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GRISELDA

POLLOCK
DIFERENCIANDO
EL CANON
El deseo feminista
y la escritura de las
historias del arte
GRISELDA POLLOCK

Griselda Pollock es profesora emérita


de Historias Sociales y Críticas del Arte
en la Universidad de Leeds, Reino Unido.
Considerada una de las académicas
más innovadoras que escriben sobre
arte moderno y contemporáneo, en
marzo de 2020 fue galardonada con el
Premio Holberg en reconocimiento a sus
cincuenta años de investigación feminista
y poscolonial en historia del arte, estudios
cinematográficos y análisis cultural. Su
libro más reciente es Killing Men and
Dying Women: Imagining Difference in
1950s New York Painting (2022).
GRISELDA
POLLOCK
DIFERENCIANDO
EL CANON
El deseo feminista
y la escritura de las
historias del arte
Traducción de Francisco López
Martín y Ana Useros Martín
colección

Título original: Differencing the Canon. Feminist Desire and the Writing of Art's Histories
Publicado originalmente por Routledge en 1999, 1ª edición (ISBN 9780415067003),
autoría/edición de Griselda Pollock © 1999 Griselda Pollock

Edita:
Producciones de arte y pensamiento SL
C/ Juan de Iziar, 5 • 28017 Madrid (España)
Telf.+34 914049740
www.exitmedia.net

© Del texto, Griselda Pollock, 1999


© De la traducción al castellano, Francisco López Martín y Ana Useros Martín, 2022
© De la presente edición, Producciones de arte y pensamiento SL, 2022

ISBN: 978-84-120832-8-6
Depósito legal: M-15264-2022

Editor: Clara López


Editora adjunta: Marta Sesé
Revisión y corrección: Juan Albarrán, Jorge Van den Eynde, Clara López, Marta Sesé
Diseño gráfico: Jaime Narváez
Impresión: Kadmos

Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reimpresa o
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Se ha hecho todo lo posible por contactar a todos los titulares de los derechos de autor.
La editorial se compromete a modificar/subsanar en futuras ediciones cualquier error u
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Esta obra ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Cultura y Deporte
7

DIFERENCIANDO EL CANON

En esta importante obra, la renombrada historiadora del arte Griselda Pollock


interviene de modo apasionante en un debate que se sitúa en el centro mismo
de la historia feminista del arte: ¿hay que rechazar, substituir o reformar el ca-
non tradicional de los “Maestros antiguos”? ¿Qué “diferencia” pueden estable-
cer las “intervenciones feministas en las historias del arte”? ¿Debemos limitarnos
a rechazar la sucesión exclusivamente masculina de “grandes artistas” en favor
de una letanía exclusivamente femenina de heroínas artísticas? ¿O debemos
desplazar las presentes demarcaciones de género y permitir que las ambigüedades
y complejidades del deseo configuren nuestras interpretaciones del arte?
Diferenciando el canon se mueve entre relecturas feministas de los maes-
tros modernos canónicos —Vincent van Gogh, Henri de Toulouse-Lautrec y
Édouard Manet— y las artistas “canónicas” de la historia feminista del arte,
Artemisia Gentileschi y Mary Cassatt. Griselda Pollock evita tanto una crítica
sin matices de los cánones masculinos como una celebración incondicional de
las mujeres artistas. Recurre al psicoanálisis y a la deconstrucción para examinar
las “inscripciones en lo femenino”, y se pregunta cuáles pueden ser los signos
de la diferencia en una obra de arte realizada por un artista que es “una mujer”.
Pollock sostiene que para entender la diferencia como algo más que el bi-
narismo patriarcal de Hombre/Mujer debemos reconocer las diferencias entre
mujeres que quedan configuradas por las jerarquías racistas y coloniales de la
modernidad. Pollock recupera el precepto de Gayatri Spivak, según la cual
siempre debemos preguntarnos “¿Quién es la otra mujer?”, y explora cuestio-
nes relativas a la sexualidad y la diferencia cultural en representaciones del arte
moderno de mujeres negras como Laure en Olympia de Manet y en la obra de
la artista contemporánea Lubaina Himid.

Griselda Pollock es profesora emérita de Historias Sociales y Críticas del Arte


en la Universidad de Leeds, Reino Unido. Considerada una de las académicas
más innovadoras que escriben sobre arte moderno y contemporáneo, en marzo
de 2020 fue galardonada con el Premio Holberg en reconocimiento a sus cin-
cuenta años de investigación feminista y poscolonial en historia del arte, estu-
dios cinematográficos y análisis cultural. Su libro más reciente es Killing Men
and Dying Women: Imagining Difference in 1950s New York Painting (2022).
Para Sarah Kofman
Que su recuerdo sea una bendición
Lista de ilustraciones 15
Nuevo prefacio para la edición española 19
Prefacio 25
Agradecimientos 31

parte i
Quemando el canon 33

1 Sobre los cánones y las guerras culturales 35


Modelos teóricos para la crítica del canon: ideología y mito 39
Estructuralmente, ¿qué es el canon? 43
La inversión psicosimbólica en el canon o el infantilismo ante los artistas 48

2 Diferenciando: el encuentro del feminismo con el canon 59


Tres posiciones 59
Sobre la diferencia y la différance 68
Pensar acerca de mujeres… artistas 73

parte ii
Leyendo a contrapelo: leer buscando… 79

3 La ambivalencia del cuerpo materno: re/dibujar a Van Gogh 81


Mujeres agachadas 83
En un estudio detrás de la vicaría de Nuenen 87
Sexualidad y representación 93
¿De qué están hablando en realidad? 96
Clase, sexualidad y animalidad 99
Freud, Van Gogh y el Hombre de los Lobos: Mater y niñera 101
¿Quién está viendo a la madre de quién? El deseo feminista y el caso de Van Gogh 106

4 Padres del arte moderno: Madres de la invención:


Levantando una pierna ante Toulouse-Lautrec 112
Llegada tardía y marcha prematura 112
Humillación y deseo: los registros de la diferencia sexual y social 115
Admirando a papá 118
Cuando lo pequeño no basta 125
¿El Falo perdido de quién? ¿Quién es el falo? ¿Qué hay en los guantes? 127
Deconstruir el derrière: lo otro físico 132
Mujeres amantes 139
Conclusiones 143

parte iii
Heroínas: situando a las mujeres en el canon 149

5 La heroína y la creación de un canon feminista:


las representaciones de Susana y Judit de Artemisia Gentileschi 151
¿Ver a la artista o leer la imagen? 152
El feminismo y la historia del arte: ¿qué mujeres? 153
Susana y los viejos 159
Trauma, memoria y el alivio de la representación 165
Decapitación o castración: Judit decapitando a Holofernes 175

6 Mitologías feministas y madres perdidas: Virginia Woolf,


Charlotte Brontë, Artemisia Gentileschi y Cleopatra 192
Un mito feminista del siglo xx: la creatividad asesinada y el cuerpo femenino 192
El encuentro de Lucy Snowe y Cleopatra: la lectora feminista resistente
y el cuerpo femenino 196
Madres perdidas: inscripciones en lo femenino: Cleopatra 204
Coda: escenas de violación y Lucrecia 229
7 Venganza: Lubaina Himid y la construcción de nuevas narrativas
para nuevas historias 242
¿Una venganza feminista y poscolonial contra el canon? 242
Sobre algunos cuadros de Venganza 248
Pintura histórica 264
Sobre duelo y melancolía 267
Pacto versus terrorismo 270

parte iv
¿Quién es el otro? 281

8 Algunas cartas sobre feminismo, política y arte moderno:


cuando Edgar Degas compartió espacio con Mary Cassatt en la
Exposición en beneficio del Sufragio, Nueva York, 1915 283
Carta i: Sobre la cuestión de yo y no-yo 283
Carta ii: Sobre el otro social 297
Carta iii: Sobre la jouissance del otro 312
Carta iv: Sobre la mortalidad del otro 318
Carta v: Sobre la exposición con el otro 323

9 Historia de tres mujeres: ver en la oscuridad, ver doble,


como mínimo, con Manet 337
Introducción: Laure, Jeanne y Berthe 337
Berthe 350
Jeanne 354
Laure 374
Conclusiones 409

Epílogo 422
Bibliografía 423
Índice analítico 435
Lista de ilustraciones 15

1.1. Johan Zoffany, La tribuna de los Uffizi


1.2. Faith Ringgold, Bailando en el Louvre
1.3. Richard Samuel, Nueve musas vivientes
2.1. Adelaide Labille Guiard, Autorretrato con dos alumnas
2.2. Angelica Kauffmann, Diseño
2.3. Edmonia Lewis
3.1. Vincent van Gogh, Mujer campesina encorvada, vista desde atrás
3.2. Tarjeta postal con cubiertas de libros
3.3. Jean-François Millet, Las espigadoras
3.4. Jules Breton, La retirada de las espigadoras
3.5. Jules Breton, La cosecha de semillas de amapola
3.6. Camille Pissarro, Bocetos de campesina agachada
3.7. Camille Pissarro, Cuatro bocetos de mujeres desnudas agachadas
3.8. Ernest-Ange Duez, Esplendor
3.9. Jules Breton, La espigadora
3.10. Jules Breton, El ocaso
4.1a. Condesa Adèle Tapié de Céyleran de Toulouse-Lautrec
4.1b. Henri de Toulouse-Lautrec
4.1c. Conde Alphonse de Toulouse-Lautrec
4.2. Henri de Toulouse-Lautrec, Retrato de Adèle de Toulouse-Lautrec
4.3. Henri de Toulouse-Lautrec, Inspección médica en la Rue des Moulins
4.4. Conde Alphonse de Toulouse-Lautrec vestido de escocés
4.5. Henri de Toulouse-Lautrec, boceto de Jane Avril en el Jardin de Paris
4.6. Henri de Toulouse-Lautrec, Compañía de baile de Mademoiselle Eglantine
4.7. Compañía de baile de Mademoiselle Eglantine
4.8. Henri de Toulouse-Lautrec, Los guantes de Yvette Guilbert
4.9. Henri de Toulouse-Lautrec, Yvette Guilbert
4.10. Yvette Guilbert
4.11. Henri de Toulouse-Lautrec, boceto de Moulin-Rouge: La Goulue
4.12. Henri de Toulouse-Lautrec, Chocolate bailando
4.13. Henri de Toulouse-Lautrec en una barca con Viaud
4.14. Henri de Toulouse-Lautrec con su madre, la condesa Adèle de
Toulouse Lautrec, en Malromé
5.1. Pierre Dumoustier Le Neveu, La mano de Artemisia Gentileschi
sosteniendo un pincel
5.2. Artemisia Gentileschi, Susana y los viejos
5.3. Jacob Jordaens, Susana y los viejos
5.4. Artemisia Gentileschi, Judit decapitando a Holofernes, 1612-1613
5.5. Artemisia Gentileschi, Judit decapitando a Holofernes, ca.1620
5.6. Michelangelo Merisi da Caravaggio, Judit decapitando a Holofernes
5.7. Orazio Gentileschi, Judit y su doncella Abra con la cabeza de Holofernes
6.1. Man Ray, Virginia Woolf
6.2. Hans Mackart, La muerte de Cleopatra
6.3. Edouard de Bièfve, La almeh
6.4. William Etty, La llegada de Cleopatra a Cilicia
6.5. Angelica Kauffmann, Cleopatra adornando la tumba de Marco Antonio
6.6. Edmonia Lewis, La muerte de Cleopatra
6.7. Artemisia Gentileschi, Cleopatra, 1621-1622
6.8. Giorgione, Venus dormida
6.9. Detalle de Artemisia Gentileschi, Cleopatra
16 Diferenciando el Canon

6.10. Artemisia Gentileschi, Cleopatra, principios de la década de 1630


6.11. Artemisia Gentileschi, Lucrecia
6.12. Rembrandt van Rijn, Lucrecia
6.13. Tiziano, Tarquinio y Lucrecia
7.1. Lubaina Himid
7.2. Lubaina Himid, Entre las dos se equilibra mi corazón
7.3. James Tissot, El astillero de Portsmouth
7.4. Lubaina Himid, Acto primero sin mapas
7.5. Mary Cassatt, En el palco
7.6. Lubaina Himid, Cinco
7.7. Ernst Kirchner, Bohemia moderna
7.8. Dos mujeres en un café
7.9. Man Ray, Gertrude Stein y Alice B. Toklas
7.10. Cecil Beaton, Gertrude Stein y Alice B. Toklas
7.11. Jan Victors, Ruth y Noemí
8.1. Theodate Pope, Mary Cassatt leyendo
8.2. Louisine Havemeyer como sufragista
8.3. Mary Cassatt, Joven madre cosiendo
8.4. Sonia Boyce, Hablan las mayores
8.5. Mary Cassatt, Louisine Havemeyer y su hija Electra
8.6. Elisabeth Vigée-Lebrun, Autorretrato con su hija Julie
8.7. Mary Cassatt, La carta
8.8. Johannes Vermeer, Mujer escribiendo una carta
8.9. Mary Cassatt, En el ómnibus
8.10. Mary Cassatt, La prueba
8.11. Edgar Degas, Las pequeñas sombrereras
8.12. Mary Cassatt, Mujer lavándose
8.13. Mary Cassatt, El beso de la madre
8.14. Mary Cassatt, La caricia maternal
8.15. Mary Cassatt, Leyendo Le Figaro
8.16. Mary Cassatt, Retrato de Katherine Kelso Cassatt
8.17. Fotografía de cuadros y pasteles de Mary Cassatt
8.18. Fotografía de cuadros y pasteles de Edgar Degas
8.19. Detalle de Mary Cassatt, Joven madre cosiendo
9.1. Berthe Morisot
9.2. Édouard Manet, Reposo
9.3. Berthe Morisot
9.4. Édouard Manet, El balcón
9.5. Édouard Manet, La amante de Baudelaire en un diván, óleo sobre lienzo
9.6. Édouard Manet, Mujer tendida con vestido español
9.7. Édouard Manet, La sultana
9.8. Caricaturas de El reposo en el Salón de 1873
9.9. Édouard Manet, Berthe Morisot con sombrero, de luto
9.10. Detalle de Gustave Courbet, El estudio del artista
9.11. Charles Baudelaire, Jeanne Duval
9.12. Fotografía de trabajadoras en la casa número 2 de la rue de Londres
9.13. Édouard Manet, La amante de Baudelaire en un diván, acuarela
9.14. Detalle de Manet, La amante Baudelaire en un diván
9.15. Édouard Manet, Retrato de Laure
9.16. Édouard Manet, Niños en el Jardín de las Tullerías
Lista de ilustraciones 17

9.17. Édouard Manet, Olympia


9.18. Instantánea de Imitación a la vida
9.19. Detalle de Manet, Olympia
9.20. Jean-Marc Nattier, Mademoiselle Clermont en el baño
9.21. Paolo Veronese, Judit con la cabeza de Holofernes
9.22. Jean Jalabert, Odalisca
9.23. Léon Benouville, Esther
9.24. Eugène Delacroix, Mujeres de Argel
9.25. Jean-Léon Gérôme, El baño moruno
9.26. Frédéric Bazille, Africana con peonías
9.27. Marie-Guillermine Benoist, Retrato de una africana
9.28. Máscara mortuoria de Saartjie Baartmann
9.29. Caricaturas de Olympia en el Salón de 1865
Julie Manet
Julie Manet después de casarse
19

NUEVO PREFACIO PARA LA EDICIÓN ESPAÑOLA

Escribí este libro, Diferenciando el canon, en la década de 1990, y lo publiqué


veinte años después de haber completado junto con Rozsika Parker Maestras
antiguas: mujeres, arte e ideología. Rosie Parker y yo habíamos hecho una inter-
vención específica en el emergente proyecto feminista en el arte y la historia del
arte. No solo aspirábamos a hacer que las mujeres artistas fuesen plenamente
conocidas como parte de una historia inclusiva del arte. Queríamos identificar
un problema estructural, al que ahora llamamos sexismo estructural e institu-
cional, que, como el racismo o la homofobia estructurales e institucionales,
no va a responder a peticiones educadas para que cambie de actitud. Tras los
movimientos Black Lives Matter y MeToo, incluso la prensa y la sociedad en
general empezaron a admitir que el problema va más allá de los individuos o
de la ignorancia. La palabra canon denomina los relatos oficiales del arte o de
la historia que pre-configuran nuestro conocimiento del pasado, del presente y
nos designa como miembros de una sociedad cuyas historias e historias del arte
son selectivas y exclusivas. A diferencia de Linda Nochlin, quien sostenía que
la discriminación institucional en el pasado había impedido a las mujeres y a
muchas otras minorías obtener una formación y un reconocimiento artísticos
como artistas profesionales, Rosie Parker y yo demostramos que las estructuras
más profundas —el lenguaje o la terminología crítica para el elogio y la evalua-
ción del arte, las categorías que se convierten en jerarquías de valoración y las
iconografías y representaciones del género y de la sexualidad repetidas por las
artes plásticas— producen continuamente, aquí y ahora, las diferencias canó-
nicas. Esos hábitos canónicos, que se repiten performativamente en la Historia
del Arte presentada por los museos y enseñada y escrita por los historiadores del
arte, son tan profundos y estructurales que se han vuelto invisibles.
En 2020 me concedieron el premio Holberg por mi larga trayectoria de crea-
ción de historias del arte feministas, postcoloniales, queer, internacionales y so-
ciales. Realicé numerosas entrevistas y la pregunta más frecuente era: ¿han mejo-
rado las cosas? En algunos aspectos menores pude decir que sí. Pero en muchos
otros hube de responder que no. En 2019, Julie Halperin y Charlotte Burns
(https://news.artnet.com/womens-place-in-the-art-world/female-artists-repre-
sent-just-2-percent-market-heres-can-change-1654954) hicieron y publicaron
una investigación sobre artistas contemporáneas en el mercado del arte. Des-
cubrieron que en 2019 las ventas en subasta de obras de mujeres representaron
menos del 2% de los 196.600 millones de dólares del comercio del arte. De
20 Diferenciando el Canon

ese minúsculo 2%, el 40,7% se gastó en solo cinco artistas: Yayoi Kusama,
Joan Mitchell, Louise Bourgeois, Georgia O’Keeffe y Agnes Martin. Cuatro
son estadounidenses y solo una es asiática. ¿Por qué esas artistas son ahora in-
versiones seguras? ¿Cuántos argumentos feministas se necesitaron para llamar
la atención sobre ellas para ser después olvidados por resultar demasiado “polí-
ticos” cuando esas artistas escogidas se convirtieron en inversiones seguras? El
mercado del arte está en auge, en un momento en el que banqueros e inversores
descubren un ámbito completamente nuevo para sus prácticas especulativas,
creando vastos museos ocultos e invisibles en puertos libres de impuestos en
todo el mundo, dotados con unos medios de conservación del máximo nivel y
salas de exposición para hacer los tratos comerciales. Sin embargo, la jerarquía
de género y el sistema de valores excluyente que las feministas identificamos y
contra el que protestamos durante cincuenta años no solo sigue en pie, sino
que se ha consolidado en los más crudos términos económicos.
Esta estremecedora revelación confirma que el problema no consiste en una
posible falta de conocimiento acerca de que las mujeres siempre han creado
arte codo a codo con los hombres en todas las épocas y sociedades y de tantas
maneras distintas. Nos enfrentamos a un sistema todavía activo que produce
continuamente un canon masculinizado, permite brillar a unas pocas excep-
ciones y deja que la gran mayoría de las artistas trabajen en un olvido relativo
o con una seguridad económica limitada. Peor aún, nos privan del mundo tal
como se ve con la compleja diversidad que los artistas nos revelan.
En Diferenciando el canon he explicado lo que es un canon, cómo se forma y
cómo se enfrentan las historiadoras feministas del arte a sus diferentes efectos.
En un plano más profundo, mi gran pregunta era: ¿qué mantiene en su lugar
al canon? ¿Por qué es tan resistente? ¿Quién desea esta versión de nuestra iden-
tidad cultural, que ahora vemos inscrita en la versión más grosera del sistema
de inversión capitalista? También examiné los efectos del canon en los inten-
tos realizados por las historiadoras feministas del arte de desafiar las versiones
canónicas exclusivamente masculinas, blancas y heterosexuales de las historias
del arte. ¿Qué influencia tiene el canon en los proyectos feministas? ¿Cómo
deforma nuestra imaginación con la tentación de crear heroínas para contra-
rrestar la denigración sistemática y la constante infravaloración de la creati-
vidad de las mujeres? Las intervenciones feministas en la historia del arte no
son operaciones de rescate de artistas olvidadas. De hecho, necesitamos hacer
la investigación. En los últimos cincuenta años se han hecho numerosos y va-
liosos trabajos por parte de brillantes historiadoras feministas del arte que han
Nuevo prefacio para la edición española 21

descubierto archivos, han publicado documentos y han recopilado las obras de


artistas como Sofonisba Anguissola y Artemisia Gentileschi, ambas reconoci-
das en la actualidad con exposiciones en los museos más importantes, como el
Museo Nacional del Prado en Madrid o la National Gallery en Londres. Sin
embargo, existe el peligro de reproducir las formas mismas de historia del arte
que son sistemáticamente sexistas y, de hecho, indiferentes a una comprensión
real de determinaciones y condiciones sociales que moldean y sustentan crea-
tividades diversas.
En este libro propuse dos conceptos: el deseo feminista y la diferenciación
del canon. Por una parte, yo deseo —en el plano de una necesidad psicológica
profunda, necesaria para ser una persona que se nombra mujer— que se me
ofrezca un mundo que dé acomodo y celebre la(s) diferencia(s). Yo deseo enten-
der la complejidad de las masculinidades, las feminidades, las sexualidades, los
cuerpos, las psiques, las diversidades vividas, en lugar de que se me ofrezca el
modelo uniforme, blanco, patriarcal, masculinista, heterocrático e “indiferen-
te” de la clase privilegiada, con la sexualidad de género como la norma humana.
Eso no supone defender a las mujeres como artistas, ya que las mujeres tampo-
co son una entidad homogénea. El trabajo feminista es interrogar la diferencia,
ser sensible a sus significados y valores, leer las obras de arte buscando en ellas
el proceso de diferenciación de las normas dadas, las iconografías heredadas, las
formas socialmente sancionadas de ser una persona dentro de la diversidad de
clase, raza, género y capacidad.
Este libro es la demostración de una práctica feminista de lectura del arte
con un deseo de comprender que destroza las jaulas de la comprensión modela-
das por los patriarcados racistas y capitalistas. Es un manifiesto metodológico y
una demostración de una práctica feminista que siempre tiene que cuestionarse
a causa de los inevitables puntos ciegos. Incluye dos capítulos sobre artistas
que son hombres, con los que se argumenta que las interpretaciones feministas
también pueden reconfigurar la idealización y la heroización de los artistas
masculinos llevada a cabo por el canon. A continuación, hago una demostra-
ción de otra intervención feminista: escapar a las limitaciones de las estrictas
cronologías de la historia del arte. Establezco un diálogo entre el desafío radi-
cal y la brillante participación de Artemisia Gentileschi en los compromisos
del barroco con relatos de intenso dramatismo y complejidad psicológica, y
una artista negra británica contemporánea, Lubaina Himid, cuya serie de cua-
dros titulada Venganza evoca los dramas y mascaradas del siglo xvii creadas en
las monarquías absolutistas emergentes de esa época, que fue también la del
22 Diferenciando el Canon

momento inicial de los proyectos coloniales europeos y el comercio de esclavos.


Procesos que configuraron la herencia africana y experiencia actual de Himid
como mujer negra en la Europa occidental. La última sección del libro se ins-
pira en la agonía de los artistas negros y específicamente de las artistas negras, y
en la invisibilidad de sus deseos en una historia del arte que ha sido tan estruc-
turalmente racista como sexista.
Diferenciando el canon supone un autocuestionamiento continuo: ¿qué es
lo que no estoy viendo? ¿Qué clase de recursos teóricamente enriquecidos y
ampliados necesitamos para reconocer lo que nos deja ciegos y sordos ante un
mundo de una injusticia tan lacerante? Me baso en ideas psicoanalíticas, según
las cuales el sujeto humano es un agente racional, auto-consciente y éticamente
responsable de sus propias acciones y un sujeto escindido en su interior y pre-
determinado por un inconsciente, un depósito de arcaicas e infantiles pulsiones
y angustias, deseos prohibidos y odios intensos, un sujeto formado por el narci-
sismo y el miedo al otro, así como impulsado por deseos que no pueden satisfa-
cerse. Esta comprensión de la mente como psique, uno de los mayores aportes
del siglo xx, se desarrolló al mismo tiempo que las teorías estructuralistas del
lenguaje, las tesis de Albert Einstein sobre la relatividad y el universo físico, la
comprensión materialista de la memoria y la imaginación elaborada por Henri
Bergson o el cuestionamiento del Ser propuesto por Edmund Husserl. No es
una tesis excéntrica, sino parte del rico abanico del pensamiento moderno. Lo
he empleado de manera crítica, porque tiene también su propia exclusividad y
su masculinismo, pero es una herramienta vital para el análisis feminista.
Por último, al volver la vista atrás a la altura de 2021, cuando este libro está
a punto de cobrar una nueva vida en su maravilloso idioma y su exquisita cul-
tura, quiero señalar que lo que todos mis libros tienen en común es la creación
de conceptos, conceptos feministas, con los que pensar como feminista: Maes-
tras antiguas, Visión y diferencia, Gender and the Colour of Art, Generations and
Geographies in the Visual Arts y Diferenciando el canon. El más reciente y todavía
en circulación es Encuentros en el museo feminista virtual.
El proyecto continúa, explorando el pasado y recurriendo a todos los con-
ceptos con los que seguir cuestionando y desafiando un mundo que no puede
abarcar toda la complejidad y diversidad de la creatividad humana y, por en-
cima de todo, atendiendo a la importancia creativa de la “diferencia” como
un principio que mejora el mundo, no como una categoría que nos divide en
jerarquías, ahoga nuestras voces y niega nuestras contribuciones a una transfor-
mación conjunta de sistemas opresores. La historia del arte parece estar alejada
Nuevo prefacio para la edición española 23

de las luchas de muchos para vivir, para llevar una vida soportable, para vivir
con dignidad humana, pero no es así, aunque realice su tarea entre las elites de
los museos y la economía cultural.
Diferenciando el canon forma parte de mi débil lucha para pensar, imaginar
y enseñar. Espero que este texto goce de buena fortuna en su nueva lengua y
espero que quienes lo lean encuentren en sus páginas recursos para su propia
lucha y su propio pensamiento. Las grandes luchas y alianzas inscritas en el
pensamiento postcolonial, queer, feminista, internacional y social en la historia
del arte, la producción artística y los análisis culturales siguen siendo urgentes,
todavía más en unos momentos en que nuestro mundo destruye el planeta con
la misma indiferencia hacia todo lo que no sea el beneficio económico que im-
pera en el mercado actual del arte. Como dijo Hannah Arendt, pensar y pensar
juntos para hablar y actuar juntos es nuestra obligación. Doy las gracias a los
editores y, en especial, a mis traductores por su trabajo para lograrlo.

Griselda Pollock,
Leeds, 2021
25

PREFACIO

Este libro plantea la pregunta “¿Qué es el canon?” desde una perspectiva fe-
minista, explorando los problemas que la canonicidad plantea a las interven-
ciones feministas en el campo de las historias del arte, desde el punto de vista
de la exclusividad del canon y también de las interpretaciones y metodolo-
gías canónicas. La existencia de un único criterio de valor artístico, absoluto
y transhistórico, encarnado por el artista excepcional, ejemplar, representativo
y universalista —una cuestión que siempre forma parte del encuentro del fe-
minismo con el relato del arte occidental que ha institucionalizado la historia
del arte museística, especializada y publicada— ha planteado problemas teó-
ricos e historiográficos de primer orden. ¿Cómo podrían diferentes narrativas,
modelos o identidades intervenir en lo que por lo general se acepta como la
historia del arte sin limitarse a confirmar el juego interminable de lo Uno y su
Otro? ¿Puede la diferencia de lo “femenino” establecer una diferencia con lo
que aprendemos del pasado cultural? ¿Podemos eludir el idealizado Relato de
los Grandes Hombres sin anhelar a las Mujeres Heroicizadas?
Desde 1971, cuando Linda Nochlin propuso por primera vez la idea de que
“la cuestión de la mujer” trascendía el hecho de poner las cosas en su lugar rein-
corporando a algunas “maestras antiguas”, las feministas se han esforzado en llevar
a cabo un cambio de paradigma en la conceptualización de los relatos culturales y
las prácticas artísticas que, para Nochlin, era la posibilidad y la responsabilidad del
feminismo. Yo soy un producto de ese momento de audacia intelectual y renaci-
miento político que se produjo en la década de 1960 y cuyo resultado, por primera
vez en la historia, sería un número y una densidad suficiente de mujeres dentro de
la academia y en profesiones relacionadas con ella, no con el mero objeto de dar
lugar a un incremento en cifras simbólicas, sino de crear una revolución teórica y
cultural que ha remodelado todas las disciplinas y las prácticas a las que ha llegado.
Desde que el feminismo y mi interés académico en la historia del arte chocaron
por primera vez, las cuestiones relativas a los motivos por los que las mujeres y el
arte se contraponen en la cultura moderna y al modo de interrogar esa estructura
discursiva e ideológica ha modelado el trabajo que he realizado tanto dentro de la
historia del arte como contra ella. En este libro, que puede leerse como una vuelta
al territorio historiográfico y teórico que cartografié por primera vez junto a Roz-
sika Parker en Maestras antiguas: mujeres, arte e ideología (publicación original de
1978-1981, traducción al español de 2021), propongo una doble estrategia. Va-
liéndome del prisma teórico del pensamiento feminista contemporáneo, interpreto
26 Diferenciando el Canon

estudios de caso selectos, casi todos ellos procedentes del primer arte moderno eu-
ropeo, e interrogo representaciones visuales de ese momento histórico, acontecido
a finales del siglo xix, para entender el legado histórico de la modernidad, que
necesitaba y dio lugar a una revuelta y una re-visión feministas: la modernización
feminista de la diferencia sexual. La sexualidad, la subjetividad y la representación
forman un conjunto decisivo de cuestiones interrelacionadas para los análisis cul-
turales feministas de las representaciones visuales que atraviesan los territorios del
deseo, la fantasía y la ambivalencia, cuya teorización procede de la modernización
concurrente de la psicología: el psicoanálisis. Buscar la tensión y el diálogo creativo
entre un análisis histórico y social de la semiótica de la representación y la atención
al plano psico-simbólico de la subjetividad y sus enunciaciones en las prácticas es-
téticas parece una necesidad feminista.
La primera parte, Quemando el canon, participa en las llamadas “guerras cultu-
rales”. Propongo que el canon debe entenderse como una estructura discursiva y
de narcisismo masculino dentro del ejercicio de la hegemonía cultural, y examino
las cuestiones teóricas y políticas que entraña no el desplazamiento del canon sino
su “diferenciación”, exponiendo su compromiso con una política de la diferencia
sexual, pero admitiendo que esa misma problemática establece una diferencia en
el modo en que interpretamos las historias del arte. La segunda parte, Leyendo a
contrapelo, trata sobre estrategias de lectura, y expone casos de estudio de dos ar-
tistas que son hombres —Van Gogh y Toulouse-Lautrec— para explorar el modo
en que una interpretación feminista de creadores canónicos puede producir una
lectura diferente sobre sus representaciones de mujeres y, por lo tanto, de la mas-
culinidad como posición psíquica ambivalente de enunciación cultural. Los dos
artistas disfrutan de un estatus mítico tanto en la historia del arte como en la
cultura popular, cada uno por motivos radicalmente distintos. Su vida y sus obras
sustentan la mitología del héroe sufriente del arte moderno. Enmarco sus prácticas en
la intersección de las historias de la sexualidad y la modernidad en torno a la figura
de la Madre, y sostengo que las cuestiones reprimidas relativas no solo al género, sino
también a la sexualidad y a la diferencia sexual, deberían reconocerse como elementos
decisivos tanto del contenido como de la forma del arte moderno y de la historia del
arte canónicamente reconocidos.
Empezar en el corazón de la canonicidad confronta la estrategia de introducir la
diferencia en el canon para evitar dos peligros. El primer peligro, la segregación de
los estudios feministas de historia del arte por su interés exclusivo en el arte produci-
do por mujeres limita las posibilidades del feminismo como una perspectiva amplia
desde la que reconsiderar la constitución misma del estudio de todas las historias
Prefacio 27

del arte. El segundo peligro es el corolario de la adulación feminista de sus “maestras


antiguas” recuperadas: a saber, la crítica despiadada de la cultura masculina. Lo que
me interesa es leer algunas obras artísticas realizadas por artistas varones con una
ironía compasiva, que es también autoironía, para establecer el modo en que un
deseo conscientemente feminista e inconscientemente femenino puede reconfigurar
los textos canónicos para otras lecturas.
La tercera parte, Heroínas, se enfrenta al problema de “Situar a las mujeres en el
canon” examinando el interés feminista por la obra y por la muy maltratada biogra-
fía de una pintora del siglo xvii, Artemisia Gentileschi. Someto la escritura feminis-
ta a un autoanálisis igualmente crítico, y concluyo que debemos responsabilizarnos
de las fantasías y las mitologías feministas creadas en torno a la mujer artista por el
discurso feminista. Como consecuencia de los problemas padecidos por las mujeres
artistas en los archivos y en la historia del arte, los contenidos exactos de la obra de
Artemisia Gentileschi son todavía tan inestables que podemos preguntarnos: ¿Qué
buscamos en la obra que pensamos realizada “por una mujer”? ¿Cuáles serían los
signos de la diferencia, si rechazamos las nociones de autoría y expresividad que sus-
tentan las historias del arte al uso? ¿Acaso la interpretación autorreflexiva que busca
diferenciaciones, en lugar de la atribución proyectiva de una diferencia absoluta
derivada de ideas preconcebidas sobre el género puede tener un lugar en la prácti-
ca histórica del arte? Apartándome del proyecto de leer “como mujer”, propongo
leer buscando las “inscripciones de lo femenino” para crear una “visión desde otra
parte” (Teresa De Lauretis). Me centro en cuatro cuadros de Artemisia Gentiles-
chi —Susana, Judit, Lucrecia y Cleopatra—, que presentan el cuerpo de una mujer
como el núcleo de una compleja narratividad sobre sexualidad, trauma, pérdida
e identificación imaginaria, y ofrezco posibles lecturas de su obra “a contrapelo”,
tanto de la celebración feminista como del sensacionalismo canónico.
Para los textos que componen esa sección, recurro al trabajo de Mieke Bal,
cuyo estudio semiótico y narratológico de la pintura barroca de historia ha pro-
porcionado una serie de profundas revelaciones teóricas sobre el modo en que los
espectadores procesan las imágenes y sobre cómo podemos formular una política
de lectura de imágenes cultural, autoconsciente y políticamente responsable1. Bal
elabora un nuevo concepto, histeria, para describir una poética feminista que
conjuga semiótica y psicoanálisis. Una lectura histérica atiende a la retórica de
la imagen más que al argumento que parece ilustrar, prefiere centrarse en un
detalle revelador más que en la propuesta general y nos conduce a identificarnos
imaginativamente con la víctima, en lugar de ver el episodio a través de los ojos
del protagonista, por lo general masculino. Como contra-estrategia, la histeria
28 Diferenciando el Canon

expone la violencia implícita y misógina que se da en el seno de la representación


y que las interpretaciones canónicas aprueban y naturalizan.
No obstante, si la diferencia no va a limitarse a reproducir las ideologías fa-
locéntricas de la diferencia —basada en la oposición heterosexual reificada del
Hombre frente a la Mujer—, debe reconocer las divisiones que se dan dentro de
la colectividad de mujeres, que producen conflictos reales, antagonistas, mode-
lados por la cara racista e imperialista de la modernidad. La sección sobre Genti-
leschi y las posibilidades de la representación figurativa narrativa en la tradición
occidental conducen a examinar otros ejes de diferencia. Un capítulo dedicado
a la obra de la artista británica contemporánea Lubaina Himid estudia la lucha
por la articulación de feminidades negras postcoloniales reprimidas tanto por el
discurso feminista blanco como por los cánones del imperialismo. ¿Cómo van
las intervenciones feministas en las historias del arte, con su canon casi entera-
mente blanco, a respetar esa diferencia de tal manera que las historias de artistas
negras formen parte del texto cultural ampliado de las otras modernidades y
corrientes del arte moderno? ¿Podemos desear también una alianza sin negar las
diferencias que constituyen nuestros legados históricos, sociales y psicológicos?
¿Cuáles son las posibles implicaciones culturales de la representación de vínculos
entre mujeres, sociales, políticos o sexuales, en la lucha contra la canonización de
una sola forma de diferencia y una vinculación jerárquica: el género?
La última parte plantea la pregunta ¿Quién es el Otro? en dos capítulos que
vuelven al terreno histórico de la cultura del arte moderno con el que arrancó el
libro. El capítulo 8 se centra en una exposición en apoyo del sufragio femenino
celebrada en Nueva York en 1915 en la que obras de Mary Cassatt y Edgar Degas
se exhibieron unas frente a otras en la Galería Knoedler. En ese momento histórico,
una artista, que en estos momentos es una heroína feminista, expuso su obra frente
al artista moderno canónico de peor reputación y más debatido por sus ideas mi-
sóginas y sus representaciones de mujeres2. Valiéndome del concepto de clase, en
lugar de recurrir solo al de género, para desentrañar las condiciones de una lectura
histórica de proyectos tan contradictorios, busco un modo de cuestionar mi propio
partidismo como historiadora feminista del arte que estudia a Mary Cassatt. El
último capítulo se centra en un trío de mujeres que figura en el comienzo del arte
moderno: Laure (sin apellido conocido), la modelo de la mujer negra en Olympia
de Manet (1863-1865); Jeanne Duval, la compañera afro-europea del poeta Char-
les Baudelaire, supuestamente retratada por Manet en 1862; y Berthe Morisot, la
pintora francesa y modelo recurrente para Manet entre 1868 y 1872. Al entretejer
esos tres relatos, rastreo la presencia africana real e imaginaria en la formación del
Prefacio 29

arte moderno masculino blanco. Laure, como algunas figuras que aparecen en la
serie de grabados a color realizada en 1891 por Mary Cassatt que examino en el ca-
pítulo 8, trabajó como criada. La sirvienta doméstica es una figura liminal que mu-
chos textos feministas han destacado como hito de diferencia social entre mujeres y
como una figura mítica que rompe el hermético recinto de la ideología doméstica
y familiar burguesa, donde se articuló y se impuso una feminidad mediada por la
clase y la raza3. Esta última sección analiza las relaciones sociales entre mujeres en
sus diferencias, tal como aparecen representadas en obras tanto de hombres como
de mujeres, enfrentándose una vez más a lo que en otra parte he llamado “el género
y el color de la historia del arte”.
En retrospectiva, descubro que hay una agenda inconsciente. El libro trata
en parte sobre la pérdida, el duelo y la restauración. Experiencias que viví con
intensidad durante el proceso de escritura de un texto que casi se fue a pique por
la dificultad de mantenerse en el filo de la “angustia depresiva” que, según Mela-
nie Klein, es el destino de todos los sujetos, la condición del impulso creativo y
el espacio infantil al que un duelo incompleto puede precipitarnos en cualquier
momento. Ahora, pasados tres años desde el momento de la escritura, puedo ver
con mayor claridad la forma en que mi propia aflicción sin procesar como hija
sin madre impulsa y moldea mis intereses, mi atención a las facetas de un cuadro
o de un debate, así como mis idealizaciones y mitologías. Pido indulgencia por
el modo en que un relato personal informa y hasta, podría decirse, se inmiscu-
ye en materiales aparentemente históricos. Al mismo tiempo, encuentro apoyo
en las palabras de Shoshana Felman cuando habla de un pacto de lectura en la
exploración de las autobiografías ausentes de las mujeres4. En oposición a ideas
feministas simplificadas sobre la conveniencia de “entrar en lo personal”, Fel-
man propone que nuestras historias están ausentes, pero podemos encontrarlas
al leer las de otras mujeres. Aunque, siguiendo a Hayden White, debemos re-
conocer que existe una convergencia entre “escribir historia” y escribir ficción,
ya que todos los textos están estructurados por sus propias figuras retóricas. La
conciencia de lo “narrativo” cuando escribimos “historia” tiene resonancias espe-
ciales para los feministas, dado su deseo no solo de hacer historia de otra forma,
sino también de relatar de un modo que establezca una diferencia en la totalidad
de los espacios a los que llamamos conocimiento. He utilizado este libro para
encontrar mi propia autobiografía en la misma medida en que he prestado algo
de mi propia historia a los textos que he descubierto en los archivos. El truco con-
siste en establecer una alianza creativa entre ambos. En ese momento de distancia
y anhelo se desarrolla lo que yo llamo “deseo”.
30 Diferenciando el Canon

1 Bal, Mieke, Reading Rembrandt: Beyond the Word-Image Opposition, Cambridge y Nueva York,
Cambridge University Press, 1991.
2 Kendall, Richard y Pollock, Griselda (eds.), Dealing with Degas: Representations of Women and the
Politics of Vision, Londres, Pandora, 1992; reimp. Londres, Rivers Oram.
3 Gallop, Jane, “Keys to Dora”, en Feminism and Psychoanalysis: The Daughter’s Seduction, Londres,
Macmillan, 1982.
4 Felman, Shoshana, What Does a Woman Want? Reading and Sexual Difference, Baltimore y
Londres, Johns Hopkins University Press, 1993.
notas
31

AGRADECIMIENTOS

La búsqueda de una forma de explorar “el deseo feminista en la escritura de


las historias del arte” me ha llevado a mantener muchas conversaciones reales e
imaginarias. Quiero agradecer las que tuvieron lugar con autoras de libros que
me fueron de especial ayuda y con personas de carne y hueso: Mieke Bal, Shos-
hana Felman, Mary Garrard, Lubaina Himid, Judith Mastai, Nanette Salomon
y Adrian Rifkin. Helga Hanks me brindó apoyo y comprensión durante los
muchos años que duró la génesis de este libro y mi propia re-creación. He de-
dicado el libro a la memoria de Sarah Kofman, cuyo trabajo sobre los puntales
psicológicos de la escritura sobre arte he utilizado para estructurar este estudio
y cuya muerte, en medio de mi tardío descubrimiento de sus textos académicos
y autobiográficos, puso radicalmente en el punto de mira las cuestiones del
duelo, la aflicción y la pérdida en esa compleja conjunción de la escritura y
el tejido de la historia personal que ofrece la experiencia judía en el siglo xx.
La redacción de este libro ha necesitado mucho tiempo y quiero expresar mi
más profundo agradecimiento a mis dos editores, Jon Bird y Lisa Tickner, que
han leído y releído el manuscrito y han ofrecido consejos inteligentes y apoyo
continuo para remodelar un texto difícil de manejar hasta darle su actual for-
ma. Han brindado el aliento más valioso y la guía más sagaz durante la larga
génesis de un texto que aceptaron amablemente en sus colecciones, pese a la
displicente indiferencia del informe original. Ha sido un proceso productivo y
he aprendido mucho de ambos. Doy las gracias a Marquard Smith y a Nancy
Proctor, mis ayudantes de investigación en diferentes momentos del proyecto.
Su asombrosa habilidad para utilizar los nuevos motores de búsqueda y bancos
de datos estuvo a la altura de sus interesantes y alentadoras conversaciones
sobre el proyecto. También quiero dar las gracias a Rebecca Barden, de la edito-
rial Routledge, por su constante apoyo al proyecto y la sabiduría con la que ha
llevado a cabo el proceso de revisión y publicación definitiva.

Griselda Pollock
Leeds 1998
PARTE I

Quemando
el Canon

“Por lo que respecta a los cánones en las disciplinas académicas, el canon


de la historia del arte es uno de los más virulentos, de los más ‘virilentos’ y,
en última instancia, de los más vulnerables”.
“The Art Historical Canon: Sins of Omission”, 1991 — Nanette Salomon
34 Diferenciando el Canon

Ilustración 1.1. Johan Zoffany (1733/1734-1810), La tribuna de los Ufizzi, 1772-1777/1778,


óleo sobre lienzo, 123,5 × 155 cm. Londres: Su Majestad la reina Isabel II
Parte I. Quemando el canon 35

SOBRE LOS CÁNONES


Y LAS GUERRAS CULTURALES

El término canon procede del griego kanon, que significa “regla” o “criterio”,
lo que a la vez evoca la regulación social y la organización militar. En origen,
la palabra canon tenía connotaciones religiosas, porque era la lista oficialmente
aceptada de los textos que forman las “Escrituras”. El primer ejercicio de cano-
nización fue la selección de las Escrituras Hebreas, tarea de la que se encargó
una clase sacerdotal emergente alrededor del siglo vii a. C. Sobre esta elección,
la historiadora Ellis Rivkin ha defendido que “no fue principalmente trabajo de
escribas, académicos o editores que investigaran tradiciones olvidadas sobre la
experiencia del desierto, sino obra de una clase que luchaba por adquirir poder”1.
Por lo tanto, se pueden concebir los cánones como la espina dorsal que legitima
retrospectivamente una identidad cultural y política, como una narración unifi-
cada de los orígenes que confiere autoridad a los textos que se han seleccionado
para naturalizar esta función. La canonicidad se refiere tanto a la supuesta calidad
de un texto ahí incluido como al estatus que este texto adquiere porque pertenece
a una colección autorizada. Las religiones confieren santidad a sus textos cano-
nizados, a menudo dando a entender que estos tienen, cuando no directamente
una autoría divina, sí al menos una autoridad divina.
Con el auge de las universidades y academias, los cánones se han vuelto
seculares, remitiéndose a conjuntos literarios o al panteón de las artes (Ilus-
tración 1.1). El canon designa lo que las instituciones académicas establecen
como los mejores, más representativos y más importantes textos (u objetos)
de la literatura, la historia del arte o la música. Repositorios de un valor esté-
tico transhistórico, los cánones de las diversas prácticas culturales establecen
qué es lo que incuestionablemente posee grandeza, así como lo que deben
estudiar como modelo quienes aspiren al oficio. El canon constituye en su
integridad el patrimonio de cualquier persona que quiera que se la considere
“culta”. Como comenta Dominick LaCapra, el canon reafirma “un sentido
religioso desplazado del texto sagrado en tanto es el modelo ideal de la cultu-
ra común para una elite cultivada”2.
36 Diferenciando el Canon

La historia nos dice que nunca ha habido únicamente un solo canon. La his-
toria del arte nos muestra cánones en competición. Durante la gran época de
actividad de la historia del arte en el siglo xix, muchas escuelas y tradiciones, así
como muchas individualidades se redescubrieron y reevaluaron. A Rembrandt,
por ejemplo, se lo reivindicó en el siglo xix como a un gran artista religioso y
espiritual, en lugar de ser relegado, como había ocurrido durante el siglo xviii, a
la categoría de torpe pintor de temas vulgares, mientras que Frans Hals, durante
mucho tiempo soslayado como un pintor flamenco de género menor, sin gran
destreza ni mérito, se convirtió en una inspiración para Manet y los artistas de su
generación en su búsqueda de nuevas técnicas para pintar la “vida”3.
Sin embargo, asociada con la canonicidad como estructura, encontramos
siempre la idea de un valor universal, revelado de manera natural, así como
de un logro individual que sirve para justificar una pertenencia privilegiada y
enormemente selecta dentro de un canon que niega cualquier carácter selec-
tivo. Como registro del genio autónomo, el canon parece surgir de manera
espontánea. En ¿Qué es una obra maestra? el historiador del arte Kenneth Clark
deja constancia de las fluctuaciones en el gusto causadas por los cambios socia-
les e históricos que permitieron que se desdeñara a Rembrandt en el siglo xviii
o que artistas que ahora no valoramos fueran muy cotizados en el siglo xix. No
obstante, Clark insiste en que “aunque hay muchos significados que confluyen
en torno a la expresión ‘obra maestra’, esta es sobre todo el fruto del trabajo de
un artista genial que ha sido absorbido por el espíritu de su época de tal manera
que sus experiencias individuales se han hecho universales”4.
El canon no es únicamente el producto de la academia. También lo crean los
escritores y los artistas. Los cánones se forman a partir de las figuras ancestrales
evocadas en la obra de artistas/compositores/escritores mediante un proceso que
Harold Bloom, autor de la principal defensa de la canonicidad, El canon occiden-
tal (1994), identificaba como la “angustia de las influencias” y que yo llamo, en
otra modalidad de argumento, el gambito vanguardista de la “referencia, deferen-
cia y diferencia”5. El canon, por lo tanto, no solamente determina lo que leemos,
miramos, escuchamos y contemplamos en las galerías de arte y estudiamos en las
escuelas o en la universidad. Está retrospectivamente formado por lo que los pro-
pios artistas seleccionan como sus antecesores, los que les legitimaron o capacita-
ron. Pero, si hay artistas —porque son mujeres o porque no son europeos— que
se quedan fuera de los registros y se ignoran como parte de la herencia cultural, el
canon se convierte, generación tras generación, en un filtro cada vez más empo-
brecido y empobrecedor sobre la totalidad de las posibilidades culturales. Hoy los
Parte I. Quemando el canon 37

cánones se fijan según patrones muy conocidos, gracias al papel de instituciones


como los museos, las editoriales y los currículos universitarios. Conocemos estos
cánones —Renacimiento, modernismo, etc.— gracias a las obras que cuelgan en
las galerías, se interpretan en los conciertos, se publican y enseñan como litera-
tura o como historia del arte en las universidades y escuelas, y se incluyen para
su estudio en el currículo de todos los niveles del proceso educativo (de acultura-
ción, de asimilación) como temas comunes y necesarios.
En los últimos años han estallado guerras culturales a medida que los nue-
vos movimientos sociales señalaban a los cánones como pilares de las elites
establecidas y como sostén de los grupos sociales, clases y “razas” hegemóni-
cos6. La canonicidad ha sido sometida a una crítica devastadora por la misma
selectividad que niega tener, por su exclusividad racial y sexual y por los valores
ideológicos que consagra, no solamente en la elección de los textos, sino en los
métodos de su interpretación; afirmaciones que celebran un mundo en el que,
según la expresión de Henry Louis Gates Jr. “los hombres eran hombres y los
hombres eran blancos, cuando los críticos y académicos eran hombres blancos
y cuando las mujeres y las personas de color eran trabajadores o sirvientes sin
voz ni rostro, que servían el té y rellenaban las copas de coñac en los salones
de los clubes privados”7. La crítica del canon ha sido promovida por quienes se
sienten privados de voz y de una historia cultural reconocida, porque el canon
excluye los textos escritos, pintados o compuestos e interpretados por su comu-
nidad social, de género o cultural. Sin un reconocimiento de ese tipo, estos
grupos carecen de representaciones de sí mismos para disputar las represen-
taciones estereotipadas, discriminatorias y opresivas que figuran en lo que ha
sido canonizado. Henry Louis Gates Jr. explica las implicaciones políticas de
unos cánones ampliados que incluyan la voz del Otro:

Reformar los currículos básicos, dar cuenta de la elocuencia comparable de las tra-
diciones africana, asiática y del Próximo Oriente, es empezar a preparar a nuestro
alumnado para su papel como ciudadanos de culturas del mundo mediante una idea
verdaderamente humana de las “humanidades”, en lugar de convertirlos —como les
gustaría al señor Bennett [secretario de educación en el gobierno de Ronald Reagan]
y al señor [Harold] Bloom— en centinelas del último puesto fronterizo de la cultura
del varón blanco occidental, guardianes de los tesoros del amo8.

El “discurso del Otro” debe necesariamente “diferenciar el canon”. Pero tam-


bién revela una nueva dificultad. Por muy necesario en términos estratégicos
38 Diferenciando el Canon

que sea (y sin duda lo es) este nuevo privilegio del Otro en un mundo tan
radicalmente desequilibrado a favor del “varón privilegiado de la raza blanca”,
sigue conservando una oposición binaria que no podrá nunca liberar al Otro
de ser el otro de una norma dominante.
Han sido necesarios movimientos de diversos tipos para tan siquiera ima-
ginar una forma de salir de la trampa. Toni Morrison ha defendido que la
literatura americana, cuyo canon excluye de manera tan contundente las voces
afroamericanas, debería leerse, ni más ni menos, como condicionada estruc-
turalmente por una “presencia africanista oscura, pertinaz, señalizadora”9. Al
identificar esta relación, de base negativa, con la cultura africana y con los
africanos dentro del canon americano de la literatura blanca, el concepto de
los otros excluidos se transforma en un cuestionamiento de la formación del
dominio intelectual eurocéntrico y el empobrecimiento resultante de lo que se
lee y se estudia. Este argumento puede compararse con el que Rozsika Parker
y yo propusimos por primera vez en 1981, como contraposición a un inicial
intento feminista de colocar a las mujeres dentro del canon de la historia del
arte. Usamos la aparente exclusión de las mujeres en cuanto artistas para revelar
cómo, de manera estructural, el discurso falocéntrico de la historia del arte se
apoyaba en la categoría de una feminidad negada para garantizar la supremacía
de la masculinidad dentro de la esfera de la creatividad10.
A principios de la década de 1990, el tema de la absoluta asimetría de género
dentro del canon, implícita en todos los cuestionamientos feministas de la histo-
ria del arte, se convirtió en una plataforma articulada gracias a una sesión organi-
zada por Linda Nochlin, Firing the Canon, en Nueva York en el año 1990 y a los
escritos críticos de Nanette Salomon sobre el canon, desde Giorgio Vasari hasta
Horst Woldemar Janson, que se citan en el encabezado de la Parte 111. Las críti-
cas feministas a los cánones de la cultura occidental podían criticar fácilmente
el club exclusivamente masculino representado por la Historia del arte de Ernst
Gombrich y las ediciones originales de la History of Art de Janson, en las que
no figuraba una sola mujer artista12. El feminismo ha mostrado que los cánones
crean de manera activa una genealogía patrilineal de sucesión padre-hijo y re-
producen las mitologías patriarcales de una creatividad exclusivamente mascu-
lina13. Susan Hardy Aiken, por ejemplo, traza los paralelismos entre las prácticas
académicas modeladas sobre la competitividad, los relatos edípicos narrados por
los cánones y las rivalidades que sirven como un motor inconsciente de desarro-
llo intelectual o cultural, todo lo cual produce la coincidencia del “noble linaje
de la textualidad masculina, la formación paralela de los cánones y los proyectos
Parte I. Quemando el canon 39

colonizadores de la Europa Occidental, organizados retóricamente en torno a la


oposición entre civilización y barbarie”. Concluye:

Estos vínculos entre la autoridad sacerdotal, las implicaciones de la textualidad


“oficial” y los motivos exclusivistas y hegemónicos dentro de la formación del
canon tienen una importancia obvia para la cuestión de las mujeres y lo canóni-
co […] Las mujeres […] se convierten en una profanación, en una voz herética
desde la naturaleza salvaje que amenaza el patrius sermo –la Palabra ortodoxa,
pública, canónica– con toda la fuerza de otra lengua –una lengua materna– la
lingua materna que para quienes se encuentran aún dentro de los confines del
viejo orden debe seguir siendo abominable14.

¿Es feminismo intervenir para crear una genealogía materna que compita con el
linaje paterno e invocar la voz de la Madre para contrarrestar el texto del Padre
consagrado por los cánones existentes? Susan Hardy Aiken advierte que “pudiera
ser que, al atacarlo, reificáramos el poder al que nos oponemos”15. Contra la bi-
blioteca cerrada, de la que, en su famosa parábola feminista sobre la exclusividad
del canon, Una habitación propia (1928), Virginia Woolf ha mostrado con tanta
elocuencia cómo se había desterrado a las mujeres, podríamos proponer algo más
que otra sala de libros. En lugar de ello necesitamos un polílogo: “la interacción de
muchas voces, una especie de ‘barbarismo’ creativo que interrumpiría los impulsos
monológicos, colonizadores, céntricos de la ‘civilización’. […] Una visión así vive,
como nos ha enseñado Adrienne Rich, en una revisión: una relectura excéntrica, un
redescubrimiento de lo que escondería el manto sacerdotal del canon: los enredos
de toda literatura con las dinámicas de poder de la cultura”16.

MODELOS TEÓRICOS PARA LA CRÍTICA


DEL CANON: IDEOLOGÍA Y MITO

La crítica de los cánones se ha construido sobre la base de una oposición den-


tro/fuera. El canon es selectivo en sus inclusiones y se revela como político en
sus patrones de exclusión. Podríamos, no obstante, abordar el problema del
canon como intrusas críticas partiendo de uno de estos dos proyectos.
El primero sería ampliar el canon occidental de manera que incluyese todo lo
que hasta ahora ha rechazado, por ejemplo, a las mujeres y a las culturas minorita-
40 Diferenciando el Canon

Ilustración 1.2. Faith Ringgold (n. 1930), Dancing in the Louvre, procedente de The French Collection,
1991, acrílico sobre lienzo con tela pintada. 187,7 × 200 cm. Colección privada

rias (Ilustración 1.2). El otro sería abolir todos los cánones y argumentar que todos
los artefactos culturales tienen importancia. Este último parece inherentemente
más político en su crítica totalizadora de la canonicidad. A nivel estratégico, sin em-
bargo, yo diría que necesitamos un análisis más complejo, si no queremos terminar
en una posición en la que los de dentro —representantes de los cánones europeos
masculinos occidentales— se atrincheran para defender la verdad y la belleza y sus
tradiciones contra lo que Harold Bloom llama con desdén la Escuela del Resenti-
miento17, mientras que los antiguos intrusos siguen siendo intrusos, “las voces del
Otro”, desarrollando “otras” subdisciplinas: Estudios Afroamericanos o Estudios
Negros, Estudios Latinos, Estudios de Género, de Mujeres, Estudios LGTB, Estu-
Parte I. Quemando el canon 41

dios Culturales y muchas más. No hay duda de lo necesario y lo creativo que resulta
este compromiso de realizar esfuerzos de investigación, dedicar recursos y brindar
reconocimiento a áreas hasta ahora ignoradas y mal estudiadas. Pero nada de esto
puede evitar el peligro, tan evidente en las sociedades de clases, que son en esencia,
y a menudo abiertamente, racistas y sexistas, de que estas iniciativas reproduzcan
de manera involuntaria la misma segregación —“guetización”— que los grupos
excluidos pretendían desafiar exigiendo derechos intelectuales y educativos iguales
para su propia minoría excluida.
Siguiendo a Teresa de Lauretis, podemos desplazar la oposición entre dentro
y fuera. De Lauretis sitúa el proyecto crítico del feminismo como “una visión
desde otra parte” que, sin embargo, nunca está fuera de lo que se está “revisan-
do” críticamente.

Pues este “otra parte” no es ningún pasado distante mítico o ninguna historia utópica
futura; es el “otra parte” del discurso aquí y ahora, los puntos ciegos, o el fuera de
campo, o sus representaciones. Pienso en ello como los espacios en los márgenes de los
discursos hegemónicos, espacios sociales tallados en los intersticios de las instituciones
y en las grietas y astillas de los aparatos de conocimiento-poder18.

El movimiento no se produce desde los espacios de las representaciones existen-


tes hasta los espacios situados más allá, “el espacio exterior al discurso”, porque
puede que no tengamos ese recurso. Teresa de Lauretis se refiere más bien a “un
movimiento a partir del espacio representado por/en una representación, por/
en un discurso, por/en un sistema sexo-género hacia el espacio no-representado
pero implicado (no visto) en ellos”19. Este otro escenario, que ya está ahí, que aún
no se ha representado, sin embargo, se ha convertido en casi irrepresentable por
los modos existentes de los discursos hegemónicos. Trabajando “a contrapelo”,
leyendo “entre líneas”, Teresa de Lauretis apunta a que tenemos que asumir las
contradicciones en las que concurren lo representado y lo no representado.
Al igual que la Mujer en la cultura falocéntrica, el feminismo ya se pre-
supone como la diferencia, es decir, como algo ajeno a y fuera de la historia
del arte, que contradice su lógica inevitable. Por lo tanto, la historia del arte
feminista es un contrasentido. En este libro voy a explorar cómo emplear esta
posición de aparente alteridad —la visión desde la otra parte/la voz de la Otra/
Madre— para deconstruir las oposiciones dentro/fuera, norma/diferencia que
en último término se condensan en el par binario hombre/mujer del cual el
resto se convierte en metáforas relacionadas. La cuestión es cómo establecer una
42 Diferenciando el Canon

diferencia analizando esta estructuración de la diferencia, que ya me implica


como escritora de maneras que solamente podrá exponer el propio proceso de
escritura. El título que he escogido emplea la forma verbal activa, Diferencian-
do el canon, en lugar del sustantivo “Diferencia y/en el canon”, para subrayar
la activa relectura y reelaboración de lo que es visible y está autorizado en los
espacios de representación con el fin de articular aquello que, aún reprimido,
está siempre presente como el otro estructurante.
Además, señalo que necesitamos reconocer otro aspecto de la diferenciación
sexual, es decir, el deseo en la formación de cánones y en la escritura de contra-
historias. La tenacidad de los defensores del presente canon se explica tan solo en
términos de una profunda inversión en los placeres que sus relatos y sus héroes
proporcionan en más de un nivel social o incluso ideológico. Argumentaré que
hay una dimensión psicosimbólica en el apoyo al canon, más en sus ideales mas-
culinos que en su intolerancia de la feminidad entendida como un desinterés e
indiferencia masculinista hacia los placeres y recursos de la feminidad como una
forma posible y ampliada de relacionarse con y representar el mundo.
Puesto que están estructuralmente posicionadas como intrusas, las feministas
son sensibles al deseo de crear heroínas que sustituyan o suplementen a aquellos
héroes que nuestros colegas varones encuentran tan inspiradores dentro de la es-
tructura canónica. Mi deber es cuestionarme tanto ese deseo como la posibilidad
misma de su realización analizando de nuevo las mitologías de la mujer artista
que ha fabricado el feminismo occidental. La introducción de este término, mi-
tología, señala un desplazamiento del énfasis desde las inquietudes habituales de
una historia social del arte, con su deseo de reconfigurar las condiciones de la
producción artística de tal manera que se acerquen más al meollo de las prácticas
sociales y culturales históricamente situadas. En este libro trabajo desde el lado de
la lectura y la escritura, leyendo los textos que nos han dejado diferentes prácticas
históricas, y escribiendo otros que entran dentro de un “pacto de lectura”, en
una búsqueda plenamente reconocida de relatos de mujeres, incluidos los míos,
que admito por completo. El concepto de mito parece por el momento tan vivo
y útil como la noción de ideología20. Vinculando los conceptos estructuralistas
del mito con las teorías marxistas de la ideología, Roland Barthes identificaba
las estructuras profundas que daban vida a las culturas contemporáneas, que se
basaban en el carácter del mito mismo para renegar y apartar de la vista los sig-
nificados ideológicamente. Según Barthes, el mito es el discurso despolitizado y
su singular forma burguesa funciona precisamente para renegar de la Historia,
creando la Naturaleza, un borrado mítico del tiempo y por lo tanto de la posibi-
Parte I. Quemando el canon 43

lidad del desafío y del cambio político21. En la escritura de las historias del arte, el
lugar del artista y de la mujer artista están supra-determinados por las estructuras
míticas que naturalizan una gama concreta de significados para la masculinidad,
la feminidad, la diferencia sexual y cultural. Producir una diferencia en el canon,
en sí un mito de la creatividad y del privilegio de género, no es algo que pueda
lograrse sin un escrutinio repolitizador tanto de sus estructuras profundas —¿Por
qué son las mujeres el Otro a/dentro de este?— como de sus efectos en la superficie:
la indiferencia hacia la obra de las artistas que son mujeres y su exclusión del canon.
Así pues, la cuestión del deseo —tanto del consagrado dentro del canon como del
que motiva su crítica— discurre en paralelo al análisis de la estructura mítica codi-
ficada en la diferencia (sexual) que encarna el canon.
Considerar el canon una estructura mítica evita polémicas molestas acerca de
quién y qué está o no está, quién debería o no estar en qué canon. Más allá de las
guerras culturales sobre su contenido, lo que nos mantendría en el nivel mítico de
un debate sobre la calidad, el arte, el genio, la importancia y otras cosas, necesita-
mos atravesar el caparazón naturalizador del mito para delinear los intereses sociales
y políticos en el canon, que lo convierten en un elemento tan poderoso en la hege-
monía de los grupos e intereses sociales dominantes, y preguntarnos:

ESTRUCTURALMENTE, ¿QUÉ ES EL CANON?

Más que una colección de objetos/textos valorados o una lista de maestros


reverenciados, defino el canon como una formación discursiva que constituye
los objetos/textos que selecciona como productos de la maestría artística y que,
de esta manera, contribuye a la legitimación de la identificación exclusiva de
la masculinidad blanca con la creatividad y con la Cultura. Aprender de arte,
mediante el discurso canónico, es entender la masculinidad como el poder y el
sentido, y estas tres cosas como idénticas a la Verdad y la Belleza. En la medida
en que el feminismo también trata de ser un discurso sobre el arte, la verdad y
la belleza, únicamente puede confirmar la estructura del canon, y haciéndolo
así corroborar la maestría y el poder masculino, por muchos nombres de mujer
que tratemos de añadir o por muchos relatos históricos más completos que
consigamos producir. Ahora ya hay mujeres artistas famosas: Mary Cassatt,
Frida Kahlo, Georgia O’Keeffe. Pero un análisis minucioso de sus estatus des-
cubrirá que no son canónicas: no proporcionan un punto de referencia para la
grandeza. Son más bien artistas escandalosas, espectaculares, mercantilizables
44 Diferenciando el Canon

o icónicas y se las atacará con una virulencia tan grande como el amor con el
que se las idolatrará. El obstáculo sempiterno para su reconocimiento dentro
del canon radica en la cuestión inasimilable de la diferencia sexual en cuanto
problema para la posibilidad misma de una “regla” o de un “criterio”, es decir,
de lo que define al canon.
La canonicidad existe de muchas maneras. La mejor de ellas produce, en el
plano cultural e ideológico, el criterio único de lo más grande y de lo mejor en to-
dos los tiempos. La “Tradición” es el rostro “natural” del canon y, bajo esta forma,
la regulación cultural participa en lo que Raymond Williams llama hegemonía
social y política. Diferenciándose de las formas más groseras de dominación coer-
citiva social o política, el término marxista hegemonía explica el modo en que un
orden concreto social y político satura culturalmente una sociedad de una forma
tan profunda que su régimen es experimentado por sus poblaciones simplemente
como el “sentido común”. La jerarquía se convierte en un orden natural y lo que,
debido a su importancia inherente, parece sobrevivir del pasado determina los
valores del presente. Williams dice que “la Tradición […] en la práctica [es] la
expresión más evidente de las presiones y los límites dominantes y hegemónicos”.
Siempre es, sin embargo, “más que un segmento inerte historizado; de hecho, es
el medio práctico más potente de inserción”22.
La Tradición no es meramente, por lo tanto, lo que nos lega el pasado. Debe
entenderse siempre como una tradición selectiva: como “una versión conformada
de manera intencional de un pasado y de un presente preformado, que entonces
es potentemente operativa en el proceso de definición e identificación social y
cultural”23. La Tradición cultiva su propia inevitabilidad borrando su carácter
selectivo en lo que se refiere a las prácticas, los sentidos, el género, las “razas” y
las clases. Lo que se hace opaco, por lo tanto, es el proceso activo de exclusión
u olvido que opera en manos de los actuales fabricantes de tradición. “Lo que
hay que decir acerca de toda tradición”, argumenta Williams, “es que es […] un
aspecto de la organización social y cultural contemporánea, según los intereses de
dominación de una clase concreta”24. Las versiones del pasado ratifican un orden
presente, produciendo una “continuidad predispuesta” que favorece al que Gaya-
tri Spivak denomina “el varón privilegiado de la raza blanca”25.
Algunas estrategias características, o incluso definitorias, de la disciplina de
la Historia del Arte en el siglo xx pueden interpretarse no solamente como
parte constitutiva de una tradición selectiva que privilegia la creatividad mas-
culina blanca ante la exclusión de todas las mujeres artistas y los hombres de
las culturas minoritarias. Las formas específicas de las formaciones discursivas
Parte I. Quemando el canon 45

de la historia del arte cuentan mucho más que una historia del arte. También
articulan configuraciones históricamente cambiantes entre las clases, las razas,
las sexualidades y los géneros, garantizadas por la producción de la diferencia-
ción sexual y por otras diferenciaciones de poder dentro de nuestra cultura. La
discriminación contra las mujeres artistas, por ejemplo, se puede entender en
términos institucionales. Podemos combatirla mediante el activismo político,
haciendo campañas para que haya más mujeres artistas en la Bienal de Whit-
ney, etc., como lo hicimos en los inicios de la década de 1970. Pero recordemos
la respuesta a la Bienal de Whitney de 1993, en la que una amplia y completa
representación de artistas de todas las comunidades estadounidenses, equita-
tivamente divididas por género, clase y sexualidad, se topó con una negación
extrema y conservadora del evento por parte de la prensa. Se decidió que la
exposición no era representativa de la cultura y la tradición estadounidenses
que estos críticos canónicos buscaban legitimar con exclusividad. La reacción
en contra reveló que la creencia de que podríamos corregir los desequilibrios
era errónea. Para desplazar las líneas de demarcación debemos atender tanto
al nivel de la enunciación —lo que se dice en los discursos y lo que se hace en
la práctica en los museos y galerías— como al nivel de los efectos, es decir, al
modo en que lo que se dice articula jerarquías y normas, afirma la dominación
y el privilegio de la elite blanca heterosexual masculina como “sentido común”,
e insiste en que cualquier otra cosa es una aberración antiestética: mal arte,
política en lugar de arte, partidismo en lugar de valores universales, expresiones
motivadas en lugar de verdad y belleza desinteresadas.
Puesto que la potencia de la hegemonía no es pura dominación y absolu-
ta exclusión, funciona tratando de atraernos, de manera que se construya así
una autoidentificación eficaz con las formas hegemónicas: una “socialización”
específica e interiorizada que se “espera que sea positiva, pero que, si eso no
fuera posible, se basaría en un (resignado) reconocimiento de lo inevitable y lo
necesario”26. La lucha cultural del momento se centra específicamente en una
batalla en torno a los cánones de la literatura, la música y el arte. Estos desafíos
a las versiones existentes y selectivas de la creatividad histórica y contemporá-
nea, presentadas como lo singular y lo válido para todos los tiempos y lugares,
y a las que llamamos Tradición, han surgido de aquellas comunidades que ex-
perimentan más agudamente los efectos de las exclusiones. En nuestro deseo
de ser artistas, o especialistas o docentes, esta interiorización forzada de lo que
el currículo estándar o el estudio decreta acerca de la ausencia, la marginalidad
o la negación de nuestras propias comunidades de la esfera de la producción
46 Diferenciando el Canon

cultural y de la fabricación de sentido nos produce un conflicto. De las filas de


los excluidos que protestan conjuntamente contra el canon llega una contrahe-
gemonía, con sus contraidentificaciones o, por lo menos, llega el inicio de esas
alianzas mediante las cuales se puede contrarrestar la dominación de un grupo
social por parte de los otros a los que niega y degrada. En este momento la resis-
tencia está fragmentada en estudios especializados, cada uno de ellos centrados
en unas prioridades que dicta una política identitaria radical. Los conceptos de
hegemonía y contrahegemonía apuntan en la dirección de estrategias cuyo fin
es promover las alianzas entre los fragmentos astillados del mundo contempo-
ráneo. Estas alianzas deben implicar una comprensión de cómo funciona en
la actualidad la diferencia para organizar la segregación y la división e incluso
cómo nos hace desear la perpetuación de las fronteras.
Al mismo tiempo, sería contraproducente pretender abolir la diferencia,
puesto que un ideal universalista sin particularidades conserva una noción im-
perialista de unidad y semejanza imaginadas. Las diferencias pueden coexistir,
fertilizarse y desafiarse mutuamente, ser reconocidas, confrontadas, celebradas
y no ser destructivas con el otro en un espacio cultural ampliado pero com-
partido. En lugar de la actual exclusividad del canon cultural contra la que se
enfrentan los estudios particulares fragmentados, todos ellos sobre la premisa
de las oposiciones binarias de la política identitaria (los de fuera/los de den-
tro, márgenes/centros, alta/baja, etc.), el campo cultural puede reimaginarse
como un espacio de ocupaciones múltiples donde la diferenciación crea un
pacto productivo que se opone a la lógica fálica que nos ofrece únicamente la
perspectiva de la seguridad en la semejanza o el peligro en la diferencia, de la
asimilación o la exclusión de la norma canónica.
Puesto que podemos definir la historia del arte como un discurso hegemónico,
estamos entonces obligadas a preguntar: ¿pueden las feministas ser “historiadoras
del arte”, es decir, profesionales dentro de su jurisdicción ampliada de la curaduría,
la historia y la crítica? ¿O eso no implicaría en sí mismo una autoidentificación con
la tradición hegemónica encarnada en la historia del arte institucionalizada, con lo
canónico como el patrón sistemático de las inclusiones y las exclusiones que se ge-
neran ahí y que sostienen las estructuras profundas del poder económico y social?
Todos los sistemas hegemónicos dependen para su supervivencia de algún grado de
flexibilidad hacia las fuerzas o los grupos que protestan y se resisten a la incorpora-
ción. Estas oposiciones pueden bien ser incluidas o descalificadas. No está claro aún
si el feminismo podrá ser incorporado o si desarrollará por sí mismo formas que
resistan e irriten a lo hegemónico de manera radical.
Parte I. Quemando el canon 47

La noción de hegemonía implica la negociación constante de estos conflictos


inevitables mediante la táctica de inducir a los sujetos —tanto los potenciales his-
toriadores del arte como el público amante de las artes— a una identificación con
su versión selectiva del pasado. La concesión y la innovación pueden contribuir
a incorporar mejor determinadas actividades o posturas con el fin de proteger los
intereses subyacentes. En realidad, un poquito de novedad y controversia puede
mantener viva la disciplina y, por lo tanto, se permitirá, pero siempre en los már-
genes. Sin embargo, lo que denuncie con energía las formaciones subyacentes del
poder, lo que exponga la historia del arte como un ejercicio académico mediante
una lectura más crítica de sus efectos y de sus propósitos, se despreciará y se con-
siderará una aberración. Una estrategia ha consistido en decir que, por ejemplo,
las historias sociales del arte o los estudios feministas ya no son historia del arte.
Son política, sociología, ideología, metodología o “estudios sobre la mujer”, o lo
peor de todo: Teoría.
Ahora el feminismo se enfrenta a una nueva paradoja. Si nos retiramos a los
ámbitos más hospitalarios de los estudios interdisciplinarios sobre la mujer o a
los estudios culturales, si no nos enfrentamos continuamente con la historia del
arte como discurso e institución, nuestra labor no alterará el canon y sus discursos
sobre el arte y los artistas. Pero puede que necesitemos distanciarnos de los modos
disciplinarios profesionalizados de la historia del arte para poder así desarrollar
nuestra capacidad de suscitar la cuestión reprimida del género en su interior. No
podemos limitarnos a levantar el campamento. Eso dejaría a los artistas a merced
de los discursos canonizantes de la historia del arte, lo que, en términos reales,
podría perjudicar seriamente sus posibilidades de trabajar y vivir como artistas
cuando se pertenece a un grupo social no canónico.
Como tradición selectiva así definida, el canon plantea otros problemas es-
pecíficos y complejos para el feminismo, que superan el estrecho planteamien-
to de este análisis marxista que aquí mencionamos por su necesario reconoci-
miento de la hegemonía como una fuerza social y política en la cultura. Cito a
Sigmund Freud sobre Karl Marx:

La fuerza del marxismo claramente radica, no en su visión sobre la historia o en


las profecías sobre el futuro basadas en esta, sino en que señala con sagacidad la
influencia decisiva que las circunstancias económicas del hombre tienen sobre
sus actitudes intelectuales, éticas y artísticas. De ese modo se desvelaron cierto
número de relaciones e implicaciones que antes habían sido ignoradas. Pero no
puede darse por sentado que los motivos económicos son los únicos que deter-
48 Diferenciando el Canon

minan a los seres humanos en sociedad. […] Es de todo punto incomprensible


cómo se pueden pasar por alto los factores psicológicos allí donde lo que impor-
ta son las reacciones de los seres humanos en sociedad27.

LA INVERSIÓN PSICOSIMBÓLICA EN EL CANON


O EL INFANTILISMO ANTE LOS ARTISTAS

En su interpretación de la estética de Freud, Sarah Kofman nos ha proporcio-


nado una forma de analizar lo que se invierte en el canon en un nivel situado
más allá de los intereses económicos o ideológicos de los grupos sociales domi-
nantes. Los cánones se defienden con un celo casi teológico que señala algo más
que una coincidencia histórica entre el uso eclesiástico de la palabra canon para
los textos reverenciados y autentificados de la Biblia y su función en el tradicio-
nalismo cultural. El canon es fundamentalmente un medio para la adoración
del artista, que, a su vez, es una forma de narcisismo masculino.
Presentándose como un simple lego en la materia, Freud minimizaba así su
propia contribución a la comprensión del arte. Kofman opina que estas reti-
cencias eran, de hecho, irónicas.

Pero al final del texto, como en “Lo siniestro”, los connoisseurs quedan reducidos
a la categoría de charlatanes superficiales enmarañados en opiniones subjetivas,
que elevan sus propias fantasías acerca de las obras de arte al estatus de cono-
cimiento, pero que son incapaces de resolver el enigma del texto en cuestión.
Así pues, la súplica que Freud les hace para que no sean críticos con él debe
interpretarse de manera irónica. Lo que Freud quiere decir es que el connoisseur
de arte critica sin saber de qué habla, puesto que está hablando sobre sí mismo;
únicamente el psicoanálisis puede destapar la “verdad histórica”, si no la verdad
“material” de lo que está diciendo28.

Por lo tanto, la opinión de Freud es que el “interés real del público por el
arte no radica en el arte mismo, sino en la imagen que se tiene del artista
como un ‘gran hombre’”, aun cuando este hecho esté a menudo reprimido29.
Desentrañar el enigma de un texto es, en consecuencia, violentar la imagen
idealizada del artista como genio, cometer una especie de “asesinato”, y de ahí
la resistencia, no solamente a la labor psicoanalítica sobre el arte en general,
sino a cualquier intento de análisis desmitificador como el que llevan a cabo
Parte I. Quemando el canon 49

las historias sociales, críticas y feministas del arte. Tanto en los escritos sobre
el arte —sus contemporáneos fueron algo así como los padres fundadores de
la disciplina y de los cánones de la historia del arte— como en el interés del
público general por el arte, Freud identificaba una combinación de tendencias
teológicas y narcisistas. Freud establecía paralelismos entre la historia de la hu-
manidad revelada en la antropología y la historia psicológica del individuo que
cartografiaba la disciplina que estaba inventando. De esta manera, los antiguos
rituales y formas de la religión, como el totemismo y el deísmo, parecían co-
rresponderse con los estadios del desarrollo psicológico infantil que opera en
cada individuo30. Freud discernía la manera en que lo que podíamos imaginar
como una práctica social muy sofisticada —la apreciación artística— puede
estar influida por estructuras psíquicas que son características de determinados
momentos potentes de la experiencia arcaica en la historia del sujeto humano y
que, de una forma sublimada, se perpetúan culturalmente en las instituciones
sociales y en prácticas culturales como la religión y el arte.
La valorización excesiva del artista en la historia del arte del Occidente mo-
derno como un “gran hombre” se corresponde con el estadio infantil de la
idealización del padre. Esta fase, sin embargo, queda rápidamente minada por
otro conjunto de sentimientos —de rivalidad y decepción— que pueden dar
lugar a una fantasía de competición y a la instalación de otra figura imaginaria:
el héroe, que siempre se rebela, que derroca o que incluso asesina al padre to-
dopoderoso. Sarah Kofman explica:

La actitud de la gente hacia los artistas repite esta ambivalencia. El culto al


artista es ambiguo, dado que consiste en la veneración del padre y también del
héroe; el culto al héroe siempre es una forma de autoveneración, puesto que el
héroe es el primer ideal del yo. Esta actitud es religiosa, pero también reviste un
carácter narcisista y repite la del niño hacia el padre y la de los padres hacia el
niño, a quien atribuyen todos los “dones” y la buena fortuna que se atribuyeron
a sí mismos durante su periodo narcisista en la infancia31.

El tema del artista que incorpora tanto la devoción hacia el padre idealizado
como la identificación narcisista con el héroe nos conduce a otra observación
que debería resonarle a quien la lea pensando en la historia del arte canónica
y sus formas típicas de monografía, biografía y catalogue raisonné. Si el artista
funciona como un objeto heroico de fantasía narcisista, heredando la adoración
que se le profesaba al padre, esto podría explicar el fuerte interés por la biogra-
50 Diferenciando el Canon

fía, la psicobiografía y por la forma en la que, por ejemplo, en la historia del


arte, buena parte del trabajo sobre las obras de arte se dirige a producir una vida
para el artista, un viaje heroico a través de luchas y penurias, una batalla con
los padres profesionales para finalmente ganar un lugar en el que siempre es su
canon (el de su padre). También nos conduce más allá de los temas del sexismo
y la discriminación, pues el artista es así una figura simbólica, a través de la cual
se da forma figurativa a las fantasías públicas. Hasta cierto punto estas fantasías,
infantiles y narcisistas, no tienen un género exclusivamente masculino. Pero sí
funcionan para sustentar una leyenda patriarcal.
Escribir acerca de un artista de un modo biográfico es en sí una operación
doblemente determinada. Por una parte, representa un deseo de acercarse al
héroe, mientras que, por otra, la obra y el héroe deben seguir sacralizados, ser
tabú, de manera que se evite el asesinato inconscientemente deseado del padre
que el héroe disfraza y, a la vez, se mantenga la ilusión teológica del arte que
compensa de manera similar estos deseos en conflicto. Así, Freud escribía en su
estudio sobre Leonardo da Vinci:

Los biógrafos están obsesionados por sus héroes de una manera bastante especial.
En muchos casos han escogido a su héroe como el tema de sus estudios porque —
por razones de su propia vida personal emocional— han sentido un especial afecto
por él desde el inicio. Entonces dedican sus energías a esta tarea de idealización,
con el fin de incluir al gran hombre entre sus modelos infantiles, de revivir en él,
tal vez, la idea que el niño tiene de su padre. Para colmar este deseo borran los
rasgos individuales de la fisionomía de su sujeto; aplanan las huellas de las luchas
de su vida con las resistencias internas y externas y no toleran en él ningún vesti-
gio de debilidad o imperfección humanas. Entonces nos obsequian con lo de que
de hecho es una figura fría, extraña, ideal, en lugar de un ser humano con el que
podríamos habernos sentido cercanos en la distancia32.

En su análisis de la interpretación que hace Freud de los biógrafos, que podríamos


aquí sustituir por los historiadores del arte, Kofman señalaba el juego de la ideali-
zación, de la identificación y también de la necesidad de mantener al artista como
alguien distinto y especial. Así, Freud dispone minuciosamente un espacio para
que el psicoanálisis funcione como un mediador entre el artista y el público. El
biógrafo/connoisseur/historiador del arte escribe desde una ambivalencia constante,
desde un deseo de acercar al artista y a la vez mantener una distancia, de gestionar la
admiración y la rivalidad en la que los deseos asesinos inconscientemente dirigidos
Parte I. Quemando el canon 51

hacia el padre y desplazados hacia el héroe admirado se gestionan mediante la maes-


tría del autor sobre su sujeto. La veneración teológica del artista vela su reverso, una
identificación narcisista con un héroe idealizado. La aplicación del psicoanálisis al
arte parece en sí asesina, puesto que trata de renunciar a estas inversiones infantiles
en la figura del artista/héroe, para permitir que el artista sea analizado y explicado
por los mecanismos psíquicos a los que todos estamos sometidos.

Por una parte, la obra de arte es una de las ramificaciones de lo que está reprimido
en el artista, y como tal es simbólica y sintomática. Puede descifrarse a partir de
huellas, de detalles minúsculos que señalan que la represión no ha sido del todo
lograda; este fracaso es lo único que abre un espacio de legibilidad en la obra33.

Para Freud no hay misterio en el arte; pero sí el desafío de descifrar sus sig-
nificados, desafío que no se suscita porque el artista sea diferente, sino como
resultado de la “normalidad” del artista, del hecho de que este sea como el resto
de nosotros.

El psicoanalista actúa como mediador entre el artista y el público, entre el padre


y el hijo, porque el hijo no puede soportar mirar a su padre a la cara más de
lo que puede confrontarse a su propio inconsciente. […] La contribución del
psicoanálisis a la biografía es haber mostrado que el artista no es más héroe o
gran hombre de lo que lo somos nosotros. La “aplicación” del psicoanálisis in-
vierte completamente la actitud de las biografías tradicionales. “Matar” al padre
quiere decir renunciar tanto a la idealización teológica como a la identificación
narcisista que da pie al deseo del sujeto de ser su propio padre. Pero también
significa respetar el superyó, que es el único que hace posible la renuncia al
principio de placer34.

Sarah Kofman sitúa a Freud, e indirectamente al psicoanálisis, como el “nuevo


iconoclasta”, desafiando la idealización religiosa y la identificación narcisista con
el artista de forma que se pueda superar “la infancia del arte” y llegar al ámbito
de la necesidad, donde la admiración idealizadora hacia el artista queda superada
por el análisis “adulto” de las obras artísticas en tanto textos que deben descifrar-
se. En última instancia, el análisis desmitificador revelará, según Freud, no a un
genio místico, “sino a un ser humano con quien nosotros podríamos sentirnos
en una cercanía distante”. Esta idea es de una importancia particular para el fe-
minismo en su lucha con el canon. Si introducimos en nuestras lecturas sobre la
52 Diferenciando el Canon

historia del arte demasiados apuntes acerca de la vida personal del artista —trau-
mas o experiencias específicamente femeninas, por ejemplo— o, si nos basamos
en nuestras propias experiencias vitales para ayudar a entender qué estamos mi-
rando, podrían rechazarnos por ofrecer unas lecturas demasiado subjetivas que
están insuficientemente contenidas por la necesaria objetividad de la distancia
histórica racional. Por otro lado, el feminismo puede reclamar de modo legítimo
estas ideas freudianas para apoyar la labor teórica de equilibrar la investigación
histórica con unas ideas cuidadosamente presentadas y desarrolladas a partir de
nuestras historias vividas acerca de la importancia de lo psicosimbólico en la ela-
boración y la interpretación de textos culturales.
El proyecto que propone Freud, sin embargo, que emerge en el mismo mo-
mento que la propia Historia del Arte llega a su madurez como disciplina, se ha
encontrado y aún se encuentra con una resistencia considerable, porque:

El psicoanálisis infligió al hombre una de sus tres grandes heridas narcisistas,


al deconstruir la idea de un sujeto autónomo dotado de autosuficiencia y au-
todominio, de hecho, un sujeto que era su propio creador. El narcisismo, sin
embargo, es esencialmente una fuerza de muerte, así que denunciarlo es trabajar
a favor de Eros35.

La lectura que hace Sarah Kofman de Freud, por lo tanto, establece dos registros.
Uno nos permite tener alguna intuición de lo que está en juego en la canonicidad,
en cuanto formalización de esta estructura religiosa-narcisista de idealización del
artista. La otra es hasta qué punto esa estructura está muy generizada. Padres, hé-
roes, rivalidades edípicas, no solo reflejan el sesgo específicamente masculino de
la atención de Freud. Apuntan a que, en términos estructurales, los mitos del arte
y del artista están moldeados dentro de la diferencia sexual y así lo representan en
la escena cultural. La pregunta fundacional de Linda Nochlin “¿Por qué no hay
‘grandes artistas mujeres’?” —con este añadido: “en el canon”— puede, mediante
este análisis, utilizarse para exponer las estructuras de narcisismo e idealismo del
canon, profundamente masculinistas36.
La cuestión, por lo tanto, es: ¿podríamos invertir esos elementos e insertar
una versión femenina? ¿Madres, heroínas, rivalidad edípica femenina, narcisismo
femenino, etc.? ¿Querríamos hacerlo? ¿O deberíamos intentar aliarnos con Freud
en el movimiento hacia una relación adulta, y no infantil, con el arte, buscando
desinvertirla incluso de un mito femenino, revisado, del artista, y dedicarnos al
análisis del enigma de los textos sin el obstáculo de esta idealización narcisista?
Parte I. Quemando el canon 53

Ilustración 1.3. Richard Samuel (fl. 1768-1787), Nine Living Muses, 1779, óleo sobre lienzo, 130 × 152,5 cm. Londres:
Royal Academy of Art. (De izquierda a derecha, sentadas: Angelica Kauffmann, Catherine Mabaulay, Elizabeth
Montagu; de pie: Elizabeth Carter, Anna Laetitia Barbauld, Elizabeth Linley-Sheridan, Hannah More, Charlotte Lennox)
54 Diferenciando el Canon

Seguramente querríamos estar de parte de Eros y no de Tánatos, del amor y el


deseo en nuestra escritura, y no de parte de la muerte, que, bajo la forma del
“asesinato” no consumado del padre/madre mediante la idealización del héroe/
heroína, ejerce una constante presión sobre la historia del arte.
Utilizando el análisis de Sarah Kofman de la estética de Freud, podemos en-
tonces dirigir el foco analítico al deseo feminista, a la inversión de las mujeres en
el arte y a las artistas que son mujeres (Ilustración 1.3). Planteo esta pregunta:
¿Qué es lo que hace que nos interesemos en artistas que son mujeres? Parece una
pregunta sencilla con una respuesta obvia. Pero ha sido únicamente el feminismo,
y no el hecho de ser una mujer, lo que ha permitido y generado este deseo y ha
creado, en su política, sus teorías y sus formas culturales, un apoyo representativo
que pueda liberar en el discurso aspectos del deseo femenino (que es, no obstante,
profundamente ambivalente) por la madre y, en consecuencia, por el conoci-
miento sobre las mujeres37. A la luz de lo anterior, sin embargo, cualquier deseo,
feminista o de otro tipo, parece ahora más complejo. ¿Por qué, como feminista,
me intereso por artistas que, debido al sexismo de la historia del arte, no ofrecen
ninguna recompensa en cuanto figuras canonizadas, culturalmente idealizadas?
¿Pueden las olvidadas mujeres artistas del pasado funcionar para mí como un
ideal narcisista? ¿Quiero elevarlas como heroínas semidivinas? ¿Qué estamos ha-
ciendo cuando intentamos que funcionen como tales (si es que, de hecho, pode-
mos hacerlo dentro de los regímenes actuales de la diferencia sexual)? ¿Y si deseo
algo distinto de estos relatos de mujeres? Es decir, ¿es posible hacer la labor que
quiero hacer sobre las mujeres artistas dentro de una disciplina apuntalada por
una estructura mítica y psíquica no reconocida que activamente obstaculiza el
descubrimiento histórico de la diferencia, que hace que las historias recordadas de
las mujeres no sean interesantes? La respuesta probablemente es no. Una escritura
de las historias del arte mediada por el deseo feminista, ¿marcaría una diferencia
de otro tipo, una diferencia antimítica, no heroica, y aun así capaz de analizar las
obras de arte en busca de las huellas de subjetividades que no son como yo, pero
que pueden hablarme “en lo (históricamente variable) femenino” debido a una
feminidad común?
Desde hace tiempo he sostenido que la “historia del arte”, en la medida en que
encarna y perpetúa este narcisismo dual y esta actitud religiosa hacia el artista como
núcleo de su disciplina, no puede sobrevivir al impacto del feminismo, una práctica
que, necesariamente, debe deconstruir ese núcleo si es que quiere poder hablar de
las prácticas artísticas de las mujeres. Pero aquí quiero proponer que apliquemos las
intuiciones teóricas que hemos adquirido de la obra de Freud sobre los connoisseurs
Parte I. Quemando el canon 55

a la práctica feminista. Aquí precisamente hay un espacio para la intervención fe-


minista. Incluso aunque el psicoanálisis freudiano en último término privilegia el
lugar del Padre, entendiendo todos los relatos culturales como modelados sobre las
angustias edípicas masculinas, y, como aquí, haciendo que el Padre/Héroe ocupe
un lugar central en su análisis de la historia del arte, en su teoría ofrece una manera
de exponer los deseos y las fantasías que hasta ahora han hecho que sea inconcebible
imaginar a las mujeres en el canon. Las mujeres, en tanto que representantes de la
Madre, no son Héroes. La historia de la relación femenina con la Madre adopta
un curso totalmente diferente. Por eso empezaré el libro leyendo la obra de artistas
canónicos en busca de huellas de lo maternal.
Las historiadoras de arte pueden incurrir en la identificación, la idealización
y la fantasía narcisista, puesto que muchos de los procesos psíquicos que Freud
analizó son comunes a los sujetos masculinos y femeninos en la formación pree-
dípica, y, lo que es más importante, porque, en ausencia de otras leyendas, mitos
e imágenes, las mujeres construyen subjetividades hibridizadas con el bricolage de
lo que ofrece la cultura falocéntrica. La cultura falocéntrica, sin embargo, se basa
en sustituciones y represiones, especialmente de la Madre. Si uno de los proyec-
tos clave del psicoanálisis es leer buscando las huellas de la represión incompleta,
una manera de avanzar sería, por lo tanto, leer a contrapelo paterno en busca de
lo materno. Podemos leer en busca de la Madre, de manera global, en la obra de
artistas que son hombres y que son mujeres, aunque descubriremos especificida-
des y diferencias que no son la diferencia única que decreta la lógica fálica. Esto
proporciona un territorio en el que podemos tanto deconstruir el mito del “gran
hombre” como, después, leer productivamente las obras de artistas hombres más
allá de sus limitados y repetitivos estribillos. De este modo, podría hablarse de
los mitos, las figuras y las fantasías que nos permitirían ver lo que han hecho las
mujeres artistas, leer buscando las inscripciones en lo femenino para proporcionar,
con nuestra escritura crítica, un apoyo figurativo para los deseos femeninos en un
espacio que pueda también albergar los deseos masculinos en conflicto, liberados
de su envoltura teológica en la imagen idealizada del artista canónico. Además,
las diferencias entre los hombres que actualmente se reconocen tan solo en la
supresión de todos los egos ideales del grupo con la excepción de uno, pueden
articularse sin la angustia que acecha incluso la escritura de Freud cuando tiene
que abordar la homosexualidad de Leonardo38. La diferencia ya no será la línea
de demarcación entre lo canónico y lo no canónico, sino el tema mismo que
abordemos de manera compleja en el ampliado y más comprensivo análisis de la
cultura, liberado de la idolatría hacia el Padre blanco y el Héroe blanco.
56 Diferenciando el Canon

1 Rivkin, Ellis, The Shaping of Jewish History: A Radical New Interpretation, Nueva York, Scribner,
1971, p. 30.
2 Lacapra, Dominick, “Canons, Texts and Contexts”, en Representing the Holocaust: History, Theory,
Trauma, Ithaca, Cornell University Press, 1994, p. 19.
3 Thoré, Théophile, “Van der Meer of Delft”, Gazette des Beaux Arts 71, 1866, pp. 297-330, 458-470,
542-575; “Frans Hals”, Gazette des Beaux Arts 24, 1868, pp. 219-230, 431-448; Scheller, R. W.,
“Rembrandt’s Reputatie Houbraken tot Scheltema”, Nederlands KunsthistorischeJaarboek 12,
1961, pp. 81-118; Heiland, S. y Lüdecke, H., Rembrandt und die Nachwelt, Leipzig, 1960; Reff, T.,
“Manet and Blanc’s Histoire des Peintres”, Burlington Magazine 107, 1970, pp. 456-458.
4 Clark, Kenneth, “What is a Masterpiece?”, Portfolio, febrero-marzo 1980, p. 53.
5 Bloom, Harold, The Anxiety of Influence, Oxford, Oxford University Press, 1973 [ed. esp.: La
angustia de las influencias, Francisco Rivera (trad.), Caracas, Monte Ávila, 1991]; Pollock, Griselda,
Avant-garde Gambits: Gender and the Colour of Art History, Londres, Thames & Hudson, 1992.
6 Gates Jr., Henry Louis, Loose Canons: Notes on the Culture Wars, Nueva York y Oxford, Oxford
University Press, 1992.
7 Gates Jr., Henry Louis, “Whose Canon Is It Anyway?”, New York Times Book Review, 26 febrero de
1989, sección 7, 3, reimpreso en versión revisada en Loose Canons, como “The Master’s Pieces:
On Canon Formation and the African-American Tradition”, pp. 17-42.
8 Ibíd., p. 4.
9 Morrison, Toni, Playing in the Dark: Whiteness and the Literary Imagination, Cambridge, Mass. y
Londres, Harvard University Press, 1992, p. 5 [ed. esp.: Jugando en la oscuridad, Pilar Vázquez
(trad.), Madrid, Ediciones de Oriente y el Mediterráneo, 2019].
10 Parker, Rozsika y Pollock, Griselda, Old Mistresses: Women, Art & Ideology, Londres, Pandora
Books, 1981 [nueva ed.: Londres, Rivers Oram Press, 1996] [ed. esp.: Maestras antiguas: mujeres,
arte e ideología, Raquel Vázquez (trad.), Tres Cantos, Akal, 2021].
notas

11 Gorak, Jan, The Making of the Modern Canon: Genesis and Crisis of a Literary Idea, Londres, Athlone
Press, 1991; Von Hallberg, Robert (ed.), Canons, Chicago, Chicago University Press, 1984; Lauter,
Paul, Canons and Contexts, Nueva York, Oxford University Press, 1991 y un número especial de
Salmagundi, 72, 1986. Los desafíos feministas al canon comenzaron en la década de 1970. Linda
Nochlin (que tomó la iniciativa de cuestionar el canon histórico del arte en “Why Have There Been No
Great Women Artists?”, en Thomas B. Hess, y Elizabeth C. Baker (eds.), Art & Sexual Politics, Nueva
York y Londres, Collier Macmillan, 1973) organizó una sesión en 1991 en la College Art Association
(CAA) de Nueva York llamada Firing the Canon, que fue el primer lugar en el que yo expuse estos
argumentos. Salomon, Nanette, “The Art Historical Canon: Sins of Omission”, en Joan Hartmann
y Ellen Messer-Davidow, (En)gendering Knowledge: Feminism in Academe, Knoxville, University of
Tennessee Press, 1991, pp. 222-236; Rifkin, Adrian, “Art’s Histories”, en Al Rees y Frances Borzello
(eds.), The New Art History, Londres, Camden Press, 1986, pp. 157-163. Véase “Rethinking the
Canon”, una colección de ensayos, en Art Bulletin 78, 2, junio de 1996, pp. 198-217.
12 Se le preguntó a H. W. Janson el porqué de esa omisión y afirmó que nunca había habido una mujer
artista que hubiera cambiado la trayectoria de la historia del arte y, por lo tanto, que mereciera la
inclusión en su obra. Salomon, Nanette, op. cit., p. 225.
13 Hardy Aiken, Susan, “Women and the Question of Canonicity”, College English 48, 3, marzo de
1986, pp. 288-299.
14 Ibíd., p. 297.
15 Ibíd., p. 298.
16 Ibíd.
17 Bloom, Harold, The Western Canon: The Books and Schools of the Ages, Nueva York, Harcourt &
Brace, 1994, p. 3 [ed. esp.: El canon occidental, Damián Alou (trad.), Barcelona, Anagrama, 1995].
18 De Lauretis, Teresa, “The Technology of Gender”, en Technologies of Gender: Essays on Theory,
Film and Fiction, Londres, Macmillan, 1987, p. 25.
Parte I. Quemando el canon 57

19 Ibíd., p. 26.
20 Barthes, Roland, “Myth Today”, en Mythologies [1957], Annette Lavers (trad.), Londres, Paladin
Books, 1973 [ed. org.: Mythologies, París, Éditions du Seuil, 1957; ed. esp.: Mitologías, Buenos
Aires, Siglo xxi, 1980].
21 “Lo que el mundo aporta al mito es una realidad histórica, definida […] por la manera en la que los
hombres la han producido o empleado; y lo que el mito da de vuelta es una imagen natural de esta
realidad.” Ibíd., p. 142.
22 Williams, Raymond, Marxism and Literature, Oxford, Oxford University Press, 1977, p. 115 [ed.
esp.: Marxismo y literatura, Guillermo David (trad.), Buenos Aires, Cuarenta ríos, 2010].
23 Ibíd.
24 Ibíd., p. 116.
25 Spivak, Gayatri Chakravorty, “Imperialism and Sexual Difference”, Oxford Literary Review 8, 1-2,
1986, p. 225.
26 Williams, Raymond, op. cit., p. 118.
27 Freud, Sigmund, New Introductory Lectures [1933], Penguin Freud Library, 2, Harmondsworth,
Penguin Books, 1973 [ed. org.: Neue Folge der Vorlesungen zur Einfuhrung in die Psychoanalyse,
G.S., 12, 151; G.W., 15; ed. esp.: Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis (1933), José
Etcheverry (trad.), Buenos Aires, Amorrortu, 2017].
28 Kofman, Sarah, The Childhood of Art: An Interpretation of Freud’s Aesthetics, Winifred Woodhull
(trad.), Nueva York, Columbia University Press, 1988, p. 11 [ed. org.: L’enfance de l’art: Une
interprétation de l’esthétique freudienne, París, Payot, 1970; ed. esp.: El nacimiento del arte. Una
interpretación de la estética de Freud, Patricio Cantó (trad.), Buenos Aires, Siglo xxi, 1973].
29 Ibíd., p. 15.
30 En este punto siempre hay quien se altera, porque parece sugerir que se está llamando infantiles a
determinadas poblaciones que aún se aferran a estas formas de religión. El error es suponer que

notas
el estadio infantil es propio de la infancia, así como que se supera alguna vez. Las experiencias
arcaicas y sus fantasías correspondientes siguen siendo un rico recurso y un condicionante de
peso en el comportamiento adulto. Infantil es un término técnico y se refiere tanto a los momentos
fundacionales de las historias psicológicas individuales como a un registro continuado de sentidos
y afectos en el sujeto humano.
31 Kofman, Sarah, op. cit., p. 18.
32 Freud, Sigmund, “Leonardo da Vinci and a Memory of His Childhood” [1910], en Penguin
Freud Library, 14, Harmondsworth, Penguin Books, 1985, pp. 143-232 [ed. org.: Fine
Kindheitserinnerung des Leonardo da Vinci, G.S., 9, 371; G.W., 8, 128; ed. esp.: Un recuerdo infantil
de Leonardo Da Vinci, José Etcheverry (trad.), Buenos Aires, Amorrortu, 2014].
33 Kofman, Sarah, op. cit., p. 15.
34 Ibíd., p. 20.
35 Ibíd., p. 21.
36 La primera versión de este famoso ensayo, publicado en Vivian Gornick y Barbara K. Moran (eds.),
Woman in a Sexist Society, Nueva York, Basic Books, 1971, pp. 480-511, llevaba ese título. La
publicación posterior en Thomas B. Hess y Elizabeth C. Baker (eds.), Art & Sexual Politics, Nueva York
y Londres, Collier Macmillan, 1973 se titula: “Why Have There Been No Great Women Artists?”
37 Me apoyo aquí en los argumentos de Silverman, Kaja, en The Acoustic Mirror, Bloomington, University
of Indiana Press, 1988, p. 125, sobre la manera en que el feminismo se basa en los “recursos libidinales
del complejo de Edipo negativo”, refiriéndose este último al deseo edípico de la niña por la madre, así
como su identificación con ella en la formación de su propia feminidad. Ese deseo, presente en todas
las mujeres, está reprimido por la cultura. Este comentario no quiere decir que el feminismo descubriera
el deseo sexual centrado en la mujer, sino que desató dentro de una corriente cultural ese elemento del
inconsciente femenino al que lo Simbólico falocéntrico niega el apoyo representacional.
38 Freud, Sigmund, “Leonardo da Vinci and a Memory of His Childhood”, op. cit.
58 Diferenciando el Canon

Ilustración 2.1. Adélaïde Labille Guiard (1749-1803), Autorretrato con dos alumnas: la señorita Marie Capet
(1761-1818) y la señorita Carreaux de Rosemond (fl. 1788), 1785, óleo sobre lienzo, 210,8 × 151,1 cm. Nueva York.
Museo de Arte Metropolitano
Parte I. Quemando el canon 59

DIFERENCIANDO: EL ENCUENTRO
DEL FEMINISMO CON EL CANON

El encuentro del feminismo con el canon ha sido complejo y se ha producido


en muchos niveles: político, ideológico, mitológico, metodológico y psicosim-
bólico. Quiero plantear una serie de estrategias que se corresponden con las
posturas, relacionadas pero también contradictorias, que ha adoptado el en-
frentamiento del feminismo con el canon a partir de que el movimiento de
las mujeres entrara por primera vez en las guerras culturales, a principios de la
década de 1970. Estas diferentes posturas representan momentos tácticos, cada
uno de ellos tan necesario como contradictorio, mientras que la acumulación
de nuestras prácticas y de nuestra actividad de pensamiento está empezando a
producir una disonancia crítica y estratégica con respecto a la historia del arte
que nos permite imaginar otras formas de ver y de leer las prácticas visuales,
distintas a las encerradas dentro de la formación canónica.

TRES POSICIONES

primera posición

El feminismo se enfrenta al canon en cuanto es una estructura de exclusión

La tarea inmediata posterior a 1970 fue la necesidad absoluta de rectificar los


huecos en el conocimiento histórico producidos por la omisión sistemática
de las mujeres de todas las culturas en la historia del arte (Ilustración 2.1)1. El
único lugar donde se podía atisbar la obra de una mujer era en los sótanos o
en los almacenes de los museos nacionales2. La recurrente reacción de sorpresa
que nosotras, como docentes, conferenciantes y escritoras, observamos regular-
mente en el alumnado de cada nueva clase o en el público nuevo de nuestras
conferencias sobre mujeres artistas cuando descubren que ha habido mujeres
artistas en general, y que, además, han sido tantas y tan interesantes, es prueba
de la reiterada necesidad de esta investigación básica. Las evidencias de la parti-
60 Diferenciando el Canon

cipación continua de las mujeres en las bellas artes siguen siendo el paso funda-
mental para exponer el carácter selectivo del canon y sus sesgos de género. Pero,
a pesar del volumen en aumento de las investigaciones y de las publicaciones
sobre artistas que son mujeres, la Tradición sigue siendo la tradición, con las
mujeres en sus compartimentos especiales y separados, o añadidas como suple-
mentos de corrección política. En el Relato sobre el Arte, las artistas mujeres son
un contrasentido, un añadido incomprensible, disponible en nuestros tiempos
postfeministas para aquellas mujeres interesadas en leer sobre esta marginalia.
La verdadera historia del arte sigue sin haber sido afectada en lo esencial porque
su centro mitológico y psíquico no tiene que ver de manera fundamental o ex-
clusiva con el arte o con sus historias, sino con el sujeto masculino occidental,
con sus apoyos míticos y sus necesidades psíquicas. El Relato del Arte es un
Relato ilustrado del Hombre. Con ese fin y, paradójicamente, necesita invocar
de forma constante una feminidad concebida como lo otro negado, que es lo
único que permite la inexplicada sinonimia entre hombre y artista.
Sin embargo, como apunta de manera tan sugerente la expresión “Maestra
Antigua”, empleada por primera vez en 1972 por Ann Gabhart y Elizabeth
Broun, la exclusión de las mujeres es algo más que un mero descuido3. No hay
un término equivalente de valoración y respeto para las grandes maestras del
arte que pueda compararse con el de los maestros antiguos que forman la sus-
tancia misma del canon. Estructuralmente, sería imposible volver a admitir a
las mujeres artistas excluidas, como Artemisia Gentileschi o Mary Cassatt, a un
canon ampliado, sin malinterpretar de manera radical su legado artístico o sin
que se produzca un cambio de peso en el concepto mismo de canon en cuanto
el discurso que legitima el arte que debemos estudiar. A nivel político el canon
está “en lo masculino”, así como en el plano cultural es “de lo masculino”. Esta
afirmación no resta valor a la labor vital e importantísima que se ha llevado a
cabo en la investigación, la documentación y el análisis de las mujeres artistas
en antologías, monografías y estudios exhaustivos. Los términos establecidos
por la tradición selectiva hacen que revisar por completo el olvido de las mu-
jeres artistas sea un proyecto imposible, porque una revisión de este tipo no se
enfrenta a dichos términos, que son los responsables de ese olvido. Así pues,
después de más de veinte años de labor feminista rectificando los huecos del ar-
chivo, aún nos enfrentamos a la siguiente pregunta: ¿Cómo podemos conseguir
que el trabajo cultural de las mujeres sea una presencia efectiva en el discurso
cultural, que cambie tanto el orden del discurso como la jerarquía de género en
un único y mismo movimiento deconstructivo?
Parte I. Quemando el canon 61

segunda posición

El feminismo se enfrenta al canon como una estructura de subordinación y domi-


nación que margina y relativiza a todas las mujeres según su lugar en las estructu-
raciones contradictorias del poder: raza, género, clase y sexualidad.

En respuesta no solamente a la exclusión sino a la devaluación sistemática de


cualquier aspecto estético asociado con las mujeres, las feministas han intenta-
do valorizar las prácticas y los procedimientos que practican especialmente las
mujeres que carecen de estatus en el canon, o que se relacionan con ellas, por
ejemplo el arte fabricado con textiles y cerámica4. Patricia Mainardi escribía en
1973:

Las mujeres siempre han creado arte. Pero las artes más valoradas por la sociedad
masculina les han estado vedadas a las mujeres únicamente por ser mujeres. En
lugar de dedicarse a ellas, han invertido su creatividad en las artes de la aguja,
que existen en una variedad increíble, y que, de hecho, son una forma de arte
universal femenina que transciende la raza, la clase y las fronteras nacionales. El
de la aguja es un arte en el que las mujeres controlaban la educación de sus hijas
y la producción de arte, en el que eran también la crítica y el público. […] Es
nuestra herencia cultural5.

Las obras tejidas, bordadas o cosidas de las mujeres han revelado que el inten-
to del canon occidental de valorar por encima de todas las demás su cultura
de las bellas artes mediante una jerarquía de medios, instrumentos y mate-
riales reviste un carácter problemático. Crear arte con pigmentos y lienzos,
mármol o bronce se ha convertido en algo culturalmente más avanzado que
hacerlo con telas e hilos, madera, arcilla y pigmentos. Las feministas, sin
embargo, han defendido que en el textil reside un valor cultural profundo,
más allá de su valor utilitario, y que constituye un espacio de producción
de significados culturales (religiosos, políticos, morales, ideológicos). Así,
la división canónica entre las formas de arte manuales e intelectuales, entre
las prácticas auténticamente creativas y las meramente decorativas, ha sido
desafiada en nombre no solo de las mujeres occidentales sino de las culturas
no occidentales en general. Al mostrar cómo el arte del bordado, que en
un momento dado fue la forma cultural más valorada de la cultura ecle-
siástica medieval, fue progresivamente desprofesionalizado, domesticado y
62 Diferenciando el Canon

feminizado, las historiadoras del arte feministas han denunciado tanto la


relatividad de las valoraciones culturales como la relación íntima entre el
valor y el género6.
Las prácticas culturales que suelen minusvalorarse porque se identifican
(de manera incorrecta) con lo doméstico, lo decorativo, lo utilitario, lo
diestro —cosas todas ellas que la lógica patriarcal caracteriza de manera ne-
gativa como “femeninas”— aparecen como meros ejemplos de la diferencia
y confirman paradójicamente (en lugar de cuestionarlo) el estatus canónico
—normativo— del resto de las prácticas de los varones. Aquí tenemos un
buen ejemplo de lo que supone estar atrapadas en un binarismo en el que
la valoración inversa de lo que hasta el momento había sido devaluado no
quebranta en absoluto el sistema de valores. No obstante, el discurso femi-
nista sobre y desde la posición marginada, que interrumpe la historia del
arte mediante una voz política que desafía las jerarquías del valor, sí tiene
una fuerza subversiva. Pelea dentro de la estructura subyacente que yo me
empeño en exponer: el arte es a menudo un debate disfrazado sobre el gé-
nero. Así pues, la base de la revalorización de las colchas de retales tejidas y
cosidas reside en el cambio en la apreciación de la labor y la creatividad de
la esfera doméstica, o en la valoración de las tradiciones de las elecciones
y problemas estéticos de las mujeres de clase obrera. Dentro de la división
categórica de los géneros hay un realineamiento de lo que se valora esté-
ticamente mediante el establecimiento de relaciones más complejas entre
el arte y las experiencias sociales de sus productoras, que pertenecen a una
clase y a un género concretos.
La dificultad sigue estribando, no obstante, en que, cuando habla de las
mujeres y desde ellas, el feminismo confirma la concepción patriarcal de
que la mujer es el sexo, el signo del género, perpetuamente el Otro parti-
cular y sexualizado de un signo universal Hombre que parece transcender
su sexo para representar a la Humanidad. Este interés en el arte que se
queda apegado a las prácticas de la vida cotidiana también mantiene este
arte vinculado al ámbito de la Madre. Los temas del Otro y de la Madre,
siempre potentes recursos para la resistencia, nos atrapan no obstante en un
compartimento regresivo de una narración patriarcal y de una mitificación
de la Cultura como el ámbito del Padre y del Héroe. Por lo tanto, hablar
abiertamente de la cuestión reprimida del género equivale a confirmar las
peores sospechas de la cultura dominante, es decir, que, si a las mujeres se
les permite hablar, de lo único que saben hablar es de (su) sexo.
Parte I. Quemando el canon 63

tercera posición

El feminismo se enfrenta al canon en cuanto estrategia discursiva en la producción y


reproducción de la diferencia sexual y de sus complejas configuraciones con el género
y los modos de poder relacionados.

Deconstruir las formaciones discursivas conduce a la producción de cono-


cimientos radicalmente nuevos que contaminan los dominios en apariencia
“agenéricos” del arte y de la historia del arte mediante la insistencia en que el
“sexo” está en todas partes. El canon se vuelve visible como enunciación de
la masculinidad occidental, ya ella misma saturada por su propia formación
sexual traumatizada. La diferencia clave con la segunda posición es esta. Con
el mismo gesto por el que confirmamos que la diferencia sexual estructura
las posiciones sociales, las prácticas culturales y las representaciones estéticas
de las mujeres, también sexualizamos y, por lo tanto, desuniversalizamos lo
masculino, exigiendo que el canon se reconozca como un discurso generizado
y que engen(e/d)ra7. No es una cuestión de sexismo a la inversa. Esta tercera
estrategia supera el sexismo y su inversión directa nombrando las estructuras
que implican tanto a hombres como a mujeres porque producen de manera
relativa la masculinidad y la feminidad, suprimiendo, en el mismo movi-
miento, la complejidad de las sexualidades que desafían este modelo de sexo
y género. La interrupción feminista de la división (hetero)sexual naturalizada
identifica las estructuras de la diferencia sobre las que se erige el canon, anali-
zando los mecanismos que emplea para mantener únicamente esa diferencia:
la mujer como Otro, sexo, carencia, metáfora, signo, etc.
Esta tercera posición ya no opera desde dentro de la historia del arte como
una protesta o un correctivo a la disciplina. Su propósito no es la equidad.
No solo busca que haya más mujeres en los libros de historia del arte o una
mejor cobertura de las artes decorativas en comparación con las bellas artes
(primera postura). Tampoco opera desde fuera, o en los márgenes, no expresa
la absoluta diferencia de las mujeres, valorando la esfera femenina (segunda
postura). Implica un desplazamiento, desde los espacios estrechamente limi-
tados de la historia del arte en su calidad de formación disciplinaria, hacia
un espacio de sentido emergente y opositor que llamamos el movimiento de
las mujeres, que no es un lugar aparte, sino un movimiento a través de los
campos discursivos y de sus bases institucionales, a través de los textos de la
cultura y de sus cimientos psíquicos.
64 Diferenciando el Canon

El juego con la palabra “movimiento” nos permite seguir teniendo presente la


colectividad política en la que debe basarse la labor feminista y, al mismo tiempo,
nos permite rechazar su encierro dentro de una categoría llamada feminismo. El
feminismo no solo será un enfoque más en la pluralización caótica a la que una
historia del arte amenazada recurre desesperadamente con la esperanza de conser-
var su hegemonía mediante la incorporación táctica. El concepto de movimiento
se asocia también con lo que hace el ojo mientras lee un texto: la re-visión, en los
términos de Adrienne Rich. Leer se ha convertido en un significante cargado de
un nuevo tipo de práctica crítica, re-leer los textos de nuestra cultura de manera
sintomática, buscando tanto lo que no se dice como lo que sí. El significado se
produce en los espacios intermedios y eso es lo que estamos moviendo a través de
los cánones, las disciplinas y los textos, para escuchar, ver y entender de nuevo.
Precisamente, fue a través de estos movimientos entre las formaciones disciplina-
rias, entre la academia y la calle, entre lo social y lo cultural, entre lo intelectual y
lo político, entre lo semiótico y lo psíquico, como las mujeres pudieron aprehen-
der las interrelaciones entre las formaciones dominantes en torno a la sexualidad
y el poder que dan forma a los signos externos y visibles de los hábitos concretos
y los procedimientos profesionales de una disciplina o una práctica pero quedan
a la vez ocultas por ellos.
Así, desde el espacio nuevo y las nuevas relaciones entre mujeres que operan
en muchos campos creados por la aparición del movimiento de las mujeres,
las feministas intervienen en la historia del arte para generar formas ampliadas
para las historias del arte8. Yo misma estudio algunos de los objetos que estu-
diaría el historiador canónico del arte —Van Gogh, Toulouse-Lautrec, Degas,
Manet— así como los que la historia del arte ignora: Artemisia Gentileschi,
Mary Cassatt, Lubaina Himid. Empleo algunos de los mismos procedimientos
y examino algunos de los mismos documentos. Pero trabajo desde y sobre otro
ámbito de estudio, que produce un objeto diferente. Michel Foucault definía
un discurso no por los objetos dados que estudia, sino por los objetos que pro-
duce. Así, la historia del arte no puede entenderse simplemente como el estu-
dio de los artefactos artísticos y de los documentos que el tiempo ha depositado
en el presente. La historia del arte es un discurso en la medida en que crea un
objeto: el arte y el artista. Desde el “espacio fuera de campo” del feminismo,
no confirmo el estatus místico del objeto arte ni el concepto teológico del ar-
tista, que son los proyectos centrales del discurso histórico del arte. El terreno
que exploro es el proceso sociosimbólico de la sexualidad y la constitución del
sujeto dentro de la diferencia sexual, que a su vez se sitúa dentro del campo de
Parte I. Quemando el canon 65

la historia, en cuanto moldea y es moldeada dentro de una historia de repre-


sentaciones visuales compuestas con intención estética. La frase “el sujeto en la
diferencia” nos traslada más allá de cualquier idea fija de la masculinidad o de la
feminidad, nos lleva al proceso dinámico de la subjetividad constituida social e
históricamente en el nivel psicosimbólico, que es el nivel en el que las culturas
se inscriben sobre cada persona sexuada, hablante.
La historia se concibe tradicionalmente en términos de cambios acelerados,
impulsados por el desarrollo de los acontecimientos. La escuela de historiadores
franceses de los Annales, sin embargo, centró su atención en el impacto sobre
la vida social y cultural de factores que tenían una larga duración, como el cli-
ma, la localización geográfica, la producción alimentaria, la cultura y el folklo-
re establecido. Muchas cosas que debido a su temporalidad extensa parecen ser
ahistóricas pueden así entenderse de manera diferente, como históricas. Julia
Kristeva ha asumido este desafío reflexionando sobre los temas de la diferencia
sexual y de su inscripción mediante formaciones psíquicas que tienen historias
tan largas —como el orden falocéntrico en Occidente— que acaban por parecer
hechos naturales e inmutables9. Las teorías de Freud sobre la subjetividad y el
sexo a menudo se consideran universalistas y ahistóricas por las mismas razones.
Claramente la sexualidad y la subjetividad tienen historias en distintos planos y
temporalidades; cambian bajo la fuerza de los levantamientos sociales, políticos
y económicos, mientras que, en otros niveles, siguen siendo más constantes10. El
feminismo —un producto de una coyuntura histórica moderna que se fecha a
partir de mediados del siglo xix— tiene una longue durée en la que aún estamos,
a finales del siglo xx, esperando a que termine su misión: la modernización de la
diferencia sexual, que ha atravesado diversas fases, desde lo filosófico a lo político
y ahora a lo corpóreo, lo sexual, lo semiótico y lo psicológico. Pero este intento
de modernización puede también leerse como un nuevo capítulo de la historia de
las antiguas estructuras de la diferencia sexual. La teoría feminista, en su contem-
poránea complejidad arraigada en sus legados históricos, puede ahora imaginar
y diseñar un desafío a la longue durée de las estructuras profundas de los sistemas
patriarcales o falocéntricos de todo el mundo, que han prevalecido durante tanto
tiempo y que han acabado por parecer “un hecho natural”. Por eso, el psicoanáli-
sis es uno de los principales aliados en las intervenciones feministas en los campos
de la historiografía y la historia del arte. Se ha convertido en el recurso teórico
provisoriamente necesario dentro de la modernidad, que nos permite operar en
la cúspide de estas temporalidades entrecruzadas, aunque a menudo ampliadas,
del sexo, la subjetividad y la diferencia.
66 Diferenciando el Canon

Según el discurso psicoanalítico, cada sujeto, cada sexo, cada identidad ex-
perimenta procesos y estructuras de diferenciación que, sin embargo, aparecen
en las representaciones culturales, desde el lenguaje hasta el arte, como posicio-
nes separadas, como sexos fijos, como identidades distintivas que no necesitan
de una producción. Salir de la representación de una diferencia innata, anató-
mica o biológicamente determinada, y encaminarse hacia los procesos siempre
inestables y desintegradores de la diferenciación psicológica y semiótica, con el
juego siempre dinámico de la subjetividad, crea espacios para una diferencia-
ción feminista de la canonicidad, que es un elemento en la política más amplia
de la diferenciación de los órdenes actuales de la diferencia sexual.
Si esta alianza con las historias del sujeto y con las teorías de su sexuación
nos permite desestabilizar la imagen ilusoria del sujeto masculino, también
deshace todo mito comparable de la feminidad, la idea de que la feminidad es
algo o tiene una esencia, que es el opuesto de la masculinidad, que lo femenino
es, en cualquier sentido, menos conflictivo o deseante. Para el sujeto femenino,
por definición, debe haber una subjetividad tan compleja, ambivalente, con-
tradictoria y precaria. En algunos momentos ambos comparten procesos com-
parables en su formación arcaica. Pero están sometidos a marcas de distinción
allí donde una cultura ya erigida sobre la diferencia del sexo se anticipa a sus
sujetos aún no formados con unas expectativas fijas y que fijan. Estos signos
culturales de un sistema concreto de la diferencia sexual son la señal de entrada
que el análisis feminista escoge para su enfrentamiento con el falocentrismo.
Pero lejos de limitarse a repudiar cualquier señal de feminidad y de diferencia
femenina como el efecto de un sistema falocéntrico, el feminismo también re-
conocía que en las variaciones, etiquetadas como femeninas, de las trayectorias
que conducen a la sexuación (inestable) de la subjetividad se sitúan las fuentes
del placer en y de lo femenino y la articulación de deseos femeninos específica-
mente confrontacionales.
Por supuesto, hay feminidades en plural, más que una feminidad y punto. El
enfrentamiento entre las lecturas feministas y el canon debe desordenar el fami-
liar régimen de la diferencia, pero no en el nombre de una indiferenciación liberal
(somos todos seres humanos) ni en términos de una diferencia absoluta y funda-
mental (hombres contra mujeres) (¿Qué hombres? ¿Y qué mujeres?). El proyecto
de una crítica feminista se emprende en nombre de quienes sufren más los efectos
de un régimen de la diferencia que impone su precio a todos los sujetos que cons-
tituye. Quienes viven bajo el signo de Mujer, marcadas como “femeninas”, tienen
un interés especial en la deconstrucción del falocentrismo y un propósito concre-
Parte I. Quemando el canon 67

to para la comprensión ampliada de todas las subjetividades y de sus condicio-


nes sociales, al que contribuyen las relecturas feministas. El término “femenino”
puede, por lo tanto, entenderse radicalmente para designar tanto al otro negado
del modelo falocéntrico —una ausencia— como a la potencialidad aún ignota
de lo que hay más allá de la imaginación falocéntrica —una ampliación—. Lo
femenino es, por lo tanto, una “diferencia de” la norma y el significante de una
estructura de subjetividad potencialmente diferenciadora.
Las intervenciones feministas deben implicar una concepción materialista
y social de lo que Gayle Rubin ha denominado “la economía política del se-
xo”11. Del mismo modo, al abordar lo social mediante la subjetividad como
proceso, necesitamos atender a un ámbito interrelacionado pero también irre-
ductible, teorizado por el psicoanálisis: el ámbito psicosimbólico12. El sujeto
de esta teoría está escindido, es consciente e inconsciente, y se forma mediante
su implicación en el empleo de símbolos, es decir, del lenguaje, que lo separa
radicalmente de su materialidad nunca conocida por completo. El sujeto es una
acumulación de pérdidas y separaciones que lo hacen derivar lejos del cuerpo
y el espacio de la madre, creando, en esa división, fantasías retrospectivas sobre
la completitud, la unidad y la indiferenciación. Es aquí donde el terror de la
diferencia marca por primera vez al sujeto masculino con una angustia hacia el
otro, que está significado por lo femenino. La división que se produce en su de-
venir sujeto, que se señala mediante el acceso al ámbito Simbólico del lenguaje,
y que cada cultura moldea de maneras específicas, genera otro espacio de signi-
ficación, que acompaña siempre al sujeto hablante. Esto es lo que Freud llama
el inconsciente. El inconsciente es el lugar de determinación activa de todo lo
que se reprime a partir del largo y duro viaje que el individuo emprende para
convertirse en sujeto, dentro del sexo y el lenguaje. Lo que no se admite en la
consciencia por parte del orden regulado de la cultura, por el orden Simbólico, es
remodelado por su transformación en el otro régimen de significación que carac-
teriza al inconsciente, y se nos da a conocer únicamente mediante sueños, lapsus
y en una represión incompleta que sale a la superficie en las prácticas estéticas. A
su vez, lo reprimido se convierte en una especie de inconsciente estructurante
del sujeto, quien, tanto a consecuencia del inconsciente cultural encarnado en
el lenguaje al que accede, como debido al inconsciente individual producido
por su singularidad familiar y su historia social, vive en una condición para-
dójica de no saber perpetuamente qué es, pese a estar colmado de ilusiones y
representaciones que fabrican una identidad que sigue ignorando sus condicio-
nes reales de existencia.
68 Diferenciando el Canon

SOBRE LA DIFERENCIA Y LA DIFFÉRANCE

La diferencia, definida sociológicamente como diferencia de género y conce-


bida en fechas más recientes como una posición psíquica y lingüística me-
diante el psicoanálisis, entendida como diferencia sexual, ha desempeñado un
papel esencial en la teoría feminista. La diferencia significa la división entre
“hombres” y “mujeres” cuyo resultado es una jerarquía en la cual a quienes
están situadas dentro de la categoría social del género femenino o asignadas
a la posición psicolingüística como femeninas se les valora negativamente en
relación a lo masculino u “hombre”. El filósofo francés Jacques Derrida ha
inventado un término nuevo, différance, para expresar dos sentidos del verbo
francés différer: “Por una parte [différer] indica la diferencia entendida como
distinción, inequidad o discernibilidad; por otro lado, expresa la interposición
de un retraso, el intervalo de espaciar y temporalizar que relega a “después” lo
que se niega en el presente”13. Este segundo sentido se acerca más al verbo dife-
rir en castellano (defer en inglés). Lo importante aquí es que el lenguaje, cuyos
significados son producidos por las diferencias (más que en términos positivos),
trata de fijar las distinciones necesarias para que haya un significado, mientras
que estructuralmente socava cualquier carácter fijo del significado, puesto que
todo significado se apoya en lo que no se ha dicho, es decir, en todo el resto
de significantes dentro del sistema en su conjunto, o en un grupo de ellos, que
están ahí esperando, apoyando negativamente al significante que ha sido pro-
nunciado o escrito.
Hombre y Mujer, dos términos que afirman mutuamente una diferencia apa-
rentando ser los polos fijos de una oposición natural, no son sino dos significan-
tes relativos en una cadena descendente cuyo significado se difiere de manera
constante. Hombre no puede significar nada sin ese otro término cuya copre-
sencia en el significado mismo de cada uno de los dos términos socava el tipo de
valor o significado fijo que Hombre trata de afirmar y contener. Différance no es
un concepto que reemplaza a diferencia. Lo desafía, desbordando y alterando la
“economía clásica del lenguaje y la representación”, que es el instrumento de la je-
rarquía y del poder social. Hombre es un momento en una cadena de signos que
siempre incluye a sus otros diferenciadores, productores de significado: Mujer,
Animal, Sociedad o sea cual sea la diferencia que sirve de eje para cada afirma-
ción. El significante Hombre parece prometer la presencia, autoconstituida y fija,
de algún ente. De hecho, no hay ninguna presencia, sino una relación implícita y
negativa con una serie de significantes, que tampoco están vinculados firmemen-
Parte I. Quemando el canon 69

te a una esencia. La oposición binaria que estructura buena parte de la cultura


burguesa moderna es Hombre frente a Mujer: dos elementos, dos categorías, dos
seres separados y distintos. La deconstrucción apunta que lo que tendríamos en
su lugar es un sistema cuyo efecto es esa división binaria aunque, de hecho, es
un sistema de significación que arbitrariamente crea distinciones que siempre son
codependientes, coextensivas y cambiantes.
Los significantes Hombre y Mujer no solo son arbitrarios en el plano del
lenguaje. Crean una diferencia, inscriben un valor social y culturalmente de-
terminado sobre lo que está así diferenciado. Esto no se hace mediante me-
ros marcadores lingüísticos de la diferencia dada, sino mediante significantes
que sirven para diferenciar prima facie de maneras concretas. La semiótica
identifica así el carácter abiertamente ideológico del recurso a la naturaleza,
es decir, a las diferencias dadas, visibles o deductibles, deconstruyendo esas
premisas para exponer un régimen de diferenciación que siempre está social
y políticamente motivado.
Los significantes Hombre y Mujer, además, marcan espacios en un conti-
nuo de significados que dependen del sistema completo para los valores que
se les atribuyen a estos términos concretos. Mujer pertenece a un conjunto
que incluye naturaleza, cuerpo, pasividad, víctima, sexo letal, intemporalidad,
etc., mientras que Hombre se relaciona con los conceptos de mente, social,
racional, histórico, actividad, autoridad, agencia, autodeterminación, etc. Estas
secuencias son políticas e históricas, y por lo tanto pueden transformarse y se
han transformado de manera radical. Confrontar los usos de los signos y arti-
cularlos de diferente manera —una batalla de representación— es tanto posible
como, desde una perspectiva feminista, necesario14.
Aunando la semiótica y el psicoanálisis en su propio neologismo, semanálisis,
Kristeva, al igual que Derrida, aunque partiendo de una premisa diferente, la de
la división del sujeto definida psicoanalíticamente, subraya el proceso de creación
de sentido en el lenguaje por encima de su estructura15. El lenguaje no es un sis-
tema de signos; el significado es más bien un proceso de significación que se mueve
constantemente entre (y es movido por) las tensiones entre lo semiótico —el tér-
mino que Kristeva usa especialmente para la disposición hacia el lenguaje que se
encuentra en el ritmo, el sonido y sus huellas de una relación con el cuerpo y sus
pulsiones— y lo simbólico, que es lo que convierte a estas disposiciones en articu-
laciones formales, que tratan de regular y establecer una unidad, una fijación mo-
mentánea para el significado y su comunicación social16. El lenguaje se convierte
en un espacio doble una vez que el sujeto se sitúa como parte de él, poniendo al
70 Diferenciando el Canon

cuerpo psíquico y material (lo que Freud llama los impulsos y sus representantes)
a interaccionar con las limitaciones sociales de sus procesos y potencialidades (la
familia, los modos de producción, etc.), poniendo las relaciones de fantasía (el
inconsciente) a interaccionar con la función del intercambio social y el estableci-
miento de autoridad. Este modelo siempre implica los medios del cambio, una
transgresión de la frontera de lo simbólico por las irrupciones procedentes del
exceso de lo semiótico con sus relaciones privilegiadas con los momentos arcaicos
de las pulsiones y del espacio/voz/mirada materna. Kristeva sitúa el arte —litera-
tura, poesía, danza, música, pintura— como un medio privilegiado y, sin embar-
go, no regresivo para renovar —y en ocasiones para revolucionar— lo simbólico
y lo social, es decir, para cambiar radicalmente el orden social del significado,
porque hace posible nuevas concatenaciones de significantes y nuevas relaciones
subjetivas con ellos.

Pero puesto que en sí es un metalenguaje, la semiótica no puede hacer más que


postular esta heterogeneidad: en cuanto habla de ella, homogeneiza el fenó-
meno, lo vincula con un sistema, pierde su dominio sobre él. Su especificidad
puede conservarse únicamente en las prácticas de significación que activan la
heterogeneidad en cuestión: el lenguaje poético al utilizar libremente el código
del lenguaje; la música, el baile y la pintura al expresar las pulsiones psíquicas
que no han sido empleadas por los sistemas de simbolización dominantes, reno-
vando así su propia tradición17.

Julia Kristeva, que se ocupaba de una manera bastante abstracta de la lingüís-


tica y sus temas, identificaba la feminidad, como posición lingüística, con la
transgresión y la renovación semiótica, aunque sin hacerla equivaler a las mu-
jeres. Percibida como una laguna intelectual, su posición ha suscitado mucha
crítica por la ausencia de una explicitación feminista de las implicaciones de su
teoría. Desde entonces, Kristeva, mediante su propio compromiso más activo
con el psicoanálisis, ha confirmado su interés en la feminidad como el ámbito
psíquico de las mujeres, así como del otro del sistema simbólico fálico. Pero
pasar de un marco lingüístico abstracto que vincula la feminidad y la poética
revolucionaria a un compromiso más concreto con las mujeres es precisamente
traicionar lo más importante de sus formulaciones tempranas. Esa feminidad
—aunque nosotras bien podamos estar obligadas a vivir bajo ella e incluso a
abrazarla a la postre— no es equiparable con un término, “mujer”, o con la
colectividad social, “mujeres”, que siempre es una fijación de solamente algunas
Parte I. Quemando el canon 71

de esas posibilidades en un sistema partidario de los significados del término


“hombre”, que niega la feminidad y sus potencialidades.
Por otro lado, Julia Kristeva se atreve a insistir en un cuerpo para el sujeto
que habla, un cuerpo que nunca es una naturaleza y nunca tiene una identidad
fijada. Es un cuerpo freudiano, radicalmente heterogéneo y fantástico, el lugar
de los impulsos móviles y de los recursos de significación que lo simbólico trata
de emplear para sus fines represivos pero socialmente productivos. El cuerpo en
este punto no se piensa en términos de género y nunca podrá pensarse así. Pero,
a medida que su obra progresa hacia el psicoanálisis, Kristeva puede entender
cómo la experiencia del bebé de su cuerpo indiferenciado se moldea en relación
a las fantasías de los cuerpos sexualmente marcados, los cuerpos materno y pa-
terno. La conformación del sujeto hablante implica una estructuración de su
cuerpo mediante la identificación con unos cuerpos culturalmente diferenciados
más que físicamente diferentes y mediante la relación que mantiene con ellos. La
diferencia sexual llega a la criatura desde el exterior mediante su incorporación de
imágenes y significantes entre los cuales la cultura (a) hace una distinción, pero
(b) coloca en relación mutua. Así, la figura parental de la vida temprana del in-
fante, dominada como lo estará por un cuerpo, una voz y una presencia materna
y nutricia, aunque incluye un padre arcaico, se divide culturalmente en el estadio
edípico, solo cuando el tabú del incesto crea la necesidad de que la criatura se
alinee únicamente con un aspecto de su generación parental, lingüísticamente
marcada por los términos “madre” y “padre”, que representan la división de roles
sexuales y de género, instituida así como masculina y femenina.
Puesto que este proceso —que se narra de forma hipotética como un paso desde
el nacimiento hasta el acceso al lenguaje y la edipización, la sexuación y la sexuali-
zación— ocurre siempre en presencia de un sistema simbólico formado por com-
pleto, y puesto que siempre se aprehende de manera retrospectiva y en el presente,
como los contenidos reprimidos del inconsciente, que se forma mediante el acceso
a lo Simbólico, tenemos que imaginar, por difícil que resulte, que el cuerpo de la
criatura es a la vez indiferenciado y siempre ya una parte de ese proceso de différan-
ce. Así, sin evocar una feminidad natural, dada, innata, podemos y debemos imagi-
nar a la criatura hembra experimentando su cuerpo emergente y su conformación
psíquica como preparación para su inserción en el lenguaje y en lo simbólico de la
cultura de maneras que puedan expresarse usando términos sexualmente diferen-
ciados. Lo que hay son posibles cuerpos que devendrán femeninos, que no están
previamente dados, sino siempre en el proceso de devenir, y de ahí que podamos
hablar tanto de feminidades efectivas como afectivas.
72 Diferenciando el Canon

Así, la prehistoria de la criatura que será llamada a verse a sí misma como mu-
jer no es la imagen en el espejo de ese término porque haya nacido mujer. Esa pre-
historia, sin embargo, está siempre en proceso de devenir un sujeto en lo femenino
y siempre habrá un exceso específico para ese sujeto protofemenino porque ese
devenir ocurre bajo el siempre y ya activo falocentrismo, en sí estructurado por la
feminidad que trata de negar en cuanto ausencia. Por lo tanto, la ecuación entre
feminidad y exceso transgresor que puede oponerse al orden presente es a la vez
una propiedad estructural, tal y como propone Kristeva en sus primeras obras, y
un proceso más experiencial que el feminismo emprende de manera activa. Pero,
si adoptamos esa posibilidad de hablar de la feminidad y de su relación privilegia-
da con la revolución sin tener en cuenta el aspecto lingüístico estructural, caemos
de bruces en la trampa falocéntrica de las oposiciones binarias, de la diferencia
fijada, como si el feminismo o la práctica estética tuviera que alimentarse única-
mente a partir de lo que las “mujeres” son. La feminidad entonces tendría única-
mente el significado de un sinónimo innecesario de Mujer/mujeres, cuando todo
el sentido de este difícil pasaje teórico a través de la semiótica, la deconstrucción
y el psicoanálisis es tratar de definir la magnitud de la distancia y la diferencia
entre “ser mujer” y “devenir en lo femenino”. De esa diferencia depende nuestra
política y la posibilidad de un cambio real.
En las partes finales de este libro me basaré en otra teoría psicoanalítica femi-
nista que trata de realinear el orden simbólico mediante un reconocimiento de
una estructuración no esencialista del sujeto en relación con la invisible especifi-
cidad del cuerpo femenino y sus efectos en la fantasía sobre la formación psíquica
de la subjetividad, la sexualidad y el arte. Es la teoría de la Matriz propuesta por
Bracha Lichtenberg Ettinger18, que defiende que las revisiones teóricas de Julia
Kristeva están aún insertas en un relato fálico de la aparición de la subjetividad
sexuada. Lichtenberg Ettinger define lo femenino como la base para un estrato
de la subjetividad en la que hay una diferencia mínima —distancia y cercanía—
desde la concepción, y no solamente después de la castración o en la anticipación
de esta. Frente a un modelo falocéntrico en el que el sujeto se forma mediante
el encuentro siempre traumático con el principio de diferencia, mediante una
serie de separaciones amenazantes que están veladas por la angustia y, en el sujeto
masculino, rechazadas vía el fetichismo y el complejo de castración, Lichten-
berg Ettinger delinea una coemergencia arcaica de subjetividades parciales “en
lo femenino”. Estas se derivan de la huella fantástica de la especificidad invisi-
ble de la sexualidad femenina en los sujetos-en-devenir, tanto femeninos como
masculinos. El concepto de la Matriz, que realinea la subjetividad alejándose de
Parte I. Quemando el canon 73

la influencia solitaria del Falo como significante soberano, es una teorización


revolucionaria que señala una brecha histórica dentro del canon del discurso psi-
coanalítico que ha hecho que la feminidad sea casi impensable. Desplaza incluso
más productivamente las relaciones del feminismo y la teoría psicoanalítica hacia
el terreno de las prácticas estéticas, en las que Lichtenberg Ettinger identifica una
correlación entre creatividad y sexualidad19.

PENSAR ACERCA DE MUJERES... ARTISTAS

Si usamos el término mujeres para hablar de artistas, diferenciamos la historia del


arte proponiendo artistas y “artistas mujeres” (Ilustración 2.2). Nos invitamos a
nosotras mismas a asumir una diferencia, que nos hace suponer que sabemos cuál
es con demasiada facilidad. Además, el arte se convierte en su depósito y vehícu-
lo expresivo. La visión de la práctica estética de Julia Kristeva como una fuerza
transgresiva y renovadora, a veces capturada por el sistema y reificada en algo
semejante a la religión o a la trascendencia, en otros momentos revoluciona-
ria en sus transformaciones poéticas, se basa en su definición de un proceso de
significación. Las prácticas estéticas desplazan significados, deshacen fijaciones
y pueden crear una diferencia. No deberíamos leer la obra de artistas a las que
llamamos mujeres buscando signos de una feminidad conocida —ser mujer, ser
mujer como nosotras...— sino buscando signos de la feminidad estructuralmente
condicionada y de la lucha disonante con el falocentrismo, una lucha con las defi-
niciones históricamente específicas que ya existen y con las disposiciones cambian-
tes de los términos Hombre y Mujer dentro de la diferencia sexual. Podemos leer
buscando inscripciones de lo femenino que no proceden de un origen fijado, de esta
pintora o de aquella mujer artista, sino de las que trabajan dentro del atolladero
de la feminidad en las culturas falocéntricas en sus diversas formaciones y variados
sistemas de representación.
Por lo tanto, puede que no haya manera de “añadir mujeres al canon” y que no
tenga ningún sentido hacerlo. Hay, no obstante, formas productivas y transgresi-
vas de releer el canon y los deseos que representa; hacer lecturas deconstructivas
de la formación disciplinaria que establece y custodia el canon; cuestionar las
inscripciones de la feminidad en la obra de artistas que viven y trabajan bajo el
signo de la Mujer, que fueron formadas en feminidades histórica y culturalmente
específicas. Y, por último, hay maneras de cuestionar nuestros propios textos por
los deseos que inscriben, por los intereses que fingimos mediante el relato de las
74 Diferenciando el Canon

Ilustración 2.2. Angelica Kauffmann (1741-1805), Dibujo, 1779, grisalla, 130 × 147 cm. Londres: Royal Academy

historias de nuestros propios egos ideales: las mujeres artistas que hemos ter-
minado por amar y que necesitamos amar para encontrar un espacio cultural
y una identificación para nosotras, como manera de articularnos nosotras, de
crear una diferencia con los sistemas actuales que gestionan la diferencia sexual
como una negación de nuestra humanidad, creatividad y seguridad.
Estoy buscando maneras de ser capaz de escribir sobre artistas que son hom-
bres y artistas que son mujeres para ir más allá del concepto de diferencia bina-
ria de género. En mi viaje por los desfiladeros del psicoanálisis me encuentro
rastreando tanto las coincidencias como las divergencias entre los dos. El signo
de un interés convergente de lo masculino y lo femenino, siempre sexualmente
diferenciado y diferenciador, es la “madre”, un signo en la fantasía psíquica y un
aspecto del espacio de significación cuyo “asesinato”, o tal vez represión, ha sido
identificado de manera sistemática como una necesidad estructural para las socie-
dades patriarcales y un mito fundacional de estas. Una de las caras de la cultura
moderna es la construcción de la identidad artística que no es solamente viril,
sino autogenética, que reclama la creatividad para su yo masculino mediante
un desplazamiento radical de lo materno femenino en imaginarios de cuerpos
lesbianos y prostitucionales. El cuerpo figuradamente no materno de la mujer
Parte I. Quemando el canon 75

sexualizada, de la prostituta, funciona dentro del canon del arte moderno, des-
de Manet a Picasso y De Kooning, de una forma tan obsesivamente recurrente
como lo hicieron las imágenes de la Madonna ausente y su Hijo rey en la cultura
renacentista. Pero, como defenderé en los dos capítulos siguientes, lo materno
invade la cultura que los hijos modernos trataron de crear. Una “visión desde otra
parte” feminista dentro del campo discursivo político, que escudriña el primer
arte moderno, revela la “ambivalencia del cuerpo materno” en la retórica estilísti-
ca y las “innovaciones” formales por las que esta fracción de la vanguardia ha sido
canonizada. La madre es un espacio y una presencia que estructura subjetividades
tanto masculinas como femeninas, pero de manera diferente.
La trayectoria del libro sigue, estudiando caso a caso, las cuestiones de la diferen-
ciación feminista del canon mediante el deseo de reconocer de alguna manera y de
hablar de lo materno en toda su ambivalencia y centralidad estructural para los dra-
mas del sujeto, de las narraciones de la cultura y las posibilidades de lectura dentro
de las “inscripciones de/en/desde lo femenino” de la cultura. Sin privilegiar en ab-
soluto el maternalismo o la maternidad, las teorizaciones feministas de lo femenino
y los análisis de las representaciones fabricadas dentro de sus economías psíquicas
tienen que retrabajar y pensar a través de la madre: voz, imagen, recurso, ausencia
y espacio fronterizo matricial (Bracha Lichtenberg Ettinger). Identificar e incluso
interrumpir el asesinato matricida característico de la cultura del período moderno
occidental en la obra de Van Gogh y Toulouse-Lautrec, explorar la fantasía y la
pérdida de lo materno en las formaciones culturales y las trayectorias individuales
subjetivas en las pinturas de la artista italiana del siglo xvii Artemisia Gentileschi y
reconocerlo en la obra de la artista moderna americana Mary Cassatt, una obra que
ya ofrecía una contramodernidad en los mismos espacios que su canónico confrère
Degas, leer buscando la co-emergencia femenina a través de los discursos de clase y
raza en Manet: este es mi proyecto.
Pero mientras que la figura de “la madre” funciona como una inquietud organi-
zadora, se explora también la de “la hermana” a través del estudio de las diferencias
entre mujeres y de las posibilidades de alianza (Ilustración 2.3). La sororidad ha
sido un eslogan muy importante para el movimiento de las mujeres de la década de
1970 y naufragó en los acantilados del racismo y las relaciones de clase no recono-
cidas. Pero el feminismo, aunque ya no asuma con complacencia una colectividad
llamada mujeres, debe, por la naturaleza de su proyecto, trabajar sin cesar para crear
una colectividad política. La ambivalencia y el antagonismo entre mujeres no pue-
de borrarse mediante una idealización eufórica. Pues, una vez que exploremos los
temas de lo materno y de la pérdida femenina, tendremos que generar activamente
76 Diferenciando el Canon

Ilustración 2.3. Edmonia Lewis (1844-1907), fotografía.


Washington, D.C.; National Archives of American Art

nuevas relaciones entre mujeres: filiaciones electivas. El capítulo que concluye la


parte 3, sobre el proyecto de Lubaina Himid, Venganza, y el capítulo final del libro,
Un cuento de tres mujeres, desarrollan esta otra labor necesaria de diferenciación de
todos los cánones, incluyendo aquellos que pueda parecer que yo, como historia-
dora de arte feminista blanca, estuviera imponiendo.
En su conjunto, este libro se mide con algunas de las complejidades de la
teoría feminista contemporánea y sus políticas culturales. No podemos dejar
que nuestra obra sea reducida a un simple “enfoque” o a una nueva “perspecti-
va” esperando a que sea rechazada por pasada de moda. Es un enfrentamiento
en el campo de la representación, del poder y del conocimiento que debe inci-
dir en todos los campos y todos los temas. Escribo asumiendo el papel de una
lectora interesada de la cultura y en el de una analista motivada de la represen-
tación. Una diferencia que yo puedo introducir en el canon es la diferencia de
esa posición específica, interesada, histórica y socialmente determinada desde la
que yo leo y desde la que después escribo y que espero que a su vez se lea como
una contribución a la producción continuada de intervenciones provocadoras,
polivocales y feministas en las historias del arte. La fuerza que me impulsa es el
deseo de cambio, el deseo de encontrar historias que sustenten a quienes están
llamadas o preparadas para identificarse con las mujeres, que nos permitan
descubrir qué es ser el “sujeto histórico de un feminismo [de larga duración]”.
Parte I. Quemando el canon 77

1 Este es el descubrimiento y el argumento principal de Parker, Rozsika y Pollock, Griselda, Old


Mistresses: Women, Art & Ideology, Londres, Pandora Books, 1981 (nueva ed.: Londres, Rivers
Oram Press, 1996) [ed. esp.: Maestras antiguas: Mujeres, arte e ideología, Raquel Vázquez Ramil
(trad.), Madrid, Akal, 2021].
2 El primer artículo que escribí como “feminista” en 1972 fue un estudio de las pinturas obra de
mujeres artistas que se encontraban en las galerías abiertas al público del sótano de la National
Gallery, en Londres. Inicié una correspondencia con Michael Levy, entonces su director, acerca de por
qué todos los cuadros con autoría de mujer estaban colocados en el trastero. Entre ellos estaba La
feria de caballos, de Rosa Bonheur, la primera obra de un artista vivo que era admitida en la National
Collection. Es cierto que no se trata de la versión original, que se encuentra ahora en el Museo de Arte
Metropolitano de Nueva York. Es cierto que, para pintar esta versión reducida encargada por Ernest
Gambart, el marchante, que quería hacer un grabado a partir de la obra, Rosa Bonheur contó con
la ayuda de otra artista, su compañera Natalie Micas. Estas razones se esgrimieron para defender
que no se exhibiera el único cuadro de esta gran y condecorada artista del siglo xix. Un gran retrato
al pastel, El hombre de gris, de Rosalba Carriera, estaba también en el sótano, y una obra de Berthe
Morisot, parte de la Lane Collection, se encontraba en Dublín en aquellos momentos. Michael Levy
opinaba que se tergiversarían las razones del museo si yo no tenía todos estos factores en cuenta.
3 Ese era el título de su exposición en la Waiters Art Gallery de Baltimore. Para un debate al respecto,
véase Parker y Pollock.
4 Uno de los textos clásicos de este momento es Judy Chicago, The Dinner Party (1979), expuesto
de nuevo en 1996. Para una revisión de las respuestas ante este proyecto y sus significados dentro
del feminismo, véase Jones, Amelia, Sexual Politics: Judy Chicago’s Dinner Party in Feminist
Art History, Los Ángeles, University of California Press, 1996 y Chicago, Judy, The Dinner Party,
Londres, Penguin Books, 1996; Callen, Anthea, Angel in the Studio: Women and the Arts and Crafts
Movement, Londres, Astragel, 1979.

notas
5 Mainardi, Patricia, “Quilts - The Great American Art”, The Feminist Art Journal 2, 1, 1973,
reimpreso en Feminism and Art History: Questioning the Litany, Norma Broude y Mary D. Garrard
(eds.), Nueva York, Harper & Row, 1982, p. 331.
6 Parker, Rozsika, The Subversive Stitch: Embroidery and the Making of the Feminine, Londres,
Women’s Press, 1984. Véase también “Mujeres mañosas y la jerarquía de las artes”, en Parker,
Rozsika y Pollock, Griselda, op. cit.
7 De Lauretis, Teresa, “The Technology of Gender”, en Technologies of Gender: Essays on Theory,
Film and Fiction, Londres, Macmillan, 1987.
8 Este concepto se elaboró originariamente en la introducción a mi libro Vision and Difference:
Feminism, Femininity and the Histories of Art, Londres, Routledge, 1988 [ed. esp.: Visión y
diferencia, Azucena Galettini (trad.), Buenos Aires, Fiordo, 2013].
9 Kristeva, Julia, “Women’s Time” [1979], en The Kristeva Reader, Toril Moi (ed.), Oxford, Basil
Blackwell, 1986, pp. 187-213 [ed. org.: “Le temps des femmes” en 33/44: Cahiers de recherche de
sciences des textes et documents 5, invierno 1979, pp. 5-19].
10 Foucault, Michel, The History of Sexuality, Harmondsworth, Penguin Books, 1979 [ed. org.: Histoire
de la sexualité, 1. La volonté de savoir, París, Gallimard, 1976; ed. esp.: Historia de la sexualidad, 1: La
voluntad de saber, Ulises Guiñazú (trad.), Siglo xxi, 2005] sería un gran ejemplo de cómo inscribir la
sexualidad en la historia y situar el psicoanálisis dentro de un marco histórico.
11 Rubin, Gayle, “The Traffic in Women: Notes on the ‘Political Economy’ of Sex”, en Toward an
Anthropology of Women, Rayna Reiter (ed.), Nueva York, Monthly Review Press, 1975, pp. 157-210 [ed.
esp.: “El tráfico de mujeres: notas sobre la ‘economía política’ del sexo”, Revista Nueva Antropología,
noviembre, año/vol. VIII, número 030, 1986, UNAM, pp. 95-145].
12 Para un útil debate sobre la importancia social y el estatus teórico distintivo de lo que teorizó Freud,
véase Hirst, Paul y Woolley, Penny, Social Relations and Human Attributes, Londres, Tavistock
Publications, 1982, especialmente el cap. 8: “Psychoanalysis and Social Relations”, pp. 140-163.
78 Diferenciando el Canon

13 Derrida, Jacques, “Différance”, en Speech and Phenomena and Other Essays on Husserl’s Theory
of Signs, David B. Allison (trad.), Evanston, Northwestern University Press, 1973, p. 129 [ed. org.: La
Voix et le Phénomène, París, Presses Universitaires de France, 1967; ed. esp.: La voz y el fenómeno,
Patricio Peñalver (trad.), Valencia, Pre-Textos, 1993].
14 Este argumento es convincentemente situado en su contexto histórico por Riley, Denise, Am I That
Name? Feminism and the Category of “Woman” in History, Londres, Macmillan, 1988.
15 Kristeva, Julia, “The System and the Speaking Subject”, Times Literary Supplement, 12 de octubre
de 1973, pp. 1249-1252, reimpreso en The Kristeva Reader, pp. 24-33.
16 Es confuso porque ella usa este término, simbólico, de una manera que difiere de como lo emplea
Lacan, con una S mayúscula, Simbólico. En la teoría de Kristeva, semiótico y simbólico son
características de los sistemas de significación, no los nombres, como Imaginario o Simbólico,
de registros actuales del sentido y disposiciones psíquicas. Lo Simbólico es un ámbito o un orden
que contiene elementos tanto simbólicos como semióticos, aunque no puede agotar lo semiótico.
Véase Oliver, Kelly, Reading Kristeva, Bloomington, Indiana University Press, 1993, pp. 9-12.
17 Ibíd., p. 30.
18 Para ver una muestra de la escritura sobre arte y la Matriz de esta teórica/artista, véase Lichtenberg
Ettinger, Bracha, “The With-In-Visible Screen”, en Inside the Visible: An Elliptical Traverse of
Twentieth Century Art in, of and from the Feminine, Catherine de Zegher (ed.), Boston, MIT Press,
1996, pp. 89-116 [ed. esp.: “La pantalla con-in-visible”, en Lichtenberg Ettinger, Bracha, Proto-
ética matricial. Ensayos filosóficos sobre el arte y el psicoanálisis, Julián Gutiérrez Albilla (trad.),
Barcelona, Gedisa, 2019].
19 La bibliografía sobre las teorías de Bracha Lichtenberg Ettinger es ya bastante amplia. Algunos
escritos clave son “Matrix and Metramorphosis”, Differences 4, 3, 1992, pp. 176-207; The Matrixial
Gaze, University of Leeds, Feminist Arts and Histories Network Press, 1994; “The With-in-Invisible
Screen”, op. cit., y “The Red Cow Effect”, en Beautiful Translations ACT 2, Londres, Pluto Press,
notas

1996 [ed. esp.: “El efecto de la vaca roja”, en Lichtenberg Ettinger, Bracha, Proto-ética matricial.
Ensayos filosóficos sobre el arte y el psicoanálisis, op. cit.].
79

PARTE II

Leyendo a contrapelo:
leer buscando...

El canon se sostiene gracias a la potencia de los relatos que narra sobre los artis-
tas. Estas mitologías no son siempre la misma. Algunas recurren a imágenes de
sufrimiento personal que tienen casi un aura religiosa; otras inciden en un per-
sonaje laico, abiertamente sexual. Tanto lo sacrificial como lo viril son elementos
de una construcción de la masculinidad moderna. En esta sección, dos artistas,
Vincent van Gogh y Henri de Toulouse-Lautrec, proporcionan dos casos de es-
tudio de estas diferentes facetas de las mitologías masculinistas del arte moderno.
Se someten aquí a una lectura feminista irreverente, que busca desacralizar los
discursos que sostienen su iconicidad cultural. El propósito, no obstante, no es
desnudarlos, sino más bien encontrar maneras de leer ese momento de la histo-
ria del arte que, de manera diversa, representan Van Gogh y Toulouse-Lautrec,
en busca de otro subtexto que un análisis feminista podría sacar a la luz a partir
de las mitologías de los relatos sobre el arte moderno y de vanguardia. Nuestra
intención es entender las maneras en que los regímenes históricos de la diferen-
cia sexual, tal y como los teorizó su contemporáneo más joven, Sigmund Freud,
conforman una trayectoria del arte moderno en torno a lo que he denominado
“la ambivalencia del cuerpo materno”.
80 Diferenciando el Canon

Ilustración 3.1. Vincent van Gogh (1853-1890), Mujer campesina encorvada, vista desde atrás,
1885, tiza negra sobre papel, 52,5 × 43,5 cm. Otterlo, Rijksmuseum Kroeller Mueller
Parte II. Leyendo a contrapelo: Leer buscando... 81

LA AMBIVALENCIA DEL CUERPO MATERNO:


RE/DIBUJAR A VAN GOGH

Me gustaría explorar cómo se podría introducir la diferencia dentro del problema


del canon, permitiendo que coexistan varios discursos y engordando el flaco vo-
lumen que la lógica falocéntrica blanca occidental inscribe dentro de la cultura.
Tenemos que superar las heroizaciones en competencia, dejar de usar la cultura
para dar forma a nuestros egos ideales. Tenemos que madurar, renunciar a los pla-
ceres regresivos de las inversiones infantiles para volver la mirada hacia nosotras,
mediante las inscripciones que han dejado en la cultura esos seres no místicos,
los artistas, que sienten el impulso de dar forma a sus deseos en modos que quie-
bran lo personal (fabricado socialmente) para rozar los territorios comunes de la
fantasía y el deseo1.
Las formas en que los discursos de la historia del arte estarcen las imágenes
de la masculinidad sobre los materiales que ofrecen las prácticas culturales no
son uniformes. Artistas diferentes son canonizados de diversas maneras. Se ha
argumentado desde hace mucho tiempo que hay un imperativo heterosexista en
la historia del arte canónica2. Nanette Salomon defiende que serviría para poder
excluir las referencias a la homosexualidad de los textos canónicos sobre grandes
artistas como Miguel Ángel y Caravaggio3. A Pablo Picasso, sin embargo, se le
festeja en buena medida como un hombre potente y, la sexualidad, señalada tanto
por la imaginería fálica de su obra como por sus compañías femeninas, es una
parte aceptada y necesaria de la caracterización de su obra y de su estatus como
figura representativa del artista en la época moderna4. En casos como el de Degas,
la sexualidad funciona en negativo. Al artista se lo representa como célibe o como
sexualmente disfuncional mediante un relato de su vida que produjo en el plano
artístico una manera desconcertante, aunque oblicua, de abordar lo sexual en
el arte, algo que, sin embargo, se niega a fuerza de prestar una intensa atención
formalista a su empleo del pastel o del monotipo, o a su osadía compositiva. En
el caso de Van Gogh, una identificación cristológica, como el marginado sacri-
ficado por una cultura mercenaria, hace que cualquier referencia a la sexualidad
relacionada con su nombre o su arte resulte casi obscena5.
82 Diferenciando el Canon

Ilustración 3.2. Postal con portadas de libros, incluyendo El anhelo de vivir, de Irving Stone y Moulin Rouge, de Pierre La Mure
Parte II. Leyendo a contrapelo: Leer buscando... 83

La heterosexualidad masculina se ha convertido en un tópico constitutivo


del mito de la maestría masculina, fálica, en el arte moderno, un tópico que cir-
culaba mediante la imagen del artista varón con la mujer desnuda en el estudio
(Ilustración 3.2)6. Estas imágenes, al tematizar el arte moderno como una for-
ma de sexualidad, también apuntan a un concepto específicamente psicoana-
lítico, en el que la sexualidad es casi sinónimo del inconsciente. Este concepto
se relaciona con la fantasía y con las estructuras mismas de la subjetividad y de
la construcción de la diferencia sexual. Mediante la introducción de esta sexua-
lidad psíquicamente formada —y no más bien de una vida sexual— dentro
del campo canónico de los estudios sobre Van Gogh, mi propósito es leer sus
obras planteando la cuestión de la “sexualidad en el campo de visión”. Es decir,
pretendo cuestionar las configuraciones y angustias presentes en la formación
de la subjetividad dentro de las vicisitudes de la diferencia sexual en los inicios
del arte moderno. Cabría entonces encontrar un lugar en el que la diferencia
pueda estudiarse sin excluir las trayectorias del deseo masculino o femenino,
porque lo que constituiría el objeto de un análisis contemporáneo, de una in-
vestigación psicoanalítica, sería la complejidad misma de su formación, de sus
represiones y de sus defensas.

MUJERES AGACHADAS

Empecemos con un dibujo que no me gusta nada (Ilustración 3.1).


Es un dibujo de Vincent van Gogh (1853-1890). Lo hizo en la aldea de
Nuenen, en la provincia de Brabante al sur de los Países Bajos, durante el vera-
no de 1885: Mujer campesina encorvada, vista desde atrás. Hay unas pocas figu-
ras más realizando tareas de cosecha en la parte superior derecha, incluyendo
otro boceto de una mujer campesina agachada, sus caderas y nalgas exageradas.
El dibujo pertenece a una serie de estudios de hombres y mujeres, campe-
sinos de la aldea de Nuenen, mientras realizan labores agrícolas, producida en
los meses de verano de 1885, después de que Van Gogh sufriera un duro revés
porque su amigo artista Anton van Rappard había rechazado su gran pintura
al óleo Los comedores de patata (terminada en abril de 1885, Ámsterdam, Rijks-
museum Vincent van Gogh), considerando poco apropiada la invocación de
Van Gogh del nombre de Jean-François Millet (1814-1875), el pintor francés
de las escenas y figuras rurales, como un punto de referencia para una obra de
“pintura campesina”. Para demostrar que había entendido cómo representaba
84 Diferenciando el Canon

Ilustración 3.3. Jean-François Millet (1814-1875), Las


espigadoras, 1857, óleo sobre lienzo, 84,5 × 111 cm. París,
Musée Orsay y Londres/Nueva York. Fotografía: Bridgeman
Art Library

Ilustración 3.4. Jules Breton (1827-1906), La retirada de las


espigadoras, 1854, óleo sobre lienzo, 93 × 138 cm. Dublín,
National Gallery of Art

Ilustración 3.5. Jules Breton, La cosecha de semillas de


amapola, tiza negra, 32 × 49 cm. Francia, colección privada
Parte II. Leyendo a contrapelo: Leer buscando... 85

Millet los cuerpos trabajando, Van Gogh se dedicó a dibujar a los campesinos
locales mientras realizaban las labores típicas rurales y estacionales que se ha-
bían popularizado en la serie de grabados de Millet, Les Travaux des Champs
(Las labores del campo), de 18537.
La mayoría de los estudios de Van Gogh según el modelo de Millet son dibu-
jos mucho más elaborados que Mujer campesina encorvada. Tienen más contexto
y representan una tarea reconocible, como cavar patatas o gavillar cereal. Muchos
de ellos muestran a mujeres campesinas de avanzada edad agachándose para ha-
cer su trabajo. Agacharse tiene, por lo tanto, unas connotaciones de clase especí-
ficas. Es una postura agotadora. Las damas no se agachan ni podrían hacerlo. Es
también una postura vulnerable. Potencialmente es una postura sexual para un
tipo de coito conocido como more ferrarum, al estilo de los animales.
A veces el dibujo (Ilustración 3.1) lleva el título de Mujer campesina espigan-
do. Ese título específico intenta asociar el dibujo a un género, a una narración
histórica del arte mediante la cual pueda insertarse a Van Gogh dentro de una
tradición, dentro del canon, a través de su aparente deferencia hacia los pinto-
res establecidos del género de la pintura rural: Las espigadoras de Millet (Ilus-
tración 3.3) y La retirada de las espigadoras de Jules Breton (Ilustración 3.4). La
versión escultórica de la postura que ejecuta Millet parece desmentir cualquier
connotación sexual, dignificando la acción del trabajo, el espigar; situando a es-
tas trabajadoras, las más pobres del medio rural, en primer plano de un cuadro
monumental sobre las relaciones sociales en la agricultura capitalista moderna8.
Los cuerpos están cuidadosamente construidos mediante la representación de
sus trajes. La tela basta, pesada, lastra los cuerpos. Los rostros serios y las manos
castigadas por la acción del clima, del color de la tierra y del cuerpo, insisten
en una lectura de los cuerpos laboriosos conformados, marcados, reforzados y
agotados por las puras exigencias físicas del trabajo cotidiano. Son imágenes de
mujeres trabajadoras, de mujeres a quienes el trabajo que las empobrece las ha
hecho como son.
El punto de vista que propone la composición de Millet define una manera
de leer el cuadro. La persona que mira el cuadro se sitúa en un ángulo oblicuo
con respecto a las mujeres que avanzan desde el fondo. La mujer que vemos casi
de espaldas no se agacha, sino que se la ha captado inclinándose hacia adelante,
en el principio o el final del movimiento. La posición del observador es tam-
bién baja; la mirada se dirige hacia arriba, pasa por las mujeres y llega hasta la
inmensa explanada que se extiende detrás, donde una buena dosis de actividad,
brillantemente iluminada, atrae (y, por lo tanto, distrae) su atención.
86 Diferenciando el Canon

La práctica y las posturas del espigado —con sus connotaciones políticas en


un momento de lucha por los derechos agrícolas tradicionales y de una econo-
mía agraria que se está capitalizando— atrajeron a muchos artistas a mediados
del siglo xix. Jules Breton, un pintor del Salón, con mucho éxito y joven con-
temporáneo de Millet (Ilustración 3.5), representa a las mujeres campesinas
agachadas o arrodilladas, vistas desde atrás, y también lo hizo Camille Pissarro,
miembro del grupo independiente parisino que pasó a la historia del arte con
la denominación “los impresionistas” (Ilustración 3-6). Pissarro llegó incluso
a probar la pose desnuda en el estudio, tal vez para entender qué le ocurre al
cuerpo cuando se estira y alarga la espina dorsal y el cuerpo se dobla desde lo
alto de los muslos y aplana las caderas (Ilustración 3.7). Pissarro suele conservar
una vista de perfil; pero cuando se mueve en torno al cuerpo y se topa con la
visión trasera, su lápiz vela con angustia lo que potencialmente queda expuesto.
El dibujo de Van Gogh (Ilustración 3.1) podría llamarse un dibujo ofensivo
de una mujer campesina, con sus anchas caderas y enormes nalgas presentándose
a la vista. ¿Negarme a identificarme con la veneración canónica del dibujo de Van
Gogh me permitiría leerlo no solamente como una mujer, o como una feminista,

Ilustración 3.6. Camille Pissarro (1831-1903),


Bocetos de campesina agachada, 1874-1879, tiza
negra, 23,8 × 31,6 cm. Oxford, Ashmolean Museum

Ilustración 3.7. Camille Pissarro, Cuatro bocetos


de mujeres desnudas agachadas, inicios de la
década de 1880, tiza negra, 17,5 × 21,9 cm. Oxford,
Ashmolean Museum
Parte II. Leyendo a contrapelo: Leer buscando... 87

sino contra el hombre o, mejor dicho, contra el orden que crea esa división
sexual? Aquí estoy cayendo en mi propia trampa, en una oposición binaria,
limitándome a devolver la violencia que yo siento que se le ha hecho a la mujer
por parte del hombre que la convirtió en el modelo de esta imagen con mi pro-
pia violencia ruda que denuncia el dibujo y al hombre que lo hizo. Esta manera
de negociar mi incomodidad es demasiado ad hominen así como demasiado
ad feminam, y para captar mejor los problemas estructurales y su resolución
deberíamos comentar con una pregunta adecuada de historia del arte: ¿Cómo
se hizo este dibujo?

EN UN ESTUDIO DETRÁS
DE LA VICARÍA DE NUENEN

En agosto de 1885 un hombre holandés con algo de dinero le pidió a una mu-
jer anciana que fuera su modelo improvisada. Él es burgués; ella procede de la
clase obrera rural. Él es de la elite protestante que es dueña de las fábricas de la
aldea; ella forma parte de la mayoría católica empobrecida de trabajadores del
campo y de la fábrica a los que da empleo la burguesía protestante. ¿Por qué
accedió ella?
Van Gogh se queja en sus cartas de las dificultades que tiene para conseguir
modelos en esta aldea tan alejada de los centros de producción artística. Las
trabajadoras locales acceden a las extrañas peticiones del artista únicamente
porque necesitan dinero. ¿Por qué necesitan dinero? A mediados de la déca-
da de 1880, la tradicional economía de subsistencia del campesinado estaba
siendo rápidamente invadida por la tardía capitalización de la agricultura, que
introducía el dinero como la necesaria moneda de intercambio. La familia Van
Rooij, de donde procedían las modelos que Van Gogh contrataba, no poseía
tierras en la comuna de Nuenen. Trabajaban para otras personas por un salario,
sobre todo como temporeros en la época de la cosecha. En ese momento no
habrían necesitado el dinero de Van Gogh. Él trató primero de seguir a los co-
sechadores en los campos y dibujarlos mientras trabajaban. Pero los dibujos se
ensuciaban y se llenaban de moscas y de arena. La gente no se quedaba quieta.
Así que contrató modelos entre quienes aún no tenían empleo, eran demasiado
viejos o estaban demasiado enfermos para que los contrataran en los campos.
Como aquellas mujeres urbanas a las que la pobreza empujaba a la prostitu-
ción, esta mujer se vendió al artista. Intercambió la vista de su cuerpo, posando
88 Diferenciando el Canon

como si trabajara, por el dinero que necesitaba porque no estaba trabajando.


Este intercambio entre el artista y la modelo articula su relación social dentro
de las transformaciones socioeconómicas de la capitalización del campo ho-
landés, en la que el poder de clase era tanto una parte integral como un efecto
nuevamente intensificado.
Pero el artista con el dinero para comprar este cuerpo, mirarlo y dibujarlo,
está también empoderado por su género. La dominación de género se repre-
senta en el dibujo. El artista, con el dinero que le permite decidir cómo va a
trabajar el cuerpo de ella, es un hombre. El hombre obliga a la mujer a agachar-
se. Se coloca prácticamente detrás de ella. Ella tiene que adoptar una pose que
nunca adoptarían las mujeres de su familia burguesa, su madre o sus hermanas,
al menos no delante de un hombre y de un extraño. Aunque ella se agachara
así cuando trabajaba, nunca habría posado con su cuerpo para que se la viera
de esa manera. El cuerpo de la dama burguesa había sido disciplinado para no
agacharse desde su infancia, tanto por las convenciones como por el corsé. El
cuerpo femenino de la burguesía funcionaba a través del artificio o el efecto
del traje: la mascarada de una feminidad descorporeizada. Se convirtió en un
paisaje esculpido, carente de todo recordatorio innecesario de las piezas reales
—piernas, brazos, nalgas, etc.—, o uno tan artificialmente remodelado para
enfatizar sus curiosas ondulaciones que cualquier correlación entre sus contor-
nos reales y los que esos vestidos ofrecían a la vista garantizaba una dislocación
radical y fetichista entre la forma corporal de la hembra y el vestido erotizado
de esta feminidad fantástica9. El cuerpo de la mujer de clase obrera, en cambio,
se definía precisamente por hacerse físico con insistencia. Su marca era un ves-
tido que revelaba la construcción corporal que envolvía. Sin corsés, el traje de la
mujer trabajadora, compuesto de una falda y una chaqueta cosidas de manera
tosca, acentuaba un cuerpo vivo con brazos (revelados por la tela arremangada),
con piernas (expuestas por las faldas cortas), con una cintura y unas caderas
(acentuadas por el contraste de las dos prendas), con pechos (enfatizados por
la falta de contención) y nalgas (Ilustración 3.8)10. Las topografías erotizadas
de los cuerpos femeninos erotizados eran muy diferentes a las que se producen
hoy mediante los anuncios dirigidos a un público específico y mediante la mer-
cantilización asociada de los cuerpos más visibles y más físicamente expuestos.
Brazos desnudos y alzados, tobillos y pies desnudos, manos grandes, torsos sin
corsé, cuellos a la vista, todos estos rasgos, hoy imperceptibles, eran el objeto
de una atención fascinada en el arte, la literatura y la fotografía del siglo xix, en
contraste con el artificio forzado y el vestido de elegante caída que daban forma
Parte II. Leyendo a contrapelo: Leer buscando... 89

IIustración 3.8. Ernest-Ange Duez (1843-1896), Esplendor, 1874,


óleo sobre lienzo, 119,1 × 102,5 cm. París, Musée des Arts
Décoratifs. Fotografía: Laurent-Sully Jaulmes

a la dama burguesa. Y también lo eran las nalgas, pero pocas veces se imagina-
ron o se hicieron imagen como en el dibujo de Van Gogh.
Los cuerpos del siglo xix estaban definidos por la clase, además de por el
género. Para las mujeres trabajadoras, estos dos órdenes —del poder y de la
identidad social y sexual— a menudo estaban en contradicción. Un cuerpo
que trabajaba devenía un cuerpo femenino que ya no era cotizado, atractivo.
Sin embargo, el cuerpo de la mujer trabajadora era claramente un cuerpo se-
xual distinto. Mediante los complejos desplazamientos del imaginario social y
sexual burgués, el cuerpo de la mujer trabajadora significaba “hembra” en el
90 Diferenciando el Canon

sentido relacionado con lo físico e incluso con lo animal y creaba así un estadio
de la dicotomía entre lo femenino y la hembra que tan importante fue para
el desarrollo psicosexual masculino burgués. Como Freud demostraba en sus
artículos sobre la psicología del amor, los hombres burgueses fantaseaban en el
hiato entre los cuerpos incongruentes de las damas —lo femenino (derivado de
la madre idealizada y pocas veces atisbada)— y de las mujeres de clase obrera
—la hembra (la doncella o la criada, socialmente inferior, pero íntimamente
conocida, olisqueada y tocada)—. Los hombres burgueses proyectaban en esa
disyuntiva el dolor de su propia formación masculina, y castigaban al cuerpo
hembra que les incitaba a la ambivalencia imaginándolo como el locus de una
sexualidad animal, desregulada, que era a la vez liberadora y asquerosa, familiar
y extraña. Este cuerpo fantaseado y socialmente otro, era un vínculo conso-
lador a algún momento arcaico y, sin embargo, a la vez, era profundamente
perturbador en esa reminiscencia de la dependencia o incluso de la vergüenza
infantil y de la necesaria expulsión edípica de una intimidad anhelada pero
prohibida y de una etapa de la erotización primaria11.
Cuando se mira con más atención, el cuerpo sobre la hoja dibujada de la
obra de Van Gogh es bastante perturbador por unas malformaciones que lle-
va algún tiempo percibir. Las distorsiones podrían malinterpretarse como los
rasgos de la firma artística de lo “Van Goghiano”. Su singular estilo gráfico en
toda la superficie nos distrae de escrutar demasiado atentamente el cuerpo que
ha creado. Tal vez aceptamos las rarezas porque se amoldan a las expectativas de
una clase sobre el cuerpo de su otro social. ¿O no sabe todo el mundo que las
mujeres campesinas ancianas están gordas, son feas y les perjudica el exceso de
trabajo y la escasez de alimento?
Esta figura enorme, casi gigantesca, sufre momentos de significativa des-
proporción. Apenas tiene cabeza y su cara queda oculta en las sombras. Un
brazo demasiado largo surge de la blusa, sin articulación, y se hincha en un
antebrazo tumefacto que termina de manera abrupta en un enorme puño
(casi más grande que la cabeza de la figura). La escala sugiere un cuerpo ar-
caico, materno, vasto, un cuerpo que un niño pequeño no podría dominar,
un niño que se sentiría consolado y alarmado a la vez. Tanto las distorsiones
como el énfasis desmesurado en las manos, los pies y las nalgas apuntan al
proceso de fetichismo y, por tanto, de deseo y negación simultáneo. La am-
pliación incita a la mirada, pero distrae la atención de lo que se busca, y a la
vez se teme, en la ausencia, para la cual solamente el tamaño es una compen-
sación inadecuada.
Parte II. Leyendo a contrapelo: Leer buscando... 91

Todas estas rarezas se multiplican por la inconsistencia de los puntos de


vista, que se desplazan en torno y por encima del cuerpo en este viaje escópico.
El torso es demasiado estrecho y demasiado corto para el enorme espacio que
ocupan las caderas y las nalgas, casi la mitad del área dibujada. Esto sugiere un
punto de vista alto, el artista mirando hacia abajo y observando a su modelo
desde atrás. Pero, en la cara y las manos, el punto de vista es el ángulo derecho
de la modelo. Por lo tanto, se desplaza. Las piernas y los pies se definen des-
de atrás y desde una postura baja, casi sentada. Finalmente señalamos que las
nalgas, que se han observado y dibujado tanto desde arriba como desde abajo,
también se han girado para que se extiendan por la superficie plana del dibujo,
ofreciendo casi una vista frontal. Esto propicia un deseo incontrolable de mirar
ahí. Hay una zona de falda desproporcionadamente amplia que cuelga de las
partes traseras e inferiores del cuerpo. La falda se levanta justo por encima de
nuestra línea de visión, pero no vemos nada. El dibujo produce una fantasía
de las señales de la condición de hembra que se apoya en un desplazamiento
temeroso de la sexualidad, no solo velado, sino enmascarado. Comparemos
este cuerpo con el dibujo de Jules Breton (Ilustración 3.5). Una única línea
continua define el arco de la espalda, recorriéndola desde el cuello hasta la
parte superior de los muslos. Termina con una súbita caída de la tela que forma
la falda. El torso está alargado y vemos el cuerpo en un continuo perfil. En el
dibujo de Van Gogh, el círculo hinchado de las caderas y las nalgas es posible
únicamente porque el dibujante concibió y dibujó un cuerpo que conocía pero
que no veía. Lo que está aquí representado es un cuerpo que cambia de ma-
nera brusca en la cintura, según un atuendo de clase y no según una anatomía
enseñada, estudiada e interiorizada en una escuela de arte o en una academia.
El cuerpo concebido en este dibujo difiere de manera considerable del cuerpo
percibido de la dama burguesa, de cuya silueta es abolida la cintura por la larga
línea del rígido corsé, que va de manera continua hasta las caderas: la división
crucial es la cabeza frente al cuerpo, no la cintura señalada por la chaqueta y la
falda. El cuerpo que dibuja Van Gogh difiere del de Breton porque este últi-
mo exhibe señales de la formación en la escuela de arte, que, basándose en las
proporciones anatómicas de la escultura clásica, define el torso como una única
unidad anatómica. La topografía inusual del dibujo de Van Gogh hace que la
mujer se agache de maneras que están cargadas de significación potencial, pre-
cisamente porque se desvía de esas convenciones que aspiraba a asimilar. Son
los signos de lo que Freud llamaba la represión incompleta. Esas son las huellas
que podemos leer.
92 Diferenciando el Canon

Ilustración 3.9. Jules Breton, La espigadora, 1875, óleo sobre lienzo, 73,5 × 54,9 cm. Aberdeen, City Art Gallery
Parte II. Leyendo a contrapelo: Leer buscando... 93

SEXUALIDAD Y REPRESENTACIÓN

Lo que estamos viendo aquí es la producción de un cuerpo fantástico12. Los


movimientos de una mano han registrado el viaje de una mirada por encima y
en torno a un espacio, no a una persona; a un objeto (en el sentido psicoanalí-
tico, el objeto de una pulsión) y no a un sujeto13. Las marcas que ha dejado la
mano que dibuja registran un deseo de ver, señalado por sus énfasis, y anamor-
fizan una fascinación motivada por zonas seleccionadas de un cuerpo que está
siendo recompuesto a partir de los fragmentos discretos pero sobredetermina-
dos que constituían un cuerpo que, en realidad, nunca estuvo en aquel estudio
en agosto de 1885.
Sobre la pantalla opaca de la representación se está reensamblando un cuer-
po imaginario, conformado por los patrones del deseo y la angustia que con-
taban con el respaldo de formaciones culturales legítimas como el género de
imaginería rural, extremadamente popular tanto en la pintura de Salón como
en el mercado del grabado durante la segunda mitad del siglo xix. De hecho, en
el juego de los cánones, uno de los fracasos de la historia del arte es haber sido
incapaz de dar cuenta de la importancia cultural del género rural en general y
de la mayoría de sus economías estéticas específicas14. El dibujo de Van Gogh
registra una interacción de significados y pulsiones. Algunos de ellos son inten-
cionados, pruebas de un artista ambicioso que quiere triunfar en el mundo ar-
tístico de su época mediante la participación en un género artístico específico.
Otros son inconscientes, huellas del “autor” concreto, sociopsíquico, histórico
al que, después de leer los patrones de toda su obra, llamamos “Van Gogh”15.
La moneda de cambio del dibujo es la relación activa entre las estructuras de
fantasía que unieron a este concreto “Van Gogh” y a la masculinidad burguesa
de un momento histórico específico al que diversas formas culturales dieron un
apoyo figurativo y una articulación cultural, pública.
Si leemos desde este uso ampliado del psicoanálisis para conformar un análisis
de las prácticas culturales en la historia, yo plantearía el argumento siguiente.
En la cultura burguesa el cuerpo operaba como una metáfora privilegiada de los
significados sociales mediante la “transcodificación”16. El burgués europeo es la
cabeza, su esposa el corazón, las clases obreras de todos los pueblos son las ma-
nos y, en general, se asocian con la parte inferior del cuerpo —y, por lo tanto,
con todo lo que se suprime de la cerebral definición que el burgués hace de sí
mismo: suciedad, sexualidad, animalidad. La cultura burguesa ha dramatizado
las angustias que son el resultado de este cuerpo social metafórico a través de una
94 Diferenciando el Canon

obsesión tanto por la ciudad como por su figura tópica clave, la prostituta, que
encarna una oscuridad, una bajeza y un misterio sexual fascinante pero abyecto;
a la vez un canal y una alcantarilla sexual. En contraste con las transcodificaciones
relacionadas con la suciedad urbana, con las cloacas, la oscuridad, los callejones
y los sótanos, el campo se convirtió en una sede imaginaria en la que se invertía
muchísimo, significando un espacio saludable para acceder a un placer sexual no
regulado, señalizado mediante la transcodificación de sus habitantes femeninas
con la Naturaleza. Los placeres que ofrecía ese género de imaginería rural, tan a
menudo poblada exclusivamente de madres dando de mamar y mujeres jóvenes
núbiles volviendo de cosechar, son de un tipo regresivo, lo que da lugar a un espa-
cio imaginario en el que re-imaginar el acceso a la Madre arcaica y benefactora de
la infancia. Esto, sin embargo, debido a la oposición de clase y la oposición alto/
bajo, puede reconducirse fácilmente, mediante giros psíquicos posteriores, hacia
otras fantasías infantiles que conducen a una identificación de la mujer rural con
los animales, hasta desembocar en el bestialismo. Así, en las imágenes bañadas
por el sol de mujeres de grandes cuerpos que se agachan o que trabajan de otras
formas, se pueden cifrar con seguridad placeres anales imaginarios sin transgredir
los límites socialmente vigilados entre la limpieza y la suciedad, entre burgués y
prostituta, una frontera en torno a la cual las angustias salen con muchísima insis-
tencia a la superficie: en el carácter obsesivo de los discursos sobre la prostitución
en la ficción, en la medicina, en los archivos policiales y, por supuesto, en el arte
moderno del siglo xix (Ilustración 3.9).
El dibujo de Van Gogh (Ilustración 3.1) sustrae el cuerpo de la mujer traba-
jadora rural de la evocación pictórica elaborada de un escenario rural benefac-
tor, bañado por el sol, fértil, así como del contexto narrativo del naturalismo
social. Van Gogh era un autodidacta y, al carecer de los largos años de forma-
ción artística, no había interiorizado las reglas que rigen la fabricación del arte.
Dichas reglas, que varían históricamente, sirven para gestionar las pulsiones
psíquicas liberadas y sostenidas por la figuración artística. En la formación ar-
tística que denominamos naturalismo rural del siglo xix, las convenciones que
Van Gogh debería haber aprendido proporcionaban el atuendo de la conver-
sión estética para sublimar los placeres equívocos que los hombres burgueses
disfrutaban mediante el consumo de visiones de ese otro social que era la mujer
trabajadora y de los cuerpos sexualmente configurados solazándose en una Na-
turaleza imaginaria.
El cuerpo no es sexuado de manera innata. Cartografiado, por así decirlo,
para la sexualidad mediante la fantasía, se produce una topografía sexual a tra-
Parte II. Leyendo a contrapelo: Leer buscando... 95

vés de la localización de inversiones psíquicas en zonas erotizadas que progre-


sivamente sexualizan diversos lugares como la boca, el ano, el pene o el clítoris
y, tardía pero traumáticamente, focaliza la sexualidad en los genitales, mientras
que deja las huellas de una erotización más dispersa y desregulada que Freud
llamaba polimorfa y perversa. Las nalgas, que son un rasgo tan destacado de
este dibujo, eran una zona erógena determinada de manera múltiple, fijada por
las disposiciones sociales del cuidado infantil en la familia del siglo xix. Aquí la
división social recubre una división sexual que producía el encuentro del niño
varón con una feminidad que se dividía entre la parte superior del cuerpo (el
corazón y la cabeza), asociada con una madre limpia pero distante, y otro cuer-
po más físico, el de la ama de cría y la niñera, que acariciaba el cuerpo del niño
en las rutinas cotidianas de limpieza, alimentación y juego. El cuerpo proletario
era el que llevaba en sí los recuerdos de las intimidades infantiles, asociadas con
la configuración de la geografía sexual del chico burgués. Los efectos de este
dispositivo fueron señalados por Freud en su artículo “Sobre la más generaliza-
da degradación de la vida amorosa” (1912), en el que analizaba casos en los que
hombres burgueses amaban únicamente donde no podían desear y deseaban
únicamente donde no podían amar17. De hecho, el objeto sexual debe ser de-
gradado para despertar el deseo y una actividad sexual efectiva. En un contexto
así, de transcodificación imaginaria, el erotismo anal se representa en térmi-
nos de sexualidad bestial, una fantasía de huida del ordenamiento heterosexual
burgués regulador, es decir, reproductivo, que necesariamente se gratifica solo
mediante la proyección de este sobre los cuerpos del otro social, así como del
otro sexual o el otro racial. Puede también entenderse como una defensa con-
tra los placeres primarios de la pasividad asociados con el manejo del bebé
por parte de mujeres mayores. Estos recuerdos serían difíciles de acomodar en
una sexualidad postedípica sin que saliera a la superficie un deseo homosexual
pasivo que el sujeto masculino identificado como heterosexual debe rechazar a
cualquier precio.
En la fantasía burguesa, las mujeres de clase obrera deben equipararse a ani-
males. En la novela de Émile Zola La terre [La tierra] (1888), que Van Gogh
leyó con admiración, una joven lleva una vaca a que la monte el toro local y
tiene que ayudar manualmente a la criatura con su copulación. La sexualidad
invade toda la escena, ejecutada entre los animales, ayudada por la chica, ob-
servada por un hombre. Esta escena sexual desplazada bastó para que la novela
estuviera prohibida en Inglaterra hasta 1954. La cosecha era un escenario na-
rrativo habitual para estas tramas y para los deseos ardientes que despertaban
96 Diferenciando el Canon

la visión de las mujeres agachadas en los campos. Zola escribía: “Cuando [Bu-
teau] de vez en cuando se enderezaba, tan solo el tiempo necesario para enju-
garse la frente con el reverso de la mano, y veía a la muchacha demasiado atrás,
con las nalgas en alto, la cabeza a ras del suelo, en esa postura de la hembra que
se está ofreciendo, su lengua parecía secarse más aún...”18.
Agacharse para espigar trigo es algo que se representa ante el lector como
una provocación sexual mediante el dispositivo de un sustituto del lector, el
campesino excitado que observa a las mujeres trabajando. La mujer campesina
se compara con una perra en celo, ofreciendo sus nalgas. Reducida a esa parte
de su cuerpo, se la reduce por lo tanto al sexo. Pero el sexo se imagina tanto des-
de la perspectiva infantil como desde la masculina. La mujer es únicamente esa
parte o ese lugar que él necesita para obtener gratificación. La bestialización de
la mujer trabajadora se convierte en un signo necesario dentro de esta construc-
ción hecha por un escritor burgués de la animalidad de otra clase, en contraste
con las convenciones y las culpas de la sexualidad burguesa pero también como
una huida fantaseada de ellas. Y, como argumentaba Foucault, la “sexualidad”,
en su sentido moderno, es un constructo específicamente burgués19.

¿DE QUÉ ESTÁN HABLANDO EN REALIDAD?

Pocos de los intentos actuales que la historia del arte está llevando a cabo para
reivindicar el naturalismo de Salón contra el desdén mostrado por el canon del
arte moderno hacia artistas como Breton han abordado la centralidad de la jo-
ven campesina en la pintura de género rural. Solo Linda Nochlin ha apuntado
directamente al corazón del éxito de Jules Breton. Breton expulsó del campo a
los hombres y llenó sus escenas bañadas por el sol con mujeres y niñas sensua-
les20. Sobre estos cuerpos seleccionados se desarrollaban una serie de posibilida-
des estilísticas, sondeando la densa carga de sentido que podía asumir el paisaje
rural feminizado, tanto dentro de una política burguesa como de una econo-
mía sexual. La tosquedad escultórica de Millet contrasta con las superficies
pulidas y suaves de las escenas narrativas rurales que pintaba Breton durante la
década de 1860 (Ilustraciones 3.4 y 3.5). Pero en las décadas de 1870 y 1880
aparecieron estilos más rudos en las obras de Jules Bastien-Lepage, Léon Lher-
mitte, Josef Israels, Léon Frédéric y Cécile Douard. La crítica se angustió ante
la franca abyección de esas representaciones de un campesinado empobrecido
y sin idealizar. La obra de Jules Breton fue cambiando a lo largo de su extensa
Parte II. Leyendo a contrapelo: Leer buscando...
97

Ilustración 3.10. Jules Breton, El ocaso, grabado a partir del cuadro expuesto en el Salón de 1865. Actualmente en paradero desconocido
98 Diferenciando el Canon

carrera y las composiciones de múltiples figuras en paisajes amplios dieron paso


a estudios monumentales del cuerpo musculoso de la mujer campesina como,
por ejemplo, Cosechadoras de patatas (1868, Filadelfia, Pennsylvania Academy
of Fine Arts) y El ocaso (1865) (Ilustración 3.10). Estos cuadros tuvieron un
enorme éxito crítico y popular. Pero ¿en qué términos se elogiaba a Breton
mientras que se lamentaba el estilo de los otros cuadros? Las respuestas críticas
a la tendencia idealizadora respaldaban la revelación de la “poesía” del trabajo
rural, y escribían sobre armonía y belleza. Sin embargo, en el pacto entre el
crítico y su lector había muchas cosas que no se decían.
Veamos, por ejemplo, lo que escribe el crítico republicano Théophile Thoré
sobre El ocaso, de Breton (Ilustración 3.10). Mediante una negación abierta, el
texto atraviesa un doble registro, se dice lo estético y no se dice lo sexual:

El cuadro de Breton, casto en la idea, sobrio en el estilo y en la ejecución, tradu-


ce la serenidad de una vida de duro trabajo, en la que se desconocen las pasiones
artificiales. Sus personajes tienen una distinción natural, sin afectación. ¿Puede
encontrarse una belleza así de forma, de figura y de expresión en los salvajes
del campo? Aparentemente una joven campesina, que lleva una gavilla sobre la
cabeza, evoca la imagen simbólica de Ceres mejor que una bohemia parisina que
se desnuda en un estudio21.

Evocar la castidad es imaginar su opuesto. Cuando Thoré aprueba la sobriedad


del estilo, suscita el fantasma de lo que dicho estilo y ejecución deben discipli-
nar. El trabajo y el sexo funcionan como antídotos. El buen trabajo del artista
en tanto pintor se hace equivaler a la dedicación del campesino a sus labores.
Ambos trabajan para prevenir su opuesto: las pasiones artificiales. Contra la
figura de la mujer que trabaja duro en los campos, surge la sombra de otro
tipo de mujer trabajadora en la ciudad: artificial, apasionada, atraída por la
sexualidad al mundo moneitizado del lujo y del consumo. La mujer rural es el
antídoto natural de su hermana afectada, urbana y sexualizada: la prostituta.
Pero entonces se produce una ruptura en el discurso del crítico. Tiene que crear
violentamente una distancia, racializando de manera abrupta a la población
rural como “salvajes”. Dando un paso atrás para identificarse con la ciudad
“superior”, con la civilización, el crítico establece otra dicotomía. La figura casi
simbólica de la mujer rural, convertida en intemporal y alegórica mediante la
invocación a Ceres, de la que es “naturalmente” su modelo, se opone a la mo-
delo de estudio urbana, contratada, comprada por dinero, que artificialmente
Parte II. Leyendo a contrapelo: Leer buscando... 99

se desnuda para representar a la diosa clásica de la abundancia. La mujer rural


trabaja y da con la abundancia de la naturaleza: sin el intercambio monetario,
la representación simbólica de todas las mercancías. La sexualidad significada
como “pasiones artificiales” se liga al dinero y a la ciudad de las mercancías en
una cadena de asociaciones negativas. A pesar de todas las dudas y los peligros
sobre el salvajismo rural, el campo se consolida como el mundo de la natu-
raleza, donde los artistas castos y sobrios pueden trabajar con seguridad para
producir un lugar para un placer inmaculado significado como arte. El arte
es, por supuesto, un artificio. Pero, suministrado por la naturaleza y no por
la sexualidad venal, un ámbito rural desmercantilizado puede ser sobriamente
manufacturado para la contemplación estética, que es subliminalmente erótica,
dentro de una economía burguesa, masculina y heterosexual.

CLASE, SEXUALIDAD Y ANIMALIDAD

Los escritos de Van Gogh muestran una incoherencia comparable entre la


superioridad de clase ante el campo y sus trabajadores y la identificación con
ellos. Escribió: “A menudo pienso en cómo los campesinos forman un mun-
do aparte, en muchos sentidos mucho mejor que nuestro mundo civilizado
y culto. No en todos los sentidos, porque qué sabrán ellos del arte y de otras
cosas”22. No eran opiniones fuera de lo habitual, pero el mundo rural podía
derivar su atractivo de ser un escenario de emociones mucho más violentas
y conflictivas. En 1885, Van Gogh lee Germinal, la novela de Émile Zola
sobre el conflicto industrial que surge en una comunidad minera. Van Gogh
eligió copiar para su hermano una de las escenas dramáticas clave, en la que
se revela la intención de Zola en la novela. En una carta a su alumno Édouard
Rod, Zola escribió sobre esta sección que su plan era colocar “por encima
de la eterna injusticia de clases, el dolor eterno de las pasiones”23. Para Van
Gogh, la figura del dueño de la mina, Hennebeau, sexualmente frustrado, se
convirtió en la figura de identificación.

—¡Pan, pan, pan! [gritan los huelguistas hambrientos]


—¡Imbéciles! —repitió Hennebeau—. ¿Soy yo acaso dichoso?
Y sentía verdadera ira contra aquellos salvajes, que no comprendían sus sufrimien-
tos. De buen grado les hubiese cedido su pingüe sueldo, por hacer la vida que ellos
hacían con sus mujeres. ¡Que no pudiera sentarlos a su mesa, hacerlos comer fai-
100 Diferenciando el Canon

sán y trufas, en tanto que él se dedicaba a la conquista de alguna muchacha detrás


de los trigos, sin ocuparse en si había tenido o no otros amantes antes! Lo hubiera
dado todo: su bienestar, su lujo, su influencia como director, a cambio de pasar un
día como el último de los infelices que tenía a sus órdenes, en completa libertad
para abofetear a su mujer, y buscar placeres con la del vecino. Y deseaba también
verse muerto de hambre […]. ¡Ah! ¡Vivir como una bestia, no poseer nada que
fuese suyo, corretear por todas partes con cualquier minera, con la más fea, con la
más sucia y ser capaz de contentarse con eso! […] Hasta harían rabiar a los perros
de desesperación cuando los sacasen de la tranquila satisfacción del instinto, para
lanzarlos al sufrimiento de las pasiones. [souffrance inassouvie des passions]24.

A partir de pasajes así, no puede quedar ninguna duda sobre cuál es la sexualidad
que está en juego en el conflicto ficticio entre las clases. Las construcciones del
placer, del deseo y del cuerpo, que el término sexualidad trata de especificar dis-
tinguiéndolas de las formas históricamente diferentes de la gestión de la procrea-
ción, están imbricadas en la constitución y la representación de la identidad de
clase burguesa. Como revela este fragmento, solo los burgueses son imaginados
como seres sexuales, como sujetos con psicología y pasiones. El cuerpo proletario
figura como un otro radical a través del cual desplazar las frustraciones sexuales y
fantasear con un estado de licencia física sin trabas, no limitado por la moralidad
o ni siquiera por la vergüenza. Más próximos a los animales, los trabajadores
carecen de la angustia de la vida psicológica y siguen siendo seres de instinto,
satisfechos con la mera actividad física. El burgués sufre pasiones insatisfechas
que necesitan y definen la sexualidad: prácticas sexuales que no pueden propor-
cionar la gratificación del deseo —la pasión— que motiva el acto. Así, los varones
burgueses están atrapados dentro de la ley del deseo, según la visión de la novela.
El objeto (perdido) del deseo, dentro de una economía sexual determinada por
la castración, o el Nombre del Padre, es la unidad imaginaria con el cuerpo de
la Madre, con su sueño de re-asimilación en un espacio materno de plenitud
indiferenciada: la Madre Patria, el País de la Madre, la Madre en tanto que País.
Pero la rabia y la ira contra la imposibilidad de gratificación convierten al deseado
cuerpo materno en el objeto del odio y crean el deseo de degradarlo, de reducirlo
a la fisicidad bestial, castigada, usada, violada y abyecta que, en la novela, está
significada por la mujer minera de clase obrera que trabaja en el oscuro interior
de la tierra mortífera. En el texto de Zola, el burgués Hennebeau se imagina ven-
gándose de su mujer infiel, la que afirmó su propia sexualidad fuera de las leyes de
la propiedad, soñando con practicar sexo con el cuerpo feo, sucio y sin nombre
Parte II. Leyendo a contrapelo: Leer buscando... 101

de una mujer de clase obrera, al que se puede acceder sin el requisito del amor y
del decoro, simplemente ejerciendo sus derechos y sus atributos en tanto hombre
y en tanto burgués. La escena de Zola de Hennebeau furioso es una fantasía de
violencia y una fantasía violenta proyectada, a partir de un sentido masculino de
traición edípica, sobre el cuerpo bestializado de una mujer del proletariado rural
que está “ennegrecida”, sucia y agredida, y que es el lado oscuro de las imágenes
de plenitud rural, idílicas y bañadas por el sol, de Jules Breton.
Con sus temas recurrentes de la fealdad y la suciedad (ambas metáforas de la
abyección y de la permisividad sexual), el texto de Zola está conectado con el pro-
yecto de Van Gogh. Que Van Gogh seleccionara este extracto de la novela apunta
a una lectura que no atendía al proyecto político de Zola. La lectura de Van Gogh
ahonda en y se identifica con la economía burguesa que la novela desordena con
imaginación mediante sus cuerpos proletarios semióticamente raciales y sus ac-
ciones políticas desesperadas. El dibujo de Van Gogh (Ilustración 3.1) necesita
leerse contra las delineaciones literarias de los cuerpos de las mujeres trabajadoras
de Zola, de forma que la inversión que en estos temas hace la cultura burguesa del
siglo xix no pueda borrarse dentro de la asexualidad esterilizada de los discursos
canónicos sobre el Arte. “Leer en contra” supone reconocer las valencias políticas
discrepantes de este vocabulario en el cuerpo ficticio del otro social y sexual. La
mujer agachada de Van Gogh trae a la vista le derrière de l’ouvrière. Pero será otro
contemporáneo literario de Van Gogh, algo más joven, quien en última instancia
permitirá hacer una lectura de ello.

FREUD, VAN GOGH Y EL HOMBRE DE


LOS LOBOS: MATER Y NIÑERA

En su estudio del caso del Hombre de los Lobos, “De la historia de una neurosis
infantil” (1918), Sigmund Freud identificaba los desplazamientos entre la parte
superior e inferior del cuerpo, así como entre lo humano y lo animal, en las for-
maciones de la sexualidad de su paciente25. La excavación arqueológica de Freud,
a través de las capas de la memoria que constituye el inconsciente del Hombre
de los Lobos, arroja luz sobre el hecho de que, como adulto, este hombre solo
podía disfrutar del sexo con una mujer de clase obrera y únicamente usando la
entrada posterior. Freud recreaba una escena primaria en la que, cuando era un
bebé, el hombre había presenciado el coito a tergo de sus padres, en respuesta a
lo cual había defecado. Freud postulaba que sobre esto se impuso más tarde un
102 Diferenciando el Canon

recuerdo aún no comprendido del pene paterno desapareciendo y su asociación


con su propio ano y la contemplación de animales apareándose a tergo. Fue signi-
ficativo, además, que las neurosis iniciales del Hombre de los Lobos se precipita-
ran por el repentino despido de su niñera de clase obrera por parte de su familia.
Fue como si su cuerpo incorporara algunos de estos recuerdos no formulados del
cuerpo y sus movimientos y sentimientos. Su pérdida representaba una especie de
tajo brusco de un cuerpo materno, desplazando lo que había contenido sus sín-
tomas, ahora manifiestos. Este caso era a la vez un análisis detallado de la historia
concreta de un individuo y una revelación de lo que estructuraba la fantasía mascu-
lina burguesa en esta época dentro de esa interfaz de las relaciones sociales reales y
su inversión mediante significados y fantasías inconscientes durante el azaroso viaje
a través de las marañas psíquicas de la formación como sujeto sexual.
La obra de Van Gogh como artista entre las comunidades campesinas de Ne-
unen, en su provincia natal de Brabante, entre 1884 y 1885, combina elementos
comparables de su historia individual, en cuanto chico educado tanto por su
madre burguesa como por su niñera campesina, con una tradición artística y
una historia social que condicionan su transformación en arte. Lo que sus repre-
sentaciones de mujeres campesinas revelan no es la articulación de la sexualidad
burguesa a través de esos tópicos generalizados de la dama/esposa pura versus la
prostituta degradada, que llegaron a estructurar buena parte de la cultura de la
modernidad urbana canonizada como arte moderno26. Más bien saca a la luz otra
fantasía, igualmente absorbente, que oscila entre la madre y la niñera campesina,
la kinderfrau, una figura que forma parte tanto del hogar de Theodorus van Gogh
como del de Jacob Freud o el del Hombre de los Lobos27.
En el dibujo que hemos estado analizando, la figura de la mujer campesina
se debe leer como un vórtice de registros y efectos contradictorios. Materna
en escala, la figura se diferencia obsesivamente del tipo corporal de la madre
burguesa mediante un énfasis exagerado y “grotesco” en la diferencia. La cam-
pesina del dibujo está diseccionada y desfigurada en cada trazo de tiza con la
que se produce la imagen, por su descoyuntada atención a los enormes puños,
a los pies anchos y planos y al infantil pero humillante gesto de levantar las fal-
das sobre las nalgas, que se ofrecen así, como si se contemplaran desde arriba,
para la humillación o el castigo28. Representadas por el dibujante en el espacio
ficticio del dibujo, revividas por el hombre en ese espacio social con la mujer
cuyo tiempo y cuerpo le ha adquirido el dinero de su hermano, las relaciones
de poder de clase y género proporcionaban la puesta en escena para unas fanta-
sías de bestialismo que señalan el dolor de la pérdida y su reverso, la agresión,
Parte II. Leyendo a contrapelo: Leer buscando... 103

siendo esta última una defensa contra la primera. El dibujo y sus disposiciones
psíquicas se produjeron bajo las condiciones sociales y de formación del suje-
to de esas relaciones históricamente específicas entre los hombres burgueses y
las mujeres de clase obrera. Allí donde los códigos de clase predominaban en
forma y punto de vista, uno de los cuerpos se produce para ser agresivamente
devaluado y rechazado en tanto anciano, impúdico y bestializado. Sin embar-
go, contra esa presión, otro cuerpo, monumental y materno, se hincha para
dominar y embelesar a un niño diminuto, curioso y deseante.
Este dibujo dramatiza —o superpone en sus diferentes registros— un con-
flicto que puede ser analizado esquemáticamente así. Una fantasía de amor y
placer preedípica, asociada con el cuidado de las mujeres trabajadoras y con una
corporalidad femenina, se disputa el espacio del dibujo con una agresión que se
resiste, edípica, temerosa de la castración, que aflige con violencia el cuerpo de
este cuerpo inferior de mujer, que es un otro social y casi bestialmente abyecto.
En un caso, el tamaño y la fisicidad del regazo, las nalgas y el torso de este cuerpo
son los signos propios de la comodidad. En el otro, la exageración de estas partes,
enfrentada a la falta de cabeza o de cara, de mirada o de posible voz, registra la
violación y el rechazo de la humanidad de este no-ser fantaseado. El dibujo alter-
na estos registros de la amenaza y el placer, del amor y la agresión, del miedo y
el deseo. Son las huellas de la represión fallida, huellas que hacen legible la nego-
ciación desigual del proceso sacrificial mediante el cual se forma la masculinidad
en sus peculiares relaciones con los cuerpos maternos perdidos que se crean en la
división social de la crianza infantil burguesa de la época29.
¿Qué sentido tiene hablar de la incoherencia y de las contradicciones de la
masculinidad burguesa europea, y nombrar el precio al que se produce (lo que
Freud llamó “castración”, con el típico énfasis en el cuerpo del siglo xix, pero
que Julia Kristeva, fiel a una lectura posestructuralista del psicoanálisis, con su
énfasis en el lenguaje, llama “sacrificio”)? He empezado este capítulo con la in-
tención de infligir una violencia “simbólica” a un dibujo que he afirmado odiar,
con la intención de fracturar el canon con el que se protege la violencia de estas
representaciones de las mujeres de clase obrera en tanto gran arte hecho por
grandes hombres. He hecho un viaje teórico e histórico a través de una serie de
textos visuales, verbales y teóricos del siglo xix, que categorizan el dibujo como
una simple violación visual de una mujer por un hombre, sin importar la clase.
El paso por los análisis de Freud de los hombres de su clase y de su generación
nos ha traído de vuelta a la matriz de la violencia que define la formación de la
subjetividad según el modelo psicoanalítico clásico. La revelación de ese mo-
104 Diferenciando el Canon

delo es la formación de la subjetividad humana, en tanto hablante y sexuada,


a un terrible precio, que es el precio que exigen los regímenes occidentales (y
probablemente todos los regímenes) de la diferencia sexual. El precio es la se-
paración del cuerpo materno, de la plenitud de su espacio, de la presencia de
su voz, la fantasía a la vez emocionante y temible de su plenitud y su potencia.
No obstante, se lo representa a través de los mecanismos del complejo de Edi-
po, como una defensa contra la supuesta carencia materna y el peligro de que
contamine al sujeto chico con esa carencia. Pero para ser un sujeto, hablante y
sexuado, esta separación debe interiorizarse también por los sujetos femeninos;
solo, que según una lógica asimétrica que nunca acepta por completo la no
verdad patriarcal acerca de quién carece de qué.
No es que las mujeres no carezcan. Pero no son carencia y los hombres, ine-
vitablemente, también “carecen”30. El niño adquiere algún sentido de su ego
por la presencia de un Otro ya poseído y empoderado: el lenguaje, la cultura,
mediada y representada por una generación más mayor ya incorporada en la
pareja familiar legalmente definida, Madre y Padre. Ante el lenguaje, la cultura
y la familia, el niño descubre la imposibilidad de la gratificación de sus deseos
y la imposibilidad de gratificar los deseos de quienes figuran como sus objetos
amorosos iniciales. La masculinidad rechaza su carencia —como un niño ante
el mundo adulto, como un sujeto ante el lenguaje— proyectando todo sentido
de carencia y de amenaza sobre el cuerpo de la antaño todopoderosa y deseada
Madre (como hemos visto, una figura compuesta, dividida a lo largo de líneas
de fractura psíquicas proporcionadas por las relaciones de clase), es decir, sobre
un cuerpo que, desde un punto de vista literal, carece menos.
Las feministas a menudo cuestionan el privilegio que el psicoanálisis otorga al falo,
con quien el pene se encuentra en una relación imaginaria. ¿Por qué no percibe el
niño, en lugar de ello, que el cuerpo de la madre está ricamente dotado de aquello de
lo que carece el niño varón: de un vientre y de unos pechos? Por supuesto. Pero lo
que parece que ocurre es que, mediante la cultura, así como en el lenguaje, estos
atributos deseables, precisamente porque son inaccesibles para el sujeto mascu-
lino, son borrados por aquello que, precisamente porque es aquello a lo que el
sujeto masculino carente tiene un acceso singular, debe ser entronizado como el
único y solo atributo deseable del cuerpo simbólicamente privilegiado y erigirse
así en una defensa. Por lo tanto, el falo es un significante muy inestable de “tener”
frente a “no tener”, porque enmascara las transposiciones, sustituciones, inversio-
nes y rechazos que son necesarios para que una cosa tan insignificante adquiera la
soberanía que el falo acaba por disfrutar en un orden simbólico falocéntrico. Lo
Parte II. Leyendo a contrapelo: Leer buscando... 105

que hay tras esta formación no es una ausencia real, como no hay tampoco una
presencia real, sino las complejas fantasías orquestadas por los significantes que
ofrece el lenguaje para gestionar la terrible experiencia a la que, según la lógica
fálica, todos los sujetos deben someterse: la separación y la pérdida del espacio,
de la voz y de la mirada materna.
Así pues, las ironías continúan. Julia Kristeva ha defendido que el feminis-
mo debe renunciar a las fantasías de la diferencia absoluta o a las ambiciones
de la igualdad semejante, que convertirían al feminismo en una repetición de
una lógica incansablemente falocéntrica “o bien/o bien” y debe, por lo tanto,
interiorizar también “la separación fundacional del contrato sociosimbólico”
para “introducir su filo en el interior de toda identidad, ya sea sexual, subjetiva
o ideológica”. Comentando esto en relación con el deseo femenino, Kaja Sil-
verman concluye: “Este es el punto en el que hay que señalar que Kristeva sabe
cómo leer la maternidad como el emblema, no de la unidad, sino de su opuesto – el
‘calvario radical de la escisión del sujeto” (cursivas mías)31.
El cuerpo materno puede, por lo tanto, ser liberado de su función como una
fantasía de completitud —a semejanza del campo, con sus cuerpos abundantes,
fértiles, arcaicos— y, su inevitable reverso, como horror abyecto32 —la sede/la
visión de la carencia y su amenaza de muerte— para funcionar como un signo
complejo del ambivalente proceso de la subjetividad humana.
En el ambicioso intento de Van Gogh, condenado de antemano, de domi-
nar la retórica de las representaciones contemporáneas de la vida y el trabajo
rural, el campo habría funcionado, si su capacidad artística hubiera estado a la
altura, como la reescenificación de una fantasía preedípica que lo acercaría a
los escenarios y los cuerpos de sus recuerdos de la infancia y a esas sensaciones
arcaicas que se sitúan incluso más allá del recuerdo. Pero ese mismo paisaje fue
sellado con la ley edípica que exigía el sacrificio ante la ley paterna de la deseada
proximidad con el cuerpo materno. La potencial destrucción de la diferencia
de clase era controlada por la necesidad de conservar las distinciones de géne-
ro. La ley patriarcal de la diferencia sexual tiene el efecto de marcar todos los
cuerpos como carentes ante el Padre. No obstante, la ley permite a los sujetos
masculinos proyectar la violencia de esa “castración” sobre el cuerpo femenino,
que en este dibujo se ha convertido en una figura fantástica de desintegración
psíquica, puesta en imágenes como una distorsión física. Idealmente, en el gé-
nero pictórico rural de la campesina, el cuerpo femenino en conflicto debe ser
domesticado y reconfigurado para no recordar nunca lo que contuvo una vez,
o debe ser estéticamente convertido en una imagen evidentemente mágica de
106 Diferenciando el Canon

una diosa fértil, natural, arcaica. En el dibujo de Van Gogh, estas separacio-
nes, mantenidas a distancia por los diferentes géneros artísticos, se derrumban.
Únicamente al ver la coexistencia y la tensión entre los cuerpos maternos, fe-
meninos y de hembra se puede explicar el poder de la imagen, que hace que la
gente siga contemplándola.

¿QUIÉN ESTÁ VIENDO A LA MADRE DE QUIÉN?


EL DESEO FEMINISTA Y EL CASO DE VAN GOGH

La diferenciación del canon no consiste en la rectificación feminista del arte ca-


nónico y de los hombres artistas, ni en el pronunciamiento de un juicio moral
sobre estos. La cuestión es admitir también la radical escisión del sujeto feminista.
Puedo percibir estas presencias múltiples que están en juego dentro de la imagen
solamente en la medida en la que admito compartir algunos de los materiales y
procesos psíquicos. La madre, de la que yo estoy argumentando que hay en esta
imagen una huella estructural y una fantasía, puede ser atisbada tanto porque
quien mira, que en este caso es una ella, puede verla, como porque quien la
produjo, que entonces era un él, depositó inconscientemente sus huellas en el
proceso de dibujar.
¿Qué será lo que mi escritura inscriba: mi resistencia a la exclusión de los pla-
ceres masculinos del canon o la presencia de un deseo feminista que cohabita con
deseos de otros, a la vez coincidentes y distintos? Ambas cosas pueden estar pre-
sentes de una manera que también nos da acceso a un “Van Gogh” que no tiene
por qué ser canónicamente grande para ser interesante, bueno y agradable en tan-
to héroe acerca del cual escribir. Allí donde la escritura de mi deseo se encuentra
con las representaciones históricas conformadas en el suyo, hemos diferenciado
el canon y hemos convertido en una irrelevancia su jerarquía y sus valoraciones,
cediendo estas su lugar a un rastreo más polilógico de las semióticas sociales y de
las inversiones psíquicas que caracterizan la subjetividad, la sexualidad y la pro-
ducción artística dentro de un momento histórico específico.
Al empezar por un dibujo de Van Gogh, el paradigma supremo de la concep-
ción popular del genio masculino moderno, sufriente, pretendo distanciarme de
la leyenda del artista, tan fundamental para la historia del arte canónica. La ra-
cionalidad distanciadora de la historia social del arte rechaza la identificación con
un “Van Gogh” mítico, pero también sobrepsicologizado e individualizado. La
fascinación popular por una hagiografía, biografía o martirología aberrante pero
Parte II. Leyendo a contrapelo: Leer buscando... 107

tipológica se desplaza mediante el uso de conceptos psicoanalíticos que producen


efectos muy diferentes: leer una imagen en lugar de leer una vida ajena a la obra y
volver después a la obra. En lugar de la biografía sobrepsicologizada, este dibujo y
otros se vuelven disponibles para una lectura más crítica, semiótica y analítica de
la práctica artística como lugar de una subjetividad “en proceso” y “de prueba”,
que se define tanto por sus articulaciones singulares como por sus inscripciones
culturales más amplias en las formaciones artísticas y literarias.
En mi escritura, la relación de las experiencias singulares en un sujeto histó-
rico, psicosocial, y de los patrones más generales de la formación sexual (Freud
cruzado con Williams) rastreados en los discursos culturales (Millet, Breton,
Thoré y Zola) crean una nueva intimidad con un dibujo holandés del siglo xix
de una trabajadora rural hecho por un hombre burgués. Hay que encontrar
un equilibrio entre las reivindicaciones del otro representado y del autor que
representa. La historia del arte canónica —y el caso de Van Gogh es un epítome
al respecto— convierte a los artistas en héroes. Y, sin embargo, no aspiro a un
antihumanismo similar al de los análisis estructuralistas que eliminan todas las
huellas del sujeto y de la subjetividad. En el campo de la historia del arte y de
sus críticos, hemos oscilado entre un concepto místico y un concepto mítico
del artista como el espejo magnificador del yo ideal occidental y un borrado
deconstructivo del sujeto, insistiendo únicamente en la textualidad y la estruc-
tura. El feminismo necesita una revisión irónica de ambas improbabilidades.
¿Cómo podemos atender a las especificidades de la práctica artística en cuanto
inscripción, representación y “afección y donación de sentido” mientras man-
tenemos un concepto claro de que hay personas trabajando para producir his-
torias que son singulares y que a la vez están culturalmente formadas, que son
fantasmáticas, pero que también forman parte de una estrategia consciente y
reflexiva dentro de unas motivaciones ideológicas y políticas?
A fin de elaborar relaciones posibles entre el análisis histórico social, el psicoa-
nálisis y la teoría feminista, trato de encontrar una diferencia que nos permita leer
imágenes, prestar atención a la representación visual y tal vez encontrar otras his-
torias sobre nosotras mismas en la inevitable intersubjetividad de nuestra lectura
y escritura, que será siempre una puesta en escena del deseo.
108 Diferenciando el Canon

1 Esta referencia freudiana, que se basa en Kofman, Sarah, The Childhood of Art: An Interpretation
of Freud’s Aesthetics, Winifred Woodhull (trad.), Nueva York, Columbia University Press, 1988, p.
11. [ed. org.: L’enfance de l’art: Une interprétation de l’esthétique freudienne, París, Payot, 1970;
ed. esp.: El nacimiento del arte. Una interpretación de la estética de Freud, Patricio Cantó (trad.),
Buenos Aires, Siglo xxi, 1973], se desarrolló en el capítulo 2.
2 Véase Richard Easton, “Canonical Criminalisations: Homosexuality, Art History, Surrealism and
Abjection”, Differences 4, 3, 1992, pp. 133-175.
3 Salomon, Nanette, “The Art Historical Canon: Sins of Omission”, en (En)gendering Knowledge:
Feminism in Academe, Joan Hartmann y Ellen Messer-Davidow (eds.), Knoxville, University of
Tennessee Press, 1991, p. 229.
4 Esto se hizo evidente en las reseñas de la prensa generalista de la exposición Picasso and
Portraiture, París, Grand Palais, 1996 y también está presente en la biografía en varios volúmenes
de John Richardson, A Life of Picasso, Londres, Jonathan Cape, 1995.
5 En “Sorrowing Women; Rescuing Men: Van Gogh’s Images of Women and the Family”, Art History
10, 3, 1987, pp. 352-368, Carol Zemel ha analizado la dimensión del amor en los dibujos de
Christina Hoornik realizados por Van Gogh.
6 Esta observación es uno de los puntos en los que se fundamenta la lectura feminista del arte
moderno y la primera que la enunció fue Carol Duncan en su artículo pionero “Virility and Male
Domination in Early Twentieth Century Vanguard Art’, Art Forum, diciembre de 1973, pp. 30-39;
reimpreso en Feminism and Art History: Questioning the Litany, Norma Broude y Mary D. Garrard
(eds.), Nueva York, Harper & Row, 1982, pp. 292-313.
7 Adrien Lavieille había hecho grabados a partir de estos cuadros y Van Gogh poseía la versión
barata impresa que usaría repetidamente en su propia educación artística en la década de
1880 y, una vez más, en 1889, cuando hizo una versión en pintura de la serie. Otra serie, Las
cuatro horas del día (1860), le había proporcionado el tema de Los comedores de patatas, que
notas

representa algo emparentado con la escena de noche titulada La velada. En LT 418, Van Gogh
llama “veldarbeit”, labores del campo, a las series que está haciendo. La numeración precedida
por LT se corresponde con las cartas de Vincent van Gogh a Theo van Gogh en The Complete
Letters of Vincent van Gogh, 3 vol., Londres, Thames & Hudson, 1959.
8 Chamboredon, Jean Claude, “Peinture des rapports sociaux et l’invention de l’ éternel paysan:
les deux manières de Jean-François Millet”, en Pierre Bourdieu (ed.), Actes de la Recherche en
Sciences Sociales, París, noviembre de 1977, pp. 17-18.
9 Por supuesto, me refiero a su cuerpo real en tanto opuesto al cuerpo ficticio y artificial que se
escribía sobre la forma física de la dama mediante modas y trajes fetichistas y que, a menudo,
hacían daño e impedían el movimiento.
10 En una carta a su hermano, Van Gogh escribía que su territorio era más las mujeres que vestían
faldas y chaqueta que las que llevaban vestidos (LT 395), y más tarde afirmaba que la chica
campesina, con su chaqueta polvorienta y remendada, era más hermosa que una dama y que, a
su parecer, cuando se ponía un vestido “de dama, perdía su encanto peculiar” (LT 404). Sobre el
traje campesino de Brabantia, véase “Die jakken en rokken dragen”: Brabantse klederachten en
streeksieraden, s’Hertogenbosch, Noord Brabants Museum, 1986.
11 Estas ideas se publicaron originalmente en “The Ambivalence of the Maternal Body:
Psychoanalytical Readings of the Legend of Van Gogh”, International Journal of Psychoanalysis
75, 4, 1994, pp. 802-813. Mi argumento ha mejorado mucho por la lectura de Swan, Jim, “Mater
and Nannie: Freud’s Two Mothers and the Discovery of the Oedipus Complex”, American Imago
31, 1, 1974, pp. 1-64. Swan aporta un análisis de la clase y de la formación sexual que combina
freudianismo y marxismo mediante una minuciosa lectura de la biografía y de los sueños de
Freud para mostrar que las versiones teóricas del complejo de Edipo y sus angustias y agresiones
relacionadas velan el conflicto entre la madre burguesa y la mujer campesina checa de clase obrera
que fue la niñera de Freud en sus primeros años.
Parte II. Leyendo a contrapelo: Leer buscando... 109

12 Este concepto lo derivo de la obra de Dawkins, Heather, “Frogs, Monkeys and Women: A History of
Identifications across a Phantastic Body”, en Dealing with Degas: Representations of Women and
the Politics of Vision, Richard Kendall y Griselda Pollock (eds.), Londres, Pandora, 1992, pp. 202-
217 (ahora Londres, Rivers Oram).
13 No se trata de la habitual acusación feminista hacia el arte masculino que convierte a las mujeres
en objetos. En la teoría freudiana, deseamos únicamente objetos; el objeto es uno de los elementos
que define la pulsión. Así, en la economía psíquica las pulsiones están dirigidas a objetos que
prometen gratificación. Uno de los objetos primarios es la cuidadora, “la madre”. Cousins, Mark,
“Contributions to a Psychoanalytic Theory of Love”, conferencia en la University of Leeds, 26 de
enero de 1994.
14 Jean-François Millet fue admitido de nuevo en el canon gracias al esfuerzo de Robert Herbert, a
partir de la década de 1960, mientras que Jules Breton y Jules Dagnan-Bouveret siguen fuera de él
en tanto realistas Salonnier, inasimilables a las historias teleológicas del arte moderno.
15 Sobre mi argumento acerca de esta designación, véase “Agency, and the Avant-garde: Studies in
Authorship and History by Way of Van Gogh”, en Orton, Fred y Pollock, Griselda (eds.), Avant­ gardes
and Partisans Reviewed, Manchester, Manchester University Press, 1996.
16 White, Allon y Stallybrass, Peter, The Politics and Poetics of Transgression, Londres, Methuen,
1986, pp. 125-146.
17 Freud, Sigmund, “On the Universal Tendency to Debasement in the Sphere of Love” [1912],
Standard Edition, vol. 12, Londres, Hogarth Press, 1953-1974, pp. 177-190 [ed. org.: “Über die
allgemeinste Erniedrigung des Liebeslebens”, G. S., vol. 5; G. W., vol. 8; ed. esp.: “Sobre la más
generalizada degradación de la vida amorosa”, en Obras completas, vol. 11, José Etcheverry (trad.),
Buenos Aires, Amorrortu, 2013].
18 Zola, Émile, La Terre [1888]; Earth, Ann Lindsay (trad.), Londres, Elek, 1954, p. 195. Traducción
citada: La tierra, Mariano Gómez Sanz (trad.), Barcelona, Ed. Lorenzana, 1966.

notas
19 Foucault, Michel, The History of Sexuality, Harmondsworth, Penguin Books, 1979 [ed. org.: Histoire
de la sexualité, 1. La volonté de savoir, París, Gallimard, 1976; ed. esp.: Historia de la sexualidad, 1:
La voluntad de saber, Ulises Guiñazú (trad.), Siglo xxi, 2005], p. 127.
20 Nochlin, Linda, reseña de The Realist Tradition, Gabriel Weisberg (ed.), Nueva York, Brooklyn
Museum of Art, 1980, Burlington Magazine 123, abril de 1981, pp. 263-269.
21 Thoré, Théophile, “Le Salon de 1865”, en Salons de Willem Bürger: 1861 à 1868, París, 1870, p.
188, citado en Sturges, Hollister, Jules Breton and the French Rural Tradition, Nueva York, The Arts
Publisher, 1982, p. 79.
22 LT 404.
23 Una carta fechada el 27 de marzo de 1885, citada en Germinal, Henri Mitterrand (ed.), Bibliothèque
de la Pléiade, Les Rougon Macquart, vol. 3, París, Gallimard, 1964, p. 1440. Para un análisis de este
pasaje en el contexto de la obra completa véase Petrey, Sandy, “Discours social et littérature dans
‘Germinal’”, Littérature, 22, 1976, pp. 59-74.
24 Transcrita en LT 410; Germinal, traducción citada: Zola, Émile, Germinal, Mauro Armiño (trad.),
Madrid, Alianza editorial, 2019.
25 Freud, Sigmund, “From the History of an Infantile Neurosis” [1918], Standard Edition (1955), pp.
1-122 [ed. org.: Aus Der Geschichte Einer Infantilen Neurose, G.S., vol. 8, pp. 439-567; ed. esp.: “De
la historia de una neurosis infantil”, en Obras completas, vol. XVII, José Etcheverry (trad.), Buenos
Aires, Amorrortu, 1979].
26 Véase capítulo 5.
27 Véase Swan sobre la kinderfrau checa, católica y de clase obrera de Freud.
28 El lenguaje que se emplea puede resultar potencialmente ofensivo a determinadas personas
cuya constitución ósea las conduzca a tener proporciones inusuales. Yo no veo el tamaño o la
escala de esta mujer automáticamente como “desfigurados”. Lo que estoy apuntando es que fue
manufacturada, en parte, para que se leyera como diferencia de la formación ideal del cuerpo de la
110 Diferenciando el Canon

feminidad burguesa blanca. En este sentido, la maternidad y sus efectos sobre el cuerpo femenino
son percibidos por la cultura, de manera significativa, como “no femenino”. Es lo que la Reina
Victoria, significativamente, llamaba las “partes animales” de ser una mujer.
29 Originalmente había especificado masculinidad heterosexual, pero he dejado abierta a propósito
esta cuestión.
30 Más adelante en este mismo capítulo aportaremos una explicación más completa de estos
curiosos argumentos sobre la carencia.
31 Silverman, Kaja, The Acoustic Mirror, Bloomington, Indiana University Press, 1988, p. 126;
haciendo referencia a Kristeva, Julia, en The Kristeva Reader, Toril Moi (ed.), Oxford, Basil Blackwell,
1986, pp. 187-213 [ed. org.: “Le temps des femmes” en 33/44: Cahiers de recherche de sciences
des textes et documents 5, invierno 1979, pp. 5-19], p. 210.
32 En la novela de Zola, Germinal, La Maheude, la figura materna, que se describe reiteradamente
haciendo referencia a sus pechos grandes, llenos de leche, nutricios, muere al final del relato,
tras verse obligada, por la destrucción de su familia, a volver a las minas a trabajar en “los intestinos
de la tierra”.
notas
Parte II. Leyendo a contrapelo: Leer buscando...

Ilustración 4.1a. Condesa AdèIe Tapie de Ceyleran de Toulouse-Lautrec. Foto: Charles Rodat, Albi: Musée Toulouse-Lautrec
Ilustración 4.1b. Henri de Toulouse-Lautrec, ca. 1867. Foto: Georges Beaute. Albi: Musée Toulouse-Lautrec
Ilustración 4.1c. Conde Alphonse de Toulouse-Lautrec. Foto: Charles Rodat. Albi: Musée Toulouse-Lautrec
111
112 Diferenciando el Canon

PADRES DEL ARTE MODERNO:


MADRES DE LA INVENCIÓN:
LEVANTANDO UNA PIERNA ANTE TOULOUSE-LAUTREC

¿Cuál es el significado de la pierna levantada en Henri de Toulouse-Lautrec?


El punto de partida de este proyecto no son las obras autorales, los queridos
depósitos de autoridad artística que constituyen la materia, el objeto de los
relatos fetichizadores del genio individual que elabora la historia del arte, sino
un subtexto compuesto por fotografías del artista y su círculo. Dada la aparente
afirmación documental de la presencia, el ser y la identidad atribuida a la ima-
gen fotográfica, esas fotografías prometen una autenticidad histórica al “artista
y su época”. Me propongo introducir una problematización feminista en ese
archivo y desplazar las categorías definitorias de la historia del arte, de la obra y
del autor, por los temas de la fantasía y del fetichismo que están empezando a
otorgar un carácter específico al análisis feminista del campo visual1.

LLEGADA TARDÍA Y MARCHA PREMATURA

A Henri de Toulouse-Lautrec (1864-1901, Ilustración 4.1b) lo sobrevivieron


sus padres, la condesa Adèle de Toulouse-Lautrec (1841-1903), que estaba
a su lado cuando murió (Ilustración 4.1a), y el conde Alphonse de Tou-
louse-Lautrec (1838-1912), que insistió en conducir el coche fúnebre en el
funeral de su hijo (Ilustración 4.1c). Gran parte de la correspondencia publi-
cada de Henri se dirige a su madre y revela una relación fluida y sincera entre
ambos, que a menudo incluye referencias cariñosas a su padre2. Henri dibujó
y pintó a su madre en numerosas ocasiones. Hay varios retratos que resultan
imponentes, por ejemplo uno de su madre a una mesa de café realizado en
1883 (Albi, Musée Toulouse-Lautrec) y otro, pintado en 1886-1887, que la
muestra de perfil en un salón (Ilustración 4.2). Se trata de imágenes decoro-
sas, aparentemente muy capaces para estar a la altura entre los nuevos pintores
de París, en los que sutiles orquestaciones de múltiples tonalidades de blanco
crean un interior luminoso que recuerda bastante a un retrato más monumen-
Parte II. Leyendo a contrapelo: Leer buscando... 113

Ilustración. 4.2. Henri de Toulouse-Lautrec


(1864-1901), Retrato de Adèle de Toulouse-
Lautrec, 1886-1887, óleo sobre lienzo, 59 × 54 cm.
Albi: Musée Toulouse-Lautrec

Ilustración 4.3. Henri de Toulouse-Lautrec,


Inspección médica en la Rue des Moulins, 1894,
óleo sobre cartón montado sobre madera, 83,5
× 61,4 cm. Washington, D.C., Chester Dale
Collection, National Gallery of Art
114 Diferenciando el Canon

tal pintado por Mary Cassatt, la Mujer a una mesa de café (1883-1885, Nueva
York, Metropolitan Museum of Art). En el retrato de 1884 (Brasil, Museo
d’Arte de São Paulo) la condesa aparece en un jardín, vestida en su brillante
traje blanco de día. En los tres retratos, la condesa aparece convenientemente
situada en lo que he llamado en otra parte los espacios de la feminidad, la
escena de un mundo cerrado y retirado3. En los retratos baja los ojos y apar-
ta la mirada. Su cuerpo está quieto, mientras su mirada silenciada se pliega
hacia su cuerpo, contenido y en reposo. En el jardín aparece prendida en la
superficie del lienzo, con la mirada perdida. La figura, carente de volumen y
sustancia, se mezcla con el entorno rural, cultivado pero orgánico, del que se
hace eco y que configura un moderno hortus closus.
Ese cuerpo femenino aristocrático está inmóvil y resulta icónico en todos los
sentidos. Está pintado con un afectuoso respeto y es, no obstante, a la vez ideali-
zado y distante. La condesa Adèle es la antítesis misma de los cuerpos (Ilustración
4.3) con los que su hijo Henri establecería su paternidad artística y lograría que
el antaño “glorioso” nombre de la casa de Toulouse-Lautrec viviera más allá de la
arcaica superfluidad de la aristocracia francesa y formara parte de los anales del
arte moderno: véase también Baile en el Moulin Rouge (1889-1890, Philadelphia
Museum of Art). Esas imágenes producen cuerpos femeninos antitéticos que
significan una fisicidad desregulada. Su actividad, el libre movimiento de sus ex-
tremidades o la falta de la tela que envuelve la feminidad, escapan a los contornos
limitadores de la contención decorosa o del control encorsetado. Revelan a mu-
jeres sin significar feminidad. Como ya sabemos, la feminidad era en el siglo xix
una construcción de clase y raza. No incluía a la totalidad de las mujeres, aunque
era la norma hegemónica porque se las juzgaba y (ab)usaba a todas. La oposición
entre la sosegada, remota e idealizada feminidad de la madre blanca de clase alta y la
energía animal, orgiástica, de la bailarina de clase trabajadora o la fisicidad abyecta
de la prostituta de clase obrera que aguarda la inspección médica constituye, por
lo tanto, una inscripción de la diferencia de clase y de la diferencia sexual, un lugar
en el que se construyen mutuamente a través de las proyecciones de las fantasías
del varón aristocrático en la alteridad física percibida de mujeres trabajadoras, cuyo
significado simbólico se establece en oposición a las vírgenes blancas, calmas y re-
posadas, de su incestuoso objeto de deseo, la madre. Es a esa madre a la que hay
que ver como la ausencia estructuradora que crea la necesidad de una incesante
re-unión con los cuerpos de su “otra” y de las deformaciones estilísticas respecto
del realismo burgués que llegaron a convertirse en la marca formal distintiva de
su obra, perteneciente al arte moderno.
Parte II. Leyendo a contrapelo: Leer buscando... 115

HUMILLACIÓN Y DESEO: LOS REGISTROS


DE LA DIFERENCIA SEXUAL Y SOCIAL

En 1912, Sigmund Freud escribió una ponencia sobre algunos pacientes mas-
culinos que padecían una forma específica de impotencia4. Eran “hombres de
un carácter profundamente libidinoso”, cuyos órganos eran físicamente capaces
de excitación y descarga sexual, y que estaban motivados psicológicamente para
actuar de esa forma. Según Freud, esa paradoja de actividad sexual acompañada
de impotencia tenía que explicarse por el carácter complejo del objeto sexual.
Freud establecía la existencia de dos corrientes, la afectuosa y la sensual, que,
al llegar a un mutuo acuerdo, aseguran la sexualidad adulta. La afectuosa es la
más antigua de las dos y surge en la primera infancia. Se basa en el instinto de
autoconservación y se dirige hacia los miembros de la familia que cuidan del
niño. En la relación de dependencia del niño con su cuidadora primaria ya se
encuentran presentes los componentes de la sexualidad, que producen apego
y erotizan la relación con las cuidadoras maternas, convertidas así en el primer
objeto de elección del infante. Mediante sus normas y tabúes, la Cultura aspira
a desviar esas pasiones de sus objetivos sexuales inmediatos, al tiempo que los
mantiene como promesa para un futuro objeto sustituto, al que también se vin-
culará la otra corriente, la sensual, que se desarrolla durante la pubertad como la
expresión adulta de las pulsiones sexuales infantiles transformadas.
Esa corriente sensual debe dirigirse siempre hacia objetos sexuales social-
mente aprobados; en el caso de un hombre heterosexual, las mujeres que no
son su madre, su tía, su hermana, etc. Sin embargo, los nuevos objetos serán
elegidos a partir del modelo o de la imagen formados en la infancia, y atraerán
sobre sí el afecto erotizado que inspiraron antaño. El patrón ideal viene deter-
minado por la ley cultural que prohíbe el incesto y que Claude Lévi-Strauss
identifica como la norma fundadora de la sociabilidad humana. En esta forma-
ción del hombre heterosexual adulto, lo afectivo y lo sensual deben reunirse en
una figura femenina sustituta, que asegure la conjunción de la lealtad derivada
de los antiguos afectos con el deseo generado por la denegación y el nuevo des-
pertar de la pubertad, y de la alta valoración social y emocional de la amada con
el placer derivado de la actividad erótica con un objeto sexual.
En el caso de los pacientes que experimentaban una impotencia periódica,
Freud planteaba la hipótesis de una profunda disparidad entre lo afectivo y lo
sensual, procedente de la incapacidad de superar el complejo de Edipo con el
resultado socialmente deseado y la inclinación al interés sexual. La brecha podía
116 Diferenciando el Canon

atribuirse a dos factores: en primer lugar, un exceso de frustración, que en reali-


dad se opone a nuevas elecciones objetuales5; en segundo lugar, la continua atrac-
ción ejercida por los objetos de la infancia. En esos casos, la libido se aparta de la
realidad —es decir, de la norma socialmente sancionada por la que hay que elegir
a una mujer adulta conveniente— y es presa de la fantasía, de la promiscuidad
imaginativa en cierto sentido, al quedar fijada en los objetos del afecto infantil,
que, por supuesto, son siempre tabúes desde un punto de vista sexual. De modo
que esos objetos solo se pueden desear inconscientemente: “la sensualidad del
joven queda vinculada a objetos incestuosos en el inconsciente […] fijada a fan-
tasías incestuosas inconscientes”, y el resultado es la impotencia total6.
La impotencia psíquica sobre la que escribe Freud es una variante menos
grave, dado que la corriente sensual es lo bastante fuerte para encontrar una
descarga parcial en la realidad. Sin embargo, Freud señala que la corriente sen-
sual de esas personas es caprichosa, resulta fácilmente perturbada y no se con-
suma con demasiado placer. La razón estriba en que la corriente sensual está
apartada de la corriente afectiva por la fijación de esta en objetos incestuosos
prohibidos. Por lo tanto, concluye Freud:

En esas personas, toda la esfera del amor queda dividida en dos direcciones,
personificadas en el arte como el amor sacro y el amor profano (animal). Donde
aman no desean, y donde desean no pueden amar. Buscan objetos que no nece-
sitan amar, para mantener su sensualidad alejada de los objetos que aman; y, de
acuerdo con las leyes de la “sensibilidad compleja” y del retorno de lo reprimido,
el extraño fracaso mostrado en la impotencia física hace su aparición siempre
que un objeto que se ha elegido con el fin de evitar el incesto recuerda al objeto
prohibido por alguna característica, a menudo inadvertida7.

La impotencia física aparece cuando el objeto sexual elegido imita o no puede


dejar de recordar al objeto incestuosamente amado y prohibido: la madre o sus
sustitutas. La principal estrategia para evitar ese desastre consiste en recurrir a
la degradación del objeto sexual, separándolo claramente de la sobrevaloración
emocional —el amor— asociada con la integración del afecto y la sensualidad,
que se reserva para el objeto incestuoso y sus representantes. Por lo tanto, Freud
concluye diciendo: “Ahora podemos entender los motivos que se ocultan tras
las fantasías del muchacho mencionadas [más arriba8], que degradan a la madre
hasta el nivel de la prostituta”9. Ahí tenemos el síntoma de un intento de salvar
el abismo, pero en otros casos el abismo resulta insalvable y el hombre degrada
Parte II. Leyendo a contrapelo: Leer buscando... 117

a la mujer o elige a una mujer de un grupo socialmente devaluado para mante-


ner la división que históricamente se conoce como “la doble moral”.
A mi juicio, ese texto de Freud, escrito en 1912, describe la formación psico-
lógica de una heterosexualidad masculina que tiene una localización específica,
histórica, institucional y económica en la familia burguesa y las relaciones so-
ciales burguesas hegemónicas de las que Freud (nacido en 1856) y sus pacientes
masculinos, así como los artistas de las primeras generaciones del arte moderno
de finales del siglo xix, eran un producto.
Aunque puede sostenerse que el tabú del incesto es la ley de la cultura en
general, lo cierto es que se la ha impuesto o sancionado de maneras especí-
ficamente históricas. La peculiaridad de la situación del grupo social y de
género del que procedían tanto los pacientes de Freud como la compresión
que estos tenían de su situación consistía en que el tabú del incesto había
resultado sumamente difícil de imponer precisamente a causa del programa
ideológico que Foucault ha denominado la “sexualidad” de la burguesía10.
La reconfiguración de la familia como un conjunto íntimo de relaciones, en
especial entre la mujer, ahora idealizada como la madre amante, y los hijos,
vulnerables a las inversiones emocionales en virtud de una intimidad y una
culpa familiares que eran la marca ideológica de la familia burguesa, acentua-
ron los conflictos para cuya gestión surgió el psicoanálisis, una tecnología de
la sexualidad moldeada en el espejo de esa estructura familiar burguesa. La
familia burguesa, en cuanto ideología y tecnología sexual, desarrolló modos
de intimidad y dependencia emocional que promovieron una angustia y una
culpa concomitantes11. La familia era, al mismo tiempo, un invernadero de
incitación sexual y el lugar de una rigurosa vigilancia y represión del propio
erotismo que estimulaba. Las generaciones que el tabú del incesto debía man-
tener sexualmente apartadas estaban, de hecho, atadas por las nuevas ideas
sobre el vínculo maternal y el cuidado personalizado del bebé (se abogaba
por la lactancia materna y se exigían intensos lazos emocionales con el recién
nacido). En efecto, al niño se lo alentaba a ser Edipo y a amar a su madre
por encima de todas las mujeres. Pero esa estructura ideológica y emocional
de la familia burguesa se ponía en práctica dentro de una división social y
sexual del trabajo12. La formación de clase de esa tecnología sexual significaba
que la cuidadora materna probablemente quedara escindida, dividida entre
la madre burguesa angélica e idealizada, una mujer casi inimaginable como
genetrix y como cuerpo sexual, y las mujeres de clase trabajadora empleadas
como nodrizas y niñeras que lavaban el cuerpo infantil, lo acariciaban, lo ali-
118 Diferenciando el Canon

mentaban con sus pechos y configuraban los componentes de su sexualidad


mediante la atención continua a sus necesidades y procesos físicos.
La presencia corporal de la niñera de clase trabajadora y esa semiótica
físicamente mediada de las transacciones mujer-niño estaban grabadas en la
psique del sujeto burgués y masculino, y despertaban recuerdos de plenitud
y placer sensual. Sin embargo, estaba cubierta por la jerarquía social, que, en
términos de poder y estatus sociales, efectivamente “castraba” a las cuidadoras
del niño. Cuando la clase pasaba a experimentarse como diferencia y poder,
las mujeres de clase trabajadora cada vez aparecían en mayor medida como
carentes de poder ante la madre burguesa, que entonces atraía hacia sí una
noción sobrevalorada y defensiva de la dicha maternal, figurada en la femini-
dad angélica pero intocable que significaba en su “distinción” estetizada. Al
buscar los placeres perdidos de la infancia en los cuerpos sudorosos de actri-
ces y cantantes, con su facilidad de palabra y su exuberancia física, tal como
hizo Toulouse-Lautrec, el hombre burgués se veía abocado a experimentar el
conflicto en un nivel que bien podía incitar la agresión contra esos aparentes
objetos de fascinación sexual.
Asimismo, ese complejo podía tomar la forma de un sadismo simbólico,
estatuido en representación en la pantalla ficticia sobre la que el incons-
ciente puede dirigir la mano que dibuja. El dibujo y la pintura, la manipu-
lación simbólica o vicaria mediante la fabricación de un cuerpo ficticio en
la imagen gráfica o pintada, proporcionaban una experiencia de dominio,
al tiempo que producían el espacio para nuevas representaciones incons-
cientes de escenarios fantasmáticos del juego entre hostilidad y deseo; de la
fascinación con —y el miedo a— la diferencia en los que la diferencia social
y la diferencia sexual resultan difíciles de desenmarañar, dado que una es la
condición de la otra.

ADMIRANDO A PAPÁ

Aunque las relaciones de Lautrec con las mujeres estaban escindidas entre
su posición como hijo de su madre y su experiencia de la masculinidad,
lograda gracias a la proximidad social y sexual con —y a la manipulación
artística de— los cuerpos de mujeres trabajadoras, esta última práctica era
la que le permitía identificarse con su padre. La “identificación”, en el senti-
do freudiano clásico, tiene lugar dentro de la “faceta paternal-homosexual”,
Parte II. Leyendo a contrapelo: Leer buscando... 119

que, mediante la supresión edípica del deseo por el padre, se expresa a tra-
vés de los vínculos homosociales13.
El conde Alphonse-Charles de Toulouse-Lautrec-Monfa (Ilustración 4.1c)
era un tipo legendario a su manera, que, según se cuenta, compensaba la in-
significancia política del aristócrata —Bernard Denvir la ha llamado impoten-
cia14— dando la nota en los locales nocturnos de París. Era un gran cazador,
y el mundo de los caballos, las carreras y la caza formaba parte de los rituales
de su clase y de sus masculinidades. También frecuentaba los lugares urbanos
donde se practicaba una caza más explícitamente sexual y con los que su hijo,
no solo como consumidor sino también como pintor, acabaría forjándose una
pequeña reputación artística.
El conde Alphonse estaba fascinado por la creación de imágenes, pero no como
pintor serio. Dibujaba e incluso esculpía. Como su contemporánea Virginia Ve-
rasis, la condesa de Castiglione15, a Alphonse de Toulouse-Lautrec le gustaba en-
galanarse delante de la cámara, y tenía todo un guardarropa de trajes con los que
se fotografió: de turco, de caucasiano, de cruzado y de escocés de las Highlands
(Ilustración 4.4). Su hijo Henri compartía esos gustos, y contamos con algunos
ejemplos de sus fotografías de mascaradas: vestido de samurái en 1892 y de niño
de coro para un baile de disfraces organizado por Le Courier Français en 1889. La
fotografía de un episodio de travestismo desencadena una imaginativa cadena de
especulación. Representa a Henri vestido con las ropas y con el traje de Jane Avril
(1892, Albi, Musée Toulouse-Lautrec)16. El travestismo era también uno de los
pequeños juegos del conde Alphonse; en cierta ocasión bajó a almorzar vestido
con un plaid y un tutú de bailarina. Pero se produce una rima visual sumamente
llamativa entre la foto del conde Alphonse como escocés halconero, con su falda
y una pierna embutida en una media negra y levantada (Ilustración 4.4), y la pose
en que Henri inmortalizó a Jane Avril en el cartel Jane Avril en el Jardin de Paris
(1893), del que además se conserva un boceto (Ilustración 4.5). En Moulin Rou-
ge (1893, París, Colección Josefowitz), Louis Anquetin pintó a Jane Avril en esa
misma postura, que tal vez procediera de una foto “anterior a 1893”17. La pierna
levantada de Jane Avril se ha convertido casi en el signo gráfico por antonomasia
de Toulouse-Lautrec, en la marca distintiva de su autor en cuanto creador de
imágenes, en su firma estilística, por decirlo así18. En un plano formal, la imagen
para el cartel (Ilustración 4.5) logra su impacto, y se impone en su diferencia mo-
derna, por el carácter llamativo del diseño, más que por sus elementos icónicos,
que no resultan inhabituales en la imaginería efímera del período. La semiótica
distintiva de un Toulouse-Lautrec entraña una simplificación formal radical lo-
120 Diferenciando el Canon

Ilustración 4.4. Conde Alphonse de Toulouse-Lautrec vestido de Highlander, fotografía. París, Bibliothèque Nationale
Ilustración 4.5. Henri de Toulouse-Lautrec, estudio para Jane Avril en el Jardin de Paris, peinture à l’essence sobre
cartón, 99 × 72 cm. Colección privada

grada mediante la represión de los semitonos en favor de audaces contrastes de


color. Estos últimos se resaltan además por el uso de zonas decorativas de un
negro puro. La derivación formal de precedentes ya valorizados en la comunidad
artística que frecuentaba en París —Manet y los grabados japoneses—, igual que
otros diseñadores gráficos, no explica el poder de esta sorprendente condensa-
ción, que los historiadores del arte del grabado identifican con razón como una
ruptura importante respecto de la ñoñería contemporánea incluso de cartelistas
destacados como Jules Chéret, cuyas enérgicas composiciones habían sido ya tan
importantes para Georges-Pierre Seurat en su intento de producir una imagen de la
modernidad reducida a entretenimiento venal y comercial (El can-can, 1889-1890,
OtterIo, Rijksmuseum Kroeller-Mueller).
El recurso formal —la táctica estilística de la pierna flexionada, embutida en
una media negra— se ofrece como el significado del nuevo arte que Seurat y
Toulouse-Lautrec estaban elaborando19. Los historiadores sociales del arte han
indagado en los significados suplementarios del formalismo que se volvieron tan
palmarios en ese momento histórico proponiendo un segundo nivel de significa-
ción, connotativo o mítico, en el que la forma significa, aunque no el contenido
ideológico real, al menos sí las condiciones históricas de la práctica y sus ideolo-
gías20. Así, la planitud, que subrayaba la bidimensionalidad y la materialidad del
lienzo y la pintura, era una estrategia polivalente, que permitía al pintor moderno
Parte II. Leyendo a contrapelo: Leer buscando... 121

aludir a sus condiciones de existencia en el mito de la modernidad capitalista.


“Las circunstancias del arte moderno no eran modernas, y solo llegaron a serlo
al otorgársele las formas del llamado ‘espectáculo’”21. Las historiadoras sociales
feministas del arte también han propuesto lecturas ideológicas de la semiótica del
espacio del arte moderno concebido como la puesta en escena de miradas con
componente de género con el fin de identificar los espacios de la modernidad
como campos de lucha de la sexualidad y las formas del arte moderno como sig-
nificaciones formales de la diferencia sexual.
La táctica estilística de Toulouse-Lautrec —condensado en la pierna negra,
doblada y danzante, una forma fantástica que destaca totalmente en relación con
su entorno de colores simples, que la separan del cuerpo y al mismo tiempo le
hacen representarlo— está, como diría Freud, “sobredeterminada”22. Puede signi-
ficar la doble carga de la diferencia artística (la táctica moderna) y de la diferencia
sexual (la paradoja de la sexualidad masculina). Para ser psicoanalíticamente más
precisa, es en el registro del fetiche donde el recurso formal de Toulouse-Lautrec
funciona como estéticamente posible y culturalmente significativo.
En el psicoanálisis freudiano clásico, el fetichismo crea un sustituto para el
pene que parece faltar en el cuerpo de la madre. Su curiosidad y su importancia
teórica estriba en que funciona como recurso psíquico con el que se puede repu-
diar la realidad. Así pues, se convierte en un modelo para todas las creencias que
sobreviven a la contradicción en la experiencia. Su estructura fundamental es la
denegación: la afirmación oscilante “Sé pero no sé”. Según Freud, el fetichismo
es una tendencia característicamente masculina que, de una forma u otra, puede
afectar a todos los varones, aunque solo una minoría se convierte en fetichistas clí-
nicos y utiliza el fetichismo como única forma de gratificación sexual. Freud des-
cribe el fetichismo como una defensa contra el “descubrimiento” de la anatomía
carente de la mujer. Sin embargo, las lecturas feministas de la psicopatología de
la formación revisan la propuesta freudiana y sostienen que el fetichismo es uno
de los procedimientos psíquicos esenciales con los que los sujetos masculinos se
defienden del descubrimiento de su propia carencia, creada por la llegada tardía y
por el propio lenguaje. La masculinidad se forma mediante la proyección de esta
falta simbólica fuera del cuerpo masculino, en el cuerpo del otro, la mujer, que
de ese modo llega a significar tanto la falta como la amenaza de la “castración”.
El lenguaje determina la diferencia sexual al separar al niño y la madre, al crear
una escisión psicológicamente cargada que no precipita solo una división entre el
niño y la cuidadora primaria que lo mantenía vivo, sino que inicia el miedo a la
muerte en el sujeto masculino separado y diferenciado, quien, entonces, queda
122 Diferenciando el Canon

arrojado a la deriva de lo que hasta ese momento representaba, en su fantasía, la


vida y su sustento. La castración mediante el sometimiento al lenguaje produce
una nueva fantasía, el miedo a no ser, que también resulta fascinante y deseable
porque se asocia con un retorno a la madre.
La angustia de castración se centra en los genitales masculinos solo a través de
una compleja coyuntura. La angustia relacionada con la separación y la sumisión
a la ley del padre mediante el lenguaje pasan a primer plano en un punto del
desarrollo psíquico en el que los genitales adquieren un interés en la significación
simbólica, así como un lugar en el narcisismo, mediante la producción de un ex-
cedente de placer que no tiene que ver con comer o defecar. En cuanto parte del
cuerpo, lugar de placer y símbolo de la sintaxis en evolución del cuerpo psíquico
y del cuerpo social, los genitales masculinos se convierten en el signo corporal de
un narcisismo primario, la fase necesaria en la que se usa el propio cuerpo como
un objeto de valor y de placer sensual. En la medida en que el niño invierte una
parte de su propia libido en sí mismo mediante el placer que proporciona ese ór-
gano, el pene se eleva al nivel de aproximación al significante, al Falo (siempre pa-
terno), y la aparente ausencia de los genitales masculinos en el cuerpo de la madre
se convierte en un signo condensado de una fantasía anatómicamente inconexa,
el miedo a la muerte o el no-ser, que procede del destino humano de la alienación
en el lenguaje como la condición de acceso a la sociabilidad, la subjetividad y la
sexualidad. Las condiciones amenazadoras de la aparición de la subjetividad mas-
culina deben denegarse (un fetichismo primario, y simbólico, ayudado por el uso
del lenguaje, que oculta ese peligro con la palabra mujer) o proyectarse en el otro
femenino, que entonces se vuelve figura de la diferencia como desfiguración nece-
sitada de un fetichismo secundario o literal, en el que se busca un sustituto visual
para la imaginada insuficiencia anatómica del cuerpo femenino.
Mi argumentación sobre Henri de Toulouse-Lautrec necesita desarrollar la cues-
tión del fetichismo un poco más. Para Freud, el fetichismo es la denegación del
hecho físico de la diferencia sexual. Al ver una ausencia, el niño se guarda del pleno
reconocimiento de esa amenaza encontrando un sustituto, que es el mecanismo
por el cual la creencia en la diferencia femenina puede mantenerse y denegarse al
mismo tiempo. Así, el fetichismo permite la siguiente afirmación: “Ella tiene un
pene pese al hecho de que no lo tiene, en la forma del sustituto”. Significativamen-
te, Freud23 demostró que el fetichismo nunca funciona de verdad:

Otra cosa ha ocupado su lugar, ha sido nombrada como sustituto, por decirlo
así, y entonces hereda el interés que antes se dirigía a sus predecesores. Pero ese
Parte II. Leyendo a contrapelo: Leer buscando... 123

interés aumenta también de un modo extraordinario porque el horror a la cas-


tración ha levantado un memorial de sí mismo con la creación de dicho sustituto [la
cursiva es mía]. Por otra parte, la aversión, siempre presente en todo fetichista,
a los genitales femeninos reales no deja de ser un estigma indeleble de la repre-
sión que ha tenido lugar. Ahora podemos ver lo que logra el fetichista y qué es
lo que lo mantiene. El fetiche es un símbolo de triunfo sobre la amenaza de la
castración y una protección contra ella24.

John Ellis señala, de manera provechosa, que el significado de la polaridad au-


sencia/presencia es un resultado de la formación cultural y de su significación
de la diferencia sexual, lo que elimina definitivamente cualquier esencialismo
anatómico residual que pueda haber en Freud25. El pene es solo un sustituto,
un símbolo de lo que instituye el significado en un sistema falocéntrico, a sa-
ber, el Falo, que no es nada y lo es todo, un significante. El fetichismo no es
solo una denegación de la falta del pene materno, sino que ha de entenderse
como una forma forzada de resistencia masculina a todo el sistema, a la estruc-
turación fálica de la diferencia sexual. En cuanto denegación, el fetichismo
parece conferir —mediante el sustituto— un falo a la mujer que es mujer, sin
embargo, en virtud de su carencia. Esa restitución imaginaria mantiene, por lo
tanto, la importancia del falo y, en consecuencia, recuerda constantemente al
sujeto la posibilidad de la diferencia. Como el fetichismo es ya una cuestión
de significación mediante la sustitución, conecta la fantasía y el lenguaje. El
lenguaje —todo el sistema del significado basado en símbolos que, en la forma
de palabras y signos, representa lo real— nos castra “simbólicamente”, es decir,
nos separa de modo definitivo de lo que, en retrospectiva, fantaseamos como
una corporalidad e intimidad incondicionales con la Madre. Sin embargo, el
lenguaje, en cuanto guión de culturas y órdenes sociales específicos, significa el
hecho universal de la castración sexual de manera diferente para nosotros, en
función de si, bajo su ley, devenimos masculinos o femeninos.
Ellis también somete el caso con el que Freud comenzaba su ensayo “Feti-
chismo” a una deconstrucción lacaniana suplementaria. El paciente de Freud,
educado en Inglaterra, utilizaba el brillo en la nariz de una mujer como su
fetiche. Este fetiche funciona, de hecho, lingüísticamente. El niño era bilingüe
y la palabra Glanz en alemán significa “brillo”, pero suena como la palabra
inglesa glance, “vistazo”, que probablemente fuera el sustituto original para este
paciente: el niño miraría el rostro de su niñera para consolarse antes o después
del traumático encuentro o “visión” de su diferencia. Ellis penetra en el relato
124 Diferenciando el Canon

de Freud y revela dos miradas: la mirada del niño que recorre el cuerpo de la
mujer para el reconfortante “sin embargo”, el sustituto; y la propia mirada de
la mujer, que presenta ese consuelo y se convierte así en una mirada fálica. Esto
ha de quedar denegado y cubierto por la mirada siempre curiosa del muchacho,
que una y otra vez busca el eterno antes, la tendencia a congelar la imagen de
un cuerpo de mujer en el momento anterior a la exposición visual de la diferencia
sexual. La cronología de la visión y el conocimiento queda bloqueada, en un
rechazo del movimiento narrativo que lleva del mirar al ver y que incesante-
mente conduce a un conocimiento ineludible, es decir, al reconocimiento de la
castración como un hecho y un destino necesarios.
Me he detenido en esta reelaboración para poder especificar en el plano
teórico el interés estético en la imagen fija de cuerpos que bailan. En el caso
de Henri de Toulouse-Lautrec, algunas características recurrentes de su obra
pueden leerse como ese vistazo detenido en el que el fetichismo funciona como
una denegación necesaria y un “memorial” repetido del complejo momento de
fascinación y terror.
Ahora podemos entender el fetichismo como una estructura de sustitución
de significantes determinada en relación con el falo/el lenguaje/la diferencia/el
poder. No está exclusivamente vinculado, como pretendía Freud, a una loca-
lización física y a un momento de la percepción de la diferencia sexual, lo que
para Freud establecía una distinción absoluta entre lo masculino y lo femenino.
Siguiendo una lectura lacaniana, el fetichismo queda expuesto como un régi-
men semiótico de representación que dramatiza el sufrimiento del sujeto en re-
lación con el conocimiento y la posibilidad de cualquier asunción de identidad.
En cuanto tal, el fetichismo revela un momento en el que Freud y Foucault po-
drían unirse para elaborar la sexualización de la subjetividad en el plano social,
institucional, simbólico, familiar y psíquico. Con la aparición y la dispersión de
las formas familiares burguesas occidentales y sus formaciones psicosimbólicas
concomitantes, el problema de la madre se desplazó del discurso religioso para
ejercer presión sobre todas las áreas de formación subjetiva, y en ninguna de un
modo tan complejo o fundamental como la de la sexualidad. Bajo un sistema
que simplificó de forma tan radical o que expuso de manera tan drástica la Ley
del Padre, y que produjo en Freud y sus seguidores a aquellos que nombrarían
y analizarían la función paternal de ese sistema, tal vez sea la Madre, que escapa
a su presencia congelada en la representación cultural como la icónica Virgen,
quien estructure, incluso en ausencia, la actividad figurativa de los artistas mo-
dernos, sus hijos26. En virtud de este rastreo psicoanalítico de las paradojas del
Parte II. Leyendo a contrapelo: Leer buscando... 125

fetichismo, propongo que Madre no queda desplazada por una cultura secular
que ya no se cimenta en una iconografía visible de lo maternal, sino que expe-
rimenta una transfiguración en la cultura moderna que los contemporáneos de
Freud modelaron y significaron mediante sus sustitutos fetichizados.

CUANDO LO PEQUEÑO NO BASTA

Henri de Toulouse-Lautrec siempre fue físicamente más pequeño que sus pa-
dres. Su matrimonio endogámico lo marcó con un cuerpo que significaba su
permanente insuficiencia. ¿Podría tal cosa permitirnos especular sobre las ra-
zones por las que su arte extrajo cada vez en mayor medida su urgencia y su
energía de la fascinación por la manipulación de algunas partes del cuerpo, so-
bre todo las piernas en el baile, por la exuberancia, el atletismo y la flexibilidad
sobrehumana que hicieron tan famosos a La Goulue y Valentin le Désossé, el
hombre sin huesos? De su fama Henri tomó prestada una imagen de energía
que significativamente cayó presa de la fetichización de la imagen no solo fija,
sino además gráfica, impresa. Congelado y aplanado en la página, el cuerpo
fantástico, imaginado como radicalmente libre en unos movimientos que de-
safían toda credibilidad por su movilidad e inventiva, se ve privado justo de lo
que lo volvía fascinante para quienes lo veían en movimiento. Por todo ello,
queda fetichizado de manera aún más intensa como un objeto de deseo perdi-
do, ausente, imposible, o como un lugar para el proceso constante e inconsola-
ble del complicado desplazamiento del deseo.
Si comparamos un cartel de Toulouse-Lautrec con la fotografía publicita-
ria de la compañía de baile de Mademoiselle Eglantine (ca. 1896), a la que
pertenecía Jane Avril, y en la que se basó Henri para realizar el póster que ella
le encargó para la gira por Inglaterra de 1896, podemos empezar a apreciar
el proceso de fetichización que tiene lugar aquí, incluso entre dos sistemas
figurativos, la fotografía y la imagen pintada o impresa, ambos propios de un
régimen fetichista de representación (Ilustraciones 4.6 y 4.7). La diferencia
que quiero señalar radica en la destilación, por decirlo así, de la pierna con la
media negra para que en la imagen del cartel funcione como el motivo repeti-
do y dominante, destacado sobre una versión gráficamente simplificada de la
actividad y el “frufrú” de las capas de enaguas tan evidente en la exhaustividad
indiscriminada de la foto. Al tiempo que una pieza de publicidad mundana,
es una ocasión para la aparición del motivo de la pierna levantada. Se promete
126 Diferenciando el Canon

Ilustración 4.6. Henri de Toulouse-Lautrec,


Compañía de baile de Mademoiselle
Eglantine, 1896, litografía. Londres: Victoria
and Albert Museum

Ilustración 4.7. Compañía de baile de


Mademoiselle Eglantine, fotografía. Albi:
Musée Toulouse-Lautrec

la exposición, pero se deniega el riesgo de ver, dado que la imagen del movi-
miento está congelada. A diferencia de la fotografía, tomada en un momento
separado del tiempo y que promete la posibilidad de ver en la siguiente toma,
o en otra posterior, la materialidad de los colores impresos bloquea la fantasía,
suspende la visión en un eterno antes, promete que aquí, en realidad, nada
hay que ver salvo la imagen manufacturada, que es en sí misma el sustituto,
el fetiche. La danza representada en la fotografía propone que todo puede ser
revelado. La fotografía desplaza esa amenaza mediante la multiplicación de las
enaguas en cuanto modernos velos púbicos. En su indiferencia, la fotografía
puede registrarlo todo, o, diríamos, su tonalidad deviene una retórica de cierta
forma de fetichismo, asociada con la moda. El cartel de Toulouse-Lautrec des-
echa e invierte toda la estructura semiótica de la fotografía y el gesto danzante
Parte II. Leyendo a contrapelo: Leer buscando... 127

que representaba para el público, que observaba el movimiento perpetuo de las


bailarinas y el torbellino de las enaguas para entrever lo prohibido y lo temido.
Las imágenes de Toulouse-Lautrec fijan la danza, congelan la sugestión de mo-
vimiento mediante la repetición de la pierna, de esa forma negra con punta y
tacón afilados que resalta en acusado contraste con el papel limpio, el cual solo
sugiere las faldas y las enaguas de forma residual mediante los esbozos curvilí-
neos que conectan un espacio por lo demás en blanco.
En términos freudianos, la pierna es el fetiche del falo perdido, restaurado
a la mujer para que resulte soportable mirarla como objeto heterosexual. Sin
embargo, como ha sostenido Laura Mulvey a propósito de la obra de Alan Jo-
nes, la pierna embutida en una media negra, con el pie dentro de un zapato de
punta fina y tacón de aguja, también significa el castigo de la mujer mediante
la sumisión en una forma occidental de sadismo27. Las piernas de Henri se frac-
turaron cuando estaba a punto de entrar en la pubertad y después sufrieron los
peores efectos de la picnodisostosis causada por el hecho de que sus padres eran
primos en primer grado, lo que limitó su crecimiento posterior. Una estatura
disminuida podía tener profundas implicaciones respecto de la identificación
con la masculinidad paterna (aunque el propio Alphonse no era un hombre
alto y Henri medía su buen 1,60 m). Ya sabemos que el tamaño se relaciona
con nociones sobre quién parece poseer el falo. Por lo tanto, una persona de
tamaño reducido podría sentirse “castrada”, de modo que las piernas se conver-
tirían en un signo sobredeterminado no solo de un fetichismo que funcionaría
en torno a los relatos freudianos habituales sobre la diferencia sexual de carácter
heterosexualizante, sino también al hilo de una relación igualmente crucial, la
de los hombres entre ellos, sobre todo a través de la función simbólica que los
padres tienen para los hijos.

¿EL FALO PERDIDO DE QUIÉN? ¿QUIÉN ES


EL FALO? ¿QUÉ HAY EN LOS GUANTES?

Contra las tesis existentes sobre el fetichismo, quiero proponer que, en este caso
concreto, lo que se deniega al hijo disminuido es el falo del padre aristocrático. La
huella del recuerdo detrás del cartel de Jane Avril de 1893 y del cartel de Eglanti-
ne de 1893, con la sobredeterminada firma estilística de la pierna enfundada en
una media negra, es la pierna levantada del conde Alphonse (Ilustración 4.4) y
lo que representa en jerga, que solo puede significarse de una forma desplazada
128 Diferenciando el Canon

Ilustración 4.8. Henri de Toulouse-Lautrec, Los guantes


de Yvette Guilbert, 1894, peinture à l’essence sobre cartón,
62.8 × 37 cm. Albi: Musée Toulouse-Lautrec

Ilustración 4.9. Henri de Toulouse-Lautrec, Yvette Guilbert,


1894, carboncillo, peinture à l’essence sobre papel de calco,
186 × 93 cm. Albi: Musée Toulouse-Lautrec

Ilustración 4.10. Yvette Guilbert, fotografía. París:


Bibliothèque Nationale
Parte II. Leyendo a contrapelo: Leer buscando... 129

mediante la proyección sobre esos cuerpos poco femeninos, pero de mujer (es
decir, no maternales sino sexualizados). La cadena de identificaciones y desplaza-
mientos que esta serie de fotografías nos permite vislumbrar va desde un hombre
con falda escocesa hasta una mujer en una pose similar, con Henri ocupando lo
que Kaja Silverman identifica en Freud como una posición edípica dual, tanto
positiva como negativa28. Quiere estar en la posición pasiva ante su padre, pero
eso, como ya sabemos, evoca la amenaza de la castración. La mascarada le permi-
te ocupar una posición de deseo por el padre mediante la identificación con Jane
Avril, pero, en la medida en que recupera el falo mediante la repetición visual
fetichizada de la postura fálica de su padre, la identificación con lo femenino y,
por lo tanto, su deseo edípico por el padre pueden tener cabida, mientras que
la castración se deniega. La estructura de la propia representación hace posible
precisamente una lectura fetichista porque permite la coexistencia de creencias o
deseos que son contradictorios entre sí y que se extienden y camuflan por la serie
de travestismos y mascaradas representadas por esos dos intérpretes que son el
aristócrata y la mujer de clase trabajadora.
Otro elemento de la fotografía del conde Alphonse (Ilustración 4.4), la
mano enguantada, es un anzuelo para un nuevo plano de fetichismo, caracte-
rístico de la obra de Henri, esta vez en relación con otra de las estrellas femeni-
nas cuyo cuerpo, arte y mascarada colonizó para elevar su nombre por encima
de la condición de heredero forzoso.
La primera formación que Henri recibió como pintor estuvo a cargo de
uno de los muchos amigos artistas y compañeros de equitación de su padre,
René Princeteau (1839-1914), un famoso pintor de caballos que en 1874
dibujó a padre e hijo juntos à cheval (Albi, Musée Toulouse-Lautrec). Los
primeros esbozos de Henri tienen que ver con los caballos y, por lo tanto,
con el mundo que él y su padre compartían como parte de los rituales mas-
culinos de su clase. Sin embargo, estos eran ya en parte una actividad nos-
tálgica. La función caballeresca o utilitaria que habían tenido en tiempos
estaba quedando rápidamente parodiada por el desarrollo de la caza como
nueva actividad de ocio burgués. Los caballos y el mundo equino como sig-
nificantes de virilidad aristocrática se volvieron algo imposible para Henri,
a consecuencia de su enfermedad congénita. El solaz de los caballos, los
sabuesos y los halcones —la fauconnerie— en los espacios abiertos le quedó
vedado no tanto por su estatura, que tampoco era tan escasa, como por la
debilidad de sus huesos. Henri se trasladó a París y buscó otros espacios para
su actividad artística, como ya he propuesto arriba, y para otras cacerías:
130 Diferenciando el Canon

faux con-eries. Allí, en lugar del guante de cetrería, encontró un sustituto


(Ilustración 4.8). Tan famosos son los guantes negros lucidos por Yvette
Guilbert que ahora significan “Toulouse-Lautrec” en lugar de Guilbert, así
como la calculada autoría de su propio traje de intérprete y su marca dis-
tintiva. Guilbert había encargado un cartel a Henri, del que esa imagen es
un dibujo preparatorio. La imagen no le gustó porque la hacía parecer muy
fea, y se negó a que Henri la hiciera circular así por París (Ilustración 4.9).
Los guantes de Yvette Guilbert (Ilustración 4.8) significan lo que ausentan.
Fetichistas en sí mismos, esos extraños objetos casi animados devienen el
sustituto fetiche de la mujer artista que los había convertido en su marca
artística distintiva. La intérprete/artista queda reducida a las formas flácidas
pero fantásticas que, pese a todo, se arrastran por los escalones como una
hidra o una serpiente de muchas cabezas. Vacías, todavía gesticulan. No
forman una mano con cinco dedos, sino que una especie de telaraña pro-
duce una figura grotesca, casi inhumana. Los guantes se convierten en una
imagen repugnante, siniestra y mortífera.
Esos guantes negros son un lugar habitado por deseos e historias en
conflicto. Tenemos constancia de las razones por las que Yvette Guilbert los
eligió como su marca distintiva. En sus memorias recordaba a una profe-
sora, Mlle Laboulaye, quien llevaba unos largos guantes negros que solo se
quitó en una ocasión, en la que dejó a la vista de aquella niña de siete años
una imagen que le cambiaría la vida, “unas manos maravillosas, con uñas
de coral rosado (…) manos como las de la Virgen María”. Guilbert escribía
lo siguiente:

Quién sabe si la impresión que esos largos guantes negros causaron en mi tierna
infancia no influyó en la elección que hice cuando buscaba una silhouette que
fuera inusual y económica. En mis primeros tiempos yo era muy pobre y los
guantes negros eran más baratos, ¡así que los escogí! Pero tuve la precaución de
ponérmelos con vestidos de colores claros, y de que fueran largos, para exagerar
la delicadeza de mis brazos, y hacer que mis hombros y mi cuello parecieran aún
más delgados y esbeltos29.

Yvette Guilbert también señala otra faceta del uso de los guantes: “Y, por úl-
timo, me ponía los guantes para mis propias audacias”; era famosa por cantar
canciones bastantes risqué: “Mis guantes negros eran un símbolo de elegancia
que yo introduje en una atmósfera un tanto canaille y carente de ingenio”30.
Parte II. Leyendo a contrapelo: Leer buscando... 131

Si nos permitimos escuchar en busca de la voz de la mujer de clase trabaja-


dora que se forjó a sí misma como intérprete y cantante hasta llegar a ser una
estrella, los guantes permanecen vinculados al sujeto que los hizo significar, al
cuerpo que modeló en cuanto que vehículo de su práctica artística, al lugar de
sus recuerdos y de su identificación con otra mujer, quizá de otra clase social,
sin duda de otra feminidad que podía convertir en pastiche como parte de su
intervención en las ambiguas y fluidas arenas de la mezcla entre clases que for-
maron los lugares de ocio y los convirtieron en los espacios de la modernidad.
Sus guantes, o su mascarada, de la que eran un signo, constituían su táctica
como artista moderna.
En la portada de Toulouse-Lautrec para el álbum sobre Yvette Guilbert
escrito en 1894 por Gustave Geffroy31, los guantes reptan por unos pelda-
ños imaginarios (Ilustración 4.8). De modo fetichista, se dota al signo de la
mascarada de la intérprete con el poder de significar no a Yvette Guilbert, la
autora, sino al artista que se apropió de su imagen para remodelarla y hacer-
la propia, para convertirla en su pasaporte a la futura fama. El artista “mata”
a esa mujer, al significarla con el cascarón vacío, su nombre vinculado a una
mera mercancía, por lo demás barata, a su vez una imitación degradada de
una elegancia perteneciente a una mujer más cercana a él, en lugar de a la
clase de ella; más cercana al objeto incestuoso y prohibido de él: su madre.
El nombre de Yvette Guilbert, al lado de lo que en realidad se lee mediante
su autoafirmación moderna como formas de colores planos, se convierte en
un apéndice decorativo, mientras que los artistas varones, Gustave Geffroy
y H. de Toulouse-Lautrec, afirman su autoría y su presencia con sus nom-
bres y emblemas.
Una solitaria fotografía publicitaria de la cantante devuelve las fantasías
artísticamente conjuradas en torno a Yvette Guilbert y sus guantes a la
facticidad inexpresiva e indiscriminada de su medio artístico (Ilustración
4.10). Vemos a una mujer delgada, dotada de un rostro con carácter, brazos
elegantes y flexibles y un escote esculpido para destacar el garboso molde de
la cabeza y los hombros. Aunque en ningún sentido pretendo sugerir que
esa es la verdad de Yvette Guilbert —dado que la fotografía representa a la
estrella según una retórica fotográfica—, la imagen contrasta de modo lla-
mativo con las producidas por el pequeño Henri, las cuales, en su agresiva
diferencia, revelan que la especificidad de su trabajo tiene el carácter de una
malvada caricatura. Toulouse-Lautrec envejece el rostro de Guilbert, exa-
gera la dureza de los rasgos que el traje y los guantes pretendían armonizar
132 Diferenciando el Canon

en las líneas estilizadas de un elegante vestido tubo. El artista reproduce


los efectos fortuitos de las candilejas y la radical transformación del rostro
humano y su expresión que, de manera sorprendente, produce una ilumi-
nación tan ingrata.

DECONSTRUIR EL DERRIÈRE:
LO OTRO FÍSICO

Yo diría que el suyo, el de Lautrec, es un arte que representa una crueldad obsti-
nada pero vicaria, que se deleita en el poder del que disfrutaba para demonizar
a sus otros sociales. La degradación para la que este arte encontró un vocabula-
rio tan popular puede leerse, sin embargo, en busca de una ambivalencia más
compleja entre sadismo y anhelo, que es la condición de las denegaciones que
semejante demonización significa. La faceta paterna-homosexual que discierno
en la obra de Toulouse-Lautrec encuentra su lugar en la representación me-
diante imágenes de hombres, casi siempre predadores, ataviados con sombrero
de copa y levita. Es significativo que ese sea también el vestuario de Valentin
le Désossé, cuyas elásticas piernas y su tremenda habilidad para hacer el split le
valieron el sobrenombre de “el sin huesos”. Aparece como una presencia mis-
teriosa, ya que era la pareja de baile y el descubridor de Louise Weber, también
conocida como La Goulue, sobrenombre interesante que significa “la avaricio-
sa”. Louise Weber, como yo prefiero llamarla, con su identidad social, era el
cuerpo que supuestamente labró la fama de Toulouse-Lautrec con su famoso
cartel de 1891 para el Moulin Rouge (Ilustración 4.11). Las piernas dobladas y
las siniestras manos enfundadas en guantes negros forman parte de ese vocabu-
lario emergente. Pero el centro del cartel, cuando lo examinamos con cuidado y
teniendo presente las estructuras del fetichismo y de la diferencia sexual, exhibe
una ausencia decisiva. Creemos estar mirándole el trasero32. Pero, ¿qué es lo que
se ve en realidad?
Al estudiar la imagen más famosa pero más embarullada del cartel (Ilus-
tración 4.11), podemos rastrear el proceso de formación del vocabulario dis-
tintivo de Toulouse-Lautrec. El espectador se posiciona cerca, pero detrás, de
la figura danzante de Louise Weber. Sin embargo, está en parte tapada por la
enorme figura de Valentin le Désossé, situada en el primer plano a la derecha.
Su nítido perfil, con el sombrero de copa, repite las formas modeladas por sus
gigantescas manos enguantadas, que hacen un gesto espectacular pero extraño
Parte II. Leyendo a contrapelo: Leer buscando... 133

Ilustración 4.11. Henri de Toulouse-Lautrec, estudio para Moulin-Rouge: La Goulue, 1891, carboncillo, difumino,
pastel, aguada y óleo sobre papel dispuesto sobre lienzo, 154 × 118 cm. Albi: Musée Toulouse-Lautrec
134 Diferenciando el Canon

(otro eslabón en la cadena metonímica que se remonta a los falos enguantados


del Padre). Más allá de esa figura, y destacada sobre las oscuras figuras de otros
espectadores, definidos solo en contra-jour y silhouette, formando una hilera
desigual de plumas ondulantes y sombreros de copa, vemos los componentes
fragmentados de La Goulue: el pelo rubio que se enrosca en el moño, el rostro
de perfil, cortado en el cuello por una banda de terciopelo, la blusa de lunares
y después… una sutil nada que ocupa el centro de la imagen. La leemos, pues
la mayoría de nosotras estamos formadas para adensar la más nimia sugestión
gráfica y hacerla remitir e incluso connotar. Llenamos ese vacío, como una
visión que se nos revela a nosotros, espectadores privilegiados, una visión de lo
que los otros espectadores no ven: la mujer con la falda levantada, las bragas al
descubierto, la pierna doblada.
Sin embargo, mirar nada tiene de peligroso. El dibujo ofrece la tranquilidad
de que ahí en realidad no hay nada que ver. El vacío no es el sexo de la mujer,
que tanto empeño ha puesto en borrar el arte occidental. Con su deseo incesan-
te de mirar por debajo de las faldas, la forma neurótica del desnudo se reafirma
al no encontrar nunca nada que incline la cuestión de un lado o del otro. Esa
es la extraña paradoja del desnudo, y lo sitúa aparte de la “honestidad” por-
nográfica, que castiga a la mujer al revelar su castración y desplaza la angustia
mediante su fetichización del cuerpo en su conjunto o mediante la función de
la mirada de la mujer a la cámara/el espectador33.
En Moulin Rouge – La Goulue (Ilustración 4.11), la mano que dibuja
crea y escenifica un momento fetichista que vuelve a representar el momen-
to de la “mirada”, en el que la vista “se desvía” del sexo velado, para rebotar
en torno a una imagen de la que brotan unos fetiches fálicos que enmarcan
y distraen la atención del agujero vacío del centro de la imagen. Pero, para
no ponernos demasiado retóricas sobre esa ausencia, debo señalar que en la
misma época se censuró una portada de revista que mostraba a una mujer
columpiándose en una luna creciente, ataviada con un ligero tutú, medias
negras y ligas. Esta imagen, portada de la revista Fin de Siècle diseñada
por Alfred Choubac, quedó legalmente prohibida en 1898. Aunque en la
imagen original se había colocado firmemente una rodilla que impedía ver
su sexo, con toda probabilidad solo parcialmente cubierto, el área central
de la figura fue objeto de censura. La portada se imprimió con una amplia
leyenda sobre la parte inferior del cuerpo en la que se leía: “esta parte del
dibujo ha sido prohibida”. Lo que quedaba era un efecto nada alejado a
los producidos por Toulouse-Lautrec como su firma estética decisiva en
Parte II. Leyendo a contrapelo: Leer buscando... 135

Ilustración 4.12. Henri de Toulouse-Lautrec, Chocolat bailando, dibujo, pintura y lápiz,


65 × 50 cm. Albi: Musée Toulouse-Lautrec

sus imágenes y carteles de Jane Avril o de la compañía de Mademoiselle


Eglantine. Las molestas minucias de la ropa interior, pese a toda su super-
ficialidad, quedaban borradas y reemplazadas por la escueta simplicidad de
la yuxtaposición de las piernas suspendidas de lo que, en efecto, constituye
una extraordinaria ausencia. Lautrec decretó su propia censura y eso es,
irónicamente, lo que expone la represión incompleta.
136 Diferenciando el Canon

Sin embargo, me siento llamada a profundizar en los resbaladizos sende-


ros de mi propia fantasía por otra imagen de un trasero, el de otro famoso y
gimnástico bailarín, Chocolat. Los archivos no recogen el nombre real de ese
intérprete de ascendencia africana. “Chocolat”, junto a su coestrella “Footit”,
eran intérpretes populares en el Nouveau Cirque de París en la década de 1890.
Su fama creció por su aparición en una campaña de publicidad descaradamente
racista para una marca de chocolate que jugaba con uno de sus nombres ar-
tísticos: “Sucio negrito, no eres chocolate… Solo hay un chocolate… y es el
Chocolat Potin”34.
En el dibujo de Chocolat bailando realizado por Toulouse-Lautrec para el perió-
dico Le Rire en 1898 (Ilustración 4.12), las partes corporales que están fetichizadas
—es decir, detenidas y fijadas para distraer la atención subrayando aspectos aparen-
temente triviales de la diferencia física— son la cara y la mano. Estos elementos, en
los que Toulouse-Lautrec concentra la diferencia, enfatizan la oscuridad de la piel
de Chocolat, abyectamente subrayada por su nombre artístico. Ambos confirman
la interesante idea de Homi Bhabha según la cual podemos aplicar los conceptos
psicoanalíticos del fetichismo entendidos como el mecanismo de defensa contra el
encuentro con la diferencia al discurso colonial y su racismo epidérmico35. El color
de la piel se convierte en el fetiche capaz de aterrorizar y, sin embargo, desplazar la
amenaza de la diferencia cultural entre hombres.
El fetichismo es siempre un juego que entraña una vacilación, escribe Bha-
bha, entre “un momento arcaico de completitud y semejanza”, en el que era
posible creer que todos son iguales, y la conmoción de la diferencia interpretada
en los términos de la cultura dominante como carencia (algunas personas no
tienen pene; algunas personas no tienen la misma cultura/piel/raza). “En el
interior del discurso, el fetiche representa el juego simultáneo entre metáfora
(que enmascara la ausencia y la diferencia) y metonimia (que registra contigua-
mente la carencia percibida)”36.
La táctica estilística de Toulouse-Lautrec entrañaba el uso de crudos con-
trastes de audaces negros contra un papel casi intacto (aunque a menudo
utilizaba fondos coloreados). En los dibujos sin terminar, que nos permiten
apreciar lo que atrajo la máxima atención en la elaboración original de una
imagen y advertir los lugares de inversión psíquica y estética, las áreas negras se
subrayan y enmarcan por un audaz empleo del blanco, por ejemplo siguiendo
los contornos de la mano del hombre africano, o visible en torno al otro foco
principal en el que se concentró la energía del dibujante: el perfil de su cara, en
parte oscurecida bajo el cuello alto y la gorra calada. Toulouse-Lautrec redujo
Parte II. Leyendo a contrapelo: Leer buscando... 137

Ilustración 4.13. Henri de Toulouse-Lautrec en un bote con Viaud, ca.1899, fotografía. Albi: Musée Toulouse-Lautrec

el color a sus más audaces contrastes y feroces oposiciones. Eso atrae nuestra
atención, pero nos distrae de lo que se representa, insistiendo en los medios de
su aparición, el fetichismo que ocupa el centro del carácter privilegiado que el
arte moderno concede al propio proceso significante.
El dibujo Chocolat bailando, reproducido en la revista cómica Le Rire, imita
formalmente la disposición compositiva de la escena primaria escenificada en
el Moulin Rouge (Ilustración 4.11). En cuanto espectadores, se nos otorga un
lugar desde el que vemos el trasero de Louise Weber, mientras que el rostro de
Chocolat queda casi oscurecido por el képi que le baja hasta los ojos, un efecto
exagerado por la caricatura de los rasgos de la supuesta diferencia racial. Ahora
lo que aleja nuestra mirada del sexo del cuerpo no es la pierna negra, sino la
negritud de su piel expuesta en (traspuesta a) su cara, y esa extraordinaria mano
“doblada”, solitaria, aislada en la parte superior del dibujo y cuidadosamente
contenida dentro de los límites que marcan los gruesos trazos de blanco. ¿Qué
le ocurre a nuestra lectura de esta imagen cuando la yuxtaponemos con dos
autorretratos de Henri? Me asombra el parecido del perfil del artista con el
que aparece en el dibujo de Chocolat bailando. En las descripciones de Tou-
louse-Lautrec ofrecidas por la mayoría de las biografías y los libros de historia
138 Diferenciando el Canon

del arte se da una gran importancia a las aparentes desfiguraciones que sufrió a
consecuencia de su enfermedad congénita. Los historiadores del arte y los biógra-
fos citan piernas debilitadas y arqueadas, un pecho enorme, unos labios protube-
rantes y babeantes. Es difícil apreciar los extremos de esas descripciones ficticias en
las fotografías que ahora también forman parte del archivo. Incluso hay fotos de
Henri desnudo en un bote, a punto de tomar un baño (Ilustración 4.13). Cier-
tamente, su cuerpo parece pequeño, pero está formado sin tacha y en absoluto
carece de proporción. Podemos especular con la idea de que llevaba ropa poco
favorecedora para disimular el simple hecho de que detestaba ser relativamente
bajo para ser un hombre blanco de la época. Las descripciones de su figura que
hacen los historiadores del arte emplean un vocabulario racista para expresar
la aparente aflicción que les produce, o tal vez para registrar la propia angustia
imaginaria del autor ante la supuesta deformidad del artista. En la actuali-
dad, gracias a nuestra mayor conciencia del lenguaje utilizado para hablar de
la discapacidad, tenemos que prescindir a toda referencia a la deformidad y su
significación que entronque con la africanización, admitiendo, con toda la ra-
zón, la posible importancia de Toulouse-Lautrec como un artista posiblemente
discapacitado que padecía de una ligera disfunción motora.
En la mayoría de los autorretratos realizados por este artista no contempla-
mos un parecido exacto, sino una proyección cargada de odio por sí mismo
que encontró expresión mediante la marcación física del cuerpo/yo detestado y
gráficamente reunido con los signos de unos “otros” culturalmente degradados
y dañados: mujeres de clase trabajadora o intérpretes de ascendencia africana
(por ejemplo, Autorretrato, ca.1887, localización desconocida, Toulouse-Lautrec,
1991). Henri envidiaba a bailarines como Louise Weber o Chocolat, sobre todo
por la libertad física y la exuberante agilidad de las que él no podía disfrutar.
Nunca pudo bailar o ser tan ágil como ellos. Pero también es importante que
no pudiera querer ser completamente como ellos. La libertad de la que gozaban
era en última instancia trivial, pues, como muestra la historia de Louise Weber,
no ofrecía ninguna seguridad contra el empobrecimiento. Era solo una libertad
imaginada para esos intérpretes por un aristócrata como una liberación momen-
tánea de las limitaciones que experimentaba dentro de las normas de etiqueta y
decoro de clase alta en las que lo habían educado. Sus cuerpos eran la antítesis
de los cuerpos disciplinados para emitir los signos de una elite dominante, con
su idea del autodominio como coartada para la dominación de aquellos repre-
sentados como menos controlados y más físicos. En los autorretratos de 1887 o
1897, Henri se colorea con el “fetiche” de la piel negra, representándose como
Parte II. Leyendo a contrapelo: Leer buscando... 139

otro del yo ideal de su clase social37. Los cambios en su fisionomía transcodifican


la incapacidad de sus piernas, en correspondencia con la forma en la que lo que
envidia es la movilidad de Chocolat y, aun así, lo representa mediante el color de
su rostro. Sin embargo, también aparece ataviado con sombrero hongo, cuello
duro y monóculo, objetos que reafirman el vestuario —el decoro— de su clase
y de su raza, ambas privilegiadas. En esas imágenes se condensa la polaridad que
he establecido entre el confinamiento icónicamente encorsetado e inmóvil de las
representaciones de su madre, la condesa (Ilustración 4.3), y la exposición física-
mente no regulada de la prostituta que espera la inspección médica (Ilustración
4.4), y, por decirlo así, se introyecta o se despliega por su cuerpo masculino y
de clase. Su deficiencia, su castración frente a los yo-ideales de clase y género se
significan mediante la incorporación de los signos de una figuración carnavalesca
de sus otros sociales38.

MUJERES AMANTES

Como Walter Benjamin reveló en sus lecturas de la poesía de Baudelaire, los alter
egos del héroe moderno eran mujeres ataviadas con el traje específico de los sis-
temas de género de la modernidad: la prostituta, pero también la lesbiana39. En
su análisis de los escritos del propio Benjamin sobre la diferencia de género y la
modernidad, Sigrid Weigel ha sostenido que la “puta” y la “lesbiana” funcionaban
como identificaciones históricamente importantes para el artista como figuras en
el umbral. Significan la antítesis de la madre, es decir, la mujer no procreadora40.
Aunque el enfrentamiento entre la madre y la “puta”41 opera claramente dentro
de formaciones de clase, resuena en otros registros. La denegación de la madre
mediante la idealización de la mujer en su función de ser sexual que no es pro-
creador permite al héroe moderno en cuanto artista apropiarse de una creativi-
dad liberada, asimilando la sexualidad masculina a una (pro)creatividad estética
vicaria. Pero la elisión de la puta y la lesbiana —posibilitada por la explotación
de género y de clase en la institución socioeconómica del burdel— creó la po-
sibilidad de introducir otro giro en el juego de las identificaciones, que otorgó
al héroe moderno/artista autogenético un acceso imaginario al objeto prohibido,
incestuoso, y a la proximidad deseada pero tabú al cuerpo de la madre. Tal vez
debería decir a un cuerpo de madre, al cuerpo de una persona femenina que se
había ocupado de su propio cuerpo en los rituales diarios del cuidado infantil,
ya que debemos recordar la división social por la que la madre natural y quienes
140 Diferenciando el Canon

atendían al niño no solo eran personas diferentes, sino también representantes


de posiciones sociales y sistemas corporales distintos. En ese aspecto, este archivo
resulta al mismo tiempo típico y revelador.
A diferencia de Vincent van Gogh (1853-1890), el otro artista que murió a
los treinta y siete años y, con ello, ofreció su historia vital como materia para la
leyenda del arte moderno, Henri de Toulouse-Lautrec no sufría discapacidad
mental. La tragedia psicológicamente inducida de Van Gogh se ha narrado
siempre como ajena al sexo. Su vida fue casta e infeliz, según el mito, en el que
no tienen cabida los detalles de su gonorrea y su frecuentación de burdeles. En
cambio, la discapacidad de Henri, como la discapacidad en general, se suele
imaginar como algo demoníaco y grotesco. El otro fantástico pero masculino
del varón occidental está dotado de una exagerada potencia sexual, que, des-
plegada por un varón de una supuesta anormalidad física, ofrece una fantasía
excitante. El propio Toulouse-Lautrec pareció permitir esa fantasía. Aparte de
una imagen publicada en la que se le practica una felación, en su arte hay pocos
elementos explícitamente sexuales. Ninguna de sus imágenes apareció en las
listas oficiales de obscenidades perseguidas42. Lo que sostengo es que la obra
de este artista, lejos de significar lo que la leyenda popular e histórico-artística
de Toulouse-Lautrec ha producido como la imagen de un hombre hipersexua-
do, en realidad exhibe los signos de la impotencia psíquica sobre la que Freud
escribió en su estudio “La tendencia universal a la degradación en la esfera del
amor”43. Casi todas sus estructuras revisten un carácter fetichista, y se acompa-
ñan de identidades cambiantes e inestables.
En las series de cuadros de mujeres que trabajaron en las maisons closes, los
burdeles regulados de París, a partir de 1891-1892, hay, sin embargo, represen-
taciones explícitas de la sexualidad femenina. Hay pasteles y dibujos de mujeres
haciendo el amor entre sí. La mayoría de los libros que he encontrado ilustran
delicadamente el dibujo de una mujer que lleva a su amante al orgasmo. La
composición, que muestra a la mujer activa descansando sobre su codo encima
de su compañera, oculta los detalles específicos del acto sexual al espectador, y,
una vez más, la posición de este se sitúa detrás de la protagonista principal (Dos
amigas, 1895, colección privada). Existen otras imágenes, la mayoría de ellas eje-
cutadas en un estilo más próximo al naturalismo que Toulouse-Lautrec adoptó a
comienzos de la década de 1880, tal vez el mismo en el que retrató a su madre.
Esos dibujos se expusieron en noviembre de 1892 en la galería Le Barc de Bou-
tteville, y muchos de ellos llegaron a colecciones de contemporáneos literarios e
intelectuales, como Roger-Marx, Gustave Pellett y Maurin. Esos pasteles mues-
Parte II. Leyendo a contrapelo: Leer buscando... 141

Ilustración 4.14. Henri de Toulouse-Lautrec con su madre, la condesa Adèle de Toulouse-Lautrec,


en Malromé, ca.1899-1900, fotografía. París: Bibliothèque Nationale

tran a mujeres que se besan y se abrazan (En la cama, colección privada; El beso,
colección privada, reproducida en Toulouse-Lautrec, 1991, 428).
Esas imágenes me resultan incómodas. Probablemente fueran el producto
del dinero empleado por Toulouse-Lautrec para comprar el espectáculo del
amor lésbico como parte de los servicios eróticos que las mujeres prestaban en
el burdel. Las imágenes están pintadas para un hombre que ocupará el lugar
utilizado por el artista para esbozar el asunto, si no para ejecutar el cuadro
final. Convierten el placer sexual y la intimidad entre mujeres en otro placer
voyeurista. A finales del siglo xix, la literatura decadente y la pornografía hizo
un extenso uso de la imaginería lésbica. Así pues, no hay que leer esas imágenes
como fantasías privadas, sino como síntomas de un mercado cultural más am-
plio de imágenes concebidas para excitar la sexualidad masculina44.
Sin embargo, las imágenes resultan fascinantes en su representación de una
sexualidad activa entre mujeres. El amor lésbico no parece ser un mero prelu-
dio, como suele ocurrir en la pornografía, para la sexualidad fálica del espec-
tador varón. Por otra parte, las amantes de los cuadros de Toulouse-Lautrec, a
diferencia de las famosas protagonistas de El sueño (1866, París, Musée du Petit
142 Diferenciando el Canon

Palais), no aparecen dormidas tras el coito. Las representaciones de Henri ima-


ginan un espacio de sexualidad autónoma entre mujeres movidas por el deseo,
y difieren de las que Courbet pintó para su mecenas, Khalil Bey, en que, dentro
de la proximidad que Toulouse-Lautrec fabricó para sí y para el espectador, se
invertía en escenas que no exhiben los típicos componentes del uso pornográ-
fico —voyeurista— masculino del acto sexual lésbico. Ofrecen al espectador
acceso visual a una intimidad femenina de placer sensual y sexual.
El voyeurismo depende invariablemente del mantenimiento de cierta dis-
tancia45. Se dice que Toulouse-Lautrec hizo la siguiente afirmación: “El sexo de
una mujer, de una mujer hermosa, fíjese, no está hecho para hacer el amor. (…)
Es demasiado bueno, ¿eh? Para hacer el amor no importa con quien estés, cual-
quier cosa sirve.46” Es posible que el sexo nunca llegara a ser muy gratificante
para Henri. Sin embargo, en el hecho de ver a dos mujeres haciendo el amor, o
yaciendo en la intimidad encerrada de una cama privada, y en el acceso vicario
que proporcionaba a la sexualidad de las mujeres, había algo digno de contem-
plarse repetidamente. Eso lo llevó a recrear ese escenario en su propio estudio
y a prolongarlo a través de su arte. ¿Qué placer proporcionaba al autor y a los
coleccionistas burgueses que compraban tales imágenes? ¿Existían posibilida-
des de identificación entre clases y géneros que parecían ofrecer una escapatoria
fantástica, aunque momentánea, de los confines de una masculinidad de clase?
¿O se trataba de un asunto de vigilancia de clase y de las sexualidades voyeuris-
tas a cuyo servicio estaba? Ver a mujeres de clase obrera haciendo el amor era
parecido a ver a Louise Weber bailando, levantándose las faldas y exhibiendo el
trasero ante la multitud, o excitándola con gestos obscenos mientras hacía los
splits. Todos esos cuerpos desregulados disfrutaban de experiencias físicas, sen-
suales y sexuales censuradas por los códigos burgueses del decoro corporal, la
distancia sexual y la segregación arquitectónica. Eso hacía que se los envidiara
y desdeñara, que se los convirtiera en un asunto para el artificio del arte, en la
materia prima de la calculada táctica profesional de un artista que se mostraba,
por turnos, envidioso y sádico.
No solo el acto sexual lésbico, sino la clase social de las mujeres de los burdeles
fue lo que las puso bajo la mirada de Toulouse-Lautrec y le permitió observarlas
como otra faceta de la alteridad, la visión fascinante pero incómoda de la libertad,
que al mismo tiempo es una forma de desviación disfrutada por sus otros sociales.
Montmartre, “la metrópolis de los anarquistas, los artistas y aquellos a quienes
molestan las leyes de la sociedad se convirtió en el gran centro lésbico de París”,
nos dice Philippe Jullian en su libro homónimo47. Es posible que los cuerpos de
Parte II. Leyendo a contrapelo: Leer buscando... 143

las prostitutas de clase trabajadora no significaran como lesbianas. Las imágenes


de mujeres haciendo el amor, sumergidas en la envolvente, aislada y descon-
textualizada suavidad de sus lechos íntimos, permitían a hombres como Tou-
louse-Lautrec, Maurin, Roger Marx y otros sortear la censura que les vedaba el
acceso al idealizado, amado y deseado cuerpo materno. Así pues, su propia obra
artística, el emblema mismo de la liberación del héroe moderno respecto de su
propia historia, es decir, respecto de su madre, se invierte en las imágenes ge-
neradas por esa individualidad artística para situar a esa figura materna ausente
pero aún estructuradora como la huella que determina el delirio de la moder-
nidad masculina. En el plano bio-histórico, ella, su madre, la condesa Adèle,
estuvo allí para cuidarle mientras su fuerza física declinaba. Fue a su madre a
quien volvió para morir en su presencia. En la fotografía (Ilustración 4.14) que
tanto contradice las leyendas de Toulouse-Lautrec, la anciana condesa vuelve a
estar sentada en su jardín, pero vestida con un delantal, como las mujeres que
le cuidaron de niño.

CONCLUSIONES

El archivo ampliado “Toulouse-Lautrec” puede leerse como un episodio en una


historia de heterosexualidad de clase y de su formación en un momento histó-
rico concreto. Las tesis de Freud ofrecen una estructura para leer la entrada de
obras en este archivo como huellas de un proceso histórico de subjetividad que
no es un retorno a la biografía —psicológica o de otra clase— del hombre. La
obra no constituye la expresión de un genio discapacitado y torturado, como
las monografías de la historia del arte que la celebran pretenden que creamos.
Tenemos que hablar sobre la cuestión de una vida vivida y sobre la energía y las
pulsiones que estructuran y generan los placeres ambivalentes de una práctica
estética. Las intersecciones de esos elementos son los cuerpos psíquicos habita-
dos en el tejido social e histórico de la Francia de la década de 1890, y también
los fantaseados a través de las prácticas gráficas y pictóricas de representación
en el idioma emergente del arte moderno. En cuanto síntoma de una forma-
ción social específica que entró en la representación mediada por la trayectoria
psíquica de un sujeto social individual, el archivo se lee por sus subrayados,
sus énfasis, sus ausencias, sus hábitos y sus patrones. Todos esos componentes
se vuelven significativos en la intersección no solo de los significados y los sig-
nificantes de un sistema semiótico general, sino también de la superficie y el
144 Diferenciando el Canon

sujeto, como Fred Orton y Charles Harrison han definido la problemática del
arte moderno48, la especificidad textual en la que, dentro de la modernidad, se
generó la retórica del arte moderno.
Pero, aunque sostengo que es importante revisar ese archivo, que trata
de la formación cultural del arte moderno, quiero refutar cualquier suge-
rencia de que pueda servir de base para volver a plantear la pretensión de
convertir a Toulouse-Lautrec en otro padre del arte moderno. Producido en
la matriz a la que llamamos modernidad occidental y su experiencia social
metropolitana, su proyecto era, pese a todo, una empresa absolutamente
realista. Las obras exhiben una presión figurativa en la que la inventiva es-
tilística y formal del arte de vanguardia y su musée imaginaire fue objeto de
un saqueo dirigido a producir una pornografía.
Esa palabra significa “escritura sobre prostitutas”. Sin duda, Toulouse-Lau-
trec dibujó y pintó a prostitutas, pero no haciendo su trabajo. El proyecto
total de Toulouse-Lautrec no es la representación de una práctica erótica, sino
más bien la representación como una especie de practica erótica desplazada y
bloqueada, y lo que es más importante, de la representación como la estasis
y el fracaso de la sexualidad típica de esa época y de sus regímenes clasistas
y racistas. Propongo que es el registro sintomático de la impotencia psíquica
que Freud percibió en sus pacientes. De ahí el arte del cuerpo fragmentado
del otro social, sexual y racial: el arte del fetiche y del estereotipo. He utilizado
los retratos o las fotografías de la condesa Adèle y las fotografías del conde Al-
phonse como recursos heurísticos para representar la teoría del drama edípico
elaborada por Freud como la matriz de la masculinidad heterosexual moderna.
A partir de la interacción entre ambas —las imagos parentales y los productos
artísticos del hijo— discierno el patrón de repeticiones sintomáticas de deseos
rivales que ofrecen una escena para las determinaciones psíquicas de ese proyec-
to. Pero en los retratos inmóviles, icónicos, desesperados de la madre también
encontramos las fuentes de la invención. Alrededor de su cuerpo, ausente casi
siempre en la parte popular de la obra, y de sus sustitutos fetichizados, tan
masivamente presentes como sinónimos virtuales para el artista, circulaba una
fatal ambivalencia.
Seré clara a este respecto. La tragedia de esa estructura era claramente mas-
culina, pero tenía siempre tantas compensaciones que tentaba a los hombres a
sostenerla. Sin embargo, y lo que es más importante, la tragedia es nuestra. Me
atrevo a utilizar el inclusivo e incondicional “nuestra”, pues aquí es donde po-
demos plantear los vínculos estructurales entre el diversificado colectivo de las
Parte II. Leyendo a contrapelo: Leer buscando... 145

mujeres, divididas como estamos por la raza, la clase, la sexualidad, la discapa-


cidad. “Nuestra” no se refiere a la diversidad social real de nuestras experiencias
vividas, que pone en ridículo cualquier comunidad dada entre personas llama-
das mujeres. Convoca un nosotras imaginado, producido como una diferencia
negativa respecto de la fantasía de la clase, la raza y el género dominante de una
madre blanca, angélica e ideal. Como sujetos femeninos dañados por la clase y
el racismo, como sujetos femeninos también engañosamente empoderados por
la clase y la raza, podemos identificar una causa frágil pero común en el análisis
crítico de la tendencia masculina moderna a la degradación en la esfera del
amor y a su inscripción en la cultura hegemónica occidental como la sintaxis
del arte de la era moderna. El objetivo del análisis feminista de la representación
es deconstruir las relaciones sujeto-objeto de la cultura dominante, colocar una
subjetividad histórica bajo una mirada crítica, analítica, entendiéndola como el
lugar de la formación de una dominación que es racial, tanto como es una jerar-
quía de clase y género.
Las imágenes producidas en la cultura moderna son la escena figurativa en
la que se despliegan las fantasías que caracterizan esa jerarquía. Así pues, la
teorización feminista de la imagen visual queda definida en el punto crucial
en que cuestiona los procedimientos con que la historia del arte normaliza las
relaciones de poder y sexualidad que esas imágenes encarnan en sus procesos de
producción, consumo y canonización.
146 Diferenciando el Canon

1 No puedo reclamar el mérito de haber establecido ese archivo suplementario. Encontré las
fotografías “ya allí”, en el catálogo de la exposición, en la nueva monografía de Bernard Denvir
para la colección World of Art, a la espera de ser leídas, de convertirse en parte de una cadena
semiótica, que condujera a formas de producir un análisis feminista histórico de lo que podría ser
la imagen gráfica o pintada; no de ellas, sino acerca de ellas.
2 Unpublished Correspondence of Henri de Toulouse-Lautrec, Lucien Goldschmidt y Herbert
Schimmel (eds.), Londres, Phaidon Press, 1969, carta 102, p. 115.
3 Pollock, Griselda, “Modernity and the Spaces of Femininity”, en Vision and Difference: Feminism,
Femininity and the Histories of Art, Londres, Routledge, 1988, pp. 50-90 [ed. esp.: Visión y
diferencia, Azucena Galettini (trad.), Buenos Aires, Fiordo, 2013].
4 Freud, Sigmund, “On the Universal Tendency to Debasement in the Sphere of Love” [1912], en
Standard Edition, Londres, Hogarth Press, 1953-1974, vol. 11, pp. 177-190, y en On Sexuality,
Penguin Freud Library, vol. 7, Harmondsworth, Penguin Books, 1977, pp. 243-260 [ed. org.: “Über
die allgemeinste Erniedrigung des Liebeslebens”, G.S., 5, 198; G.W., 8, 78; ed. esp.: “Sobre la más
generalizada degradación de la vida amorosa”, en Obras completas, volumen XI, José Etcheverry
(trad.), Buenos Aires, Amorrortu, 2013]. Este ensayo fue traducido al inglés por primera vez en
1925, nada menos que por Joan Rivière.
5 Ibíd., p. 81 (Sexuality, p. 250).
6 Ibíd., p. 182 (Sexuality, pp. 250-251).
7 Ibíd., p. 183 (Sexuality, p. 251).
8 Freud, Sigmund, “A Special Type of Choice of Object Made by Men” [1910], Alan Tyson (trad.),
Standard Edition, vol. 11, p. 171 [ed. org.: “Über einen besonderen Typus der Objektwahl beim
Manne”, G. S., vol. 5, p. 186; G. W., vol. 8, p. 66; ed. esp.: “Sobre un tipo particular de elección de
objeto en el hombre (Contribuciones a la psicología del amor I”, en Obras completas, vol. XI, José
Etcheverry (trad.), Buenos Aires, Amorrortu, 2013].
notas

9 Freud, Sigmund, “Universal Tendency”, op. cit., p. 183 (Sexuality, p. 252).


10 Foucault, Michel, The History of Sexuality, Volume I: An Introduction [1976], Robert Hurley (trad.),
Harmondsworth, Penguin Books, 1979 [ed. org.: Histoire de la sexualité, 1. La volonté de savoir, París,
Gallimard, 1976; ed. esp.: Historia de la sexualidad, 1: La voluntad de saber, Ulises Guiñazú (trad.),
Siglo xxi, 2005].
11 Poster, Mark, Critical Theory of the Family, Londres, Pluto Press, 1978, pp. 171-178.
12 Davidoff, Leonore, “Class and Gender in Victorian England”, en Sex and Class in Women’s History,
Judith L. Newton et. al. (eds.), Londres, Routledge, 1983, pp. 17-70; Gallop, Jane, Feminism and
Psychoanalysis: The Daughter’s Seduction, Londres, Macmillan, 1982.
13 Sobre la identificación, véase Laplanche, Jean y Pontalis, Jean-Bertrand, The Language of
Psychoanalysis, Londres, Karnac Books, 1973, pp. 205-207 [ed. org.: Le Vocabulaire de la
psychanalyse, París, PUF, 1967; ed. esp.: Diccionario de Psicoanálisis, Fernando Gimeno Cervantes
(trad.), Barcelona, Paidos Ibérica, 1996]. Para mi argumento general me apoyo en el trabajo de
Julia Kristeva y Kaja Silverman, particularmente en un libro de esta última, The Acoustic Mirror,
Bloomington, Indiana University Press, 1988.
14 Denvir, Bernard, Toulouse-Lautrec, Londres, Thames & Hudson, 1991, p. 18.
15 Solomon Godeau, Abigail, “The Legs of the Countess”, October 39, 1986, pp. 65-108.
16 La identificación procede del catálogo de la exposición de 1991: Frèches-Thory, Claire, Roquebert,
Anne y Thomson, Richard, Toulouse-Lautrec, New Haven, Yale University Press, 1991.
17 Frèches-Thory, Claire, Roquebert, Anne y Thomson, Richard, Toulouse-Lautrec, op. cit., p. 296b.
18 Debo reconocer mi deuda con Adrian Rifkin por su estudio sobre la pierna levantada en la danza
del siglo xix. En la ponencia que dictó en el Congreso Toulouse-Lautrec celebrado en el Courtauld
Institute of Art de Londres en 1991, puso de relieve que en origen era un tropo masculino: elevar
la pierna formaba parte del baile de los hombres, y las mujeres solo adoptaron ese recurso con
posterioridad, sobre todo en el can-can. Esa transición, relativamente reciente, desde los intérpretes
Parte II. Leyendo a contrapelo: Leer buscando... 147

masculinos a las intérpretes femeninas sirve para apoyar las sugerencias que formularé sobre las
oscilaciones en la identificación entre cuerpos masculinos y cuerpos femeninos.
19 Pollock, Griselda, Avant-garde Gambits: Gender and the Colour of Art History, Londres, Thames &
Hudson, 1992.
20 Clark, T. J., The Painting of Modern Life: Paris in the Art of Manet and His Followers, Nueva York y
Londres, Knopf and Thames & Hudson, 1984.
21 Ibíd., p. 15.
22 La palabra “sobredeterminación” tiene dos significados. Se refiere al hecho de que las formaciones
del inconsciente, es decir, los sueños, los síntomas, las fantasías, etcétera, pueden tener varios
factores determinantes. La comprensión más habitual del concepto de Freud no la entiende solo
como pluralidad, sino en el sentido de que “la formación se relaciona con una multiplicidad de
elementos inconscientes que pueden estar organizados en secuencias dotadas de sentido, cada
una con su propia coherencia específica en un nivel particular de la interpretación”, Laplanche,
Jean y Pontalis, Jean Bertrand, The Language of Psychoanalysis, op. cit., p. 293. El valor de
ese concepto para el análisis cultural estriba en que los signos no pueden reducirse a un solo
significado, social o psíquico. En su lugar estamos ante procesos de condensación, la formación
de puntos nodales en los que convergen patrones complejos y capas de significado para dar a
la imagen resultante su forma distintiva en cuanto configuración de significados, no en cuanto
símbolo, señal o reflejo de su propia condición de existencia.
23 Freud, Sigmund, “Leonardo da Vinci and a Memory of His Childhood” [1910], Standard Edition,
vol. 11, pp. 59-137 [ed. org.: Eine Kindheitserinnerung des Leonardo da Vinci, G. S., vol. 9, p. 371;
G. W., vol. 8, p. 128; ed. esp.: Un recuerdo infantil de Leonardo Da Vinci, José Etcheverry (trad.),
Buenos Aires, Amorrortu, 2014]; “Fetishism” [1927], Standard Edition, vol. 21, pp. 147-154 [ed.
org.: “Fetischismus”, G. S., vol. 11, p. 395; G. W., vol. 14, p. 311; ed. esp.: “Fetichismo”, en Obras
completas, vol. xxi, José Etcheverry (trad.), Buenos Aires, Amorrortu, 1979].

notas
24 Freud, Sigmund, “Fetishism”, op. cit. p. 148.
25 Ellis, John, “On Pornography”, Screen 21, 1, 1980, pp. 81-108 (p. 100).
26 Y, por supuesto, de sus hijas, pero ese es el asunto que abordaré en las dos próximas secciones del
libro. Véase también Pollock, Griselda, “Critical Critics and Historical Critiques or the Case of the
Missing Women”, en Griselda Pollock, Looking Back to the Future: Essays from the 1990s, Nueva
York, G&B Arts International, 1999.
27 Mulvey, Laura, “You Don’t Know What is Happening, Do You Mr Jones?” [1973], reimpreso en
Visual and Other Pleasures, Londres, Macmillan, 1989, pp. 6-13. Kaja Silverman habla de la
práctica de vendar los pies como de un ejemplo supremo de fetichismo, en el que el vendado
significa la castración y sumisión de la mujer, pero después se lo idealiza como si se elogiara a las
mujeres con pies vendados por haber aceptado su castración y castigo, desviando la amenaza del
sujeto masculino (Silverman).
28 Silverman, Kaja, The Acoustic Mirror, op. cit.
29 Guilbert, Yvette, La Chanson de ma vie, París, Grasset, 1927, versión inglesa: The Song of My Life:
My Memories, Beatrice de Holthoir (trad.), Londres, George Harrap & Co., 1929, p. 87. Para un
estudio más detallado de Guilbert y el contexto de su trabajo, véase Rifkin, Adrian, Street Noises:
Parisian Pleasure 1900-40, Manchester, Manchester University Press, 1993. Gracias a Adrian
Rifkin y Lisa Tickner.
30 Guilbert, Yvette, La Chanson de ma vie, op. cit.
31 Geffroy, Gustave, Yvette Guilbert, París, Marty, 1894.
32 Yvette Guilbert recuerda que Louise Weber tenía un corazón bordado en las bragas que quedaba
de repente a la vista cuando “se inclinaba indecorosamente ante el público”. Guilbert, Yvette, La
Chanson de ma vie, op. cit., p. 174.
33 Véase Ellis, John, “On Pornography”, op. cit.
34 Citado en Frèches-Thory, Claire, Roquebert, Anne y Thomson, Richard, Toulouse-Lautrec, op. cit., p. 57.
148 Diferenciando el Canon

35 Bhabha, Homi, “The Other Question: The Stereotype and Colonial Discourse”, Screen 24, 6,
1983, pp. 18-36 [ed. esp.: “La otra pregunta: el estereotipo, la discriminación y el discurso del
colonialismo”, en El lugar de la cultura, César Aira (trad.), Buenos Aires, Manantial, 2002].
36 Ibíd., p. 21.
37 Cuando presenté por primera vez esta ponencia, Tamar Garb tuvo el acierto de señalar la otra
presencia en esta racialización de sus propios rasgos, lo que asimismo confirmaría esta dialéctica
de la proyección del yo odiado sobre el “otro” culturalmente definido. Los rasgos que diseña
también podrían leerse dentro de las representaciones visuales del antisemitismo. Sobre Toulouse-
Lautrec y el Otro judío, véase Bhabha, Homi, “The Other Question: The Stereotype and Colonial
Discourse”, op. cit.
38 Para un estudio sobre los usos de la imagen corporal en el discurso de clase y en el imaginario
social burgués, véase Stallybrass, P. y White, A., The Politics and Poetics of Transgression, Londres,
Methuen, 1986.
39 Benjamin, Walter, Charles Baudelaire: A Lyric Poet in the Era of High Capitalism, Harry Zohn
(trad.), Londres, New Left Books, 1973 [ed. Org.: Charles Baudelaire. Ein Lyriker im Zeitalter des
Hochkapitalismus, en Gesammelte Schriften, vol. 1-2, Fráncfort, Suhrkamp Verlag, 1989; ed. esp.:
Charles Baudelaire. Un lírico en la época del altocapitalismo, Alfredo Brotons (trad.), en Obras, libro
I/vol. 2, Madrid, Abada, 2008]. Véase también Buck-Morss, Susan, “The Flâneur, the Sandwichman
and the Whore: The Politics of Loitering”, New German Critique 39, otoño 1986, pp. 99-140;
Buci-Glucksman, Christine, “Catastrophic Utopia: The Feminine as Allegory of the Modern”,
Representations 14, 1986, pp. 221-229.
40 Weigel, Sigrid, “From Gender Images to Dialectical Images in Benjamin’s Writings”, New
Formations: The Actuality of Walter Benjamin 20, 1993, pp. 21-32.
41 La palabra es tan odiosa y fea que quiero insistir en que la empleo solo para señalar el abuso al
que la cultura dominante somete a las mujeres que trabajan en lo que sus trabajadoras llaman la
notas

industria del sexo.


42 Agradezco a Adrian Rifkin esa información.
43 Véase nota 1.
44 Richard Thomson, en Frèches-Thory, Claire, Roquebert, Anne y Thomson, Richard, Toulouse-
Lautrec, op. cit., p. 435.
45 Así lo ha argumentado por extenso Christian Metz, sobre todo en “Story/Discourse: a Note on Two
Kinds of Voyeurism”, en Psychoanalysis and Cinema: The Imaginary Signifier, Londres, Macmillan,
1982, pp. 89-98 [ed. org.: Le Signifiant imaginaire, París, Union Générale d’Éditeurs, 1977; ed. esp.:
Psicoanálisis y cine: el significante imaginario, Josep Elias (trad.), Barcelona, Gustavo Gili, 1979].
46 Natanson, Thadée, Un Henri de Toulouse-Lautrec, Ginebra, Cailler, 1951, p. 52.
47 Jullian, Phillipe, Montmartre, Anne Carter (trad.), Oxford, Phaidon, 1977, p. 88 [ed. org.:
Montmartre, Elsevier Séquoia, 1977].
48 Orton, Fred y Harrison, Charles, “Jasper Johns: Meaning What You See”, Art History 7, 1, 1984, pp.
78-101.
149

PARTE III

Heroínas: Situando a
las mujeres en el Canon

Esta tercera parte aborda la aparición de un canon feminista examinando a una


candidata al estatus canónico que se ha convertido en una heroína feminista:
Artemisia Gentileschi (1593-1653). En mi preocupación por las pérdidas en
las que incurrimos cuando tratamos de adaptar su obra para que cumpla con
los criterios del canon, exploro aquí formas de leer algunos de sus cuadros que
desplacen la autoridad del discurso histórico sobre el arte, de forma que pro-
duzcan una genealogía feminista: leer “el pasado a través de nuestras madres”,
como decía Virginia Woolf. Esta re-visión se basa en relatos sobre el cuerpo,
el cuerpo de la mujer, el cuerpo de la pintura, el cuerpo pintado, el cuerpo
observado y el cuerpo muerto. Los siguientes capítulos adoptan la forma de un
diálogo imaginario con otras intérpretes, en el que mi propósito es introducir
un cierto grado de autorreflexividad feminista dentro del campo de lectura
de la imagen visual. La sección concluye con una reflexión sobre una artista
contemporánea, Lubaina Himid, una pintora que explora la posibilidad de
una pintura histórica feminista postcolonial, donde esa autoconsciencia es tan
inevitablemente política como estética y posmoderna.
150 Diferenciando el Canon

Ilustración 5.1. Pierre Dumoustier Le Neveu, La mano de Artemisia Gentileschi sosteniendo un pincel,
1625, tiza roja y negra y carboncillo, 21,9 × 18 cm. Londres, Trustees of the British Museum
Parte III. Heroínas: Situando a las mujeres en el Canon 151

LA HEROÍNA Y LA CREACIÓN DE UN CANON FEMINISTA:


LAS REPRESENTACIONES DE SUSANA Y JUDIT
DE ARTEMISIA GENTILESCHI

Si las mujeres se proponen transformar la historia, se podría decir con


seguridad que todos los aspectos de la historia quedarán alterados por
completo. En lugar de ser producida por los hombres, la tarea de la His-
toria sería crear a las mujeres, producirlas. Y es en este punto en el que la
obra de las mujeres mismas acerca de las mujeres podría entrar en juego,
lo que no solamente beneficiaría a las mujeres, sino a toda la humanidad.
Hélène Cixous1

Hace unos años me contactó una investigadora de la BBC que estaba preparando
una serie de programas sobre mujeres importantes pero olvidadas por la historia.
Uno de los programas sería sobre la artista italiana del siglo xvii Artemisia Gen-
tileschi. Gentileschi iba a ser la única artista de la serie. Eso me hizo sospechar
mucho. Junto con Frida Kahlo y Georgia O’Keeffe, Gentileschi es ahora una de
las más famosas entre las artistas mujeres recuperadas, pero su fama se debe más
al escándalo y el sensacionalismo que a un interés auténtico o a una comprensión
de “Gentileschi” en cuanto una serie de significados creados mediante el arte
(Ilustración 5.1). La historia del arte se refiere a ella como una “muchacha lasciva
y precoz”, una mujer adicta a “las artes del amor”, cuya historia nos recuerda a
la película de Federico Fellini, La dolce vita2; como la escultora francesa Camille
Claudel, se ha convertido en carne de melodrama romántico en el cine. Un docu-
mental dramatizado sobre la artista estaría obligado a centrarse en el extraordina-
rio juicio que siguió a la violación que sufrió a manos de su “maestro”, Agostino
Tassi. Ella tenía entonces diecinueve años. Se centraría en los cuadros cuyo tema
aparente fuera la violencia sexual y la violación, como Susana y los viejos (1610,
Ilustración 5.2), y los que pudieran leerse como una “expresión” de los sentimien-
tos de venganza de las mujeres hacia los hombres como resultado de una agresión
sexual traumatizante, como Judit degollando a Holofernes (1612-1613, Ilustración
5.4). La vida se reflejaría en el arte como en un espejo y el arte confirmaría el
tema de la biografía: una mujer dañada. El arte de Gentileschi hablaría solo de
ese acontecimiento, que apuntaría directamente a la experiencia y que no ofrece
152 Diferenciando el Canon

ningún problema de interpretación. Esos cuadros serían una elección predecible,


puesto que trataban supuestamente de la agresión sexual y la violencia. No quise
participar en el proyecto.

¿VER A LA ARTISTA O LEER LA IMAGEN?

Hay un abismo entre la concepción popular del “arte y los artistas” y la perspi-
cacia crítica actual del análisis feminista de la historia del arte. Quienes produ-
cen programas de televisión quieren revivir la biografía del artista mediante las
obras, mientras que la analista cultural feminista busca que la obra en sí cobre
vida decodificando el proceso dinámico por el cual se produce el significado
y explorando qué tipos de lecturas posibilitan sus signos3. En el modelo tradi-
cional, la obra de arte es una pantalla transparente a través de la cual no hay
más que mirar para ver al artista, entendido como un sujeto psicológicamente
coherente, que es el origen de los significados que tan perfectamente refleja la
obra. El modelo crítico feminista se basa en la metáfora de la lectura, más que
en la de mirar al espejo. Incluso en los cuadros que más emplean la ilusión fi-
gurativa, lo que vemos son signos, porque el arte es una práctica semiótica. El
concepto de leer el arte vuelve opacas, densas, recalcitrantes las marcas gráficas
y las superficies pintadas del arte; nunca ofrecen directamente su sentido, sino
que tienen que descifrarse, procesarse y discutirse4. En el arte, por supuesto,
siempre hay algo que ver. Sin embargo, lo que ve el ojo al atravesar el cuadro
y buscar sus medios y sus efectos es un procesamiento de los signos que pue-
den producir significados. Incluso en el cuadro más abstracto, el acto físico de
aplicar la pintura a una superficie nos sumerge en algún tipo de narratividad.
Puede ser únicamente la narrativa del proceso de la producción de la pintura, la
secuencia de las marcas de su creador, la manera en la que alguien ha meditado
sobre la superficie de un lienzo y sus efectos. No obstante, en algunos momen-
tos de la historia del arte occidental, ha habido una intención más explícita-
mente narrativa de hacer que el proceso formal cooperara en la producción de
un sentido decodificable en el plano narrativo.
En este capítulo me centraré en un momento culminante de esa producción
de pintura histórica del período barroco tan motivada por lo narrativo. Preten-
do utilizarlo como un ejemplo para estudiar los temas que plantearía un análi-
sis feminista de Artemisia Gentileschi. Eso me permitirá abordar el problema:
no tanto qué es una historia feminista del arte, sino qué aporta el feminismo
Parte III. Heroínas: Situando a las mujeres en el Canon 153

a la historia del arte cuando interviene en su campo discursivo. Esa cuestión


depende de que se trate otra: ¿Qué desea el feminismo cuando observa la obra
de artistas mujeres? Así, más allá de la pantalla crítica de una lectura semiótica,
quiero remontarme a la estética freudiana para discernir no solamente mi pro-
yección sobre su pantalla imaginaria, sino las huellas de los materiales psíquicos
reprimidos de manera incompleta que podrían señalar una subjetividad históri-
ca, en lo femenino, significada, no expresada, en esas complejas negociaciones
de los signos, los significados, las fantasías y los afectos que podríamos denomi-
nar, con sutileza kristeviana, prácticas estéticas.

EL FEMINISMO Y LA HISTORIA DEL ARTE: ¿QUÉ MUJERES?

Han pasado ya veinte años desde que el impulso feminista revitalizado de finales del
siglo xx empezó a remodelar las posibilidades del conocimiento en el nombre de las
mujeres. Pero ¿qué “mujeres” son el tema del análisis feminista? ¿Mujeres blancas,
mujeres de color, mujeres judías, mujeres musulmanas, lesbianas, madres, madres
lesbianas, no madres, mujeres con discapacidades, mujeres de Europa, de Asia, de
África, de las Américas, de Oriente Próximo y de todas las diásporas que atraviesan
esas geografías imposibles? A pesar de la necesidad de insistir en la especificidad
de las mujeres arriba citadas, e incluso en el conflicto entre ellas, quedaría aún el
problema planteado por la categoría “mujeres”, categoría creada por la forma en
que la sociedad trata a quienes así designa. La Mujer, con la M mayúscula, es una
ficción y un mito, pero durante las últimas décadas de este siglo nos hemos orga-
nizado en cuanto mujeres, hemos imaginado una colectividad política de mujeres
en sus relaciones sociales, concretas. No obstante, incluso esto se ha cuestionado de
manera radical. El término “mujeres”, rastreado a través de los campos diversos de
la historia, la sociología, la filosofía, la historia del arte y la literatura, ya no ofrece
demasiadas garantías para la historiadora crítica o la analista cultural. Los textos,
las imágenes y las prácticas discursivas tienen que analizarse históricamente y en su
diversidad cultural en cuanto los lugares en los que la categoría “mujeres” se fabrica
mediante los mismos discursos y prácticas que producen y nombran este signo
como parte de la constitución de los regímenes de clase y de raza, así como de géne-
ro y sexualidad5. El feminismo no habla por las mujeres; políticamente desafía esas
construcciones de “mujeres” produciendo contra-construcciones que no se basan
en una naturaleza, en una verdad, en una ontología. Así pues, lo que defendemos y
desde dónde lo defendemos es algo que está en continua fabricación.
154 Diferenciando el Canon

Los análisis de las “mujeres” basados en las teorías de la diferencia sexual niegan
que la anatomía sea la base de las ficciones que determinan la identidad sexual.
El cuerpo femenino, no definido de manera esencialista, sino como un recurso
para las potencialidades imaginativas, psicológicas, experienciales, puede invocar-
se teóricamente como la fuente reprimida de nuestra significación radical como
“no-mujeres-mujeres”. Julia Kristeva define la significación radical de la feminidad
en las culturas falocéntricas por esta negatividad. Puede que tengamos que utilizar
el eslogan “mujeres” para publicitar nuestras exigencias en el campo de la crianza,
los derechos reproductivos y la igualdad laboral, pero, según Kristeva,

en un nivel más profundo, sin embargo, una mujer no puede “ser”; es algo que
ni siquiera pertenece al orden del ser. De ahí se deduce que una práctica femi-
nista solamente puede ser negativa, no puede concordar con lo que ya existe,
para que podamos decir “que no es eso” y que “aún no es eso”. En “mujer” yo
veo algo que no puede ser representado, algo que no es dicho, algo por encima
y más allá de las nomenclaturas y las ideologías6.

El proyecto feminista pretende introducir una diferenciación efectiva que permi-


ta que la(s) diferencia(s) de las mujeres se representen de manera imaginativa y
simbólica, sobre los planos del lenguaje, la filosofía y el arte, en los que lo femeni-
no tradicionalmente significa solo la diferencia negativa del hombre o la fantasía
de este acerca de su otro. El cuerpo femenino ha acabado por ocupar un lugar
privilegiado a la hora de pensar los recursos materiales e imaginativos para las
significaciones diferenciales. Algunas teóricas feministas han tratado de explorar
la morfología específica del cuerpo femenino (que es diferente que su anatomía)
como recurso para la invención metafórica necesaria para una revolución semió-
tica a favor de la diferencia no representada de las no-mujeres-mujeres7. El cuerpo
femenino sexualmente jouissant y el cuerpo materno, el cuerpo que es el lugar
de las pulsiones y la energía, los placeres y los dolores, su invisible especificidad
sexual, estos elementos corporales imaginarios, que sin embargo son, de manera
fundamental, recalcitrantemente materiales y enigmáticos, son los que fascinan
a las escritoras feministas. En formas diversas hemos reclamado la importancia
radical de la corporeidad en la lucha de las “no mujeres” para sondear de manera
analítica, así como para para crear, a partir de esas posibilidades, feminidades que
tengan una corporeidad, pero una que no se defina y se aprehenda en el interior
de los discursos patriarcales sobre la filosofía, la religión, la ciencia biológica, el
arte o incluso el psicoanálisis tal y como hoy existe8.
Parte III. Heroínas: Situando a las mujeres en el Canon 155

Estas radicales propuestas teóricas feministas crean los medios para releer
las inscripciones de lo femenino en los textos del pasado. Ahora podemos, en
retrospectiva, emplear conceptos teóricamente concebidos sobre la feminidad
entendida como otra diferencia para descifrar lo que las mujeres artistas pudie-
ran haber estado haciendo en su arte: es decir, fabricando a las “mujeres” en
las historias del arte, creando una diferenciación en lugar de expresar una dife-
rencia dada de antemano. En el laboratorio del pasado, sus textos e imágenes
nos ofrecen, en el presente, un material experimental mediante el cual analizar
las diferencias de la(s) feminidad(es) bajo la presión de articular lo que podría
ser lo femenino, tanto dentro de la ley falocéntrica de lo Mismo como en su
perpetua transgresión de esta.
El psicoanálisis, sin embargo, socava la idea de un sujeto fijado con una
diferencia sexual lograda. El psicoanálisis hipotetiza el resultado socialmente
deseado de una formación sexuada del sujeto (cómo la mayoría de nosotros
se convierte en mujeres u hombres capaces de tomar una serie de decisiones
sexuales) pero revela en ese mismo proceso las condiciones de una disrupción
perpetua de esos resultados mediante el inconsciente y la fantasía. El psicoaná-
lisis imagina ya esa inevitable negatividad en la subjetividad que permite que
el sujeto sea considerado no solo un autómata robótico manufacturado social-
mente, sexuado y con un género, ambos establecidos de una vez y para siempre,
sino un proceso dinámico y contradictorio.
Las revisiones feministas del psicoanálisis defienden que esta inestabilidad
estructural y creativa sucede porque el régimen falocéntrico del sujeto —de he-
cho, el que Freud y sus seguidores están describiendo— se basa en la represión
de la madre y, con ella, en la represión de las posibilidades de unas diferencias
diferentes que el cuerpo, la voz y el espacio materno acaban por representar en
un sistema falocéntrico. Un sistema así, represor de la madre, se organiza en
torno a la autoridad del Padre, el representante de la Ley, que hace que el pre-
cio a pagar por la adquisición del lenguaje, de la sexualidad y, por lo tanto, de
la subjetividad sea la separación de la Madre. A lo largo de nuestras historias
vitales vividas somos fabricados y desmontados como sujetos una y otra vez, en
nuestros encuentros con el lenguaje, con los demás, con la cultura. El sujeto se
halla, además, escindido y está, por lo tanto, siempre socavado o, mejor dicho,
determinado desde algún otro punto: por ejemplo, el inconsciente dentro de
la historia individual y en la estructura del lenguaje. Este proceso y su inesta-
bilidad regular se configuran de manera diferenciada para el sujeto femenino
debido a la asimetría de los regímenes falocéntricos de la diferencia sexual en
156 Diferenciando el Canon

la mayoría de nuestras sociedades. El signo de esta dificultad es la desrepresen-


tatividad de la feminidad como algo distinto al otro negado de la masculinidad,
es decir, como lo que no es lo masculino. Este espacio vacío que, no obstante,
se nombra como feminidad es apropiado como una imagen en proceso del
sujeto masculino, que enmascara una carencia atribuida a este, y entonces, en
un giro maligno de la lógica falocéntrica, se le hace pasar como aquello que
podría causar la carencia en el sujeto masculino. Y entonces mujer significa cas-
tración, monstruosidad, muerte y otras cosas9. Así pues, sin recaer en las esen-
cias anatómicas o biológicas, podemos todavía hablar de la especificidad de la
feminidad como una figura en las representaciones culturales contemporáneas
que ya existe de forma negativa. Se representa bajo estas apariencias negativas
y peligrosas. Pero también cabría imaginarse como lo que podría ser excesivo
para estas limitadas significaciones de la feminidad en cuanto no masculinidad,
ofreciendo otra diferencia en potencia. La feminidad es tanto “nada” (en la lógi-
ca falocéntrica) como todo lo demás que aún no se conoce bajo esa economía.
Hay otro importante concepto del psicoanálisis que tenemos que examinar:
el carácter inconsciente de la subjetividad basado en la escisión del sujeto en
consciente e inconsciente. En la teoría lacaniana, el inconsciente se forma por
el pasaje del sujeto al lenguaje y al orden Simbólico de la cultura. Sus conteni-
dos son todo aquello que tiene que reprimir el sujeto para reconocerse de forma
errónea en las posiciones y los términos que nos ofrece el lenguaje. Lo que está
reprimido es lo fantástico, es decir, las relaciones imaginarias del infante con
los demás, especialmente con la presencia, la mirada, la voz y el cuerpo de la
madre, con su propio cuerpo fracturado, arcaico, y con sus impulsos polimor-
fos —aún no canalizados y que fluyen libremente—. La fantasía es el registro
que gobierna el modo Imaginario, que teóricamente precede al acceso a lo
Simbólico pero se define siempre por este y coexiste dentro de sus significantes.
Lo Imaginario es, por lo tanto, una alternativa a los modos Simbólicos, a la vez
que opera dentro del sujeto como un registro rival y copresente del significado.
La localización dentro del inconsciente de las fantasías reprimidas de la corpo-
reidad arcaica y materna implica dos cosas importantes. La primera es que el
sujeto existente está escindido en el presente, de manera que el inconsciente
abarca los contenidos de un pasado que se hace siempre presente a través de un
modo concreto de significación y de desplazamiento, característico del incons-
ciente, que aparece en los sueños, las ensoñaciones, los lapsus de la escritura,
los lapsus linguae o los chistes. La segunda es que el sujeto siempre es, en gran
medida, desconocido para sí mismo.
Parte III. Heroínas: Situando a las mujeres en el Canon 157

El psicoanalista escucha y busca señales del inconsciente, que se pueden


rastrear en el habla y las acciones del analizante cuando interrumpen los pa-
trones conscientes con sus propios ritmos y sentidos. En un estilo semejante,
puede decirse que el análisis cultural lee los textos y las imágenes artísticas
o literarias para buscar las huellas de esa escisión de la subjetividad y los di-
versos registros en los que podemos producir significado. Así, el significado
inconsciente no se expresa de la manera que lo hace, por ejemplo, una ima-
gen surrealista, mediante un intento consciente de reproducir o representar
los contenidos y los modos del inconsciente. Los materiales inconscientes
reajustan sutilmente el texto producido de manera consciente mediante su
propia sintomatología concreta. Así, una imagen puede significar tanto den-
tro de una semiótica social de la producción artística y literaria pública como
desde esta “otra escena”, como denominaba Freud al inconsciente. Tanto en
el psicoanálisis clásico freudiano como en el lacaniano, esa “otra escena” se
identifica a menudo con la “Mujer”, quien, por lo tanto, permanece repri-
mida en cuanto es la oscuridad del continente oscuro, el enigma de lo in-
consciente, lo eterno reprimido pero determinante. Sin embargo, desde una
revisión feminista, “esa otra escena” es también un lugar de las huellas de otra
mujer, de otra feminidad identificada por el deseo feminista, interesado por la
especificidad de la feminidad como otra cosa que el código de ese monstruoso
y peligroso Otro, que sin embargo refuerza la masculinidad.
Esta conclusión nos plantea graves problemas para las feministas dentro de
la historia del arte cuando intentamos reinscribir las historias de las artistas en
la historia cultural. Todo nuestro proyecto se ha volcado en devolver la visibi-
lidad a las mujeres en cuanto artistas cuya importancia para nosotras radica en
la diferencia que pudieran aportar a los relatos sobre el arte que ya existen: al
canon. Pero ya no estamos en terreno seguro. Mi propuesta es que reformule-
mos entonces el proyecto. En lugar de leer “buscando a la mujer” —a favor de lo
que anticipamos que será una experiencia de género— leamos buscando las ins-
cripciones de la otra otredad de la feminidad, es decir, buscando esas huellas de una
articulación inesperada de lo que podría ser específico de las personas hembras
en el proceso de convertirse en sujetos en lo femenino —sujetos, subjetivados y
subjetivantes— mediante el juego mutuo de las identidades sociales y las for-
maciones psíquicas dentro de las historias. Estas últimas son inherentemente
complejas e inestables y, lo que es más importante, nunca se conocen de ante-
mano ni se pueden conocer hasta que no adquieran algún tipo de articulación
o significación.
158 Diferenciando el Canon

El feminismo, dotado con estos conceptos teóricos, se convierte, por lo


tanto, en una lucha en torno a la representación que, en sí misma, opera de
manera simultánea en varios registros. Comentando el radical intento de Luce
Irigaray de inventar una metafórica del cuerpo femenino diferente, un intento
que ha sido en general incomprendido, Elizabeth Grosz argumenta:

Los “dos labios” no son una imagen verdadera de la anatomía femenina, sino un
nuevo emblema mediante el cual se puede representar positivamente la sexualidad
femenina. En el caso de Irigaray, el problema para las mujeres no es la experiencia
o el reconocimiento del placer femenino, sino su representación, que activamente
construye la experiencia que tienen las mujeres de su corporeidad y sus placeres.
Si la sexualidad y el deseo femenino se representan relacionados de algún modo
con la sexualidad masculina, se quedan sumergidos en una serie de limitaciones
definidas por lo masculino. Al contrario de la objeción que suele hacérsele de que
está describiendo una feminidad innata, natural o esencial, desenterrándola de su
tumba patriarcal, el proyecto de Irigaray se puede interpretar como una respuesta a
las representaciones patriarcales en el nivel mismo de la representación cultural10.

El objetivo es desafiar la historia del arte en cuanto sistema de representación, que


no solo ha perdido nuestro pasado, sino que ha construido un campo visual para
el arte en el que las inscripciones femeninas han sido invisibilizadas mediante la ex-
clusión o el olvido, además de haberse hecho ilegibles debido a la lógica falocéntrica
que únicamente permite un sexo. Reclamar la creatividad para las mujeres es hacer
algo más que encontrar unos pocos nombres femeninos para añadirlos en las listas
canonizadas en los estudios sobre el arte occidental. Es transgredir los principales
ejes ideológicos del significado en una cultura falocéntrica, desordenar el régimen
prevaleciente de la diferencia sexual. Durante mucho tiempo se ha argumentado
que desafiar la negación cultural de la creatividad de las mujeres era algo más que
una cuestión de recuperación histórica. Pero pocas de nosotras hemos pensado real-
mente hasta qué punto es imposible la tarea de hacer algo más.
Como feministas que trabajan en la historia del arte, redescubrimos la obra
de las artistas. Pero entonces ¿qué decimos sobre esta obra? Podríamos juz-
gar su arte mediante los criterios existentes. Pero, puesto que estos han sido
elaborados para tratar exclusivamente con la obra de artistas varones blancos,
puede que no sean relevantes. Si entonces admitimos que hay una diferencia,
¿cuáles serían sus signos? ¿Cómo sé que lo que yo asumo que son los signos del
trabajo de la conciencia de una mujer no son tan solo la imposición de ideas
Parte III. Heroínas: Situando a las mujeres en el Canon 159

culturalmente estereotipadas de la feminidad social que me han conformado,


que definen “mujer” en mi propia época y cultura, en mi propia clase y en mi
origen étnico? Así que debo preguntarme qué es lo que estoy buscando y qué
es lo que veo o leo en la obra de artistas que son “mujeres”, cuando el proyecto
feminista queda atrapado en la paradoja de deconstruir la categoría “mujeres”
en nombre de las “mujeres” como el objeto del feminismo.
Cuando recibimos nuestra formación en la historia canónica del arte, pasa-
mos muchas horas en aulas donde se muestran imágenes de agresiones sexuales
a mujeres: La violación de Lucrecia, La violación de Europa, La violación de las
Sabinas. Siempre estuve convencida de que debía tratarse de un tipo distinto de
“violación” que la que yo temía que me ocurriera a mí, la que mis amigas ha-
bían experimentado con horror, cuando temieron por sus vidas y sintieron que
en aquel momento algo les había sido robado sin remedio y les había destroza-
do por dentro. ¿Cómo podíamos debatir cortésmente sobre el genio artístico,
la perfección formal, la innovación compositiva, la procedencia iconográfica o
la armonía del color mientras nos enfrentábamos al delito mediante el que los
varones ejercen el mayor control sobre las mujeres11? La violación artística era
agradable, un poco excitante, normal, porque los hombres desean a las mujeres,
especialmente cuando están ahí con la ropa medio caída. Pero eso es en lo que
te convierte el feminismo: siempre tan zafio e insensible ante la estética y, por
supuesto, siempre llevándolo todo al terreno personal, incapaz de mantener
cosas como el arte y la sociedad en sus respectivos terrenos.
Pero, de hecho, lo cierto es lo contrario. El arte es el lugar donde se repre-
senta retóricamente ante nosotros el encuentro de lo social y lo subjetivo. Esto
ocurre de formas que confunden esa relación, que dan autoridad canónica a un
tipo concreto de subjetividad y de poder social. Lo que estamos haciendo como
feministas es nombrar esas conexiones implícitas entre lo más íntimo y lo más
social, entre el poder y el cuerpo, entre la sexualidad y la violencia. Las imá-
genes de intimidación sexual son centrales para este problema y, por lo tanto,
para una crítica de la representación canónica.

SUSANA Y LOS VIEJOS

Quiero explorar —discrepando de ella— una lectura feminista de un cuadro


de Artemisia Gentileschi sobre el tema de Susana y los viejos (Ilustración 5.2),
fechado y firmado en 1610, pintado cuando la artista tenía diecisiete años12.
160 Diferenciando el Canon

Artemisia Gentileschi nació en Roma de un padre pintor, Orazio Gentileschi,


y de Prudentia Montone. Artemisia era la única hija en una familia de hijos y
la única que tenía aptitudes reales para la profesión de su padre. Como muchas
artistas de esa época, adquirió su formación en el taller de su padre y lo ayudó
en grandes proyectos como los planes decorativos de varios de los nuevos pa-
lazzi que se estaban construyendo en Roma en las primeras décadas del siglo
xvii. Trabajó en Roma, Florencia, Génova, Venecia e incluso Londres y murió
en Nápoles, donde se había instalado en 1642. Sus inicios como artista en
Roma coincidieron con la inspiración que proporcionó el nuevo estilo y el tra-
tamiento dramático de los temas psicológicamente intensos que hacía el pintor
Michelangelo Merisi (1571-1610), más conocido como Caravaggio. Caravag-
gio provocó un enorme impacto en Roma con las extraordinarias pinturas de
las iglesias de San Luigi dei Francesci y Santa Maria del Popolo. Dos cuadros
de principios de la década de 1610 muestran a Artemisia trabajando con una
combinación entre el estilo florentino de su padre y las formas más rotundas y
la simplificación dramática desarrolladas por Caravaggio y después abrazadas
también por su progenitor. Orazio dispuso que su talentosa hija estudiara pers-
pectiva con quien era su colaborador en las pinturas decorativas, Agostino Tas-
si. Tassi violó a Artemisia en mayo de 1611 y, en marzo de 1612 (¿nueve meses
después?), Orazio demandó a Tassi por daños y perjuicios. El juicio supuso que
a Artemisia se la torturara y se hicieran una serie de alegaciones en contra que
cuestionaban la castidad de la joven. Tassi estuvo en prisión un breve tiempo;
Artemisia se casó y se mudó a Florencia. Tuvo una carrera exitosa en Italia e
Inglaterra, aunque conservamos únicamente treinta y cuatro lienzos atribuidos
y firmados de toda su obra. Muchos retratos se han perdido. Uno de los hitos
del desafío feminista a la historia del arte es la monografía de Mary Garrard
sobre Artemisia Gentileschi, que se publicó en 198913. Garrard se centra en los
principales cuadros narrativos de Artemisia Gentileschi sobre “mujeres heroi-
cas”: Susana, Judit, Cleopatra y Lucrecia.
El relato bíblico de Susana y los viejos trata de una mujer joven judía, casada,
que vive en Babilonia durante el primer exilio del pueblo judío (después del 586
a. C.)14. Susana se está bañando en su jardín. Envía a sus dos criadas a la casa a
traer perfumes y aceites para su baño. Dos viejos lascivos de la comunidad la es-
pían y conspiran para obligarla a someterse sexualmente a ellos. La amenazan con
que, si se niega, la denunciarán por adulterio con otro hombre, siendo el adulte-
rio, según la antigua ley judía, un delito castigado con la muerte para las mujeres.
Susana se niega: prefiere morir antes de ceder al pecado que le proponen. Enton-
Parte III. Heroínas: Situando a las mujeres en el Canon 161

Ilustración 5.2. Artemisia Gentileschi (1593-1653), Susana y los viejos, 1610, óleo sobre lienzo,
170 × 119 cm. Pommersfelden, Kunstsammlungen Graf von Schönborn
162 Diferenciando el Canon

ces los viejos la acusan en falso y se la condena a muerte. Daniel, famoso por el
pozo de los leones, demuestra la inocencia de Susana exponiendo las mentiras de
los viejos. Los interroga por separado y les pregunta bajo qué árbol vieron a Susa-
na cometer adulterio. Cada uno de ellos señala un árbol de una especie diferente.
Entonces se los ejecuta por el delito de falso testimonio.
El relato es una compleja narración de deseo sexual y tentación visual, de
castidad femenina y ley masculina. Durante el Renacimiento, el foco dramático
sobre el momento de la desnudez de la mujer mientras se baña estando expues-
ta a una conspiración lasciva enfatizaba los aspectos sexuales, voyeurísticos y de
violencia visual del tema, a la vez que proporcionaba una justificación bíblica e
incluso teológica para pintar un desnudo femenino erótico, un género que esta-
ba surgiendo en este periodo y que modificaba las connotaciones del desnudo
femenino, desde su asociación iconográfica tradicional con la Verdad hasta su
significado moderno del deseo (masculino) y de su visualidad privilegiada.
Garrard defiende que el tratamiento que hace Artemisia Gentileschi de Susa-
na troca el “erotismo duro”, la “pornografía descarada” y “la violación, imaginada
por los artistas, y probablemente también por sus clientes y mecenas, en una
aventura osada y noble”15. “En un claro contraste con otras imágenes parecidas,
el núcleo expresivo del cuadro de Gentileschi es la tragedia de la heroína, no el
placer anticipado de los villanos”16. La base de esta diferencia es el género: “En el
arte, prevalecía una interpretación sexualmente distorsionada y espiritualmente
sin sentido de este tema porque la mayoría de los artistas y mecenas habían sido
varones, atraídos por su instinto a identificarse más con los malvados que con la
heroína”17. “La Susana de Artemisia nos ofrece una imagen que escasea en el arte,
la de un personaje femenino tridimensional que es heroico en el sentido clásico,
pues en su lucha contra fuerzas que en último término exceden a su control ex-
hibe un espectro de emociones humanas que nos impulsa, como en el caso de
Edipo o Aquiles, a compadecerla y admirarla”18. La afinidad especial de la artista
con este tema se encuentra tanto en el hecho de que fuera una mujer19, en lugar
de un hombre, como en que fuera esta mujer en concreto, ella misma vulnerable
a una agresión sexual no deseada en el momento de pintar la Susana, una mujer
que después sería violada como resultado de esa vulnerabilidad, antes de pintar
su primera versión del tema Judit degollando a Holofernes (Ilustración 5.4). Mary
Garrard concluye así su capítulo sobre la Susana de Artemisia Gentileschi:

Lo que el cuadro nos ofrece, por lo tanto, es una reflexión, no sobre la violación
misma, sino más bien sobre qué sentía una mujer joven acerca de su propia vulnera-
Parte III. Heroínas: Situando a las mujeres en el Canon 163

bilidad sexual en el año 1610. Es significativo que Susana no exprese la violencia de


la violación, sino la presión intimidatoria de la amenaza de violación. La respuesta de
Artemisia ante la violación en sí probablemente se refleja más en su primera interpre-
tación del tema de Judit, la oscura y sanguinaria Judit degollando a Holofernes. (…)
En esta imagen —como han percibido incluso los críticos más conservadores— la
decapitación de Holofernes a manos de Judit proporciona un equivalente pictórico
escandalosamente equivalente al castigo de Agostino Tassi. Por supuesto que ningún
lienzo y, sin duda alguna, ningún gran cuadro es una simple autobiografía en crudo.
Pero una vez que reconocemos, como deberíamos hacer, que los primeros cuadros
de Artemisia Gentileschi son vehículos de expresión personal en un grado extraor-
dinario, podemos rastrear la evolución de su experiencia, primero como víctima de
intimidación sexual y después de violación, dos fases de una secuencia continua que
halla su contrapartida pictórica en la Susana de Pommersfelden y en la Judit de los
Uffizi respectivamente. [cursivas mías]20

¿Por qué deberíamos debatir esto? Tal vez las distinciones que quiero señalar sean
demasiado sutiles para merecer excesiva atención. Pero creo que aquí se juega una
buena parte de lo que tratan las intervenciones feministas en la historia del arte.
El argumento de Mary Garrard es muy persuasivo porque parece que resucita a
la artista del siglo xvii para que veamos su obra como una especie de testimonio
personal, un testimonio de sus propios traumas. Pero ¿en qué difiere esto de lo que
podemos encontrar en los relatos normalizados de la historia del arte, de la ecuación
de la vida biográfica del artista y el arte mediante los mecanismos de la expresión?
Nanette Salomon ha señalado que, mientras que la biografía ha conservado un
lugar privilegiado en los modos de hacer historia del arte desde que Vasari iniciara
el modelo heroico con sus Vite (Vidas) de los artistas famosos21, en lo que respecta
al género el material biográfico funciona de manera diferencial:

Mientras que Vasari utilizaba el dispositivo de la biografía para individualizar y


mitificar las obras de los varones con talento artístico, el mismo dispositivo tiene
un efecto profundamente distinto cuando se aplica a las mujeres. Los detalles de
la biografía de un hombre se describen como la medida de lo “universal”, aplica-
ble a toda la humanidad; en el genio masculino, estos detalles están simplemente
aumentados e intensificados. En cambio, los detalles de la biografía de una mujer
se usan para subrayar la idea de que es una excepción; se dedican únicamente a
convertirla en un caso interesante. Su arte se reduce a un registro visual de su
constitución personal y psicológica22.
164 Diferenciando el Canon

Salomon defiende que en la historia del arte, ya sea feminista o no, las obras de
Artemisia Gentileschi “se reducen a expresiones terapéuticas de su miedo, su
ira y/o su deseo de venganza. Sus esfuerzos creativos ceden, en términos tradi-
cionales, ante lo personal y lo relativo”23.
Los materiales biográficos sin duda proporcionan recursos importantes y nece-
sarios para la producción pospuesta de la autoridad de las mujeres. Pero sin duda
tiene que haber una diferencia entre una interrogación minuciosa del archivo, que
incluya materiales de una vida vivida, y vincular los cuadros a la concepción bur-
guesa occidental del individuo dentro de los discursos sobre la biografía. La biogra-
fía, además, nunca puede ser un sustituto de la historia. Podríamos aquí recordar,
adecuadamente modificada, la famosa sentencia de Marx en El 18 Brumario de
Luis Bonaparte (1852): “Las mujeres hacen su propia historia, pero no la hacen a su
gusto; no la hacen bajo circunstancias que ellas mismas hayan elegido, sino bajo las
circunstancias con las que se encuentran directamente, las que se reciben y transmi-
ten desde el pasado”24. Cuando escribió su biografía histórica del novelista francés
del siglo xix Gustave Flaubert, Jean-Paul Sartre trató de teorizar cómo acceden a la
conciencia de clase los individuos pertenecientes a una clase dada. Sartre argumenta
que un niño burgués, como lo era Flaubert, aislado de la conciencia de clase den-
tro de la homogeneidad de su familia, podría, por ejemplo, presenciar algún gran
acontecimiento histórico, una revuelta, un levantamiento, una batalla, una huelga.
En esa momentánea cristalización de los antagonismos de una sociedad de clases,
a la criatura se le obliga a ver a su familia burguesa “desde fuera”, como el objeto
de un odio proletario o de un desdén aristocrático25. Mediante esta conjunción de
la percepción personal de los grandes acontecimientos públicos, que de repente
revelan las fuerzas sociales que conforman al individuo, este último se ve obligado
a reconocer la necesaria interacción de lo privado y de lo público, de lo personal
y de lo social, y descubrirse definido por ello. Sartre concluye: “En realidad, para
descubrir la realidad social dentro y fuera de uno mismo, no basta con sufrirla; tiene
que verse con los ojos de los demás”26.
Exactamente así podríamos leer el calvario público del juicio Gentileschi/
Tassi en 1612, como un momento que cristalizaba las relaciones entre la se-
xualidad y la dominación de género en la Roma del siglo xvii. El proceso de la
re-presentación pública de su trauma, sexual pero sin duda social, podría haber
revelado (articulado) a Artemisia Gentileschi cuál era su lugar como mujer en
cuanto objeto de intercambio entre varones, un lugar en el que su violación no
significaba tanto su sufrimiento personal como un delito contra los derechos
legales de los varones sobre los cuerpos de las mujeres para determinar su esta-
Parte III. Heroínas: Situando a las mujeres en el Canon 165

tus social en esta economía sexo-género. Nanette Salomon examina la estructu-


ra de significado que el juicio pone en escena para situar la “experiencia” dentro
de la representación histórica de las relaciones de género:

Aunque las actas del juicio puedan o no añadir algo a nuestra comprensión del arte
de Gentileschi, lo pueden hacer tan solo cuando se consideran parte del discurso
fuertemente codificado sobre la sexualidad y sobre las políticas de la violación en
el siglo xvii. Tal vez más que ninguna otra cosa, lo que ponen de manifiesto es
el hecho de que Artemisia, su cuerpo y su alma, era tratada como el lugar de
intercambio entre varones, especialmente entre su padre/mentor y su amante/
violador/mentor. (…) Este proceso de intercambio comenzó cuando se la “en-
tregó” a Tassi como alumna y continuó cuando este la “poseyó” con violencia,
cuando su honor quedó “redimido” y cuando fue de nuevo entregada y tomada.
El vínculo homosocial entre estos hombres que el ritual representa una y otra
vez convierte a “Artemisia” en un constructo históricamente esquivo. Si algo
revela el testimonio del juicio es a una persona con un sentido obstinado de sus
propias necesidades sexuales y sociales. Sus cuadros ya no parecen tanto “muje-
res heroicas” como el nexo de una serie de complicadas negociaciones entre la
convención y la alteración, entre “Artemisia” y Artemisia27.

¿Qué aspecto tendría una autobiografía cocida?28 Jugando con la elección de pala-
bras que ha hecho Mary Garrard, autobiografía cruda, me remito aquí a la ima-
gen que acuñó Levi-Strauss de la diferencia entre naturaleza y cultura como una
diferencia entre lo crudo y lo cocido29. Garrard está diciendo que el arte nunca
entrega elementos no mediados de la vida de un artista, pero su texto nos ofrece
la imagen del arte como un espejo: reflejo, expresión, “contrapartida pictórica” y
equivalente pictórico. ¿Cuál es el agente que cocina, cuál es el proceso por el que
lo que nos ocurre se transforma de acontecimiento en experiencia, en memoria y,
por lo tanto, en significado? Yo propongo que es la representación, a la vez como
proceso semiótico y como un filtro de la “otra escena”.

TRAUMA, MEMORIA Y EL ALIVIO DE LA REPRESENTACIÓN

Las investigaciones actuales sobre el trauma apuntan a que cuanto más terrible
ha sido el dolor, más difícil es hablar al respecto o lidiar con ello. Cathy Caruth
defiende que la patología del trauma es “la estructura de su experiencia o recep-
166 Diferenciando el Canon

ción: el acontecimiento no se asimila o experimenta por completo en su mo-


mento, sino que se hace con retraso, en su posesión repetida por parte de quien
experimenta”. El núcleo enigmático del trauma es el hecho de que una historia
cruda habita al sujeto: “la persona traumatizada lleva consigo una historia im-
posible, o se convierte en el síntoma de una historia de la que no puede apro-
piarse por completo”30. Esto crea otra paradoja más. En el trauma, la mayor
confrontación con la realidad puede darse bajo la forma de un entumecimiento
absoluto ante ella: “que la inmediatez pueda adoptar la forma de un retraso, lo
que es bastante paradójico”31. Esto crea, entonces, una crisis de verdad.
En el testimonio de una persona que ha sobrevivido a un trauma, expresado
únicamente cuando ya ha comenzado alguna transformación, el psicoanalista
no escucha el acontecimiento, sino la distancia incipiente por parte de la perso-
na superviviente de su presencia cruda y sobrecogedora. Caruth escribe que los
estudios sobre “la inaccesibilidad del trauma, su resistencia a un análisis teórico
y comprensión completa (…) también abren una perspectiva sobre las maneras
en las que el trauma puede hacer posible la supervivencia, y sobre los medios
de confrontar esta posibilidad mediante los diferentes modos de abordaje tera-
péutico, literario, pedagógico”32. Y, añadiría yo, de abordaje artístico e, incluso,
historiográfico.
El psicoanálisis, la práctica dedicada al estudio y, con suerte, al alivio del trau-
ma, empezó tratando a mujeres jóvenes, conocidas como histéricas, de las que
se decía que “sufrían de reminiscencias”, pero que ya no podían recordarlas, que
estaban traumatizadas por acontecimientos innombrables. Las mujeres jóvenes
diagnosticadas como “histéricas” a las que Josef Breuer y Sigmund Freud trataron
durante las décadas de 1880 y 1890 eran un revoltijo de síntomas mediante los
cuales estas experiencias traumáticas de la agresión sexual, la traición y la pérdi-
da habían sido apartadas de la memoria, puesto que su inmediatez abrumadora
seguía siendo indigerible por el aparato psíquico del sujeto. Estas experiencias ha-
bían sido convertidas a un lenguaje de señales corporales: afasia, anorexia, paráli-
sis, dolor localizado y disfunciones, ceguera, gestos recurrentes que conservaban,
incluso como transposiciones metafóricas, una especie de elocuente literalidad33.
La cura se efectuaba mediante la devolución de los acontecimientos a la memoria
y, por lo tanto, entregándolos a la representación.
El modelo expresivo de la historia del arte, que imagina una violencia vicaria
terapéutica en los cuadros de Artemisia Gentileschi, fracasa en esta compren-
sión esencial de los mecanismos psíquicos que nos defienden contra el dolor del
trauma sintomatizándolo, y tampoco entienden lo que supone “trabajar en” una
Parte III. Heroínas: Situando a las mujeres en el Canon 167

representación de este. Michèle Montrelay, escribiendo acerca de la censura de


la feminidad y de su liberación necesaria a través de la “represión” en el discurso,
defiende que, para que tengamos un acceso placentero y creativo a la sexualidad,
debemos someternos a la estructuración del discurso, a la represión que se conoce
también como “castración” simbólica. La representación nos alivia de lo “real”
inmediato del cuerpo (y de los acontecimientos traumáticos). Es por lo tanto una
representación “castrante”, aunque específicamente no sea una representación de
la castración. Al ayudar al analizante a entrar en el discurso, la liberación paradó-
jica de la represión ocurre mediante la interpretación que quien psicoanaliza hace
de los síntomas de la persona analizada.

Aquí, por lo tanto, el placer es el efecto de la palabra del otro. Más específica-
mente, ocurre con la llegada del discurso estructurante. Porque lo esencial en la
cura de una mujer no es hacer la sexualidad más “consciente” o interpretarla, al
menos no en el sentido que habitualmente se le da a este término. La palabra del
analista adopta una función completamente diferente. Ya no explica, sino que,
por el mero hecho de articular, estructura34.

¿Qué placer, se pregunta Montrelay, puede haber en la represión que se produce


en el momento de la interpretación? “Estas palabras [que se producen en la
interpretación psicoanalítica] son otro; el discurso del analista no es reflexivo,
sino diferente. Y como tal es una metáfora, no un espejo, del discurso de la
paciente. Y precisamente la metáfora es capaz de engendrar placer”35.
Quiero presentar este argumento en sí como una metáfora de la práctica artísti-
ca. La práctica del arte puede pensarse como una metáfora, para así interrumpir el
deslizamiento de las personas que son artistas bajo su propio arte, como hace siste-
máticamente la historia del arte. La obra que crea un artista es literalmente otro por-
que es un producto de la labor del artista y de un objeto externo. Es también otro
desde el momento en que hacer un cuadro, por ejemplo, implica participar de los
lenguajes públicos de la cultura cuyos protocolos formales, convenciones retóricas
y narraciones aportadas podría decirse que estructuran el material que hace presión
sobre el artista, funcionando como el impulso, la necesidad y el deseo de producir.
Además de toda la manipulación consciente de las convenciones semióticas de la
cultura bajo la que quien produce arte se haya formado y disciplinado, y bajo las
que opera, hay un intercambio entre los materiales aún no formulados del artista
para su discurso y la articulación que se hace posible por su enunciación a través del
discurso del otro: los sistemas de signos y los relatos de una determinada cultura.
168 Diferenciando el Canon

Pero si estas convenciones y relatos dados son otro de una manera que solo
proporcionen un campo de representación alienante, inconmensurable con la
forma y los deseos del sujeto porque el sujeto creador es femenino y el discurso
es falocéntrico, se producirá una contradicción. En ese espacio entre una otre-
dad necesaria y una ajena podemos empezar a buscar los rastros de un despla-
zamiento en los circuitos del significado, que podrían haber servido como el
lugar del descubrimiento de la experiencia de la creadora y de la comprensión
de la lectora de feminidades históricamente distanciadas.
Los relatos bíblicos de Susana y Judit que tanto se apreciaban en el periodo
barroco son ejemplares (Ilustración 5.3). Propongo que no los consideremos

Ilustración 5.3. Jacob Jordaens (1593-1678), Susana y los viejos, ca. 1630, óleo sobre lienzo, 189 × 177 cm. Bruselas, Museo de Bellas Artes
Parte III. Heroínas: Situando a las mujeres en el Canon 169

únicamente los medios por los que Artemisia Gentileschi “expresaba” su yo


femenino violado, que ya “conocía” antes de su representación. Los relatos y las
formas cambiantes de su representación y, por lo tanto, de su sentido y afecto
potenciales proporcionaban metáforas mediante las cuales, fuera cual fuese el
impacto psicológico del acontecimiento, su trauma puede haber encontrado el
alivio de la representación. La barrera de la represión es tanto la marca estruc-
tural de la entrada en el Lenguaje, el Orden Simbólico, como el límite local
de un orden simbólico históricamente específico. No podemos, por lo tanto,
asumir que conocemos el significado que tienen estos acontecimientos. Conta-
mos con las minutas del juicio y con los cuadros que pintó el testigo principal
del juicio. Ambas cosas son un lugar de “articulación” socialmente mediado y
semióticamente enmarcado; de maneras específicas e ideológicas, esos textos
estructuraban los sentidos que se les daba a tales acontecimientos. Si asumimos
que los tribunales romanos en la Italia del siglo xvii expresaban, incluso en su
especificidad histórica, algún aspecto de la lógica patriarcal en lo que se refiere
a los delitos sexuales, así como una lógica de clase y una lógica política, pudiera
ser que parte del trauma afectivo de los acontecimientos, tal y como Artemisia
Gentileschi los experimentó, no pudiese entonces articularse en la representa-
ción de un cuerpo femenino como mercancía dañada, previamente defectuosa
o aún prístina dentro de una disputa legal. Las metáforas eran inadecuadas para
“curar” a la mujer, para darle la jouissance o permitir que la presión de la herida
traumática se trasladara al discurso, que se la situara a cierta distancia. Entonces
¿no debemos analizar los cuadros en detalle buscando las maneras en las que la
obra creativa, bajo determinadas presiones, puede verter en el discurso artístico
significados diferentes de los ya enjaulados en las metáforas existentes?
Los relatos y el repertorio de las representaciones anteriores de Susana y Ju-
dit son metáforas que debían ser revertidas y desplazadas para poder articular el
material inarticulado de la violación sexual y de lo que esto puede haber signifi-
cado para esta mujer romana dentro de un universo semiótico conformado por
las legalidades vigentes y las narraciones culturales. Así, las imágenes necesitan
leerse a distancia de la artista, buscando la distancia articuladora que la repre-
sentación creó para el sujeto que era la artista. Separo los dos por un momento
para insertar la relación como problemática, y me alejo de la forma legendaria
de la subjetividad artística construida de manera biográfica, que efectivamente
colabora con la devaluación canónica de las artistas36.
Los topoi de Susana y Judit eran muy populares en esa época, tanto entre los
artistas como entre los mecenas, y separarla de ese contexto cultural, en el que
170 Diferenciando el Canon

las imágenes de sexo y violencia tenían un lugar tan central en la imaginería,


sería el ejemplo más claro de deshistorización y de exceso de personalización de
la obra de una artista. Por lo tanto, mejor que imaginar que podemos leer estas
imágenes buscando la respuesta personal a un trauma, tenemos que pregun-
tarnos cómo podría una artista abordar un tema, como la agresión sexual, que
era popular dentro del repertorio artístico y que representa situaciones que ella
misma había experimentado, pero que había experimentado desde la posición
que el tema y sus representaciones artísticas tradicionales objetivizan. ¿Cómo se
pinta para la víctima y en cuanto la víctima, de camino a convertirse en super-
viviente, empleando una iconografía que da por sentado a un espectador que
nunca podría ser la víctima? Es cierto que estos temas, que eran tan centrales
en la pintura narrativa barroca, suponían oportunidades para algunas artistas
porque aparentemente figuran en ellos mujeres de manera destacada. Pero, del
mismo modo, los significados que tradicionalmente denotan no tratan en últi-
mo término sobre las mujeres. “Mujer”, como Susana, Judit, Lucrecia y Cleo-
patra, es un signo, comunicado entre hombres cuando emplean la castidad o la
sexualidad de las mujeres como símbolo de sus relaciones, de su comercio y de
su competición entre ellos37.
La coyuntura de Artemisia Gentileschi, el sujeto de ese conjunto de aconte-
cimientos históricos y la autora de un cuadro sobre el tema mítico de Susana en
una fecha posterior a los acontecimientos, plantea aún la cuestión de por qué esta
mujer podría y querría apartarse de los prototipos dominantes del tema. Si lee-
mos Susana y los viejos (Ilustración 5.2) como un cuadro de esta mujer, Artemisia
Gentileschi —todavía se debate acerca de la atribución, a pesar de que la obra
está firmada y fechada—, podríamos entonces preguntar: ¿Qué espacio era posi-
ble abrir en el repertorio iconográfico mediante la reconfiguración de las formas
y los cuerpos, los colores y los significados del lienzo? La lectura que hace Mary
Garrard de Susana y los viejos, del cuerpo angustiosamente expuesto y retorcido
de manera incómoda, coronado por el rostro angustiado, en un cuadro que nos
coloca tan cerca de la vulnerabilidad de la mujer desnuda, con los hombres tan
amenazadoramente próximos, se corresponde con precisión con lo que vemos.
Pero ¿cómo entendemos lo que estamos viendo, históricamente? Si la obra se
desviara tanto de la norma, ¿por qué habría sido pintada, adquirida y exhibida?
¿Cuáles son las condiciones de su carácter renovador o desviado, al margen de la
presuposición de la artista como una mujer cuya experiencia podemos decir con
seguridad que entendemos? ¿No hay otras lecturas del mismo material en las que
esta vulnerabilidad y angustia, pudiera agudizar, por ejemplo, el placer sádico que
Parte III. Heroínas: Situando a las mujeres en el Canon 171

ofrece el cuadro? ¿Acaso la exposición del cuerpo y la excitación para un espec-


tador masculino no es tan aparente como en el resto de cuadros sobre el mismo
tema, estando el cuerpo desnudo tan en primer plano, expuesto ante nosotros,
aunque se gire para ocultarse de la amenaza de los mirones lascivos, cuya visión
está obstruida para mejor facilitar la nuestra?
Cuadros así son un espacio en el que significados posiblemente contrarios
pueden rivalizar entre sí. Aunque ninguno queda excluido, algunos pueden te-
ner preferencia, según la perspectiva del lector o del espectador, y de si lo están
leyendo o no dentro de una formación cultural dominante o subordinada. En
este nivel, la pintura no “expresa”. Es un lugar productivo para varios sentidos
posibles, en el que Artemisia Gentileschi trabajó sobre materiales y convencio-
nes ya existentes, reconfigurándolos para permitir determinadas inflexiones,
pero sin el control de la gama de significados una vez que su obra entra dentro
de los contextos sociales de consumo. Es por lo tanto posible que una lectura
desviada coexista con las que venderían el cuadro a un cliente insensible ante el
resto de lecturas que el tratamiento que la artista da a este tema posibilitan. El signi-
ficado que triunfe dependerá en último término del deseo del espectador. Ese deseo
tiene género, por lo tanto, siempre es político. El feminismo crea las condiciones
de nuestra necesidad de relatos sobre nosotras mismas, de relatos de mujeres, de
búsqueda de las pistas de los rastros femeninos en las metáforas dominantes de la
sexualidad en nuestras diversas culturas.
Pero seguimos aún imaginando el cuadro como Mary Garrard lo ha re-
presentado para nosotras, en términos de una escena de amenaza de violencia
sexual infligida por el varón. El espectador de este cuadro en el siglo xvii, cono-
ciendo la historia, puede haber percibido esta escena mediada por la anticipa-
ción de la conclusión del relato. Los viejos acaban condenados a muerte por su
transgresión de las leyes que gobierna el derecho de los varones a la posesión de
las mujeres, que regulan a quién se le permite mirar a una mujer ya adjudicada:
No desearás a la mujer de tu prójimo. La narración versa fundamentalmente
sobre el uso legal frente al uso ilícito del cuerpo de una mujer por parte de los
hombres. El relato reafirma los derechos del marido sobre los deseos de los vie-
jos, dándole una dimensión edípica, puesto que el deseo masculino transgene-
racional se castiga mediante el estatus legalmente establecido de la mujer como
la casta esposa de un hombre, es decir, como una mujer poseída únicamente
por un solo hombre, más joven.
La difunta Shirley Moreno estudiaba el surgimiento del desnudo erótico
en Venecia en el siglo xvi relacionándolo con la negociación de las normas del
172 Diferenciando el Canon

matrimonio y de los vínculos de parentesco. Cuando abordaba la sexualidad


en los cuadros de desnudos, argumentaba en contra de un análisis no histórico
del desnudo en términos de las concepciones modernas del erotismo masculino
generalizado. En muchos de los cuentos de Ovidio, que Tiziano utilizó en su
ciclo de desnudos eróticos para Felipe II de España, una mujer de alcurnia, cuya
desnudez en este caso representa su pureza, como es el caso de la casta diosa de la
luna, Diana, es observada de manera ilícita por un hombre mortal, cuyo poste-
rior destino es la muerte. Cuadros como Diana y Acteón (Edimburgo, National
Gallery of Scotland) deben leerse como admonitorios: desplegando el campo
de la tentación visual a la vez que colocando a un hombre sustituto dentro del
cuadro, o del relato, que será quien sufra la pena de muerte, protegen al espec-
tador contra el castigo que merece la transgresión de observar de manera ilícita
la desnudez de una mujer prohibida38.
El cuadro Susana y los viejos (Ilustración 5.2) crea algunos efectos singu-
lares. El más impresionante se debe a la compresión radical del espacio en el
interior del cuadro. Lo que Artemisia Gentileschi fue a estudiar con Agostino
Tassi, su preceptor convertido en violador, fue la perspectiva. La perspectiva,
más que una destreza útil, no solamente representaba una tecnología para la
producción de una ilusión de espacio en las superficies bidimensionales; era
una construcción discursiva de un mundo y una manera de establecer una
relación ideológica con ese mundo, una relación medida, dominada, exhibida,
legible, racional, matemáticamente calculable. La perspectiva hacía simbólico
el espacio visualmente representado39. Hay muy poco espacio en la Susana.
Esto probablemente es un resultado de la falta de formación de la pintora en
las complejidades de establecer el espacio según este sistema. Esta carencia, no
obstante, crea la tensión afectiva del cuadro; le otorga su intensidad dramática
y produce su profunda ambivalencia.
Al espectador se le ofrece una posición que teóricamente lo colocaría dentro de
la piscina o mikveh40. Es decir, el espectador no puede tener una relación racional
con ese espacio en tanto observador. Estamos demasiado cerca de lo que está ocu-
rriendo. Esta excesiva proximidad se repite en el posicionamiento de los viejos,
demasiado grandes, que se ciernen sobre el muro, sentados tan cerca que podrían
alargar la mano y tocar a Susana mientras se baña, a la vez que parecen compor-
tarse como si estuvieran acechando a una distancia suficiente para conspirar en
susurros mientras se limitan a observarla. En la versión de Rubens del tema, casi
contemporánea, fechada en 1609-1610, hay un uso compositivo parecido de un
entorno de jardín formal con una balaustrada de piedra y una bañera ornamen-
Parte III. Heroínas: Situando a las mujeres en el Canon 173

tal. Pero uno de los viejos se sube sobre la balaustrada en un gesto espectacular
y toca la piel desnuda de la mujer de la que el otro hombre está arrebatando la
tela que la cubre. Como la figura de Susana se aparta de la agresión, toda la com-
posición adquiere un impulso dinámico hacia la izquierda que se compensa por
la mirada ligeramente sorprendida de la mujer hacia atrás, hacia los intrusos41.
Rubens se esfuerza en involucrar a todas las figuras en una conversación creada
narrativamente, centralizando el foco y empleando esta composición centrífuga
para expresar la intimidad intrusa de la escena ilícita.
En el cuadro de Artemisia Gentileschi, los hombres y la mujer existen en
zonas radicalmente diferentes. Los viejos están pintados como una unidad, se-
parados por la balaustrada, hablando entre sí. El cielo azul, liso, compone un
tosco telón de fondo. ¿Dónde están los árboles tan cruciales para la narración
(el engaño de los viejos se revela porque cada uno de ellos dice a Daniel que
espió el adulterio de Susana y que tuvo lugar bajo un árbol diferente)? ¿Dónde
están los indicios del jardín, tan habituales en otras composiciones, que crean
una situación edénica donde resituar el crudo conflicto entre la concupiscencia
masculina y la desnudez femenina? En lugar de un entorno desarrollado, el
cuadro no proporciona esta narrativa implícita mediante los detalles y el exce-
so. En una sencillez que delata la inmadurez de la artista (es decir, su formación
a medio cocer y que se iniciaba en cómo gestionar las convenciones de sus
modelos escogidos), el drama de la situación se revisa para plantear una mascu-
linidad duplicada —una vieja, una joven— contra una feminidad angustiada
—una mujer joven, desnuda—. A diferencia de otras versiones de este tema,
el cuadro no hace que los espectadores se relacionen con la visión de los viejos,
babeando bajo el abrigo de los árboles, mientras la joven mujer alegremente si-
gue con sus abluciones, expuesta a una visión que acoge tanto a los hombres de
dentro del espacio ficticio del cuadro como a los que están fuera de este (como
ocurre, por ejemplo, en la versión pintada por Jacopo Tintoretto en 1555-1556
que se conserva en Viena, Kunsthistoriches Museum). El cuadro de Artemisia
Gentileschi, por lo tanto, no es una metáfora de la visión, de un placer visual
que es sexualmente excitante. Tampoco dramatiza la intrusión y las propuestas
no deseadas de los hombres. La expuesta y los conspiradores están toscamente
yuxtapuestos dentro del espacio incómodamente comprimido. Se les niega la
distancia necesaria para permitirles articular una narrativa. Mi propuesta es
que los cuadros de Artemisia Gentileschi exhiben una tendencia que socava
las narraciones de sus topoi escogidos para revelar, en forma de tableau, las
oposiciones que subyacen y estructuran el relato. Cuando miramos su cuadro,
174 Diferenciando el Canon

tenemos que preguntarnos: ¿Por qué en este ejemplo está Susana tan afligida,
dado el momento de la historia que se representa?42
Hay un exceso en el cuerpo desnudo, en el retorcimiento que arruga el
cuerpo, en las manos extendidas, en el cuello tenso y en la cabeza gacha. El
rostro de Susana es también inquietante. Su modo expresivo está afinado casi
demasiado agudo y su postura lo aleja del cuerpo, creando registros diferen-
ciados de representación. Esta tensión apunta a dos modelos diferentes para la
expresión facial y para el gesto corporal, empleados en conjunción disonante
en un solo cuadro, lo que perturba la carga ideológica que cualquier plantilla
procedente del arte contemporáneo podría estar aportando. Estos elementos de
pose, gesto y expresión facial, la gramática de la pintura histórica legados por
la Academia del Renacimiento Temprano, dotan al cuerpo femenino, que es el
centro luminoso de la escena, de una energía, un pathos y una subjetividad que
sin duda contrarrestan la figuración del desnudo femenino como exhibición y
así deshacen parte de los significados canónicos del género. Ese desplazamiento
del efecto no es, diría yo, el resultado de una intención consciente de Artemisia
Gentileschi, ni de su experiencia. El cuadro podría apuntar al inicio tentativo
de una gramática posible, que surgiera de su inexperiencia como artista y fuese
el resultado de las dificultades para resolver la integración de los elementos y
para gestionar el espacio como un dispositivo narrativo. La potencia e intensi-
dad inesperadas de la imagen son el fruto de un proceso de trabajo mediante
el cual la artista podría haber reconocido una manera de reunir las figuras que
podría usarse de nuevo, conscientemente, a propósito, para que fueran los sig-
nos mediante los cuales se pudiera inscribir una diferencia femenina en los
textos de una cultura que proporcionaba únicamente relatos que enumeraban
el intercambio de las mujeres entre los hombres. De la misma manera, estos
mismos elementos podían leerse sádicamente mediante una identificación con
los viejos y en contra de la mujer. Pero el espectador masculino imaginado
querría que se lo apartara del destino de los viejos y encontrar una manera en
la que complacerse en la visión y disfrutar a la vez de la distancia protectora de
una narración conocida en la que está también la figura de Daniel, el salvador
y redentor de la mujer acosada.
Ofrezco aquí únicamente una contrahipótesis, una lectura semiótica del
cuadro que busca rastrear el nivel en el que podríamos buscar la inscripción
de la diferencia. La diferencia consiste, por lo tanto, en la existencia de otros
significados, que no son los mismos significados masculinos dominantes en-
carnados en las representaciones narrativas de Susana, y en qué es lo que esos
Parte III. Heroínas: Situando a las mujeres en el Canon 175

significados dominantes decretan que sea lo femenino. La mujer artista trabaja


en la oscuridad, buscando un hueco entre esos dos polos. Es ese espacio de po-
sibilidad lo que, en tanto feministas, deseamos ver. Los detalles aberrantes en
un cuadro que no alcanza la resolución de sus elementos me dan las pistas que
deseo encontrar acerca de cómo una mujer artista podría haber encontrado su
diferencia a través del acto mismo de hacer arte, que es el proceso de trabajar el
canon en cuya presencia busca ella encontrarse a sí misma como artista.

DECAPITACIÓN O CASTRACIÓN: JUDIT


DECAPITANDO A HOLOFERNES

El historiador del arte y experto en el Barroco R. Ward Bissell escribe: “Era


también lógico que ella representara a la famosa heroína, y que incluso se iden-
tificase con ella. De hecho, su quejumbrosa versión de Judit decapitando a Ho-
lofernes, ahora en los Uffizi, nos hace preguntarnos si, de manera consciente o
inconsciente, Artemisia no habría colocado a Agostino Tassi en el desgraciado
papel de Holofernes”43.
La historia de Judit y Holofernes, sin embargo, no trata sobre la venganza.
Su base bíblica es la historia de una ejecución política llevada a cabo por una
viuda44 que se arriesga a entrar en el campamento del enemigo asediador para
asesinar al general y así desanimar a sus tropas y liberar a su pueblo de un asedio
moral que ha organizado su decapitado enemigo. La historia procede de un
momento tardío de la historia judía, en torno al segundo siglo a. C., y parece
que podría ser una reelaboración alegórica de textos históricos más antiguos,
en los que mujeres asesinaban a varones de importancia política en situaciones
político-militares de una gravedad semejante. El libro bíblico de los Jueces nos
proporciona la historia del asesinato del General Sísara por parte de Yael; la
entrega de Sansón a sus enemigos por parte de Dalila y la ejecución por parte
de una mujer desconocida de Abimelec, que estaba asediando la torre desde la
cual una mujer dejó caer una piedra de molino sobre su cabeza.
El análisis feminista de Mieke Bal sobre los asesinatos de hombres por muje-
res y los asesinatos de mujeres por hombres que se recogen en Jueces expone lo
que ella llama la disimetría estructural entre las motivaciones y los significados
de los asesinatos entre personas de distinto sexo45. Analiza las diferencias entre
las mujeres como víctimas y las mujeres como verdugos y destaca que, en estos
relatos, las mujeres asesinan por razones políticas, velando por los intereses de
176 Diferenciando el Canon

su pueblo. Aunque puede haber elementos sexuales en cada uno de los relatos,
Dalila, Yael y la mujer anónima de la torre están subordinadas a la causa más
general y planifican sus acciones en un contexto militar. Pero los significados
posteriores, míticos, elaborados sobre ese modelo, de Dalila y las mujeres se
centran abrumadoramente en la sexualidad, que se dota en ese momento de un
peligro letal para los hombres. Es el sexo, y no la política, lo que mata.
Los relatos bíblicos de Jueces proporcionaron topoi para el arte cristiano. En el
arte secular de la Edad Media la aparente subversión del orden social que repre-
sentaba que las mujeres asesinaran a los varones se convirtió en un tema popular
para un cuento moral admonitorio conocido en general como “el poder de las
mujeres” o “las mujeres por encima”46. Los cuentos sobre la inversión de las re-
laciones entre los sexos permitían reconocer en la representación la amenaza y la
ansiedad asociadas a ello y, en el mismo gesto, presentarse como una perversión47.
La representación de “las mujeres por encima” funciona metafóricamente para
deslegitimar cualquier papel que adopten las mujeres que no sea de subordina-
ción, puesto que su altanería únicamente significa desorden, una inversión anti-
natural de la jerarquía de los sexos, decretada por la divinidad.
En el periodo barroco los relatos de Jueces proporcionaron recursos abun-
dantes para la representación artística. Las bíblicas y canonizadas Yael y Dalila,
tan populares en el arte secular medieval, perdieron su lugar, sin embargo, a fa-
vor de Judit. En las complejas proyecciones ideológicas de esta figura, que ope-
raba, como Susana, en los espacios que emergían de manera contradictoria para
la sexualidad en la representación visual, en la encrucijada del catolicismo de la
contrarreforma y las formaciones modernas del Estado nación secular, el mythos
de Judit se reconfiguraba para elaborar una dimensión específicamente sexual
de unos acontecimientos que, en el texto apócrifo, claramente se afirmaba que
tenían un sentido político y no sexual48. En un ensayo sobre el cuadro de Judit
de Artemisia Gentileschi, Roland Barthes narra el cuento con sencillez. Judit,
una heroína judía, sale de la ciudad asediada, va hacia el general enemigo, lo
seduce, lo decapita y regresa al lado de los hebreos49. Barthes enumera una serie
de versiones modernas de Judit que atribuyen complejos motivos psicosexuales
para su asesinato: Judit está dispuesta a matar por razones patrióticas, pero
sucumbe a su deseo por Holofernes y se recupera para asesinarlo, para vengar
así su despertar sexual; Judit, aún virgen a pesar de ser viuda, quiere ser famosa.
Auténticamente enamorado de ella, Holofernes reconoce esto y se ofrece a ella.
Ella queda impresionada y le permite seducirla, pero recupera el autocontrol
y le corta la cabeza. Barthes concluye este repaso resumiendo lo que nos dicen
Parte III. Heroínas: Situando a las mujeres en el Canon 177

las transformaciones del relato: la ambivalencia del vínculo, a la vez erótico y


fúnebre, que une a Judit y Holofernes.
Incluso aunque permitiéramos esta sexualización del drama, sería impor-
tante destacar que el asesinato de Holofernes por parte de Judit sería entonces
el resultado de una perturbación creada por el placer, la excitación sexual, la
jouissance, y que no procede de una violación. Es una narración de imaginada
seducción y muerte, en la que el hombre es usado sexualmente y sufre un casti-
go a manos de una mujer, a la que aquí se le adjudica únicamente el significado
de una sexualidad perturbadora. El tema no solo une a Judit y a Holofernes
mediante la relación entre lo erótico y lo letal, sino que vincula la sexualidad
femenina y la muerte, en directa oposición con la elaboración original de un
topos de una mujer y una ejecución política altruista y salvadora de la nación.
En el estudio dedicado a Rembrandt, contemporáneo de Artemisia Genti-
leschi, Mieke Bal defiende que estos relatos pueden tratarse como mitos. Bal
redefine el mito como una pantalla vacía sobre la cual proyecta quien lo usa,
lo mira o lo lee. Esta proyección ocurre en el contexto de lo que Bal denomina
una relación de transferencia. En la medida en que la pintura o la literatura ya
son respuestas a otras respuestas a relatos míticos, aquí acontece una secuencia
de transferencias en las que el pintor/escritor y el lector/espectador son parte de
los relevos mediante los textos que componen o que leen.

La diferencia entre mito y texto literario o imagen artística, como la diferencia


entre la fantasía primaria y otras fantasías, tiene que situarse en el nivel del su-
jeto que transfiere y su relación con el mito, con una pantalla vacía. La ilusión
del significado estable permite al usuario del mito proyectar más libremente
sobre la pantalla. Pero lo que él o ella asume que es un significado, en realidad
funciona como un significante. (…) No tiene un significado, pero sustenta el
significado, proporcionando a la proyección del sujeto un medio de librarse de
su subjetividad y, por lo tanto, de garantizar a las proyecciones subjetivas su
estatus universal50.

La transferencia como hipótesis para analizar textos e imágenes culturales nos


libera tanto de la maestría atribuida al texto original del que se deriva el tema
como de la maestría de la interpretación en cuanto el hallazgo del verdadero
significado, proyectado sobre el autor para disfrazar la inversión subjetiva del
intérprete. Como concluye Mieke Bal, no hay historia, únicamente relatos. En
cada ocasión, los relatos abren significados y posibilidades, variando así, por
178 Diferenciando el Canon

Ilustración 5.4. Artemisia Gentileschi, Judit decapitando a Holofernes, 1612-1613, óleo sobre lienzo,
168 × 128 cm. Nápoles, Museo di Capodimonte
Parte III. Heroínas: Situando a las mujeres en el Canon 179

Ilustración 5.5. Artemisia Gentileschi,


Judit decapitando a Holofernes, ca.1620,
óleo sobre lienzo, 199 × 162,5 cm. Florencia,
Galeria degli Uffizi

ejemplo, el significado de la mujer dentro de la historia. “La importancia del


relato reasigna la responsabilidad, retirándosela a quien relata, que dispone de
los medios para proponer su propia visión, y adjudicándosela a quien observa,
lee o escucha, que la asume procesando las obras”51. A la luz de esto querría
extraer tres conclusiones.
Para empezar, centrándonos en la historia de Judit y en las diversas pro-
yecciones que ha sustentado la armadura de este relato, me puedo alejar de
la tendencia de las “lecturas” psicobiográficas. En lugar de ello me dedicaré a
trabajar con detalle sobre los “relatos” del mito de Judit ofrecidos por Artemisia
Gentileschi para rastrear mediante esa resignificación actual de los componen-
tes míticos la diferencia que podrían señalar las proyecciones de este sujeto y
crear una pantalla para mis deseos feministas, diferentes.
En segundo lugar, esto me permite seguir accediendo a la particularidad de
un sujeto, Artemisia Gentileschi, pero no como autora y como artista auto-au-
toral. Sucede más bien que ella, como la analizante en la metáfora del psicoaná-
lisis, está aprendiendo quién es a través del análisis de sus propias transferencias.
El mito es la pantalla vacía sobre la que el texto o la imagen graban un conjunto
concreto de significados conformados por el intercambio entre las proyecciones
180 Diferenciando el Canon

que hace la artista y las posibilidades de desconocimiento y proyección que el


mito ofrece. Artemisia no es Judit y no se identifica con Judit; pero podría, sin
embargo, haber descubierto algo de sí misma en la composición en su con-
junto, en su luz, color, escala, espacio, figuras, que hubiera esculpido en esta
pantalla proporcionada por la cultura.
En tercer lugar, si habiéndome distanciado tanto de la tendencia biográ-
fica como de la autoría, me hago responsable en tanto espectadora tanto de
la lectura de la transferencia de la artista como del reconocimiento de la mía,
descubro una capa más del proceso que impide que esta forma de pensar invite
a un “todo vale”. No es abrir las puertas al relativismo. El término que usa Mie-
ke Bal es responsabilidad y se acerca a lo que yo estoy proponiendo mediante
la hipótesis de que lo que motiva la lectura y la interpretación es el deseo y de
que tenemos la responsabilidad de reconocer ese deseo. Por lo tanto, hay que
analizar la transferencia que tiene lugar cuando miramos un cuadro. Si no lo
hacemos así, podríamos desconocer esos significados que estamos poniendo en
juego ante nosotras y tomarlos por un gesto de maestría que pretenda ser un
simple descubrimiento de una verdad que fuera inherente a lo que vemos.
En 1620 Artemisia Gentileschi pintó otra versión (Ilustración 5.5) de Judit
decapitando a Holofernes (1612-1613, Ilustración 5.4). Las ligeras diferencias
entre estas dos obras son la medida de la afirmación de que “todo depende de
cómo se cuente”. La diferencia principal radica en los efectos producidos por el
espacio ampliado del segundo cuadro. Hay diferencias menores en los detalles:
en la versión de 1620 Judit lleva un brazalete de oro en el brazo que sujeta a
Holofernes. La colcha es de un color diferente. La sangre mana de la herida. En
la segunda versión los colores se combinan en una armonía general de dorados
y rojos intensos. Pero la composición en su conjunto se aleja del espectador
mediante la ampliación de la cama y el añadido de oscuridad por encima de
las figuras. El cuerpo de Judit se inclina más hacia el borde derecho del lienzo,
relajando el impulso dinámico de su acción. Toda la escena se convierte en un
tableau estático que, a pesar de la aparente recreación de los elementos origina-
les, crea un efecto mucho menos íntimo y dramático.
El carácter específico de la Judit de 1612 (Ilustración 5.4) deriva de la in-
tensidad de la pose y de la proximidad espacial de los personajes entre sí y de la
escena para el espectador. El contorno oscuro del fondo es a la vez el requisito
narrativo de la tienda y una expresión de su creciente interés por el estilo de
iluminación caravaggista y de su empleo competente. Al espectador se le hace
sentir cerca del acontecimiento. Se nos coloca a los pies de la cama o del catre.
Parte III. Heroínas: Situando a las mujeres en el Canon 181

Tal vez nos veamos situados como el objeto al que apelan los ojos desesperados
del hombre que sufre. El hombre mira hacia arriba, hacia el exterior de ese es-
pacio claustrofóbico, con una mirada que está en el filo del terror viviente y la
muerte que lo invade. Los ojos de las dos figuras femeninas están cubiertos por
sus párpados, puesto que miran hacia abajo en dos líneas de visión convergen-
tes que forman los dos lados de un triángulo cuyo vértice es esa cara masculina
distorsionada, desencajada, horrorosa.
Vestida con su traje color vino, Abra, la criada de Judit, asoma su mirada
con sorprendente sangre fría por encima del puño desmesurado que debería
hacer un contacto violento con su corpiño o su vestido, pero que no lo hace.
La posición de Abra, erguida sobre el torso del general tumbado, crea la sensa-
ción de profundidad del cuadro, prometiendo un espacio del que ella procede
y creando una dimensión más por su movimiento hacia Holofernes y, por lo
tanto, hacia el espectador. Contra este eje, Judit está descentrada, a la derecha,
vestida con un vestido azul festoneado en oro, de corte bajo y manga corta,
buscando con tranquilidad el equilibrio necesario para lograr la complicada
tarea de cortarle el cuello a un hombre. Está modelada con energía gracias al
potente empleo del claroscuro dramático que redondea sus hombros y sus bra-
zos y que mantiene la mitad de su rostro en sombra. El estilo pictórico es el an-
verso de la Susana de 1610 (Ilustración 5.2). La oscuridad y la noche sustituyen
a la iluminación generalizada de una escena diurna; el interior al exterior; los
vestidos lujosos a la desnudez femenina. Dos mujeres se imponen a un hombre,
mientras que, en el cuadro anterior, una mujer era intimidada por dos hom-
bres. La muerte sustituye a la concupiscencia. Pero, en ese uso del triángulo de
las tres figuras, en la combinación de dos agentes y una víctima, una de ellas
una mujer angustiada, la otra un hombre agonizando, podemos discernir una
estructura convincente que a la artista le pareció útil y que podía reelaborar.
Este relato y los medios de representarlo le llegaron a Artemisia Gentileschi a
través de una secuencia de transferencias y proyecciones masculinas que remo-
delaban constantemente el mitema del asesinato de un hombre por parte de una
mujer. Caravaggio había pintado una Judit decapitando a Holofernes (Ilustración
5.6). Despliega la historia en un único plano, rellenando el fondo con pesadas
telas. Una Judit muy joven, con el ceño fruncido por la concentración, ya se ha
abierto paso hasta el cuello de Holofernes. La boca de Holofernes se abre por la
sorpresa, sus ojos se esfuerzan en mirar a su asesinada. Tiene barba. Judit agarra
el pelo, que asoma por sus dedos. Judit está a la derecha del cuadro, sus brazos
forman potentes líneas de fuerza que enmarcan la cabeza de Holofernes. Abra es,
182 Diferenciando el Canon

Ilustración 5.6. Michelangelo Merisi da Caravaggio (1573-1610), Judit decapitando a Holofernes, ca.1599,
óleo sobre lienzo, 144 × 195 cm. Roma, Galería Nacional de Arte Antiguo (Palazzo Barberini)

sin embargo, una anciana que observa con inmenso interés la decapitación desde
el extremo derecho. Al apuntar, como debe ser, que Artemisia se basó mucho
en este cuadro, mi esperanza es sortear la ruta de transmisión preferida por la
historia del arte: la influencia (que, en el caso de las mujeres, siempre redunda en
su detrimento). Podemos pensar en la referencia y en la cita como medios para
garantizar la genealogía de la pintura posterior, su pertenencia al grupo basado en
el hombre que pinta Caravaggio. Esto invocaría, en nombre del cuadro, conno-
taciones asociadas con esa escuela. Podemos pensar también en unas transposi-
ciones más sutiles. ¿Y si lo que la artista adopta más claramente son las horribles
contorsiones del rostro del general moribundo, dándole la vuelta y haciendo que
apele directamente al espectador? ¿Acaso así la cita del cuadro de Caravaggio no
sirve para incluir un poco de “Caravaggio” en el lienzo y dejar así clara su lealtad,
sus intereses y también dónde creará su diferencia?
Su padre Orazio fue uno de los primeros seguidores de Caravaggio en
Roma. Pintó una Judit (Ilustración 5.7) en una muy clara combinación de
la sencillez de Caravaggio y sus propios colores, más puros. Orazio crea una
Parte III. Heroínas: Situando a las mujeres en el Canon 183

Ilustración 5.7. Orazio Gentileschi (1563-1639), Judit y su criada Abra con la cabeza de Holofernes, 1610-1612,
óleo sobre lienzo, 143,9 × 154,3 cm. Hartford, Wadsworth Atheneum (The Ella Gallup Sumner and Mary Caitlin
Sumner Collection Fund)

composición clásica con Judit y su joven criada formando los dos lados de un
triángulo central. Ambas miran a lo lejos creando una fuerza centrípeta que
enmarca pero que se niega a dirigir la mirada a la cabeza serena, inmaculada,
que acunan entre las dos, metida en una cesta sobre las rodillas de Judit, mien-
tras que esta última aún blande el arma. La versión de Caravaggio trata sobre
la acción de matar, de morir. Su compañía de actores la componen una mujer
frente a un hombre y un espectador. La versión de Orazio tiene lugar después.
Dos mujeres juntas con el trofeo, con el símbolo de la virilidad ausente. A
Judit se la hace fálica con la espada, pero maternal con su botín, con la cabeza
del bebé varón. El drama de la escena es la atención que prestan las mujeres a
lo que ocurre en el exterior de la escena descrita, un escenario que la hija de
Orazio también adoptaría y reelaboraría con una intensidad caravaggista en
1625 (ahora en Detroit, Institute of Arts). La Judit decapitando a Holofernes
de Artemisia Gentileschi incorpora, invoca, muestra deferencia y difiere de la
184 Diferenciando el Canon

de Caravaggio mediante el obvio empleo de los elementos claves de la versión


de este: los brazos de Judit, su ceño fruncido, el expresionismo de la cabeza de
Holofernes. También adopta la composición triangular de la obra de Orazio,
pero la invierte para crear ese drama intenso y focalizado de acción (caravag-
gista) en oposición a la pasividad del fresco de Orazio. Pero la acción de Judit,
cumpliendo la desagradable tarea, que Roland Barthes apunta que le habría
sido más sencilla a la criada, acostumbrada a degollar animales y a tratar con
la carne muerta, se representa en el momento más caravaggista de la pintura.
En cierto sentido, por lo tanto, la pantalla no estaba vacía. Para las artistas
ya está repleta de proyecciones masculinas. Afirmarse como la única hija de un
pintor de renombre y una de las pocas pintoras en Italia en esa época implicaría
no solamente la eliminación de determinadas prescripciones interiorizadas so-
bre la feminidad, sino también un asesinato simbólico de los padres, que eran
a la vez figuras de identificación necesaria y de rivalidad profesional. Requería
de una confrontación filial específicamente femenina con la “angustia de las
influencias”, que Harold Bloom insiste en que es lo que proporciona a una obra
su mordiente y su derecho a acceder al canon frente al cual el artista siempre es
un rezagado52.
Mi representación de Artemisia Gentileschi tiene que incluir su profunda
conexión con su padre, su identificación con él en calidad de su sucesora prefe-
rida, la única que hereda su talento y su profesión en una familia de hijos varo-
nes. Como la Cleopatra de Shakespeare, Artemisia Gentileschi afirmaba tener
el alma de un hombre en el cuerpo de una mujer, lo que claramente era una
defensa ampliamente empleada en aquel momento contra las ideas generaliza-
das sobre la debilidad de las mujeres53. Pero, como ocurre con todos los hijos, el
padre es idealizado y a la vez tiene que ser desplazado para permitir que el hijo
rival tenga su lugar en el mundo. ¿Adquiriríamos otra perspectiva sobre estos
cuadros si fuéramos más allá de una reversión de la corriente biográfica domi-
nante representada por Ward Bissell y de la inversión que de ella hace Mary
Garrard? Estos cuadros eran una manera de determinar cuál era el lugar de una
hija-pintora: una mujer dentro de una genealogía de figuras paternas, que tie-
nen mucho que ofrecer y aun así deben ser vencidas por miedo a que nieguen
a su hija el espacio creativo. Ese espacio debía ser excavado en un mundo visual
ya ocupado y figurado por sus invenciones artísticas y sus imágenes cargadas.
El cuadro Judit no trata de la venganza. Pero sí del asesinato. Sin embargo,
es una metáfora, una representación en la que la literalidad de asesinar a un
hombre se desplaza sobre un mitema en el que la acción es necesaria, tiene una
Parte III. Heroínas: Situando a las mujeres en el Canon 185

justificación política, no obedece a motivos personales. Esa sería mi diferencia.


No su trágica biografía, “expresada” en la escena violenta de venganza sobre
seductores y violadores. “Judit” podía convertirse en un medio para estructurar
el deseo de una determinada clase de identidad artística, la de una mujer activa
que puede producir arte, creándose a sí misma en esa acción de entrar en la re-
presentación, una especie de asesinato que no es únicamente la representación
de un asesinato; una representación castrante que no es la representación de
una castración. “Judit”, tal y como está producida por esta negociación de las
transferencias existentes llamadas las fuentes de Artemisia Gentileschi, puede
convertirse tanto en un apoyo para la proyección del deseo de agencia de Arte-
misia Gentileschi en el mundo como en una figuración de lo que podría ser ese
deseo: la imagen le da una estructura, le permite una articulación, entrar en el
discurso artístico.
Hélène Cixous busca animar a las mujeres a convertirse a sí mismas en
mujeres produciendo textos-mujeres. Su intuición de lo que estos podrían ser
implica una construcción teórica específica de la feminidad y de sus inconfesa-
das relaciones con la corporeidad femenina. Así pues, escribe: “No nos fijemos
en la sintaxis, sino en la fantasía, en el inconsciente: todos los textos femeninos
que he leído están muy cercanos a la voz, muy cercanos a la carne del lengua-
je”54. Esto produce un cuerpo textual femenino como una huella de una econo-
mía libidinal femenina.
La posibilidad de que esta diferencia surja en los textos se crea cuando se
persigue el acceso a otro inconsciente. Hay un inconsciente cultural que nos
cuenta viejos relatos, compuestos de lo reprimido en la cultura: los mitos.
Pero cuando las mujeres se aventuran más allá de los límites de lo que el
inconsciente cultural masculino censura, los lugares en los que “esas desca-
radas mujeres que asumen riesgos pueden meterse cuando se adentran en lo
desconocido para buscarse a sí mismas”, entonces algo que “todavía no” es
se hará posible. La llamada de Cixous es una llamada a la escritura feminista
en la historia del arte, tanto como en la ficción y la poesía. Pero también nos
permite teorizar de nuevo toda la trayectoria de las intervenciones feministas
en la historia del arte que parecen saber prematuramente qué es una mujer.
Leer la obra de Artemisia Gentileschi “buscando a la mujer” es afirmar con-
ceptos de humanidad que de hecho pueden tener un origen masculino y que,
en cualquier caso, entran dentro de las fantasías culturales existentes de la
“liberación psíquica” (Garrard) y del heroísmo. En mi insistencia tanto en
una historización del estudio de las artistas como en un reconocimiento del
186 Diferenciando el Canon

sujeto escindido y conflictuado, de las estructuras psíquicas, las fantasías y el


deseo, habrá quien pueda lamentar la pérdida de la fuerza positiva y jubilosa
del feminismo del que brota la afectuosa admiración que Mary Garrard sien-
te por Artemisia Gentileschi. ¿Dónde más podrían radicar los placeres de las
revisiones feministas de las historias del arte?
En su ensayo “Le Sexe ou la tête”, Hélène Cixous recupera el relato chino
de cómo el general Sun Tse convirtió a las 180 esposas del rey en soldados.
Primero, cuando el general hizo formar a las mujeres al son de los tambores,
las mujeres se rieron y no le hicieron caso. Considerando que era un compor-
tamiento amotinado, el general obligó al rey a acceder a que se las sometiera
al castigo por amotinamiento: la decapitación. La esposa principal fue eje-
cutada. El resto de las esposas desfilaron de un lado a otro como si hubieran
sido soldados toda su vida. Cixous concluye: “Las mujeres no tienen otra op-
ción que ser decapitadas y, en cualquier caso, la moraleja es que, si no pierden
de verdad su cabeza bajo la espada, la mantienen únicamente con la condición
de perderla. Perderla, es decir, que estén en completo silencio, convertidas en
autómatas”55.
El significado de los cuadros de Gentileschi sobre la decapitación reside
solo de manera parcial en su función como imágenes que ofrecen una inflexión
específica de una iconografía de las mujeres heroicas. Lo importante aquí es
que existen en el campo de la representación tan poderosamente dominado
por el son de los tambores masculinos, por la economía de sus deseos, por las
proyecciones de sus miedos y fantasías mediante figuras como las de Susana o
Judit, que son convertidas en mujeres castrantes. La presencia de otra enun-
ciación procedente del lugar de una feminidad concreta, histórica, ofrece un
desplazamiento en el patrón de los significados de una determinada cultura.
Esta presencia de una diferencia tiene que ser producida; estos significados no
son significados alternativos, sino el efecto de las diferenciaciones creadas en el
nivel del relato textual y de nuestra lectura. Presencia no es una expresión sino
una producción a contrapelo semiótico y psíquico de esas estructuras que le
“cortarían a ella la cabeza”, silenciarían su diferencia en cuanto mujer y harían
que “mujer” funcionara únicamente como “cuerpo sin cabeza”, como quizás
un desnudo. El trabajo de Gentileschi en su especificidad —tema, sujeto, trata-
miento, sintaxis— puede leerse como una transposición de ese silencio impues-
to. En sus versiones de Judit, tanto como en Susana, el hombre está amenazado
con la violencia que, de manera típica, aunque metafórica, se ejerce sobre las
mujeres en una cultura que se niega y que niega que el intelecto creador de las
Parte III. Heroínas: Situando a las mujeres en el Canon 187

mujeres participe en ella. Algunas de estas imágenes muestran gráficamente el


aspecto de la violencia, la hacen visible invirtiendo el género de sus verdugos y
víctimas. En ese choque, en ese desorden radical, en ese mundo cabeza abajo
que es la fascinación y la amenaza del topos mismo, pero que su tratamiento
dramático, audazmente caravaggista, convierte en algo psicológicamente gráfi-
co, se hace la voz de una mujer, nombrando otro topos para el mitema que ha
tomado prestado.
188 Diferenciando el Canon

1 Cixous, Hélène, “Castration or Decapitation?”, Annette Kuhn (trad.), Signs 7, 1, 1981, pp. 41-55 [ed.
org.: “Le Sexe ou la tête”, Cahiers du GRIF, nº 13, 1976, pp. 5-15].
2 Todas estas citas proceden de fuentes de la historia del arte recogidas por Sebestyan, Amanda,
“Artemisia Gentileschi”, Shrew 5, 2, 1973.
3 Bal, Mieke, Double Exposures: The Subject of Cultural Analysis, Nueva York y Londres, Routledge,
1996, aporta algunas lecturas importantes sobre el tema de Judit, especialmente sobre su
tratamiento por parte de Artemisia Gentileschi.
4 En todo este capítulo estoy en deuda con la obra de Mieke Bal, en especial con su artículo
“Reading Art?”, en Griselda Pollock (ed.), Generations and Geographies in the Visual Arts: Feminist
Readings, Londres, Routledge, 1996, pp. 25-41.
5 Este es el meollo del esencial artículo de Cowie, Elizabeth, “Woman as Sign”, M/F 1, 1978, pp.
49-64: “Quiero defender que la película [o cualquier otro régimen de representación visual] como
sistema de representación es un punto de producción de definiciones. Pero no es ni único ni
independiente, ni se puede reducir simplemente al resto de las prácticas que definen la posición de
las mujeres en la sociedad” (p. 50).
6 Kristeva, Julia, “La Femme ce n’est jamais ça” [1974], en Elaine Marks e Isabel de Courtivron (eds.),
New French Feminisms, Brighton, Harvester Press, 1981, pp. 137-141.
7 Por ejemplo, Luce Irigaray contrasta las metáforas de lo fijo y de la unidad asociadas con las
fantasías de los cuerpos masculinos con las imágenes de pluralidad —dos labios, que se tocan— y
fluidez asociadas con la sexualidad femenina y explora las diferentes implicaciones filosóficas de
estas diferencias. Esto es muy diferente a decir que, puesto que los labios de la vulva se tocan, las
mujeres tienen por lo tanto una mente más abierta por naturaleza.
8 Escribí estas secciones del libro antes de que se publicara el importante texto de Elizabeth Grosz.
En gran medida, sus argumentos proporcionan un respaldo filosófico profundo a esta tendencia
del pensamiento feminista. He adquirido una enorme deuda con su obra Volatile Bodies: Towards a
notas

Corporeal Feminism, Bloomington, Indiana University Press, 1994.


9 Explico esto con detalle en mi artículo “lmages/Women/Degas”, en Richard Kendall y Griselda
Pollock (eds.), Dealing with Degas: Representations of Women and the Politics of Vision, Londres,
Pandora Books, 1992. Ahora Londres, Rivers Oram Press.
10 Grosz, Elizabeth, Sexual Subversions: Three French Feminists, Sydney, Allen & Unwin, 1989, p. 116.
11 Brownmiller, Susan, Against Our Will: Men, Women and Rape, Londres, Secker & Warburg, 1975
[ed. esp.: Contra nuestra voluntad. Hombres, mujeres y violación, Susana Constante (trad.),
Barcelona, Planeta, 1981].
12 Garrard, Mary D., Artemisia Gentileschi: The Image of the Female Hero in Baroque Art, Princeton,
Princeton University Press, 1989. Véase también Ward Bissell, Richard, Artemisia Gentileschi
and the Authority of Art: Critical Essays and a Catalogue Raisonné, Pittsburgh, State University of
Pennsylvania Press, 1998.
13 Garrard, Mary D., Artemisia Gentileschi, op. cit.
14 Este relato se incluye en el Libro de Susana, que es parte de los Apócrifos, pero no un texto
canónicamente aceptado tanto dentro de la Biblia hebrea como de la cristiana.
15 Garrard, Mary D., Artemisia Gentileschi, op. cit., pp. 188 y 192.
16 Ibíd., p. 189.
17 Ibíd., p. 194.
18 Ibíd., p. 200.
19 “No pretendo insistir con esto en que todo el arte hecho por mujeres lleva alguna marca inevitable de
feminidad; las mujeres han tenido el mismo talento que los varones para aprender los denominadores
comunes del estilo y de la expresión en las culturas específicas. Sin embargo, sí quiero defender que la
asignación definitiva de los roles de género en la historia ha creado diferencias fundamentales entre los
géneros en cuando a su percepción, experiencia y expectativas sobre el mundo, unas diferencias que no
pueden evitar trasladar al proceso creativo, donde en ocasiones dejan sus huellas” (Ibíd., p. 202).
Parte III. Heroínas: Situando a las mujeres en el Canon 189

20 Ibíd., p. 208.
21 Vasari, Giorgio, Le vite de’ piu eccelenti pittori, scultori e architettori nella redazione 1550 e 1558, R.
Bettarini y P. Barocchi (eds.), Florencia, Sansoni, 1966-1971, y Spes, 1976-1987. Sobre Vasari y la
biografía véase también Rubin, Patricia, “What Men Saw: Vasari’s Life of Leonardo da Vinci and the
Image of the Renaissance Artist”, Art History 13, 1, 1990, pp. 34-46.
22 Salomon, Nanette, “The Art Historical Canon: Sins of Omission”, en Joan Hartmann y Ellen
Messer-Davidow (eds.), (En)gendering Knowledge: Feminism in Academe, Knoxville, University of
Tennessee Press, 1991, p. 229.
23 Ibíd., p. 230.
24 Marx, Karl, The Eighteenth Brumaire of Louis Napoleon [1852], en Karl Marx y Friedrich Engels,
Selected Works in One Volume, Londres, Lawrence & Wishart, 1970, p. 96. [ed. org.: Der
achtzehnte Brumaire des Louis Bonaparte, Hamburgo, Otto Meißner, 1869; ed. esp.: El dieciocho
Brumario de Luis Bonaparte, Elisa Chuliá (trad.), Madrid, Alianza Editorial, 2015].
25 Sartre, Jean-Paul, “Class Consciousness in Flaubert”, Modern Occasions 1, 2, 1971, pp. 379-389
[ed. org.: “La Conscience de classe chez Flaubert”, Les Temps modernes 240, mayo de 1966, pp.
1921-1952]. Una versión feminista de este modelo, también transformado porque se trata de la
infancia de una niña de clase obrera, se puede encontrar en la doble autobiografía de Steedman,
Carolyn, Landscape for a Good Woman, Londres, Virago Press, 1986. Steedman reelabora también
la leyenda de Freud de la visión traumática de los genitales femeninos por parte del niño —leída
como carencia y, por lo tanto, como castración— para explorar el descubrimiento por parte de una
niña de clase obrera de que sus progenitores carecían de poder ante las autoridades burguesas.
26 Sartre, Jean Paul, “Class conciousness in Flaubert”, op. cit., p. 381.
27 Salomon, Nanette, “The Art Historical Canon: Sins of Omission”, op. cit., p. 230.
28 En los capítulos siguientes mi intención es cuestionar aún más el tema de la autobiografía como
algo ni siquiera posible para las mujeres. Aquí tenemos que dejar abierta la cuestión para que

notas
pueda participar en el juego.
29 Lévi-Strauss, Claude, The Raw and The Cooked, Harmondsworth, Penguin Books, 1964 [ed. org.:
Mythologiques, vol. I: Le Cru et le Cuit, París, Plon, 1964; ed. esp.: Mitológicas I. Lo crudo y lo
cocido, Juan Almela (trad.), México, Fondo de Cultura Económica, 1968].
30 Caruth, Cathy, “Introduction”, American Imago 48, 1, 1991, número especial, Psychoanalysis,
Culture and Trauma, pp. 3-5; reimpreso como Caruth, Cathy (ed.), Trauma: Explorations in Memory,
Baltimore y Londres, Johns Hopkins University Press, 1995.
31 Ibíd., p. 5.
32 Ibíd., p. 9.
33 Imposibilidad de caminar porque un paciente temía avanzar en la vida; dolor en la cara porque una
frase había sentado como una bofetada, etc.
34 Montrelay, Michèle, “Inquiry into Femininity”, Parveen Adams (trad.), M/F 1, 1978, pp. 95-96.
35 Ibíd., p. 96.
36 Véase Pollock, Griselda, “Artists, Mythologies and Media... “, Screen 21, 3, 1980, pp. 57-96.
37 Irigaray, Luce, “Commodities among Themselves”, en This Sex which Is Not One, Catherine Porter
(trad.), Ithaca, Cornell University Press, 1985, pp. 192-197 [ed. org.: Ce sexe qui n’en est pas un,
París, Éditions de Minuit, 1977; ed. esp.: “Mercancías entre ellas”, en Ese sexo que no es uno, Raúl
Sánchez Cedillo (trad.), Madrid, Akal, 2009].
38 Moreno, Shirley, The Absolute Mistress: The Historical Construction of the Erotic in Titian’s
“Poesie”, trabajo fin de máster inédito, University of Leeds, 1980. Shirley Moreno estaba haciendo
su doctorado sobre este tema en el momento de su muerte.
39 Baxandall, Michael, Painting and Experience in Fifteenth Century Italy, Oxford, Oxford University
Press, 1972; Damisch, Hubert, The Origin of Perspective, John Goodman (trad), Boston, MIT
Press, 1994 [ed. org.: L’origine de la perspective, París, Flammarion, 1987; ed. esp.: El origen de la
perspectiva, Federico Zaragoza (trad.), Madrid, Alianza, 1997].
190 Diferenciando el Canon

40 Según las normas judías de la pureza (niddah) las mujeres debían bañarse para señalar el final
de su menstruación. Así pues, que la mujer se estuviera bañando podría haber adquirido unas
connotaciones sexuales específicas, porque demostraba que era a la vez “pura” y que estaba
sexualmente disponible, es decir, que su marido podía tener sexo con ella de nuevo. El texto, sin
embargo, menciona específicamente que Susana se estaba bañando porque hacía calor.
41 Un cuadro anterior de Pieter Paul Rubens sobre el mismo tema, probablemente pintado durante su
estancia en Italia, entre 1607 y 1608 (Madrid, Real Academia de San Fernando), usaba también el
recurso de colocar a Susana desnuda en primer plano contra una balaustrada. Pero en este cuadro ella
tiene que retorcerse para mirar desde abajo a las figuras que se ciernen sobre ella e invaden su espacio.
42 Tintoretto muestra a Susana absorta en sí misma y desprevenida. Versiones posteriores a la de
Gentileschi muestran a Susana acobardándose cuando los viejos se acercan para hacerle su
proposición.
43 Ward Bissell, Raymond, “Artemisia Gentileschi - A New Documented Chronology”, Art Bulletin 50,
1, 1968, pp. 155-156.
44 Judit —Yehudit—, la forma femenina del término genérico Yehuda, un descendiente de Judá,
de donde deriva el término judío. Es por lo tanto una hija representativa de Israel, más que un
personaje singular dentro de un relato. Su viudedad es también representativa: de una nación que
carece del necesario guerrero-redentor varón.
45 Bal, Mieke, Death and Dissymmetry: The Politics of Coherence in the Book of Judges, Chicago,
University of Chicago Press, 1988.
46 Smith, Susan L., The Power of Women Topics and the Development of Secular Medieval Art, tesis
doctoral inédita, University of Pennsylvania, 1978.
47 Zemon Davis, Natalie, “Woman on Top”, en Society and Culture in Early Modern France, Stanford,
Stanford University Press, 1965.
48 Judit acude al campamento de Holofernes y se ofrece para servir a su rey. Por esta razón se le
notas

recompensa con respeto y protección. El general la invita a cenar con ella. Ella no puede consumir
su comida, así que debe llevar la suya en una bolsa. También pide permiso para abandonar
el campamento cada noche para rezar. Una semana después, ya establecidas estas rutinas,
Holofernes la invita a cenar con la esperanza de seducirla. Pero él mismo se emborracha y se
desploma sobre la cama. Sus criados han salido discretamente, dejando a solas a Judit y el
general. Ella le corta la cabeza y la esconde en la bolsa en la que su criada trae la carne de su cena.
Después salen del campamento, a rezar, como de costumbre, pero en realidad regresan a Betulia,
la ciudad asediada, donde Judit muestra la cabeza del general. Judit vivió hasta los 102 años, con
honores, y no volvió a casarse durante el resto de su larga vida.
49 “Deux Femmes/Two Women”, en Mot pour Mot/Word for Word No. 2 Artemisia, París, Yvon
Lambert, 1979, p. 9. Agradezco a Nanette Salomon la referencia de este texto y los esfuerzos que
hizo para facilitarme su acceso.
50 Bal, Mieke, Reading Rembrandt: Beyond the Word-Image Opposition, Cambridge y Nueva York,
Cambridge University Press, 1991, p. 99.
51 Ibíd., p. 127.
52 Bloom incide en la relación de sus argumentos sobre la angustia de las influencias con su concepto
del canon en The Western Canon: The Books and Schools of the Ages, Nueva York, Harcourt Brace,
1994, p. 8 [ed. esp.: El canon occidental, Damián Alou (trad.), Barcelona, Anagrama, 1995].
53 Artemisia Gentileschi escribió a Don Antonio Ruffo el 13 de noviembre de 1649: “Encontrará el
espíritu de César en el alma de esta mujer”, citado en Garrard, Mary D., Artemisia Gentileschi, p.
397. También cita como epígrafe una afirmación de Boccaccio: “Se diría que la Naturaleza a veces
yerra cuando adjudica almas a los mortales. Es decir, le da una a una mujer creyendo que se la da a
un hombre” (p. 141).
54 Cixous, Hélène, “Castration or Decapitation?”, op. cit., p. 54.
55 Ibíd., p. 43.
Parte III. Heroínas: Situando a las mujeres en el Canon 191

Ilustración 6.1. Man Ray, Virginia Woolf, 1934, fotografía, Londres, National Portrait Gallery
192 Diferenciando el Canon

MITOLOGÍAS FEMINISTAS Y MADRES PERDIDAS:


VIRGINIA WOOLF, CHARLOTTE BRONTË,
ARTEMISIA GENTILESCHI Y CLEOPATRA

Releer como una mujer es como mínimo imaginar el lugar de la señora;


imaginar al leer el cuerpo de una mujer; leer rememorando que su iden-
tidad se re-mem(o/b)ra en relatos del cuerpo.
Nancy K. Miller1

Re-visar —la acción de mirar atrás, de ver con nuevos ojos, de entrar
en un texto viejo con un nuevo sentido crítico— es para las mujeres
mucho más que un capítulo de la historia cultural: es una acción de
supervivencia.
Adrienne Rich2

UN MITO FEMINISTA DEL SIGLO XX:


LA CREATIVIDAD ASESINADA Y EL CUERPO FEMENINO

En Una habitación propia (1928), Virginia Woolf (Ilustración 6.1) imaginaba


que William Shakespeare hubiera tenido una hermana y dramatizaba el proble-
ma de la sexualidad, el género y la creatividad en una cultura patriarcal. Describía
la juventud de William, un chico vivaz y asilvestrado, con una buena educación
—sobre todo, en cultura clásica— en una escuela privada, sexualmente precoz.
Debido a una travesura que culminó en un matrimonio apresurado tuvo que
irse a Londres a probar fortuna sobre los escenarios. Su hermana imaginaria,
Judith, languidecía en casa con el mismo corazón que el poeta, pero al que se le
había privado de toda educación que lo nutriera. Se le pedía que remendara cal-
cetines, lo que la apartaba de la lectura en secreto de los libros de su hermano;
su amante padre le presentó como un hecho incontestable que se casaría con
quién él había convenido. Esto le impulsó a huir y también se fue a Londres,
pero allí encontró que se le cerraban en la cara las puertas del teatro, custodia-
das por hombres que se reían y que “bramaban algo sobre perritos que bailaban
Parte III. Heroínas: Situando a las mujeres en el Canon 193

y mujeres que actuaban”. No pudo formarse en su oficio, aunque, al igual que


su hermano, tenía un don para la ficción.

Finalmente —pues era joven y se parecía curiosamente al poeta, con los mismos
ojos grises y las mismas cejas arqueadas—, Nick Greene, el actor-director, se
apiadó de ella; se encontró encinta por obra de este caballero y —¿quién puede
medir el calor y la violencia de un corazón de poeta apresado y embrollado en un
cuerpo de mujer?— se mató una noche de invierno y yace enterrada en un cruce
de caminos donde ahora paran los autobuses, junto a la taberna de “Elephant
and Castle”3.

El suicidio de “Judith” crea una imagen de la interiorización por parte de las


mujeres del asesinato social de la potencial artista “apresada y embrollada” en
un cuerpo de mujer. En opinión de Woolf, la corporeidad genérica de las muje-
res solamente puede ser antagonista de la creatividad de una manera que aleja
su feminismo del feminismo de finales del siglo xx, que no se ha visto obligado
a retirarse de modo tan drástico de la madeja de una feminidad corpórea. En
lugar de ello, ahora hemos asumido el problema y, de formas teóricas e ima-
ginativas diversas, hemos peleado para relacionar ambas cosas. La poeta con-
temporánea Adrienne Rich pregunta “si la mujer podrá comenzar de una vez
para siempre a pensar con su cuerpo, y a relacionar todo aquello que tan cruel-
mente ha visto desorganizado: nuestras grandes capacidades mentales, apenas
utilizadas; nuestro sentido del tacto, tan desarrollado; nuestro talento para la
observación aguda; nuestro organismo complicado, resistente al dolor y capaz
de múltiples placeres”4.
La imagen de las mujeres confinadas y constreñidas de Virginia Woolf, ais-
ladas, amargadas y belicosas, ha tenido, no obstante, una enorme influencia,
conformando buena parte de los posteriores análisis literarios feministas de ma-
neras que también han sido reproducidas en las historias feministas del arte5.
Así, el consenso general sostiene que, para una mujer, era muy difícil, cuando
no imposible, ser autora o artista en este período de formación del canon, el
Renacimiento. Sin embargo, la precisión de la lectura que hace Virginia Woolf
de las relaciones de las mujeres con la producción literaria en la Inglaterra del
siglo xvi ha sido cuestionada, por ejemplo, por Margaret Ezell, quien argu-
menta que, en la medida en que los estudios literarios feministas adoptaron
la muerte de “Judith Shakespeare” como axiomática, su tarea se convirtió en
explicar las fuerzas sociales que prohibían o coartaban la actividad literaria de
194 Diferenciando el Canon

las mujeres. De esta forma las investigadoras se preguntaban perpetuamente


por qué las mujeres no eran escritoras (o artistas) y, una y otra vez, respondían
esa pregunta haciendo referencia a las limitaciones que la sociedad patriarcal
imponía a las mujeres. Puesto que este enfoque se alía con el canon masculino,
Ezell ha investigado modos diversos de producción literaria en el siglo xvi que
revelan la presencia de muchas mujeres escritoras y poetas.
La invención de Judith Shakespeare puede leerse como un mito feminista
que, paradójicamente, confirmaría la negación canónica de las mujeres y la
creatividad. No quiero por esto desdeñarlo. El mito y su potencia ininterrum-
pida para conformar el modo en que pensamos cómo han peleado las mujeres
por el arte es mítico, precisamente, en la medida en que no representa una ver-
dad histórica —como revela la investigación de Ezell— sino una verdad psico-
lógica. En su lectura de la lucha de Virginia Woolf para escribir para sí misma y
para las mujeres, Shoshana Felman sitúa el dolor de la pérdida y, especialmente,
de la pérdida temprana de su madre en un lugar importante de la biografía de
la escritora. Felman entiende que “Judith Shakespeare” es una Ilustración de la
dolorosa búsqueda por parte de Woolf de un “yo” mediante el cual articular su
propia historia en tanto escritora.

Sin duda, Virginia Woolf ahora está inmersa en un proceso de generación distin-
to, al tratar de dar precisamente a luz —a través de la interacción de la teoría, la
literatura y de su propia vida— (…) a la “hermana de Shakespeare”, no solamente
como un genio feminista sino como escritora de la propia autobiografía de Woolf;
una autobiografía que no es casual que incluya la locura y el suicidio como las
representaciones de su propia imposibilidad y de su propia aniquilación6

Shoshana Felman presta una atención especial al agudo sentido del dolor psico-
lógico de su antecesora imaginada, Judith Shakespeare, que demuestra Virginia
Woolf. Woolf escribe:

Quizás esto sea cierto, quizá sea falso —¿quién lo sabe?—, pero lo que sí me
pareció definitivamente cierto, repasando la historia de la hermana de Shakes-
peare tal como me la había imaginado, es que cualquier mujer nacida en el siglo
xvi con un gran talento se hubiera vuelto loca, se hubiera suicidado o hubiera
acabado sus días en alguna casa solitaria en las afueras del pueblo, medio bruja,
medio hechicera. (...) Porque no se necesita ser un gran psicólogo para estar se-
guro de que una muchacha muy dotada que hubiera tratado de usar su talento
Parte III. Heroínas: Situando a las mujeres en el Canon 195

para la poesía hubiera tropezado con tanta frustración, de que la demás gente
le hubiera creado tantas dificultades y la hubieran torturado y desgarrado de tal
modo sus propios instintos contrarios que hubiera perdido la salud y la razón.
(…) Esta mujer, pues, nacida en el siglo xvi con talento para la poesía era una
mujer desgraciada, una mujer en lucha contra sí misma7.

Conjurando repetidamente para sus lectores la imagen de las estanterías vacías,


en las que no se acumulan los libros con las obras de teatro y la poesía escritos
por mujeres, Virginia Woolf viste con las prendas de la historia una angustia
contemporánea, su propia lucha dentro de una familia burguesa inglesa con-
creta y en un momento determinante del feminismo europeo —el libro se pu-
blicó en 1928, la fecha en la que se logró el sufragio completo para las mujeres
adultas—. La potente imagen feminista que genera Woolf de la “creatividad
femenina asesinada”, interiorizada como una muerte autoinfligida —o una
cordura amenazada— encarnada en el mito de Judith Shakespeare, necesita
analizarse, por lo tanto, para ver lo que revela sobre la base de su simbolismo
negativo, tanto en el feminismo moderno como en el resto de la historiografía
y la crítica cultural. Al pasar por alto los cimientos históricos, psicológicos y
autobiográficos concretos del mito y al emplear un mito como una propues-
ta históricamente válida, la crítica feminista ha contribuido a ocultarnos las
historias divergentes que necesitamos para comprender las actividades de las
mujeres en la cultura. En cuanto historiadoras, repetimos la palabra “asesinato”
y compartimos la pérdida de las madres ausentes.
No basta, sin embargo, con refutar el mito negativo de Virginia Woolf so-
bre las poetas mujeres locas o prematuramente fallecidas. Necesitamos recu-
perar de ese mito el deseo de Woolf de historias que permitieran a las mujeres
escribir o pintar sin las ausencias destructivas que de manera tan elocuente
testimonió Woolf bajo la forma desplazada de un mito de los orígenes (un
mito que activa al intentar “escribir de vuelta a través de nuestras madres”):
mientras, el deseo de una genealogía materna, debido al canon y a sus cul-
turas masculinistas, se experimenta en todas partes como una ausencia tan
amenazadora y negadora que el pasado parece únicamente un vacío oscuro,
un agujero negro, la muerte.
En el corazón del mito de Virginia Woolf está el duelo. Su nudo de afecto
inexpresado estaba probablemente conectado con su propia madre, como ha
señalado Shoshana Felman8. Si, no obstante, se vuelve a leer el mito de Judith
Shakespeare creado por Virginia Woolf, no buscando ese vacío sino el deseo
196 Diferenciando el Canon

de otras historias, puede darse la vuelta para crear espacios para lo inesperado,
para una diferencia dentro de la escritura de la historia que permite que estas
historias diferentes creen una diferencia.

EL ENCUENTRO DE LUCY SNOWE Y CLEOPATRA:


LA LECTORA FEMINISTA RESISTENTE Y
EL CUERPO FEMENINO

Para contrarrestar el deprimente escenario de Woolf quiero analizar otra “figu-


ra” de la mitología feminista: la “lectora resistente” que, a primera vista, parece
un modelo de conducta más positivo9. En su novela Villette, publicada por pri-
mera vez en 1853, Charlotte Brontë creó una escena en la que su protagonista,
Lucy Snowe, que se recupera de una crisis provocada por un total aislamiento
personal, social y psicológico, visita la galería de arte de Bruselas y se encuentra
ante un cuadro.

Cierto día, bastante temprano por la mañana, me encontré casi sola en una galería,
delante de un cuadro de colosales dimensiones, muy bien iluminado y protegido
por un cordón, frente al que habían colocado un cómodo banco para los enten-
didos […]: aquella tela parecía considerarse a sí misma la reina de la colección10.

La introducción de su encuentro con el cuadro revela la perspicacia de Brontë


ante la estratégica puesta en escena de la experiencia del gran arte por parte
del espectador: una gestión del espacio de exhibición y la orquestación de una
mirada específica:

Representaba a una mujer, de tamaño considerablemente mayor que el real,


pensé. Calculé que aquella dama, en una balanza destinada a la recepción de
grandes mercancías, pesaría indefectiblemente entre noventa y cien kilos. Lo
cierto es que estaba muy bien alimentada: debía de haber consumido mucha
carne, además de pan, verduras y líquidos, para alcanzar aquella altura y anchu-
ra, aquella masa de músculos, aquella abundancia de carnes. Yacía recostada en
un sofá, sería difícil decir por qué. La luz del día brillaba a su alrededor; parecía
gozar de buena salud y ser suficientemente fuerte para hacer el trabajo de dos
cocineras; no podía alegar la menor dolencia en la espina dorsal; tendría que
haber estado de pie o, por lo menos, sentada muy erguida.
Parte III. Heroínas: Situando a las mujeres en el Canon 197

Lucy Snowe sigue observando el cuadro y se queja: “Tendría, asimismo, que


haberse vestido decentemente, y llevar un traje que la cubriese como era de-
bido, algo muy alejado de la realidad.” “Se las ingeniaba para que una gran
cantidad de ropajes y telas […] resultaran insuficientes para lograrlo”, a la vez
que permitía un desorden total de ollas y cacharros —”quizá debería decir
jarrones y copas”—. Lucy Snowe concluye así: “Pues bien, estaba yo sentada
contemplándola con asombro (ya que había un banco, me pareció oportuno
aprovecharlo), pensando que, aunque algunos detalles […] estaban pintados
con gracia, el conjunto era un adefesio”.
¡Audaces palabras! No hay muchas críticas feministas que hoy se atrevieran
a pronunciar en público un disgusto y desdén tan inequívoco hacia cualquiera
de las “grandes” obras de la pintura barroca, a las que esta imagen representa
de manera genérica. Es decir, representa lo que el museo conserva como la gran
cultura occidental, la pintura narrativa histórica que celebra, mediante su compleja
retórica y puesta en escena, los relatos, mitos y leyendas que sustentan esa cultura
y su propia imagen, que sin embargo se reelaboran y se remodelan continuamen-
te para aprobar lo nuevo en el nombre de lo constante y lo inmutable. Brontë
identifica el cuadro como “Cleopatra”, un tema que pertenece a un amplio
género de elaboración de imágenes, a partir de relatos y leyendas de mujeres
famosas de la antigüedad, que escenifican tramas complejas de sexo y violen-
cia codificadas como alegorías morales de fortaleza, castidad, honor y lealtad
(Ilustración 6.2).
Las biografías de Brontë han apuntado que la descripción del cuadro de Vi-
llette se basa en un cuadro que Charlotte Brontë vio en 1842 en el Salón trienal
de Bruselas, La almeh, de Édouard de Bièfve (Ilustración 6.3)11. Este cuadro de
una bayadera tumbada es sin duda una obra orientalista, pero no es una figura
monumental y está demasiado vestida. No puedo aceptar esta identificación.
Charlotte Brontë sabía mucho más de arte. La desnudez, la escala, la referencia
a la luz del día, el revoltijo de objets d’art, todos estos elementos señalan a la
historiadora de arte un conocimiento de la pintura del siglo xvii: Guido Reni,
Rubens, Jordaens y otros grandes maestros. De hecho, para librarse de una
carrera como institutriz o profesora, Brontë se había formado como artista,
para lo cual estudió cuadros tanto al natural como mediante reproducciones12.
Llegó a exponer su obra en vida. Charlotte Brontë visitó la National Gallery y
la Royal Academy Exhibition en 1848 y vio la exposición de William Turner
en la National Gallery en 1849. También coleccionó y copió una serie de obras
de grandes maestros a partir de reproducciones13.
198 Diferenciando el Canon

Ilustración 6.2. Hans Mackart, La muerte de Cleopatra, 1875, óleo sobre lienzo, 191 × 254 cm.
Kassel, Staatliche Kunstsammlungen: Neue Galerie

Ilustración 6.3. Édouard de Bièfve, La almeh, 1842, óleo sobre lienzo, 41,25 × 181.8 cm.
Vendido por Sotheby’s, Londres, el 19 de abril de 1978
Parte III. Heroínas: Situando a las mujeres en el Canon 199

Hay un cuadro de un artista conocido de la familia Brontë que se acer-


ca más a lo que podría ser un modelo específico. La llegada de Cleopatra a
Cilicia (1821) (Ilustración 6.4), uno de los cuadros con más renombre del
academicista William Etty, fue expuesto en Manchester en la Royal Society of
the Arts en 1846, justo cuando Brontë pasaba seis semanas en la ciudad con
su padre. La escala del cuerpo femenino es, no obstante, demasiado escasa, a
pesar de que sí responde a las críticas de Brontë sobre la desnudez del cuerpo
a plena luz del día. Lo que Charlotte Brontë evoca en Villette es, apuntaría
yo, una astuta fusión histórico-artística de una serie de representaciones de
mujeres de porte regio procedentes del siglo xvii, cuyos ejemplos rubensia-
nos Brontë podría haber visto también en la National Gallery o durante su
estancia en Bélgica: por ejemplo, una Susana y los viejos de Jordaens en el
Museo de Bellas Artes de Bruselas, que incluye algunas hermosas copas y
bandejas en primer plano, así como un desnudo femenino bien alimentado
(Ilustración 5.3). Sin embargo, Charlotte Brontë sí toma de la obra de Bièfve,
La almeh, el concepto de Cleopatra como mujer de color cuando habla de la
“enorme reina gitana de tez oscura”, a pesar de que, en el arte occidental, a
Cleopatra se la representa de manera habitual como una mujer de blancura
lechosa (Ilustración 6.2)14. Pero al cuadro —o a su tema— se le da un título
muy relevante. El paso de bailarina a Cleopatra es muy significativo y debe
ser explicado15.
La reina Cleopatra vii pertenecía históricamente a la dinastía tolemaica,
descendía del general griego Ptolomeo, que a la muerte de Alejandro se quedó
a cargo de Egipto, dentro del imperio que este último había creado16. Pero, en
el plano mítico, dentro de la cultura occidental, Cleopatra se ha convertido
en un signo de la otredad oriental, en el que tanto su sexo como su cultura
funcionaban como una peligrosa antítesis de las ideologías occidentales de la
dominación masculina. En cuanto monarca gobernante mujer, procedente de
una cultura que, a diferencia de Grecia y Roma, no negaba a las mujeres ni el
poder, ni la autoridad pública (las mujeres en Egipto gobernaban y hereda-
ban propiedades), ni la autodeterminación sexual (las mujeres en la sociedad
egipcia elegían a sus maridos), “Cleopatra” fue incorporada a la cultura occi-
dental para representar un complejo de papeles fundamentalmente misóginos
que dramatizaban tanto la oposición Oriente/Occidente que Edward Said ha
denominado “orientalismo” como el conflicto hombre/mujer típico de un lega-
do grecorromano, reclamado y festejado en el Renacimiento y la Ilustración17.
Mary Hamer afirma:
200 Diferenciando el Canon

El significado literal del nombre de Cleopatra es “gloria de su padre”. Pero


las connotaciones del nombre no respaldan la autoridad patriarcal. El térmi-
no “Cleopatra” expresa la combinación de la autoridad y de la responsabilidad
pública con una sexualidad femenina activa. Localiza el poder político en un
cuerpo que no puede codificarse como masculino. En cualquier sistema patriar-
cal, expresa la transgresión de la ley. El acto de evocar a Cleopatra mediante la
representación cuestiona la ley y destaca la posición de las mujeres dentro del
orden social18.

Cleopatra tal vez sea un correctivo del pesimismo de Virginia Woolf. Aquí hay
un deseo “embrollado” en el cuerpo empoderado de una mujer.
A la luz de esta lectura moderna, feminista, del signo “Cleopatra”, se hace
evidente que la imagen de Cleopatra que nos transmite Charlotte Brontë, como
una forma de fisicidad grosera, indecencia e indolencia, signos codificados de
una sexualidad desbocada, estaba conformada en los términos orientalistas del
siglo xix, lo que confirma una vez más que las diferencias de raza y de géne-
ro están entrelazadas en el imaginario occidental de maneras complejas y que
siempre estamos determinadas por la formación social en la que estamos posi-
cionadas en tanto sujetos sociales19.
Con esta importante salvedad crítica, podemos reclamar temporalmente a
Lucy Snowe como un tipo de historiadora del arte feminista occidental, pero
de una manera que de inmediato colocaría el “feminismo” exclusivamente
del lado de las feminidades, si no imperialistas, sí europeas. En lugar de de-
ferencia y admiración por el canon occidental y por su lenguaje heroico de
pintura narrativa y espectáculo sexual, el texto de Brontë ofrece lo que apa-
rentemente sería una literalidad iconoclasta que desmitifica la obra mediante
una aparente y voluntaria malinterpretación de los códigos del arte barroco.
Brontë se niega a contemplar de manera acrítica la belleza estética ofrecida
en la representación, buscando en su lugar una lectura que haga descender
a la obra de su pedestal y la estrelle. Abre una manera de explorar las fisuras
en una cultura oficial y aprobada, así como en sus narrativas, negándose a
participar en sus juegos: el lenguaje del consumo connoisseur y de la escopo-
filia heterosexual masculina que el museo consagra desde el interior de una
economía del deseo sexualmente específica.
El análisis solitario y escéptico que hace Lucy Snowe de la paradigmática
Cleopatra se ve interrumpido por el placer visual que obtiene de “unos peque-
ños bodegones, realmente exquisitos: flores y frutos silvestres, y nidos cubiertos
Parte III. Heroínas: Situando a las mujeres en el Canon 201

de musgo […] [que] colgaban humildemente bajo aquel tosco y ridículo lien-
zo”, e incluso ese placer es interrumpido por la llegada de un profesor de su
escuela, Monsieur Paul Emanuel. Escandalizado por la audacia que muestra “al
sentarse y contemplar descaradamente ese cuadro con la flema de un garçon”,
le pide que se traslade a una esquina de la galería a estudiar una serie de cuatro
aburridos cuadros que en conjunto representan “La Vie d’une femme” (La vida
de una mujer; compuesta de Novia, Esposa, Madre, Viuda). Estos cuadros se
han identificado con una trilogía de obras expuestas en el Salón de Bruselas de
1842 con el título La vie d’une femme, de Fanny Geefs20. Lucy Snowe siente el
mismo desprecio hacia este cuadro “sermoneador”. “¡Qué mujeres! ¡Quién po-
dría vivir con ellas! ¡Falsas, malhumoradas, necias, sin sangre en las venas! Tan
malas a su manera como Cleopatra, la enorme e indolente gitana”. El texto de
Charlotte Brontë fabrica la respuesta de Lucy Snowe ante la Cleopatra y ante
las pinturas de las ideologías de la feminidad del siglo xix para reclamar otra
identidad mítica para su protagonista, que se determina en el momento de su
producción como parte de la emergente conciencia feminista burguesa que
más tarde dará forma a los escritos de Virginia Woolf21.
En cuanto personaje de ficción de una novela, Lucy Snowe representa la reivin-
dicación de una mujer de un tipo específico de individualidad europea burguesa22,
creada por una narración en primera persona, que se basa en un empleo repetido de
“Yo creía”, “Yo diría”, “Me preguntaba”, que no encaja bien con las convenciones
de la feminidad que se presentan en la novela mediante las imágenes de la galería de
arte. La figura del connoisseur, repantingado en su cómodo sofá ante la “reina” de
la colección, sugiere que las relaciones entre el lienzo y el espectador permiten mí-
ticamente una representación imaginativa de la Reina Cleopatra para una mirada
masculina y erotizante, en la que su cuerpo pintado es el signo de una sexualidad
peligrosa pero excitante, o de un exceso sexual asociado con el otro cultural, así
como con el otro sexual. Las mujeres, y sin duda las mujeres no casadas, están
estructuralmente excluidas de este intercambio, incluso aunque puedan allanar ese
espacio como un desafío, como hace Lucy Snowe cuando contempla en solitario
el cuadro. Las mujeres pueden entrar en el recinto del museo, pero después deben
quedarse en sus márgenes, donde pueden aprender sobre sí mismas en cuadritos di-
dácticos que trazan los espacios limitados del lugar que se les permite a las mujeres
en el patriarcado, como objetos de intercambio y empleo por parte de los varones:
Fanny Geefs titula a los tres momentos de la vida de una mujer Amor, Piedad,
Tristeza. En ese rincón especialmente aburrido, a Lucy Snowe, una mujer culta,
deseante, independiente en términos económicos, se le pide que mire a la mujer
202 Diferenciando el Canon

Ilustración 6.4. William Etty (1787-1849), La llegada de Cleopatra


a Cilicia, 1821, óleo sobre lienzo, 106,25 × 131,25 cm. Liverpool,
Walker Art Gallery

Ilustración 6.5. Angelica Kauffmann, Cleopatra adornando la


tumba de Marco Antonio, 1770, óleo sobre lienzo, 126,5 × 100,3
cm. Stamford, Burghley House, fotografía: Courtauld Institute of Art

Ilustración 6.6. Edmonia Lewis, La muerte de Cleopatra, 1876,


mármol, 157,5 × 78,1 × 115 cm. Washington D.C., The National
Gallery of American Art
Parte III. Heroínas: Situando a las mujeres en el Canon 203

solo como Novia, Esposa, Madre y Viuda. Aquí no encuentra carne, ni lujuria, ni
desorden, ni siquiera el placer visual que obtenía de las evocaciones a lo John Rus-
kin de la belleza vital, abundante y natural en los diminutos bodegones que anidan
junto al “tosco y ridículo lienzo”.
El acceso de los hombres a la cultura occidental se representa como un acce-
so a la sexualidad vicaria y a los placeres visuales permitidos; se supone que las
mujeres deben contemplar el arte para aprender sus lecciones en las represen-
taciones estéticamente limitadas de una feminidad aburrida y soporífera. Lucy
Snowe emerge como una articulación diferenciadora de la subjetividad feme-
nina burguesa occidental en la distancia textual creada por una oposición más
—la que existe entre su personaje y el contraste de las feminidades para hom-
bres y para mujeres que acabamos de resumir: Cleopatra, una “gigante gitana”,
una feminidad fantástica, racialmente otra, producida como una proyección
masculina, frente a la “buena mujer [blanca]”, una representación mítica de
la simbólicamente necesaria “mujer para el hombre”—. Pero esa diferenciación
es históricamente específica y está políticamente cargada, es profundamente
contradictoria y problemática —un producto de sus condiciones y de su mo-
mento histórico, burgués, racista, individualista, protestante, ruskiniano—, y
está imbricada en las ideologías que conforman las presiones y los límites de
ese momento de la historia de las mujeres europeas y de la forma novela como
el escenario cultural de una autoarticulación limitada, específica de clase y de
raza, del sujeto burgués.
Este también es, por lo tanto, en último término un mito desfigurador, que,
sin embargo, al igual que el caso de Virginia Woolf, nos deja acceder al pro-
blema de las mujeres y de la cultura, al que ni las feminidades que se sacrifican
trágicamente ni las que resisten proporcionan una solución sencilla, aunque
los textos en los que se inscriben ofrezcan imágenes con las que debemos, no
obstante, trabajar de manera crítica. El mito de la mujer en nuestra cultura está
atrapado entre el creador ausente y la criatura demasiado presente —la mujer
como imagen—, ya se haya producido esta para el deleite visual de los hombres
o para la tediosa instrucción de las mujeres.
Pero ¿qué hay de las mujeres que producen, de las mujeres que pintaron o
esculpieron a Cleopatra (Ilustraciones 6.5, 6.6)? ¿Qué diría Lucy Snowe, la “lec-
tora resistente”, acerca de estas obras de mujeres y de sus representaciones de la
feminidad y del cuerpo sexual, voluptuoso, femenino adulto? ¿Qué equivalentes
podríamos encontrar para una “Judith Shakespeare” que hubiera sobrevivido
y negociado, bajo la forma de las artistas que, durante el Renacimiento o en
204 Diferenciando el Canon

la época inmediatamente posterior, hubiesen en cambio representado la vio-


lación, el suicidio o el asesinato de mujeres? Teniendo en cuenta el papel del
cuerpo en el inventario de la pintura barroca occidental, ¿cómo leeremos los
cuerpos femeninos pintados como construcciones y proyecciones imaginativas
por un sujeto productor femenino? ¿Podemos ver la diferencia? ¿Cuáles serían
sus signos, sus cuerpos, sus formalismos o su poética? La pintora italiana ba-
rroca Artemisia Gentileschi nos presenta un caso de estudio para proporcionar
respuestas provisionales a esta proliferación de preguntas retóricas e históricas.

MADRES PERDIDAS: INSCRIPCIONES


EN LO FEMENINO: CLEOPATRA

Han sobrevivido dos cuadros atribuidos a Artemisia Gentileschi titulados


Cleopatra. Uno se pintó entre 1621 y 1622 y está en Milán (Ilustración 6.7),
mientras que hay una versión posterior, ahora en una colección privada en
Gran Bretaña, datado aproximadamente a principios de la década de 1630
(Ilustración 6.10).
Querría, sin embargo, emplear esa atribución precaria de los cuadros de Cleo-
patra de Artemisia Gentileschi como un recurso feminista23. No podemos saber
con seguridad si estas obras son de Artemisia Gentileschi. Pero esa duda nos
obliga a explorar cómo podríamos plantear un caso analítico —no de connois-
seur— para las obras que pudieran ser suyas. No se trata de reinventar una heroí-
na artista, sino de preguntarse sobre las inscripciones de lo femenino en el arte,
pensar sobre los textos que podrían ofrecer, en algún nivel, una dirección femeni-
na, que podrían generar cebos visuales para el deseo femenino, que podrían abrir
los espacios psíquicos e imaginativos de la feminidad, que podrían escenificar
la angustia femenina e incluso la agresión y la ambivalencia. La misma falta de
confirmación de la autoría femenina convierte a la feminidad en una pregunta
que planea constantemente entre el texto y el espectador y, solo entonces, entre el
espectador y el productor histórico imaginado. Sea lo que sea lo que estos cuadros
tengan que decir acerca de la feminidad, o a una lectora “en lo femenino”, tendrá
que producirse mediante un trabajo con los signos que ofrecen los cuadros. En
ese sentido, el autor (generizado), en tanto origen mítico y fuente coherente de
un sentido ahí depositado, está desterrado. En lugar de importar un bagaje lleno
de supuestos acerca de las mujeres artistas y sobre lo que las mujeres sienten o
dicen, interrogaremos al texto buscando inscripciones en lo femenino. Podríamos
Parte III. Heroínas: Situando a las mujeres en el Canon 205

usar el caso de la incertidumbre sobre la obra de Artemisia Gentileschi para plan-


tear la pregunta: “¿Cómo puedes saber la diferencia?”
La primera versión de Cleopatra probablemente fue pintada en Roma, en
1621-1622, por Artemisia Gentileschi por encargo de un cliente genovés, Pie-
tro Gentile, a quien podría haber conocido en una visita que hizo a la impor-
tante república de Génova, un centro financiero y de transporte marítimo, con
su padre Orazio en 1621. Gentile poseía otro cuadro de Gentileschi, Lucrecia
(ca.1621, Génova, Palazzo Cattaneo-Adorno), del que hablaremos después.
El cuadro (Ilustración 6.7) muestra a una figura femenina de cuerpo entero
desnuda, reclinada de izquierda a derecha sobre una cama medio cubierta con
una tela de terciopelo rojo. Al fondo cuelga una tela de un rojo aún más intenso
cuyos pliegues forman una U casi en el centro del cuadro. De hecho, este mo-
vimiento significativo del telón de fondo está descentrado por una abertura en el
extremo derecho del cuadro que está iluminada y que destaca de manera promi-
nente en una reproducción en blanco y negro. Como si se sostuviera por su pro-
pia estructura interna, la cortina está alzada y abierta y descubre un rectángulo
de pura oscuridad. Tal vez represente una puerta en la distancia, la puerta por
la que pronto entrará su enemigo Octavio para descubrir su macabro triunfo.
La muerte de Cleopatra por la mordedura de un áspid es uno de los tres topoi
principales de su vida que se representan en la pintura. (Los otros dos son su
llegada en la barcaza para recibir a Antonio y el banquete en el que disuelve una
perla preciosa en vinagre y se lo bebe).
¿Qué vería Lucy Snowe? Otra mujer enorme, sin duda. Esta figura de
mujer no es un desnudo frágil. Su torso es “amplio”, según Garrard, pero la
pose, cuando se la compara con prototipos posibles, hace que el cuerpo haga
cosas que normalmente los cuerpos femeninos no hacen en los desnudos
eróticos del arte occidental de los siglos xvi y xvii. La espalda está arqueada.
Las rodillas levantadas. El cuello estirado. Su puño es firme. Veamos por con-
traste la Venus dormida de Giorgione (1505-1510, Ilustración 6.8), donde el
cuerpo femenino desnudo es una única línea ondulante desde la punta del
codo alzado hasta la curva de la pantorrilla, que desaparece embutida bajo
la pierna izquierda. Aquí la mirada del espectador se pasea de una pierna a
la otra para seguir otra línea continua que sube por el cuerpo, solo delicada-
mente interrumpida por el perfil del pecho izquierdo, antes de llegar de nue-
vo a la cabeza de la durmiente. Dentro de esta silueta, el vientre se hincha con
suavidad, las manos se curvan y los dedos se apoyan en la entrepierna, como
cubriéndola. Todo es gracia, y todo fluye, suave, ondulante y contenido. La
206
Diferenciando el Canon

Ilustración 6.7. Artemisia Gentileschi, Cleopatra, 1621-1622. óleo sobre lienzo, 145 × 180 cm, Milán, Amedeo Morandotti
Parte III. Heroínas: Situando a las mujeres en el Canon
207

Ilustración 6.8. Giorgione (1467/8-1510), Venus dormida, 1505-1510, óleo sobre lienzo, 108 × 175 cm. Dresde. Gemäldegalerie
208 Diferenciando el Canon

otra principal fuente formal para la figura femenina tumbada es más antigua,
como la escultura helenística Ariadna dormida (ca. 240 a. C., Roma, Museo
Vaticano), que no es un desnudo. Es una escultura monumental en la que el
flujo subyacente del cuerpo tumbado es animado por la viveza contrapuesta
de la caída muy trabajada de la ropa —sus pronunciados pliegues y nudos
subrayan el contraste con la cabeza de la durmiente, totalmente relajada, des-
cansando sobre un brazo y sujeta por el otro, que se curva con gracia sobre
la cabeza para terminar en una abultada franja de carnosos dedos—. Solo
un pecho desnudo está alerta y se asoma entre el generoso velo de tela para
destacar la feminidad de este cuerpo. Estas dos imágenes representan el sueño
y la inconsciencia de manera eficaz y excelente. La Cleopatra de 1621-1622
(Ilustración 6.7) no lo hace.
Ejecutado por una artista consciente de estos posibles recursos formales, el
cuerpo de este cuadro se representa de una manera muy distinta. El grado de
inclinación del tronco y la posición de las piernas crea una especie de tensión en
su articulación que produce en el espectador la sensación de que las dos partes
están a punto de cerrarse. Mary Garrard apunta que donde ahora está esa difícil
transición entre el torso y las piernas hubo antes una tela, pintada originalmente
o añadida después, pero que se retiró dejando una incómoda junta que se nota
sobre todo en el lugar donde el muslo izquierdo linda con la curva del estóma-
go24. Pero este no es el único punto en el que el cuerpo se niega a cooperar con
las convenciones de la representación artística que ordenan al arte abandonar la
estructura anatómica del cuerpo y servir en cambio a fines estéticos e ideológi-
cos. En lugar de una línea que cumple con un papel de contención, reteniendo
un cuerpo de mujer dentro de sus límites modelados artísticamente, es una
línea afilada, discontinua y desconcertada por los efectos de la carne tensa o
comprimida. El cuerpo se coloca contra una tela que agudiza su perfil izquier-
do, interrumpido por un pezón plano cuidadosamente delineado. La línea que
parte del codo en alto no fluye con facilidad hasta el torso, sino que desciende
hacia la nada. Es desplazada por otra línea que comienza en una fea oscuridad,
donde la carne del hombro se presiona contra los brazos alzados. Esta describe
el bulto de la musculatura por encima del pecho (¿qué otro pintor occidental
de mujeres blancas nunca permitió la presencia de los pectorales femeninos
para que compitieran con el volumen de un joven pecho?) antes de señalar
también una caja torácica y la hendidura de una cintura. La forma redondeada
del abdomen está perforada de manera prominente no por una suave sombra
sino por un ombligo anatómicamente preciso. Al otro lado del cuerpo, el pecho
Parte III. Heroínas: Situando a las mujeres en el Canon 209

se resbala hacia el espectador, obedeciendo a la gravedad que parece desafiarse


demasiado a menudo por la voluntad artística en las versiones dominantes de
las mujeres desnudas. Por encima de este, una arruga en la carne vuelve a inte-
rrumpir el lirismo de la forma estética con los signos de un cuerpo físico que
la artista ha incluido claramente aquí, donde los músculos contraídos del lado
más próximo del cuello se desploman sobre el hombro mientras la caída hacia
atrás de la cabeza estira hasta el límite el tórax de la mujer, pero no lo suficiente
para borrar las dos arrugas gemelas que insisten en que la carne es el signo de
la vivencia y la edad.
¿Qué significa todo esto? Una lectura podría decir que solo una mujer artista se
negaría a idealizar de esa manera el cuerpo de una mujer, insistiendo por el contrario
en su realidad y sus imperfecciones, conocidas y vividas desde el interior. Es una
forma posible de explicarlo. Pero no es una forma ni profunda ni interesante.
Tenemos un conflicto entre dos deseos en competición frente a la artista mujer.
Hay quien quiere que este artista sea una mujer artista, y que señale esto median-
te un realismo específico respecto del cuerpo femenino. Sin embargo, en realidad
no tengo ni idea de por qué, en cuanto mujeres, deberíamos favorecer la realidad
prosaica de las arrugas sobre la perfección idealizada, que es una fantasía que
llevamos en nuestras cabezas y según la cual disciplinamos a nuestros cuerpos
para que se conformen a ella. Además, queremos que nuestra artista sea capaz de
competir en igualdad de condiciones en el mundo del arte.
Lo que he estado describiendo no son representaciones en competición de
un cuerpo real, sino dos ficciones. La tradición de Giorgione representa una
potente pulsión de representar, mediante la figuración de un cuerpo en cuanto
femenino, tanto los peligros de la carne, la sexualidad, la naturaleza y el tiempo,
como su contención25. Las convenciones estéticas no mienten sobre el estado
real, arrugado, hinchado, caído, de la carne femenina real. Son representacio-
nes fantásticas del cuerpo en cuanto signo de una economía psíquica específica,
a la que se sirve mediante las convenciones de los regímenes de representación
que han evolucionado históricamente.
El cuadro de Artemisia Gentileschi suspende estas convenciones canoniza-
das. Pero la extensa investigación iconográfica de Mary Garrard muestra otros
cuadros de Cleopatra con arrugas en su carne, musculatura y variadas alteracio-
nes de la perfección alisada, suavizada de las chicas de calendario más populares
de la alta cultura occidental. Así que nos encontramos más bien ante un proble-
ma de memoria selectiva que muestra, sin embargo, que Artemisia Gentileschi
sí pertenecía a una comunidad de fabricantes de imágenes.
210 Diferenciando el Canon

Ilustración 6.9. Detalle de la cara de Cleopatra, Artemisia Gentileschi (Ilustración 6.7)

desear la diferencia

Pero yo quiero, yo deseo su diferencia, porque, si no, el cuadro de Artemisia


Gentileschi no es sino otro ejemplo en el archivo de representaciones occiden-
tales de Cleopatra tumbada con una serpiente. Así que volvemos al cuerpo
creado en cuanto signo pintado y nos preguntamos si esta insistencia en los
hechos de la corporalidad es importante y por qué lo sería. Mary Garrard llama
nuestra atención hacia el rostro de la mujer (Ilustración 6.9). A primera vista,
los ojos parecen cerrados, como si la muerte hubiera ya sobrevenido a la reina.
Un análisis más atento revela que aún están un poco abiertos y este detalle alte-
ra de manera radical toda la imagen. Un cuerpo somnoliento o recién muerto
es un cuerpo en el que el sujeto está temporal o permanentemente ausente.
Parte III. Heroínas: Situando a las mujeres en el Canon 211

La inconsciencia del sueño o de la muerte reciente hace que leamos la imagen


como un cuerpo: el cuerpo de una mujer puede ser contemplado cuando está
así, muerta o dormida, pues, en cierto sentido, es precisamente la mejor ma-
nera en la que puede estar una mujer26. Casi muerta, aún casi consciente o tal
vez todavía contemplando su última y desesperada acción como reina —suici-
darse para seguir a cargo de sí misma en lugar de verse reducida a ser una pieza
del botín de Octavio— con el áspid sujeto con firmeza por su mano derecha,
mantenido a distancia del pecho hacia el cual apuntan de manera fálica su
boca abierta y su lengua, ahora la figura se mantiene sin duda en el filo de una
subjetividad que es, mediante la declaración de este cuerpo corpóreo, femeni-
na. La feminidad es señalada por el carácter específico, más que genérico, del
cuerpo representado. No es un “desnudo femenino”, un convencionalismo que
siempre resulta una generalización y una contención de una imagen masculi-
na heterosexual de la Mujer27. No es la estetización de la muerte mediante su
proyección en una feminidad mortal o soporífera. Se convierte, mediante el
rechazo de estos tropos, en un cuadro de una mujer a la que aquí se retrata y
a la que se concede el estatus de sujeto asociado con el retrato. Las señales de
un cuerpo vivo, de un cuerpo específico, que es un cuerpo vivo femenino en
particular, interrumpen lo que los signos estéticamente concebidos de un des-
nudo idealizado y selectivo tratan de negar: un sujeto femenino en su historia
significada por una “escritura del cuerpo”. Estoy apuntando, por lo tanto, a que
la cualidad insolente de este cuerpo desnudo se emplea contra la categoría de
desnudo, conjugando de manera diferente las relaciones entre la feminidad, la
subjetividad y la corporeidad.
El difícil pasaje del cuadro en el que los muslos se juntan con el estómago,
estuviera o no cubierto con una tela, funciona para evitar que la imagen sea una
Venus y, en especial, una Venus púdica. Ningún gesto indica (y, por lo tanto,
no enfatiza y borra a la vez) el lugar peligroso y temible de su sexualidad28. Su
sexo está encerrado entre sus piernas. La mano que suele cubrir el sexo para a
la vez apuntar hacia él y resguardarlo, en lugar de ello agarra un signo fálico:
el instrumento de su muerte, pero también, como muchos comentarios han
señalado, el signo de inmortalidad, que era un atributo habitual de las repre-
sentaciones de la diosa en las culturas semíticas y de la Grecia arcaica.
La espalda arqueada, las piernas tensas y ligeramente levantadas, la mano
que agarra con fuerza: todos los detalles funcionan para crear la antítesis abso-
luta de las venus y ninfas deshuesadas, sin músculo y durmientes de los prototi-
pos pictóricos. Todos estos signos elaboran ese detalle crucial pero que a menu-
212 Diferenciando el Canon

do se pasa por alto, es decir, su conciencia ininterrumpida que claramente sitúa


una presencia subjetiva dentro del cuerpo. El cuerpo se convierte no solo en
su lugar sino también en su articulación. Velado por los párpados caídos, pero
una vez encontrado, ese signo momentáneo de conciencia vigila toda relación
puramente escópica en relación al cuerpo, convirtiendo ese cuerpo en un lugar
del ser. Su tensión, sus gestos, su desnudez extrema y solitaria proporcionan un
pathos de expresividad que no se encuentra en los capítulos sobre el desnudo
femenino que incluye el análisis connoisseur de Kenneth Clark del desnudo en
el arte occidental29.
Habrá tal vez quien esté justamente tentado de entender la cabeza lánguida
y el cuerpo, no obstante, tenso, como una sugerencia de erotismo femenino.
De la misma manera que esas feministas que leyeron la entereza y la intensidad
física de los desnudos de Degas, el pintor francés del siglo xix, como represen-
taciones del placer femenino, podemos disfrutar sin duda de una imagen que
permite cierta representación de la fisicidad erótica femenina ocupada en su
propio placer, si bien mortífero30. Esa debe ser sin duda la razón por la que la
imagen es notable y por la que era vendible. Pues, mientras buscamos establecer
alguna diferencia en lo que se refiere a su representación del cuerpo femenino y
a la persona que pudiera justificar nuestra sensación de una autoría femenina,
podríamos convertir la imagen en algo que históricamente no podría ser.
Las condiciones históricas de producción son aquí relevantes. Pues sin amol-
darse hasta cierto punto al gusto contemporáneo y, específicamente, al gusto
de la elite masculina, Artemisia Gentileschi no podría haber funcionado como
una artista en el mercado público. Artemisia Gentileschi trataba de funcionar
dentro del mercado. Vivía de sus encargos y, hasta donde sabemos, la mayoría
de sus clientes eran hombres. Por mucho que podamos buscar e incluso en-
contrar signos de diferencia, tenemos que conceder que estos funcionan para
que Cleopatra sea un objeto idóneo para la mirada fantasiosa y sexualizada de
algunos hombres en quienes la colisión del erotismo y la muerte forma parte de
una sexualidad violenta o, como poco, ambivalente.
¿Podríamos, sin embargo, empezar a trazar el punto en el que los intereses
en conflicto eran negociados para crear una imagen que de manera simultánea
pudiera leerse en conformidad —aunque fuera creativamente osada en su
manera de hacerlo— con un gusto masculino dominante mientras que a la vez
insinuara dentro de ese espacio oficial la presencia de significados femeninos en
competición que dependieran de los intereses o del género de quien mirara?
¿Podríamos entonces tener que volver a imaginar a Artemisia Gentileschi, no
Parte III. Heroínas: Situando a las mujeres en el Canon 213

solo como una productora sino como una de sus propias espectadoras, como
una lectora resistente, una Lucy Snowe secreta, que se proporcionara a ella mis-
ma, en tanto artista, un público alternativo, impugnador, para una obra que, a
la vez que se calculaba para significar su autoría única y vendible dentro de los
mercados dominantes y de los deseos y gustos predominantemente determina-
dos por lo masculino, podía no obstante ofrecer huellas de otra economía de
significados? De hecho, yo quiero que sea las dos cosas, para así ver lo que la
contradicción nos fuerza a confrontar. No veo salida en este caso lógicamente
intolerable pero históricamente necesario de soplar y sorber a la vez; de hecho,
las intervenciones feministas de la historia de arte podrían residir precisamente
en este deseo perverso.
Mediante el distanciamiento teórico del productor y el autor he adquirido
una forma de estudiar a artistas que trabajan bajo condiciones de producción
específicas que conforman su práctica dentro del campo más amplio de la cul-
tura artística, a la vez que permiten que el productor no conozca de antemano
cuál será el significado o el afecto de la obra creada bajo dichas condiciones.
La ficción del/de la autor(a) se liga con los conceptos de un sujeto coherente
que existe con anterioridad a su obra, que es el depósito de sus significados
expresados: significados ex-presados, sacados y embutidos dentro del cuadro.
La idea de productor(a) permite una práctica históricamente localizada por
parte de individuos singulares en términos biográficos. La obra, como defendía
Freud, se trata como un texto en el que sus significados, semejantes a adivi-
nanzas, se producen en muchos registros, de manera polisémica, y solo cuando
son procesados por lectores o espectadores alcanzan temporalmente cualquier
contundencia, aunque siempre sea variable. Para quienes la han producido, su
propia obra es un texto que deben leer para descubrir lo que han producido y,
mediante esa inscripción, lo que son, artísticamente.
Las mujeres viven las condiciones de la producción artística de manera di-
ferente, según las estructuras, tanto sociales como subjetivas, de la diferencia
de género y sexual, de la posición económica y cultural. La pintura o cualquier
otra forma de práctica cultural no solamente está determinada por institucio-
nes sociales y estructuras semióticas, sino que es el lugar en el que estas se arti-
culan, negocian y transforman. El lenguaje poético o las prácticas artísticas son
especialmente susceptibles de desplazar el esquema de significados dominante
mediante su mayor proximidad a aquellos recursos de lo preconsciente y del
inconsciente que el orden dominante trata de domar, ordenar y fijar31. Según
Julia Kristeva, el papel renovador del arte depende de las relaciones mutua-
214 Diferenciando el Canon

mente construidas y transformadoras entre signo y sujetos, y específicamente


del sujeto32. La formulación de Kristeva nos permite explorar no el intento de
una mujer artista, lo que está expresando porque es una mujer, sino más bien
el deseo femenino y el placer femenino que tan solo puede realizarse mediante su
inscripción en algún lugar y de alguna manera, enmascarado (o, mejor dicho,
camuflándose en las convenciones) y transgrediendo (perturbándolas) al mis-
mo tiempo. Por eso me parece que el argumento de que los artistas masculinos
modelan mujeres ficticias para su placer visual, pero que las mujeres artistas son
ásperamente prosaicas o realistas frente al cuerpo, es una manera empobrecida
de contemplar el arte hecho por las mujeres. No permite el deseo o la fantasía.
Permite muy poca ambivalencia y aún menos angustia en el sujeto femenino
en proceso. Podemos usar las teorías de Julia Kristeva, bastante abstrusas e
indiferentes al género, sobre “el sistema y el sujeto que habla” para abrir una
discusión sobre una poética de la transgresión femenina, es decir, una relación
con la productividad de los sistemas de signos que hable desde las formaciones
específicas inconscientes de las feminidades culturales e históricas y les dé for-
ma. “Artemisia Gentileschi” sería entonces el nombre asociado a una serie de
cuadros que no son la expresión de su ser mujer, porque “mujer” no reside en el
plano del ser. El nombre de la autora hace referencia a unos textos que pueden
ser descifrados “en lo femenino” por aquellas que hallan alguna afinidad con
el disfrute, el placer que esas imágenes hacen posible, mientras que a la vez en-
cuentran en cuadros como el de una mujer agonizante, una estructura para la
angustia, o tal vez para el dolor.
La imagen de Cleopatra de Artemisia Gentileschi, por lo tanto, debe tener un
valor de cambio en su propio momento de producción, determinado comercial
e ideológicamente, a principios del siglo xvii. Debería haber alcanzado este valor
simplemente por ser un desnudo femenino a gran escala, colocado de manera es-
pectacular sobre una cama cuyo saturado y exquisito terciopelo rojo se destaca con-
tra un efecto delicadamente logrado de lino o seda arrugado. Parte de su potencia
se deriva de la sencillez caravaggiesca del escenario: sin aspavientos, ni orna-
mentos, un color audaz, un contraste fuerte, una luz potente y la gestión so-
berbia de la pose, el gesto y la expresión facial. La composición general y sus
disposiciones formales muestran deferencia hacia lo clásico tanto como hacia
los repertorios contemporáneos, de moda, confirmando así la competencia
y el saber hacer de la artista a la hora de manejar tanto su herencia artística
como los debates estéticos actuales en Roma. Pero estos mismos recursos re-
ferenciados se gestionan para crear el espacio para la diferencia que el cuadro
Parte III. Heroínas: Situando a las mujeres en el Canon 215

debe lograr para hacer que este cuadro concreto sea valorado en 1621-1622.
Dicho valor —la definición singular por parte del artista de un tópico genérico:
las muertes de mujeres heroicas— será apropiado por el cliente, que, en tanto
coleccionista, exhibe su compra como una prueba de su gusto exquisito. La
singularidad de la obra, por lo tanto, se admirará como parte de una colección,
y su pertenencia a esta será lo que confirme su lugar en una tendencia contem-
poránea culturalmente aprobada33.
Así, en vez de una lectura que busque la diferencia, en la que podríamos
leer de forma errónea lo que distinguía a la obra en su propia época y to-
marlo como los signos de nuestras suposiciones de finales del siglo xx sobre
una autoría femenina generalizada, tenemos que leer buscando signos de di-
ferenciación más matizados en un juego que ya implica el juego sutil de la
afinidad y la distinción. El cuerpo de Cleopatra, como el evidente y primer
signo del cuadro en cuanto desnudo femenino monumental, se reconfigura
cuando el observador examina de cerca sus detalles en apariencia dispersos.
Estos culminan en esa ambigua cara que sitúa ahí una representación rival,
permitiendo que su gama de significados se modifique34.
Hasta ahora he estado intentando establecer una especie de semiótica social,
atender al cuadro como una serie de signos cuya legibilidad se localiza en un
conjunto históricamente específico de condiciones de producción, mecenazgo
y colección artística a principios del siglo xvii en Italia, específicamente en
Roma y Génova. En lugar de enfrentar un artista con otro, el pintor mascu-
lino contra la pintora femenina, tenemos una configuración más complicada
de una pintora ambiciosa que es una mujer y de sus clientes, que pertenecen
a una elite masculina aristocrática, cuyas colecciones tienen fines públicos,
que ideológica y personalmente buscan una autoglorificación que excede el
mero interés por el arte.
Quiero apuntar que una de las maneras en las que nos es posible ver la Cleo-
patra de Artemisia Gentileschi, como a la vez perteneciente a un tipo especial de
diferenciación y efectuando esa diferenciación debido a lo que ella aportaba a este
tema en cuanto mujer, es trasladándonos a lo que podría parecer que es el ámbito
privado, de nuevo teorizado a través de Julia Kristeva como el punto de interfaz
entre el sujeto y el sistema de significados dentro del cual el sujeto es significado y
es capaz de significar. El cuerpo representado no es únicamente un cuerpo ficticio,
sino un cuerpo imaginario. Sería, no obstante, un error imaginar que lo psíquico
es menos social o histórico que otras determinaciones que puedan calcularse tos-
camente como razones comerciales. Al igual que Julia Kristeva, yo opino que el
216 Diferenciando el Canon

materialismo histórico y las teorías psicoanalíticas pueden ser, y de hecho deben ser,
colocados en arneses conjuntos para el análisis de los textos culturales. De hecho,
cualquier proyecto feminista se define hasta cierto punto por la necesidad de atrave-
sar, de manera teórica y práctica, los campos teorizados diferencialmente por Freud
y Marx. Es en el antagonismo mismo entre estos dos principales discursos o teorías
de la modernidad donde algo transgresoramente llamado lo femenino se convertirá
en un objeto teórico y en una posibilidad política.

complaciendo la mirada

Todo cuadro nos hace esta pregunta: ¿Por qué la gente contempla cuadros y por
qué hay personas que querrían contemplar este en concreto? ¿Qué placeres hay
en ver esta imagen? Cuando esa imagen implica una representación del cuerpo,
nos trasladamos a otro registro en el que el placer sexual y la mirada operan
en el nivel psíquico de la fantasía. Esto no ocurre porque todas las personas
tengamos un cuerpo, sino porque la imagen del cuerpo desempeña un papel
fundamental en la construcción del ego y, por lo tanto, de la subjetividad y
porque las formas del cuerpo —pulsiones y energías más que las anatomías que
las contienen— son las materialidades mismas a partir de las cuales se forma la
subjetividad mediante las dialécticas de la negación y de la represión. Más aún,
cuando la imagen del cuerpo en cuestión parece estar codificada como femeni-
na, se nos precipita a ese ámbito que el psicoanálisis ha tratado de cartografiar:
los procesos de la diferencia sexual, en los cuales una imagen-mujer [el cuerpo
de la carencia] es un signo crucial pero, en último término, no fijado y no fi-
jante dentro de un sistema falocéntrico de la diferenciación sexual. Para toda
imagen que leemos como mujer, al menos dos cuerpos coexisten en la fantasía,
como he apuntado en los dos primeros capítulos. En un continuo desigual, la
representación del cuerpo femenino puede moverse desde una memoria pla-
centera de la plenitud y de la potencia del cuerpo materno hasta el fetichismo
castigado y degradado, o estetizado e idealizado del cuerpo femenino como el
signo de la castración y del otro castrado o castrador.
Volvamos a Cleopatra. En el caso de “Cleopatra” como signo el significante
es: antigua Reina de Egipto, mujer y autoridad política. El significado es: ame-
naza transgresora para el patriarcado grecorromano cristiano. En un sentido
crucial, “Cleopatra” funciona como un signo de lo que vino previamente y fue
derrocado en la fundación de Occidente por parte de los romanos. Mary Ha-
Parte III. Heroínas: Situando a las mujeres en el Canon 217

mer escribe: “Cleopatra y su historia tienen el peso de un mito de los orígenes


en la cultura occidental; y, cuando se emplean como metáfora, están especial-
mente predispuestas para iluminar el lugar de las mujeres en el orden social”35.
Por ejemplo, en su influyente antología de los relatos de 104 mujeres famosas,
recopilados entre 1355 y 1359, Giovanni Boccaccio presentaba así a Cleopatra:

Cleopatra era una mujer egipcia que se convirtió en objeto de habladurías para
el mundo entero (…). Adquirió gloria apenas por nada más que su belleza,
mientras que, por otro lado, se hizo conocida en todo el mundo por su avaricia,
crueldad y lujuria (…). Así, Cleopatra, habiendo logrado su reino mediante dos
crímenes, se entregó a sus placeres36.

Boccaccio borra todas las huellas del papel de Cleopatra como una gobernante
sabia y económicamente astuta, una hacedora de alianzas que gestionó Egipto
durante periodos de crisis agrícola y amenazas políticas y que solo tuvo dos
relaciones en su relativamente breve vida37. Mary Hamer recorre la historia
de Occidente, rastreando las funciones diferentes y contradictorias del signo
de Cleopatra en el Renacimiento y la Reforma, en los siglos xviii y xix, has-
ta el reciclaje y la transformación que llevó a cabo Hollywood con Elizabeth
Taylor en el papel protagonista. Más allá de estas representaciones histórica-
mente variadas subyace otro nivel de su atractivo y significación mediante los
topoi selectivos asociados con Cleopatra. “Por su estatus como mito originario,
la figura de Cleopatra se alinea también con un componente importante del
inconsciente individual”. Así, los significados de Cleopatra, una figura feme-
nina “que se echa a dormir” en el “inicio de las narraciones constitutivas de la
cultura [occidental]”, se solapan de manera inevitable con la figura de la madre
en la historia individual. “El término ‘Cleopatra’”, apunta Hamer, vincula la
idea del cuerpo de una mujer y la idea de autoridad de maneras que evocan
la figura de la madre en el inconsciente, “la huella de la experiencia temprana,
cuando el cuerpo de la madre es supremo y su cuerpo es el horizonte de deseo”.
Hamer argumenta que es útil pensar también en Cleopatra en términos de “los
múltiples deseos del niño que encuentran su satisfacción y su emblema en el
cuerpo de la madre”38.
Mary Garrard aborda este nivel del análisis especulativo en su estudio de los
cuadros de Artemisia Gentileschi sobre la muerte de Cleopatra cuando rastrea
los vínculos iconográficos entre estos y las imágenes de las versiones del antiguo
Egipto de la diosa madre, especialmente de Isis. Garrard interpreta la versión de
218 Diferenciando el Canon

Gentileschi de Cleopatra como una teofanía —la revelación de lo divino en lo


mundano— y apunta a una lectura del cuadro en el que el concepto de Cleo-
patra aparece justo en la cúspide del regreso de la reina mortal a su divinidad
eterna. En el nivel del análisis cultural, no obstante, podríamos localizar una
explicación menos mística para las continuidades apuntando, como hace Mary
Hamer, que en estos mitos y leyendas estamos viendo representaciones de as-
pectos de las fantasías humanas que testimonian tanto los cimientos psíquicos
de la subjetividad como la longue durée —esa otra temporalidad sobre la que es-
cribe Kristeva— de los modos de reproducción, es decir, de la diferencia sexual.
Entramos aquí en un territorio difícil, porque podría parecer que argumen-
tando así caigo en lo peor del universalismo imperialista, que me estoy apro-
piando de las antiguas culturas semítica y egipcia para las teorías burguesas
modernas sobre el sujeto. Lévi-Strauss, sin embargo, discernía en los mitos
la estructura de la mente humana. Los mitos y las leyendas nos ofrecen re-
presentaciones culturalmente variantes e históricamente específicas del proceso
estructural de la formación del sujeto en relación con las cuestiones descon-
certantes que todos los niños deben investigar: ¿De dónde vengo? ¿Cómo es
que yo, que soy uno, vengo de dos? ¿Qué soy yo si hay diferencia? Cuestiones
de vida y muerte, de orígenes y fines, de la madre y del padre, de la diferencia
sexual, son recurrentes. Pero las formas de las respuestas no lo son.
Así, los sistemas míticos del Oriente Medio antiguo celebraban a la mujer
en cuanto la Diosa Madre tanto de la vida como de la muerte, de la sexuali-
dad y de la procreación, en una variedad de apariencias y personae míticas que
pueden haber reflejado las posibilidades materiales de las sociedades reales en
las que a las mujeres se les concedía un papel en la producción social, se les daba
autoridad pública o ritual y una autodeterminación sexual, pero que, además,
configuraban de manera placentera fantasías psíquicas de la poderosa madre de
nuestra primera infancia. Y, por supuesto, lo contrario es también cierto. Las
disposiciones culturales y sociales que respetan el poder de las mujeres refleja-
ban el estatus psíquico no censurado del poder generativo y sexual del cuerpo
materno. Cleopatra, una figura histórica, fue incorporada por Occidente a la
historia de las transformaciones a partir de una economía psíquica tan favora-
ble a la mujer. “Cleopatra” puede funcionar como el signo en la cúspide de la
postergada pero aún insegura derrota de los restos egipcios de semejante visión
del mundo por parte de los patriarcales romanos. Según el psicoanálisis, la de-
rrota histórica de la “era de la madre” se vuelve a representar constantemente,
y asimismo se deshace, en el viaje de cada individuo hacia la subjetividad bajo
Parte III. Heroínas: Situando a las mujeres en el Canon 219

la ley falocéntrica del Padre. Puede entenderse que este conflicto genera en las
formas culturales —arte, cine, literatura— la necesidad de volver a interpretar
esa pérdida de manera perpetua y siempre ambivalente.
La reina Cleopatra vii, aunque de ascendencia griega, se implicó activamen-
te en las leyendas y los mitos de herencia egipcia, identificándose en los espec-
táculos públicos con los antiguos cultos de Isis, que apoyarían ideológicamente,
así como afirmarían psicológicamente, su condición de mujer poderosa, sexual
y maternal. Es este nexo de significado femenino y estatus imaginativo lo que
fue derrotado, en el nivel político, por la victoria de Octavio en 30 a. C., y en el
nivel cultural mediante el empleo de la imagen de Cleopatra, no para significar
esa plenitud del cuerpo materno representado por la diosa a la que adoraba,
sino para convertirse en el signo visible del desorden, la transgresión de la ley
paterna romana por una mujer que ahora se representa como monstruosa, que
tenía que ser visualizada una y otra vez como agonizante o muerta. Pero, al
tener que representar esta negación mortífera para negar las significaciones del
poder adjuntas a esta figura materna, siempre queda el peligro de que su anti-
gua fascinación se afirme, sonsacando de la represión efectuada por la sumisión
a la ley del Padre fantasías arcaicas, anhelos y deseos que son tanto una parte de
la psique protomasculina como de la subjetividad protofemenina.
Así, cualquier cuadro occidental de Cleopatra contiene en su tema inte-
reses y peligros contradictorios. Estos pueden a la vez confirmar una lógica
falocéntrica y amenazar con minarla de maneras que abren imágenes a otros
deseos formulados en relación con el cuerpo de la madre y en el sentido de la
subjetividad materna. Así, una mujer podía pintar el tema de tal manera que
sirviera a la agresión ideológica masculina contra la poderosa reina, a la que
se muestra agonizante, mientras que a la vez complace las fantasías infantiles
sobre la omnipotencia y la plenitud de un cuerpo regio, es decir, idealizado,
de la madre poderosa. La representación permite la puesta en escena (volver a
poner en escena) el campo mismo sobre el que se construyen la sexualidad, la
subjetividad y la diferencia de maneras que temporalmente deshacen el tiempo
lineal que apunta a la identidad fija de género y permite el juego de fantasías
arcaicas en torno al cuerpo materno.
Hemos nacido dentro de una cultura que ya nos anticipa como sujetos se-
xuados. El sujeto es un compuesto de capas arqueológicas que contienen las
huellas y los recuerdos, si bien reprimidos e inconscientemente censurados, de
la historia de nuestro viaje hacia una subjetividad sexuada y hablante. Así, en
esa complejidad de muchos tiempos, capas y registros que compone un sujeto,
220 Diferenciando el Canon

siempre en proceso, puede haber placeres y agresiones antiguas que operan


dentro de la presencia estructurante del deseo edipizado. El caso de los cuadros
de Cleopatra se abre exactamente sobre este campo ambivalente que abarca
tanto la pulsión hacia subjetividades sexualmente diferenciadas como el “jue-
go” que siempre habrá en ese proceso nunca finalizado.
Se puede entender que las mujeres artistas producen obra que abre rutas
diferentes a través del territorio del sujeto. En lugar de la pregunta: ¿Esta ima-
gen está hecha por una mujer? —cuyos términos ya han sido completamente
problematizados—, yo pregunto: ¿De qué maneras puedo leer este texto buscando
signos de su juego y su placer para un sujeto femenino? Basándose, además, en
el modelo que Freud empleó repetidamente, el estudio de un caso, en el que
exploraba las estructuras de la subjetividad a través de las especificidades de las
historias de vida de individuos concretos, puedo preguntar también: ¿Cuáles
son los signos de este sujeto femenino específico, más que genérico? La biogra-
fía, por lo tanto, sí puede tener un papel. Es simplemente lo que nos da acceso
a una historia de un sujeto mediante la cual podemos descifrar los síntomas
rastreados en la superficie del texto.

el duelo por la madre

Prudentia Montone murió el 26 de diciembre de 1605, a la edad de treinta años,


cuando su hija Artemisia tenía unos doce. Se ha debatido sobre Artemisia Gen-
tileschi casi exclusivamente en términos de su padre Orazio, cuya obra ha tenido
que desembrollarse tanto de la de su hija. Padre e hija tenían una relación per-
sonal y profesional compleja, a menudo trabajaban juntos y, de manera muy
importante, compartían intereses artísticos y competían en su tratamiento de
los temas y tópicos comunes39. Pero casi nadie se pregunta sobre la madre de la
artista o sobre la posible importancia de la temprana pérdida de la madre para la
hija. En el libro de Mary Garrard, la muerte de Prudentia Montone se registra en
una nota al pie de la transcripción del juicio por violación de 161240.
La ausencia de una madre colocaba a la muchacha en una situación social-
mente vulnerable en la Roma de inicios del siglo xvii. Parece ser que fue por
la necesidad de contar con una mujer adulta como carabina por lo que Donna
Tuzia, que parece haber sido en algún sentido cómplice de Tassi en la agresión
sexual de Artemisia Gentileschi en mayo de 1611, fue instalada por Orazio en
un piso contiguo. Si a la hija la hubiera supervisado su propia madre, en lugar de
Parte III. Heroínas: Situando a las mujeres en el Canon
221

Ilustración 6.10. Artemisia Gentileschi, Cleopatra, inicios de la década de 1630, óleo sobre lienzo, 117 × 175,5 cm. Londres, Matthiesen Gallery
222 Diferenciando el Canon

una extraña venal o traicionera, pudiera ser que nunca se hubiese producido la si-
tuación en la que Artemisia Gentileschi fue violada por Agostino Tassi. Mientras
que la violación sigue siendo crucial en un estudio de esta artista, yo querría tem-
poralmente desplazar su trauma centrándome en cambio en otro, no reconocido
en los estudios sobre Artemisia Gentileschi: la pérdida de la madre.
En el contexto de la artista como una hija afligida, hay elementos de “Cleo-
patra” que podrían poner en escena una relación diferente entre feminidad y
muerte, cuando la madre fantaseada se muestra para siempre sostenida por el
cuadro “antes de la muerte”, mantenida al borde de abandonar la vida, pero
aún ahí. ¿Podría describirse el cuerpo femenino poderoso, maduro y sexual que
caracteriza la obra de esta artista como un cuerpo materno? ¿Podría haber sido
generado por un recuerdo? ¿Podría ser la recreación de la mujer tal y como la
fantaseara una niña en compensación por una pérdida que es inevitable cuando
la Ley del Padre o la Ley de lo Simbólico nos obliga a separarnos del cuerpo
materno? En este caso, esa ruptura obligatoria y el deseo ahí creado estaban
sobredeterminados por la muerte prematura de la madre antes de que la hija
hubiera entrado en su propia pubertad y su sexualidad adulta, antes de que las
relaciones arcaicas reprimidas madre-hija pudiesen haber sido trabajadas en la
edad adulta para ayudar a la niña en su propio acceso a una feminidad adulta41.
El desarrollo de una niña siempre se interrumpe en algún grado cuando una
madre muere de manera prematura. Es impredecible cómo va a conformar
este hecho la vida psíquica de la hija, pero debemos suponer que tendría un
efecto. Este efecto puede permanecer desconocido para la hija excepto como
un exceso que se revelaría repentinamente cuando se dedicara a pensar sobre un
cuadro que serviría como detonante y, al mismo tiempo, como una estructura
para “pensar a través” de una serie de asuntos no cerrados en relación con la
mortalidad materna.
Parece que Gentileschi pintó una segunda Cleopatra, a principios de la dé-
cada de 1630, posiblemente durante su visita a Londres, puesto que se encuen-
tra ahora en una colección privada inglesa (Ilustración 6.10). Es totalmente
diferente en su concepción y su efecto del cuadro de 1621-1622. La reina está
muerta, pálida y quieta. El cuerpo se apoya en un costado y está cubierto por
una tela azul intenso, el color de la Madonna. La cabeza está echada hacia atrás,
por lo que la cara se ve en un violento escorzo que nos permite ver el interior
de la nariz, el blanco de los ojos bajo unos párpados aún semiabiertos. La boca,
también semiabierta, se ve desde abajo, marcando el grosor del labio superior y
revelando una fila de dientes.
Parte III. Heroínas: Situando a las mujeres en el Canon 223

No me encuentro en posición de decidir sobre las pretensiones de atribu-


ción, pero una vez que se nos presenta la posibilidad de que este cuadro sea de
Artemisia Gentileschi podemos al menos rechazar la idea de que se pueda saber
que este cuadro es de una mujer debido a cualquier continuidad entre esta ver-
sión y la anterior. Es un tratamiento radicalmente distinto. Al centrarse en el
momento posterior a la muerte, se obliga al espectador a confrontarse con
un cuerpo materno muerto. En Over Her Dead Body, Elisabeth Bronfen
argumenta que “la cultura emplea el arte para soñar las muertes de mujeres
hermosas”, y añade:

Como indica mi título, el intersticio entre la muerte, la feminidad y la estética


se negocia sobre las representaciones del cuerpo femenino muerto claramente
marcado como siendo otro, como siendo no mío. Representar sobre su cadáver
señala que el cuerpo femenino representado también reemplaza conceptos dis-
tintos a la muerte, la feminidad y el cuerpo, en especial el artista masculino y la
comunidad de los supervivientes42.

Este tropo de la mujer hermosa muerta es y no es a la vez lo que parece ser. Puede
significar diferencia sexual, porque la imagen funciona como el Otro —y, aun así,
como la proyección— de las subjetividades masculinas productoras y visualizadoras
en las que se origina y para cuyas fantasías proporciona una iconografía. El tropo
ofrece un repertorio para las narrativas masculinas de la muerte. Si las mujeres re-
presentan la muerte mediante la imagen de un cuerpo femenino, ¿hay una diferen-
cia de otro orden? ¿Se sobreidentificarán de manera masoquista el sujeto produc-
tor femenino y su espectador putativo con una imagen que fusiona feminidad y
muerte, o podrá ella negociar, a partir de sus relaciones psíquicas específicas con el
cuerpo de vida y muerte femenino, asociado a la madre, un espacio diferente en el
que reajustar la representación de la muerte y la feminidad?
Sinceramente, no lo sé. Pero es una cuestión importante: muerte y diferencia
sexual. He intentado abordarlo en otro lugar usando mi propio caso como estu-
dio, mi propia experiencia de dolor por la pérdida materna en la adolescencia y el
encuentro con los cadáveres de los seres queridos, para cuestionar las narraciones
existentes de la muerte y buscar la diferencia dentro de las que puedo producir43.
A la luz de ese trabajo, yo veo esta imagen (Ilustración 6.10) como la antítesis de la
primera Cleopatra (Ilustración 6.7), cuya plenitud corporal y conciencia resistente
a la muerte logran una imagen de subjetividad y corporeidad femenina unidas en
una fantasía compensatoria que tiene que articularse mediante una referencia a
224 Diferenciando el Canon

la sexualidad de la mujer, donde de hecho ella experimenta tanto la vida como


la muerte. En este último cuadro de Cleopatra (Ilustración 6.10) se abandona el
atributo fálico de la serpiente. Se aparta del cuerpo, que es frágil y exangüe. Está
pintado de una forma pobre y bastante prosaica. Los pechos desafían a la gravedad
y hay muy poco en el cuerpo que pueda enganchar a quien lo mira. Dos lugares
de interés pictórico activo, la mano y la cara extraña, perturbadora, atraen nuestra
atención a ese área del cuadro, en la que descubrimos una enorme perla (¿la pareja
de la que la leyenda dice que Cleopatra disolvió en una copa de vino y que se bebió
en su famoso banquete?) y una masa en cascada de un pelo castaño sedoso.
Me encuentro confrontada inexorablemente con el horror de la muerte. Me
siento tentada a sugerir que, si este cuadro fuera de Artemisia Gentileschi, esa cruel-
dad de la representación implacable, desestetizada del rostro muerto tal vez fuese
un recuerdo perturbador y perturbado de su propia mirada a la cara de su madre
muerta. En mi cultura pocas de nosotras vemos a menudo cadáveres. Esta imagen
no se priva de mostrar que la muerte no se parece nada al sueño. Aquí tenemos la
repentina relajación de la tensión muscular que deja caer la mandíbula, que hace
girar los ojos. Pero también incluye los efectos del rigor mortis en esa muñeca du-
ramente doblada, encajada en su lugar, mientras que la mano cae inerte. El cuadro
parece un manojo de incoherencias: un bello bodegón, como el que Lucy Snowe
apreciaría bajo el codo de la reina muerta, y las figuras en la sombra de las criadas
aún vivas, que apartan una cortina y aparecen como descubridoras de la muerte y
sus primeras testigos compungidas. Pero nosotras, las actuales espectadoras, cuyo
lugar ante el lienzo da por sentado su composición, debemos ver el cuerpo bajo una
luz violenta, cruel, y la larga línea recta del cuerpo frío y blanco obliga al ojo a bus-
car el interés en la cara y en el brazo, solo para ahí confrontar la muerte como algo
que se le hace a un cuerpo que antes estaba vivo, como una ausencia, una palidez,
una frialdad y una violencia que, quien fuera que pintó esa cabeza, no se retrajo a la
hora de ver y de compartir con el espectador.
En esta Cleopatra (Ilustración 6.10) la muerte está encarnada y, por lo tanto,
representada como la negación de una vida y de una subjetividad. Cualquiera
que haya presenciado la muerte de un ser querido —o quien haya sostenido en
sus brazos a alguien recientemente fallecido— sabrá lo difícil que le resulta a la
mente y a las emociones humanas comprender el momento en el que la “vida”
abandona el “cuerpo” y vacía la substancia vital de la persona y reduce los restos
a una morada inhabitada. Lo que queda es, de repente, un mero simulacro. El
cuerpo se enfría y la piel amarillea. Es esa persona y a la vez no lo es. En ese
momento nos preguntamos qué es la vida, qué es eso que nos hace sujetos en
Parte III. Heroínas: Situando a las mujeres en el Canon 225

un cuerpo, que puede desaparecer cuando su sistema bioquímico deja de fun-


cionar. No es extraño que hayamos producido tantos mitos sobre almas, sobre
vidas después de la muerte, renacimientos y reencarnaciones para distraernos
de la pura dificultad de contemplar la muerte mientras parece robarnos a quie-
nes amamos, dejando esa horrible huella de un cuerpo que ya no proporciona
un acceso material a los procesos humanos (in)materiales: amor, afecto, deseo.
La composición Cleopatra (Ilustración 6.10) de Artemisia Gentileschi hace
que el observador sea un testigo de la muerte. Elisabeth Bronfen dice que, al es-
tetizar la muerte mediante la imagen de la mujer hermosa, la muerte misma se
mal representa o, mejor dicho, se des-representa. Por el contrario, este cuadro
parece privar a la muerte de un desplazamiento así. De ahí los extraños detalles,
su carácter disyuntivo, la serpiente aquí con su propia ropa de cama, la cesta
de flores primaverales, la borla del cojín y ese otro escenario de las intrusas,
pintadas en un estilo y una paleta de colores diferentes.
Esos detalles posibilitan un regreso a la primera versión, la de 1621-1622
(Ilustración 6.7), para recordar la apertura vacía de ese cuadro —la posible
puerta, el umbral entre la habitación de Cleopatra y el mundo exterior— de la
que hay que hablar en términos metafóricos como una representación despla-
zada del pasaje que es el nacimiento y la muerte, la entrada y la salida. Pintado
con voluptuosidad, en un rojo sangre (de vida), un terciopelo que se sostiene
solo, plegado, rodea una negrura rectangular. Ahí la muerte acecha en cuanto
nada, una rareza notable en un cuadro como este que sitúa la fantasía creada
por el voluptuoso cuerpo materno autohabitado contra el horror vacío y crudo
de la muerte, que se desplaza a un vacío significante.

mirar al núcleo oscuro y no mentir

Encuentro en esa frase una asombrosa conexión entre este momento, el más
extraño de la pintura italiana del siglo xvii, y la literatura de las mujeres que
escriben autoconscientemente como feministas en nuestro siglo. En su ensayo
“Mujeres y honor: algunas notas sobre la mentira”, Adrienne Rich escribe:

La mentirosa teme el vacío.

El vacío no es algo creado por el patriarcado, o el racismo, o el capitalismo. No


desaparecerá con ninguno de ellos. Es parte de toda mujer.
226 Diferenciando el Canon

“El núcleo oscuro”, lo llamó Virginia Woolf, escribiendo sobre su madre. El


núcleo oscuro. Está más allá de la personalidad; más allá de quién nos quiere o
nos odia.
Empezamos desde el vacío, desde la oscuridad y la vaciedad. Es parte del ciclo
que la vieja religión pagana comprendía, que el materialismo niega. De la muer-
te, el renacer; de la nada, algo.
El vacío es la creadora, la matriz. No es mero hueco y anarquía. Pero en las
mujeres se ha identificado con falta de amor, infertilidad, esterilidad. Se nos
ha presionado para llenar nuestra “vaciedad” con criaturas. No se supone que
debamos bajar hasta la vaciedad del núcleo.
Pero, si podemos arriesgarnos, el algo que nace de esa nada es el inicio de nuestra
verdad.
En su terror, la mentirosa quiere llenar el vacío con cualquier cosa. Sus mentiras
son una negación de su miedo, una manera de conservar el control44.

Virginia Woolf, cuya frase “una mujer que escribe piensa de vuelta a través de
sus madres”45, es aquí citada por Rich, reclamada para una especie de genealo-
gía materna de mujeres artistas o escritoras. Pero, como Shoshana Felman ha
señalado, este era un legado de muerte. “Marcada por el trauma de la temprana
muerte de su propia madre, Virginia Woolf puede pensar de vuelta a través de
su madre autobiográficamente solo en la medida en que su madre (…) es, en lo
esencial, una madre muerta —muerta como resultado de cumplir con demasiada
perfección (…) sus ‘deberes como mujer’—”46. Lucy Snowe era también una
hija sin madre, como también lo era su creadora, Charlotte Brontë. La imagen
de Virginia Woolf de la “asesinada” Judith Shakespeare funciona como espejo y
también como resistencia a su propio conflicto y a su miedo de la relación entre
la muerte y la maternidad. El dilema de Lucy Snowe en la galería de arte, entre lo
que le parece monstruosamente sensual en el cuerpo materno gigante y las imá-
genes tediosas y mortíferas del “deber de la mujer”, también expresa el conflicto
que vivió Charlotte Brontë, la artista. Vista a través del prisma desplazado de los
cuadros de Artemisia Gentileschi, Woolf y Brontë se leen de manera diferente.
Ambas escritoras nos ofrecen ahora no tanto mitos feministas como imágenes
feministas de los miedos y los conflictos que asaltan a quienes han intentado
conjugar feminidad y creatividad dentro de la cultura patriarcal.
Una tenue cadena de asociaciones entre núcleos oscuros, madres muertas y
“el corazón de un poeta enmarañado en el cuerpo de una mujer” rompe tanto
los límites disciplinarios como las fronteras vigiladas entre los diferentes períodos
Parte III. Heroínas: Situando a las mujeres en el Canon 227

históricos. En este espacio fluido yo sugiero que podemos leer las inscripciones
femeninas en el campo de la pintura narrativa italiana del siglo xvii. Este “fe-
menina” no deriva de una esencia biológica o transhistórica. Con este término
denomino el jeroglífico de la diferencia que, hasta este punto de nuestro siglo
feminista, hemos tenido pocos medios para decodificar. El movimiento feminista
en la época moderna rompe el silencio canónico que ha asesinado repetidamente
el arte y las palabras de las mujeres, silenciándolas, echándolas tras el umbral
del interés canónico y la inteligibilidad. No estoy trazando un vínculo esencial
entre Rich, Woolf, Brontë y Gentileschi. Retrospectivamente, estoy creando una
genealogía feminista. Estoy sumando un nombre a una cadena establecida por
Shoshana Felman y su estudio de las mujeres y la escritora, What does a Woman
Want?, un libro que, según ella, es una autobiografía. Felman hace una afirma-
ción importante sobre para qué escriben las mujeres y qué es el feminismo:

El feminismo, diría yo, es, de hecho, para las mujeres, entre otras cosas, leer
literatura y teoría con su propia vida, una vida, sin embargo, que no está entera-
mente en su posesión consciente. Si, como apunta con agudeza Adrienne Rich,
“leer o re-visar, el acto de mirar hacia atrás, de ver con nuevos ojos, de entrar
en un viejo texto con una nueva dirección crítica, es para las mujeres algo más
que un capítulo en la historia cultural: es un acto de supervivencia”, es porque la
supervivencia es, profundamente, una forma de autobiografía47.

Felman nos advierte, sin embargo, de que “leer autobiográficamente” no debe


confundirse con la tendencia reciente de “partir de lo personal”. Todas nosotras
estamos ya poseídas por la cultura dentro de la cual vivimos, hemos sido forma-
das y educadas y que practicamos en cuanto analistas culturales. Nos volvemos
“personales” con ideas y creencias implantadas. Estamos formadas para ver de
manera canónica y podemos, como dice ella, hablar con una voz prestada, sin
tan siquiera saber que lo hacemos y de quién hemos tomado prestada esa voz.
Como Lucy Snowe, resistimos únicamente desde dentro de las ideologías que
ya enmarcan esa resistencia.

Yo diría que ninguna de nosotras, en cuanto mujeres, ha tenido aún, de manera


precisa, una autobiografía. Formadas para considerarnos objetos y ser posiciona-
das como Otro, extrañadas de nosotras mismas, tenemos una historia que por
definición no puede autopresentarse ante nosotras, una historia que, en otras
palabras, no es una historia, pero debe convertirse en una historia48.
228 Diferenciando el Canon

Para que esta historia, aún no apropiada, se convierta en una historia, necesita
lo que Shoshana Felman llama el lazo de la lectura, una especie de pacto entre
la historia de la Otra y las mujeres que la leen, las mujeres que leen historias de
otras mujeres, historias contadas por otras mujeres. Así, concluye:

Más bien querría proponer aquí que pudiéramos ser capaces de engendrar, o de
acceder a nuestra historia solo de manera indirecta —conjugando la literatura,
la teoría y la autobiografía mediante el acto de leer y leyendo así, en los textos
de cultura, a la vez nuestra diferencia sexual y nuestra autobiografía en tanto
perdida—49.

Aquí está la enorme diferencia entre mirar los cuadros de mujeres con la pre-
suposición de que expresan algo sobre las mujeres que o bien la artista o bien
nosotras conocemos de manera espontánea. Lo que encontramos son historias
—quizás leyendas— que requieren del vínculo de la lectura para convertirse
en una historia para nosotras, es decir, en una representación significativa de
nosotras. Los materiales que nos ofrece el arte de las mujeres pueden leerse de
varias maneras, leerse mal o no percibirse en absoluto. La lectura feminista es
el deseo activo de esa diferencia, de esa posibilidad del descubrimiento de algo
sobre nosotras que aún no sabemos, que requiere alguna articulación, alguna
forma de representación para que lo que sea que somos se vuelva disponible
mediante su conjugación de la experiencia vivida, de los repositorios incons-
cientes de la memoria y la fantasía, y de la teoría, es decir, para que se convierta
en una representación de todo eso en lo Simbólico.
Por lo tanto, yo presto mi propio dolor y mi sentido de ser hija sin madre a
una serie de textos que me complacen en la medida en la que puedo discernir
que articulan algunas de las complejidades innombradas de esa condición a
través de las leyendas de Cleopatra y de las retóricas del Barroco italiano y, es-
pecíficamente, de la pintura caravaggista. Esto no es generalizar una condición
de mujer o ni siquiera una feminidad a lo largo del espacio y el tiempo. Pues
yo no reclamo que mi interés en estos dos cuadros de Cleopatra de Artemisia
Gentileschi agoten su gama de significados. Estoy identificando algo que se ha
perdido en la literatura, en el análisis histórico del arte, aunque puede que esté
ahí, en el cuadro: la madre.
Como ha apuntado Adrienne Rich, el destino de la mujer ha sido llenar el
vacío —el núcleo oscuro era la madre— con criaturas, un desplazamiento de
una pérdida que, cuando se usa de esta manera, agrava la cultura mentirosa de las
Parte III. Heroínas: Situando a las mujeres en el Canon 229

mujeres, las mentiras que las mujeres están obligadas a contarse a sí mismas, de
forma que no cuenten sus propias historias para que otras mujeres las posean
y se conviertan así en mujeres en ese pacto de “compañeras-en-la-diferencia”.
La creatividad en las formas simbólicas, la fabricación de textos e imágenes, las
figuraciones míticas que se hacen posibles a través del discurso y de la repre-
sentación, no compensan ni borran la pérdida real de una madre. Pero le dan
un campo simbólico en el que el sujeto femenino puede participar en hacerse
a sí mismo, en una especie de generación simbólica de significados. El carácter
específico de esta generación simbólica en cuanto femenina no radica en una
única voz, en un contenido monolítico Mujer, sino en las diversas articula-
ciones de las trayectorias variables a través de las feminidades cultural, social,
histórica y biográficamente específicas. Lo que nos ofrece el arte, la poesía, la
literatura y la teoría feminista contemporáneas son las pistas por las que em-
pezar a leer estas inscripciones históricas, estas historias de la Otra mujer. El
cuerpo femenino y la madre son marcadores aproximados en las entradas a las
inscripciones en lo femenino.

CODA: ESCENAS DE VIOLACIÓN Y LUCRECIA

Durante un juicio que duró siete meses y que empezó en marzo de 1612, Ar-
temisia Gentileschi testificó bajo juramento que en mayo de 1611 había sido
violada por Agostino Tassi, un pintor colega de su padre. Una vez desvirgada,
como Judith Shakespeare, fue sin embargo sometida a relaciones sexuales re-
currentes bajo la promesa de un matrimonio que sería lo único que podría sal-
varla del deshonor que sufriría una mujer desprovista de su castidad según los
códigos de la práctica sexual y el parentesco en el siglo xvii en Italia. Estando ya
casado, Tassi no cumplió su promesa y, nueve meses después de la primera vio-
lación, Orazio Gentileschi denunció a Tassi, exponiendo a su hija a un segundo
trauma: un juicio por violación que supuso que fuera torturada.
En el mismo año que empezó la primera Cleopatra, 1621, Artemisia Genti-
leschi pintó un cuadro de Lucrecia, que compró también Pietro Gentile de Gé-
nova, a donde lo llevó Orazio en 1622 (Ilustración 6.11)50. El tema de Lucrecia
era muy habitual en la cultura de los siglos xvi y xvii. Como Judith Shakespea-
re, el cuerpo explotado sexualmente y suicidado de una mujer era el símbolo de
la comunicación teórica y cultural entre hombres. Como Cleopatra, Lucrecia
es también un mito originario de la cultura romana. La violación de la casta
230 Diferenciando el Canon

Ilustración 6.11. Artemisia Gentileschi, Lucrecia, ca.1621, óleo sobre lienzo, 137 × 130 cm, Génova, Palazzo Cattaneo-Adorno
Parte III. Heroínas: Situando a las mujeres en el Canon 231

Ilustración 6.12. Rembrandt van Rijn, (1606-1669), Lucrecia, 1666, óleo sobre lienzo, 105,1 × 92,3 cm.
Minneapolis, Minneapolis Institute of Arts (The William Hood Dinwoody Fund)

matrona Lucrecia por el hijo de la dinastía gobernante de los Tarquinio con-


duce a su derrocamiento y a la fundación, dirigida por Bruto, de la república
romana. La cruz de la historia es, sin embargo, que Lucrecia, habiendo sido
violada, se suicida para demostrar su castidad en presencia de su marido, su pa-
dre y Bruto, que alza su daga manchada de sangre como el signo de la revuelta
contra la monarquía corrupta. El mito de Lucrecia pone a la mujer violada y a
su cuerpo moribundo al servicio de los fines del poder político masculino.
En su estudio del tema de la violación en las dos versiones de Lucrecia
que pintó Rembrandt [1644 (National Gallery, Washington, D.C.) y 1666
(Minneapolis Institute of Arts) (Ilustración 6.12)], Mieke Bal defiende que la
violación es un lenguaje que emplea el cuerpo de una mujer como signo para
producir y publicar el odio, la competición y la venganza entre varones51. Bal
232 Diferenciando el Canon

Ilustración 6.13. Tiziano (Tiziano Vecellio, ca.1487/90-1576), Tarquinio y Lucrecia,


1568-1571, óleo sobre lienzo, 182 × 140 cm. Cambridge, Fitzwilliam Museum

argumenta que la violación en sí apenas se visualiza en la pintura, no porque


sería demasiado horrible mostrarla, sino porque lo que es la violación no se
puede visualizar en la mera descripción de una agresión sexual. La violación es
una forma metafórica de asesinato52. Hay unos pocos cuadros que se centran
en el momento de intimidación sexual, por ejemplo, el de Tiziano (Ilustración
6.13), pero tienden a mostrar el momento previo a la violación concreta y, por
lo tanto, confirman la afirmación de Mieke Bal acerca de la invisibilidad de lo
que hace la violación como un acto intersubjetivo de violencia tanto semiótica
como física. Mieke Bal afirma que la violación hace invisible a la víctima:
Parte III. Heroínas: Situando a las mujeres en el Canon 233

Lo hace de manera literal —primero el perpetrador la cubre— y de manera fi-


gurada —después la violación destruye su imagen de sí misma, su subjetividad,
que temporalmente queda narcotizada, definitivamente cambiada y a menudo
destrozada—. Finalmente, la violación no puede visualizarse porque la expe-
riencia es interna, de forma física a la vez que psicológica. La violación tiene
lugar dentro. En este sentido, la violación, por definición, se imagina; solamente
puede existir como experiencia y memoria, como imagen traducida a signos,
nunca objetivable de manera adecuada53.

Desde esta perspectiva, no parecería en absoluto lógico que una mujer que hu-
biera experimentado este proceso de “asesinato del yo” abordara un tema que
visualmente representa eso mismo. ¿Cómo podría una mujer artista negociar
este tema connotado en términos negativos?

La Lucrecia de Artemisia Gentileschi (Ilustración 6.11) coloca al observador


junto a una única figura, a gran escala, de una mujer sentada de perfil, que
mira intensamente hacia arriba y que, por lo tanto, parece recular ante algo
amenazador que se alza sobre ella y que se encuentra fuera de nuestra línea de
visión. Aunque solo hay una figura en el cuadro, la vacuidad del espacio y la
posición del cuerpo implican la intimidad casi intrusiva del espectador con la
mujer o la presencia de un otro amenazador. En ninguno de estos dos casos se
nos permite participar cómodamente en esta puesta en escena imaginaria. La
distancia necesaria para el voyeurismo se rompe sin que haya una figura subro-
gada dentro del cuadro que nos alivie de esta proximidad intensa. Con su mano
derecha, la figura de Lucrecia se agarra el pecho izquierdo mientras que, de
forma inesperada, su mano izquierda sostiene enhiesta una larga daga, visible
contra el fondo oscuro solo gracias a un brillo ligeramente pintado a lo largo
de su filo. Es una manera extraña de agarrar. Una persona que está a punto de
apuñalarse a sí misma no sostiene así una daga. Y hacer zurda a Lucrecia sería
sin duda una novedad.
Lucrecia no está desvestida, como lo está la figura casi desnuda y por lo
tanto convertida en un desnudo convencional en el cuadro de la violación
obra de Tiziano (Ilustración 6.13), ni tampoco está completamente vestida
con ropa amplia, como en el cuadro del suicidio de Rembrandt (Ilustración
6.12): el estado de su ropa en este cuadro es de desarreglo. El corpiño resbala
por los hombros y el pecho, las faldas están levantadas por encima de la rodilla,
mientras que el resto del vestido de terciopelo rojo se ha deslizado por debajo
234 Diferenciando el Canon

de su cintura. Narrativamente este estado de su vestimenta sugiere el desvestido


violento de una mujer durante una violación o su estado de confusión inmedia-
tamente después. El caos de la ropa de la mujer acentúa el efecto y la intensidad
de la actividad violenta y le da al acontecimiento de la violación una especie de
temporalidad inmediata. Acaba de ocurrir.
Esto tiene que leerse con cuidado. La presencia de la daga vincularía a pri-
mera vista la escena no con la violación —cuando sería Tarquinio quien tuviera
el arma— sino con el suicidio54. Unir el expresivo desorden del momento in-
mediatamente posterior a la violación con el momento del suicidio de Lucrecia
precipitaría la secuencia narrativa convencional en una única imagen, super-
poniendo el suicidio sobre la violación para producir el significado patriarcal
que la lectura de Rembrandt realizada por Mieke Bal ha liberado para poder
reconocerla. Pero, en el cuadro de Artemisia Gentileschi, la daga no apunta al
cuerpo de Lucrecia sino hacia arriba, siguiendo la dirección de su mirada. Este
detalle me permite argumentar que el cuadro se resiste a la lógica canónica se-
gún la cual el suicidio debe suceder para completar el asesinato que la violación
inicia, confirmando la violación como un asesinato del yo ab initio. La daga
devuelve la violencia hacia el violador.
La imagen de Artemisia Gentileschi rompe con la lógica de la doxa patriar-
cal según la cual, una vez que una mujer pierde la castidad mediante su pose-
sión ilegal y por más de un hombre, debe morir. Esto convierte a la muerte en
la conclusión lógica y necesaria del acontecimiento. El suicidio, sin embargo,
convierte a la mujer en guardiana y verdugo de la ley patriarcal. Mieke Bal ha
argumentado en su lectura de los cuadros de Rembrandt que la secuencia, la
metonimia, se rompe por la manera en la que se dispone la escena, de forma
que el violador, sin embargo, se convierte en una parte de la escena posterior,
una presencia que revierte el suicidio y convierte la representación en una con-
firmación del asesinato del yo de una mujer que ya ha sido cometido por la
violación. El cuadro de Gentileschi parece hacernos partícipes de un aconte-
cimiento reciente, en el que la daga con la que el violador amenazó a Lucrecia
está ahora en su mano, en el lugar de su violador, de su pene y del instrumento
de su muerte autoinfligida, culturalmente prescrita, en la cual hasta ahora esta
figura femenina no está colaborando.
Este cuerpo no expresa ni una aceptación pasiva ni una resolución estoica.
La concepción dramática del cuerpo es todo tensión, rodilla y codos doblados
y las manos aferrando con firmeza tanto el pecho como la daga. Se aplica pre-
sión sobre el pecho hinchado, que se sostiene en un gesto de protección y, sin
Parte III. Heroínas: Situando a las mujeres en el Canon 235

embargo, posiblemente se esté haciendo daño. La cara está alzada y pintada con
una expresión de concentración y angustia. Hay obvios prototipos del arte an-
tiguo que asocian una posición tan extrema con la angustia. Refundida a través
del realismo caravaggista como un retrato individualizado y nada idealizado,
la cara aporta una inmediatez desgarradora al drama mítico que nos impide
ahondar demasiado en el tradicional mito de Lucrecia. La fantasía queda en
suspenso por la contundencia de esta encarnación de una mujer violada que se
enfrenta a una elección terrible que aún no ha tomado.
Puede que la violación sea la muerte psicológica —el robo de la persona-
lidad—, pero en términos legales es también una muerte social, pues cambia
el estatus de una mujer. Las culturas patriarcales tienen un término específico
para la mujer no casada que implica su castidad, parthenos, virgen o zitella en
la Italia del siglo xvii. Era ese estatus lo que se juzgaba cuando Agostino Tassi y
Donna Tuzia trataron de sugerir que Artemisia Gentileschi ya era sexualmente
activa, ya no era zitella. El estatus sexual es también un estatus legal en las cul-
turas grecorromanas, en las que a la mujer se la concibe únicamente como el
objeto de intercambio entre los hombres y en las que su valor radica en el paso
de esa propiedad —su castidad, su estatus de mercancía no abierta— de un
hombre, el padre, que la conserva, a otro hombre, que es el único que la usa.
Artemisia Gentileschi no murió como resultado de la violación de Agostino
Tassi. No se suicidó como resultado del juicio. No es la Lucrecia de la leyenda.
Sobrevivió. Pintar a Lucrecia desde esa experiencia de supervivencia es cues-
tionar la leyenda. ¿Dónde está esa “diferencia”? Un lugar posible dentro del
cuadro para la identificación con la víctima de la violación y una resistencia a
la representación o la narración de ese asesinato del yo de la mujer mediante la
“traducción” del texto es la manera en la que se negocia el cuerpo de la mujer.
En sorprendente contraste con la completa desnudez de Cleopatra (Ilustra-
ción 6.7), este cuadro usa las relaciones entre estar vestida y desvestida para
permitir que el cuerpo produzca una representación de la acción del robo de
la identidad. Que Lucrecia hubiera estado casi desnuda, como hace Tiziano,
habría sido arrojarla a la categoría de su sexualidad para el hombre (Ilustra-
ción 6.13). Mantenerla vestida, como hace Rembrandt (Ilustración 6.12), es
prestarle dignidad y pathos pero perder el lugar sexual de la subjetividad y su
borrado mediante la violación55. La violación es y no es sexual a la vez; emplea
los genitales de los cuerpos sexuados como su gramática y produce sus efectos
a través de la intimidad violadora de dos cuerpos. Este cuadro muestra a una
mujer cuyos vestidos están completamente desordenados, dejándola expuesta
236 Diferenciando el Canon

pero no —como Mieke Bal defiende, incluso para la versión de 1644 de Rem-
brandt— “publicada”56. Lucrecia agarra su ropa para cubrir el pecho y vemos
la pierna. Un equilibrio minuciosamente calibrado entre el cuerpo y la ropa
significa la violencia de lo que ha tenido lugar a la vez que deja cierto grado de
entereza a la mujer.
Me impresiona un elemento en la transcripción del juicio, donde Artemisia
Gentileschi afirma que, en cuanto se separó de Tassi después de la violación,
alargó la mano para coger un puñal y le amenazó con matarlo por la deshonra
que le había causado. De hecho, se lo lanzó al pecho y le hirió. La daga del cua-
dro sin duda no está agarrada como para herir a la propia Lucrecia y, del mismo
modo, tampoco para atacar a otro. Se parece más a cómo agarra Cleopatra el
áspid, en un movimiento en suspenso, ¿mientras se decide a resistir? ¿O jura
venganza? Ser capaz de defenderse revela un resurgimiento de la subjetividad,
una negativa a ser contaminada y aniquilada. Gentileschi era una supervivien-
te, se había abierto camino a través del juicio y de la publicidad y de un ma-
trimonio apresurado para llegar a la creatividad con la que se estableció como
artista por encargo y se mantuvo a sí misma y, más tarde, a sus hijas.
Lucrecia, una imagen que establece un paralelo con la figura mítica de la
asesina de mujeres de Virginia Woolf, también se resiste a ese mito. El cuadro
de Artemisia Gentileschi niega su complicidad tanto con los mitos patriarcales
como con los feministas. Capaz de dramatizar visualmente la angustia median-
te la semiótica de un cuerpo femenino, la obra se niega a la dicotomía que ex-
presa la imagen de la feminista moderna del corazón de un poeta mortalmente
embrollado en el cuerpo de una mujer. De la misma manera, la individualista
victoriana Lucy Snowe no entendería el significado retórico de tanta tela cu-
briendo de manera tan poco adecuada el cuerpo y me temo que no le gustaría la
generosidad de esta potente corporeidad femenina. Tal vez fuera la conjunción
histórica del dramático encuentro de esta mujer romana del siglo xvii con la
definición de mujer de su cultura —en el juicio— y un repertorio de relatos
culturales que trataban de las mujeres heroicas embrolladas en la imaginación
masculina, lo que creó los espacios semióticos para una negociación concreta,
para una diferenciación específica del canon.
Texto a texto, caso a caso, leemos buscando el relato de la otra mujer, para
encontrar a su través no una “gran mujer”, una heroína y madre idealizada,
sino, en palabras de Freud, “un[a] [mujer] como nosotr[a]s, con la que po-
damos sentirnos emparentadas en la distancia”57. Para Artemisia Gentileschi
fueron Susana, Judit, Cleopatra y Lucrecia; para nosotras es la pintora remo-
Parte III. Heroínas: Situando a las mujeres en el Canon 237

delando en su cultura la iconografía y la mitología de estas mujeres históricas.


Sobre la pantalla de la representación que su cultura proyectaba, la artista tra-
bajó la visibilidad, para ella tanto como para nosotras, sus espectadoras tardías,
de posibilidades que desplazan el significado canónico de sus temas. Tanto en
Cleopatra como en Lucrecia podemos discernir huellas de la historia de la ar-
tista. Pero los elementos de esa historia son diferentes de los que han creado
la mala fama de Artemisia Gentileschi dentro de la historia del arte. El duelo,
la pérdida materna y la supervivencia postraumática no son el material habi-
tual del cotilleo patriarcal. El deseo feminista produce maneras de articular la
especificidad de las formaciones psíquicas femeninas, de la sexualidad y de las
maneras de negociar una cultura mortífera y ginofóbica. Allí donde la creativi-
dad teórica y la conciencia política feminista se encuentra con las inscripciones
de lo femenino en el pasado, hay un pacto creativo de lectura que nos permite
empezar a descubrir nuestras propias historias.
238 Diferenciando el Canon

1 Miller, Nancy K., “Re-reading as a Woman: The Body in Practice”, en Susan R. Suleiman (ed.),
The Female Body in Western Culture: Contemporary Perspectives, Cambridge, Mass. y Londres,
Harvard University Press, 1988, p. 355.
2 Rich, Adrienne, On Lies, Secrets and Silence. Londres, Virago Press, 1980 [ed. esp: Sobre
mentiras, secretos y silencios, Margarita Dalton Palomo (trad.), Madrid, Horas y horas, 2011], p. 35.
3 Woolf, Virginia, A Room of One’s Own [1928], Harmondsworth, Penguin Books, 1974 [ed. esp.: Una
habitación propia, Laura Pujol (trad.), Barcelona, Seix Barral, 2001], pp. 49-50.
4 Rich, Adrienne, Of Woman Born: Motherhood as Experience and Institution, Nueva York, Norton
Press, 1976 [ed. esp.: Nacemos de mujer, Ana Becciú (trad.), Madrid, Traficantes de sueños, 2019],
p. 284. La novelista y filósofa Hélène Cixous escribe: “Escribir. Una acción que no solamente “haga
realidad” la relación sin censura de la mujer con su sexualidad, con su ser de mujer, que le dará
acceso a su energía nativa; le devolverá sus posesiones, sus placeres, sus órganos, sus inmensos
territorios corporales que han permanecido sellados […]. Una mujer sin un cuerpo, sorda, ciega,
probablemente no pueda ser una buena guerrera”, Cixous, Hélène, “The Laugh of the Medusa”
[1975], Keith y Paula Cohen (trad.), Signs 1-4, 1976, pp. 875-893. Reimpreso en Elaine Marks e Isabel
de Courtivron (eds.), New French Feminisms, Brighton, Harvester Press, 1981, pp. 245-264 [ed. org.:
“Le Rire de la méduse”, L’Arc 61, 1975; ed. esp.: en La risa de la medusa. Ensayos sobre la escritura,
Ana María Moix (trad.), Barcelona, Anthropos Editorial, 2001], p. 250.
5 Ezell, Margaret J. M., “The Myth of Judith Shakespeare: Creating the Canon of Women’s Literature”,
New Literary History 21, 11, 1990, pp. 579-592.
6 Felman, Shoshana, What Does a Woman Want? Reading and Sexual Difference, Baltimore y
Londres, Johns Hopkins University Press, 1993, p. 148.
7 Woolf, Virginia, A Room of One’s Own, op. cit, pp. 51-52.
8 Felman, Shoshana, What Does a Woman Want?, op. cit., p. 147.
9 Véase Fetterly, Judith, The Resistant Reader: A Feminist Approach to American Literature,
notas

Bloomington, Indiana University Press, 1977. “Sin duda, la primera acción de la lectora feminista
debe ser convertirse en una lectora resistente en lugar de una lectora consentidora y, mediante
este rechazo a consentir, empezar el proceso de exorcizar la mente masculina que nos ha sido
implantada” (p. xii).
10 Brontë, Charlotte, Villette, Mark Tilly (ed.), Harmondsworth, Penguin Books, 1979 [ed. esp.: Villette,
Marta Salís (trad.), Barcelona, Alba editorial, 2005].
11 Estas conclusiones se basan en los hallazgos de Charlier, Gustave, “Brussels Life in Villette”, Bronte
Society Transactions 12, 5, 1955, pp. 386-390.
12 Alexander, Christine y Sellars, Jane, The Art of the Brontës, Cambridge, Cambridge University
Press, 1995. Aunque a Charlotte la llevaron a ver dos obras de Shakespeare, al parecer no vio
el éxito de esa temporada: Isabella Glyn en el papel epónimo de un montaje nuevo y extraño de
Antony and Cleopatra de Shakespeare. Cuesta creer que no leyera o escuchara nada acerca de la
interpretación escultural de la reina egipcia que hizo Glyn. En 1851, de nuevo en Londres, Charlotte
visitó Somerset House, así como las colecciones privadas de la marquesa de Westminster y
el conde de Ellesmere. La llevaron a ver a la gran actriz francesa Rachel en Londres. Rachel
interpretaba una obra sobre Cleopatra escrita especialmente para ella en 1847.
13 Ewbank, Inge-Stina, “Transmigrations of Cleopatra”, University of Leeds Review, 29, 1986/1987,
p. 72.
14 Ibíd., p. 65.
15 Publicaré próximamente un artículo sobre Brontë y Cleopatra y la cuestión de la identificación.
16 Esta información e interpretación procede de Hamer, Mary, Signs of Cleopatra, Londres y Nueva
York, Routledge, 1993.
17 Said, Edward, Orientalism, Londres, Routledge, 1978 [ed. esp.: Orientalismo, María Luisa Fuentes
(trad.), Barcelona, Ediciones Libertarias/Prodhufi, 1990] y Hamer, Mary, Signs of Cleopatra, op. cit.,
pp. 1-23.
Parte III. Heroínas: Situando a las mujeres en el Canon 239

18 Hamer, Mary, Signs of Cleopatra, op. cit., p. xix.


19 Una lectura sutilmente orientalista de esta escena de Villette la proporciona Lewis, Reina,
Gendering Orientalism: Race, Femininity and Representation, Londres y Nueva York, Routledge,
1996, pp. 35-43.
20 Charlier, Gustave, “Brussels Life in Villette”, op, cit., p. 387. Agradezco a la doctora Valerie Mainz su
ayuda para localizar las obras de Fanny Geefs.
21 Para ejemplos de crítica literaria feminista que lea esta novela en términos de sus intentos de
construir el sujeto escritor femenino, véase Newton, Judith, “Villette”, en Feminist Criticism and
Social Change, Newton y Deborah Rosenfelt (eds.), Nueva York y Londres, Methuen, 1985, pp.
105-133; y Jacobus, Mary, “The Buried Letter: Feminism and Romanticism in Villette”, en Women
Writing and Writing about Women, Mary Jacobus (ed.), Londres, Croom Helm, 1979, pp. 42-60.
22 Gayatri Spivak, “Three Women’s Texts and a Critique of Imperialism”, Critical Inquiry 12, 1985,
pp. 243-261. Spivak escribe sobre otro de los libros de Charlotte Brontë, Jane Eyre, y apunta a la
manera en la que lo que algunas feministas occidentales leen como un momento progresista en la
lucha de las mujeres por la autodefinición tiene como premisa el sueño de las mujeres blancas de
participar en un tipo de propiedad de sí —individualidad— que se les niega específicamente a las
mujeres “nativas”, recordando a todas las feministas la necesidad de prestar una atención especial
a las especificidades históricas e ideológicas de los feminismos históricos y contemporáneos.
23 Algunas investigaciones atribuyen la Cleopatra de 1621-1622 a Orazio, aunque Morassi y Bissell
le adjudican la autoría a Artemisia, como hacen también Garrard, Mary D., Artemisia Gentileschi:
The Image of the Female Hero in Baroque Art, Princeton, Princeton University Press, 1989 y Ward
Bissell, Richard, “Artemisia Gentileschi - A New Documented Chronology”, Art Bulletin 50, 1, 1968,
pp. 153-168.
24 Garrard, Mary D., Artemisia Gentileschi, op. cit., pp. 244-245.
25 Esta tradición es la que homenajea Clark, Kenneth, The Nude: A Study in Ideal Art, Harmondsworth,

notas
Penguin Books, 1956 [ed. esp.: El desnudo: un estudio de la forma ideal, Francisco Torres Oliver
(trad.), Madrid, Alianza Editorial, 1981] y analiza de manera crítica Nead, Lynda, The Female Nude:
Art, Obscenity and Sexuality, Londres, Routledge, 1992 [ed. esp.: El desnudo femenino: arte,
obscenidad y sexualidad, Carmen González Marín (trad.), Madrid, Tecnos, 1998].
26 Bronfen, Elisabeth, Over Her Dead Body: Death, Femininity and the Aesthetic, Manchester,
Manchester University Press, 1992.
27 Así argumenta convincentemente Lynda Nead.
28 Sobre la historia de esta forma y los significados del gesto, véase Salomon, Nanette, “The Venus
Pudica: Uncovering Art History’s ‘Hidden Agendas’ and Pernicious Pedigrees”, en Griselda Pollock
(ed.), Generations and Geographies in the Visual Arts: Feminist Readings, Londres, Routledge,
1996, pp. 69-87.
29 Pathos es una categoría del desnudo en el libro de Clark; su figura principal es el Cristo crucificado.
30 Lipton, Eunice, Looking into Degas: Uneasy Images of Women and Modern Life, Berkeley,
University of California Press, 1986.
31 Kristeva, Julia, “The System and the Speaking Subject” [1973], en Toril Moi (ed.), The Kristeva
Reader, Oxford, Basil Blackwell, 1986, p. 30.
32 Ibíd., p. 29.
33 Como escribe Garrard: “Los cuadros de Gentileschi ocuparon su lugar en los palazzi de la
aristocracia coleccionista de arte, entre las obras de Van Dyck, Guercino, Guido Reni, Rubens,
Sebastiano del Piombo, Correggio y Tiziano” (Artemisia Gentileschi, op. cit., p. 56).
34 Pero, incluso aquí, existe el peligro de que yo no esté diciendo nada más de lo que dice Kenneth
Clark, cuando afirma que la Olympia de Manet de 1863-1865 (Ilustración 9.17) es excepcional
porque “colocar en un cuerpo desnudo una cabeza con tanta personalidad individual es poner en
peligro la premisa misma del desnudo” (The Nude, op. cit., p. 153).
35 Hamer, Mary, Signs of Cleopatra, op. cit., p. xvii.
240 Diferenciando el Canon

36 Boccaccio, Giovanni, Concerning Famous Women [De Claris Mulieribus], Guido Guarino (trad.),
Londres, George Allen & Unwin, 1964 [ed. esp.: Mujeres preclaras, Victoria Díaz-Corralejo (trad.),
Madrid, Cátedra, 2010], pp. 192-193.
37 Hughes-Hallett, Lucy, Cleopatra: Histories, Dreams, Distortions, Londres, Bloomsbury, 1989.
38 Ibíd., p. xviii.
39 Menzio, Eve, “Self Portrait in the Guise of ‘Painting’”, en Mot pour Mot/ Word for Word. No. 2
Artemisia, París, Yvon Lambert, 1979, pp. 16-43, debate esta relación con una profundidad
considerable. Agradezco a Nanette Salomon que me señalara este libro.
40 Garrard, Mary D., Artemisia Gentileschi, op. cit., p. 419.
41 Me baso aquí en la obra de Wardi, Dina, Memorial Candles: Children of the Holocaust, Naomi
Goldblum (trad.), Londres y Nueva York, Routledge, 1992 [ed. org.: Le candele della memoria.
I figli dei sopravvissuti dell’Olocausto. Traumi, angosce, terapia, Sansoni, 1993], para entender
los efectos de la muerte prematura o la separación traumática de la madre en el desarrollo de la
sexualidad y de la capacidad de maternar de las chicas jóvenes.
42 Bronfen, Elisabeth, Over Her Dead Body, op. cit., p. xi.
43 Pollock, Griselda, “Deadly Tales”, en Looking Back to the Future: Essays from the 1990s, Nueva
York, G&B Arts International, 1999.
44 Rich, Adrienne, On Lies, Secrets and Silence, op. cit., p. 191.
45 Woolf, Virginia, A Room of One’s Own, op. cit., p. 96.
46 Felman, Shoshana, What Does a Woman Want?, op. cit., p. 147.
47 Ibíd., p. 13.
48 Ibíd., p. 14.
49 Ibíd.
50 Garrard, Mary D., Artemisia Gentileschi, op. cit., p. 56.
51 Bal, Mieke, Reading Rembrandt: Beyond the Word-Image Opposition, Cambridge y Nueva York,
notas

Cambridge University Press, 1991.


52 Ibíd., p. 91.
53 Ibíd., p. 68.
54 En las múltiples versiones de la mujer desnuda de Guido Reni el signo iconográfico que distingue a
Cleopatra de Lucrecia es que en la primera el áspid apunta al pecho y en la segunda lo que apunta
es el puñal.
55 En la versión de 1666, no obstante, la herida sangrante que mancha el corpiño blanco, que se ve
porque el vestido dorado ha resbalado de los hombros, invita metafóricamente al espectador a ver
un cuerpo dañado con violencia.
56 Bal, Mieke, Reading Rembrandt, op. cit., p. 71.
57 Freud, Sigmund, “Leonardo da Vinci and a Memory of His Childhood” [1910], en Penguin Freud
Library, 14, Harmondsworth, Penguin Books, 1985, pp. 143-232 [ed. org.: Eine Kindheitserinnerung
des Leonardo da Vinci, G. S., vol. 9, p. 371; G. W., vol. 8, p. 128; ed. esp.: Un recuerdo infantil de
Leonardo Da Vinci, José Etcheverry (trad.), Buenos Aires, Amorrortu, 2014], p. 223.
Parte III. Heroínas: Situando a las mujeres en el Canon 241

Ilustración 7.1. Lubaina Himid, fotografía: Sam McClaren


242 Diferenciando el Canon

VENGANZA:
LUBAINA HIMID Y LA CONSTRUCCIÓN DE
NUEVAS NARRATIVAS PARA NUEVAS HISTORIAS

La correlación de duelo y melancolía parece justificada por el cuadro


general de los dos estados. Además, las causas que las excitan, debido
a influencias ambientales, son (…) las mismas para ambos estados. El
duelo es regularmente la reacción a la pérdida de un ser amado, o a la
pérdida de alguna abstracción que ha ocupado el lugar de uno de ellos,
como el país, la libertad, un ideal, o similar.
Sigmund Freud, 19171

Tras el Duelo viene la Venganza.


Lubaina Himid, 19922

¿UNA VENGANZA FEMINISTA


POSCOLONIAL CONTRA EL CANON?

Venganza fue el título de una exposición en la Rochdale Art Gallery en 1992


de A Masque in Five Tableaux, de Lubaina Himid, una artista nacida en 1954
en Zanzíbar y que vive en la actualidad en el norte de Inglaterra (Ilustración
7.1)3. Se compone de nueve cuadros, dieciséis estudios, una instalación y tex-
tos. En su análisis de Venganza, Jane Beckett y Deborah Cherry señalan que
las máscaras eran una forma cultural importante en los inicios del siglo xvii.
Las de la corte inglesa fueron diseñadas por Inigo Jones como una “manifes-
tación espectacular de poder”. Argumentan que, lejos de ser una celebración
de la expansión imperial y de la autoridad política absolutista, la invocación
que hace Lubaina Himid en el siglo xx de una forma cultural del siglo xvii es
“una lamentación, un monumento a la supervivencia del pueblo africano y a
las transformaciones de la cultura africana. Es un espectáculo visual sobre la
historia del poder y el poder de la historia”4.
Lubaina Himid estudió diseño teatral en la Wimbledon School of Art
(1973-1976). La referencia a la máscara en Venganza indica una apropiación
Parte III. Heroínas: Situando a las mujeres en el Canon 243

transformadora de los temas de la puesta en escena, de la interpretación y la


teatralidad, así como el desmontaje de las ilusiones creadas por los accesorios
del escenario, derivados de su experiencia en cuanto artista que trabaja con
estos recursos estéticos. Venganza, sin embargo, es sobre todo una renovación
calculada del compromiso con la pintura, a través del tableau —un guiño di-
rigido tanto al empleo del tableau-vivant en la mascarada, en el teatro y más
tarde en el cine como a la palabra francesa que designa el nivel más logrado
y, por lo tanto, el más apreciado, de la pintura académica: la pintura históri-
ca—. La pintura histórica era el culmen del sistema académico debido a que
practicarla con éxito requería la integración tanto de la ambición intelectual y
una conceptualización enormemente culta del tema a tratar como el dominio
más completo de las gramáticas, las retóricas y las prácticas del arte: dibujo,
composición, gesto, expresión, forma, color, perspectiva y espacio narrativo.
Aunque el género se modificó en la época moderna a manos de pintores como
Manet, después de la década de 1860 aún hay tableaux modernos, como, por
ejemplo, Las señoritas de Avignon o el Guernica de Picasso, y forman parte de
las obras que sustentan esos discursos espacializados que son nuestros museos
de arte moderno5.
Cuando pienso en Lubaina Himid dentro del contexto de este libro, me
imagino un linaje que parte, en un extremo, de la Cleopatra heroica pero ago-
nizante, de la reina egipcia. En el medio estaría Artemisia Gentileschi y su em-
pleo recurrente de una composición con una mujer desdoblada, Judit y Abra
dedicadas al asesinato político y la liberación nacional. En el otro polo están las
parejas de mujeres negras intelectuales y artísticas en los espacios de la moder-
nidad que pinta Lubaina Himid. Los escenarios modernos del barco de Colón
(Ilustración 7.2), la ópera (Ilustración 7.4) o algún café parisino de la década de
1920 (Ilustración 7.6) destierran la derrota, la muerte y el peligro para propo-
ner la estrategia que yo había rechazado específicamente como una explicación
psicológica de los cuadros de Artemisia Gentileschi sobre Judit: la venganza. A
diferencia de Lucy Snowe, en cuanto lectora resistente “feminista” que, a pesar
de ello, activa el orientalismo de su posicionamiento británico cultural y de
clase, a Lubaina Himid se la podría denominar una “creadora resistente” que,
como una Cleopatra de nuestros días, mujer y reina egipcia en una cultura no
patriarcal y antioccidental, convertida en Artemisia Gentileschi, la pintora, se
niega a ejecutar la otredad impuesta y a contribuir a la muerte que Occidente
debe infligir sobre lo que representa la otra/mujer. En lugar de ello, Himid
pinta una serie de imágenes desmitificadoras que se multiplican, que exigen
244 Diferenciando el Canon

que sus diversos espectadores hagan un desplazamiento radical de su propia


comprensión de quiénes son y dónde están con relación a la puesta en imagen
de narrativas históricas diferenciantes.
Situada en un punto distante históricamente con respecto al momento de
la expansión colonial británica del siglo xvii, Venganza incorpora los temas
dominantes del teatro del siglo xvii —el duelo y la venganza— para retrabajar
a través suyo los nefastos legados de ese mismo proyecto colonial tan festejado
en las mascaradas cortesanas del siglo xvii. La diferenciación del canon nece-
sita abrirse a este plano histórico en el que las relaciones entre unos pintores y
otros, entre unas formas artísticas y otras pueden convertirse en la sede, no de
una formación retrospectiva del canon a lo Harold Bloom, mediante la invo-
cación edípica de figuras ancestrales, sino de su deconstrucción en nombre del
deseo de una lectura diferente de la historia. La obra de Lubaina Himid trata
de las narraciones y de las historias en las que los temas del duelo y la venganza
son inevitables, no solo debido al dolor individual, sino como resultado de un
trauma histórico de una magnitud aterradora, cuyas repercusiones son mani-
fiestas en las sociedades contemporáneas de la diáspora africana. El trauma, no
obstante, no se reduce a quienes, en tanto sus “víctimas”, luchan por ser sus
supervivientes. Toda persona que desciende de una Europa cuya preponderan-
cia política y económica fue alimentada por el comercio de esclavos porta un
trauma aún no llorado.
La diferencia transformadora y creativa es un efecto, no una condición pre-
via. La diferenciación se produce como una perturbación de las tendencias do-
minantes de los sistemas semióticos disponibles. Esta problemática es a la que
se enfrenta la artista poscolonial que trabaja atravesando los campos híbridos
de la dominación cultural y de la resistencia creada en los trescientos años pos-
teriores al inicio de la explotación cultural y económica de África por parte de
Europa. ¿Cómo consigue esta obra que la diferencia signifique de manera dife-
rente? Tal vez vengándose del canon cultural en el que las relaciones coloniales
se han inscrito de manera estética.
En su condición de elemento activo de las hegemonías contemporáneas,
el canon custodia la entrada de los artistas contemporáneos al panteón del
arte. La escritura dedicada a artistas vivos deja al descubierto su selectividad,
su exclusividad, su partidismo. Trabajar para diferenciar el canon implica cues-
tionarse las divisiones: entre lo históricamente demostrado, o lo validado por
el mercado y el museo, y los artistas cuya obra exige la atención hacia los cri-
terios que la han generado en otro lugar, pero sin traicionar su aspiración a ser
Parte III. Heroínas: Situando a las mujeres en el Canon 245

considerados “artistas”. Las prácticas artísticas tienen un significado estratégico


tanto como una potencia y un afecto estético según las diferentes comunidades
y circunscripciones a las que se dirigen. Este es, sin embargo, un argumento
peligroso. La valoración del arte por medios distintos a los que el canon dice
que son razones estéticas universalmente reconocidas se utiliza con facilidad
para descalificar la obra y para decir que no es arte en absoluto. El canon opera
valorizando el arte producido en una comunidad de elite y destinado a ella,
mientras que etiqueta el arte que habla desde o para cualquier otra geo-etnici-
dad. La obra de Lubaina Himid ha desarrollado un vocabulario estético para
desafiar el encasillamiento que tan importante resulta a la hora de conservar la
exclusividad del canon occidental.
El arte moderno no le dio la espalda a la historia, así, sin más, como intentó
hacernos creer una historia del arte puramente formalista elaborada durante la
Guerra Fría, en la década de 1950. Para afrontar, evadir o negar (que es, sin
embargo, una forma de reconocimiento fetichista) los horrores, la obscenidad y
la violencia de la historia moderna se necesitaba una investigación artística que
indagara en un repertorio ampliado de producción simbólico-estética6. Sin em-
bargo, a través de las perspectivas colonialistas y racistas del “descubrimiento”
de las culturas no occidentales que proporcionaron al arte moderno sus nuevos
vocabularios en los inicios del siglo xx, las culturas no occidentales de África y
Oceanía fueron distorsionadas y malinterpretadas. Así, ya fueran “prestados” o
mal apropiados colonialmente, los sistemas simbólicos y de representación de
los primeros períodos del arte occidental y de todos los períodos del arte mun-
dial fueron reclutados para posibilitar que los artistas occidentales de la época
moderna retrabajaran sus relaciones ambivalentes con la historia occidental.
Los lenguajes propios del arte moderno son, así, doblemente históricos: cons-
tituyen una respuesta sintomática ante el desolador reverso de la modernidad
occidental y una apropiación estética de los recursos culturales disponibles para
los artistas, ofrecidos por la expansión colonial de la modernidad occidental.
Esto ha producido una especie de visibilidad desconcertante para las cultu-
ras externas a Europa. “Globalizadas” y enmarcadas, se “modernizan” bajo los
ropajes artísticos europeos o se confinan a los museos de antropología y et-
nografía, donde únicamente deben exhibir su diferencia atemporal. Ampliada
incluso a los artistas contemporáneos, la estrategia de “cartografía geo-étnica”,
políticas de la identidad y una falsa demanda de “autenticidad”, conserva la
separación canónica entre las prácticas artísticas occidentales y las que no son
occidentales. Jean Fisher escribe:
246 Diferenciando el Canon

Por encima de todo, desde mi punto de vista, evade las complejas negociaciones
que deben tener lugar entre los lenguajes estéticos europeos y los del resto del
mundo. Para Occidente, enmarcar y evaluar todas las producciones culturales
a través de sus propios criterios y de sus estereotipos de otredad es reducir la
obra a un espectáculo de tipología esencialista racial o étnica e ignorar sus ideas
individuales y sus aplicaciones universales, un trato que no se les inflige a la obra
de los artistas europeos blancos7.

¿Entender de manera histórica puede implicar una inserción táctica del


presente en un campo histórico, mediante la cita crítica de las historias del arte,
para significar la formación histórica del presente? En sus peores momentos,
el posmodernismo parece autorizar la desaparición de la distancia histórica en
la estética voluntarista del pastiche contemporáneo. Fredric Jameson identificó
el pastiche como uno de los dispositivos de la canibalización posmoderna del
pasado que produce un historicismo que, en efecto, eclipsa la historia, o socava
cualquier comprensión histórica8. Concluye “que este nuevo modo estético fas-
cinante surgió como un síntoma elaborado de nuestra historicidad menguante,
de nuestra posibilidad vivida de experimentar la historia de alguna manera
activa”9. El proyecto de Lubaina Himid, sin embargo, desafía esta tendencia.
Venganza implica una forma de cita y reconfiguración que apunta precisamen-
te a posibilitar una práctica históricamente conformada de la pintura en la
década de 1990, una nueva forma de pintura histórica que es requerida por la
necesidad urgente de desmentir el mito occidental de África, que contribuye al
borrado de una subjetividad creativa para los artistas de ascendencia africana.
Su práctica se dedica a trabajar de manera muy articulada y autoconsciente
con y sobre el canon del arte occidental en la presencia creativa del complejo
abanico de formas culturales e historias de los pueblos africanos. Uno de los re-
sultados más sorprendentes de este juego con un museo que es historia del arte
canónica es la revelación explícita de que ahí, imbricado en sus momentos más
significativos y en los monumentos principales, hay un discurso tanto sobre la
raza como sobre el género. Ninguna interrogación feminista de la canonicidad
puede reclamar una pertinencia histórica si no se enfrenta con “el género y el
color de la historia del arte”10.
Sintomáticamente, y a menudo sin entenderlo del todo, los artistas de la
época moderna registraban lo que Theodor Adorno llamaría la “dialéctica ne-
gativa” de la modernidad11. El rostro idealizado de la modernidad —progreso,
ilustración, libertad, democracia y racionalidad— enmascaraba una capacidad
Parte III. Heroínas: Situando a las mujeres en el Canon 247

aterradora para la inhumanidad, la violencia, la explotación, la masacre y el ge-


nocidio. La tradición clásica había creado una gramática de la forma represen-
tacional cortada según el patrón de la autoidealización del hombre occidental.
Los legados de la modernidad y su “barbarismo” desvelado han exigido nuevas
formas estéticas porque ese engaño se hizo insostenible, excepto cuando los
regímenes fascistas intentaron la resurrección perversa del clasicismo como su
vocabulario cultural oficial.
Venganza resiste al pastiche posmoderno y a su borrado de la historia, mien-
tras que cita y hace referencia a los códigos artísticos asociados con los mo-
mentos históricos dentro de la modernidad que están sellados por la violación
colonial de África. En esto, la obra de Lubaina Himid pide tanto una etiqueta
moderna como posmoderna. En un debate justamente sobre esta problemá-
tica, en su estudio de la obra de tres mujeres artistas negras en Gran Bretaña,
Gilane Tawadros concluye que “la práctica cultural negra no puede definir-
se en términos de posmodernismo o posmodernidad”, precisamente porque
dichas prácticas no tratan de distanciarse de “las configuraciones históricas y
políticas de la modernidad”12. Tawadros ha argumentado con minuciosidad en
contra de considerar la posmodernidad como una ruptura con la modernidad;
la considera más bien, en la estela de Jürgen Habermas, como una reacción
a algunos de los efectos de la modernización social, incluso aunque conserve
una continuidad subyacente con las jerarquías hegemónicas occidentales del
conocimiento y del poder. En este contexto, afirma: “el ‘modernismo populis-
ta’ de la práctica cultural negra, diría yo, señala una reapropiación crítica de la
modernidad que brota de una afirmación de la historia y de los procesos histó-
ricos”13. Gilane Tawadros identifica una estética de la resistencia en las prácticas
de artistas como Sonia Boyce, Sutapa Biswas y Lubaina Himid, una resistencia
que contradice la propuesta de Fredric Jameson de que el posmodernismo hace
imposible cartografiar la subjetividad dentro del mundo fragmentado y deshis-
torizado de lo posmoderno: el nuevo mito de la cultura de finales del siglo xx
y sus teorías que tan a menudo proclaman el final de la historia y la muerte del
sujeto. “En lugar de ello, el mundo de estas artistas confirma la importancia
de cartografiar la subjetividad personal e individual dentro de las estructuras
materiales de la historia y la política”14.
Una práctica artística guiada por el propósito subyacente de crear narrati-
vas e historias para quienes han sido borrados no solo por su esclavización y
asesinato, sino también por su asimilación mítica, como el otro enmudecido
en las narrativas imperiales y las historias del arte coloniales, puede, paradóji-
248 Diferenciando el Canon

camente, encontrar en los iconos artísticos de los relatos occidentales y en las


herramientas estéticas del arte moderno occidental los materiales precisos con
los que articular una inscripción de una subjetividad históricamente resistente.

SOBRE ALGUNOS CUADROS DE VENGANZA

Entre las dos se equilibra mi corazón (Ilustración 7.2) coloca a dos mujeres en
una barca en alta mar. La elevada línea del horizonte es clara y la vista está
despejada. Una mujer viste de un rojo brillante, saturado; la otra en una tela
plisada con audaces rayas grises, rosas y negras sobre un fondo blanco. Se la ve
de perfil y la cabeza es claramente egipcia, nos recuerda a la moda de las cabe-
zas alargadas que conocemos a través de las esculturas que deben su nombre a
la reina egipcia Nefertiti. Ambas figuras ejecutan gestos clave. Una de ellas se
pasa trocitos de mapas rotos de una mano a otra; la otra se gira para sacar un
volumen coloreado de una pila de mapas y cartas de navegación para arrojar-
los por la borda. Con sus colores intensos, su pincelada audaz y su economía
de trazos a lo Matisse, especialmente en el retrato de las caras, es un cuadro
que se sabe perteneciente al arte moderno, o que hace un uso consciente de la
pintura para invocar la modernidad, entendida como una manera de pintar y
como un sistema de significado arraigado en una relación histórica específica
entre Europa y África. Pero, en el nivel iconográfico, el cuadro establece un
diálogo con un pintor y grabador desterrado de ese canon, un artista francés
que también trabajó en Inglaterra, James Tissot (1936-1902). Contemporá-
neo de Manet y Degas, de James McNeill Whistler y Alfred Stevens, Tissot
fue un pintor de género de escenas del tedio burgués cotidiano y lánguidas
intrigas sexuales, que resultaban siempre interesantes por su ambiente psico-
lógicamente complejo. Su estilo pictórico y su lenguaje figurativo pocas veces
son objeto de debate, porque este momento de la pintura victoriana no entra
en las historias canónicas del arte moderno sobre la modernidad urbana y su
representación15.
No solamente es Tissot un pintor de la burguesía moderna, sino que sus
cuadros sitúan sus intrigas dentro de un campo sociopolítico. Tissot compren-
dió el “lenguaje de la moda”, los signos codificados del vestir, antes de que Ro-
land Barthes abordara este vocabulario cultural mediante la semiótica. Lubaina
Himid retoma el estilo, la tela, el estampado y el corte del vestido y lo convierte
en un sistema de significación de la misma manera que lo hizo Tissot, tanto
Parte III. Heroínas: Situando a las mujeres en el Canon 249

Ilustración 7.2. Lubaina Himid (n. 1954), Entre las dos se equilibra mi corazón, 1991,
acrílico sobre lienzo, 150 × 120 cm. Londres, Tate Gallery

Ilustración 7.3. James Tissot (1836-1902), Portsmouth Dockyard, 1877,


óleo sobre lienzo, 38 × 54,5 cm. Londres, Tate Galler
250 Diferenciando el Canon

para mantener el interés visual de sus cuadros como para hacerlos inteligibles, a
la vez que siempre parecía evitar cualquier intento de efecto retórico.
Tomemos, por ejemplo, El astillero de Portsmouth (Ilustración 7.3), que es un
referente para Entre las dos se equilibra mi corazón (Ilustración 7.2). La frase, de
hecho, es el título del grabado (Providence, Museum of Art, Rhode Island School
of Design) que Tissot hizo a partir de su cuadro para destacar las imprecisas re-
laciones sexuales y personales entre el Highlander y sus dos compañeras mientras
rema para regresar al buque de transporte de tropas que lo espera. El cuadro de
Lubaina Himid cita la barca cortada, que tiene el efecto de situar al espectador no
a una distancia teatral, sino ahí mismo, con el resto de los pasajeros. El espectador
debe sentarse con los remeros, con la energía que impulsa la barca hacia su desco-
nocido destino. Tissot empleó este dispositivo compositivo varias veces. En una
versión anterior, El Támesis (1876, Wakefield City Art Gallery), dos mujeres se
recuestan en los bancos de la barca. La bandera imperial, la Union Jack, revolotea
en el mástil superponiéndose con el mascarón de proa de un enorme barco que
se asoma por detrás de la barca del amor. Una figurina femenina blanca, medio
vestida de blanco, con una mano cubriéndose los ojos, observa el curso del navío.
Las orillas del Támesis están atestadas de todo tipo de embarcaciones, de vapor
y de vela, de placer y comerciales. Más allá de las jarcias y los mástiles, se ven
chimeneas y almacenes. El humo inunda el aire y enturbia el horizonte. Estamos
en Londres, en el centro del Imperio, y estos son los barcos que han hecho que
Gran Bretaña se adueñe de los mares. James Tissot coloca a un trío informal de
miembros normales de la pequeña burguesía británica sobre la diminuta bar-
ca de recreo en el corazón del imperio mercantil británico. Un sentido audaz y
sorprendente de la composición y del diseño crea un interés narrativo menor al
colocar a tres jóvenes, dos mujeres y un hombre elegantemente vestido, dentro
de una barca, disfrutando de un picnic. Las incongruencias de la modernidad
británica —placer y comercio, sexualidad e imperio— se codean en este cuadro
sin pretensiones pero de manera sorprendente.
El lenguaje de Tissot se ha vuelto ilegible o poco interesante para la mayoría de
los historiadores del arte moderno16. Su particular combinación de audacia pictó-
rica y narración implícita invisibiliza sus sorprendentes y crudas yuxtaposiciones
del deseo sexual y la celebración imperialista. El astillero de Portsmouth (Ilustra-
ción 7.3) revela otro elemento de esos componentes, puesto que ese puerto era
la sede de la armada británica. La figura masculina es un soldado. Constituye
la encarnación de la fuerza militar que guardaba el Imperio y es lo que Lubaina
Himid expulsa de su cuadro, sustituyéndolo por la pila de mapas y cartas. Estas
Parte III. Heroínas: Situando a las mujeres en el Canon 251

se refieren tanto a las formas de conocimiento que hicieron posible la conquista


imperial y colonial como a las formas de conocimiento —la violencia epistémi-
ca— que la expansión colonial e imperial impuso sobre los territorios conquista-
dos, exigiendo que sus habitantes se reconocieran ahora en las representaciones
imperiales que se hacía de ellos. Gayatri Spivak llama a esta compleja maniobra
la fabricación del Otro Autoconsolidante. A través de la representación imperial,
el habitante nativo se convierte en un otro que solamente puede conocerse en los
términos que consolidan la subjetividad soberana del amo colonial europeo17. La
cartografía de África o, en una frase que Spivak adapta de Martin Heidegger, la
“mundanización” del espacio cultural del otro en términos que alienan a los ocu-
pados de sí mismos y que instalan un discurso del amo, tiene que ser peleada con
energía. Para que esto pueda hacerse, primero tiene que poder verse; los cuadros
de Lubaina Himid crean un espacio narrativo que proporciona lo que la artista
llama “pistas de los acontecimientos”.
La consciente y estratégica extrapolación de elementos de la composición
y el lenguaje pictórico de Tissot, el pintor mundano en el corazón del Impe-
rio, que lleva a cabo Lubaina Himid activa su intervención en los elementos
históricos que la pintura de Tissot configura de una forma tan informal, pero
tan eficaz. Esa indiferencia es en sí misma la señal de la naturalización de la
ideología del Imperio dentro de la cultura británica de esa época. El cuadro de
Lubaina Himid no solo desmitifica esa ideología; también abole con un único
gesto el triángulo heterosexual y la exclusiva blanquitud de la escena. Lubaina
Himid coloca a dos mujeres negras conversando y haciéndose compañía. El
lugar del tercero ausente se convierte en el del espectador, invitado a participar
de un viaje no cartografiado por el imperio y el capitalismo.

Con estas obras yo quiero decir que conozco vuestro juego, sé lo que quie-
ro decir con mi medio y mis herramientas, quiero mostrar mis verdades, mis
ilusiones, y mis profecías y mis leyendas. El color es un elemento vital en una
paleta amplia y unas pinceladas salvajes y tumultuosas. No me interesa remedar
las técnicas autocomplacientes en abundancia, más bien me interesa la potencia
que puede tener un cuadro, por muy pequeño y aparentemente doméstico que
sea. Me dedico a la localización; espacio público, espacio privado, la obsesión
con el control del espacio, de la tierra, del mar y de las personas18.

En el lienzo doble titulado Acto Primero Sin Mapas (Ilustración 7.4), dos mu-
jeres están sentadas en el palco de un teatro o de la ópera. Una lleva un vesti-
252 Diferenciando el Canon

do blanco y negro de cuello alto prestado de un retrato de la realeza europea;


la otra viste una túnica flotante de una tela estampada y realzada con dorados
que remite a las telas africanas, otro tipo de cultura y de realeza. Trozos de
mapas caen de sus manos mientras miran hacia un escenario vacío, de diseño
clásico. El cuadro podría evocar a algunos espectadores los cuadros teatrales
de artistas impresionistas como Auguste Renoir y Mary Cassatt (Ilustración
7.5). Con la activación de esa referencia, llegan las cuestiones de clase y de
género que se han identificado como cruciales para una lectura feminista de
los espacios de la modernidad metropolitana. De la misma manera que los
de Tissot, los cuadros de Cassatt inscriben de modo crítico una dimensión
de clase y de género en las políticas estéticas del espacio urbano moderno.
Los espacios privilegiados de la modernidad —teatro, café, calle o burdel—
eran las sedes de las experiencias urbanas novedosas de una masculinidad
burguesa, mientras que los espacios de la feminidad —incluyendo la casa, el
jardín y el parque del barrio— parecían no tener importancia, debido a la
combinación ideológica de mujer y domesticidad. La modernidad urbana se
convirtió en sinónimo de los espacios públicos de la masculinidad burguesa
construyéndose a sí misma como la dueña de lo social y lo público. Las relec-
turas feministas del canon del temprano arte moderno europeo exponen la
carga ideológica de esta división entre lo público y lo privado, la separación
de las esferas del Hombre y de la Mujer, y nos permiten leer los significados
específicos de los cuadros del arte moderno creados desde los espacios ahora
visibles de la feminidad burguesa, significados en los cuadros de la americana
Mary Cassatt o de sus colegas francesas Berthe Morisot, Eva Gonzalès y Ma-
rie Bracquemond19. En un argumento así, la invocación de las mujeres en el
teatro (un posible espacio público para las “damas” burguesas acompañadas
de su carabina) remite también a los espacios masculinos de la modernidad,
como el tocador de la prostituta, donde, de manera excepcional, aparece una
mujer negra, por ejemplo en la Olympia de Manet (Ilustración 9.17).
En Acto Primero Sin Mapas (Ilustración 7.4) dos mujeres negras ocupan
asertivamente estos espacios altamente simbólicos tanto de las disputadas his-
torias de la modernidad como de las historias del arte moderno. Su presencia
en el teatro de la modernidad —como su público privilegiado y como sus
representantes oblicuas— es un gesto que se inserta tanto dentro de una histo-
ria de la pintura moderna como dentro de una conversación entre feministas
acerca de la pintura, el género, la clase social, la raza y sus historias entrelazadas.
Lubaina Himid escribe:
Parte III. Heroínas: Situando a las mujeres en el Canon 253

Estos cuadros versan tanto de la materia con la que están pintados como de los
acontecimientos que recuerdan y evocan. He tomado prestado lo que me ha
parecido apropiado, cuando me lo ha parecido y donde me lo ha parecido, de
quien quería tomarlo y a quien quería reinterpretar. Hay referencias a Turner y
Tissot, a Hockney y Hodgkins, a Riley y Bell, a Sulter y Laurençin. A tejidos,
bordados, tapices, telas estampadas, performances y mascaradas. Los cuadros es-
tán en el centro de diálogos sobre el arte y son las herramientas con las que quien
se dedica al arte puede entrar en el campo de lucha de la ilusión y la profecía.
¿Por qué no van a entrar las mujeres en lidia blandiendo este arma20?

Jill Morgan escribe sobre un tercer cuadro de esta serie procedente de Venganza
(Ilustración 7.6):

Cinco representa a dos mujeres negras sentadas en una mesa de un interior do-
méstico. El estilo de su ropa y la referencia al interior moderno apunta a París en
la década de 1920. La mesa es el campo de lucha donde se diseña su estrategia,
entre los platos, recordando a los platos que caen por la pared [en otra pieza
incluida en la exposición]. Se contraponen diferentes estrategias, la atmósfera
está muy cargada y eso se refleja en un amarillo vanguardista. Si miramos las
flores de la mesa, vemos que son descripciones egipcias, africanas, por lo que el
amarillo se convierte en el color de África, un interior construido a la manera de
la pintura moderna, pero que reconoce el tejido de África21.

Jill Morgan escribe sobre el color que “fluye, se estrella, baila y acecha” y entien-
de las asombrosas yuxtaposiciones de colores terrosos, armiño negro, rojos, azul
turquesa, naranja y amarillo como una reclamación de la paleta de color africana
y como un mojar el pincel en la paleta del arte moderno europeo22. A Morgan,
como historiadora del arte, los colores llamativos le remiten específicamente a
las paletas posimpresionistas, coloniales —por ejemplo, Paul Gauguin—, y a
la de los fauvistas y Die Brücke: todos ellos movimientos cuyas innovaciones
estéticas radicales están en deuda con las culturas de África y Polinesia. En el
caso de la representación didáctica que hace Ernst Ludwig Kirchner del espacio
simbólico del estudio del artista moderno, también exponen la paradoja de la
mujer moderna en su relación con la objetivización y la sexualización colonial
tanto de la mujer como de África (Ilustración 7.7).
En Cinco (Ilustración 7.6) dos figuras se sientan en torno a una mesa re-
donda. Puede que estén en casa, en su propia fiesta feminista poscolonial. Pero
254 Diferenciando el Canon

Ilustración 7.4. Lubaina Himid, Acto primero sin mapas, 1991, acrílico sobre lienzo, 210 × 160 cm., colección de la artista

Ilustración 7.5. Mary Cassatt (1844-1926), En el palco, 1880, óleo sobre lienzo, 42,5 × 72,5 cm. Estados Unidos,
colección privada (fotografía: Courtesy, Sotheby Parke Bernet, Nueva York)
Parte III. Heroínas: Situando a las mujeres en el Canon 255

no están representadas, sin embargo, por platos sexualizados; las mujeres quie-
ren ser consideradas como agentes históricos que piensan y hablan, no como
cuerpos simbólicos. Los platos de este cuadro tienen mapas o banderas, barras
y estrellas, África. Tal vez estas mujeres estén en un café, en ese espacio y esa
socialización públicos y muy modernos que Picasso y Georges Braque convir-
tieron en la sustancia misma de las reconstrucciones formales del cubismo. La
iconografía apunta a París en la década de 1920, una ciudad que albergaba una
población extraordinariamente densa de mujeres modernas —artistas, poetas,
escritoras, periodistas, bailarinas, editoras, libreras—. Fue una década de una
intensa lucha para modernizar la diferencia sexual, un proyecto aún inacabado
que el feminismo contemporáneo ha retomado con una energía intelectual y
artística renovada. Excavando las historias olvidadas del radicalismo artístico y
sexual, Shari Benstock señala que casi todas sus protagonistas —Djuna Barnes,
Natalie Barney, Sylvia Beach, Kay Boyle, Bryher, Colette, H. D., Janet Flan-
ner, Mina Loy, Anaïs Nin, Jean Rhys, Solita Solano, Gertrude Stein, Alice B.
Toklas, Renée Vivien, Edith Wharton— han sido consideradas marginales en
los relatos canónicos del arte y la literatura de la modernidad. Si acaso, se les
han concedido papeles secundarios. Shari Benstock escribe:

Las raíces de la misoginia, la homofobia y el antisemitismo que marcaron de


manera indeleble el arte moderno deben localizarse en el subterráneo de las
costumbres sexuales y políticas cambiantes que constituían la sociedad de los
faubourg de la belle époque (…) La historia (…) escribe el reverso del lienzo cul-
tural, ofreciéndose como una contrafirma de los manifiestos publicados del arte
moderno y de las proclamas por la revolución cultural. Este subtexto femenino
expone todo lo que el Arte Moderno reprimió, dejó de lado o trató de negar23.

El documental y el libro de Andrea Weiss sobre esta misma época se titula


sencillamente París era una mujer24. La portada del libro muestra a dos mujeres
sentadas a la mesa de un café en la calle, una escena, que, en los tiempos de
Mary Cassatt, habría significado únicamente la condición prostituida de las
mujeres en el París de la década de 187025, pero que, en la década de 1920,
apuntaba a la revolución social asociada con la sostenida reinvención de sí mis-
mas que estaban haciendo las mujeres (Ilustración 7.7). La Nueva Mujer recla-
maba su lugar en las conversaciones de la modernidad y en los espacios de la
vida social urbana como agente y no como tropo. Las dos figuras femeninas en
los cuadros de Lubaina Himid irrumpen desde el tropo —de la otra sexualiza-
256 Diferenciando el Canon

Ilustración 7.6. Lubaina Himid, Cinco, acrílico sobre lienzo, 150 × 120 cm.
Leeds, Griselda Pollock, en préstamo permanente a Leeds City Art Gallery
Parte III. Heroínas: Situando a las mujeres en el Canon 257

Ilustración 7.7. Ernst Kirchner (1880-1938), Bohemia moderna, ca. 1925, óleo sobre lienzo,
123.1 × 162.8 cm. Minneapolis, Minneapolis Institute of Arts

Ilustración 7.8. Dos mujeres en un café, fotografía, década de 1920, París, Colección Violet
258 Diferenciando el Canon

da, enmudecida— hasta la representación de la subjetividad histórica dentro


del campo re-visionado de un arte moderno feminista densamente poblado.
El espacio de Cinco no está cerrado al espectador. Se podría acercar una
silla. Dos mujeres ocupan el espacio visible del cuadro con el atuendo mo-
derno de principios del siglo xx. Llenan el cuadro con sus gestos, con la
intensidad de su conversación imaginaria. Sus gestos significan compromiso,
discusión, conversación, debate. Son “negras”. Salta a la vista que es una
manera inadecuada de llamar al color real del cuadro. La palabra designa
una identidad histórica, una carga y una afirmación política de resistencia. A
pesar de todas las políticas del autonombrarse poscolonial, el término negro,
en cuanto se aplica a las personas, tiene que ser confrontado en el arte en la
medida en que los significados de este término están muy incrustados en el
imaginario occidental. Como ha defendido Christopher Miller, la negritud,
asociada con el nombre “África”, significa una ausencia de significado, una
oscuridad vacía26. No puede subestimarse la inmensa importancia de la repre-
sentación de dos mujeres negras, hablando, llenando el espacio imaginario
de este luminoso y brillante lienzo, autodeterminándose en los espacios de la
capital de la modernidad occidental, París.
Estas dos “damas pintadas”, mujeres negras artistas e intelectuales, moder-
nas y estrategas, son tanto las antepasadas y las hijas rebeldes de una genealogía
de mujeres negras representadas en el canon del arte occidental como las disi-
dentes radicales que desafían ese legado para exigir un guión diferente para su
futuro. El cuadro impone su diferencia dentro del canon mediante la represen-
tación de las mujeres negras como filósofas, teóricas, revolucionarias, artistas,
conspiradoras, no como esclavas al servicio de nadie, no como un botín que
exhibir, ni como espectáculo exótico, ni para consolidar a otras, ni como cuer-
pos desnudos, sexualizados o trabajadores expulsados de la historia por su exo-
tismo. Diferencian su propia genealogía vistiendo trajes que afirman relaciones
complejas con el espacio y el tiempo, con la historia y el lugar, con la cultura,
el arte y la literatura moderna, hablando entre sí, encontrando su mundo en
la mente, el pensamiento y el ser de la otra, sentándose en una mesa de café
parisina donde otras podrían servirlas a ellas, cuyo papel histórico, escrito por
la esclavitud y el colonialismo occidental, era la servidumbre.
En su autobiografía, Josephine Baker, la famosa bailarina y estrella de la
canción afroamericana, describe su llegada a París en 1925. En cuanto mujer
afroamericana procedente del este de St. Louis, portando las cicatrices de la
virulenta sociedad racista americana, que estalló en 1917 en un traumatizante
Parte III. Heroínas: Situando a las mujeres en el Canon 259

pogromo del que fue testigo la cantante cuando era una niña, Baker escribe
sobre su sorpresa —y placer— la primera vez que un hombre blanco le sirvió
en un café de París y la llamó Madame27. Baker abrazó París como una ciudad
en la que podía experimentarse a sí misma fuera del horrible racismo que en
Estados Unidos la deshumanizaba y la desexualizaba. El París moderno de la
década de 1920 era, no obstante, ambivalente en su culto de la “negrofilia” que
llevó al estrellato a Josephine Baker en la Revue nègre del 2 de octubre de 1925.
Pero era un espacio de posibilidad cultural que apoyó la creatividad de muchas
escultoras negras, como Augusta Savage, que estudió en París en 1930, o Meta
Vaux Warrick (1877-1968), que expuso en el Salón de 1903 una obra llamada
Los desdichados, o la diseñadora y pintora Lois Mailou Jones (1905-1998), que
estudió en la Académie Julian en 193728.
Cinco es, además, un cuadro radical tanto en sus ausencias como en la visi-
bilización de las mujeres negras en el París moderno. No hay una mujer blanca
en la imagen. Aquí está la ruptura con el texto colonial. Las mujeres negras no
están ahí para consolidar al sujeto soberano europeo, o para ser admitidas a re-
gañadientes en la engañosa tolerancia del liberalismo, que se limita a esconder
el puñal de su racismo subyacente. Reclaman y ocupan un espacio y lo hacen
como dos. Basta únicamente esta mínima multiplicidad para negar el estereoti-
po, la fijeza que podría permitir que una mujer simbólica, una Josephine Baker,
representara la totalidad de la otredad bajo una forma nunca amenazante. La
mujer negra simbólica, como Baker, a la que se le hacía interpretar la fantasía
del africanismo del público blanco a pesar de que era una americana moderna,
permite que el grupo dominante alivie su conciencia a la vez que cierra de ma-
nera incluso más eficaz sus ojos ante las muchas mujeres, cada una a su manera
propia y única, que buscan ser artistas, escritoras, creadoras en un mundo mo-
derno que reclaman como, también y de forma indeleble, suyo.
Hay una serie famosa de fotografías de Gertrude Stein y Alice B. Toklas, tal
vez la pareja más célebre de París. Una de ellas, de Man Ray, domestica a esta
famosa pareja porque se las fotografía “en casa”, sentadas a una mesa en su piso
de la calle Fleurus 27 en 1922 (Ilustración 7.9). El escenario casero se transfor-
ma, no obstante, por la presencia de dos mujeres con una relación amorosa y
de compañía que sostenía la creatividad literaria de la escritora de la pareja. Su
casa era un salón, una galería dedicada al arte contemporáneo que se abría paso
en unas paredes que revelaban también un amor por las flores. Otra fotografía,
tomada en Londres en 1936 por Cecil Beaton, simplemente coloca a Alice B.
Toklas y Gertrude Stein frente a frente en un estudio vacío (Ilustración 7.10).
260 Diferenciando el Canon

Ambas imágenes son representaciones importantes y problemáticas. La re-


presentación de dos cosas, como Marjorie Garber ha mostrado en su estudio
sobre la bisexualidad, incita el binarismo heterosexual subyacente que orga-
niza de manera inconsciente el heteropatriarcado29. Vemos dos cosas, incluso
dos piezas de fruta, y las encajamos en una narración. El observador proyecta
una pareja en los términos estereotípicos de varón y mujer, esposo y esposa, y
descubrimos que la base de esta suposición radica en una jerarquía imaginada
entre las dos. En la fotografía de Beaton (Ilustración 7.10) dos figuras de un
tamaño comparable se colocan en el mismo plano, confrontándose directa-
mente la una a la otra. El binarismo heterosexuador implícito se frustra, obli-
gando a una posibilidad semióticamente novedosa para que la pareja lesbiana
suspenda el binarismo de la diferencia sexual y sugiera una “sexualidad de
otra manera”, independiente del género y, por lo tanto, de la jerarquía. Las
mujeres pueden significar la diferencia y el deseo sin hacer referencia a los
términos de la diferencia sexual falocéntrica. Es en este sentido en el que la
pensadora y novelista materialista lesbiana Monique Wittig defendía que las
lesbianas no son “mujeres”. Esto no sería retrotraernos a las teorías de prin-
cipios del siglo xx de un tercer sexo o de los hombres atrapados en cuerpos
de mujeres. Siguiendo a Georg Wilhelm Friedrich Hegel, Monique Wittig
—una descendiente lingüística de Gertrude Stein— defiende que “mujer”
no es una descripción naturalmente dada. Como en la dialéctica amo/esclavo
que definía Hegel, “Mujer” es un término dentro de la economía patriarcal y
heterosexual: mujer significa el poder ideológico y político de un hombre, de
la misma manera que el esclavo es necesario para que el amo exista en cuanto
amo. Wittig dice que la lesbiana rechaza la definición de “mujer” que deriva
su significado de la pareja ideológica, sexual, económica y política, “hombre
sobre mujer”.

Destruir a la “mujer” no quiere decir que nuestra intención sea, a falta de la


destrucción física, destruir el lesbianismo simultáneamente con las categorías
del sexo (…). Lesbiana es el único concepto que conozco que está más allá de
las categorías del sexo (mujer y hombre) porque el sujeto designado (lesbiana)
no es una mujer, ni económica ni política ni ideológicamente. Porque lo que
hace a una mujer es una relación específica con un hombre, una relación que
previamente hemos denominado servidumbre. Somos fugadas de nuestra clase,
de la misma manera que los esclavos americanos lo eran cuando se escapaban y
alcanzaban la libertad30.
Parte III. Heroínas: Situando a las mujeres en el Canon 261

Ilustración 7.9. Man Ray, Gertrude Stein y Alice B. Toklas, fotografía, 1922. Yale Collection of American Literature,
Beinecke Rare Book and Manuscript Library, Yale University

Ilustración 7.10. Cecil Beaton, Gertrude Stein y Alice B. Toklas, fotografía, 1936, Sotheby’s, Londres, Cecil Beaton Archive
262 Diferenciando el Canon

Estos cuadros de Lubaina Himid trabajan con la representación duplicada de


las mujeres negras en diversos niveles conceptuales y semióticos. Cinco crea una
doble exclusión: la de la mujer blanca que, debido a los legados coloniales aún
operativos, reduciría a la mujer negra a ser su sirvienta, la otra que reconoce
su supremacía blanca31; y la del hombre que privaría a ambas mujeres de su
posibilidad de significar ninguna otra cosa que su otro suplementario y servil,
la Mujer. Desde la década de 1920, las feministas han estado luchando con los
términos de la transformación del género que yo denomino “la modernización
de la diferencia sexual”. La cuestión de la sexualidad es tan crucial como la del
lenguaje, porque ambas han revelado tener una correlación íntima a la hora
de estructurar no solamente nuestras mentes y nuestros cuerpos, sino nuestras
posibilidades e imaginaciones sociales: los horizontes mismos del sentido y del
ser. “Lesbianizar” a esta pareja no es volverlas a inscribir en la apropiación por
parte de la cultura masculinista y heterosexual de la lesbiana como un espec-
táculo visual exótico, evidente en el arte moderno canónico, desde El sueño de
Gustave Courbet (1866, París, Musée du Petit Palais) hasta las escenas lésbicas
de burdel de Toulouse-Lautrec que hemos analizado en el capítulo 4. Es señalar
una reconstrucción feminista del lenguaje y de los signos visuales que permite
que las “no-mujeres mujeres”, para recordar el neologismo de Julia Kristeva que
analizamos en el capítulo 1, signifiquen como sujetos deseantes, sujetos de un
deseo tanto personal como histórico que no puede ser imaginado, pensado o
figurado dentro del sistema falocéntrico en el que la mujer es un signo única-
mente del Hombre y para el Hombre32.
Así pues, ¿qué es lo que está planeando la mujer que viste el abrigo de Ger-
trude Stein con su colega en su interior moderno europeo pero también mo-
derno africano —pintado de un amarillo tan brillante que nadie podría enten-
der cómo pudo llamarse a su mundo alguna vez el Continente Oscuro, excepto
en la ignorancia que habitaba y proyectaba Occidente—?33 Jill Morgan escribe:

Nuestra conversación con estos cuadros se produce entonces a través de la paleta


de colores tan cargada psicológicamente. Las yuxtaposiciones, la elección de los
colores tierra, armiño negro, rojo, azul turquesa, naranja, la reivindicación de la
paleta de color de África y la forma de hundir el pincel en la historia del arte oc-
cidental. Lubaina ha entendido la importancia del color para controlar el signi-
ficado. En el arte moderno, el color se ha utilizado para representar, para poseer,
civilizaciones enteras, o para tomar colores sagrados para cierta forma de ver las
cosas y usarlas como un espejo o como una clave para “nuevas” formas de ver34.
Parte III. Heroínas: Situando a las mujeres en el Canon 263

En esta serie de cuadros, por lo tanto, Lubaina Himid despliega un procedimien-


to estético y semiótico que conscientemente conjuga las tradiciones artísticas oc-
cidentales, desde el Renacimiento hasta el arte moderno, con lo que ella inventa
como signos de una historia de las mujeres africanas que se rebelan contra el
cartografiado, la apropiación, la desinformación y la visualización europeas. Su
fusión en los lienzos de una pintora figurativa de finales del siglo xx está confor-
mada por (y conforma) lo que puede realizarse mediante una negociación auto-
consciente de retóricas heredadas que generan un tipo especial de referencialidad
dentro del campo de lucha de la pintura y de los diálogos acerca del arte. Los
signos se refieren a las historias del arte, basándose en su carga estética y cultural
para crear la posibilidad de significados poscoloniales en su reconfiguración pic-
tórica actual. Ya desvinculados del tiempo y del lugar, del artista y de la intención,
se convierten en elementos de un lenguaje inventado que ahora puede ser leído
por quienes comparten el musée imaginaire de la diferenciación del canon. Sin
embargo, estos signos procedentes del arte de los pasados occidental y africano
han pasado por el prisma de una historia material que hace que cada elemento
moderno —pincelada, color, atuendo, gesto, composición— revele los deter-
minantes históricos (y políticos) que generaron en su primera aparición sobre el
lienzo cultural: es decir, esas relaciones inevitables entre lo estético y lo social que
la historia del arte moderno trata de borrar en los espacios cerrados y blancos del
museo, el repositorio institucional del canon.
La obra de Lubaina Himid nunca ha recibido un reconocimiento crítico
adecuado en la prensa artística mayoritaria, ni siquiera cuando ha entrado en
los espacios de exhibición del museo. En ocasiones, el silencio ha sido ensor-
decedor. En 1993, Venganza se exhibió en el Royal Festival Hall de Londres,
mientras que, en la puerta de al lado, en la Hayward Gallery, Georgia O’Kee-
ffe recibía su primera gran exposición en Gran Bretaña35. ¿Un “maestro anti-
guo”, o una “maestra antigua”, longeva y estadounidense, de la escuela mo-
derna? ¿Alguien que se niega feminista, pero a la que las feministas reclaman?
O’Keeffe fue objeto de una ráfaga de ataques abiertamente misóginos por
parte de las reseñas de la sección de arte de la prensa, mientras que a Venganza
apenas se le prestó atención. Parecía que hubiera un vínculo imaginativo en-
tre lo que los guardianes del canon podían decir negativamente, en la década
de 1990, acerca de una artista mujer blanca y vieja y la negación, mediante
el silencio, de una mujer negra más joven que exponía en las proximidades.
La maleducada ausencia de comentarios sobre los importantes cuadros que
se exponían en Venganza parecía permitir la agresión aún más incontrolada
264 Diferenciando el Canon

hacia Georgia O’Keeffe, a cuya obra se le interrogaba sistemáticamente sobre


la calidad y la ambición de su pintura debido a su reputación supuestamente
inmerecida como pintora36. Esto revelaba claramente la potencia que aún te-
nía la inversión simbólica en la pintura misma y la necesidad de proteger esa
práctica a cualquier precio de las “mujeres”.

PINTURA HISTÓRICA

Lubaina Himid define su proyecto: la creación de mitos, el cuestionamiento


de la historia y la invención de nuevas narrativas. Son estrategias necesarias de
re-visión para posibilitar una respuesta a la pregunta: ¿cómo pueden las perso-
nas negras rescatar un futuro a partir de la devastación de su pasado? En deter-
minado nivel, su obra ha puesto en escena sistemáticamente, en una serie de
obras individuales, instalaciones y exposiciones, el problema de la pérdida, del
duelo, de la ausencia. Pero, representándolas mediante intervenciones en un
concepto retrabajado de “pintura histórica”, la práctica artística se convierte en
una representación estratégica, que señala tanto sus propias historias culturales
como el campo histórico que ha condicionado y determinado la representación
cultural. Las artistas se sitúan a sí mismas en las historias del arte, usando el
almacén del pasado de muchas culturas para proporcionarse medios y ambi-
ciones, apoyos e indicaciones para sus propias prácticas. La historia canónica
del arte se puede definir como una especie de policía de fronteras que vigilia
la visibilidad de los vínculos, los préstamos, las genealogías que se van a reco-
nocer, mientras que otras se convierten en aberrantes, ignorantes, incorrectas
o directamente invisibles. Así que debe haber un duelo por la historia y debe
haber una venganza artística sobre el canon que es el apoyo simbólico y estético
de una historia demasiado selectiva y siempre seleccionadora.
La historia de las mujeres artistas de ascendencia africana en la historia del arte
occidental era una página eliminada en la historia del arte hasta la década de 1970.
Edmonia Lewis (Ilustración 2.3) era la única artista afroamericana que figuraba
en la salva inicial de Eleanor Tufts para una reescritura feminista de la historia del
arte, Our Hidden Heritage: Five Centuries of Women Artists (1974)37. En 1876
Edmonia Lewis produjo La muerte de Cleopatra (Ilustración 6.6), recientemen-
te redescubierta en un suburbio de Chicago, donde había sido abandonada
después de haber servido como lápida de un caballo de carreras que llevaba el
nombre de la monarca egipcia. Cleopatra fue una inspiración para muchas de
Parte III. Heroínas: Situando a las mujeres en el Canon 265

las escultoras americanas contemporáneas de Lewis, incluyendo a Margaret Fo-


ley; por su parte, Anne Whitney creó una monumental figura alegórica llamada
sencillamente África (1863-1864), que, no obstante, recuerda a la iconografía
de la Cleopatra agonizante o muerta. El mensaje político de África es que este
gran pueblo o continente se está despertando de un largo sueño. Pero “África”
está feminizada. Siendo como era potente esta declaración a gran escala, y mo-
tivada como estaba dentro de los límites liberales del abolicionismo blanco y la
política feminista del siglo xix, la postura reclinada de la mujer esculpida borra
la historia dinámica de transformación y concomitante resistencia en un lugar
real, cayendo en el tropo occidental de la feminidad como naturaleza, pasivi-
dad, sueño y muerte que Cleopatra significaba repetidamente en Occidente. La
transcodificación del territorio en cuerpo, de África en mujer, abole cualquier
significado histórico para los pueblos africanos, revelando el arraigo profundo
de la imaginería occidental en la condensación metafórica de la racialización
y el género. La feminización implica, no obstante, en el fondo de los pliegues
del movimiento alegórico, una sexualización de África, invadida, violada, es-
clavizada, enmudecida y convertida en un pretexto para la salvación colonial:
castración y decapitación.
Por somero que sea este resumen, sirve para exponer el abismo que separa
a la historiadora de arte feminista blanca de la artista negra en términos de los
deseos que puede alimentar el redescubrimiento del pasado. Por mucho que yo
haya apuntado que debemos cuestionar el deseo de un ego ideal en una historia
reescrita de “grandes mujeres artistas”, al menos están ahí para aquellas feministas
blancas que quieran ese consuelo. Lubaina Himid debe encontrarse en una rela-
ción diferente incluso con el canon feminista que se está formando lentamente.
Su historia, por supuesto, incluye como precursora a Artemisia Gentileschi, pues
todo el canon occidental le pertenece en cuanto artista británica contemporánea
y en cuanto artista de la desterritorialización poscolonial. Pero, en esos momen-
tos en los que surge un deseo especial de apoyo figurativo de su especificidad
histórica, social y cultural, Lubaina Himid debe negociar también la desapari-
ción, la ausencia y un trauma más estructural de pérdida y duelo ocasionado por
el crimen histórico de la esclavitud y por la cruel explotación económica creada
por el “reparto de África” en el siglo xix. La pérdida atañe tanto a una “persona
amada”, mediante la biografía personal, como a un país, a culturas, posibilidades
o un ideal. El trabajo de crearse un lugar propio en una historia reclamando y,
al mismo tiempo, desafiando el canon como recurso encuentra su eco en la serie
titulada La colección francesa (1991) de la artista afroamericana Faith Ringgold
266 Diferenciando el Canon

Empleando el medio que ella misma ha desarrollado, una combinación de col-


chas de retazos y pintura, Faith Ringgold coloca a las mujeres negras en los espa-
cios e imágenes mismos que constituyen el canon tanto blanco como masculino.
Bailando en el Louvre (Ilustración 1.2) coloca alegremente a una joven afroameri-
cana en la sagrada galería en la que la Mona Lisa casi sonríe con perplejidad a los
cientos de miles de amantes del arte y turistas.
¿Es eso lo que Lubaina Himid pretendía con Venganza?
Esta llamada para una renovada fusión de la historia y de la pintura podría pa-
recer una paradoja, cuando no un callejón sin salida, dado que la crítica cultural
feminista ha sido escéptica y cauta sobre los espacios cooptados de la renovada
tradición heroica de la gran pintura, así como sobre los pastiches irónicos de
la pintura histórica —el regreso a una valoración dictada por el mercado de la
pintura y en general de su sujeto autoral38—. La crítica feminista también ha con-
templado con angustia la pintura, dada la carga exclusivamente masculina que ha
llevado, en ausencia de las historias adecuadas de mujeres y pintura39. La práctica
de Lubaina Himid en la década de 1990 nos obliga a confrontar un valor estra-
tégico, porque reclama ese territorio de representación y ese “arma”, la pintura,
precisamente por toda esa carga ideológica y por su inmenso estatus simbólico.
Colores, espacios, figuras, gestos, superficies, maneras de aplicar la pintura sobre
el lienzo, ofrecen una invitación a leer haciendo referencia a —y diferenciándose
de— las representaciones dominantes de la cultura patriarcal colonial.
Estos cuadros, que son obra de una artista negra y que tratan sobre ella en
los espacios de la (pos)modernidad, plantean la pregunta: ¿Cómo se puede de
hecho ser descrita y vista en los espacios del arte? En la medida en que las artis-
tas negras ocupan los espacios de representación, interviniendo en las historias
sociales del arte en el nivel tanto de la imagen como del signo, para producir
significado, las mujeres blancas tienen la obligación simultánea de entablar un
diálogo con esa obra que pueda a la vez reconocer su diferencia y buscar iden-
tificar la especificidad de la posición desde la que se enuncia, permitiendo que
esa posición marque una diferencia real con las historias radicalmente nuevas
que estamos todas en proceso de crear. En las composiciones de los cuadros de
la exposición Venganza, como en la obra de Mary Cassatt, hay una posición im-
plícita del espectador —remando en la barca, en algún lugar entre el público,
en otra mesa del café—. El dispositivo calculado de un “espacio afuera” o más
allá y, sin embargo, implícito dentro de los espacios representados, presupone
a esos otros muchos a quienes los cuadros se dirigen diferencialmente. Esa re-
lación no es la del maestro/espectador. Es potencialmente dialógica y múltiple.
Parte III. Heroínas: Situando a las mujeres en el Canon 267

Esta idea de la pintura histórica —que debe mantenerse a distancia de la


especificidad teórica e histórica de su teorización en las teorías académicas del
siglo xviii— subraya la necesidad de la historia como la base del impulso de
representación y la condición de cualquier lectura. Se requiere una respuesta. El
silencio significaría que la diferencia se ha vuelto inefable o que la obra no tiene
importancia. Leer es, como ha defendido Mieke Bal, una respuesta posicionada
que siempre es un procesamiento activo de signos40. Leer es una manera de impli-
carse y animar la productividad de un texto visual sin negar el carácter concreto
de su visualidad. En el contexto racista de la cultura contemporánea, el hecho
de no leer —de no procesar los signos— es peor que una lectura equivocada. Es
un asesinato cultural, que niega cualquier efecto a la obra y rechaza reconocer la
necesidad de llevar duelo por un pasado que nos ha degradado a todos.

SOBRE DUELO Y MELANCOLÍA

después del duelo viene la venganza. lubaina himid

Sigmund Freud analizó el duelo como algo muy semejante a la melancolía, es


decir, a la depresión. “El duelo es habitualmente la reacción a la pérdida de una
persona amada, o a la pérdida de alguna abstracción que ha ocupado ese lugar,
como el país natal, la libertad, un ideal, etc.”41. La diáspora es una condición de
la pena. La historia nos da muchas cosas de las que dolernos.
Freud escribió acerca de “el trabajo de duelo” (Trauerarbeit), el proceso de
ajustarse lenta y dolorosamente a la realidad que nos dice que el objeto, el lu-
gar o el ideal amado ya no existe, o que no puede ser recuperado. Tan intenso
puede ser el rechazo a renunciar a la inversión libidinal, que el sujeto puede
apartarse por completo de la realidad, aferrándose al objeto perdido con un
celo alucinatorio. Lenta, dolorosamente y poco a poco, con un enorme gasto
de tiempo y energía, y mientras tanto prolongando la existencia del objeto
perdido, la libido apegada al objeto se expulsa y se hipercatexia, se separa y
se libera, haciendo de nuevo al yo “libre y desinhibido”42. La depresión sigue
un camino semejante, pero hay una diferencia: “En el duelo, el mundo se ha
vuelto pobre y vacío; en la melancolía es el yo mismo”43. En la depresión, por
lo tanto, el yo interioriza la pérdida y la ira asociada con la violencia de la pér-
dida. Dirigida hacia el propio yo, esto puede resultar en situaciones extremas
de violencia contra el yo: suicidio.
268 Diferenciando el Canon

Seguir atrapado en un duelo incompleto y caer en la depresión es volver


hacia sí mismo la sensación de pérdida, degradar y devaluar el yo, permitir-
se seguir siendo la víctima. Dolerse de la pérdida, sin embargo, es analizar el
significado de lo que se siente como perdido, y liberar al sujeto creativo para
la acción, para un futuro que escape de quedar atrapado en un pasado depri-
mente. Esto no quiere decir que se minimice la violencia o el horror: más bien
anima a separarlo de uno mismo y a negarse —cosa que no puede hacer el me-
lancólico— a sentirse responsable por la pérdida que se ha sufrido. La práctica
artística es por lo tanto más que un proceso terapéutico. Requiere del duelo
para llegar a ella, para que haya una separación del trauma, para que el artista
pueda liberar su creatividad. El arte entonces vuelve a poner en escena como
un acto público, histórico, un proceso que debe ser articulado públicamente,
es decir, de manera simbólica, después del Trauerarbeit. Así, después del Duelo
viene la Venganza.
Melanie Klein llegó más lejos que Freud y generalizó la lucha de la psi-
que humana con la pérdida como una condición fundadora de la subjetividad.
Todos nosotros tenemos que lidiar con la pérdida de objetos que, en algún
momento, hemos sentido que eran parte de nosotros, por ejemplo, cuando el
niño debe reconocer la autonomía de los padres que hasta ese momento han
funcionado como objetos parciales que podían incorporarse dentro del mundo
arcaico del infante. Este temprano encuentro con la pérdida produce lo que
Klein llamaba la “posición depresiva”, que es estructural para la formación de
la subjetividad. Contemporánea a la posición depresiva, sin embargo, está el
surgimiento compensatorio de una fantasía de ser capaz de reparar la pérdida y
restaurar la destrucción violenta que el sujeto infante imagina que ha infligido,
en la fantasía, contra sus objetos perdidos. El equilibrio entre la angustia depre-
siva y la capacidad de reparar puede mantenerse únicamente si el yo resulta al
mismo tiempo constituido de manera segura y de una forma que pueda tolerar
la angustia depresiva ocasionada por la conciencia de la pérdida y la liberación
de la venganza. Si el yo puede soportar la angustia sin una dependencia inde-
bida de las defensas maníacas que lo alejan de la realidad, entonces el deseo de
restaurar y reparar libera energías creativas, productivas. Melanie Klein descri-
be el duelo en las etapas posteriores de la vida como un revivir esas tempranas
angustias depresivas que pueden consolarse únicamente siendo capaces de “re-
crear” los objetos internos que se han perdido. Hanna Segal vincula la pareja
depresivo/reparativo directamente con la capacidad de emplear símbolos en
general y con las pulsiones hacia la actividad artística. La creatividad artística
Parte III. Heroínas: Situando a las mujeres en el Canon 269

incide en esta fusión de una angustia depresiva gestionada y de la capacidad


reforzada del yo de re-crear simbólicamente, de manera vicaria, a través de pa-
labras o de cosas44. Hanna Segal cita los perspicaces textos de Proust sobre la re-
lación del arte con el deseo de restaurar un mundo interior perdido y derruido.
La capacidad de desplegar medios simbólicos e imaginarios para dar forma a un
mundo, una representación sustituta para el alivio del trauma, surge a medida
que el sujeto se “aparta” del trauma. Aquí también las cuestiones del duelo y de
su resolución han de distinguirse de la depresión, del yo que es poseído por su
sufrimiento. Solo si uno es capaz de tolerar y superar la angustia depresiva, a la
vez que aprovecha sus apremios, puede haber creatividad, es decir, venganza,
una re-creación particular, históricamente cargada, que es diferente del anhelo
nostálgico por una plenitud perdida.
El núcleo de la exposición Venganza, de Lubaina Himid, era un memorial
en proyecto basado en una fuente. La idea central era evocar la pérdida de la
creatividad causada por las atrocidades del Pasaje del Medio: tejedoras, alfare-
ras, escultoras, tallistas perdidas en el fondo del Atlántico durante los siglos del
comercio esclavista. En el siglo xviii, solamente sobrevivía una de cada siete
personas africanas capturadas durante el transporte a través del Atlántico hasta
las Américas. Los esclavistas estaban asegurados contra la pérdida, recibían un
pago de treinta libras por cuerpo. Así, a las personas africanas enfermas o mo-
ribundas a menudo se les tiraba por la borda para ahorrar las reservas de agua
potable. La artista escribe sobre un estudio para un cuadro titulado Memorial
para Zong, a partir de un caso histórico:

Agua, aguas profundas, saladas. Barcos de madera. Telas que envuelven las he-
ridas, empapadas en sangre. Agua potable, la clave de la vida. Velas banderas
inglesas banderas españolas, banderas portuguesas ondeando. Velas henchidas.
Salpicaduras, cuerpo tras cuerpo arrojado por la borda, demasiado enfermo para
ser útil. Demasiado enfermo incluso para trabajar. Muerto. Del susto, de las
palizas, de las heridas. Cuerpo tras cuerpo arrojado por la borda, salpica. 30
libras se reclaman por cada cuerpo. Seguros. Las personas enfermas no merecen
que se desperdicie el agua en ellas. Agua potable. Arrojados por la borda al mar.
Agua salada.45

Así como Primo Levi insistía en que quienes sobrevivieron al Holocausto de-
ben siempre dar testimonio de las atrocidades cometidas en Europa contra el
pueblo judío, el pueblo romaní, las comunidades lesbiana y gay y las disiden-
270 Diferenciando el Canon

cias políticas, así los descendientes de esas personas africanas perdidas y escla-
vizadas deben garantizar que los acontecimientos de su trauma no se olvidan,
que la atrocidad se recuerda y que todo el mundo se confronta con ella46. El
epígrafe que Primo Levi usó para su último libro, su testamento, Los hundidos
y los salvados (un título con especial resonancia en este contexto africano), es
relevante para esta narración de los relatos, para lo que yo llamaría tanto la cura
de palabras como de pintura:

Puesto que, en esta hora incierta


Esa agonía regresa
Y hasta que mi horrible cuento se cuente,
Este corazón dentro de mí arde47

Después de admitir la responsabilidad ante su memorial y su monumento y


después de toda la panoplia del duelo, que solamente puede acontecer cuando
las muertes mismas se han reconocido, viene la venganza. Para Lubaina Himid
esto supone una intervención activa en la historia —estrategias para el futuro
que no impliquen represalias personales sobre individuos, sino una ira movili-
zadora contra aquellas fuerzas históricas que crean el racismo, el imperialismo,
la opresión de clase y de género—.

PACTO VERSUS TERRORISMO

En su estudio de las angustias en torno a la condición de extranjería, Extranjeros


para nosotros mismos, Julia Kristeva cita el relato bíblico de Rut la moabita, cuya
diferencia reparó el desastre que afligía a la familia de Noemí y, en una escala
mayor, introdujo a una extranjera en la legendaria familia real del pueblo de
Israel48. Rut era una extranjera que se convirtió en inmigrante en la Tierra de
Israel y se sumó a su pueblo, su cultura y su religión mediante un pacto hecho
con otra mujer, su doliente suegra Noemí. El Libro de Rut es un relato sobre
la pobreza, la pérdida, la muerte y el duelo, que ofrece, mediante esta ima-
gen única de un pacto entre dos mujeres, un relato de alianza que rechaza los
marcadores de yo y otro, dentro y fuera, nativa o extranjera. En la actual crisis
europea sobre la inmigración —sobre la confrontación con la diferencia— en
su contexto global actual, Kristeva emplea este relato de afinidad electiva para
señalar sobre la actual xenofobia:
Parte III. Heroínas: Situando a las mujeres en el Canon 271

La situación pide, necesariamente, lo que yo defino como una especie de me-


diación personal, a través de la religión, del psicoanálisis o simplemente del
trabajo sobre uno mismo. Supondría preguntarse: ¿Por qué me irritan tanto los
extranjeros? Puede que haya algo raro en mí, algún problema no resuelto, algo
inquietante, umheimliche, según la formulación alemana de Freud, algo que me
disgusta y, en lugar de resolver este problema conmigo mismo, lo proyecto en
el extranjero como chivo expiatorio, como conductor de la electricidad de to-
dos nuestros ... problemas (rellénese con el espacio nacional de cada uno). Este
autoanálisis individual microscópico, que en realidad supone hacer las paces
con nuestros demonios interiores, con nuestro propio infierno, podría aportar
un entendimiento y una ayuda mutuos que podría contribuir a los derechos
humanos49.

¿Qué tiene que ver este ajuste de cuentas con los demonios privados de cada
uno con los problemas políticos del racismo y el nuevo fenómeno social
que está haciendo tales estragos hoy en Europa, el neotribalismo? ¿Puede el
psicoanálisis influir en el pensamiento histórico y político sobre las amenazas
que plantea la violencia contra los pueblos y las respuestas violentas que
están surgiendo bajo las formas de las políticas identitarias y de las formas
nacionalistas, incluso fascistas, de neotribalismo? Hay personas, se diría, a las
que se les permite distanciarse de su propia violencia y autoodio inaceptables —
de su depresión, por así decirlo— y usar a quienes convierten en “otros” como
su chivo expiatorio. Pero si conectamos este pensamiento con la articulación
específicamente feminista del problema que hace Kristeva en “El tiempo de
las mujeres”, podemos forjar un análisis feminista del duelo, la violencia y la
despolitización a las que las luchas de las mujeres se han vuelto susceptibles50.
En una sección llamada “El terror del poder y el poder del terrorismo”,
Julia Kristeva señala las respuestas contradictorias de las mujeres occidentales
modernas ante su exclusión histórica del poder dentro del Estado-nación: con-
trapoder y contrasociedad. En un caso, las mujeres antes excluidas se sobrei-
dentifican con los sistemas de poder del actual patriarcado blanco ahora que se
les ha permitido un estatus “masculino” honorario dentro de este. Abrazan sus
normas y sistemas y se convierten en defensoras y ejecutoras ardientes: en las
empresas o en los aparatos burocráticos. El reverso de esta inversión es la crea-
ción de una contrasociedad imaginada como lo opuesto de lo que nos oprime:
un mundo femenino de armonía, separación y libertad idealizadas. Esta última
tendencia exhibe una fuerte propensión a hacer chivos expiatorios. Establecida
272 Diferenciando el Canon

sobre binarismos fijados, los ideales de las contrasociedades requieren la expul-


sión del elemento excluido, lo que crea una parte culpable, cuya causa es erró-
nea. El chivo expiatorio puede ser el extranjero, el capitalismo, las otras “razas”
o, en términos de los grupos minoritarios, las personas blancas o los hombres.
Más allá de esto, sin embargo, Kristeva percibe la respuesta del terrorismo:
la revelación extrema de la violencia implacable que, en un sistema únicamente
falocéntrico, constituye todo contrato simbólico. Las dos formas del feminismo
moderno —asimilación al Estado-nación y contracultura separatista que idea-
liza una esencia de mujer o una versión étnica de la identidad— son medios de
“autodefensa en la lucha para salvaguardar la identidad” contra la explotación
aún violenta de las mujeres. Es una forma controlada de paranoia. Pero resulta
peligrosa cuando un sujeto se siente “excluido del estrato sociosimbólico” y
se convierte en “el agente poseído” de la violencia por la que siente que su ser
psíquico y social es insoportablemente violentado 51.
Estas diversas respuestas constituyen las de una forma específica del extran-
jero —”mujer” como el signo de violento extrañamiento dentro del sistema
patriarcal blanco—, quien, a través de migraciones históricas, se convierte en
portador de alejamientos múltiples e interrelacionados. Las mujeres acaban por
convertirse en extranjeras de sí mismas, otras dentro del “signo” mujer.
En lugar de estas frustraciones y opresiones a menudo intolerables, buscamos
formas de escapar. Muchas de estas son búsquedas regresivas del cumplimiento
arcaico de alguna fantasía de unidad —de identidad, de fijeza, de completitud,
de la Madre/Tierra Natal—. Otras soluciones tratan de expulsar la violencia que
se nos ha hecho, mientras que a la vez intentan poseerla. Sin un análisis, tan-
to a un nivel micro como macro, de la subjetividad y de los sistemas sociales
mediante los que estamos articuladas, corremos el riesgo de vernos atrapadas
dentro de ambos, de manera imaginativa tanto como sociológica, reproducien-
do los sistemas de poder de forma que solamente podamos buscar soluciones
temporales, identidades compuestas de un caleidoscopio cambiante de nuevos
extrañamientos. Aunque en apariencia desafían el canon en cuanto el rostro y
el espacio académico de la cultura hegemónica patriarcal y colonial, las áreas de
los estudios especializados, vigiladas por las ideas de autenticidad y de propiedad
de sí, ofrecen un espejismo de identidad lograda que solo puede sostenerse mo-
mentáneamente haciendo otro a otra persona, lo que a menudo supone invertir
los términos actuales del extrañamiento: se excluye a los hombres de los estudios
feministas, los blancos se convierten en el otro de los estudios afroamericanos (y,
en la ácida canción de Tom Lehrer, “todo el mundo odia al judío”).
Parte III. Heroínas: Situando a las mujeres en el Canon 273

El feminismo no es únicamente el estudio de las mujeres o del género: es la


politización de los temas de la diferencia sexual como opresión sexual en todas
las configuraciones de su especificidad histórica y geopolítica. La promesa del
proyecto político del feminismo es dirigirse a las personas a través de las divisio-
nes sociales profundas y obscenas apelando a las “mujeres”, nombrando como
opresión la otredad de lo femenino y la feminización como un medio de hacer
otro. Al mismo tiempo, el feminismo tiene que confrontar la cuestión de la
extranjeridad, de la diferencia y de la violencia dentro de sí —las mujeres son
violentadas de múltiples maneras por la clase y el racismo—. Es decir, tiene que
reconocer la fuerza ineludible de la contradicción y el antagonismo que no pue-
de desaparecer por arte de magia o derivarse a subgrupos incluso más pequeños
en los que se pueda disfrutar temporalmente de la unidad.
El argumento de Julia Kristeva es que el orden social falocéntrico se afirma
sobre la base del sacrificio —renunciando a la fantasía arcaica de unidad o de
identidad lograda para acceder al lenguaje, la sexualidad y la socialidad—. El
sacrificio de nuestra completitud imaginada y de nuestra corporeidad arcaizante
ante lo Simbólico, ante el lenguaje y la representación, se experimenta como
violencia: ese es el significado alegórico de “castración” —el único contrato que
conoce el falocéntrico—. Pero el orden social normalmente doma y ata la violen-
cia que crea, mediante el arte, la religión y sus instituciones sociales. Julia Kristeva
nos advierte: “El rechazo del orden social nos expone al riesgo de que la supues-
tamente buena sustancia, una vez que esté desencadenada, explote, sin nada que
la doblegue, sin ley ni derecho, para convertirse en absoluta arbitrariedad”52. El
fascismo y el estalinismo son ejemplos modernos de esa violencia arbitraria, y hay
muchos ejemplos de esta erupción en la Europa, India, América y África contem-
poráneas. Una mera tolerancia de la diferencia que adopta la forma posmoderna
del pluralismo liberal no se enfrenta a ese peligro o a sus condiciones estructura-
les: la construcción falocéntrica de la diferencia como una separación violenta y
violentadora, esa cuya elevación a un nivel de comprensión tanto teórica como
histórica ha sido uno de los proyectos políticos del feminismo, como la condición
del trabajo, el cambio y el conocimiento políticos.
En un movimiento artístico y teórico radical que nos lleva más allá de la
lógica aún fálica del análisis —importante, pese a todo— del extranjero que
hace Julia Kristeva, Bracha Lichtenberg Ettinger ha identificado la posibilidad
de otro estrato y estructura para la subjetividad “en lo femenino” que ella de-
nomina “la Matriz”. En la Matriz, la diferencia siempre es ya una dimensión de
la subjetividad; no se introduce como un corte violento que en último término
274 Diferenciando el Canon

está significado por la castración. La Matriz significa lo que no ha sido ni asi-


milado ni rechazado, la co-emergencia de la fantasía ni simbiótica ni agresiva
que se asocia con las intimidades de la madre prenatal y el infante, que deposita
dentro de cada sujeto una experiencia de la especificidad invisible de la corpo-
reidad femenina como el recurso para las fantasías posteriores de los vínculos
límite y los efectos subjetivos compartidos, buenos y malos. Bracha Lichten-
berg Ettinger nos invita a reconocer una diferencia formativa y mínima, activa
desde la concepción del sujeto y que no se basa en el corte, la ruptura y su
violencia concomitante. Desplazar la alegoría de Rut y Noemí hasta el nivel del
psicoanálisis lacaniano de la última época nos permite ver esa distinción como
un “siempre ahí”, un estrato de la subjetividad, —la presencia de un no-yo des-
conocido de mi propia creación: el desconocido no-yo del infante para la ma-
dre-que-deviene, y de la madre fantaseada para el infante-que-deviene. Es a esta
matriz de compañeros-en-la-diferencia a lo que Bracha Lichtenberg Ettinger
llama lo femenino —no un derivativo de cualquier definición de “mujeres” en
el emparejamiento falocéntrico “hombre y mujer”, ni tampoco una referencia
a un determinismo anatómico—. La Matriz como significante de lo femenino
en un Simbólico ampliado y pluralizado nos permite imaginar y significar un
futuro más allá del duelo y más allá de la venganza, y lo vincula con los cuadros
de Lubaina Himid porque trabaja con una estructura imaginaria de subjetivi-
dad y diferencia en el varios que, no obstante, se abre a la dialéctica del yo y del
no-yo más allá de los tropos actuales del sexismo y el racismo.
Después del duelo viene la venganza. La obra de Lubaina Himid sobre los
lienzos de la pintura y de las historias de la representación hace una labor de
intervención histórica tanto en el conocimiento como en la estética. Sus obras
usan la historia para huir de una vinculación neurótica, tanto con un pasado
perdido como con un momento perdido de la historia de cada sujeto. Al ha-
bérsele dado reconocimiento simbólico, y por lo tanto al habérselo liberado a
través del memorial de la forma cultural, su dolor puede centrarse ahora en la
venganza creativa contra el pasado abyecto que debe imaginar un futuro “en
una diferencia reconocedora femenina”. Esta no es la violencia de la mujer
terrorista que, como la depresiva, internaliza su victimización y se convierte
en un mero “agente poseído”. La venganza pide estrategas que propongan reu-
niones y diálogos de mujer a mujer para reformular los mapas del mundo, del
conocimiento, de nuestras subjetividades, repasar los pasos de la colonización
y la diáspora, de la migración y la invasión, para nombrar a los enemigos —los
de ahí fuera y los de dentro de nuestros diferentes yoes—, para crear las posibi-
Parte III. Heroínas: Situando a las mujeres en el Canon 275

lidades de alianza, de hacer pactos de mujer a mujer que crucen las enemistades
históricas en una política ética que reconozca las contradicciones reales de la
diferencia sexual y social, pero que pueda imaginar esas diferencias como ele-
mentos creativos entre “compañeros-en-la-diferencia”53.
En este sentido, la obra de Lubaina Himid como pintora histórica, como
artista que hace cuadros de una audaz intensidad que conjuran vívidamente
imágenes cargadas de significado —maneras del arte moderno que rechazan el
escapismo del arte moderno desde la materia histórica de la posmodernidad—,
induce una serie de significados específicos para el “feminismo”. Son el índice
de una comprensión política de las realidades de la violencia, el sufrimiento,
el antagonismo. Pero también proponen a quienes llevamos luto que debería-
mos crear estrategias para cambiar. No me siento excluida de las cenas, de los
cruceros o de la asistencia a esas performances culturales radicales. Como mujer
blanca no puedo ser visible dentro de su marco sin poner en riesgo la visibilidad
de Lubaina y de sus hermanas negras sobre el escenario de la historia. Puedo,
sin embargo, desear estar “presente” mediante la identificación —mediante un
gesto como el de Rut de afiliación, invirtiendo las relaciones coloniales sobre
quién es la extranjera— en esas reuniones.
La larga trayectoria histórica del feminismo se ve confrontada por nuevos
imperativos en la articulación de las necesidades y deseos, diversos y a veces
antagonistas, de las “mujeres”. Su futuro político deberá radicar en el forjado
de alianzas entre los grupos sociales contradictorios que, sin embargo, com-
parten la designación mujeres. El relato de Rut, la moabita, y Noemí, la judía,
(Ilustración 7.11) representa, desde mi propia cultura, una narración tanto de
una afiliación cultural electiva como de una pérdida voluntaria de la “identi-
dad cultural” originaria, una narración que termina con el nacimiento de un
niño, una alegoría de la creación de un futuro vivo en lugar de la esterilidad
de un pasado marcado por la pérdida y el desplazamiento, el extrañamiento.
Rut y Noemí, con el niño que comparten, así como las parejas estrategas de las
pinturas históricas de Lubaina Himid, con su futuro de vida creada, colocan
ante nosotras —mediante una creatividad simbólica— imágenes de alianza,
de identificación-en-la-diferencia, pero no de identidad. Dotadas de un forma-
to artístico, son alegorías históricas, su textualidad pictórica y visual requiere
que se lean como los relatos que proporcionaban los materiales para la pintura
histórica barroca. La posible lectura de la sexualidad de las mujeres dedicadas
a debatir el futuro funciona precisamente para refutar la semejanza patriarcal
atribuida a las mujeres. El amor lesbiano es el amor no de la misma persona
276 Diferenciando el Canon

sino de una persona diferente que puede ocupar metafóricamente, dentro del
feminismo, un modelo en el cual la diferencia no sea la línea de demarcación
violenta sino la condición necesaria del deseo, la base de la alianza en la dife-
rencia reconocida tanto dentro como en/de/desde lo femenino.

Ilustración 7.11. Jan Victors, Ruth y Noemí, 1653, óleo sobre lienzo, 108,5 × 137 cm. Nueva York, Sotheby Parke Bernet
Parte III. Heroínas: Situando a las mujeres en el Canon 277

1 Freud, Sigmund, “Mourning and Melancholia” [1917], en On Metapsychology, Penguin Freud


Library, vol. 11, Harmondsworth, Penguin Books, 1984 [ed. org.: “Trauer und Melancholie”, G.S.,
vol. 5, p. 535; G.W, vol. 10, p. 428.; ed. esp.: “Duelo y melancolía”, en Obras completas, volumen XIV,
José Etcheverry (trad.), Buenos Aires, Amorrortu, 1976] pp. 251-252.
2 Himid, Lubaina, Revenge: A Masque in Five Tableaux, Rochdale, Rochdale Art Gallery, 1992, p. 18.
3 Para una lectura exhaustiva de Revenge: A Masque in Five Tableaux, véase Beckett, Jane y Cherry,
Deborah, “Clues to Events”, en Mieke Bal y Inge Boer (ed.), The Point of Theory: Practices of
Cultural Analysis, Ámsterdam, University of Amsterdam Press, 1994, pp. 48-55.
4 Ibíd., p. 51.
5 Carol Duncan y Allan Wallach han cartografiado la función ceremonial y ritual del museo de
arte moderno señalando el emplazamiento estratégico de las obras clave para el relato del
arte moderno, que se narra espacialmente de acuerdo con los conceptos ideológicos de las
características individuales y sociales de las sociedades capitalistas. Véase su artículo “The
Museum of Modern Art as Late Capitalist Ritual: An Iconographic Analysis”, Marxist Perspectives 1,
1978, pp. 28-51.
6 Esta expresión procede de la obra de Gerardo Mosquera, que la emplea para garantizar la
inclusividad en el debate de las culturas mundiales, para muchas de las cuales el concepto
occidental del arte es inaplicable. Descubrí este concepto en un seminario sobre comisariado en el
Bard College, en 1994.
7 Fisher, Jean, “Editorial: Some Thoughts on Contamination”, Third Text 32, 1995, p. 5.
8 Véase la primera formulación que hizo Fredric Jameson en “Postmodernism or the Cultural Logic of
Late Capitalism”, New Left Review 146, julio-agosto de 1984, pp. 53-93.
9 Ibíd., p. 68.
10 Véase mi libro Avant-garde Gambits: Gender and the Colour of Art History, Londres, Thames &
Hudson, 1992, que documenta cómo me doy cuenta, a trompicones, de esta cuestión.

notas
11 Adorno, Theodor W, “Commitment”, en The Essential Frankfurt School Reader, Andrew Arato y Eike
Gebhardt (eds.), Nueva York, Urizen Books, 1978, pp. 300-318 [ed. esp.: “Compromiso”, en Notas
sobre literatura. Obra completa, vol. 11, Alfredo Brotons Muñoz (trad.), Tres Cantos, Akal, 2003].
12 Tawadros, Gilane, “Beyond the Boundary: Three Black Women Artists in Britain”, Third Text 8/9,
1989, p. 150.
13 Ibíd.
14 Ibíd.
15 La exposición clásica de este caso se encuentra en Clark, T. J., The Painting of Modern Life: Paris
in the Art of Manet and His Followers, Nueva York y Londres, Knopf and Thames & Hudson, 1984.
Clark argumenta que la simple representación de un contenido contemporáneo no basta para
hablar de “arte moderno”. El arte moderno es una estructura de representación concreta de la
modernidad que solamente es moderno si le da a esa modernidad la forma de “el espectáculo”.
Parece ser que la obra de Tissot no lo hace.
16 Garb, Tamar, Bodies of Modernity: Figure and Flesh in Fin de Siècle France, Londres, Thames &
Hudson, 1998, incluye un análisis feminista de la serie de Tissot Mujeres de París, y próximamente
se publicará un volumen de ensayos a partir de un congreso sobre Tissot celebrado en la Art
Gallery de Ontario en 1997.
17 Spivak, Gayatri, “The Rani of Sirmur. An Essay in Reading the Archives”, History and Theory 24, 3,
1985, pp. 245-272.
18 Lubaina Himid, citada por Sulter, Maud, “Without Tides, No Maps”, en Revenge, op. cit., p. 31.
19 Pollock, Griselda, “Modernity and the Spaces of Femininity”, en Vision and Difference: Feminism,
Femininity and the Histories of Art, Londres, Routledge, 1988 [ed. esp.: Visión y diferencia, Azucena
Galettini (trad.), Buenos Aires, Fiordo, 2013], y Garb, Tamar, Women Impressionists, Oxford,
Phaidon Press, 1986.
20 Citado en Jill Morgan, “Women Artists and Modernism”, en Revenge, Rochdale Art Gallery, 1992, p. 22.
278 Diferenciando el Canon

21 Ibíd.
22 Ibíd., pp. 22-23.
23 Benstock, Shari, Women of the Left Bank 1900-1940, Londres, Virago Press, 1987 [ed. esp.:
Mujeres de la “rive gauche” París 1900-1940, Víctor Pozando (trad.), Barcelona, Lumen, 1992].
prefacio, n. p.
24 Weiss, Andrea, Paris Was a Woman, Londres, Pandora Books, 1996 [ed. esp.: París era mujer,
Concha Cardeñoso (trad.), Madrid/Barcelona, Egales, 2014].
25 Véase Clayson, Hollis, Painted Love: Prostitution in the French Art of Impressionism, New Haven
y Londres, Yale University Press, 1991.
26 Miller, Christopher, Blank Darkness: Africanist Discourse in French, Chicago, University of Chicago
Press, 1985. Hablaremos más sobre esto en el capítulo 9.
27 Baker, Jean-Claude y Chase, Chris, Josephine: The Josephine Baker Story, Holbrook, Mass.,
Adams Publishing, 1993, p. 4.
28 Himid, Lubaina, “In the Woodpile: Black Women Artists and the Modern Woman”, Feminist Art
News 3, 4, 1990, pp. 2-3. Lubaina Himid hizo un retrato de Gertrude Stein (1986).
29 Garber, Marjorie, “Bisexuality and Vegetable Love”, en Public Fantasies, Lee Edelman y Joseph
Roach (eds.), Londres y Nueva York, Routledge, 1998.
30 Wittig, Monique, “One Is Not Born a Woman”, en Henry Abelove et aI. (eds.), The Lesbian and Gay
Reader, Londres y Nueva York, Routledge, 1993 [ed. org.: “On ne naît pas femme”, Questions
féministes, n°8, mayo de 1980, pp. 75-84; ed. esp.: “No se nace mujer”, en El pensamiento
heterosexual y otros ensayos, Paco Vidarte y Javier Sáez (trads.), Madrid/Barcelona, Editorial
Egales, 2006], p. 108.
31 Wittig plantea también que la racialización es un proceso comparable a la feminización (p. 104);
antes de la llegada de la realidad socioeconómica de la esclavitud negra, el concepto moderno
de raza no existía. La visión se convierte en el medio de naturalizar identidades imaginarias e
notas

impuestas como “negro” o “mujer”.


32 Para un argumento comparable desarrollado en un nivel muy superior, véase Lauretis, Teresa de,
The Practice of Love: Lesbian Sexuality and Perverse Desire, Bloomington, Indiana University
Press, 1994.
33 El abrigo de Gertrude Stein apunta a que esta rebelde de vanguardia, una judía lesbiana a la que
se llegó a llamar “la madre del arte moderno”, pasa el testigo a las mujeres que, de una manera tan
radical como hizo ella, reordenarán nuestra cultura con sus obras. Stein es una de las escritoras
modernas más radicales, cuya transformación del lenguaje se corresponde con la revolución
cubista en las artes visuales y que rompió con la carga tradicional del romanticismo, el naturalismo
y el lirismo para crear, mediante un realismo moderno radical, un medio de hablar de lo que había
reprimido la cultura occidental. El reconocimiento y la identificación con Stein mediante el abrigo-
manto-atuendo-estilo-presencia-arte activa una relación visual y conceptual entre las mujeres
negras de Lubaina Himid y este momento histórico en el que las mujeres intervinieron en la
modernización de la cultura y de la sexualidad. Sobre la importancia de Stein como presencia tanto
intelectual como social en la mente y el cuerpo de una mujer, véase Stimpson, Catherine, “The
somagrams of Gertrude Stein”, en The Female Body in Western Culture, Susan R. Suleiman (ed.),
Cambridge, Mass., Harvard University Press, 1988, pp. 30-43; y Stendhal, Renate (ed.), Gertrude
Stein in Words and Pictures, Londres, Thames & Hudson, 1995.
34 Morgan, Jill, “Women Artists and Modernism”, op. cit., pp. 22-24.
35 Georgia O’Keeffe: American and Modern, Londres, Hayward Art Gallery, abril-junio de 1993.
36 Campbell, Beatrix, “A Woman’s Art that Men Refuse to See”, The Guardian, 9 de junio de 1993,
repasa las críticas que decían que O›Keeffe “simplemente, no era lo bastante buena”, “una
aficionada sin remedio”, kitsch, superficial, para despojarla de su oficio. La crítica de arte sexista
denuncia a una artista “feminizándola”, convirtiendo todo signo de un género específico en un
impedimento declarado para que se la perciba como una pintora importante.
Parte III. Heroínas: Situando a las mujeres en el Canon 279

37 Sobre Edmonia Lewis, véase Hartigan, Lynda Roscoe, Sharing Traditions: Five Black Women Artists
in Nineteenth Century America, Washington, D.C., Smithsonian Institution Press, 1985.
38 Kelly, Mary, “Reviewing Modernist Criticism”, Screen 22, 3, 1981, pp. 41-62.
39 Véase mi artículo “Painting, Feminism, History”, en Destabilising Theory, Michelle Barrett y Anne
Phillips (eds.), Cambridge, Polity Press, 1992. Véase también Mastai, Judith, Women and Paint,
Saskatoon, Mendel Art Gallery, 1995. Para mi aportación a los estudios de las pintoras, véase
“Killing Men and Dying Women: A Woman’s Touch in the Cold Zone of American Painting in the
1950s”, en Avant-gardes and Partisans Reviewed, Fred Orton y Griselda Pollock (eds.), Manchester,
Manchester University Press, 1996. Véase también Betterton, Rosemary, lntimate Distance,
Londres, Routledge, 1996 y Schor, Mira, Wet: On Feminism, Painting and Art Culture, Durham, N.
C., Duke University Press, 1997.
40 Bal, Mieke, Reading Rembrandt: Beyond the Word-lmage Opposition, Cambridge, Cambridge
University Press, 1991, especialmente la lntroducción.
41 Freud, Sigmund, “Mourning and Melancholia”, op. cit., pp. 251-222.
42 Ibíd., p. 253.
43 Ibíd.
44 Segal, Hanna, “A Psychoanalytical Approach to Aesthetics”, en Melanie Klein (ed.), New Directions
in Psychoanalysis, Londres, Tavistock Publishing, 1955, pp. 384-406 [ed. esp.: Nuevas direcciones
en psicoanálisis, Buenos Aires, Paidós, 1965, pp. 371 y ss.]. Agradezco a Claire Pajaczkowska que
llamara mi atención sobre este artículo.
45 Himid, Lubaina, Revenge, op. cit., p. 11.
46 Es importante evitar toda tentación contable en la historia del horror y aquí hago una asociación
entre la experiencia judía del holocausto y la experiencia africana de la esclavitud únicamente en el
nivel del testimonio histórico, pero no pretendo que sean acontecimientos comparables. Cada una
tiene su carácter específico. Para un análisis minucioso y filosófico de la diferencia, véase Thomas,

notas
Lawrence Mordechai, Vessels of Evil: American Slavery and The Holocaust, Filadelfia, Temple
University Press, 1993.
47 Coleridge, Samuel Taylor, The Rime of the Ancient Mariner, versos 582-585, citados en Levi, Primo,
The Drowned and the Saved, Londres y Nueva York, Simon & Schuster, 1988 [ed. org.: I sommersi e
i salvati, Einaudi, 1986; ed. esp.: Los hundidos y los salvados, Pilar Gómez Bedate (trad.), Barcelona,
Península, 2014].
48 He examinado el relato de Rut y Noemí en relación con la obra de Lubaina Himid en Pollock,
Griselda, “Territories of Desire: Reconsiderations of an African Childhood”, en George Robertson
et al. (eds.), Travellers’ Tales: Narratives of Home and Displacement, Londres, Routledge, 1994, pp.
63-92.
49 Julia Kristeva, Strangers to Ourselves [1988], Leon Roudiez (trad.), Nueva York, Columbia
University Press, 1991 [ed. org.: Étrangers à nous-mêmes, París, Fayard, 1988; ed. esp.:
Extranjeros para nosotros mismos, Xavier Gispert (trad.), Esplugues de Llobregat, Plaza & Janes,
1991]; Tales of Love, Leon Roudiez (trad.), Nueva York, Columbia University Press, 1987; ed. org.:
Histoires d’amour, Paris, Éditions Denoêl, 1983; ed. esp.: Historias de amor, Araceli Ramos Martín
(trad.), México, Siglo xxi, 1987]. La cita procede de la entrevista con Jonathan Rée, emitida y
publicada con el título Taking Liberties, Londres, Channel 4, 1992, n. p.
50 Julia Kristeva, “Women’s Time” [1979), in The Kristeva Reader, ed. Toril Moi, Oxford: Basil
Blackwell, 1986 “cuando, por ejemplo, una mujer siente que su vida afectiva en cuanto mujer o su
condición como ser social es ignorada de una forma demasiado brutal por el discurso de poder
existente (de su familia o de las instituciones sociales), podría, mediante una contrainversión de la
violencia que ha soportado, convertirse en una agente poseída por esta violencia para combatir lo
que experimentaba como frustración, con armas que pueden parecer desproporcionadas pero que
no lo son en comparación con el sufrimiento subjetivo, o más precisamente, narcisista que está en
su origen” (p. 203).
280 Diferenciando el Canon

51 Ibíd., p. 203.
52 Ibíd., p. 204.
53 La frase deriva de las obras de Lichtenberg Ettinger, Bracha, “Matrix and Metramorphosis”,
Differences 4, 3, 1992 y The Matrixial Gaze, Leeds, Feminist Arts and Histories Network Press
at the University of Leeds, 1994.
notas
281

PARTE IV

¿Quién es
el otro?

Alejándonos decididamente de lo que Gayatri Spivak denomina feminismo


oposicional —una inversión cuyo objetivo es facilitar la incorporación a la
forma hegemónica—, esta sección explora la práctica feminista en cuanto crí-
tica tal como la ha esbozado Spivak, una práctica que produce su propia auto-
crítica. Diferenciar el canon exige modalidades de análisis que produzcan redes
lo bastante finas para atrapar las relaciones siempre entrelazadas de clase, de
género, de sexualidad y de raza que fueron los determinantes históricos de la
empresa del arte moderno y de la perplejidad teórica que nos legó. Volviendo
al terreno del primer arte moderno europeo, estos capítulos finales emplean
una serie de recursos narrativos para cartografiar relaciones de feminidad, mo-
dernidad y representación, jouissance y diferencia en algunos cuadros de Mary
Cassatt y Édouard Manet. Algunos temas que se han planteado a lo largo del
libro encuentran una nueva alineación —la figura de la sirvienta, la madre
y la mujer negra— en la pregunta que siempre hay que formular: ¿Quién es
el Otro? La incitación parte de la idea de dos espacios de encuentro: el de la
exposición celebrada en Nueva York en 1915 y el de un estudio en París entre
1862 y 1872.
282 Diferenciando el Canon

Ilustración 8.1. Theodate Pope, Mary Cassatt leyendo, París, ca. 1905, fotografía. Farmington, Connecticut, Hill-Stead Museum
Parte IV. ¿Quién es el otro? 283

ALGUNAS CARTAS SOBRE FEMINISMO, POLÍTICA Y ARTE


MODERNO: CUANDO EDGAR DEGAS COMPARTIÓ ESPACIO
CON MARY CASSATT EN LA EXPOSICIÓN EN BENEFICIO DEL
SUFRAGIO, NUEVA YORK, 1915

CARTA I: SOBRE LA CUESTIÓN DE YO Y NO-YO

Querida comisaria:
Me encantaría ver la exposición que ha organizado con los grabados en
color realizados por Mary Cassatt. (Fig. 8.1)1. El artista con el que compartió
el espacio expositivo en la galería de Paul Durand-Ruel cuando se mostraron
por primera vez en París en 1891, Camille Pissarro, escribió a su hijo Lucien,
también grabador, el 3 de abril de 1891, entusiasmado por los nuevos efectos
de color que había en esas obras.

Es absolutamente necesario, mientras lo que ayer vi en la casa de la señorita


Cassatt sigue fresco en mi memoria, que te hable de los grabados coloreados
[sic] que va a exponer en la galería de Durand-Ruel al mismo tiempo que yo. La
inauguración es el sábado, el mismo día que la de los patriotas, quienes, entre
tú y yo, van a ponerse furiosos cuando descubran justo al lado de su exposición
una muestra de obras raras y exquisitas. ¿Recuerdas los efectos que con tanto
empeño buscaste en Éragny? Pues la señorita Cassatt los ha logrado, y de mane-
ra admirable: el color homogéneo, sutil, delicado, sin manchas en los puntos de
unión; adorables azules, fresco el rosa, etc2.

Aunque era un artista sumamente politizado, Pissarro no hizo comentario al-


guno sobre el “contenido” de las estampas de Mary Cassatt. Tal vez eso no pu-
diera comentarse en 1891. La propia obra de Pissarro estaba claramente foca-
lizada en otra parte, en los campos y las comunidades campesinas de Pontoise,
donde vivía, y sus alrededores3. El respeto anarquista de Pissarro por la otredad
social de los trabajadores rurales, que retrataba como la antítesis de una burgue-
sía urbana parásita y explotadora, había estimulado sus propios experimentos
formales. En otra carta se preguntaba, un poco angustiado, si un burgués como
él podía pintar a campesinos sin ser uno de ellos. T. J. Clark ha sostenido que
284 Diferenciando el Canon

las cualidades singulares de los cuadros más complejos de Pissarro estriban en


las soluciones pictóricas que desplegó para resolver ese problema. ¿Cómo podía
representar la diferencia social sin condescendencia, sentimentalismo o mala fe
política4?
Es difícil encontrar a alguien que se plantee esas cuestiones —sobre política
y clase— en la obra de Mary Cassatt, a quien Achille Segard denominó para la
posteridad “Peintre des Enfants et des Mères”5. Sus cuadros, pasteles y estampas
parecen pertenecer tan completamente a un mundo femenino burgués de visi-
tas por la tarde e intimidades domésticas que la idea de que la artista también
pueda plantearnos cuestiones relativas a la diferencia social a través de sus dis-
posiciones formales sencillamente no se les ocurre a los historiadores del arte,
feministas o no. Sin embargo, como usted bien sabe, el hogar burgués era un
complejo de relaciones sociales, poroso a la clase obrera porque la familia bur-
guesa dependía del trabajo de sus otros sociales en todo lo relativo a la higiene,
la alimentación y el cuidado de los niños. Por lo tanto, eso me motivó a pensar
sobre las relaciones entre la política y ese lugar no canónico del arte moderno
—los grabados de una mujer artista— a través del prisma de un feminismo que
tiene el reto de comprender las cuestiones relativas a la diferencia sexual dentro
del campo más amplio de las relaciones sociales de clase.
En 1992 se celebró en el Metropolitan Museum de Nueva York una
exposición titulada The Splendid Legacy dedicada a la Colección Havemeyer,
cuyas donaciones de maestros antiguos y modernos, así como de cerámicas
orientales, constituyen la base del gran número de piezas que posee el museo
en esas áreas6. Henry Osborne Havemeyer (1847-1907) era el propietario
de un negocio dedicado al refinado de azúcar y sentía pasión por las artes
de Asia. Louisine Waldron Elder (1855-1929) era ya una entusiasta colec-
cionista de arte moderno antes de casarse con Henry. Como resultado de
su encuentro con la pintora estadounidense Mary Cassatt en París en 1874,
Louisine Elder Havemeyer se convirtió en una de las primeras coleccionistas
americanas de la obra de un grupo de artistas independientes a los que ahora
conocemos como los impresionistas. Su primera adquisición, en 1875, fue
un pastel de Degas. Mary Cassatt fue quien le aconsejó que lo comprara. En
el transcurso de su larga amistad, Cassatt contribuyó a la formación de una
de las colecciones más importantes de arte moderno temprano jamás reuni-
das en los Estados Unidos7.
Louisine Elder Havemeyer era, como Mary Cassatt, feminista. Tras la muer-
te de su esposo, en 1907, Louisine Havemeyer prosperó en el National Women’s
Parte IV. ¿Quién es el otro? 285

Party, convirtiéndose en una de las defensoras más activas y prominentes del


derecho a voto de las mujeres. Sus actividades en el movimiento sufragista
hicieron que empezara a hablar en público y a escribir, y nos dejó dos textos
memorísticos, uno sobre su colección de arte y otro posterior, redactado en
1922 y titulado “The Suffrage Torch: Memoirs of a Militant” (Ilustración 8.2)8.
En 1915 y en 1922 Louisine Havemeyer organizó sendas exposiciones de su
colección, cuyos beneficios estaban destinados a la causa sufragista.

Ni que decir tiene que mi colección de arte también tenía que formar parte de
la campaña en pro del sufragio. La única ocasión en la que permití que mis cua-
dros se exhibieran colectivamente fue para la causa sufragista. (…) Asimismo,
la única ocasión en la que hablé sobre cuestiones artísticas fue en una de esas
exposiciones. (…) Hablé sobre el arte de Degas y de la señorita Mary Cassatt,
cuya obra se exhibía por primera vez de manera encomiable en los Estados Uni-
dos y ocupaba aproximadamente la mitad de la exposición, mientras que la otra
mitad estaba formada por una colección inusualmente interesante de maestros
antiguos. Contrastar lo antiguo con lo moderno me permitió ofrecer un pro-
grama de lo más atractivo; pese a todo, a causa del entusiasmo que despertó y
de la mucha publicidad que recibió la exposición, yo estaba muy asustada con
esa nueva aventura en un nuevo campo de oratoria, tan diferente a todos los
que yo había probado antes. Hablar de la emancipación de las mujeres resultaba
sencillo, pero el arte era un asunto muy distinto y difícil9.

Esto es desconcertante. ¿Cómo dar sentido a la yuxtaposición de Rembrandt,


Johannes Vermeer y Pieter De Hooch con las bailarinas, las lavanderas exhaustas
y las desdeñosas sombrereras de Degas, y además con los luminosos cuadros de
bebés sanos y rubicundos, niñas pensativas y saludables cuidadoras de Cassatt?
En la imagen de la exposición se ve Joven madre cosiendo, comprada por los
Havemeyer a Durand-Ruel en París en 1901, y también conocida como Niña
apoyada en la rodilla de su madre (Ilustración 8.3). Cuando hablé con usted
sobre el proyecto de escribir acerca de la exposición de los grabados en color
de 1891, mientras hojeábamos el catálogo, me sorprendió su frialdad ante esa
imagen. No es usted el único a quien las representaciones de madres y niños
realizadas por Mary Cassatt parecen atrozmente sentimentales y romantizadas,
o simplemente demasiado celebratorias y, por lo tanto, insensibles a la comple-
jidad de las experiencias de la maternidad, las relaciones madre-hija, las mujeres
sin hijos o la decisión de no ser madre. Siempre me pongo a la defensiva ante
286 Diferenciando el Canon

Ilustración 8.2. Louisine Havemeyer como sufragista (derecha) pasando la “Antorcha de la Libertad” a una miembro de
la rama de Nueva Jersey de la Women’s Political Union, 7 de agosto de 1915, Scribner’s Magazine, nº. 71, mayo de 1922
Parte IV. ¿Quién es el otro? 287

las críticas a su obra, ya que me encantan los cuadros de madres e hijas pintados
por Mary Cassatt. Me siento atraída por ellos. Compro reproducciones y las
cuelgo en las paredes del cuarto de mi hija10.
Es más que probable que lo que veo en ellas sea, en parte, una proyección de
mis propias fantasías y deseos; o puede que me ofrezcan, como hija sin madre,
una compensación para mi carencia de lo que parecen hacer permanentemente
presente: una mirada materna. De modo que mi lectura corre el profundo riesgo
de la idealización inconsciente y de la proyección sin límites. Su ambivalencia
ante ese cuadro me obligó a analizar mi interés por él.
Louisine Havemeyer era también madre y aparece con su hija, Electra, en
un pastel realizado por Mary Cassatt en el verano de 1895, cuando Electra
tenía solo siete años y la madre de Mary Cassatt estaba en su lecho de muerte
(Ilustración 8.5). El pastel, que primero perteneció a Louisine y después a
Electra, se encuentra ahora en una colección pública. Quiero detenerme unos
momentos en esas dos imágenes de Mary Cassatt.
La Joven madre cosiendo (Ilustración 8.3) hace pensar en Hablan las mayores
(1984), pintada por una artista británica contemporánea, Sonia Boyce (Ilu-
stración 8.4). En esta obra, realizada en la década de 1980, Sonia Boyce parece
compartir con Cassatt un audaz uso del pastel como medio para crear un estilo
monumental mediante la saturación del color. El pastel crea una superficie muy
táctil que subraya la corporalidad de la mujer representada y, por lo tanto, pro-
duce un poderoso efecto de presencia, pese a que solo vemos un fragmento del
cuerpo de la adulta. La imagen de Sonia Boyce evita la amenaza del sentimen-
talismo por el uso de la escala y la audacia del dibujo al pastel, con su variada
paleta de colores y estampados. La atmósfera de la imagen que ofrece del con-
fort y la seguridad de la niña dentro del envoltorio acústico de las voces de las
grandes madres, representada por la densa factura como un espacio casi táctil,
se equilibra por la distancia psicológica de la niña que escucha una conversación
y un mundo de feminidad adulta del que aún no forma parte plena.
Joven madre cosiendo, de Mary Cassatt, crea ese espacio mullido y doméstico
en el que la niña reside, tan sencillamente conectada por la proximidad física
y el contacto con el cuerpo de la madre que la niña reclama de modo casual
pero absoluto, usándolo como apoyo. La niña se enfrenta al espectador con
una mirada cargada con la evocación iconográfica de la pose del pensamiento,
convertida en infantil y mundana por la atención a la arruga de la piel que
se forma al apretar el puño contra la cara. La intensa mirada de la niña ha-
cia fuera traspasa el espacio pictórico y cuestiona al espectador, cuya propia
288 Diferenciando el Canon

Ilustración 8.3. Mary Cassatt, Joven madre cosiendo o Niña apoyada en la rodilla de su madre, 1902, óleo sobre
lienzo, 92,3 × 73,7 cm. Nueva York, Metropolitan Museum of Art (donación de la señora H. O. Havemeyer, 1929).
Parte IV. ¿Quién es el otro? 289

Ilustración 8.4. Sonia Boyce, Hablan las mayores, pastel y tinta sobre papel, 1984, 148 × 155 cm.
Londres, Colección de la artista

mirada se invoca por el carácter directo de la de la niña. En los cuadros de


Mary Cassatt suele aparecer una figura que mira fuera del espacio representado
simbólicamente por el espacio pintado del lienzo. En este cuadro, la mirada
de la niña rompe las juntas ideológicas de ese espacio para proyectar otro que
no está tanto más allá de su marco como delante de su plano. En ese espacio
hay otra persona. Inicialmente, en el momento de producción, tan a menudo
conmemorado en la obra producida por Cassatt, esa otra era la artista, que así
se inscribe en su obra como su interlocutora imaginaria11.
Para poder leerla, quien contempla Joven madre cosiendo debe adoptar esa po-
sición, el lugar desde el que se realizó la representación. En esta acción de mirar el
cuadro desde donde la pintora lo realizó y devolver después la mirada hacia el otro
lado, a través de la mirada de la niña, se halla implícito un recordatorio de la artista,
290 Diferenciando el Canon

cuya mirada y trabajo observaba la niña mientras era pintada. En este eje, el cuadro
establece una relación potencial entre la niña, nacida en la década de 1890, la ar-
tista, nacida en 1844, y cualquier espectador o espectadora que ocupe esa posición
activa, creativa, generizada e históricamente localizada para ver el cuadro12. Este eje
entre el espacio representado y el lugar desde el que se realizó la representación me
lleva a pensar que no estamos ante una díada idealizada de “Madre y niño”, conte-
nida y fetichizada dentro del cuadro, un icono cerrado que nos devuelve regresiva-
mente a una fantasía de la madre y el niño como una entidad unificada13. Leo en
esta imagen algunos indicios de esa fantasía arcaica del envoltorio materno espacial
y sonoro en el que vive el niño, incluso después del nacimiento. Pero también veo
indicaciones de la perforación de esa fantasía, a menudo peligrosa, por parte de la
subjetividad en desarrollo de la niña, cuya separación y singularidad formaban, no
obstante, ya parte de lo que necesita comprenderse como la relación entre ambas14.
Quiero proponerle que podemos sugerir esa posibilidad por las estructuras forma-
les, más que temáticas (con frecuencia malinterpretadas, por falta de atención a las
primeras), de la repetida exploración realizada por Mary Cassatt de ese asunto: dos
figuras (dos sujetos) en un espacio.
Así pues, el núcleo crítico del cuadro Joven madre cosiendo puede leerse como
algo muy distinto a la unidad ficticia de “madre e hijo”. En su centro literal está
esa joven feminidad, el lugar de la hija en una ambivalencia estructural que es
también una dualidad estructural. Está representado tanto en su “ser con su
madre” (la mujer madura con la que, al identificarse, se abrirá paso, de modo
contradictorio, hacia su propia feminidad adulta) como en su “ser separada”,
una diferencia que debe reconocer para alcanzar una feminidad creativa inde-
pendiente como la de la artista que ve ante ella, trabajando, la cual es otra en
relación con su madre y, sin embargo, es comparable a ella, pues las dos adultas
están ocupadas y absortas: su deseo está allí y en otra parte, en la fabricación
de sus propias subjetividades. Así pues, la tríada que genera el cuadro no es el
triángulo edípico culturalmente implícito, con el Otro determinante como el
Padre. En su lugar, una mujer que es una artista creativa, una Nueva Mujer,
funciona como el cebo de la mirada reflexiva de esa niña del siglo xx, al tiempo
que esa mirada, dirigida al afuera del espacio inventado por el cuadro, hace
de la niña otra para la madre, liberada de una identidad únicamente creada y
sintomatizada por el deseo de la niña de ser una con ella, es decir, por el papel
de la niña como figura de su deseo materno.
En el retrato de Louisine Havemeyer y su hija Electra (Ilustración 8.5),
Mary Cassatt situó juntas, en un sofá rojo, a una madre y una hija conocidas.
Parte IV. ¿Quién es el otro? 291

Ilustración 8.5. Mary Cassatt, Louisine Havemeyer y su hija Electra, 1895, pastel sobre papel vitela,
61 × 77.5 cm. Shelburne, Vermont, Shelburne Art Museum
292 Diferenciando el Canon

Ilustración 8.6. Elisabeth Vigée-Lebrun (1755-1842), Autorretrato con su hija


Julie, 1789, óleo sobre lienzo, 130 × 94 cm. Paris, Musée du Louvre

Electra, de siete años, está sentada sobre las rodillas de su madre. Con un brazo
le rodea el hombro, mientras que el otro, que descansa en su propia rodilla,
está parcialmente cubierto por la mano de su madre. Esa secuencia de gestos y
posiciones crea un círculo en el que se sostiene a la niña. Madre e hija aparecen
íntimamente conectadas, vinculadas. Es interesante comparar, o más bien con-
trastar, ese cuadro con el autorretrato de Élisabeth Vigée-Lebrun con su hija
Julie, pintado en 1789 (Ilustración 8.6). Este cuadro encuentra su solución
formal a la vinculación de las dos figuras en la perfección y armonía clásicas de
su composición piramidal15. Sin embargo, desde un punto de vista ideológi-
co, esa reciprocidad y circularidad formales me hacen pensar en la feminidad
como una mera repetición entre generaciones. El cuadro fue históricamente
Parte IV. ¿Quién es el otro? 293

innovador al dar forma al intenso placer que siente una madre cuando abraza y
toca el cuerpo de su hija. Élisabeth Vigée-Lebrun representa la promoción de la
maternidad como una condición sensualmente gratificante y psicológicamente
satisfactoria16. La madre y la hija aparecen vinculadas tanto en un círculo de
identidad como en un circuito de deseo recíproco. El cuadro pertenece a un
momento de intensa sensualización de la feminidad y, específicamente, de la
maternidad como parte del programa ideológico de la sociedad burguesa mo-
derna y de sus intensas construcciones de la maternidad como la identidad
gobernante de las mujeres17.
Esa corporeidad y sensualidad no permean la imagen producida a finales
del siglo xix por Mary Cassatt, cuyas figuras están rígidamente encerradas
en el vestido de una feminidad descorporeizada, típica de la burguesía de su
época (Ilustración 8.5). Aunque el círculo de manos y brazos entrelaza los dos
cuerpos, queda roto por la dirección opuesta de sus miradas. La mujer y la niña
no se miran entre sí ni directamente al espectador. Esa configuración podría
recordar a las imágenes disonantes de la familia pintadas por Edgar Degas,
amigo de Mary Cassatt, las cuales, según Linda Nochlin, producen un efecto
de tensión y alienación en el corazón de la familia burguesa18. Nochlin se refiere
al conocido Retrato de la familia Bellelli (1858-1867, París, Musée d’Orsay),
una escena de severa desavenencia marital, y al menos conocido Retrato de
Giovanna y Giulia Bellelli (1865-1866, Los Ángeles, County Museum of Art).
En este cuadro, las dos hermanas están situadas mutuamente en un ángulo
marcado. Una mira al espectador y otra fuera del cuadro. Esa divergencia crea
una dinámica poderosa, al presionar contra el marco del espacio representado y
al insistir aparentemente en la fractura de toda relación entre las dos hermanas.
El cuadro de Mary Cassatt es muy distinto. Hay una tensión pictórica
lograda en los cuerpos, centrales en el espacio de la pintura, que se curvan uno
en torno al otro en gestos de intimidad despreocupada y, al mismo tiempo,
parecen psicológicamente desconectados. Aunque las miradas se entrecruzan y
atraviesan el núcleo central de la imagen, su movimiento implícito contribuye a
expandir el espacio y nos permite imaginar que es en el plano de la consciencia,
el pensamiento y, por lo tanto, la subjetividad donde las dos mujeres, en
diferentes fases de su vida, definen su especificidad, más que su identidad con
la otra. Además, la relación madre-hija parece no pertenecer simplemente a un
estado del ser, a una conexión automática como la pretendida ideológicamente
por la propaganda de la época sobre la maternidad y lo maternal19. En el cuadro
de Mary Cassatt, la relación madre-hija es un marco, un espacio en el que dos
294 Diferenciando el Canon

seres coexisten con comodidad, pero sin que ninguna sepa lo que piensa la otra.
Podemos describirla como un espacio matricial.
La teoría de la Matriz me permite abordar la obra de Mary Cassatt a la luz
de la subjetividad matricial, un proyecto que no carece de justificación histó-
rica, dado que los críticos de principios del siglo xx reconocieron sistemáti-
camente la obra de esta contemporánea algo mayor que Sigmund Freud, una
pintura cuya modernidad no estriba solo en el plano estético sino también en
el psicológico.
El término Matriz se debe a Bracha Lichtenberg Ettinger, psicoanalista fe-
minista y pintora. A partir de hallazgos recogidos en su obra pictórica como
hija de supervivientes de la Shoah y replantados en el terreno del psicoanálisis
lacaniano, Bracha Lichtenberg Ettinger ha realizado un movimiento decisivo
para teorizar la diferencia femenina. En el psicoanálisis tradicional se cree que
la subjetividad es solo un efecto de la dialéctica de lo uno frente a lo otro que
gradualmente cobra forma según el infante se ve obligado a distinguirse —una
masa de sensaciones e impulsos incipientes— del mundo circundante y de
otros seres que hay en él, especial y fundamentalmente representados por la
Madre. El primer acto que, se dice, precipita el viaje a la subjetividad es, según
la versión más extendida del psicoanálisis, cierta forma de agresión oral que,
metafóricamente, es un rechazo: morder el pezón. Este acto se opone a —pero
estructuralmente se relaciona con— el proceso de incorporación, de toma, que
ahora se convierte en uno de los dos modos formativos —incorporación o re-
chazo— que definen al sujeto emergente a través de una frontera física, la boca,
y establece conceptualmente una oposición binaria: dentro/fuera. Sin esta di-
visión imaginaria, se dice, no habría espacio o hueco para que el sujeto llegara
a formarse. Morder y chupar son actividades físicas que empiezan a establecer
una frontera y, en este sentido emergente del espacio, puede empezar a demar-
carse una subjetividad. Así pues, la necesaria distinción sobre la que construir
la subjetividad tiene una topografía que opone lo uno y lo que es lo otro de él.
Esta es la base de la lógica falocéntrica, la lógica construida sobre la ausencia/
presencia que únicamente eleva el falo a la categoría singular y soberana de
significante. Si la historia del sujeto comienza siempre con esos actos que hacen
posible lo uno, lo otro queda entonces posicionado como objeto de un recha-
zo agresivo o de una asimilación mediante la identificación. Lo que podemos
definir como la lógica fálica del sujeto se construye sobre indicios arcaicos del
significado —los teóricos llaman pictogramas a esas formas primeras de captar
el mundo— compuestas por este sistema de encendido/apagado (o lo uno/o lo
Parte IV. ¿Quién es el otro? 295

otro) de la diferencia. Así obtenemos un mundo infantil arcaico ordenado por


el rechazo o la incorporación, la repulsión o la asimilación y, más adelante, por el
amor y el odio, etcétera20. Y, cuando esos modos primarios se convierten en la
base de descubrimientos subsiguientes de la diferencia sexual, la diferencia solo
puede imaginarse conforme a la misma lógica de presencia/ausencia, hombre/
falo frente a mujer/carencia. La diferencia de lo femenino no puede significar-
se, imaginarse, utilizarse.
Bracha Lichtenberg Ettinger ha utilizado sus exploraciones como pintora
para entrar en contacto con —y para teorizar otro registro de— una subjetivi-
dad que coexiste con —y realinea— la propia subjetividad, a la que ha dado el
nombre de estrato matricial de subjetividad. La implicación radical del concep-
to de Matriz es que la subjetividad no empieza con lo uno creado en oposición
a su otro, sino con los varios, representados paradigmáticamente —aunque en
ningún modo biológicamente determinados— por la posición relacional de
la madre y el feto posmaduro en los ultimísimos momentos prenatales. Uti-
liza la imagen —subrayo: la imagen, aunque la contigüidad corporal es la
sustancia real de la posterior memoria de sensaciones— como la metáfora de
la copresencia del infans todavía protosujeto en el espacio uterino y del sujeto
materno embarazado, que representa la coexistencia de dos seres dentro de
un espacio conceptual, el cuerpo de la madre, en el plano de lo real, pero, en
el de los afectos, el ámbito psíquico proyectivo de esta: sus fantasías. Bracha
Lichtenberg Ettinger teoriza un nivel de subjetividad en el que los varios existen
en un espacio que tiene efectos radicales sobre las subjetividades constantemen-
te modificadas —re-afinadas— que se definen entonces no tanto mediante un
abismo y un rechazo o bien una asimilación, sino por un espacio liminal de
juntura, creativo o traumático. En este espacio fronterizo hay dos mutuamente
desconocidos, que carecen de la pulsión tanto de asimilar como de destruir
al otro. He subrayado en un primer momento la imagen de los últimos esta-
dios del embarazo para apaciguar inmediatamente los miedos que despierta
en toda feminista la idea de “reducir” lo femenino al cuerpo y a sus órganos
sexuales. Estoy totalmente de acuerdo en que para nosotras no hay mucho en
el nivel de la biología imaginada. Pero eso no es lo mismo que decir que no
hay nada para nosotras en el nivel de lo corpóreo, de sus pulsiones y sensacio-
nes, una vez pasadas por el prisma de su traducción psíquica y convertidas en
representación como fantasías. Para quien está deviniendo madre, como para
el bebé que deviene, los registros corpóreos de la sensación de la co-emergencia
y de la asociación en diferencia —la forma pictográmica de articular este espacio
296 Diferenciando el Canon

fronterizo matricial— acumulan los materiales para una fantasía retrospectiva,


que es el medio por el cual la especificidad sexual invisible del cuerpo femenino
puede encontrar un camino en las formas de nuestra subjetividad y en las
formas de nuestras imaginaciones (fantasía) y, si allí encuentra un significante,
como la matriz, en el pensamiento (signos) y el conocimiento.
Bracha Lichtenberg Ettinger sugiere que la Matriz se considere una especie de
filtro sub-simbólico que permitirá que determinados “rasgos externos e internos,
vagos, borrosos, huidizos, que están ligados a la diferencia sexual no edípica”
escapen de la forclusión. “Pasados por el filtro matricial, estados, procesos y
vínculos fronterizos concretos, inconscientes, no fálicos, que conciernen al Yo y
al no-Yo co-emergentes, pueden adquirir sentido”. La Matriz no es, por lo tan-
to, el opuesto del Falo; es más bien una perspectiva suplementaria. “Garantiza
un significado diferente; traza un campo de deseo distinto”21.
En tanto pintora, Bracha Lichtenberg Ettinger “descubrió” la Matriz
mediante la contemplación de lo que ocurría en su propia obra: sus imágenes
recurrentes, los latidos y afectos de los trazos y el color y su relación con ella en
cuanto su primera espectadora22. Esto dio pie a un segundo concepto para de-
finir el mecanismo de la producción del significado en la diferencia a partir de
esos tropos asociados con las definiciones lacanianas del lenguaje, la metáfora y
la metonimia, es decir, el significado creado por sustitución o por contigüidad.
El término que ella emplea es metramorfosis. Las figuras del orden falocéntrico
son la metáfora y la metonimia, figuras de la sustitución y el desplazamiento.
En la Matriz “los sujetos y los elementos pueden co-emerger en contradicción y
no solamente en armonía y aún así ocuparse el uno del otro y provocar cambios
respectivos”. El mecanismo estético de la Matriz es la metramorfosis:

El proceso de cambio en las líneas fronterizas y los umbrales entre el ser y la au-
sencia, la memoria y el olvido […] La conciencia metramórfica no tiene centro,
no puede sostener una mirada fija —o, si tiene un centro, se desliza constante-
mente hacia la línea fronteriza, hacia los márgenes—. Su mirada escapa de los
márgenes y vuelve a los márgenes. Mediante este proceso, los límites, fronteras
y umbrales concebidos se transgreden o disuelven continuamente, permitiendo
así la creación de otros nuevos23.

Podría ser posible imaginar algo de este registro de la subjetividad matricial,


tan curioso y difícil-de-articular, cuando se contemplan los pasteles de Mary
Cassatt. Una lectura matricial de la pintura se ocupa de un tipo diferente de
Parte IV. ¿Quién es el otro? 297

atención, que su espectador presta a los afectos tanto como a los efectos de un
proceso material de representación que atañe a significados que emergen y se
funden en el punto del encuentro de este espectador con lo que es otro —el
cuadro y el campo imaginario que puede evocar mediante el funcionamiento
de sus recursos semióticos y sus sustancias materiales—.
El uso que hace Mary Cassatt del medio, con su hemorragia constante de
los colores unos hacia otros, atravesando los límites de las formas distintivas,
en el equilibrio particular entre la superposición de los cuerpos con su empleo
mutuo de uno y otro para el placer y la comodidad, y en el perforado de esa
intimidad corpórea por una mirada al exterior no agresiva, más allá del marco,
una mirada que porta un significado especial —la presencia de la conciencia
ante sí—, pensamiento, curiosidad, reflexión, melancolía, recuerdos, sueños:
todos estos rasgos encuentran en las teorías de Bracha Lichtenberg Ettinger
los medios para ser articulados como índices de una posible inscripción de lo
femenino, en lo femenino y desde lo femenino24. Lo que es fundamental, por
supuesto, es que un registro así de lo que se puede llamar “lo femenino” no es
la identificación de un elemento esencial, de una feminidad dada de antemano,
sino que la feminidad es eso que es el lugar de resistencia al orden fálico existen-
te del Símbolo. Esto es lo que nos permite reconocer la coyuntura histórica de
la revuelta feminista y la vanguardia del arte moderno que se situó dentro del
marco histórico del arte en las galerías Knoedler en 1915.
Atentamente, etc.

CARTA II: SOBRE EL OTRO SOCIAL

Querida colega:
Entre los espectaculares grabados en color que Mary Cassatt exhibió en
1891 hay un grabado de una mujer escribiendo una carta (Ilustración 8.7) que
me ha recordado al breve artículo que dedicó Jane Gallop al ensayo de Annie
Leclerc, “La carta de amor”. Como es habitual en Gallop, su artículo ensarta
una cadena de coincidencias aparentemente arbitrarias que, en último término,
revelan un conjunto hasta entonces oculto de relaciones significativas.
En la portada de la edición de Elizabeth Abel de una serie de estudios
feministas, Writing and Sexual Difference, publicada en 1982, figuraba el gra-
bado de Mary Cassatt, La carta (Ilustración 8.7). En la contraportada estaba un
retrato del erudito humanista del Renacimiento Erasmo de Rotterdam, obra
298 Diferenciando el Canon

de Quentin Matsys. Jane Gallop señala la perfección de estas elecciones para


ilustrar el tema de la escritura y de la diferencia sexual. El hombre escribe un
libro, la mujer una carta. Él sostiene una pluma, destacando el instrumento
de escritura como una extensión de su cuerpo; ella está lamiendo el sobre.
Ante nosotras tenemos el ejemplo clásico de la escritura masculina como un
paradigma fálico y una relación femenina que puede describirse únicamente
como oral. Esto lleva a Jane Gallop a l’écriture feminine, de la imaginería fálica
de la pluma a la sexualidad oral de la mujer que lame el papel, besa el sobre,
comunica con su cuerpo.
Desde ahí pasa a una feminista francesa exponente de l’écriture feminine, es-
cribiendo el cuerpo femenino, escribiendo desde el cuerpo femenino y hacien-
do que la escritura escriba de ese terreno sin mapas ni representaciones de la
sexualidad femenina, sus ritmos, ciclos, fluidos, sofocos, gestaciones, sensacio-
nes, recuerdos, deseos: escritura por y para mujeres. La “Carta de amor”, de la
feminista francesa Annie Leclerc está escrita a una mujer después de una noche
en la que hicieron el amor25. Jane Gallop extrae del texto la negativa de Annie
Leclerc a considerar el amor homosexual como una “expresión de una ausencia
de diferenciación sexual. (…) En realidad únicamente me gusta la perspectiva
de la diferencia”26. Voy a citar a Jane Gallop:

Después de la indisimulada heterosexualidad de Parole de femme, podría


sorprendernos que en Lettre d’amour Leclerc escriba como lesbiana. Pero la cita
que acabo de leer nos prepara para la cualidad especial del lesbianismo de Leclerc:
un agudo sentido de la otredad de la otra mujer. La carta de amor de Leclerc no
es una afirmación esencialista de la identidad universal, basada en la anatomía
de todas las mujeres. Es su afirmación de la diferencia dentro del lesbianismo lo
que de hecho me recuerda a un punto fundamental que señala Gayatri Spivak
en su artículo “El feminismo francés en un marco internacional”: “Por muy
impracticable e ineficaz que pueda sonar, no veo manera de evitar insistir en
otro foco simultáneo: no solamente ¿quién soy?, sino ¿quién es la otra mujer?27

Annie Leclerc también tiene en sus paredes cuadros que le gustan. Su propia
carta de amor se inspira en un cuadro del artista holandés del siglo xvii Ver-
meer, que a menudo pintaba escenas de mujeres escribiendo cartas. En varios
de los cuadros de Vermeer hay otra mujer, la doncella, que será la mensajera e
intermediaria de la burguesa escritora de cartas, por ejemplo, Dama con una
doncella llevando una carta (ca.1666, Nueva York, Frick Collection). En el cua-
Parte IV. ¿Quién es el otro?
299

Ilustración 8.7. Mary Cassatt, La carta, 1890-1891, aguatinta y punta seca sobre papel verjurado, 34,5 × 22,7 cm, Worcester Art Museum (donación de la señora Kingsmill Marrs)
300 Diferenciando el Canon

Ilustración 8.8. Johannes Vermeer (1632-1675), Una dama escribiendo una carta, 1671,
óleo sobre lienzo, 71.1 × 60,5 cm. Dublín. National Gallery of Ireland

dro de Vermeer Dama escribiendo una carta con su doncella (Ilustración 8.8) la
doncella espera en segundo plano con sus manos cruzadas por delante de su
cintura. Es una postura de autocontención, pero su mirada rompe los límites
de su cuerpo mirando hacia la ventana y más allá28.
El eje dentro y fuera es un tropo muy importante en la pintura de Europa
del Norte y en la iconografía de las mujeres. En las imágenes de la Anunciación,
en concreto, el mensaje llega a una mujer desde el exterior, un mensaje fálico
cuya entrada perfora, como un asta de luz, el espacio cerrado en el que espera
la Virgen. Es una representación simbólica de su penetración física por parte
de la palabra/semilla del Padre, cuyo divino hijo ella se limitará a portar en
cuanto “Vasija Sagrada”29. Su deseo no ha tenido nada que ver en ello; fija en
Parte IV. ¿Quién es el otro? 301

un espacio cerrado que representa de manera figurada lo que es la mujer, recibe


el mensaje a la vez que su propio cuerpo absorbe su fertilización sin ninguna
participación en el proceso de inseminación. En el tropo laico del interior bur-
gués holandés del siglo xvii, esta diferencia adopta dimensiones sexuales en
términos de en qué espacios se representa a las mujeres y si están o no cerrados
o parcialmente abiertos30. En el cuadro de Vermeer de 1671 (Ilustración 8.8)
la mujer escribe su carta en un interior cerrado. Escribe una carta de amor, una
carta que escribe su cuerpo y su sexualidad; la carta romperá los límites del in-
terior transportando sus deseos más allá del espacio doméstico hasta un objeto
exterior posiblemente ilícito. Esa trayectoria depende de la capacidad de la
doncella de moverse del interior al exterior y este rasgo se subraya por la mirada
de la doncella, que entregará la carta, dirigida al exterior, por la ventana. Esa
mirada, centrada en un cuerpo sereno, equilibrado y completo, tiene también
otros significados. Leclerc lee a la doncella como una sede de conocimiento
—haciéndose eco del trabajo de la propia Jane Gallop sobre el famoso caso de
estudio de Dora la histérica, cuya fuente de conocimiento sexual resulta haber
sido su institutriz, la mujer trabajadora que, como la doncella, es una figura
liminal que cruza el umbral de la familia burguesa y rompe los límites del
cuerpo femenino burgués reprimido, obligando a que la diferencia económica
y social perturbe el imaginario familiar, contenido—31.
El último punto que plantea Jane Gallop es el descubrimiento irónico de la
portada original en la que se publicó la “Carta de amor” de Annie Leclerc, Le
Venue a l’Écriture (1977), en la que se reproducía de manera parcial el cuadro
de Vermeer (Ilustración 8.8). La persona que diseñó la cubierta del libro había
sido selectiva. Solo figuraba la escritora de cartas burguesa. Quedaba aislada de
otras figuras femeninas del deseo y el conocimiento sexual, en un movimiento
que borraba el significativo eje de la diferencia de clase en las relaciones disper-
sas del deseo femenino.

Gracias a esta portada me doy cuenta de que el problema de l’écriture femi-


nine no es, como le gustaría a alguien, su insistencia en la diferencia sexual
a expensas de la humanidad universal sino más bien, en mi opinión, su
borrado de la diferencia entre mujeres en nombre de una esencia femenina
—en este caso, el borrado literal de la diferencia de clase— de forma que
representa a la mujer sola en su escritorio. La diferencia entre mujeres, la
cuestión de la otra mujer, las desavenencias en la plenitud feminista son
enormemente difíciles de confrontar y aún más difíciles de mantener. La
302 Diferenciando el Canon

tentación de esencializar es poderosa, no tanto en nuestros textos, donde


se permite la diferencia, sino en la portada, donde nos gustaría abrazar la
diferencia y acabar con ella a la vez. En nuestro deseo de hacer un libro con
ella —un libro de verdad y no solo cartas— no olvidemos a la otra mujer32.

Vuelvo ahora a La carta, de Mary Cassatt (Ilustración 8.7). El grabado


representa a una figura sola, pero implica a otra. Pues la imagen misma de
la mujer cerrando el sobre la traslada del acto de escribir al acto de enviar.
Como sabemos por Émile Benveniste, todo uso del lenguaje es un acto
intersubjetivo, que implica al otro en cuanto el destinatario del mensaje,
la necesidad, la exigencia, el deseo33. No hay ningún signo de escritura
en este grabado. La página ha quedado tan en blanco como el sobre. No
hay ninguna pluma fálica ni en la mano ni en el escritorio. El título y el
gesto de la protagonista, sin embargo, permite tanto que lo representado
funcione dentro del espacio de la representación como proyectar un afuera
para ello, el lugar del otro. En la teoría psicoanalítica, el lugar del Otro es
inicialmente la Madre y todos los ocupantes posteriores son sus sustitutos.
Esto es así incluso en la negación radical de la Madre, cuando la cultura,
como el Lenguaje y el Orden Simbólico, ocupa su lugar como el Otro que
estructura el sujeto y se erige al Padre como el garante del significado en
el lenguaje, que entonces representa a la madre como un cuerpo perdido,
silencioso, prohibido, que ahora es un lugar vacío, la sede de la carencia
y de la amenaza de la castración. La cuestión que plantea el feminismo a
esta formulación es un desafío para hacer el lugar del Otro más complejo y
diversificado, menos ligado únicamente a la leyenda de la diferencia sexual.
Los grabados de Mary Cassatt son una oportunidad de leer buscando otra
forma más de alteridad femenina.
En La carta el foco se pone sobre la figura individual, ocupada en lo que
se llama una actividad intelectual, en oposición al trabajo manual. Es un tema
recurrente en la obra de Mary Cassatt. Las mujeres escribiendo —o, con frecuen-
cia, leyendo— pueden interpretarse como escenas habituales de la vida de clase
media, pero, como ocurre en este grabado, el minimalismo de la composición,
la escisión de todo sobrante anecdótico que pudiera proporcionar lo que Barthes
llama “el efecto de lo real”, como lo encontramos en las escenas de domesticidad
familiar de Monet o de Gustave Caillebotte, proyecta esta obra a otro nivel de
posibilidad simbólica34. El proceso de destilación formal de la composición para
crear esa diferencia es evidente en el resto de las estampas de la serie.
Parte IV. ¿Quién es el otro? 303

Voy a usar otra de las estampas para plantear que las imágenes de Mary
Cassatt no son meramente escenas de género de la vida femenina burguesa.
En el ómnibus, uno de los grabados en color de 1891 (Ilustración 8.9), sugiere
que Cassatt sabía algo de pintura inglesa, porque hay algunos tratamientos
interesantes de este tema por parte de William Maw Egley (Vida de ómnibus
en Londres, 1859, Londres, Tate Gallery) y John Morgan (Gladstone en un
ómnibus, 1885, colección privada), y el más interesante, que está fechado con
posterioridad a la obra de Mary Cassatt, El ómnibus de Bayswater, de George
William Joy, 1895, London Museum. También está Egalité, 1886, de Henry
Bacon, un compatriota americano en París, y el grabado de Julie Delance-Feu-
gard, Un rincón del ómnibus, en el Salón de 1887. El ómnibus era un lugar que
suscitaba mucho interés en el siglo xix, porque representa un espacio híbrido,
un espacio público en el que personas de diferentes clases y sexos se veían abo-
cadas a una proximidad confusa y a situaciones potencialmente “excitantes”35.
En un dibujo preparatorio para su plancha En el ómnibus, Mary Cassatt pare-
ce haber planificado una escena semejante de viaje popular (1891, Washington,
D.C. National Gallery). La mujer burguesa, su hijo y la niñera están sentadas
en el banco. A su lado hay un boceto de un caballero con bastón y sombrero de
copa. La mirada determinada de la mujer burguesa en dirección contraria a este
hombre crea una tensión en la composición que hace que centremos nuestra
atención en la yuxtaposición de la señora y el caballero. Hay que destacar que él
aún no tiene rostro en este estadio del pensamiento de la artista. Sin embargo,
el caballero pronto será eliminado de la composición. Los primeros estadios del
grabado se centran sistemáticamente en el grupo femenino. ¿En qué convierte
esto a la estampa? ¿Y a nuestra lectura de esta?
Las marcas superfluas del carácter híbrido del ómnibus han sido desterradas
y nos encontramos contemplando tres figuras femeninas —aunque el bebé po-
dría ser un varón dado el atuendo indiferenciado de niños y niñas de esa edad
que era la costumbre francesa burguesa del momento—. La niñera o la doncella
lleva al bebé y parece, si no mirar hacia él, sí en su dirección. Su atuendo es
interesante porque recuerda demasiado al enorme vestido que lleva la criada
de la Olympia, de Manet de 1863 (Ilustración 9.17), tal vez fuera el uniforme
habitual de las sirvientas. La comparación formal es elocuente, con el bebé
envuelto hasta las orejas reemplazando el ramo de flores del cuadro de Manet.
La criada y el bebé están conectados por gestos y emplazamiento. La madre
(?) y el bebé no se dedican a nada que los relacione ni interactúan, pero ambos
miran en la misma dirección y el parecido familiar se insinúa en sus perfiles
304 Diferenciando el Canon

alineados. Contra el telón de fondo del París del Sena y de sus puentes, Mary
Cassatt ha puesto en escena, con toda la economía críptica de la línea grabada
por la punta seca y el suave color de fondo aplicado, un incidente minúsculo de
clase en el hogar burgués: los patrones complejos de la semejanza y la diferen-
cia, de la intimidad y de la relación, que se adecúan al hecho de la abrumadora
implicación de las mujeres en la crianza debida a la división sexual del trabajo
y las convenciones de la reproducción36. Mientras que estos “hechos” eran cada
vez más empleados por quienes promovían la ideología de la maternidad tanto
en Francia como en Estados Unidos en aquel momento para naturalizar la di-
visión sexual del trabajo y garantizar una fijación concreta de los significados de
género, una iconografía de la maternité explotaba en los cuadros, tanto en los
Salones como en los Independientes. Renoir tomó la iniciativa entre los com-
pañeros de Mary Cassatt con sus grandiosas imágenes de la maternité, mientras
que muchas mujeres pintoras, como Elizabeth Nourse o Virginie Demont-Bre-
ton acogieron la llamada de l’art féminin. Su principal icono fue la madre y el
niño: entre el campesinado, las pescadoras o la burguesía37.
Las imágenes de Mary Cassatt son problemáticas en este contexto. No podía
negar el vínculo entre madre e hijo, no solamente “dado” sino vivido por sus
cuñadas y sus empleadas, cuyas situaciones maternales pintó con curiosidad
e interés. Pero su inventiva formal y su prolongado estudio de la iconografía
del tema en el arte de la Italia renacentista durante los primeros años de la
década de 1870 le proporcionaron recursos con los que parece haber trabajado
para crear una imagen compleja de la situación de la feminidad, la clase y las
generaciones que se resiste de modo radical a todo lo que estaba ideológica-
mente empaquetado por las imágenes contemporáneas de la maternidad38. En
lugar de presentar a la madre y al niño como un estado del ser y como el cul-
men de la naturaleza, la obra de Mary Cassatt representa las relaciones que son
el lugar de negociaciones a veces intensas e incómodas en ocasiones.
En el ómnibus nos presenta un minúsculo fragmento de la modernidad:
una escena de transporte público urbano, una imagen bastante próxima al
formalismo y, por lo tanto, a las posibilidades simbólicas de los cuadros de
Vermeer. Un espacio definido con precisión, un espacio social que podemos
identificar y reconocer dentro de una historia específica y una geografía so-
cial, está ocupado por dos mujeres y un bebé, cuyo sexo en este punto no es
relevante. Una es una mujer trabajadora cuyo empleo consiste en ocuparse del
bebé. El bebé tiene también una relación con la otra mujer que no lo coge,
pero que comparte intimidades, aquí no exhibidas, con ese pequeño cuerpo
Parte IV. ¿Quién es el otro? 305

Ilustración 8.9. Mary Cassatt, En el ómnibus, 1890-1891, punta seca y aguatinta sobre papel verjurado,
36,4 × 26,6 cm. Worcester Art Museum (donación de la señora Kingsmill Marrs)
306 Diferenciando el Canon

Ilustración 8.10. Mary Cassatt, La prueba, 1890-1891, punta seca y aguatinta sobre papel
verjurado, 37,5 × 25,7 cm. Worcester Art Museum (donación de la señora Kingsmill Marrs)
Parte IV. ¿Quién es el otro? 307

tan excesivamente vestido y envuelto. El bebé, como la carta, funciona como


mediador entre dos mujeres sin ningún afecto o conexión necesaria entre ellas
más que la generada por el dinero y la familiaridad. Las relaciones sociales entre
mujeres, y entre mujeres y niños, se muestran aquí con su parte de perplejidad.
La diferencia y la otredad de las tres figuras es constitutiva de la imagen. De
hecho, me pregunto si, en el nivel del efecto, logrado con el análisis de ese trío y
de este espacio mediante la disciplina increíblemente difícil de la revolucionaria
técnica del grabado que Mary Cassatt estaba investigando en 1891, eso fue lo
que atrapó su interés y la condujo a olvidarse del caballero y concentrarse en
las posibilidades inesperadamente ricas de esta sencilla yuxtaposición de femi-
nidades modernas.
No es difícil imaginar que, en algún tipo de realidad social, la mujer
trabajadora podría ser para la mujer burguesa un sujeto fantaseado de
conocimiento, libre de ir y venir entre el interior burgués y el exterior urbano,
entre arriba y abajo, de las habitaciones delanteras a los pasajes del fondo. El
conocimiento imputado a la doncella de Vermeer por Annie Leclerc es, en cierto
sentido, sexual. Figura metafóricamente como una especie de conocimiento de
la sexualidad femenina que a su vez se les niega a las mujeres burguesas, pero se
transmite entre mujeres a pesar de las barreras de clase.
Mary Cassatt captó el sentido de la negativa radical de Courbet a la
condescendencia burguesa cuando pintaba a los seres sociales distintos a él como
incognoscibles, pero no por ello, inhumanos. Recuerdo ahora el argumento
de T. J. Clark sobre Los picapedreros (1849). Apuntaba que Courbet encontró
cómo expresar los efectos de la clase social en forma de terribles privaciones
sobre los cuerpos de los varones de clase obrera sin entrometer su culpa de clase
mediante la sentimentalidad o la heroización39. En la estampa de Mary Cassatt
titulada La prueba (Ilustración 8.10), la joven burguesa se gira hacia la modista
que está de rodillas arreglando el dobladillo. Vemos sus dos perfiles porque su
pose elegante y cohibida se refleja en el espejo. Su cuerpo está vestido para mos-
trarse y está adiestrado en la coreografía de la feminidad burguesa40. Lo radical
del grabado de Cassatt, en mi opinión, es esa mujer trabajadora en cuclillas, la
modista, la mujer que se mueve entrando y saliendo de los interiores burgueses.
Su pose está cuidadosamente observada para expresar la concentración de su
trabajo habilidoso sin exponer su rostro41. Veamos, por contraste, las descara-
das sombrereras de Degas (expuestas en la muestra a beneficio del sufragio de
1915 en Knoedler), representadas con sus prejuicios de clase y género escritos
sobre sus rostros semicaricaturescos (Ilustración 8.11). El profile perdu de la
308 Diferenciando el Canon

mujer trabajadora es mucho más elocuente acerca de una discreción en la que


la diferencia social puede admitirse con respeto.
La cara perdida de la modista también introduce en la estampa de Cassatt una
imagen sorprendente, un elemento de fascinación relacionado con una mujer
que no nos va a mirar a nosotros, los espectadores, que nunca buscará nuestra
mirada, que está ahí ocupada con su propio trabajo. Esto no se lee como un
rechazo violento o como una negación de nuestra presencia. El grabado ofrece
una imagen de esa otra, de una desconocida, de quien escribe Bracha Lichtenberg
Ettinger que no es seductora porque podría reconocernos y devolvernos a
nuestros lugares como dueña y objeto de la mirada, asegurarnos que somos el
punto de un intercambio. Debe permitirse que esta otra desconocida persista
en su incognoscibilidad, determinando sus propios movimientos y fines42. Lo
interesante es el grado en el que esta alteridad se representa mediante una mu-
jer que está trabajando. En el proceso real del hogar y de su práctica artística,
suponemos que Mary Cassatt, de clase alta, se habrá comportado con cierto
respeto con sus empleadas de clase obrera. Las relaciones sociales de clase, no
obstante, aquí se convierten en la ocasión de representar a la mujer trabajadora
como más en lugar de como menos, un sujeto y no más bien, como en el caso
del imaginario masculino, una figura corporal inferior situada en los márgenes
mismos de la humanidad, la animalidad y la identidad43. Tal vez aquí haya una
diferencia (social, sexual, estética) creando una diferencia.
Otro de los grabados de la serie de 1891, Mujer lavándose (Ilustración 8.12),
es una de las dos ocasiones (la otra es el grabado Peinarse) en el que Mary Cassatt
se enfrentó con una mujer adulta parcialmente desnuda. Tanto el tema de la
higiene íntima de la mujer como el gesto de peinarse remiten a la preocupación
de Degas en ese territorio (por ejemplo, Mujer lavándose, monotipo, 1878-
1883, Williamstown, Massachusetts, Sterling and Francine Clark Art Institu-
te). Las historiadoras feministas del arte han revelado las condiciones sociales
en las que se produjeron esas representaciones de Degas: habitaciones privadas
en burdeles o, como ha descubierto la investigación de Heather Dawkins, ori-
ficios para mirones en los baños turcos44. No puede haber comparación apenas
con la observación de Cassatt del dormitorio de una sirvienta, desde el cual
inventa su imagen, añadiendo alfombras y colores que no serían su mobiliario
automático.
El espacio representado no es el otro espacio privilegiado de la ciudad en su
geografía masculina, la casa que no es un hogar, en la frase de Linda Nochlin,
el burdel45. Es la buhardilla reconstruida de la casa burguesa, el dormitorio de
Parte IV. ¿Quién es el otro? 309

la mujer trabajadora donde el cuerpo de una trabajadora podía ser representado


por una artista burguesa. Este cuerpo no se ofrece para la observación sexual,
pese a que la exhibición de cualquier cuerpo femenino nunca puede defenderse
de quienes así deseen emplearlo. Hay una política del cuerpo femenino en la
que tiene lugar esta transacción entre dos mujeres, artista y modelo, de clases
diferentes. El cuerpo de la mujer burguesa se viste para estos fines, su feminidad
es la mascarada, como se muestra en La prueba (Ilustración 8.10). Para la artista
burguesa, puede haber un acceso imaginario al cuerpo femenino en su sencilla
corporeidad, en su facticidad en cuanto cuerpo, observando los sencillos gestos
de higiene ejecutados por otra, que es a la vez mujer y, aún así, dentro de los
códigos culturales dominantes en la época, diferente debido a la posibilidad de
representación de su desnudez.
T. J. Clark ha defendido, sin embargo, que el escándalo del cuadro Olympia
(Ilustración 9.17), cuando se expuso en 1865, radicaba en parte en que el artis-
ta no había conseguido borrar los signos de clase del cuerpo femenino pintado
para el cual sin duda había posado una mujer de clase obrera. El legado de
Manet fue, sin embargo, ineludible para el grupo de los Independientes. Esto
llevó, en el caso de Degas y, posteriormente, de Toulouse-Lautrec, a la prostitu-
cionalización generalizada del desnudo moderno como la sede más intensa de
la clase y la sexualidad dentro de una economía masculina.
Para una artista como Mary Cassatt, sin embargo, el cuerpo femenino
no podía convertirse en un signo así. En cuanto miembro ambicioso de esta
fracción artística autoseleccionada, habría tenido que abordar las implicaciones
de Olympia, en términos de que el cuerpo moderno era también un signo de
clase. Pero la marca de la diferencia social sobre un cuerpo femenino en cuanto
desnudo siempre sería ambivalente debido al género compartido de la artista
y la modelo, así como a las rigurosas restricciones de la regulación de clase
sobre la formación de la feminidad burguesa. Mediante la contemplación del
cuerpo de la otra mujer, el único cuerpo femenino que le estaba permitido ver,
siquiera parcialmente, siempre habría un momento de autodescubrimiento en
el que la curiosidad sobre la feminidad suspendería o desplazaría la fuerza de
la diferencia de clase. Aunque no era católica, es muy posible que Mary Cas-
satt hubiera estado sometida a la enorme prevención en torno a las relaciones
de las mujeres burguesas con la visión de sus propios cuerpos. En la católica
Francia, las chicas y las mujeres de clase media vestían un camisón cuando
se bañaban46. La etiqueta de clase ordenaba que una mujer burguesa no po-
día ser representada así de manera reconocible; las escenas de tocador, por lo
310 Diferenciando el Canon

Ilustración 8.11. Edgar Degas (1834-1917), Las sombrereritas, 1882, pastel sobre papel, 49 × 71,8 cm.
Kansas Ciyu, Nelson Atkins Museum of Art
Parte IV. ¿Quién es el otro? 311

Ilustración 8.12. Mary Cassatt, Mujer lavándose, 1890-1891, punta seca y aguatinta sobre papel verjurado,
37,9 × 26,8 cm. Worcester Art Museum (donación de la señora Kingsmill Marrs)
312 Diferenciando el Canon

tanto, significaban sexualidad o el entorno paródico de una cortesana. En esas


circunstancias tenemos que reconocer que hay un grado de abuso en el empleo
por parte del artista burgués de una mujer trabajadora a la que se paga por una
desnudez parcial, que procede de las relaciones de clase entre la modelo y quien
la contrata. Pero aquí hay también otro tipo de relación, en la que la mujer
trabajadora representa para la burguesía un acceso a una feminidad más allá de
la censura burguesa o de la corporeidad femenina de clase media.
El hecho de que estas imágenes tengan que imaginarse como fabricadas a
partir de una relación social y de un espacio social que está marcado por los
límites de la feminidad burguesa blanca exige una lectura de estas diferente a
la que se aplica a aquellas imágenes a las que, formalmente, se puedan parecer,
ya sean estas los grabados japoneses o los monotipos de Degas. En cambio, nos
lleva de vuelta a Vermeer, Annie Leclerc y Jane Gallop. La criada, la sirvienta
doméstica, no es una figura incidental en estos grabados. De hecho, que dos de
los grabados se dediquen a su espacio y a su cuerpo me invita a hacer ese salto
imaginario atrás en el tiempo hasta la mujer en segundo plano del cuadro de
Vermeer que Annie Leclerc adoraba: una figura, dentro del mundo de la clase
media que incluía diferentes feminidades, que es una Otra que sabe, que sabe
como mujer y que sabe en nombre de su otra social burguesa. Dentro de las
limitaciones del cuerpo tal y como lo vive una dama burguesa a finales del siglo
xix, la forma parcialmente desnuda de la otra mujer, de la criada, es lo más
cercano que podemos obtener a una huella de la fantasía que podría llamarse el
placer vicario de Cassatt por ese conocimiento.
Puesto que esta es una carta acerca de escribir una carta, me pregun-
to qué pensarás sobre mis pensamientos dispersos sobre la diferencia social
en los grabados de Mary Cassatt, el lugar de su implicación en lo que ahora
entendemos que es la problemática central de la cultura metropolitana moderna
a finales del siglo xix.
Atentamente, etc.

CARTA III: SOBRE LA JOUISSANCE DEL OTRO

Querida hermana:
Me descubro entrando empáticamente en los espacios de los grabados
en color de Mary Cassatt a medida que los estudio. Percibo y me siento
constreñida por el decoro corporal tan marcado en tantos de ellos que tratan
Parte IV. ¿Quién es el otro? 313

de los espacios sociales de la burguesía. A medida que pugno por poner en


palabras mis sentimientos cuando los contemplo, me atrapan la disciplina y
la dignidad formal de muchos de los cuerpos de esas imágenes. Pero entonces,
mientras paso las páginas del catalogue raisonné que hizo Adelyn Breeskin en
1947 de la obra impresa de Mary Cassatt, siento un estallido de jouissance
casi palpable. Ocurre cuando mi mirada se posa sobre uno de los grabados de
la serie que representa a la madre y su bebé, El beso de la madre (Ilustración
8.13). Ahí veo una gozosa desnudez en el centro de la página, mientras la carne
aparentemente carente de estructura ósea del bebé se enrosca en los brazos
de la madre cuando esta lo alza hasta su cara para besarlo. Puedo recordar
ese juego y lo mucho que a mis propios hijos les gustaba ese movimiento de
fuerte balanceo de nuestro juego preliminar. Me encantaba enterrar la cara
en esa carne exquisitamente suave, que olía tan bien. Casi me escandaliza la
intensidad del placer físico en esta intimidad ilimitada con el cuerpo de otra
persona, que podría casi resucitar recuerdos de mi propia infancia. No puede
haber duda ninguna que, para algunas de nosotras, los primeros meses de la
maternidad aportan una nueva dimensión de la sensualidad que es cualquier
cosa menos empalagosa y sentimental. Este grabado ofrece a quienes quieran
verlo una imagen de esas pasiones suscitadas. Las posiciones de las cabezas de
la mujer y de su bebé sin marca de género son las de unos amantes a punto de
besarse. Los ojos de la mujer están cerrados como lo están en otro grabado de la
serie Los cuidados maternales (Ilustración 8.14). En este último la madre abraza
al bebé desnudo contra su cuerpo con una intensidad que casi es dolorosa. Su
carita, por contraste, expresa únicamente la felicidad de estar ahí.
En su estudio sobre “la semiótica de la metáfora materna” en la literatura
y el arte estadounidenses del siglo xix, Jane Silverman van Buren lee la obra
de Mary Cassatt a través de los estudios modernos de las relaciones entre
bebé y figura de cuidado, desde Donald Woods Winnicott a Daniel Stern,
pasando brevemente por Jacques Lacan47. Para la mayoría de los teóricos
del desarrollo del bebé, la madre es el instrumento para la evolución ade-
cuada del niño en cuanto “sujeto”. Un buen maternaje equivale a un niño
feliz y bien integrado. Por otra parte, el psicoanalista francés Lacan ha pro-
ducido un guión mucho más trágico sobre la formación de la subjetividad
humana como un drama de pérdida y separación irreparable. Sus teorías
ofrecen una forma de leer estas imágenes de situaciones maternales que
aluden a placeres tan intensos e innombrables —jouissance— que son casi
semejantes al sufrimiento. Jouissance equivale a la sensación de total sa-
314 Diferenciando el Canon

Ilustración 8.13. Mary Cassatt, El beso de la madre, 1890-1891, punta seca y aguatinta sobre
papel verjurado, 34,5 × 22,7 cm. Worcester Art Museum (donación de la señora Kingsmill Marrs)

Ilustración 8.14. Mary Cassatt, La caricia materna, 1890-1891, punta seca y aguatinta sobre
papel verjurado, 36,7 × 26,8 cm. Worcester Art Museum (donación de la señora Kingsmill Marrs)
Parte IV. ¿Quién es el otro? 315

tisfacción que el niño imagina que disfrutó en alguna ocasión, pero de


la que hoy está separado. Buena parte de la organización psíquica está
destinada a recuperarla: así es como Lacan define el “deseo”, una búsqueda
imposible de algún momento imaginado de unidad total que se ha perdido,
una búsqueda que está destinada a fracasar, pero que impulsa nuestro ser
como resultado de nuestra inmersión en el lenguaje. De manera crucial,
habrá un abismo o una diferencia entre la experiencia que creemos haber
tenido originalmente, imaginada de forma retrospectiva como una especie
de unidad con la “madre”, y la búsqueda para recuperar esa intensidad
retrospectivamente cargada. En este abismo hay una especie de marca
conmemorativa, una huella de la propia pérdida imposible de erradicar. A
estas huellas de la pérdida —asociadas metafóricamente con momentos y
elementos de la imaginada fusión que una vez se experimentó mediante la
voz, el tacto y la mirada de la madre, que una vez funcionaron como un
abrazo envolvente— Lacan le adjudica la formula “objeto ‘a’”, que señala al
sujeto humano como una criatura que no se limita a madurar hasta inde-
pendizarse de la madre sino que es cercenado de una fantasía de ella como
espacio, sonido, tacto y la envoltura de la mirada que sostiene la vida y, por
lo tanto, es precipitado hacia la tragedia de por vida del deseo.
Desde el apogeo cultural de la cristiandad europea en los siglos xv y xvi, po-
demos leer en la imagen generalizada de la madre y el bebé varón la combinación
tanto de esa sensación de pérdida y del esfuerzo para reinscribir un lugar en
—cerca de, como parte de— el cuerpo monumental de la madre. Leyendo
“la maternidad según Giovanni Bellini”, Julia Kristeva llama nuestra atención
hasta la mirada a menudo distraída de la Madonna y la función formal del
campo azul —el manto de la Virgen— que forma el escenario de ese sueño de
fusión y jouissance en el que el bebé, o el espectador, podría imaginativamente
desvanecerse, incluso aunque esa madre quieta y distante claramente ya no sea
la “nuestra”. Esas imágenes, leídas de esta manera buscando las fantasías que
sustentan su iconografía religiosa, no son representaciones de una relación real,
social. Son la realización pictórica de una fantasía acerca de un sentimiento o
de un espacio y no sobre una persona real. El papel ideológico persistente de las
imágenes de las mujeres como madres con bebé es precisamente emborronar
esa distinción, hacer que una fantasía psíquica que habita nuestro inconsciente
parezca simplemente reflejar los papeles sociales de las mujeres en la división
sexual, real, del trabajo en la sociedad. Es decir, fundir La Madre de mi
inconsciente contigo, mi madre, su madre, cualquier mujer que sea pariente.
316 Diferenciando el Canon

La madre es, para el niño varón, tanto un lugar deseado como una presencia
abrumadora de la que debe distanciarse para que encuentre su camino hacia
una subjetividad en el mundo del lenguaje. Pero para la niña, la madre,
de quién debe separarse por la misma razón, para convertirse en un sujeto
separado hablante en el mundo del lenguaje, es también una figura con la que
debe identificarse en la interiorización de un modelo de su propia subjetividad
femenina. Mediante la estructura triangular que Freud llamó el Complejo de
Edipo, el sujeto masculino puede desgajarse de la Madre, identificarse con el
Padre y, merced a ese hiato, descubrirse como un ser hablante empoderado en
la sociedad y en el lenguaje “en el nombre del padre”. El residuo de este pasaje
es una fantasía apasionada acerca de lo que se ha perdido —que se centra en
trozos de la madre y en lo materno como lugar— y que se eleva a la fantasía de
lo femenino, bien perpetuamente buscado en imágenes idealizadas, bien agre-
sivamente castigado en imágenes sexualizadas degradantes. Desde Manet hasta
Picasso, podemos ver cómo estas caras gemelas de la fantasía masculina —la
ideología de la maternidad y la fascinación por la prostitución— han invadido
el nuevo arte moderno.
El sujeto femenino, sin embargo, tiene una relación diferente con la madre
perdida porque la fantasía puede revivirse al convertirse en una/en la madre.
Sin embargo, si los placeres perdidos asociados con ella y la rivalidad infantil
con la madre pueden también imaginarse en el mundo del lenguaje, llamado lo
Simbólico —puesto que el lenguaje reemplaza a las cosas reales por símbolos y
signos para que se pueda hablar de ellas, y por lo tanto localizarse en el ámbito
de las representaciones—, habría una manera en la que el deseo y el lenguaje
podrían funcionar de modo creativo para el sujeto mujer. Pero solamente si
dejamos de mantener a la Madre en la semipenumbra de las fantasías infan-
tiles. En cuanto sujetos femeninos, necesitamos crear una figura de la Madre
en el ámbito del deseo y de lo Simbólico, no solo mantener a la madre como
un remanente corporal mudo de la naturaleza, como una gran Diosa de la
Naturaleza. Las artistas y escritoras de finales del siglo xix —las “Nuevas Muje-
res”, hijas de mujeres que las educaron y apoyaron en una actividad social más
continuada— exploraron esta problemática de encontrar una manera de repre-
sentar el papel productivo de la imagen maternal sin caer simplemente en una
nostalgia regresiva de la fusión con ella mediante una idealización femenina
del l’art féminin. La representación estratégica de la transmisión generacional
y del cambio histórico conformado por las mujeres para sí mismas estaba en el
centro del mural de Mary Cassatt, Mujer moderna, pero ese es otro tema.
Parte IV. ¿Quién es el otro? 317

La teórica cinematográfica feminista Kaja Silverman ha argumentado que


ser capaz de imaginar cómo se relaciona el sujeto femenino con la fantasía de la
madre —no antes del lenguaje y por lo tanto del arte, sino a través de este— da
a las mujeres acceso a lo que ella llama un “deseo opositor legítimo”. Nos per-
mite hablar “sobre un deseo que desafía la dominación desde el interior de la
representación y el significado en lugar de desde un lugar de una biología muda
resistente o de una ‘esencia’ sexual”. Las artistas y poetas pueden activar ese
deseo que “lo simbólico [falocéntrico] trata por todos los medios de acordonar
y desactivar negándole soporte representativo”48.
Esa expresión, “soporte representativo”, es una idea importante para pensar
el papel de las intervenciones de las mujeres en la cultura visual. Los cuadros y
los grabados de Mary Cassatt se produjeron en un momento histórico del arte,
en un momento de renovación política, pero también simbólica —la llamamos
vanguardia—, liderado por mujeres, de esa tradición visual en la que la Ma-
donna con niño y su descendencia laica había sido tan importante como icono-
grafía. Se podría incluso decir, de forma más tajante, que el arte moderno fue
un desplazamiento radical del tema de la Virgen y el Niño en su conjunto, re-
flejado en el interés generalizado por las imágenes prostitucionales por parte de
artistas hijos-rebeldes, desde Degas a Toulouse-Lautrec y después Picasso y De
Kooning. La imagen de la madre, aparte de las maternités totalmente conserva-
doras de Renoir, se centraban habitualmente en mujeres de clase trabajadora y
grandes pechos que daban de mamar a ávidos bebés varones, en la medida de lo
posible en plena naturaleza. Así, el refuerzo de los vínculos de mujer, naturaleza
y su servidumbre eterna al Hombre, solían formar parte del mundo del arte
oficial, pero no del independiente. Pero Mary Cassatt, con Berthe Morisot, que
era también madre, desafiaron esa exclusión y forzaron un pacto entre el arte
nuevo y un “soporte representativo” para explorar pictóricamente una relación
femenina del siglo xix con lo maternal y con el inconsciente femenino enmar-
cado por el deseo de la madre perdida y por la identificación creativa con ella.
La imagen de la Madre permite a la artista crear un espacio para la represen-
tación del pathos, la tragedia y la ira femeninas, así como para la contemplación
del placer o el acceso a una jouissance sexualizada, edipizada, como ahora po-
dríamos ya llamarla. Eso es lo que yo descubro en el rostro de la figura mater-
na en La caricia materna, un momento exquisito de felicidad experimentada
mediante el otro, el bebé, de quien, mediante identificaciones móviles, puede
también imaginar que es ella misma. En la transitividad de los procesos psíqui-
cos podemos ser tanto quien hace como a quien se le hace, activas y pasivas, do-
318 Diferenciando el Canon

nantes y receptoras. En tanto espectadoras de una imagen podemos movernos


entre las posiciones que nos ofrecen las figuras descritas en la relación. A fuerza
de observar minuciosamente estos aspectos del lenguaje corporal, traducidos
al arte como gesto y expresión, mediante los cuales nuestros deseos reprimidos
hablan ellos mismos de manera histérica, una artista figurativa puede inventar
un conjunto de signos que crean el espacio para atisbar esa jouissance que se ha
perdido pero que se busca perpetuamente.
Lo maternal, y la jouissance femenina que la acompaña, atraviesa, mediante
la difusión del color, todo el grabado, sus cuerpos, sus gestos, sus caras, sus es-
pacios colmados e íntimos, para crear la huella de un lugar, el lugar de ese Otro
femenino deseante, una vez encontrado, después perdido y siempre deseado,
cuya presencia en la biografía real de esta artista funcionaba como un abrazo
perpetuo y un apoyo fundamental de las ambiciones artísticas de su hija.
Así, las disciplinas implicadas en la vuelta a la creación de grabados,
sostenidas por una investigación paralela de un espacio matizado de cuerpos
y lugares en los pasteles de los inicios de la década de 1890, se abrieron a esta
nueva intensidad en la obra de Mary Cassatt. Las imágenes de las relaciones
entre bebés y adultos, escenificadas en las rutinas habituales de la crianza y la
educación, entre las doncellas, las mujeres de clase obrera, y sus hijos propios
o los hijos de otras, dependen tanto de un comentario sobre los espacios
sociales de la feminidad y de la crianza como de un rastreo más profundo de las
fantasías y deseos para los cuales el discurso contemporáneo del psicoanálisis,
entonces emergente, proporcionaría un vocabulario teórico, explicativo. El más
exigente de los movimientos del arte moderno atravesaba los territorios del más
controvertido de los movimientos psicológicos modernos. En esa interesante
conjunción puede ahora descifrarse la contribución de Mary Cassatt a la
feminidad y a los espacios y las mentalidades de la modernidad.
Atentamente, etc.

CARTA IV: SOBRE LA MORTALIDAD DEL OTRO

Querida madre:
Katherine Kelso Cassatt (1816-1895) vivió con su hija durante buena parte
de la carrera artística activa de Mary, reuniéndose con ella en París en 1877,
donde vivieron juntas hasta su muerte en 1895. Dejó su huella de muchas
maneras en la obra de su hija artista. Sospecho que la importancia de la metá-
Parte IV. ¿Quién es el otro? 319

fora maternal en la obra de Mary Cassatt es una referencia indirecta a su propia


e intensa relación con su madre, que fue su compañía más importante e íntima
hasta que cumplió cincuenta y un años. Estoy segura de que, si colocamos estas
imágenes de Katherine Kelso Cassatt dentro del proyecto y la práctica de su
hija, la obra que se colgó en la Exposición a Beneficio del Sufragio de 1915 de
la Colección Havemeyer podría hacerse legible como algo más que imágenes
banales de “madres con bebés”, al compararla con las imágenes formalmente
innovadoras de la antítesis de la madre en el arte moderno —las prostitutas,
bailarinas y lavanderas representadas por Edgar Degas, que colgaban en las
paredes de enfrente (Ilustraciones 8.17, 8.18)—.
Cuatro importantes cuadros de Mary Cassatt son retratos de Katherine Kel-
so Cassatt: un pequeño retrato de tan solo su cabeza y sus hombros fechado
en 1873; un gran cuadro de tres cuartos titulado Leyendo Le Figaro, en 1878
(Ilustración 8.15) y un cuadro de 1880 que retrata a la señora Cassatt leyendo
a sus nietos, Grupo familiar (EE. UU., colección privada). El último gran óleo
se pintó en 1889, y muestra a la señora Cassatt pálida y enjuta después de un
peligroso brote de una enfermedad casi mortal (Ilustración 8.16). Existen varios
dibujos preparatorios de estos cuadros y grabados hechos a partir de ellos. Y,
finalmente, hay algunos grabados de escenas de lectura de periódico y costura
en las que se puede identificar a la figura con gafas de Katherine Cassatt.
Nada de estas imágenes las señala en realidad como representaciones de una
madre en términos de los códigos culturales tradicionales. La articulación de
maternidad e intelectualidad encarnada en el retrato de la madre culta leyendo
encuentra su eco en un nivel más profundo mediante el acto creativo de la hija
de “traer al ser a su madre” sobre el lienzo mediante la ofrenda de su propia
destreza. Si nos basamos en el concepto de Luce Irigaray de una genealogía
materna, un linaje creativo de mujeres que desafía las leyendas culturales de las
mujeres ligadas únicamente en una cadena sin fin de procreación, este cuadro
parece dar crédito a los comentarios de Irigaray:

Es también necesario que nosotras descubramos que somos siempre madres una
vez que somos mujeres. Traemos al mundo otras cosas que no son criaturas,
engendramos otras cosas que no son criaturas: amor, deseo, lenguaje, arte, lo
social, lo político, lo religioso, por ejemplo. Pero esta creación se nos ha prohi-
bido durante siglos y debemos apropiarnos de esta dimensión maternal que nos
pertenece en tanto mujeres. Para que no se vuelva traumatizante y patológica,
la pregunta de si tener o no criaturas debe formularse contra el telón de fondo
320 Diferenciando el Canon

de otra clase de generación, la creación de imágenes y símbolos. Las mujeres y sus


criaturas saldrán así infinitamente mejor49

La posibilidad de emplear el concepto de lo maternal de manera metafórica funcio-


na en ambas direcciones. A la mujer que era en realidad la madre, Katherine Kelso
Cassatt, se la representa leyendo, pensando, empleando los símbolos de su cultura
moderna. No está simbolizada por un niño que la retrotrae y la liga a una “natu-
raleza” maternal ideológicamente fabricada y a una eternidad monumental. Hay
otra mujer también representada en el cuadro (Ilustración 8.15), si bien de forma
indirecta, a saber: la pintora. Su mirada y su toque se “encarnan” en la mujer repre-
sentada. Ella, la artista, puede imaginar su creatividad mediante una imagen de lo
maternal que representa esa situación como una subjetividad que va más allá de una
relación de cuidado con un bebé y que se sostiene a sí misma intelectualmente. Esta
imagen, por lo tanto, no separa a la hija pintora de su madre mediante su decisión
de no reproducirse a sí misma y de, al hacerlo así, no repetir a su propia madre.
Más bien, mediante la práctica artística, la artista puede cumplir los deseos edípicos
interactuantes de ambas mujeres. Al hacer una ofrenda a su madre, la creación de
imágenes y símbolos en el hecho de este impactante retrato, la artista puede ofrecer
un “soporte representativo” a Katherine Kelso Cassatt para su evidente deseo en
cuanto mujer adulta, intelectualmente activa, de ser más que la Otra perdida de la
infancia de su hija. En un nivel psíquico profundo, imaginado por Luce Irigaray
en la cita que hemos reproducido, podemos apuntar que, en el cuadro, la propia
artista ofrece a la madre una criatura sustituta bajo la forma de su arte. Proponer
una lectura así no es retrotraer y ligar a las mujeres a un mundo en el que, hagan
lo que hagan, todo acaba siendo siempre un desplazamiento o un símbolo de una
maternidad fundacional. Como parece estar diciendo Luce Irigaray, hacer de la ma-
ternidad la metáfora de las formas de intercambio entre mujeres es una manera de
permitir que los recursos de ese elemento de nuestra base psíquica desempeñen un
papel en nuestra imaginación adulta y en lo Simbólico de la cultura. Mary Cassatt
crea su obra ante la presencia y ante la otredad de su propia madre, que puede ser
tanto un punto de referencia como una otra subjetivizante a la que toca atravesando
el espacio liminal de una experiencia femenina de la alteridad y la proximidad.
La última imagen de Katherine Kelso Cassatt, pintada por su hija en 1889,
puede conducirnos a un territorio mitológico antiguo, pero también pro-
fundamente psicológico (Ilustración 8.16). Es la imagen agotada y exhausta
de alguien que acaba de sobrevivir a una enfermedad casi mortal. Es un
cuadro monumental, dentro de una tradición de retratos sedentes que puede
Parte IV. ¿Quién es el otro? 321

Ilustración 8.15. Mary Cassatt, Leyendo Le


Ilustraciónaro, 1878, óleo sobre lienzo, 104 × 83,7 cm.
Washington, S. C. Colección privada

Ilustración 8.16. Mary Cassatt, Retrato de Katherine


Kelso Cassatt, 1889, óleo sobre lienzo, 96,5 × 68,6 cm.
San Francisco. Fine Arts Museum of San Francisco
(Fondo Donación de William H. Noble)
322 Diferenciando el Canon

remontarse a los que pintó Rafael del anciano Julio II (1512, Florencia, Uffizi).
Pero resulta también tierno en el trazado de la mujer, cuyos rasgos afligidos se
dibujan con tanta delicadeza. Y diría que también es una imagen maternal, en
el nivel del mito, puesto que conjuga el dar la vida y la muerte50.
La muerte casi se lleva a Katherine Cassatt a finales de la década de 1880.
En este cuadro se señala su vulnerabilidad mediante la palidez del rostro y en
la mano cuidadosamente observada que aprieta el pañuelo con nerviosismo. La
contemplación de esta imagen no inspira temor, sino una suave pena e incluso
ternura ante los rasgos consumidos y afligidos. Puesto que la artista no usaba
regularmente a su madre como modelo, de la forma en la que usaba a su hermana
Lydia antes de su muerte temprana en 1882, podemos suponer que cada uno de
los cuadros que la representan fueron una ocasión importante. Tal vez este retrato
emplea una vez más la creación de imágenes y símbolos en su papel de dar-la-vida.
Podríamos especular sobre su motivación: en la angustia de casi haber perdido a
su madre, la artista una vez más traza las líneas del cuerpo y la cara de su madre,
para captarlos y sin embargo forzarse a mirar a la muerte, ante la que de momen-
to se había resistido, pero a la que sin duda no había derrotado.
Como ha defendido Jane Silverman van Buren, una motivación para crear
arte es esa búsqueda del “petit objet a”, la jouissance perdida, que inventamos
en retrospectiva como nuestros comienzos junto a la madre. Pero en todo ese
impulso se arroja la sombra de la prohibición edípica del cumplimiento de
nuestro deseo, que es en sí mismo el registro de la imposibilidad de recuperar
esa jouissance que nunca tuvimos. Las imágenes como símbolos pueden ser el
espacio para la vacilación constante entre estos registros contradictorios en el
inconsciente. La mayoría de las culturas patriarcales, conformadas para figurar
el deseo de determinados varones de la elite, emplea la imagen de la mujer
como el signo del Otro negativo, desplazando su confrontación con su propia
carencia a un cuerpo representado como anatómicamente insuficiente y discur-
sivamente impotente. Ya sea embellecida de manera fetichista o convertida en
monstruosa y grotesca, la mujer es el signo de este falocentrismo.
Si tuviéramos que imaginar por un momento que la combinación de los
cambios sociales y semióticos que llamamos arte moderno hubiera creado
un espacio posible no solamente para un feminismo político sino para una
articulación cultural de los deseos que impulsaban esa revuelta, la obra de Mary
Cassatt podría leerse buscando lo que Kaja Silverman denominaba “un deseo de
oposición” que tenía necesariamente que analizar cada dimensión del deseo fe-
menino, del placer y de su trayectoria psíquica. Un proyecto así tendría que haber
Parte IV. ¿Quién es el otro? 323

incluido imágenes de una mujer adulta, que podría haber pasado o no por eso
que Mary Kelly ha llamado el “breve instante” de “ser una mujer”, la maternidad,
pero que también ha vivido mucho más allá de esa sobredeterminada crisis de la
feminidad y se ha enfrentado a su propia mortalidad51.
Sin una imagen de una mujer madura o anciana en su obra, captada de ma-
nera informal mientras está sentada leyendo o tejiendo, o monumentalmente
confrontada cuando acaba de rozar la muerte, podríamos de hecho malinterpretar
todo el proyecto de Mary Cassatt. Pero esas representaciones están ahí, y crean
una representación más del sujeto femenino y del otro femenino dentro de la
feminidad. Como la exploración que hace Annie Leclerc de su amor lésbico, las
imágenes de Mary Cassatt exploran la posibilidad de las mujeres en cuanto otras
para mujeres en términos de edad y de experiencia de ese otro polo de la trayectoria
de la vida femenina, la muerte. Esta diversidad garantiza que las mujeres en sus
cuadros nunca sean una repetición infinita de una mismidad universal.
Es importante, creo, que, durante el verano de 1895, cuando Katherine
Kelso Cassatt estaba mortalmente enferma, Louisine Havemeyer fue a visi-
tar a su amiga Mary Cassatt para apoyarla. Fue en aquel momento cuando
Mary Cassatt hizo un retrato al pastel de Louisine y su hija Electra (Ilustración
8.5). Cuando Katherine Kelso Cassatt falleció, el 21 de octubre de 1895, Mary
Cassatt escribió a Louisine: “Estaba tan perdida y tan cansada de la vida que
pensé que no podría seguir viviendo”52.
Atentamente, etc.

CARTA V: SOBRE LA EXPOSICIÓN CON EL OTRO

Querida feminista:
Cuando hojeaba por primera vez el catálogo publicado por el Metropolitan
Museum sobre la Colección Havemeyer, con su breve ensayo sobre la exposición
que Louisine Havemeyer organizó en 1915, me llamaron la atención las
fotografías de la instalación de aquella exposición de 1915. Era una instalación
tan extraña y provocativa... No he dejado de pensar en lo que habría sido
entrar en aquella sala y sentarse en aquellos enormes sofás. Girando la cabeza
en una dirección veríamos una fila de cuadros de Cassatt con mujeres elegantes,
madres e hijos en una variedad de situaciones astutamente observadas y mo-
mentos elocuentes de interacción íntima (Ilustraciones 8.17, 8.18). Girándola
hacia el otro lado veríamos un despliegue de bailarinas estirándose, sombrereras
324 Diferenciando el Canon

descaradas, lavanderas agotadas y mujeres desnudas lavándose torpemente,


obra de Degas53. ¿Habría yo pensado al ver la pared de Cassatt: “¡Ay, Dios mío!
¡Maternidad! ¡Qué aburrido y predecible!”. Mi manera de contemplar hoy, que
no es necesariamente la de entonces, está lastrada por el peso de la historia del
arte y de la crítica de arte que percibe únicamente el tema de Mary Cassatt y
que lo valora negativamente en el nivel limitado de una iconografía esencial,
femenina: imágenes de... mamás y bebés.
En el caso de las bañistas, lavanderas, cantantes y bailarinas de Degas lo cierto
es lo contrario. Hay volúmenes de investigación histórica sobre arte que me di-
cen cuando estoy ahí sentada: “¡Esto es muy interesante técnicamente!”, “¡Hay
una enorme invención formal!”, “¡El tema es incidental respecto al dibujo y a
la composición!” ¿Qué tendríamos que hacer con las dos paredes de cuadros
para posibilitar que la brillantez formal y la inventiva semiótica de ambos fuera
reconocida de una manera que también pudiera captar la diferencia radical que

Ilustración 8.17. Fotografía de la instalación de los cuadros y pasteles de Mary Cassatt en Masterpieces by
Old and Modern Masters, celebrada en M. Knoedler and Co., Nueva York, 6-14 de abril de 1915, a beneficio
de la causa del Sufragio Femenino, mostrando la colección de la señora Louisine Havemeyer
Parte IV. ¿Quién es el otro? 325

Ilustración 8.18. Fotografía de la instalación de los cuadros y pasteles de Edgar Degas en Masterpieces by
Old and Modern Masters, celebrada en M. Knoedler and Co., Nueva York, 6-14 de abril de 1915, a beneficio
de la causa del Sufragio Femenino, mostrando la colección de la señora Louisine Havemeyer

motivaba a estas dos obras dispares, como configuración histórica de la diferencia


sexual y, en potencia, como comentarios políticos profundamente diferentes?
Estoy segura de que la clave es Louisine Havemeyer. Ella fue quien coleccionó y
se convirtió en propietaria de la mayoría de los dos conjuntos de imágenes, y quien
las colocó dentro del marco del arte español y holandés del siglo xvii, tan impor-
tante en la renovación del arte francés protagonizada por Courbet, Manet y Degas.
Pero fue Mary Cassatt (probablemente una de las figuras más importantes, aunque
apenas reconocidas, en la formación del coleccionismo estadounidense y, por lo
tanto, en la historia del arte y el estudio museístico de la pintura moderna) quien la
animó a adquirir la obra de Degas. La selección Cassatt-Havemeyer ha formado la
base del conocimiento de la pintura parisina a finales del siglo xix para generaciones
de artistas, estudiantes, curadores y visitantes estadounidenses. Es, en algún sentido
profundo, una colección de mujeres y, si la estudiáramos como tal, podríamos en-
tender algo más sobre la historia de la relación de las mujeres con la cultura.
326 Diferenciando el Canon

Mencionada aquí de pasada, nos permite formular la pregunta de qué era lo que
veían estas mujeres cuando contemplaban estos cuadros. Es una pregunta tanto por
el placer visual como sobre lo que podríamos extraer a partir de las condiciones de
existencia material y figuración semiótica y que llamamos tema. Irónicamente, en
la conferencia impartida por Louisine Havemeyer con ocasión de la exposición de
1915, la obra de Degas se debate completamente en términos de contenido, mien-
tras que se valora a Mary Cassatt por su invención compositiva y el color54.
Sin duda ninguna, Mary Cassatt tenía mirada de pintora y veía en la obra
de Degas maravillosas cosas pictóricas que ella quería entender, emplear,
aprender y trabajar55. También era su crítica más sagaz. Por lo tanto, quiero
defender que es una estrategia feminista colocar a Louisine Havemeyer y Mary
Cassatt como grandes intelectuales que fueron históricamente importantes en
la valorización cultural de la pintura de los primeros años del arte moderno.
No lo hicieron en cuanto “mujeres”, sino en esas actividades en las que las
mujeres modernizadoras, rebeldes como ellas, transcendieron y, por lo tanto,
problematizaron la feminización ideológica de las mujeres en el siglo xix.
Así, si aportamos conceptos de política feminista para respaldar esta historia,
tendremos mucho más espacio teórico para maniobrar y entender las diversas
estrategias adoptadas por las mujeres intelectuales que maniobraban, como
seguimos haciéndolo nosotras, por los bancos de arena de las culturas patriarcales
que nos presentan continuamente dilemas movedizos mientras tratamos de
averiguar cómo ser mujeres en una cultura que es fundamentalmente incapaz
de reconocernos y no está dispuesta a hacerlo. A veces actuamos más para las
mujeres cuando actuamos menos como “mujer”.
Pero, en lo que se refiere a la exposición de 1915 en la Galería Knoedler
a beneficio del Sufragio, solo figuraban dos artistas de la escuela moderna de
la colección Havemeyer. Edgar Degas y Mary Cassatt estaban expuestos uno
frente a la otra, como si conversaran o formasen un contrapunto complejo. Si
hubiéramos estado allí en 1915, ¿qué habríamos visto, la diferencia radical o
alguna posible complementariedad?
La disposición de la muestra de 1915 presenta la posibilidad de un espacio
histórico en el que “Edgar Degas” no niega a “Mary Cassatt”, en el que estos
dos mundos de la modernidad burguesa podían coexistir y conversar, como
parece que lo hacían en París. Lo que Degas y ella compartían era una cultu-
ra museística, la idea de que el arte se hace trabajando con los recursos y las
tradiciones del arte. Ambos muestran lo que yo denominaría una conciencia
semiótica de los convencionalismos del arte. Pero lo que he tratado de apuntar
Parte IV. ¿Quién es el otro? 327

es que Mary Cassatt también podía adoptar los temas de Degas desde una
perspectiva bastante diferente de la que fueron producidos. Sus obras podían,
por lo tanto, funcionar como imágenes de “la otra mujer”56.
Los cuerpos de las mujeres en los cuadros sustentan diferentes economías
del deseo. Si, en los términos de Kaja Silverman, esos deseos son opositores
y no lo son simplemente porque la lectora sea una mujer sino porque es una
feminista como lo eran Mary Cassatt y Louisine Havemeyer, podríamos
entonces imaginar una manera de ver esos cuadros de Degas y de Mary Cassatt
que se confrontaban mutuamente en Knoedler como la antítesis social uno del
otro y, así, como el Otro de cada uno de ellos.
Las obras de Degas exhibidas en Knoedler eran cuadros y pasteles de muje-
res de clase obrera que posaban para el artista francés en su mugriento estudio
parisino. Son representaciones de mujeres trabajadoras trabajando, posando
como si bailaran, plancharan, vendieran sombreros, se prostituyeran, mientras
que el artista observaba sus posturas y gestos, sus caras cansadas y exhaustas o
sus cuerpos disciplinados. Son cuerpos femeninos que trabajan en espacios más
allá de la ventana por la que la doncella miraba en el cuadro de Vermeer, es
decir, más allá de los espacios de la feminidad burguesa, espacios que una dama
como Mary Cassatt nunca conocería íntimamente, aunque fuera al teatro y
comprara a menudo sombreros. Las pruebas de sus vestidos se hacían en casa
y las únicas mujeres lavándose a las que podría haber pagado para ver habrían
sido su doncella o una modelo contratada en su estudio o en la buhardilla
de la criada. El entorno del estudio nunca fue, sin embargo, un remedo de
los espacios de la modernidad y del intercambio sexual interclasista que sus
colegas masculinos podían también conocer y reconstruir. El intercambio y
proceso en su estudio estaba determinado por las limitaciones de la diferencia
de clases entre mujeres, que prestaba a la experiencia de su feminidad de cada
mujer una experiencia de otredad, una diferenciación interior entre feminida-
des que, en determinados momentos, podía también entregar momentos de
reconocimiento, si la política de las participantes les permitía ir más allá de
los confines de su propia ideología de clase. Así, estos cuerpos y actividades
de la otra mujer representados por Degas tenían un interés que hemos visto
retrabajado e inscrito en los grabados de 1891 de Mary Cassatt de maneras
específicas que no tienen nada que ver con la derivación o la influencia y sí en
gran medida con preguntarse sobre los temas decisivos de la modernidad —la
clase— desde una posición diferencial generada por la intervención de otra
faceta de la modernidad: el género y sus sexualidades.
328 Diferenciando el Canon

Ilustración 8.19. Detalle de Mary Cassatt, Joven madre cosiendo, (Ilustración 8.3)
Parte IV. ¿Quién es el otro? 329

Si la exposición a beneficio del sufragio de 1915 hubiera mostrado los


grabados en color de 1891 sobre la pared opuesta a los cuadros y pasteles de
Degas, no habríamos tenido ningún problema en ver un diálogo interesante en
el que la diferencia social y sexual operaría para dejar bastante clara la diferencia
entre los hombres burgueses y las mujeres burguesas57. El problema surge por-
que, en lugar de ese conjunto extraordinario de estudios de la diferencia y la
jouissance representado por los grabados de color de 1891, en las paredes de
Knoedler tenemos una batería de madres y niños.
Quiero concluir regresando al tema de la lectura en busca de la otra mujer,
la otredad de la que están siempre compuestas las feminidades históricas y
sociales. Al recorrer en mi imaginación las salas de Knoedler, en el número
19 de East 70 Street en Nueva York, descubrí que la otra está ahí: en el audaz
retrato de la señora Riddle, Dama tomando el té (1883-1885, Nueva York, Me-
tropolitan Museum of Art), que es otra por su edad y condición respecto a la
artista, otra en su clase, cultura y época respecto a nosotras. Está ahí, en las
niñeras o en las mujeres del campo con sus niños propios o burgueses, a las que
Cassatt no idealiza como sencillamente la maternité de las mujeres de otra clase,
empleando la clase para fundir la mujer y la naturaleza. Son imágenes de traba-
jo e implican ese espacio matricial que ofrece sedes para la complejidad de las
relaciones entre un bebé y un adulto cuyos vínculos no son en absoluto “natu-
rales”. La otra está también en las hijas curiosas y pensativas, como la que coge
con tanta firmeza el espejo para cuestionarnos de manera indirecta cuando su
rostro reflejado se gira hacia el exterior para encontrarse con nuestra mirada en
Mujer e hija (1905, Washington D.C., National Gallery of Art). Por supuesto,
está ahí bajo la forma de la artista histórica cuya presencia yo apuntaba que no
podía ignorarse en el cuadro Joven madre cosiendo (Ilustración 8.19), porque es
ella y su obra lo que la mirada directa de la niña confrontaba entonces y celebra
ahora. La mujer artista, la intelectual, la pintora, la feminista, la hija, la herma-
na, la amiga, la comisaria, es ahora para nosotras “la otra mujer”, que pertenece
a un momento histórico del feminismo cuya arqueología es tan valiosa para el
feminismo contemporáneo. No el espacio materno perdido de los buenos obje-
tos, los hermosos cuadros, las amistades cariñosas, sino un momento matricial
del arte moderno en el que las hijas podían crear sin asesinar a sus madres58.

Atentamente,
Griselda Pollock
330 Diferenciando el Canon

1 Mary Cassatt hizo una serie de diez grabados en color y los expuso en la Galería Durand-Ruel
de Paris en 1891. Las fuentes principales de documentación y análisis de estos grabados son
Breeskin, Adelyn D. The Graphic Works of Mary Cassatt, Nueva York, H. Bittner & Co., 1948, y
Matthews, Nancy Mowll y Stern Schapiro, Barbara, Mary Cassatt: The Color Prints, Nueva York,
Harry N. Abrams y Williams College, 1989.
2 Pissarro, Camille, Letters to his Son Lucien, John Rewald y Lucien Pissarro (eds.), Mamaroneck,
Nueva York, Paul P. Appel, 1972, p. 158 [ed. org.: Lettres à son fils Lucien, París, Albin Michel,
1950; ed. esp.: Cartas a Lucien, Carina P. de Pagès Larraya (trad.), Muchnik Editores, 1979].
Como ni Pissarro ni Cassatt habían nacido en Francia, no habían sido incluidos en una exposición
de la Société des Peintres-Graveurs francesa, que tenía lugar en la sala principal de la Galería
Durand-Ruel. Pissarro y Cassatt colgaron sus obras, por separado, en una sala adyacente.
3 Para un análisis de los lugares en los que trabajó Pissarro véase Brettell, Richard, Pissarro and
Pontoise: The Painter in the Landscape, New Haven y Londres, Yale University Press, 1990.
4 Clark, T. J., “Pissarro”, emisión televisada de la Open University, Modern Art and Modernism, 1984,
y “Time and Work Discipline in Pissarro”, una conferencia impartida en la University of Leeds, en el
congreso Work & the Image, 18 de abril de 1998.
5 Segard, Achille, Mary Cassatt: Un peintre des enfants et des mères, París, Paul Ollendorf, 1913.
6 Cooney Frelinghuysen, Alice et al., The Splendid Legacy: The Havemeyer Collection, Nueva York,
Metropolitan Museum of Art, 1993.
7 La primera adquisición fue Ensayo de ballet, de Degas, ca. 1874, pastel sobre monotipo, ahora en
el Nelson Atkins Museum of Art, Kansas City.
8 Weitzenhoffer, Frances, The Havemeyers: Impressionism Comes to America, Nueva York: Harry N.
Abrams, 1986.
9 Havemeyer, Louisine W. “The Suffrage Torch: Memoirs of a Militant”, Scribner’s, mayo de 1922,
p. 529.
notas

10 En la película de Laura Mulvey Riddles of the Sphinx (1976), este gesto vuelve al arte. En el
dormitorio de la niña en la película hay un cuadro de Cassatt, una reproducción que de hecho le
di yo a la cineasta, que acababa de leer el libro que publiqué en 1978 sobre Mary Cassatt. Véase
también mi libro Mary Cassatt, Londres, Thames & Hudson, 1998.
11 Las fotografías de artistas mujeres trabajando a finales del siglo xix, como la de Berthe Morisot en
su estudio en la década de 1890 o la de Cecilia Beaux pintando a Ethel Page, son un recordatorio
constante de la proximidad, por no decir intimidad, con las modelos o quienes posaban en el
espacio de producción del estudio en el que trabajaban las artistas mujeres. Este hecho material
de las relaciones en el espacio tiene un efecto sobre la representación resultante, produciendo una
retórica de la proximidad que a menudo difiere del desapego y la distancia “voyeurística” que de
manera predominante estructura y define como modernas las obras de los colegas no femeninos
de estas artistas.
12 He desarrollado con más detalle este punto en mi “El arte moderno y los espacios de la feminidad”,
en Vision and Difference: Feminism, Femininity and the Histories of Art, Londres, Routledge, 1988.
Apuntaba allí que un rasgo particular de los cuadros de Mary Cassatt se deriva de la manera
en la que sus cuadros incorporan el espacio —físico, social y psíquico— desde el que se crea la
representación. Leer la obra —es decir, sumarse a su interés— requiere que el espectador tenga
algún tipo de acceso o simpatía con esa posición. La falta de ambos es quizás lo que explique por
qué, en general, el arte hecho por mujeres no llega a traspasar el umbral del espectador, varón o
mujer, con formación canónica y por qué les parece poco interesante, aburrido.
13 Me baso aquí en la obra de Julia Kristeva, que ha hecho una lectura psicoanalítica de la imagen
habitual de la Madonna y el Niño en la pintura renacentista en su estudio del caso del mundo de
Bellini, “Maternité selon Giovanni Bellini”, en Desire in Language, Leon Roudiez (ed.), Nueva York,
Columbia University Press, 1980, pp. 237-270. Kristeva solo puede imaginarse las maneras en
las que los sujetos masculinos negocian sus relaciones con la madre de la fantasía masculina
Parte IV. ¿Quién es el otro? 331

mediante este tropo artístico. Bellini perdió a su madre a una edad temprana y Kristeva lee su obra
buscando el sentido recurrente de la imposible madre perdida cuya jouissance el artista masculino
identifica como el límite, la frontera o el inicio de la posibilidad de su creatividad estética. En estas
imágenes, por lo tanto, no hay un sueño sentimental de madres recuperadas, sino la relación
intensa con un bloqueo imposible, en un lado del cual reside la posibilidad de crear en ese límite
mientras que, más allá de esa frontera, estaría la locura, la imposibilidad de encontrarse a sí mismo
en ninguna significación. La cuestión que se plantea es la siguiente: ¿Podrían las mujeres abordar
la exploración de la madre en el arte solo llegado un cambio radical semiótico y cultural, cuando
la familia, el Estado y la religión se realinean para ser tanto la condición para el culto de la madre
secular como la condición para el crecimiento de una revuelta feminista, ambas de hecho basadas
en las posibilidades histórica y culturalmente transformadas para la realización ampliada de la
subjetividad femenina?
14 Explicaré esta afirmación con más detalle enseguida.
15 Anita Brookner señaló esto en su presentación del cuadro para la serie de televisión de la BBC One
Hundred Great Paintings en 1978.
16 Duncan, Carol, “Happy Mothers and Other New Ideas in Eighteenth Century French Art”, en
Feminism and Art History: Questioning the Litany, Norma Broude y Mary D. Garrard (eds.), Nueva
York, Harper & Row, 1982, pp. 201-220.
17 Véase Street, Paul, Representations of the Family in Eighteenth-century British Painting, tesis
doctoral, University of Leeds, 1993, para un estudio detallado de la sensualización de la madre en la
tradición retratista inglesa del siglo xviii, y Duncan, Carol, “Happy Mothers”, op. cit..
18 Nochlin, Linda, “A House Is Not a Home: Degas and the Subversion of the Family”, en Dealing with
Degas: Representations of Women and the Politics of Vision, Richard Kendall y Griselda Pollock
(eds.), Londres, Pandora, 1992, pp. 43-65 (ahora Londres, Rivers Oram Press).
19 En su artículo “Renoir and the Natural Woman”, Tamar Garb señala la conexión en la crítica de

notas
finales del siglo xix entre las grandes y lánguidas figuras desnudas reclinadas en fantásticos
paisajes sureños y las enormes imágenes de la maternidad que hicieron posible que Renoir
fuera tan popular a finales de siglo e imposibilitaron en cambio que lo fuese en el radical
antimaternalismo y antinaturalismo de la crítica moderna a lo Greenberg de nuestra época. Garb,
Tamar, “Renoir and the Natural Woman”, Oxford Art Journal 8, 2, 1985, pp. 3-15; reimpreso en The
Expanding Discourse: Feminism and Art History, Norma Broude y Mary D. Garrard (eds.), Nueva
York, Harper Collins, 1992, pp. 294-311. Sobre el lugar imposible de Renoir en el arte moderno,
véase Orton, Fred, “My Ideas of Renoir Keep Changing”, Oxford Art Journal 8, 2, 1985, pp. 28-35.
Sobre la obra de Mary Cassatt en relación con los discursos contemporáneos sobre la maternidad,
véase Bracker, Alison, The Hand That Rocks the Cradle: Mary Cassatt’s Images of Maternity, TFM,
UCLA, 1990; Mathews, Nancy Mowll, Mary Cassatt and the “Modern Madonna” of the Nineteenth
Century, tesis doctoral inédita, Nueva York University, 1980.
20 Los pictogramas son “la representación del espacio psíquico originario, considerado en más
cercano al cuerpo”. Según Piera Aulagnier, los acontecimientos sensoriales arcaicos pueden
considerarse representaciones en función de este concepto de pictograma. Para cada nivel de
estructuración psíquica hay una forma específica de representación adjunta o desarrollada: el
proceso primario emplea la imagen de las cosas y a medida que se desarrolla añade las imágenes
de las palabras, las fantasías; el proceso secundario emplea “las imágenes de las palabras ya
entretejidas en una red cultural, representada por los pensamientos”. “Toda experiencia, con
independencia de que su fuente sea externa o interna, produce representaciones en diversos
niveles a la vez: en el real, en el imaginario y en el simbólico: los pictogramas, las fantasías y los
pensamientos, conjuntamente, registran cualquier acontecimiento dado”. Lichtenberg Ettinger,
Bracha, “Matrixial Borderspace in Subjectivity as Encounter”, en Rethinking Borders, John
Welchman (ed.), Londres, Macmillan Academic, 1996, pp. 125-158.
21 Ibíd.
332 Diferenciando el Canon

22 Esto está documentado en sus cuadernos de artista, Matrix - Halal[a] - Lapsu, Oxford, Museum
of Modern Art, 1992. Para una lectura de los cuadernos y los cuadros, véase mi “After the Reapers”,
en Generations and Geographies in the Visual Arts: Feminist Readings, Griselda Pollock (ed.),
Londres, Routledge, 1996.
23 Lichtenberg Ettinger, Bracha, “Matrix and Metramorphosis”, Differences 4, 3, 1992, pp. 176 y 201.
24 En la obra de Luce Irigaray encontramos también un cuestionamiento de los efectos perjudiciales
de la identificación exclusiva de lo Simbólico con el Falo, como si fuera el único símbolo
imaginable en torno al cual pudiera organizarse la subjetividad y la sexualidad humana. Irigaray
ha argumentado, desarrollándolo a partir de categorías lacanianas, la necesidad de un Simbólico
femenino, que puede imaginarse únicamente sobre la base de un Imaginario femenino. En sus
escritos la relación con la madre es crucial y considera que la cultura fálica es fundamentalmente
matricida. Véase especialmente “The Bodily Encounter with the Mother” [1981], en The
lrigaray Reader, Margaret Whitford (ed.), Oxford, Basil Blackwell, 1991, pp. 34-47. Lichtenberg
Ettinger parte de un punto que desafía el orden fálico en un estadio anterior, antes de que haya
ningún reconocimiento o fantasía de la madre por la criatura; antes de que cualquiera de estas
nominaciones tenga ningún significado. De la misma manera que Lacan apunta que los sujetos,
tanto masculinos como femeninos, están posicionados en relación con el Falo, pero que los
sujetos masculinos tienen un interés sobredeterminado en el sistema fálico mediante el falso
reconocimiento de su pene como falo —que para Lacan siempre es un significante, no una cosa,
y ciertamente no el órgano, aunque este último hereda toda encarnación del significante—, la
subjetividad masculina y femenina puede organizarse también en relación con otros símbolos,
como la Matriz, aunque los sujetos femeninos tendrán una relación sobredeterminada con ella.
La especificidad de la subjetividad y la sexualidad femenina puede articularse en parte mediante
esa “diferencia” que surge de vivir en un cuerpo que da acceso a la experiencia de la coexistencia
matricial desde otro punto de vista cuando se está embarazada. Pero, en un nivel metafórico,
notas

o incluso sociológico, lo femenino no se refiere a las mujeres en sentido biológico, sino a unas
posibilidades radicalmente otras respecto a las que permite un régimen falocéntrico. Así, la
feminidad de la Matriz puede operar filosóficamente, como una forma de caracterizar cualquier
pensamiento, proceso, imagen, idea o práctica social que funcione con este tipo de aceptación
de la variabilidad de la diferencia, mientras que la masculinidad, en tanto fálica, se refiere a lo que
opera por exclusión o asimilación, esto o aquello, oposiciones binarias. Igualmente esta idea puede
operar en el plano de lo político, ser reclamada por las mujeres en su promoción activa de formas
de organización social y política, o de análisis cultural, que rompan la forclusión, la negación de la
articulación, de soporte representativo para cualquier otro proceso de subjetividad, imaginario y
anterior a ese decretado por el falo.
25 Leclerc, Annie, “La Lettre d’amour”, en Hélene Cixous, Madeleine Gagnon y Annie Leclerc, La
Venue à l’Écriture, París, Union Genérale, 1977.
26 Leclerc, Annie, La Parole de femme, París, Grasset, 1974, p. 80 [ed. esp.: Palabra de mujer, Alicia
Entel (trad.), Buenos Aires, Ed. Megapolis, 1977].
27 Gallop, Jane, “Annie Leclerc Writing a Letter, with Vermeer”, October 33, 1985, p. 109; Spivak,
Gayatri C., “French Feminism in an lnternational Frame”, Yale French Studies 62, 1981, p. 179.
28 Este cuadro pasó por París cuando fue parte de la subasta de la colección Secrétan en Boussod,
el 1 de julio de 1889 (no. 140). En aquella subasta, Vermeer era todavía un pintor que despertaba
considerable interés porque las investigaciones de Théophile Thoré alias Willem Bürger acababan
de redescubrirlo y reconstruirlo. Véase Thoré, Théophile, “Van der Meer of Delft”, Gazette des
Beaux Arts, 1866, pp.297-330; 458-470; 542-575.
29 Para un análisis de este tema en La anunciación del Tríptico de Mérode de Robert Campin, véase
Holly, Michael Ann, “Witnessing an Annunciation”, en The Point of Theory: Practices of Cultural
Analysis, Mieke Bal e Inge Boer (eds.), Ámsterdam, University of Amsterdam Press, 1994,
pp. 220-231.
Parte IV. ¿Quién es el otro? 333

30 Me baso aquí en la importante obra de Nanette Salomon sobre la representación del burdel en
el siglo xvi frente al espacio doméstico, en el que este último heredó las connotaciones de la
anunciación, un trabajo que formará parte de sus ensayos completos que publicará Stanford
University Press en 1999. [N. de la E.: Salomon, Nanette, Shifting priorities: Gender and Genre
in Seventeenth-Century Dutch Painting, Stanford, Stanford University Press, 2004]
31 Véase Gallop, Jane, “Keys to Dora”, en Feminism and Psychoanalysis: The Daughter’s Seduction,
Londres, Macmillan, 1982, pp. 132-150. Gallop señala que el carácter apolítico del psicoanálisis
aparece cuando colabora con la asimilación imaginaria de la niñera con la madre. En los dos
primeros capítulos de este libro he hablado de la fantasía masculina de esa fusión dentro de un
modelo de fragmentación psíquica y de contradicción que tenía como resultado una agresiva
degradación de esas figuras que representaban a la niñera de clase obrera, mientras que todos
los buenos sentimientos se asimilaban a una figura de la madre que se convierte en remota pero
deseada. Este caso explora una articulación específicamente femenina de las relaciones de
diferencia social dentro de este modelo de familia, apuntando las posibilidades de unas relaciones
de diferencia no agresivas, aunque estas se inscriban aún igualmente en el poder real social y
económico de la burguesía.
32 Ibíd., p. 118.
33 Benveniste, Émile, Problems in General Linguistics, Elizabeth Meek (trad.), Coral Gables, University
of Miami Press, 1971 [ed. org.: Problèmes de linguistique générale, 1, París, Gallimard, 1966; ed.
esp.: Problemas de lingüística general I, Juan Almela (trad.), México, Siglo xxi, 1974]. Para un útil
análisis de las relaciones entre lenguaje y subjetividad en la obra de Benveniste, véase Silverman,
Kaja, The Subject of Semiotics, Oxford, Oxford University Press, 1983.
34 “The Reality Effect”, en The Rustle of Language, Richard Howard (trad.), Oxford, Basil Blackwell,
1986, pp. 141-148 [ed. org.: “L’effet de reel”, en Le Bruissement de la langue, París, Éd. du Seuil,
1984; ed. esp.: “El efecto de realidad”, en El susurro del lenguaje, C. Fernández Medrano (trad.),

notas
Barcelona, Paidós, 1987], pp. 141-148. Para ejemplos pictóricos, véase Claude Monet, El almuerzo
(1868, Frankfurt, Stadelsches Kunstinstitut), y Gustave Caillebotte, El almuerzo (1876, colección
privada).
35 Por ejemplo, durante la época en la que estaban de moda los miriñaques, las mujeres no podían
subir al ómnibus con la estructura de ballenas que sostenía las faldas abombadas. Se colocaron
unos ganchos especialmente en la parte trasera del ómnibus para colgar estas curiosas
estructuras y las mujeres tenían que desnudarse en público para poder subir. Caroline Arscott ha
descubierto viñetas y relatos humorísticos que se refieren a los alicientes sexuales a disposición de
los hombres jóvenes que viajan en el ómnibus como resultado de este delirio concreto de la moda
femenina. Arscott, Caroline, Modern Life Subjects in British Paintings 1840-60, tesis doctoral,
University of Leeds, 1987.
36 Esta imagen no es un interior, pero, incluso fuera del hogar, las mujeres ocupaban los espacios de
la familia burguesa que, por supuesto, siempre estaban permeados por “un afuera” personificado
en quienes trabajaban para la familia sin consanguinidad. El hecho de que en las sociedades
occidentales quienes estuvieran contratadas para cuidar de las criaturas fueran en su mayoría
mujeres muestra que no estamos ante una cuestión biológica, sino ante un arreglo ideológico que
busca su justificación en “los hechos”, si no de la reproducción misma, sí de la lactancia.
37 Véase Garb, Tamar, Sisters of the Brush: Women’s Artistic Culture in Late Nineteenth Century
Paris, New Haven y Londres, Yale University Press, 1994.
38 Para un gran análisis de este tema, véase Silverman van Buren, Jane, The Modernist Madonna:
Semiotics of the Maternal Metaphor, Bloomington, Indiana University Press y Londres, Karnac
Books, 1989.
39 Clark, T. J., The Image of the People, Londres, Thames & Hudson, 1973.
40 Este momento se ha puesto en escena de manera crítica en la importante película de Sue Clayton y
Jonathan Curling sobre las mujeres obreras y su representación en el siglo xix, The Song of the Shirt
334 Diferenciando el Canon

(1978), en la que una costurera acude a tomar medidas y después a probar el vestido de gala a una
joven debutante. Las relaciones de la debutante con la explotada costurera que hace el caro vestido
con el que la debutante será subastada en el mercado matrimonial se articula mediante una historia
de amor romántico de un joven burgués y una hermosa modista que se publicó inicialmente en un
periódico cartista. La breve novela circula desde el taller de la costurera hasta el salón burgués por
medio de la costurera, que se la deja allí sin darse cuenta cuando llega con el vestido. Posteriormente
la película dramatiza las diferentes maneras en las que las mujeres de diferentes clases leen ese mismo
texto sensacionalista, la mujer obrera anticipando “a sabiendas” el inevitable abandono de la mujer
embarazada de clase obrera, la debutante “con entusiasmo”, es decir, descubriendo una sexualidad
a través de un texto cuyos significados sigue ignorando en lo fundamental porque, a diferencia de la
comprensión social de las mujeres de clase obrera, ella no tiene los medios para penetrar en los códigos
de su propia fabricación como objeto de intercambio y deseo masculino.
41 La escena de la prueba también aparece en la obra de Paula Rego, La prueba. Los cuadros de
Paula Rego ponen también en escena las interacciones entre mujeres de diferentes clases dentro
de los espacios de la casa burguesa, basándose en su propia historia de infancia en Portugal.
Véase McEwan, John, Paula Rego, Londres, Phaidon Press, 1992.
42 En la obra de la propia Bracha Lichtenberg Ettinger una de las imágenes recurrentes con la que
ha trabajado una y otra vez es precisamente la de una mujer mirando hacia afuera (por ejemplo,
en Woman - Other - Thing no. 3, 1990-1992). Sus reflexiones sobre el atractivo y la función de
esta figura contribuyeron a desarrollar su análisis de la matriz. Véase Lichtenberg Ettinger, Bracha,
Matrix Borderlines, Oxford, Museum of Modern Art, 1993.
43 Véanse los capítulos 4 y 3, sobre los usos fantásticos por parte de Toulouse Lautrec y Van Gogh del
cuerpo de las mujeres de clase obrera en la representación.
44 Lipton, Eunice, “Degas’s Bathers - The Case for Realism”, Arts Magazine 54, 1980, pp. 93-97 y
Dawkins, Heather, Sexuality, Degas and Women’s History, tesis doctoral inédita, University of Leeds
notas

1991.
45 Nochlin, Linda, “A House Is Not a Home”, op. cit.
46 Clark, T. J., The Painting of Modern Life: Paris in the Art of Manet and his Followers, Nueva York
y Londres, Knopf and Thames & Hudson, 1984.
47 Silverman van Buren, Jane, The Modernist Madonna, op. cit.
48 Ibíd., pp. 123-124.
49 Irigaray, Luce, “The Bodily Encounter with the Mother”, op. cit., p. 43.
50 En este sentido, este análisis debería vincularse con el examen anterior del cuadro Cleopatra,
de Artemisia Gentileschi.
51 Kelly, Mary, “Invisible Bodies: Mary Kelly’s Interim”, New Formations 2, 1987, p. 11; e Imaging
Desire, Boston, MIT Press, 1996.
52 Citado en Mathews, Nancy Mowll, Mary Cassatt, Nueva York, Villard Books, 1994, p. 236.
53 Rabinow, Rebecca A., “The Suffrage Exhibition of 1915”, en Splendid Legacy: The Havemeyer
Collection, Alice C. Frelinghuysen et al. (eds.), Nueva York, Metropolitan Museum of Art, 1993, pp.
89-98, proporciona una lista completa de las obras expuestas y las identifica en las colecciones
Havemeyer o en los correspondientes catalogues raisonnés. Había 27 obras de Degas, de las
cuales 13 pertenecían a la Colección Havemeyer; había 21 obras de Mary Cassatt, de las cuales
10 estaban en posesión de los Havemeyer. Como muchos miembros de su familia apoyaban la
causa antisufragista, no prestaron obra para esta exposición a beneficio del sufragio y por lo tanto
una buena parte de la obra anterior de la artista no pudo verse en ella. La mayoría de los cuadros
de la exposición era del periodo posterior a 1900, mientras que la parte de Degas se concentraba
en su obra entre las décadas de 1870 y 1880. Incluía cuadros como El enfado (1869-1871); Mujer
planchando (1873); La canción del perro (1876-11877); y Mujer secándose los pies (1885-1886).
La exposición de Cassatt incluía Las primeras caricias del bebé (1891); Madre e hija, también
conocida como El espejo oval (1901); Madre e hija (1905); y Las caricias del bebé (1891).
Parte IV. ¿Quién es el otro? 335

54 Havemeyer, H. O., “Remarks on Edgar Degas and Mary Cassatt”, 16 de abril de 1915, panfleto.
Agradezco a Melissa De Medeiros de la biblioteca de la Galería Knoedler que me facilitara una
copia de este discurso.
55 Véase Pollock, Griselda, “Killing Men and Dying Women: A Woman›s Touch in the Cold Zone of
American Painting in the 1950s”, en Avant-gardes and Partisans Reviewed: Social History of Art,
Fred Orton y Griselda Pollock (eds.), Manchester, Manchester University Press y Nueva York, St
Martin’s Press, 1996.
56 No hay manera de documentar esta afirmación a partir de las propias declaraciones de Mary
Cassatt. La ofrezco aquí como una conclusión a esta lectura de su obra. En la parte de las
memorias de Louisine Havemeyer dedicada a Degas, encontramos un punto de vista interesante en
relación con el contenido de su obra. Hay un claro reconocimiento del tema de clase en la manera
en la que Havemeyer escribe con admiración acerca de su visión penetrante sobre la cantante de
café o las bailarinas adolescentes y sus madres. Precisamente surge el aspecto que yo he estado
defendiendo en relación con Cassatt, a saber, que la sexualidad del intercambio interclasista —que
he argumentado que define la interacción del artista masculino en los espacios de la modernidad—
puede ser desplazado por una percepción de la otredad de clases que no tenga un sentido
de abuso, agresión o fantasía sexual. Las mismas imágenes se leen buscando la complejidad
compositiva con la que lograron crear un “auténtico” sentido del ser social de otra persona. Por
supuesto, esto no significa en absoluto que el ser social de clase obrera esté siendo representado
por Degas o que pudiera serlo, o que esté siendo reconocido por una dama burguesa. La clase
distorsionará su perspectiva. Pero sí apunto que la espectadora burguesa veía la diferencia como
otra manera de estar en el cuerpo y en el mundo, más que como una figuración de una división
psíquica, que, en el caso de la modernidad masculina, convierte a la bailarina, a la sombrerera, a
la prostituta que se lava en una figura fantasmagórica, como ya hemos visto en los capítulos 3 y
4. Véase Havemeyer, Louisine, From Sixteen to Sixty: Memoirs of a Collector [1930], Nueva York,

notas
Metropolitan Museum of Art, 1961.
57 Algunas de estas obras pudieron haber sido visibles en Nueva York en la misma época, porque
Durand Ruel hizo allí una exposición, en abril de 1915, de Acuarelas y grabados a punta seca de
Mary Cassatt.
58 Para un examen completo de esta afirmación y los comentarios sobre Leyendo Le Figaro, véase
Pollock, Griselda, “Critical Critics and Historical Critiques or the Case of the Missing Women”,
University of Leeds Review 36, 1993/1994, pp. 211-245; una versión del texto se incluye en The
Point of Theory, Mieke Bal e Inge Boer (eds.), Ámsterdam, University of Amsterdam Press, 1994,
y figura reimpreso íntegramente en Pollock, Griselda, Looking Back to the Future: Essays from the
1990s, Nueva York, G&B Arts International, 1999.
336 Diferenciando el Canon

Ilustración. 9.1. Berthe Morisot, 1894, fotografía. Colección privada


337

HISTORIA DE TRES MUJERES: VER EN LA OSCURIDAD,


VER DOBLE, COMO MÍNIMO, CON MANET

La crítica feminista puede ser una fuerza a la hora de cambiar la disci-


plina. Para ello, debe reconocer que es cómplice de la institución en la
que busca espacio. Ese lento trabajo puede hacerla pasar de la oposición
a la crítica.
Gayatri Chakravorty Spivak1

INTRODUCCIÓN: LAURE, JEANNE Y BERTHE

Una fotografía de la pintora francesa Berthe Morisot tomada en 1894 (Ilustra-


ción 9.1) ofrece una huella fantasmagórica de una persona que una vez estuvo
viva. La imagen ejerce toda la atracción de la fotografía como depósito de una
plenitud perdida que imaginamos que ya pertenece a la historia. Berthe Morisot
(1841-1895) es una artista bien documentada, con un catalogue raisonné, una
correspondencia publicada aunque muy expurgada, unas cuantas biografías y
algunas exposiciones y actos de congresos sustanciales sobre diversos aspectos
de su trabajo2. Desde principios de la década de 1970, ha despertado un gran
interés en la historia feminista del arte, y su obra ofrece un campo importante
para la reconsideración de la “modernidad y los espacios de la feminidad”, así
como para la de la estética impresionista y su relación con distintas significacio-
nes históricas posibles de lo femenino.
En la fotografía, la artista —que murió de gripe el 2 de marzo de 1895, a
los cincuenta y cuatro años, un año después de esa sesión fotográfica— aparece
sentada, vestida con un vestido blanco amplio, en un sofá tapizado, con una
pierna recogida bajo la otra y con la cabeza apoyada en una mano, en actitud
soñadora o de cansancio. Está en reposo. El pelo es cano. La fotografía es una
repetición sorprendente, casual o tal vez intencionada, de uno de los cuadros
más famosos que se conservan de Morisot cuando era más joven, obra de un
artista que con el tiempo se convertiría en su cuñado: Reposo, pintado entre
mayo y septiembre de 1870 por Édouard Manet (Ilustración 9.2).
La imagen fotográfica de Berthe Morisot como una mujer elegante, aun-
que relajada y prematuramente envejecida, tiene similitudes iconográficas con
338 Diferenciando el Canon

Ilustración. 9.2. Édouard Manet (1832-1882), Reposo, 1870, óleo sobre lienzo, 148 × 113 cm. Providence,
Rhode Island School of Art Museum (donación del legado de Mrs Edith Stuyvesant Vanderbilt Gerry)
Parte IV. ¿Quién es el otro? 339

imágenes de la misma mujer en su juventud, aunque también diferencias im-


portantes. En cuadros y fotografías aparece como “la dama oscura”, una mujer
impresionante, cuyos llamativos ojos oscuros parecen haber sido modelados re-
tóricamente por un fotógrafo o un pintor inclinados a representar en términos
contemporáneos ese tropo. (Ilustración 9.3)3 La dama oscura es un extremo de
una polarización cultural de la feminidad que contrapone una figura domes-
ticada, virginal o maternal de la feminidad, la dama blanca, a otra peligrosa,
sexualmente dominante o atractiva, que siempre está en otra parte, conectada
con los espacios de alteridad y exotismo, y, por lo tanto, de una sexualidad no
regulada. Desde el Renacimiento hasta el período moderno, el tropo de “la
dama oscura” se da en la cultura europea sin estar ligado a geografías parti-
culares o etnicidades concretas. Tiene su origen en las incursiones coloniales
iniciadas en el siglo xvi, cuando una teología cristiana que había escindido
la feminidad entre la Madonna y la Magdalena se dio la vuelta en torno a las
referencias de tierras lejanas, sin nunca dejar de ser una proyección que podía
aplicarse a cualquier mujer, al margen de su ubicación cultural o de su origen
social. La metáfora de luz y oscuridad, tan cargada de implicaciones en el ima-
ginario cristiano y el del Occidente clásico, descargó en el grado accidental de
melanina que había en la piel de los pueblos de las tierras del sur el peso de
una confrontación alegórica con la diferencia cultural que conllevaba una carga
misógina y sexualizada todavía mayor.
En la década de 1860, Manet modeló los rasgos de Berthe Morisot en su sin-
gular combinación moderna de “dama oscura” y “mujer de blanco”, por ejemplo
cuando utilizó a la joven artista burguesa como modelo en El balcón, enorme
cuadro para el Salón de 1860 y homenaje a Francisco de Goya (Ilustración 9.4).
En 1869, Morisot contó a su hermana lo siguiente: “En El balcón estoy más
rara que fea. Creo que el epíteto de femme fatale ha estado circulando entre los
espectadores”4. Tanto en El balcón como en Reposo (Ilustración 9.2), pintado
menos de un año después, la combinación de los llamativos rasgos de la artista,
de su pelo y sus ojos negros con un vestido blanco, planteó un exigente reto
artístico para un pintor al que siempre le fascinó la cuestión del contraste no
mediado entre los dos extremos de la escala tonal, el blanco y el negro, es decir,
el punto en que la tonalidad puede quedar liberada para funcionar como color.
En Reposo solo hay una figura, reclinada casi sobre un sofá en el término
medio, de manera que la pierna que tiene estirada parece atravesar una profun-
didad sugerida casi hasta llegar al extremo inferior del lienzo con el piececito
envuelto en una media blanca y una zapatilla negra que el espectador casi pue-
340 Diferenciando el Canon

de tocar. Sin embargo, esa postura era difícil de interpretar. En una exposición del
Salón de 1873, en la que el cuadro fue mal recibido en general, un crítico dio por
supuesto que estaba de pie y, cuando le dijeron que no era así, se quejó de que “no
estaba pintada ni dibujada, ni de pie ni sentada”5, mientras que otro escribió acerca
de una “una mujer vestida de blanco arrojada sobre un sofá”6. Beatrice Farwell ha
sostenido que las connotaciones de una mujer reclinándose sobre un sofá o un di-
ván —dos objetos propios de sociedades de Oriente Medio o del Norte de Áfri-
ca— eran explícitamente sexuales, citando cuadros de Manet de dos mujeres
marcadas por los códigos sexuales de la década de 1860: La amante de Baude-
laire en un diván de 1862 (Ilustración 9.5) y la Mujer tendida con vestido español
de 1862, cuya modelo fue la compañera del fotógrafo Nadar (Ilustración 9.6)7.
Los dos cuadros son más o menos de la misma época que los grandes cuadros
para el Salón que Manet pintó en esos años y que también comparten su explo-
ración de la sexualidad contemporánea, Almuerzo sobre la hierba (1862, París,
Musée d’Orsay) y Olympia (Ilustración 9.17). Así pues, Beatrice Farwell sugiere
que la pose, aunque adoptada por una dama burguesa de “respetabilidad” in-
tachable, codificada como tal por su elegante traje de día de muselina blanca,
adquiere un elemento de “falta de decoro” por las asociaciones iconográficas
entre la imagen de una mujer arrellanada en un sofá y la imaginería erótica.
La evidencia del maltrato de los críticos al cuadro en el Salón, donde uno dijo
que se trataba de una “mancha indecente y bárbara” y otro utilizó el término
explícito “golfa”, refuerza esa interpretación8.
Sin embargo, Farwell escribe lo siguiente: “Si esta obra ‘no tiene el carácter
de un retrato’ y los rasgos que lo convierten en tal (la posición relajada, el aire
de ensueño, la mirada indirecta) lo relacionan más bien con la representación
tradicional de la fantasía erótica y oriental, entonces nos enfrentamos a la cues-
tión de cómo funcionaba esa clase de protocolo y tipología en la cultura del
siglo xix”9 (la cursiva es mía). La idea de una conexión orientalista inmersa
en una imagen de modernidad burguesa metropolitana atenta directamente
contra el núcleo de las interpretaciones canónicas de Manet. Los historiadores
del arte ponen mucho cuidado en separar a Manet de los pintores orientalistas
Salonnier del Segundo Imperio, como Gérôme (Ilustración 9.25), pese a la pre-
sencia entre sus obras de la década de 1860 de un dibujo, más tarde convertido
en un grabado, titulado Odalisca (París, Musée d’Orsay), que tal vez fuera una
de las primeras exploraciones que condujeron a Olympia, el desnudo de Manet
para el Salón, y de un óleo fechado en 1870 de una figura de pie velada solo
por un atuendo blanco semitransparente titulado La sultana (Ilustración 9.7).
Parte IV. ¿Quién es el otro? 341

Ilustración. 9.3. Berthe Morisot, ca. 1867, fotografía. Colección privada


Ilustración. 9.4. Édouard Manet, El balcón, 1868-1869, óleo sobre lienzo, 169 × 125 cm. París, Musée d’Orsay
342 Diferenciando el Canon

Ilustración. 9.5. Édouard Manet, La amante de Baudelaire en un diván, 1862, óleo sobre lienzo,
90 × 113 cm. Budapest, Szépmüveszeti Múseum
Parte IV. ¿Quién es el otro? 343

Sin embargo, en Reposo (Ilustración 9.2), la figura, vestida con un traje


más opaco, pero poseedora de unos ojos igualmente oscuros, está claramente
sentada en una pieza de mobiliario tapizada, contemporánea y situada en un
ambiente moderno: tal vez se trate del propio estudio de Morisot10. Manet ha
creado una mise-en-scène marcadamente moderna, es decir, burguesa, para una
iconografía que en la misma época estaba al servicio del erotismo orientalizan-
te. La estrategia —invocar y enmendar— se repite en lo que puede considerarse
la antítesis de este cuadro, la Olympia de 1863-1865 (Ilustración 9.17), en la
que las oposiciones de oscuridad y luz, reclinada y de pie, vestida y desnuda,
trabajo y ocio, forman la vacilante estructura de la imagen. Sin embargo, Reposo
evoca también, como una especie de reanudación de ese intento de moderni-
zación de las imágenes eróticas de lo femenino, un retrato en postura recostada
de la feminidad moderna —contemporáneo de Olympia, pero titulado En el
diván, y desde entonces conocido como La amante de Baudelaire en un diván
de 1862— del que se ha dicho que es un retrato de una mujer llamada Jeanne
Duval, conocida para la historia del arte solo como compañera sexual del poeta
(Ilustración 9.5).
¿Acaso esos deslizamientos —de imagen en imagen, de tropo en tropo—
son solo una función de mi fantasía, una asociación libre no autorizada en el
museo de la historia del arte? ¿Son la clase de movimientos que ha posibilitado
la reflexividad crítica en cuestiones de raza, clase y sexualidad, característicos
de la teoría feminista contemporánea? Sin embargo, nos permiten desmantelar
la arquitectura fijada del discurso canónico, con su teleología del desarrollo
artístico individual, para poder realizar una intervención feminista mediante
la creación de sus propias genealogías perversas. Alteran la inmovilidad de la
ideología, que impone sus interpretaciones de autoridad sobre la obra de un
maestro modernista. Por último, esas interrogaciones del archivo ofrecen ac-
ceso a un posible inconsciente histórico, revelado a través de los patrones de
repetición, retorno, represión y desplazamiento.
Pretendo elaborar un relato que pueda abarcar los tenues hilos, históricos
pero también míticos, que vincularon a tres mujeres en un espacio en el París
de la década de 1860. La época y el lugar fueron el escenario de los inicios del
arte moderno canónico. Los hilos que vinculan a esas tres mujeres se encuen-
tran en la superficie de algunos cuadros de un artista, Édouard Manet, que al
parecer las pintó a todas. Pero sus relaciones y, por lo tanto, sus diferencias no
pueden rastrearse solo en las ficciones pictóricas de un artista moderno canóni-
co de París. Laure, Jeanne, Berthe funcionan como significantes de la obra que
344 Diferenciando el Canon

Ilustración. 9.6. Édouard Manet, Mujer tendida con vestido


español, 1862, óleo sobre lienzo, 94,7 × 113,7 cm. New Haven,
Yale University Art Gallery (donación de Stephen C. Clark)

Ilustración. 9.7. Édouard Manet, La sultana, 1871, óleo


sobre lienzo, 95,5 × 74,5 cm. Zúrich, Fundación E. G. Bührle
Parte IV. ¿Quién es el otro? 345

de modo colectivo crea a “Manet”, el maestro moderno11. No solo ocurre que


las mujeres como artistas, modelos o compañeras hayan quedado ocultas en la
historia, poco estudiadas o mal representadas. La complejidad de las diferencias
entre feminidades que alcanzan visibilidad o desaparecen en la representación
no está reconocida, como tampoco las estructuras —sociales e imaginarias—
que sobredeterminan su precario lugar en la representación12.
¿Cómo contaré esta historia de tres mujeres? Mieke Bal ha propuesto una
teoría de la interpretación feminista a la que ha dado el nombre de “histérica”
y que se pregunta: “¿Qué clase de semiótica tenemos que aplicar para leer lo
no dicho, recuperar lo reprimido e interpretar los signos distorsionados de esa
experiencia indecible? Tenemos que dar cuenta de la oblicuidad de las repre-
sentaciones cuya retórica pretende borrar las experiencias de las mujeres, pero
que no pueden reprimir por completo dichas experiencias”13. La teoría histérica
interpreta desde la perspectiva de la víctima, apelando a la “visualidad, la ima-
ginación y la identificación”14.
Mi análisis se centra en las relaciones entre tres mujeres desigualmente pre-
sentes y reprimidas en la especificidad histórico y social que tuvieran, en los
espacios de la representación visual a comienzos del arte moderno. La historia
del arte llega a ser canónica no solo por su construcción de un canon, en el que
Édouard Manet ocupa un lugar central, sino por la canonización de ciertas
formas de ver sus materiales y establecer conexiones y redes autorizadas. Las
historias sociales del arte, las intervenciones feministas y la teoría poscolonial
aplicada a la representación visual han introducido ya alteraciones importantes,
una de las cuales concierne al análisis de un género de pintura del siglo xix
conocido como orientalismo. En la historia del arte al uso, el orientalismo se
ha considerado en virtud de una clasificación curatorial de cuadros con temas
de Oriente Medio y el Norte de África pintados por artistas que van desde
Eugène Delacroix hasta Henri Matisse, clasificación que ha quedado sometida,
desde el feminismo y otras corrientes, a una perspectiva crítica encuadrada
por el influyente análisis del discurso realizado por Edward Said en su libro
Orientalismo (1978) de los tropos administrativos e imaginativos elaborados
por el colonialismo occidental en torno a la sociedad islámica15. Investigaciones
pormenorizadas han refinado e incluso cuestionado los grandes contornos del
mapa foucaultiano trazado por Said en todos los niveles16. Yo me limitaré a
añadir una nota feminista a pie de página en la que quiero jugar con los tropos
del orientalismo y de un discurso africanista relacionado con él, poniendo frente
a frente su evocación metafórica de las relaciones entre blancos y negros, de
346 Diferenciando el Canon

Europa y de sus otros, y la incisión problemática de ambos en los cuerpos y a


través de las representaciones de feminidades de clase y marcadas étnicamente.
Como historiadora feminista de arte me ha encantado contribuir al redes-
cubrimiento y la restitución de artistas como Mary Cassatt y Berthe Morisot.
Sin embargo, esas artistas no son solo artistas femeninas, sino también europeas
o estadounidenses. Moviéndome lentamente hacia la interpretación no de un
cuadro pintado por una artista femenina, sino en el que aparecen dos mujeres
en una relación semántica dada por supuesta tanto en la diferencia como en la
convergencia a través de cuestiones de clase y raza —a saber, Olympia (Ilustra-
ción 9.17), de Édouard Manet—, quiero mostrar mi ira por el hecho de que la
historia del arte me enseñó a no ver “en la oscuridad” para reescribir una “his-
toria de amor” inscrita en la historia del arte que fractura mi discurso feminista
con lo que en ocasiones anteriores he llamado “problema en los archivos”.
Contra las ficciones pintadas de Manet, imagino tres personas históricas:
Berthe Morisot, a la que los archivos convencionales establecen sin mayor di-
ficultad como una figura al margen de las representaciones de Manet; Jeanne
Duval (Berthe Lemer/Lemaire/Prosper), una figura radicalmente incognoscible
que, sin embargo, es un personaje fundamental en los archivos sobre el mentor
de Manet, el poeta Charles Baudelaire, con quien mantuvo una relación duran-
te casi veinte años; y una mujer negra llamada Laure, cuyo nombre francófono
y aspecto africano son un índice de la explotación colonial europea de África17.
No obstante, sin un apellido es difícil rastrear a un sujeto civil en censos y di-
rectorios postales. Laure ni siquiera augura la posibilidad de lograr la clase de
recuperación histórica que Eunice Lipton empezó a proporcionar en la crónica
de su búsqueda de Victorine Meurend, la mujer de clase trabajadora que sirvió
como modelo del desnudo blanco en la Olympia de Manet18.
Pero me equivoco. He descubierto que el nombre en realidad sí señala una
identidad civil históricamente rastreable. Mi ayudante de investigación, Nancy
Proctor, y yo hemos descubierto un certificado de nacimiento de ese nombre
fechado el 19 de abril de 1839 en el número 6 de la rue Hanôvre, de padres
desconocidos. Un certificado bautismal del 20 de abril de 1839 proporciona
los nombres y las direcciones de unos padrinos de la “huérfana”, bautizada
Laure. Nancy Proctor también encontró confirmación de “Laure” en una ins-
cripción en los registros de alquileres del cuarto piso del edificio de la Rue
Vintimille, París 11, que se menciona en los cuadernos de notas de Manet de
186219. No podemos estar absolutamente seguras de que esta huérfana bautiza-
da Laure y la mujer que trabajó en el estudio de Manet de la Rue Guyot sean la
Parte IV. ¿Quién es el otro? 347

misma persona. Pero la posibilidad es importante. ¿Cómo afectaría a nuestras


expectativas sobre el cuadro darnos cuenta de que una mujer de ascendencia
africana nació en París y vivió allí toda su vida, portando el nombre francófono
de Laure, cuando quizá la mayor parte de los espectadores imaginan que esta
figura aporta al cuadro para el que hizo de modelo una otredad, un exotismo,
una carga sexual, que ahora dicha figura puede o no sustentar?
Mis evidencias serán a la vez visuales —en el archivo histórico artístico tra-
dicional de pinturas, dibujos y fotografías— y verbales: la riqueza del discurso
histórico y literario sobre el arte generada por la canonización de Édouard Manet
y su poético mentor y compañero dandy, Charles Baudelaire. Al prestar atención
a una serie de cuadros de Manet, producidos en marcada relación con el poe-
ta Baudelaire y sus teorías sobre la modernidad y su melancolía, quiero ofrecer
una narrativa histérica que persigue los enlaces entre el silenciado icono de la
feminidad contra el cual se significan su rivalidad y su relación: Laure, Jeanne,
Berthe. Los historiadores del arte se atascan ante el abismo que un discurso canó-
nicamente blanco y de clase crea entre las que son como Berthe y como Jeanne.
Beatrice Farwell llama a la última no solo una demi-mondaine, sino un miembro
de le quart du monde20. Pero las propias pinturas (Ilustraciones 9.2, 9.5) estable-
cen formalmente una continuidad profunda y significativa al nivel tanto de un
problema formal —negro y blanco— como de la imaginería: la figura femenina
aislada, vestida y recostada. Estos dos cuadros riman en un movimiento que a
la vez erotiza a Berthe y presta la capa de feminidad burguesa a Jeanne. Por qué
Berthe y Jeanne pueden coexistir en el mismo espacio ficcional y retórico para el
artista es una cuestión que depende menos, al parecer, de la posición real de Ber-
the Morisot (1841-1895) o Jeanne Duval (fechas desconocidas) en las jerarquías
racializadas del sexo y el género en la Francia de las décadas de 1860 y 1870,
que de las inestabilidades de la posición de cualquier mujer en las fantasías de
una burguesía metropolitana masculina. Aun así, los cuadros de Manet son más
que meras repeticiones de fantasías convertidas en estereotipos. La modernidad
de Manet es el lugar donde los tropos de la dama oscura y la mujer de blanco y
su mito orientalista subyacente se repasan una y otra vez. Los cuadros sugieren
una lucha con y contra el campo heredado de las representaciones eróticas y
“respetables”. Existe nada menos que un fallo, o una contradicción, que deja
sin resolver ambos cuadros, aunque de maneras diferentes. Mientras que Manet
puede intentar negar el tropo de la mujer oscura en su retrato imaginario que,
sostendré, produce a Jeanne Duval como una imagen de modernidad, sucumbe
a su servidumbre cuando reelabora ese cuadro usando a una modelo europea y
348 Diferenciando el Canon

burguesa que permite que “la dama oscura” retroceda a una representación des-
plazada precisamente porque ella, Berthe, no es “negra”.
Permítaseme expresarlo con claridad. Jeanne no era “negra”. No más que
lo era Laure, el tema de la tercera parte de mi historia. En la actualidad es un
lugar común feminista que una de las dos figuras femeninas del cuadro que
Manet bautiza con solo un nombre, Olympia, ha sido groseramente ignorada
por la historia del arte (Ilustración 9.17). En su mayor parte, el cuadro, reali-
zado entre 1862 y 1863 y expuesto notoriamente en el Salón de París de 1865
(quizá con algunos retoques), ha sido tratado como si solo una de las figuras
femeninas mereciera análisis21. Una figura está desnuda. El cuerpo femenino
reclinado, blanco y desvestido es la sede, y también la visión permitida, de la
sexualidad dentro de las tradiciones del arte europeo desde el desarrollo del
desnudo erótico en el arte italiano del siglo xvi22. La otra mujer del cuadro,
Laure, está vestida. Y es negra.
“Es negra” no es una descripción. Es una representación histórica marcada-
mente codificada que dice a la vez más y menos de lo que parece. En sentido
literal, la negrura no es un color. Como una estructura de inscripción racista
de diferencia (convertida sin embargo en emblema de resistencia), la negrura
se apoya en lo que Frantz Fanon denominó “el esquema racial epidérmico”. Un
“esquema corporal” —una imagen internalizada de las sensaciones corporales y
la organización de estas— es necesario para que el ego emergente sea capaz de
situarse a sí mismo y desarrollar relaciones con el mundo externo de los otros.
El racismo interrumpe y remodela negativamente esta formación de la subje-
tividad. La cultura colonial no refleja positivamente hacia sí mismo el cuerpo
del sujeto como la base para la formación del ego. En vez de eso, dirige hacia
el otro racializado una mirada en la que este solo puede experimentarse a sí
mismo como de color, como un objeto, negativamente devaluado, de un rechazo
soberano del Otro. Así, los estereotipos racistas se proyectan a través de un haz
de luz ennegrecedora dirigido hacia el sujeto colonizado, que entonces percibe
el color de piel como la marca indeleble y el símbolo corporal de una otredad
interna que se convierte en una autoalienación creada en esta subordinación a
la violencia epistémica del racismo: un esquema epidérmico racial23.
En su estudio de lo que denomina con cuidadosa deliberación discurso afri-
canista, Christopher Miller nos recuerda que, a diferencia del blanco, el negro
no es realmente un color en absoluto. Es la total ausencia de color. Mientras
que el blanco es el efecto de un reflejo luminoso de todos los colores del es-
pectro, el negro es la ausencia de color porque absorbe todos los rayos. Desde
Parte IV. ¿Quién es el otro? 349

el punto de vista del color es una nulidad, un vacío. Metafóricamente, sin


embargo, está atrapado profundamente en la metafísica helenístico-cristiana
de la oscuridad y la luz, de modo que cualquier discurso que colabore con las
terminologías de negro/blanco siempre expresará mucho más que su intento de
designar distinciones de color.

Consideremos de pasada la definición de negro en francés como aquello que “no


refleja” (ne réfléchit pas), con su potencial para crear un chiste horroroso. “Le
noir ne réfléchit pas” significa “el negro no refleja”, pero también “el hombre
negro no piensa (no reflexiona)”. (...) Los discursos africanistas, al recurrir a la
negrura y la blancura, se ven implicados en polarizaciones y reversiones24.

La negrura opera en el polo opuesto a la blancura, donde la blancura es luz, co-


nocimiento, civilización, todo lo que hace posible el conocimiento. La negrura
se convierte en oscuridad vacía, la época incognoscible anterior a la civilización,
o un lugar en el cual, si existe alguna civilización en absoluto, esta solo aparece
como resultado de la adición iluminadora de la blancura: la llegada de Europa,
la iluminación de la cristiandad o la modernidad. A diferencia del discurso
orientalista, que al menos identifica el mundo islámico como una cultura con
el fin de definirla como agotada y decadente, de modo que Occidente debe
dominarlo, salvarlo y redirigirlo, el discurso africanista está modelado por la
semiótica de una oposición de colores que está totalmente desequilibrada. La
blancura es todo posibilidad; la negrura es todo nulidad. Y aun así, el segun-
do término, negro, es necesario precisamente para dar significado al primero,
blanco, a través de la unión entre una nada —negrura— y el comienzo del
significado —blancura/Europa/Occidente—.
De este modo, las relaciones y diferencias provocadas al intentar una reformu-
lación “histérica” feminista de tres mujeres implica a la vez “ver en la oscuridad”
y “ver doble”. Un breve resumen del argumento que adelantaré puede ayudar
al lector a examinar las implicaciones metodológicas e históricas de este intento
de diferenciar el canon. En primer lugar, al analizar Olympia (Laure), argumen-
taré que el uso coloreadamente específico por parte de Manet de dos mujeres de
diferentes orígenes étnicos trabaja para perturbar tanto la fantasía orientalista
como el discurso africanista en el cual mujeres como Laure fueron típicamente
reconfiguradas en la pintura occidental. Esto lo hizo permitiendo que una mujer
de ascendencia africana existiera fuera de las posiciones retóricas y semióticas de
la negrura dentro de los géneros y lenguajes pictóricos que él había heredado: el
350 Diferenciando el Canon

canon orientalista. Esta intervención, sin embargo, tuvo lugar a pesar de Manet,
incapaz de asegurar el desplazamiento de los marcos orientalista y africanista,
como pinturas que después Manet confirma en su reversión del tropo racista.
Como resultado de la tarea inacabada del fracaso semiótico táctico de Manet,
la figura de la criada en el cuadro de este ha caído desde entonces fuera de la
atención histórica del arte, o ha sido encasillada en estereotipos orientalistas y
africanistas que la historia del arte reconfirma voluntariamente y que persisten
míticamente en otras formas de representación cultural.
En segundo lugar, propondré que en el cuadro La amante de Baudelaire en un
diván (Jeanne), la figura que se presupone que es Jeanne Duval está representada en
oposición directa a la imagen demonizada, exotizada y bestializada producida por
los contemporáneos de Baudelaire (y más tarde repetida por sus biógrafos), es decir,
está pintada como una figura de modernité/modernidad femenina contemporánea25.
Sin embargo, la realización de esta representación igualmente desorientalizadora y
desafricanizadora también es defectuosa. Serán necesarios otros textos para dife-
renciar el lugar de Jeanne en el canon Baudelaire/Manet y proporcionarnos, a los
lectores y espectadores actuales, un alivio al imaginar otra historia diferente a la que
nos han ofrecido de forma tan repetitiva y maliciosa en la literatura canónica.
En tercer lugar, sugiero que, en Reposo, Manet produce de hecho una obra
subliminalmente orientalista, extrayendo a Laure e incorporando a Jeanne en su
hibridación específica como europea y africana. Erotizados, y a la vez velados,
por el romanticismo de la modernité baudelaireana, los rasgos de Berthe [Mori-
sot] se disponen en una pose que se origina formal e icónicamente en el retrato/
figura de estudio de Jeanne [Duval] y provoca un colapso de los términos bina-
rios que han estructurado Olympia, esto es, el “desnudo” y la “negritud”26, y el
artista reproduce una versión modernizada de la “dama oscura”. La blancura,
desplazada al vestido, sitúa la fantasía en el presente contemporáneo, mientras
que la oscuridad y los rasgos evocadores reflejan aquellos que el artista ha vis-
lumbrado en una fotografía a partir de la cual pinta un retrato imaginario de la
pasión y obsesión persistentes de su amigo poeta, Jeanne.
Para elaborar esta historia de tres mujeres, empezaré por el final.

BERTHE

La relación de Berthe Morisot con Édouard Manet sigue siendo objeto de espe-
culación. Al parecer se conocieron en 1860 o 1861, y existía entre las dos familias
Parte IV. ¿Quién es el otro? 351

cordialidad suficiente para que los Morisot asistieran a las soirées de Manet, don-
de, posiblemente en 1864, Berthe Morisot interpretó a Wagner para un doliente
Charles Baudelaire27. En 1868, Manet pidió a Berthe Morisot que posara para él,
y, en una amistad que los acercó enormemente durante los siguientes años, Ma-
net pintó a Berthe Morisot en más ocasiones que a cualquier otra modelo: once
veces28. Cuando Édouard Manet falleció el 30 de abril de 1883, una desconsola-
da Berthe Morisot respondió a la carta de pésame de su hermana:

Estos últimos días han sido muy dolorosos. (...) Si añades estas emociones casi
físicas a mis antiguos lazos de amistad con Édouard, un pasado entero de juven-
tud y trabajo que ha finalizado abruptamente, comprenderás que estoy desola-
da. (...) Nunca olvidaré los días de mi amistad y mi intimidad con él, cuando
me sentaba a posar durante horas y cuando el encanto de su mente me mantenía
alerta durante esas largas horas29.

El cuadro más grande de Manet representando a Berthe Morisot, Reposo (Ilus-


tración 9.2), tuvo una mala recepción en el Salón de 187330. La prensa lo atacó
de la forma habitual, llamándolo “sucio”, “desastrado” y “de mal gusto”31. Tam-
bién fue ridiculizado en caricaturas (Ilustración 9.8) que repasaron los tópicos
conocidos. Sucio es la palabra clave para indicar una sexualidad peligrosa, un
desliz desde la cuidadosa respetabilidad de su realización y asunto aparente-
mente burgueses. Pero lo que vemos cuando miramos la reprimenda de Cham
es el ennegrecimiento de la dama blanca, empujándola más allá de la modernité
romántica de la dama oscura hasta una zona donde la negrura invoca los signos
contaminantes de la clase como raza y la raza como clase, y donde ambas están
manchadas por la sexualidad y también por una ocupación degradante. En la
exagerada simplicidad de la caricatura, la cara es una forma blanca puntuada
por manchas negras. Se convierte casi en una máscara de la muerte.
Sobre Reposo, Françoise Cachin escribió en 1983 que Manet nos muestra
“una mujer joven pensativa, preocupada”, sujeta a dudas y depresiones. “Estas
dudas, las fantasías oscuras, Manet las expresa en la cara, mientras que en la
postura, el vestido y el peinado captura una mezcla de grandes expectativas y de-
cepción momentánea, de distinción y descuido bohemio”32. Cachin no dice nada
que parezca inapropiado en cuanto a las posibilidades semánticas de esta imagen.
Berthe Morisot era una personalidad compleja, acosada por la depresión y el
sufrimiento emocional en cuanto una intelectual cuya ambición creativa se en-
frentaba a una cultura que definía estructuralmente su feminidad como la au-
352 Diferenciando el Canon

Ilustración. 9.8. Caricaturas de Reposo en el Salón de 1873: Bertall, “Revue Comique du Salon”, Illustration, 24
de mayo de 1873; Cham, “Le Salon pour Rire”, Charivari, 23 de mayo de 1873; Cham, “Promenande au Salon des
Refusées”, Charivari, 8 de junio de 1873

sencia de creatividad y de ambición. Sufrió muchas pérdidas, una de las cuales


Manet remarcó en una pintura extraordinariamente vívida realizada en 1874,
tras la muerte del padre de ella, Berthe Morisot con sombrero, de luto (Ilustra-
ción 9.9), y a la cual Françoise Cachin denomina “un retrato de extraordinaria
intensidad dramática que lo lleva casi hasta el límite de la caricatura”33. Aquí,
la audacia de la pintura de Manet sitúa dos ojos redondos y oscuros en una
cara blanquecina, que miran inquietantemente al espectador desde un fondo
negro: sombrero, velo, mano enguantada que casi clava el puño en la cara. El
dolor salvaje y la conmoción quedan registrados aquí mediante un lenguaje
visual que extrae su energía de la ejecución activa del cuadro, las capas sin in-
termedios de alto contraste de tono y sombras brutales. Por anticiparme a mí
misma, quiero plantear una cuestión: ¿Por qué había sido posible alcanzar esta
intensidad dramática con una cara pintada rápidamente en amarillo y negro,
pero no introducir ningún signo visual de “expresión humana” en el supuesto
retrato de Jeanne Duval?
Berthe Morisot aparece en la obra de Manet como la dama blanca y también
como la dama oscura. Varias imágenes de ella en negro sugieren que Manet ado-
raba el desafío pictórico de trabajar con el negro como un color34. Entre la luz y la
oscuridad yacen las dos caras de la modernidad: su fugacidad a la moda y las no-
ches oscuras del alma; su duelo perpetuo, como proclamó Baudelaire en 184635.
Théodore de Banville, escritor del Salón de 1873, llamó a Reposo “un retrato
atractivo (...) que persuade mediante un intenso espíritu de modernidad, si se
me permite usar este término bárbaro, hoy indispensable. Baudelaire tenía razón
al apreciar el cuadro de Monsieur Manet, pues este artista paciente y sensible es
quizá el único capaz de reflejar el sentimiento exquisito por la vie moderne expre-
sado en Las flores del mal”36. Así, la Morisot blanca puede convertirse en el lugar
Parte IV. ¿Quién es el otro? 353

Ilustración. 9.9. Édouard Manet, Berthe Morisot con sombrero, de luto, 1874,
óleo sobre lienzo, 62 × 50 cm. Zúrich, colección privada

donde articular la confluencia imponente de Manet y Baudelaire. La imagen de


Manet de un burgués soñador se puede convertir en el auténtico símbolo de estos
ennui y dolor baudelaireanos, el sustrato depresivo de la elegancia espumeante de
la modernidad. En Reposo, esta dualidad se representa mediante la combinación
de detalle y esbozo. La cara está pintada con tonos cetrinos avivados por rosas
cálidos y enmarcados por el pelo oscuro bajo el cual, algo distraídamente, unos
ojos marrón oscuro miran pesarosamente a media distancia. El cuadro muestra
la competencia del pintor y su delicadeza en cuestiones de color y toque. Sin
marcar apenas el lienzo, el pincel puede sugerir el conjunto de la boca, la forma
de las narinas y la intensidad exacta de la mirada reflexiva. La postura general y la
354 Diferenciando el Canon

actitud del cuerpo se combinan con esta cabeza exquisitamente ejecutada y hacen
que el retrato evoque referencias a la melancolía y a la moderna fascinación por la
subjetividad humana37. El historiador impresionista Théodore Duret, escribien-
do en 1906, confirmó este cuadro como una destilación de la representación de
Manet/Baudelaire de la modernidad mediante la combinación de mujer, ciudad
y estado de ánimo: “La joven, con su expresión melancólica y sus ojos oscuros, su
cuerpo ágil y esbelto (...) proporciona la representación de la mujer moderna, la
mujer francesa, La Parisienne”38.
Pero mientras que Reposo debe ocupar su lugar como uno de los once en-
sayos sobre Berthe Morisot en la obra de Édouard Manet, sus referencias a
su prototipo específico en el cuadro anterior de Manet titulado La amante de
Baudelaire en un diván (Ilustración 9.5) y sus diferencias con este deben ser sa-
cadas a la luz, de modo que el cuadro anterior deje de representar un papel en
la historia del arte meramente como un precedente formal de una declaración
realizada de forma más estética, y puede presentarse a nuestro examen como
otro momento de articulación compleja de subjetividad, color, modernidad y
feminidad en el estudio parisino de este “padre del arte moderno”.

JEANNE

En 1842, a sus veintiún años, el futuro poeta y dandy Charles Baudelaire,


acompañado por Félix Tournachon, alias Nadar, entró ebrio en el Théâtre du
Panthéon, en el Barrio Latino. En una de las obras mediocres que prefiguraron
los posteriores café-conciertos del Segundo Imperio vio a una alta y joven ac-
triz. Con la galantería característica de la cortesía del siglo xviii que lo caracte-
rizaba, Baudelaire envió a la actriz un ramo de flores y le pidió cortésmente que
se permitiera llamarlo cuando ella quisiese.
Cuando relata esta historia posiblemente mítica del comienzo de la larga
relación entre Baudelaire y Jeanne Duval, que duró casi toda su vida adulta,
Camille Mauclair fantasea sobre el ramo de flores que envían a “Olympia” en
el cuadro de Manet del mismo nombre, 1863-1865 (Ilustración 9.17)39. La en-
soñación de Mauclair proporciona un enlace entre Laure y Jeanne basado en la
mente del autor, a partir del hecho de que ambas eran presuntamente mujeres
de color. Este desplazamiento de Baudelaire a “Olympia”, borrando a Laure por
el camino cuando Baudelaire adopta el papel del “amable mensajero negro” que
lleva las flores, es un símbolo del estado prostitucionalizado que la actriz que
Parte IV. ¿Quién es el otro? 355

conoce Baudelaire en 1842 tiene en la historia literaria y el arte occidental. Una


de las principales líneas de interpretación de Manet en la década de 1860 es la
correspondencia entre sus imágenes y la poesía y la postura estética de Baude-
laire. El intercambio entre esos dos hombres modernos actúa sobre el cuerpo de
otra mujer “negra” en el París de principios de la década de 1860, a quien Ga-
yatri Spivak define como “afroeuropea”40. Su nombre era Jeanne Duval. Quizá.
Los estudiosos de Baudelaire le han seguido también el rastro bajo los ape-
llidos alternativos de Lemer, Lemaire y Prosper. Algunos pueden ser nombres
escénicos; otros, los de su madre y su padre. El certificado de defunción de su
madre indica el nombre Lemer o Lemaire41. De hecho, Claude Pichois sugiere
que en realidad se llamaba Berthe42. En 1859, cuando la admitieron en un
hospital de caridad, una tal Jeanne Duval dijo que su edad era de treinta y dos
años, lo que proporciona el año 1827 como supuesta fecha de nacimiento43.
Aun así, Nadar probablemente se la encontró por primera vez como joven ac-
triz en una función en 1838, de modo que debería haber nacido alrededor de
182044. No se ha rastreado ningún certificado de nacimiento en Nantes, el an-
tiguo puerto de comercio de esclavos por el que aparentemente llegó su madre.
No se ha encontrado ningún registro de su muerte.
Las comparaciones baudelaireanas con los cuadros de Manet de principios
de la década de 1860, los años de su relación y amistad más estrechas (se cono-
cieron en 1859), dependen de la capacidad para sustituir una mujer ficticia por
una histórica, y de hacer que una mujer africana-europea a la que Baudelaire
amó y con la que vivió ocasionalmente durante diecinueve años se deslice en
el lugar de una ficticia prostituta parisina blanca sacada de Olympia. Al igual
que Jeanne Duval fue eliminada de El taller de Courbet (1852-1855) pero aún
permanece en él para hechizarnos desde la pintura superpuesta (Ilustración
9.10), así, irónicamente, los estudiosos de Baudelaire la usan para eliminar a la
amable mensajera negra45.
Baudelaire no se casó con Jeanne Duval, y nunca se lo planteó. Jeanne era
posiblemente el resultado de una paternidad mixta en algún momento de su
genealogía, y muchas relaciones de este tipo fueron documentadas en Francia
durante el siglo xix. La pareja literaria de los Alexandre Dumas padre e hijo
era la progenie de ascendientes africanos y europeos, aunque Dumas père no se
casó con la madre de su hijo46. El detalle relevante es que un matrimonio de ese
tipo no era una imposibilidad en términos de “raza” a mediados del siglo xix,
excepto en la situación, que creo que afrontamos aquí, en la que raza, clase so-
cial y género conspiran para colocar a Jeanne como fille y no como femme, una
356 Diferenciando el Canon

mujer para ser usada sexualmente pero no para formar familia. Técnicamente,
Jeanne Duval siguió siendo lo que el patriarcado llamaría la amante de Baude-
laire. Este término no es adecuado para describir lo que fue una asociación lar-
ga y compleja, con varias rupturas y reconciliaciones. Baudelaire llegó a escribir
a su madre en 1853, después de que Jeanne lo dejara, un suceso al que llamó el
golpe más demoledor de su vida, pues habían estado juntos durante diez años:
“Esta mujer era mi única diversión, mi único placer, mi única compañía, y, a
pesar de todos los golpes internos de una relación turbulenta, la idea de una
separación definitiva nunca ha entrado con claridad en mi mente. (...) La he
usado y he abusado de ella; he obtenido placer torturándola, y ahora he estado
torturándome a mí mismo”47.
Su relación se reanudó en 1855 y se rompió en 1856, pero vivían juntos
de nuevo en Neuilly en 1860, cuando Baudelaire escribió: “Cuando uno ha
vivido durante diecinueve años con una mujer y para ella, siempre tiene algo
que decirle”48. No se separaron definitivamente hasta febrero de 1861. Cuando
empezó a temer su propia muerte, Baudelaire solicitó que su madre se asegurara
de que Jeanne Duval estuviera atendida. Madame Aupick no honró aquella peti-
ción. Los biógrafos de Baudelaire coinciden en que Jeanne Duval fue una de las
principales experiencias de su vida, proporcionándole, quizá mediante la gratifi-
cación sexual, quizá mediante otras formas de compañía que esos estudiosos no
alcanzan a imaginar, acceso a una intensidad de experiencia erótica y emocional a
partir de la cual escribió algunos de sus poemas más significativos.
En términos tradicionales, esto la convertiría de nuevo en la musa silencio-
sa, el objeto hermoso o traicionero que inspira el discurso creativo del artista/
hombre/amante. En términos feministas modernos, este tropo debe ser refuta-
do, pues ninguna de las suposiciones que se hacen sobre cómo y por qué Jeanne
Duval fue tan importante para el trabajo creativo de Baudelaire dependen de
algo que podamos estar seguros de que se refiere a ella. Tanto la poesía que pro-
dujo como la manera en que está escrita están codificadas profundamente en una
mezcla banal de orientalismo occidental y discurso africanista. Es tanto así que el
análisis de Christopher Miller sobre Baudelaire como un “africanista” deja a un
lado cualquier interpretación biográfica del denominado “ciclo Jeanne Duval”
de poemas. Miller quiere crear una distancia entre las figuras poéticas de mujeres
negras en los textos de Baudelaire y el personaje histórico señalado en el archivo
histórico con el nombre de Jeanne Duval49. Miller sostiene que la representación
de una mujer exótica, sensual y salvaje es un tropo del racismo occidental al que
la poesía moderna de Baudelaire renovó el crédito. Más allá de esto, la conversión
Parte IV. ¿Quién es el otro? 357

de una mujer histórica en una imagen poética hace de “ella” —ambivalente entre
la persona humana y la imagen ficticia— la fuente de la negritud y, por lo tanto,
la causa y el origen de lo que el poema de Baudelaire dice sobre su Otro sexual y
racial a través del tropo del color50.
Pasar de Berthe a Jeanne es desplazarse de la identidad registrada e histórica-
mente corroborada de un artista enredado con un tropo cultural a una figura
cuyas coordenadas históricas no hicieron nada excepto apretar el nudo trópico
alrededor de una desvaneciente —no, una “desaparecida”— mujer negra. La ya
inestable identidad del puesto de Jeanne Duval en el relato sobre el arte moder-
no se ha vuelto aún más precaria. Françoise Cachin escribe que “Jeanne Duval
no era negra, ni siquiera mulata, sino simplemente una criolla, y el que Baude-
laire la llamara su Venus Negra no era más que un juego”51. Toda la estructura
mítica en torno a Jeanne Duval como la dama oscura se derrumba finalmente
con la admisión de que era una ficción de la invención del poeta. Las “descrip-
ciones” de Jeanne Duval como una mujer de color se convierten entonces en
una evidencia adicional de la potencia del tropo colonial de la dama oscura, la
connivencia entre el poeta y sus biógrafos para difundir una identidad fantás-
tica para esta persona histórica indefinible de cuyo nombre no podemos estar
seguros, cuyos orígenes y final no podemos descubrir, cuya experiencia es tan
vacía como los ojos que Manet creó para ella.
Tras la retrospectiva de Manet de 1983, Jean Adhémar rechazó por com-
pleto la identificación de este cuadro con Jeanne Duval52. Para Adhémar, y
también para mí, las fechas no encajan, y el que Manet pintase tal imagen de
la compañera durante tanto tiempo de Baudelaire a principios de la década de
1860 no tiene sentido. De este modo, Adhémar propone que el título es correc-
to; La amante de Baudelaire. Pero la mujer que debería lucir ese título ha sido
identificada erróneamente. En vez de esta, el retrato tiene dos candidatas: Ber-
the o una mujer llamada Adèle, mencionada en tres ocasiones en los cuadernos
de notas del poeta y también nombrada por Manet en una carta a Baudelaire:
“Je n’ai pas effacé l’esquisse d’Adèle”53. En 1994-1995, Henri Loyrette mantiene
la duda radical sobre la conexión del cuadro con Jeanne Duval pero todavía lo
fecha en 1863-1864 y afirma que debe verse como una obra emparentada con
Olympia por varios motivos estructurales: la cortesana difusa envuelta en sus
atavíos, con ojos semejantes a pozos ensombrecidos54.
Sugiero otra táctica que atañe al efecto y la importancia históricos de las
ficciones sobre Jeanne Duval como una de las tres mujeres cuyos caminos que
se cruzan en el campo de la representación moderna ayudan a exponer las es-
358 Diferenciando el Canon

tructuras orientalista y africanista en las que lo femenino se representa en esta


articulación histórica particular de la cultura patriarcal moderna. Como sugiere
Christopher Miller, nada de esto tiene nada que ver con la actualidad histórica
en primer lugar y, en segundo lugar, no se relaciona en absoluto con ninguna
persona histórica que pudo haber vivido con Baudelaire o pisado los escenarios
bajo cualquier nombre en el París de la década de 1840.
El título La amante de Baudelaire no es el indicador decodificable de una iden-
tidad prometida, Berthe, Adèle o Jeanne; es un espacio en el texto de una cultura
moderna masculinista en la que florece una fantasía orientalista, africanista, que
circulaba entre Baudelaire y Manet y sus contemporáneos, y después hacia sus
biógrafos y los historiadores del arte del siglo xx. Precisamente debido a esta im-
posibilidad radical de conocer a su ocupante, el cuadro (Ilustración 9.5), tal como
lo he situado en el circuito que pasa a través de él hacia Berthe en un extremo y hacia
Laure en el otro, es parte del tropo de la dama oscura y la mujer de blanco: donde
la diferencia sexual y cultural crean una representación moderna.
De modo que estoy tratando con la ficción que el nombre “Jeanne Duval”
representa en la historiografía moderna, apuntando un foco feminista sobre
los discursos en los que “ella” es invocada. Pero esto no es del todo correcto.
Importa. Jeanne Duval —por muy figura fantasmal que sea— fue el soporte de
esas fantasías desfiguradoras y debo probarla al menos, por una interpretación
histérica, sin sensación alguna de la posibilidad de conocer con certeza a ningu-
na Jeanne Duval. Contra el silencio establecido y el borrado de una mujer debo
afirmar mi deseo feminista de encontrar alguna manera de delinear su espacio
y experiencia históricos, incluso si esto solo puede conseguirse a través de la
denuncia de los discursos que la recuestan, silenciosa y doliente, en un diván.
¿Qué hay de la evidencia verbal y visual? Una presunta imagen de nuestro
sujeto es visible solo a través del difuminado de la pintura superpuesta que
emborrona la figura que se dice que representa a la compañera de Baudelaire en
El taller de Gustave Courbet (Ilustración 9.10). El cuadro de Courbet, finali-
zado en 1855, incluye un retrato del poeta Baudelaire que el artista ha pintado
en 1847, cinco años antes de que Baudelaire conociese a Jeanne Duval, según
Nadar. Tras la cabeza del poeta se alza la figura identificada como Jeanne Duval:
una mujer negra en un cuadro cuya sección central incluye de forma destacada
una mujer europea desnuda. El borrado de la primera sugiere el continuo “pro-
blema” de la presencia de una mujer “negra” en este intento de alegoría de la
vida moderna: precisamente el tema artístico, político e intelectual que Manet
retomaría en sus cuadros de Laure y Jeanne en 1862. Esta figura recuperada es
Parte IV. ¿Quién es el otro? 359

Ilustración. 9.10. Detalle de Gustave


Courbet (1819-1877), El taller del pintor,
1855, óleo sobre lienzo, 359 × 598 cm.
París, Musée du Louvre

de importancia inmensa en la historia del arte debido a que nos proporciona


otro nivel de referencia para la Olympia de Manet: la conjunción de Courbet
de la mujer blanca desnuda y la mujer negra, representada aquí en asociación
con la cultura y el arte, y por lo tanto como algo más que un mero “personaje
de relleno” (criada) o estereotipo (odalisca). Hay cierta violencia inherente en
el hecho de pintarla, un gesto realizado de forma vicaria por el pintor presun-
tamente a petición del poeta en 1855.
El propio Baudelaire realizó varios dibujos no fechados de Jeanne Duval
(Ilustración 9.11). Pero Auguste Poulet-Massis fechó uno en 1858-1860 y el
otro el 27 de febrero de 1865, basándose en lo que Claude Pichois denomina
360 Diferenciando el Canon

“un retrato-recuerdo”. ¿Constituyen la prueba de una aparición, y una imagen


corpórea con la cual imaginar una personalidad, o se trata de una más de las
transformaciones sufridas por esta mujer?
Félix Tournachon, alias Nadar, amigo y biógrafo de Baudelaire, conoció a
Jeanne Duval a finales de la década de 1830 y creó este “retrato” en palabras:

En la indumentaria consagrada de una doncella de salón, el pequeño delantal


blanco y el sombrero con cintas ondulantes, una chica [fille] alta, demasiado
alta (...) es ya algo que despierta sorpresa. Pero eso no era nada; esta doncella
de salón de tamaño exagerado era una negra, una negra auténtica y genuina,
o como mínimo e incontestablemente una mulata; los polvos blancos que se
compran en paquetes jamás conseguirían aclarar los tonos cobrizos de la cara,
el cuello, las manos. Pero la criatura era sin embargo hermosa, de una belleza
especial sobre la que Fidias no investigaría. (...) Bajo la proliferación de rizos
de su cabellera del color de la tinta negra, sus ojos, enormes como platos, eran
incluso más oscuros; la nariz era delicada, con aletas y narinas esculpidas con
delicadeza exquisita; una boca egipcia a pesar de que provenía de las Antillas.
(...) Y todo ello serio, orgulloso e incluso un poco desdeñoso. Desde la cintura,
la figura era alta, ondulante como una serpiente de hierba, y particularmente
notable por el desarrollo exuberante e incomparable de los pectorales, y esta
exorbitancia no carente de gracia daba al conjunto el atractivo oscilante de una
rama cargada con demasiados frutos. Nada desmañada, y sin rastros ni indicios
de un carácter simiesco que traicione y persiga la sangre de Cam hasta el final
de las generaciones55.

Lo escrito por Nadar, uno de los textos originarios del mito de Jeanne Duval,
está muy cargado del discurso africanista, e imagina para nosotros un cuer-
po que elude constantemente su humanidad, irrepresentable por el artista
griego Fidias, es decir, inasimilable para los ideales griegos del narcisismo
occidental, hasta el punto de que se ve obligado a tomar prestadas partes de
la seductora de Eva, la serpiente, y también del árbol del conocimiento del
bien y del mal, es decir, la sexualidad misma, mientras que la referencia a la
identidad africana llega vía el linaje maldito de Cam, que se desliza fuera de
un marco humano.
Muchos escritores señalaron racialmente a Jeanne. Théodore de Banville la
llama “fille du couleur” (1882), mientras que en sus Lettres chimériques (1885)
escribió que “Jeanne no era negra en absoluto; de hecho era blanca”. Continúa:
Parte IV. ¿Quién es el otro? 361

Ilustración. 9.11. Charles Baudelaire, Jeanne Duval, 1865, pluma y tinta sobre
papel, dimensiones desconocidas. Fotografía: Claude Pichois

Sin duda era una chica de color; los criollos, que saben de estas cosas, confir-
maron esto inequívocamente, a tenor de la pálida línea blanca en las uñas que
nada puede ocultar y que es una señal distintiva; por último, tiene la esbeltez,
los gestos ágiles, la gracia indolente y seductora de los de sangre mezclada; pero
no era lustrosa, no como el ébano ni como la seda negra. El poeta la amó veinte
años; siempre la amó56.

En los estudios baudelaireanos se hace referencia a Jeanne Duval de formas con-


tradictorias. Jeanne ha sido llamada négresse, mulâtresse y créole (negra, mulata y
362 Diferenciando el Canon

criolla). Nadar, a quien debemos la historia original del encuentro con Baude-
laire, la presenta como négresse, pero rápidamente lo matiza y la llama mulâtresse
antes de recorrer su cara y su cuerpo con los análisis pseudoantropológicos de
la racialización: una belleza que no atraería a Fidias, compuesta de rizos de pelo
negro semejantes al pelo de Medusa, grandes ojos negros, labios llenos y pechos
que amenazan con desequilibrar al cuerpo como frutos pesados en un árbol de-
masiado fértil. Mulâtresse no es un término geográfico, pero sí racializa; la palabra
deriva del español mulato, que a su vez proviene de la palabra mula, un cruce
entre caballo y burro. Esto representa el concepto del cruce de especies y, cada
vez que se usa esta palabra, adjudica de inmediato una sensación de hibridación
en una persona, cuyos padres pueden proceder de diferentes partes del mundo y
diferentes culturas, pero que, salvo para la más racista de las imaginaciones, no se
pueden considerar como de especies diferentes, al contrario de lo que sucede con
el caballo y el burro. Ser llamado créole significa simplemente haber nacido en
las colonias. Sin embargo, el término registra la ansiedad ocasionada por el con-
tacto con un “otro lugar” no europeo. No puede sino sugerir la transformación
del punto de origen cultural —Francia— por su transposición al nuevo terreno
colonial y a las nuevas relaciones sociales de raza que determinan su carácter espe-
cífico. Tanto los europeos como los africanos se convierten en créole, cambiados
por su mutua coexistencia, el intercambio cultural y el conflicto. El término se
usa con gente de todos los antecedentes, pero siempre implica una alteridad in-
herente o adquirida respecto a Europa.
Jeanne Duval no figura como el campo de “oscuridad vacía” del africanismo
pleno sino como una hibridación que ofende constantemente. No puede ser fi-
jada o situada firmemente “en otro lugar” y, aun así, estos escritores quieren de
algún modo que encarne los símbolos sensuales vivientes de una alteridad exó-
tica. En esto podemos rastrear el lastre inconsciente del tropo creado y deseado
colonialmente de la dama oscura que Cleo McNelly ha demostrado que recorre
el discurso occidental desde el Renacimiento hasta la antropología social con-
temporánea. La mujer blanca, en su casa, madre, hija, esposa, es un símbolo de
estabilidad, contención y del “hogar” intemporal del Yo masculino occidental.
Por contraste, McNelly afirma que la dama oscura es “sexual, salvaje y eterna-
mente otra”. Pero también está dividida internamente. En el mejor de los casos
es la “mujer natural”: sensual, dignificada y fértil, una fantasía benigna de la Na-
turaleza generosa y exuberante en contraste con las formalidades disciplinadas de
la cultura blanca representadas por la “dama blanca” —la dama de blanco— en
su hogar. En el peor de los casos, la dama oscura es sin embargo “una bruja que
Parte IV. ¿Quién es el otro? 363

representa la pérdida del yo, la pérdida de la consciencia y la pérdida del signifi-


cado”57. Una de las versiones más imponentes y racistas de este tema es posterior
a Baudelaire. Aparece en 1902 en la novela de Joseph Conrad El corazón de las
tinieblas, en la que el autor imagina de este modo a la acompañante africana del
“criollizado” comerciante Kurtz:

(...) a lo largo de la orilla iluminada avanzaba la forma salvaje y magnífica de una


mujer. Caminaba con pasos cortos, se cubría con telas a rayas, pisaba el suelo
con orgullo, con un ligero tañido y destellos de sus adornos bárbaros. (...) Era
feroz y soberbia, de mirada salvaje y magnífica. (...) Su cara tenía una expresión
trágica y feroz de pesar salvaje y dolor apagado mezclados con el miedo a algún
conflicto sin resolver del todo. (...) Se fue alejando lentamente, caminando a lo
largo de la orilla, y desapareció entre la espesura de la izquierda. Solo sus ojos
brillaron en nuestra dirección en la penumbra de los arbustos58.

En su incisiva crítica de este párrafo de la novela imperialista de Conrad,


Chinua Achebe insiste en el contraste entre la “apertura de la expresión huma-
na en una [la dama blanca] y la reserva de la otra [la mujer negra]”. En la novela
de Conrad, la prometida que espera el regreso de Kurtz se representa con una
delicadeza de emoción y sensibilidad que se deniega totalmente a este otro ser
fantástico, casi inhumano. La dama oscura carece de lenguaje e incluso su porte
orgulloso se representa solo en términos de una bestia magnífica pero salvaje. El
tema de la animalización nunca está muy lejos59.
El amigo de Baudelaire y compañero poeta Théodore de Banville —que
tanto alabó la modernité de Reposo— proporciona la “descripción” de Jeanne
Duval: “Una joven de color, muy alta, que porta su cabeza castaña, orgullo-
sa e ingeniosa, con dignidad. Su cabeza está coronada con un pelo de rizos
extremadamente apretados. Su porte es regio, lleno de gracia salvaje, y tiene
algo de divino y algo de bestial”60. Este es otro comentario realizado por
Ernest Prarond: “Aquí (...) mi retrato de Jeanne, mulata, no muy oscura, no
muy hermosa, de pelo negro rizado, el pecho bastante plano [compárese con
la descripción opuesta de Nadar de una mujer de busto generoso], bastan-
te alta, que camina con torpeza”. Y otro más de Jules Buisson: “Tiene ojos
brillantes, un tono de piel amarillento y apagado, labios rojos, cabello abun-
dante ondulado hasta su extremo. Encuentro su tipo en una cabeza que veo
a menudo en los aguafuertes de Tiépolo”. Y otro de Gonzague de Reynold:
“Una masa de cabello esplendoroso es la única belleza de este animal estúpido
364 Diferenciando el Canon

y perverso”. Mauclair afirma que los dibujos de Jeanne de Baudelaire (Ilus-


tración 9.11) dan

la impresión de una fuerza bestial apasionada. (...) Ojos negros, (...) pelo oscuro,
desaliñado, rizado, una auténtica melena de león; su nariz es casi recta, labios
gruesos, carnosos, lascivos; sus pechos firmes y erguidos en un tórax estrecho,
una cintura fina y flexible que contrasta con los muslos extremadamente cur-
vados. El auténtico cuerpo de una prostituta salvaje e insaciable, un animal de
lujuria que ha conocido todo, se ha atrevido a todo, coronado con un rostro
indolente y engañoso. ¿Ingenio? Ninguno. ¿Corazón? Ninguno. Voilà la criatura
que ha atrapado al dandy poeta61.

Por último, Reynold de nuevo: “Ella seguirá siendo hasta el final el vampiro de
la existencia de él. Ella es su vampiro material y moralmente”62.
En esta literatura, una mujer de ascendencia posiblemente mixta —la crítica
postcolonial contemporánea Gayatri Spivak llama afroeuropea a Jeanne Duval—
es representada míticamente con toda la complacencia cruel de un racismo in-
cuestionado, combinado con una misoginia virulenta y articulado por ella. La
imaginada negritud que se proyecta precariamente en ella mediante el recitado de
terminologías racistas está tan relacionada con la sexualidad como con la geogra-
fía, con su origen. No tenemos forma de saber cómo era —ni sería cosa nuestra
juzgarla si la tuviéramos—, pero debe existir alguna forma de distanciarnos de
lo que pasa por conocimiento. Debemos nombrar los tropos y, si somos blancas
y europeas, debemos bajar la cabeza avergonzadas por este lenguaje de nuestra
elevada cultura que ha coloreado, bestializado, estupidizado y odiado a Jeanne
Duval, alineándola con las imágenes claves de la noche y la muerte, en base a una
negritud imaginaria: la prostituta y la vampira. La imagen de la vampira contiene
la idea de una mujer alimentándose de la sangre de un hombre63, mientras que
otro tropo, la esclavización sexual, también se usa al hablar de la pasión de Bau-
delaire por Jeanne Duval, invirtiendo la atrocidad histórica de la esclavitud que
puede haber sido parte de la historia familiar de Jeanne.
En su reseña moderada de Olympia de Manet, Theodore Reff trae a colación
todo esto en el corazón de la historia del arte moderno.

Baudelaire tenía una fuente de inspiración cerca de casa, la mulata Jeanne Du-
val, que fue su amante y genio malvado durante muchos años y el sujeto de un
ciclo de poemas dedicados a “la Vénus noire” (...) Es quizá significativo, por el
Parte IV. ¿Quién es el otro? 365

contraste visual y social entre las dos mujeres de Olympia y por sus orígenes en
una imagen de Venus, que el otro ciclo destacado de poemas de amor en Las
flores del mal esté dedicado a “la Vénus blanche”, la famosa cortesana Apollonie
Sabatier, que también fue brevemente su amante pero ante todo su amiga íntima
y musa. (...) Fue hacia Jeanne Duval hacia quien se vio atraído más fatalmente
(...) a quien Manet retrató a petición suya, reclinada en un diván de una forma
parecida a Olympia, un año antes de que esta última fuera pintada. Aquí (...) la
femme fatale reclinada y su criada negra están combinadas en una única figura.
En este papel, la negra meramente hace explícito lo que ya estaba implícito en
su papel subordinado, una sensualidad cuyo exotismo refuerza sutilmente el de
la imagen en conjunto64. [Las cursivas de énfasis son mías]

la venus negra

“Venus negra” es el título de un cuento feminista de la fallecida Angela Carter,


que ofrece su propio contrarretrato de Jeanne. Tres elementos de la historia son
importantes aquí. Angela Carter escribe un relato desde el punto de vista de
Jeanne Duval. Mirando a través de la escena imaginaria evocada verbalmente,
convierte el silencio de la mujer en una señal que se puede leer; imagina un
discurso y una experiencia para la mujer; se identifica con ella contra la norma
fálica y patriarcal de los intercambios entre los hombres sobre el cuerpo silen-
ciado y borrado de la mujer.

La manzana de su apestoso Edén, ella, esta desamparada Eva, mordió, y fue de


inmediato transportada aquí, como en un sueño; y aun así ella es una tabula
rasa, inmóvil. Ella nunca experimenta su experiencia como experiencia, la vida
nunca añadió a la suma de su conocimiento, más bien sustrajo de este. Si em-
piezas con nada, te quitarán incluso eso. El Buen Libro lo dice.
De hecho, creo que ella nunca se molestó en morder ninguna manzana en ab-
soluto. No habría sabido para qué era el conocimiento, ¿verdad? Ella no estaba
en un estado de inocencia ni en un estado de gracia. Te diré cómo era Jeanne.
Era como un piano en un país donde le han cortado las manos a todo el mundo65.

Leída tras la proyección de la película de Jane Campion El piano (1993), esta imagen
final es estremecedora. Es una imagen de la persona desplazada que es obligada a vi-
vir en un lugar donde nada sobre ella suma lo suficiente para proporcionar el espejo
366 Diferenciando el Canon

en que una identidad puede ser vivida, ampliada, experimentada y transformada.


Como el instrumento del cual se puede extraer sonido como belleza —la música—,
ella está abandonada sin nadie más que pueda sonsacar el sonido de su ser, las escalas
de sus emociones, el drama de su imaginación, el ritmo de su historia.
Así, Angela Carter sigue el rastro de Jeanne Duval, alias Prosper de Lemer, naci-
da en Mauricio, o en Santo Domingo, quizá en Martinica, o incluso en Nantes, a
través de su cohabitación mal emparejada con un poeta exquisito pero sexualmente
confuso, cuyo obsequio principal para ella fue su sífilis. Angela Carter comenta que
“es esencial para su conexión” que, mientras que ella se pone “la vestimenta privada
de su desnudez”, él debe conservar su indumentaria pública: “En Almuerzo sobre la
hierba hay más de lo que se ve a simple vista (Manet es otro amigo de él). El hom-
bre hace y está vestido para hacer. La mujer está; y por lo tanto está completamente
vestida sin ropajes en absoluto, su piel es propiedad común”66.
El tercer elemento que quiero delinear aquí es la “repetición con un desplaza-
miento” que realiza Angela Carter sobre el legendario pero desconocido final de
Jeanne Duval67. Pero no hay información de dónde y cuándo murió. Jeanne Duval
termina de este modo en la biografía de Baudelaire escrita por Enid Starkie: “Se
dice que Nadar fue la última persona que la vio a lo lejos, en 1870, arrastrándose
dolorosamente con un par de muletas”68. Esta es la versión de Angela Carter: “Na-
dar dice que vio a Jeanne tambaleándose sobre unas muletas por la calle, hacia la ta-
berna; había perdido los dientes, tenía un paño atado en torno a la cabeza pero aún
se podía distinguir que los dientes se le habían caído. Su rostro habría aterrorizado a
los niños pequeños. No se detuvo a hablar con ella”69. Angela Carter, sin embargo,
no procede a eliminarla. Se imagina una vida después de Baudelaire, visualizando
a Jeanne a bordo de un barco de camino a Martinica, con dientes postizos, una
peluca y un hermano que había aparecido en París en 1861. “En un nuevo vestido
negro de tusor, su rostro un tanto estragado pero reparado con cuidado oculto en
parte por un velo favorecedor, se aleja de Europa en un vapor con destino al Caribe
como una viuda respetable, y aún no tiene cincuenta años”70. Hermano y hermana
adquieren una propiedad, y entonces tiene lugar el deslizamiento de Carter, que es
parte de un giro poético. Madame Duval se convierte en una madame. La imagen
de la prostitución no se puede contener. Continua dispensando —aquí está la iro-
nía feminista— “a los más privilegiados de la administración colonial, a un precio
no excesivo, la verdadera, la auténtica, la real sífilis baudelaireana”71.
Así, incluso aquí, Jeanne aparece mezclada con la prostitución; de manera inelu-
dible nos deslizamos de vuelta a lo que había condensado el cuadro acompañante
del retrato que le hizo Manet: Olympia. Jeanne se reconfirma imaginativamente
Parte IV. ¿Quién es el otro? 367

Ilustración. 9.12. Fotografía de empleadas en la Maison del número 2 de la rue du Londres, ca. 1900. Esta imagen
sugiere que las mujeres de ascendencia africana trabajaban allí y se publicitaban como una de las atracciones de los
burdeles contemporáneos. París, colección privada

como el símbolo de la sexualidad exótica pero venal, una trabajadora sexual como
la que aparece en la fotografía de un burdel de París (Ilustración 9.12).

¿un retrato?

Se dice que Jeanne Duval aparece en dos obras de Manet, ambas fechadas en 1862
(Ilustraciones 9.5, 9.13), el período en que el artista se encontró por primera vez
a Laure, cuando estaba pintando el retrato de esta (Ilustración 9.15) y usándola
como modelo para pintar Olympia (Ilustración 9.17)72. El marco del lienzo lleva
la inscripción Maîtresse de Baudelaire Couchée, —escrita en lo que el archivista de
Manet, Adolphe Tabarant, considera que es la letra de Manet, pero que según Ad-
hémar es la de su viuda— aunque Tabarant titula el cuadro de forma consistente
como Retrato de Jeanne Duval, basándose en una identificación proporcionada por
la viuda del artista73. Tabarant lo describe así: “Jeanne está vestida completamente
de blanco, sentada, con las piernas estiradas, a la derecha de una especie de sofá. Su
cabeza se extiende más allá del respaldo. Un rostro criollo [visage de créole], seco,
368 Diferenciando el Canon

duro, en el que los ojos se convierten en oscuras cavernas de negrura; lleva la cabeza
descubierta, los mechones rectos del pelo le cuelgan a cada lado de los hombros”74.
Tabarant insiste en la fecha de 1862, de modo que el cuadro debió de estar en el
estudio al mismo tiempo que estaba trabajando en Olympia. Pero no puede haber
mucha distancia entre Laure, tal como aparece en el espacio ficticio del dormito-
rio de una cortesana barata, y Jeanne tal como se la representa en los “retratos” de
Manet. Uno es parte del mythos orientalista incluso aunque ella está acostumbrada
a negarlo; el otro pertenece a una serie de pinturas de Manet que solo puedo eti-
quetar como “mujeres de blanco”75. Estas son principalmente escenas de espacios
íntimos, espacios domésticos, que representan a mujeres de la propia clase y círculo
social de Manet. Todo en este cuadro lo sitúa simplemente como la obra iniciadora
de esta sucesión que muestra la fascinación de Manet con la modernité de “mujer
de blanco”, una serie en la que esposas y amigas son las modelos. La mujer en este
cuadro lleva un vestido de diario de muselina con miriñaques a la moda de la época.
En el cuello luce un crucifijo y una gargantilla, y sostiene un abanico. En esta obra
tenemos un retrato de una mujer francesa católica contemporánea.
En el eje biográfico, sin embargo, la existencia del cuadro La amante de Bau-
delaire y su estudio en acuarela son verdaderamente desconcertantes. Jeanne
Duval y Baudelaire se habían separado en febrero de 1861 y nunca volvieron a
reunirse, a excepción de una breve visita que Jeanne hizo a Baudelaire en mar-
zo de aquel año, cuando, según Enid Starkie, “se arrastró débilmente hacia él
para conseguir ayuda, pues acababa de dejar el hospital, el hospital de caridad,
ya que no había tenido dinero desde que él se marchó”76. Starkie completa su
historia de Jeanne Duval en este punto con el siguiente resumen:

De nuevo estaba de vuelta en la vida de Baudelaire, pero no había más esperanza


para ella; drogas, bebida, enfermedad, parálisis, habían causado la destrucción
de su mente y su cuerpo; le daba igual hasta qué profundidades debía hundirse
para obtener dinero con que satisfacer sus apetitos. Sentía cierto afecto hacia
Baudelaire y una punzada de conciencia cuando él estaba cerca, pero las drogas
y la bebida habían causado tal destrozo incluso en los mejores sentimientos que
llegaba a olvidar toda decencia cuando necesitaba dinero77.

La referencia constante en los textos de este período sobre Jeanne Duval, por
lo tanto, es que era una mujer prematuramente envejecida, enferma e inválida
que más o menos desapareció de la vida de Baudelaire en este punto.
¿Es el cuadro una prueba de lo contrario? ¿Es posible, o incluso probable,
Parte IV. ¿Quién es el otro? 369

que ella haya estado en el estudio de Manet en 1862 o incluso en 1864? ¿Por
qué Manet planeó y ejecutó esta pintura en esta fecha? ¿La fecha es incorrecta?
¿Jeanne Duval trabajó de modelo para Manet independientemente de que este
tuviera relación con Baudelaire? ¿Fue otra “mujer negra” objeto de estudio,
además de Laure? ¿O es que el cuadro de una mujer francesa moderna con un
crucifijo al cuello sugiere que ella no posó para Manet como “la dama oscura”?
¿Hay alguna diferencia entre “la dama oscura” y la mujer negra, la “négresse”? La
literatura de la historia del arte no afronta ninguna de estas preguntas. En vez
de ello, tenemos esta especie de comentario —de Françoise Cachin, quien tan-
to admiraba Reposo— sobre un cuadro conocido por su etiquetado en estudio
en 1884 como La amante de Baudelaire:

El retrato es extraño; aquí, la acusación de fealdad arrojada sobre las modelos de


Manet por sus contemporáneos, tan sorprendente para nosotros en la actualidad
cuando describe a mujeres como Victorine Meurend o Berthe Morisot, está
justificada por una vez. La imagen es terriblemente descarnada, y uno se puede
imaginar la reacción de Baudelaire a esta descripción devastadora de un rostro
que una vez amó apasionadamente, ahora enfermizo, endurecido y amargado78.

La información biográfica mitificada se interpreta en el cuadro como una for-


ma de explicar la apariencia de este. ¿Tiene justificación Françoise Cachin para
ver este cuadro como el registro de una cara, como una imagen reveladora?
Permitidme que cite unas cuantas respuestas más ante una pintura que Manet
consideró adecuada para exhibir en 1865 en la Galerie Martinet pero nunca
para mostrarla en su estudio. Cachin cita a Jacques-Émile Blanche en 1924:
“La obra maestra queda fuera de la vista, (...) una máscara, extraña y exótica,
y ‘funesta’, un cuerpo demacrado, perdido entre los pliegues de una inmensa
falda abombada color cafe au lait”79. Félix Fénéon vio el cuadro expuesto en la
galería de La Revue Indépendante en 1888 y escribió:

Ennoblecido con extrañeza y con recuerdos, otro lienzo muestra a la legendaria


amante de Baudelaire, la veleidosa y dolorosa créole Jeanne Duval. Ante una
ventana con cortinas blancas flotantes, se recuesta como un ídolo, como una
muñeca. Los versos de Baudelaire nos ofrecen un buen retrato:
Buena diversión, y amor, y todo lo que es animoso
burbujean en ti, viejo caldero; sí,
ya no eres joven, querida mía,
370 Diferenciando el Canon

ya no eres joven, y sin embargo


tus mudanzas nacidas de la locura
te han dado el lustre
de las cosas que se han desgastado demasiado
y a pesar de todo embelesan.
El rostro plano y moreno rechaza toda emoción, y a cada lado se arremolina la
implausible inmensidad de un vestido de verano con anchas franjas blancas y
violetas80.

Al conocer la identidad de la modelo, la figura en los cuadros se “ennegrece” a manos


de los escritores que recurren al tropo de la dama oscura. Ella es un ídolo y una mu-
ñeca, sin emociones, su rostro una máscara exótica y funesta. Todo esto contribuye al
aplomo total con el que Cachin califica el retrato como “feo”.

el cuadro

Es cierto que la pose es casual e íntima y que esta postura relajada puede asociarse
con la imaginería erótica. Como hemos visto en el caso de Reposo, recostarse en
un sofá evoca de inmediato matices orientalistas. Pero lo que tenemos aquí es
una reelaboración goyesca de la odalisca mediante el formato del retrato, lo que
transforma ambos conceptos y desplaza su potencialidad en la dirección de una
modernité específica. Al enfrentar dos tropos opuestos en un lienzo, los invita
a eliminarse entre ellos: la estrategia que Manet estaba explorando consisten-
temente a principios de la década de 1860, adoptando las convenciones de la
pintura occidental, una a una, para crear un espacio crítico para lo moderno
como una táctica de desolación formal: la “diferenciación”. Pero lo que sitúa
a este cuadro en un lugar aparte de los ensayos de Manet sobre el desnudo, la
escena orientalista, el retrato y demás, es lo que parece ser un fracaso poco ha-
bitual al pintar la cara y especialmente los ojos; los ojos de los que Nadar dijo
que eran grandes como platos.
El cuadro al óleo (Ilustración 9.5) y aún más la acuarela (Ilustración 9.13)
son extraños. En primer lugar, la cabeza de la mujer es notablemente pequeña en
proporción al cuerpo entero. Esta desproporción, aún más marcada en la acua-
rela, puede ser el efecto del amontonamiento de miriñaques, y parece aún más
perturbadora al compararla con el tamaño de la mano que se apoya en el respaldo
del diván. La boca es una línea delgada. La cara está dominada por los dos agu-
Parte IV. ¿Quién es el otro? 371

jeros negros (Ilustración 9.14) donde deberían estar los ojos. En cierto sentido,
lo que encontramos aquí es el equivalente pictórico de la “oscuridad vacía”. Un
examen cuidadoso del cuadro revela que el pintor ha marcado los ojos dentro de
esos dos parches negros. Estos ojos —la sede de la personalidad, lo que Baude-
laire, escribiendo sobre el retrato con un auténtico espíritu romántico, llamaría
las ventanas del alma; el lugar donde la expresión humana se representa formal-
mente— apenas están definidos. Manet como pintor es el maestro del toque. Era
bueno pintando ojos. Lo que hay aquí es una aberración.
Comparémoslo con la cara de la modelo en Mujer tendida con vestido espa-
ñol, ca. 1862 (Ilustración 9.6). Abreviado y firme, el toque pintado crea una
expresión llamativa y un retrato característico con economía y seguridad. Los
ojos son trazos de pintura negra, pero realizados de tal forma que el rastro de
la pincelada evoca las pestañas y el párpado. Este tipo de toque halsiano es,
sin embargo, poco habitual en Manet en esta fecha, debido a que los ojos son
muy importantes para él. Es su tamaño y efecto lo que proporciona a la obra
de Manet parte de su poder más deslumbrante. Pensemos en la mirada de la
mujer europea en Olympia y en Almuerzo sobre la hierba, y veremos que la

Ilustración. 9.13. Édouard Manet, La amante de Baudelaire en un diván, 1862, acuarela, 16,7 × 23,8 com. Bremen, Kunsthalle
372 Diferenciando el Canon

Ilustración. 9.14. Detalle de Manet, La amante de Baudelaire en un diván (Ilustración. 9.5).

importancia de la mirada y sus significantes, los ojos, son claramente un rasgo


de “Manet”, el autor. Manet es capaz de pintar ojos excepcionalmente bien, y
los pinta como un elemento clave en lo que consideramos que es el “Manet”
de principios de la década de 1860. En este cuadro, sin embargo, se echó atrás.
¿Por qué esa indeterminación en ese momento? ¿Por qué esa desatención? ¿Por
qué esa cara no encontró un equivalente pictórico de la persona que hizo de
modelo o de la fantasía que el amigo del artista había proyectado en ella?
Sospecho que Jeanne Duval nunca estuvo en el estudio y que esto no es un
retrato. El montaje entero es curiosamente inconsistente e indeciso. Manet es
siempre audaz al disponer a las figuras en el espacio, usando un gris velazqueño
para mostrar la solidez de las figuras. La cosa en la que se sienta ella es indeter-
minada: ¿qué forma tiene? ¿Dónde tiene puestos los pies? ¿Por qué se agarra al
respaldo? La inconcreción de este cuadro contrasta con la estructura detalladí-
sima, incluso hasta las patas, del diván en el que se reclina la figura de Mujer
tendida con vestido español (Ilustración 9.6). ¿Por qué se hincha la cortina, con
sus horribles decoraciones de encaje, y dónde está exactamente? ¿De dónde sale
Parte IV. ¿Quién es el otro? 373

el viento? ¿Es la extravagancia de los detalles el resultado de un experimento


fallido de Manet, que inventa una pintura basándose quizá en una visión fugaz
de Madame Duval en Neuilly en 1861? ¿O la única información que tenía para
trabajar provenía de una minúscula fotografía carte-de-visite que le había deja-
do el decadente poeta sifilítico junto a una petición de que pintara un retrato?
¿Podría explicar esto el profundo sombreado alrededor de los ojos —evocado
en la temprana fotografía de Berthe Morisot (Ilustración 9.3)— que de ese
modo nunca podría pintar? No podemos estar seguros. Pero los datos de que
disponemos y los que la historia del arte ha aceptado no se sostienen.
La ironía es que todo esto que se estaba intentando en este cuadro de una
mujer de blanco, representando aspectos de la modernidad en el vestido, la pose y
la actitud, solo alcanzó una resolución completa cuando Manet pintó a su amiga
y compañera artista, la europea burguesa Berthe Morisot, en Reposo (Ilustración
9.2). Cuando observamos el cuadro La amante de Baudelaire (Ilustración 9.5)
tras ver una serie de imágenes de Berthe, es imposible no preguntarse por qué la
presunta pintura de Jeanne está tan despojada de todas esas evocaciones comple-
jas de subjetividad y modernidad afectiva. ¿Por qué no representar eso en la mujer
que vivió con Baudelaire durante diecinueve años y que, como él, estaba marcada
por esas aflicciones definitivamente modernas, la sífilis compartida que al final la
discapacitó a ella y lo mató a él? ¿Y las experiencias compartidas del hachís y el
opio? ¿Y la bebida? ¿Por qué los signos del genio sufriente de Baudelaire y la base
agónica de una creatividad distintivamente moderna en ella no son más que los
síntomas de una bajeza endémica y una degradación hereditaria?
Los textos del siglo xx de historia del arte y biografía literaria que he tenido
que leer son tan zafios como cualquiera de los discursos de los siglos xviii y xix
que asumen que el color de la piel hace a alguien naturalmente susceptible a
los excesos sexuales y etílicos. Jeanne Duval sufrió, al igual que Fanon, lo que
este denominó en la cumbre del conflicto colonial francés de la década de 1950
“el esquema epidérmico racial”. Esto convirtió a la piel de Jeanne Duval, con
su leve residuo de melanina, en algo más que la frontera entre el interior y el
exterior, una simple superficie. La convirtió en la ubicación concentrada de la
única personalidad que le estaba permitido tener: bruja, vampiro, muñeca, ído-
lo, bestia. No hace falta decir que ninguna de estas cosas se considera humana.
Este retrato, visto a la vez en conjunción y en contraste total con el de Re-
poso —Berthe—, es el intento final de Manet sobre el tema, señalando que, de
tal guisa, Jeanne no es otra en absoluto y a la vez, en ese momento revelador
de incapacidad artística que son los ojos hundidos, se le expulsa de su hibri-
374 Diferenciando el Canon

dez histórica —su creativa combinación de la colisión terrible entre África y


Europa— y se la envía de vuelta a los peores excesos del discurso africanista:
la oscuridad vacía. En este punto, el color como pigmento —negro y blanco,
que era la herramienta de Manet y parte de su proyecto artístico— compone el
mítico binario donde la negrura se convierte en la sede de la nulidad, el vacío,
no inscrita y no inscribible.

LAURE

Si Jeanne nunca estuvo realmente en el estudio de Manet de la Rue Guyot en


1862, una mujer llamada Laure fue a posar para un estudio de retrato (Ilustración
9.15). Fue abocetada en un ensayo temprano para otra escena de modernidad
(Ilustración 9.16) y fue modelo para un importante lienzo del Salón (Ilustración
9.17). Si las representaciones de Jeanne y Berthe evocan la problemática de la raza
a través de un orientalismo subliminal, las de Laure son radicalmente diferen-
tes porque “ella” se convierte en una sede y señal de un proyecto desorientalista
y antiafricanista que fue temporalmente posible alrededor de 1862. La táctica
no se mantuvo ni en la obra posterior de Manet, como ya he argumentado,
ni en el orientalismo Salonnier y moderno que tomó una inspiración renova-
da de una mala interpretación de la pintura principal de Manet de 1863-1865.
Adolphe Tabarant, el archivero de Manet, cita el carnet (cuaderno de notas)
de 1862 de Édouard Manet, donde el artista había escrito: “Laure, très belle
négresse, Rue Vintimille 11, au 3e”81. Tabarant añade: “Esta dirección, ¿no va
uno a pensar que fue Baudelaire quien se la indicó?/quien se la dio?”. En la
mente de Tabarant, Jeanne conduce inevitablemente a Laure, “belle négresse”.
“Négresse” hace referencia a una categoría social en la historia europea que
parece ser meramente una observación física. Nègre, négresse en femenino, no
es en realidad noir en francés, es decir, negro, sino que deriva de la palabra por-
tuguesa negro. La distinción basada en las metafísicas políticas del color queda
velada en la oscuridad de un idioma extranjero, pero a pesar de todo preserva
lingüísticamente una genealogía histórica de colonización europea y relaciones
raciales. La investigación del uso de la palabra nègre en los diccionarios y enci-
clopedias franceses de los siglos xviii y xix revela que la palabra funciona fun-
damentalmente como un sinónimo de esclavo y, aunque hay discusiones aca-
loradas sobre las causas ambientales o raciales de las diferencias entre europeos
y africanos, el término mantuvo establecida una profunda disyunción entre los
Parte IV. ¿Quién es el otro? 375

Ilustración. 9.15. Édouard Manet, Retrato de


Laure, ca. 1863, óleo sobre lienzo, 59 × 49 cm.
Colección privada

Ilustración. 9.16. Édouard Manet, Niños en los


jardines de las Tullerías, 1862, óleo sobre lienzo,
38 × 46 cm. Providence, Rhode Island School
of Design Museum (adquisición del museo)
376 Diferenciando el Canon

Ilustración. 9.17. Édouard Manet, Olympia, 1863-1865, óleo sobre lienzo, 130,5 × 190 cm. París, Musée d’Orsay

así designados y su humanidad82. Llamar négresse a Laure, como también hace


Zola en su famoso comentario, es situarla en el lugar de un esclavo, una coin-
cidencia explicitada en la poesía sub-baudelaireana (y por lo tanto africanista
u orientalista irónica) de Zacharie Astruc, con la cual se enmarcó a Olympia
cuando se expuso en el Salón de 1865.
El adjetivo “hermosa” —belle négresse— trae a la mente la presencia de otra her-
mosa mujer negra que aparece en el canon bíblico. En el “Cantar de los cantares”,
que es parte tanto de la Biblia hebrea como de la cristiana, aparece esta línea muy
debatida: “Soy hermosa (...) negra”. En el hueco entre las dos palabras, diferentes
traducciones colocan la palabra “y” o la palabra “pero”. La Biblia Vulgata latina
de la iglesia católica y la Biblia del Rey Jacobo de la iglesia protestante anglicana
prefieren la opción “pero negra”; ambas están integradas en una teología del color
basada en la negrura del pecado y la blancura iluminadora de la salvación cristiana
que hará al pecador “blanco como la nieve”. Incluso en la combinatoria traducción
literal del hebreo como “negra y hermosa” subyace una división en potencia, pues la
conjunción implica que estas dos caras no son, en sí mismas, sinónimas83. Las dos
cualidades se mencionan una al lado de la otra, y añaden contenido una a la otra no
necesariamente como una asociación natural84.
Parte IV. ¿Quién es el otro? 377

Ilustración. 9.18. Fotograma de Imitación a la vida, 1959, película dirigida por Douglas Sirk. Fotografía: British Film Institute

Siguiendo los hilos que enlazan la coherencia mítica profundamente insertada


que atraviesa la cultura formal y la cultura popular, el colonialismo burgués tem-
prano y nuestro mundo contemporáneo, me atreveré a realizar una sorprendente
yuxtaposición visual con un fotograma de la película de Douglas Sirk Imitación a
la vida (1959), que invierte formalmente los términos de Olympia a los que refleja,
a la vez que perturba críticamente el borrado de la subjetividad femenina negra
(Ilustración 9.18). En Imitación a la vida aparecen dos mujeres, las dos viudas y con
una hija; una negra, Annie Johnson (Juanita Moore), y una blanca, Lora Meredith
(Lana Turner). Las dos mujeres se conocen cuando ambas están sin trabajo y sin
recursos85. Lora ofrece a Annie un hogar mientras intenta triunfar como actriz. Lo
consigue y se convierte en una importante estrella de Broadway. Annie permanece
como su criada y ama de llaves. En la escena aquí mostrada, Annie está murién-
dose. Al pedirle a Lora que lea las instrucciones para el funeral que se ha planeado,
menciona a varias personas con las que Lora deberá contactar. Lora se asombra de
que Annie tenga amigos —una vida más allá del espacio de Lora, en cuyos límites la
criada negra ocupa su necesario pero casi invisible lugar—, y el momento decisivo
378 Diferenciando el Canon

de la película se produce cuando presenta el funeral de Annie en una comunidad


negra, donde se sustenta el mundo de la fe de Annie, su vida social y su identidad
cultural, a la vez que permanece fuera de la imaginación de la mujer blanca que ha
remodelado su experiencia común como mujeres en la jerarquía donde la raza es
la clase. La escena final de la película comenta retrospectivamente, con una ironía
sangrante, la forma en que el mundo blanco incorpora y borra la subjetividad única
de una mujer negra. En la misma película, Annie Johnson se convierte en la repre-
sentante de todo lo que se le permite ser en la cultura blanca a la feminidad negra:
una sirvienta. Como un tipo genérico, la cariñosa criada negra, se le niega la com-
plejidad de carácter y los signos de individualidad que se articulan tan dramática-
mente en la película mediante la ambición de Lora de dejar su huella en el mundo
como una intérprete creativa. En el momento de su muerte, Annie le roba la escena
a Lora por un momento, para revelar la red de relaciones comunitarias y las formas
culturales espiritualmente enriquecidas que aseguran su humanidad y su identidad
social en constante oposición a la percepción ignorante de una sociedad blanca
ciega e indiferente, que solo se fija en ella en lo que se refiere a su servidumbre86.
Todo lo que apoya al sujeto biográfico en nuestra cultura está ausente en el
archivo en el que Laure está registrada momentáneamente: una pintura, un cua-
derno de notas y unos registros de alquiler. Debo preguntar, pues: ¿El cuadro
está en colusión con lo que Frantz Fanon denomina “una salpicadura de sangre
negra”, el coloreado de un sujeto que borra a la persona, o por el contrario existen
señales en el cuadro que podrían permitir que la figura para la cual una joven
llamada “Laure” hizo de modelo represente algo más que una oscuridad vacía, la
servidumbre o el estereotipo sexual de las sexualidades exóticas?87 ¿El cuadro es
crítico en relación a los recursos ideológicos que llegan a él con la carga de la larga
historia y las semióticas complejas del racismo occidental?

el cuadro

Nigra sum sed beata.

Los temas de la negritud y la belleza son centrales en la interpretación de este


cuadro. Al pintar se manipulan pigmentos coloreados. El color se relaciona
con la retórica del color y a la vez la deconstruye en una especie de literalismo
banal de los materiales necesarios para pintar. La manera en que los dos temas
combinan y desentonan es el tema de esta sección.
Parte IV. ¿Quién es el otro? 379

Los análisis actuales del cuadro Olympia (Ilustración 9.17) de Manet se han
dirigido contra uno de los textos casi contemporáneos publicado en enero de
1867 en su defensa por el novelista Émile Zola88. Zola descartó el clamor contra
el tema notorio del cuadro, la aparente exposición desvergonzada de la sexualidad
comercial moderna en una parodia de los ideales del arte elevado, señalando las
preocupaciones primariamente formales de la obra89. Zola, de hecho, estaba in-
ventando para el cuadro una versión de su propia estética naturalista: “El artista
ha trabajado de la misma forma que la Naturaleza”, escribió en medio de este
párrafo sobre Manet:

Digo “obra maestra” y no me retracto. Sostengo que este cuadro es la auténtica


carne y sangre del pintor (...) Aquí tenemos una de esas imágenes “un penique el
dibujo, dos peniques coloreada”, como dicen los humoristas profesionales. Olym-
pia, recostada en sábanas blancas de lino, aparece como una gran masa pálida con-
tra un fondo negro. En este fondo negro se ve la cabeza de una negra que sostiene
un ramo de flores, y ese famoso gato que tanto ha entretenido al público. A prime-
ra vista solo nos percatamos de dos tonos en la imagen: dos tonos que contrastan
con violencia. Además, todos los detalles han desaparecido. (...) La precisión de
la visión y la simplicidad de la ejecución han conseguido este milagro. El artista
ha trabajado de la misma forma que la Naturaleza, con grandes masas levemente
coloreadas, en grandes áreas de luz, y su trabajo tiene la apariencia ligeramente
tosca y austera de la propia Naturaleza. (...) Hay quienes han intentado encontrar
un significado filosófico en el cuadro; otros, más desenfadados, no han tenido in-
conveniente en adjuntarle un significado obsceno. ¡Atención!, les proclamo alto y
claro, cher Maitre [sic] que no eres en absoluto lo que creen, y una pintura es para
ti simplemente una excusa para realizar un ejercicio de análisis. Necesitabas una
mujer desnuda y has elegido a Olympia, la primera que ha aparecido. Necesitabas
unas cuantas manchas de color luminosas, así que añadiste un ramo de flores;
también necesitabas unas manchas oscuras, así que colocaste en una esquina una
negra y un gato. Qué suma todo esto... apenas lo sabes, no más que yo. Pero yo
sé que has tenido un éxito admirable haciendo el trabajo de un pintor, el trabajo
de un gran pintor; quiero decir que has reproducido enérgicamente en tu propio
idioma particular las verdades de la luz y la sombra y la realidad de objetos y criatu-
ras90. [Los énfasis son míos]

A pesar de haber suministrado solo indirectamente la base para una inter-


pretación formalista sobrerreductiva del cuadro durante el siglo xx, incluso la
380 Diferenciando el Canon

insistencia naturalista de Zola en ver el cuadro en términos de su construcción


pictórica a base de contrastes no carece de interés. Zola señala que el cuadro
trabaja mediante una distribución muy clara de claros y oscuros, de modo que
(en otra traducción) “a primera vista solo distingues dos tonos, dos tonos fuer-
tes enfrentados uno contra el otro”. Opino que este comentario, intencionada-
mente o no, registra oposiciones trópicas al nivel de un debate formal sobre los
contrastes tonales. Los significados retóricos que oponen el negro y el blanco, la
europea y la négresse, se absorben a través de esta vía de modo que la diferencia
no mencionada entre culturas e identidades se normaliza, factualmente, como
un asunto de contrastes de color estructurados pictóricamente. La oposición
entre dos tonos fuertes, oscuro y claro, uno negro (es decir, coloreado) y otro
pálido y desnudo (es decir, no referido como coloreado sino como blanco) será
modulado y también encarnado asimétricamente por las dos figuraciones de la
mujer —una desnuda y una negra— en el cuadro. Sus feminidades —particu-
larizadas culturalmente y por clase— son para la négresse sinónimo de esclava;
desaparecerán en lo que la oposición tonal nos permite y no nos permite pensar
sobre ellas mientras leemos el cuadro a través de la descripción verbal de Zola
como un sistema tonal.
Por otra parte, la aparente oposición se ha producido estructuralmente. El
significado de cada elemento, por lo tanto, depende de su relación con los
otros. En vez de existir aquí diferencia, es decir, opuestos o diversidad, lo que
hay es meramente différance. El significado se induce mediante el diferimiento
de cada término hacia otro en la cadena de significantes. Oscuridad y luz son
meros valores en un sistema único, cada uno dependiente del otro. De esa for-
ma podríamos tener que pensar que desnudo y negritud funcionan en oscilación
constante para producir el significado diferido de cada otro. Por lo tanto, no
puede ser meramente una cuestión de decir que, hasta ahora, la historia del arte
ha prestado atención a la mujer “blanca” e ignorado a su acompañante “negra”,
y que ahora reajustaremos ese desequilibrio y concentraremos la atención en
la mujer “negra”. Los significados generados por este cuadro están basados en
la relación entre todos sus elementos, y por lo tanto el desnudo se convierte
en una figura “blanca” opuesta a una racialmente sin etiquetar, debido a que
ahora nos damos cuenta de que también hay una mujer “negra” (uso este térmi-
no para interrumpir el circuito que sitúa négresse como gemelo de “desnuda”)
representada en el cuadro en una relación semántica crítica con el “desnudo
blanco”. Esta relación está significada de la única forma que un cuadro puede
significar: mediante las relaciones de color y las oposiciones tonales que colec-
Parte IV. ¿Quién es el otro? 381

tivamente confían unas en otras y confían en cada otra para mantener unido el
cuadro entero como un único campo visual, y por lo tanto semiótico.
La mujer, sin embargo, es “negra” solo porque el cuadro marca colorística-
mente la diferencia étnica y, sugiero, porque la sitúa no en el dominio ideoló-
gico de la fantasía sino en un presente histórico concreto. ¿Cómo puede hacer
esto? ¿La pintura realiza el movimiento a través de uno de sus principales re-
cursos semánticos, el color, o construye un sistema tonal, como sugiere Zola,
que en consecuencia aparece semióticamente para producir una oposición de
negro y blanco, que podría ser interpretada ideológicamente en términos de un
sistema racializado? Mi respuesta provisional es que el movimiento táctico del
cuadro es hacer que la oposición tonal funcione como color, liberando tempo-
ralmente sus significados de la camisa de fuerza racista.
En el cuadro hay pigmento negro y blanco de sobras. En primer lugar está la
sábana que cubre la cama en la que la mujer desnuda yace y se extiende desde un
lado del lienzo hasta el otro, formando una expansión casi ininterrumpida a lo
largo del borde inferior del cuadro. El efecto de tanto blanco es hacer que la parte
superior del lienzo —pintada para representar cortinas verdes, papel pintado flo-
reado en dorado y marrón y una puerta— se difumine en una oscuridad general
en la que uno tiene que esforzarse para distinguir el rango de los tonos que son
interrumpidos solo por la banda dorada que marca el borde del papel pintado.
Pero de ningún modo se puede llamar a esto un fondo “negro”, salvo si se asocia
el color con la oscuridad. Aunque se haga esto, la geografía de la habitación pier-
de su importancia debido al brillo luminoso e intenso del primer plano, que está
tan cercano que tenemos la impresión de poderlo tocar. Contra estas dos grandes
áreas de oposición luz/oscuridad se sitúan dos figuras y un gato. El gato es negro,
es decir, está pintado en una serie de pigmentos negros graduados. Contra el
verde de las cortinas, su espalda arqueada y su cola erguida y sinuosa son apenas
discernibles, y los ojos amarillos y la nariz brillante rompen la negrura para defi-
nir su cara. Las patas se posan en un pliegue de la colcha de seda sobre la que yace
la mujer desnuda, y sus pies emiten sombras oscuras y difusas91.
Teniendo en cuenta la escala tonal de la cama, el fondo y el gato, las mujeres
de la pintura no son ni una negra ni la otra blanca. Un marrón castaño oscuro
y una especie de rosa tostado con tintes amarillentos para la piel expuesta deben
bastar como una tosca definición de los colores en los que la mujer europea y la
afrocaribeña se construyen con pintura en el lienzo. Vestida en su desnudez —o
quizá desvestida desde la desnudez física hasta una desnudez de clase, como
afirmarían algunos— la mujer europea para la que hizo de modelo Victorine
382 Diferenciando el Canon

Meurend lleva algo de ropa después de todo: un par de elegantes chinelas azul
y dorado, de las que solo sigue puesta la del pie izquierdo; un brazalete dorado
en el brazo derecho, y una cinta negra atada en un lazo alrededor del cuello y
de la que cuelga una joya dorada en forma de lágrima que parece ir a juego con
los pendientes, aunque estos son probablemente esferas doradas. Por último,
lleva en el pelo, encajada sobre la oreja izquierda, una orquídea de un naranja
rosado. Este toque de color en la forma de una flor de invernadero representa la
morfología sexual que su mano protege inflexiblemente y a la vez la proclama,
mucho antes de que Georgia O’Keeffe nos hiciera pensar de forma sexual en las
flores o de que Judy Chicago explorase la poética visual de la sexualidad feme-
nina mediante una analogía floral formal. Quizá ellas recordaban la orquídea
de Victorine. Y, por supuesto, sujeta un gran chal de seda en la mano derecha.
Esto implica una posible narrativa. Puede haber cubierto a la mujer, y posible-
mente debemos suponer que hasta hace poco lo hacía, antes de ser retirado para
revelarla ante quienquiera que estuviese, pueda estar o esté en este momento en
el lugar que el cuadro construye al otro lado del marco inmediato como parte
necesaria de su propuesta semántica92.
La mujer afrocaribeña-francesa está vestida de una forma más consistente
(Ilustración 9.19). Sin embargo, lleva un vestido de estilo europeo que parece
demasiado grande para ella. Algunos han dicho que es un camisón, insinuan-
do una narrativa sexual que enlaza a las dos mujeres93. Yo sugiero que es un
vestido pasado de moda, de los primeros años del siglo, que ha pasado por los
mercados de ropa de segunda mano de París94. El vestido es de un color rosa
luminoso y lleva además una camisola interior blanca, de modo que la mujer
aparece necesariamente oscura contra esa gran extensión de colores claros. Si el
artista hubiera pintado su vestido con colores más sombríos, el contraste con la
piel no habría sido tan marcado, pero, por otro lado, la riqueza de la tonalidad
de su piel —el pintor dedica un momento de atención a la especificidad de los
tonos y matices— no habría sido tan intensa sin el fuerte contraste con el rosa.
Por otro lado, la frescura de ese rosa aporta a la piel de la mujer europea que
está al lado una cierta falta de fuerza, que solo los tonos azulados de las sombras
impiden que parezcan cadavéricos; es una asociación difícil de resistir si uno se
fija en el clamor de los críticos contemporáneos95.
La mujer afrocaribeña-francesa lleva un pañuelo cubriéndole el pelo96. Este
es un símbolo muy complejo e importante. Quiero suspender temporalmente
su referente social realizando un movimiento zolaesco para mantener la aten-
ción centrada en su estatus pictórico. El pañuelo tiene muchos colores, pero no
Parte IV. ¿Quién es el otro? 383

Ilustración. 9.19. Detalle de Manet, Olympia (Ilustración. 9.17)

excesivamente vivos. Un área de color demasiado grande o demasiado intensa


habría tenido un efecto desastroso en la estructura de un cuadro que trabaja con
la tensión entre un eje horizontal y uno vertical descentrado. Ya están pasando
visualmente muchas cosas en el lado derecho del cuadro: las chinelas, la parte
que cuelga del chal, el gato, el ramo de flores, la figura de pie en su luminoso
vestido rosa. Demasiada actividad en el cuarto superior derecho —un pañuelo
de pelo de colores vivos que compitiera con las flores, por ejemplo— distraería
de esta estructura focal dual que impulsa al cuadro fuera de la superficie del
lienzo y genera la inmediatez del espacio, rompiendo por tanto las convencio-
nes que analizó T. J. Clark manteniendo la representación de la sexualidad a
una distancia imaginaria del voyeurismo cortés97. Su idioma moderno depende
de que el pañuelo del pelo tenga tonos apagados.
Pero ningún color de ningún pañuelo rompería la precisión naturalista; no
precisión en un sentido realista banal, sino más bien lo que conjeturo o pro-
384 Diferenciando el Canon

yecto como la agudeza política de Manet al colocar en su cuadro a esta figura


así vestida. El pañuelo del pelo es un significante muy específico precisamente
por la combinación de estar en la cabeza de una mujer negra vestida con ropa
europea desechada y de su facticidad sobreentendida. Pintado de forma más
llamativa, se habría convertido en un signo de lo exótico demasiado poderoso.
Podría haber orientalizado el cuadro. Mi argumento —basado en la interpre-
tación histérica del detalle transformador— es que este cuadro es un trabajo
anti-orientalista o des-orientalista. La forma en que está pintado el pañuelo es
el signo que incluye este cuadro de un desnudo exhibido en el Salón en otra
escena estética, el orientalismo, pero a continuación lo posiciona críticamente,
diferenciando las políticas orientalistas de raza, colonialismo y sexualidad98.
Sin querer desplazar los argumentos existentes sobre cómo este cuadro debe
interpretarse en relación con las convenciones que perturba, con el fin de ar-
ticular una forma para aspectos de la sexualidad moderna, sugiero que se ha
tenido poco en cuenta un eje importante. Este eje está establecido por la figura
de “la otra mujer”, la mujer para la que “Laure” hizo de modelo como un
elemento crucial en la renegociación del cuadro de su propio contexto de pro-
ducción. Ignorar la relación del cuadro con el orientalismo significa ignorar la
modernidad de esta representación de una mujer negra como una mujer de cla-
se trabajadora en la metrópolis, una parisina negra, una mujer de los suburbios
negra. Produce una prostitucionalización implícita y acrítica de Laure median-
te la unión de la servidumbre y su escenario sexualizado. Significa mantener
la división artificial entre las obras celebradas canónicamente como los textos
fundadores del arte moderno, por ejemplo pinturas realizadas por “Manet y sus
seguidores”, y aquellas descartados por dicho canon como realismo académico
Salonnier al servicio de una fantasía colonial corrupta, por ejemplo las obras
de Gérôme y otros que pusieron de moda el tema orientalista en los Salones
del Segundo Imperio y la Tercera República (Ilustración 9.25). Al reconocer
en este cuadro la referencia a los textos orientalistas, se puede discernir otra
dimensión de su diferencia estratégica, diferenciando sus cánones actuales, se
llame o no arte moderno a ese movimiento. Pero el detalle principal es que nos
proporciona una forma de situar esta figura para la que posó Laure dentro de
la modernidad metropolitana, y no como oscuridad vacía (Zola) o un atributo
exótico de sexualidad venal (Gilman, Clark, Reff), que es el puesto que ocupa
en las historias del arte típicas.
Manet se encuentra por primera vez con la mujer llamada Laure mientras
esta trabaja como ama de cría en los Jardines de las Tullerías. Hay un cuadro,
Parte IV. ¿Quién es el otro? 385

Niños en los jardines de las Tullerías, fechado en ca. 1861-1862 (Ilustración


9.16). En el lado derecho del cuadro hay una mujer con un vestido rosa con el
cuello de bordado blanco. Se envuelve la cabeza con un pañuelo naranja rojizo.
Su cara no está pintada. Pero es “de color”. Es claramente una mujer de ascen-
dencia africana vestida con atuendo europeo contemporáneo y un pañuelo en
torno a la cabeza. Es un pañuelo grande, del color de la orquídea en Olympia,
y tiene los detalles característicos de los extremos anudados sobresaliendo de
la cabeza, lo que asegura de que no lo confundiremos con un turbante. Traba-
jando como niñera en un hogar enriquecido gracias a propiedades en las Indias
Occidentales y en otras colonias africanas, nacida libre o liberada desde 1848,
la fecha de la abolición de la esclavitud en los territorios franceses, esta figura
nos indica otra realidad social más allá del guión sexual de las criadas negras en
cuadros orientalistas o en residencias de cortesanas99. El color del vestido y del
pañuelo son una coincidencia demasiado grande para no insinuar que Manet
vio a esta mujer, la pintó como parte de una escena de sociabilidad moderna y
vida burguesa, y después vio en su prosaica presencia en un parque de París una
forma de ejecutar un movimiento en otro tropo artístico con el que en aquella
época tenía muchas dificultades: el desnudo100. Pero si Manet incorporó a esta
modelo en sus trabajos proyectados sobre el tema, ella, en virtud del hecho de
ser africana o afrocaribeña, aportaría un rango entero de referencias impuestas
sobre esa identidad por cuatro siglos de cultura occidental, con la que Manet
habría tenido que darse por satisfecho artísticamente. A pesar de su lugar en
la sociedad francesa como una niñera convertida temporalmente en modelo
del artista, su “color” remitiría a su pintura a los escenarios orientalistas de las
escenas de razas mixtas de la fantasía sexual occidental ampliamente extendida
en los grabados eróticos populares.
Sacar a una trabajadora afrocaribeña-francesa de su lugar en las relaciones
de clase entre las familias acomodadas de París en los jardines imperiales y
yuxtaponerla con una trabajadora parisina desnuda en una cama, no puede
sino despertar resonancias predeterminadas. Qué hizo Manet para realizar esta
posibilidad, teniendo en cuenta que decidió hacer ese desplazamiento y dejar a
Laure fuera de la escena de modernidad en la que estaba trabajando en 1861-
1862 (La música en las Tullerías, Londres, National Gallery) y pedirle que hi-
ciera de modelo en otra (Olympia) que trata a niveles diferentes con el archivo
de las representaciones occidentales de la heterosexualidad. Estas engloban a los
venecianos (Tiziano) y a los españoles (Goya) a través de la imaginería contem-
poránea popular francesa, que era a la vez lícita e ilícita, pintada, litografiada
386 Diferenciando el Canon

y, más recientemente, fotografiada. Manet tenía que adoptar una forma actual
de su articulación: el escenario orientalista de la sexualidad, donde la otredad
étnica y racial, cultural y geográfica, proporcionaba las condiciones necesarias
para la representación de las fantasías masculinas heterosexuales europeas sobre
la sexualidad femenina, debido a que la sexualidad femenina estaba siendo ima-
ginada a través de lo que la colonización y la explotación sociales y económicas
habían hecho posible imaginar que la gente blanca podía hacerle a otra gente
no occidental. El legado del colonialismo es que, mientras que la raza y el sexo
tienen determinaciones independientes, forman parte perpetuamente de una
economía mixta en la cual una es a menudo la escena o el símbolo de la otra. En
vez de colapsar los mitos racistas de la sexualidad femenina negra en la mujer
blanca prostitucionalizada y “salpicar” los dos cuerpos con su sexualización ab-
yecta, quiero interpretar a “la otra mujer” del cuadro como el punto que resiste
tal coloreado; el punto que puede perturbar el deseo del que son cómplices la
mayoría de las interpretaciones históricas del arte existentes sobre el cuadro.
Quiero inscribir dentro del canon de interpretación la posibilidad de un deseo
feminista por esa otredad de otra forma de interpretar el canon promoviendo
la diferencia que el cuadro de Manet intenta introducir en el campo de la re-
presentación y la sexualidad en 1863-1865.

el desnudo

Este cuadro ha sido analizado de forma predominante por los historiadores


del arte en relación con el discurso del desnudo (Kenneth Clark), la crisis del
desnudo en la pintura francesa de la década de 1860 (Farwell) y el punto de
intersección entre el desnudo (cómo la sexualidad consigue alguna representa-
ción en el arte) y un discurso históricamente preciso y clasista sobre la Mujer en
la década de 1860 (T. J. Clark)101. Estos marcos son perfectamente razonables
para el cuadro, pero son posibles solo gracias al borrado de la otra mujer, Laure.
Para T. J. Clark, la “criada negra” es un personaje de relleno102. Sin embar-
go, como ha argumentado desde entonces Homi Bhabha, el estereotipo es un
símbolo importante en el discurso colonial, precisamente porque parece crear
un estado fijo para la otredad que, a pesar de ello, se rompe constantemente.
Su “fracaso” deriva de lo que Homi Bhabha argumenta que es el carácter fe-
tichista del estereotipo, que oscila entre despreciar y celebrar la diferencia, y
por lo tanto el deseo103. La cualidad de relleno que Clark malinterpreta deriva
Parte IV. ¿Quién es el otro? 387

en consecuencia de relaciones que son tan materiales como las de clase, a la


vez que ayuda a mantenerlas. La servidumbre de la esclavitud fue absoluta-
mente una parte de la formación capitalista europea y de sus relaciones entre
clases en Gran Bretaña y en Francia, los dos países en cuyos repertorios artís-
ticos encontramos la presencia recurrente de la criada negra104. En 1666, los
mercaderes de esclavos partían de Nantes hacia Guinea y las Indias Occiden-
tales105. Los africanos se llevaban de vuelta a Europa para trabajar en los ho-
gares de sus propietarios y para aparecer en cuadros como parte de un com-
plejo ritual de exhibición de esas entidades burguesas emergentes y la riqueza
ostentosa que acumularon mediante la deshumanización de los africanos y
su trabajo esclavo en las plantaciones del Caribe. Como un género de repre-
sentación visual, el orientalismo, basado en una relación colonial incipiente y
más tarde violenta con el Norte de África islámico, combinó específicamente
la revisión ideológica de dos órdenes distintos de relaciones económicas. En
lo que llamamos escenas orientalistas, como la de Jean-Marc Nattier (1685-
1766) Madame Clermont: un cuadro representando un retrato de la fallecida
Mademoiselle Clermont, princesa de sangre real y superintendente del hogar de
la reina representada como una sultana que sale del baño ayudada por esclavas,
de 1733 (Ilustración 9.20), hay elementos orientalistas derivados de fantasías
sobre la segregación islámica de las mujeres, introducidos mediante la repre-
sentación de la mujer europea vestida de sultana, colocada como si estuviera
en una escena de intimidad oriental en un harén; inventada, ya que los hom-
bres europeos no estaban autorizados a entrar en los aposentos de las mujeres.
La falsa sultana se combina entonces con asistentes africanas, que funcionan
como un signo indicador de la esclavitud y la colonización basada en escla-
vos en el comercio triangular entre Europa, África y las Indias Occidentales/
América, aunque aparentemente se proyecte sobre la propia cultura islámica.
La presencia de las esclavas y las criadas es casi siempre oblicua. Sus gestos y
posiciones en la composición del cuadro y el esquema de color corresponden
a la invisibilidad social y el estatus marginal como personas reales con el esta-
tus ideológico —pero no económico— que se les ha dado dentro de las socie-
dades esclavistas106. Mademoiselle Clermont tiene seis ayudantes. Una, que
sostiene una toalla, lleva un turbante, y parece codificada como turca o árabe,
debido a que va elegantemente vestida de sultana. En los extremos de los
lados, y asomándose a través de una puerta en el fondo, hay figuras que pare-
cen ser africanas. La presión de la luminosidad central del cuadro, las piernas
desnudas de la princesa de sangre real, empuja a estas figuras hacia los már-
388 Diferenciando el Canon

Ilustración. 9.20. Jean-Marc Nattier (1685-1766), Mademoiselle de Clermont en el baño, 1733,


óleo sobre lienzo, 110 × 106 cm. Londres, The Wallace Collection

genes y hace que sea difícil interpretar sus caras debido a los duros contrastes
tonales que crea. Una cara sobrevive a este centrifugado de composiciones.
Es la cabeza de una joven africana. Con un pañuelo envolviéndole la cabeza
y un pesado pendiente con forma de lágrima colgando, mira con admiración
a la princesa “entronizada” mientras vacía la cuba de latón, creando una ten-
sión pictórica por la dirección de esa mirada, que además conspira para que
concentremos nuestra visión en el cuerpo blanco expuesto en el centro de la
imagen. Este cuadro pasó por las salas de subastas de París en 1858 y recibió
comentarios entusiastas en la prensa artística107. Quizá Manet lo conocía.
Parte IV. ¿Quién es el otro? 389

En los estudios especializados sobre el cuadro Olympia, se rastrean muchos


precedentes de imágenes de desnudos blancos reclinados; los más obvios son La
Venus de Urbino (ca. 1538, Florencia, Uffizi) de Tiziano, copiada por Manet ca.
1853, y La maja desnuda (1796, Madrid, Museo del Prado) de Goya. Este tipo
de genealogía pictórica sigue concentrando el foco en la mujer blanca desnuda
del cuadro, mientras todos los demás elementos son accesorios de esa exhibición
de/para la sexualidad europea. Existe, sin embargo, una diferencia importante
entre los dos posibles precedentes, Tiziano y Goya: la presencia de otra mujer. La
Venus de Urbino de Tiziano incluye lo que algunos historiadores del arte llaman
una criada “etíope” (¿quizá una cusita?, que es nigra sum sed/sic beata) arrodillada
ante el cassone (cofre matrimonial) del fondo. Pero esta no mira a la mujer blanca.
Semejante combinación de diosa del sexo europea y sirvienta africana tiene una
genealogía histórica larga pero explícita desde Venecia hasta el resto de Europa,
conforme cada país empieza a comerciar con las culturas islámicas y africanas de
África. Este emparejamiento forma el tropo más importante de la erótica orien-
talista del siglo xix, además de aparecer incluso en cuadros con temas que evocan
otra genealogía sorprendente, la de Judit y su criada Abra (Ilustración 9.21).
Al elegir esta combinación, el cuadro de Manet debe ser considerado como
una obra que participa o interviene en la longue durée del discurso y la represen-
tación orientalistas. Este es el motivo de que tantos precedentes de este cuadro
tengan temas titulados Odalisca, que era el vehículo central de la fantasía visual
orientalista incluso cuando la imaginería permanece consistentemente ambi-
gua sobre la etnicidad de la figura. El detalle principal es que la odalisca nunca
es negra: al igual que en la interpretación de Zola, por un lado está el desnudo
y por el otro la négresse, sinónimo de la esclava.
En su estudio detallado sobre las posibles fuentes del cuadro Olympia, Theodore
Reff cita también Odalisca con esclava, de Jean-Auguste-Dominique Ingres (1858,
París, Musée du Louvre) y Odalisca, de Delacroix, fechado en 1847, y en 1983,
Françoise Cachin ponía como ejemplos la Odalisca de Jean Jalabert de 1842 (Ilus-
tración 9.22) y una escena titulada Odalisca de François-Léon Benouville de 1844
que además incluye una asistente africana (Ilustración 9.23)108. El hecho de que los
cazadores de fuentes pictóricas se presenten con material orientalista no ha llevado
a hacer preguntas sobre el montaje orientalista de Olympia. Así, hay otro punto de
referencia, que en mi opinión es esencial, que permanece oculto: Mujeres de Argel
de Delacroix, de 1834 (Ilustración 9.24).
En este cuadro aparecen tres mujeres sentadas o reclinadas en una estancia gran-
de circundada por gruesos cortinajes. En el lado derecho del cuadro, la única figura
390 Diferenciando el Canon

Ilustración. 9.21. Paolo Veronese (ca.1528-1588), Judit con la cabeza de Holofernes, óleo sobre lienzo, 111 × 100,5 cm.
Viena, Kunsthistoriches Museum

de pie y activa es la de una mujer africana que parece estar saliendo de la habitación.
Como herramienta artística, parece relacionada con la figura de Nattier; está en un
extremo y su mirada actúa para enfocar la del espectador, aunque también atrae la
atención a su propia especificidad. En el cuadro de Delacroix, la criada africana se
gira para mirar atrás, con la mano levantada para apartar la cortina mientras sale de la
habitación. Esa mano es sin duda importante en la cadena de conexiones que estoy
Parte IV. ¿Quién es el otro? 391

Ilustración. 9.22. Jean Jalabert (1815-1900), Odalisca, 1842, óleo sobre lienzo, 85 × 120 cm.
Carcassonne, Musée de la Ville de Carcassonne

rastreando. La mujer africana está vestida, calzada con unas babuchas ligeras, y sus
joyas incluyen pendientes, brazaletes y anillos. El pañuelo de la cabeza está atado de
una forma distintiva. No es un turbante, aunque a primera vista lo pudiera parecer109.
Típicamente, esta figura sigue siendo empujada al borde del cuadro. De pie ante
la cortina no hay espacio en el que su figura pueda adquirir el tipo de resonancia
que envuelve a las otras tres mujeres, cuyos rasgos son igualmente étnicos —distin-
tos— en su representación. En contraste con la languidez o pasividad de aquellas,
el movimiento animado de la mujer africana, su contraposto barroco y el expresivo
gesto de la mano la convierten en un punto focal crítico en el lado derecho del cua-
dro. No se la representa aquí ni servil ni accesoria, está encarnada y es un objeto de
considerable atención por parte del pintor. Su verticalidad se opone pero equilibra
estructuralmente a la mujer reclinada que mira al espectador, curvando su cuerpo
para llenar la esquina opuesta del cuadro. Imaginemos este cuadro sin esta pareja
que interviene en él, tomemos prestada la flor, pensemos en pies parcialmente cal-
zados, prestemos atención a esa mano negra y... el fantasma del cuadro de Manet
adquiere forma preliminar.
392 Diferenciando el Canon

Ilustración. 9.23. Léon Benouville (1821-1859), Esther (anteriormente titulado Odalisca), 1844,
óleo sobre lienzo, 144 × 162 cm. Pau, Musée des Beau x Arts

Una pequeña pista me permite empezar a trazar esta relación entre las
obras de Manet y Delacroix. Entre los muchos dibujos que suponemos que
son parte del proceso preparatorio del proyecto de Manet a principios de la
década de 1860, hay un dibujo a acuarela y tinta fechado en 1862-1868 (?)
titulado Odalisca. La fecha del dibujo aún está sujeta a debate. Su origen a
principios de la década de 1860 tiene sentido en términos de una serie de
soluciones que están siendo exploradas por Manet en su intento de hacer re-
ferencia a Ingres, a la litografía erótica y a los temas orientalistas, todos ellos
elementos del archivo pictórico existente de trabajos sobre la sexualidad y su
representación. Odalisca se puede enlazar con Mujeres de Argel de Delacroix
debido a la etnicidad explícita del rostro judío o árabe orientalizado. Las caras
son importantes en la obra final de Manet; definirán social e históricamente
la modernidad —la especificidad histórica— de sus protagonistas110. Dife-
rentes tipos corporales y faciales deben ser explorados para buscar sus posi-
bilidades retóricas, y la presencia de este borrador en el archivo sugiere que
el campo del orientalismo fue parte de la investigación de Manet de maneras
Parte IV. ¿Quién es el otro? 393

Ilustración. 9.24. Eugène Delacroix (1798-1863), Mujeres de Argel, 1834, óleo sobre lienzo, 180 × 229 cm. París,
Musée du Louvre

referenciadas específicamente111. La cuestión importante es qué desplazó a


Olympia de ser un ensayo en cualquiera de esos tipos de pinturas a ser uno
que establece la base de su representación de la sexualidad como un tema que
el cuadro presentará pero no resolverá por sí mismo.
Si por un momento conjeturamos sobre una relación entre Olympia
(Ilustración 9.17) y las Mujeres de Argel de Delacroix (Ilustración 9.24),
tendremos que empezar por el escenario y todos sus ocupantes. La mujer
europea desnuda, tan obviamente una parisina nativa (según la mayoría de
los críticos en 1865 y desde entonces), ¿podría ser una transgresión de dos
elementos de la mise-en-scène orientalista de la fantasía sexual burguesa?
En concreto, es algo que sucede a otros y que sucede en otro lugar. La im-
portancia de la figura, en un nivel como mínimo, está en el hecho de que
definitivamente no es “una odalisca”, no una mujer árabe o judía, sino una
parisina nativa. Pero sabemos que los burdeles de París ofrecían escenarios
orientalistas en la década de 1860 como parte de unos servicios de comer-
cio sexual más selectos.
394 Diferenciando el Canon

¿El cuadro de Manet —mediante su reconstrucción factual del engaño—


muestra la mascarada teatral de la pintura orientalista que usa la función mimética
de la pintura para representar la fantasía en un tiempo y un espacio imaginarios con
una exactitud asombrosa? ¿Su “realismo” prosaico —esa “apariencia ligeramente
tosca y austera de la propia Naturaleza”, como decía Zola112— desarma el rea-
lismo engañoso del Salonnier orientalista?113 La siempre sorprendente luz diurna
que Manet ha empezado a usar nunca ha sido más inquietante que en su función
aquí como dispersadora de la mística en favor del montaje artificial y paródico en
el estudio, insistiendo en que, incluso si estamos en la habitación de la cortesana,
todo el asunto siempre sería un montaje chapucero.
La mujer contratada para ayudar en la casa no es más exótica que la mujer tra-
bajadora parisina, algo que, de hecho, ella es también. Se le ha dado una posición
prominente en el cuadro. Desplazada desde los márgenes hasta una posición en el
lado derecho del cuadro, su figura iguala exactamente a la de la mujer europea de
la izquierda. Se mueve hacia delante y entra en el primer plano —como la recrea-
ción de Lubaina Himid de esta imagen—, de forma opuesta a lo que ocurre en el
cuadro de Delacroix, donde lo está abandonando. Mieke Bal sugiere incluso que
está sentada114. La fantasía orientalista depende usualmente de los ropajes. Así,
en esta negociación del tropo, la mujer europea está desnuda —su chal oriental
de seda yace descartado— y su sexualidad se expone crudamente. La carga sexual
prometida por el orientalismo depende de la excusa narrativa del harén o la casa
de baños como una justificación de la visión de la sensualidad exótica. Manet
elimina este engaño. La mujer africana está vestida, pero al estilo europeo, con
ropa sacada de los mercados de segunda mano de los barrios de clase trabajadora,
refutando así su papel habitual como una figura de exotismo y lujuria, salvo por
el pañuelo del pelo discretamente dispuesto cuyos rojos cálidos enlazan con la
intensa nota roja de los pendientes de coral para ayudar a enmarcar, dar forma y
hacer visible su rostro característico, y mantiene en su lugar un rastro de identi-
dad histórica, cultural y geográfica115.
Lo que estoy sugiriendo es esto: en la pintura europea, la combinación de una
mujer africana como esclava o sirvienta y un harén oriental o un interior doméstico
con una mujer reclinada, vestida o desnuda, representa una conjunción histórica
de dos aspectos definidos de las relaciones de Europa con el mundo que dominó
mediante la colonización y explotó mediante la esclavitud. Las relaciones con la
cultura islámica —colonización— y con los pueblos africanos —tráfico de esclavos
y bienes— se conjugan en la pintura orientalista en un tropo destinado a la hetero-
sexualidad masculina que se mantiene en su lugar mediante la exposición sexual del
Parte IV. ¿Quién es el otro? 395

cuerpo de una europea o una mujer árabe de piel clara. No hay duda de que había
africanos negros en el norte de África islámico, pero esta combinación retórica de
sexo y servidumbre es “lógica” solo en una economía que tiene la esclavitud como
subconsciente político y sedimentada en sus rituales sociales y sus fantasías eróticas.
Este legado —material e ideológico— es, fue, parte de la modernidad occidental.
Los pintores lo bastante ambiciosos para negociar la representación de la moderni-
dad tendrían que pasar por el embudo del orientalismo, que actúa repetidamente
en el lugar de esta configuración específica de poder, sexualidad y deseo, ya sea
imaginado en visitas a los harenes extranjeros (¿acaso estaban permitidas?) o imita-
do en montajes en los burdeles y en las habitaciones de las cortesanas en las capi-
tales metropolitanas. El cuadro Olympia, sugiero, también trabaja con ese material
orientalista y sobre él, y por ese motivo hay dos mujeres de etnicidades diferentes
en dicho cuadro. Este es el motivo por el que África —y sus historias, entrelazadas
de forma complicada como el símbolo que es el pañuelo de la cabeza— está en el
centro de la modernidad116. Pero si el esclavismo y el colonialismo son las condicio-
nes históricas de la representación orientalista, fueron desplazadas ideológicamente
por las estructuras míticas del orientalismo representacional. Estoy afirmando que
mi interpretación de la feminidad duplicada de Olympia, leyendo en busca de la
otra mujer, sitúa el cuadro en una relación crítica hacia el mito orientalista merced
a la explicitación de la modernidad mediante lo que hace el cuadro para situar a la
mujer blanca en el tiempo, el espacio y las relaciones de clase, y también mediante
sus revisiones calculadas y estratégicas del tropo de la mujer africana, ahora señalada
también como una figura localizada en el tiempo, el espacio y las relaciones de clase,
que está en la historia de aquel presente como otra proletaria parisina. En cierto
modo, esto implica un desplazamiento desde el énfasis en la raza, para encontrar
formas de incorporar la diferencia como especificidad a la vez que se revela que las
mujeres tienen algunas cosas en común: la clase se convierte en el medio para dotar
de un género y una historia a las dos mujeres. Des-orientalizar el escenario implica
permitir que el género y la clase enmarquen las cuestiones de “raza” que tan críticas
eran en la mise-en-scène de la fantasía sexual en las obras orientalistas.

el legado fallido

Si parte del significado de Olympia es su relación negativa con sus recursos pic-
tóricos e ideológicos, también se puede discernir otro aspecto en las obras que
fueron influenciadas por esta, obras que precisamente reniegan del intento de
396 Diferenciando el Canon

negación del orientalismo que aparece en este cuadro. El legado paradójico de


la obra de Manet fue colocar a una mujer blanca en el centro de una reconsoli-
dación de la representación orientalista en la cultura francesa de finales del siglo
xix. Al observar las obras posteriores a Olympia, también podemos ser capaces
de ver el cuadro como una bisagra entre un archivo creado históricamente y
una reinversión ideológica en el orientalismo, específica del siglo xix, que el
cuadro Olympia intentó disipar sin éxito.
El tropo estandarizado recurrente en los años posteriores a Olympia es un re-
torno a una oposición estructural: la de que una mujer europea o árabe o turca
de piel clara completamente desnuda esté siendo bañada, masajeada o prepa-
rada por una sirvienta africana medio vestida cuyo torso desnudo puede o no
haber sido pintado para atraer la mirada. Esta última será habitualmente más
musculosa y físicamente activa que la mujer de piel más clara que aparece en el
cuadro. Pero todo su cuerpo parece menos importante para los pintores que lo
que lleva en la cabeza. En un cuadro de Gérôme de 1870, El baño morisco (Ilus-
tración 9.25), una mujer africana sostiene un gran barreño de latón de colores
apagados. Esto guía a la mirada hacia un collar de oro sobre su pecho desnudo y
a continuación hacia la tela dorada resplandeciente que le rodea la cabeza como
una gran diadema. Su cara está en sombras; la prenda de la cabeza es su símbo-
lo. En el cuadro de Édouard Debat-Ponsan El masaje (1883, Carcasona, Musée
des Beaux Arts), una mujer caucasiana está tumbada en una losa de mármol,
y su carne flácida está siendo trabajada por las manos de una musculosa mujer
africana semidesnuda con la cabeza cubierta por un pañuelo de color naranja
apagado. Sus tonos cálidos están a juego con los de la piel marrón cobrizo y el
rojo de la banda que le rodea la cintura.
Así es como se “enuncia” el color en la pintura Salonnier. La mujer africana
no es una protagonista en el cuadro sino simplemente la ubicación del color, no
como negrura sino como esa sustancia que puede ser significada mediante la joye-
ría dorada —el oro por el que los españoles y sus posteriores seguidores europeos
mataron y asesinaron, y cometieron genocidios— y mediante las telas coloridas
que son los símbolos de la esclavitud y la economía del capitalismo temprano117.
En la obra inicial de Frédéric Bazille, un artista asociado con los Independientes
antes de su prematura muerte en 1870, hay dos trabajos que parecen mirar en
direcciones contrarias: uno hacia Gérôme y otro hacia Manet. Ambos reconocen
ciertas posibilidades en el proyecto de Manet, a la vez que sucumben a la presión
del poder persistente de la representación orientalista. En La toilette (1870, París,
Musée d’Orsay), una mujer africana, envuelta a medias en una toalla a rayas, se
Parte IV. ¿Quién es el otro? 397

arrodilla para ponerle una zapatilla a una mujer blanca desnuda. A la derecha
del cuadro, de pie, hay una mujer europea completamente vestida al estilo de la
época, en la práctica apropiándose del vestido de Laure y subrayando aún más el
retorno al mito de la esclava africana. Ese mismo año, Bazille pintó Africana con
peonías (Ilustración 9.26. En el título original la palabra usada es négresse). Ves-
tida con ropa europea, está yuxtapuesta a las flores, y pintada con el cuidado de
detalles de los rasgos y la expresión asociados a un retrato. El pañuelo a rayas que
le cubre el pelo, atado por detrás de la cabeza, se convierte en una herramienta
prominente para enmarcar su cara y establecer una oposición de colores con las
flores que está colocando, enlazando nocionalmente el cuadro con el movimien-
to des-orientalizante de la representación de Manet de Laure. Los comentaristas
afirman que el estudio hace una clara referencia a la sección derecha del cuadro
de Manet, subrayando, al concentrar la atención exclusivamente en la relación de
la mujer africana con las flores, el desplazamiento del exotismo sexual hacia una
relación metonímica del “color”118.
Posiblemente como preparación para Olympia, Manet pintó un retrato de
la modelo “Laure” alrededor de 1863 (Ilustración 9.15). La presencia del re-
trato de “Laure” en la obra de Manet enlaza en el arte francés el cuadro para el
que posteriormente hizo de modelo en el papel de criada con un importante
retrato de una mujer africana que también intentó situar a una mujer africana
en la modernidad política. En 1800, Marie-Guillemine Benoist (1768-1826)
pintó un retrato sentado de la criada africana o afrocaribeña que su cuñado, un
marino, había llevado a Francia desde las Antillas, Retrato de africana (Ilustra-
ción 9.27). La mujer que posa no tiene nombre, a pesar de que el retrato era,
especialmente en esa época, un intencionado registro visual de una persona
específica. La mujer aparece sentada, vestida con colores políticos: un vestido
blanco con una banda roja a modo de cinturón y un chal azul colgado del res-
paldo de la silla. Sería difícil pasar por alto la referencia a la tricolor a pesar del
hecho de que el cuadro fue adquirido por la corona en 1818, cuando entró en
el Luxembourg (fue al Louvre a la muerte de la artista en 1826, y en 1829 se
realizó una versión en grabado).
La mujer viste a la moda de París: un vestido blanco suelto atado con una
cinta bajo los pechos, antes de que se le retire de los hombros para exponer un
pecho desnudo. Las mujeres que estudiamos la historia del arte occidental no
solemos interpretar como exposición esas obras que vemos en clase. Vemos
mujeres expuestas ante nosotras con diferentes indumentarias en la mayoría
de las conferencias y clases a las que asistimos. Se llaman “el desnudo”. Su
398 Diferenciando el Canon

vulnerabilidad y su “publicidad” no se mencionan nunca. Aprendemos a dar


por sentado que los pechos de las mujeres deben verse. Como las comensales
en un perpetuo Almuerzo sobre la hierba, nos sentamos en las clases de historia
del arte preguntándonos si nuestro lugar está con los caballeros que conversan
entre las mujeres desnudas, ya que estamos vestidas, o si también deberíamos
desnudarnos y posar para mostrar solidaridad con la mujer desnuda que con
tanta desenvoltura se coloca ahí para que todos la vean119.
Otra escena nos asalta; el mercado de esclavos donde hombres y mujeres, todos
desnudos, están expuestos a las miradas calculadoras de sus potenciales propieta-
rios, que les miran los dientes, palpan los músculos y sopesan los genitales para
asegurarse de que hacen una buena compra120. Estos dos regímenes escópicos tie-
nen una relación importante entre ellos. El desnudo es el producto que concede a
su propietario —o, ahora, a los propietarios subrogados colectivos— el derecho a
mirar y valorar el atractivo sexual y los usos de una mujer ficticia. La inspección se
realiza normalmente estando vestidos; el sujeto mirado viste solo la desnudez artís-
tica; esto significa que no hay a la vista ningún sexo o sexualidad, aunque una mano
puede recordar al observador los espacios ocultos o aferrar una tela para protegerse
de la violación visual121. ¿Cómo deberemos repensar ahora este enlace entre la nor-
malidad de la mujer expuesta en la clase de arte y en la sala de conferencias, con
gente vestida que mira a una mujer desnuda, y el juego de poder codificado en el
contraste entre la gente de color despojada de lo que consideraban sus identidades,
ya sea ropa o simples delantales, u otras marcas en el cuerpo, y los probables atavíos
de los dueños de esclavos mientras realizan su tarea de reducir a seres humanos a
animales de carga sobre los cuales ejercen el derecho de vida y muerte?
La mujer joven —la que posa en el retrato de Benoist (Ilustración 9.27)—
repentinamente trasladada a Francia, ¿ve alguna diferencia entre el esclavista del
mercado, que la enseñó a ella o a su madre o a su abuela desnuda a un comprador,
y el estudio de la cuñada de su amo, donde se ha visto desnudada parcialmente
para ser pintada en esa condición que llamamos arte, pero que es solo otra ubica-
ción de poder donde su identidad humana puede disminuirse por la exposición
de su cuerpo vulnerable a una mirada vestida y protegida? ¿Quería que su pecho
fuera objeto de valoración y discusión entendida en una exhibición pública? ¿Se
daba cuenta de que su exposición significaba libertad? ¿Apoya la mano en la
cintura o está aferrando el vestido para resistirse a una exposición mayor? ¿Y qué
hay de la ironía terrible del pañuelo de la cabeza, una considerable extensión de
muselina anudada para recordarnos el gorro frigio de la libertad?122 La esclavi-
tud fue abolida temporalmente en las colonias francesas en 1794, solo para ser
Parte IV. ¿Quién es el otro? 399

Ilustración. 9.25. Jean-Léon Gérôme (1824-1904), El baño moruno, 1870, óleo sobre lienzo, 50,8 × 40,8 cm. Boston,
Museum of Fine Arts (obsequio de Robert Jordan, de la colección de Eben D. Jordan)
400 Diferenciando el Canon

Ilustración. 9.26. Frédéric Bazille (1841-1870), Africana con peonías, 1870, óleo sobre lienzo,
60 × 75 cm. Montpellier, Musée Fabre

reestablecida por Napoleón en 1802. El comercio de esclavos no se abolió en


los territorios franceses hasta el 29 de marzo de 1815, y los esclavos solo fueron
emancipados finalmente en 1848, después de que se estableciera de nuevo la
República. Durante el siglo xviii, los plantadores tenían permitido llevar esclavos
a Francia, aunque técnicamente no podía haber esclavitud en suelo francés, con
la condición de que los registraran y los llevaran de vuelta a las colonias123. Este
retrato fue pintado en ese periodo de libertad incompleta en el que nada había
cambiado salvo los términos del servicio y la sumisión. Quizá la joven no tendría
que haberse preocupado; al ser una obra de una mujer artista, su retrato pronto
caería en el olvido y no sería objeto de mucho debate hasta que llegaran las fe-
ministas a excavar en la historia de las mujeres artistas y le hicieran pasar una vez
más por la ordalía de la exhibición; en esta ocasión, su cuerpo serviría a la causa
de la creatividad de la mujer europea.
Hay otra mujer expuesta a la mirada europea que debe ser nombrada en
esta genealogía de la vergüenza: Saartjie Baartmann, cuya situación fue lleva-
Parte IV. ¿Quién es el otro? 401

Ilustración. 9.27. Marie-Guillemine Benoist (1768-1826), Retrato de una africana, 1800,


óleo sobre lienzo, 81 × 65,1 cm. París, Musée du Louvre
402 Diferenciando el Canon

da brutalmente al campo de los estudios sobre Olympia por Sander Gilman


(Ilustración 9.28)124. Saartjie Baartmann (se desconoce su nombre original)
era una mujer de la tribu Khoikhoi del sur de África que fue llevada a Europa
y exhibida debido a que los europeos estaban intrigados por la forma protube-
rante de sus nalgas. A su prematura muerte en 1815, a la edad de veinticinco
años, su cuerpo fue diseccionado y se sacaron moldes de sus genitales, que hasta
hoy forman parte de las colecciones del inadecuadamente llamado Musée de
l’Homme, en París125. Las miradas de la ciencia, la medicina, la sexualidad, el
arte y la etnografía convergen en un cuerpo en el que, a través de su horrible
epíteto, la Venus Hotentote, la diosa del sexo y la “otra” africana convergen y se
convierten en parte de la cultura histórica francesa en la forma de un cadáver
diseccionado significado por su sexo femenino, ese sexo femenino que la mano
blanca en Olympia protege y reclama con tanto celo126.
Deslizándose por las metonimias de la historia, hay vínculos entre el mer-
cado de esclavos y nuestra educada aceptación de la normalidad de la jerar-
quía de los amos o espectadores vestidos y las mujeres objetivadas desnudas
en la historia del arte. El retrato de Manet de Laure y su cuadro Olympia al
menos no infligen a Laure la herida de la exposición. Cuando contemplamos
este cuadro no tenemos la necesidad de ignorar los sentimientos de la mode-
lo para así ser capaces de soportar mirarla. Si no nos preguntamos por esos
sentimientos en las relaciones que una vez fueron reales en la producción del
cuadro, podemos estar mostrando exactamente lo que Gayatri Spivak, en
el epígrafe a este capítulo, nos está advirtiendo: la complicidad total con la
institución; la institución del arte que tiene sus raíces reales e ideológicas en
la misma modernidad que nos dio la esclavización y la destrucción de más de
veinte millones de africanos.

enmarcado

El cuadro Olympia se presentó al público en el Salón de 1865, enmarcado de


una forma específica que ofrece más evidencias de las conexiones imbricadas
en este cuadro entre modernidad y “raza”, representadas mediante imágenes de
esclavitud y negritud.
En el livret del Salón, el título Olympia deriva de un poema. Cinco estrofas
de las cincuenta que compuso el amigo de Manet, Zacharie Astruc, fueron
inscritas en el marco. La primera dice:
Parte IV. ¿Quién es el otro? 403

Ilustración. 9.28. Máscara funeraria de Saartjie


Baartmann. París, Musée de l’Homme, Laboratoire
Anthropologique

Quand, lasse de rêver, Olympia s’éveille,


Le Printemps entre au bras du doux messager noir,
C’est l’esclave à la nuit amoureuse pareille,
Qui vient fleurir le jour délicieux à voir:
L’auguste jeune fille en qui la flamme veille.

En la literatura podemos encontrar varias traducciones. La mía dice así:

Cuando, cansada de soñar, Olympia despierta,


la primavera entra en los brazos de un gentil mensajero negro.
La esclava, que es como la noche amorosa
llega para adornar con flores el día delicioso que contemplar:
la majestuosa joven [fille también puede significar prostituta]
en la que la llama de la pasión está en guardia [o arde].
[El verbo veiller significa vigilar, despertar, pero se traduce en algunas ocasiones
como arder]
404 Diferenciando el Canon

La mayoría de los historiadores del arte desdeñan esta patética parodia de las
Fleurs du mal de Baudelaire (1857). Olympia puede parecer alguien que está
dormida, y de ahí que el nombre se asocie a la figura reclinada, que ahora, sin
embargo, está despierta y en guardia127. El peligro de conectar una figura de la
imagen con el nombre Olympia fuera del poema es que el escritor personaliza
a una mujer; ella tiene un nombre, ella es un sujeto; ella es la prostituta, etcé-
tera, mientras que la otra queda sin denominar. El título del cuadro, con este
verso inscrito en el marco, hace referencia al escenario en conjunto. Olympia,
como figura en el poema, se despierta porque está cansada de soñar, cansada,
quizá, de la vieja fantasía. Algo claramente hermoso y refrescante entra en la
habitación en los brazos de una amable mensajera. Los mensajeros son habi-
tuales en la poesía; a menudo son como el viento, suaves y amables y asociados
con la naturaleza. Pero esta mensajera está de color. Es negra. Entonces existe un
fuerte contraste entre el colorido asociado con la primavera —en contraste con
lo sombrío del invierno y quizá con la oscuridad de la noche— y la “negrura”
de su portadora. (Esto puede traer al pensamiento la escalofriante inversión de
Frantz Fanon, cuando una blancura escalofriante lo imbuye de una negrura
melancólica). Pero esta negrura está asociada al sujeto de la siguiente frase, la
esclava. Un mensajero libre que trae la primavera se convierte en una esclava,
enlazando la negrura con la esclavitud y colocando a esta justo en el marco y
alrededor de la imagen. A la esclava se la compara con la noche del amor, y a
pesar de ello la esclava también hace que el día florezca. Basándose en esto,
algunos han interpretado el poema como una declaración del placer sexual
mutuo de las mujeres, de su amor lésbico, una idea enérgicamente excluida en
la interpretaciones heterosexistas que deben hacer en la imagen un hueco para
el falo, vía el cliente imaginario que o bien está esperando fuera (es quien ha
enviado el ramo) o está justo en la posición del espectador, contemplando el
cuerpo revelado mientras la criada le ofrece las flores desde el otro lado de la
cama. Las dos lecturas son posibles históricamente, y es probable que coexis-
tan, ya que la exhibición de sexo lésbico fue otra parte de la economía sexual
comercial heterosexista, como hemos visto en el capítulo 4128. Pero el detalle
que hay que captar es que el poema permite las dinámicas de un intercambio
entre Olympia, la jeune fille majestuosa, y la mensajera-esclava negra, mientras
que no menciona en absoluto ningún intercambio entre Olympia y un cliente,
con una criada en papel secundario. La palabra que realmente tira por tierra el
conjunto, y aun así es el centro de la estrofa, es esclava. Sí, existe la metáfora de
la “esclava del amor” y existe la posibilidad de que se trate de la ofrenda de una
Parte IV. ¿Quién es el otro? 405

amante que celebra una noche de amor añadiendo más sensaciones deliciosas.
Pero, históricamente, este eje se trunca con las palabras que siguen en la frase
gentil mensajero negro.
Los versos siguientes sirven para confirmar que lo que Astruc vio en el es-
tudio de Manet y complementó con los versos que compuso fue una imagen
orientalista. El poema entero se titula La Fille des Îles (Hija de las islas), y la
siguiente estrofa dice así:

Où puisses-tu ces airs d’esclave ou de sultane,


Cette indolence reine et ce vague sommeil,
Cette langueur d’infante et ta pose profane ?
Mais ton corps virginal, rien d’obscur ne le fane
Jeune lys d’Orient au calice vermeil.

¿Dónde puedes ponerte esos aires de esclava o sultana,


disfrutar esta indolencia regia y este sueño vacante,
complacerte en la languidez de una princesa española en una pose profana?
Pero tu cuerpo virginal, nada oscuro o bajo lo apagará o empañará,
joven lirio de Oriente con un cáliz rojo.
[Obscur también puede significar humilde en el sentido de estatus social: mo-
desto, mediocre y bajo; evoca nociones de misterio además de penumbra]

Quiero subrayar la yuxtaposición en el poema de esclava y sultana129, y seña-


lar que la estrofa juega con los conceptos de fingir, darse aires, actuar, lo que
recorre la gama desde las ninfas durmientes venecianas a la realeza goyesca y
los desnudos profanos que serían los puntos de referencia para cualquier crí-
tica inteligente de este cuadro. Tales asociaciones pictóricas están enmarcadas
dentro de un tropo oriental irónico que, al parecer, no fue mencionado en las
respuestas de los críticos en 1865. ¿O sí lo fue? Probablemente solo encontrare-
mos sus rastros indignados en el lenguaje de la negrura omnipresente señalada
mediante la evocación de simios, monos y gorilas130.
Este tema salta a primer plano mediante la consideración del segundo mar-
co del cuadro: la respuesta de los caricaturistas. Al igual que podemos usar las
caricaturas en la prensa para imaginar el subconsciente histórico de los especta-
dores del cuadro de Manet Reposo, las caricaturas que respondieron a Olympia
revelan la imposibilidad de separar definitivamente la pintura de sus propios
materiales e intereses ideológicos.
406 Diferenciando el Canon

Desde que Mina Curtiss publicó en 1966, por primera vez, un artículo
sobre las caricaturas de los cuadros de Manet, esas imágenes han servido para
indicar lo que los primeros espectadores del cuadro vieron al contemplar Olym-
pia en 1865. Este “ver” no es literal, por supuesto, pues está mediatizado por
las libertades exageradas que permite la retórica de la caricatura. Pero, de forma
parecida al discurso de quien está siendo analizado, estas imágenes se pueden
leer de forma sintomática; traicionan las áreas en las que el interés o la incomo-
didad son más intensos. Las caricaturas borran el fondo y se enfocan en el gru-
po figurativo: dos mujeres, un gato negro y flores. Debido a que las caricaturas
se conciben e imprimen en blanco y negro, lo que se pierde es, precisamente,
el color. Esto capacita a los caricaturistas para establecer abiertamente las co-
nexiones que vieron implícitas en el cuadro, incluso si, se podría discutir, en
el propio cuadro el color se usa para escapar de la oposición entre el negro y el
blanco y, de ese modo, se erosiona la metafórica del discurso africanista.
El gato y la sirvienta africana son del mismo color: negros. En La naissance
du petit ébeniste de Cham (Ilustración 9.29), la figura recostada se “ennegrece”
para representar la suciedad de sus manos y sus pies. También se imputa su-
ciedad en la imagen de Bertall. El comentario nos dice que la mujer está lista
para un baño más que necesario. La suciedad es una metáfora del sexo, y de la
inmundicia y la enfermedad asociadas al comercio sexual131. Los chistes y las
bromas visuales prostitucionalizan la imagen. Esto implica afear a la imaginaria
prostituta, ennegrecida con suciedad, degradada y clasificada con el estigma del
sexo venal. Pero, aunque esta sexualización específica de la figura recostada se
consigue “salpicándola” con negrura, se desata reveladoramente más violencia
sobre la figura de Laure. En las dos imágenes se la remodela como una “mami
negra”. Transformada en vieja y gorda, y totalmente desfeminizada, ciertamen-
te ya no es “negra pero/y hermosa”. En efecto, se la desplaza a la figura de la
vieja que tan a menudo acompaña o entrega a la joven a la prostitución en, por
ejemplo, las representaciones holandesas del siglo xvii de la actividad sexual, y
que funciona como la antítesis de lo deseable, a la vez que remarca la naturaleza
transitoria de la juventud y la belleza, y cuya otra cara es la muerte132.
En las mismas dos caricaturas, ambas de Bertall y realizadas para distintos
periódicos, se la presenta sonriendo, con los dientes blancos destellando en una
cara negra, creando una imagen de connivencia obscena que contrasta total-
mente con la mirada contenida de Laure en el cuadro original. Finalmente, el
pañuelo de la cabeza se representa con prominencia en estas conversiones del
cuadro, transformado de sutil pero significativo símbolo a detalle exagerado de
Parte IV. ¿Quién es el otro? 407

una indumentaria que es claramente no europea. Laure es expulsada de la mo-


dernidad, de su presencia en París, y se la mete de nuevo en un vestido grotesco.
En cierto sentido se la pasa estereotípicamente a la otredad de formas que re-
velan los enlaces entre negrura, suciedad, sexualidad, esclavismo, animalidad y
una jerarquía de diferencia. Crudas y brutales, estas reflexiones sobre el cuadro
extremadamente carentes de humor no reflejan sus movimientos estratégicos
en el archivo social y pictórico que es su referente. Restablecen todo lo que
esas estrategias pretenden desmontar. En lugar de la históricamente contenida
revisión de Manet del mito-tema orientalista de la africana como esclava que
permite a las feministas de la década de 1990 leer en busca de “la otra mujer”,
un racismo virulento reinscribe la violencia y la convergencia de las represen-
taciones orientalista y africanista, condensado en esta vieja caricatura. En un
mundo donde nègre es sinónimo de negro pero significa esclavo, convertirla
de nuevo e incuestionablemente en una négresse es suspender la temporal sub-
jetividad histórica y la humanidad que, ya he explicado, intenta conseguir la
composición y la orquestación del color en el cuadro de Manet.
Pero, ya que mi caso de estudio final parece apoyar al Manet canónico,
aunque sea por interpretaciones diferentes, que quede claro. Lo que he argu-
mentado es una posible interpretación, reforzada por el uso de las evidencias
que comparto con todos los demás historiadores del arte y críticas feministas
que pueden meditar sobre este cuadro. Lo que no hace, sin embargo, es dar
la vuelta y hacer de Manet un héroe, en cuanto un hombre de simpatías po-
líticas progresistas. Las obras de arte son encarnaciones complejas, y a veces
profundas, de lo que Marx denominó “una totalidad de muchas relaciones y
determinaciones”, todas las cuales se insertan en la obra dentro de las redes de
producción histórica y social de significado y también en estructuras profundas
y míticas que salen a la superficie en la repetición de los tropos retóricos. Manet
fue, en su práctica ejercida, un jugador de estrategia, pero lo que hace posible
cualquiera de los cuadros producto de esa práctica depende en última instancia
de las formas en que se interpretan, de cómo se procesan sus símbolos, del de-
seo del intérprete o del espectador que también está insertado en un tiempo y
un lugar, en el proceso social y la vida psíquica. El marco que he intentado crear
alrededor de este cuadro excede los estrechos límites de los relatos heroicos de
la historia del arte sobre los grandes artistas y sus obras. He estado leyendo en
busca de la otra y para ella, mirando desde cualquier otra perspectiva, para
imaginar por identificación con lo borrado y lo marginal otra visualización
en la que conjugar estéticas, políticas y éticas; ¿es eso quizá a lo que me refiero
408
Diferenciando el Canon

Ilustración. 9.29. Caricaturas de Olympia en el salón de 1865: Bertall, Journal Amusant, 27 de mayo de 1865; Cham, Charivari, 1865; Bertall, L’Illustration, 3 de junio de 1865
Parte IV. ¿Quién es el otro? 409

cuando hablo de un “deseo feminista” que puede diferenciar el canon, llorando


y a la vez bailando en el Louvre?

CONCLUSIONES

Este capítulo ha tratado sobre “¿qué hay en un nombre?”. Laure, Jeanne y Ber-
the relacionan este proyecto con las mujeres. Laure tiene un nombre pero no
un apellido y fue una modelo. Jeanne Duval aparece en este archivo solo como
Amante de Baudelaire, pero Berthe Morisot tiene un nombre, un apellido, una
carrera, una familia. Y, aun así, en una terrible ironía, fue su cara y su cuerpo,
accedidos a través de la clase y la raza, lo que le permitieron convertirse, en
los retratos de Manet, en el epítome expresivo de una “dama oscura del arte
moderno europeo”. Su nombre no significa negrura u oscuridad, sino un lugar
donde pudo apropiarse Manet de la blancura y la negrura fuera del discurso
africanista y donde la negrura fue asociada a la tristeza, el luto y la melancolía:
a la pérdida. Las auténticas damas oscuras eran simplemente una ausencia sub-
jetiva; un agujero tan negro como los ojos de la Jeanne de Manet.
Berthe Morisot tiene un estatus civil en la modernidad burguesa y un es-
tatus creativo en el arte que construye y afirma el yo burgués europeo. Sea en
Reposo o en El balcón, es siempre Berthe; su nombre nos enlaza con esta “perso-
na” histórica y creativa y con los significados acumulados ofrecidos tanto por
sus propios cuadros como por los que hicieron de ella Manet y otros. Vivió y
murió recordada. La fotografía con la que comencé (Ilustración 9.1) es apasio-
nante por su rareza: la imagen de una mujer profesional de mediana edad. Su
pelo blanco deja de ser usado fotográficamente para significar la dama oscu-
ra. Su postura sugiere una confortable posición sentada, no una constreñida,
forzada e ilegible, como en el cuadro de Manet de 1870, Reposo. No quiero
terminar culpando a la mujer blanca con el fin de ver a las mujeres negras de
la modernidad. Pero es inmensamente triste que no haya imágenes como esta
de Laure o de Jeanne Duval que hubieran podido permitirnos contemplar una
vida después de Manet; una vida más allá de las obras complejas, desconcertan-
tes, ambivalentes e interesantes de esos cuadros en ese momento complejo del
primer arte moderno. De Jeanne Duval, quien probablemente, cuando Manet
la “pintó”, tenía una edad parecida a la de Berthe Morisot en la fotografía, solo
tenemos leyendas misóginas o racistas, o la fantasía elegante pero también pro-
blemática de Angela Carter. De Laure no tenemos nada. De modo que, al final,
410 Diferenciando el Canon

a pesar de todos los tenues hilos que he ido tendiendo para rastrear los enlaces
que conectan a Laure, Jeanne y Berthe, nos encontramos con la oscuridad vacía
de la ausencia y el silencio en el archivo de la historia occidental moderna,
donde no hay ningún memorial. Como alternativa podemos revisar el cuadro
para el que hizo de modelo una mujer llamada Laure y asegurarnos de que “la
otra mujer” pintada en este espacio visual sea reconocida por el papel decisivo
y significativo que su imagen juega dentro de un movimiento descanonizador,
recuperada de su desconocimiento por parte del arte moderno occidental ca-
nónico. A partir de ese reconocimiento nace otro: la compleja imbricación de
raza, sexualidad, género y clase en todos los momentos históricos de la moder-
nidad y en todos sus productos culturales. Con el fin de cambiar la manera en
la que lo que ha sido una tradición selectiva premodela nuestro presente, debe-
mos desear ese conocimiento de la otra y el conocimiento que la otra tiene de
nosotras, y dejar que la diferencia reconfigure el canon que está dentro de cada
una y también en el exterior, en la institución que llamamos historias del arte.
Parte IV. ¿Quién es el otro? 411

1 Spivak, Gayatri Chakravorty, “Imperialism and Sexual Difference”, Oxford Literary Review (Sexual
Difference) 8, 1-2, 1986, p. 225.
2 Bataille, M. L. y Wildenstein, G., Berthe Morisot: Catalogue des peintures, pastelles et aquarelles,
París, Éditions des Études et des Documents, 1961; Rouart, Denis, The Correspondence of Berthe
Morisot [1950], Betty W. Hubbard (trad.), Kathleen Adler y Tamar Garb (introd.), Londres, Camden
Press, 1986 [ed. org.: Correspondance de Berthe Morisot avec sa Famillle et ses Amis Manet, Puvis
de Chavannes, Degas, Monet, Renoir et Mallarme, París, Quatrre Chemins-Editart, 1950]. Stuckey,
Charles y Scott, William P., Berthe Morisot: Impressionist, Nueva York, Hudson Hills Press, 1987;
Edelstein, Teri, Perspectives on Morisot, Nueva York, Hudson Hills Press, 1990; Higgonet, Anne,
Berthe Morisot, Berkeley, University of California Press, 1990; Higgonet, Anne, Berthe Morisot
and Images of Women, Cambridge, Massachusets, Harvard University Press, 1992; Shennan,
Margaret, Berthe Morisot: The First Lady of Impressionism, Stroud, Sutton Publishing, 1996.
3 Estoy basándome en McNelly, Cleo, “Nature, Women and Claude Lévi-Strauss”, Massachusetts
Review 26, 1975, pp. 7-29.
4 Correspondence (1986), op. cit., p. 36. La referencia al cuadro como una posible escena callejera
se hace en la reseña del Salón de Jules Castagnary, en Siècle, 11 de junio de 1869, citada en
Hamilton, G. H., Manet and His Critics, Nueva York, Norton & Co., 1969, p. 138.
5 La frase la escribió el crítico Francion en 1873, citado por Cachin, Françoise, Manet 1832-1883,
París, Réunion des Musées Nationaux, 1983, p. 317.
6 Duvergier de Hauranne, Ernest, Revue des Deux Mondes, 1 de junio de 1873, citado en Hamilton,
G. H., Manet and His Critics, op. cit., p.165.
7 Farwell, Beatrice, “Manet, Morisot and Propriety”, en Perspectives on Morisot, Teri Edelstein (ed.),
Nueva York, Hudson Hills Press, 1990, pp. 45-56.
8 Hamilton, G. H., Manet and His Critics, op. cit., p. 166.
9 Farwell, Beatrice, “Manet, Morisot and Propriety”, op. cit., p. 55.

notas
10 Tabarant sugiere que la decoración es la del estudio de Berthe Morisot, y que el sofá rojo recuerda
a uno que había en el estudio del artista, descrito por Puvis de Chavannes en una carta a Berthe
Morisot (Tabarant, Achille, Manet et ses oeuvres, París, Gallimard, 1947). Véase Davidson, Bernice,
“Repose: A Portrait of Berthe Morisot by Manet”, Rhode Island School of Design Bulletin 46, 1959,
p. 7. Françoise Cachin sostiene que el cuadro fue finalizado en el estudio de Manet en la Rue Guyot
(Manet 1832-1883, op. cit., p. 317).
11 La fórmula habitual es esta: Édouard Manet es la persona histórica, pero “Manet” es el autor, cuya
identidad artística se deriva de un estudio de los textos y prácticas que constituyen un proyecto
artístico. Sobre esta revisión del debate de la “muerte del autor”, véase Nowell-Smith, Geoffrey,
“Six Authors in Pursuit of The Searchers”, en Theories of Authorship, John Caughie (ed.), Londres,
Routledge & Kegan Paul, 1981, pp. 221-225, y Pollock, Griselda, “Agency and the Avant-garde:
Studies in Authorship and History by Way of Van Gogh”, en Avant-gardes and Partisans Reviewed,
Fred Orton y Griselda Pollock (eds.), Manchester, Manchester University Press, 1996, pp. 315-342.
12 El término sobredeterminación deriva del psicoanálisis: “La formación está relacionada con una
multiplicidad de elementos subconscientes que pueden estar organizados en diferentes secuencias
significativas, cada una de las cuales posee su propia coherencia específica en un nivel de
interpretación particular”. Laplanche, J. y Pontalis, J. B., The Language of Psychoanalysis, Londres,
Karnac Books, 1973, p. 292 [ed. org.: Le Vocabulaire de la psychanalyse, París, PUF, 1967; ed. esp.:
Diccionario de Psicoanálisis, Fernando Gimeno Cervantes (trad.), Barcelona: Paidos Ibérica, 1996].
13 Bal, Mieke, “Visual Rhetoric: The Semiotics of Rape”, en Reading Rembrandt: Beyond the Word-
Image Opposition, Cambridge, Cambridge University Press, 1991, p. 62.
14 Ibíd.
15 Nochlin, Linda, “The Imaginary Orient”, en The Politics of Vision, Nueva York y Londres, Harper
& Row y Thames & Hudson, 1991; Lewis, Reina, Gendering Orientalism: Race, Femininity and
Representation, Londres, Routledge, 1996; Boer, Inge, Rereading the Harem and the Despot, tesis
412 Diferenciando el Canon

doctoral, University of Rochester, 1992, y “This Is Not the Orient: Theory and Postcolonial Practice”,
en Mieke Bal e Inge Boer (eds.), The Point of Theory: Practices of Cultural Analysis, Ámsterdam,
University of Amsterdam Press, 1994, pp. 211-219.
16 Bhabha, Homi, “The Other Question: The Stereotype and Colonial Discourse”, Screen 24, 6,
1983, pp. 18-36 [ed. esp.: “La otra pregunta: el estereotipo, la discriminación y el discurso del
colonialismo”, en El lugar de la cultura, César Aira, (trad.), Buenos Aires, Manantial, 2002].
17 Cohen, William B., The French Encounter with Africans: White Responses to Blacks 1530-1880,
Bloomington, Indiana University Press, 1980.
18 Lipton, Eunice, Alias Olympia, Londres, Thames & Hudson, 1992.
19 Préfecture du Departement de la Seine, 19 aout 1839 no. 39691124, Laure (sin apellidos): “En el
año 1839, el 19 de abril, nacida en París, rue de Hanôvre, 6, Laure, sexo femenino, hija de padre y
madres desconocidos”. Bautismos de la Église Paroissiale de Saint-Roche, 1839 (3611). M. Olivier,
p. 95, núm. 277: “Laure, en el año de 1839, fue bautizada el 20 de abril, nacida la noche anterior en
la consulta del doctor Leonard Henri Gery, residente en rue d’Hanovre núm. 6. El padrino fue René
Charles Denis Gigord, rentista residente en la rue Neuve des Petits Champs, no. 82. La madrina fue
Marie Claudine Ayres, de casada Gourd, residente en rue Neuve des Petits Champs, no. 82, ambos
firman junto a nosotros.
20 Farwell, Beatrice, “Manet, Morisot and Propriety”, op. cit., p. 48.
21 Reff, Theodore, Manet: Olympia, Nueva York, Viking Press, y Harmondsworth, Alien Lane, 1976,
pp. 91-95, dedica cuatro páginas al papel de esta figura en el cuadro e identifica precedentes
pictóricos de la combinación de mujeres de diferentes culturas. Señala la tipografía racista con la
que se representan mujeres de ascendencia africana en relación con la sensualidad y la sexualidad,
y sugiere una conexión importante entre Baudelaire y su compañera vital Jeanne Duval. Retomaré
estos aspectos más adelante. Gilman, Sander, “Black Bodies, White Bodies: Toward an Iconography
of Female Sexuality in Late Nineteenth Century Art, Medicine, and Literature”, en ‘Race’, Writing and
notas

Difference, Henry Louis Gates Jnr. (ed.), Chicago, University of Chicago Press, 1989, pp. 223-261;
véase también Dawkins, Heather, Sexuality, Degas and Women’s History, tesis doctoral no publicada,
University of Leeds, 1991; Pollock, Griselda, Avant-garde Gambits: Gender and the Colour of Art
History, Londres, Thames & Hudson, 1992; y Bal, Mieke, Double Exposures, Nueva York y Londres,
Routledge, 1996. Albert Boime abre su importante obra The Art of Exclusion: Representing Blacks
in the Nineteenth Century, Londres, Thames & Hudson, 1990, con un análisis del cuadro y el
simbolismo social del color en la construcción del mismo. Leí esta breve sección después de haber
escrito este texto y me alegró descubrir en él una coincidencia en nuestras percepciones.
22 Al escribir esto estoy en deuda con la difunta Shirley Moreno, cuya investigación doctoral sobre
este tema fue tristemente truncada por su inesperado fallecimiento. Su tesis de maestría en la
universidad de Leeds fue un estudio piloto basado en el desnudo erótico en la Poesie de Tiziano:
véase The Absolute Mistress: The Historical Construction of the Erotic in Titian’s ‘Poesie’, University
of Leeds, 1980.
23 Fanon, Frantz, Black SkinsIWhite Masks [1952], Londres, Pluto Press, 1986, pp. 109-115 [ed. org.:
Peau noire, masques blancs, París, Ed. du Seuil, 1952; ed. esp.: Piel negra, máscaras blancas, Ana
Useros (trad.), Madrid, Akal, 2009].
24 Miller, Christopher, Blank Darkness: Africanist Discourse in French, Chicago, University of Chicago
Press, 1985, p. 31.
25 Desde que escribí por primera vez este capítulo en 1995, Therese Dolan ha publicado un artículo
importante sobre esta pintura: “Skirting the Issue: Manet’s Portrait of Baudelaire’s Mistress
Reclining”, Art Bulletin 79, 4, diciembre de 1997, pp. 611-629, y también propone mediante el
análisis de la crinolina la relación de cuadro con los conceptos baudelaireanos de la modernidad.
26 Estos términos se derivan del comentario de Émile Zola sobre Olympia, que se tratarán más adelante.
27 Shennan, Margaret, Berthe Morisot, op. cit., proporciona un análisis de todas las evidencias y
confirma esta hipótesis, pp. 289-291.
Parte IV. ¿Quién es el otro? 413

28 Fine, Amy M., “Portraits of Berthe Morisot: Manet’s Modern Images of Melancholy”, Gazette
des Beaux Arts 110, 1987, pp. 17-20; y Genne, Beth, “Two Self Portraits by Berthe Morisot”, en
Psychoanalytical Perspectives on Art, M. Mathews-Edo (ed.), Hillsdale, N.J., 1987, 2, pp. 133-170.
29 Correspondence, 1986, op. cit., p. 131. Margaret Shennan sugiere en su biografía que debemos
asumir que una relación intensa entre los dos artistas fue imposibilitada por el hecho de que Manet
estaba casado, además de por la clase social de ella.
30 Una excepción importante es Marc de Montifaud, seudónimo de la crítica de arte más importante
de su época, Marie-Amélie Chartroule de Montifaud. Véase en Hamilton, G. H., Manet and
His Critics, op. cit., pp. 169-170 su reseña del Salón de 1863 en L’Artiste, 1 de junio de 1873;
y Dawkins, Heather, Sexuality, Degas and Women’s History, op. cit., para una destacada
interpretación feminista de esta crítica.
31 Farwell, Beatrice, “Manet, Morisot and Propriety”, op. cit., p. 45.
32 Cachin, Françoise, Manet 1832-1883, op. cit., pp. 316-317.
33 Ibíd., p. 367.
34 Berthe Morisot con un ramo de violetas, 1872, colección privada, y Berthe Morisot con abanico,
1874, Chicago Art Institute.
35 Baudelaire, Charles, “Salon de 1846”, en Curiosités esthétiques, Henri Lemaitre (ed.), París, Garnier
Frères, 1962, p. 96 [ed. esp.: Curiosidades estéticas, Lorenzo Varela (trad.), Madrid, Ediciones
Júcar, 1988].
36 Citado en Tabarant, Achille, Manet et ses oeuvres, op. cit., p. 207.
37 Quizá Manet estaba explorando aquí una pequeña competición con Degas, que en esta época
estaba realizando pinturas sobre estados de ánimo modernos como Interior (1869, Philadelphia
Museum of Art) y Enfado (1869-1871, Nueva York, Metropolitan Museum of Art). Fine desarrolla
esta interpretación del cuadro.
38 Duret, Thédore, Histoire d’Édouard Manet et son oeuvre, París, Flammarion, 1927, p. 138; citado

notas
también en Fine, Amy M., “Portraits of Berthe Morisot: Manet’s Modern Images of Melancholy”, op.
cit., p. 20.
39 Mauclair, Camille, La Vie amoureuse de Charles Baudelaire, París, Flammarion, 1927, p. 63. La leyenda
está basada en información que el fotógrafo Nadar entregó al biógrafo de Baudelaire, Jacques Crépet.
Nadar, Charles Baudelaire intime: le poête vierge, París, Blaizot, 1911. Claude Pichois ha sometido la
narración de Nadar a un proceso de verificación histórica y ha descubierto varias discrepancias.
40 Según la leyenda, ella era del Caribe; la Martinica o Santo Domingo. La investigación de Crépet
sugiere que había nacido en Francia, ya que su madre procedía aparentemente de Nantes. Por otro
lado, la Jeanne Duval cuyo nombre aparece en los registros de un hospital de la rue du Faubourg
Saint-Denis está listada como nacida en Santo Domingo. Crépet, Jacques, “Charles Baudelaire
et Jeanne Duval”, La Plume (15 de abril de 1898), 10, p. 242. Una herencia cultural mezclada de
ascendencia francesa y africana está representada en las historias literarias de principios del
siglo xx en términos de políticas raciales que he analizado anteriormente. Por ejemplo, Claude
Pichois insiste en denominar “cuarterona” a Jeanne Duval. Pichois, Claude, Baudelaire: Études et
témoignages, Neuchatel, La Baconnière, 1967.
41 Lemer o Lemaire es el apellido que consta en el certificado de defunción de su madre; véase
Crépet, Jacques, “Une femme à enterrer”, en Propos sur Baudelaire, París, Mercure de France,
1957, pp. 149-155; 1989, pp. 203-204. Murió en Belleville el 15 de noviembre de 1853, constaba
Nantes como lugar de nacimiento, a los sesenta y tres años, “viuda de ingresos privados”. Louis
Ménard había visto a Madame Lemer entre 1842 y 1846, y escribió, “negra anciana, de aspecto
respetable, pelo negro y lustroso, que intentaba en vano apartarse de las mejillas y las orejas”
Citado en Pichois, Claude, Baudelaire, traducido por Graham Robb, Londres, Hamish Hamilton,
1989, pp. 203-204. En la primera mención de Jeanne en las cartas de Baudelaire, en octubre de
1843, ella está viviendo con su madre en la Île-Saint-Louis, en la rue Femme Sans-Tete, conocida
ahora como rue Le Regrattier.
414 Diferenciando el Canon

42 Pichois, Claude, Baudelaire: Études et témoignages, op. cit. Su conclusión está basada en un
rastreo cuidadoso de los registros de obras representadas y actores listados. Sugiere que Jeanne
se llamaba en realidad Berthe y que Nadar la conoció en 1838. Berthe, una mulata, aparece
listada en el Dictionnaire des comédiens français de Lyonnet, interpretando los papeles que Nadar
indica para “Jeanne” (p. 72). Berthe también aparece listada actuando entre 1844 y 1846, los años
durante los que probablemente la conoció Baudelaire. Existe un poema de Baudelaire fechado en
este periodo titulado “Les yeux de Berthe”.
43 Crépet, Jacques, “Charles Baudelaire et Jeanne Duval”, op. cit.
44 Véase Pichois, Claude, Baudelaire: Études et témoignages, op. cit.
45 Esta es la frase usada por Zacharie Astruc para describir a la doncella que lleva las flores en
Olympia. Véase más adelante un análisis sobre la figura y el poema.
46 McCloy, Shelby T., The Negro in France, Louisville, University of Kentucky Press, 1961, también
documenta a muchos otros autores destacados de ascendencia mixta viviendo en Francia, y que
de hecho formaban un importante círculo literario.
47 Starkie, Enid, Baudelaire, Nueva York, G. P. Putnam & Sons, 1933, p. 243.
48 Citado por Starkie, ibíd., p. 344.
49 Ahearn, Edward, “Black Woman, White Poet: Exile and Exploitation in Baudelaire’s Jeanne Duval
Poems”, French Review 51, 1977, pp. 212-220.
50 Miller, Christopher, Blank Darkness: Africanist Discourse in French, op. cit., p. 69.
51 Cachin, Françoise, Manet 1832-1883, op. cit., p. 97.
52 Adhemar, Jean, “À Propos La Maitresse de Baudelaire par Manet (1862), un Problème”, Gazette des
Beaux Arts, noviembre de 1983, p. 178.
53 Carta a Baudelaire citada en Pichois, Baudelaire: Études et témoignages, op. cit., p. 230.
54 Loyrette, Henri, The Origins of Impressionism, París, Réunion des Musées Nationaux, 1994,
pp. 400-401.
notas

55 Nadar, Charles Baudelaire intime, op. cit., pp. 7-8 (traducción del autor).
56 Banville, Théodore de, Lettres chimeriques, París, Georges Charpentier, 1885, pp. 281-288.
57 McNelly, Cleo, “Nature, Women and Claude Lévi-Strauss”, op. cit., p. 10.
58 Conrad, Joseph, Heart of Darkness [1902], Harmondsworth, Penguin Books, 1983, pp. 100-101
[ed. esp.: El corazón de las tinieblas, Araceli García Ríos e Isabel Sánchez Araujo (trads.), Madrid,
Alianza Editorial, 2012].
59 Achebe, Chinua, “The Image of Africa”, Research in African Literatures 9, 1978, p. 6.
60 Citado en Mauclair, Camille, La Vie amoureuse de Charles Baudelaire, op. cit., pp. 63-64.
61 Esta cita y las del párrafo anterior pertenecen todas a Mauclair, ibíd., pp. 64-65.
62 De Reynold, Gonzague, Charles Baudelaire, París y Ginebra, Crès, 1920, p. 41.
63 Esta es otra de esas coincidencias raras pero significativas. ¿Cuán a menudo la cultura cristiana
occidental usa libelos sobre la sangre contra aquellos que aparta y degrada?
64 Reff, Theodore, Manet: Olympia, op. cit., pp. 91-92.
65 Carter, Angela, “Black Venus”, en Black Venus and Other Stories, Londres, Picador, 1985, p. 9 [ed.
esp.: Venus negra, Teresa Gottlieb (trad.), Barcelona, Minotauro, 1991].
66 Ibíd., pp. 19-20.
67 Hay varias mujeres nombradas y muchas anónimas, blancas y negras, que “desaparecen” en la
leyenda en el discurso occidental. Edmonia Lewis (1843-?), la escultora africana-ojibwe-americana,
fue una. Nadie parece saber qué fue de ella después de que Frederick Douglass la viera por última
vez, aunque una investigación reciente ha extendido el rastro hasta un libro de visitas en la embajada
estadounidense en Roma en los primeros años del siglo xx. Holland, Juanita Marie, “Mary Edmonia
Lewis: The Hierarchy of Gender and Race”, artículo en la CAA Annual Conference, Seattle, 1993.
68 Starkie, Enid, Baudelaire, op. cit., p. 346.
69 Carter, Angela, “Black Venus”, op. cit., p. 22. Aquí está quizá el retorno de los oprimidos, el atavío servil
que vuelca a Jeanne de nuevo en Laure, devolviéndole así su papel como “negra”, como esclava.
Parte IV. ¿Quién es el otro? 415

70 Ibíd.
71 Ibíd.
72 Este es el cuadro al óleo (90 x 113 cm): Reposo es de 148 x 113 cm y la Joven recostada es de 94
x 113cm (quizá una pieza acompañante), y existe un pequeño estudio en acuarelas (16,7 x 23,8
cm). Hay quien conjetura que el cuadro le fue entregado de hecho a Baudelaire, quien tuvo en sus
aposentos dos obras de Manet en 1866-1867, pero que volvió a manos de Manet tras la muerte del
poeta. Nunca lo colgó en su estudio, y el cuadro fue encontrado tras la muerte de Manet en 1883 y
fue recogido junto a una serie de “estudios pintados”.
73 Tabarant, Achille, Manet et ses oeuvres, op. cit., p. 56.
74 Ibíd.
75 En la obra de Manet, las series sobre los temas de la mujer reclinándose y la mujer de blanco
incluyen: La lectura (1866-1875); El balcón (1868); Reposo (1870); Retrato de Eva Gonzalès (1870);
En el jardín (1870).
76 Starkie, Enid, Baudelaire, op. cit., p. 345.
77 Ibíd.
78 Françoise Cachin, entrada sobre La amante de Baudelaire en un diván, ítem 27 en Cachin,
Françoise, Manet 1832-1883, op. cit., p. 97.
79 Blanche, J. E., Manet, París, Rider, 1924, p. 36.
80 Fénéon, Félix, Oeuvres plus que complets, J. U. Halperin (ed.), Ginebra, 1970, vol. 1, p. 102.
81 Tabarant, Achille, Manet et ses oeuvres, op. cit., p. 79.
82 Delesalle, Simone y Valensi, Lucette, “Le Mot ‘Nègre’ dans les dictionnaires françaises de l’Ancien
Regime”, Langue Française 15, 1972, pp. 79-104; Brasseur, Paul, “Le Mot ‘nègre’ dans les
dictionnaires encyclopédiques françaises du xixe siècle”, Cultures et Developpements 8, 4, 1976,
pp. 579-594; Cohen, William B., The French Encounter with Africans, pp. 130-133.
83 El “Cantar de los cantares”, 1:5, analizado en Miller, Christopher, Blank Darkness: Africanist Discourse

notas
in French, op. cit., p. 30. Irónicamente, estaba preparando este capítulo durante la fiesta judía de
Pésaj, en la cual es tradicional leer el Cantar de los cantares, de modo que la voz de la mujer negra se
escuchaba y se malentendía de nuevo en el contexto de su poderosa presencia creativa en la liturgia
judía. El Amado dice a aquellos que no son negros: “No me miréis, pues soy negro,/el sol me ha
oscurecido”. Esta frase reitera que se asume un estado fundamental de blancura, una norma para los
seres humanos, algunos de los cuales han sido ennegrecidos por el sol. Esta antigua explicación de
la diferencia de los colores de piel ha adquirido significados más profundos. Por ejemplo, en la idea
patrística de la redención cristiana como un aclaramiento y blanqueamiento, se plantea un argumento
ambiental como justificación para una conversión necesaria, que tendrá lugar metafóricamente,
dejando sin cambios los signos físicos; es un vínculo doble. Hay varios ejemplos más de política del
color en el canon judío que también revelan el simbolismo del negro y el blanco. Por ejemplo, Moisés
contrae matrimonio con una cusita (se cree que significa etíope), lo que le reprochan Miriam y Aarón.
Miriam es castigada por cuestionar los actos de su hermano, castigo que consiste en sufrir una
especie de lepra de duración breve, lo que la deja tan blanca como la nieve (Números, 12). Aquí la
blancura tiene la connotación negativa de un estado antinatural, enfermo. (En Levítico, 13, se habla de
la lepra como una enfermedad con el síntoma de la blancura).
84 El cuadro de Edwin Long El mercado de mujeres de Babilonia (1882, Egham, Royal Holloway
College) resalta espectacularmente esta distinción, representando en un friso al fondo a mujeres
en orden descendiente de belleza, empezando por una caucásica y terminando con una mujer
africana, a la que coloca fuera del mercado como criada de las esposas en potencia.
85 En cuanto a esta yuxtaposición, estoy en deuda con Louise Parsons por su trabajo sobre las
relaciones en la representación entre mujeres negras y mujeres blancas: Revolutionary Poetics: A
Kristevan Reading of Sally Potter’s Gold Diggers, tesis doctoral, University of Leeds, 1993.
86 Fisher, Lucy (ed.), Imitation of Life: Douglas Sirk, Director, New Brunswick, Rutgers University
Press, 1991. La película está basada en la novela del mismo título de Fannie Hurst, que fue llevada
416 Diferenciando el Canon

a la pantalla por John Stahl en 1934. Fannie Hurst vivió con la novelista y guionista Zora Neale
Hurston, a la cual contrató originalmente como secretaria.
87 El trabajo de Sander Gilman sobre esta pintura revela asociaciones entre sexualidad, degeneración y
raza y sugiere que la coincidencia de la mujer negra con la mujer blanca tiene la función de conjugar
en la segunda nociones de sexualidad degenerada y excesiva (“Cuerpos negros, cuerpos blancos”).
Esta interpretación se toma ahora de formas que no consideraba el análisis de T. J. Clark sobre
las cuestiones de clase social en la pintura; véase Eisenman, S., Nineteenth Century Art: A Critical
History, Londres, Thames & Hudson, 1994. Aun así, Mieke Bal revela hasta qué punto es necesario
proyectar para ver la figura de Laure como enferma o sexualizada en el cuadro de Manet, p. 206.
88 Zola, Émile, “Une nouvelle manière en peinture: Édouard Manet”, L’Artiste: Revue du xixe siècle 1,
enero de 1867, reeditado en París, Dentu, 1867, como un panfleto para acompañar la exhibición
privada de Manet coincidiendo con la Exposición Universal de París. Reimpreso con traducción de
Gronberg, Theresa Ann, Manet: A Retrospective, Nueva York, Hugh Lauter Levin Associates, Inc.,
1988, pp. 62-96 [ed. esp.: en Escritos sobre Manet, Luis Puelles Romero (ed.), Madrid, Abada, 2010].
89 Por supuesto, esta es una afirmación anacrónica, ya que un discurso crítico denominado
formalismo no existía a mediados del siglo xix y no era posible imaginarlo en aquel momento.
La transformación que llamamos modernidad fue una política cultural que, reconfigurando las
relaciones de significante y referente bajo condiciones históricas específicas, hizo posible la
ideología del formalismo. Críticos formalistas como Roger Fry y Georges Bataille sacaron una base
para su afirmación de la indiferencia de Manet hacia el tema a partir de una malinterpretación del
caso de Zola en 1867.
90 Zola, en Gronberg, Theresa Ann, Manet: A Retrospective, op. cit., pp. 75-76.
91 Hay dos rupturas en esta extensión blanca. La sábana de la cama se levanta en la izquierda para revelar
el intenso marrón/rojo del colchón, que refleja el patrón de color del papel pintado que tiene por encima,
más allá del rostro de la mujer reclinada. A la derecha de la cama, el chal perla, con su trama colorida
notas

de diseños florales delicadamente bordados y bordes dorados, cuelga del extremo del lecho casi hasta
el final del lienzo, donde se encuentra abruptamente con una línea delgada de pintura marrón que
probablemente representa el colchón, equilibrando así la porción expuesta de la izquierda.
92 Esta interpretación se realiza explícitamente en la parodia de Cézanne Una Olympia moderna,
1873-1875, París, Musée d’Orsay, en la que la doncella negra está apartando el chal para revelar a
la mujer blanca desnuda al cliente masculino que ahora aparece incluido en el cuadro.
93 Dawkins, Heather, Sexuality, Degas and Women’s History, op. cit., p. 68.
94 Véase el capítulo anterior para otro comentario sobre este vestido. Agradezco a Crystal Hart la
conversación sobre la vestimenta de las criadas y los mercados de ropa de segunda mano.
95 El cuerpo fue comparado con un cadáver por los críticos contemporáneos; T. J. Clark cita a un
crítico llamado Ego, que escribía en Le Monde Illustré: “su cuerpo tiene el tinte lívido de un cadáver
expuesto en la morgue”, y un comentario de Victor Fornel: “[estaba expuesta] como un cadáver en
los mostradores de la morgue, esta Olympia de la Rue Mouffetard, fallecida por fiebre amarilla y ya
llegada a un estado avanzado de descomposición”. Clark, T. J., The Painting of Modern Life: Paris in
the Art of Manet and His Followers, Londres, Thames & Hudson; Nueva York, Knopf, 1984, pp. 96-97.
96 Es difícil saber cómo llamar a lo que lleva en la cabeza. Tabarant, escribiendo sobre el retrato de
Laure que no tardaré en mencionar, la describe portando un “madras”, que el Dictionnaire de la
langue française, París, Hachette, 1882 de Littré define como “una especie de pañuelo de satén y
algodón fabricado en la India y de colores vivos e intensos. Las imitaciones fabricadas en Francia
están hechas de algodón”. El origen de la palabra es la ciudad de Madrás. Otros se han referido a
ese objeto como toque, palabra francesa que denomina un tipo especial de sombrero que llevan
los jueces y los jinetes, algo a medio camino entre un casco y un sombrero ceremonial. Los análisis
más desarrollados del cobertor de la cabeza que he encontrado hasta ahora se han ocupado de la
historia de su uso y significado en las comunidades afroamericanas. Le agradezco a Helen Bradley
Griebel que haya compartido conmigo su trabajo: New Raiments of the Self: African American
Parte IV. ¿Quién es el otro? 417

Clothing in the AnteBellum South, tesis doctoral, University of Pennsylvania, 1994, Minneapolis,
Berg, 1998.
97 Clark, T. J., “Preliminaries to a Possible Treatment of Manet’s Olympia in 1865”, Screen 21, 1, 1980,
p. 33.
98 Este argumento lo mencioné por primera vez en Avant-garde Gambits: Gender and the Colour of
Art History, Londres, Thames & Hudson, 1992, pp. 21-55. El término “orientalismo” deriva de la
obra de Said, Edward, Orientalism, Londres, Routledge, 1978 [ed. esp.: Orientalismo, María Luisa
Fuentes (trad.), Barcelona, Ediciones Libertarias/Prodhufi, 1990].. El orientalismo en la pintura ha
sido el tema de varias exposiciones importantes, aunque acríticas, por ejemplo Rosenthal, Donald,
Orientalism: The Near East in French Painting 1800-1880, University of Rochester Memorial
Art Gallery, 1982, y Stevens, Mary Ann, The Orientalists: Delacroix to Matisse, Londres, Royal
Academy, 1984; Jullian, Philippe, The Orientalists: European Painters of Eastern Scenes, Oxford, H.
Harrison, D. Harrison (trads.), Oxford University Press, 1977 [ed. org.: Les Orientalistes: la vision de
l’Orient par les peintres européens au xixe siècle, Office du livre, 1977]. Para una reseña crítica de
la temática en las artes plásticas, véase Nochlin, Linda, “The Imaginary Orient”, en The Politics of
Vision, Londres, Thames & Hudson, 1991, pp. 33-59.
99 Antonin Proust escribió en su memoria de Manet: “iba casi todos los días a las Tullerías entre
las dos y las cuatro en punto, creaba estudios al aire libre, bajo los árboles, y representaba a los
niños que jugaban y los grupos de nodrizas que se recostaban en las sillas. Baudelaire era su
acompañante acostumbrado. Los paseantes observaban con curiosidad al pintor elegantemente
vestido que trabajaba en sus lienzos”. Proust, Antonin, “Édouard Manet: Souvenirs”, La Revue
Blanche, febrero-mayo de 1897, pp. 170-171.
100 Al parecer, Manet estaba explorando la idea de una pintura importante a principios de la década
de 1860, en la que aparecía un desnudo y una asistente vestida. A partir de la historia apócrifa de
Susana y los Ancianos, transformándola en el relato bíblico del descubrimiento de Moisés, preparó

notas
una pintura en la que una mujer desnuda sentada está atendida por una criada, de piel oscura,
vestida. Estudio para La ninfa sorprendida (1860/1861, Oslo, Nasjonalgalleriet). Esta mujer de piel
oscura ha sido redescubierta en un estudio con rayos X en una versión retrabajada, titulada Ninfa y
sátiro, expuesta en San Petersburgo en 1861, y conocida desde 1867 como La ninfa sorprendida
(1859-1861, Buenos Aires, Museo Nacional de Bellas Artes). Tengamos también en cuenta el
dibujo Después del baño (1860/1861, Chicago, The Art Institute of Chicago), donde la asistente
es a la vez dibujada y desfigurada por trazos toscos que la convierten en un área oscura, un marco
para el detallado y luminoso cuerpo blanco desnudo situado en el primer plano. En el esbozo de
La toilette (1861) asociado con este proyecto, la asistente de piel oscura da la espalda a la mujer
desnuda, aferrada a una tela para cubrir su cuerpo expuesto. Lo único que podemos discernir tras
la cabeza de la figura en primer plano es el nudo de la tela que cubre la cabeza de la asistente.
101 Clark, Kenneth, The Nude: A Study in Ideal Art, Londres, John Murray, 1956 [ed. esp.: El desnudo:
un estudio de la forma ideal, Francisco Torres Oliver (trad.), Madrid, Alianza Editorial, 1981];
Farwell, Beatrice, Manet and the Nude: A Study in the Iconography of the Second Empire, Nueva
York y Londres, Garland Publishers, 1981; Clark, T. J., “Preliminaries”, op. cit., pp. 38-39. La última
versión de este argumento publicado en su libro de 1984 concluye que el carácter radical de la
pintura estriba en el hecho de que la desnudez no articula una identidad de clase. El problema que
se plantea aquí es la exclusividad de las categorías y la jerarquía implícita entre la clase entendida
como el conflicto principal y el tratamiento como menos importantes de otras relaciones de
poder social como el género, la raza y la sexualidad. Yo argumentaría que no podemos minimizar
la fuerza material e ideológica de ninguna de esas formas de explotación y opresión social, y
podemos obtener una crítica efectiva solo intentando articular sus relaciones e inflexiones mutuas,
siempre complejas. La esclavitud, como han argumentado C. L. R. James y muchos otros, fue
uno de los fundamentos económicos principales del capitalismo occidental, y su abolición no fue
simplemente la victoria de la humanidad y la consciencia, sino que también dio como resultado
418 Diferenciando el Canon

cambios en el propio capitalismo, en el cual, el trabajo proletarizado a cambio de un salario


prometía ser más lucrativo que los esclavos, que, si bien no requerían un sueldo, tampoco podían
consumir y de ese modo expandir los mercados capitalistas. Véase James, C. L. R., The Black
Jacobins, Londres, Allison & Busby, 1980, pp. 51-54 [ed. esp.: Los jacobinos negros, Ramón García
(trad.), Madrid, Turner, 2003].
102 Ibíd.
103 Bhabha, Homi, “The Other Question: The Stereotype and Discourse”, op. cit..
104 James, C. L. R., The Black Jacobins, op. cit., p. 47.
105 Stein, Robert L., The French Slave Trade in the Eighteenth Century, Madison, University of
Wisconsin Press, 1970; Curtin, Philip O., The Atlantic Slave Trade, Madison, University of Wisconsin
Press, 1970.
106 Dabydeen, David, Hogarth’s Blacks, Manchester, Manchester University Press, 1987; Wilson, Fred,
Mining the Museum, Baltimore, Maryland Historical Society, 1993.
107 L’Artiste 3, 1858, p. 456. Estaba en la subasta Verons en 1858 y fue vendido por la considerable
suma de 14.000 francos. En su intervención mediante la recreación del cuadro de Hogarth La
toilette de la condesa de la serie Matrimonio a la moda como representante de un momento
de transformación nacional en el arte y la historia británicos hacia la configuración actual de
conflicto ideológico y político, Lubaina Himid reconstruyó la figura de la criada negra sirviendo
café a la ávida oyente en su distraídamente brillante vestido de satén blanco y la cambió por la
figura de la mujer negra artista en el actual, y aún racista, mundo del arte feminista. Como una
forma impresionante, vestida de negro, la identidad semiótica de esta figura no es cuestión de su
“color” sino de su posición y su escala. Las relaciones de poder reales son aquellas de propiedad
o servidumbre, y las formas en que su legado ideológico como racismo estructura todavía las
relaciones contemporáneas entre las comunidades de artistas blanca y negra. Lubaina Himid usa
medios formales, escala y posición, para reclamar estatus creativo dentro del mundo del arte y más
notas

allá de este, en el mundo de la realpolitik y el peligro real. La escala y la posición también desafían el
personaje estándar de las mujeres negras como criadas de las economías blancas y sus culturas, al
hacer a la mujer negra el centro figurativo e inquisidor de la escena alegórica.
108 Reff, Theodore, Manet: Olympia, op. cit.; Cachin, Françoise, Manet 1832-1883, op. cit., p. 178. La
primera referencia a Jalabert tiene lugar en Mathey, François, Olympia, París y Londres, Editions du
Chêne y M. Parrish, 1948.
109 Hay una lámina de estudios para la pintura (París, Musée du Louvre) que incluye un dibujo de
una mujer africana, con el detalle de su gesto de la mano y el pañuelo de la cabeza. Se considera
generalmente que esta figura fue dibujada basándose en una modelo de París, pues no aparece en
los estudios detallados realizados aparentemente in situ cuando Delacroix fue autorizado para visitar
los aposentos de la mujer en una residencia privada de Argel. Estos estudios incluyen los nombres
de las mujeres, transcritos por Delacroix como Mouney Ben Sultane, Beliah, Zera Tuboudje. Algunos
han sugerido que los únicos interiores a los que tuvo acceso eran judíos, y por lo tanto esas mujeres
representan a mujeres judías. Pero los nombres en los dibujos y las indumentarias sugieren que la
anécdota de su visita a los aposentos femeninos privados de una residencia musulmana en Argel es
aceptable. Las mujeres judías en los dibujos de Delacroix llevan vestidos y un tocado especial con
cuatro esquinas. Véase Johnson, Lee, The Paintings of Eugène Delacroix 1832-63, Oxford, Oxford
University Press, 1986, láminas 196-197. Charles Cournault, que proporcionó la información sobre la
visita de Delacroix, recuerda que le dijo que había mujeres y niños en aquellos aposentos. El carácter
familiar de los aposentos femeninos resulta siempre eliminado para recrear el harén como el espacio
de la sexualidad encerrada, más que como la sede de la maternidad.
110 Este detalle de identidad en Odalisca destaca por contraste con aquellos dibujos que examinan lo
que un artista europeo, Ingres, tenía para ofrecerle a Manet, donde el rostro del desnudo se deja
perturbadoramente en blanco. (Véase, por ejemplo, el Estudio para Olympia, 1862/1863, París,
Musée du Louvre, Cabinet des Dessins).
Parte IV. ¿Quién es el otro? 419

111 Françoise Cachin prefiere fechar el dibujo en la fecha escrita. Sin embargo, escribe: “El tema
romántico y oriental inspirado por Ingres y, por encima de todo, por Delacroix, es excepcional en
la obra de Manet, y aparece con un espíritu bastante diferente a aquel con el que más tarde pintó
La sultana (RW I, 175)”, Manet 1832-1883, op. cit., p. 191. Apoyo la primera parte de la frase, pero
pongo en duda lo del carácter excepcional. Sospecho que esa consideración surge del deseo de
marcar una separación entre orientalismo y arte moderno, cuando se demuestra a menudo que
ambos están endémicamente entrelazados. Una de las funciones del canon del arte moderno es
mantener esta separación históricamente falsa.
112 Zola, en Gronberg, Theresa Ann, Manet: A Retrospective, op. cit., p. 75.
113 Sobre este “efecto realidad” (Roland Barthes), véase Nochlin, Linda, “The Imaginary Orient”, op.
cit., pp. 36-41.
114 Bal, Mieke, p. 284.
115 Helen Bradley Griebel concluye su análisis sugiriendo que el pañuelo en la cabeza tiene sus raíces
en el adorno africano de la cabeza y el pelo en diversas culturas, y encuentra su material en los
inicios del comercio donde los seres humanos se intercambiaban por telas tejidas, a menudo de la
India (Madrás). Un uso impuesto es un símbolo de atadura en las Américas, y una forma funcional
de prevenir los piojos adquiere significado ideológico en la negociación afroamericana/caribeña y
la resistencia a su situación, de modo que una insignia de esclavitud puede ser también un símbolo
de continuidad con un linaje preservado. Véase Bradley Griebel, op. cit.
116 Aquí tengo un pequeño problema con la cronología, pues parece que muchos de los cuadros
obvios en los que tiene lugar esta combinación de orientalismo y esclavitud son posteriores a
Olympia (1863). Por supuesto, este tropo aparece antes y ampliamente en litografías y grabados
que circulaban por los márgenes de la cultura pública, expuesta y oficial, proporcionando espacios
intermedios entre la pornografía descarada, la erótica clandestina y el discurso público sobre
la gestión de los materiales sobre sexualidad y su representación. La investigación de Heather

notas
Dawkins sobre el contexto de esta pintura lleva a primer plano esta área de la representación
sexual. Ha descubierto que el mayor conjunto de obras que atraían la censura en la década de 1860
eran las representaciones de escenas sexuales multirraciales o las escenas íntimas entre mujeres
de distintas razas. Sugiere que esto debe hacernos cuestionar la abrumadora prostitucionalización
de la pintura en la mayoría de las interpretaciones realizadas en los últimos años. Ciertamente, es
una pintura sobre la sexualidad, pero este otro archivo al que se debe referir esta pintura indica otro
conjunto de limitaciones o transgresiones potenciales que entrañaba el proyecto de Manet. No la
frontera entre lo alto y lo bajo, la circulación pública y privada de las escenas sexuales, sino entre
lo lícito y lo ilícito, lo aceptable y lo obsceno, entre las sexualidades masculina y femenina que se
representan mediante el tropo del color.
117 Agradezco a la profesora Joanne Eichler sus conversaciones sobre el comercio de tejidos en la
vestimenta africana.
118 Marandel, J. Patrice, Frédéric Bazille and Early Impressionism, Chicago, The Art Institute, 1978, p. 112.
119 Esta cuestión se convirtió en una serie de tiras cómicas feministas dibujadas por Jackie Fleming
en 1978. La joven de la serie ve primero un anuncio de maquillaje y se rehace la cara; luego ve un
anuncio de moda y se viste por completo “a la última”; a continuación visita una galería de arte y
sigue el ejemplo de los cuadros: se desnuda y se recuesta en una pose estética, solo para verse
detenida y sacada del lugar por dos corpulentos policías. La serie de dibujos se presentó en lugar
de un ensayo en el primer curso de lectura feminista que impartí en la Universidad de Leeds.
120 El mercado de esclavos era un tema popular con Gérôme, que pintaba justo escenas así; véase
Ackerman, Gerald M., The Life and Work of Jean-Léon Gérôme, Londres, Sotheby’s Publications,
1986, pp. 79, 162, 217, 222, 328.
121 Sobre este gesto, véase Salomon, Nanette, “The Venus Pudica: Uncovering Art History’s ‘Hidden
Agendas’ and Pernicious Pedigrees”, en Generations and Geographies in the Visual Arts: Feminist
Readings, Griselda Pollock (ed.), Londres, Routledge, 1996, pp. 69-87.
420 Diferenciando el Canon

122 Se ha argumentado que los pechos desnudos simbolizan la Libertad y que la extensa longitud del
material muestra que el sujeto no puede ser una esclava. Nabakowski, Gislind, et al., Frauen in der
Kunst, Frankfurt am Main, Suhrkamp, 1980, 1, p. 283.
123 McCloy, Shelby T., The Negro in France, op. cit.
124 Gilman, Sander, “Black Bodies, White Bodies”, op. cit.
125 Cuvier, Georges, “Extraits d’observations faites sur le cadavre d’une femme connue à Paris et
à Londres sous le nom de Vénus Hottentote”, Mémoires du Musée d’Histoire Naturelle, vol. 3,
1817, pp. 259-74, reimpreso con láminas en 1824. Sander lista seis publicaciones de autopsias
de mujeres africanas que detallaban y a menudo ilustraban los genitales. Dos de ellas fueron
publicadas en 1867 y 1869.
126 He elegido no ilustrar esta famosa imagen, en un intento de no replicar lo expuesta que está. Para
ilustraciones y otros documentos, véase Edwards, Paul y Walvin, James, Black Personalities in the
Era of the Slave Trade, Londres, Macmillan, 1983.
127 Farwell, Beatrice, Manet and the Nude, op. cit., señala el importante detalle de que el desnudo
recostado es tradicionalmente una durmiente, y que parte de la innovación de Manet es
precisamente despertarla y presentarla bien alerta, confundiendo la carga tradicional de esta
imaginería: la fantasía de la contemplación voyeurista de una desnudez inconsciente. De
aquí la evidente alarma de Kenneth Clark sobre la unión de una consciencia tan asertiva a un
cuerpo desnudo que puede satisfacer efectivamente su tarea visual solo si la consciencia está
temporalmente ausente.
128 Heather Dawkins no solo afirmó esto a través de su investigación en los archivos de imágenes
censuradas en la década de 1860, que mostraban escenas interraciales entre dos mujeres;
también, en respuesta competitiva a esta pintura, se cree que Courbet pintó El sueño (1866,
París, Musée du Petit Palais), una escena lésbica que devuelve a las mujeres al sueño. La obra fue
encargada por Khalil Bey.
notas

129 Según Littré, sultana ya era un sinónimo de prostituta. Manet “pintó una obra con el título de La
sultana (1871, Zúrich, E. G. Bührle Collection), de la cual Charles Moffett sugiere que se puede
interpretar como una prostituta disfrazada. El vestido transparente expone su desnudez, aunque el
artista parece haber intentado inventar las señales de la diferencia étnica en sus rasgos, de modo
que correspondan al diván y el narguilé del primer plano. The Passionate Eye: Impressionist and
Other Master Paintings from the E. C. Bührle Collection, Zúrich, Artemis Verlag, 1990, núm. 23.
130 Amedée Cantaloube en Le Journal Amusant escribió: “una especie de gorila hembra, una figura
grotesca envuelta en caucho y rodeada de simios negros en una cama”, y probablemente el mismo
escritor, ahora con el nombre de Pierrot, escribió sobre una mujer en una cama, “una especie de mona
burlándose de la pose de la Venus de Tiziano”. Citado en Clark, T.J., “Preliminaries”, op. cit., p. 26.
131 Véase Corbin, Alain, “Commercial Sexuality in Nineteenth Century France: A System of Images and
Regulations”, Representations 14, primavera de 1986, pp. 209-219.
132 Artemisia Gentileschi y su representación de Judit con su criada Abra como una mujer joven marca
una resistencia temprana a este otro tropo de la joven belleza y el horror envejecido como las dos
caras de la feminidad.
Parte IV. ¿Quién es el otro? 421

Julie Manet, 1894 (hija de Berthe Morisot), fotografía. París, colección privada
422 Diferenciando el Canon

EPÍLOGO

Quiero concluir con otra fotografía fechada en 1894. El mismo vestido, el


mismo rostro, otra mujer. Julie Manet, la hija de Berthe… pero esa es otra his-
toria, ¿verdad? Las madres, las hijas y el duelo. Aquí es donde empecé y donde
termino, por ahora.

Julie Manet tras su boda, fotografía. París, colección privada


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Índice analítico 435

Abel, Elizabeth 297 escuela de pensamiento de los Annales:


instituciones académicas: papel en la creación concepto de historia 65
de cánones 35-7; estudios especializados Anunciación: imágenes 300
y el canon 39-41, 46, 270; presencia de las Anquetin, Louis: Moulin Rouge 119
mujeres 25 antropología: mala apropiación de las culturas no
Académie Julian 259 occidentales 245, 362; e historia psicológica
Achebe, Chinua 363 del individuo 48
Adhémar, Jean 357, 367 arte: y creación de imágenes y símbolos 320, 322;
Adorno, Theodor 246 y guerras culturales 25, 37, 43; como discurso
estética: ideas de Freud 48-50, 54-5, 153; del otro 107, 167-8, 229; jerarquía de medios
jerarquías de clase, raza y género 58-9, 145; y materiales 61; institución 402, 410; teoría
ideas de Kristeva 72, 153; de la resistencia de Kristeva de las prácticas estéticas 70, 72;
247; y lo inconsciente 67 como objeto creado por el discurso 64; y
África: explotación colonial y esclavitud 244, psicoanálisis 26, 51, 218, 318; como práctica
247, 265-6, 269-70, 346, 374, 385- terapéutica y liberación 268; mujeres en
7, 394, 402; Diáspora 244; estallidos oposición 25, 316-17
de violencia 271; cartografía 251, I’art féminin 304, 316
263; Pasaje del Medio de la esclavitud galerías de arte: y el canon 36, 45
269-70; sexualización como femenina historiadores/as del arte: feministas 46-9, 62,
253, 265; asociación occidental con la 75-6, 121, 157-9, 185, 200, 345-6, 407;
negritud/oscuridad 259, 349, 374; mitos vocabulario racista 138
occidentales 247, 259, 385 historia del arte: cánones 33, 35-6, 106, 246,
Afroamericanos: exclusión del canon 38, 265; 264-5, 345, 409-10; como discurso 47, 81,
experiencia de Josephine Baker 259 150, 246; falta de apreciación por el género
Cultura africana: apropiación/mala apropiación rural 93; incapacidad de afrontar la pérdida
245, 263; influencia en el postimpresionismo materna 229; el feminismo y el canon 25-
253; y arte moderno/modernidad 27, 252-3, 6, 42, 55, 63, 106, 410; intervenciones
259, 262, 385, 395, 397; transformaciones y feministas 18, 20, 26, 28, 65, 67, 77, 163, 185,
cuadros de Himid 242, 252-3, 259, 263 213, 345; como discurso hegemónico 46,
Artistas mujeres 264; véase también cultura 145; imperativo heterosexista 81; importancia
negra; cultura norafricana mujeres africanas: de las obras de autor 112; mala comprensión
artistas 264; explotación colonial 400; de la obra de Gentileschi 166; moderno 262,
representación 384-97 3; y Olympia 348, 379, 388; percepciones
Africanismo: en la poesía de Baudelaire 356- de Cassatt 324-5; percepciones de Degas
7, 374; discurso 348-9, 360, 374, 406; 324; discurso falocéntrico 38; y psicoanálisis
desplazamiento por parte de Manet 350, 65, 74, 107; tradición selectiva 44, 47, 60,
374; presencia en los cánones del arte y la 410; como historia social 47, 106; y estudios
literatura blancos 37, 259, 362; racismo 407; especializados 272; como relato del Hombre 60
y representaciones de feminidades 346 artistas: de linaje africano 246; y biografía 49,
Economía agraria: a finales del siglo xix 86-7 106-7, 151-2, 163-4, 265; y el canon 25-
Aiken, Susan Hardy 38-9 alianza: 6, 35-6, 48, 51-2; creados por el discurso
estrategias 27, 46, 275-6 64, 167-8; mirada 320, 326, 400; como
ambivalencia: feminismo y representaciones “grandes hombres” o héroes 25, 48-9,
visuales; del cuerpo materno 75, 79, 105, 144 55, 103; y modelos 87, 309; y estructuras
arte estadounidense: coleccionismo 325 míticas 42-3; como productores más que
literatura estadounidense: canon 37 autores 213; y proyecciones en el mito 177;
animalidad/bestialismo: fantasías de sexualidad y 50-52, 74; como genios sufrientes 79, 81,
con mujeres rurales de clase trabajadora 106; transcendiendo la diferencia de género
83, 91, 93-5, 308; en representaciones de binaria 74, 262; identidad viril y autogenética
mujeres africanas 362 74, 139; véase también artistas mujeres
436 Diferenciando el Canon

cultura asiática: tradiciones 37 Bey, Khalil 136, 386


Astruc, Zacharie: poema que enmarca Olympia Bhabha, Homi 83-4, 287
376, 402, 405, 414n Biblia: textos canónicos 48, 374, 376
autoría: de Gentileschi 205, 214; importancia para la relatos bíblicos 160, 175-6
historia del arte 112; nociones 26-7, 214, 227 Bièfve, Édouard de: La almeh 197-9
autobiografía: y pintura 163, 165; de mujeres 29, oposiciones binarias: negrura y blancura 348-9,
194, 227-28 374; y creación de una contrasociedad 271;
Avril, Jane 120, 125, 127, 129, 135 Hombre versus Mujer 28, 68, 252, 258-60;
y negación de las prácticas culturales de las
Baartmann, Saartjie 400, 402 mujeres 62, 74; y el Otro 37-8
Bacon, Henry 303 biografía: y artistas 49, 106-7, 152, 164, 265,
Baker, Josephine 258-9 356; ideas de Freud 50-1; de Gentileschi 28,
Bal, Mieke: 31, 267, 394; sobre relatos y mitos 151; y Jeanne Duval 367, 373; y Laure 378;
bíblicos 174, 180; sobre la violación en los de Virginia Woolf 194-5; de mujeres artistas
cuadros de Rembrandt de Lucrecia 177, 231- 163-4, 220
4, 236; y nueva poética de la histeria 27, 345 bisexualidad: estudio de Garber 260
Banville, Théodore de 352, 360, 363 Bissell, R. Ward 175, 184
Barbauld, Anna Laetitia: en Las nueve musas de Biswas, Sutapa 247
Samuel 53 cultura negra: y modernidad 246-7, 266; y
Barnes, Djuna 255 postmodernidad 247; rescatar un futuro
Barney, Nathalie 255 264; véase también cultura africana; cultura
barroco: pintura histórica 27, 152, 168, 170, 176, norafricana
197, 200, 204, 228, 275 negro y blanco: y caricaturas de Olympia 405-8;
Barthes, Roland 42, 176, 184, 248, 302 en los cuadros de Manet 346-7, 351-2, 374,
Bastien-Lepage, Julien 96 380, 386, 407
Baudelaire, Charles: 28, 371-4; En El estudio del mujeres negras: artistas 247, 258, 266; en los
artista de Courbet 358; dibujos de Jeanne textos de Baudelaire 357; y belleza 374-6,
Duval 358-60, 363-4; Las flores del mal 352, 378; borrado de la subjetividad femenina
365, 404; relación con Jeanne Duval 346, 27, 377-8; genealogía 258; en los cuadros
354-6, 364-5, 367, 373; y Manet 347, 350, de Himid 243, 251-2, 262; en los cuadros
353-4; poesía 356; teorías de la modernidad de Manet 369, 380-9; y modernidad 246-
347, 350, 352 7, 266, 406-7; mitos de sexualidad 386;
Bazille, Frédéric: Africana con peonías 397, 400; representaciones en el canon occidental 258,
La toilette 396 281, 349, 356; represión de feminidades por
Beach, Sylvia 255 el feminismo blanco 28
Beaton, Cecil: fotografía de Stein y Toklas 259-60 negrura: como ausencia y vacío 348-9, 409-
Beaux, Cecilia 330n 10; en el poema Olympia de Astruc 405;
Beckett, Jane 242 en la poesía de Baudelaire 357; teología
Bell, Vanessa 253 cristiana 339; y racismo epidérmico 348,
Bellini, Giovanni 315 373; imágenes en Olympia 402-3; lenguaje
Benjamin, Walter: sobre la diferencia de género y 405; como pérdida y duelo 407; asociación
la modernidad 139 occidental con África 258, 349, 374
Benoist, Marie-Guillemine: retrato como africana Blanche, Jacques-Émile 369
397-401 Bloom, Harold 36-7, 40, 184, 244
Benouville, Léon: Esther (Odalisca) 389, 392 Boccaccio: visión de Cleopatra 217
Benstock, Sheri 255 el cuerpo: de la dama/madre burguesa 88, 102-
Benveniste, Émile 302 3, 298, 300, 309, 312; experiencia infantil
duelo 29, 195, 220, 237, 352 71, 95; y lo femenino 114, 229, 295-6,
Bertall: caricaturas de cuadros de Manet 352, 309; feministas sobre el de la mujer 154,
406, 408 158, 193, 298; imaginerías de la prostituta
Índice analítico 437

75, 114, 404, 406; ideas de Kristeva 71- del cuerpo femenino 209; crítica 37,
2; cartografiado para la sexualidad 94-5; 39-43; deconstrucción 63, 72-3, 243-4;
materno y no materno 74-5, 79, 139; diferenciación 26, 37-8, 42-3, 46, 67, 75-
representaciones de mujeres por Cassatt 6, 105-7, 236-7, 244-5, 263, 281, 349,
308-12; representaciones de mujeres por 407-9; estructura discursiva 26, 43, 63, 81,
Gentileschi 28, 210, 215; papel en la pintura 246; desdén por los naturalistas del Salón
barroca 204; importancia de las regiones 96; exclusión de grupos sociales, clases
inferiores y superiores 101-2; y subjetividad y razas 36-7, 44, 244-5; exclusión de las
72, 216; Toulouse Lautrec y sus bailarinas artistas 37-8, 43-4, 52-6, 59-60, 106-7,
114, 125; de la campesina de Van Gogh 89- 193, 227; exclusividad 25, 37, 39, 46, 245;
91; de la mujer de clase trabajadora 88-9, 94, crítica feminista 25-6, 37-47, 52-55, 59-
101, 103, 114, 117-8, 308-9, 312, 327 63, 66-7, 149, 193, 227, 246, 337, 343; y
Bonheur, Rosa: La feria de caballos 77n cartografía geo-étnica 245; y hegemonía
burguesía: el cuerpo como metáfora social 93, 44-6; importancia de Manet 343, 345-6, 407;
298, 308-12; en la obra de Cassatt 284, 293, marginación de las artistas 60-2, 169, 252-3,
303, 307, 309, 327, 329; cuerpo femenino 88, 263; estructura y mitologías masculinas 26,
300-1, 309; fantasías masculinas 88-9, 93- 38, 43, 48, 52, 60, 63, 79; del arte moderno
5, 141-2, 348, 393; y modernidad 252, 340, 37, 75, 245, 262, 345, 409-10; estructura
409; figura de la madre 101-2, 116-7, 293; narcisista 26, 52; origen y uso del término 34,
y sexualidad 96, 100, 102, 117, 124, 140-1, 48; relectura 39, 42, 73, 386; venganza contra
307; en los cuadros de Tissot 248-50 245, 264; selectividad 37-9, 47, 60, 244, 264;
Boyce, Sonia 247; Hablan las mayores 287, 289 y diferencia sexual 26, 43-4, 54, 63; y tradición
Boyle, Kay 255 44-8; dominación blanca 37-9, 45, 55, 265
Braque, Georges 255 Caravaggio, Michelangelo Merisi da 81, 160; Judit
Bracquemond, Marie 252 decapitando a Holofernes 181-184; estilo de
Breeskin, Adelyn: catálogo de Cassatt 313 pintura 159-60, 228, 235
Breton, Jules 96, 101, 107, 109n; El ocaso 97-8; Carriera, Rosalba: El hombre de gris 77n
La espigadora 92; La cosecha de semillas de Carter, Angela: Venus negra y Jeanne Duval 365-
amapola 84; La cosecha de la patata 98; La 6, 409-10
retirada de las espigadoras 84-5 Carter, Elizabeth: en Las nueve musas de Samuel 53
Breuer, Josef: tratamiento de la histeria 166 Cassatt, Katherine Kelso 318-23; cuadros de su
Gran Bretaña: esclavitud y relaciones de clase 387 hija Mary 319-322
Bronfen, Elisabeth: Over Her Dead Body 223, 225 Cassatt, Mary: 29, 43, 60, 64, 255, 266, 281,
Brontë, Charlotte: como artista y erudita 197;y Lucy 325, 346; comparación con Degas 327-9;
Snowe de Villette 196, 199-200, 213, 226-7, exposición en la galería de Durand-Ruel
236, 243; como huérfana de madre 226 (1891) 283, 297; feminidad en su obra 281,
Broun, Elizabeth 60 301-2, 304-29; como feminista 284, 326-
Bruselas: exhibiciones del Salón 197, 201 7, 329; importancia para el arte moderno
Bryher 255 325-7; exposición en la Galería Knoedler
Buisson, Jules 363 28, 324-29; y lo maternal 75, 290, 316-22,
329; modernidad 252-3, 281, 303-4, 318,
Cachin, Françoise 351-2, 357, 369-70, 389 327; como pintora de madres e hijos 284-5,
Caillebotte, Gustave 302 287, 289-94, 303-4, 318-19, 323-4, 329;
Campion, Jane: El piano (film) 365 fotografía 282; relación con la madre 318-23;
canon, canonicidad 35-6, 44; adición de representaciones del mundo burgués 284,
mujeres 26-7, 39-40, 43, 60-1, 63, 73, 149, 293, 301, 303-9, 312, 329; representaciones
153-4, 158-9; de textos bíblicos 48, 376; de mujeres trabajadoras 307, 329; aspectos
construcciones por parte de la historia técnicos de su obra 283, 285-6, 287-90, 293,
del arte 33, 35-6, 106-7, 264-5, 345, 296-7, 303-4, 318, 326-7; obras: Peinarse
350; convenciones de la representación 308; Grupo familiar 319; La prueba 306-7,
438 Diferenciando el Canon

309; En el palco 254; En el ómnibus 303-5; canon 60-61; prejuicios de Degas 307-8; y
Dama tomando el té 329; La carta 297, 299, sexualidad 102-3, 142, 306, 351-2, 354-5;
302; Louisine Havemeyer y su hija Electra Toulouse-Lautrec 137, 142; y cuerpos de
287, 290-1, 323; La caricia maternal 314, mujeres en el siglo xix 88, 93-4, 101-4, 114-
317; Mujer moderna (mural) 316; El beso 15, 118
de la madre 313-4; Retrato de Katherine Claudel, Camille 151
Kelso Cassatt 321; Leyendo Le Figaro 319, Cleopatra: historia 200, 219; imágenes y mitos
321; Mujer a una mesa de café 114; Mujer 170, 197-8, 211, 214-20, 228-9, 235,
lavándose 308, 311; Mujer e hija 329; Joven 243, 264-5; retrato en Villette 197-201; en
madre cosiendo 285, 287-90, 328-9 Shakespeare 184
castración: complejo 72, 103, 121-3, 129; Cleopatra (cuadros de Gentileschi) 27, 204-15,
y deficiencia en el cuerpo 127, 138-9; 217, 220-5, 228-29, 236-7, 334n
representación como simbólica 166-7; y Guerra Fría: historia del arte 245
sacrificio 273; amenaza de la madre/mujer Colette 255
155, 186, 216, 301-2; de la mujer 134, 216 colectividad: y feminidad 70; y feminismo 27-8,
cerámica: arte 61 63, 75, 145, 274-6
Ceres: imagen simbólica 98 colonialismo: y representaciones artísticas
Cham: caricaturas de cuadros de Manet 351-2, 255; borrado de la subjetividad femenina
406, 408 negra 377-8; explotación de África 245-6,
castidad 98, 170, 197,235 264-6, 346-7, 374-5, 385-6, 395, 400-2 ;
Chéret, Jules 120 y orientalismo 345-6, 385, 394-5; racismo
Cherry, Deborah 242 348-9, 385-6; papel de las mujeres negras
Chicago, Judy: The Dinner Party 78n, 382 258-62; y selectividad de los cánones 245;
niño/niña: efecto de la cultura 104, 115-6, 156, español 396
301-2; experiencia de la pérdida 268, 315-6; colonización 39, 374, 386, 394
experiencia de la sexualidad y la diferencia color: en los pasteles de Cassatt 283, 297; en los
70-1, 95, 104, 114-6, 118; y la familia 104, cuadros de Himid 251-2, 255, 262
114-6, 118; y lo maternal/la madre 67-8, 72, Conrad, Joseph: El corazón de las tinieblas 363
93, 101-5, 117-8, 122, 139-40, 156, 217-18, Courbet, Gustave 325; El taller 355, 358; El sueño
290, 295, 303, 318 141, 262, 420n; Los picapedreros 307
Chocolat 135-7 Cournault, Charles 109n
Choubac, Alfred: imagen de portada para Fin de Cowie, Elizabeth 188n
Siècle 134 alianza creativa/pacto creativo 29, 42-5, 236-7,
cristianismo: imágenes de la madre y el niño 315; 274-5
escisión de la feminidad 339; teología de la creatividad: negación canónica de las mujeres
oscuridad/negrura y la luz/blancura 349, 374-6 193; correlación con sexualidad 73; y
cine: representaciones de la pérdida maternal 219 lo femenino 229; mitos masculinos 38,
Cixous, Hélène 151, 185-6, 238n 79; asesinada en las mujeres 194, 227,
Clark, Kenneth 36, 212, 386 236-7; como liberación del trauma 267;
Clark, T. J. 277n, 283, 307, 309, 383, 386-7 identificación de la masculinidad blanca con
relaciones de clase: en la obra de Cassatt 28- ella 43-4, 74-5
9, 306-12, 329; conflicto y sexualidad en criollo: nociones 361-2
Germinal 99; diferencia y lo feminino 301-2, travestismo: Toulouse-Lautrec 119
329, 394-5; divisiones dentro del colectivo cubismo 255
de las mujeres 75, 144-5, 153, 301-2; e análisis cultural: feminista 26, 75-6, 144-5, 152-3;
intercambio entre artista y modelo 88, 102, empleo del psicoanálisis 93, 156, 215-8
309, 312; análisis feminista 281; y formación estudios culturales 40-1, 47
de la masculinidad 104-5, 141-2; jerarquías cultura: y desarrollo de la infancia 104-5, 116,
144-5; en los cuadros de Manet 75, 309, 312, 156, 301-2; y naturaleza 165; como ámbito
345-6; y orientalismo 394-5; y poder en el del Padre y el Héroe 62; guerras 26, 37, 43,
Índice analítico 439

59; identificación de la masculinidad blanca representaciones visuales 26, 79, 93, 107,
con ella 43 160, 162, 170-1, 228, 318, 323, 386
Curtiss, Mina 405 Désossé, Valentin le 125, 132
Diana (diosa de la luna) 172
Dagnan-Bouveret, Jules 109n diferencia: absoluta 27, 63, 105-6, 125; análisis de
bailarinas: en la obra de Degas 319, 323-4, 326-7; estructuras 42-3, 55; coexistencia of 45-6; y
y Toulouse-Lautrec 114-5, 118, 123-7, 137- différance 69-72; y divisiones en el colectivo
9, 141-2 de las mujeres 27-8, 264-5, 302; y feminidad
dama oscura: en los cuadros de Manet 347-50, 25, 67, 226, 276, 193-4, 302, 329, 345; y
358, 369-70; Morisot como 337-9, 348, 352- fetichismo 386; organizadora de segregación
3, 409-10; tropo 347, 357, 362, 364 y división 45-6; ideologías falocéntricas
Dawkins, Heather 418n, 420n 27, 65-7, 104; papel en el feminismo 26-7,
De Kooning, Willem véase Kooning, Willem de 42-3, 68, 227, 272-3, 275-6, 302; en obras
De Lauretis, Teresa véase Lauretis, Teresa de muerte de Cassatt y Manet 281; véase también
211-12, 215, 223-5; véase también duelo diferencia sexual
Debat-Ponson, Édouard Bernard: El masaje 396 discapacidad 144-5; Toulouse-Lautrec 137-8
deconstrucción: de actitudes de la historia del Dolan, Therese 412n
arte 54-5, 144-5; del canon 63, 73, 243; de La Dolce Vita (Fellini) 151
la categoría “mujeres” 159-60; diferencia Doolittle, Hilda (H. D.) 255
entre “ser mujer” y “devenir en lo femenino” Douard, Cécile 96
72; del mito del “gran hombre” 54-5; de la Los hundidos y los salvados (Levi) 270
jerarquía de género 60-1; lacaniana 124; Duez, Ernest-Ange: Esplendor 89
de oposiciones y pares binarios 42; del Dumas, Alexandre 355
falocentrismo 67 Duncan, Carol 108n, 277n
Degas, Edgar 65, 75, 81, 309, 412n; comparación Duret, Theodore 354
con Cassatt 326-9; aspectos formales arte holandés: siglo xvii 325, 406
y técnicos 324; exposición en la Galería Duval, Jeanne: modelo de dibujos de Baudelaire
Knoedler 27, 284-7, 307-8, 324-9; misoginia 358-65; en El taller de Courbet 355, 359;
27; modernidad 327; representaciones de como figura demonizada y odiada 350-1,
mujeres 27, 212, 317, 319, 324; obras: Las 366, 373, 409-10; descripciones 358-73;
pequeñas sombreras 307-8; Retrato de la discurso en Black Venus de Carter 365-6;
familia Belleli 293; Retrato de Giovanna y como ficción 356-7; hibridación 350-1,
Giulia Belleli 293 361-2, 374; ideas sobre su “negritud” 344,
Delacroix, Eugène 345, 392-5; Odalisca 389; 348; relación con Baudelaire 346-7, 354-6,
Mujeres de Argel 389-93 367, 373, 408; en cuadros de Manet xvi, 28,
Delance-Feugard, Julie 303 343-52, 356-7, 367-74; vínculos con Laure
Dalila: y Sansón 88-9 y Berthe 28, 345, 350-1, 357; huellas de su
Demont-Breton, Virginie 304 historia 355
Denvir, Bernard 119
Derrida, Jacques: sobre la différance 68-9 l’écriture feminine 298, 301
deseo: femenino 26, 54-5, 67, 83, 205, 260, 262, Eglantine, Mademoiselle: compañía de baile 125-
292, 301, 323, 358, 386; feminista 75, 106-7, 7, 135
152-3, 156, 177, 213-14, 236-7, 275, 358, Egley, William Maw 303
409; y escritura feminista de la historia 28, cultura egipcia: apropiación para las teorías
43, 53-4, 76, 107, 180, 194-5, 243-4, 386- modernas 217-8; y Cleopatra 199-200, 216-
7, 409-10; en la formación de los cánones 19, 243-4; y pintura de Himid 247; imágenes
42-3, 73, 209-10; lésbico 141-2; masculino de Isis 217-8
55, 83, 103, 144-5, 160, 162; y lo maternal Eichler, Joanne 419n
100, 315, 318; del lector o el espectador Ellis, John 123
180, 408; y autorreflexividad 73-4, 76; y aguja: artes 61
440 Diferenciando el Canon

Imperio, ideología del 248-9 identificación de Kristeva 69-70, 153, 213;


Ilustración: y orientalismo 199-200 vínculos entre Laure, Jeanne, Berthe 347; en
Eros 52 cuadros de Manet 73, 281, 344, 354, 358,
erotismo 212, 370; del orientalismo 343, 348, 379-80; mascarada 88, 308-12; en la obra de
385-6, 391-2; Renacimiento 165, 348 Morisot 316-7, 337; mitos 43, 66; negación por
etnografía: mala apropiación de culturas no la masculinidad y el arte 37, 42, 61-70, 144-
occidentales 245-6, 385, 402 5, 154-5, 168; de la dama del siglo xix 88-9,
Etty, William: La llegada de Cleopatra a Cilicia 114-15; en Olympia 394-5; oposición con lo
199, 202 femenino 114-5; como otra 61, 272-3, 318,
exotismo: imágenes de mujeres 339-57 322-3; placeres 42, 66-7, 158, 167, 193, 213-
Ezell, Margaret 193 4, 220, 322-3; polarización de la dama blanca
y la dama oscura/negra 339, 379-80, 394-5;
familia: y desarrollo infantil 104, 115-8 formaciones psíquicas 158, 204-5, 236-7, 296,
Fanon, Frantz 348, 373, 378, 404 321-3; represión de lo negro por lo blanco 28,
fantasías: del varón burgués 87, 93-101, 116-7, 377-8; y la espectadora/lectora resistente 203,
392-3; en el desarrollo de la infancia 67-8, 212, 243-4, 297; señales en el arte de mujeres
156-7; y lo femenino 152-3, 184-5; feminista 72-3, 152-3, 170, 204-5, 220, 229-30; y
xiv; para gestionar la separación y la pérdida subjetividad 66-7, 72-3, 152-3, 213, 274, 317,
103-4; de lo maternal/la madre 67-8, 75, 93, 321-3; textos 184-5, 204-5, 213-4; de la clase
102, 105-6,115-6, 124, 144-5, 218-9, 290, superior, madre blanca 114-5
296, 315 ; y sexualidad 83, 94-5, 115-6, 139- feminismo: y adulación de las “maestras antiguas”
40, 385; y representaciones visuales 26, 81, 27; y aplicación de ideas suyas a la obra de
112, 216-7, 228, 316-7 Freud 54-5, 79; acercamiento a la pintura
Farwell, Beatrice 340, 347, 386 266; e historia del arte 46-7, 65-8, 76, 107,
fascismo 246, 271, 273 112, 149, 152-3, 157-9, 162-3, 186-7, 193,
padre/Padre: importancia para el artista y el 246, 265, 345, 401-2, 407; y obra de Cassatt
canon 52, 54, 62; importancia en la obra de 329; y colectivo de las mujeres 28-9, 65, 75,
Toulouse-Lautrec 127-8; idealización infantil 152-4, 275-6; creación de mitologías 27,
de y subsiguiente rivalidad con él 48-9, 184; 42, 193-5, 236-7;crítica del canon 26-7, 37,
y madre/Madre 103-4, 155; y complejo de 41-3, 45-7, 52-5, 62-5, 68, 149, 193, 227,
Edipo 104, 115, 316; y ley patriarcal 105, 154, 246, 337, 340; crítica de lo femenino 65-
218, 234; teorías psicoanalíticas 48-9, 52, 54, 7, 71-5, 154, 229-30; crítica como “visión
301-2; identificación del hijo 104, 115, 315; desde otra parte” 41-2, 66, 75, 407; análisis
asesinato simbólico por la hija 182-3 cultural 27, 75-6, 144-5, 153-4; y deseos
Fellini, Federico: La Dolce Vita 29, 194-5, 226-7 106-7, 152, 156, 177-8, 213, 236-7, 275-6,
Felman, Shoshana: 29, 194-5, 226-7; What Does 326-7, 358, 407; y el cuerpo femenino 154-
a Woman Want? 227 7, 193, 297-8; y “guetoización” en la historia
femininidad/lo femenino: y el cuerpo 114-5, 228, del arte 27; heroínas 42, 149; y escritura de
294-7, 308-12; en los cuadros de Cassatt 281, la historia 29, 43, 52, 76, 107, 180, 194-5,
301-2, 307-12, 316-7, 322-3, 329; censura 244, 326-7; identificación de dos formas por
167; escisión cristiana de la Madonna y la Kristeva 271; de larga duración 76, 275-6;
Magdalena 339; y muerte 234-5; deseos 27, modernización de la diferencia sexual 27,
54-5, 66, 83, 204-5, 322-3, 386-7; diferencia 65-6, 154; y arte moderno 26-7, 258-9,
con “ser mujeres” 70, 226; diferencias 26, 297, 326-7; y la noción de movimiento 65-6;
66, 226, 275-6, 293-4, 301-2, 329, 346; y oposicional 281; politización de cuestiones
feminidades en plural 66, 70-1; crítica feminista sexuales 272-3; planteado al margen de la
65-73, 153-4, 228; en la obra de Gentileschi historia del arte 42; y psicoanálisis 27, 54-5,
174-5, 211-3; en imágenes de la madre y la 65-6, 71-2, 93, 156-8, 215-6; y lectura de
hija 289-93, 318; inscripciones 28, 55, 71-3, representaciones artísticas 79, 228-30, 342-
154, 157-8, 175, 204-5, 226, 228, 236-7, 297; 3; interpretaciones del fetichismo 121-2;
Índice analítico 441

interpretaciones de mitos 199-200, 236-7; y Gallop, Jane: sobre “La carta de amor” de Leclerc
represión de feminidades negras 28; papel de 296-302, 312
la diferencia 27-8, 42, 68, 230, 272-3, 277-8, Gambart, Ernest 77n
301-2; buscando historias de mujeres 170; Garb, Tamar 148n
y autorreflexividad 27, 156, 271, 281, 340; Garber, Marjorie 260
escisión del sujeto 105-6 Garrard, Mary 31; sobre Gentileschi 162-5, 170,
estudios feministas: e historia del arte 47, 272 184, 204-20
feministas: como historiadoras del arte 46-8, 63- Gates, Henry Louis Jnr. 36-8
4, 74-5, 120-1, 155-7, 186-7, 199-200, 342- mirada: del artista 319-22, 402; y explotación de
3, 407; competición con el falocentrismo Saartje Baartman 402; generizada 119-121;
67, 71-3, 103-4, 153-5, 272-3, 297, 365-6; importancia en el arte 302, 340, 343
valorización de las mujeres artistas que Geefs, Fanny: La Vie d’une Femme 201
trabajan con tejidos 63-5 Geffroy, Gustave 131
Fénéon, Félix 369 género: y diferencia absoluta 27, 63, 155; e
fetichismo: y diferencia 386-7; del cuerpo historia del arte 47-8, 62, 163; y el canon 26-
femenino 216-7; lecturas feministas 121-2; 7, 61, 63, 246, 409-10; jerarquías 60-4, 247,
ideas de Freud 121-7; en lo masculino 72-3, 348, 355; y modernidad 139-40, 409-10; y
121, 321-3; y pornografía 134-6; color de piel orientalismo 199-200, 394-5; en la cultura
134-9, 386-7; Toulouse-Lautrec 122-145; y patriarcal 192-3, 355; poder desplegado
representaciones visuales 112, 322-3 en la representación de mujeres 88, 102;
Fin de Siècle (revista): imagen de portada de prejuicios de Degas 308; y diferencia sexual
Choubac censurada 134 62-3, 67-9, 105-6, 155, 262; y sexualidad en
Firing the Canon (plataforma de Nueva York) 38 la Roma de Gentileschi 165-9, 258
Fisher, Jean 245-6 genealogía: y mujeres negras 258; en la historia
Flanner, Janet 255 del arte canónica 264-5; feminista 149, 227;
Flaubert, Gustave: biografía de Sartre 164 maternal 39, 195, 226, 319; patrilineal 38;
Fleming, Jackie 419n pictórica 389
Foley, Margaret 265 Génova: en el siglo xvii 205, 215
Foucault, Michel 66, 96, 116-7, 125 Gentile, Pietro 205, 229
Francia: jerarquías de sexo y género 347; ideología Gentileschi, Artemisia 159-60; mala comprensión
de la maternidad 303; esclavitud y relaciones por parte de la historia del arte 164; duelo
de clase 386-7 220-3; y Caravaggio 181-4; significados
Frédéric, Léon 96 masculinos y femeninos rivales en su obra
Freud, Jacob 102 213-4; representación de heroínas 163-9,
Freud, Sigmund 293-4; sobre estética 48- 175, 215; excluida por el canon 60, 64, 148,
52, 55, 152-3; caso del “Hombre de los 264-5; análisis feminista 26-7, 150-51,
Lobos” 101-2; sobre la degradación en 186-7; Garrard sobre ella 162-5, 170, 184,
el amor 95-6; sobre fetichismo 121-7; 204-20; pérdida de la madre 75, 220, 224;
sobre heterosexualidad 143-4; ideas suyas en la cultura patriarcal 169-70, 226, 236-7;
aplicadas al feminismo 52, 54, 79, 215; violación 151, 162-9, 220, 228, 235; relación
estudio de Kofman 48-52; sobre el amor 88- con el padre 185, 220; y juicio de Tassi 163-
9; sobre la impotencia masculina 115-8, 139- 9, 228, 235; violencia en sus obras 152,
40, 144-5; sobre Marx 47; sesgo masculino 168-70; cuadros de Cleopatra 27, 204-37,
de sus ideas 52, 54, 124-5; sobre el duelo 334-5n; Judit decapitando a Holofernes 27,
242, 267; noción de productor 213-14; sobre 150, 163, 175-87, 420n; Lucrecia 27, 205,
el complejo de Edipo 54-5, 127, 144-5, 316; 229-37; Susana y los viejos 27, 151, 159-63,
teorías de la subjetividad 64, 155, 220, 222; 170-5, 180-1
sobre lo inconsciente 66, 156; trabajo sobre Gentileschi, Orazio 159-65; Judit 183-4
la histeria 166-7, 298-301 Gérôme, Jean-Léon 340, 384; El baño moruno 399
Gabhart, Ann 60 Gilman, Sander 384, 400
442 Diferenciando el Canon

Giorgione (del Castelfranco): Venus dormida 205-7 Himid, Lubaina: 27, 31, 63, 267; y estética de
Gogh, Theodorus van 102 la resistencia 247-8; y cultura e historia
Gogh, Vincent van 64; lectura feminista 79, 83; africanas 242, 253, 255, 264-5; y el canon
y figura de la madre 75, 101-2; cartas 87, 63, 245, 264-7; arte moderno y modernidad
108n; obra 90, 93, 107; adquisición de 244, 248, 253, 255-8, 264, 275; fotografía
modelos 87-8; lectura de Germinal 99- 241; como pintoria de historia feminista
101; representaciones de la vida rural y las poscolonial 27, 149, 242-8, 258, 264-6,
mujeres campesinas 83, 102, 105-6; como 270; referencias en sus cuadros 250-1, 264,
un intruso sufriente 81, 107, 139-40; Mujer 393-4, 417-8n; representaciones de mujeres
campesina encorvada, vista desde atrás 80- negras 244, 252-3, 259, 264; proyecto
106; Los comedores de patatas 83 Venganza 75-6, 242-53, 265-6, 269-70,
Gombrich, Ernst: Historia del arte 38 273-6; obras: Acto primero sin mapas 1251-
Gonzales, Eva 252 2, 254; Entre las dos se equilibra mi corazón
La Goulue véase Weber, Louise 248-50; Cinco 253, 256, 258-9, 262
Goya, Francisco de Goya y Lucientes 339-40, 385; materialismo histórico 216
Maja desnuda 389; estilo en Manet 370 historia: Himid y narrativas diferenciadoras 243,
diseño gráfico: primer arte moderno 93, 119, 131, 264-70; y mito 43; eclipse postmoderno
136-8 246-8; y subjetividad 247, 259; concepción
Griebel, Helen Bradley 416n tradicional 63
Grosz, Elizabeth 158 pintura histórica: barroca 27, 152-3, 168-76, 197,
Guiard, Adelaide Labille: Autorretrato con dos 199-200, 203-4, 227-8, 275-6; nueva forma
alumnas 58 en Venganza de Himid 246, 265-6, 274-6;
Guilbert, Yvette: autobiografía Chanson de ma Vie feminista postcolonial 27, 149, 264-5; y
129-32; dibujos por Toulouse Lautrec 128- cuadros 242-3
32; guantes 129-32; fotografía 128-32 escritura de la historia: y feminismo 28, 43, 52, 76,
Habermas, Jürgen 247 107, 180, 194-6, 243, 327
Hals, Frans 36 Hockney, David 253
Hamer, Mary 199, 216-8 Hodgkins, Frances 253
Harrison, Charles 144 Hollywood: imagen de Cleopatra 217
Havemeyer, Henry Osborne 284 Holocausto 270
Havemeyer, Louisine Elder: como coleccionista homosexualidad 55, 81, 118, 298
de arte 284-6, 323-7; cuadro de Cassatt con Hooch, Pieter de 285
su hija 286, 290-2, 323; fotografía 285; como “Venus hotentote” 402
sufragista 284-6 humanidades: necesidad de reformar los
Escrituras hebreas: canonización 35 currículos 37
Hegel, Georg Wilhelm Friedrich 260 histeria: lectura feminista 27, 345, 349, 384; trabajo
hegemonía 44-8, 247-8, 281 de Freud 166-7, 298, 300; tratamiento de
Heidegger, Martin 251 pacientes a finales del siglo xix 164-6
helenismo: metafísica de la oscuridad y la luz 349; identificación imaginaria: cuadros de mujeres
escultura; Ariadna dormida 208 pintados por Gentileschi 27, 214-5
Herbert, Robert 109n Imitación a la vida (film) 377
héroes: y el canon 42, 52, 55, 107; y el Padre 49- inmigración: crisis europea 270-1
54; susceptibilidad de las feministas 42, 54, impotencia: estudio de Freud 115-7, 139-43
186-7; mitología 26, 61-2 impresionistas 252, 284
heroínas: artistas 204-5; feministas 42, 149; cuadros incesto: tabú 71, 116-7
de Gentileschi 160, 162, 169-71, 214-5 India: estallidos de violencia 272
heterosexualidad: y opuestos binarios 27, 259-62; Ingres, Jean-Dominique: referencias de Manet a
dominación en el arte 45, 211, 385; ideas de 391-2; Odalisca con esclava 389
Freud 143-4; masculinidad 81-3, 116-7, 145, inscripciones de lo femenino: buscando 27, 55,
385, 394-5; de Parole de Femme 298 72-4, 155-6, 175, 205, 227-9, 236-7, 298
Índice analítico 443

Irigaray, Luce 158, 319-20 243-246; sobre la diferencia sexual y las


ironía: y autoironía 26 formaciones psíquicas 53, 60-63, 198
Isis 217-19 La Mure, Pierre véase Mure, Pierre La
cultura islámica 349, 389, 394 Laboulaye, Mlle 130
Israels, Josef 96 teoría lacaniana 123-124, 156, 296
barroco italiano véase barroco LaCapra, Dominick 35
Italia: representación de madre y niño en el arte lenguaje: como representación cultural 124, 176;
del Renacimiento 304, 307 Kristeva sobre el proceso de significación 56-
Jalabert, Jean: Odalisca 389, 391 58, 230-234, 281; teoría lacaniana 315; poética
Jameson, Fredric 246-7 72-73, 214; y el sujeto 64-65, 69, 70-71, 102-
Janson, H. W.: History of Art 38 103, 212-113; como orden simbólico 65, 70-
grabados japoneses 120, 312 73, 104-105, 272-273; y el inconsciente 65
judíos: antisemitismo 255; y Cantar de los Laure 381, 402; caricaturas 406; descripciones
Cantares 376, 415n; mujeres en los dibujos 353; descubrimiento de certificado
de Delacroix 418n bautismal, dirección 346; falta de historia
Jones, Allen 127 340; como doncella 28, 390, 399; retrato
Jones, Inigo 242 de Manet 340, 343, 402; empleo por Manet
Jones, Lois Mailou 259 como modelo 29, 120-121, 309, 316, 339-
Jordaens, Jacob: Susana y los viejos 168, 197 340; en Olympia 29, 356, 358, 367, 389, 398,
jouissance 169, 177, 281, 312-13, 315, 317, 318, 403, 405, 399; vínculos con Jeanne y Berthe
322, 329; en los grabados de Cassatt 281, 29, 356, 358, 367
312-3, 318-9, 329 Laurençin, Marie 253
Joy, George William 303 Lauretis, Teresa de 27, 41, 56n
Jueces: Libro de los 175-6 Lavieille, Adrian 108n
Judit: cuadro de Caravaggio 180-4; cuadro de Leclerc, Annie: “La carta de amor” (ensayo) 297-298
Veronese 390; cuadros de A. Gentileschi 27, Lehrer, Tom 272
151, 162-3, 175-87, 420n; cuadros de O. Lennox, Charlotte: en Las nueve musas de Samuel
Gentileschi 180-4; historia 160-77, 186-7, 53
236-7, 242-3 Leonardo da Vinci: estudio de Freud 50; Mona
Jullian, Philippe 142 Lisa 266
lesbianismo: en arte 70, 190; diferencia en su
Kahlo, Frida 43, 151 seno 28; implicaciones en el poema Olympia
Kauffmann, Angelica: Cleopatra adornando la de Astruc 402-405; Leclerc 297-298;
tumba de Marco Antonio 202; Dibujo 69; en amor como modelo de alianza 275-276; y
Las nueve musas de Samuel 402 voyerismo masculino 171, 174; Wittig 260
Khoi San (tribu, sur de África) 402 escritura de cartas: imágenes de las mujeres 298,
Kirchner, Ernst Ludwig: Bohemia moderna 253, 257 302-303
Klein, Melanie 29, 268 Levi, Primo: Los hundidos y los salvados 270
galería Knoedler (Nueva York): fotografías de Levi-Strauss, Claude 115, 165, 218
obras en la exposición de 28, 297, 307; Levy, Michael 77n
exposiciones en beneficio del Sufragio 28, Lewis, Edmonia 279n; La muerte de Cleopatra
195, 283, 295, 307, 319, 326 202; fotografía 76
Kofman, Sarah 31; sobre Freud 47-49 Lhermitte, Léon 96
Kooning, Willem De 75, 317 liberalismo: y posmodernidad 247, 275; y racismo
Kristeva, Julia: sobre arte/prácticas estéticas 69, 270, 274
123, 145, 345; sobre imágenes de Bellini de Lichtenberg Ettinger, Bracha: teoría de la Matriz
la Madonna y el Niño 315; sobre feminidad 72, 294
63-65, 134, 157; sobre el lenguaje como Linley-Sheridan, Elizabeth: en Las nueve musas
proceso de significación 62, 189, 240; sobre de Samuel 53
el sacrificio y el orden falocéntrico 60-62, Lipton, Eunice 346
444 Diferenciando el Canon

literatura: estadounidense 38; cánones 36-38; 346-7, 353-5, 358; relación con Morisot 339,
y feminismo 201, 234; y pérdida maternal 341; representaciones de Berthe, Jeanne,
264-265 Laure 28, 337-58, 366-74, 384-5, 396, 402-3,
Londres: exposición de O’Keeffe en la Hayward 409-10; uso del negro y el blanco 205, 255;
Gallery 263; exposición del proyecto obras: El balcón 339, 341, 409; La amante de
Venganza en el Royal Festival Hall 263; visita Baudelaire en un divan 340, 342-343, 350,
de Gentileschi 156 354, 371-372; Berthe Morisot con sombrero,
Long, Edwin: El mercado de mujeres de Babilonia de luto 352-353; Niños en el Jardín de las
415n Tullerías 376-375; Almuerzo sobre la hierba
pérdida: y fantasías 96; de la madre 29, 39, 55, 340, 366, 371, 398; Música en las Tullerías
67, 75, 90, 100, 219, 315; y duelo 299, 405; y 385; Odalisca 340, 359; Olympia 28, 252,
relato personal 29, 298, 301; en el sujeto 72, 303-304, 340, 343, 346, 348-350, 354-357,
121, 156, 214 359, 364-368, 371, 376-377, 379, 383, 388-
amor: y degradación 132, 140, 145, 373; Eros y 389, 395-396, 402; Retrato de Laure 375;
Tánatos 54; fantasías de la mujer nutriente Reposo 337, 339, 343, 350-355, 363, 369,
106; ideas de Freud 95, 101; lésbico 332, 370, 373, 405, 409; La sultana 340, 344;
405; sagrado y profano 116 Mujer tendida con vestido español 340, 344,
Loy, Mina 255 371-372; Zola sobre él 376, 379
Loyrette, Henri 357 Manet, Julie: fotografías 421-422
Lucrecia: imágenes y mitos 159-161, 170, 205, Marx, Karl 47, 143, 401; El 18 de Brumario de Luis
229; cuadros de A. Gentileschi 28, 230, 245, Bonaparte 164
280; cuadros de Rembrandt 36, 233-236, 385 teorías marxistas: hegemonía 45; ideología 38
mentir: las mujeres y el vacío 225-226, 228 María Magdalena 339
masculinidad: sesgo de Freud 157; deseo 53,
Macaulay, Catherine: en Las nueve musas de 84, 98, 102, 239; denegación de la falta
Samuel 53 115, 121, 32; fantasías 95, 100, 107,
Mackart, Hans: La muerte de Cleopatra 198 339, 398;crítica feminista 27, 62, 64-66;
McNelly, Cleo 362 y fetichismo 68, 98, 324; en los cuadros
Madonna: imágenes 75, 222, 315, 317 de Gentileschi 159, 164-165, 169; y
doncella: en Cassatt 347-347; figura 210, 380; heterosexualidad 81-83, 98, 134, 157,
Laure 29, 390, 398; en Vermeer 285, 298, 387; ideas sobre las mujeres trabajadoras
300-301, 304, 307; véase también niñera; 340; del arte moderno 69-70, 79, 81-83,
sirvienta 253, 360; narcisismo 122, 360; y negación
Mainardi, Patricia 61 de la feminidad 27, 37, 43, 51, 58, 62, 64,
Mainz, Valerie 239n 79; poder y la violación de mujeres 230;
Hombre: como signo/significante 60, 68, 69; y estructura y mitologías del canon 27, 38, 42,
relato del Arte 60 51, 59, 62, 64, 79
Manchester: exposición vista por Charlotte Brontë máscara: a principios del siglo xvii 246-248
199 mascarada: de la feminidad descorporeizada 90,
Manet, Édouard 36, 281, 337; en el canon 67, 340-345; en la pintura de Himid 252; de la
346, 378, 401; relaciones de clase en su obra pintura orientalista 398; como camuflaje en
70, 313, 346; desplazamiento del marco las convenciones 195; y Toulouse Lautrec 140,
orientalista/africano 360-369, 374-376, 378- 148-151; y mujeres de clase trabajadora 130
381; la feminidad en su obra 70, 240, 250, materialismo: negación del vacío 203
260, 320, 360; aspectos formales y técnicos lo maternal: ambivalencia del cuerpo 70, 79, 99,
355, 360-364, 379, 391-394; vínculos con la 121; en la obra de Cassatt 70, 239, 301, 304,
obra de Delacroix 285; modernidad 102, 120, 339, 340-341; y la infancia 67, 101-102,
131, 139, 143-144, 216, 243, 245-250, 255, 300, 317, 320; degradación de 102-103,
402; raza y diferencia en su obra 70, 345, 349, 105, 320; desplazamiento en las imágenes
402; relación con e influencia de Baudelaire artísticas 70, 101; fantasía y pérdida de
Índice analítico 445

en las formaciones culturales 70, 89, 230; esclavitud 398; teorías de Baudelaire 344,
análisis feministas 153-155; genealogía 38, 349, 354; y mujeres negras 251-254, 299,
244-246, 312; en los cuadros de Gentileschi 403; carácter burgués 256, 358, 402; en
70, 230-233; ideología de la maternidad 319, la obra de Cassatt 283-285, 345, 358; en
328; y arte moderno 70-79; y el inconsciente la obra de Degas 332; e identificaciones
65, 231; en Van Gogh 70, 90 de género 130, 406-407; en los cuadros
Matisse, Henri 346 de Himid 243, 241-243; legado histórico
Matriz 68, 70, 103, 144, 273-274 23-27, 260, 283; imágenes 247, 269, 318,
Matsys, Quentin: retrato de Erasmo 298 386; imperialismo y racismo 27, 242; en los
Mauclair, Camille 354, 364 cuadros de Manet 243, 252, 281, 303, 309,
Maurin, Charles 140-143 316, 325, 337, 339-340, 343, 346, 401; y
cultura medieval: y el arte del bordado 60 arte moderno 130, 260-261, 319; obra de
Memorial para Zong 269 Morisot 342, 401; y postmodernidad 246; y
metáfora: análisis y práctica artística 61, 63, 152, psicoanálisis 53-54
167, 169 Monet, Claude 320
metramorfosis: como mecanismo de la Matriz Montagu, Elizabeth: en Las nueve musas de
301 Samuel 53
Meurend, Victorine 346, 369, 382 Montmartre 142
Micas, Natalie 77n Montone, Prudentia (madre de Artemisia
Miguel Ángel Buonarroti 81 Gentileschi) 160, 222
Edad Media: mujeres representadas en el arte Montrelay, Michèle 167
176 Moore, Juanita 377
cultura de Oriente Medio 39, 220, 230 More, Hannah: en Las nueve musas de Samuel 53
Pasaje del Medio 269 Moreno, Shirley 171, 189n
Miller, Christopher 258, 356, 358 Morgan, Jill 253, 255, 267
Miller, Nancy K. 192 Morgan, John 303
Millet, Jean-François 84, 94, 101, 109n; Las Morisot, Berthe 253, 330n, 374; como la dama
labores del campo (grabados) 84; Las oscura 348-349, 359, 362-364, 403; hija
espigadoras 84, 85 Julie 316-317; y feminidad 294-296, 348;
culturas minoritarias 39-40 interés para la historia feminista del arte
arte moderno: y cultura africana 28, 253, 255, 348; en los cuadros de Manet 29, 348, 349,
263, 380, 390; historia del arte 259, 368; 358-361, 374-378; fotografías 347-348,
cánones 35, 70, 243, 252, 352, 403; 350, 374, 401; relación con Manet 348, 359;
primera fase europea 23-31, 36, 288, vínculos con Jeanne y Laure 29, 346, 359,
402; y feminismo 23-27, 260, 310, 339; y 401-403; como la “dama blanca” 351-354
miradas de género 120-121; y cuadros de Morrison, Toni 38
Himid 250, 278-279, 290, 301; imágenes Mosquera, Gerardo 277n
como representación de jerarquías 136; madre/Madre: clase superior/burguesa 101-103,
importancia de Havemeyer y Cassatt 350, 117, 307; e hija 285-286, 290-294, 316-318;
361; masculinidad 28, 69-70, 79, 81-84, degradación 117, 320, 348; deseo por 54,
102, 250, 368; y lo maternal 70, 79; mala 115; y fantasías de completitud e intimidad 64,
apropiación de culturas no occidentales 90-91, 100, 124, 217-219, 300, 317; y padre/
262-263; y modernidad 130, 262-264, Padre 92, 154-154; relación feminina con ella
330; París como centro 243, 253, 59, 54, 70, 228, 316-318; figura 27, 54, 69, 144-
325; y diferencia sexual 121, 145, 164; 145, 218, 318; importancia para la lectura
estilo y diseño gráfico 119, 242, 252, 301; feminista del arte 70, 227-228; y falta 228, 248;
transfiguración de la madre 101, 120; y pérdida 28-29, 219-223, 226-227, 236-237,
cuerpos de mujeres en el arte 70, 72, 79, 313-318; fantasías masculinas 88, 89, 90-91,
85-88, 293, 295, 298, 370 102-103, 115, 317; relación masculina con ella
modernidad: y cultura africana 389, 395; arte y 74-75, 93, 99, 113, 339; “asesinato” 74-75;
446 Diferenciando el Canon

como Otra 205, 260; y nociones patriarcales Gentileschi sosteniendo un pincel 150
del arte 322, 326; teorías psicoanalíticas 216; Nueva York: plataforma Firing the Canon 38;
relación con la infancia 49, 51, 88, 94, 105, 115, exposición Havemeyer en el Metropolitan
130, 218; y escisión del sujeto 121, 156, 302; Museum 284-285, 287; exposiciones en
transfiguración en la cultura moderna 132, beneficio del Sufragio en la Galería Knoedler
149, 309 28, 195, 283, 285, 307, 319
Moulin Rouge 82, 114 Nin, Anaïs 255
duelo 220-221; análisis feminista 66, 69, 113, Nochlin, Linda: 25, 38, 52, 96, 293, 308
271; ideas de Freud 190; y modernidad 361; cultura norafricana 340, 345, 387, 395
y relato personal 28, 244, 287-289 Nourse, Elizabeth 304
Mulvey, Laura 127, 147n el desnudo 134-135; en la historia del arte 397-
Mure, Pierre La: Moulin Rouge (portada) 82 398; en los textos de Kenneth Clark 212,
musa: tropo 356 386; como figuración de la mujer blanca 259,
museos: cultura 348; y mala apropiación de 262, 275; vínculos entre el acto de ver y el
culturas no occidentales 245; de arte mercado de esclavos 398, 402; en Olympia
moderno 245; papel en la creación de 303, 309, 340, 343, 346, 348; imágenes del
cánones 39, 58, 124, 135, 156, 178 Renacimiento 37, 162, 199, 217, 225, 263;
música: cánones 36-38 representado en la economía masculina 267
mitologías: feminista 26, 43, 190-193, 221; el Nuenen (Países Bajos): representación del
héroe sufriente del arte moderno 26, 88; de campesinado por parte de Van Gogh 98, 100
artistas mujeres 26, 42 niñera: y fantasías burguesas masculinas 95, 101-
mitos: de la vida después de la muerte 224-226; 102, 117-118, 123; véase también doncella;
conceptos de artista 118; creados por sirvienta
mujeres 55-57; definiciones e ideas 42,
267, 298; de la feminidad 42, 65; Judith Oceanía: mala apropiación de la cultura 245
Shakespeare 193-195, 203, 226, 229; Octavio, emperador (más adelante Augusto) 205,
Lucrecia 159-160; y cultura occidental 38, 211
197, 199, 303 cuadros de Odalisque 293, 387-388
complejo de Edipo: y desarrollo infantil 101,
Nadar (Félix Tournachon) 340, 354-355, 360, 362- 115, 145; y el padre 140, 141, 340; énfasis
363, 366, 370 freudiano 76, 145, 198; traición y agresión
Nantes: conexiones con Duval 355, 366 masculina 100-101; y la madre 114, 321;
Naomí véase Ruth y Naomí narrado por cánones 37-39, 60; y Toulouse-
Napoleón Bonaparte 398, 399 Lautrec 127, 129
narcisismo: y el artista 51, 55; deseo feminista y O’Keeffe, Georgia 43, 151, 263-264
mujeres artistas 55; ideas freudianas 48-54; Maestros Antiguos: obras en la exposición de la
ideales griegos 360; de masculinidad 26, 48, Galería Knoedler 28, 297, 307
141 “maestras antiguas” 24-27, 61
narrativa: en arte 25, 151-152, 170-171, 173; en orientalismo 243, 245; en la poesía de Baudelaire
los cuadros de Himid 250; de la escritura de 340, 343; y colonialismo 248, 255, 377,
la historia 26; personal 26, 201, 340 388-389; imagen de Cleopatra 197;
National Gallery (Londres) 172, 197, 199, 231 desplazamiento de Manet 75, 120, 243,
National Women’s Party 284-285 248, 252, 281, 303, 309, 325; racismo 408;
Nattier, Jean-Marc: Mademoiselle Clermont en el representación de la sexualidad 383, 393;
baño 387 representación tradicional en el arte 340
aguja: artes 59 Orton, Fred 144
Nefertiti, reina 248 el Otro: 25, 27, 38, 103, 280-281, 307; discurso
négresse: idea 361-362, 369, 374, 376, 380, 387 37, 60, 78, 169; femininidad como 76, 274,
neotribalismo: y autoanálisis 271 318, 267; figuración en Toulouse-Lautrec
Neveu, Pierre Dumoustier Le: La mano de Artemisia 145, 158, 189; figura de la doncella 345, 367;
Índice analítico 447

implicaciones de la inclusión en el canon 37; Picasso, Pablo 75, 81, 243, 255, 316-317
y lesbianismo 300-301; como Madre 303, Pichois, Claude 355, 359
328; mujer como 60-61, 70, 155, 200, 267 pictogramas 294-295
Pissarro, Camille: sobre las obras de Cassatt
Page, Ethel 330n 283; Cuatro bocetos de mujeres desnudas
París: experiencias de las artistas negras 259; agachadas 85-87; Bocetos de campesina
burdeles 139-140, 252, 262; como capital agachada 85-87
del arte moderno/de la modernidad placeres: fantasías de la mujer nutriente 104; de
occidental 259-261, 345-347; exposición la feminidad 40, 64, 158-159, 166, 193, 212,
de Cassat en la galería de Durand Ruel 283; 345; de la contemplación de imágenes 215;
círculo de Toulouse-Lautrec 119-120, 139- del niño varón 122; véase también jouissance
141; importancia de la pintura de finales del activismo político: y feminismo 274; en pro de
siglo xix 325-326; Musée de I’Homme 402; más mujeres artistas 42
Nouveau Cirque 136; presencia de mujeres poder político: e imagen de Cleopatra 199-200; y
radicales en la década de 1920 274; Revue mito de Lucrecia 229-230
Nègre 259 política: y subjetividad 248
Parker, Rozsika: Maestras antiguas (con Pollock) Pollock, Griselda: Maestras antiguas (con Parker)
25, 37 25, 37
Parole de Femme 298 polílogo: para la revisión del canon 38
Parsons, Louise 431n Polinesia: influencia en el postimpresionismo 255
pasteles: uso por parte de Cassatt 285, 292-295, Pontoise: cuadros de Pissarro de la comunidad
301, 324 campesina 283
pastiche: postmoderno 246, 266 Pope, Theodore: fotografía de Cassatt 282
patriarcado: greco-romano-cristiano 199, 216; pornografía 134, 262
legados históricos 63; leyes 106-107, 199- postcolonialismo: pintura histórica feminista 27,
200; leyendas 49-50; nociones de la mujer 76, 150, 265-266; represión de las feminidades
180, 201-203, 220, 260, 311, 314; período negras por el feminismo blanco 27, 266;
renacentista 192-193; Roma en el siglo xvii teorías de la representación visual 345
160, 215; respuestas contradictorias de las postmodernidad: y cultura negra 246-248; y
mujeres a los sistemas de poder 271-273 colapso de la historia 246-247; y pluralismo
campesinos/as: representaciones por Breton 87, liberal 172-174; y modernidad 248; y
93, 99; representaciones por Millet 83-86, pastiche 246-247
93; representaciones por Pissarro 88, 283; poder: de género y clase 61, 88, 102-103;
estudios de Van Gogh 83, 103; ideas de Van masculinidad 229-230; y selectividad del
Gogh 99-100 canon 35-37, 61; y sexualidad 60-61, 144-
Pellet, Gustave 140 145, 162, 166; jerarquías occidentales 144-
imaginería fálica: en la obra de Picasso 81 145, 248, 269
falocentrismo: deconstrucción 64; discurso de la Princeteau, René 129
historia del arte 37; lucha de las feministas grabado: obras de Cassatt 318; japonés 120, 312
contra él 64, 68-67, 106-107, 119, 155-158, Proctor, Nancy 346
275, 324; legados históricos 63, 211; idea productor: artista como 211-213
de la Mujer 40, 65, 98, 256; ideologías de la prostitutas: como modelos de artistas 87-88; y
diferencia 27, 63-64, 103; y diferencia sexual fantasías masculinas burguesas/de clase alta
123, 158-159, 216, 295-206; y lo simbólico 91-93, 102, 115, 117; caricaturas 405-409;
297-298, 316-317; de la cultura occidental en la obra de Degas 317, 319, 326; fantasía
63, 81 masculina 317, 385; en el canon del arte
falo: y fetichismo 72, 90, 112 moderno 75; en la obra de Toulouse-Lautrec
Fidias 360, 362 112, 137-145
Felipe II, rey de España 72 Proust, Marcel 271
El piano (película) 365-366 formaciones psíquicas: y femininidad 158, 205,
448 Diferenciando el Canon

236-237, 296, 320-322; y fetichismo 122, 407-9; autobiográfica 156-7, 164; en busca de
125; e impotencia 116-118; subjetividad y la diferencia 215; estrategias feministas 26-27,
diferencia sexual 63, 71-72, 107, 125, 217- 153, 215; en busca de la otra mujer 329, 384-
218; rastreadas en la lectura de artistas 71, 385, 393-395; relectura del canon 38, 40, 50,
107, 152-153, 167, 236-237, 318 53, 286-287
psicoanálisis: divergencias con el arte y la historia Reff, Theodore 364, 389
del arte 26, 50-52, 68-69, 74, 201, 250, 334, Reforma: signo de Cleopatra 203
400; y teoría feminista 26, 55, 66-67, 234; del Rego, Paula 334n
fetichismo 143, 145; figura del padre 48-55; religiones: antiguos rituales 48; textos canónicos
figura de la madre 297-298; formación de 35; ciclos paganos 201
la subjetividad 104, 250, 310-312; lectura actitudes religiosas: hacia los artistas 48-51, 55-57
poststructuralista 102-103; y semiótica 27; Rembrandt van Rijn: estudio de Bal 110, 199-206,
sexualidad e inconsciente 81-84; y trauma 287; rechazo en el siglo xviii 34-36; cuadro
166-168 de Lucrecia 199-201, 203-205
psicosimbolismo: y crítica feminista del canon 38,
46; en la subjetividad 26, 67, 70, 110, 135 Reni, Guido 452n
editoriales: papel en la creación de cánones 34 Renoir, Auguste 252, 304, 317
representación: análisis culturales feministas
tejidos: artes 65, 274 26, 61, 197, 227; y mitos 202, 210, 235;
semiótica 28, 119-120, 153, 215; como
“raza”: y diferencia en los cuadros de Manet castración simbólica 165, 166
75, 307, 310, 403; y divisiones dentro del resistencia: estética de la 248; y lo femenino 27,
colectivo de las mujeres 144-145, 150, 125, 204-205, 214, 216, 237
369; análisis feminista de relaciones 378; restauración: y relato personal 28
jerarquías 144-145, 392; y Jeanne Duval venganza: contra el canon 46, 242; y los cuadros
419; y orientalismo 199, 389; y poder en el de Himid 273
canon 61, 245, 409; y sexualidad 389, 392, Venganza (proyecto de Himid) 268-269, 273-275
416, 426; sobre los tropos de negro y blanco revisión 191; del discurso de la historia del arte
374, 380 151, 186, 236-237; del canon 38; en la obra
racismo: de la sociedad estadounidense 258; del de Himid 186-7; Rich sobre ella 38, 365; de
colonialismo 309, 245; y la destrucción de la diferencia sexual 26; y el movimiento de las
la sororidad 75; epidérmico 134, 309, 313; mujeres 65
y “guetoización” de grupos excluidos 39-40; Reynold, Gonzague de 263-264
del liberalismo 364, 369; de la modernidad Rhys, Jean 255
xv, 367-368; orientalismo y africanismo Rich, Adrienne 38, 65, 124, 156, 234
406; y representación de las mujeres 357, Riddles of the Sphinx (film) 330n
363, 380; y selectividad de los cánones 34- Rifkin, Adrian 31, 146-147n
35, 245; y autoanálisis 273; y sexualidad Riley, Bridget 253
144, 385-397, 402-403; hacia Duval 364; Ringgold, Faith: Bailando en el Louvre 39, 266
vocabulario de historiadores del arte 136 Le Rire (revista) 136
violación: de África 264; de Artemisia Gentileschi Rivkin, Ellis 35
151, 163-166, 170, 198, 212, 215; en las Rochdale Art Gallery: exposición Venganza 242
imágenes artísticas de las mujeres 159-160, Roger-Marx, Claude 140-143
162-163, 229-230; estudio de Bal 229-234; cultura romana: mitos 191, 199
como asesinato 229-230, 232, 234-235 Roma: en el siglo xvii 160, 164, 169, 182, 199, 215
Rafael: Julio II 318-319 Royal Festival Hall (Londres) 263
Rappard, Anton van 83-84 Royal Society of the Arts: exposición vista por
Ray, Man: fotografía de Stein and Toklas 261; Charlotte Brontë 199
fotografía de Virginia Woolf 191 Rubens, Peter Paul: cuadro de Susana y los viejos
lectura: de imágenes artísticas 106, 152-3, 227, 172-173
Índice analítico 449

Rubin, Gayle 67 26; semiótica 67, 70-71, 129; y relaciones


imaginería rural: y fantasías masculinas burguesas sociales 29, 66, 300
93-94; género de pintura 83, 93, 105, 106- discriminación sexual: y selectividad de los
107; en Germinal 99-100; e imágenes de la cánones 36-37
castidad 99 sexualidad: lo afectivo y lo sensual 115-117; y
Ruth y Naomí: cuadro de Victors 274; historia animalidad 93, 96, 99, 308-309; y heroínas
270-271, 273-276 bíblicas 175; como construcción burguesa
20, 42, 69, 201-203; y el canon 26, 79,
Sabatier, Apollonie 348 347; y clase 37, 41, 44, 90-91, 104-105,
sacrificio: y el orden falocéntrico 103, 105, 273 301-304; correlación con la creatividad 73;
Said, Edward: sobre el orientalismo 199, y la dama oscura 369; divisiones dentro
Salomon, Nanette: 31, 33, 38, 81, 166-165; The del colectivo de las mujeres 143; y fantasía
Art Historical Canon: Sins of Omission 33 140-141, 145, 153-154, 185-186, 315-
Samuel, Richard: Nueve musas vivientes 53 316; mujer-mujer 140-141; análisis cultural
Sartre, Jean-Paul: biografía de Flaubert 165-166 feminista 26, 112, 145; imágenes del artista
Savage, Augusta 258-259 hombre 81-84; lesbianismo 260-261; de
escultoras: Cleopatra como inspiración 264-265 las mujeres del siglo xix 88-90; y el desnudo
Segal, Hanna 268 387, 390; y orientalismo 392-395; nociones
Segard, Achille 284-285 patriarcales de las mujeres 63, 177-179;
autoanálisis: de la escritura feminista 26, 28 y poder político de Cleopatra 199-200,
autorreflexividad: en la lectura de mujer artistas 27 218; como psíquicamente formada 81-83,
semanálisis: Kristeva sobre el proceso en el 95-96, 101-102, 106-107; raza y racismo
lenguaje 70-71 145, 225, 259, 270-271, 273, 248, 356; y
semiótica: teorías de Kristeva 70-71; y representaciones de mujeres 27-28, 102, 199,
psicoanálisis 27; de la representación 28, 66, 327, y subjetividad 159, 169, 174, 176, 204,
119-120, 153, 175, 215; y diferencia sexual 211, 219; y violencia 159-160,
67, 70, 106 Shakespeare, William: figura de Cleopatra 224;
cultura semítica: apropiación para las teorías hermana de, en Una habitación propia 39, 192
modernas 217-218 significantes 68-72, 105, 124, 156; ideas de
separaciones: y el sujeto 67, 103, 123, 312-315 Kristeva 65, 70-74, 103, 105, 155; proceso
sirvienta: figura 28, 349, 364-5, 377, 387-91, 394- del lenguaje 68-69, 95, 263-265
5; véase también doncella; niñera signos: perspectivas feministas 68-69, 73, 153, 214,
Seurat, Georges: El can-can 119 263-265, 267; mujeres como 63, 65-66, 73
sexo: economía política 66 Silverman, Kaja 105n, 129, 146-147n, 317, 322, 327
sexismo 40, 65 Silverman van Buren, Jane 313, 322,
abuso sexual: trauma 167 Sirk, Douglas: Imitación a la vida (film) 377
diferencia sexual: y comienzos del arte moderno sororidad: concepto 75
83-84, 119-120; binarismo 62, 260; y el esclavitud: africanos como esclavos 386-388,
canon 26, 41-45, 54-55, 65; experiencia 394-396, 407; explotación de África 268-
infantil 49-50, 81, 90, 94, 101-103; 270, 386-387, 394; en las colonias francesas
configuraciones en las obras artísticas 325; 403-404; herencia 61, 214; e imágenes
y constitución del sujeto 66, 152, 154-155, de las mujeres negras 258, 389-390;
295; determinada por el lenguaje 139, 262; localización de Laure como négresse 374,
y género 65, 72, 74, 154-155, 262; y amor 379-380; y poder del hombre sobre la mujer
homosexual 297; inscripción a través de 259-260, 262, 401, 403-404; y orientalismo
las formaciones psíquicas 66, 71-73, 120, representacional 386-387, 394-396; esclava
127;modernización por el feminismo 26, en el poema Olympia de Astruc 405-406
66-67, 153; mitologías 43, 87; ley patriarcal grupos sociales: alianzas 274-276; exclusión en el
128; y falocentrismo 124, 158, 216, 295; canon 36-37
politización de problemas 272-273;revisión movimientos sociales: crítica de los cánones 36-37
450 Diferenciando el Canon

relaciones sociales: y fantasías masculinas teatro e interpretación: en la pintura de Himid 242,


burguesas 101-103, 115; e intercambio 253
entre artista y modelo 88, 308-9; y diferencia Thoré, Théophile 107; sobre El ocaso de Breton
sexual 28-9, 64, 303; mujeres 28-9, 82 128-129
Solano, Solita 255 Tickner, Lisa 147n
The Song of the Shirt (film) 233-234n Tintoretto, Jacopo: cuadro de Susana y los viejos
Cantar de los Cantares 351-352 257
arte español: siglo xvii 303 Tissot, James 185, 214; El astillero de Portsmouth
Spivak, Gayatri 44, 57n, 251, 281, 298, 337, 355, 66-68; El Támesis 250
364, 402 Tiziano Vecelli 169-171; Tarquino y Lucrecia 103,
estalinismo 249-250 199, 308-309; La Venus de Urbino 389
Starkie, Enid: sobre DuvaI 330-333 Toklas, Alice B. 255; fotografías con Gertrude
Stein, Gertrude 249-250; fotografías con Alice B. Stein 232, 381
Toklas 230-231 Toulouse-Lautrec, condesa Adèle de 142-143,
Stone, Irving: El anhelo de vivir (portada) 85 253; fotografías 165-166 representaciones
relatos: de mujeres 41, 51, 59, 65, 67; véase por Henri de Toulouse-Lautrec 193-194, 204,
también relatos bíblicos; mitos 233-234
sujeto: y cuerpo 366, 368-369; constitución en la Toulouse-Lautrec, conde Alphonse de 112-118;
diferencia sexual 74-75, 182-183; femenino y fotografías 105-106, 121, 302
masculino 76, 312-314; escisión 255, 250, 262 Toulouse-Lautrec, Henri de 140, 169; aspecto
subjetividad: y arte 74, 108, 247-248, 258, y desfiguraciones/discapacidad 140-142,
259, 308; y lo femenino 65, 68, 105, 155- 145; atracción por bailarinas e intérpretes
157, 307; análisis cultural feminista 26, 163, 167, 169-170; lectura feminista 39;
68; teorías de Freud 110-111, 267-270; e fetichismo 110-111, 119, 135-137, 267-
historia 156, 178; ideas de Lacan 302-308; 269; y su padre 127-130; fotografías 51,
fundamentos psíquicos 112-113, 267; 55, 63, 90, 106; representaciones de su
aspectos psicosimbólicos 26, 56,58, 78, madre 120-121, 140; representaciones de
120; teorías psicoanalíticas 43. 45, 76, 149, prostitutas 101-111, 119-121, 127-130,
170-171, 194-195, 237; y sexualidad 65, 145; autorretratos 85, 86; importancia
51, 152, 189, 265, 298, 302; y lo social 78- del pierna levantada en su obra 115, 118,
79; y teoría de la Matriz 259-261; el no-Yo 123-127, 135-137, 144; importancia de la
desconocido 274 mano enguantada 83-85, 101-102; obras:
suicidio 255, 259, 262 Chocolat bailando 308-309; Baile en el
Sulter, Maud 377 Moulin Rouge 67; Compañía de baile de
Susana y los viejos: cuadro de Artemisia Gentileschi Mademoiselle Eglantine 122-127, 129-134,
27, 65, 68, 269-270; cuadro de Jordaens 220, 135-139; Los guantes de Yvette Guilbert
235; historia 247-248, 258-259 140-143; Jane Avril en el Jardin de Paris
Swan, Jim 101 165-167; Inspección médica en la Rue des
lo simbólico: y lo femenino 233; languaje 118- Moulins 121-123; Moulin-Rouge: La Goulue
119, 155-156; y falocentrismo 259, 261; y el 135-138; Retrato de Adèle de Toulouse-
inconsciente 61, 253 Lautrec 248-252; Dos amigas 274; Yvette
Guilbert 258
Tabarant, Achille 320, 327 Tournachon, Félix véase Nadar
tableaux 256-258 tradición: y el canon 64-65; y separación de las
Tassi, Agostino 112-113, 137, 268 mujeres artistas 44-47; ideas de Williams
Tawadros, Gilane 64, 155 44-45
Taylor, Elizabeth: como Cleopatra 217 trauma: de la herencia africana de la esclavitud
terrorismo 243, 265-266 250; ideas de Caruth 79; creatividad
textiles: artes 76, 217 como liberación de él 245-246; y las
Tánatos 64 representaciones de mujeres de Gentileschi
Índice analítico 451

27, 229-232, 232-235; y la herencia de la 266, 409-410; defensa del canon 38, 63,
esclavitud 312, 323; y psicoanálisis 150-153 241-242; dominación por el hombre blanco
Tufts, Eleanor: Hidden from History 264 37, 242; y figura de la madre 149; jerarquías
Turner, Joseph Mallord William 97-98 de poder 144-145, 247, 258; imaginario de
Turner, Lana 183 luz y oscuridad/blanco y negro 350, 378;
Tuzia, Donna 270-272 acceso de los hombres y las mujeres 202-
Dos mujeres en un café (fotografía) 270 204; intención narrativa en la historia del arte
152; orden falocéntrico 64, 81; diferencia
inconsciente: y el texto feminino 178-179; y de raza y género 202, 264, y representación
representaciones literarias y visuales 74, de mujeres negras 261, 276, 356, 363,
209-210; y lo maternal 54; y el proceso de la 398; y potencia sexual 138; importancia
subjetividad 64-66, 83-87, 84, 124, 155; y del mito de Cleopatra 202, 210, 214-216;
sexualidad 81, 97; y lo Simbólico 75, 155-156 mitos sustentadores en el arte 200-202;
Estados Unidos de América: estallidos de tradiciones en la pintura de Himid 263; y
violencia 253; ideología de la maternidad respuestas de las mujeres a la exclusión del
267; sociedad racista 303 poder 272-273,
Wharton, Edith 255
Van Gogh, Vincent véase Gogh, Vincent van dominación blanca: feminidad burguesa 312; y el
Vasari, Giorgio: Vidas 163 canon 36-38, 42, 52, 246, 261; en el discurso
La Venue à l’Ecriture: portada 273-274 feminista 27; en el arte moderno 28; del
Verasis, Virginia, condesa de Castiglione 129-130 patriarcado 272
Vermeer, Jan 287, 306; Una dama escribiendo White, Hayden 29
una carta 300-302, 309, 329 dama blanca: en los cuadros de Manet 360, 361-
Veronese, Paolo: Judit con la cabeza de 362, 366, 374, 378, 384-385; Morisot como
Holofernes 390 360, 361-362; tropo 339, 356-357, 362
Victoria, reina 110n blancura: teología cristiana 376; en los cuadros de
Victors, Jan: Ruth y Naomí 276 Manet 350; como positiva 348-349
Vigée-Lebrun, Elisabeth: Autorretrato con su hija Whitney, Anne: África 365
Julie 292-293 Bienal de Whitney (1993) 44-45
violencia: análisis feminista 273-275; en los Williams, Raymond 44, 107
cuadros de Gentileschi 151, 178, 180, 193; Wittig, Monique 260
fantasías masculinas 11-112, 114; del Mujer: como castidad o sexualidad 170-171;
racismo 346; violación 229-232; y sexualidad diferencia de feminidad 67, 227; idea sobre
159-160; y terrorismo 273; dentro de las ella en la cultura falocéntrica 41, 53, 120-
representaciones canónicas 27, 59 121, 216, 262; imágenes heterosexuales
Vivien, Renée 256 masculinas 210-211; como objeto de
el vacío: ideas de Rich 225-226, 229-230 intercambio en la cultura patriarcal 172, 252,
voyerismo 141-143, 395 366; como el Otro 60-61, 66, 158, 323; como
signo/significante 63, 65, 69, 272; como
Wallach, Allan 277n término 81, 73, 154, 261-263
Warrick, Meta Vaux: Los desdichados 252 mujeres: artistas véase mujeres artistas; y
bordado: artes 62, 254 autobiografía 28, 194, 227-228, 234;
Weber, Louise (La Goulue) 102, 132, 138-139, 142; negras véase mujeres negras; respuestas
dibujos de Toulouse-Lautrec 112, 132-134 contradictorias a la exclusión del poder
Weigel, Sigrid 140 272; divisiones dentro de su colectivo
Weiss, Andrea: París era una mujer (portada) 255 27, 145, 152-154, 275, 299; efecto de
Indias occidentales 395 la diferencia sexual en la vida social y
cultura occidental: colonialismo 245, 354, 395; cultural 61; y análisis feminista 152-154,
convenciones pictóricas 374; como núcleo 349; imágenes de cuerpos burgueses y de
de la historia del arte 59-61, 116, 144-145, clase trabajadora 88, 112-113, 143, 307-
452 Diferenciando el Canon

312; imágenes de campesinas trabajando inscripciones de lo femenino 73, 74, 158-


83-86, 118, 120; incremento dentro de la 159, 220, 237 y mitologías 26, 42, 43, 237;
academia 25; no-mujeres 262; y producción lectura y cuestionamiento 73-74, 175, 192,
de textos-mujeres 39; y lectura de mujeres 215, 226-227; en el período renacentista
artistas 71-73, 227; representaciones del 193 representaciones de mujeres 27, 204,
cuerpo 27, 74, 87, 93, 210-212, 288, 401; 210-212, 219, 228, 236-237, 285-286; como
representaciones por artistas canónicos término 72
26, 114, 245-246; representaciones por mujeres escritoras: marginadas por el canon 253
mujeres artistas 27, 205, 210-212, 219, en el período renacentista 193
228-229, 253, 286; representaciones y movimiento de las mujeres: y guerras culturales
sexualidad 27, 140-141, 172, 176, 195-199, 59; como discurso entre textos de cultura
219, 348-349, 366-367, 383, 385; como 63-64 y sororidad 75; sufragio 329
representantes de la madre 55, 307, 317; estudios de mujeres 47
como sexualmente explotadas 228-229; Woolf, Virginia 149, 191-195, 200-201, 203,
relaciones sociales en las representaciones 226-227, 236; fotografía (Man Ray) 191; Una
visuales 28; relatos de 43, 55, 76, 149, 172, habitación propia y Judith Shakespeare 6,
228-229, 253; como término 153, 160; 39, 192, 226-227, 229, 237
como amenaza al canon ortodoxo 38; como clase trabajadora: modelos de artistas 85, 309,
espectadoras de cuadros 287-288; y el 327, 329 y mujeres burguesas 302-312;
vacío 225-227 como otra 136; representaciones de mujeres
mujeres artistas: adición al canon 26, 37-38, 105, 298, 300, 307, 309, 312, 327, 329, 346,
42, 61, 63, 73, 149, 151, 158-159; de 377; mujeres y mascarada 131; cuerpos de
descendencia africana 265; y artes de mujeres y sexualidad 87-89, 93-95, 101-103,
los textiles y el bordado 60-61; biografías 115, 118, 142, 309, 312, 385-6
162-163, 220; negras 246-247, 258-259, escritura: y el cuerpo de la mujer 298, 301
265-266; y diferencia en la práctica del Writing and Sexual Difference 297
arte 175, 212-213; exclusión/marginación
por el canon 37, 42-44, 51-52, 59-61, 107, Yael: historia bíblica 175, 176
170-171, 193, 253, 263-264; incremento
de las investigaciones y las publicaciones Zoffany, Johan: La tribuna de los Uffizi 34
59-60 y discurso feminista 26-7, 48-49, 152, Zola, Émile 107, 376; Germinal 99-101; La Terre 95-
160, 186-187, 229, 237, 253, 402-403; e 96; textos sobre Olympia 378-381, 389, 394
Otros títulos de la colección:

Breve historia del comisariado


Hans Ulrich Obrist

Caminar con el diablo


Gerardo Mosquera

Palabra de artista (2 vols.)


Rosa Olivares

Espacios de significado
Luis Francisco Pérez (Ed.)

Escucha, por favor


José Luis Espejo (Ed.)

Manifiestos sobre el arte y la red


Paz Sastre (Ed.)

Artemisia Gentileschi, Susana y los viejos, 1639


Diferenciando el canon se mueve entre
relecturas feministas de los maestros
modernos canónicos —Vincent van Gogh,
Henri de Toulouse-Lautrec y Édouard
Manet— y las artistas “canónicas” de
la historia feminista del arte, Artemisia
Gentileschi y Mary Cassatt. Griselda Pollock
evita tanto una crítica sin matices de los
cánones masculinos como una celebración
incondicional de las mujeres artistas. Recurre
al psicoanálisis y a la deconstrucción para
examinar las “inscripciones en lo femenino”,
y se pregunta cuáles pueden ser los signos de
la diferencia en una obra de arte realizada por
un artista que es “una mujer”. Pollock sostiene
que para entender la diferencia como algo más
que el binarismo patriarcal de hombre/mujer
debemos reconocer las diferencias entre mujeres
que quedan configuradas por las jerarquías
racistas y coloniales de la modernidad. Pollock
recupera el precepto de Gayatri Spivak, según
la cual siempre debemos preguntarnos “¿Quién
es la otra mujer?”, y explora cuestiones relativas
a la sexualidad y la diferencia cultural en
representaciones del arte moderno de mujeres
negras como Laure en Olympia de Manet y en la
obra de la artista contemporánea Lubaina Himid.

Título original:
Differencing the Canon: Feminist Desire
9 788412 083286 and the Writing of Art's Histories

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