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14 SEP 2023

Lecciones de
Derecho
Constitucional.
1ª ed., agosto
2023
ARANZADI

Este PDF contiene

LECCIÓN 2.ª CONCEPTO, CONTENIDO Y REVISIÓN DE LA CONSTITUCIÓN

LECCIÓN 3.ª LA CONSTITUCIÓN DE 1978 EN LA HISTORIA CONSTITUCIONAL


ESPAÑOLA

LECCIÓN 4.ª LINEAMIENTOS GENERALES DE LA CONSTITUCIÓN

LECCIÓN 5.ª EL ORDENAMIENTO JURÍDICO Y LAS NORMAS


CONSTITUCIONALES

LECCIÓN 6.ª LA LEY


14 SEP 2023
Lecciones de Derecho Constitucional. 1ª ed., agosto 2023
PARTE PRIMERA CONSTITUCIÓN, FUENTES DEL DERECHO Y JURISDICCIÓN
CONSTITUCIONAL
LECCIÓN 2.ª CONCEPTO, CONTENIDO Y REVISIÓN DE LA CONSTITUCIÓN

LECCIÓN 2.ª

CONCEPTO, CONTENIDO Y REVISIÓN DE LA


CONSTITUCIÓN1

SUMARIO: 1. EL CONCEPTO DE CONSTITUCIÓN. 2. EL CONTENIDO DE LA


CONSTITUCIÓN. 3. EL PODER CONSTITUYENTE. 4. LA RIGIDEZ CONSTITUCIONAL.
PROCEDIMIENTOS DE REFORMA ORDINARIO Y AGRAVADO. MUTACIONES
CONSTITUCIONALES. 5. LA INTERPRETACIÓN CONSTITUCIONAL. BIBLIOGRAFÍA.

1. EL CONCEPTO DE CONSTITUCIÓN

Entender el Derecho Constitucional exige comprender su objeto: la Constitución.


Entender el Derecho Constitucional reclama la comprensión de su objeto: la
Constitución. De ahí que sea un problema que no sólo interesa a la Teoría de la
Constitución sino directamente al Derecho Constitucional de cada país. El asunto debe
pues verse desde una constitución individualizada en unas coordenadas de tiempo y
espacio, un concreto orden constitucional, como nos dijo Konrad Hesse. Pero el
problema, por su misma complejidad, debe asimismo verse previamente desde diversas
perspectivas generales. Cada una de ellas se centra en una faceta de este concepto
pluridimensional, dada la diversidad de las funciones políticas y jurídicas que una
Constitución cumple. Existen bastantes teorías sobre lo que sea una Constitución, y
conviene conocerlas, aunque optemos finalmente por un concepto válido para hacer
Derecho Constitucional: la Constitución como norma jurídica y norma de normas.

Genealogía. En el mundo antiguo se empleaba la palabra “Constitución” en un sentido


distinto al moderno; todavía hoy los historiadores usan la palabra Constitución en una
manera diversa y más amplia que los juristas. En Aristóteles, la Constitución o la politeia
era la forma de Estado: la ordenación de las magistraturas de una polis. En Cicerón,
constitutio, la constitución romana, eran las normas fundamentales, un conjunto de
costumbres y principios. Suele sostenerse que el primer ejemplo de Constitución en su
sentido moderno es el Agreement of the People de Cromnwell y el Instrumento de
Gobierno en 1653; paradójicamente, un intento de Constitución escrita en un país con
una Constitución en buena parte consuetudinaria o contenida en leyes.
Las primeras Constituciones liberales y revolucionarias: notas comunes. En el período
de descolonización de los Estados Unidos en el siglo XVIII tras la revolución, las colonias
independientes, en uso de su soberano poder constituyente, se otorgaron distintas
Constituciones y Bill of Rights. Fueron traducidas al francés por Benjamín Franklin y –
como demuestra Georg Jellinek– influyeron en la Declaración de Derechos del Hombre y
el Ciudadano de 1789, especialmente la de Virginia. Estas Constituciones de las
antiguas colonias británicas fueron precedentes de la Constitución de los Estados
Unidos de 1787 y de la Constitución francesa de 1791, que tomamos como paradigma de
las primeras Constituciones liberales y origen del constitucionalismo contemporáneo. Al
igual que la temprana Constitución de Cádiz de 1812 lo fue en el mundo hispano e
Iberoamericano y en varios países europeos. La Constitución es el texto que recoge las
ideas ilustradas del constitucionalismo, un movimiento burgués y liberal que intenta
imponer un nuevo orden revolucionario. ¿Qué es común a estas Constituciones? El
ejercicio de la soberanía nacional, la negación del principio monárquico, y ser un acto de
un poder constituyente. Su finalidad está encaminada a la limitación del poder y la
consagración de la libertad política; desde sus orígenes, el constitucionalismo se asocia
al liberalismo y la necesidad de controlar el poder para que no sea absoluto y evitar un
nuevo monarca republicano. Se trata de codificar en un solo texto unas normas para
toda la nación, frente a un modelo de leyes privadas o personales por razones personales
o territoriales que era el natural en el Antiguo Régimen.

Distinción con conceptos afines. Esta primera aproximación al concepto de Constitución


nos permite distinguirlo de otras nociones colindantes o afines.

A) Ley o leyes fundamentales, aunque este término se puede emplear como sinónimo de
Constitución y así se hace con frecuencia, en términos estrictos, denota el rechazo de
alguno de los rasgos característicos de las Constituciones liberal-democráticas. Durante
la Dictadura del General Franco, después de la Guerra Civil, se aprobaron
sucesivamente siete Leyes Fundamentales, llamadas de este modo al no inspirarse en la
ideología liberal –soberanía popular, división de poderes, derechos fundamentales–
propia del constitucionalismo, que se desechaba frontalmente como supuesta causa de
todos nuestros males históricos. En la República Federal Alemana, separada de la
República Democrática Alemana por la ocupación rusa al acabar la II Guerra Mundial,
faltaba la unidad de la nación alemana, dividida en dos partes, y además los aliados
impusieron en los tratados de paz diversos límites heterónomos del poder constituyente,
como fueron la economía de mercado, el federalismo o los derechos fundamentales. Con
auto restricción y modestia, los constituyentes alemanes denominaron Ley Fundamental
de Bonn al texto constitucional.

B) Carta o Fuero. A veces se emplean estas expresiones por motivos literarios y para
evitar repeticiones, pero ambos términos responden a concepciones jurídicas anteriores
y distintas a las del constitucionalismo, si no contrarias al mismo. García Pelayo nos
recordó que en la Edad Media el Derecho era un privilegio, la ley no era general para
todos, y se confundía el Derecho objetivo con el derecho subjetivo. Existían leyes
personales para los estamentos –la aristocracia, el clero– o leyes territoriales, fueros o
leyes territoriales para villas o comarcas por razones históricas. Así p.ej. cuando la Carta
Magna en el siglo XIII (1215) dice “man” no quiere decir “hombre” sino “noble” y no se
recoge una verdadera declaración universal de derechos para todas las personas.
C) Estatuto. La palabra tiene un sentido tradicional junto a otro moderno. Supone
primero una Carta otorgada por un monarca en la que faltan algunos contenidos de una
verdadera Constitución, normalmente el ejercicio de la soberanía popular. Tomemos
como ejemplo el Estatuto de Bayona de 1808 concedido por el Monarca, José Bonaparte,
durante la invasión francesa; o el Estatuto Real de 1834, que es en realidad una
convocatoria de Cortes, y la mayoría de los autores no le concede la naturaleza de
Constitución, aunque cabe la discusión; o el Estatuto Albertino en Italia, de naturaleza
flexible, que otorgó Carlos Alberto de Saboya en 1848. En segundo lugar, más
recientemente, tanto en la II República española como en las actuales Constituciones
italiana y española, un Estatuto de Autonomía es la norma donde se garantiza el
autogobierno de una comunidad o región, pero se aprueba mediante una ley estatal y no
es pues una Constitución de un Estado federado en uso de su poder constituyente.

Etimología del término. Existen dos matrices que se mantienen en el concepto de


Constitución. La voz sajona Constitution que indica un conjunto de leyes o normas. La
voz latina, constitutio, rem publicam costituire, que denota establecer definitivamente
las normas de la república. Toda Constitución es un sistema de normas y tiene vocación
de estabilidad y permanencia. Muestra una voluntad optimista, racional e ilustrada
encaminada a organizar en un acto para las generaciones fututas la ordenación básica
del Estado.

Ideas o conceptos de Constitución. García Pelayo –al que seguiremos– sistematizó las
ideas de Constitución con una tipología muy didáctica y lógica, pero que no agota todas
las aproximaciones: concepto racional normativo, concepto histórico o tradicional, y
conceptos sociológicos. Rubio Llorente insistió en que sólo una categoría formal, una
norma con rango superior a la ley es válida para el Derecho Constitucional,
precisamente la que García Pelayo llamaba concepto racional normativo. Pero Rubio
agregaba que este único concepto puede ser entendido en muy diversas formas
políticas, que llamamos “ideas” de Constitución, resultado de las distintas teorías que
pretenden explicar la naturaleza misma de la Constitución.

Conceptos históricos y tradicionales. Surgen como reacción frente al concepto racional


normativo en cuanto ideología del conservadurismo frente al liberalismo: el mundo no es
un sistema de normas sino historia, sostienen sus defensores. Se busca una justificación
o fundamento histórico del orden constitucional antes que racional. La Constitución no
es un conjunto de normas sino la historia política de un Estado. No es el fruto de la razón
y de un único acto constituyente sino de una lenta evolución de las instituciones a lo
largo de la historia. Un proceso en el que intervienen elementos fortuitos, o emocionales
y simbólicos, o simplemente irracionales. Desde esta óptica, todo país tiene una
Constitución: su propia historia. García Pelayo distinguía entre los autores que creen
que la historia es rebelde a la razón, puro conservadurismo, y aquéllos que consideran
que la razón es capaz de moldear la historia, los liberales moderados. Ejemplos de los
primeros serían de Maistre o Bonald y el tradicionalismo francés, y de los segundos el
Edmund Burke de las Reflexiones sobre la Revolución francesa, espantado por las
consecuencias del terror. En España, Cánovas del Castillo, mentor de la restauración
borbónica y de la Constitución de 1876 sostenía que España tenía una Constitución
histórica fundada en la alianza entre el Rey y las Cortes, y los liberales doctrinarios
buscaban una transacción entre la legitimidad y las potestades del monarca hereditario
y el gobierno representativo.

Conceptos sociológicos. Desde esta lógica, la Constitución no es una forma del deber ser,
una norma, sino del ser, una realidad. Lo importante no es el momento de la validez del
Derecho sino el de su vigencia en la sociedad. Estos conceptos son una proyección de la
Sociología en el escenario constitucional: se relativiza el Derecho a las situaciones
sociales. Así p.ej. Ferdinand Lasalle en su conferencia “¿Qué es una Constitución?”,
editada en 1862, hablaba de verdaderos “fragmentos de poder”, como son el monarca, el
ejército y la banca. Hoy diríamos poderes fácticos. Los problemas constitucionales son
problemas de poder. Por debajo de una Constitución “hoja de papel” –dirá– hay una
Constitución real y efectiva formada por los factores reales de poder. También desde la
tradición marxista, desde Marx a Togliatti en la constituyente italiana, existe una línea
de desvalorización de las Constituciones, remitiendo el Derecho –comprendido como
una superestructura– a las estructuras económicas. En definitiva, se produce una
sustitución del Derecho Constitucional por la Economía, la Sociología o la Ciencia
Política, y en vez de la Constitución se estudian las clases o grupos sociales o los poderes
fácticos. Estas ideas estuvieron muy en boga en décadas anteriores.

La Constitución como unidad y fuente de validez del ordenamiento jurídico. A pesar de


su brillantez la clasificación tripartita de García Pelayo no deja de ser una simplificación,
y existen diversas posiciones de autores clásicos, que él mismo estudia por separado.
Hans Kelsen defendía que la Constitución en sentido jurídico positivo garantiza la
unidad del sistema normativo y no una hipotética voluntad –metajurídica– del Estado. La
Constitución otorga validez a las normas inferiores, regula todas las fuentes de
producción del Derecho como norma de normas y no únicamente norma que regula
conductas (norma normarum/norma agendi). La Constitución es un conjunto de normas
al que está sometido la creación del Derecho. Conforme a la teoría escalonada del
Derecho, muy típica del período entre la primera y la segunda Guerra Mundial, la
Constitución está en el vértice de la pirámide normativa que permite visualizar un
ordenamiento jurídico, y todas las normas inferiores derivan su regularidad y
legitimidad de ella. En virtud del principio de jerarquía, las normas ubicadas en un
escalón inferior no pueden contradecir las del superior. Hay una unidad sustancial del
proceso de creación del Derecho y de aplicación, y las normas constitucionales crean
mucho Derecho, de forma abstracta y concentrada, pero se aplican directamente muy
poco.

Sistema de controles del poder político. Karl Loewenstein y Hans Joachim Friedrich,
bajo el influjo de la experiencia de los totalitarismos durante la II Guerra Mundial,
razonaron –con diversos matices– que toda Constitución es un intento de limitar el
poder. La misma finalidad del constitucionalismo como ideología es limitar la soberanía
del Príncipe, para evitar que actúe como un monarca absoluto. Todo proceso político
supone una distribución autoritaria de decisiones y valores, por más que los órganos que
adoptan las decisiones estén legitimados democráticamente. Por eso una Constitución
debe prever un sistema de controles: a) intraorgánicos, o dentro de un mismo órgano
(v.gr. los controles internos en las administraciones públicas), o interorgánicos y fruto de
las relaciones entre poderes como pueden ser el Gobierno y el Parlamento; b) también
controles funcionales u horizontales, –la división de poderes clásica en Madison, Locke o
Montesquieu–, o territoriales y verticales como ocurre con el federalismo o el
regionalismo que deben comprenderse como procesos dinámicos de descentralización y
división del poder entre entes territoriales a la búsqueda del equilibrio entre fuerzas
centrífugas y centrípetas; c) cabe asimismo diferenciar entre controles políticos, como el
control parlamentario, o jurídicos, como el control de constitucionalidad de las leyes o la
jurisdicción contencioso administrativa.

Conjunto de decisiones políticas básicas. Carl Schmitt, en su Teoría de la Constitución,


distinguía cuatro conceptos de Constitución antes de optar por el que llamaba “concepto
positivo de Constitución”. Un concepto absoluto según el cual la Constitución es un todo
unitario o manera de ser de una comunidad política; en este sentido, todo Estado tiene
una Constitución: una esencia inmutable de un país a lo largo de su historia. La idea
coincide prácticamente con la Constitución histórica. Un segundo concepto relativo que
alude a un conjunto de normas caracterizadas por la rigidez y la escritura; demanda una
constitución formal o documento constitucional. Un tercer concepto ideal que coincide
con lo prescrito en el clásico artículo 16 de la Declaración de Derechos del Hombre y del
Ciudadano, que afirma que toda sociedad que no tiene reconocidos los derechos
fundamentales y asegurada la división de poderes no tiene Constitución; diferenciando
una parte dogmática de otra orgánica, para los anglosajones, Bill of rights and frame of
Government. El cuarto concepto, por el que Schmitt se decanta, es el concepto positivo
de Constitución. La Constitución es una decisión global, un conjunto de decisiones
políticas básicas sobre el tipo y la forma de la unidad política. Desde esta lógica, cabe
diferenciar entre la “Constitución” y la “Ley constitucional”, la segunda presupone la
existencia de la primera, la Constitución como decisión política. La ley constitucional
contiene una multitud de reglas que no reflejan realmente esa decisiones fundamentales
y globales que Schmitt llama Constitución. La idea es sumamente peligrosa. Este
concepto “decisionista” de Constitución pasa por alto que el poder constituyente recoge
todas sus decisiones en un único documento escrito con normas de un mismo rango o
jerarquía. Esta separación entre “Constitución” y “leyes constitucionales”, puede llevar
a justificar un quebrantamiento de la Constitución, menospreciando una parte de la
Constitución. Es una tesis obsoleta, y no permite edificar un concepto normativo de
Constitución. Stern censuró a Schmitt que la distinción es demasiado rígida, y, sobre
todo, que estaba excesivamente influido por los acontecimientos de la República de
Weimar y, en concreto, el tránsito de la Monarquía a la República como decisión
fundamental sobre la existencia del pueblo alemán, y además puede pensarse que abría
la puerta a una modificación perversa o autoritaria de la Constitución.

La Constitución como orden jurídico de la integración. Rudolf Smend decía que la


Constitución es la ordenación jurídica del Estado como realidad vital y,
consecuentemente, del proceso de integración. El Estado es un ente dinámico y
espiritual en constante integración. Singulariza tres procesos de integración de los
ciudadanos: personal, funcional o a través de elecciones, y material mediante símbolos,
valores y derechos. Kelsen fue muy duro con esta consideración del Estado como
integración, tachando a Smend de hacer teología o poesía. Otros autores como Luhman
han criticado la oscuridad del pensamiento de Smend, denunciando que no llega a
definir que es la integración como realidad vital. Pero la verdad es que el término
expresa una intuición certera y la tesis tuvo influjo tras la II Guerra Mundial en autores
como Hesse o Stern. Así para Hesse, que manejaba un concepto jurídico, toda
Constitución debe perseguir dos objetivos inexcusables: la unidad política del Estado,
reducir a unidad la multiplicidad, y crear un orden jurídico recto y por ello legítimo. Una
Constitución expresa la unidad y la misma existencia de un Estado, superando fuerzas
antagónicas.

La Constitución como orden de valores. Muchas Constituciones modernas, después de la


II Guerra Mundial, reconocen valores tratando de huir de lo que Kircheimer llamó
“Constituciones indecisas”, reaccionando frente a los totalitarismos en búsqueda de un
concepto de democracia beligerante en vez de relativista. Unos valores que la propia
Constitución considera esenciales, como fundamento del ordenamiento jurídico y de la
paz social, y a la par internos al ordenamiento jurídico y, en consecuencia, de los que
deben extraerse contenidos normativos. La experiencia del régimen nacionalsocialista
había demostrado que incluso el legislador puede crear injusticias y que era preciso
establecer limitaciones axiológicas a la labor del legislador. El Tribunal Constitucional
Federal Alemán tuvo en cuenta esta idea y se consideró competente para juzgar la
adecuación de las leyes a los valores que la Constitución proclama, pese a algunas
reticencias o escepticismos posteriores. También el Tribunal Constitucional Español ha
discutido sobre los riesgos de una jurisprudencia de valores en un voto particular del
Magistrado Tomás y Valiente a la STC 53/1985, el caso de la primera sentencia sobre
el aborto. El problema de esta idea de Constitución es ciertamente introducir en el
control de constitucionalidad de las leyes la jurisprudencia de valores con toda la
incertidumbre normativa o inseguridad jurídica que ello entraña. Las Constituciones
expresan valores compartidos mayoritariamente por los ciudadanos, pero deben ser
normalmente el poder de reforma constitucional o el legislador democrático quienes los
especifiquen o desarrollen, por más que el Tribunal Constitucional como intérprete
supremo pueda explicar y aflorar valores recogidos en las normas constitucionales. La
Constitución española en su norma constitucional de apertura (artículo 1.1 CE)
proclama como valores superiores del ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la
igualdad y el pluralismo político. Pero existen otros valores inmanentes e igualmente
reconocidos en la Constitución. En el artículo 10.1 CE, se identifica la dignidad humana,
el libre desarrollo de la personalidad y los derechos inviolables como fundamento del
orden político y la paz social. En el artículo 2 CE se constitucionaliza la solidaridad, que
es una particular forma pluralista de entender la unidad y la lealtad federal entre los
españoles, de un lado, y entre las nacionalidades y regiones, de otro, como un
fundamento de la unidad de la nación.

La Constitución como pacto y compromiso político. Todas las Constituciones que han
perdurado en el tiempo tienen distintas matrices ideológicas y son fruto de un gran
pacto, de un compromiso político o consenso, entre variadas fuerzas políticas. Las
Constituciones y momentos constitucionales requieren voluntad de transacción. Las
Constituciones se hacen con la ayuda de los enemigos, y no frente a ellos, o cuando
menos de los adversarios. Una buena Constitución supone un marco de grandes
acuerdos que admite diversas direcciones políticas en su desarrollo y, por consiguiente,
permite una alternancia en el gobierno sin la necesidad –inevitable– de cambios
constitucionales. En la España de 1977 a 1978, hubo acuerdos entre monárquicos y
republicanos, federalistas y centralistas, cristianos y laicos, socialistas y liberales
partidarios de la economía de mercado sin trabas ni derechos sociales, o defensores de
la educación laica o religiosa, etc. De ahí su grandeza y que se haya mantenido cuatro
décadas. Pero muchos de estos consensos se alcanzaron mediante compromisos
dilatorios y reenvíos posteriores a las leyes orgánicas y los Estatutos de Autonomía; es
patente en el Título VIII de la Constitución, un Estado autonómico muy abierto que
prácticamente casi sólo contiene normas sobre el proceso de su construcción.
Desaparecida la voluntad de pacto o compromiso constituyente desde principios de los
años dos mil, el desarrollo del Estado autonómico con normas constitucionales muy
vagas y abiertas ha sido conflictivo.

El concepto racional normativo como basamento del Derecho Constitucional. Sólo el


concepto racional normativo de Constitución permite edificar el Derecho Constitucional,
que entiende la Constitución como un conjunto de normas jurídicas superiores en rango
o jerarquía y, a la par, una “norma de normas” que ordena las fuentes del Derecho y
dirige el ordenamiento jurídico. Optaremos por esta tesis, aunque los demás conceptos
nos ayuden a “comprender” las cosas antes de “interpretar” las normas
constitucionales. La Constitución es un complejo normativo, establecido de una sola vez
y en el que de manera total, exhaustiva y sistemática, se establecen las funciones
fundamentales del Estado, y se regulan los órganos constitucionales, el ámbito de sus
competencias, y las relaciones entre ellos, así como las garantías de los derechos
fundamentales. Si descomponemos los ingredientes de este definición, advertimos que
se trata de un sistema, un conjunto de normas ordenado bajo distintos criterios; es fruto
de un acto, normalmente único, de un poder constituyente; y tiene unas pretensiones
iluministas o racionales de exhaustividad: muestra una confianza en la razón, en la
racionalidad del Derecho, para ordenar la sociedad y predeterminar la acción de los
órganos del Estado mediante normas abstractas y generales, que eliminen la
arbitrariedad y el gobierno desnudo de unos hombres sobre otros hombres. Presupone
la soberanía popular, pero se despersonaliza y se atribuye jurídicamente a la
Constitución, que la distribuye entre un conjunto de órganos constitucionales supremos
dotados de atribuciones y competencias. Es un concepto neutral de Constitución. Pero
realmente no hay más Constitución que la Constitución liberal democrática, la que se
asienta en la cultura del constitucionalismo. Estudiaremos las características y tipos de
normas constitucionales en otra Lección.

2. EL CONTENIDO DE LA CONSTITUCIÓN

El problema del contenido de la Constitución: la definición formal. No es posible dar una


definición material de la Constitución, porque se compone de normas que no se
caracterizan a menudo por su contenido sino sólo por su supremacía formal: su mayor
jerarquía normativa. El poder constituyente no está limitado por normas, nada más que
por las reglas de procedimiento de la asamblea constituyente, y las normas que crea
pueden entrar a regular cualquier espacio en un ordenamiento jurídico. La
Constituciones pueden decir que los españoles deben ser buenos y benéficos, o que hay
que adormecer a los animales antes de matarlos, o regular el derecho de petición, de
muy escaso uso, o el de fundación en vez de los –crecientes y actuales– derechos
digitales, y existen multitud de ejemplos de cuestiones menores u obsoletas, o incluso
discutiblemente normativas. Según esta definición formal, la Constitución puede
recoger cualquier materia dándole un rango supralegal que se impone a cualquier otra
norma. Las garantías de esa supremacía constitucional son respectivamente la rigidez y
la jurisdicción constitucional. La existencia de un Tribunal Constitucional, mediante el
control de constitucionalidad de las leyes, impide que las leyes ordinarias puedan vaciar
de contenido las normas constitucionales, ocupándose de sus mismas regulaciones y en
contradicción con ellas. A la par, la rigidez se asegura de que las Constituciones sólo
pueden ser revisadas mediante el procedimiento en ellas previsto. No obstante,
conviene no confundir “rigidez” y “supremacía”, la rigidez de una Constitución, el
sometimiento a un procedimiento de reforma es un rasgo que está presente en
prácticamente todas las Constituciones contemporáneas. Pero puede ser flexible, como
fueron muchas Constituciones del siglo XIX, sin embargo, ello no es óbice a su
supremacía y a la diferencia entre poder constituyente y legislador, aunque en la
práctica la diferencia se difumine. Las Constituciones modernas son todas rígidas. La
diferencia entre rígidas y flexibles se construyó por un clásico como fue James Bryce
nada menos que en 1884, y he escrito que la verdadera diferencia contemporánea reside
entre Constituciones “modernas”, que se actualizan frecuentemente con la reforma, o
Constituciones “viejas”, que no se actualizan por el procedimiento de reforma y, en
consecuencia, van perdiendo capacidad de obligar y legitimidad, en definitiva, la
voluntad de vivir “en” Constitución de la que hablaba Hesse.

Indagaciones materiales y delimitaciones pedagógicas. A esta consideración formal de la


Constitución como documento escrito, no obstante, se le pueden hacer objeciones que,
sin embargo, –estimo– no alteran su validez. Primero, los tribunales constitucionales
aplican en sus enjuiciamiento como parámetro de control también normas que no son
formalmente constitucionales como ocurre con los Reglamentos parlamentarios, o los
Estatutos de Autonomía, o las Leyes Orgánicas que delimitan competencias de las
CCAA. En España, existe una idea de “bloque de la constitucionalidad” como amplio
parámetro de control, integrado por un conjunto de normas que se caracterizan
precisamente porque engarzan directamente con las constitucionales. Segundo, se
puede estar tentado de completar la consideración formal con una indagación material.
Así la posición formal quiebra durante los procesos constituyentes; si nos preguntamos
cuál es la materia de la que se debe ocupar una Constitución son muchas las
aproximaciones doctrinales posibles. Ya hemos hablado del artículo 16 de la Declaración
de Derechos del Hombre y del Ciudadano, que reclama una parte orgánica y otra
dogmática. Kelsen razonaba sobre la ordenación de las fuentes del Derecho y la
regulación de los órganos constitucionales. En general, –insistiré– deben estar los
epígrafes generales de las materias fundamentales. El problema reside en que se trata
de una simple tendencia y no existe un acuerdo absoluto y unánime sobre la materia
constitucional ni acerca de lo que sea fundamental o esencial: ¿deben ocuparse las
Constituciones de regular la nacionalidad, que en España aborda tradicionalmente el
Título Preliminar del Código Civil? ¿Deben prever las normas electorales con detalle en
vez de la Ley Orgánica de Régimen Electoral General, lo que dificulta su reforma?
¿Deben regular extremos contemporáneos del Derecho Constitucional Económico como
son el Banco Central, o la Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal, o los
controles sobre la estabilidad presupuestaria y el freno constitucional al
endeudamiento? Una variante de las posiciones materiales son las indagaciones
subjetivas que siguen la pauta de regular los órganos constitucionales supremos o de
relevancia constitucional. Me parece acertada, como conclusión, la posición de François
Luchaire quien sostuvo que no existe una definición lógica de Constitución sino
simplemente delimitaciones pedagógicas con un alcance didáctico o propedéutico.
3. EL PODER CONSTITUYENTE

El concepto de poder constituyente, su capacidad legitimadora y características. La


Constitución es el orden jurídico fundamental de un Estado y está dotada de un rango
especial en jerarquía normativa: de una supremacía formal y material. Pero de dónde le
viene –se pregunta Böckenförde– esta mayor validez y eficacia. No está en ese
privilegiado lugar en un ordenamiento jurídico simplemente por sí misma. No se trata de
un mero hecho. Deriva de ser la obra del poder constituyente (pouvoir constituant) en un
proceso histórico que precede a los poderes constituidos. El escalón superior del
ordenamiento se vincula a un dato prejurídico: el origen histórico y político de la
Constitución como obra de un legislador constituyente que legitima la Constitución. Es
una “magnitud política real” y no una norma fundamental hipotética como pretendía un
positivismo estricto ni tampoco tiene un fundamento normativo ideal de tipo
iusnaturalista. El concepto de poder constituyente es un concepto democrático y
revolucionario, ligado a la fuerza que hace surgir y legitima la Constitución. Fue ejercido
en Estados Unidos tras la independencia y en la Revolución francesa y construido por
primera vez en Europa por Sieyès en 1788-1789 en su obra “¿Qué es el tercer estado?”,
para sustituir el poder del monarca y vincular a la nación con la fuerza que crea la
Constitución. Una idea entonces revolucionaria y hoy generalizada. El poder
constituyente es el poder del pueblo: un conjunto de ciudadanos que forman una
comunidad política y poseen igualdad en sus derechos políticos y la capacidad de decidir
sobre la forma de su existencia. Lo expresa con rotundidad el párrafo primero del
preámbulo de la Constitución española de 1978: “la Nación española… en uso de su
soberanía proclama su voluntad”, y asimismo cuando consagra la atribución de la
soberanía en el artículo 1.2 CE “La soberanía nacional reside en el pueblo español del
que emanan los poderes del Estado”. El poder constituyente es un poder originario,
expresión de la voluntad popular, libre e incondicionado, salvo por su sometimiento a
ciertos procedimientos, y tiene un carácter extraordinario a diferencia de los poderes
constituidos cuya labor no debe invadir. La cuestión de los límites del poder
constituyente dio lugar a un debate clásico acerca de si es plenamente libre y sin
ataduras, o está externamente condicionado por un Derecho preexistente o normas
suprapositivas. Pero cuando el pueblo como sujeto entra en acción en forma de poder
constituyente no parece haber postulados que puedan limitarlo más allá de las normas
de procedimiento que se hayan predeterminado –que pueden ser cambiadas con
carácter general pero no para un caso–, así como las genéricas recomendaciones o
indicaciones que se derivan de la cultura del constitucionalismo.

Diversidad de procedimientos constituyentes. Según la Teoría de la Constitución, el


poder constituyente no puede ser regulado por la Constitución misma, a diferencia del
poder de reforma, y, en consecuencia, puede actuar mediante diversos procedimientos o
formas de acción, algunos de ellos los ha sintetizado Böckenförde: a) a través de una
Asamblea nacional constituyente, constituida después de elecciones democráticas, que
incluso puede aprobar la Constitución sin someterla a la ratificación del pueblo en
referéndum; b) la convocatoria de una Convención constituyente, en paralelo al
Parlamento ordinario, con la finalidad de elaborar un proyecto de Constitución que
luego se somete como propuesta al pueblo quien decide aprobarlo o rechazarlo; y c) la
votación general del pueblo de una propuesta que parte de alguno de los órganos
constitucionales sobre la elaboración de una nueva Constitución o su revisión total, es
una vía discutible cuando el proyecto emana directamente del Gobierno y lo somete a un
plebiscito. Pero cada país hace una Constitución (constitution making power) como
puede en un “momento constituyente”, y son variados los procedimientos que a lo largo
de la historia del constitucionalismo se han seguido. Pero, de alguna manera, el poder
constituyente reclama la intervención del pueblo como ciudadanía activa y en ejercicio
de su soberanía. Estudiaremos más adelante la heterodoxia del procedimiento
constituyente español en la transición, fruto de unas Cortes Generales que no fueron
convocadas como constituyentes ni para reformar las Leyes Fundamentales,
condicionados nuestros dirigentes políticos como estaban por las vicisitudes de la
transición a la democracia y la Ley para la Reforma Política.

La teoría pacífica del poder constituyente en el sistema norteamericano (los covenants):


el pacto constituyente. Junto a la teoría francesa y revolucionaria de poder
constituyente, típicamente europea, se ha hablado también de una teoría pacífica que
surgió en los Estados Unidos mediante los covenants o compacts, los pactos de creación
de los primeros asentamientos en América de comunidades religiosas. La Corona inglesa
acabaría reconociendo esos pactos y dándoles Cartas de privilegios. De esta experiencia,
conviene reservar para nuestros fines el origen pactista del poder constituyente y de
toda buena constitución, así como la participación en su elaboración o en el pacto que de
ella emane, potencialmente, de todos los miembros de una comunidad política. El recto
ejercicio del poder constituyente reclama un pacto fundacional.

4. LA RIGIDEZ CONSTITUCIONAL. PROCEDIMIENTOS DE REFORMA


ORDINARIO Y AGRAVADO. MUTACIONES CONSTITUCIONALES

Poder constituyente, poderes constituidos y poder de reforma. La Constitución es un


acto del poder constituyente y una expresión de la soberanía popular. Una vez aprobada
la Constitución es soberana, en términos jurídicos, y cada órgano constitucional
participa de esa soberanía mediante unas competencias constitucionalmente definidas.
Ya no puede sostenerse en el continente europeo la soberanía del parlamento, que es el
modelo del Reino Unido. El pueblo conserva su soberanía política en un Estado
democrático, porque puede cambiar la Constitución o erigirse en poder de reforma. Una
Constitución no puede ser inmutable. En efecto, si la Constitución es un acto
extraordinario del poder constituyente, y no de los poderes ordinarios o constituidos,
solo puede ser modificada por el poder de reforma que está a caballo de ambos tipos de
poderes, un poder constituyente constituido. Pedro de Vega razonó que el poder de
reforma se sitúa entre un poder constituyente ilimitado y soberano, y unos poderes
constituidos y sometidos a la supremacía de aquél.

Rigidez constitucional. La idea de rigidez constitucional la acuña James Bryce en una


conferencia dictada en 1884 y se hace conocida en un trabajo de 1901. Supone que las
leyes fundamentales, en los Estados más modernos, tienen una jerarquía superior a las
leyes ordinarias y no son modificables por el legislador. Pero “rigidez” no es lo mismo
que “estabilidad” constitucional. Su arraigo y duración depende de las fuerzas que
sostengan y apoyen una Constitución formal, o documento constitucional, algo que
Costantino Mortati llamó “Constitución en sentido material” y a la que solemos
referirnos como Constitución material o sustancial. La Constitución material y la formal
deben coincidir.

Iniciativa para la reforma. Según el artículo 166 CE, la iniciativa se ejercerá en los
términos previstos en los apartados 1.º y 2.º del artículo 87 CE para la iniciativa
legislativa. Tiene pues legitimación el Gobierno, el Congreso y el Senado, ambas
Cámaras de acuerdo con sus Reglamentos parlamentarios. Se excluye la iniciativa
legislativa popular (apartado 3.º del artículo 87 CE) mediante la recogida de 500.000
firmas debidamente acreditadas por el temor –típico de la transición– a que se
instrumentalizara por las minorías esta técnica participativa. Quizás esta exclusión ya
no tenga sentido. Los Reglamentos parlamentarios piden que la iniciativa de reforma se
suscriba por dos Grupos parlamentarios o una quinta parte de los diputados (artículo
146.1 Reglamento del Congreso de los Diputados); obsérvese que los requisitos son más
exigentes que para una iniciativa legislativa ordinaria donde basta con un Grupo
parlamentario o un Diputado con la firma de otros catorce (artículo 126.1 RCD). El
Reglamento del Senado pide para presentar una proposición articulada de reforma
constitucional cincuenta senadores que no pertenezcan a un mismo Grupo
parlamentario (artículo 152 RS); y es también más exigente que para la iniciativa
legislativa ordinaria, donde basta con un Grupo parlamentario o veinticinco Senadores
(artículo 108 RS). Hay pues lo que se ha llamado un paralelismo de las formas, y la
iniciativa de reforma constitucional se dificulta en sus requisitos.

Procedimiento de reforma ordinario (artículo 167 CE): aprobación parlamentaria por


mayorías cualificadas y referéndum potestativo. Los proyectos de reforma constitucional
deben ser aprobados por tres quintos de cada Cámara; si no hubiere acuerdo entre
ambas, se intenta una conciliación mediante una Comisión paritaria de Diputados y
Senadores, que presenta un texto que debe ser votado por el Congreso y el Senado con
idéntica mayoría cualificada. Si no se alcanza este 60% de los votos, el Congreso puede
aprobar la reforma por mayoría de dos tercios, un poco más elevada, si obtuvo el voto
favorable de la mayoría absoluta del Senado. Una vez aprobada la reforma por las
Cortes, será sometido a referéndum para su ratificación cuando lo solicite, en un plazo
de quince días, una décima parte de los miembros de cualquiera de las Cámaras. El
referéndum es pues potestativo o facultativo. No obstante, esta apariencia de mayor
facilidad se ha revelado engañosa, pues una pequeña minoría, una décima parte, puede
obstaculizar la reforma, pidiendo la convocatoria de un referéndum; el trámite se
convierte entonces en un instrumento obstativo o de oposición de las minorías excluidas
del pacto que complica el procedimiento a veces en demasía e impide su aprobación o
dificulta su propuesta. El resultado de un referéndum aprobatorio es siempre incierto
como revelan numerosas experiencias, es un trámite que no facilita las cosas. No existen
razones teóricas ni de Derecho Comparado –a la vista de las concretas normas que
regulan la reforma en muchos países– para que el referéndum deba ser un trámite
obligado de todas las reformas constitucionales, pero no puede orillarse en decisiones
esenciales. El problema es saber qué es esencial.

Procedimiento de reforma agravado o revisión total (artículo 168 CE): aprobación


parlamentaria, disolución y elecciones y referéndum obligatorio. Cuando se propusiera
la revisión de ciertas materias, de algunas partes de la Constitución, debe seguirse un
procedimiento de reforma agravado. Es así cuando se intente una “revisión total” de la
Constitución o una “parcial” que afecte al Título Preliminar, al Capítulo 2.º, Sección 2.ª
del Título I, o al Título II. Entonces se procederá a la “aprobación del principio” por
mayoría de dos tercios de cada Cámara (más elevada que en el procedimiento ordinario)
y se procederá a la disolución inmediata de las Cortes. Las nuevas Cámaras deben volver
a estudiar el nuevo texto constitucional y aprobarlo igualmente por mayoría de dos
tercios. Aprobada la reforma por la Cortes, será sometida a referéndum para su
ratificación. El referéndum es en este procedimiento obligatorio. Se ha discutido el
alcance de la expresión “revisión total”, parece entrañar un cambio “de” Constitución,
pero es discutible que no englobe también un cambio esencial o de gran intensidad “en”
la Constitución cuando afecte a una decisión política básica. La Constitución exige la
“aprobación del principio” de la iniciativa en las primeras Cámaras, lo que puede
entenderse como una lectura general o debate de totalidad (así parece regularlo el
artículo 147.1 RCD), y difiere la discusión y debate del articulado con detalle del texto y
de las enmiendas a las segundas Cámaras que sean elegidas.

Materias especialmente protegidas: ¿una cláusula de eternidad escondida? Estas


materias especialmente protegidas juegan como una “cláusula de intangibilidad” o de
“eternidad constitucional”, unos límites expresos a la reforma sin llegar a serlo. No se
prohíbe en España la reforma de los principios esenciales, o de la Monarquía o del
Estado autonómico como hacen con contenidos análogos otras Constituciones europeas.
Pueden modificarse cualesquiera objetos, pero, para algunos, la Constitución demanda
requisitos de más difícil consecución. Es un camino tortuoso o elíptico hacia una
prohibición. La aprobación por dos Cámaras sucesivas es un trámite muy antiguo que
era frecuente en las primeras constituciones liberales –es patente la influencia de la
Constitución de Bélgica 1831–, pero –estimo– no tiene sentido en las Constituciones
democráticas que deben facilitar y desdramatizar las reformas según he teorizado. La
sistemática donde se identifican las materias por su ubicación tampoco es óptima. Se
protege especialmente toda la regulación de la Corona, y el núcleo duro de los derechos
fundamentales. También las decisiones que se llevaron al Título Preliminar, lo que por su
horizontalidad o transversalidad puede provocar intersecciones, así p.ej. una reforma
del régimen jurídico de las CCAA, se ubica en el Título VIII Constitución y podría hacerse
por el procedimiento ordinario, pero si quisiera suprimirse el Estado autonómico para
volver a un Estado centralizado vendría afectado el artículo 2 CE, que garantiza el
derecho al autogobierno de nacionalidades y regiones, y debería andarse el
procedimiento agravado. Del mismo modo, si quisiera modificarse p.ej. el régimen del
tutor regio (artículo 60), algo de pequeño calado, debería seguirse el procedimiento
agravado lo que no tiene lógica jurídica alguna. Y, en cambio, una modificación de las
competencias de las CCAA en los centrales artículos 148 y 149 CE podría hacerse por el
procedimiento ordinario. Son muchos los autores que piensan que el artículo 168 CE
debería suprimirse, derogarse, por confuso e innecesario y comparto plenamente esta
tesis. Fue pensado como una forma de proteger especialmente la Monarquía
parlamentaria sin establecer prohibiciones expresas, pero el precio que se paga es
bloquear la reforma constitucional de otros contenidos que necesitan actualizaciones.

Sanción regia. La reforma constitucional se sanciona por el Rey, así se ha hecho en las
dos ocasiones que albergamos como experiencias y se prevé en el artículo 147.3 RCD.
Fue un asunto discutido, porque no es un facultad que la Constitución (artículo 62 CE)
conceda expresamente al Monarca, pero parece ligado a la competencia para la sanción
de las leyes (letra a]).
Límites temporales a la reforma. El artículo 169 CE fija como única prohibición a la
reforma constitucional iniciarse “en tiempo de guerra o de vigencia de algunos de los
Estados previstos en el artículo 116 CE”. Cabe pensar, desde una interpretación literal,
que no puede iniciarse, pero sí podría acabarse, según ha llegado a sostenerse. Mas es
una lectura discutible que no comparto, porque, en una situación de anormalidad
constitucional, no tiene sentido alguno debatir sobre la modificación de la Constitución;
de manera que, aunque no esté expresamente prohibido en el precepto, podría tener un
lógico efecto paralizador al menos en ciertos casos, pues es una misma la razón de
decidir. No sería oportuno. Se impide en “tiempo de guerra”, tanto si está formalmente
declarada como no y existe realmente una situación de conflicto bélico en la que España
es sujeto activo; también en cualquiera de los tres estados de emergencia: alarma,
excepción y sitio. El fundamento de la prohibición es, de nuevo, no hacer mudanzas en
tiempos de turbulencia, y no alterar la estabilidad constitucional durante emergencias
constitucionales.

Ausencia de cláusulas de intangibilidad expresas. La Constitución parece asumir un


relativismo o indiferentismo ideológico, porque no establece prohibiciones expresas
sobre su inmutabilidad ni siquiera la integridad territorial. Recordemos que son
frecuentes en otras Constituciones de nuestro entorno. El artículo 79.3 de la Ley
Fundamental de Bonn prohíbe reformar la estructura federal y los principios sobre los
que la Constitución se asienta. El artículo 139 de la Constitución italiana, la forma de
gobierno republicana, porque la Constitución republicana de 1947 nació tras un
referéndum sobre la Monarquía. El artículo 89 de la Constitución francesa prohíbe
reformar la integridad territorial y la forma republicana de gobierno. El artículo V de la
Constitución de los Estados Unidos determina que a ningún Estado se le privará de su
igualdad de voto en el Senado (equal footing clause). No obstante, insistiré en que la
complejidad del procedimiento de reforma agravado del artículo 168 CE cumple una
función protectora análoga en la defensa de la Constitución. En Alemania en el período
de entreguerras, durante la República de Weimar, se produjo una contraversia sobre el
alcance del concepto de identidad constitucional y la continuidad del ordenamiento
jurídico, y, en Italia en los años setenta, hubo un debate clásico entre Biscaretti di Ruffia
y Mortati sobre los límites implícitos o inmanentes a la reforma constitucional mediante
cláusulas no escritas ni expresas. Un debate del mismo nivel no ha existido en España.
Pero, en los primeros momentos del desarrollo constitucional, se sostuvo que el artículo
10.1 CE, la dignidad humana y el libre desarrollo de la personalidad, era un límite tácito;
de ser así y habiendo un Título I tan extenso y repleto de derechos, limitaría muy poco.
Con mayor calado, se ha discutido si la integridad del territorio español, el principio de
unidad, es un límite implícito a la revisión de la Constitución frente al llamado derecho o
decidir, o en términos jurídicos, un supuesto derecho a la secesión de entes
infraestatales. El fundamento sería que el poder de reforma es derivado del poder
constituyente originario y que la Constitución se asienta expresamente y presupone la
unidad del Estado y la integridad territorial en diversos preceptos (artículo 2 y 8 CE).

Reformas constitucionales aprobadas. La Constitución de 1978 sólo se ha reformado en


dos ocasiones. Primero, una reforma esencialmente técnica, se modificó el artículo 13.2
CE, mediante reforma de 27 de agosto de 1992, añadiendo el calificativo “pasivo” al
sufragio para permitir el voto en las elecciones municipales de los ciudadanos de otros
Estados miembros de la Unión Europea, como consecuencia del Tratado de Maastricht.
Previamente, el Tribunal Constitucional dictó la Declaración 1/1992, de 1 de julio, tras el
requerimiento del Gobierno, que imponía la reforma, aclarando las dudas. En segundo
lugar, una reforma polémica, pues afecta a la dirección de la política económica y la
mayor parte de sus contenidos están ya en el Derecho de la Unión, en efecto, se modificó
el artículo 135 CE para introducir el freno constitucional al endeudamiento, los límites
de déficit y deuda pública y otros extremos, por Reforma de 27 de septiembre de 2011,
de nuevo por exigencias del Derecho Europeo, el llamado Fiscal Compact o Tratado de
Estabilidad Financiera.

¿Control de constitucionalidad de la reforma? Si la reforma es un poder jurídicamente


ordenado en el Título X, sometido a límites temporales y formales o de procedimiento,
parece una exigencia ineludible la posibilidad del control de constitucionalidad de la
reforma en sus vicios formales. Un razonamiento que –me parece– se desprende
directamente de la Constitución. En sentido contrario, la Ley Orgánica del Tribunal
Constitucional (artículo 27.2) no contempla la reforma entre las normas con rango de ley
que somete, en un largo elenco, al control de constitucionalidad. Pero no me parece un
argumento u obstáculo decisivo. Primero, porque la Ley Orgánica no puede oponerse a
una interpretación constitucional que se desprende directamente de las propias normas
constitucionales. Segundo, en realidad, no es una omisión, porque el artículo 27.1 LOTC
habla de normas con rango de ley y la reforma no es una de ellas y tiene su propio rango
en la jerarquía de las fuentes: no existe una ley de reforma sino una fuente propia: la
reforma constitucional. Cabe, no obstante pensar, que no es viable un control material
de constitucionalidad entre dos normas iguales en rango y jerarquía, y, por consiguiente,
no podría revisarse la adecuación de los contenidos de la reforma al resto de las
disposiciones constitucionales, antes bien la disposición posterior derogaría la más
antigua. Tampoco está previsto un control previo o preventivo, y sería delicado –pero no
imposible– revisar una reforma aprobada en un referéndum por el pueblo. Ahora bien,
en la medida en que la Constitución dispone dos procedimientos de reforma separados,
habría que admitir, para no vaciar de contenido las previsiones constitucionales, que
cabe un control de constitucionalidad formal o de procedimiento de la reforma. No
existe una unanimidad doctrinal, pero me parece la posición más extendida y razonable.

¿Procedimientos en fraude de ley? Son muchos los autores que sugieren suprimir el
procedimiento de reforma agravado del artículo 168 CE, para facilitar las reformas
constitucionales, utilizando el procedimiento ordinario del artículo 167 para lisa y
llanamente proceder a su derogación. ¿Sería un inconstitucional fraude o rodeo a la
Constitución? Algunos expertos así lo han defendido. Pero en la medida en que el
artículo 168 CE no se incorpora a sí mismo entre las materias especialmente protegidas
por la reforma agravada, entiendo que podría hacerse perfectamente y no sería
inconstitucional. Otra cosa es la oportunidad política o conveniencia de esta forma de
actuar, pues de no existir un amplio acuerdo parlamentario, operar de este modo quizás
no sería una buena forma de reformar la Constitución con suficiente legitimidad. Pero no
creo sea inconstitucional.

El sentido de la rigidez constitucional: ¿cambio o defensa de la Constitución? Pérez Royo


subrayaba que la Constitución de los Estados Unidos introducen en el siglo XVIII un
poder de enmienda (artículo V) según el cual las normas que no modifican el texto
constitucional se añaden detrás y no son de tan difícil consecución. La técnica ha
ofrecido estabilidad sin impedir el cambio pues se han producido con alguna
periodicidad hasta los setenta. La idea de enmienda o reforma nace inseparablemente
unida a la de Constitución y se advierte aún con mayor claridad en el pensamiento de los
padres constituyentes autores del Federalista. La reforma atiende a la dinámica
constitucional. Pero, en el sistema europeo, por el contrario, la reforma está también
pensada como defensa frente al cambio. Un mecanismo casi intransitable que proteja la
optimista labor del constituyente, un pacto que condiciona el acceso a la regulación de la
Constitución por las generaciones futuras. Pero el esquema no es tan claro. La Ley
Fundamental de Bonn se ha modificado muchas veces y lo mismo ocurre en muchos
países europeos. Estabilidad y dinámica constitucionales van de la mano y se han
combinado de diversa manera en cada país. En España, sólo hemos modificado la
Constitución por imperativos del Derecho de la Unión y, aunque ha habido un intenso
debate doctrinal sobre la reforma de la Constitución cuando menos desde 2013, jamás
se han alcanzado acuerdos y compromisos políticos suficientes y no parecen cercanos.
La reforma es entre nosotros una fuente del Derecho cerrada por la falta de capacidad
de acuerdo entre nuestras fuerzas políticas. No tenemos un momento constitucional ni
una constitución material que impulse las modificaciones.

Mutaciones constitucionales. La idea de mutación constitucional se acuña por Georg


Jellinek en 1906 en “Reforma y mutación de la Constitución” –si bien estaba ya en Paul
Laband– y la desarrolla después su discípulo Hsü Dau-Lin. La “reforma” es un cambio de
las disposiciones constitucionales siguiendo el procedimiento previsto. Mientras la
“mutación” es una modificación del sentido de las normas de la Constitución que deja
indemne el texto escrito sin cambiarlo formalmente. Es una modificación que se produce
por hechos o en la práctica y los poderes públicos pueden ser conscientes o no de tal
mutación. Es un cambio de la comprensión o aplicación de un precepto constitucional
sin reformar la disposición escrita. Jellinek se refiere a la mutación de la Constitución
por la práctica parlamentaria, la necesidad política, por el desuso de ciertas facultades
estatales, por convenciones constitucionales, por la integración de lagunas, por la
jurisdicción, etc. Recuerda que, en la Guerra de Secesión, la Unión se vio obligada a
emitir billetes de curso obligatorio ante las necesidades más variadas, ningún artículo
de la Constitución autorizaba a hacerlo, pero los tribunales entendieron que, como el
Congreso tiene derecho a declarar la guerra, la Constitución le autoriza a tener los
poderes implícitos necesarios para conducirla (la doctrina de los implied powers). Al
finalizar la guerra, no cesó la emisión de billetes y se entendió como una nueva
competencia de la federación. En realidad, reforma y mutación no son herramientas
fungibles o equivalentes, como parece creerse por algunos autores, porque la mutación
carece de la legitimidad democrática de la reforma y erosiona el valor normativo de la
Constitución. La mutación tiene algo de provisionalidad frente al Derecho codificado. La
reforma constitucional recuerda al pueblo la existencia de la soberanía popular,
mientras la mutación es silente. Bryce decía que una Constitución rígida es como un
puente de hierro, pero si no se reforma de tiempo en tiempo acaba por quebrarse o
provocar revueltas o algaradas. Si el poder de reforma constitucional no actúa, las
mutaciones se incrementan como forma de adaptación a la realidad junto a la
interpretación constitucional. Algunas sentencias constitucionales interpretativas son
en realidad verdaderas sentencias “mutativas” de las normas constitucionales, la
frontera entre interpretación y modificación es imprecisa; observemos p.ej. la
edificación del derecho a la tutela judicial efectiva o del derecho al ejercicio de los
cargos públicos representativos por una constante e innovadora jurisprudencia
constitucional. Como la Constitución española de 1978 sólo se ha modificado en dos
ocasiones y por exigencias del Derecho de la Unión, han sido muy frecuentes las
mutaciones constitucionales, que no han sido contrarias a la Constitución sino
secundum o praeter Costituionem. Pablo Lucas Murillo ha intentado recopilar estas
mutaciones planteándose su naturaleza. Mencionaré algunas. La modificación de la
forma de elección del Consejo del Poder Judicial por sucesivas Leyes Orgánicas del
Poder Judicial desde 1985. El papel del Rey en la propuesta de candidato a la
Presidencia del Gobierno (artículo 99 CE), según los usos parlamentarios, dejando
pilotar la crisis a la Presidenta del Congreso. La noción de matrimonio (artículo 32 CE),
permitiendo su realización entre personas del mismo sexo, y la idea material y plural de
familia (artículo 39) tras reformas legislativas y sentencias constitucionales. La
extensión de los sujetos al derecho a la objeción de conciencia (artículo 30.2) más allá
del personal sanitario, que era el caso previsto inicialmente. El refrendo de los actos de
Rey la noche del 23 F por las autoridades gubernamentales que no estaban detenidas
por los golpistas es una muestra del aforismo clásico: de la necesidad surge el Derecho.
La emergencia de la potestad legislativa de las CCAA en la financiación autonómica y la
regulación de los ingresos tributarios (artículo 157 CE), era algo difícil de imaginar en
los primeros años del desarrollo autonómico donde parecía cederse únicamente el gasto.
Las competencias autonómicas sobre la administración al servicio de la administración
de justicia que derivan de los Estatutos de Autonomía y no de la Constitución, y un largo
etcétera.

5. LA INTERPRETACIÓN CONSTITUCIONAL

¿Qué es interpretar? ¿Aclarar o construir normas? Interpretar una norma es


normalmente “aclarar”, descifrar o revelar, el significado de una norma. Esta primera
aproximación requiere sucesivos matices. Una “disposición escrita” no es lo mismo que
una “norma”. La primera es un texto formal de una ley o de la Constitución o cualquier
otra fuente del Derecho. La segunda, la norma, es el resultado de una interpretación de
una única disposición o, más frecuentemente, de un conjunto de fuentes
interrelacionadas, v.gr. la Constitución, una ley y varios reglamentos o un tratado. El
bocardo in claris non fit interpretatio, lo que es claro no necesita una exégesis, dista de
ser cierto en la mayor parte de los casos. La creación o el uso de cualquier norma
requiere habitualmente de algunas dosis de interpretación, aunque sea algo tan sencillo
como resolver si los días de los plazos concedidos son hábiles o naturales. La literalidad
no vivifica el Derecho. Kelsen no diferenciaba de forma absoluta entre “creación” y
“aplicación” del Derecho y relativizaba la distinción. Es una descripción más acertada de
la realidad del fenómeno jurídico. La aplicación de una norma suele ser parte del
proceso de creación del Derecho: es sólo una diferencia de grado. Por otra parte, la
“interpretación de la Constitución” y la “interpretación de la ley” son dos fenómenos
bastante distintos pese a sus similitudes. La interpretación constitucional es
frecuentemente constructiva de normas (Böckenförde): no aclara simplemente el
sentido de una norma constitucional y antes bien lo construye. Cuando el artículo 15 CE
afirma con rotundidad que “todos tienen derecho a la vida” no explica quiénes son todos,
ni cuando comienza la vida, ni si protege al concebido pero no nacido, ni qué es vida, ni
si la vida debe ser digna y reclama cierta calidad, ni cuál es el momento inicial o final, ni
si la vida es un derecho de cada individuo o un deber que debe proteger una comunidad
incluso frente a su propio titular. Son demasiadas preguntas para comprender una frase
con media docena de palabras y todas ellas suelen venir contestadas en leyes –aborto,
eutanasia, alimentación forzosa de suicidas…– y sentencias constitucionales. Las
normas constitucionales son muy abiertas. Es el legislador democrático quien
normalmente especifica y desarrolla el sentido de las disposiciones constitucionales,
pero también el Tribunal Constitucional y los órganos judiciales ordinarios. La
interpretación constitucional puede venir de una ley o ser el resultado de una resolución
judicial. No obstante, algunos autores distinguen entre “realización” de la Constitución
por la ley, e “interpretación constitucional” que es una interpretación judicial que crea
normas que no pueden ser desconocidas por el legislador.

Los criterios hermenéuticos tradicionales (el artículo 3.1 del Código Civil) y sus
insuficiencias. La interpretación constitucional como una tarea o investigación. Nos
vemos obligados a acudir al Título Preliminar del Código Civil, aprobado poco antes de la
Constitución, en 1974, que no es parte de la Constitución formal o documento, pero sí es
materialmente constitucional por sus contenidos según razonó Herrero de Miñón. Este
conocido precepto legal establece: “Las normas se interpretarán según el sentido propio
de sus palabras, en relación con el contexto, los antecedentes históricos y legislativos, y
la realidad social del tiempo en que han de ser aplicadas, atendiendo fundamentalmente
al espíritu y finalidad de aquellas”. Se recogen los cánones tradicionales elaborados por
Savigny. Una interpretación literal, lógica y gramatical, otra histórica, otra realista o
sociológica y, finalmente, un quinta, una exegesis finalista o teleológica que atiende a la
finalidad de la norma. Además de estos criterios clásicos, se introdujo uno entonces muy
novedoso referente a “la realidad social del tiempo en que han de ser aplicadas” que
impone una interpretación evolutiva. La argumentación literal busca el sentido propio o
natural de las palabras; suele ser la más sencilla y la que menos dosis de trabajo e
información requiere, pero rara vez es la mejor en una interpretación constitucional,
porque una Constitución es un conjunto de normas que forman un sistema y presuponen
muchas cosas derivadas de su ubicación en un Estado constitucional. El contexto
deviene esencial y puede ser entendido en un doble sentido bien como el conjunto de
normas que están en relación con la disposición interpretada, buscando una
interpretación sistemática y desprovista de contradicciones, pero también como el
supuesto de hecho y el momento. Los antecedentes histórico-legislativos atienden a las
leyes previas, a la conformación de normas e instituciones a lo largo de su regulación en
el tiempo y los sucesivos cambios normativos y transiciones de leyes, reconstruyen la
historia de un dogma en las normas; e incluso pueden sustentar una interpretación
originalista referida a la voluntad del legislador constituyente más que a la voluntas
legis del texto aprobado. Pero la realidad social del momento aboca a una interpretación
realista o sociológica y frecuentemente produce una interpretación evolutiva de las
normas constitucionales, en particular, aquéllas que recogen “instituciones” –la familia,
el matrimonio…– cuya comprensión va cambiando en la cultura jurídica y política. Por
último, la interpretación finalista atiende la finalidad de la norma y su espíritu frente a
exégesis que se alejan o alteran de la finalidad natural del precepto y pueden llegar a ser
ilícitas. Todos estos argumentos o criterios hermenéuticos pueden dar lugar a exégesis
distintas. Son caminos diferentes que pueden llevar a diversas salidas. El Código Civil no
nos dice cuándo hay que optar por un tipo de exégesis y cuándo por otra. De manera que
realmente no predetermina la interpretación jurídica. Este artículo parece tener más un
alcance doctrinal o pedagógico que normativo. La interpretación constitucional es una
tarea (compito) –ha dicho Gustavo Zagrebelsky– y no consiste en revelar el sentido
predeterminado de una norma que emana como el agua de una fuente; es una tarea más
compleja que reclama una concreta investigación ante cada supuesto de hecho y
disposición. Consiste en integrar los hechos en las normas y analizar un conjunto de
precedentes y fuentes. Es una actividad discrecional o escasamente reglada.

Constitución y ley: las leyes judicializadas y las sentencias interpretativas. La


interpretación conforme a la Constitución. Es obligado interpretar todo el ordenamiento
jurídico conforme a la Constitución que lo preside y organiza las fuentes del Derecho. Si
una ley puede tener un sentido contrario a la Constitución, si una de sus
interpretaciones posibles es inconstitucional, debe desecharse y elegir las demás. Es
obligado interpretar las leyes estatales o autonómicas de la manera más adecuada a la
Constitución. Con frecuencia, para evitar el vacío normativo, en vez de anular una ley
por inconstitucional, el Tribunal Constitucional declara inconstitucional una exégesis e
impone otra interpretación constitucionalmente adecuada: se llama “interpretación
conforme”; para ello a veces es preciso forzar o incluso manipular el sentido primitivo de
las disposiciones escritas. Son las llamadas “sentencias interpretativas” de las que
existe una amplia tipología en su uso: sentencias aditivas, manipulativas, de rechazo, de
recomendación legislativa, etc. Unas herramientas que han ido creando los tribunales
constitucionales alemán, italiano y español, en particular, el segundo y sistematizado
especialmente la doctrina italiana. Acaso sea en estos casos donde mejor se advierte el
carácter constructivo de la interpretación constitucional, porque la interpretación queda
adherida al texto de la ley, de forma prácticamente inseparable, y deben leerse en el
futuro conjuntamente. La jurisdicción constitucional vincula en sus sentencias al
legislador evidentemente cuando las declara inválidas y las expulsa del ordenamiento
por nulas, pero también cuando las reinterpreta y modifica el sentido de las normas,
imponiendo una nueva interpretación, o simplemente rechazando la que se venía
realizando, respetando la libertad del legislador para elegir otra.

Algunos principios doctrinales y jurisprudenciales. Los principios de la interpretación


constitucional no están codificados ni constitucionalizados en un elenco como el del
Código Civil, aunque en su práctica totalidad pueden extraerse de la Constitución y
considerar que son inmanentes a ella. Así es harto razonable deducir el principio de
proporcionalidad como inherente a la cultura del Estado de Derecho que sí se
constitucionaliza. Es por eso difícil sistematizarlos y cualquier intento no tiene otra valor
que una aproximación incompleta y discutible, para adentrarse en el problema. Han
sido, sobre todo, las elaboraciones de la doctrina científica las que mayores aportaciones
han realizado y, de hecho, mencionaré algunas ideas de Konrad Hesse. Algunos de estos
principios se reflejan bien en nuestras sentencias constitucionales.

Efecto integrador o unidad de la Constitución. Deben primar las interpretaciones que


conduzcan a reforzar la unidad política que supone la Constitución, un mínimo
denominador común de la convivencia de los ciudadanos y los entes territoriales. El
discurso inaugural del primer Presidente del Tribunal Constitucional, Don Manuel
García Pelayo aludió al efecto integrador de la jurisdicción constitucional, en un texto
con claro influjo de Rudolf Smend. El artículo 2 CE establece la solidaridad como
peculiar manera multilateral de entender la unidad del Estado y permite imponer
comportamientos favorables al todo. Siguiendo elaboraciones alemanas se ha llamado
también principio de lealtad federal (Bundestrue) y permite impedir el ejercicio
insolidario de sus competencias por las Comunidades Autónomas o el Estado. Este
principio se deduce de las funciones políticas y jurídicas que una Constitución cumple,
ya que debe mantener unida una comunidad política, e integrar es asociar a sus
miembros con una lógica unitaria.

Interpretación sistemática, concordancia práctica o armonización. Si surge una


aparente contradicción entre las normas constitucionales, se debe proceder a una
interpretación ponderada y armónica sobre la validez de estas normas, favoreciendo la
coherencia interna del texto constitucional, e impidiendo o solventando las
contradicciones. El artículo 62. h] CE estable que el Rey tiene “el mando supremo de las
Fuerzas Armadas”, y el artículo 97 CE que el Gobierno dirige la Administración militar y
la defensa del Estado. Parecen no decir lo mismo y estar en contradicción. De nuevo, es
preciso impedir una antinomia o contradicción entre normas que forman un sistema, y el
Tribunal Constitucional ha interpretado que la potestad de dirección política (indirizzo
político) corresponde al Gobierno con el control y la influencia de las Cortes, pero el Rey
se encuentra integrado en la cadena de mando como Jefe del Estado. Son frecuentes en
las sentencias constitucionales españolas las llamadas a frenar una interpretación literal
en provecho de una más lógica interpretación sistemática. Por otro lado, conviene caer
en la cuenta de que la obsesión por la literalidad impide integrar la realidad y sus
transformaciones.

Conformidad o corrección funcional. Otra variante de argumentación sistemática es la


conformidad funcional, demanda no realizar interpretaciones que conduzcan a
resultados perturbadores para el ejercicio de otra función de otro órgano del Estado o
entre territorial. Así el ejercicio de las potestades básicas por parte del Estado en una
materia con competencias compartidas –p. ej. educación– no puede vaciar de contenido
el lícito desarrollo autonómico de las mismas y sus competencias de ejecución. Tampoco
la competencia estatal de coordinación –p.ej. protección civil–, a menudo ligada a las
bases, permite vaciar las facultades de ejecución de las Comunidades Autónomas.

Derechos reales y efectivos: antiformalismo. Tanto el Tribunal Europeo de Derechos


Humanos (TEDH) como el Tribunal Constitucional han exigido superar formalismos
enervantes en la protección de los derechos fundamentales para asegurarse de su
vigencia real y eficacia frente a meros derechos teóricos e ilusorios, que parecen
contentarse con el reconocimiento normativo, desentendiéndose de su aplicación real.
La tutela judicial que los órganos judiciales dispensen debe ser “efectiva” (artículo 24.1
CE y artículo 6 CEDH), impidiendo indefensiones materiales, y, sobre este basamento, se
ha construido una variada jurisprudencia p.ej. sobre la necesidad de que jueces y
magistrados permitan subsanar los defectos en los procesos para garantizar el acceso a
la justicia.

Favor libertatis o in dubio pro libertate. Las normas constitucionales y, en particular, las
que reconocen derechos deben favorecer la libertad de los individuos y el pluralismo.
Esta idea obliga a dar prevalencia al resultado menos oneroso, la injerencia menos grave
o desproporcionada de entre las posibles, a la hora de sacrificar o limitar un derecho,
promoviendo la libertad. Si las intervenciones administrativas pueden ser mínimas,
simples licencias, no debe optarse por intervenciones más intensas, como son las
concesiones. Este criterio, no obstante, no siempre puede usarse pues cuando hay que
ponderar la colisión de varios derechos fundamentales, p.ej. la libertad de información
frente al derecho a la intimidad, la solución no puede ser a menudo tan sencilla como
maximizar una libertad en detrimento de la otra.

Presunción de la fuerza normativa de la Constitución. Todos los enunciados


constitucionales están previstos de validez normativa. No pueden admitirse
interpretaciones que conduzcan a privar de eficacia o valor normativo una disposición
constitucional. Hay que evitar las exégesis que hagan las normas constitucionales
superfluas o desprovistas de contenido.

Interpretación conforme. Las leyes y las demás disposiciones y actos del ordenamiento
jurídico deben interpretarse “conforme” a la Constitución (terminología alemana) o “en
armonía” con la Constitución (Estados Unidos). Quiere decirse que los mandatos y
enunciados constitucionales deben integran los legales o de cualquier rango para
transformar sus contenidos y construir una norma que no esté en contradicción con la
Constitución. Donde en el pasado recibían pensiones o beneficios o prestaciones sólo las
mujeres, en una sociedad patriarcal, debe entenderse que pueden actualmente
percibirlos las personas con independencia de su género en una sociedad fundada en la
igualdad.

Corrección del Derecho incorrecto. Es un principio muy unido al anterior. Una ley no
debe ser declarada nula cuando puede ser interpretada de acuerdo con la Constitución
mediante una sentencia interpretativa, es preciso intentar corregirla y salvar su validez.
Una interpretación favorable a la conservación de las normas jurídicas que se deduce
del horror al vacío, por los daños que provoca la nulidad, en cualquier ordenamiento.

Criterios para resolver controversias competenciales. Pero prácticamente en cada


sector del ordenamiento jurídico hay criterios y principios específicos de una
interpretación constitucional. Son numerosos a la hora de resolver conflictos
constitucionales derivados de la distribución de competencias territoriales y se han ido
creando, sentencia a sentencia, por el Tribunal Constitucional en sus exégesis.
Mencionaré algunos. La “competencia más específica prevalece sobre la competencia
más general” a la hora de resolver la titularidad de una competencia; p.ej. el turismo
prevalece sobre la educación a la hora de regular la titulación de los guías turísticos; es
una especificación del criterio general según el cual la ley especial prevalece sobre la ley
general con la finalidad de vaciar título competenciales más concretos frente a cláusulas
generales muy abiertas. La “competencia accesoria sigue a la competencia principal”
p.ej. cartografía a la ordenación del territorio. “Subsidiariedad” según el cual hay tareas
que por su dimensión territorial o la dificultad de la tarea y sus costes desbordan el
interés regional y reclaman la intervención del Estado; pero también puede recorrerse
en sentido contrario, de abajo a arriba, y dejar en el interés local o regional lo que no es
necesario se satisfaga por el interés estatal, como es una lectura correcta del “Estado de
tres términos” previsto en el artículo 137 CE.

La controversia sobre el originalismo. Es un debate típico, sobre todo, de los Estados


Unidos en los años ochenta, más que en Europa, pero que resurge de tiempo en tiempo.
La teoría originalista o de la construcción estricta tiene dos fundamentos. Primero, el
intérprete supremo de la Constitución debe ceñirse a la intencional originaria de la
norma, a los casos concretos para los que fueron redactados los artículos y enmiendas
constitucionales, desechando exégesis evolutivas. Segundo, si no hace esto, está
fundando sus sentencias en juicios morales subjetivos, creando nuevos derechos y
reformando la Constitución a través de una interpretación constitucional, imponiendo su
voluntad al pueblo y usurpando un poder constituyente o de reforma que no corresponde
a un juzgador. Estos dos ingredientes reclaman pues una técnica interpretativa estricta,
casi literal, fundada en un argumento contrario a la llamada “usurpación de poderes”.
La tesis dio lugar a una interesante polémica entre Dworkin y Bork. Dworkin criticó esta
tesis en cuatro artículos centrándose en la técnica interpretativa; afirmaba que era una
posición que estimaba –muy correctamente– que no se sostenía. No puede interpretarse
una norma constitucional nada más que con la estricta voluntad originaria de los padres
fundadores más de dos siglos después. ¿Qué idea podían tener los constituyentes
estadounidenses acerca de la competencia sobre el petróleo? Un recurso que ni siquiera
sabían que existía. Lo mismo podríamos decir sobre los actuales derechos digitales. Las
Constituciones demandan una interpretación evolutiva, son un árbol vivo que debe
adecuarse a la realidad social del momento. El “originalismo” ignora las cláusulas
abiertas de toda Constitución: los derechos fundamentales tienen una textura muy
abierta a la evolución de la cultura y las tecnologías como contexto; y en el federalismo
surgen competencias implícitas o residuales y nuevas. Estimo que si las Constituciones
no se reforman cada lustro la pretensión de una interpretación originalista es inviable.
Pero la verdad es que se ha reprochado a Dworkin que no contesta al argumento
“contramayoritario” o de usurpación de poderes, que es el más complejo y afecta a la
legitimidad del alcance del control de constitucionalidad de las leyes o judicial review.
Las tesis originalistas rechazaban, por activista, la jurisprudencia progresista de la
Corte Suprema bajo la Corte Burger, reconociendo derechos civiles. Defienden que
quienes deben actualizar las Constituciones son los Parlamentos, federales o estatales, y
no los jueces.

Dobbs contra Jackson. La cuestión ha vuelto a reabrirse recientemente con la decisión


sobre el aborto de la Corte Suprema de Estados Unidos, que por seis votos contra tres,
en la sentencia Dobbs contra Jackson Women’s Health Organization, de 24 de junio
de 2022, abroga el precedente que supuso Roe contra Wade desde 1973, defendiendo
las posiciones antiabortistas y devuelve a los Parlamentos de los Estados federados la
potestad de legislar sobre este tema. Se afirma que el aborto no es un derecho
constitucional, y que se devuelve el poder a los Estados para regular esta cuestión. Llega
a decirse que la argumentación de Roe contra Wade estaba “atrozmente errada”, incluso
un voto particular del Juez Thomas pide que se reconsideren otros precedentes de
derechos civiles. Se revisó en este caso una Ley del Estado de Missouri que prohíbe el
aborto después de 15 semanas de embarazo. La controversia sobre el originalismo
vuelve a reabrirse con intensidad.

Judicial restraint o judicial deference. Fueron muchos los jueces estadounidenses


(Frankfurter, Holmes, Stone, Warren…) que sostuvieron que el Poder Judicial no está
legitimado para frenar políticas del legislador si no son abiertamente inconstitucionales,
y su función jurisdiccional demanda una cierta autocontención o deferencia respecto del
legislador democrático. Una tesis mucho más matizada, que da acertada respuesta al
argumento contramayoritario.
La revisión de los vicios de procedimiento: un procedimiento razonable de decisión. John
Hart Ely en “Democracy and distrust. A theory of judicial review” defendió, también
para frenar el supuesto activismo de la Corte Suprema, una critica el
“interpretativismo”. Sostiene, como una tercera vía, que el control de constitucionalidad
de las leyes o judicial review no debería asumir o proyectar valores sustantivos, y
simplemente debía contentarse con revisar los vicios de procedimiento. Pero sus tesis no
tuvieron mucho eco. En Europa, desde el periodo de entreguerras se ha admitido que los
vicios de inconstitucionalidad son tanto sustantivos como de procedimiento. Sin
embargo, también en el TEDH ha sostenido, en los últimos tiempos, al analizar el
margen de apreciación nacional la doctrina del “procedimiento razonable de decisión”,
defendiendo que el control de convencionalidad europeo puede limitarse si la decisión
nacional que restringe el derecho se ha adoptado siguiendo un procedimiento
deliberativo, que respeta los trámites previstos y los derechos de las minorías. Sin
embargo, sin discutir que la tesis suponga un avance garantista, la calidad del
procedimiento decisorio no es razón bastante para concluir que no se ha violado un
derecho convencional o constitucional. No basta con revisar los vicios de procedimiento
en la mayor parte de los casos.

BIBLIOGRAFÍA

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“Qué es una Constitución”.

(1) Agradezco las aportaciones a esta lección formuladas por Raúl Canosa Usera.
14 SEP 2023
Lecciones de Derecho Constitucional. 1ª ed., agosto 2023
PARTE PRIMERA CONSTITUCIÓN, FUENTES DEL DERECHO Y JURISDICCIÓN
CONSTITUCIONAL
LECCIÓN 3.ª LA CONSTITUCIÓN DE 1978 EN LA HISTORIA CONSTITUCIONAL
ESPAÑOLA

LECCIÓN 3.ª

LA CONSTITUCIÓN DE 1978 EN LA HISTORIA


CONSTITUCIONAL ESPAÑOLA1

SUMARIO: 1. EL LIBERALISMO DOCEAÑISTA Y EL ADVENIMIENTO DEL


CONSTITUCIONALISMO. 2. INESTABILIDAD CONSTITUCIONAL. 3. PERÍODOS
HISTÓRICOS, RASGOS COMUNES Y VAIVENES DEL ESTADO CONSTITUCIONAL
ESPAÑOL. 4. ELEMENTOS ESENCIALES DE NUESTRO ESTADO CONSTITUCIONAL. 5.
EL PASADO RECIENTE: LA EXPERIENCIA REPUBLICANA DE LA CONSTITUCIÓN DE
1931, Y LA DICTADURA Y SUS LEYES FUNDAMENTALES. BIBLIOGRAFÍA.

1. EL LIBERALISMO DOCEAÑISTA Y EL ADVENIMIENTO DEL


CONSTITUCIONALISMO

La Constitución de 1978 en el seno de nuestra azarosa historia constitucional. No puede


comprenderse adecuadamente nuestra Constitución actual sin ubicarla en el seno de
nuestra azarosa –llena de percances o contratiempos– historia constitucional. Sin saber
de dónde venimos y lo que tuvimos, no pueden apreciarse los grandes cambios que la
transición a la democracia y la Constitución de 1978 introdujeron mediante el consenso
político: España ha tenido desde entonces más de cuatro décadas con una estable
democracia constitucional. Pero nuestra Constitución no puede impetrar una
legitimidad histórica, la continuidad de una tradición constitucional, salvo en algunos
extremos como son, entre otros, la tradicional existencia de la Corona, y un
parlamentarismo debilitado que aparece en el primer tercio del XIX. Se harán en esta
lección unos lineamientos muy generales sin adentrase en detalles, pues el estudio de
nuestro constitucionalismo histórico –estimo– debe hacerse, junto a la codificación, por
los especialistas en Historia del Derecho.

El advenimiento del constitucionalismo con la Constitución de Cádiz. Después de la


expansión como imperio de la Monarquía hispánica en el escenario europeo y americano
en los siglos XVI y XVII, con los Austrias menores y los primeros Borbones, empieza un
largo período de decadencia. No obstante, en el siglo XVIII, empiezan a llegar las ideas
ilustradas y muchos colaboradores de Carlos III, e incluso de Carlos IV, serían ilustrados
y reformadores. Tras las revoluciones americana y francesa y del surgimiento de las
nuevas constituciones liberales, la llegada del constitucionalismo se produce con el
Estatuto de Bayona de 1808, Carta otorgada por el invasor francés, pero con el apoyo de
significados liberales moderados que se llamaron “afrancesados” (Miguel Artola). Pero
el verdadero advenimiento del liberalismo se produce con la Constitución de Cádiz de
1812, que tiene un carácter mítico en nuestra historia, y fue elaborada nada menos que
en medio de una guerra frente al invasor francés que fue también un enfrentamiento
entre españoles. Una llegada temprana y brillante al constitucionalismo con una
Constitución y unos decretos doceañistas que intentaron cambiar toda la faz del Antiguo
Régimen y acabar con el absolutismo. Una obra ingente y demasiado complicada para
una nación atrasada, y para unos constituyentes que llegaron a Cádiz desde España o
América con muchos problemas y provisionalidades, y, sobre todo, con un Rey, Fernando
VII, que –se ha dicho– no tenía ninguna de las virtudes que se deben esperar de un buen
monarca. El desarrollo constitucional no se consolidó y costó mucho tiempo decantar las
nuevas ideas liberales, prácticamente todo el siglo XIX y parte del XX, pero la
Constitución de Cádiz fue un referente del debate para defensores y detractores.

Inestabilidad constitucional. España tuvo seis Constituciones que estuvieron en vigor en


todo el territorio nacional durante el XIX: la Constitución de 1812, el Estatuto Real de
1834, y las Constituciones de 1837, 1845, 1869 y 1876, pues el estatuto de Bayona de
1808 sólo estuvo en vigor en una parte del territorio y fue una Carta otorgada por el
invasor francés, y las Constituciones de 1856 y 1873 no llegaron a estar vigentes. Habría
que añadir, durante el siglo XX, la Constitución de la II República de 1931 y las siete
Leyes Fundamentales de la Dictadura franquista que rechazaban hasta el nombre de
Constitución, por razones ideológicas, y fueron siete leyes sucesivas. Un número
demasiado elevado de Constituciones, pero superado por Francia. Esta inestabilidad
constitucional es consecuencia de las serias dificultades que tuvimos para consagrar las
ideas liberales y luego las democráticas. El cuerpo de nuestra sociedad no aceptó con
facilidad al nuevo traje del liberalismo y fue muy larga la transición entre el viejo
absolutismo y el constitucionalismo.

El Estatuto de Bayona de 1808: un precedente. En los últimos años, diversos estudios


han intentado revalorizar este texto liberal, muy censurado, porque nació para legitimar
el cambio dinástico e imponer a la soberanía nacional la monarquía de José Bonaparte,
hermano de Napoleón, tras sucesivos –y penosos– incidentes entre Carlos IV y su hijo
Fernando VII, quienes huyeron a Francia, abandonando el trono, disputando entre ellos
y siendo más que condescendientes con Napoleón del cual acabaron por recibir una
pensión de manutención. Es pues una Carta otorgada por el invasor y no un verdadero
ejercicio del poder constituyente, lo que le arrebata legitimidad. Pese a las novedades
que el documento introducía, no rigió realmente en virtud de la guerra que duró hasta
1814.

La Constitución de Cádiz de 1812 y el tránsito al liberalismo con infinidad de


dificultades. Supone una brillante iniciación en el constitucionalismo y fue redactada en
Cádiz, huyendo de la invasión francesa, durante 1810 a 1812. Entraña un momento
constitucional muy avanzado y central en nuestra historia constitucional. Tuvo
influencia en varios países europeos (Ignacio Fernández Sarasola), y vigencia o
influencia en parte de Iberoamérica. Es un documento que afirma la soberanía nacional,
extenso, con casi cuatrocientos artículos, que introduce una Constitución especialmente
rígida, pues hasta tres Cortes participaban en la aprobación de la reforma. Trató de
modernizar una sociedad que estaba todavía muy rezagada en la cultura, la religión, la
organización social y la económica, espacios donde se mantenían los esquemas del
Antiguo Régimen y el absolutismo. En su elaboración, participaron europeos y
americanos, y diputados de ideas más o menos liberales o reaccionarias en un difícil
entendimiento. Quizás por eso, con acusado tactismo, se recogen las nuevas ideas
liberales de origen francés o inglés –en ese momento revolucionarias– al tiempo que se
presenta formalmente como una reforma de nuestras leyes fundamentales históricas y
se mantienen residuos del absolutismo. El Preámbulo dice que Fernando VII es “Rey de
las Españas”, “por la gracia de Dios y la Constitución”, invocando una doble legitimidad,
histórica y divina, típica del absolutismo, junto a la legitimidad que le daba la
Constitución; a la vez se proclama que “las antiguas leyes fundamentales de esta
Monarquía…” podrán promover la prosperidad y la nueva Constitución política. Pero la
realidad era que la moderna Constitución debía ser aplicada en un país pobre, con
caminos intransitables, malas comunicaciones, bandolerismo, leyes viejas y sólo algunas
minorías ilustradas. Existían grandes dificultades para mantener las provincias
americanas, donde estaban llegando las ideas liberales, y que alcanzarían finalmente su
independencia después de 1820; un proceso impulsado por el vacío de poder que creó la
guerra. En efecto, Fernando VII parte a Francia cuando la ocupación, y surgen
espontáneamente Juntas provinciales y locales, mientras las instituciones del Antiguo
Régimen (los Consejos de Castilla e Indias) se desmoronan. El viejo Estado absoluto se
colapsa. Desde las Juntas, se elegirá una Junta Central que hará una convocatoria de
Cortes por primera vez, ya no por estamentos sino por elección, que se transformará en
una asamblea constituyente. La elección indirecta llevó a que fuera inevitablemente una
cooptación entre personalidades ilustres en ambos hemisferios. Muchos americanos no
consiguieron llegar a Cádiz y fueron sustituidos por vecinos de la ciudad de ideas
liberales. Es impresionante caer en la cuenta del inmenso espacio de cuatro continentes
que el artículo 10 de la Constitución identifica como el “territorio español” y significativo
que se conciba la “Nación española” como “la reunión de todos los españoles de ambos
hemisferios” (artículo 1). Resulta muy difícil hacer un juicio de valor diacrónico sin
manipular o simplificar las cosas, pero insistiré en que quizás fue un traje demasiado
moderno para un cuerpo social muy atrasado. El viejo Estado y sus instituciones se
rompieron con la guerra e intentaron construirse –con gran decencia y dignidad– otras
nuevas muy distintas. La transformación constitucional de la realidad sería mucho más
lenta y llevaría todo el siglo XIX.

Soberanía nacional y poder constituyente. El primer precepto que debe ser leído en una
Constitución, para situarse el intérprete, es aquél que señala quién es el titular de la
soberanía. El artículo 3 proclama, innovando nuestra historia, que la soberanía reside
esencialmente en la Nación y “por lo mismo pertenece a ésta exclusivamente el derecho
de establecer sus leyes fundamentales”. Supone un cambio revolucionario.

Nueva división de poderes: rígida e impracticable. También se introduce una división de


poderes, aunque sea de forma muy rígida por el recelo hacia el monarca. El poder
ejecutivo correspondía al Rey quien poseía la facultad de hacer ejecutar las leyes
(artículo 170) y de expedir los decretos, mandar los ejércitos, nombrar empleos públicos
y magistrados y un largo elenco de facultades como nombrar libremente a los
secretarios de estado y del despacho (art. 171), así como la posibilidad de negar la
sanción de las leyes por un período de tiempo, lo que le daba un influjo en la legislación.
Necesitaba el refrendo de los ministros, y se incluyó un embrión de responsabilidad
política de los secretarios de despacho (artículo 131.25). No obstante, la Constitución le
imponía también al monarca una serie de restricciones: disolver las Cortes, ausentarse
del reino sin el consentimiento de las Cortes (algo que ya había hecho Fernando VII),
privar a ningún individuo de su libertad e imponer penas (artículo 172). El poder
legislativo se atribuye a las Cortes quienes, junto a la potestad de aprobar las leyes,
disponían de funciones financieras, otras ligadas al Rey y a los tratados internacionales y
algunas administrativas. La potestad de aplicar las leyes en las causas civiles y
criminales pertenece “exclusivamente a los tribunales” (artículo 242). Se rompe pues
con la concentración de poderes en el Rey típica del absolutismo del que veníamos y se
crea una división tripartita. Pero la separación de poderes que se diseñó, probablemente
por recelo hacia el monarca, pero también porque esas eran las ideas de las primeras
Constituciones francesas de la época, era muy rígida y absoluta, y quizás no habría
podido funcionar fácilmente (así lo denunció Luis Sánchez Agesta). El Rey no podía
disolver las Cortes como instrumento de estabilidad gubernamental ante
parlamentarismos negativos. La Cortes no podían deliberar en presencia del Rey, pese a
que ostentaba el poder ejecutivo, salvo en el discurso de apertura de las Cortes, y no
había un Primer Ministro o Presidente de un –inexistente– Gobierno como órgano
colegiado. Los secretarios del despacho o ministros no eran diputados como suele
ocurrir en los sistemas parlamentarios, lo que obstaculizaba el control parlamentario; si
bien cuando hicieran propuestas, podían asistir a las deliberaciones sin votar. Los
diputados no podían ser reelegidos y se renovaban en su totalidad cada dos años, tiempo
al que habría que restar la duración del viaje desde América, en un mandato demasiado
breve. Las sesiones de Cortes duraban únicamente tres meses cada año y podían
prorrogarse por otro mes, un período muy corto. Finalmente, se disponía la posibilidad
de nombrar una Regencia cuando se declarase incapaz al Rey “por cualquier causa física
o moral” (artículo 187). Significativamente, esta incapacidad moral se aprobó en 1823 al
trasladarse las Cortes de Sevilla a Cádiz por la invasión de las tropas francesas con el
Duque de Angulema, al estimarse a Fernando VII enajenado –una ficción– por no querer
trasladarse para esperar a los invasores. Fue una formar de convertir la incapacidad
moral en política como ha seguido interpretándose en algunos países de Iberoamérica.
En resumen, se consagró una división de poderes rígida cuyo funcionamiento podría
haber sido problemático de haberse puesto en marcha.

Representación liberal. El sistema del absolutismo se fundaba en la representación de


los tres estamentos (aristocracia, clero y burguesía) y en un mandato imperativo en la
mayor parte de las veces. La revolución francesa acabó con esta representación
anacrónica. La Constitución de 1812 afirma que las Cortes representan a la Nación, que
la base para la representación nacional es la misma en ambos hemisferios (artículos 27 y
28), y que el acta de proclamación de electos de los diputados les otorgará poderes
“como representantes de la Nación española”, para acordar cuanto entendieran
conducente al bien general (artículo 100). Una afirmación que reconoce un mandato
libre o no vinculado. Los diputados representan a toda la nación y no a las concretas
circunscripciones donde se eligen. Se organizaba un complicado sistema electoral con
sufragio indirecto y tres fases de votación: parroquia, partido y provincia.
Breve aplicación de la Constitución. Pero la Constitución apenas tuvo vigencia. A la
vuelta de Fernando VII al acabar la guerra, dicta un manifiesto en 1814 que abroga el
régimen constitucional, vindica su soberanía y supone la vuelta al Estado absoluto.
Realmente la Constitución sólo rigió de forma continuada durante el trienio liberal de
1820 a 1823, cuando el Rey se vio obligado a reestablecerla tras el levantamiento de
Riego; y fueron apenas seis años los que se aplicó de 1812 a 1837, pero con sucesivas
interrupciones. Tomas Villarroya nos recordó que la derogación de la Constitución en
1814 y en 1823 y la represión política que practicó el tiránico monarca inauguraron dos
fenómenos típicamente españoles: el exilio y el pronunciamiento. Sin embargo, pese a su
breve vigencia, su impacto e influencia fueron muy grandes, condicionado todo el
desarrollo de nuestro constitucionalismo posterior e influyendo en Iberoamérica y
algunos países europeos.

Un reconocimiento disperso de derechos y confesionalidad del Estado. No existe un


título destinado a los derechos fundamentales, una declaración de derechos, a diferencia
de en Estados Unidos y Francia. Un asunto que, si bien fue discutido en la Comisión
Constitucional, se rechazó para evitar acusaciones de “francesismo” o afrancesamiento
(Joaquín Varela Suanzes). Pero, desperdigados a lo largo de la Constitución, se
reconocen con desorden y en un lenguaje tradicional numerosos derechos y libertades.
Deben tenerse en cuenta asimismo los derechos introducidos en numerosos decretos
que aprobaron las Cortes. En la Constitución, se afirma que la Nación está obligada a
“proteger la libertad civil, la propiedad y los demás derechos”. Se regula la ciudadanía y
la nacionalidad para los vecinos de cualquier pueblo de los dominios españoles, salvo
para los originarios de África. Se afirma el derecho de sufragio –masculino– entre los
derechos políticos. Se reconocen ciertas garantías procesales como el derecho a ser
juzgado por el tribunal competente determinado con anterioridad por la ley. Se crea un
solo fuero para toda clase de personas en los negocios comunes, civiles y criminales, que
debe entenderse como una manifestación de igualdad ante la ley. Se reconoce el derecho
a terminar las diferencias entre los españoles por medio de arbitraje. La prohibición de
encarcelar sin que preceda información sumaria del hecho y un mandato por escrito. La
declaración del arrestado ante el juez antes de ser puesto en prisión. El mandato de que
las cárceles sirvan para asegurar y no molestar a los presos. La publicidad del proceso.
La prohibición de usar de tormentos y apremios. La inviolabilidad del domicilio.
Limitaciones a la confiscación de bienes. La igualdad de todos los españoles en el
cumplimiento de las obligaciones fiscales. La libertad de escribir, imprimir y publicar
ideas políticas sin necesidad de licencia; salvo los escritos religiosos que seguían
sometidos a censura previa, porque la Constitución proclamaba de forma rotunda la
confesionalidad del Estado, prohibiendo el ejercicio de cualquier otra. Pero el
constitucionalismo se inaugura admitiendo la confesionalidad del Estado y no la libertad
religiosa. Todos estos derechos quedaban sometidos a su desarrollo legal.

2. INESTABILIDAD CONSTITUCIONAL

La desvalorización de las instituciones constitucionales. Nuestro siglo XIX tuvo dos


rasgos permanentes: un buen número de Constituciones, pero en buena medida
desprovistas de valor normativo y eficacia jurídica, eran declaraciones políticas y
retóricas. Unos rasgos que, si bien es cierto eran semejantes a otras experiencias
constitucionales europeas de la época, contribuyeron a desvalorizar la Constitución, la
confianza en las elecciones, y el aprecio del parlamentarismo y del Derecho
Constitucional como intentos de someter al Derecho el poder político del Estado.
Inestabilidad política e inestabilidad constitucional fueron de la mano según ha expuesto
Jorge de Esteban. España no llegó a consolidar un verdadero Estado liberal en todos sus
contenidos mediante una evolución, pero sí introdujo algunas instituciones sobre todo
en el primer tercio del siglo XIX. Hubo, sin embargo, cierta aparente estabilidad política
en dos largos períodos diferentes. Primero, con la Restauración monárquica desde la
Constitución de 1876 hasta 1923 cuando se produjo el Golpe de Estado del General
Primo de Rivera y la primera dictadura; casi medio siglo de parlamentarismo y
liberalismo –falseados– y un bipartidismo con una alternancia pactada en elecciones
irregulares, que no afrontaron ni el problema regional ni el social; pero con todas sus
deficiencias fue un período constitucional. Segundo, de 1939 a 1978, cuatro décadas de
Dictadura del General Franco, surgida de un alzamiento en una Guerra Civil, con total
exclusión del constitucionalismo, y una paz ficticia, fundada en la represión política y el
exilio de los disidentes, sin democracia ni elecciones libres ni derechos civiles ni
políticos; y que tuvo distintas fases y evoluciones: primero totalitarismo y luego
autoritarismo; ciertamente, hubo desarrollo económico y algunos derechos sociales,
pero vivimos aislados de Europa, sin integrarnos en el Plan Marshall ni en las
Comunidades Europeas.

Causas de la inestabilidad constitucional. Es difícil hacer una sistematización de las


causas sin ser superficial, pues fueron profundas y variadas como ha estudiado Jorge de
Esteban. El tránsito del Antiguo Régimen se hizo en un mal momento, en plena Guerra
de Independencia, de manera que se asoció el liberalismo con la invasión francesa,
produciendo un rechazo de las nuevas ideas en la población analfabeta que aclamaba a
Fernando VII como soberano y defensor de la fe, pese que fue también una guerra entre
españoles, pues algunos fueron liberales afrancesados. El temor de la monarquía, la
aristocracia y de las potencias europeas a las ideas de la Revolución francesa y a la
experiencia del terror. Un país muy despoblado, y subdesarrollado en los siglos XVII y
XVIII, con bajos niveles de renta y ausencia de enseñanza pública, y que la larga guerra
con Francia acabó de devastar. La ausencia de una revolución burguesa, como en los
Estados Unidos y en Francia donde el constitucionalismo reflejaba los intereses de una
nueva clase social, la burguesía, que en España apenas existía. Los negativos efectos de
la desamortización de Mendizábal, pensada con mentalidad liberal para generar
propiedad privada y arrebatarla a las manos muertas de las tierras eclesiásticas, pero
que no llegó a liberar la propiedad –uno de los grandes derechos del liberalismo junto a
la libertad– en muchas manos, sino que generó el enriquecimiento de unos pocos
grandes propietarios agrarios. Tampoco hubo una revolución industrial que creara una
burguesía fuerte salvo en Cataluña y el País Vasco. Toda Constitución es la Constitución
de un Estado y España tuvo serios problemas para crear un Estado fuerte, bien
organizado territorialmente, ofreciendo una alternativa a los viejos Reinos de nuestro
antiguo Estado compuesto, que el centralismo del liberalismo no supo crear, dejando sin
resolver el problema primero del regionalismo y luego del auge de los nacionalismos.
Muchas de las funciones del Estado fueron apropiadas por oligarquías locales: la
oligarquía y el caciquismo según denunció Joaquín Costa. Sostuvimos tres guerras
carlistas, que precedieron a la Guerra Civil, y dividieron y arruinaron el país, enfrentado
en dos ejércitos que defendían modelos sociales y forales distintos y casi no podían
mantenerse. La implantación de las provincias en 1833 con Javier de Burgos, la creación
de gobernadores civiles y una planta administrativa supusieron un intento de
racionalización, pero la vida política estaba en los Ayuntamientos y el caciquismo ejerció
de intermediario en el sufragio y llevó al falseamiento de las elecciones. El surgimiento
de movimientos radicales de rechazo de la democracia liberal en el siglo XX como el
anarquismo, que no rechazaban el uso de la violencia en esa época, pues creían era un
instrumento legítimo de defensa y en pro de la revolución. Un ejército acostumbrado a
intervenir en política mediante pronunciamientos desde la Guerra de Independencia y
las guerras carlistas. La adulteración del sistema electoral mediante un cuerpo electoral
pequeño, a causa de una fuerte restricción del sufragio censitario, y constantes
“pucherazos” que falseaban por la fuerza las elecciones en las votaciones, o luego
manipulaban las actas con la ayuda del Ministerio de la Gobernación y los gobiernos
civiles. Intervenciones excesivas de los sucesivos monarcas en el sistema político.
Debilidad de los partidos políticos, etc.

Derecho político en vez de Derecho Constitucional. Quizás por esta inestabilidad


constitucional no surgió tempranamente un tratamiento académico del Derecho
Constitucional, que fue sustituido por un Derecho Político enciclopédico desde las
lecciones en el Ateneo de Madrid de Donoso Cortés, Pacheco y Alcalá Galiano en el
primer tercio del XIX tal y como hemos visto en la primera lección. Una situación
anómala respecto de otros países europeos que impidió llegara la influencia del
positivismo jurídico como ocurrió en Alemania e Italia La situación de dispersión de los
estudios y de ausencia de interés por los análisis jurídicos se incrementó en la
Restauración con Colmeiro, Posada y Santamaría de Paredes, entre otros y sólo se
interrumpió con algunos autores en la II República, Llorens y Pérez Serrano entre ellos.
La situación cambió con la Constitución de 1978 y la estabilidad de una Constitución que
reclamaba el estudio de numerosos problemas jurídicos en su desarrollo, método que
impulsó asimismo la presencia de una jurisdicción constitucional que contribuyó a la
consideración normativa de la Constitución.

3. PERÍODOS HISTÓRICOS, RASGOS COMUNES Y VAIVENES DEL ESTADO


CONSTITUCIONAL ESPAÑOL

Períodos históricos. Se han identificado diversos períodos en nuestra historia


constitucional que pueden exponerse con la finalidad de comprender mejor lo acaecido:

• Primero, el conflictivo paso del Antiguo Régimen al Estado liberal desde 1808 a 1833,
que mantuvo períodos de absolutismo bajo Fernando VII como ocurrió en la llamada
“década ominosa”.

• Segundo, los inicios del liberalismo en el período cristino, de 1834 a 1843, “Los
primeros pasos del Estado constitucional” le ha llamado Alejandro Nieto, una fase donde
se sentaron las bases de la Administración y el empleo público, de los ayuntamientos, del
sistema normativo, de la planta judicial y del procedimiento administrativo, de la nueva
propiedad burguesa, etc.

• Tercero, el convulso período isabelino de 1848 hasta la revolución de 1868.


• Cuarto, el sexenio revolucionario desde 1868, que introduce una Constitución en 1969
que reconoce el sufragio universal masculino, y terminó con la proclamación de la
Primera República y el proyecto de Constitución federal de 1873.

• Quinto, el largo período de la Restauración borbónica desde 1874 cuando se proclama


Rey a Alfonso XII, etapa que diseña e impulsa la importante figura de Cánovas del
Castillo. Se consagra en la Constitución de 1876, se funda en un pacto entre
conservadores y liberales y duró de 1875 a 1930, con el intermedio de la Dictadura de
Primo de Rivera de 1923 a 1930.

• Sexto, se proclama la Segunda República en 1931 que desemboca en una guerra civil
de 1936 a 1939 tras el alzamiento militar liderado entre otros por el General Franco.

Son períodos con sensibles diferencias y muy diversa duración y otro tanto ocurre con
las Constituciones.

Rasgos comunes del Estado constitucional español del siglo XIX. Pese a estas
diversidades, quien quizás ha sido el principal especialista en la materia, Varela
Suanzes, ha sintetizado varios rasgos comunes a las seis Constituciones españolas que
estuvieron vigentes en todo el territorio nacional en el XIX. Afirma que, pese a sus
notable diferencias, cabe hablar de un mismo Estado constitucional a lo largo de ese
siglo, diferente del Antiguo Régimen y de la Dictadura que se instaura en 1923. La tesis
es muy razonable, y además ya fue defendida por historiadores contemporáneos a la
época. Existe una relativa continuidad de nuestro constitucionalismo liberal del siglo
XIX. Su discípulo Fernández Sarasola asimismo había demostrado que esa continuidad
se producía en nuestro parlamentarismo al menos en las normas de los Reglamentos
parlamentarios. Sintetizaré brevemente esos rasgos comunes para ofrecer una imagen
que permita seguir el hilo del razonamiento, sin perjuicio de que luego se expongan
estos ingredientes con más calma, asumiendo el riesgo de ser reiterativo para fijar
algunos contenidos esenciales en la docencia.

• Primero, el rechazo de la soberanía del Rey, típico de la monarquía absoluta, para


atribuirla bien a la nación (1812, 1837 y 1869), soberanía nacional, bien al monarca y a
las Cortes conjuntamente, una soberanía compartida que se consideraba parte de
nuestra Constitución histórica.

• Segundo, una forma de gobierno parlamentaria con una división de poderes rígida, un
reparto de funciones entre unas Cortes bicamerales, de un lado, y los tribunales de otro,
y el falseamiento de las elecciones por el caciquismo.

• Tercero, la primacía de las leyes como suprema norma del ordenamiento jurídico por
encima de las Constituciones, que no se decantaron como una verdadera norma jurídica
de aplicación directa; todas las Constituciones fueron frecuentemente vulneradas y el
proceso político discurría en buena medida al margen de ellas.

• Cuarto, un Estado unitario centralizado, pese a la construcción de municipios y


provincias, el constitucionalismo no afrontó el autogobierno territorial de las
nacionalidades y regiones hasta 1931.

• Quinto, un reconocimiento de derechos individuales, pero no de derechos sociales, y


una consagración de la confesionalidad del Estado que impidió la libertad de conciencia
y religiosa.

En definitiva, tuvimos Monarquía constitucional, Estado unitario, un debilitado Estado


de Derecho, división de poderes, y un parlamentarismo bicameral. La mayor o menor
participación del Rey en la acción de gobierno trazaba una frontera entre liberales
progresistas y moderados. La Constitución de 1837 puso en marcha un bicameralismo
que se mantendría, y la Constitución de 1869 una concepción de los derechos
individuales y democráticos.

A un lado de este esquema, quedarían los comienzos con la Constitución liberal de 1812,
y la novedosa Constitución republicana de 1931 que conectaba ya con una familia de
Constituciones democráticas.

Evidentemente, quedan también al margen de esta continuidad del Estado


constitucional las dos dictaduras, de los generales Primo de Rivera y Franco,
especialmente la segunda por su larga duración, que albergaban sensibles diferencias
entre una y otra.

¿Una ley del péndulo entre progresistas y conservadores? Frente a esta lectura más
moderna de nuestra historia constitucional, se ha sostenido durante mucho tiempo una
interpretación según la cual habría existido una ley del péndulo en la que a
constituciones progresistas (1812, 1837 y 1869) sucedían otras conservadoras (1834,
1845 y 1876) con constantes vaivenes. Remarcando estos cambios de rumbo como razón
de nuestra inestabilidad constitucional: una sociedad dividida en dos Españas que se
turnaban en el gobierno y hacían Constituciones de partido. Hay bastante de cierto en
esta tesis, pues son innegables las diferencias ideológicas y de contenido entre nuestras
Constituciones, así como la ausencia de verdaderos compromisos constituyentes, pero
tampoco pueden orillarse los rasgos comunes a todas estas constituciones y las
instituciones comunes que se crearon. El constitucionalismo español se insertó dentro
de los modelos constitucionales europeos y los pensadores y autores españoles no
desconocían las evoluciones europeas.

4. ELEMENTOS ESENCIALES DE NUESTRO ESTADO CONSTITUCIONAL

El lugar de la historia del constitucionalismo en la Historia del Derecho y el papel


auxiliar de los constitucionalistas. La atribución de la investigación y la docencia de la
historia del constitucionalismo corresponde a los historiadores del Derecho, por razones
metodológicas, por consiguiente, no se hará un exposición pormenorizada y sucesiva de
todas nuestras Constituciones en el siglo XIX y XX sino una simple síntesis mirando
hacia atrás desde el presente. Un enfoque diferente y retrospectivo. Es mucho el trigo
que hay que segar en el Derecho Constitucional, nacional y europeo, y escasos los
programas docentes y el tiempo de los investigadores para continuar acrecentando los
objetos. Un pecado, la ambición excesiva, en el que incurrió el Derecho Político del que
hemos visto venimos con pobres resultados. Hay además ya numerosos trabajos escritos
por constitucionalistas desde los primeros estudios de Sánchez Agesta, que abrieron un
tema vedado durante la Dictadura por el rechazo frontal del liberalismo y las
Constituciones. Así como manuales que explican el contenido de nuestras
Constituciones históricas. Destacaré la valiosa, pero desfasada, “Breve historia del
constitucionalismo español” de Joaquín Tomás Villaroya, publicada en 1981, que merece
subrayarse por su capacidad de síntesis, distanciamiento y laconismo que la hacen de
interés para los alumnos. Recientemente, una obra muy documentada de otro
constitucionalista es la “Historia constitucional de España”, de Varela Suanzes, editada
en 2020 tras su muerte por su colaborador Fernández Sarasola. Me concentraré pues en
explicar algunos elementos esenciales y diferencias de nuestro Estado constitucional en
la misma línea de los rasgos comunes que ya hemos sintetizado, siguiendo a Varela
Suanzes.

1.– Soberanía nacional o compartida. ¿Una Constitución histórica? Se mantuvo en el


siglo XIX el rechazo de la soberanía del Rey, rasgo típico de la monarquía absoluta, para
atribuirla o a la nación (1812, 1837 y 1869), soberanía nacional, o al monarca y las
Cortes conjuntamente, una soberanía compartida que se consideraba parte de nuestra
Constitución histórica, en una línea de pensamiento que inspiró el largo período de la
Restauración.

2.– Monarquía constitucional con la excepción de dos breves Repúblicas. Nuestras


Constituciones del siglo XIX, salvo breves excepciones, optaron por una prolongada
“Monarquía constitucional”; si bien hubo Regencias en algunos períodos, como la de
María Cristina de Borbón o la de Espartero durante la minoría de edad de Isabel II, y la
prolongada de María Cristina de Habsburgo desde la muerte de Alfonso XII hasta la
mayoría de edad de Alfonso XIII. La figura del Rey era inviolable e irresponsable.
Nombraba y cesaba libremente a los secretarios de despacho o ministros, quienes
refrendaban sus actos. Tenía importantes funciones, a diferencia de actualmente en la
Constitución de 1978 que consagra una “Monarquía parlamentaria” donde las funciones
del Rey son simbólicas y carece de verdaderas potestades de decisión. El Rey ostentaba
el poder ejecutivo, incluida la potestad reglamentaria, solía tener además iniciativa
legislativa y potestad de sancionar las leyes, que se entendía como un derecho de veto,
pudiendo negar la sanción. Los ministros fueron primero incompatibles en Cádiz con el
puesto de diputados, pero pasaron a poder ser diputados o senadores desde el Estatuto
Real de 1834, que era en realidad una convocatoria de Cortes. Desde ese período y al
amparo del derecho de petición, surge una incipiente responsabilidad política de los
mismos además de criminal ante las Cortes. La Constitución de 1869 dio al Rey la
facultad de disolver las Cortes que se mantuvo en la Restauración en la Constitución de
1876. La Revolución “gloriosa” de 1868 destronó a Isabel II y se aprobó una ley
constitucional sobre procedimiento de elección del Rey por mayoría absoluta de las
Cortes. Una designación que recayó en 1870 en Amadeo I de Saboya, miembro de una
diferente dinastía quien, incapaz de gobernar la situación –con las insurrecciones
carlista, cubana y republicana–, renunció a sus derechos en 1873, proclamándose la I
República en reunión conjunta de ambas Cámaras, que tuvo una muy corta duración.
Las Cortes presentaron un proyecto de Constitución federal en 1873, inspirado en la de
los Estados Unidos y que no llegó a discutirse. Las Cortes serían disueltas por la fuerza
por el General Pavía en enero de 1874. El General Serrano asumió la Presidencia y
proclamó de nuevo la Constitución de 1869, que no se derogó durante la I República.
Con la intervención de Cánovas del Castillo, vuelve Alfonso XIII quien sería proclamado
Rey en diciembre de 1874 y se inicia una larga Restauración monárquica. Finalmente,
hubo unos años de Dictadura del General Primo de Rivera desde 1923 y luego del
General Berenguer. En abril de 1931, se convocaron elecciones municipales siendo
superior el número de concejales monárquicos elegidos que el de republicanos, pero
éstos ganaron en todas las capitales de provincia y en las grandes ciudades, y, como
consecuencia, el 14 de abril se proclamó la II República, que duró hasta el fin de la
guerra civil que comenzó el 18 de julio de 1936 y finalizó en 1939. Durante la guerra, se
nombró por los generales sublevados al General Franco jefe de gobierno, cargo que
luego él mismo transformó en jefe del Estado. En un período de cuarenta años de
Dictadura, se aprobaron sucesivamente siete Leyes Fundamentales, según las
necesidades políticas en cada momento. La Ley de Sucesión a la Jefatura del Estado de
1947 constituyó a España en Reino, pero, paradójica y contradictoriamente, atribuyó la
jefatura del Estado no a un Rey sino al General Franco con carácter vitalicio.

3.– Un sistema parlamentario debilitado y bicameralismo. Falseamiento de las


elecciones. La Monarquía constitucional tuvo una forma de gobierno parlamentaria con
una división de poderes debilitada y un reparto de funciones entre las Cortes,
normalmente organizada bicameralmente con un Congreso y un Senado, y la Corona, de
un lado, y los tribunales de otro. Existió habitualmente un Senado, si bien hubo un
debate sobre su lugar y composición. Las Cortes de Cádiz fueron unicamerales como
excepción. Pero ya el Estatuto Real de 1834 diseñó un llamado Estamento de Próceres,
que era un Senado de composición aristocrática y supuso el comienzo de nuestro
parlamentarismo. La Constitución de 1837 reconoció la colaboración del Rey en la
función legislativa en la iniciativa y el veto, y adoptó la denominación de Senado,
organizando dos cámaras electivas e iguales. En la Constitución de 1845 el Senado fue
de designación real. Con la Constitución de 1869 volvió a elegirse el Senado, pero en
ciertas materias tenía primacía el Congreso. La Constitución de la Restauración de 1876
mantuvo un Senado con iguales facultades que el Congreso –excepto en materia de
contribuciones y crédito– que se componía de senadores por derecho propio, senadores
vitalicios y senadores elegidos por corporaciones y mayores contribuyentes. Las
Cámaras tenían entre sus funciones legislar, controlar al gobierno y la aprobación y
ejecución del presupuesto. Podían asimismo elevar peticiones al Rey, elegir regente no
familiar y resolver conflictos sucesorios. Fernández Sarasola estima que hubo una cierta
continuidad de las normas e instituciones del parlamentarismo español desde 1834,
pero resalta que el control del Gobierno era débil. El grave falseamiento de las
elecciones por el caciquismo y la alternancia pactada debe agregarse a la desafortunada
suerte de este parlamentarismo.

4.– Ausencia de valor normativo de la Constitución. Se produjo una primacía de las leyes,
como suprema norma del ordenamiento jurídico, por encima de las Constituciones que
no se decantaron como una verdadera norma jurídica de aplicación directa. Habría que
añadir, como consecuencia, la discordancia entre las normas y la realidad
constitucionales. Todas las Constituciones fueron frecuentemente vulneradas y el
proceso político discurría en buena medida al margen de ellas, siendo consideradas
declaraciones políticas y retóricas. Eran constituciones nominales o semánticas, es
decir, que no vinculaban realmente a los poderes públicos, o enmascaraban –como un
disfraz– una dominación política. La Constitución no era más que una placa de yeso en
las plazas de los pueblos de España afirmó Teófilo Gautier. Cuando llegó la Constitución
de 1978, el Tribunal Constitucional tuvo que declarar derogado, en una de sus primeras
sentencias, un precepto del Código Civil para que fuera evidente que las Constitución
era una norma jurídica y con mayor jerarquía, desplazando al Código Civil de su
tradicional lugar en la cabecera del ordenamiento jurídico como norma de normas.

5.– Centralismo político y autonomía administrativa municipal y provincial. Las breves


excepciones del proyecto federal y del Estado integral de la II República. El
constitucionalismo liberal y decimonónico edificó un Estado unitario centralizado. Pese a
la construcción de municipios y provincias con mayor o menor autonomía
administrativa, el constitucionalismo no afrontó el autogobierno político de las regiones
y nacionalidades hasta 1931. La Constitución de 1812 creó unas Diputaciones
provinciales y Ayuntamientos elegidos por sufragio indirecto, pero hubo frecuentes
interferencias del jefe superior –antecedente del gobernador civil– que nombraba el
Gobierno para cada provincia. Bajo las Constituciones de 1837 y 1845, se mantuvieron y
eligieron por sufragio censitario, continuando una tendencia centralista. La
Constitución progresista de 1869 impulso el Gobierno local en los términos de la Ley de
Régimen Local e intensificando los controles. Una regulación que sostuvo la
Constitución de la Restauración de 1876. Durante la I República, se hizo un proyecto de
Constitución federal en 1873, bastante ingenuo pues estaba inspirado por la
Constitución de los Estados Unidos, y no llegó a discutirse. Se establecía la elección por
sufragio universal de Alcaldes y Ayuntamientos, y se afirmaba que la nación española se
componía de una lista de Estados (eran diecisiete, incluidos Cuba y Puerto Rico) que
podían otorgarse constituciones con poderes análogos a los de la Federación; se
enumeraban las competencias del Estado federal y se establecía una cláusula residual
en favor de los Estados en todo lo demás, otorgando al Tribunal Supremo la facultad de
resolver los litigios con los Estados. Los federales estaban divididos entre quienes
pretendían establecer el federalismo de arriba abajo y los cantonalistas, que querían
hacerlo de abajo a arriba, comenzando por proclamar la estatalidad y el autogobierno de
los Estados o cantones, lo que impulsó la guerra y la inestabilidad.

Al llegar la II República y la Constitución de 1931, se proclamó un llamado “Estado


integral”, porque los constituyentes no quisieron definir el modelo como federal, para
evitar la generalización de la autonomía a todas las regiones. En realidad, era un
regionalismo como excepción, pensado para resolver el problema de Cataluña, donde
antes de la Constitución ya se había proclamado la Generalidad y se generó un conflicto
político y una negociación. Esta descentralización como excepción es el origen del
“Estado regional” y de la idea de Estatutos de Autonomía, y tuvo influencia en la
Constitución italiana de 1947 y, por una y otra vía, en la Constitución española de 1978.
Así ocurre en algunos extremos como son: las materias competenciales, el principio
dispositivo o de voluntariedad, los Estatutos de Autonomía, las comisiones bilaterales de
traspasos, y el arbitraje de las controversias competenciales por un Tribunal
Constitucional. En suma, la Constitución de 1931 tuvo impacto en la Constitución de
1978, pues suponía nuestra única experiencia descentralizadora.

6.– Derechos individuales con restricciones y escasas garantías. Tuvimos un


reconocimiento parcial de derechos individuales, de forma más o menos garantista y con
restricciones legales, y entre ellos la igualdad ante la ley, pero no de derechos sociales.
Hubo un reconocimiento del sufragio universal en la Constitución de 1869 que recuperó
la ley electoral de 1890 antes que en otros países europeos. Significativamente, nuestro
constitucionalismo liberal no se inició con una declaración abstracta y general de
derechos como ocurrió en Estados Unidos (pese a la polémica clásica entre federalistas
y “antifederalistas” sobre su ubicación, si en la federación o en los Estados) y en Francia,
de forma que pudiera conservar un lugar tradicional o emblemático en nuestro
constitucionalismo. Ya hemos visto que la Constitución de 1812 no tenía una declaración
de derechos, pero sí reconoció aisladamente algunos derechos importantes como son las
libertades de imprenta y pensamiento, la inviolabilidad del domicilio o el derecho de
propiedad. El Estatuto Real de 1834 no reguló los derechos. La Constitución de 1837 se
ocupó del habeas corpus y del derecho de petición a las Cortes y al Rey. La Constitución
de 1845 mantuvo un esquema parecido, admitiendo limitaciones o suspensiones a la
inviolabilidad del domicilio, y restricciones a la propiedad; y otro tanto semejante
ocurría con la Constitución de 1856. Fue la Constitución progresista de 1869 la que dio
un impulso mediante un amplio reconocimiento, introduciendo algunas garantías. Se
incluyó no sólo la libertad de expresión sino los derechos de reunión y asociación, el
secreto de la correspondencia, el sufragio universal masculino y otras libertades, y se
prohibieron las limitaciones preventivas; se introdujo el jurado para los delitos políticos;
y se habilitó a la Ley de Orden Público para suspender temporalmente derechos. La
Constitución de la Restauración de 1876 mantuvo el reconocimiento de estos derechos,
excepto el sufragio universal, pero permitió que se restringieran por las leyes. Se
dictaron las leyes de reuniones públicas, de imprenta, de asociaciones, y la ley electoral
de 1890 recuperó el sufragio universal masculino.

La Constitución republicana de 1931 supuso un cambio radical y garantista en esta


materia a la que dedicó el Título III. Afrontó el tema social, que venía siendo postergado
por el constitucionalismo liberal. La miseria o la pobreza estaban muy generalizadas. Se
incluyeron el reconocimiento de la igualdad, como prohibición de privilegios jurídicos, y
de la función social del derecho de propiedad y se proclamó a España como “una
República de trabajadores de todas clases” (artículo 1), reconociendo la importancia del
trabajo, un precepto que luego influiría en la Constitución italiana de 1947. Intentó
consolidarse el Estado de Derecho que la Dictadura había violado de 1923 a 1930,
derogándose el Código Penal de 1928 y restableciéndose el de 1870. Se introdujo la
igualdad entre los cónyuges y el divorció que reguló una Ley de 1932. Se reconoció el
sufragio universal pleno, incluyendo el de las mujeres, y se reguló con detalle la
legalidad penal, el derecho a un juez natural, y las garantías de los detenidos. En 1932
se aprobó un Código Penal que sustituyó al de 1870 que abolió la cadena perpetua y la
pena de muerte. Se eliminó la interferencia del Ministerio de Justicia en el Poder
Judicial, fortaleciendo el papel del Presidente del Tribunal Supremo.

7.– Confesionalidad del Estado. Nuestro pasado constitucional se fundó desde las Cortes
de Cádiz en una constante consagración de la confesionalidad del Estado, una
circunstancia que impidió el reconocimiento constitucional de la libertad de conciencia y
religiosa y el ejercicio de estas libertades. Otro ingrediente de nuestro Estado
constitucional nada desdeñable, pues la libertad religiosa es la primera en el tiempo y el
fundamento de muchas otras, sin ella no es realmente posible un sistema de libertades.
La Iglesia Católica tuvo un papel muy relevante en todos los terrenos –la educación
entre ellos como veremos al abordar este derecho fundamental– lo que obstaculizó,
durante mucho tiempo, decantar con naturalidad la libertad de conciencia, a diferencia
de como ocurrió en otros países protestantes que siguieron con naturalidad procesos de
pluralismo religioso. Es emblemático el célebre artículo 1 de la Constitución de 1812:
“La religión de la Nación española es y será perpetuamente la católica, apostólica,
romana, única verdadera. La Nación… prohíbe el ejercicio de cualquier otra”. En la
Constitución de 1837, la Nación se obliga a mantener el culto católico y los ministros de
la Religión Católica “que profesan los españoles” (artículo 11), obligación en la que pesó
la desamortización de los bienes eclesiásticos; y no contiene referencias a la libertad
religiosa. Ambos extremos se mantienen en la Constitución de 1845 con términos
semejantes. En cambio, la Constitución progresista de 1869 afirma la libertad de
ejercicio, público o privado, de cualquier otro culto (artículo 21) para los extranjeros
residentes en España y los españoles, pero mantiene la obligación de mantener el culto y
los ministros de la religión católica. La Constitución de la Restauración de 1876 (artículo
11) conservó también esta financiación pública, pero añadió que nadie será molestado
en el territorio español por sus opiniones religiosas ni por el ejercicio de su respectivo
culto, “salvo el respeto debido a la moral cristiana”; un inciso que podía entenderse en
colisión con el anterior, pero también como expresión de tolerancia religiosa. Será la
Constitución de la II República de 1931 la que por primera vez proclame que “el Estado
español no tiene religión oficial” (artículo 3), y afirme que no podrán ser fundamento de
cualquier privilegio las creencias religiosas, sometiendo todas las confesiones a una Ley
especial (artículo 26) y a algunas restricciones, entre ellas prohibiendo el auxilio
económico a las iglesias. Estos preceptos produjeron la oposición de los grupos
conservadores quienes sostenían que el catolicismo era parte de nuestra identidad
nacional o psicológica, un país de amplia mayoría católica, que ninguna norma
constitucional podía cercenar (Varela Suanzes). Sobrevino un enfrentamiento entre
clericales y anticlericales que llevó a la disolución en España de la Compañía de Jesús, y
antes y después a la quema de iglesias y conventos, sin que supiera atajarse la violencia.
Azaña defendió el laicismo del Estado y su separación de la Iglesia Católica mientras los
conservadores tacharon la Constitución de atea. Tras el paréntesis republicano, con las
Leyes Fundamentales de la Dictadura se volvió a la confesionalidad del Estado.

8.– Constituciones mayoritariamente flexibles. Nuestras Constituciones históricas


fueron mayoritariamente flexibles, pese a que las hubo rígidas. Este rasgo, unido al
escaso respeto al valor normativo de la Constitución, contribuyó a su desvalorización.
Sin embargo, la Constitución de 1812 era rígida, prohibía su modificación en un plazo de
ocho años. Pasado este plazo, se establecía un procedimiento de reforma que reclamaba
una primera aprobación de la propuesta por la Cámara con mayoría cualificada y nada
menos que la aprobación por dos Legislaturas posteriores. La proposición de reforma
debía aprobarse por tres veces. Un procedimiento que parece pensado para no hacer
variaciones, pese a que así se denomina en el Título X, pero que no era extraño en las
primeras constituciones liberales. El Estatuto Real de 1834, al no prever un
procedimiento de reforma, inició un modelo de Constitución flexible, pues no
conteniendo previsiones sobre este asunto, debía concluirse que podía modificarse por
leyes ordinarias. La Constitución de 1837 se mantiene en el esquema del Estatuto Real y
también la de 1845. Será, en cambio, rígida la Constitución de 1869 que reclama la
propuesta por las Cortes, una disolución parlamentaria, y la aprobación por unas Cortes
elegidas como constituyentes. La Constitución de 1876, muy corta, vuelve al esquema de
las Constituciones flexibles desde el Estatuto Real y no alude a la reforma. La
Constitución de la II República de 1931 era rígida e inserta un esquema parecido al de la
Constitución de 1869, previendo que las Cortes Constituyentes, tras decidir sobre la
reforma propuesta, actuaran como Cortes ordinarias.
5. EL PASADO RECIENTE: LA EXPERIENCIA REPUBLICANA DE LA
CONSTITUCIÓN DE 1931, Y LA DICTADURA Y SUS LEYES FUNDAMENTALES

1.– La Constitución de la II República de 1931 y su influencia en la Constitución de 1978.


Rasgos generales. Fue una Constitución democrática, al extender el sufragio universal a
las mujeres, también una Constitución social y avanzada para su tiempo. Se insertaba
cómodamente en la familia de Constituciones del período entre la Primera y la Segunda
Guerra Mundial, comenzando con la República de Weimar. Entre los ingredientes
centrales del diseño constitucional: sufragio universal, semipresidencialismo,
regionalismo, derechos fundamentales, Tribunal de Garantías Constitucionales, y
rigidez. Albergó asimismo ingredientes de democracia participativa como eran un
referéndum de ratificación de las leyes a instancias del 15% del cuerpo electoral y la
iniciativa legislativa popular con idéntico requisito. El debate sobre estos mecanismos
ya estaba presente en ese período en las Constituciones de los Länder en Alemania,
como demostró Boris Mirkine-Guetzevich cuya obra fue traducida al español. Se intentó
pues compaginar la democracia representativa con la directa. Se define como una
República de trabajadores de toda clase lo que denota su dimensión social al igual que al
regular la economía. Consagra firmemente la soberanía popular, al decir que todos los
poderes de los órganos del Estado emanan del pueblo, y también la igualdad de los
españoles ante la ley. Rechaza una religión oficial. Se reconoce, y es una relevante
novedad, la oficialidad de las lenguas de las provincias o regiones además del castellano.
Se prohíbe la guerra como instrumento de política y se ordena acatar las normas de
Derecho internacional. Se crea un Estado integral en cuanto integrado por Municipios
mancomunados en Provincias y las regiones que se constituyan en régimen de
autonomía, presentando su Estatuto. Se regula la nacionalidad como corresponde a una
Constitución moderna con más detalle que la Constitución de 1978. Incluye un largo
Título III de derechos y deberes de los españoles muy completo y garantista, así p.ej. se
constitucionaliza la libertad de opinión, prohibiendo la censura previa. El principio de
legalidad y los derechos del detenido. La libertad de conciencia. La inviolabilidad del
domicilio y de la correspondencia. El derecho universal al sufragio para ciudadanos de
uno y otro sexo –otra relevante novedad– para los españoles mayores de veintitrés años.
El derecho de reunión y manifestación. Los derechos de asociación y sindicación. La
libertad de acceso a los empleos y cargos públicos y la inamovilidad de los funcionarios
públicos. La libertad de circulación. La salvaguardia de la familia, etc. Al tiempo se
define el Estado constitucional como Estado de cultura: “el servicio a la cultura es
atribución esencial del Estado y lo prestará mediante instituciones educativas enlazadas
por el sistema de la escuela unificada”, la enseñanza primaria será gratuita y obligatoria
(artículo 48). Se subordina toda la riqueza del país a los intereses de la economía
nacional y el sostenimiento de las cargas públicas. No es difícil rastrear su influencia en
preceptos de la Constitución de 1978. Pero la sociedad de los años treinta era una
sociedad convulsa, con extremas desigualdades, ideológicamente muy dividida entre
ideas a veces irreconciliables con la democracia constitucional, como corroboraron la
dureza del debate constituyente y la posterior experiencia republicana –recordemos las
revueltas en Cataluña y Asturias–, así como el penoso desenlace de la República en una
larga guerra civil.

Unicameralismo y voto femenino. Era un sistema unicameral con sólo unas Cortes o
Congreso de los Diputados, no existía un Senado. Jiménez de Asúa presentó el proyecto
de Constitución anunciando la decadencia del Senado como un recuerdo de antaño e
invocando las ideas de Sieyès. La única Cámara era elegida por sufragio universal sin
distinción de sexo. Un reconocimiento constitucional de este derecho de las mujeres que
no fue nada sencillo por la oposición de miembros de la Constituyente, que bien creían
que las mujeres eran demasiado dependientes del marido o de los curas, bien temían un
voto femenino mayoritariamente conservador. El reconocimiento de los derechos
electorales de las mujeres debe mucho a Clara Campoamor. El Congreso mantenía el
control parlamentario de la validez de las actas electorales frente al actual sistema, más
garantista, de control judicial. Se regulaba el decreto ley, la moción de censura con la
firma de cincuenta Diputados, y la composición y funciones de la Diputación Permanente
cuya tradicional presencia en nuestro país se ha mantenido.

Semipresidencialismo, parlamentarismo racionalizado y doble confianza. La


Constitución republicana combinó parlamentarismo racionalizado y
semipresidencialismo. El Presidente de la República, jefe del Estado, era elegido
indirecta y conjuntamente por un colegio formado por las Cortes y un número de
compromisarios igual al de Diputados, elegidos por sufragio universal (la primera
elección se hizo de otras manera según una disposición transitoria). Su mandato era de
seis años y no cabía su reelección inmediata. En casos de impedimento o ausencia le
sustituía el Presidente de las Cortes. Es relevante que nombraba y separaba libremente
al Presidente del Gobierno y, a propuesta de éste, a los Ministros. Podía disolver las
Cortes hasta dos veces durante su mandato, así como ser destituido por el Congreso
antes de que expirara su término. Pero el Presidente del Consejo de Ministros y los
Ministros respondían también, solidaria e individualmente, de sus políticas ante el
Congreso y no sólo ante el Presidente de la República. Un sistema de doble confianza
que produjo problemas. Se introdujo un “parlamentarismo racionalizado”, siguiendo las
ideas de esa época bien expuestas por Boris Mirkine-Guetzevich, es decir, fundado en
regulaciones detalladas y tasadas de los procedimientos de relación entre el ejecutivo y
el parlamento, en particular, una amortiguada responsabilidad política. Un rasgo nuevo,
frente al parlamentarismo anterior más fundado en usos y convenciones, y que continúa
en la Constitución de 1978. Pese a todas las cautelas, se produjo una inestabilidad
política. En efecto, el Presidente de la República debía cesar al Gobierno o a alguno de
sus Ministros si recibían un voto de desconfianza o una moción de censura del Congreso
(artículos 64 y 75 Constitución); y Alcalá Zamora destituyó a Alejando Lerroux como
Presidente del Consejo de Ministros en 1935 y antes a Azaña en 1933 tras una matanza
de obreros en Casas Viejas. Pero hubo otras crisis ministeriales como consecuencia de
enfrentamientos entre el Presidente de la República y el del Gobierno, conflictos que
impulsaba la confusa distribución de competencias entre Gobierno y Jefatura del Estado
a la que la Constitución daba amplias potestades para una intervención política. El
propio Alcalá Zamora fue destituido como Presidente de la República, algo que no es
frecuente en Derecho comparado. No era un buen modelo por su situación en algún
lugar intermedio entre presidencialismo y parlamentarismo, así como por la debilidad
de sucesivos gobiernos de coalición. Una situación política inestable, agravada por la
abstención del anarquismo. Aprendiendo la lección, la Constitución de 1978 quiso huir
de la doble confianza y asegurarse de la estabilidad gubernamental y del sistema de
partidos políticos.

Tribunal de Garantías Constitucionales. Una novedad en nuestro constitucionalismo fue


la aparición de un Tribunal de Garantías Constitucionales que conocía, entre otras
competencias, de un recurso de inconstitucionalidad, conflictos de competencia y un
recurso de amparo de garantías individuales. Una Ley Orgánica de 1933 desarrolló la
institución. La Constitución se alineaba así con las tendencias europeas de ese período.
Su composición fue muy polémica, pues se prevía que estuviera integrado por: un
Presidente designado por el Parlamento que incluso podía ser Diputado, el Presidente
del alto Consejo consultivo, el Presidente del Tribunal de Cuentas, dos diputados
libremente elegidos por las Cortes, un representante elegido por cada una de las
regiones, dos miembros nombrados por los Colegios de Abogados, y cuatro profesores
de Facultades de Derecho. La elección generó problemas y la Constitución de 1978
desechó este modelo confuso –por heterogéneo–, político, y a la vez corporativo y
electivo. No obstante, la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional de 1979 tuvo en
cuenta la experiencia republicana v.gr. en la regulación de los conflictos de competencia.
En los recursos de amparo, el Tribunal resolvió controversias sobre la Ley de Defensa de
la República y la Ley de Orden Público, y, en los conflictos, fue relevante en Cataluña el
asunto sobre la ley de contratos de cultivo.

El Estado integral como Estado regional y su influjo en el Estado autonómico. Quizás la


novedad con mayor impacto fue el Estado integral que tuvo serio influjo en el Título VIII
de la Constitución de 1978 y en los Estatutos de Autonomía. Ya he explicado que se
rechazó tanto el unitarismo como el federalismo, y en particular, el de la I República. No
por su desconocimiento (las ideas del momento expresadas p.ej. por Hugo Preuss eran
bien conocidas por Adolfo Posada quien estuvo en la Comisión Jurídica Asesora, que
luego vería desplazada su propuesta de Constitución) sino para evitar una amplia
generalización en regiones y una uniformidad que no se deseaba. Fue decisivo resolver
el problema catalán, porque la autonomía ya existía en Cataluña. No se recogía un mapa
regional como tampoco se hizo en 1978. Las provincias limítrofes que manifestaran su
voluntad, cumpliendo ciertos requisitos, podían acceder al autogobierno, presentando
su Estatuto de Autonomía en el que recabaran atribuciones (artículo 11 Constitución).
Un principio dispositivo o de voluntariedad y una iniciativa autonómica y función de los
Estatutos que heredaron la Constitución de 1978, así como el tenor literal de varios
preceptos. Es también evidente el impacto actual de la lista de distribución de
competencias (artículo 15 y 16), en especial, la identificación de las materias
competenciales, la diferenciación entre las potestades de legislación y ejecución, y la
prohibición de diferencias de trato entre los españoles, así como la prohibición de
federación entre las regiones. Si bien las competencias residuales jugaban en favor del
Estado sin distinciones, que podía transferirlas por ley. La Constitución de 1931
reconoció el empleo de las respectivas lenguas regionales, pudiendo organizarse la
enseñanza en ellas, mas, en un intenso debate constituyente, se concluyó que no pudiera
imponerse su conocimiento (artículos 4 y 50 Constitución). También la alta inspección
estatal de nuestros días procede del texto republicano. Únicamente Cataluña, el País
Vasco y Galicia aprobaron sus Estatutos. Pero sólo se aplicó con normalidad el de
Cataluña hasta que el Gobierno lo suspendió tras los sucesos del 6 de octubre de 1934 y
no volvió a reestablecerse hasta el triunfo del Frente Popular en 1936. No existía una
intervención o coerción federal y estas experiencias se tuvieron en cuenta al
introducirse el artículo 155 CE de 1978 para rellenar la laguna.

2.– El abandono del constitucionalismo liberal por la Dictadura: rechazo de la división de


poderes y de los derechos fundamentales, partido único y omnipresencia del Jefe del
Estado. El alzamiento del General Franco y la guerra civil acabaron con la Constitución
de la II República, que no fue nunca derogada, sino que –se ha dicho– se “descolgó” del
sistema político y del resto del ordenamiento jurídico. La Junta de Defensa Nacional le
atribuyó en 1936 a Franco el cargo de “Jefe de Gobierno del Estado español” y “todos los
poderes del nuevo Estado”, pero inmediatamente se atribuyó a sí mismo la Jefatura del
Estado. Distintas Leyes de 1938 y 1939 reforzaron la potestad normativa del Jefe del
Estado, con rango de ley, una potestad legislativa personal, extravagante en una
organización constitucional, y que conservó mientras vivió casi cuatro décadas La
ideología del franquismo y luego del Movimiento Nacional rechazaba el
constitucionalismo por su fundamento en la cultura liberal. Se creó, como sustitutivo, el
Movimiento Nacional como partido único por Decreto de 1937 mediante la fusión
forzada de Falange, el Carlismo y las JONS, al tiempo que se disolvían todos los demás
partidos políticos. No se pretendía mantener la división de poderes, sino crear una
“unidad de poder y coordinación de funciones”. Tampoco se respetaba a la oposición
política ni los derechos civiles y políticos, ni la independencia judicial, ni el autogobierno
de las regiones. Era otro modelo de Estado corporativo inspirado por las ideas
totalitarias entonces en boga en el nacionalsocialismo y el fascismo, respectivamente, en
Alemania e Italia. Por eso, no se empleó el término “Constitución” que fue sustituido por
el más tradicional de “Leyes Fundamentales”.

Las siete Leyes Fundamentales de la Dictadura. No se aprobaron estas Leyes de una vez
y simultáneamente, como es propio de un momento constitucional, y se hicieron
sucesivamente, siete leyes durante un largo período de treinta años, según aconsejaban
al dictador las circunstancias del momento histórico. Tampoco fueron consecuencia de
un acto del poder constituyente, ya que se aprobaron por simple decreto o mediante
leyes. Primero, en 1938 se aprobó por Decreto el Fuero del Trabajo, inspirada por la
análoga ley fascista italiana, afirmando que renovaba “la tradición católica de justicia
social… que informó la legislación de nuestro glorioso pasado”, lo que se llamó la
doctrina social-católica. La Ley regula ciertos derechos de los trabajadores y los
sindicatos únicos. Una Ley de 1942 creó unas Cortes españolas, unicamerales y no
electivas, con facultades de elaboración de las leyes. Otra Ley de 1945 aprobó el Fuero
de los Españoles que intentó venderse como una declaración de derechos, pese a que no
era ese su espíritu y contenidos. La Ley de Referéndum de 1945 permitía consultas
directas el electorado, y dio lugar a episodios de plebiscitos con abrumadoras mayorías.
La Ley de Sucesión a la Jefatura del Estado de 1947 constituyó a España en Reino,
resolviendo el enigma de la forma de gobierno, atribuyendo a Franco dicha Jefatura de
manera vitalicia. La ley de Principios Fundamentales del Movimiento Nacional de 1958
comenzaba afirmando la responsabilidad del “Caudillo”, “ante Dios y ante la Historia”,
para fijar unos principios e ideales que inspiren la “comunión de los españoles”;
“Caudillo” era una traducción del término Führer alemán y dio lugar a la teoría del
caudillaje del vencedor de la guerra, una supuesta alternativa a las elecciones libres
mediante la adhesión. Otros rasgos del modelo eran los siguientes. La unidad de destino
en la universal de la Patria y de las tierras de España. El acatamiento a la Ley de Dios y a
la doctrina de la Iglesia Católica, única verdadera. El hombre como portador de valores
eternos. La familia, el municipio y el sindicato como entidades naturales de la vida social
a través de las cuales se vertebraba la participación política del pueblo mediante una
llamada “representación orgánica”. La Monarquía tradicional, católica, social y
representativa. La gratuidad de la justicia y el reconocimiento del trabajo y la propiedad
e iniciativa privadas, subsidiaria de la cual es la acción del Estado. La empresa como
comunidad de intereses entre empresarios y trabajadores. La garantía de unas
condiciones de trabajo.

La Ley Orgánica del Estado. Finalmente, se aprobó la Ley Orgánica del Estado de 1967,
que pretendía culminar la institucionalización del Estado, y delimitar su organización e
instituciones. Constituye a España en Reino. Predica la “unidad de poder y coordinación
de funciones”, fórmula con la que se rechazaba la división de poderes. Reafirma el papel
de Movimiento Nacional como “comunión de los españoles”. Identifica un amplísimo
elenco de facultades del Jefe del Estado. Menciona al heredero de la Corona como
sustituto de aquél. Formaliza el Gobierno como Consejo de Ministros. También se
incluye el Consejo Nacional del Movimiento como órgano de representación del partido
único al que se atribuye diversas funciones. Hay otros preceptos que se ocupan de la
Justicia, la Fuerzas Armadas (que deben defender el orden institucional), la
Administración local. Así como se prevé el llamado “recurso de contrafuero”, una
curiosa acción –remedo del amparo– que permitía impugnar por contrafuero todo acto
legislativo o disposición general que vulnerase los principios fundamentales del
Movimiento u otras Leyes Fundamentales del Reino, debiendo consultarse a una
ponencia que elevaría consulta o dictamen al Consejo del Reino. Tras esta Ley Orgánica
del Estado, un pequeño sector doctrinal (Fernández Carvajal) y político defendió que
esta institucionalización, ya permitía hablar de una Constitución. El simple cotejo de los
rasgos comunes a nuestro Estado constitucional y liberal que hemos expuesto como
paradigma permite rechazar esta tesis y pretensión de legitimidad por absurdas: no
existía la soberanía nacional o popular, ni verdadera división de poderes (una limitación
efectiva de los poderes del Jefe del Estado), ni elecciones libres con oposición política, ni
la garantía de los derechos civiles y políticos. Las Leyes Fundamentales fueron una
mezcla de tradicionalismo, antiliberalismo, catolicismo integrista y social, y, sobre todo,
autoritarismo, e inicialmente un totalitarismo falangista y fascista. Por más que se
reconocieran y crearan algunos derechos laborales desde una comprensión
corporativista de la sociedad industrial y sus conflictos.

Las previsiones sucesorias. Con mayor relevancia, una disposición transitoria de la Ley
Orgánica del Estado, de manera elíptica o escondida, establecía que, cuando se cumplan
las previsiones sucesorias de la Ley de Sucesión, la persona llamada a ejercer la Jefatura
del Estado, a título de Rey o Regente, asumiría las funciones y deberes del Jefe del
Estado. Se abría la puerta sinuosamente a la elección de Don Juan Carlos, heredero de la
dinastía borbónica, y a la reinstauración de una Monarquía.

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(1) Agradezco las aportaciones a esta lección de Pablo Lucas Murillo de la Cueva.
14 SEP 2023
Lecciones de Derecho Constitucional. 1ª ed., agosto 2023
PARTE PRIMERA CONSTITUCIÓN, FUENTES DEL DERECHO Y JURISDICCIÓN
CONSTITUCIONAL
LECCIÓN 4.ª LINEAMIENTOS GENERALES DE LA CONSTITUCIÓN

LECCIÓN 4.ª

LINEAMIENTOS GENERALES DE LA CONSTITUCIÓN

SUMARIO: 1. LA SINGULARIDAD DEL PROCESO CONSTITUYENTE ESPAÑOL. 2. LA


CONSTITUCIÓN EN EL CONSTITUCIONALISMO MODERNO: INFLUENCIAS
COMPARADAS. 3. ESTRUCTURA Y PRINCIPALES CONTENIDOS. 4. EL VALOR DEL
PREÁMBULO. 5. ESTADO SOCIAL Y DEMOCRÁTICO DE DERECHO. 6. ALGUNAS
DECISIONES BÁSICAS. BIBLIOGRAFÍA.

1. LA SINGULARIDAD DEL PROCESO CONSTITUYENTE ESPAÑOL

La transición a la democracia desde las Leyes Fundamentales. La reinstauración de la


Monarquía. Hubo un largo proceso de transición desde las Leyes Fundamentales de la
Dictadura a la democracia constitucional que duró de 1975 a 1978, y sólo podemos
sintetizar ahora brevemente, sin detenernos en sus pormenores, que, por otra parte, han
sido ya muy estudiados. El 20 de noviembre de 1975, fallece el General Franco y, de
acuerdo con las previsiones sucesorias de la Ley Orgánica del Estado, se reinstaura la
Monarquía dos días después en la persona de Don Juan Carlos de Borbón, quien había
sido designado sucesor en 1969 conforme a la Ley de Sucesión a la Jefatura del Estado
de 1969. Un mes antes de las primeras elecciones generales de 15 de junio de 1977, su
padre, Don Juan, legítimo heredero de la dinastía de los Borbones, renunció a sus
derechos sucesorios en beneficio de su hijo. El Rey impulsó la transición. Hubo un
primer Gobierno de la Monarquía, presidido por el Sr. Arias Navarro e integrado por
algunas personalidades políticas, que intentó una tibia liberalización, creando unas
asociaciones dentro del Movimiento Nacional, que pronto fracasó por sus insuficiencias.
Fue sustituido por el Sr. Suárez como presidente, quien inició una transición más
radical. Jorge de Esteban habló de una “ruptura controlada”, terciando en el debate
entre “reforma” o “ruptura”, típico de la época. Se trataba de hacer una transición a la
democracia respetando las Leyes Fundamentales. Esta fue la filosofía. Pero era un
acatamiento simplemente formal, pues los contenidos de la democracia eran
incompatibles con el régimen político autoritario e inicialmente totalitario que fue la
Dictadura.

La Ley para la Reforma Política como bisagra entre la Constitución y las Leyes
Fundamentales. El Gobierno Suárez presentó una Ley para la Reforma Política en
septiembre de 1976, que se sometió a la aprobación del Consejo Nacional del
Movimiento y de las Cortes Generales, y posteriormente a referéndum nacional. Pese a
la posición abstencionista de parte de la oposición democrática, se aprobó con una gran
mayoría el 15 de diciembre de 1976, por unos dieciséis millones y medio de votos sobre
unos veintidós millones y medio de votantes. En la dirección de todo el proceso con el
Rey participaron, además del Presidente Sr. Suárez, el Sr. Fernández Miranda,
Catedrático de Derecho Político y Presidente de las Cortes. La Ley 1/1977, de 4 de
enero, para la Reforma Política fue calificada como la octava Ley Fundamental (Lucas
Verdú), pero era en realidad una bisagra desde la Dictadura a la Constitución y miraba a
ambos lados. Se trataba de una Ley corta y muy medida que recogía con calculada
concisión los principios democráticos: democracia, soberanía popular, supremacía de la
Ley, derechos fundamentales inviolables que vinculan a todos los órganos del Estado,
sufragio universal. Sus finalidades principales eran la organización de elecciones
democráticas a unas Cortes bicamerales, Congreso de los Diputados y Senado, para
cuya regulación se daba una habilitación y un mandato al Gobierno, así como establecer
un procedimiento de reforma constitucional. Significativamente, no tenía una cláusula
derogatoria de las Leyes Fundamentales, con las que era incompatible, pero establecía
un procedimiento de reforma, lo que no dejaba de ser una ficción. La Ley tenía rango de
Ley Fundamental y contemplaba los principios generales de un sistema electoral que
pasaría a la Constitución y se ha mantenido hasta nuestros días: un Senado de
representación territorial; Legislaturas de cuatro años; 350 Diputados; 207 Senadores, a
razón de cuatro por Provincia y elegidos por sufragio universal y directo; elecciones al
Congreso inspiradas en “criterios de representación proporcional” con “dispositivos
correctores para evitar fragmentaciones inconvenientes de la Cámara”; unos
porcentajes mínimos de sufragios para el acceso (cláusula de exclusión o barrera legal
de origen alemán); y la elección de la Provincia como circunscripción electoral, fijando
un número mínimo de Diputados para cada una de ellas; respecto del Senado, debía
inspirarse en “criterios de escrutinio mayoritario”. Algunos de los rasgos hoy perdidos e
incluidos en dicha Ley son: la atribución al Rey de la facultad de nombrar Senadores de
designación real en número no superior a la quinta parte de los elegidos; y la mención al
Consejo del Reino cuyo Presidente lo era también de las Cortes. Al Rey se le daba la
facultad de sancionar y promulgar las leyes y de convocar referendos, y mantenía las
potestades que le daba al sucesor la Ley Orgánica del Estado de 1967 para nombrar
Presidente del Gobierno.

Decreto Ley para las primeras elecciones democráticas: la continuidad de las normas
electorales. Haciendo uso de la habilitación de la Ley para la Reforma Política, el
Gobierno aprobó el Real Decreto Ley de 18 de marzo de 1977, sobre Normas
Electorales, por el que se introdujo una ley electoral, desarrollando los criterios
establecidos en dicha Ley de Reforma y antes mencionados. Siguen, en esencia, siendo
los mismos criterios en la Constitución de 1978 y en la Ley Orgánica de Régimen
Electoral General de 1985. Un dato que debería llevarnos a reflexionar acerca de si las
circunstancias provisionales de la transición son las mismas que las exigencias de una
democracia representativa y de calidad en el siglo XXI, o se han visto sobrepasadas. Se
previa la elección de 350 Diputados, por un sistema proporcional con serias
restricciones mayoritarias como son: la regla D´Hondt para el reparto de los escaños,
que beneficia a los partidos más grandes; una cláusula de barrera legal del 3% de la
circunscripción, que tiene realmente un valor impeditivo solo en las circunscripciones
muy grandes; la atribución de un mínimo de dos Diputados por Provincia, con
independencia de la población, y antes de proceder al reparto proporcional de los demás
Diputados por circunscripción; y, sobre todo, la singularización de Provincias, muy
desiguales en población, como circunscripciones electorales que, por el pequeño tamaño
de muchas de ellas, impide de hecho una representación proporcional. Asimismo, se
regulaba la financiación pública de las campañas electorales y el acceso a espacios
gratuitos de Radio Televisión Española. Las primeras elecciones democráticas en casi
cuarenta años se celebraron el 15 de junio de 1977, obteniéndose unos resultados
(pueden verse con detalle en la web de la Junta Electoral Central) que indicaban un
sistema de partidos de pluripartidismo moderado y fuerzas nacionalistas, con tendencia
a un bipartidismo imperfecto. Unos rasgos que han durado en nuestra democracia varias
décadas. El 34% de los votos que obtuvo la UCD, con 165 escaños, seguido de un 29%
del PSOE y 118 Diputados, mostraba como el sistema electoral favorecía la
gobernabilidad, dando más escaños al primer y segundo partidos para hacer viable la
alternancia, e impedía la fragmentación. Las cosas cambiarían muchos años después.

La ambigüedad y singularidad del procedimiento constituyente. La Ley para la Reforma


Política no convocó una Asamblea Constituyente, pero ordenaba un procedimiento de
reforma constitucional y un nuevo sistema bicameral, y tampoco lo hizo el Decreto-ley de
Normas Electorales de 1977. Había pues una calculada ambigüedad entre unas Cortes
consideradas ordinarias y la previsión de un procedimiento de reforma constitucional.
Puede calificarse como la convocatoria implícita de un proceso constituyente, o de unas
Cortes constituyentes “encubiertas” por la ambigüedad del texto legal y la
bicameralidad (Rubio Llorente), o la abierta “invitación” legal a hacer una Constitución.
Es poco frecuente una Constituyente bicameral, pero se pensó que un Senado más
conservador, y con una quinta parte de senadores de designación real, podría frenar los
hipotéticos excesos o radicalismos del Congreso; un argumento clásico en favor del
bicameralismo, pero nunca demostrado de no elegirse un Senado aristocrático. Tras
aprobarse la Ley para la Reforma Política, se dieron varios pasos en favor de la
transición de enero a junio de 1977: se legalizaron todos los partidos políticos, incluido
el Partido Comunista que despertaba la frontal oposición del franquismo, lo que produjo
un episodio enrevesado con la intervención del Tribunal Supremo; la aprobación de una
amplia amnistía política; la convocatoria de elecciones regulares con una nueva
normativa electoral. Las nuevas Cortes de 1977 decidieron hacer una Constitución,
aceptado la invitación legal y conectando con la realidad social española que quería vivir
en democracia.

Fases parlamentarias del proceso constituyente. A diferencia de en la II República,


donde la Constitución se elaboró en menos de seis meses, la redacción del texto
constitucional exigió un largo período de dieciséis meses. El proceso tuvo varias fases.
Primero, se redactó un proyecto por la Comisión de Asuntos Constitucionales y
Libertades Públicas del Congreso, que tenía una treintena de miembros con
representación de todos los Grupos parlamentarios salvo el Mixto, recayendo la
presidencia en la UCD. La Comisión nombró una Ponencia de siete Diputados, los
llamados padres constituyentes, que elaboró un anteproyecto bajo una cláusula de
confidencialidad de sus trabajos, el carácter secreto de las deliberaciones, si bien se
filtró un primer borrador en la prensa. La Ponencia trabajó sobre borradores aportados
por los ponentes y elaborados por sus respectivos partidos, que nunca fueron
publicados. Con pausa, elaboró un texto en seis meses mediante recíprocas
transacciones, el llamado “consenso”, que se gestó realmente en secreto mediante
discusiones nocturnas y extraparlamentarias, previas a las sesiones, y entre
representantes de los grandes partidos. Se ha dicho que Ponencia y Comisión
formalizaron a menudo acuerdos de pasillo entre el Sr. Abril Martorell de la UCD y el Sr.
Guerra del PSOE. Segundo, se inició una fase de discusión de las enmiendas –más de un
millar–, ya con publicidad y Diario de Sesiones, en la mencionada Comisión del Congreso
de los Diputados y luego en el Pleno. Las enmiendas fueron publicadas en el Boletín
Oficial de las Cortes, junto al anteproyecto de la Ponencia, y hubo un debate en Comisión
que culminó con la aprobación de un Dictamen, y luego igualmente en el Pleno. Tercero,
se produjo otra tramitación análoga en el Senado donde igualmente hubo más de un
millar de enmiendas. Conviene quizás destacar una enmienda a la Disposición Adicional
Primera sobre territorios históricos y derechos forales, que no fue aprobada y llevo a la
abstención de los nacionalistas vascos que no votaron la Constitución. Cuarto, existió
una última fase de conciliación de los trabajos de ambas Cámaras en una Comisión
Mixta, presidida por el Presidente de las Cortes, el Sr. Hernández Gil. Había
discrepancias sustanciales entre los dos textos aprobados y la Comisión buscó el
acuerdo, pero también introdujo algunas modificaciones ex novo, una iniciativa que es
discutible no excediera de sus facultades. El texto definitivo de la Constitución se votó el
31 de octubre por ambas Cámaras, recibiendo el voto favorable de más del 94% en cada
una de ellas, lo que revela un muy elevado grado de consenso parlamentario.

Aprobación en referéndum nacional. El 6 de diciembre de 1978 se sometió el proyecto


de Constitución a referéndum nacional. Hubo una participación del 67’11% y un 87’87%
de votos favorables. De nuevo, un elevado grado de consenso ahora directamente del
electorado. Propugnaron la abstención varios partidos políticos: PNV, ERC y EE; y el
“no” la extrema derecha y HB. Una excepción, con resultados más matizados en el
apoyo, fue la situación en el País Vasco donde votaron sólo el 44’7% de los electores, el
PNV recomendó la abstención, y un 23’5% lo hizo en sentido negativo. Un rasgo
asimétrico en la aprobación.

Sanción regia y publicación. La Constitución fue sancionada por el Rey en sesión


conjunta de ambas Cámaras el 27 de diciembre de 1978 y fue publicada, entrando en
vigor el día 29 de diciembre (eludiendo que lo fuera el 28, día de los santos inocentes).

Sobre el consenso como método. El consenso de la transición y la elaboración de la


Constitución, que hizo posible su aprobación, ha sido definido como la voluntad de que
no hubiera nada que fuera absolutamente inaceptable para cualquiera de los Grupos
parlamentarios (Gregorio Peces Barba); o el deseo de que con esta Constitución
pudieran gobernarse todos y renunciar a imponer un “trágala” constitucional (Manuel
Fraga); o que la decisión vinculante no fuera la de la mayoría sino la aceptada por todos
en un ámbito de coincidencias básicas; y que esto demandaba una proyección operativa
de la conciencia que los dirigentes políticos tenían de la coyuntura histórica en que se
encontraban (Francisco Rubio Llorente). El consenso fue el embrión de una democracia
“consociacional” en asuntos o direcciones políticas de Estado con objetivos comunes, lo
que permitió desmontar el régimen política de la dictadura y elaborar la Constitución, y
promover el desarrollo constitucional. En suma, el consenso llevó a redactar la
Constitución como un pacto, que la dificultad del procedimiento de reforma pretendía
preservar. No falta, sin embargo, quien tempranamente puso de manifiesto (Joaquín
Tomás Villaroya) que los medios del consenso no siempre fueron satisfactorios a causa
de la inserción en la Constitución de términos dispares, o calculadas ambigüedades, y,
sobre todo, de la remisión de las cuestiones conflictivas a leyes orgánicas, difiriendo la
solución de los problemas, la apertura del Título VIII sería una muestra; o incluso que se
excluyeron las minorías de algunos consensos parlamentarios. Lo mejor es enemigo de
lo bueno, nada es perfecto. Pero el ejemplo de la capacidad de transacción y la voluntad
de compromiso e integración política de los tiempos de la elaboración de la Constitución
y los primeros años de su desarrollo resulta todavía encomiable. Hemos perdido esta
herencia del consenso a lo largo del camino que luego hemos andado, lo que ha creado
numerosos problemas.

2. LA CONSTITUCIÓN EN EL CONSTITUCIONALISMO MODERNO:


INFLUENCIAS COMPARADAS

La recepción del constitucionalismo europeo: una constitución derivada. Pero la


estabilidad constitucional y el razonablemente buen funcionamiento de la Constitución,
no se deben únicamente al consenso en su elaboración. La Constitución no nace en el
vacío, fue decisivo el impacto o influencia de diversas Constituciones de nuestro
entorno. Recibimos el legado y la experiencia de una familia de Constituciones europeas
que habían nacido después de la II Guerra Mundial, décadas antes de la nuestra, cuyo
funcionamiento se conocía y que y tenían algunas tendencias comunes: la alemana, la
italiana, la francesa, la portuguesa, la belga, etc. Así se ha censurado la escasa
originalidad del texto constitucional (véase Santiago Varela, al que seguiremos),
retomando la distinción de Loewenstein entre Constituciones “originarias”, que
contienen instituciones o principios nuevos, o “derivadas”, que siguen
fundamentalmente modelos extranjeros. Pero la realidad es que la originalidad
constitucional se produce con escasa frecuencia y puede incluso que –a diferencia del
trabajo científico o de investigación– no sea necesariamente buena; lo importante en un
momento constituyente es no equivocarse y para ello no es menester ser brillante ni
original basta con ser sensato. Por eso la experiencia comparada y la cultura universal
del constitucionalismo son herramientas muy apreciadas. En el debate constituyente,
fueron frecuentes las referencias al constitucionalismo europeo y a nuestra propia
historia constitucional y sus errores. Muchas de nuestras instituciones se asemejan o
directamente fueron recibidas de otras Constituciones, algunos de los primeros
comentarios a los artículos Constitución recogen pormenorizadamente estas influencias;
y, donde hemos innovado, singularmente en el Estado autonómico, la experiencia en su
funcionamiento dista de haber sido mejor. Demostremos la primera afirmación.

La transversal influencia de la Ley Fundamental de Bonn. De Alemania tomamos el


modelo de Estado social y democrático de Derecho (artículo 1.1 CE), que había sido
teorizado también entre nosotros por Pablo Lucas Verdú y Elías Díaz. Recordemos que
se habla allí de un Estado federal, democrático y social y de que los Länder deben
responder a los principios del Estado de Derecho republicano (artículos 20 y 28 de la Ley
Fundamental de Bonn de 1949). También el principio de constitucionalidad y la idea de
“vinculación” (artículo 9.1 CE) albergan un reflejo del artículo 20.3 LFB: el poder
legislativo está sometido al orden constitucional; los poderes ejecutivo y judicial a la ley
y el Derecho; si bien se ha añadido acertadamente la vinculación de los ciudadanos a la
Constitución. Proceden también de Alemania las referencias a la dignidad humana y al
libre desarrollo de la personalidad en el artículo 10.1 CE. Sobre todo, es de origen
alemán un parlamentarismo racionalizado y preocupado por la estabilidad
gubernamental como se advierte en el voto de investidura y aún más en la moción de
censura constructiva (artículo 113 CE), que dificulta las exigencias para la aprobación
de la responsabilidad política al demandar un candidato alternativo y no sólo la censura.
Desde una perspectiva más técnica, el diseño del Tribunal Constitucional y los procesos
constitucionales tienen una honda influencia alemana, comenzando por la introducción
del recurso de amparo, que ha devorado la jurisdicción, y otros muchos rasgos
procesales y hermenéuticos, así como la temprana recepción de bastantes sentencias
constitucionales. El Estado autonómico en su desarrollo, –más que en el texto
constitucional–, pronto estuvo abierto a las técnicas de colaboración típicas del
federalismo cooperativo, que la doctrina estudió, y otro tanto ocurre con los mecanismos
de financiación autonómica de compensación. La intervención coercitiva del artículo
155 CE sobre los órganos de las Comunidades Autónomas tiene clara influencia de la
ejecución federal en la Ley Fundamental de Bonn y también de la Constitución de
Weimar. Otro tanto semejante ocurre con el freno constitucional al endeudamiento
(artículo 135 CE) que incorporó una reforma constitucional.

Italia en el Estado regional, el Consejo Superior de la Magistratura, y el Tribunal


Constitucional. El Estado integral de la Constitución republicana de 1931 fue recibido
en el Estado regional de la Constitución italiana de 1947, que continúo su desarrollo, y la
influencia de ambos textos es patente en la Constitución de 1978. Había mucho escrito
sobre el Estado regional italiano y varias experiencias fallidas cuando el Estado
autonómico echó a andar. Gaspare Ambrosini fue citado en la constituyente por su
definición del Estado regional como un tipo de Estado intermedio entre el Unitario y el
Federal, afirmación que –me temo– era más un eslogan político que una teoría jurídica.
Entre otros extremos, la diferencia entre Estatutos de autonomía ordinarios y especiales
tiene relación con las dos vías del artículo 143 y 151 CE y niveles iniciales de autonomía.
Un núcleo mínimo de competencias de las Comunidades Autónomas (artículo 148 CE y
artículo 117 Constitución italiana). La figura del Delegado del Gobierno pero con
distintas potestades, desechando la institución del visto de las leyes. Las legge cornice y
su relación con las imprecisas leyes marco. También el Consejo Superior de la
Magistratura, pese a que era ya entonces muy censurado en Italia, tuvo influjo en el
Consejo General del Poder Judicial (artículo 122 CE y artículos 104 y 105 Constitución
italiana) y en la previsión de las asociaciones de jueces. Es menos conocido el serio
influjo del buen Derecho Procesal Constitucional italiano en la Constitución y, es
especial, en la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional de 1979, así p.ej. en la
ordenación de los conflictos de competencias o de la cuestión de inconstitucionalidad.

La influencia portuguesa en los principios rectores. Hay diversas normas finalistas y


principios rectores del Título I que recibieron la influencia de la algo anterior
Constitución portuguesa de 1976 que tuvo una amplia preocupación social y por los
derechos. Mencionaré los límites al uso de la informática para garantizar el honor y la
intimidad (artículo 18.4 CE), la obligación legal de regular los medios de comunicación
social dependientes del Estado (artículo 20.2 CE), la adecuada utilización del ocio y el
fomento del deporte (artículo 43.3 CE), la política de protección de personas con
discapacidad (artículo 49 CE), y la defensa de los consumidores y usuarios (artículo 51
CE). En otro espacio, la previsión del ejercicio de la acción popular por los ciudadanos
(artículo 123 CE).

La influencia de las Monarquías parlamentarias europeas. La “Monarquía


parlamentaria” que define el artículo 1.3 CE es fruto de una lenta evolución de la
institución en el Reino Unido y en las monarquías escandinavas del Norte de Europa,
tendente a eliminar cualquier potestad discrecional y verdaderamente decisoria del
monarca. Hay una serie de principios (the King can do no wrong, o la afirmación de que
el monarca posee el derecho a advertir, a impulsar y a ser informado) y usos que emanan
de esta institución británica trasplantada a aquellas otras monarquías europeas.

Francia y las fuentes del Derecho. La UCD pretendió recoger una influencia de la V
República francesa, que luego no tuvo resultados (Jorge de Esteban). Así se adoptó en
principio una reserva de reglamento en favor del Gobierno, que se abandonó en la
discusión constituyente. Parece haber influido en la adopción de la categoría de Ley
Orgánica como fuente diferente a las leyes ordinarias y destinada a desarrollar aspectos
esenciales de la Constitución. Luego la jurisprudencia del Tribunal Constitucional
incorporaría la idea de origen francés de “bloque de la constitucionalidad” para
interpretar, en otro contexto diferente, el importante artículo 28.2 de la Ley Orgánica
del Tribunal Constitucional.

El Derecho Internacional de los Derechos Humanos. Es patente la recepción de una


serie de tratados internaciones en materia de derechos humanos, singularmente los dos
grandes Pacto de Naciones Unidas y sobre todo el Convenio Europeo de Derechos
Humanos, en la declaración constitucional de derechos del Título I. Antes de abrirse
nuestro legislador y tribunales a la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos
Humanos en sus primeros desarrollos, ya se había producido una recepción
constitucional directa de un acervo convencional.

Nuestras Constituciones históricas. Fue una influencia más por reacción que directa, en
particular, en la regulación de la Monarquía para evitar interferencias en la acción de
gobierno. Si bien es importante recordar que se recibe el tradicional –y obsoleto– orden
sucesorio de la Corona que discrimina a las mujeres, y la regulación de instituciones
como son la tutoría y la regencia. Puede recordarse que el preámbulo de la Constitución
–que tuvo una elaboración profesoral– lee en su inicio (párrafo 1.º) la Constitución de
1869 al referirse a la voluntad de la Nación española. Ya se ha hablado de la recepción
del Estado integral de la Constitución de 1931 en el Estado autonómico. También el
debate sobre el lugar del Senado, y la recepción de algunas instituciones parlamentarias
tradicionales en España como son la Mesa y la Diputación Permanente. Así como la
ordenación y controversias sobre algunos derechos clásicos.

3. ESTRUCTURA Y PRINCIPALES CONTENIDOS

Las normas constitucionales y su igual valor normativo. La Constitución es un sistema


normativo: un conjunto ordenado de normas, ya sean “reglas” bastante precisas, o
“principios” muy abiertos en sus mandatos. Todos los preceptos constitucionales, desde
el principio hasta el final, están dotados de validez jurídica y tienen la misma jerarquía
normativa o rango constitucional. No se recogen disposiciones desprovistas de valor
normativo, las Constituciones no son declaraciones políticas ni ejercicios de retórica. y
deben buscarse exégesis que impidan vaciar de contenido las disposiciones
constitucionales. Se distinguen entre sí por su diversos contenidos o estructura
normativa: normas organizativas, normas reconocedoras de derechos, normas
atributivas de competencias a un órgano o a un ente territorial, principios
constitucionales, etc. Se ha discutido –como veremos– el valor normativo del Preámbulo.

Diferente rigidez e igual jerarquía. Sin embargo, hay una parte de la Constitución
dotada de una mayor rigidez al venir protegida por el procedimiento de reforma
agravado (artículo 168 CE): el Título Preliminar donde se incluyen algunas de las
decisiones políticas básicas (soberanía popular, Monarquía parlamentaria, Estado social
y democrático de Derecho, pluralismo lingüístico, sindical y de partidos, vinculación a la
Constitución…), el Título I que reconoce una amplia declaración de derechos, y el Título
II sobre la Corona. Pero, de esta diferente rigidez constitucional, no se desprende una
mayor jerarquía de algunas normas constitucionales. Todas las normas constitucionales
tienen igual jerarquía lo que permite una interpretación sistemática y adecuadas
ponderaciones en vez de la primacía de unas normas sobre otras que vendrían
desplazadas. Únicamente la Constitución de Turquía posee normas constitucionales
distintas en jerarquía, porque una serie de leyes ordinarias aprobadas en el tiempo de la
revolución laica impulsada por Kemal Atatürk, se imponen a las normas
constitucionales, según mostró una conferencia de Tribunales Constitucionales
Europeos celebrada en Ankara.

Panorámica constitucional. A los meros efectos propedéuticos o introductorios conviene


recordar para situarnos en el estudio de la Constitución los siguientes rasgo. Que se
inicia con un Preámbulo, redactado de manera solemne, que introduce al texto
mostrando algunas de las decisiones más importantes. Que sigue en un Título Preliminar
que completa ese conjunto de decisiones fundamentales. Que destina su Primer Título,
ordenado en varios Capítulos, a regular una larga declaración de derechos, lo que da
indicio de la relevancia que se concede a estas garantías individuales. Que la parte
orgánica o esquema de gobierno, nuestra división de poderes, comienza en el Título II al
disciplinar la Corona como Jefatura del Estado. Que el siguiente órgano constitucional
que se regula son las Cortes Generales, Título III, como debe ser lógico en una forma de
gobierno que se define como parlamentaria. Qué el título IV se destina al Gobierno y la
Administración, el ejecutivo. Que hay otro Título V ocupado de las relaciones entre el
Gobierno y las Cortes Generales. Que el Título VI ordena el Poder Judicial, asegurándose
de su independencia, y no es casual, siguiendo esta perspectiva, que sea el único que
reciba el nombre de poder. Que el Título VII incorpora una serie de normas sobre
economía y hacienda: la Constitución económica. Que el célebre Título VIII,
probablemente el más citado, se ocupa de la organización territorial del Estado y sienta
una serie de normas para la puesta en marcha del Estado autonómico y la distribución
de competencias territoriales, es especialmente inconcluso y abierto a su especificación
en los Estatutos de Autonomía, los acuerdos y las leyes. Que el Título IX regula, de forma
separada del Poder Judicial, el Tribunal Constitucional, que ha sido la joya de la Corona
durante muchos años del desarrollo constitucional, y contribuyó intensamente a la
organización y desarrollo del resto de los órganos constitucionales como intérprete
supremo de la Constitución. Que la Constitución recoge un Título X que distingue y
regula dos procedimientos distintos de reforma constitucional, según afecte a una u otra
parte de la Constitución. Que culmina en una serie de disposiciones adicionales y
transitorias y una doble cláusula derogatoria: una expresa (la Ley para la Reforma
Política y las demás Leyes Fundamentales de la Dictadura, y, en cuanto pudiera
conservar alguna vigencia, la Ley de 1839 sobre los Territorios Forales) y otra general
(cuantas disposiciones se opongan a lo establecido en la Constitución). Una disposición
final establece su inmediata entrada en vigor el día de su publicación. La estructura de
la Constitución es sistemática u ordenada y lógica. Está bien diseñada y es sobria sin
incurrir en barroquismos o exuberancias constitucionales. Se desecha la pretensión de
incorporar a la Constitución cualesquiera materias con mucho detalle o reglamentismo:
las Constituciones no pueden ocuparse de todo el ordenamiento jurídico.

4. EL VALOR DEL PREÁMBULO

Contenidos. Alcanzar una sociedad democrática avanzada. En un lenguaje solemne y


conciso el Preámbulo nos introduce a la Constitución y enuncia con brevedad, pero con
ambición, algunas de las decisiones fundamentales que en el resto de la Constitución se
ratifican y especifican. La Constitución –se dice– refleja la voluntad y la soberanía de la
“Nación española”, que debe entenderse como el pueblo español, de acuerdo con el
artículo 1.2 CE que afirma que “la soberanía nacional reside en el pueblo español del
que emanan los poderes del Estado”. Se reconocen como valores la libertad y la justicia,
que vuelven a afirmarse como valores supremos en el artículo 1.1 CE. Asimismo, el
Preámbulo contempla otros reconocimientos de valores y fines constitucionales. El
pluralismo cultural y lingüístico de los españoles y “los pueblos de España” que también
vuelve a afirmarse al reconocer como oficiales las lenguas propias de las CCAA (artículo
3 CE) y al calificar este pluralismo como una valor o riqueza, y prever que las
“nacionalidades y regiones” pueden constituirse en CCAA (artículo 2 CE). El Estado de
Derecho y el Imperio de la Ley (Rule of Law) que deben ponerse en relación con la
calificación de España como un Estado social y democrático de Derecho (artículo 1.1
CE). La búsqueda de “un orden económico y social justo” y el aseguramiento de una
“digna calidad de vida” como fundamento de una convivencia democrática, que se
reitera en varios preceptos de la Constitución económica. La identificación clásica del
Estado constitucional como “Estado de cultura”, entendiendo que los poderes públicos
deben promover el progreso de la cultura. “Colaborar en el fortalecimiento de unas
relaciones pacíficas y de eficaz cooperación entre todos los pueblos de la Tierra” que
puede comprenderse como una apertura amistosa al Derecho y las organizaciones
internacionales. Por último, pero no en importancia, se establece un mandato o norma
de fines a los poderes públicos en favor de “alcanzar una sociedad democrática
avanzada”, una democracia de calidad con suficientes dosis de representación y
participación política donde la libertad y la igualdad de los ciudadanos sea real (artículo
9.2 CE), y exista un Estado social o de bienestar que otorgue a las personas una serie de
prestaciones y servicios públicos. Significativamente, no hay una mención a Dios o al
hecho religioso, como en otras Constituciones, sin perjuicio de que el artículo 16 al
regular la libertad religiosa y de conciencia afirme, en su apartado 3.º, que “los poderes
públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y
mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las
demás confesiones”; superar la tradicional confesionalidad del Estado fue un gran
avance en pro del pluralismo religioso y la libertad de conciencia.

Sus funciones propedéutica, simbólica e integradora. Los constituyentes fueron


conscientes de la necesidad de introducir un “texto lapidario” que fuera “capaz de
motivar el juicio positivo de los ciudadanos… que no van a analizar toda la Constitución”
(carta de José Luis Sampedro al Presidente de las Cortes, Antonio Hernández Gil, según
recoge Javier Tajadura). Me parece que explica bien una de las funciones de un
preámbulo: su finalidad propedéutica o introductoria y sintetizadora. Pero fue el PSP,
con figuras como los profesores de Derecho Político Enrique Tierno, Raúl Morodo y
Pablo Lucas Verdú los que más promovieron la redacción del preámbulo, que se ha dicho
no deja de tener un tono profesoral. Son también funciones de todo preámbulo dar
cuenta del pasado histórico, fijar las diferencias entre el orden antiguo y el nuevo, sin
embargo, se ha reprochado que no hay referencias en él a la inmediata dictadura o a
nuestra historia constitucional. Hubo en la constituyente un tenso debate entre Tierno y
Fraga sobre este asunto que culminó con la decisión de no hacer mención al largo
período de privación de libertades. Sobre todo, el Preámbulo puede ser un instrumento
para promover un “sentimiento” o “patriotismo” constitucional, lo que puede alcanzarse
mediante una adecuada enseñanza de la constitución en las escuelas.

¿Valor normativo? Se ha discutido en Derecho Comparado y en España, si los


preámbulos de las Constituciones tienen valor normativo. Rudolf Smend y Hugo Preuss
destacaron en el período de entreguerras la importancia de los preámbulos
constitucionales como nexo entre la efectividad política y social y los contenidos
normativos, y su relevancia en los procesos de integración. En Francia, el asunto ha
tenido especial interés, porque la Constitución de la V República de 1958 no posee una
declaración de derechos y su preámbulo proclama la adhesión a los derechos y
principios tal y como fueron definidos por la Declaración de Derechos del Hombre y el
Ciudadano de 1789, completada por el preámbulo de la Constitución de 1946. La
cuestión tiene que ver con el clásico debate francés sobre el valor normativo de aquélla
mítica declaración revolucionaria que el preámbulo de la Constitución actual reconoce.
Pero el problema es si el propio preámbulo de 1958 posee valor jurídico. Se produjo un
debate con distintas posiciones donde algunos autores afirmaron, unos que se trataban
de meras declaraciones filosóficas de intenciones, otros que eran tan normas
constitucionales como el resto, y otros que su valor normativo dependía de la precisión
de sus contenidos. El Consejo Constitucional francés ha reconocido su competencia para
conocer la adecuación de las leyes al preámbulo de la Constitución, dándole una eficacia
interpretativa e impeditiva como principios que inspiran y limitan la actividad de los
poderes públicos. Es una tesis razonable. En España, la cuestión posee menor relevancia
práctica, porque existe un Título I que establece una larga declaración de derechos y la
práctica totalidad de los contenidos del Preámbulo pueden reconducirse a normas
constitucionales más precisas. No hay prácticamente pronunciamientos de nuestro
Tribunal Constitucional sobre el valor del Preámbulo de la Constitución, pero han sido
más frecuentes respecto de los presentes en los Estatutos de Autonomía y las leyes y
podría haber una misma razón de decidir. En la temprana STC 36/1981 el alto intérprete
sostuvo que el preámbulo de la ley “no tiene valor normativo” directo o en sí mismo, pero
los preámbulos son “un elemento a tener en cuenta” en la interpretación de las leyes. En
la STC 82/1986, se mantuvo, al analizar la Ley vasca de normalización lingüística, que la
realidad plurilingüe de la Nación española es un valor cultural digno de ser promovido
según el artículo 3 CE y el párrafo 4.º del Preámbulo de la Constitución; de manera que
se concedió valor interpretativo al Preámbulo de la Constitución. En la muy relevante
STC 31/2010 sobre el Estatuto de Autonomía de Cataluña, se afirmó que el Preámbulo
de este Estatuto, que definía a Cataluña como una nación”, no es una norma jurídica,
pero esto no significa que no pueda tener “consecuencias jurídicas”, y esta posición llevó
a la declaración de inconstitucionalidad de esa parte del preámbulo estatutario.

5. ESTADO SOCIAL Y DEMOCRÁTICO DE DERECHO

Síntesis de tres elementos en una interacción recíproca. El artículo 1.1 CE define al


Estado español como “un Estado social y democrático de Derecho”. Se ha señalado la
visible influencia de los artículos 20 y 28 de la Ley Fundamental de Bonn y de la propia
doctrina española preconstitucional sobre este concepto. Está ubicado dentro de la
parte de la Constitución, el Titulo Preliminar, dotada de una mayor rigidez. Pablo Lucas
Verdú lo caracterizó como la norma constitucional de apertura. Recoge una norma de
principios sobre los fines fundamentales del Estado. Manuel García Pelayo, Primer
Presidente del Tribunal Constitucional, explicó –de manera clásica– que esta fórmula
expresa “una totalidad compuesta por tres momentos o componentes inseparables en
una interacción recíproca” a saber: “el objetivo social, la concepción ascendente o
democrática del poder, y la sumisión de ambos términos a la disciplina del Derecho”.
Para su exposición, pueden separarse analíticamente las tres cosas, pero su verdadero
valor hermenéutico emana de esa relación dialéctica entre distintos ingredientes, que se
limitan recíprocamente. Heinrich Triepel sostuvo en 1931 que el Estado de Derecho
puede ser atemporal agregando nuevos adjetivos.

Estado de Derecho. Es uno de los principios que en el mundo occidental ha logrado


mayor fortuna. La idea aparece vinculada al pensamiento liberal y de la Ilustración, y a
la tradición del constitucionalismo anglosajón como Rule of Law desde Albert Venn
Dicey, así como al positivismo jurídico alemán (Rechtsstaat), y a la tradición francesa de
división de poderes y prééminance du droit. Responde a la lógica de que los hombres son
gobernados por las leyes y no por otros hombres. Este postulado establece la sujeción de
los ciudadanos y los poderes públicos a la Constitución y al resto del ordenamiento
jurídico (artículo 9.1 CE), el llamado principio de constitucionalidad. Asimismo garantiza
una serie de principios constitucionales como son los de legalidad, jerarquía normativa,
publicidad de las normas, irretroactividad, seguridad jurídica, interdicción de
arbitrariedad, responsabilidad de los poderes públicos… Algunos de estos principios
vienen recogidos expresamente en al artículo 9.2 CE. Pero los principios son inmanentes
a las categorías constitucionales como ocurre con el principio de proporcionalidad, que
no está expresamente consagrado en la Constitución, pero impregna el Estado de
Derecho a la hora de hacer restricciones o interferencias en los derechos.
Efectivamente, el Rule of Law es “a tool box”, una caja de herramientas de gran utilidad
en un Estado constitucional. Es difícil resumir todos sus contenidos, ya que entraña una
cultura jurídica que identificamos con el “imperio de la ley”. El Preámbulo pide a los
poderes públicos “consolidar un Estado de Derecho que asegure el imperio de la ley
como expresión de la voluntad popular”. Asimismo, un verdadero Estado de Derecho
reclama una división de poderes, principio que tiende un puente entre esta categoría y la
democracia, y un reconocimiento de derechos fundamentales de los individuos y los
grupos y sus garantías. Igualmente, un principio de legalidad o reserva de ley, una forma
de entender la calidad de ley, y la seguridad jurídica o certeza normativa. También la
jurisdicción constitucional, que controla las actuaciones de los demás poderes en su
adecuación a la Constitución, es un ingrediente más que perfecciona el Estado de
Derecho. Es, sin embargo, cierto que este concepto es una cláusula tan abierta y
transversal que reclama de adjetivos y especificaciones.

Democracia. Se constitucionalizan una serie de normas que conforman una democracia


como son: la soberanía popular (artículo 1.3 CE); el pluralismo político y la
constitucionalización de los partidos políticos (artículos 1.1 y 6 CE), pues todo Estado
democrático es un “Estado de partidos”; el derecho de sufragio activo y pasivo (artículo
23); la igualdad real y ante la ley (artículo 9.2 y 14 CE); las libertades de expresión e
información (artículo 20); el derecho de asociación, ya que un Estado constitucional es
también un “Estado de asociaciones” que garantiza los grupos intermedios entre los
ciudadanos y el Estado (artículo 22 CE), no en balde, se consagran asimismo los
sindicatos de trabajadores y las organizaciones empresariales (artículo 7 CE). La
democracia española es férreamente representativa, viene fundada en elecciones libres
y regulares y la libertad de mandato de los representantes normalmente elegidos en
listas de partidos. Esta decisión política se debe a razones ligadas a la transición que ya
no son tan ciertas: el temor a que pequeños partidos radicales manipulasen estos
instrumentos, y la experiencia del abuso de los plebiscitos en la dictadura; por eso
tenemos pocas instituciones de democracia participativa de los ciudadanos en la toma
de decisiones y se miran con recelo: iniciativa legislativa popular, varios tipos de
referendos, jurado popular, y concejo abierto.

Estado social. Son varios los ingredientes que definen un Estado como social. El Estado
social dista de ser “un concepto inútil”, como sostuvo provocadoramente Giannini, pues
de este concepto se deriva un contexto desde el cual deben comprenderse las normas
constitucionales y las acciones de los poderes públicos en muchas materias y servicios
públicos. No es lo mismo un Estado social que “a Stateless society”: un Estado liberal,
fundado en la desregulación, en un pequeño aparato estatal y el estricto juego del
mercado. Un Estado social supone un “Estado de bienestar” preocupado las necesidades
de los ciudadanos: una procura asistencial; de suerte que los poderes públicos deban
intervenir donde no baste con la autonomía individual. El status de la ciudadanía viene
ligado no sólo a la participación política sino también a la consecución de unos objetivos
sociales que la Constitución proclama como fines de la acción estatal. Muchos de ellos se
recogen como principios rectores en el Capítulo III del Título I o directamente como
derechos: el acceso de todos a la educación, la asignación equitativa de los recursos
públicos, la función social del derecho de propiedad, la remuneración suficiente del
trabajo, la defensa de una economía social de mercado, la protección de las familias y los
niños, una distribución de la renta personal y regional más equitativa, prestaciones
sociales suficientes y un sistema público de Seguridad Social ante situaciones de
necesidad como es el desempleo, el derecho a la salud, el acceso a la cultura y la
protección de sus manifestaciones, el deber de conservar el medio ambiente y el
patrimonio artístico y cultural, el derecho a disfrutar de una vivienda digna, etc. No
puede ser igual un Estado social que tiene unas obligaciones positivas de protección y
aseguramiento de todos estos principios que otro que puede desentenderse de ellos. Por
eso un Estado social es también un “Estado de prestaciones”, ocupado en proveer una
serie de servicios públicos. Es también un Estado que busca la igualdad real y efectiva
en el ejercicio de todos los derechos y donde la riqueza del país está subordinada al
interés general, y el Estado puede regular para impedir los excesos, irregularidades o
fallos del mercado: una economía social de mercado.

Validez dialéctica de la síntesis. García Pelayo nos enseñó que cada uno de estos
elementos dejado a su propio desarrollo podría concluir en un claro antagonismo con
alguno de los otros. La cláusula constitucional “Estado social y democrático de Derecho”
impide estos excesos, facilitando al intérprete un contexto constitucionalmente
adecuado desde el que interpretar los conflictos. Una concepción formalista del Estado
de Derecho, aislada del resto de los ingredientes, podría llevar a una situación donde no
se protegieran las necesidades de la población con menos recursos y se orillaran las
políticas sociales; fue así en tiempos del Estado liberal y la industrialización cuando no
existía una legislación social. O a otra situación que se contentara con una visión
administrativizada del mismo que no garantizara la participación política y los derechos
de los ciudadanos que es propia de un Estado democrático; tener una jurisdicción
contencioso-administrativa, que revise las actuaciones de las Administraciones públicas,
no es razón suficiente para proclamar la existencia de un Estado de Derecho, como
algunos autores pretendieron durante la Dictadura. Por otro lado, no cabe democracia
sin Estado de Derecho. “Democracy embeded in the Rule of Law” gusta decir al Tribunal
Europeo de Derechos Humanos, indicando que no cabe una cosa sin la otra. La
invocación de la democracia o de los derechos democráticos no puede hacerse
desentendiéndose de las leyes y desde la desobediencia de las normas. El
incumplimiento de las leyes se identifica desde antiguo con la tiranía; en una democracia
constitucional, las leyes pueden cambiarse, pero no pueden incumplirse desde el libre
albedrío de cada uno, porque esto implica la violación de los derechos de otros y de la
paz social, y la transgresión del principio de la mayoría. No cabe democracia
constitucional sin respeto al Estado de Derecho. Tampoco sin integrar los contenidos
sociales. No basta con una democracia formal que excluya, en la realidad, a la mayor
parte de los ciudadanos del goce efectivo de sus derechos, al desentenderse de las
condiciones reales para su ejercicio v.gr. de los más pobres o de los colectivos
vulnerables. Por último, debe desecharse un entendimiento simplista de la democracia –
muy extendido– que la identifique únicamente con el principio de mayoría lo que puede
producir serios abusos. La democracia constitucional reclama el respeto de un conjunto
de reglas de procedimiento muchas de ellas caracterizadas como derechos
fundamentales. El mero juego de la regla de la mayoría puede llevar también a la tiranía.
Las decisiones de la mayoría no pueden olvidar la participación en los procedimientos
democráticos y los derechos de las minorías. Un abuso de la idea de mayoría impediría el
autogobierno de los entes territoriales y el mismo federalismo; y produciría la constante
violación de derechos fundamentales que juegan a veces como garantías
contramayoritarias. No cabe un antagonismo entre liberalismo y democracia. La
democracia constitucional, la tradición occidental del constitucionalismo, es la de
democracias liberales y sociedades abiertas; no la de “illdemocracies” (democracias
iliberales) que no respetan las libertades en la realidad desde el populismo e impiden la
alternancia y el juego de la oposición y están por ello gravemente enfermas. La
preocupación por la presencia de estas democracias iliberales ha llevado a la Comisión
Europea a aprobar una iniciativa “Sobre el fortalecimiento del Rule of Law” que
concluye con una check list, una lista para identificar sus elementos imprescindibles,
muy influida por la obra de Tim Bahegot. Tampoco cabe un antagonismo entre
democracia y Estado social. O entre democracia y Estado de Derecho, pues
precisamente el papel de una jurisdicción constitucional es dictar pronunciamientos
contramayoritarios, revisar las leyes aprobadas por la mayoría en el Parlamento, para
que preserven las normas constitucionales y las garantías de un Estado de Derecho.
Concluye García Pelayo, recordando que un Estado social puede ser un Estado
autoritario y paternalista. De hecho, la Dictadura organizó una educación pública y un
sistema de salud y Seguridad Social que la democracia ha heredado y transformado,
universalizándolo. El concepto de Estado social y democrático de Derecho es original y
muy útil para el intérprete, consiste no en una mera agregación de términos, pues
demanda una síntesis totalizadora.

Jurisprudencia constitucional. La temprana STC 86/1982 sostuvo que esta fórmula


“Estado social y democrático de Derecho” supone que los derechos fundamentales no
tienen un mero alcance negativo, como en el período del Estado liberal, y se contentan
con la mera abstención de los poderes públicos, ya que han de ser garantizados por
prestaciones sociales a cargo del Estado. También se ha dicho que un Estado social no
excluye los conflictos socioeconómicos, pero debe procurar los instrumentos o cauces
institucionales para resolverlos (STC 11/1981). Que debe relacionarse con el artículo 50
CE que prescribe pensiones adecuadas y suficientes para la tercera edad (STC 19/1982).
Que el Estado social y democrático de Derecho no obliga a que todos los derechos
fundamentales sean de prestación (STC 86/1982 sobre la supresión de los viejos medios
de comunicación social de titularidad del Estado durante el franquismo). Que, por el
contrario, supone una interacción entre Estado y sociedad que obliga a hacer efectivos
los derechos de contenido social (STC 18/1984). Que la celebración de un contrato de
trabajo no implica para el trabajador la privación de sus derechos fundamentales, pues
las empresas no forman mundos separados del resto de la sociedad, y que la libertad de
empresa no legitima manifestaciones de feudalismo industrial (STC 88/1985). Que el
Estado de Derecho entraña una garantía esencial que es la reserva de ley formal para
garantizar la libertad de los individuos mediante la voluntad de sus representantes (STC
83/1984), y un largo etcétera de pronunciamientos.

6. ALGUNAS DECISIONES BÁSICAS

Constitución rígida y mutaciones constitucionales. Son varias las decisiones políticas


fundamentales por las que la Constitución opta entre diversas alternativas y cada una de
ellas será analizada pormenorizadamente en otras lecciones. Con afán introductorio,
baste con recordar algunas ahora para alcanzar un esbozo o visión general. Es una
Constitución rígida que prevé dos procedimientos de reformas: ordinario y agravado
(artículo 167 y 168 CE), y no contempla una cláusula de eternidad o prohibición expresa
de reforma. Pero se protege especialmente una parte –la Corona se ubica aquí–
mediante un procedimiento agravado que contempla unos requisitos difíciles en exceso
entre ellos por la convocatoria de un referéndum y la aprobación por dos legislaturas.
Sólo se ha reformado en dos ocasiones por razones derivadas de la Unión Europea y
siguiendo el procedimiento ordinario. No es de extrañar que haya sufrido numerosas
“mutaciones constitucionales” en sentencias interpretativas del Tribunal Constitucional,
modificaciones de los Estatutos de Autonomía o en las leyes de desarrollo y en las
prácticas, es decir, cambios en la comprensión e interpretación de las normas
constitucionales que no modifican el texto de las disposiciones escritas mediante la
reforma. Así p.ej. el Estado autonómico es un Estado judicializado que sólo puede
comprenderse desde un océano de jurisprudencia.

Monarquía parlamentaria. “La forma política del Estado español es la Monarquía


parlamentaria (artículo 1.3 CE)”. Un tipo de Monarquía, fruto de la evolución de la
Monarquía constitucional, donde los poderes del Rey son simbólicos y, en su práctica
totalidad, necesitados de un refrendo ministerial (artículo 56.3 CE) que traslada la
responsabilidad política al titular del refrendo. La persona del Rey es inviolable, porque
su intervención no entraña una potestad efectiva (potestas) sino una autoridad o
solemnidad que dignifica un acto (auctoritas). Son el Presidente del Gobierno y
excepcionalmente el del Congreso, y los Ministros quienes responden de los actos
regios. Se aparta así de la Monarquía constitucional y soberanía compartida de nuestras
Constituciones del siglo XIX. Se ha hablado por bastantes autores de una accidentalidad
de la forma de gobierno en la opción entre Monarquía parlamentaria y Presidencia de la
República en los sistemas parlamentarios.

Parlamentarismo racionalizado y de Presidente: la estabilidad gubernamental. La forma


de gobierno es parlamentaria –y no presidencial– quiere decirse que el Presidente
(artículo 99 CE) y por ende el Gobierno (artículo 108 CE) emerge del Parlamento y
responden solidariamente ante él. En un sistema parlamentario, el Gobierno debe
gobernar siempre de la mano del Parlamento incluso cuando está en funciones. Las
Cortes representan al pueblo y controlan la acción de gobierno además de aprobar las
leyes (artículo 66 CE). Es un parlamentarismo racionalizado, siguiendo la senda de la
Ley Fundamental de Bonn, más preocupado por asegurarse de la estabilidad
gubernamental, que se identifica con la estabilidad política, y eludir conflictos, que por
exigir la responsabilidad política y acentuar el control. Las relaciones entre Gobierno y
Cortes son tasadas y están previstas en la Constitución y los Reglamentos
parlamentario, más que en usos y convenciones. Pero el Presidente no es un primus inter
pares, el primero de los Ministros, es quien dirige realmente el Gobierno y la mayoría
parlamentaria y normalmente su partido político. Tiene una mayor jerarquía que los
Ministros a los cuales nombra y cesa libremente, al tiempo que puede crear o suprimir
departamentos ministeriales al poseer una potestad reglamentaria propia a estos
efectos. Entre los principios de colegialidad, autonomía departamental y liderazgo
presidencial que informan el Gobierno según su Ley, prima el último de ellos: el
Presidente es quien decide hasta dónde llega el juego de los otros dos. Tenemos un
parlamentarismo con liderazgo presidencial.

Independencia Judicial y Consejo General del Poder Judicial. Reaccionando frente a la


situación de la Dictadura, la Constitución organiza un Poder Judicial (Título VI) “difuso”
en el que cada órgano judicial es independiente del resto y de los demás poderes,
fortaleciendo los rasgos que aseguren su independencia. Los Jueces y Magistrados son
independientes, inamovibles y sometidos únicamente al imperio de la Ley y no pueden
ser separados o trasladados sino por las causas previstas en las leyes (artículo 117 CE).
Se disciplina la unidad jurisdiccional sin más excepciones que una limitada jurisdicción
militar, y se prohíben los tribunales de excepción. La publicidad y la motivación son
garantías de las actuaciones judiciales. El estatuto de Jueces y Magistrados se reserva a
la Ley Orgánica del Poder Judicial y tienen un férreo sistema de incompatibilidades que
asegure su independencia. Por último, pero no en importancia, se crea un Consejo
General del Poder Judicial como órgano de gobierno del Poder Judicial (artículo 122 CE).
Está integrado por una veintena de Vocales más su Presidente, que lo es también del
Tribunal Supremo, y son elegidos todos por el Parlamento, doce entre Jueces y
Magistrados, y ocho entre abogados y otros juristas. Su elección, recogida en el
impreciso artículo 122.3 CE ha dado lugar desde 1985 a una polémica, interminable y
estéril, acerca de si aquellos Vocales de extracción judicial deben ser elegidos “entre”
Jueces y Magistrados y también “por” ellos mismos. Pero el verdadero problema es que
el Consejo, en sus distintas formaciones históricas, no ha funcionado bien, de manera
neutral y con elevadas dosis de imparcialidad, y es el órgano constitucional que peor se
ha asentado. Con constantes prórrogas y larguísimas dilaciones indebidas en su
renovación, y conflictos en las designaciones de sus nombramientos discrecionales de la
alta magistratura. Mejor ha sido la experiencia en otras funciones como son la
inspección y la formación judicial.

Jurisdicción constitucional concentrada: el modelo europeo. La Constitución introduce


un Tribunal Constitucional siguiendo el modelo europeo de jurisdicción constitucional y
bajo la visible influencia de los análogos tribunales de Alemania e Italia y aprovechando
su experiencia. Es una jurisdicción: concentrada, en un único órgano; constitutiva,
porque pueden dictarse sentencias que declaren la inconstitucionalidad de las leyes y
determinen distintos tipos de nulidad; y abstracta, porque existe un recurso directo
contras leyes sin perjuicio de la previsión de mecanismos concretos como es la cuestión
de inconstitucionalidad. La aportación de las sentencias constitucionales a la
interpretación de la Constitución ha sido decisiva. Mas el Tribunal Constitucional podría
haber entrado en una cierta fase de decadencia, entre otras razones, por los constantes
problemas en la renovación de los Magistrados constitucionales con largas dilaciones
indebidas en las designaciones parlamentarias que afectan a la autoridad de la
institución, la merma de la excelencia de estos Magistrados y su imagen de
imparcialidad; y por la tendencia a encomendarle mediante recursos de
inconstitucionalidad la solución de serios conflictos políticos que merecerían soluciones
extrajudiciales mediante compromisos, recordemos la experiencia de la reforma del
Estatuto de Cataluña.

Democracia representativa, sistema electoral, y evolución del sistema de partidos: del


bipartidismo a un parlamentarismo fragmentado y radicalizado. Insistiremos en que la
Constitución opta por un modelo de democracia representativa, fundada en el ejercicio
del derecho de sufragio y elecciones libres y regulares, y no presta gran atención a los
instrumentos de democracia directa o participativa. Los partidos políticos tienen un
monopolio de hecho en la presentación de las candidaturas, y no suelen prever
adecuados métodos de selección interna de los candidatos siguiendo procedimientos
democráticos. Una cuestión que se agrava por la presencia de listas cerradas que
impiden a los electores mostrar sus preferencias y permite a los partidos desentenderse
de la calidad y representatividad de los candidatos. Un sistema electoral el del Congreso
de los Diputados en el que la Constitución exige “criterios de representación
proporcional” (artículo 68.3 CE) pero, en la realidad, alberga poderosas cuñas
mayoritarias, como es el pequeño tamaño de muchas de las circunscripciones
provinciales; de manera que la proporcionalidad en bastantes circunscripciones no
existe el primer y segundo partido en votos suelen obtener primas en el número de
escaños que se reparten. El sistema electoral produjo desde el principio un
“bipartidismo imperfecto” con dos grandes partidos, que se sustituían en una
democracia de alternancia (fue pensado para eso), y algunas minorías, sobre todo, un
partido más a la izquierda y partidos nacionalistas con fuerte arraigo en las
nacionalidades históricas. En la última década, sin cambiar el sistema electoral, el
sistema de partidos se ha transformado y han aparecido nuevos partidos de ámbito
estatal y otras minorías hasta configurarse una “parlamentarismo fragmentado” y un
“multipartidismo polarizado” (más de una docena de partidos con representación en el
Congreso), con dos enclaves o polos de división: unitarios/independentistas y
derecha/izquierda. Se ha convertido además en un parlamentarismo con posiciones muy
exageradas o radicalizadas. Este sistema de partidos, complicado, demanda soluciones
no menos complicadas: gobiernos de coalición y una democracia “consociacional” o de
consenso con direcciones políticas y acuerdos de Estado. Una nueva cultura política que
no acabamos de alcanzar.

Debilidad de los instrumentos de democracia participativa. Son pocas las herramientas


de democracia participativa que la Constitución diseña y no han dado un gran juego:
iniciativa legislativa popular, regulada con demasiadas restricciones y a la que no se deja
un espacio propio (artículo 87 CE); distintos tipos de referendos (sobre decisiones
políticas básicas en el artículo 92 CE, de iniciativa autonómica, de ratificación del
Estatuto de Autonomía, de reforma constitucional), y ha habido algún episodio relevante
como fueron el referéndum sobre la OTAN y el de iniciativa autonómica en Andalucía; la
tradición de los Concejos abiertos en el algunos Municipios pequeños (artículo 140 CE);
la institución del jurado popular que tardó en desarrollarse por ley orgánica (artículo
125 CE); algunos creen que debe situarse aquí el derecho de petición (artículo 29 CE)
que tampoco ha sido usado con profusión. En las CCAA, se ha hecho más uso de estas
técnicas y hay algunos desarrollos legales, pero tampoco hasta erigirse en una seria
alternativa en vez de configurar un complemento de la democracia representativa. La
participación debe ubicarse en la representación política.

¿El Senado Cámara de representación territorial? Así define el Senado el artículo 69 CE,
consecuencia de los vaivenes en la elaboración de la Constitución y de las dudas sobre el
diseño que llevaron al pobre modelo actual. Un Senado elegido por Provincias con un
sistema mayoritario restringido que deja un espacio a la minoría, no articula una
verdadera Cámara de representación territorial de nacionalidades y regiones, esto es,
de las CCAA. Ha habido un largo debate sobre la reforma del Senado en la academia, la
política y dentro de la Cámara que hasta ahora no ha producido ningún resultado,
porque las verdaderas alternativas (un Senado como los de Alemania o Austria), de
elección bien por los Gobiernos o bien por los Parlamentos de las CCAA reclama una
reforma de la Constitución para la que no se han alcanzado pactos. Como medida de
ingeniería constitucional y con los escasos Senadores que eligen los Parlamentos de las
CCAA (artículo 69.5 CE), se creó en el Reglamento del Senado una Comisión General de
las CCAA, un Senado dentro del Senado, cuya utilidad ha sido pequeña.

Larga declaración garantista de derechos. Aunque en algún momento de la elaboración


constitucional se dudó sobre hacer un reenvío a las declaraciones internacionales de
derechos, acertadamente se optó por introducir una larga declaración general de
derechos –entonces moderna, pero han sobrevenido acontecimientos nuevos– en el
Título I, dividido en tres Capítulos según su diversa eficacia, como expresa el artículo
53.3 CE, ubicado al final pero por el que hay que empezar a leer la declaración. Es
patente la influencia de la Declaración Universal de Derechos Humanos, el Pacto de
Derechos Civiles y Políticos y el Pacto de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, y,
en especial, el Convenio Europeo de Derechos Humanos, interpretado por una incesante
y profusa jurisprudencia del Tribunal Europeo con la que nuestro Tribunal
Constitucional dialoga, obligado como está por la cláusula constitucional de apertura
amistosa al Derecho Internacional de los derechos humanos (artículo 10.1 CE). Es un
rasgo propio –y no es frecuente en Derecho comparado– el tratamiento con menores
garantías y eficacia de los derechos sociales y culturales muchos de ellos llamados
principios rectores.

La indefinición y apertura del Estado autonómico: un Estado cuasifederal y un amplio


bloque de la constitucionalidad. El Título VIII es el más polémico y el que mayores
problemas ha ocasionado en su interpretación. En realidad, se ocupa más de poner en
marcha el Estado autonómico –con normas de Derecho Constitucional transitorio
muchas de las cuales están ya agotadas– que de organizar su adecuado funcionamiento
en las relaciones de competencia y colaboración. De hecho, la Constitución no identifica
con certeza todas las competencias del Estado: un verdadero techo competencial de las
CCAA. El sistema de listas de competencias de los artículos 148 y 149 CE no es
suficientemente denso ni correcto técnicamente, y la asunción de las mismas se produce
en diecisiete Estatutos de Autonomía, conforme al principio dispositivo o de
voluntariedad, que están sometidos a frecuentes reformas. Es pues una Constitución
vaga –insegura– y abierta que se especifica en un inmenso “bloque de la
constitucionalidad”, una categoría acuñada por el Tribunal Constitucional, que amplía la
Constitución formal, y dista de ser una buena opción frente a una buena Constitución
federal cerrada. Tampoco están detalladas las relaciones de colaboración ni
especificadas algunas materias competenciales de especial relevancia como p.ej.
educación. Consecuencia de un acendrado pragmatismo, la Constitución no define la
forma de Estado como regional o federal y ni siquiera le da un nombre: las
denominaciones “Estado de las autonomías” o “Estado autonómico” se han acuñado por
políticos y expertos. Desde el exterior, suele clasificarse a España como un Estado
“cuasifederal”. También aquí ha habido bastantes propuestas de reforma de la
Constitución territorial que no han llegado a prosperar pese a las deficiencias técnicas
del modelo. Acertadamente, el artículo 2 CE introdujo el término “nacionalidades” –
nacionalidades y regiones– como un gesto de buena voluntad hacia las nacionalidades
periféricas con tensiones nacionalistas, reconociendo la existencia de naciones
culturales, desprovistas de soberanía y poder constituyente; los constituyentes quisieron
edificar una gran Nación española integrada por nacionalidades y regiones.

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14 SEP 2023
Lecciones de Derecho Constitucional. 1ª ed., agosto 2023
PARTE PRIMERA CONSTITUCIÓN, FUENTES DEL DERECHO Y JURISDICCIÓN
CONSTITUCIONAL
LECCIÓN 5.ª EL ORDENAMIENTO JURÍDICO Y LAS NORMAS CONSTITUCIONALES

LECCIÓN 5.ª

EL ORDENAMIENTO JURÍDICO Y LAS NORMAS


CONSTITUCIONALES

SUMARIO: 1. LOS CONCEPTOS DE ORDENAMIENTO JURÍDICO Y DE FUENTES DEL


DERECHO. 2. EL VALOR NORMATIVO DE LA CONSTITUCIÓN Y SU CARÁCTER DE
NORMA DE NORMAS. ESPECIFICIDADES Y TIPOS DE NORMAS CONSTITUCIONALES.
3. VALORES SUPERIORES. 4. PRINCIPIOS GENERALES DEL DERECHO Y
CONSTITUCIÓN. 5. LA INTERPRETACIÓN DE LAS LEYES CONFORME A LA
CONSTITUCIÓN. BIBLIOGRAFÍA.

1. LOS CONCEPTOS DE ORDENAMIENTO JURÍDICO Y DE FUENTES DEL


DERECHO

La idea de ordenamiento jurídico y su recepción constitucional. La Constitución recibe y


“consagra” –afirma Luis Díez Picazo– la idea de ordenamiento jurídico como un
entramado orgánico e institucional formado por leyes, principios y valores. Supone una
determinada manera de entender y aplicar el Derecho vigente. Pero la expresión ya
había sido introducida en el Título Preliminar del Código Civil en 1974, titulado “De las
normas jurídicas, su aplicación y eficacia”, en cuya elaboración participó Hernández Gil
quien luego sería Presidente de las Cortes Generales al tiempo de elaborarse la
Constitución; y, previamente, en la Ley de la Jurisdicción Contencioso Administrativa de
1956, que en su preámbulo explicaba que lo jurídico (el Derecho) no se circunscribe a las
disposiciones escritas (las leyes) sino que se extiende a los principios y a “la
normatividad inherente a la naturaleza de las instituciones”. Incorporar la categoría de
ordenamiento jurídico en la Constitución amplía la juridicidad y las fuentes del Derecho.
El Derecho no es sólo ley, según explicita el artículo 103.3 CE que prescribe el
sometimiento pleno de la Administración pública “a la ley y al Derecho”. Esta
consagración constitucional del ordenamiento jurídico reclama mantener la unidad y el
orden de las fuentes. Entraña una concepción racional del Derecho como un sistema de
normas desprovisto de contradicciones. Es clara la influencia en la Constitución del
pensamiento de Santi Romano y de ambas leyes preconstitucionales: los conceptos
constitucionales no nacen en el vacío sino en un universo de normas previas y categorías
jurídicas. Por más que el carácter abigarrado de los ordenamientos contemporáneos, en
tiempos de lo que se ha llamado una “fábrica de las leyes” o la “legislación motorizada”,
pueda hacer pensar que son, en la realidad, simplemente un montón desordenado de
normas. La Constitución menciona el término “ordenamiento jurídico” en los artículos
1.1, 8.1, 9.1, 86.1 y 95.1, los dos primeros preceptos son los más importantes a nuestros
efectos. El artículo 1.1 CE positiva los “valores superiores del ordenamiento jurídico”
como verdaderas normas constitucionales y, por tanto, internos al mismo. Son unas
normas que se diferencian del resto por su fuerte dimensión axiológica o estimativa y
por su escasa densidad normativa que dificulta su aplicación por su misma vaguedad o
indeterminación. En el artículo 9 CE, se reconocen una serie de principios
constitucionales comenzando por el principio de constitucionalidad (apartado 1.º), y
continuando por un intento de identificar los demás principios constitucionales entre los
que destaca el principio de legalidad (apartado 3.º). Se establece pues un mandato de
todos los ciudadanos y poderes públicos de sujeción primero a la Constitución y luego
“al resto del ordenamiento jurídico”. Entraña una intensa vinculación positiva para los
poderes públicos, y una vinculación negativa para los ciudadanos que les obliga a no
contravenir los mandatos constitucionales. La Constitución es la norma que preside y
vertebra todo el ordenamiento jurídico, manteniendo su unidad y la ordenación de las
fuentes. El ordenamiento jurídico que nuestra Constitución diseña es un “ordenamiento
principial” (Luis Díez Picazo, Jesús Leguina). Esto permite un “Derecho dúctil” (Gustavo
Zagrebelsky), muy flexible o maleable, que se adapta mejor que las reglas muy concretas
a supuestos de hecho cambiantes.

Un pluralismo de ordenamientos jurídicos interconectados. Recordemos también que


según el artículo 96.1 CE los tratados internacionales forman parte del ordenamiento
interno. No menos relevante es el artículo 147 CE que establece una reserva
constitucional a los Estatutos de Autonomía como norma institucional básica del
ordenamiento jurídico de cada Comunidad Autónoma, lo que introduce el principio de
competencia (artículos 148 y 149 CE) en nuestro sistema de fuentes para diferenciar el
ordenamiento estatal de los autonómicos. El ordenamiento jurídico español se
descompone o articula en una pluralidad de ordenamientos territoriales internos. Así
como el artículo 10.1 CE, la cláusula constitucional de apertura al Derecho Internacional
de los derechos humanos, que puede entenderse como un reconocimiento constitucional
de una pluralidad de ordenamientos internacionales sobre derechos que están
interrelacionados (una idea que estaba ya en Santi Romano) y a los que el intérprete de
los derechos debe acercarse de forma amistosa. El precepto constitucional sienta una
regla de relación entre estos ordenamientos en una muestra de pluralismo jurídico. De
forma análoga, pero con diferentes especificidades, puede razonarse respecto del
ordenamiento de la Unión Europea al que el artículo 93 CE permite atribuir
competencias por leyes orgánicas. Una cláusula constitucional de apertura al Derecho
de la Unión Europea. En apretada síntesis, la Constitución propició que el ordenamiento
español cediera competencias, en una corriente hacia arriba, a la Unión y también
competencias jurisdiccionales al Consejo de Europa, y, al tiempo, se descentralizó hacia
abajo en Comunidades Autónomas. Una pluralidad de ordenamientos jurídicos
interconectados.

Aspectos constitucionales del Título Preliminar del Código Civil y su integración


conforme a la Constitución: subsidiariedad, jerarquía, temporalidad, derogación, deber
judicial de resolver. El artículo 1, apartado 1, del –preconstitucional– Código Civil de
1974 afirma que “las fuentes del ordenamiento jurídico son la ley, la costumbre y los
principios generales del Derecho”. A continuación prescribe que carecen de validez las
disposiciones que contradigan otra de rango superior (apartado 2.º), consagrando el
principio de jerarquía; y afirma que la costumbre sólo regirá en defecto de ley aplicable
y siempre que resulte probada (apartado 3.º), y que los principios generales del Derecho
sólo se aplicarán en defecto de ley o costumbre sin perjuicio de su carácter informador
del ordenamiento jurídico (apartado 4.º). La Constitución de 1978 alteraría estas
afirmaciones, pues los principios generales del Derecho que tienen rango constitucional
poseen la misma validez que el resto de las normas constitucionales, y no se aplican
subsidiariamente o en defecto de las leyes, sino por encima de ellas; y lo mismo podría
decirse de los usos y costumbres constitucionales. En tercer lugar, el Código señala –
entre otros muchos extremos– que las leyes sólo se derogan por otras posteriores
(artículo 2.1), lex posterior derogat lex anterior. Un criterio de temporalidad o prioridad
en el tiempo que es esencial para ordenar las normas en un ordenamiento jurídico y
resolver las antinomias o contradicciones entre las normas con un mismo rango o
jerarquía. Afirma el Código asimismo (artículo 1.6) que la jurisprudencia
“complementará” el ordenamiento jurídico con la doctrina que de modo reiterado
establezca el Tribunal Supremo; pero la tradicional consideración de la jurisprudencia
como fuente complementaria y subsidiaria, es poco realista y describe insuficientemente
su impacto. No se menciona lógicamente la jurisprudencia constitucional como fuente
de creación del Derecho con una más alta e intensa vinculación que las leyes.
Finalmente, el Código establece el deber inexcusable de jueces y tribunales de resolver
los asuntos con arreglo a este sistema de fuentes, un deber que lógicamente se mantiene
en la Constitución y se deriva de su sometimiento al imperio de la ley (artículo 117.1
CE). Miguel Herrero de Miñón sostuvo, en 1974, que el Título Preliminar del Código
Civil era materialmente constitucional, “una ley básica” en cuanto su contenido
representa un cimiento del edificio estatal, pues integra o complementa los contenidos
de la Constitución sobre las fuentes del Derecho, aunque no forme parte de la misma ni
posea su jerarquía. Admitido que las fuentes del Derecho son materia constitucional, la
tesis sólo puede ser aceptada si se advierte que el Código ciertamente consagra y
racionaliza nuestra tradición jurídica, pero carece de supremacía formal o rango
constitucional, y sus normas deben ser releídas e interpretadas conforme a la
Constitución a la que está sometida.

El concepto de fuentes del Derecho y los principios constitucionales de legalidad,


publicación y competencia. Por “fuente” del Derecho cabe entender determinadas
categorías básicas a través de las cuales se exteriorizan las normas jurídicas. Como la
expresión denota, suponen el origen de donde emanan las normas, siguiendo la imagen
de una fuente de la que brota el agua. Entrañan unas disposiciones formales que
exteriorizan el Derecho. La idea de fuente no incluye todo lo que conduce a la creación
de normas, el órgano que creó la norma, aunque son órganos constitucionales, ni
tampoco todos los actos previos o procedimiento de elaboración. Se circunscribe a una
serie de actos jurídicos dictados por los órganos del Estado de acuerdo con un
procedimiento formal y previamente previsto (ley, reglamento, legislación de urgencia o
delegada…), o simples hechos jurídicos realizados por determinados operadores
sociales (costumbre, usos mercantiles…). Fuentes del Derecho son un conjunto de actos
y hechos normativos, unas disposiciones o vehículos formales a través de los cuales se
exteriorizan las normas jurídicas. Ignacio de Otto se planteó si esta categoría de fuentes
alude sólo a los actos normativos, pero no a los actos aplicativos, porque en ciertas
ocasiones no es extraño que los segundos inciden también en la creación de normas v.gr.
los convenios colectivos en Derecho del Trabajo. Luis Díez Picazo señaló que la
Constitución recoge el principio de legalidad (artículo 9.3 CE), pero ya no puede
entenderse como la única fuente del Derecho (ius no es igual a lex) en vez de como
“supremacía de la ley” o subordinación a la ley de las demás fuentes. También se
reconoce allí mismo el principio de publicidad de las normas que demanda su
“publicación formal” en los diarios oficiales del Estado o de las CCAA: vienen prohibidas
las normas secretas en un Estado de Derecho. Los artículos 148 y 149 CE introducen en
las fuentes del Derecho las diferentes competencias o potestades de actuación de los
entes territoriales, restando como competencia del Estado “la determinación de las
fuentes del Derecho” (artículo 149.1.8 CE).

Clases de fuentes del Derecho. La Constitución ha introducido un pluralismo de fuentes


del Derecho basado en la triada Constitución, ley, y reglamento más las normas
internacionales. Primero, las normas constitucionales, algunas son normas-reglas con
bastante densidad normativa, otras reconocen valores o principios más abstractos y que
deben concretarse en cada caso. Segundo, los Estatutos de Autonomía que se aprueban
por ley orgánica (artículo 81.1 CE), pero que muchos autores consideran como “normas
constitucionales secundarias” (Rubio Llorente) al engastarse directamente en la
Constitución y ser la “norma institucional básica” del ordenamiento que presiden
(artículo 147.1 CE); el Tribunal Constitucional ha sostenido –con acusado eclecticismo–
que son leyes orgánicas pero cumplen funciones constitucionales. Constitución y
Estatutos forman parte de un mismo “bloque de la constitucionalidad”. Tercero, los
tratados internacionales, válidamente celebrados, que una vez publicados forman parte
del ordenamiento interno y sólo pueden ser derogados, modificados o suspendidos en la
forma prevista en dichos tratados o en el Derecho Internacional (artículo 96 CE).
Desarrollando el artículo 96 CE, la Ley 25/2014, de 27 de noviembre, de Tratados y
Acuerdos internacionales afirma un principio de prevalencia de los Tratados sobre las
normas de Derecho interno (artículo 31). La Constitución ha reforzado la apertura al
Derecho Internacional (artículo 94 CE) y al de la Unión Europea (artículo 93 CE).
Cuarto, un amplio número de tipos de leyes. La unidad de la ley se ha fragmentado en
una diversidad de tipos de leyes según su objeto o contenido (principio de competencia),
la pluralidad de reservas constitucionales que los cubre, o el procedimiento
parlamentario seguido (ordinario o especial), pero gozan todos ellos de un mismo rango
legal. Existen leyes de las CCAA que tienen la misma jerarquía que las leyes del Estado.
Las leyes estatales pueden ser ordinarias o leyes orgánicas. Una nueva –y discutible–
categoría que la Constitución crea para ordenar ciertas materias (artículo 81.1 CE) y
tienen la misma jerarquía que las leyes ordinarias y se diferencian por razón de la
materia o el principio de competencia. Existen asimismo unas normas del Gobierno con
rango de ley: la legislación de urgencia o Decretos-leyes (artículo 86 CE), y la legislación
delegada o Decretos legislativos que derivan de dos variantes de Leyes de delegación
para aprobar textos articulados y textos refundidos (artículo 82 CE). Quinto, las normas
reglamentarias, subordinadas a las leyes, que aprueban el Gobierno de la nación y los
Gobiernos de las CCAA y forman el grueso del ordenamiento jurídico. Se ha reprochado
la escasa regulación de los Reglamentos en la Constitución, concentrada como estuvo en
las normas con rango de ley y por las circunstancias de su procedimiento de elaboración.
Tradicionalmente, se ha hablado de “normas primarias” con referencia a las leyes, para
resaltar su libertad de elección en la configuración de los fines, la discrecionalidad del
legislador, frente a las “normas secundarias” o Reglamentos, estrechamente sometidos a
los fines y contenidos legales en su desarrollo normativo.

El dinamismo de las fuentes del Derecho. Este complejo sistema normativo, que en parte
derivaba de un sistema preconstitucional y mantuvo cierta continuidad, ha sufrido una
evolución y sensibles transformaciones en más de cuatro décadas (Santamaría Pastor).
Las fuentes del Derecho tienen una dimensión dinámica y evolutiva. Así p.ej. los cuadros
sobre producción legislativa evidencian una alta presencia de Decretos-leyes y una
muchísimo menor de Decretos legislativos, pero el porcentaje de los primeros respecto
de las leyes de Cortes cambia de año en año, manteniéndose siempre como excesivo y
también la tendencia del Congreso a la docilidad en su aprobación y ratificación. O la
aparición de las leyes de acompañamiento a las Leyes de Presupuestos, como mala
práctica, en detrimento de otras iniciativas legislativas con mejor técnica legislativa. O
la clara tendencia al predominio del Gobierno en la iniciativa legislativa que la
fragmentación del parlamentarismo ha aminorado últimamente. Se ha discutido
asimismo la duración del procedimiento legislativo que supuestamente justificaría el
abusivo y creciente recurso a los Decretos-leyes. El número de leyes de las CCAA
también varía en función del contexto y, en cada Comunidad, suelen tener ritmos
legislativos distintos.

Validez y eficacia. Las normas creadas por las fuentes del Derecho suelen analizarse de
acuerdo con su validez y eficacia. La validez de una norma deriva de su regularidad o
adecuación a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico; implica una correcta
conformación de la fuente. La validez desaparece con la derogación de la norma o su
declaración de inconstitucionalidad. La eficacia, en cambio, procede de la adecuación
entre norma y realidad, y su efectiva aplicación en el tiempo y en el espacio. Una norma
puede ser válida, pero no eficaz por muy variadas razones.

Características de las normas jurídicas. Es difícil dar un concepto de “norma jurídica”,


susceptible de asumir un valor general, diferenciándolas del resto de las “normas
sociales”, porque cualquier criterio alberga excepciones. Es una consecuencia de la
misma heterogeneidad de las normas jurídicas. Pero intentar su identificación
contribuye a reflexionar sobre las características del Derecho y es estimulante para el
jurista. Primero, debe hablarse de exterioridad: las normas jurídicas son externas al
sujeto y pueden venir contrapuestas a su voluntad; contemplan conductas exteriores y
no pensamientos como suele ocurrir con las normas morales. Sin embargo, coinciden
con éstas en que pertenecen al terreno del deber ser y no del ser. La diferencia respecto
de las normas morales radica en que para el Derecho son indiferentes las razones o
motivos por los cuales las normas jurídicas se cumplan. Segundo, generalidad y
abstracción, las normas jurídicas se aplican por igual a todos sus destinatarios, ya sean
todos los ciudadanos, –los españoles y los extranjeros–, o un colectivo determinado de
personas que las leyes singularizan (p.ej. los trabajadores, los empresarios, los
desempleados…). Si bien la “generalidad” de las normas pueden entenderse como la
cualidad de repetible y de no agotarse en una situación de hecho. También puede
explicarse la generalidad como abstracción o impersonalidad, las normas reclaman su
aplicación con objetividad a una pluralidad de situaciones. Pero existen excepciones en
ambos casos como son las normas transitorias impropias o las leyes singulares o de
destinatario único. Tercero, coercibilidad y sanción: las normas jurídicas son
susceptibles de ejecución forzosa o coacción, y vienen garantizadas mediante sanciones
o consecuencias desfavorables en caso de incumplimiento. El Estado monopoliza el uso
de la fuerza legítima. Sin embargo, no todas las normas prevén sanciones o su
incumplimiento las lleva aparejadas. Es especialmente así en el campo del Derecho
Constitucional donde se ha hablado de “normas incompletas” (Alejandro Nieto). Para
salvar este obstáculo, bien se predica la sanción del ordenamiento jurídico en su
conjunto, bien se dilata el concepto mismo de sanción. Cuarto, bilateralidad: suele
existir en las normas jurídicas una correspondencia entre el derecho de un sujeto y la
obligación de otros como consecuencia del ejercicio del derecho. Es al menos así en
Derecho privado, pero no siempre en Derecho público, entre las normas organizativas
de una Administración o un órgano constitucional no ocurre normalmente esto. A veces,
la potestad de un sujeto no posee como contrapartida una obligación, pensemos p.ej. en
el ejercicio del derecho de disolución de las Cámaras, o en la potestad de indulto por el
Gobierno. Quinto estatalidad: las normas jurídicas son tan distintas que no es fácil
identificar unas características comunes a todas ellas. Las normas jurídicas son normas
sociales, pero proceden de ordenamientos jurídicos que determinadas instituciones o
grupos crean; sólo la referencia al Estado o al reconocimiento estatal de algún modo
permite diferenciar los ordenamientos jurídicos de otros ordenamientos sociales. Claro
está que las normas jurídicas de Derecho privado pueden tener una génesis difusa y
espontánea, fruto de una autonomía negocial, y expresarse en un acuerdo, contrato o
convenio, pero su capacidad de obligar deriva del reconocimiento o regulación estatal.
Es así en un ordenamiento constitucional que, por definición, prevé y regula las fuentes
del Derecho.

Criterios para resolver antinomias: temporalidad, jerarquía, competencia y función


constitucional. El propio ordenamiento jurídico prevé unos criterios para resolver las
colisiones o conflictos entre normas incompatibles. Primero, la jerarquía de manera que
la “ley superior prima sobre la ley inferior”; la Constitución sobre las leyes o una
pluralidad de normas con rango de ley, y éstas sobre los Reglamentos. Segundo, el
tiempo, la “ley posterior deroga la ley anterior”, es un criterio habitual la derogación de
las normas de mismo rango por otras posteriores; la derogación puede ser en virtud de
una cláusula derogatoria expresa en la parte final de la ley (una tabla o elenco), o
mediante una cláusula derogatoria general, “cuantas leyes se apongan a la presente ley”
(véase p.ej. la Disposición Derogatoria Tercera de la Constitución). Tercero, el principio
de competencia, según el cual la distribución territorial de competencias entre entes
territoriales reclama de potestades expresas de actuación previstas en la Constitución,
los Estatutos de Autonomía o las leyes del Estado atributivas de competencias. No se
pueden emanar normas fuera de la cobertura competencial. En caso de surgir una
controversia competencial sobre una medida, “la competencia más específica prima
sobre las más general”. Cuarto, la función constitucional, es un criterio más inseguro y
complejo y se funda en que la Constitución habilita a algunas leyes para cumplir una
función constitucional, así p.ej. los Reglamentos parlamentarios o las Leyes de
Presupuestos, y esta habilitación constitucional les permite desplazar a otras leyes
iguales en rango y que no cumplen esta función.

2. EL VALOR NORMATIVO DE LA CONSTITUCIÓN Y SU CARÁCTER DE NORMA


DE NORMAS. ESPECIFICIDADES Y TIPOS DE NORMAS CONSTITUCIONALES

Supremacía formal o jerarquía, rigidez y vinculación. Sólo este concepto, la Constitución


como norma jurídica y norma de normas, permite hacer Derecho Constitucional, por
más que las ideas que hemos expuesto en otra Lección ayuden a comprender antes de
interpretar las normas constitucionales. La Constitución es una norma jurídica, o mejor
un sistema de normas con una estructura muy variada, pero es una norma con rasgos
muy específicos: la norma fundamental que preside y dirige un ordenamiento jurídico.
Mantiene la unidad del ordenamiento jurídico y es fuente de validez de las normas. En la
actualidad, se ha recuperado el concepto racional normativo de Constitución y se
identifica por ser un documento escrito dotado de dos notas: la supremacía formal o
mayor jerarquía normativa, y la rigidez constitucional o previsión de un procedimiento
específico de revisión. La Constitución es un sistema de normas con mayor jerarquía y
especial rigidez. Es la única ley que prevé su propia modificación y sólo puede
modificarse por una norma específica: la reforma constitucional. Tiene una
“supralegalidad” o superior fuerza normativa: es una ley “más alta” o “más fuerte” que
las leyes ordinarias según se use, respectivamente, la terminología anglosajona o
alemana; sus normas están dotadas de una mayor vinculación o capacidad de obligar. El
artículo 9.1 CE expresa estas ideas cuando afirma que “los ciudadanos y los poderes
públicos está sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico”. Hay pues un
mandato de sujeción primero a la Constitución y luego, y con distinta intensidad, al resto
del ordenamiento jurídico. Todos los poderes públicos tienen una fuerte vinculación
positiva a los mandatos constitucionales y vienen obligados a respetarlos, desarrollarlos
y asegurarlos. Pero también los ciudadanos están sometidos a la Constitución –ha
explicado el Tribunal Constitucional– desde una vinculación negativa que les impide
actuar contra los mandatos constitucionales; una sujeción de menor intensidad, pero no
menos importante.

Eficacia derogatoria e inconstitucionalidad. Del mismo modo, la Disposición Derogatoria


Tercera recoge una cláusula derogatoria general que declara que quedan derogadas
cuantas disposiciones previas se opongan a lo establecido en la Constitución, un
mandato derogatorio que evidencia su condición de ley superior y posterior en el tiempo.
Por otra parte, las normas posteriores a la Constitución que se opongan a sus contenidos
devienen inconstitucionales. La rigidez permite el control de constitucionalidad de la ley
que sería, si no conceptualmente imposible en teoría, de muy difícil realización en la
práctica bajo una Constitución flexible. Rigidez constitucional y control de
constitucionalidad de las leyes van de la mano. Los artículos 167 y 168 regulan sendos
procedimientos de reforma que otorgan un carácter rígido a nuestra Constitución. El
control de constitucionalidad de las leyes y de otro tipo de actos y disposiciones, bien por
el Tribunal Constitucional bien por los órganos judiciales ordinarios en las normas
inferiores a las leyes, es una garantía de la supremacía formal de la Constitución.

Supremacía material. Pero la Constitución no sólo posee rasgos formales también se


identifica porque regula a determinados contenidos superiores, la “materia
constitucional”: unas cuestiones que se consideran más importantes o fundamentales
que las relegadas a las leyes. Pellegrino Rossi, al fundar las enseñanzas de Derecho
Constitucional, decía que la Constitución debe ocuparse de los “epígrafes generales” o
normas de cabecera del ordenamiento jurídico. Las Constituciones no deben ser
reglamentistas y entrar en demasiados detalles, un defecto muy frecuente. Entre estos
contenidos, están los derechos fundamentales, y la organización de la división de
poderes, como reza el mencionado artículo 16 de la Declaración de Derechos del
Hombre y el Ciudadano de 1789, que es un paradigma, y las formas de creación del
Derecho: las normas sobre normas. Pero identificar la materia constitucional, los
contenidos de la Constitución, es un asunto controvertido de solución nada sencilla. Las
elaboraciones doctrinales pueden orientar o inspirar la labor de su delimitación por el
poder constituyente, pero no condicionan absolutamente la labor, ya que no está
sometido a límites internos y suele decirse que es res facti non iuris: un poder político
supremo, diverso a los poderes constituidos, y que sólo se ejerce extraordinariamente o
los días de fiesta. Una misma generación de ciudadanos no puede albergar grandes
experiencias en momentos constituyentes. De hecho, los contenidos de las
Constituciones varían de unas a otras según los períodos o las regiones o las ideologías,
aunque existe un mínimo denominador común o patrón en la cultura del
constitucionalismo. Pero hay familias o períodos de constituciones y contenidos o
preocupaciones más propios de una época del constitucionalismo o de las tradiciones y
cultura política de un país que de otros. Aprobada la Constitución de 1978 como
documento formal, la identificación de las normas constitucionales es sencilla y se
encuentra en el texto constitucional.

Características de las normas constitucionales: a) apertura, carácter concentrado y


escueto, ausencia de sanción. Las normas constitucionales deben ser breves, lacónicas o
escuetas, tal y como es el buen lenguaje jurídico, austero o sin excesos, para facilitar la
exégesis judicial de sus disposiciones y asegurarse de su contenido normativo y rigor,
frenando usos retóricos y equívocos o propagandísticos sobre el alcance de sus
mandatos. Pero, en el siglo XIX y principios del siglo XX y ahora con el llamado
“neoconstitucionalismo” transformador, encontramos bastantes ejemplos de
redacciones largas, reglamentistas y barrocas. Las Constituciones son normas que crean
mucho Derecho por su gran apertura, generalidad y abstracción, pero deben ser
especificadas en desarrollos legales, reglamentarios y exégesis jurisprudenciales, que sí
pueden albergar numerosas concreciones. La Constitución además no siempre se aplica
directamente en vez de mediante la mediación o interposición de las normas de la ley.
Por otro lado, dejando a un lado la declaración de inconstitucionalidad de las leyes y
disposiciones, las normas constitucionales a menudo no están provistas de sanciones
evidentes en caso de incumplimiento; y, a juicio de algunos autores, este rasgo hace que
merezcan su calificación como “normas incompletas”. Una calificación que dista de ser
evidente y no comparto, pues no se adecúa a la naturaleza de sus mandatos, de sus
destinatarios principales, los poderes públicos, ni a la atribución de poderes de coerción
a la Constitución en su conjunto. Por otra parte, la jurisdicción constitucional ha creado
bastantes sanciones, sobre todo, frente a las omisiones o inconstitucionalidades
parciales, poniendo en conexión estas situaciones con las prohibiciones de
discriminación e indefensión.

b) Diversos tipos de normas constitucionales con diferente estructura normativa. Las


normas civiles o penales suelen tener una estructura normativa semejante; las segundas
p.ej. tipifican unos hechos e imponen una sanción para quienes realicen el tipo. Pero las
normas constitucionales son muy variadas entre si y existen diversos tipos cada uno de
ellos con estructuras normativas diferentes. Las normas que reconocen derechos
fundamentales no suelen tener supuestos de hecho, se reconoce un derecho de forma
abstracta, la libertad de expresión p.ej., y los hechos que emanan de la realidad
constitucional se integran en la disposición escrita hasta crear normas; por eso los
derechos fundamentales son un case law. Las normas atributivas de competencia a un
ente territorial identifican una materia (educación, sanidad) y otorgan potestades o
facultades de actuación a un ente o a otro: aprobar las normas básicas el Estado y
desarrollarlas y ejecutarlas a las CCAA. Las normas sobre normas crean una fuente del
Derecho (la ley orgánica o el decreto ley), la atribuyen a un sujeto, le reservan una
materia mediante una técnica positiva o negativa (contenidos vedados o excluidos) y
ordenan unas mínimas normas de procedimiento. Las normas finalistas o de principio
imponen a los poderes públicos la obligación de promover unos contenidos (el medio
ambiente, el carácter social del Estado y los servicios públicos) y fijan unos objetivos de
la acción estatal. La lista de tipos normativos es larga. Cada uno de estos tipos demanda
una exégesis propia, así las normas atributivas de competencia deben merecer una
interpretación estricta para no vaciar de contenido las atribuciones del otro ente
territorial. El intérprete constitucional debe primero “comprender” cómo es el tipo de
norma que debe aplicar antes de “interpretar” y seleccionar la exégesis que mejor se
adecúa a su naturaleza, de este modo, las prohibiciones constitucionales deben recibir
una interpretación restrictiva y no favorables o ampliadora como merecen los derechos
fundamentales. Además de las reglas lógicas de la argumentación jurídica, un amplio
número de sentencias constitucionales puede ayudarnos a seleccionar la interpretación
adecuada.

c) Normas de aplicación directa o diferida: la interpositio legislatoris. Que la


Constitución sea una norma jurídica no es lo mismo que afirmar que sus mandatos se
aplican siempre directamente, sin la necesidad de un desarrollo o mediación de la ley y
de mayores razonamientos. Las normas sobre derechos fundamentales en sentido
estricto son de aplicación inmediata y su eficacia no queda diferida indefinidamente a la
aprobación de las leyes de desarrollo; es una de sus características principales. Otro
tanto ocurre con las normas sobre normas o fuentes del Derecho: los decretos leyes, los
decretos legislativos, las leyes orgánicas, las leyes ordinarias, ya sean estatales o
autonómicas, vienen condicionadas para su aprobación por los preceptos
constitucionales y las diversas reservas y limitaciones. Asimismo pasa con la normas que
se ocupan de la parte organizativa y las facultades del Gobierno o el Parlamento que
emanan directamente de la Constitución. Pero hay numerosas ocasiones en que la
propia Constitución reenvía expresamente a un mandato legal y su eficacia queda
diferida a la interposición del legislador. Mencionemos algunos ejemplos: la autonomía
universitaria es de conformación legal y se produce “en los términos de la ley” (artículo
27.10 CE); las obligaciones militares de los españoles o los deberes de los ciudadanos en
casos de catástrofes deben regularse por ley (artículo 30); las prestaciones
patrimoniales públicas deben establecerse por ley (artículo 31.1); la ley regulará el
ejercicio de las profesiones tituladas (artículo 36); la ley posibilitará la investigación de
la paternidad (artículo 39.2); los poderes públicos establecerán las normas pertinentes
para hacer efectivo del derecho a la vivienda (artículo 47); los poderes públicos oirán a
las organizaciones de consumidores en los términos que la ley establezca (artículo 51.2);
los principios rectores del Capitulo III sólo pueden ser alegados ante la jurisdicción
ordinaria de acuerdo con lo que dispongan las leyes (artículo 53.3 CE); la ley orgánica
habilita para la suspensión o la restricción de los derechos en los estados de emergencia
(artículo 55); el sistema electoral del Congreso de los Diputados y del Senado se
establece en la ley (artículos 68 y 69); las dos Cámaras de las Cortes establecen sus
propios Reglamentos parlamentarios (artículo 72); el funcionamiento del Consejo de
Estado reclama una ley orgánica (artículo 107) y un largo etcétera de reenvíos
constitucionales a las leyes No obstante, la relación entre Constitución y ley de
desarrollo es muy compleja y ambas mantienen una tensión normativa, porque la
omisión de del desarrollo legislativo un largo tiempo, desprovista de justificación
razonable y ocasionando manifiestas dilaciones indebidas, puede acarrear –con
prudencia– un pronunciamiento de inconstitucionalidad por omisión en ciertos casos.

d) Normas, reglas, valores y principios. Todas las disposiciones constitucional


contemplan normas jurídicas desde el principio, el primer artículo, hasta la disposición
final. No hay preceptos de la Constitución desprovistos de valor normativo y con
carácter meramente retórico. Tampoco son admisibles interpretaciones que vacíen de
contenido y efectos las disposiciones constitucionales. El Preámbulo se estima que no
contiene normas jurídicas, pero sus preceptos suelen poder reconducirse a normas
posteriores en el articulado, y sí posee un valor jurídico o impacto por su carácter
inspirador o hermenéutico de las normas constitucionales. Solemos distinguir entre
normas constitucionales que recogen reglas, las normas-reglas, y las normas de
principios. Las reglas tienen una estructura normativa más precisa y detallada en sus
mandatos y consecuencias. La normas de principios son más dúctiles, abiertas y flexibles
lo que les permite adaptarse a una diversidad de situaciones. También es habitual
diferenciar entre valores y principios jurídicos, teniendo los primeros un mayor
contenido axiológico y unos contenidos técnicamente menos precisos.

3. VALORES SUPERIORES

Alcance del reconocimiento constitucional: la positivación de los valores. La norma


constitucional de apertura, el artículo 1.1 CE establece que “España se constituye como
un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de
su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político”.
Insistiré en que son valores superiores del ordenamiento, pero internos al mismo, y
dotados por tanto de carácter normativo, y no valores metajurídicos y derivados de un
supuesto Derecho natural como se construye en las tradicionales construcciones
doctrinales iusnaturalistas. Ésta es la principal novedad y relevancia del reconocimiento
constitucional: la positivación como normas de unos valores que inspiran el
ordenamiento jurídico y forman parte del mismo.

¿Qué debe entenderse por valores y qué funciones cumplen? Se ha dicho que es la
cualidad de algunos bienes morales que se consideran estimables, o unas aspiraciones
ideales a las que el ordenamiento jurídico debe tender con dinamismo, o un precipitado
lógico de diversas ideologías. Antonio Baldassarre ha razonado que la Teoría de la
Constitución moderna debe ser una teoría de los valores constitucionales. Toda
Constitución comporta un orden de valores que pueden variar respecto de otros tiempos
o espacios, pero suelen ser comunes a la cultura global del constitucionalismo: al Estado
constitucional y el Estado de Derecho. Estos valores inspiran los procesos de integración
política y, expresados en derechos y libertades, son “fundamento del orden político y de
la paz social” (artículo 10.2 CE): legitiman el orden jurídico. La lógica de los valores
inspira el desarrollo constitucional en las leyes y su aplicación, así como la racionalidad
del control de constitucionalidad. El formalismo jurídico no tiene espacio en tiempos de
un “positivismo flexible” o un “iusnaturalismo renovado” (Norberto Bobbio) como el que
la Constitución asume al recoger unos valores comúnmente aceptados. Los valores son
pues el fundamento de la unidad de un Estado como comunidad política, de su
ordenamiento jurídico y de los derechos fundamentales. La STC 53/1985 explicitó que
los derechos fundamentales son la expresión jurídica de un sistema de valores, y que la
Constitución es una norma cualitativamente distinta a las demás, por cuanto incorpora
el sistema de valores esenciales que informan el ordenamiento jurídico. La nuestra no es
una Constitución “indecisa”, asume unos valores como propios.

Los riesgos de una jurisprudencia de valores. Pero de todo esto no se desprende que
deba hacerse una peligrosa “jurisprudencia de valores” que lleve con habitualidad a un
control de constitucionalidad de las leyes en abstracto por su directa incompatibilidad
con estas normas dotadas de un alto grado de abstracción. Resulta preciso cierta
autocontención por razones de seguridad jurídica o certeza normativa a la hora de
singularizar los valores y su consecuencias jurídicas, salvo supuestos flagrantes de
contradicciones que no suelen producirse en un Estado constitucional. De no ser así,
vendría amenazada la persistencia y seguridad de la jurisdicción constitucional. Si los
tribunales constitucionales pretendieran ser constantemente los protectores y
ejecutores de los valores supremos, la realización de valores podría ser destructora de
las normas supremas o incluso de otros valores (ya lo denunció Carl Schmitt al hablar de
la “tiranía de los valores”). Es normalmente posible en cualquier actividad jurídica
acudir a reglas y principios interpuestos, que especifican esos valores, y vienen dotados
de una mayor concreción. Es el poder de reforma constitucional o el legislador
democrático quien debe normalmente optar por desarrollos que especifiquen esos
valores y, con mayor razón, en las cuestiones morales más polémicas: el aborto, la
eutanasia, la gestación subrogada, etc.

Valores y principios constitucionales. Ambas normas se diferencian por su estructura


normativa y la densidad de sus regulaciones que es más técnica y precisa en los
principios jurídicos, que emanan de elaboraciones doctrinales y jurisprudenciales y se
apoyan en las mismas. Pero algunos valores son a la vez principios p.ej. la igualdad es
una valor en el artículo 1.1 CE y un principio jurídico en los artículos 9.2 y 14 CE. No
obstante, valores y principios tienen muchas cosas en común: ambos son normas
jurídicas, que señalan objetivos o fines de un ordenamiento, y tienen superioridad
jerárquica respecto de las leyes por su rango constitucionales; su diferencia depende del
grado de concreción normativa; los primeros expresan ideas básicas que los principios,
más técnicos, concretan.

Su identificación constitucional. ¿Es reiterativa la enumeración de valores que el


artículo 1.1 CE hace cuando habla de libertad, igualdad, justicia y pluralismo político?
Para algunos autores los cuatro valores podrían reconducirse a la libertad y la igualdad,
la justicia sería un punto de equilibrio entre ambos, y el pluralismo un resultado lógico y
fáctico. Pero otros autores, –cuyas tesis compartimos– resaltan con acierto la relevancia
del pluralismo como valor (Lucas Verdú) en cuanto expresa la importancia del
fortalecimiento de los grupos intermedios en la sociedad civil y como valor característico
del siglo XX frente a épocas anteriores que reconducían la unidad de una comunidad a la
uniformidad. La Constitución reconoce múltiples manifestaciones del pluralismo:
lingüístico (artículo 3 CE), territorial o autonomía de nacionalidades y regiones (artículo
2), simbólico (artículo 4), sindical y empresarial (artículo 7), partidista (artículo 6),
religioso (artículo 16).

¿Existen valores fuera del artículo 1.1 CE? Junto a estos valores superiores del
ordenamiento jurídico que el artículo 1.1 CE proclama, a lo largo de la Constitución se
recogen otros valores o normas con contenidos axiológicos o estimativos. La dignidad de
la persona humana y el libre desarrollo de la personalidad (artículo 10.1 CE) como
fundamento de los derechos fundamentales, y son un sólido basamento para identificar
nuevos derechos fundamentales: el grado de directa conexión con el libre desarrollo de
la personalidad permite identificar la fundamentalidad de nuevos derechos. La
solidaridad entre nacionalidades y regiones (artículo 2 CE) que se articula en otros
preceptos constitucionales y forma parte del trípode en que se asienta el Estado
autonómico según quedó expresado en el Diario de Sesiones de la asamblea
constituyente: unidad, autonomía y solidaridad, que es una forma pluralista y leal de
entender la unidad y permite imponer a las partes comportamientos favorables al todo.
El Tribunal Constitucional, al analizar la despenalización del aborto, discutió (STC
53/1985) si la vida (artículo 15 CE) es un valor además de proyectarse en un derecho, un
prius lógico y antológico de los demás derechos. Pero los Votos particulares de Tomás y
Valiente y Rubio Llorente expresaron las reticencias a asumir una jurisprudencia de
valores para evitar peligrosas jerarquizaciones axiológicas, señalando el segundo que
los valores pueden servir para interpretar la Constitución pero no para imponer
concretas obligaciones al legislador.

Eficacia normativa de los valores superiores. Los valores “inspiran” las leyes, la
aplicación de las leyes y la actividad del Tribunal Constitucional como intérprete
supremo de la Constitución. Tienen una “eficacia impeditiva” de aquellas leyes que
frontalmente impugnen su lógica o la contradigan, es un límite a la discrecionalidad del
legislador, pero es un control que demanda cierta deferencia con el legislador
democrático en los caso dudosos o fronterizos para no invadir la función legislativa.
Encuentran su “expresión jurídica”, en frase acertada del Tribunal Constitucional, en su
concreta plasmación en derechos fundamentales. No en balde, la moderna Carta de
Derechos Fundamentales de la Unión Europea se ordena en Capítulos que denominan en
su título con un valor; significativamente, y en la línea que aquí se razona, se identifica
en ella a la dignidad y la solidaridad como valores.

Jurisprudencia constitucional. La STC 53/1985 afirma que el valor jurídico fundamental


de la dignidad de la persona, reconocido en el artículo 10 CE es germen o núcleo de los
derechos que le son inherentes. La STC 83/1984 recuerda que la libertad reconocida en
el artículo 1.1 CE autoriza a los ciudadanos a llevar a cabo todas las actividades que la
ley no prohíba o cuyo ejercicio no subordine al cumplimiento de ciertos requisitos o
condiciones. La STC 179/1994 aplicó la libertad como valor al derecho de asociación
para concluir que la previsión de adscripción forzosa a la corporaciones no podía
convertirse en una regla sin alterar el sentido de aquélla. En la STC 63/1982 se razonó
que la justicia lleva a extremar la justicia del caso concreto y la invalidez de los actos que
la desconozcan frente a la intangibilidad de la cosa juzgada. Toda situación de
desigualdad, persistente a la entrada en vigor de la Constitución, deviene incompatible
con el orden de valores que la Constitución proclama (STC 8/1983). El pluralismo
político no impide que los Diputados en Cortes representen al conjunto del pueblo
español (STC 101/1983). La obligación de prestar acatamiento a la Constitución no
puede imponer un formalismo rígido, incompatible con la consagración del pluralismo
político como valor (STC 119/1990). La mayorías muy amplias o cualificadas sirven para
garantizar el pluralismo político como valor (STC 146/1993).

4. PRINCIPIOS GENERALES DEL DERECHO Y CONSTITUCIÓN

La revalorización constitucional de los principios generales del Derecho. La


Constitución recoge un amplio elenco de principios generales del Derecho que informan
todo el ordenamiento jurídico y debe ser interpretado en armonía con ellos. Es una
ampliación de los contenidos normativos. El artículo 9 CE entraña una revalorización de
la idea de principios generales del Derecho más allá de la tradicional comprensión como
fuente subsidiaria que asume el artículo 1.4 del Código Civil. La validez de los principios
jurídicos que tienen rango constitucional es directa y tan intensa como la del resto de las
normas constitucionales. En su trabajo clásico, Joseph Esser expuso que estos principios
ocupan un lugar central entre las fuentes del Derecho, pero siguen albergando cierta
opacidad o indeterminación, una oscuridad o vaguedad que dificulta su aplicación. Entre
los principios como normas jurídicas y las “normas-reglas” no hay una diferencia de
naturaleza normativa sino en su estructura como normas (Jesús Leguina, Margarita
Beladíez) y participan de la superioridad formal o jerarquía de la Constitución.

Su identificación en el artículo 9, apartados 1.º y 3.º, y su alcance jurídico. En estos


preceptos constitucionales, se hace un esfuerzo por identificar algunos principios
generales del Derecho a los que se concede rango constitucional. Pero los principios son
inmanentes al Derecho, se crean por la doctrina científica o la jurisprudencia en una
génesis espontánea y basada en experiencias jurídicas, y luego se reconocen en las
Constituciones o las leyes. No siempre están suficientemente formalizados, pero no por
eso dejan de aportar racionalidad a un sistema normativo, porque como tales principios
no son suprimibles y resultan inderogables a diferencia de otras normas. La
Constitución no reconoce expresamente p.ej. el muy importante principio de
proporcionalidad que es inherente o inmanente al Estado de Derecho y al control de
constitucionalidad, y sería absurdo su derogación o abrogación o la negación de su
reconocimiento implícito. En este sentido, se ha dicho que son “la puerta por la que la
realidad social, valorada positivamente, penetra en la normatividad estatal” (Jesús
Leguina siguiendo a Hermann Heller). El Tribunal Constitucional ha afirmado que no
son “compartimentos estancos”, pues cada uno de ellos “cobra valor en función de los
demás” (STC 27/1981). Las cuestiones y conflictos que se pueden llevar a la aplicación
de un principio frecuentemente encuentran también acogida en otros. Así p.ej. de la
retroactividad de la ley tributaria podemos pasar a hablar de la lesión de la seguridad
jurídica por un tributo. Los principios reflejan un pensamiento tópico y problemático que
desplaza el razonamiento sistemático o conceptual: no son abstracciones generales sino
que ofrecen la solución a concretos problemas. En este sentido, se pueden comprender
como “conceptos jurídicos indeterminados”: ofrecen unas pautas o criterios que deben
determinarse en torno a supuestos de hecho mediante su aplicación. No nacen de la
obra legislador sino del mundo de las experiencias jurídicas; se advierte con claridad en
la construcción doctrinal y por la jurisdicción contencioso-administrativa del principio
de interdicción de la arbitrariedad de las Administraciones públicas. Son muchos e
importantes los principios jurídicos que el artículo 9 CE identifica con buena factura
jurídica: constitucionalidad, legalidad, jerarquía normativa, publicidad de las normas,
irretroactividad de las disposiciones sancionadoras no favorables o restrictivas de
derechos individuales, seguridad jurídica, responsabilidad de los poderes públicos e
interdicción de la arbitrariedad. Pero no están todos. El enunciado debe entenderse
como ejemplificativo y no tasado y cerrado. Se advierte aquí que un Estado de Derecho
es “una caja de herramientas” muy útiles entre las que se encuentra este conjunto de
principios constitucionales.

Funciones de los principios. ¿Aplicación subsidiaria? Entres sus funciones, lo principios


constituyen el fundamento lógico del ordenamiento jurídico. Orientan la interpretación
de otras normas a las que conceden racionalidad y espíritu jurídico. Forman un sistema
que permite integrar las lagunas de las leyes, a veces subsidiariamente como dice el
Código Civil, pero otras directamente como normas constitucionales; no limitan su
acción a una aplicación subsidiaria o en defecto de otras fuentes aplicables al caso. Bien
es cierto que dada su indeterminación y mayor imprecisión que las normas-reglas, los
intérpretes tienden a buscar otras normas jurídicas más precisas y acuden a los
principios, de forma subsidiaria, para resolver un caso en ausencia de otra norma más
extensa y densa. La estructura de los principios es muy abierta, pues no recogen
supuestos de hecho, ni consecuencias jurídicas expresas. Son un Derecho no escrito o un
“derecho involuntario” (en expresión de Santi Romano) al surgir de la reflexión de los
juristas tras sucesivas experiencias y no de un imperativo del legislador. Jesús Leguina
sistematizó la jurisprudencia constitucional, señalando que los principios forman una
unidad sistemática, sin que existan compartimentos estancos. Que existe una relación
de instrumentalidad entre valores y principios en la medida en que los segundos
garantizan los primeros. Que todos los principios generales del Derecho
constitucionalizados, no sólo los del artículo 9 CE, tienen valor normativo y no
meramente programático. Que vinculan a todos los poderes públicos y participan de la
fuerza derogatoria de la Constitución y su transgresión configura un vicio de
inconstitucionalidad (así el Tribunal Constitucional ha declarado inconstitucional alguna
ley por violar la seguridad jurídica). Que son “conceptos jurídicos indeterminados” lo
que concede un amplio margen de apreciación en su aplicación por los órganos
judiciales. Que no engendran derechos fundamentales y su transgresión no puede ser
reparada en el recurso de amparo constitucional, a no ser que operen entremezclándose
con derechos como puede ocurrir con el derecho a la igualdad en la ley, o el principio de
legalidad y el derecho sancionador.

a) Principio de constitucionalidad: el alcance de la vinculación a la Constitución. El


artículo 9.1 CE determina que “los ciudadanos y los poderes públicos están sujetos a la
Constitución y al resto del ordenamiento jurídico”. Se consagra el principio de
constitucionalidad o de sujeción a la Constitución. Supone conceder valor normativo
inmediato y directo a los preceptos constitucionales (García de Enterría), y que toda la
Constitución sea fuente del Derecho, y no un ejercicio retórico o programático: una
mera declaración de intenciones en las manos del legislador. Pero la Constitución
además de tener carácter normativo en todos sus preceptos, posee una
“supralegalidad”, pues sus normas vinculan de una manera más alta, fuerte o intensa
que el resto de las normas del ordenamiento jurídico y, en caso de discrepancias, con
otras normas hay que optar por sus mandatos que desplazan al resto. No obstante, no
todas las normas constitucionales tienen la misma eficacia jurídica y hay una gradación
de la eficacia de sus preceptos y, en algunos casos queda diferida a su desarrollo por el
legislador, si bien se presume su eficacia directa salvo prueba en contra. La vinculación
a la Constitución es diferente para los poderes públicos que para los ciudadanos ha
sostenido el Tribunal Constitucional. Para los primeros es una vinculación positiva: un
deber positivo de realizar sus funciones de acuerdo con la Constitución. Sin que ello
suponga una adhesión ideológica ni una conformidad total a sus contenidos ni una
prohibición de perseguir ideas distintas a las encarnadas en la Constitución, postulando
su reforma. Para los segundos, es una vinculación negativa: un deber general de
abstenerse de cualquier actuación contraria a la Constitución. La Constitución también
establece mandatos para los ciudadanos. Se ha entendido que es un “poder público” a
estos efectos cualquiera que ejerza un poder de imperio y se sitúe en una posición de
supremacía sobre los particulares.

La vinculación del legislador. Tiene rasgos específicos, pues la ley posee una fuerte
presunción de constitucionalidad al ser obra del legislador democrático. Existe una
amplia libertad de configuración normativa del legislador a la hora de seleccionar fines y
medidas en el marco de la Constitución. Pero el legislador no se puede colocar al nivel
del poder constituyente, y el Tribunal Constitucional preserva esta división de poderes
nuclear.

Eficacia horizontal de los derechos fundamentales. La vinculación de los ciudadanos, se


ha suscitado, sobre todo, al analizar la eficacia horizontal de los derechos
fundamentales. Se ha introducido entre nosotros la doctrina alemana de la Dritwirkung
que procede del Tribunal Federal de Trabajo y fue elaborada desde los años cincuenta
bajo el impulso de las tesis de su Presidente (Hans Carl Nipperdey). Las posiciones
doctrinales se encuentran divididas en dos posiciones. Quienes defienden la eficacia
mediata o indirecta de los derechos a través de la mediación de un poder público, ya sea
el legislador o un órgano judicial; por eso, el recurso de amparo constitucional se
configura como un remedio subsidiario contra los poderes públicos que han violado tal
derecho en las relaciones entre particulares o no han remediado su transgresión (SSTC
34/1984). Aquéllos otros –y es hoy la tesis mayoritaria– que sostienen su eficacia
inmediata o directa por razones de lógica jurídica, pues una misma libertad no puede
tener diversa naturaleza en función de realizarse frente a un sujeto pasivo diferente ya
sea un poder público o privado; a mayor abundamiento, en un Estado social no puede
sostenerse que el titular de un derecho no lo sea en la sociedad y sólo frente al Estado,
una tesis obsoleta que se remonta al Estado liberal del siglo XIX y a la teoría de los
derechos públicos subjetivos de Georg Jellinek. En los últimos años, el Tribunal
Constitucional parece simplemente enjuiciar la lesión del derecho que se invoca y que
afecta a las relaciones laborales sin necesidad de agregar mayores razonamientos sobre
este asunto.

b) Principio de legalidad. El artículo 9.3 CE establece que la Constitución garantiza el


principio de legalidad. Tiene bastantes manifestaciones. En el resto de la Constitución,
se especifica el principio de legalidad del Derecho penal o sancionador (artículo 25.1
CE) al afirmar que nadie puede ser condenado o sancionado por acciones u omisiones
que, en el momento de producirse, no constituyan delito, falta o infracción
administrativa según la legislación vigente. De los artículos 17.1 y 24.2, sobre la libertad
personal y la predeterminación legal del órgano judicial, puede deducirse un principio
de legalidad procesal. Existe asimismo un principio de legalidad tributaria (artículos 31
y 133.1 CE) a la hora de establecer los tributos o prestaciones patrimoniales o
personales. Hay un principio de legalidad administrativa que reclama el sometimiento
de las Administraciones publicas a la ley y al Derecho. Así como un principio de legalidad
reforzado del Derecho electoral o acceso a los cargos públicos representativos con los
requisitos que señalen las leyes (artículo 23.2 CE).

Doble significado del principio. Alberga una doble vertiente. En efecto, el principio de
legalidad exige la supremacía de la ley o preferencia de ley. Su fundamento radica en el
principio representativo al que la ley responde y, en consecuencia, permite introducir el
consentimiento de los representados en la aprobación de tributos o delitos y penas u
otros extremos de singular relevancia. Pero se asocia también con la reserva de ley, que
es un concepto más amplio y lleva p.ej. a la interdicción de la analogía como medo de
integración. Hay en la Constitución una pluralidad de reservas a varios tipos de leyes
que en la lección sobre la ley analizaremos.

Principio de legalidad de la Administración. Aunque el principio de legalidad excede del


estricto ámbito del ejecutivo, es en las Administraciones públicas donde encuentra su
acomodo natural, al imponer la supremacía de la ley parlamentaria sobre las
disposiciones y actos administrativos: la necesidad de una cobertura legal o habilitación
ex ante. No bastando con un control judicial ex post, una posición que convertiría el
principio en una garantía estéril. La potestad reglamentaria es una potestad normativa
secundaria.

La polémica sobre los reglamentos independientes y los reglamentos de necesidad. Este


alcance del principio de legalidad lleva a plantearnos la posibilidad de reglamentos
independientes, autónomos o praeter legem: aquéllos dictados por el Gobierno o la
Administración en materias no reguladas por ley y sin autorización o habilitación en ella.
La doctrina constitucional y contencioso-administrativa es mayoritariamente
desfavorable a su aceptación. García de Enterría sostuvo que la creación del Derecho
objetivo no puede independizarse de la ley en un Estado constitucional. Pero se ha
hablado de una potestad reglamentaria independiente “oculta” o “sumergida”,
subrayando que han estado siempre presentes desde los inicios del siglo XIX. Jesús
Leguina y Juan Alfonso Santamaría Pastor recordaron que la Constitución no los excluye
por sí misma con la claridad deseable (recordemos que durante su elaboración llegó a
existir una reserva de reglamento que desapareció finalmente), si ponemos en conexión
el principio de legalidad recogido en el artículo 9.3 CE con una potestad reglamentaria
propia del Gobierno que reconoce el artículo 97 CE; por otro lado, el Gobierno posee una
legitimidad democrática a diferencia de la Administración que es una organización
vicarial. No obstante, es evidente que no caben reglamentos independientes a la hora de
regular las materias que la Constitución reserva expresamente a la ley. Tampoco donde
la regulación de una materia ya se ha hecho por ley y se ha producido un efecto de
“congelación de rango” o “reserva formal de ley”. Pero, fuera de estos ámbitos, se ha
defendido que nada excluye que el Gobierno haga uso de su potestad reglamentaria
cuando sea necesaria una intervención normativa no atendida por el legislador; cabe
además la posibilidad de deslegalizar una materia en una ley previa. Conectados a los
reglamentos independientes, están los llamados “reglamentos de necesidad” en
situaciones de emergencia o catástrofe a los que habilitan las leyes para que las
Administraciones adopten las medidas para afrontar las situaciones de necesidad: una
potestad reglamentaria excepcional y donde algunas exigencias de la legalidad pueden
venir debilitadas por la excepción.

Principio de legalidad del Derecho penal y sancionador. El artículo 25.1 CE prescribe


que nadie pueda ser condenado por acciones u omisiones que, en el momento de
producirse, no constituyan delitos, faltas o infracciones administrativas “según la
legislación vigente”. La garantía implica tres exigencias en el ejercicio del ius puniendi
del Estado que suelen expresarse con el bocardo: lex scripta, praevia, certa. Reclama la
existencia de una reserva de ley, anterior al hecho sancionado, y que describa la
conducta tipificada mediante un supuesto de hecho estrictamente determinado de forma
cierta y no vaga o imprecisa; todo ello determina la exclusión de la analogía como fuente
de delitos, penas e infracciones administrativas. La prohibición de analogía es parte de
la reserva de ley.

Principios conexos con el de legalidad: publicidad de las normas y jerarquía normativa.


El artículo 9.3 CE enumera seguidamente estos principios tras el principio de legalidad.
La publicidad impide la aprobación de leyes secretas en un Estado de Derecho. El
artículo 91 CE establece que el Rey sancionará las leyes y las promulgará y “ordenará su
inmediata publicación”, lo que se hace por el Gobierno en un diario oficial: el Boletín
Oficial del Estado (BOE). Las leyes de las CCAA se publican formalmente en sus diarios
oficiales, sin perjuicio de que puedan publicarse también en una segunda publicación en
el BOE a los efectos de una mayor publicidad, pero no como una condición de validez o
eficacia. Asimismo, el artículo 96.1 CE exige la publicación de los tratados para que
pasen a formar parte del ordenamiento jurídico. El artículo 2.1 del Código Civil precisa
que las leyes entran en vigor a los veinte días de su publicación en el BOE a no ser que
dispongan, como suele ser habitual en las disposiciones finales de muchas leyes, su
inmediata entrada en vigor, o un plazo más breve de vacatio legis. El período de vacación
de la ley tiene sentido pleno en leyes técnicamente complicadas para permitir a los
operadores jurídicos estudiar y familiarizarse con las nuevas regulaciones. Respecto del
principio de jerarquía, el Tribunal Constitucional (STC 41/1983) lo entiende
comprendido en el de legalidad al analizar las relaciones entre normas de distinto rango.

c) Principio de irretroactividad. El principio de irretroactividad de las disposiciones


sancionadoras no favorables o restrictivas de derechos, que el artículo 9.3 CE garantiza,
ha sido interpretado por el Tribunal Constitucional de la siguiente manera. Hay
retroactividad cuando una norma dictada para el futuro afecta, sin embargo, a
situaciones jurídicas ya agotadas, o a efectos jurídicos producidos por situaciones
anteriores que continúan en el tiempo. Mas esta retroactividad sólo es inconstitucional
cuando se trata de normas sancionadoras no favorables, o que restrinjan derechos
individuales. No existe una interdicción absoluta de la retroactividad que conduciría a
una inadecuada petrificación o congelación del ordenamiento jurídico y a la inadecuada
recepción de la teoría de los derechos adquiridos; “la defensa a ultranza de los derechos
adquiridos no casa con la filosofía de la Constitución ni responde a exigencias acordes
con el Estado de Derecho” (STC 27/1981). Conserva validez, en parte, lo dispuesto en el
artículo 2.3 del Código Civil cuando afirma que las leyes no tendrán efecto retroactivo
salvo que dispongan lo contrario. La Constitución prohíbe la retroactividad de las
normas penales in peuis o in malam partem, es decir, aquéllas que agraven la situación
del condenado, y admite la retroactividad de las que resulten favorables. La
retroactividad de la ley penal favorable supone la aplicación íntegra de la ley más
beneficiosa, pero el órgano judicial no puede crear una tercera ley con fragmentos de las
dos que concurren. El Tribunal Constitucional ha interpretado que las leyes tributarias
no son normas sancionadoras ni restrictivas de derechos y, en consecuencia, no viene
absolutamente vedada su retroactividad, sin perjuicio que si se comprime en exceso la
seguridad jurídica de los contribuyentes (v.gr. por cambios muy bruscos o
desproporcionados de la legislación prácticamente al acabar la anualidad tributaria),
puede venir lesionado este otro principio constitucional. En el caso de la jubilación
anticipada y forzosa de los jueces (STC 108/1986), el Tribunal Constitucional sostuvo
que, aún admitiendo la existencia de un derecho subjetivo a la edad de jubilación, no se
viola el principio de irretroactividad, pues las disposiciones impugnadas no alteraban
situaciones jurídicas ya agotadas o perfectas, sino que se limitaban a establecer para el
futuro nuevas consecuencias jurídicas; el principio debe aplicarse con prudencia y
rechazando una inadmisible petrificación del ordenamiento jurídico.

d) Principio de responsabilidad de los poderes públicos. El artículo 9.3 CE garantiza


también la responsabilidad de los poderes públicos en sus actuaciones. Esta
responsabilidad tiene regulaciones específicas para cada uno de los tres poderes
clásicos. Así la Constitución establece (artículo 106.2 CE) que los particulares, en los
términos establecidos en las leyes, tendrán derecho a ser indemnizados por las lesiones
que sufran en sus bienes y derechos, salvo en los casos de fuerza mayor, y siempre que la
lesión sea consecuencia el funcionamiento de los servicios públicos. Se fija aquí la
responsabilidad de las Administraciones públicas. La Ley 40/2015, de 1 de octubre, de
Régimen Jurídico del Sector Público desarrolla actualmente esta norma y regula la
responsabilidad por la gestión pública; destina el Capítulo IV del Título Preliminar a
ordenar el procedimiento de exigencia de responsabilidad. También se consagra en la
Constitución la responsabilidad por error judicial, afirmando que los daños causados por
estos errores, así como los que sean consecuencia del funcionamiento anormal de la
Administración de justicia, darán derecho a una indemnización del Estado conforme a la
ley (artículo 121 CE). La cuestión viene regulada en la Ley Orgánica del Poder Judicial
que se ocupa de la responsabilidad de jueces y magistrados en el Título III del libro IV, y
del funcionamiento anormal de la Administración de justicia en el Título V del Libro III,
que exige que el daño sea efectivo, individualizado y económicamente evaluable, y que
la mera anulación de las sentencias no produce por sí sola derecho a la indemnización; la
reclamación por error debe ir precedida de una decisión judicial que expresamente lo
reconozca; la pretensión de declaración de error sigue el procedimiento del recurso de
revisión; la pretensión de indemnización debe dirigirse al Ministerio de Justicia; el
derecho a la indemnización incluye a quienes después de haber sufrido prisión
preventiva fueran absueltos.

La responsabilidad patrimonial del legislador. Más compleja es esta variante de


responsabilidad porque la posición constitucional de un Parlamento democrático no es
la misma que la de una Administración pública sometida en sus fines a las leyes. El
legislador es un órgano de dirección política y posee una amplia libertad de
configuración normativa. La Constitución no formula expresamente la responsabilidad
del legislador y el asunto ha dado lugar a una larga polémica. No obstante, de la lógica
de un Estado de Derecho se desprende que el legislador debe establecer ponderaciones
de los diversos intereses en juego en sus modificaciones normativas y, entre ellas,
cautelas de transitoriedad; el Tribunal Europeo de Derecho Humanos insiste en la
necesidad de las que las medidas normativas que se aprueben concilien los intereses
generales y los privados, no bastando con invocar los primeros. El Tribunal
Constitucional ha admitido p.ej. que los perjuicios económicos derivados de la
anticipación de la edad de jubilación deben de producir algún tipo de compensación.
También el Tribunal Supremo ha reconocido la responsabilidad del Estado por perjuicios
a causa de las leyes, subrayaré la Sentencia de la Sala Tercera, Sección Séptima, de 22
de febrero de 1993, sobre la ley que adelantó la edad de jubilación donde se remarcó la
necesidad de un desarrollo legislativo; e igualmente el Tribunal de Justicia de la Unión.
Finalmente, la Ley 30/1992 de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y
Procedimiento Administrativo común, ya derogada, reconoció esta responsabilidad del
Estado legislador, exigiendo tres requisitos: que los particulares no tengan el deber de
soportar el daño, que se establezca en los propios actos legislativos, y que la
indemnización se fijará conforme a lo en ellos previsto. Tras diversas experiencias, la
Ley 39/2015, de 1 de octubre, de Procedimiento Administrativo Común de las
Administraciones Públicas, que deroga la anterior, estableció una nueva regulación con
un carácter más restrictivo. Debe haberse obtenido una sentencia desestimatoria contra
la actuación que provocó el daño, alegando la inconstitucionalidad o infracción del
Derecho de la Unión Europea. Se limita la indemnización de daños por una norma
declarada inconstitucional a los acaecidos cinco años antes de obtener esa sentencia
que es un tiempo breve a la luz de la duración de los procesos constitucionales.

e) Principio de interdicción de la arbitrariedad. Está igualmente contemplado en el


artículo 9.3 CE. Es una expresión acuñada por García de Enterría antes de la
Constitución y que la Ley fundamental recibió a instancias del impulso como Senador del
Profesor Lorenzo Martín Retortillo discípulo del primero. Rubio Llorente llegó a criticar
la incorporación de la arbitrariedad en el artículo 9.3 CE, por supuestamente venir
subsumida en la igualdad, pero recibió una seria y acertada refutación por el propio
García de Enterría, quien resaltaba como ha penetrado en los repertorios de
jurisprudencia y que su contenido desborda la igualdad. La interdicción de arbitrariedad
demanda la objetividad y racionalidad de las acciones administrativas y la defensa de los
intereses generales. Ha actuado largo tiempo como un correctivo de actuaciones
abusivas o discriminatorias de las Administraciones, en uso de sus potestades
discrecionales, en manos de la revisión de las mismas por los Tribunales contencioso-
administrativos. Los órganos judiciales han hecho un uso de esta doctrina en varios
ámbitos: como límite a la libre estimación de los hechos por la Administración, como
elemento de la ilegalidad por “desviación de poder”, y como garantía del principio de
igualdad. Excede pues del contenido estricto de la igualdad. Debe traerse asimismo a
colación, el importante artículo 103.1 CE según el cual “La Administración pública sirve
con objetividad los intereses generales”. El Tribunal Constitucional ha extendido esta
exigencia a otros poderes. La interdicción de arbitrariedad está estrechamente ligada al
principio de igualdad, en general, y al control de constitucionalidad en particular (según
sostuvo Gerhard Leibholz en los años veinte), pero tiende a subsumirse últimamente en
las fases del amplio juicio de proporcionalidad, buscando evitar sacrificios innecesarios.
Si bien la doctrina no puede ser trasladada mecánicamente de la Administración al
legislador, porque la ley se encuentra en una diferente posición respecto de la
Constitución. Respecto del Poder Judicial, el principio se traduce en un deber de
motivación de las resoluciones judiciales y en la vinculación a los precedentes.

f) Principio de seguridad jurídica. Algunos autores reconducen a la seguridad jurídica


todos los principios del artículo 9.3 CE. Otros creen que, entendida como certeza
normativa, es un resultado más que un principio en sí mismo. Parece plausible, dados
sus amplios contenidos normativos y para extraer una mayor eficacia, configurar un
principio constitucional autónomo que es esencial para la existencia de un verdadero
Estado de Derecho conforme a todas las check-list de sus ingredientes, elementos
indefectibles, que en los últimos años se han creado en el seno del Consejo de Europa y
de la Unión Europea. La STC 27/1981 destacó su esencialidad al declarar que viene a ser
un compendio, síntesis o resultado de los demás principios enunciados en dicho
precepto constitucional. Suele explicarse que posee una triple dimensión: certeza
normativa o conocimiento y certeza del Derecho, confianza de los ciudadanos en las
instituciones, y previsibilidad de las consecuencias jurídicas derivadas de las propias
acciones o de conductas de terceros. La seguridad jurídica introduce un criterio de
racionalidad en el ejercicio del poder, y abre una conexión garantista con la tutela
judicial efectiva del artículo 24.1 CE (STC 57/2003). Es un viejo debate doctrinal –al que
tiempo en tiempo se vuelve, al aparecer nuevos conflictos– la tensión entre seguridad y
justicia. Se ha dicho que la seguridad jurídica reclama que el Derecho se aplique aún
cuando sea injusto: dura ley, pero ley. Es probablemente un problema de grado de
injusticia, y de ponderación y equilibrio, la inconstitucionalidad de algunos excesos e
injusticias puede ser revisada desde la racionalidad inherente al control de
constitucionalidad, impidiendo indefensiones.

La eficacia impeditiva de la seguridad jurídica. Veamos algunos ejemplo de la aplicación


de este principio por la jurisdicción constitucional para ilustrar la eficacia impeditiva de
los principios y su juego en los diversos conflictos. La clásica STC 63/1982 se planteó la
legitimidad del emplazamiento por edictos publicados en el diario oficial –escasamente
realista– y afirmó que en este asunto aparecían en colisión dos principios a priori
excluyentes. De un lado, el principio de seguridad jurídica que lleva a maximizar la
eficacia de cosa juzgada, su intangibilidad, manteniendo la ejecución de las sentencias
firmes; y, de otro, el valor de la justicia (artículo 1.1 CE). En este conflicto, el Tribunal
Constitucional optó por aplicar la seguridad jurídica, declarando la imposibilidad de
revisar todos los emplazamientos por edictos ya efectuados, pero reconociendo a la par
el derecho del recurrente a que se anularan las resoluciones judiciales tomadas en su
perjuicio. Es interesante también la STC 147/1986, el caso de la segunda amnistía
laboral (Ley 1/1984, de 9 de enero). El Tribunal Constitucional argumentó que la
amnistía es una institución excepcional, y que la declaración legal de imprescriptibilidad
de las acciones que nacían de ella y que ya habían prescrito que la Ley hacía,
permitiendo el reintegro de los trabajadores despedidos por las causas que la amnistía
contemplaba, era una segunda excepción que comprimía en exceso la seguridad
jurídica; podía decirse que la excepción se había convertido en regla general y el
principio de seguridad jurídica era ignorado. No podía reabrirse perpetuamente la
provisionalidad que la amnistía laboral entrañaba. La STC 234/2001 enjuició la
vulneración de la seguridad jurídica por la supresión retroactiva de la exención de unas
materias primas disfrutada por los fabricantes en el impuesto sobre el petróleo. La
nueva Ley de impuestos especiales revocaba y anulaba esta exención. El Tribunal
Constitucional admite que el legislador realizaba una modificación normativa que era
constitucionalmente legítima. Pero la nueva Ley no sólo anulaba la exención para
supuestos pendientes de concesión u otorgamiento, sino que también revocaba el
beneficio respecto de las exenciones ya reconocidas y aplicadas, generando una
obligación tributaria de pago con nuevas tarifas o tipos impositivos. Contemplando el
grado de retroactividad de la ley y las circunstancias del supuesto, se concluyó que la
medida de revocación de la exención imponía una obligación imprevisible y muy onerosa
que debía declararse inconstitucional por violar la seguridad jurídica.

Defectos de técnica legislativa, seguridad jurídica y vicios de inconstitucionalidad de la


ley. La seguridad jurídica es ciertamente un parámetro de constitucionalidad de las
leyes, lo que no quiere decir que el Tribunal Constitucional deba preserva el acierto de
las leyes sino simplemente el mantenimiento de unos mínimos estándares formales y de
procedimiento que aseguren de la calidad de las leyes, impidiendo leyes vagas e
imprecisas, desprovistas de suficiente claridad y certeza normativa. Pero el intérprete
supremo se ha resistido (a diferencia de la Corte Constitucional italiana, más activa) a
desempeñar un rol más intenso en el control de los defectos de técnica legislativa de
cierta entidad (p.ej. las leyes de contenido múltiple o leyes “ómnibus”) por supuestos
vicios de inconstitucionalidad.

5. LA INTERPRETACIÓN DE LAS LEYES CONFORME A LA CONSTITUCIÓN

La interpretación conforme a la Constitución de las leyes en el seno de la interpretación


constitucional. Ya se ha hablado de la interpretación de la Constitución, en general, en la
Lección 2.ª al estudiar el concepto y contenido de la Constitución, junto a la estabilidad
(rigidez) y dinámica (reforma y mutaciones) constitucionales, exponiendo distintos
principios habituales en la exégesis de las propias normas constitucionales que son de
génesis doctrinal o jurisprudencial. Nos centraremos ahora en la interpretación
constitucional de las leyes. Un tipo de interpretación constitucional muy específico y
relevante, que se desprende del valor normativo de la Constitución, de la superioridad
jerárquica de las normas constitucionales, y su mayor capacidad de obligar o
vinculación. Se impone una interpretación preferente de todas las leyes y las demás
normas conforme a la Constitución. Suele aplicarse por el Tribunal Constitucional, pero
los órganos de la jurisdicción ordinaria deben asimismo practicarla, y es así frecuente
v.gr. en la jurisprudencia de la Sala Tercera del Tribunal Supremo.

Otras interpretaciones conforme. Además de esta modalidad originaria, que es la más


habitual, cabe también una interpretación conforme: a) a los tratados internacionales,
que recuerda el artículo 34 de la Ley 25/2014, de 27 de noviembre, de tratados y otros
acuerdos internacionales; y b) al Derecho de la Unión Europea, así el artículo 4 bis LOPJ
ordena desde 2015 que los jueces y tribunales apliquen el Derecho de la Unión de
conformidad con la jurisprudencia del Tribunal de Justicia; y c) al Convenio Europeo de
Derechos Humanos y la abundante doctrina del TEDH de acuerdo con el artículo 10.2
CE. Estas tres interpretaciones conformes albergan diferencias con la que nos ocupa.

Contenido: el mandato de acomodación. La interpretación conforme a la Constitución es


un principio de formulación jurisprudencial, construido a partir del carácter normativo
de la Constitución y su superioridad jerárquica. Así ha sido en los Estados Unidos (in
harmony with the Constitution) y en Alemania (Verfassungskonform); y lo mismo ocurre
en España donde el Tribunal Constitucional usa este principio constantemente en su
jurisprudencia, pero la herramienta se está extendiendo por el mundo. Se fundamenta
en la unidad de todo el ordenamiento jurídico (STC 4/1981), desprovisto de
contradicciones, que la Constitución dirige, y en la misma unidad de las normas
constitucionales como sistema. Debe ser pues un criterio de interpretación prioritario:
un mandato a todos los operadores jurídicos. Konrad Hesse explicó que, según este
principio, una ley no debe ser declarada inconstitucional y por consiguiente nula o
inválida cuando puede ser interpretada en consonancia con la Constitución. Esta
consonancia o conformidad –decía– puede darse en varios supuestos: allí donde la ley
permite una interpretación compatible con la Constitución, debe optarse por esta
exégesis que salva su validez, desechando las otras; pero también y, sobre todo, allí
donde el contenido de la ley y sus mandatos resultan precisados e integrados con los
mandatos de la Constitución como parámetro. En este segundo caso, la Constitución
cierra los espacios abiertos de las leyes, bien integrando y completando sus normas bien
modificando la interpretación pertinente de las normas legales. Se ha sostenido que es
una técnica de coordinación normativa, y que juega para todos los operadores jurídicos;
así como que puede verse como una variante de interpretación sistemática. También que
trata de salvar la validez de una ley, evitando su declaración de inconstitucionalidad,
cuando puede ser interpretada de otra manera mediante una corrección o adecuación.
Este es el sentido, del artículo 5.3 LOPJ que manda a los órganos judiciales, cuando sea
posible, la “acomodación” de la norma al ordenamiento constitucional antes de plantear
una cuestión de inconstitucionalidad. La acomodación de las leyes y los reglamentos a la
Constitución debe realizarse “según los preceptos y principios constitucionales,
conforme a la interpretación de los mismos que resulte de las resoluciones dictadas por
el Tribunal Constitucional en todo tipo de procesos” (artículo 5.1 LOPJ). Por
consiguiente, la interpretación y doctrina constitucional, la jurisprudencia del Tribunal
Constitucional en todos los procesos –y no sólo los de control de las leyes– queda
adherida a las normas legales y reglamentarias en forma de interpretación conforme.
Por otra parte, en todos los casos en que según la ley proceda recurso de casación será
suficiente para fundamentarlo la infracción de precepto constitucional (artículo 5.4
LOPJ), y lo mismo ocurre con los demás recursos judiciales.

Límites y sentencias interpretativas. Sin embargo, no es posible una interpretación


conforme, una acomodación, contraria al claro sentido literal de la ley o a la finalidad
legal, porque entonces supondría una creación de una norma ex novo. El límite está en la
literalidad de las normas de las leyes y reglamentos y en sus fines cuando contradicen a
las normas de la Constitución, pues entonces deberían ser declaradas inconstitucionales
y nulas. Pero esta cuestión no es tan sencilla, porque las “sentencias constitucionales
interpretativas” interpretan con frecuencia las leyes, modificando el sentido de sus
normas y algunas de sus variantes pueden ser “aditivas”, si añaden normas a las
disposiciones escritas, o “manipuladoras” de las leyes si alteran su significado previo. La
normas legales pueden modificarse, corregirse o manipularse para adecuarse a la
Constitución con el fin de evitar el vacío normativo que la inconstitucionalidad provoca,
y los daños en el ordenamiento y la seguridad jurídica que la nulidad produce. No
obstante, la literalidad de la ley debería configurar un serio límite. Mas no siempre es así
en la práctica de la jurisdicción constitucional. El procedimiento de jura de cuentas
antes previsto en la Ley de Enjuiciamiento Civil (artículos 8 y 12) para reclamar los
honorarios de los Abogados y Procuradores era muy antiguo y obsoleto, pues estaba
directamente pensado para no permitir reclamaciones y como un privilegio procesal, sin
embargo, el Tribunal Constitucional no lo declaró inicialmente inconstitucional,
sentando unos criterios para la reforma legal, –como probablemente debió haber
hecho–, sino que procedió a hacer una discutible –por forzada– interpretación correctora
para permitir la defensa de los justiciables, lo que luego dio lugar a una saga de
sentencias (STC 110/1993, y más tarde la STC 34/2019 entre otras, sobre la nulidad de
la ausencia de recurso sobre los honorarios de letrado). A veces, es mejor anular la ley
con cierta audacia y esperar a que se redacte otra, que corregirla con un zurcido cuando
ya está muy vieja, porque previsiblemente no se resuelvan los problemas.

Presunción de constitucionalidad de la ley. Si lo que se pretende es mantener la validez


de la ley, cuando sea posible acomodarla, la interpretación conforme aparece como una
manifestación de la supremacía del legislador, ya que las leyes expresan el principio
democrático, claro está que a costa de un cambio de su significado a la hora de su
aplicación que impone el Tribunal Constitucional. El riesgo reside –decía Hesse– en que
el Tribunal invada la función legislativa al modificar el texto de la ley, y cuanto más
manipuladora sea la exégesis correctora más evidente es ese riesgo. Algunas sentencias
interpretativas se asemejan a verdaderas sentencias legislativas y crean normas, los
Votos particulares o las críticas científicas con frecuencia lo reprochan y no siempre es
evidente de qué lado está la razón. La sentencia de la reforma del Estatuto de Cataluña
(STC 31/2010) salva la validez de bastantes preceptos estatutarios, modificando su
sentido más natural y realizando una interpretación correctora, una adecuación de los
mismos, con la finalidad de impedir que transgredieran la Constitución; los Votos
particulares reprochan esta actitud, que es habitual en la jurisprudencia constitucional.
La STC 198/2012 sobre matrimonio homosexual o igualitario reinterpreta el artículo 32
CE, que dice “el hombre y la mujer tienen derecho a contraer matrimonio”, admitiendo
la validez del matrimonio entre personas del mismo sexo, integrando el precepto
constitucional con la más moderna Carta de Derechos Fundamentales de la Unión
Europea, y asumiendo una razonable interpretación evolutiva de las instituciones en el
seno de la cultura jurídica de nuestros tiempos; los Votos particulares lo reprochan y
sostienen que la modificación normativa debió hacerse mediante una reforma
constitucional.

Jurisprudencia constitucional. El Tribunal Constitucional ha hecho un profuso uso de la


técnica de la interpretación conforme. Ha mantenido que la validez de una ley ha de ser
preservada cuando su texto no impida una interpretación adecuada a la Constitución.
También ha dicho que siendo posible dos interpretaciones de un precepto legal, una
ajustada a la Constitución y otra no conforme, debe admitirse la primera e inadmitirse la
segunda. Se ha insistido asimismo que, respecto de las leyes viejas o
preconstitucionales, es necesario apurar todas las posibilidades de una interpretación
conforme, y declarar tan sólo su derogación o su declaración de inconstitucionalidad
sobre aquellos preceptos cuya incompatibilidad con la Constitución resulte indudable;
una valoración que debe hacerse desde la perspectiva del caso planteado, aunque sin
excluir tal incompatibilidad que en el futo pueda plantearse respecto de otro.
Igualmente, se ha sostenido que la interpretación conforme a la Constitución obliga a
interpretar los derechos fundamentales en el sentido más favorable para su efectividad.

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14 SEP 2023
Lecciones de Derecho Constitucional. 1ª ed., agosto 2023
PARTE PRIMERA CONSTITUCIÓN, FUENTES DEL DERECHO Y JURISDICCIÓN
CONSTITUCIONAL
LECCIÓN 6.ª LA LEY

LECCIÓN 6.ª

LA LEY1

SUMARIO: 1. LA LEY Y LA FUNCIÓN LEGISLATIVA. 2. LEYES ORGÁNICAS. 3. LEYES DE


LAS COMUNIDADES AUTÓNOMAS. 4. LEYES SINGULARES. 5. EL CONTENIDO
ADICIONAL DE LA LEY DE PRESUPUESTOS. BIBLIOGRAFÍA.

1. LA LEY Y LA FUNCIÓN LEGISLATIVA

El destronamiento de la ley: un pluricentrismo normativo. La consagración de la idea de


un ordenamiento jurídico dirigido por la Constitución, como una norma superior en
jerarquía a la ley, una norma suprema y a la vez “norma de normas”, que ordena una
pluralidad de fuentes del Derecho distintas a la ley, crea una diversidad de entes
territoriales con potestades legislativas y reconoce la aplicación del Derecho de la Unión
Europea son rasgos que suponen un aminoramiento del tradicional papel protagonista y
central de la ley de Cortes. Se abre la puerta por la Constitución a un “pluricentrismo”
normativo: Derecho ya no es lo mismo que ley.

Leyes revisadas en su constitucionalidad. La ley resulta descabalgada del escalón de las


normas primarias en provecho de las normas constitucionales. Viene además sometida a
controles jurisdiccionales sobre la regularidad de su procedimiento de elaboración y,
sobre todo, acerca de la constitucionalidad de sus contenidos. Debe de ser interpretada
e integrada conforme a la Constitución. Algunas sentencias interpretativas del Tribunal
Constitucional, incluso, transforman las disposiciones legales en verdaderas leyes
judicializadas e incluso manipuladas (verdaderas sentencias “mutativas” de la
disposición escrita) que sólo pueden ser aplicadas mediante una lectura conjunta del
texto de la ley y de la resolución judicial. La dirección política de la mayoría a través de
las leyes ya no es omnímoda, tiene límites constitucionales.

Otras fuentes del Derecho. Junto a la ley, en el escalón central del ordenamiento jurídico,
o, por encima de ella, se sitúan otras fuentes procedentes de distintos sujetos, dotadas
de diferentes estructuras normativas y que, a veces, la desplazan según diversas
técnicas: valores y normas y principios constitucionales, tratados internacionales,
normas de Derecho de la Unión, leyes territoriales o autonómicas. El ordenamiento
jurídico no es únicamente legista, aunque la ley deba seguir siendo la norma básica o
primaria en un Estado de derecho y un ordenamiento continental o legista, diverso a los
anglosajones o de Derecho Común.

Las insuficiencias del concepto formal de ley. La Constitución no parece adoptar un


concepto material de ley de acuerdo con las posiciones más clásicas: generalidad y
abstracción, o la consagración de proposiciones jurídicas básicas. La inexistencia de una
reserva general de ley, unas materias que por mandato constitucional únicamente la ley
puede regular, impide delimitar materialmente la ley en función de sus contenidos.
Tampoco existe en nuestra Norma fundamental un elenco de materias reservadas al
reglamento. Según veremos, la existencia de una pluralidad de reservas de ley parciales
veda al reglamento adentrarse en la regulación ex novo de esas materias, pero no impide
a la ley proyectarse sobre temas distintos a los que la Constitución expresamente le
atribuye, ni disciplinar cuestiones que no configuran en sentido estricto contenido de la
función legislativa. Los límites a este crecimiento del campo de la ley, propio de un
concepto formal de ley, no suelen ser expresos, con excepción de la reserva de
jurisdicción que consagra el artículo 117.3 CE e impide al Parlamento juzgar y hacer
ejecutar lo juzgado.

El concepto formal de ley como definición. Es menester, pues, acudir a pautas de


delimitación formal o procedimental, en primer lugar, como únicos criterios que carecen
de excepciones a la hora de definir la ley. Ley es todo acto válidamente emanado por el
Parlamento, siguiendo un procedimiento legislativo previsto en la Constitución y en los
Reglamentos parlamentarios. La ley es el fruto: a) de la iniciativa legislativa de
determinados órganos en la presentación de un texto articulado (artículos 87 y 88 CE),
frecuentemente el Gobierno mediante proyectos de ley pero caben proposiciones de los
otros sujetos con iniciativa; b) de una posterior deliberación parlamentaria en ambas
Cámaras con las debidas dosis de discusión y publicidad (artículos 89 y 90 CE); y c)
finalmente de su promulgación y sanción por el Rey, y de su publicación formal en el
diario oficial por el Gobierno (artículo 91 CE).

Sanción, promulgación y publicación como requisitos de validez de la ley. La doctrina ha


discutido si la sanción y la promulgación regia, así como la publicación, son meras
condiciones de la eficacia de la ley, que sería perfectamente válida desde su aprobación
parlamentaria, o, por el contrario, constituyen verdaderos requisitos de validez. Parece
prevalecer la tesis según la cual estos requisitos constituyen elementos de validez del
acto legislativo, pues vienen exigidos por la propia Constitución para una perfecta
conformación de la fuente; sin publicación, la ley no existe, las leyes secretas
simplemente no son leyes en un Estado de Derecho. Otra cosa es que la ley exprese,
sustancialmente, la voluntad del Parlamento manifestada en la fase constitutiva o
central del procedimiento legislativo, y que tanto la voluntad del órgano que asumió la
iniciativa, y carece de potestades de aprobación del texto definitivo, como, sobre todo, la
promulgación y sanción regias, que son actos debidos, no puedan colocarse en un plano
de igualdad con la voluntad parlamentaria que configura la verdadera base decisional de
la fuente.

¿Generalidad de la ley? La Constitución no exige expresamente la generalidad o


universalidad de la ley, –como pretendía Rousseau–, incluso recoge numerosos
supuestos de autorizaciones parlamentarias o de actos materialmente calificables como
de ejecución y que revisten la forma de ley en una más que discutible opción
constitucional (véanse los artículos 57.5,93,128.1,135.2,141.4,144…). La ley no es
necesariamente general. Existen también “leyes singulares” y “leyes medidas” y, entre
ellas, leyes que otorgan autorizaciones en una manifestación de una actividad de
control. No obstante, la generalidad se respeta siempre como expresión o manifestación
de la voluntad popular de los destinatarios de las leyes a través del mecanismo de la
representación: la ley expresa la voluntad general. Pero el objeto de la ley ya no es
necesariamente “general” en ninguna de sus acepciones posibles: hay leyes con una
vigencia territorial limitada, tanto autonómicas como estatales; su ámbito personal se
restringe a veces a un colectivo reducido de personas; existen leyes provisionales o
desprovistas de una verdadera vocación de permanencia de sus normas; el presupuesto
de hecho de la norma puede ser único y concreto en vez de abstracto, y hasta el régimen
jurídico regulado puede ser excepcional o incluso de caso único.

Un entendimiento material de la ley, propio de un Estado de Derecho, y complementario


del formal: los límites. Ahora bien, que la generalidad y la universalidad o la abstracción
no sean notas definitorias e indefectibles –sine qua non– de las leyes en un Estado social,
por múltiples razones, no quiere decir que no continúen siendo normalmente
aspiraciones irrenunciables de un Estado de Derecho. Es preciso poner en conexión la
ley, como fuente del Derecho, con un entendimiento material del ejercicio de la función
legislativa, a la que normalmente atiende, y con el resto de las normas constitucionales,
no sólo con las destinadas a regular las fuentes del Derecho; de suerte que el concepto
formal de ley se matice y se corrijan sus excesos. No todos los nuevos tipos de leyes –
leyes singulares, leyes medidas, contenidos legislativos en la Ley de Presupuestos…–
son en todos los casos inevitables evoluciones de la ley en el Estado social como
acríticamente suele admitirse en vez de patologías. Elaborar doctrinalmente un
entendimiento material de la ley, complementario del concepto formal, que es un mínimo
denominador común, podría resultar necesario para decantar algunos límites no
expresos sino inmanentes y frenar ciertos excesos v. gr. los casos de leyes singulares que
transgredan derechos fundamentales como son la igualdad de los ciudadanos ante ley
(artículo 14 CE) y la prohibición de indefensión (artículo 24 CE), o la aprobación de
proposiciones normativas con vocación de permanencia en las leyes de presupuestos,
lesionando principios jurídicos de rango constitucional como es la seguridad jurídica
(artículo 9.2 CE). Principios constitucionales y derechos limitan el uso del concepto
formal de ley.

Unidad de la función legislativa y otras potestades. El artículo 66.2 CE efectúa un elenco


de facultades de las Cortes Generales al decir que “ejercen la potestad legislativa del
Estado, aprueban sus Presupuestos, controlan la acción del Gobierno y tienen las demás
competencias que les atribuye la Constitución”. Existen, pues, al menos, tres
“funciones” parlamentarias perfectamente decantadas en la Norma fundamental y
habituales en cualquier Estado constitucional: la función legislativa, la función de
control y la función financiera o presupuestaria. El mismo artículo 66.2 parece
diferenciar esas “funciones” principales o definitorias del órgano de otras
“competencias” que la Constitución otorga a las Cámaras como pueden ser: la
“designación parlamentaria” de varios órganos del Estado, la autorización al Tribunal
Supremo para sustanciar la responsabilidad criminal de los miembros del Gobierno por
traición o delito contra la seguridad del Estado (artículo 102), y ciertas potestades
relacionadas con la Corona que en el Título II se regulan. No obstante, potestades para
el ejercicio de la función legislativa tienen asimismo tanto normalmente las
Comunidades Autónomas (artículos 151.2 y 148 y 149 CE) como, en ciertos casos, el
Gobierno (artículos 82 y 86 CE), que puede aprobar normas con rango de ley cumpliendo
los requisitos constitucionales, si bien son bien distintas en su calidad. No existe ya un
monopolio de la función legislativa por parte de las Cortes Generales.

Decretos legislativos: sus rasgos. En efecto, el Gobierno puede dictar normas con rango
de ley en algunas materias (artículo 82 CE) que adoptan la forma de Decretos
legislativos, pero es una potestad legislativa delegada, y, por ello, subordinada a la ley de
delegación, temporal, pues la habilitación se extingue con su uso, indelegable, y
sometida a controles específicos, políticos y jurisdiccionales, diversos de los propios de
la ley parlamentaria.

Decretos leyes: características. Puede también el Gobierno emanar Decretos-leyes


(artículo 86 CE), que son un segundo tipo de normas del ejecutivo con rango de ley, pero
se trata de disposiciones legislativas provisionales hasta su ratificación por el Congreso,
que requieren de la existencia de un presupuesto de hecho habilitante, una
extraordinaria y urgente necesidad, y a los que resulta vedado proyectarse sobre ciertas
materias (reserva negativa). A diferencia de lo que ocurre con la ley parlamentaria que
no parece poseer limitaciones materiales, pese a la existencia de reservas a distintos
tipos de leyes, y a las consecuencias de la vigencia de principios y derechos
fundamentales.

Potestades del Gobierno con rango de ley. Las características expuestas son notas
distintivas de estas fuentes del Derecho gubernamentales. Las potestades legislativas
del Gobierno no son iguales a su potestad reglamentaria, pero tampoco a la potestad
legislativa de las Cortes. Se trata de unas disposiciones sensiblemente condicionadas
por el Parlamento, que la Constitución excluye de ciertas materias, y formalmente
distintas a la ley parlamentaria, pues no siguen el aliud que entraña el procedimiento
legislativo que asegura deliberación, publicidad, transparencia y participación de las
minorías. Este último rasgo es muy importante. La tramitación de un procedimiento
legislativo razonable, de una calidad de ley, es una garantía de la regularidad y
oportunidad de sus contenidos. Puede que, en la realidad constitucional, las cosas no
sean así y que las potestades legislativas gubernamentales tiendan a crecer (es
frecuente que lleguen a suponer una cuarta parte o más de las leyes aprobadas y la
tendencia se incrementa) y a sortear toda clase de limitaciones constitucionales,
comenzando por la exigencia de una verdadera “extraordinaria y urgente necesidad”.
Mas ello se debe principalmente a la debilidad en la intensidad del control
parlamentario o del control de constitucionalidad; también a una dejación por las
mayorías parlamentarias –una autorrestricción de las Cámaras– que no advierten el
beneficio de seguir preferentemente el procedimiento legislativo de urgencia; pero no a
la ausencia o imprevisión de controles según el diseño constitucional. El abuso de la
legislación de urgencia no es un modelo constitucionalmente inevitable y el recurso a los
decretos leyes debería restringirse. Hipotéticos cambios en la correlación de las fuerzas
políticas corroboran la misma posibilidad del control de la potestad legislativa
gubernamental por parte del Parlamento, dado su carácter subordinado.
Una concepción democrática de la ley como matriz: primacía de la ley y representación.
El párrafo 3.º del preámbulo de la Constitución, leído en consonancia con el 1.º, afirma
solemnemente que la Nación española proclama su voluntad de “consolidar un Estado
de Derecho” que asegure el “imperio de la ley como expresión de la voluntad popular”.
Pese a su apariencia solemne, que ha llevado a algunos a deducir su carácter retórico, se
reconocen aquí dos principios esenciales en la configuración de la ley, que otros
preceptos constitucionales confirman y otorgan carácter normativo: primacía de la ley y
representación. Dos principios jurídicos que aseguran una concepción
escrupulosamente democrática de la ley como matriz y que conectan con la cultura del
constitucionalismo como movimiento ilustrado (son herencia de las elaboraciones sobre
la ley de Locke, Rousseau o Montesquieu y otros). La ley es un producto de la cultura del
constitucionalismo.

Imperio de la ley: preferencia y vinculación a la ley. El Preámbulo y el artículo 117 CE se


refieren expresamente al “Imperio de la ley”. El término no puede entenderse
únicamente como una traducción del concepto anglosajón “Rule of Law”, pues entonces
la cláusula sería redundante e inútil respecto de la idea alemana de Estado de Derecho
que la Constitución asimismo reconoce al hablar de “consolidar un Estado de Derecho
que asegure el Imperio de la ley”. Más matizadamente, parece reconocer dos de sus
elementos constitutivos: el principio de primacía o preferencia de la ley como fuente
básica del ordenamiento, y la intensa vinculación a la ley. Este principio informa la
posterior regulación que las normas constitucionales hacen del resto de las potestades
normativas y de su aplicación. La sujeción de la potestad reglamentaria del gobierno a la
ley (artículo 97). La actuación de las Administraciones públicas con sometimiento pleno
a la ley (artículo 103.1). La vinculación de Jueces y Magistrados en el ejercicio de la
función jurisdiccional “únicamente al imperio de la ley” (artículo 117, apartados 2.º y
3.º), etc… No es, por eso, casual que el artículo 82 CE se ocupe de precisar los requisitos
de la ley de delegación, en definitiva, de limitar su ejercicio, antes que del Decreto
legislativo. De manera que el principio que el preámbulo proclama se ve plasmado y
desarrollado en diversas normas constitucionales.

Inexistencia de una soberanía de la ley: soberanía de la Constitución y rango de ley. La


primacía o preferencia de la ley no puede ser confundida con el dogma ya arrumbado de
la soberanía de la ley (salvo en el Reino Unido y algún otro país de su entorno), pues la
supremacía jurídica no corresponde a ningún órgano constitucional, ni siquiera al
Parlamento, y ya hemos visto en qué modo la existencia de la Constitución como norma
primaria altera la primacía de la ley. Sin embargo, admitir la supremacía material y
formal de las normas constitucionales, no puede llevar a negar que la voluntad del
Estado expresada a través de la ley deba primar y ser superior en jerarquía y rango al
resto de las fuentes del Derecho infraconstitucionales.

La idea de ley en un Estado de Derecho. “Imperio de la ley” quiere, sobre todo, decir –lo
expuso con claridad Carl Schmitt– respeto al concepto de ley propio del Estado de
Derecho. La expresión recibe contenido mediante una contraposición tradicional:
recusación del imperio de los hombres y superación del absolutismo. Los hombres se
gobiernan por leyes y no por otros hombres en un Estado de Derecho. La conexión de
sentido entre ley y Estado de Derecho impide calificar como ley cualquier medida
discrecional del legislador: imperio de la ley –decía Schmitt– no puede significar imperio
de los órganos a quien se confíe la legislación. El imperio de la ley es también un
correctivo a un entendimiento estrictamente formal de la ley y de la función legislativa
desgajado del lugar que ocupa la ley en un Estado material de Derecho. La ley debe
aunar –ha dicho Gustavo Zagrebelsky– imperio o potestad y racionalidad, manteniendo
una doble legitimidad.

La ley es expresión de la voluntad popular: la representación política. Además, la “ley es


expresión de la voluntad popular”. Una afirmación que no debe de ser interpretada como
una mítica e inexistente voluntad general de la Nación, que no puede ser fragmentada y
acaba por no ser la voluntad de nadie, sino como una exigencia de representación
política: de participación de los ciudadanos en los asuntos públicos y también en la
función legislativa, en sus distintos niveles territoriales, a través de representantes
libremente elegidos (artículo 23 CE). No es por eso casual que el artículo 66.1 CE
asevere que las Cortes representan al pueblo español. La misma primacía o superioridad
de la ley, su situación en el escalón inmediatamente inferior al de la Constitución, deriva
de su esencia representativa: de expresar la voluntad de los ciudadanos a través de sus
representantes. La ley establece penas, impone tributos o predetermina sanciones y
conductas, porque es un fruto o consecuencia de la representación política. De ahí la
gran legitimidad democrática que dispensa un Parlamento en un Estado constitucional.

Pluralidad de reservas de ley y principio de legalidad. La Constitución no contempla una


reserva general de ley ni una reserva reglamentaria que permitan afrontar con claridad
una delimitación de la materia legislativa. La ley puede proyectarse, en principio, sobre
cualquier materia. Existen bien es cierto una pluralidad de reservas para diversos tipos
de leyes que a veces incluso proceden de distintos sujetos. La situación fue distinta
durante la elaboración de la Constitución, porque, debido a la influencia del
constitucionalismo gaullista de la V República francesa, llegó a estar presente en el
anteproyecto de Constitución un sistema muy diverso: a) una reserva material de ley
(artículo 72) en la que se hablaba de “materias propias de la ley” y que tenía como
precedente, además del precitado, el artículo 10 de la Ley Constitutiva de Cortes de
1942; b) una reserva reglamentaria para la regulación de las materias no reservadas a la
ley (artículo 78); c) y una deslegalización de materias por la Disposición Transitoria
Primera en la cual se hacía un elenco de leyes que pasaban a poder ser reguladas por
reglamentos. Este intento de delimitación de la materia legislativa desapareció del texto
definitivo de la Constitución. De manera que los antecedentes histórico-legislativos, una
interpretación originaria, son un indicio de la voluntad constituyente de adoptar un
concepto formal de ley. La ley no ha quedado constitucionalmente definida por la
acotación de un ámbito material –completo, cerrado e impenetrable– sino por su
primacía, fuerza expansiva y capacidad de vincular a todos los poderes públicos.

Reservas de ley y tipos de leyes. Pero la opción por un concepto formal de ley, aunque
pueda resultar paradójico, no debe hacer pensar que se abandonara la técnica de la
reserva de ley. La reserva general de ley se ha fragmentado o descompuesto en una
pluralidad de reservas parciales. Pese a que no se emplee dicha expresión, dispersas en
la Constitución hay una multiplicidad de reservas materiales, para diversos tipos de
leyes. Un número excesivo y de harto complicado deslinde. Bastará con enumerarlas
para evidenciar el exceso:
a) el artículo 53.1 CE establece una reserva general de ley para la regulación de los
derechos fundamentales reconocidos en el Capítulo II;

b) el artículo 81.1 reserva a la ley orgánica el desarrollo de los derechos fundamentales y


libertades públicas reconocidas en la Sección Primera de ese Capítulo II y otras materias
como son: la aprobación de los Estatutos de Autonomía, el régimen electoral general y
una quincena de casos –de imposible reconducción a sistema– en que expresamente la
Constitución reclama una ley orgánica;

c) el artículo 82.1 prohíbe ejercer la delegación legislativa al Gobierno en ciertas


materias, las reservadas a la ley orgánica, fijando una reserva negativa a los decretos
legislativos;

d) el artículo 86.1 excluye la intervención del Decreto-ley en varias materias,


configurando otra reserva negativa;

e) a lo largo de la Constitución, hay numerosos reenvíos a la ley para regular una


institución o materia (artículos 36,124.3,129.1, 32.2, etc.);

f) según el artículo 134.7 CE, la ley de Presupuestos no puede crear tributos, pero sí
puede modificarlos cuando una ley tributaria sustantiva así lo prevea;

g) las leyes aprobadas en Comisiones parlamentarias no pueden ocuparse de algunas


materias que en el artículo 75.3 se enumeran y cuya aprobación se reserva al Pleno;

h) y olvidemos, por el momento, que la ley de Cortes carece de competencia general en


todo el territorio estatal en virtud de los artículos 148 y 149 CE que, en medio centenar
de confusas reglas, distribuyen la potestad legislativa entre el Estado y las Comunidades
Autónomas; así como, resaltemos el artículo 93 CE por el cual el Estado ha transferido
competencias –con imprecisos perfiles– a la Unión Europea.

Un rompecabezas de reservas constitucionales: el alcance de la reserva de ley. A la vista


de este rompecabezas de reservas surge un primer problema: identificar las distintas
materias reservadas a cada uno de esos tipos de leyes, según iremos haciendo en
distintos epígrafes. Pero se suscita también una incógnita de mayor calado, resolver si
tiene sentido optar por un concepto formal de ley, para luego incluir un número tan
amplio de reservas. En todo caso, reserva de ley quiere decir, entre otras cosas,
habilitación a la ley, prohibición de deslegalización, e interdicción de que la reserva se
degrade en sus contenidos imperativos por la remisión en blanco a otras normas, en
especial, al reglamento. Una reserva supone un entendimiento de las relaciones entre
ley y reglamento. El contenido imperativo de la reserva tiene un fundamento
esencialmente democrático en el Estado de Derecho: asegurar la intervención de la ley
parlamentaria en ciertas materias, su preferencia como fuente, por las peculiares
características de un procedimiento parlamentario inspirado en el principio de
representación.

Principio de legalidad y reserva de ley. Un debate que doctrinalmente ha tenido cierta


intensidad atañe a la identificación o distinción entre principio de legalidad y reserva de
ley. Dos categorías que proceden de situaciones históricas y políticas diversas: el
monismo parlamentario de origen francés y el dualismo germánico; en el primero de
estos tipos ideales la ley lo puede todo, existe un férreo principio de legalidad o
sometimiento del reglamento a la ley y no caben reglamentos independientes; en el
segundo, existe una reserva de ley paralela a otra reserva de reglamento. Mas, si
partimos de las concretas normas constitucionales españolas y no de tipos ideales, debe
sostenerse la coexistencia en nuestro ordenamiento de ambas técnicas. No en balde, el
artículo 9.3 CE garantiza expresamente el principio de legalidad. La reserva de ley
parece ser un elemento de una categoría más amplia y omnicomprensiva que el principio
de legalidad. Se advierte bien al analizar la aplicación del principio en materia penal
(artículo 25 CE) que abarca una reserva absoluta de ley, con exclusión del reglamento,
pero no se agota en ella, pues comprende también otros elementos cuales son la
taxatividad o tipicidad de la ley penal (ley previa, estricta y cierta), la prohibición de
analogía, y la interdicción de la ley retroactiva si perjudica al encausado. No menos
relevante es la aplicación del principio de legalidad al Derecho sancionador, al Derecho
tributario y a las normas electorales; si bien tiene especificidades y mayor o menor
intensidad en cada uno de estos espacios. Este principio de legalidad que preside las
relaciones entre ley parlamentaria y reglamentos gubernamentales de desarrollo se ve,
no obstante, seriamente desdibujado respecto de las normas dictadas por los entes
locales donde no son extraños en nuestro ordenamiento los reglamentos independientes.
Ambos extremos se matizarán al tratar la potestad reglamentaria del Gobierno.

Fuerza, rango y valor de ley: el rango de ley. La doctrina y la legislación suelen utilizar
esta triada de conceptos con distintos fines. Pero las posiciones no son unánimes. La
Constitución (artículos 82,161.1.a], y 163) y las leyes emplean esos términos de manera
confusa, casi caprichosa o arbitraria. Una vez más, las normas –constitucionales o
legales– presuponen los conceptos jurídicos, lo cual no es reprochable, o los emplean sin
excesiva reflexión. La tesis más extendida (procede de Sandulli y fue divulgada entre
nosotros por Rubio Llorente), pero habrá que tomarla con un valor meramente
convencional, defiende que el “rango” de una norma procede de su situación en un
mismo escalón en jerarquía del ordenamiento jurídico. El rango de ley se predica de toda
una serie de disposiciones que se sitúan inmediatamente por debajo de las normas
constitucionales y de la reforma de la Constitución, y por encima de las normas
reglamentarias. Atiende a la posición absoluta de la fuente en el ordenamiento jurídico.
Es de especial utilidad para diferenciar a la ley del reglamento, puesto que la relación
entre Constitución y ley, dada la libertad de configuración normativa del legislador, no es
la misma que la presente entre ley y reglamento; y porque difieren también los controles
jurisdiccionales de una y otro en virtud del régimen impugnatorio específico que el
recurso y la cuestión de inconstitucionalidad entrañan para las normas con rango de ley.

Valor de ley. Así delimitado el rango de ley, no se distingue del “valor de ley” que el
artículo 42 LOTC utiliza para excluir un tipo de normas y decisiones parlamentarias del
régimen específico de controles a través del recurso de inconstitucionalidad y la
cuestión. El “valor” de ley se centra en uno de los elementos del “rango”: el tratamiento
que una ley recibe en el ordenamiento, su intangibilidad salvo por una ley sucesiva o por
la jurisdicción constitucional.

Fuerza de ley activa y pasiva. La idea de rango parece ser previa a la de “fuerza”, tal y
como denota la misma palabra, atiende a la potencia o capacidad de las normas básicas
para innovar el ordenamiento legal preexistente, para crear Derecho o introducir ex
novo determinaciones prescriptivas con rango de ley. Esto suele llamarse fuerza de ley
“activa”. Pero la introducción en la Constitución de esa pluralidad de reservas rompe la
tradicional unidad de la ley y obliga a dividir la categoría y a utilizar un nuevo concepto,
puesto que no todas las normas con rango de ley van a tener la misma fuerza de ley
“pasiva”, o resistencia a ser modificadas.

Unidad de la forma de ley y del procedimiento legislativo. Como emplear reservas


presupone una graduación de materias y la propia Constitución establece
determinaciones formales específicas para varios tipos de leyes de Cortes, no falta quien
defiende que estas peculiaridades en la tramitación redundan en la posibilidad de que
un mismo órgano –las Cortes Generales– emane actos legislativos con una superioridad
formal, de jerarquía o rango, respecto de otros. Estas tesis, pese a estar normalmente
bien construidas, olvidan que el procedimiento parlamentario –la forma de ley– es en
sustancia el mismo, pese a las variaciones o especificidades que ciertas tramitaciones o
procedimientos especiales, distintos del ordinario, o diversas mayorías contemplan. Las
notas que caracterizan el procedimiento parlamentario, y lo distinguen de otros
procedimientos de elaboración normativa, son: discusión, publicidad y representación.
La adopción de una decisión de acuerdo con la regla de la mayoría, pero tras una
deliberación pública y con una adecuada representación de las minorías a través de su
participación y de la enmienda; para el procedimiento parlamentario y para la opinión
pública que escucha sus ecos, tan importante como la voluntad de la mayoría es la
participación de las minorías en la deliberación. Mientras estas notas no se compriman
hasta hacerlas desaparecer, el procedimiento parlamentario es esencialmente el mismo,
ya se sigan los trámites del procedimiento ordinario o de los especiales. La mayor
rigidez en la aprobación del acto legislativo, la mayoría absoluta o cualificada, no altera
la calidad del producto normativo del mismo modo que no existen dos clases de normas
constitucionales, diferentes en jerarquía, aunque algunas sean más rígidas que otras. El
rango y la forma de ley son, en definitiva, únicos.

Tipos de leyes y fragmentación de la fuerza de ley. Pero la fuerza de cada tipo de ley es,
sin embargo, distinta. La diversidad de reservas y de procedimientos específicos
fragmenta la antigua homogeneidad de la ley parlamentaria en tipos de leyes. La ley de
presupuestos, v.gr., no puede crear Derecho de la misma manera que una ley ordinaria
ni ocuparse como regla general de las mismas materias; una y otra poseen distintas
fuerzas de ley activa. Del mismo modo, la ley orgánica no puede ser modificada o
derogada mediante idéntico procedimiento o tramitación que una ley ordinaria; tiene
una mayor rigidez o fuerza de ley pasiva. En definitiva, la categoría de ley se subdivide
en una diversidad de tipos de leyes dotados de distintas fuerzas de ley activa y pasiva.
Un dato que dificulta hallar un concepto unitario de ley, pero que, como hemos visto, no
llega a impedirlo. Mencionaremos algunos de estos tipos.

Tipos de leyes según su objeto. Según el contenido, que se entremezcla con variaciones
en el procedimiento, podemos diferenciar varios tipos de leyes: a) leyes orgánicas o
parcialmente orgánicas (artículo 81.1 CE); b) leyes de presupuestos (artículo 134 CE); c)
leyes medida y autorizaciones (artículos 57.5,94.1,128.2,135,141.1,144 CE), que a su
vez cabe distinguirlas de las leyes singulares de las que luego nos ocuparemos; c) leyes
de bases (v.gr. artículo 149.1.16), leyes atributivas de competencia (v. gr. artículo
149.1.29), leyes marco (artículo 150.1), leyes de delegación y transferencia (artículo
150.2) y leyes de armonización (artículo 150.3) que son todos ellas tipos de leyes
atributivas o delimitadoras de competencias con las Comunidades Autónomas; d) leyes
de conversión de decretos leyes (artículo 86.3); e) y leyes de delegación legislativa al
Gobierno (artículo 82) para dictar bases o refundir textos legales. Mantenemos fuera de
esta tipología a los Estatutos de Autonomía, porque entendemos que no son únicamente
leyes de Cortes, en virtud de su base decisional más amplia, especialmente si media
referéndum, y, en consecuencia, tienen un rango o jerarquía superior al de la ley; y
también la reforma constitucional, puesto que no se trata de leyes sino de normas
constitucionales. A ambas fuentes les dispensaremos un tratamiento específico.

Tipos de leyes según el sujeto. De acuerdo con el sujeto de la potestad legiferante


podemos distinguir entre: leyes de Cortes, disposiciones gubernamentales con rango de
ley (Decretos-leyes y Decretos legislativos), y leyes autonómicas o territoriales. Se
suscita hoy el debate acerca de si los Territorios Históricos (Disposición Adicional
Primera de la Constitución) dictan verdaderas normas básicas con rango y valor de ley.
Una cuestión que probablemente debería merecer una respuesta negativa en pura
dogmática jurídica, pero que posee una compleja –e imposible– respuesta en virtud de
las competencias tributarias que asumen las normas fiscales forales, ya que deben
satisfacer el principio de legalidad tributaria, así como, por su control de
constitucionalidad exclusivamente por el Tribunal Constitucional tras la reforma de la
Ley Orgánica del mismo, que les otorga rango de ley.

Según el procedimiento. Existen leyes aprobadas por el procedimiento ordinario o por


procedimientos específicos: leyes de Comisión, de urgencia y de lectura única. Pero si
bien esta distinción tiene cierta relevancia pedagógica y clasificatoria a la hora de
diferenciar tipos de leyes, y por eso la incluimos, carece de ella para evidenciar la
diversa fuerza de ley de cada uno de estos tipos, con excepción de las leyes de Comisión
(artículo 75 CE) que tienen constitucionalmente impedido ordenar ciertas materias.

2. LEYES ORGÁNICAS

Génesis francesa. La idea de ley orgánica llega a España procedente del


constitucionalismo gaullista, y toma como modelo el artículo 46 de la Constitución
francesa, y suele decirse que tiene como justificación dilatar o posponer el compromiso
constituyente en la ordenación de ciertos temas fundamentales. Pero esa similitud no es
tan cierta, porque el párrafo final del citado artículo 46 declara que las leyes orgánicas
no podrán ser promulgadas hasta que el Consejo Constitucional declare que son
conformes a la Constitución. Una cláusula de la que es razonable extraer consecuencias
sobre el valor de ley y el rango de ese tipo de normas. Sin embargo, no existe en la
Constitución española un régimen de controles análogo, con carácter previo y
obligatorio, para las leyes orgánicas. Es verdad que una norma legal –no constitucional–
el artículo 79 LOTC de 1979 preveía un potestativo –no obligatorio– recurso previo
frente a proyectos de leyes orgánicas, pero fue acertadamente derogado por la Ley
Orgánica 4/1985, de 7 de junio, para evitar obstruccionismos parlamentarios.

Posición y concepto: relación con las leyes ordinarias. La categoría de ley orgánica se
identifica en el artículo 81.1 CE combinando dos criterios. El criterio material es el
decisivo, está fundado en el principio de competencia, de acuerdo con los contenidos
que a este tipo de ley se reservan positiva y negativamente, y que juegan al tiempo como
habilitación legal y como límite de sus contenidos. Y otro formal, pues existen algunos
rasgos específicos en la elaboración de estas leyes, sobre todo, su aprobación por
mayoría absoluta en una votación final del Congreso de los Diputados sobre el conjunto
del proyecto (artículo 81.2). Pero también la inexistencia de iniciativa legislativa popular
(artículo 87.3), y la imposibilidad de la delegación legislativa en el Gobierno (artículo
82.1), y de su aprobación en Comisión (artículo 75). La consideración de estas normas
por la doctrina ha ido atravesando distintas fases. En los primeros momentos, se
defendió un entendimiento formal de las leyes orgánicas como un escalón intermedio
entre la Constitución y las leyes ordinarias, configurado por normas supraordenadas
jerárquicamente a éstas, probablemente por influencia francesa. Sin llegar a
abandonarse totalmente esta posición, que siempre ha tenido valedores, acabó por
prevalecer luego una explicación de las relaciones entre leyes orgánicas y ordinarias
basada en el principio de competencia: dos normas iguales en calidad y rango, pero
destinadas a regular materias diversas. Según la experiencia ha ido demostrando la
dificultad que entraña delimitar las materias reservadas a la ley orgánica, especialmente
en materia de desarrollo de derechos fundamentales y libertades públicas, algunos
autores intentaron revitalizar la idea de una superioridad formal o de jerarquía. Una
posición peligrosa y que, por diversas razones, no puede ser aceptada, pues rompería la
unidad del rango y la forma de ley antes expuesta e impediría construir una categoría
unitaria de ley.

Identificación de las leyes orgánicas conforme al principio de competencia. En efecto, la


jerarquía entre dos disposiciones requiere que diferentes sujetos tengan calidades
políticas también distintas y potestades normativas de distinto grado: por eso, la ley es
superior en jerarquía al reglamento y la Constitución a la ley. Pero nada de esto ocurre
entre las leyes orgánicas y las ordinarias, puesto que la calidad del legislador es única.
La mayor o menor importancia de los contenidos de las normas no se traduce
necesariamente en una superioridad jerárquica, del mismo modo que existen algunos
contenidos de la Constitución que podrían no ser materialmente constitucionales, pues
son inferiores en relevancia y podrían configurar contenidos legales. Todo ello,
suponiendo que los contenidos reservados a la ley orgánica fueran siempre más
importantes que los propios de la ley ordinaria lo que tampoco es cierto. La mayor
rigidez de las leyes orgánicas, su aprobación por mayoría absoluta no puede confundirse
con una mayor jerarquía, ya que ambos son conceptos distintos, del mismo modo que las
normas constitucionales más rígidas no son superiores en jerarquía a las demás. Carece
además de sentido lógico identificar como un sujeto distinto a un legislador por mayoría
absoluta, pues entonces habría tantos sujetos como número de parlamentarios se
integren en una mayoría. El procedimiento de elaboración de unas y otras es en
sustancia el mismo, pese a sus diferencias procedimentales, de igual modo que las leyes
de Comisión o de lectura única no dejan de ser leyes formales. Si una ley ordinaria viola
la reserva de ley orgánica, su invalidez procederá de transgredir el precepto
constitucional en que esa reserva se formula, el artículo 81.1 CE, como expresa con
nitidez el artículo 28.2 LOTC. Del mismo modo, en caso de conflicto entre una ley
orgánica y otra ordinaria, será preciso aplicar el principio de competencia. La diferencia
en el nomem iuris es una simple variante de especie en un mismo género y no permite
extraer consecuencias de rango. Por último, uno y otro tipo de leyes tienen un mismo
tratamiento como actos, su valor de ley, porque se controlan de igual manera a través
del recurso y de la cuestión de inconstitucionalidad. En suma, debe mantenerse la
unidad del rango de ley entre las leyes orgánicas y ordinarias e insistir en una
diferenciación entre ambos tipos de leyes fundada en el principio de competencia, según
las materias que se reservan a una u otra, y no en una distinta jerarquía. Pero, así vistas
las cosas, cabe preguntarse qué añade esta nueva categoría, –una vez concluso el
desarrollo constitucional–, al género de la ley ordinaria, sobre todo dados los graves
problemas técnicos de calificación del texto legislativo que frecuentemente suscita. No
es extraño, por eso, que su naturaleza jurídica haya sido adjetivada doctrinalmente como
“espuria” (Ángel Garrorena).

Procedimiento de aprobación: la exigencia de mayoría absoluta y la calificación de la ley


como orgánica. El apartado 2.º del artículo 81 CE determina que la aprobación,
modificación o derogación de las leyes orgánicas exigirá mayoría absoluta del Congreso
en una votación final sobre el conjunto del proyecto. Es una mayoría asimétrica, no de
ambas Cámaras. El Reglamento del Congreso de los Diputados, en sus artículos 130 a
132, establece que la Mesa del Congreso, oída la Junta de Portavoces, calificará el
proyecto como de ley orgánica, a la vista del criterio razonado que exponga el Gobierno,
el proponente o la Ponencia en trámite de informe. De manera que es la Mesa quien
tiene la potestad de calificar el proyecto como orgánico, en todo o en parte, manteniendo
la unidad del texto articulado o segregándolo en dos proyectos, uno de ellos ordinario.
Un juicio en el que puede coincidir o no con la inicial calificación del proyecto de ley que
haga el Gobierno. Si la cuestión no se plantease antes, la Comisión podrá solicitar de la
Mesa que estudie su calificación tras oír a la Ponencia. La presentación de enmiendas a
un proyecto de ley ordinaria que contengan materias reservadas a ley orgánica
requerirá de su admisión por la Mesa.

Especificidades en la tramitación. Las leyes orgánicas se tramitan por el procedimiento


legislativo ordinario con algunas especificidades. La mayoría absoluta de los miembros
del Congreso se produce en una votación final sobre el conjunto del texto y antes de
remitirlo al Senado; y, de no alcanzarse, el texto se devuelve a la Comisión para nuevo
dictamen. Si el Senado opusiera su veto o introdujera enmiendas, se procede como en el
procedimiento legislativo común y el levantamiento del veto requerirá de la mayoría
absoluta del Congreso; pero una diferencia deriva de que el texto resultante de la
incorporación de enmiendas del Senado y aceptadas por el Congreso requerirá
asimismo de la mayoría absoluta en una votación de conjunto y, de no alcanzarse,
quedará ratificado el texto inicial de la Cámara baja.

Enmiendas a leyes ordinarias con contenido de ley orgánica. Uno de los problemas que
este tipo de ley puede ocasionar es la presentación de enmiendas en el Senado con
contenido de ley orgánica respecto de un proyecto tramitado desde el Congreso como de
ley ordinaria, pero nada se prevé reglamentariamente y no es sencillo subsanar el déficit
de tramitación o reconvertir el proyecto.

Legislar de matute. Otra mala práctica consiste en legislar de matute o por la espalda
(los llamados cavaliers législatifs) e introducir como enmiendas en el Senado en
cualquier ley orgánica que ya se esté tramitando, al igual que cae un paracaidista en el
suelo, regulaciones con contenido de ley orgánica sobre asuntos que no han sido
discutidos antes en el Congreso y que no guardan realmente una conexión sustancial y
de accidentalidad con la ley. No son verdaderas enmiendas sino iniciativas legislativas
fraudulentas o encubiertas. Otra segunda modalidad consiste en introducir como
enmiendas en el texto de la ley y en el propio Congreso, contenidos que no son
accidentales respecto del proyecto o proposición de ley.

Contenido de la reserva de ley orgánica. Según el artículo 81.1 CE: “Son leyes orgánicas
las relativas al desarrollo de los derechos fundamentales y de las libertades públicas, las
que aprueben los Estatutos de Autonomía y el régimen electoral general y las demás
previstas en la Constitución”. La interpretación de estas materias reservadas a las leyes
orgánicas no está exenta de cierta complejidad. Descompongamos la reserva
analíticamente.

La aprobación de los Estatutos de Autonomía. Tal “aprobación” de los Estatutos de


Autonomía por ley orgánica no supone que el contenido de los Estatutos configure leyes
orgánicas, su naturaleza jurídica es controvertida, distinta a la de tales tipos de leyes,
pues cumplen funciones constitucionales, y será objeto de estudio en otro lugar.

El “régimen electoral general”. La noción de “régimen electoral general” abarca, según


la jurisprudencia constitucional (STC 38/1983, caso Ley de Elecciones Locales), el
conjunto de las normas electorales válidas para la generalidad de las instituciones
representativas del Estado en su conjunto, esto es, para todos los entes territoriales en
que el Estado se organiza conforme al artículo 137 CE; es decir, el adjetivo “general”
comprende tanto las elecciones generales como las autonómicas o las locales, pues
califica todo lo que es primario y nuclear en el régimen electoral.

“Las demás previstas en la Constitución”. Hay una quincena de casos (artículos 8, 54,
55.2, 87.3, 92.3, 93, 104.2, 107, 116.1, 122, 136.4, 147,149.1 artículos 29, 150.2, 151.1 y
156) en los que la Constitución reenvía expresamente a una ley orgánica bien para
ordenar una institución (las Fuerzas Armadas, el Defensor del Pueblo, el Consejo de
Estado, las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad, el Poder Judicial, el Tribunal de Cuentas),
bien para disciplinar una materia (la suspensión individual de derechos, los estados de
emergencia, la iniciativa legislativa popular, el referéndum, la seguridad pública),
emanar una fuente (la reforma de los Estatutos, las leyes de transferencia y delegación
de competencias), o autorizar la celebración de un tratado (la transferencia de
competencias a la Unión Europea). No es sencillo encontrar el hilo conductor de todos
estos supuestos o conocer las razones técnicas por las que la Norma fundamental opta
v.gr. por reclamar una ley ordinaria para disciplinar el estatuto orgánico del Ministerio
Fiscal (artículo 124.3), y, en cambio, una ley orgánica para regular el Defensor del
Pueblo (artículo 54). Una opción caprichosa que no se debe a la mayor importancia de
unas y otras instituciones.

“Desarrollo de los derechos fundamentales y de las libertades públicas”. Pero el


verdadero problema reside en delimitar qué debe entenderse por “desarrollo de los
derechos fundamentales y de las libertades públicas” o, más matizadamente, en
deslindar esta reserva de la establecida en favor de ley ordinaria para regular el
ejercicio de los derechos y libertades reconocidos en el Capítulo II del Título I (artículo
53.1). El Tribunal Constitucional ha interpretado (la jurisprudencia se sintetiza bien en
la STC 127/1994, caso Ley de la Televisión Privada, que aquí seguimos)
restrictivamente el objeto de la reserva con fundamento en que es rara la exigencia de
mayoría absoluta en nuestra democracia, en cuanto excepción a la regla general de la
mayoría simple, e igualmente debe ser excepcional el recurso a esta fuente, que
requiere de una mayoría reforzada para su aprobación, con el fin de evitar petrificar el
ordenamiento jurídico e impedir su reforma en beneficio de quienes ocasionalmente
gocen de tal mayoría parlamentaria. Con apoyo en este fundamento y haciendo una
interpretación literal, el Tribunal Constitucional ha entendido que únicamente los
derechos comprendidos en la Sección Primera de dicho Capítulo II (artículo 15 a 29),
que se encabeza con una rúbrica que reza “De los derechos fundamentales y de las
libertades públicas”, la misma cláusula que emplea el artículo 81.1, quedan
comprendidos en el ámbito de la reserva de ley orgánica. Mas no sólo las materias sino
también la expresión “desarrollo” ha de recibir una interpretación restrictiva y se
entiende referida al desarrollo “directo” de los derechos fundamentales, puesto que es
difícil concebir una norma que no tenga una conexión, al menos remota, con un derecho
fundamental. No puede confundirse “desarrollar” con el verbo “afectar”, que utiliza el
artículo 86.1 a los efectos de excluir ciertas materias de su regulación por Decreto-Ley,
ya que no todo lo que afecte a los derechos fundamentales constituye un desarrollo. El
desarrollo es una actividad que consiste en regular sus aspectos esenciales, es decir,
determinar su alcance y límites en relación con otros derechos o personas. El desarrollo
puede ser tanto general del derecho, o parcial y de uno de sus aspectos esenciales.
Acertadamente, se ha señalado (Ignacio de Otto) que las leyes orgánicas cierran los
espacios que la Constitución deja abiertos e indeterminados.

La reserva de ley ordinaria del artículo 53.1 CE: el desarrollo no son las condiciones de
ejercicio. No existe, pues, una obligación constitucional de regular por ley orgánica las
modalidades de ejercicio de los derechos comprendidos en los artículo 15 a 29 ni sus
presupuestos o las condiciones que los hagan efectivos, extremos que se adentran en la
reserva de ley ordinaria del artículo 53.1 CE. Pero fácilmente se intuye que diferenciar,
ante un concreto texto artículo de un proyecto o de una proposición de ley, entre un
“desarrollo” directo pero parcial de un derecho, cubierto por ley orgánica, y uno de
estos otros supuestos, disciplinados por la ley ordinaria, “las condiciones de ejercicio”,
puede requerir una labor de argumentación muy delicada o de nada sencilla
diferenciación y donde es fácil equivocarse.

Leyes parcialmente orgánicas. Como toda reserva material, la de ley orgánica tiene un
alcance positivo y negativo: no sólo no puede regularse por ley ordinaria lo reservado a
la ley orgánica, tampoco la ley orgánica puede adentrarse en materias de ley ordinaria.
Pero una atenta observación de la realidad de las cosas (analícese el supuesto de hecho
que el mencionado caso de la Ley de la Televisión Privada enjuicia y las dificultades
tanto de la mayoría como de los Magistrados disidentes para calificar cada uno de los
preceptos legales como ordinarios u orgánicos) evidencian lo ilusorio de este
planteamiento teórico. La realidad es que ciertos textos legales, al disciplinar
unitariamente una materia, contienen a la vez regulaciones propias de ley orgánica u
ordinaria. La simple lectura del Reglamento del Congreso de los Diputados acerca de las
enmiendas con contenido de orgánicas ilustra el asunto. La Constitución no impide esos
solapamientos –leyes sólo en parte orgánicas– como resulta patente en materia de
desarrollo de derechos fundamentales y de regulación de sus modalidades o de los
presupuestos que hacen posible su ejercicio.
La doctrina de las materias conexas. A este problema, el Tribunal Constitucional le dio
una temprana pero discutible respuesta con su teoría de las “materias conexas”: cuando
en una misma ley orgánica concurran materias “estrictas” y materias “conexas” por
razones de conexión temática, de sistemática o de buena política legislativa hay que
afirmar que en principio también quedarán sujetas al régimen de congelación de rango
señalado en el artículo 81.2 CE, pues así debe ser en defensa de la seguridad jurídica
(artículo 9.3 CE); aunque este régimen puede ser excluido por la propia ley orgánica en
relación con alguno de sus preceptos indicando que son materias conexas y pueden
entonces ser modificadas por una ley ordinaria; y el alto Tribunal puede revisar estos
extremos negando o afirmando dicho carácter (hasta aquí STC 5/1981, caso Ley
Orgánica del Estatuto de Centros Escolares). Esta doctrina ha sido criticada (Ignacio
de Otto) al señalar que desvirtúa la idea de reserva material, pues se concede al
legislador orgánico una potestad para introducir en ese tipo de leyes materias conexas,
que no son objeto de la reserva, y hacerlas especialmente rígidas; así como al denunciar
que el control jurisdiccional de las disposiciones adicionales de las leyes orgánicas en
que se identifiquen las materias conexas es harto complicado y lleno de dificultades
técnicas, entre otras, cuál es la sanción que la inconstitucionalidad de esa calificación
debe entrañar.

Preceptos orgánicos en leyes ordinarias. A veces, lo que simplemente ocurre es que una
ley ordinaria al disciplinar una determinada actividad se adentra en limitar, restringir o
desarrollar un derecho fundamental o en cualquier otro contenido objeto de la reserva,
debiendo entonces calificarse tal precepto como orgánico. En ocasiones, podría ser más
sencillo segregar del texto de la ley ordinaria ese aspecto y aprobar una segunda ley
como orgánica. Pero no siempre.

Reserva de ley orgánica y reglamentos ejecutivos. La existencia de una reserva de ley


orgánica no supone excluir totalmente, de manera absoluta, la intervención de la
potestad reglamentaria. Es constitucionalmente posible que el reglamento colabore en
la ordenación de la materia con la ley orgánica, pero con un carácter complementario y
accesorio o en desarrollo o ejecución de ley. Pongamos un ejemplo. La naturaleza de las
cosas y las características propias de ambas fuentes obligan a pensar que la regulación
legal del régimen electoral general no puede prescindir de un complemento
reglamentario sobre el tamaño de las papeletas o de los sobres. Mas es preciso
satisfacer ciertos requisitos: la existencia de una habilitación legal expresa y para
materia concreta, y que la disciplina reglamentaria del ámbito no degrade o vacíe de
contenido la reserva. Las peculiaridades de la ley orgánica, por su ámbito positivo de
normación, no justifican que puedan considerarse alteradas las relaciones entre ley y
reglamento, siempre y cuando la remisión al reglamento no suponga deferir a la
normación del Gobierno, el objeto mismo reservado (STC 77/1985, caso Ley Orgánica
Reguladora del Derecho a la Educación, LODE).

3. LEYES DE LAS COMUNIDADES AUTÓNOMAS

La generalización de la potestad legislativa en los Estatutos de Autonomía. La


Constitución no contempla un reconocimiento claro y expreso de la potestad legislativa
de todas las Comunidades Autónomas. El artículo 66.2 CE se refiere únicamente a la
potestad legislativa de las Cortes Generales. Bien es cierto que el artículo 152.1 prevé la
existencia de una “Asamblea legislativa” para los Estatutos de Autonomía aprobados por
el procedimiento a que se refiere el artículo anterior, pero nada se dice para las
Comunidades Autónomas de segundo grado o de vía lenta, aquellas que accedieron a la
autonomía mediante la iniciativa prescrita en el artículo 143 CE. Algún grado de
incerteza sobre la generalización de la potestad legislativa a todas las Comunidades
Autónomas existió en los primeros momentos del desarrollo constitucional. Tras el
informe favorable de la Comisión de expertos presidida por García de Enterría y los
correspondientes Acuerdos Autonómicos de 1981, se optó porque todos los Estatutos de
Autonomía aprobados con posterioridad asumieran potestades legislativas. De manera
que el debate puede estimarse cerrado (a salvo lo que después se diga sobre Ceuta y
Melilla), si admitimos que los Estatutos son unas disposiciones idóneas para dilucidar
este extremo al amparo de la cobertura constitucional que les ofrece el artículo 147.2
CE. A mayor abundamiento, de ciertos preceptos constitucionales puede tácitamente
deducirse la existencia de potestades legislativas autonómicas: el artículo 150.3 CE que
contempla la posibilidad de que el Estado dicte leyes para armonizar las “disposiciones
normativas de las Comunidades Autónomas”, y, con mayor rotundidad, el artículo 150.1
que se refiere a las “disposiciones legislativas de las Comunidades Autónomas”. Pero,
sobre todo, las reglas de deslinde competencial previstas en los artículos 148 y 149 CE
parecen presuponer el ejercicio de potestades legislativas autonómicas. Del mismo
modo, la propia categoría doctrinal de autonomía política o autogobierno que la
Constitución (artículo 143.1 CE) garantiza a todas las Comunidades Autónomas abarca,
como criterio diferenciador de la autonomía administrativa, la titularidad de potestades
de dirección política a través de las leyes. El debate sobre la generalización de la
potestad legislativa puede estimarse cerrado.

La naturaleza jurídica de las leyes autonómicas como verdaderas leyes. Las normas
aprobadas por las Asambleas legislativas de las Comunidades Autónomas son
verdaderas leyes, sin distinción alguna derivada del grado de autonomía: normas
dotadas del mismo rango normativo que las leyes de Cortes, según reconoce
expresamente el artículo 27.2 LOTC al hacer un elenco de las normas susceptibles de
control de constitucionalidad. Son aprobadas con forma de ley parlamentaria y provistas
de fuerza de ley activa y pasiva. Configuran la norma básica del ordenamiento
autonómico por debajo de la Constitución y del Estatuto. No se trata de disposiciones
reglamentarias, jerárquicamente inferiores a la ley estatal, ni, como un sector de la
doctrina italiana sostuvo en su día, de simples “leggine” por venir condicionadas allí a la
emisión del visto por el Comisario del Gobierno, quien puede reenviarlas a la Cámara, y
poder ser objeto de controles políticos o de oportunidad (di merito) sobre su
compatibilidad con el interés nacional o el de otras regiones. Este sistema no existe en
España. La ley autonómica es perfecta con la exclusiva manifestación de voluntad de los
órganos de la Comunidad Autónoma, sin que quepan injerencias o tutelas por parte del
Estado, y no puede venir sometida, por mandato constitucional, a más controles que los
estrictamente jurisdiccionales ante el Tribunal Constitucional (artículo 153.a] CE).
Entre las conclusiones que se derivan de esta naturaleza paritaria a la ley estatal está
que allí donde exista en la Constitución una reserva de ley y la propia naturaleza del
objeto no lo impida puede entenderse que la ley autonómica satisface también las
exigencias de la reserva de ley.

La suspensión automática de la ley autonómica. No obstante, el artículo 161.2 CE


concede al Gobierno un peculiar privilegio –desarrollado en el artículo 30 LOTC– por el
cual, una vez impugnada la ley autonómica ante el Tribunal Constitucional e invocado
dicho precepto constitucional, se produce su suspensión automática, debiendo
ratificarse o levantarse de manera motivada la suspensión “en un plazo no superior a
cinco meses”. Conviene remarcar que tal suspensión automática no existe en los casos
de impugnaciones de las leyes estatales por las Comunidades Autónomas y, en virtud de
esa asimetría procesal, hablamos de un privilegio gubernamental. La supresión del texto
constitucional del veto suspensivo de la ley autonómica por parte del Delegado del
Gobierno fue compensada entre las fuerzas políticas que aprobaron y sustentaban la
Constitución con la introducción de este artículo 161.2. En los años noventa, se modificó
la jurisprudencia constitucional y se permitió –pues el tenor literal del precepto
constitucional no lo impide– a las Comunidades Autónomas solicitar del Tribunal un
pronunciamiento anticipado acerca del levantamiento de la suspensión inicialmente
acordada, si existe fundamento para ello, y sin esperar a concluir ese plazo de cinco
meses (tanto en vía de recurso como de conflicto positivo: ATC 154/1994 que confirman
los AATC 221 y 222/1995). Siguiendo una interpretación evolutiva, el Tribunal se aparta
de una interpretación originaria del precepto constitucional, y entiende que la
suspensión de la ley autonómica debe ser una verdadera medida cautelar, adoptada tras
un incidente en el proceso contradictorio, y no una medida automática de algún modo
asimilable a un control gubernamental. Esta nueva jurisprudencia, en definitiva, reforzó
la eficacia de la ley autonómica.

Requisitos específicos de la ley autonómica. Son sustancialmente los mismos que


respecto de la ley estatal con algunas leves diferencias. Actualmente, todos los Estatutos
reconocen la iniciativa legislativa popular, y algunos articulan una iniciativa legislativa
de determinadas Corporaciones locales (municipios, comarcas, cabildos o consejos
insulares…). El Presidente de la Comunidad Autónoma, según los Estatutos, promulga
las leyes “en nombre del Rey”, pero no las sanciona. La “publicación” formal de la ley en
el correspondiente diario oficial de la Comunidad Autónoma produce plena eficacia a
todos los efectos jurídicos que se desprendan de la misma, incluido el cómputo de
cualesquiera plazos, debiendo entenderse que la posterior publicación en el BOE tiene
un alcance estrictamente instrumental y encaminado a reforzar la “publicidad” material
de la ley (ATC 579/1989, caso Ley asturiana de caza).

4. LEYES SINGULARES

La generalidad y la universalidad como notas habituales de las leyes: el carácter


excepcional de la ley singular. Las leyes singulares quiebran la nota de generalidad de la
ley, entendida como universalidad de los destinatarios, de los supuestos de hecho y de
los regímenes jurídicos. Estas leyes pueden afectar o lesionar la igualdad de los
ciudadanos ante la ley (artículo 14 CE). Rousseau decía que “toda función que se
relacione con algo individual no puede pertenecer al legislativo”. No obstante, la
Constitución no exige como requisito sine qua non la generalidad de la ley, entre otras
razones, porque cierto tipo de intervenciones normativas propias del Estado social
requieren de leyes medida o leyes singulares. Pero que la Constitución no exija
expresamente como requisito constitutivo de la validez de una ley su generalidad no
quiere decir que el carácter abstracto y general de las leyes no continúe siendo una
aspiración irrenunciable de un Estado material de Derecho. No todas las leyes
singulares son inevitables evoluciones del Estado social en vez de patologías
legislativas. Son de dudosa constitucionalidad especialmente los casos en que dichas
leyes limitan o restringen derechos fundamentales o inciden en su esfera. Por eso el
artículo 19.1 de la Ley Fundamental de Bonn establece –con buen criterio– que “cuando
…un derecho fundamental sea restringido, por o en virtud de una ley, la ley deberá tener
aplicación general y no sólo a un caso individual”. Por todo ello, sin negar su
constitucionalidad con carácter general, si estimamos que la justificación de las leyes
singulares debe ser patente, expresa y excepcional.

Riesgos derivados de las leyes singulares: imposibilidad de contradicción o existencia de


discriminaciones derivada de regímenes excepcionales. Las leyes singulares de
intervención a menudo encubren simples actos administrativos, dificultan notablemente
si no impiden la garantía que supone para los justiciables el acceso a la revisión
jurisdiccional del acto o disposición en el contencioso-administrativo, pues no siempre
pueden encontrarse actos aplicativos de la ley que puedan ser recurridos. Incluso
dificultan la comparecencia de los afectados en el hipotético posterior proceso
constitucional para ser oídos, defender y hacer valer sus derechos, pese a que fueron
partes en el proceso ordinario previo y pidieron al órgano judicial que promueva la
cuestión de inconstitucionalidad frente a la ley singular. La problemática de estas leyes,
ante la amenaza de una situación material de indefensión, lesiva del artículo 24.1 CE, o
de una discriminación normativa derivada de un régimen jurídico excepcional se agrava,
porque en España no existe un recurso de amparo frente a leyes, ni siquiera frente a
leyes singulares, y porque la titularidad del planteamiento de la cuestión es prerrogativa
exclusiva del órgano judicial. Acaban por ser unos actos legislativos que afectan a un
colectivo reducido de personas mediante unas normas singulares cuya regularidad
difícilmente pueden intentar sea revisada judicialmente.

La constitucionalidad de las leyes singulares según la jurisprudencia: naturaleza


excepcional y límites. La STC 166/1986 (caso RUMASA II) reconoció la
constitucionalidad de las leyes singulares en general y sentó la siguiente doctrina
clásica. La Constitución no impide las leyes singulares, pero tienen una naturaleza
excepcional y deben venir sometidas a límites, puesto que las leyes tienen una “vocación
a la generalidad” impuesta por el principio de igualdad en la ley (artículo 14 CE). La
prohibición de una desigualdad arbitraria o injustificada no se refiere al alcance
subjetivo de la norma sino a sus contenidos, es la singularidad de la situación, del
supuesto de hecho que permite al legislador establecer unas consecuencias jurídicas, la
que debe someterse a los cánones de razonabilidad y proporcionalidad. En segundo
lugar, cuando la función legislativa se transforma en actividad ejecutiva o de
administración, flexibilizando la división de poderes, es menester que “haya una
excepcionalidad exorbitante a la potestad ejecutiva”, en otras palabras, que no baste
para dar pronta respuesta al supuesto con los instrumentos normales de que la
Administración dispone. Por último, los derechos fundamentales no consienten, por su
propia naturaleza, leyes singulares que tengan por objeto condicionar o impedir su
ejercicio, son materia reservada a las leyes generales. Una afirmación que se matizó
diciendo: lo cual no impide que las leyes singulares, por su cualidad de leyes formales
contra las que no caben acciones judiciales, “incidan en la tutela judicial efectiva del
derecho afectado por la ley singular”. Pero las SSTC 129 y 203/2013 reabrieron el
debate sobre las leyes singulares en la jurisprudencia constitucional. La primera de ellas
se ocupa de una ley autoaplicativa que impide el control jurisdiccional, y la segunda
aborda un supuesto de hecho singular, ambas se adentran en actos de naturaleza
administrativa. En la primera, el Tribunal Constitucional insiste en la excepcionalidad de
estas leyes y en los límites derivados del principio de igualdad y de la tutela judicial
efectiva y la prohibición constitucional de indefensión. En la segunda, se concluye
declarando la nulidad de la ley autonómica singular, al no existir la extraordinaria
trascendencia y complejidad del objeto regulado que justifique el sacrificio del control
de la medida por la jurisdicción contencioso-administrativa (con cita de la STC
166/1986).

¿Qué es incidir en un derecho? A mi entender, es en esa “incidencia” precisamente


donde reside la especificidad del juicio de constitucionalidad, que debería estar obligado
a revisar de manera reforzada el contenido de cada ley singular para impedir la
indefensión o una discriminación. En efecto, conviene insistir en que el verdadero
problema de las leyes singulares se encuentra, antes que en la reducción del colectivo
de destinatarios, en el establecimiento, para determinadas situaciones de hecho o
personales, de excepciones al régimen jurídico general. Con la pérdida de la
universalidad en los destinatarios, la ley puede redundar en discriminaciones o en
indefensiones. En definitiva, “destinatarios” y “régimen jurídico”, ambos excepcionales,
suelen ir inseparablemente unidos. Es precisa, en suma, una justificación causal del
carácter razonable y proporcionado de la excepción.

Los afectados por una ley singular tienen derecho a ser oídos en el proceso en que se
sustancie la cuestión de inconstitucionalidad. La Ley Orgánica del Tribunal
Constitucional no prevé la comparecencia como parte principal o adhesiva de quien
solicitó al órgano judicial que planteara la cuestión de inconstitucionalidad frente a una
ley singular que le afecta. Interesa destacar la sentencia del Tribunal Europeo de
Derechos Humanos, Asunto Ruiz Mateos contra España, de 23 de junio de 1993.
Continuando el conocido asunto Ruiz Mateos (los hechos pueden leerse en las SSTC
111/1983 y 166/1986), a causa de la intervención y expropiación de un grupo de
empresas, los recurrentes invocaban sus derechos a un proceso sin dilaciones indebidas
y a un proceso equitativo o con las debidas garantías en el marco del artículo 6.1 CEDH.
El Tribunal Europeo consideró que había un estrecho lazo entre el objeto del proceso
constitucional, una ley de expropiación de ciertos bienes, y el del proceso civil previo,
encaminado a combatir la expropiación, y consideró que la defensa de los derechos de
los demandantes obligaba a considerar ambas instancias relacionadas. Sentado esto,
concluyó que la aplicación de los principios de igualdad de armas y de contradicción a
los procesos constitucionales “cuando la cuestión de inconstitucionalidad concierne a un
círculo restringido de personas” y se remite en el marco de un proceso civil obliga a
garantizar el acceso a la parte que discute la ley a las alegaciones de la otra parte –la
que asume la defensa– y a concederle la oportunidad de comentarlas y contradecirlas.
Pero el Tribunal Constitucional interpretó restrictivamente –de manera formalista– esta
cláusula entrecomillada en varios asuntos, impidiendo el acceso de las partes, y ello
llevó finalmente a la reforma de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional en 2007.
Desde entonces, el artículo 37.2 LOTC establece expresamente que, publicada en el
BOE la admisión a trámite de la cuestión de inconstitucionalidad, quienes sean parte en
el procedimiento judicial podrán personarse ante el Tribunal Constitucional para
formular alegaciones. Se impide así la indefensión, y la merma de la igualdad de armas
en el proceso constitucional, que algunas leyes singulares pueden ocasionar.

5. EL CONTENIDO ADICIONAL DE LA LEY DE PRESUPUESTOS

Las diferencias entre las funciones presupuestarias y legislativa. El artículo 66.2 CE


enuncia la aprobación de los Presupuestos por las Cortes Generales como una función
específica y desdoblada de la función legislativa. No se trata de reproducir ahora la
polémica histórica sobre ley formal y ley material en torno a la ley de Presupuestos, pero
sí conviene advertir que la concepción formal de ley se reclama en nuestro días por sus
defensores, entre otros motivos, para hacer crecer sin límites el contenido normativo de
la Ley de Presupuestos, y no como en el pasado –en el conflicto presupuestario prusiano
de 1862 a 1866– para que el Gobierno pueda aprobar mediante decreto el presupuesto
por no ser materialmente una ley. Tampoco hace al caso reiterar los términos del debate
acerca de si la función financiera y presupuestaria es conceptualmente autónoma o, por
el contrario, se incluye en la función legislativa. Baste con señalar que incluso quienes
defienden que no son dos funciones distintas sino especies de un género común admiten
que una y otra no se pueden identificar sin más por varias razones:

• existe un monopolio gubernamental de la iniciativa legislativa, para la elaboración de


los Presupuestos Generales del Estado, el artículo 134.1 CE sienta una excepción a la
regla general del artículo 87.1, lo que responde a la lógica de que el Presupuesto es el
instrumento o el vehículo de dirección de la política económica del Gobierno y, en
consecuencia, no debe elaborarse por otros sujetos;

• hay importantes especialidades de procedimiento para su tramitación en la


Constitución y en los Reglamentos parlamentarios: un plazo de discusión más reducido y
por imperativo constitucional de al menos tres meses; un debate muy técnico y que
prácticamente se limita a una primera lectura en el Pleno sobre las cifras globales y a la
redistribución del gasto dentro de una misma sección, una seria restricción para las
enmiendas que supongan aumentos de créditos por venir obligadas a proponer una baja
de igual cuantía en la misma sección;

• y, sobre todo, porque existe un contenido y una función constitucional específica que la
Norma fundamental (artículo 134.2 CE) atribuye a este tipo de ley, una estimación de los
ingresos y una autorización de los gastos, al tiempo que establece dos límites expresos:
crear tributos, aunque puede modificarlos si una ley tributaria sustantiva así lo prevé
(artículo 134.7), y una importante limitación temporal derivada del principio de
anualidad de los presupuestos (artículo 134.2).

De hecho, el Reglamento del Congreso de los Diputados trata el proyecto de ley de


presupuestos como una Sección en el Capítulo sobre especialidades en el procedimiento
legislativo, y el del Senado le destina un capítulo autónomo denominado procedimiento
presupuestario.

La primera jurisprudencia constitucional garantista. El Tribunal Constitucional ha


reconocido que los Presupuestos, en su sentido estricto de previsiones de ingresos y
autorizaciones de gastos, y el artículo de la ley que los aprueba integran un todo con
fuerza de ley y susceptible de control de constitucionalidad (STC 63/1986). Pero
igualmente ha admitido en muchas ocasiones la especificidad de la Ley de Presupuestos
como ley, señalando que su aprobación configura una potestad parlamentaria fruto de
una “función constitucional específica” y desdoblada de la genérica potestad legislativa.
Entre las numerosas decisiones recaídas: las SSTC 27/1981, 84/1982, 20/1985, 63/1986,
65/1987, 126/1987, 134/1987, 65/1990, 76/1992 y 195/1994.

Una práctica parlamentaria expansiva: las leyes ómnibus. Sin embargo, la práctica
parlamentaria, durante varias legislaturas ha sido progresivamente avanzar en la
consideración de la Ley de Presupuestos como un vehículo normativo ordinario. Una
“ley ómnibus” o un “coche escoba” en la que se depositaban cada vez más normas de
muy distinta naturaleza y bastante alejadas de las materias estrictamente
presupuestarias. Semejante hipertrofia del vehículo normativo hizo que la doctrina
científica criticase seriamente esta práctica, utilizando distintos argumentos. Pues
“esconder” una norma permanente dentro de una Ley anual de Presupuestos dificulta su
conocimiento por los operadores jurídicos, quienes no suelen ir a buscar el Derecho a
ese tipo de ley por su misma dimensión grandiosa, y, en consecuencia, genera graves
dosis de inseguridad jurídica o incerteza normativa. Aminora las posibilidades reales de
discusión parlamentaria de las minorías sobre las leyes por las restricciones en la
enmienda y el menor tiempo de debate. Y, cuando afecta a la legislación fiscal, puede
destruir el valor que entraña la codificación financiera y tributaria o atentar contra el
singular estatuto jurídico del contribuyente, quien parece tener derecho a unas
razonables dosis de certeza normativa frente al legislador tributario, al estar ya muy
condicionado en sus derechos y deberes por la fuerte relación de sujeción que entraña la
consideración de la relación tributaria como un deber constitucional.

Una jurisprudencia constitucional garantista: relación directa y complemento necesario.


Frente a esta forma de ejercicio de la función legislativa, se han sentado algunas
garantías constitucionales a partir de la STC 76/1992. En ella se exigió que para que
pudiera regularse legítimamente en la Ley de Presupuestos una materia distinta a su
núcleo mínimo, necesario e indisponible –previsión de ingresos y habilitación de gastos–,
era necesario que esa materia tuviera “relación directa” con los gastos e ingresos que
integran el Presupuesto, o con los criterios de política económica de los que el
Presupuesto es instrumento; y, en segundo lugar, que su inclusión estuviera justificada
por ser un “complemento necesario” para la mejor inteligencia o eficacia del propio
Presupuesto o de la política económica del Gobierno. No faltó un voto particular a la
citada STC 76/1992 suscrito por un Magistrado quien no advertía daño alguno a la
seguridad jurídica y entendía que se restringía indebidamente la potestad legislativa de
las Cortes donde la Constitución explícita e inequívocamente no lo hacía, remarcando
que los defectos de técnica legislativa no configuran un vicio de inconstitucionalidad.
Pero la doctrina científica acogió favorablemente en su inmensa mayoría este
pronunciamiento, poniendo de manifiesto la contradicción lógica que el voto particular
recogía: admitir el carácter de la Ley de Presupuestos como vehículo para la dirección
de la política económica –algo que la Constitución no dice–, y es un rasgo tácito y
claramente ampliatorio de sus contenidos, para luego por el contrario interpretar
literalmente las restricciones, y entender de manera formalista el muy comprimido
principio de seguridad jurídica. Dos años después, en la STC 195/1994, se confirmó esta
doctrina afirmando la falta de idoneidad de las leyes presupuestarias para modificar
“normas típicas de derecho codificado”, como es la Ley General Tributaria, por razones
de inseguridad jurídica. Se dijo también que el contribuyente goza de un estatuto de
derechos y deberes que debe poseer “unos razonables niveles de certeza normativa que
contrapesen las limitaciones legales al ejercicio de derechos individuales que la
Constitución autoriza” al configurar la relación tributaria como un deber constitucional.

El contenido adicional o eventual de la Ley de Presupuestos. Cabe, pues, un contenido


adicional o eventual de la Ley de Presupuestos, dentro de esos límites estrictos, relación
directa con ingresos y gastos y devenir un complemento necesario, relativo a
disposiciones propias de ley ordinaria que guarden directa relación con las previsiones
de ingresos y las habilitaciones de gasto; junto a otro contenido mínimo, y
constitucionalmente indisponible por el legislador, referido al ejercicio de la función
presupuestaria.

Leyes de acompañamiento a la Ley de Presupuestos. El problema ocasionado por esta


defectuosa forma de legislar, ya que contraviene varios de los bienes que la forma de ley
tutela –discusión parlamentaria, seguridad jurídica–, parecía haber desaparecido
durante un tiempo mediante la delimitación jurisprudencial de una función
constitucionalmente reservada a este tipo de ley. Pero numerosos contenidos similares
se están introducido en las llamadas “leyes de acompañamiento a la Ley de
Presupuestos”, que acaban por ser unas curiosas leyes modificativas de gran parte del
ordenamiento jurídico ya que incluyen en una única ley, que se tramita paralelamente a
la de Presupuestos, diversas modificaciones legislativas que deberían estar en leyes
separadas. Una forma de aprobar todo lo que queda pendiente al acabar el año. Los
sujetos políticos que aplican el sistema de fuentes manifiestan su tozudez a encerrarse
en categorías jurídicas precisas. La opinión que esta forma de legislar deba merecer en
su constitucionalidad no podría lógicamente fundarse en la idea de una función
constitucional específica para la Ley de Presupuestos, pues se trata de una ley formal,
debería dilucidarse si el daño ocasionado a la seguridad jurídica entraña un simple
defecto de técnica legislativa o un verdadero motivo de inconstitucionalidad.

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(1) Agradezco las aportaciones a esta lección de Covadonga Ferrer Martín de Vidales.

© 2023 [Editorial Aranzadi S.A.U. / Javier García Roca] © Portada: Editorial Aranzadi S.A.U.

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