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Canciones para Altair fue el último libro de poemas que publicó Rafael Alberti.

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Rafael Alberti

Canciones para Altair


ePub r1.0
Titivillus 16-01-2024

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Rafael Alberti, 1989

Editor digital: Titivillus


ePub base r2.1

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I

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Para algo llegaste, Altair, descendiste


de tu constelación en pleno día.
Nunca bajó una estrella
a enramarse del sol de los olivos,
ni la cal de los pueblos
pasó del blanco puro a ser más blanca
ni el viento de esa noche
a prolongar su canto más allá de la aurora.
Nunca se vio a una estrella a pie por los caminos,
ni pararse de pronto, detenerse,
señalando, prendiendo, iluminando
algo que no esperaba.
Para algo Altair descendió desgajándose
de su constelación aquella noche.

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Cuando abre sus piernas Altair


en la mitad del cielo,
fulge en su centro la más bella noche
concentrada de estrellas
que palpitan lloviéndose en mis labios,
mientras aquí en la tierra,
una lejana, ardiente
pupila sola, anuncia la llegada
de una nueva; dichosa,
ciega constelación desconocida.

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Llega Altair, de pronto.


Toda su magnitud de estrella arde.
Desnudada de cielo resplandece.
No es una nebulosa en la noche, perdida.
Palpable es, estrella que se toca,
que atrae con su centro incandescente.
Alto fuego volcado se consume,
se hunde en su llama. Y Altair, se esfuma.

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A veces Altair gime largo, tendida,


hincada por el viento oscuro que la envuelve,
agitada en su sima
dulce de espumas lentas que la llevan
casi a morir sin voz, para salirse
otra vez de su hondo
mar secreto, sin límite, incesante…
Una estrella Altair, latente y poderosa.

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Cómo es asible, musical, vibradora,


alta Altair, lejana de sonidos,
sabrosa a caracolas celestes, negras algas,
a salados suspiros, a rumores.
Se pueden escalar las luces que se yerguen
en sus dulces colinas, resbalando
por sus lentas caderas hacia el valle
con cadencia de río y aire en calma.
Así es Altair, si se la pulsa.

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En aquella alta noche, Altair alzó el vuelo,


esquivando tal vez (y sin tal vez) la tierra,
y a miles de millares de kilómetros,
en un oscuro hoyo,
triste, de la Vía Láctea,
halló una, aunque mínima, desconocida estrella.
Aquel bello triángulo que Altair componía
en su constelación
lo deshizo colgándose de otra,
cuyo nombre, Altair, no lo conoce nadie.
Y así, pobre Altair,
desvaneció su brillo hasta borrarse
en los atlas del cielo.

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Alta Altair, alta Altair,


despierta.
Por los cielos del cielo
hay tan sólo una estrella.
Alta Altair del cielo,
tú, tan sólo, esa estrella.

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Cuando voló Altair de su constelación


aquella noche,
una muy dulce oscura, sin oriente,
perdida golondrina,
se le anidó temblando entre las piernas,
y allí está acariciada, besada,
simulando dormir,
temerosa
de tener que volar hacia otros espacios,
pero insomne, Altair,
entre labios y manos la retiene.
Así es Altair cuando desciende, a veces, a la tierra.

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No son tus labios labios, Altair, en la noche


los que siento en los míos,
sino aquellos ocultos, secretos, en penumbra,
que beso hasta morir entre sus finos rizos,
dulces y delicados…
cuando Altair se muere de no morir… entonces.

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Se equivocó Altair aquella noche,


descendiendo veloz, y fue a caer de espaldas,
quedándose dormida
—o quién sabe, quizá fingiendo el sueño—.
Descubierta del sol,
un rayo penetrante la encendió lentamente,
hasta llegar a ser,
siempre de espaldas,
más Altair que nunca.

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Cuando Altair en una noche oscura


quiso, o intentó tal vez,
abandonar la luz secreta, misteriosa
de su serrallo, entonces
una lluvia de llanto conmovió a las estrellas
y hubo un grande lucero
que apagó su esplendor
y siguió mudo, solo, perdido ya en su órbita.

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II

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Subes del mar, entras del mar ahora.


Mis labios sueñan ya con tus sabores.
Me beberé tus algas, los licores
de tu más escondida, ardiente flora.

Conmigo no podrá la lenta aurora,


pues me hallará prendido a tus alcores,
resbalando por dulces corredores
a ese abismo sin fin que me devora.

Ya estás del mar aquí, flor sacudida,


estrella revolcada, descendida
espuma seminal de mis desvelos.

Vuélcate, estírate, tiéndete, levanta,


éntrate toda entera en mi garganta,
y para siempre vuélame a tus cielos.

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En la penumbra espero tu lamento,


tus dulces largos ayes musicales,
las temblorosas ondas corporales,
hasta desvanecerse a fuego lento.

Cuando te vas, un estremecimiento


vuelve a mis labios tus ardientes sales,
el anhelar subir tus espirales
altas colinas donde quema el viento.

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Buscaba tus colinas por el cielo,


alta Altair, mas no las encontraba,
tu insomne golondrina, que soñaba,
fuego en la noche, abierta a mi desvelo.

Oh, qué vertiginoso desconsuelo


no hallar ni estela de lo que buscaba,
las laderas, los valles, la encantada
mínima sombra ciega de mi anhelo.

¿Dónde estás, Altair, alta y perdida,


dulce tiniebla, luz desvanecida,
corona y resplandor de mis placeres?

¿Será verdad que alguna vez ardiste,


que me amaste, gozaste, que moriste,
que aún eres mi Altair, que no lo eres?

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¡Oh, soñar con tus siempre apetecidas


altas colinas dulces y apretadas,
y con tus manos juntas resbaladas,
en el Monte de Venus escondidas!

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No hagas caso, Altair,


de las murmuradoras, ciegas constelaciones,
calumniosas estrellas solitarias,
los errantes cometas
o las indefinidas oscuras nebulosas.
Tú a todos los apagas, Altair, con tu brillo,
temblor irresistible, capaz de derramarse,
bañando los ansiosos labios del universo.

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III

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Vuelve Altair, después de amargos cielos


que al fin la enneblinaron.
Vuelve, volvió la ardiente estrella desprendida,
revolcada de amor, tan devorada
que aún está aquí,
esperando volar, y aún antes de su vuelo,
pensando, imaginando, su anhelante retorno.

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Ebria de amor y música celeste


bajó Altair, aquella amante noche,
de su constelación,
volviendo de la tierra
embriagada de amor, de música y de vino.

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Te imaginé de niña, bogando en los espacios,


cándida y pura,
Altair todavía sin el alto esplendor
de más tarde en la noche callada de los cielos.
Luego bajaste, descubierta estrella de mis ojos perdidos,
cayendo sobre mí, fuego de amor,
moradora en mi sangre desde entonces.

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Las hojas caen y Altair


de una colina a otra colina
sigue a su insomne golondrina
que sólo sueña en no dormir.
Y mientras va de llama en rama
tras de su nido perseguido
de un vendaval despavorido
las hojas caen en su cama.

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Cuando Altair se esconde, se me pierde


y me llega su voz o acaso pienso
que puede ser su voz la que me llega,
entonces se me vuelve, sin verla, más tangible,
más deseada de prenderla toda,
beberla, convertirla
en estrella de agua que me inunda,
me envuelve, me deshace,
llevándome a la altura de su alta,
alta Altair perdida.

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Ven. Ven. Así. Te beso. Te arranco. Te arrebato. Te compruebo en lo oscuro, ardiente


oscuridad, abierta, negra, oculta derramada golondrina, o tan azul, de negra,
palpitante. Oh así, así, ansiados, blandos labios undosos, piel de rosa o corales
delicados, tan finos. Así, así, absorbidos, más y más, succionados. Así, por todo el
tiempo. Muy de allá, de lo hondo, dulces ungüentos desprendidos, amados, bebidos
con frenesí, amor hasta desesperados. Mi único, mi solo, solitario alimento, mi
húmedo, lloviznado en mi boca, resbalado en mi ser. Amor. Mi amor. Ay, ay. Me
dueles. Me lastimas. Ráspame, límame, jadéame tú en mí, comienza y recomienza,
con dientes y garganta, muriendo, agonizando, nuevamente volviendo, falleciendo
otra vez, así por siempre, para siempre, en lo oscuro, quemante oscuridad, uncida
noche, amor, sin morir y muriendo, amor, amor, amor, eternamente.

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Frenética Altair, desesperada y bella,


prolongado temblor cuando desde la altura
anhelada y abierta desciende a los abismos,
creando allí los orígenes
perdidos del lamento,
de los ayes sin fin,
los en sombra suspiros,
los sin retornos ecos,
ese inicial idioma,
imposible, Altair,
de dejar de escuchar, lejos, a la distancia.

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A distancia te huelo,
Altair, te respiro,
potro celeste en órbitas los ojos,
fuego hacia ti que abierta te me ofreces,
oscuro, extraño vaho que me enerva
y lo llevo a distancia para olerte, Altair,
y retornar de nuevo a respirarte.

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Cuando Altair se fue ya entrada la mañana,


las rosas rojas que con ella trajo,
encendidas de noches altas y amaneceres,
daban mudos indicios, aunque lentos,
tristes, de marchitarse.
Después de su llorosa, acongojada,
solitaria partida,
alguien bañó las flores en agua nueva y dulce,
y aquí están encendidas y otra vez rosas rojas,
abiertas, esperando.

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RAFAEL ALBERTI (El Puerto de Santa María, 16 de diciembre de 1902-El Puerto
de Santa María, 28 de octubre de 1999). Obtuvo el Premio Nacional de Literatura con
su primer libro de poesía, Marinero en tierra (1925). Entre su extensa obra poética
cabe destacar Cal y canto, Sobre los ángeles, Sermones y moradas, Entre el clavel y
la espada, Retornos de lo vivo lejano, A la pintura, Roma, peligro para caminantes,
Desprecio y maravilla, Fustigada luz, Versos sueltos de cada día. Autor de los tres
volúmenes de memorias titulados La arboleda perdida, así como de Imagen primera
de…, y de numerosas obras teatrales. Obtuvo el Premio Lenin de la Paz y el Premio
Cervantes en 1983. Rafael Alberti ha llenado con sus versos las páginas más
importantes de la poesía contemporánea y recorrido todas sus estaciones.

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