Está en la página 1de 6

Raymond Aron y Jean-Paul Sartre: hombres

de letras vs. intelectuales

Raymond Aron (1905-1983) y Jean-Paul Sartre (1905-1980)


nacen en París (Francia) el mismo año, tuvieron una longeva
existencia y una intensa actividad intelectual de notable
relevancia pública. Pero ahí acaban las principales similitudes
entre ambos personajes. El cincuenta aniversario de Mayo del
1968, que acontece en el presente 2018, constituye una
inmejorable oportunidad para ponderar la discreción y la
integridad moral, así como la lección de libertad, desplegadas por
Aron a fin de confrontarla con la praxis de aquellos filósofos y
escritores que, como Sartre, se embriagaron de la ideología
totalitaria marxista y fueron adictos al opio de los intelectuales.
Siguiendo el hilo argumental llevado a cabo por el historiador
británico Paul Johnson en el libro Intelectuales (Intelectuals:
From Marx and Tolstoy to Sartre and Chomsky, 2007), ha sido tal
la decadencia y el deterioro de dicho término que resulta
aconsejable y muy prudente distinguir la secta de los modernos
«sacerdotes, escribas y augures», patrones del “mundo de la
cultura”, de los verdaderos pensadores «libres, aventureros de la
mente”, o por decirlo de modo más conciso y preciso, «hombres
de letras».
Tenemos aquí un característico caso de vidas inicialmente
paralelas que, en un momento dado y por profundas causas, se
separan, ofreciendo dos modelos enfrentados de cómo entender la
práctica del saber y el compromiso político en la era
contemporánea. Tras pasar por la prestigiosa Escuela Normal
Superior de París durante los años 20, Aron y Sartre completan su
instrucción en la Alemania de los 30 y en sus respectivos campos
de estudio alcanzan altas cotas de competencia. Poco después, en
efecto, se distancian y emprenden caminos en distintas
direcciones, reencontrándose, fugazmente, muchos años después.
Recordemos la imagen en la que un joven André Glucksmann los
reúne en el Palacio del Elíseo el 26 de junio de 1979, como parte
de una delegación de intelectuales franceses que demanda al
Presidente de la República gala el apoyo del Gobierno a los boat
people, vietnamitas que huían a la desesperada del comunismo,
tras la salida estadounidense de la zona de conflicto bélico; una
retirada forzada en gran medida por la presión de la opinión
pública y publicada, y que fue bandera emblemática del “espíritu
de Mayo del 68”.
Los dos personajes tienen por entonces la misma venerable edad.
Aron, con traje y corbata, sonríe y exhibe un buen estado físico.
Sartre, sostenido por Glucksmann, vistiendo de modo informal,
polo y jersey de punto, pone cara de circunstancias. Mientras el
primero está en su sitio, cumpliendo la misión que ha desarrollado
toda su vida, la defensa de la libertad y la denuncia del cualquier
género de totalitarismo, el segundo, balanceándose entre Flaubert
y los maoístas, entre la cogitación sobre el ser de la existencia y la
nada del marxismo revolucionario, se le ve transpuesto, fuera de
lugar. Al viejo intelectual de la revolución le quedan pocos meses
de vida. Acaso cumplió allí un postrero y protocolario acto de
contrición, siempre de cara a la galería. Demasiado tarde. Aron,
en cambio, asiste al acto en un gesto de confirmación, de
ratificación de su fe en la lucha por la justicia y la sociedad libre,
contra la tiranía. Discretamente, según su costumbre, pero
permanentemente. La foto que inmortalizó la escena conserva
todo su simbolismo: Sartre va delante y es el centro de las
miradas; Aron marcha detrás, casi tapado por Sartre, aunque
seguro de sí mismo y digno, sin pretender protagonismos, ni
hacerse un hueco a empujones ni a codazos, para salir en la foto.
Aron y Sartre: dos personajes célebres y celebrados. Sin embargo,
¡qué personalidades más disparejas! Existencias dilatadas y
florecientes ambas, pero de ninguna manera dos experiencias
equiparables por sus efectos y corolarios; en modo alguno, dos
vidas ejemplares, al menos con el mismo sentido y valor. En
realidad, uno y otro ofrecen las dos caras del sabio, del
intelectual, del “hombre de letras”; modelos, en fin, distintos y
aun antagónicos de concebir la relación entre la búsqueda del
conocimiento y la acción política, las respectivas actitudes de
pensador y ciudadano.
Digámoslo así: Sartre, sin entender cabalmente la política, se mete
en política, vocifera y desvaría. Le importa más que nada estar y
hacerse notar, sentirse arropado por el grupo y la secta devota.
Adora sentirse reverenciado por la multitud y por un ejército de
admiradores incondicionales. ¡Quién lo iba a decir del pope del
existencialismo, quien abominaba en sus libros de toda guía y
señal de referencia, el que afirmaba que el hombre se halla
completamente solo en la existencia!
Aron, en cambio, compromete su energía intelectual, que es
mucha, en estudiar y comprender la naturaleza y la relevancia de
lo político, pero también su repercusión y consecuencias. No se
mete en política sino que entra en materia política concibiendo
una obra fecunda. He aquí, como muestra, algunos títulos de su
obra: El hombre contra los tiranos (L’Homme contre les tyrans,
1944), Democracia y totalitarismo (Démocratie et totalitarisme),
De una Sagrada familia a la otra. Ensayos sobre los marxismos
imaginarios (D’une sainte famille à l’autre. Essai sur le marxisme
imaginaire, 1969), Estudios políticos (Études politiques, 1972).
Analizando la significación de la paz y la guerra, publica Pensar
la guerra: Clausewitz (Penser la guerre, Clausewitz, 1976), Las
guerras en cadena (Les Guerres en Chaîne, 1951), Paz y guerra
entre las naciones (Paix et guerre entre les nations, 1962).
Reflexionando, como asunto recurrente, sobre el papel de las
élites intelectuales en el destino de las sociedades libres, escribe
El opio de los intelectuales (L’Opium des intellectuels, 1955).
Acerca de Mayo del 68, es de destacar su ensayo La Révolution
introuvable. Réflexions sur la révolution de mai (1968).
Fiel discípulo del sociólogo alemán Max Weber, Aron comprende
que el científico y el hombre de acción, así como la ética de los
principios y la ética de la responsabilidad, no componen parejas
reñidas, sino que tienden a encontrarse en el horizonte de la
experiencia. En la conocida Introducción a los no menos
memorables ensayos de Weber, La ciencia como vocación y La
política como vocación, escribe el pensador francés de origen
judío lo siguiente:
La reciprocidad entre conocimiento y acción es inmanente a la
existencia misma del hombre histórico, y no ya del historiador.
Max Weber prohibía que el profesor, dentro de la Universidad,
tomase parte en las querellas del foro, pero no podía dejar de
considerar a la acción, al menos a la acción mediante la pluma o
la palabra, como meta última de su trabajo.
El escenario que conforman los centros de enseñanza, los medios
de comunicación, y en general, los espacios de cultura,
formadores de opinión, constituye un área muy sensible y
vulnerable en el que fijar posiciones y adquirir hegemonía.
Ocurre así que la propaganda totalitaria y liberticida lo ha tomado
como objetivo privilegiado de dominación y expansión, algo así
como un laboratorio y campo de pruebas de ingeniería social,
aplicable, posteriormente, al conjunto de la sociedad.
En este escenario se decide en gran medida el destino del
pensamiento libre, su supervivencia. Allí se forman y maquinan
las élites que inspiran y lideran la acción social (también los
movimientos revolucionarios, las tendencias y modas
ideológicas), y allí es preciso que sobreviva la esfera de la
libertad. Pues bien, Raymond Aron, lejos de la labor proselitista
practicada por muchos de sus colegas de profesión, fue un
resistente y un superviviente, un hombre de acción, un luchador
por la libertad, que tuvo que sobrellevar, casi siempre desde la
soledad intelectual y personal, la querella contra la secta
todopoderosa de los “filotiránicos” (Mark Lilla), agentes del
totalitarismo, como Jean-Paul Sartre. Aron sabía que en las
democracias, debido a su carácter de sociedad abierta y régimen
de opinión pública, el impacto avasallador del “progresismo”
dogmático resulta demoledor y muy difícil de contrarrestar sólo
con el rigor del pensamiento y la honradez intelectual.
El gran peligro que ronda a los hombres de ciencia metidos en
política, el opio de los intelectuales, tal y como explicó Max
Weber, es, por encima de todo, la vanidad. Los espacios
académicos y científicos, afirma el sociólogo alemán, cultivan esa
especie de enfermedad profesional, que, aunque antipática y
penosa para quien directamente la sufre, resulta «relativamente
inocua». Sin embargo, cuando salen de estos templos e invaden la
arena política, «la necesidad de aparecer siempre que sea en
primer plano» suscita los dos grandes vicios de los políticos y sus
compañeros de viaje: la ausencia de finalidades objetivas y la
falta de responsabilidad.
La deriva y la pomposa irresponsabilidad moral e intelectual
descritas por Weber, y que tanto desazonaron a Aron, constituyen
hoy a nivel global un problema fenomenal. El opio de los
intelectuales conduce a muchos profesores y hombres de ciencia
en todo el planeta a presidir altos comisionados, a integrarse en
“comités de expertos y sabios”, consejos de investigaciones
diversas y de Estado, a lisonjear a los poderosos justificando lo
injustificable de palabra y por escrito, colaborando en los medios
progresistas y compartiendo sus fines, ardiendo en deseos de
hacerse oír y poder así influir; o dicho de otro modo, participar
del poder, pues no de otra manera entienden la “democracia
participativa”.
Cincuenta años después de Mayo del 68, Jean-Paul Sartre seguirá
apareciendo en los media como símbolo, santo y seña, del
intelectual “comprometido”. Raymond Aron, en cambio, quedará,
como siempre, en un segundo plano, sino en el olvido.

También podría gustarte