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Mucho se ha hablado sobre la Asignación Universal por Hijo, aunque poco se ha dicho de lo

que sucede con esta medida en el marco de un país federal y atendiendo al proceso histórico,
es decir, a los últimos 100 años de la historia argentina. En este sentido, la medida se sitúa en
el marco de un nuevo paradigma que en la política social de infancia se está gestando desde
inicios del siglo XXI, especialmente del 2003 en adelante: el paradigma de la “protección
ampliada” de la infancia.

Durante todo el siglo XX y hasta hoy han convivido en la política social los paradigmas de la
“situación irregular”, de la “normalización” y lo que denomino la “protección restringida” de la
infancia. Cada uno de ellos trae consigo una determina definición de infancia, de la cuestión
social y un tipo de políticas particular, manifestándose esto en la fisonomía del Estado, y en el
bienestar y calidad de vida de los ciudadanos, especialmente de la infancia.

El paradigma de la “situación irregular” tuvo lugar a inicios del siglo XX en un contexto de


conformación del Estado-Nación, bajo un sistema político restringido y oligárquico, y una
tendencia internacional de corte positivista y medicalización de los problemas sociales.

Bajo este enfoque, por ejemplo, en 1919 se sancionó la Ley de Patronato o “Ley Agote”
inaugurando el desarrollo de las políticas de minoridad. Allí se considera al niño pobre como
una amenaza o patología individual y objeto de tutela del Estado, a ser atendido focalmente por
instituciones especializadas para su tratamiento. La función distributiva del Estado se volvió
tangible en la creación y refuerzo de instituciones como los Tribunales de menores, los
Consejos de Minoridad, la seguridad y las transferencias de ingresos a instituciones privadas
o estatales (hogares y casas del niño, orfanatos, tribunales). El concepto de “niño pobre” como
“amenaza” se profundizó en los ‘70 y se observa aún hoy en los debates de imputabilidad o no
de los menores.

A mediados del siglo XX, el paradigma de la “normalización” de la infancia se constituyó en el


marco de un Estado nacional-popular, basado en la industrialización sustitutiva de
importaciones y centrado en los derechos sociales del trabajador. Bajo este enfoque se
consideraba al niño como menor “a formar” y a ser sociabilizado por dos instituciones troncales:
la familia y la educación. Esta postura planteó políticas claramente más distributivas, como
servicios de acceso universal, y se garantizaron los derechos a seguridad social a las familias
obreras, desarrollándose, por ejemplo, las asignaciones familiares.

No obstante, al partir de una visión de infantilización y pedagogización de la infancia, su


visión era adultocéntrica, apta quizá para el modelo de familia tradicional nuclear de aquel
entonces, pero no para hoy, cuando existen múltiples formas de familia, gran parte de las
mujeres trabajan, donde hay distintas “infancias” y la misma es sociabilizada ya no sólo por la
familia, la escuela y el grupo de pares, sino también por los medios de comunicación y las
nuevas tecnologías, entre otros aspectos. Esta mirada adultocéntrica aún presente no hizo
efectivo el pleno ejercicio del derecho a la participación de los niños y adolescentes.

El paradigma de la “protección restringida” tiene lugar a fines del siglo XX, en la combinación
que se produce entre la aprobación de la Convención Internacional de los Derechos del
Niño (CIDN) en 1989 y las políticas neoliberales de los ‘90. Hace un uso retórico y particular
del enfoque propuesto por la doctrina de la protección y promoción de los derechos de infancia
propuesta por la CIDN, y se lo combina con una visión gerencialista, sin visos sobre la
realidad local. Se recluye, nuevamente, a su mínima expresión la función distributiva del
Estado y se promueve la privatización, focalización y descentralización de la política
social y particularmente de infancia, pasando a estar gran parte de la misma a cargo de los
niveles subnacionales y desligándose en este proceso la Nación de su rol como nivelador de
inequidades en el marco de un país federal.

Desde inicios del siglo XXI se está gestando un nuevo paradigma en la política social argentina,
que porta una nueva concepción de lo considerado justo en la infancia, y en las consiguientes
políticas que lo acompañan. Y ello comienza a tener reflejo en la estructura institucional del
Estado, en sus diversos niveles de gobierno y en la calidad de vida de la población.

Bajo el nuevo paradigma, y luego de los procesos descentralizadores, privatizadores y


focalizadores de la política social iniciados en los ‘70 y profundizados en los ‘90, desde inicios
del siglo XXI la Nación está recuperando su rol indelegable como nivelador de inequidades en
un país federal, con una clara apertura de políticas históricamente sectoriales y para unos
pocos y con la posibilidad de articular programas, al ser estos más amplios y consistentes, y
por ende, redundando en una mejor asignación de recursos.

La Asignación Universal por Hijo es una de las medidas que acompañan este nuevo paradigma
pero también hay otras. Manifiestan un cambio en el alcance de la función distributiva del
Estado la sanción de una nueva ley de educación nacional y en las provincias, el Plan Nacer en
materia de salud, la sanción de la ley nacional de protección y promoción de los derechos del
niño y derogación de la ley de patronato de 1919, la restitución de los Consejos de Salarios y la
moratoria jubilatoria, la asignación por maternidad, entre otras.

La desigualdad social y geográfica sigue constituyendo una problemática estructural, la cual no


escapa a la realidad del resto de América latina: 6 de cada 10 niños hasta 17 años pertenece a
los dos quintiles más pobres de la población, que concentran menos del 14 por ciento del total
de ingresos producidos en el país. Por ello, es imprescindible reflexionar atendiendo al proceso
histórico argentino en el cual se inscribe la Asignación Universal por Hijo. Sobre todo, para no
volver atrás y mejorar de manera continua el nuevo paradigma que se está gestando

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