento sobre el Estado en el cual el fin de la sociedad de clases no haría
que se terminasen los diferendos, los debates y controversias entre los seres humanos, pero sí la
necesidad de una casta “especializada” en la política (entendida esta como una mediación al interior de
los conflictos) separada de los productores.

Por el contrario, la ilusión en la perennidad de la política, similar a la idea althusseriana de la


perennidad de la ideología, podría considerarse como una expresión de la adaptación del marxismo a la
idea posmarxista de la democracia “consensual” como horizonte insuperable del “movimiento social”.

[1] Daniel Bensaïd, “El Estado, la democracia y la revolución: una vez más sobre Lenin y 1917”,
vientosur.info, 4/12/07.
[2] Incluidas en las recientemente publicadas Obras selectas de Lenin, de Ediciones del Instituto del
Pensamiento Socialista Karl Marx.
[3] V.I. Lenin, “¿Podrán los bolcheviques mantenerse en el poder?” (octubre de 1917), en Obras
selectas, Buenos Aires, Ediciones IPS, 2013.
[4] Ídem.
[5] Ídem.
[6] Ídem.
[7] Cabe aclarar que en estos textos de 1917, Lenin plantea el programa del “control” para un momento
particular del desarrollo del proceso revolucionario en Rusia, incluso sin plantear la expropiación
generalizada, pero desde una perspectiva transicional, en el camino de un programa general hacia la
“expropiación de los expropiadores”.
[8] V. I. Lenin, Obras Tomo XI, Moscú, Progreso, 1973.
Trotsky, Gramsci y el Estado en
“Occidente”
FERNANDO ROSSO Y JUAN DAL MASO

Número 11, julio 2014.

En su libro The Gramscian Moment, Peter D. Thomas desarrolla una revalorización del
pensamiento de Antonio Gramsci, cuya estructuración se construye a partir de las polémicas contra las
interpretaciones del pensamiento del comunista italiano practicadas en Las Antinomias de Antonio
Gramsci de Perry Anderson y Para leer el Capital de Louis Althusser. Thomas presenta ambas críticas al
pensamiento de Gramsci como complementarias y coincidentes desde diversos ángulos.

Sin embargo, los puntos de vista de Althusser y Anderson son esencialmente divergentes en una
cuestión fundamental: mientras para Althusser lo central pasaba por una crítica “teórica” sobre las
relaciones entre marxismo, ciencia y filosofía, sin una dimensión estratégica clara, el eje elegido por
Anderson pasa por la cuestión estratégica, y en ese contexto se ubican las críticas teóricas. En este
sentido, la equiparación de Anderson y Althusser que realiza Thomas resulta discutible, aunque el
debate con Anderson sobre la cuestión del Estado es productivo para reflexionar sobre el tema desde el
marxismo.

Thomas rescata la categoría del “Estado integral” presente en los textos gramscianos, aunque sin
el nivel de sistematización propuesto por Thomas, que puede sintetizarse en la siguiente definición de
Gramsci: “El Estado (en su significado integral: dictadura + hegemonía” (C6 §155)1 y tiene una primera
aparición en C6 § 10 a propósito de la historia de los intelectuales y sus relaciones con el surgimiento y
crisis del Estado moderno, contexto en el que Gramsci dice que en la Revolución francesa: la burguesía
“pudo presentarse como ‘Estado’ integral, con todas las fuerzas intelectuales y morales necesarias y
suficientes para organizar una sociedad completa y perfecta”2.

Coincidiendo con la necesidad histórica del Estado moderno (burgués) de tener una base de
masas, la categoría de Estado integral, tal como la entiende Thomas, permitiría desarrollar una lectura
más compleja del Estado en el Siglo XX (y la actualidad).

En este marco, Thomas se vale del Estado integral para refutar los tres “modelos” de las
relaciones (oscilantes y variadas) entre Estado y sociedad civil en “Occidente” que Anderson identifica
en la obra de Gramsci:

-El Estado en contraposición a la Sociedad Civil


-El Estado abarca a la Sociedad Civil
-El estado es idéntico a la Sociedad Civil”3
Asimismo, define que, con el concepto de “Estado integral”, “Gramsci intenta analizar la mutua
interpenetración y reforzamiento de ‘sociedad política’ y ‘sociedad civil’ (los cuales deben ser
distinguidos metodológicamente, no orgánicamente) al interior de una unificada (e indivisible) forma-
Estado”4.

Estado Integral, Estado Ampliado, tendencias “estatalizantes”

Contra estos tres modelos, la propuesta de Thomas consiste en intentar superar las posibles
“oscilaciones” y mutaciones realizadas por Gramsci en la distribución de coerción y consenso entre
Estado y Sociedad civil para sostener que el Estado Integral representa precisamente una nueva forma
de articulación de sociedad política y sociedad civil, de forma tal que la ubicación de la coerción o el
consenso en uno solo de los dos polos resulta imposible. Thomas sostiene que la categoría de Estado
integral es más ajustada al texto gramsciano que la de “Estado ampliado”, propuesta en el clásico libro
de Buci-Glucskmann Gramsci y el Estado.

Sin embargo, si bien puede ser menos rigurosa filológicamente, la idea de un “Estado ampliado”
(que Buci-Glucksmann sintetiza como “una incorporación de la hegemonía y su aparato al Estado”5),
además de no ser tan disímil en su contenido a la propuesta de Thomas, puede resultar útil
“históricamente”, siempre y cuando no se caiga en una lectura de “Estado en disputa” o “cambiar el
Estado desde adentro luchando al interior de sus aparatos ideológicos” (que tanto daño hiciera al
marxismo como beneficios generara a los asaltantes de cargos públicos).

Es decir, que aquello a lo que apuntaba Gramsci con la idea de que el Estado en su significado
integral es dictadura + hegemonía no responde a una definición estática mediante la cual los Estados de
“Occidente” son de por sí hegemónicos (desde la Revolución francesa en adelante), sino a un proceso
más complejo mediante el cual el Estado busca hacerse de una base de masas al mismo tiempo que
perfecciona su aparato represivo y extiende su control sobre las organizaciones que “no son Estado” en
sentido estricto, tendencia que si bien está presente en el siglo XIX, principalmente con la integración al
régimen de la socialdemocracia, pega un salto en la época del imperialismo, como veremos más
adelante.

En este sentido, la crítica de Anderson, que Thomas no toma en cuenta especialmente en su


libro, de que “Paradójicamente, no obstante, Gramsci nunca produjo ninguna relación comprensiva de
la historia o estructura de la democracia burguesa en sus Cuadernos de la cárcel”6; puede ser un poco
ahistórica, en tanto Gramsci escribe pensando en el retroceso del movimiento comunista en sociedades
más complejas que la Rusia zarista, pero no precisamente en momentos de auge de la democracia
burguesa en sentido estricto.

Precisamente la reflexión de Gramsci se inserta en un contexto en el que lo predominante no era


la democracia burguesa “normal”, sino las reconfiguraciones de las formas estatales en “Occidente”
para evitar la irrupción revolucionaria de las masas, como en la “vía rusa”; y en este sentido la
democracia burguesa en la que pensaba Gramsci se caracterizaba por la existencia de los sindicatos y
partidos de masas, en un contexto de fuertes tendencias bonapartistas de los regímenes y crisis del
parlamentarismo.

¿Sobreextensión teórica de los conceptos o expansión histórica de los aparatos?

Anderson sostiene que uno de los puntos más polémicos y nunca corregidos por Gramsci en sus
tres “modelos” sobre la relación entre Estado y sociedad civil, coerción y consenso, es la sobreextensión
del concepto de Estado, en el cual, al distribuir por igual la coerción en el Estado y la sociedad civil, se
diluye el monopolio de la violencia como atributo legal del Estado, y esto impide comprender la
“asimetría estructural” que caracteriza al poder estatal en los países capitalistas avanzados7. Toma como
ejemplo la idea de Gramsci sobre la ampliación de la policía, más allá del organismo estatal específico
que cumple funciones policiales: “¿Qué es la policía? Sin duda, no es sólo la organización oficial,
reconocida y habilitada jurídicamente para la función de la seguridad pública, como se entiende
habitualmente. Este organismo es el núcleo central y formalmente responsable, de la ‘policía’, que es en
realidad una organización mucho más vasta, en la cual, directa o indirectamente, con vínculos más o
menos precisos y determinados, permanentes u ocasionales, participa una gran parte de la población de
un Estado” (C2 § 150)8.
Sin embargo, en el propio Trotsky (y el pensamiento de la Internacional Comunista en su Tercer y
Cuarto Congresos) se puede rastrear una idea afín a la de un Estado “basado en algo más” que el propio
aparato estatal.

En el período inmediatamente posterior a la Revolución rusa, se puede ver esta idea


especialmente en el énfasis puesto por Trotsky en el peso de los cuadros contrarrevolucionarios
preparados por la burguesía europea frente a la perspectiva de la revolución:

La burguesía de Occidente prepara su contragolpe por adelantado. Sabe, más o menos, de qué
elementos dependerá este contragolpe e instruye por adelantado a sus cuadros contrarrevolucionarios.
Somos testigos de ello en Alemania, y quizás, si no totalmente, en Francia. Lo vemos igualmente, en sus
formas más acabadas en Italia, donde, a continuación de una revolución incompleta, tuvo lugar una
contrarrevolución completa que empleó con éxito algunos métodos y prácticas de la revolución. (…) El
proletariado revolucionario encontrará por consiguiente en su marcha hacia el poder no solamente a las
vanguardias del combate de la contrarrevolución sino también a sus fuerzas de reserva. Solamente
aniquilándolas, destruyendo y desmoralizando a las fuerzas enemigas, el proletariado será capaz de
tomar el poder del Estado9.

Si bien Trotsky no utiliza la relación entre Estado y sociedad civil para analizar la fortaleza de la
burguesía en Occidente, el uso del ejemplo del fascismo se refiere precisamente a que en su lucha
contra la revolución la burguesía utilizará tanto la violencia estatal como la paraestatal, que tienden a
unificarse a medida que la lucha de clases adquiere rasgos de guerra civil. Este proceso tenía su
contraparte en la integración de la socialdemocracia al régimen capitalista allí donde no había triunfado
el fascismo (con el ejemplo supremo de la República de Weimar), ampliamente tratado por la
Internacional Comunista en sus análisis y denuncias sobre el rol “traidor” de esta corriente.

Será posteriormente, durante los años ‘30, ya lejos del ascenso revolucionario que tuviera lugar
entre 1917 y 1921 (con el último intento revolucionario en 1923 en Alemania), que Trotsky analice los
cambios en las formas estatales, en los regímenes de cada país, en relación al desarrollo de la lucha de
clases e identifique un proceso que unía a escala internacional a los países europeos, EE.UU., América
Latina y la URSS: el de la estatización de los sindicatos.

Debatiendo con sus colaboradores norteamericanos sobre la situación mexicana y mundial en


1938, Trotsky señalaba:

En el contexto general de la política mexicana, los sindicatos están ahora en una etapa muy
interesante. Se puede constatar una tendencia general a su estatización. En los países fascistas, se
encuentra la expresión extrema de esta tendencia. En los países democráticos, se transforma a los
antiguos sindicatos independientes en instrumentos del Estado. Los sindicatos en Francia están por
transformarse en la burocracia oficial del Estado. Jouhaux vino a México para proteger a los intereses
franceses en el petróleo, etc. La causa de esta tendencia a la estatización es que el capitalismo en su
declinación no puede tolerar sindicatos independientes. Si los sindicatos son demasiado independientes,
los capitalistas empujan a los fascistas a destruirlos o buscan espantar a sus dirigentes con la amenaza
fascista para encarrilarlos. Así Jouhaux fue encarrilado. No hay duda que, si él es el mejor de los
republicanos, entonces Francia no establecerá un régimen fascista. Hemos visto en España a los
dirigentes de los sindicatos más anarquistas convertirse en ministros burgueses en el transcurso de la
guerra civil. En Alemania y en Italia, esto se realizó de forma totalitaria. Los sindicatos están
directamente integrados al Estado, con los propietarios capitalistas. Sólo es una diferencia de grado, no
de naturaleza10.
Si bien hay una diferencia de énfasis notable entre Gramsci y Trotsky, entre la postulación de un
Estado Integral que expresa la hegemonía de la clase dominante y una estatización de las organizaciones
obreras que expresa la debilidad de la democracia burguesa si no puede apoyarse en alguna forma de
“corporativismo”, así como las tendencias bonapartistas clásicas en los países centrales y sui generis en
los “atrasados”; hay una coincidencia en el señalamiento de una complejización de las formas estatales,
basada no solamente en la combinación de coerción y consenso en general, sino en la integración del
“movimiento obrero organizado” como base del Estado.

Uniendo países tan disímiles como México, Italia, Alemania o España, el proceso de “estatización
de los sindicatos” era parte de una respuesta internacional de la burguesía al desarrollo de un
movimiento obrero de conjunto menos radicalizado que el del ascenso 1917-21 pero muy combativo y
más extendido y masivo que el de la década anterior. Agregamos nosotros que ese proceso era, a su vez,
un paso en la relativa generalización de ciertas características “occidentales” de la relación entre
sociedad y Estado, a la mayoría de los continentes, sin perder las diferencias específicas entre países
imperialistas, coloniales y semicoloniales.

El sentido práctico de una hibridación teórica

Lo anterior no pretende ser una enésima tentativa de relacionar los puntos de vista de Trotsky
con los de Gramsci por sí misma, sino la de utilizar las convergencias y divergencias entre ambos para
mejor entender el enemigo que enfrenta el movimiento obrero y el pueblo en la lucha contra el capital.

Por ejemplo, el reciente y reaccionario protagonismo de la burocracia del sindicato de mecánicos


(SMATA) en la Argentina demuestra que Gramsci, desde el punto de vista fáctico, no estaba tan
equivocado acerca de la cuestión de la ampliación de la función de policía. Precisamente, la burocracia
sindical puede ajustarse a la definición “sobreextendida” de la policía por su obvia función de policía
interna del movimiento obrero. Y en su doble carácter de sociedad civil, cuando cumple un rol
reformista, y de Estado, cuando se suma a la represión como banda paraestatal11, expresa asimismo
este proceso de “ampliación” del Estado no ya en el terreno conceptual sino histórico concreto. De esta
forma, la “sobreextensión” del Estado se transforma en un fenómeno más permanente, incluso más allá
de coyunturas específicas de “guerra civil” como aquellas a las que hacía mención Trotsky. Si se quiere,
la principal diferencia entre Trotsky y Gramsci respecto de este tema, pasa menos por la “ampliación” o
“significado integral” del Estado que por la dinámica de cómo ese carácter evoluciona de las formas
preventivas a las de la guerra civil, y las consecuencias estratégicas para la relación entre guerra de
posición y guerra de maniobra12.

En este contexto, la posición de Thomas, que hemos utilizado parcialmente para poner límites a
la lectura que realizara Perry Anderson sobre las “imprecisiones” de Gramsci, contiene la misma
limitación estratégica que Anderson planteara correctamente en Las antinomias… al señalar que la
oposición estática entre guerra de posición y guerra de maniobra lleva al reformismo. En el caso de
Thomas, el autor hace hincapié en las relaciones entre Estado Integral y revolución pasiva, con una
tendencia a la reducción a “revolución pasiva” de todas las formas posibles de respuesta estatal frente a
la lucha de clases, sin tomar en cuenta las transiciones posibles desde la política de “integración” del
movimiento obrero hasta ofensivas abiertamente contrarrevolucionarias y de guerra civil.

Desde esta perspectiva, el cruce entre los puntos de vista de Trotsky y Gramsci sobre la cuestión
de la “ampliación del Estado” resulta de mucha utilidad para comprender la evolución de las formas
estatales durante el siglo XX, su relación con el desarrollo del movimiento obrero como “sujeto
peligroso” y la identificación del “sistema de trincheras” que se encuentra agazapado detrás de la
mascarada de un democracia formal extendida como nunca en la historia del capitalismo.
Blog de los autores: elviolentooficio.blogspot.com.ar y losgalosdeasterix.blogspot.com.ar

1. Gramsci, Antonio. Quaderni del carcere. Edizione critica dell’ Gramsci a cura di Valentino
Gerratana, Einaudi Tascabili, Torino/Italia, 2001, págs. 810-811. Aclaración: Todas las citas son
traducciones propias cotejadas con el original y con la edición en español de Ediciones Era, México D.F.
1981.
2. Gramsci, Antonio, ob. cit., pág. 691.
3. Thomas, Peter D., The Gramscian Moment. Philosophy, Hegemony and Marxism, Brill, Leiden-Boston,
2009, p. 93. Traducción propia.
4. Thomas, Peter D., ob. cit., p. 137.
5. Buci-Glucskmann, Christinne, Gramsci y el Estado, Siglo XXI España Editores, Madrid, p. 93.
6. Anderson, Perry, Las Antinomias de Antonio Gramsci. Fontamara, Barcelona, 1998. p. 54.
7. Anderson, Perry, ob. cit. Pág. 55.
8. Gramsci, Antonio, ob. cit, pp. 278-279.
9. Trotsky, León, “Informe sobre la Nueva Política Económica soviética y las perspectivas de la revolución
mundial”, Naturaleza y Dinámica del capitalismo y la economía de transición, Ediciones CEIP, Buenos
Aires, 1999, p. 234 (subrayados nuestros.)
10. Trotsky, León, “Discusión sobre América Latina”, Escritos Latinoamericanos, Ediciones CEIP, Buenos
Aires, 1999, p. 111.
11. Ver “Los Sindicatos y la Estrategia”, IDZ 6, 2013.
12. Para más detalles sobre esta problemática, ver Albamonte, Emilio y Maiello, Matías, “Trotsky y
Gramsci: debates de estrategia sobre la revolución en ‘occidente’”, Estrategia Internacional 28, 2012.

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