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CAPÍTULO I: EL VIEJO

Los ríos profundos comienza con la llegada del joven Ernesto, narrador de esta historia, y su
padre, Gabriel, a la ciudad de Cuzco. El objetivo del viaje es encontrarse con el Viejo, un pariente de
buena posición económica conocido, a su vez, por ser explotador y avaro, en palabras del padre de
Ernesto.

Una vez en la ciudad, Ernesto se encuentra ansioso por ver los muros incaicos. Gabriel le señala lo que
ha sido antiguamente el palacio de un inca. La excitación de Ernesto es grande; desea verlo, pero
primero deben resolver asuntos con el Viejo. Una vez en la casa de este, son recibidos por un mestizo
y un indio. A Ernesto le llama la atención el indio: es la primera vez que ve un "pongo", un indio de
hacienda que sirve de forma gratuita, por turno, en la casa del amo. Le llama la atención su limpieza.

El Viejo, sin apersonarse, ofende a los visitantes mediante el cuarto que eligió para hospedarlos: la
cocina de los arrieros. Ernesto, a pesar de que comprende que la ofensa es una señal de que El Viejo
no va a ayudar a su padre, no se siente mal en la cocina. Él mismo ha sido criado en una cocina para
indios en la que recibió, en la infancia, los cuidados, la música y “el hablar” de las indias y los peones a
sueldo. Es para él un lugar cálido y familiar.

Ernesto sale de la casa en dirección al muro incaico. Toca las piedras, fascinado, y las compara con los
ríos y con la sangre. Las piedras bullen para el joven como los ríos turbios, como las danzas guerreras.
“Puk’tik’ yawar rumi!” (¡Piedra de sangre hirviente!), exclama Ernesto parado frente al muro. El padre,
al escuchar su voz, avanza por la calle hacia Ernesto. Le comenta que el Viejo le ha pedido disculpas
por la ofensa, pero que igualmente sabe que es traicionero y se irán a la madrugada. Ernesto no se
altera; se mantiene optimista, fascinado por el muro incaico. Le pregunta a su padre quién vive ahora
tras los muros antiguos. Gabriel le responde que los incas están muertos y que viven ahora, allí, nobles
avaros, como el Viejo. Ernesto siente que el muro está vivo, y tiene el impulso de hacer allí un
juramento.

Luego van a rezar a la Catedral. Esta está hecha por los españoles con la piedra incaica y las manos de
los indios, al igual que la Compañía. Esta última le resulta a Ernesto un poco menos imponente.
Escuchan sonar a la María Angola, una campana que se oye a cinco leguas, y ante la cual los viajeros
frenan su paso y se persignan. La voz de la campana aviva la memoria de Ernesto, que recuerda a sus
protectores, los alcaldes indios.

Por la noche Ernesto llora, conmovido, y su padre culpa por ello al Cuzco y el repicar de la María Angola.
A la madrugada empacan para partir, pero se encuentran con el Viejo, que los esperaba. Le da un bastón
a Gabriel y salen a la calle. Ernesto siente rechazo por el Viejo, que se persigna y reza ante la imagen
del Señor de los Temblores. Al volver a la casa, un camión ya los está esperando para partir y sus cosas
están empacadas. Ernesto siente el impulso de abrazar al pongo, que se emociona y lo despide en
quechua.

Al alejarse de la ciudad, los viajeros se encuentran con el Apurímac, un río que, con sus sonidos,
despierta recuerdos y los más antiguos sueños.

Análisis

El primer capítulo nos introduce al narrador, Ernesto, un joven sensible y curioso. Varios temas que la
novela aborda asoman en esta primera parte. En primer lugar, a través del recuerdo de la cocina para
indios donde se crió de niño y de su descripción del muro incaico, sabemos que Ernesto maneja a la
perfección el quechua. En este primer capítulo, y a lo largo de toda la novela, la lengua quechua se
encuentra muy presente.
Arguedas tenía una preocupación muy grande por resolver cómo el español podía dar cuenta de la
realidad andina: hablaba siempre de “quechuizar” el español. Hay, y habrá a lo largo del relato, ideas
que deben incorporar expresiones en quechua para poder expresarse correctamente. Frente al muro
antiguo Ernesto dice:

Esta cita nos introduce a uno de los temas más importantes de Los ríos profundos: la magia y las
creencias. Ernesto tiene una visión del mundo animista, metafísica y panteísta. Recordemos que el
panteísmo es la creencia, basada en la inmanencia de dios, mediante la cual todo cuanto existe
participa de la naturaleza divina. Las piedras del muro están animadas, tienen vida propia y él siente
esta vitalidad latente en las piedras a través de su tacto. Son además la sangre, las danzas ancestrales,
los ríos. Impulsan a Ernesto a hacer un juramento.

Ernesto tiene una visión dinámica: une ideas mediante asociación aparentemente libre. Decimos
“aparentemente” porque lo que parece no tener un sentido claro o ser una asociación azarosa, tiene
que ver con una visión del mundo atravesada por este sistema de creencias y una mirada mágica sobre
los seres, las cosas y los acontecimientos. Además, estas asociaciones son de una fuerte carga poética.
Ernesto compone libremente estas imágenes a través de la emoción y el lirismo.

Otro elemento mágico en este primer capítulo es la María Angola, la campana. Su valor mítico no está
tanto dado por el hecho de que sea una campana (cristiana) sino por el oro con que fue forjada: oro
inca extraído del corazón de la madre tierra. Ella le trae a Ernesto la imagen de sus protectores indios
con su capacidad de avivar el recuerdo, como dice Gabriel.

La lengua, la magia y las creencias tienen que ver con la identidad. No se trata de un encantamiento
individual, sino de la magia con que el hombre andino comprende y se relaciona con el mundo. Así es
como aparecen asociaciones de sentido nuevas, y se descubren relaciones subterráneas entre las
cosas, los seres y los acontecimientos. Pero, como dijimos, esto no se da a nivel individual. Ernesto
toma contacto con algo mayor, con una memoria que lo excede y lo antecede, y con una identidad que
no le es propia por derecho de nacimiento, pero que asume. Ernesto no es hijo de indios, sino que esta
identidad le ha sido dada a través del cariño; la educación quechua y los cuidados de las indias en la
cocina de la hacienda de su madrastra; los viajes por los pueblos con su padre, y el encantamiento de
la naturaleza, que él percibe con mirada andina.

Ernesto archiva viaje a viaje, experiencia a experiencia, además de emociones, sentimientos y


percepciones, una gran cantidad de información sobre los diversos pueblos, su arte, sus costumbres y
creencias. El joven es un depositario de la cultura andina sin la distancia de un antropólogo, sino
asumiendo esta identidad india serrana en cuerpo, mente y espíritu. La interpretación de Ernesto de la
naturaleza, la historia y todo aquello que lo rodea no tiene que ver con una comprensión racional.
Frente al muro, él desea conocer detalles que Gabriel le va dando, pero también se despierta en él una
información que ya estaba allí; es Ernesto el que percibe el movimiento de la piedra proveniente de un
pasado remoto, su poder incaico latente que podría devorarse a los avaros que viven dentro. Igual de
irracional es su impulso de realizar allí un juramento.

José María Arguedas es uno de los escritores que inauguran, junto con Juan Rulfo, el neoindigenismo
peruano. El neoindigenismo en Perú se propone reformular la manera en la que se representa la cultura
andina en la literatura peruana. La idea básicamente tiene que ver con abandonar la mirada distante
antropológica y ahondar en esos usos y costumbres de los pueblos andinos, comprendiendo al
indio desde dentro. La pretensión es de representar e individualizar su mirada; el indio no es ya una
entidad abstracta sino una realidad concreta.

En relación a esta voluntad de representar la mirada del indio, Arguedas echa mano a todos los recursos
literarios que puedan abonar una visión mágica del mundo. Imágenes, asíndeton, símiles, metonimias,
sinestesias y, por supuesto, metáforas, abundan en Los ríos profundos. Además, la presencia del
quechua es ineludible. Por momentos, el narrador nos explica el origen de las palabras, su significado.
En otros casos, aparecen términos que no se aclaran, de forma evidentemente intencional. Esto tiene
que ver con un juego entre el develamiento (se nos muestra un mundo) y el secreto (algo de ese mundo
se mantiene, para nosotros lectores, inaccesible). Arguedas tenía una gran preocupación por el
lenguaje. Vimos que por un lado creía que el español era insuficiente para representar la realidad
quechua pero, por otra parte, le aportaba este abanico de posibilidades literarias con las que podía
explorar el lirismo de la mirada andina. La solución era, como dijimos al comienzo de este análisis,
“quechuizar” el español.

No está de más realizar un comentario biográfico que puede aportar otra dimensión a la lectura. Los
ríos profundos tiene un gran componente autobiográfico, no solo en relación a las situaciones vividas
por Ernesto (el colegio, la infancia con los indios, los viajes con su padre) sino también a la mirada de
Ernesto sobre el mundo. Arguedas, víctima de depresión durante gran parte de su vida, sufría una
fuerte crisis de identidad. Decía sentirse un indio entre los blancos y un blanco entre los indios. Los ríos
profundos es un modo de sintetizar esa experiencia, de representar una mirada que no es abstracta y
genérica, sino que está fuertemente particularizada en una experiencia individual irremplazable.

Hasta ahora hemos entrado en el tópico de la magia y las creencias y el problema de la identidad. Este
primer capítulo también introduce otro de los temas principales de Los ríos profundos, que es el de la
memoria. La cocina para indios despierta recuerdos de la infancia; Ernesto fue criado en una cocina
similar, rodeado de indias y “concertados” (peones a sueldo anual) que lo cuidaron y le enseñaron el
quechua y los huaynos, canciones populares incaicas. Ya cerca del muro incaico, llegan los recuerdos
de todo lo que su padre le contaba sobre la ciudad de Cuzco. Una vez frente al muro, se imponen los
recuerdos de las canciones quechuas, como se puede leer en la cita al comienzo de este análisis. Con
el canto mágico de la María Angola viene la imagen de sus protectores, los alcaldes indios, las águilas,
los lagos en altura; “Su voz aviva el recuerdo” (p.21), confirma Gabriel. Gabriel tiene, a su vez, un reloj
de oro que es el recuerdo de su padre, un objeto mágico que le da fuerzas en momentos en que los
problemas en los viajes los apremian.

Por ahora solo mencionaremos estos ejemplos que dan cuenta de la persistencia de la memoria, sobre
todo en momentos de tensión. Los recuerdos son un refugio, protegen, funcionan como amuletos.
Continuaremos ahondando en este tema en el análisis del siguiente capítulo.
CAPÍTULO II: LOS VIAJES

En este capítulo, Ernesto reflexiona sobre la errancia. Empieza hablando de cómo su padre, por ser
abogado itinerante, vaga de un pueblo a otro buscando clientes. Además, resalta que Gabriel cambia
de pueblo no solo por una cuestión laboral, sino que decide partir cuando los detalles de un pueblo en
particular comienzan a formar parte de la memoria, al igual que los huaynos que le gusta oír.
Los huaynos, canciones populares incaicas, son su debilidad, y recuerda a qué pueblo, comunidad y
valle pertenece cada uno. Ernesto, que admira esta cualidad de su padre, también porta este tipo de
memoria. Solo los viajeros observan ciertos detalles, se dice a sí mismo Ernesto.

El joven recuerda un pueblo que los recibió sin ninguna hospitalidad; no le gustaban los forasteros. Allí,
los habitantes habían bajado de un cerro alto y puntiagudo una cruz para bendecirla. Ese día, él y su
padre maldijeron el pueblo y lo abandonaron cuando los indios velaban su cruz, rumbo a Huancayo.

Ernesto rememora ese viaje a Huancayo, un pueblo en el que los quisieron matar de hambre. Como
siempre, Gabriel había alquilado un pequeño espacio para atender a los litigantes. Pero esta vez los
hacendados habían apostado celadores en las esquinas del estudio del abogado para amenazar a los
trabajadores que quisieran hacerle sus consultas o siquiera brindarles solidaridad. Mientras tanto,
Ernesto recuerda que vagaba por la ciudad de noche, robaba maíz para cocinar y
cantaba huaynos nunca oídos en ese pueblo, en una esquina donde vivía una joven muy bella.

También recuerda el pueblo de Cusi, donde los niños recogían los loros que mataban los fusileros en el
campo y los colgaban de las patas. Rememora también su paso por Huancapi, la comunidad más
humilde que Ernesto conoció, asediada por el hielo y la nieve; el pueblo de Cangallo, en el que, con un
peón, vieron un lucero grande elevarse e iluminar toda la quebrada de un modo desconocido y místico;
Huamanga, una localidad de indios morochucos. Ernesto menciona que eran descendientes de los
almagristas, uno de los bandos en las guerras entre conquistadores en Perú en el siglo XVI;
excomulgados y refugiados en la pampa fría.

Según Ernesto, fueron más de doscientos los pueblos que visitó junto a su padre con lentitud
inagotable.

CAPÍTULO III: LA DESPEDIDA

Un día, Gabriel le confiesa a Ernesto que su peregrinaje terminará en Abancay. La tarde que llegan a la
ciudad, las campanas del pueblo repican mientras las mujeres y los hombres están en la plaza,
arrodillados y rezando. Cuando los viajeros preguntan por qué lo hacen, les responden que están
operando al padre Linares, Director del Colegio y predicador de Abancay. Ernesto y su padre se
arrodillan a rezar también, y Gabriel le dice a su hijo que el padre Linares ha de ser su Director.

Mientras Ernesto duerme en el Colegio, ya matriculado y tomando clases, Gabriel se encuentra


inquieto. A pesar de que ha dicho que montará un estudio en la ciudad, luego de diez días no lo ha
hecho. Ernesto sabe que su padre, tarde o temprano, se marchará de allí.

Un día, en una de las visitas de Ernesto a su padre, lo encuentra conversando con un forastero. El
hombre, de Chalhuanca, busca consejo de Gabriel para litigar contra su patrón. Ernesto percibe que su
padre está incómodo; es evidente que ya ha arreglado con el forastero, que ahora llora en quechua,
para irse juntos de Abancay hacia Chalhuanca. Finalmente, Gabriel se recuesta sobre la mesa y llora. El
forastero intenta consolarlo pero es inútil. Ernesto se acerca a su padre, que se pone de pie. El
cualhuanquino les sirve cerveza; es la primera vez que Ernesto bebe con su padre.
Se separan casi con alegría, con las promesas de Gabriel de conseguir una chacra junto al río y esperarlo
a Ernesto en vacaciones. Ernesto reflexiona sobre cómo, por primera vez, deberá enfrentarse solo al
mundo.

Análisis

En el capítulo II, Ernesto recorre diversas anécdotas vinculadas a los viajes con su padre. Debido a su
trabajo, Gabriel ha llevado a Ernesto a recorrer más de doscientos pueblos andinos. En la descripción
que hace el narrador de algunos de ellos, se hace más presente un tema clave que ya había surgido en
el Capítulo I: la memoria. En Los ríos profundos, la memoria es uno de los fundamentos del relato, ante
todo por su polivalencia semántica.

En primer lugar, su relevancia tiene que ver con que los recuerdos son un arma contra la soledad y el
dolor. A lo largo del texto veremos cómo la memoria es, para Ernesto, un lugar donde resguardarse de
los abusos, la violencia, la soledad y la discriminación; a través de la memoria el joven puede revisitar
todos esos espacios que han conmovido su espíritu y que funcionan como un refugio para distanciarse
de un mundo confuso y hostil.

Además, la memoria excede al individuo, a los límites de la propia vida de Ernesto, y lo conectan en
cierto modo con el pasado remoto de ese mundo andino que él pretende asumir. En el capítulo I, ante
el muro antiguo, Ernesto resalta ante su padre el poder y la vigencia incaicos, que podrían, a través del
muro, devorar a los avaros que viven dentro.

La memoria funciona también como un modo de apropiación del mundo. Ernesto dice: “En los pueblos,
a cierta hora, las aves se dirigen visiblemente a lugares ya conocidos. A los pedregales, a las huertas, a
los arbustos que crecen en la orilla de las aguadas. Y según el tiempo, su vuelo es distinto. La gente del
lugar no observa estos detalles, pero los viajeros, la gente que ha de irse, no los olvida” (p.37). A partir
de aquí, da cuenta de que él mismo no olvida, como buen viajero, y enumera los distintos rumbos de
las aves. El viajero se apropia de los pueblos, los comprende y los habita a través de la memoria; de
este modo cosecha imágenes y experiencias que luego atesorará en los momentos más hostiles. Como
dijimos anteriormente, Ernesto es una suerte de depositario de la cultura andina.

Al llegar a Abancay, el joven reflexiona sobre el nombre del pueblo:

Abancay no es lo que debería ser, lo que su nombre indica. El mundo que Ernesto contiene en su
memoria, el mundo que habita a través de su mirada andina, panteísta y mágica, es compacto, una
totalidad integrada y coherente. Abancay debería ser del color del maíz, el pisonay y la flor del amancay,
un pueblo libre como el vuelo de las aves. En su lugar, es un pueblo de techos metálicos y estruendosos,
un pueblo cautivo y erigido en tierra ajena. Empezamos a ver que, en Abancay, el mundo que se opone
al de Ernesto es desintegrado, incoherente y conflictivo. Esto es tan solo la punta del iceberg de un
choque de sistema de creencias, identidades y valores que se acrecentará con el correr de los capítulos
tras su entrada al colegio.
La errancia es, por supuesto, otro tópico privilegiado de Los ríos profundos. La idea del movimiento no
solo está representada a través del relato de los viajes. Como en la cita que acabamos de leer, el “volar
planeando” y “mirar con profundidad” de las aves son imágenes recurrentes, siempre asociadas a
valores positivos, a un modo de habitar el mundo que reconforta. Lo mismo sucede con los ríos. El río
es materialmente un lugar a donde recurrir pero, además, es una imagen recurrente de la memoria
donde refugiarse. Aves y ríos son símbolos de la errancia en Los ríos profundos: migran, transitan,
recorren. Volveremos más adelante sobre la imagen del río, paradigma vital de Ernesto, porque es de
las más productivas y polisémicas en el texto.

Este vagar es el modo que encuentra Ernesto de comulgar con aquello que lo rodea. Como dijimos, el
viajero se apropia de los pueblos, los comprende y los habita a través de su memoria. Esto tiene una
doble valoración: por un lado, hay un movimiento de exclusión, ya que Ernesto no es oriundo de los
lugares que visita, sino que los descubre. Pero este contemplar desde cierta distancia, la que le otorga
el movimiento de llegar y partir, le permite apreciar cosas que otros no ven. En el capítulo I ya nos decía
que, al encontrarse con el río, “el recién llegado se siente transparente, como un cristal en que el
mundo vibrara” (p.34). En el capítulo II, Ernesto dice: “mi padre decidía irse de un pueblo a otro, cuando
las montañas, los caminos, los campos de juego, el lugar donde duermen los pájaros, cuando los
detalles del pueblo empezaban a formar parte de la memoria” (p.36). Permanecer es perder de vista
esta mirada que la distancia del errante permite. Errar, como los ríos y las aves, es para Ernesto el modo
en que el hombre es uno con lo que lo rodea, comulgando con la cultura andina y con la naturaleza a
través del movimiento, o, como veremos, de la memoria del movimiento, cuando el mal apremia.

A esta errancia se le oponen los espacios cerrados. Abancay es este pueblo “cautivo”, construido en
una tierra que le es ajena. La tienda que monta Gabriel para atender en Abancay, ya presa de su deseo
de partir, es claustrofóbica. Ernesto encuentra a Gabriel inquieto, incómodo. Esta energía solo cambia
en el momento en el que, en el Capítulo III, finalmente se asume que va a partir hacia Chalhuanca;
finalmente puede liberar su tensión, beber y alegrarse un poco. El Colegio, más adelante, se presentará
como otro de estos espacios cerrados que sofocan a Ernesto.

Al final del capítulo III, Ernesto comprende su destino inmediato: enfrentarse al mundo sin la compañía
de su padre. Se quedará en Abancay a estudiar, por lo que ese es su lugar ahora: “recibiría la corriente
poderosa y triste que golpea a los niños, cuando deben enfrentarse solos a un mundo cargado de
monstruos y de fuego, y de grandes ríos que cantan con la música más hermosa al chocar contra las
piedras y las islas” (p.55). Este mundo cargado de monstruos y de fuego, una vez más, se opone a la
hermosura del canto del río. El río tiene, y tendrá a lo largo de toda la novela, un sentido liberador. Es
un lugar de identificación, de purificación, de encuentro con la naturaleza tal como la entiende Ernesto.
Decimos por todo esto que es, para él, su paradigma vital. A través del río Ernesto comprenderá mucho
de ese mundo andino que asume como propio. Finalmente, esta cita que opera como cierre de una
etapa del texto, funciona a la vez como un anticipo: Ernesto se enfrentará a monstruos y fuegos en este
nuevo mundo de Abancay al que ingresa.

CAPÍTULO IV: LA HACIENDA

Este capítulo comienza con la descripción de las costumbres de las haciendas en tiempos de fiesta. Los
hacendados de los pueblos pequeños contribuyen a las fiestas con vasijas de chicha. La chicha es una
bebida alcohólica derivada del maíz fermentado sin destilar. Esta contribución de los hacendados es un
modo de demostrar el alcance de su poder: se dice que un hacendado no puede agasajar al pueblo
menos que la indiada.

Usualmente, estos hacendados, que vigilan a los indios, piden más de lo que es justo y, cuando creen
que es necesario, les dan a los pobres un puntapié y los mandan a la cárcel. En los días de fiesta todo
es diferente. Van vestidos de gala, y obligan a sus caballos a trotar con elegancia. Cuando se
emborrachan, les clavan las espuelas a los animales hasta hacerlos sangrar.

Abancay es un pueblo cercado por las tierras de la hacienda Patibamba. Ernesto recuerda haber
visitado una vez la casa-hacienda, silenciosa y aparentemente vacía. Allí las mariposas vuelan
libremente entre los frutales. Un corredor comunica la casa con la fábrica de azúcar. Durante muchos
años, el bagazo acumulado, es decir, los restos de la caña una vez extraído el jugo azucarado, formó un
montículo ancho y blando. El olor a aguardiente de ese bagazo hirviendo al sol es penetrante y
característico del lugar.

Ernesto insiste en querer comunicarse con los indios “colonos” de la zona, pero estos no quieren hablar
con forasteros. Las mujeres lo miran con temor y desconfianza. Ernesto piensa que esos indios han
perdido la memoria, que lo desconocen por haber olvidado el lenguaje de los ayllus (las comunidades
de indios). Vuelve al Colegio frustrado cada domingo, luego de estas caminatas muy largas en las que
intenta encontrar algo de la ternura que otrora sintió entre los indios. El Padre Director se burla cuando
lo ve volver de estas peregrinaciones; le dice “tonto vagabundo” cuando entra al patio cubierto de
polvo.

Ernesto se resguarda en la memoria del canto de las indias que lo refugiaron hace tiempo, cuando su
padre era perseguido y tuvo que dejarlo al cuidado de unos parientes. El joven huyó de estos parientes
crueles y pidió misericordia en un ayllu. Allí lo cuidaron quienes hoy recuerda como sus protectores, y
a quienes invoca en momentos de soledad: Pablo Maywa y Víctor Pusa.

Más adelante, el capítulo se enfoca en el Colegio. Las misas del Padre Director, sobre todo en presencia
de los dueños de las haciendas, comienzan con elogios a la Virgen pero siempre terminan en una
exaltación patriótica y un ensañamiento con Chile, el país vecino. El deber de los jóvenes es alcanzar el
desquite, dice.

Ernesto tiene una percepción dual del Padre: por un lado, le teme; se le presenta como un pez que
persigue a los pececitos en la orilla de un río. Por otro lado, otros días siente cariño por él, como sintió
por Pablo Maywa.

CAPÍTULO V: PUENTE SOBRE EL MUNDO

Ernesto va a las chicherías del único barrio alegre de la ciudad, Huanupata, tratando en vano de
encontrarse con los indios de la hacienda. Allí al menos se alegra escuchando huaynos de todas las
regiones, que los forasteros les piden a gritos a los músicos de turno.

El resto de los barrios le resultan hostiles. Allí viven los comerciantes, las autoridades, familias antiguas
empobrecidas y algunos terratenientes. Cerca del río y la Plaza de Armas de Abancay hay un baldío
donde el Padre Director hace que los estudiantes se enfrenten a patadas y puñetazos en una batalla
entre dos bandos, “peruanos” y “chilenos”. Siempre deben ganar los “peruanos”. Entre los “chilenos”
se encuentra el Añuco, un estudiante temible. Descendiente natural de terratenientes empobrecidos,
este joven fue adoptado por los Padres. Su protector es Lleras, un estudiante que ha repetido varias
veces de año en el Colegio, por lo cual es mayor que el resto. Lleras es abusivo, hosco y caprichoso.
Ernesto les teme a ambos.

Por las noches, algunos estudiantes tocan huaynos con la armónica. El que mejor toca es Romero, un
joven de Andahuaylas. Ernesto, que conoce muchos huaynos diferentes, canta. Otros jóvenes se
dirigen, cada noche, al campo de juego del Colegio, adonde van en busca de una ayudante de cocina
demente. Se pelean por tumbarla; se enfrentan incluso con más furia que en las guerras diurnas.
Palacios es el interno más humilde; no comprende el castellano bien y es el único de todo el Colegio
que procede de un ayllu de indios. Padece el colegio más que ninguno, pero su padre insiste en que
debe educarse allí. Una noche se escucha a Palacitos gritar. Lleras lo ha llevado a la fuerza al patio y
pretende que se eche sobre la mujer demente, que lo llama desnuda con las manos. Todos los jóvenes
acuden al campo de juego. Palacios pide auxilio a gritos hasta que dos Padres se acercan al patio. La
mujer demente huye y Lleras acusa a los demás estudiantes de querer golpearlo entre varios. Romero
desafía a Lleras una vez en la habitación, pero no hay ocasión de pelear. Con el correr de los días,
Romero va perdiendo su coraje, pero Lleras también olvida el duelo pendiente, y cesa en sus abusos
por un tiempo. Palacios se convierte en un buen amigo de Romero.

La mujer demente no vuelve por un tiempo a ir al patio y uno de los jóvenes, Peluca, se impacienta.
Los estudiantes buscan atosigarlo con insultos, pero él responde con juramentos que exponen las
miserias de todos los que lo rodean y saca a colación las actividades más impúdicas de los que
concurren al patio de juegos. Los estudiantes lloran e incluso uno, el Chauca, se autoflagela con furia.
Ernesto siente que el patio es un lugar dominado por el demonio y la demente le causa una gran
lástima.

Es constante la lucha entre las experiencias tormentosas del Colegio y la memoria de la imagen
maternal del mundo que en otro momento acunó a Ernesto. Los recuerdos son un refugio, pero a veces
no son suficientes. Las visitas al río Pachachaca son también un modo de contrarrestar esta fuerza
oscura. Ernesto concurre frecuentemente a contemplarlo y luego regresa al pueblo renovado, vuelto a
su ser. Conversa mentalmente con sus amigos lejanos.

CAPÍTULO VI: ZUMBAYLLU

El capítulo comienza con una reflexión sobre la desinencia yllu. Por un lado, representa el sonido de las
pequeñas alas en vuelo, en su sentido onomatopéyico. Por el otro, illa nombra a ciertas formas de luz
no solar, no totalmente divinas, con las que el hombre andino cree aún estar vinculado.

El tankayllu, por ejemplo, es un tábano inofensivo. Los niños beben la miel de su aguijón que se instala
por siempre en su corazón, pero aun así los indios no lo consideran una criatura divina. Hay en
Ayacucho también un danzak’ (bailarín de tijeras característico del mundo andino) llamado “Tankayllu”
que hace proezas infernales al atravesar agujas y garfios en su cuerpo. Otro ejemplo es el pinkuyllu, un
instrumento que se toca solo en comunidad (a diferencia de la quena familiar), que no es religioso sino
que solo se usa para tocar canciones épicas y bailar las danzas guerreras. Su sonido cala profundo en
el corazón.

La monotonía del Colegio se altera por la llegada de un zumbayllu. Ernesto sigue a sus compañeros,
atrapado por el sonido de esta palabra que le recuerda misteriosos objetos. El zumbayllu pertenece
a Ántero, un niño rubio de lunares. Es una especie de trompo que, al girar, emite un sonido muy
particular, un yllu. La memoria de Ernesto se aviva; recuerda al danzak’, a los verdaderos tankayllus y
el sonido del pinkuyllu. Desesperado, le pide a su dueño que le venda el zumbayllu. A pesar del desafío
de Lleras y Añuco, que le dicen a Ántero que no le venda el trompo a Ernesto, Ántero se lo regala. La
alegría de Ernesto es inconmensurable. Ántero regala muchos zumbayllus más que suenan por todo el
patio.

A partir de allí, Ernesto y Ántero entablan un vínculo. Ántero le pide a Ernesto, que es conocido por
escribir muy bien, que le componga una carta para una joven de Abancay. Ántero le promete un winku,
un zumbayllu diferente, algo irregular, pero que es laik'a, brujo; “tiene alma”.
Ernesto, recordando a la joven blanca de una hacienda que alguna vez conmovió su corazón, comienza
la carta para la muchacha a la que Ántero quiere conquistar. Pero súbitamente frena la escritura y se
avergüenza. Se pregunta qué pasaría si las jóvenes indias supieran leer. En un arrebato, improvisa una
carta en lengua quechua, y se conmueve.

En el comedor vuelve la violencia: Rondinel, un compañero provocador, trata despectivamente a


Ernesto; “Indiecito”, le dice. Ernesto le responde que él es blanco pero inútil. Rondinel lo desafía a una
pelea.

El duelo es incitado por Valle, un alumno arrogante y lector de novelas. Es el único que no habla
quechua y desprecia a los indios. Ernesto se siente solo; busca rezar y no puede. Tiembla de vergüenza
y viene a su memoria, como un rayo, la imagen de Apu K’arwarasu, su montaña protectora, dios
regional de su aldea nativa. Junta coraje y desafía a Rondinel a adelantar el duelo. Rondinel teme. Lleno
de coraje, Ernesto se tranquiliza.

Al día siguiente va al patio y hace girar el zumbayllu. Como el río, el zumbayllu trae alegría a su corazón.

Análisis

En estos capítulos aparece en primer plano la soledad y la violencia en la que vive Ernesto en el Colegio.
El joven estudiante busca no solo escapar de la institución sino, a su vez, encontrar algo que le permita
reconectar con ese mundo que últimamente solo encuentra en su interior.

Los recuerdos son para Ernesto un refugio, pero se da cuenta de que necesita actualizar esas
experiencias vitales. Sus intentos frustrados de conversar con los indios colonos en Patibamba, en el
capítulo IV, lo deprimen: “Ya no escuchaban ni el lenguaje de los ayllus; les habían hecho perder la
memoria; porque yo les hablé con las palabras y el tono de los comuneros, y me desconocieron” (p.60).
Este rechazo cala hondo en su espíritu: “aturdido, extraviado en el valle, caminaba por los callejones
hirvientes que van a los cañaverales” (p.60). El recuerdo es todo lo que tiene; se resguarda en
los huaynos que las indias le cantaron al despedirlo, una vez que tuvo que refugiarse con ellas cuando
su padre era perseguido. Le vienen a la memoria también las palabras de su padre: “No importa que
llores. Llora, hijo, porque si no, se te puede partir el corazón” (p.62). La soledad es implacable.

En el capítulo V ya lo encontramos a Ernesto concurriendo frecuentemente a las chicherías. Busca, en


vano pero sin perder la esperanza, a los indios colonos. Sin embargo, los sábados y domingos hay
música en vivo y concurren forasteros de todos los pueblos. Los músicos tocan huaynos a pedido y
conocen todos los ritmos, incluso aquellos de las comunidades más remotas. Estas experiencias
contrastan con la violencia del Colegio, muchas veces promovida por los Padres.

Nos encontramos, justamente en estas escenas, con algunas marcas contextuales que remiten al
conflicto entre Chile y Perú durante los años 20. El Padre Director habla de la importancia del
“desquite”. Muchos años antes, en 1879, había estallado una guerra territorial entre Chile y los aliados
Bolivia y Perú. Finalmente, luego de que Chile mostrara una supremacía naval y ocupara el territorio
en disputa, los tratados de arbitraje repartieron las tierras de un modo que favorecía a los chilenos,
argumentando que el conflicto había comenzado por una agresión impositiva de Bolivia a Chile. Para
los años 20 nos encontramos en medio de estos tratados de paz (el último fue en 1929) y guerras de
remanentes del ejército, guerrilleros y montoneros peruanos. El Padre Director, por “desquite” se
refiere a la reconquista de este territorio perdido.

El río se afianza como símbolo en algunas escenas de estos capítulos. El mal va cobrando protagonismo
y es un tópico secundario pero insistente en la novela. Lo maligno no es algo externo que pertenece
solo a los otros: “yo también, muchas tardes, fui al patio interior tras de los grandes, y me contaminé,
mirándolos (...). Ningún pensamiento, ningún recuerdo podía llegar hasta el aislamiento mortal en que
durante ese tiempo me separaba del mundo (...). A la hora en que volvía de aquel patio, al anochecer,
se desprendía de mis ojos la maternal imagen del mundo. Y llegada la noche, la soledad, mi aislamiento,
seguían creciendo” (pp.87-88). En contrapartida a esta sensación de soledad y desesperación, Ernesto
se precipita los domingos al río Pachachaca para despejar su alma y borrar de su mente las imágenes
lastimosas. “Así, renovado, vuelto a mi ser, regresaba al pueblo: subía la temible cuesta con pasos
firmes. Iba conversando mentalmente con mis viejos amigos lejanos” (p.91). En este caso, el río es un
lugar de desintoxicación. Ernesto atraviesa esta lucha interna con el mal; así como se identifica con el
río, es consciente de que el mal habita en él también, y debe purificarse. Libra una batalla contra el mal
que se encuentra en el mundo; busca derrotarlo venciendo las bajezas y tentaciones de su propia
conciencia. Este mundo, lleno de monstruos y fuegos, como anticipó en el capítulo III, también está en
el interior.

El danzak’ es uno de los motivos más relevantes de la obra de Arguedas. Presente desde sus primeros
cuentos, el bailarín abanderado del mundo andino desafía a los valores foráneos. Es una presencia
rebelde, que arenga a los indios a la lucha; se trata de un personaje portador de la sensibilidad mágica
andina. El zumbayllu, ese trompo mágico que Ántero le regala a Ernesto, es el objeto mágico por
excelencia de Los ríos profundos, y encarna el espíritu del danzak’, sobre todo del “Tankallyu”. Su sonido
resuena en Ernesto y le trae alegría en los momentos más oscuros, además de valor y coraje para
enfrentar la violencia del Colegio. Veremos cómo, en los capítulos subsiguientes, el zumbayllu adquiere
una complejidad semántica mayor, al igual que los ríos. Por ahora cabe recordar este vínculo entre el
trompo que canta y baila con el danzak’, y su poder, que no es ni maligno ni divino, pero que puede
proteger a Ernesto.

El capítulo VI abre otro tópico importante, que es la violencia social y racial. La discriminación es directa
entre alumnos. Allí, serranos e indios son discriminados por igual: “Tu crees ya leer mucho -me dijo
Rondinel-. Crees también que eres un gran maestro del zumbayllu. ¡Eres un indiecito, aunque pareces
blanco! ¡Un indiecito, no más!” (p.111). “Indio”, “indiecito” o “cholito” son apelativos comunes para
los alumnos de procedencia andina. “No tengo la costumbre de hablar en indio” dice Valle, “por fortuna
no necesitaré de los indios; pienso ir a vivir a Lima o al extranjero” (p.114). A estas expresiones se le
suma la mencionada aversión del Padre Director por los chilenos.

A estas manifestaciones de discriminación se opone un sentimiento muy diferente por parte de


Ernesto. Además de sentir simpatía por Romero, de rasgos aindiados, y por Palacitos, el único alumno
proveniente de un ayllu indio, en su intimidad tiene muy claras sus afinidades e inclinaciones. Cuando
le escribe una carta a la muchacha que su amigo Ántero quiere conquistar, comienza inspirándose en
una niña blanca de una hacienda a la que vio en un viaje con su padre. Sin embargo, lo invade otro
impulso. Súbitamente piensa en las niñas de los ayllus, y en las cartas que les escribiría si ellas pudieran
leer. Comienza a escribir en quechua y se conmueve. Luego de ese arrebato sale al patio, pero se siente
orgulloso. Toda esta secuencia contrasta fuertemente con la violencia racial del Colegio.

El tema de la memoria persiste en estos capítulos. Como vimos al principio del análisis, ante el rechazo
de los colonos de la hacienda Patibamba Ernesto solo puede recordar los huaynos que le cantaban las
mujeres en el último ayllu en que residió refugiado. Además, él atribuye este rechazo a la falta de
memoria de su propia lengua de los indios de la hacienda. El joven estudiante se refugia en las
chicherías. Allí, los huaynos que entonan los músicos le avivan la memoria: “acompañando en voz baja
la melodía de las canciones, me acordaba de los campos y las piedras, de las plazas y los templos, de
los pequeños ríos donde fui feliz” (p.68).
La memoria del Apu K’arwarasu asalta a Ernesto por sorpresa una noche en que intenta rezar el
rosario. Apu son los cerros andinos, que a la vez son dioses protectores; K’arwarasu es el monte de la
aldea natal de Ernesto. En palabras del escritor Vargas Llosa, “como los ríos y las cascadas, los cerros
de la realidad ficticia tienen un ánima que dialoga con los hombres, a quienes aconseja, protege y
limpia espiritualmente. El espíritu de las montañas, materializado en forma de cóndor, puede tomar
posesión de un danzak’, guiarlo en vida, y, en el momento oportuno, anunciarle que va a morir” (1996:
pp.101-102).

Presa del miedo por un inminente duelo con otro joven, la imagen del dios-montaña se presenta en la
memoria como un relámpago. Ernesto le habla y comienza a darse coraje a sí mismo. El poder mágico
del K’arwarasu es grande: apenas su nombre es pronunciado, el temor a la muerte desaparece. Se unen
la magia y su memoria; Ernesto encuentra en ellas, es decir, en su identidad andina, la fuerza vital para
acercarse y enfrentar al joven Rondinel a tener la pelea ahí mismo. Como corolario de este episodio
místico, el capítulo VI culmina con su alegría y alivio, a la mañana siguiente, bailando como un danzak’
de su aldea nativa alrededor de su zumbayllu.

Esta escena, además, nuevamente explora la mirada que tiene Ernesto sobre la naturaleza, que está
dotada de ánima. Tanto las montañas como los ríos y las piedras rebosan de vitalidad. Ya en los
primeros dos capítulos, el niño Ernesto se había conmovido por el martirio del cedrón en la casa del
Viejo y por el sufrimiento de los loros en un pueblo llamado Yausi. Su relación con la naturaleza es muy
profunda; la alegría, en muchos pasajes, viene asociada a la integración de su ser con el paisaje natural
que lo rodea, o al recuerdo de esta integración. La tristeza, como la que siente en los pasajes
mencionados, es también producto de su mirada panteísta sobre el mundo. La piedra, el cedrón, los
loros, él mismo y todo cuanto existe participan de la naturaleza divina. El “estar en el mundo” de
Ernesto tiene que ver con la posibilidad de conectarse con esta totalidad que lo rodea, y contrarresta
la aparente distancia que implica ser un viajero errante como su padre. Sin embargo, Ernesto descubre
que la errancia, apoyada en la memoria que todo lo asimila, es el modo de integrarse de un modo más
profundo a ese mundo vivo.

CAPÍTULO VII: EL MOTÍN

Ernesto se reencuentra, más tarde, con Ántero. Le entrega la carta que escribió para Salvinia y le cuenta
a su amigo sobre la situación con Rondinel. Ántero se apiada, y le dice a Ernesto que deben buscar la
reconciliación, que no lo enfrente. Encuentran a Rondinel, quien, llorando, le pide perdón a Ernesto.
Los tres salen a jugar, renovados, con sus respectivos zumbayllus.

Más tarde, desde el colegio comienzan a escucharse gritos de mujeres que provienen de las calles.
Muchos internos salen rápidamente del Colegio antes de que el Padre Director pueda frenarlos para ir
a ver qué pasa en las calles de Abancay. Entre ellos corren Ántero y Ernesto, que se meten entre las
cinturas de las mujeres para llegar a ver qué pasa. Las mujeres indígenas están reunidas en la plaza del
pueblo en protesta porque se enteran de que los hacendados están adquiriendo la sal para sus vacas,
mientras que es un producto que escasea en el pueblo.

Doña Felipa, dueña de una chichería y cabecilla del grupo, habla para todas. Arenga el motín y propone
ir a buscar la sal al almacén. Allí encuentran cuarenta bolsas de sal. Las cholas se apoderan de ellas y,
organizadamente y en silencio, reparten la mercadería. Ernesto está asombrado del modo en que lo
hacen, de la autoridad de Doña Felipa, de su coraje. Se conmueve cuando Felipa se acuerda de los
pobres de Patibamba y separa tres bolsas para ellos. Sin dudarlo, el joven se une a las mujeres que,
cantando huaynos, toman el camino hacia la hacienda de Patibamba para repartir la sal.
Una vez allí, la comunicación es complicada. Las indias de Patibamba son temerosas y no responden
inmediatamente al llamado de Doña Felipa, que se impacienta. Finalmente toman la sal y las mujeres
emprenden el regreso a Abancay. Ernesto, agotado por el viaje y las emociones del día, no camina junto
a ellas. Frena, se sienta y se queda dormido junto a la reja del caserón de la hacienda.

Cuando despierta, Ernesto tiene su cabeza sobre el regazo de una mujer robusta que lo acaricia. La
mujer, rubia y de ojos azules, está preocupada por él. Le cuenta que, mientras él dormía, los soldados
irrumpieron en la hacienda y, a fuerza de zurrigazos, se llevaron la sal entregada poco antes. Ernesto,
angustiado, emprende su vuelta a Huanupata. Al pasar por las chicherías se encuentra con una gran
alegría festiva en el barrio.

Ántero encuentra a Ernesto en una de las chicherías. Lo lleva a ver a su enamorada, Salvinia, esperando
que esté con su amiga, Alcira, para presentársela. Pero Salvinia está sola. Los jóvenes, mientras caminan
al Colegio, conversan sobre el amor, el coraje y los ríos.

CAPÍTULO VIII: QUEBRADA HONDA

Una vez en el Colegio, el Padre Director castiga a Ernesto. Los azotes no doblegan su espíritu; cuando
el Padre le pregunta si cantaba con las forajidas mientras se dirigían a Patibamba, Ernesto responde
que sí, que cantaban mientras llevaban la sal para los pobres. El fraile destaca que lo robado es robado
incluso si se trata de los pobres, y castiga al joven prohibiendo sus salidas los domingos. Ernesto se va
a dormir aturdido por los eventos del día y se cubre la cabeza con la frazada para esconderse de sus
compañeros, que quieren saber todo sobre su aventura.

Al día siguiente, el Padre lo obliga a ir con él a la misa de la hacienda Patibamba. Ernesto escucha el
sermón en quechua. El Padre Director remarca, ahora para los indios, que nada justifica el robo. Les
dice a los colonos que se alegra de que hayan devuelto la sal; recibirán más aún por ese gesto. Todos
comienzan a llorar, se arrodillan y rezan. Todos menos Ernesto. El Padre, ofuscado, lo manda
nuevamente al Colegio.

El mayordomo de la hacienda es quien lleva a Ernesto hasta Abancay en su caballo. Allí conversan, y el
joven aprovecha para preguntarle por la mujer que el día anterior lo cuidó en su sueño y se preocupó
por él. El mayordomo le responde que partirá al día siguiente, temerosa por la llegada del ejército.
Ernesto no comprende, hasta que el mayordomo usa la palabra “escarmiento”, que resuena con un
escalofrío en la memoria de Ernesto. El ejército vendrá a “poner orden”.

Una vez en el Colegio, a Ernesto lo recibe el Hermano Miguel. Ántero llega también al rato, con un
regalo especial para su amigo: un zumbayllu muy particular. Es un zumbayllu winku. Winku es la
deformidad de los objetos que deberían ser redondos. Esto le da un carácter especial al zumbayllu,
además de un sonido particular. A la vez es laik’a, brujo. Ántero le dice a Ernesto que puede mandarle
un mensaje a su padre a través del winku, porque su canto viaja leguas.

El Hermano Miguel, que ha ido a tender la red de vóley para jugar con los estudiantes, grita. Ordena
al Lleras a caminar de rodillas. A Lleras le sangra la nariz; el Hermano le dio un puñetazo. En medio del
alboroto llega el Padre Director, ante quien Lleras se lanza gritando que el “negro abusivo” lo golpeó,
pero los jóvenes saben que Lleras le dijo “negro e mierda”. Valle, arrogante, señala que, efectivamente,
el Hermano Miguel es negro. Otro estudiante, Chipro, señala la cobardía de Valle y lo desafía.

Mientras tanto, el ejército avanza hacia Abancay. El portero les brinda un panorama oscuro para el
futuro, pero el Padre Director intenta transmitir tranquilidad. Forma a todos los estudiantes como para
misa y llama al Hermano Miguel. También a Lleras y Añuco. Lleras comienza a pedir perdón, pero a la
mitad de las disculpas se interrumpe y alega que no puede. Grita que no, que es negro, y agrega,
ofensivo, una interjección de asco en quechua: atatauya. Se va corriendo.

Añuco, por el contrario, sí le pide perdón al Hermano Miguel. El Hermano los perdona y se disculpa a
su vez; luego los invita a la capilla, donde dice unas hermosas palabras. Una vez allí, incluso Chipro y
Valle, enemistados antes, se sonríen. Ernesto se pregunta cómo puede ser que siendo negro el
Hermano pueda pronunciar tan bello discurso. Después se acerca al Añuco, que está muy compungido,
y lo invita a jugar con el winku laik’a. En un impulso de alegría, se lo regala. Todos los estudiantes rodean
el trompo mágico.

Análisis

La mirada de Ernesto con respecto a la naturaleza entra en diálogo con la de Ántero al final del capítulo
VII. Los estudiantes tienen una conversación en la que el río entra en escena más de una vez. El río,
entre otras cosas, simboliza el sentido de la naturaleza para Ernesto; es al mismo tiempo un ser viviente
y un poder divino. En el capítulo VI, Ántero expone que para él también el río tiene una gran relevancia,
casi mítica: “Si yo, algún día, llevo a Salvinia a mi hacienda, ellos dirán que sus ojos fueron hechos de
esa agua; dirán que es hija del río (...) Yo conozco los ríos bravos, a estos ríos traicioneros; sé cómo
andan, cómo crecen, qué fuerza tienen por dentro; por qué sitios pasan sus venas” dice; “solo por
asustar a los indios me tiraba al Pachachaca en el tiempo de lluvias” (pp.151-152). El río, para Ántero,
es algo que puede poseer, como Salvinia. A la vez, es algo que dominar, que doblegar. Esta mirada de
su amigo sorprende a Ernesto: “[Ántero] ya no parecía un colegial; a medida que hablaba su rostro se
endurecía, maduraba. No le conocía bien, no le conocía bien, pensaba yo, mientras tanto” (p.153). Para
Ernesto, la contemplación y los viajes de “lentitud inagotable” (p.45) son el modo de vincularse con los
ríos y con el mundo en general.

Dicho esto, cabe adentrarnos en los temas centrales de esta parte de la novela: la violencia racial y
social. En la primera escena, el zumbayllu muestra el alcance de su magia y sella una reconciliación
entre Ernesto y Rondinel. Recordemos que el conflicto comienza cuando Rondinel insulta a Ernesto con
un comentario discriminatorio. Ántero, mediador entre ambos, humaniza la figura de Rondinel,
explicándole a Ernesto que es un niño que ha sufrido mucho en la infancia. Los estudiantes se abrazan
y festejan la reconciliación jugando con sus trompos mágicos casi como un rito. Esta alegría solo
aparece para ser inmediatamente interrumpida por el alboroto de la calle. El capítulo VII rompe con el
ritmo y el tono íntimo que Los ríos profundos traía hasta ahora. Ernesto cambia; Abancay y su paz triste
cambian también. Los gritos de las mujeres son el indicio de que algo sucede allá afuera y algunos
jóvenes escapan del colegio para ser parte de eso que oyen.

El encuentro de Ernesto con la figura de Doña Felipa es clave: a través del regocijo que siente ante la
presencia de un acto de justicia social, al ver a las mujeres repartiendo la sal, la imagen Felipa abre una
idea nueva: hay una posibilidad de justicia a través de la organización. Es importante poner esta idea
junto a la figura del padre de Ernesto. Gabriel es un abogado itinerante que aconseja a los indios en los
litigios contra los hacendados. Es por eso que es despreciado en algunos pueblos y que su trabajo es
complejo; a pesar de que probablemente hayan existido, en la novela no se relata ninguna victoria
judicial de Gabriel. La idea de que ante una situación de injusticia social la salida es colectiva no es
explícita en Los ríos profundos, pero resuena.

El valor de Doña Felipa se pone en juego en su enfrentamiento respetuoso pero contundente con el
Padre Director. El Padre es casi una divinidad en Abancay; su sola presencia infunde respeto. Sin
embargo, las mujeres avanzan y, al encontrar la sal, Doña Felipa lo invoca: “¡Padrecito Linares: ven! -
exclamó con un grito prolongado la chichera-. ¡Padrecito Linares: ahistá sal! -hablaba en castellano-.
¡Ahistá sal! ¡Ahistá sal ¡Este sí ladrón! ¡Este sí maldecido!” (p.135). Minutos antes, el Padre Linares, que
se había acercado a la cabecilla de las mujeres para negociar y disuadir, había largado una maldición.
“-Dios castiga a los ladrones, Padrecito Linares- dijo a voces la chichera, y se inclinó ante el Padre. El
Padre dijo algo y la mujer lanzó un grito: -¡Maldita no, padrecito! ¡Maldición a los ladrones!” (p.133).

A lo largo de estos dos capítulos, la figura del Padre revela su verdadero rol en el entramado social de
Abancay y las haciendas de Patibamba. La violencia social y racial contra los indios encuentra en la
religión y en la figura del Padre su garante. Al otro día del motín, el Padre Linares habla ante los indios
colonos de Patibamba, a quienes les quitaron la sal a rebencazos:

Con un discurso condescendiente y fraterno en lengua quechua, el Padre predica el conformismo y la


sumisión a los colonos. Queda clara, así, la complicidad de la Iglesia con la explotación de los
cañaverales y la violencia impartida por los hacendados.

El Padre Linares lleva a Ernesto a Patibamba cuando pronuncia esta misa. Ernesto no se arrodilla ante
el pedido del Padre, y este lo despacha hacia Abancay. El día anterior, el joven estudiante había sido
severamente castigado al volver del motín. El Padre, luego de golpearlo, le dice que tiene ojos
inocentes: “¿Eres tú mismo o eres el diablo disfrazado de cordero?” (p.156), le pregunta. “Eres enfermo
o estás enfermo. Te han insuflado algo de su inmundicia, las indias rebeldes. ¡Arrodíllate!” (p.157). El
aislamiento de la escuela, la religión católica, la violencia impartida por algunos compañeros y el Padre
Linares son fuerzas que pueden aniquilar la pertenencia al mundo indio de Ernesto. Volviendo sobre
uno de los temas principales del texto, es su identidad la que está puesta en juego en esta lucha de
fuerzas.

Es la identidad de Ernesto la que se pone en juego, también, en su espontánea adhesión a las filas de
las cholas hacia la salinera y luego hacia Patibamba. Por primera vez, el joven melancólico y solitario se
desdibuja en una multitud, se mezcla y es uno con los otros. La aparición de la primera persona del
plural en medio de su relato delata esta integración nueva de Ernesto a su entorno, este abandono por
un momento de la distancia y la contemplación que lo caracterizan: “como ellas [las chicheras], tenía
impaciencia por llegar. Una inmensa alegría y el deseo de luchar, aunque fuera contra el mundo entero,
nos hizo correr por las calles (...). La gente salía de las casas para vernos pasar, corrían de las calles
transversales para mirarnos desde las esquinas” (p.138).

Una vez que llegan a Patibamba, la violencia social y racial se pone de manifiesto también en la
diferencia entre las indias colonas de la hacienda y las chicheras. Las colonas tardan mucho en salir de
sus casas. Reciben la sal y rápidamente vuelven a su hogar y cierran la puerta. El temor es grande, como
las amenazas ese mismo día de los rebencazos para que la devuelvan, y tiene su correlato en la
devoción que muestran hacia el Padre Linares al día siguiente, en la misa.
El colegio es un reflejo de la situación social general. En una discusión en medio de un partido de vóley,
el Lleras, uno de los estudiantes más maliciosos, le dice “Negro ‘e mierda” al Hermano Miguel. No solo
eso, sino que a la hora de pedirle disculpas no puede hacerlo y, luego de expresar su asco por pedirle
perdón a un negro, sale corriendo. Esta amargura es difícil de digerir para Ernesto.

La frustración es grande: en Huanupata la sal ha sido devuelta el mismo día en que fue entregada a las
indias y en el colegio la tensión es asfixiante. Ernesto reflexiona sobre esto y, en sus ideas, vuelve a
estar presente el pensamiento mágico:

Este presagio mágico se vincula con anticipaciones concretas de lo real: la inminente llegada de la
represión policial es otro plano de esta misma experiencia de amenaza permanente. El ejército
irrumpirá en Abancay esa misma tarde para “imponer el orden”. La palabra “escarmiento” despierta
también en Ernesto un escalofrío: “¿Escarmiento? Era una palabra antigua, oída desde mi niñez en los
pueblos chicos. Enfriaba la sangre” (p.164).

El capítulo VIII cierra como abre el VII: con una reconciliación y con el zumbayllu. Luego de que el Lleras
salga corriendo sin pedirle disculpas al Hermano Miguel por la ofensa, el Añuco queda solo frente al
Hermano, delante de todo el colegio. Le pide disculpas, se abrazan y se reconcilian. Ernesto se acerca
entonces a Añuco y lo invita a jugar con su nuevo zumbayllu, que es winku y laik’a (deforme pero
redondo y brujo), hecho por Ántero. Finalmente, ante el pedido de Añuco, Ernesto se lo regala. Por un
momento vuelven la magia y la alegría al patio del colegio, alrededor de este objeto que condensa los
recuerdos y las fuerzas ocultas.

CAPÍTULO IX: CAL Y CANTO

Desde el Colegio, los estudiantes oyen la llegada del ejército. Los soldados organizan el cuartel en un
edificio abandonado y ocupan las calles de Abancay. Ernesto conversa al respecto con el Padre Director.
Angustiado, le pregunta por Felipa y le pide que le permita ir con el Hermano Miguel a buscarla, para
pedirle las armas. El Padre lo manda a jugar, pero Ernesto no sale de su preocupación por la cabecilla
de la revuelta.

El Padre Linares le ha dicho a Ernesto que su padre ya no está en Chalhuanca; que se ha ido a Coracora,
un pueblo muy alejado del cauce del Pachachaca. El joven se lamenta porque el canto del winku se ha
perdido con el mensaje a su padre, por la bendición del Hermano Miguel. Desesperado, le pide
a Romero que toque su rondín. Tal vez, entre el rondín y el zumbayllu puedan mandarle otro mensaje.
Juntos lo hacen, a través de un carnaval que toca Romero, y otros estudiantes se suman al canto.

Luego comentan los rumores de Abancay: el Lleras ha partido con una chichera hacia Cuzco. Ernesto
comenta que el sol lo derretirá al pasar por el río Apurímac. También dicen que las rebeldes son
azotadas en el cuartel por los soldados delante de sus maridos, a quienes han hecho limpiar las calles.
A pesar de que incluso les han metido excremento por la boca, ellas no dejan de responder a los
militares con insultos groseros. Por su parte, se comenta que Felipa ha cruzado el Pachachaca. Hay en
el puente una cruz de piedra con su rebozo encima, a modo de provocación, y las tripas de una mula
cortan el paso del puente. El temor del pueblo es que Doña Felipa vuelva con las rebeldes a quemar las
haciendas.

Ante esta situación, Ernesto se sorprende de que Ántero diga que, en caso de una revuelta, no estaría
del lado de los indios. Ernesto, por su parte, deja en claro que él estaría del lado de Doña Felipa y los
colonos oprimidos. Luego de esta conversación deciden ir a ver a Salvinia, la enamorada de Ántero, y
su amiga Alcira. Una vez allí, Ernesto se acobarda, saluda a las muchachas y huye sin mirar atrás. Siente
el impulso de ir al Pachachaca a ver la cruz con el rebozo de Felipa, las tripas de la mula, el río. Pasa por
las chicherías de Huanupata, ahora llenas de soldados bebiendo; se mete a la chichería de Felipa y
pregunta por ella. Un soldado borracho le dice que está muerta, pero él no lo cree.

Al llegar al Pachachaca, Ernesto ve que cruzan el puente el Padre Augusto seguido por “la opa”
Marcelina. Ella se frena frente a la cruz, trepa, y roba el rebozo naranja que Felipa dejó allí como marca.
Luego siguen su camino. Ernesto decide cortar senderos para llegar a Abancay antes que ellos y no ser
descubierto por el Padre Augusto. Al llegar al Colegio se entera de que Añuco partirá al día siguiente
hacia Cuzco.

CAPÍTULO X: YAWAR MAYU

Añuco se despide por la madrugada de los otros estudiantes, conmovidos, y regala sus canicas, a las
que llaman “daños”, a Palacitos. Los demás van hasta la plaza de Abancay a ver la retreta del ejército.
Ernesto se sorprende por los instrumentos de la banda militar, sobre todo los metales. Palacitos se
encuentra con un joven de su pueblo al que ve tocando el saxofón. Radiante de alegría va en su
búsqueda; quiere conversar sobre el pueblo. Ernesto los pierde de vista entre la multitud; siente pesar
por no haber sido invitado, pero comprende que Palacitos necesita tener un momento de intimidad
con alguien de su pueblo.

Ernesto busca a Salvinia, a Alcira y a Ántero. Encuentra a las dos muchachas, pero Salvinia va escoltada
del brazo por un joven que no es su amigo. Ántero de pronto se presenta e increpa al muchacho, hijo
de un coronel, que huye.

Ernesto deja a Ántero conversando cordialmente con el hermano del pretendiente fugitivo y se va a
Huanupata, a la chichería de Doña Felipa. Allí está el arpista Oblitas, al que llaman el papacha. Entra al
local, también, un hombre al que Ernesto vio más temprano y que le resultó familiar. El hombre es
un kimichu, un indio que lleva de pueblo en pueblo una Virgen y recauda limosnas. Allí en la chichería
Ernesto finalmente recuerda y libera su prodigiosa memoria: le dice al kimichu que han estado juntos,
tiempo atrás, en Aucará, que se le clavó una espina en el pie, que Gabriel le dio media libra de oro
aquel día y que tenía un chullu (gorro) rojo oscuro. El kimichu, que se llama Jesús, le dice que sí, que
efectivamente se trata de él. Se alegran por el encuentro y Ernesto le invita picantes.

Una de las chicheras comienza a cantar un huayno en el que ridiculiza a los huayruros, soldados
apodados así por el color de sus uniformes, iguales a los frijoles rojos y negros que llevan ese mismo
nombre. Los soldados borrachos se contrarían, pero uno de ellos comienza a bailar como un bailarín
de los del pueblo de Ernesto. Pero de repente entra un guardia civil y se lleva presos al soldado y al
arpista.

Ernesto se despide de Jesús y pasea por la plaza. Ve a Ántero paseando con Gerardo, el hijo del coronel.
Ve a Valle, arrogante, seguido de muchas niñas. Intenta en vano visitar al arpista Oblitas en la cárcel;
no le permiten entrar. Una vez en el Colegio, la cocinera le dice a Ernesto que “la opa” está viendo a la
banda militar desde la torre que domina la plaza. Ernesto va hasta allí y sube a la torre, pero decide
bajar sin interrumpir la alegría de “la opa” Marcelina.
Análisis

Nuevamente, ante un contexto de extrema violencia y tensión, los recuerdos y el pensamiento mágico
refugian a Ernesto. El joven rescata los grillos que la multitud aplasta en la Plaza durante la retreta
militar porque un grillo es un mensajero, “un visitante venido de la superficie encantada de la tierra”
(p.262). Algunos pasajes antes, cuando Marcelina quita el rebozo de la cruz del Pachachaca, Ernesto se
sintió, “por un instante, como un frágil gusano, menos aún que esos grillos alados que los transeúntes
aplastan en las calles de Abancay” (p.219). Si pensamos en el modo en que se integra a sí mismo a este
mundo vivo, salvar a los grillos en la Plaza es en cierta forma salvarse a sí mismo de la realidad
aplastante del pueblo y el Colegio.

Después de enterarse por el Padre Linares de que su padre está aún más lejos de lo que pensaba,
Ernesto desea fuertemente comunicarse con él. Sin embargo, en lugar de pensar en viajantes o en pedir
al Padre Director enviar una carta, Ernesto decide que es con la música de Romero y su rondín y con
el zumbayllu que se comunicará con Gabriel: “Abancay tiene el peso del cielo. Sólo tu rondín y
el zumbayllu pueden llegar a las cumbres. Quiero mandar un mensaje a mi padre. Ahora ya está en
Coracora. ¿Has visto que las nubes se ponen como melcocha, sobre los cañaverales? Pero el canto
del zumbayllu los traspasa. Al mediodía, el winku hizo volar su canto y con Antero lo empujamos,
soplando, hacia Chalhuanca” (p.198).

Los rumores sobre Felipa y las chicheras revoltosas tienen toda la atención de Ernesto. Por primera vez,
a la violencia social y racial del Colegio, de Abancay, de la infancia, del Viejo en Cuzco, se opone otra
violencia; la de las fuerzas rebeldes. Se comenta que, a pesar de que las azotan con fuerza, las chicheras
no dejan de insultar al Coronel; que Felipa huyó con dos máuseres, que cruzó el Pachachaca y luego
bloqueó el paso con las tripas de una mula degollada y colgó su rebozo anaranjado sobre la cruz del
puente.

Cuando conversa con Ántero, Ernesto se sorprende de las palabras de su amigo. Ántero es hijo de un
hacendado y de niño, en la hacienda, veía con dolor cómo azotaban a los indios. Describe el llanto de
los colonos: “Lloran con sus mujeres y sus criaturas. Lloran no como si les castigaran, sino como si
fueran huérfanos. Y al oírlos, uno también quisiera llorar como ellos; yo lo he hecho, hermano, cuando
era criatura” (p.209). A Ernesto le llama la atención el llanto de los colonos también; él mismo lo
escuchó en Patibamba cuando el Padre Director dio misa para los indios de la hacienda. Le dice a
Ántero, pensando en los indios que ha conocido en su vida en los ayllus: “En los pueblos donde he
vivido con mi padre, los indios no son erk’es [niños pequeños]. Aquí parece que no los dejan llegar a
ser hombres. Tienen miedo, siempre, como criaturas” (p.209). Sin embargo, Ántero no se conmueve
como Ernesto:

Ernesto no comprende del todo a su amigo, pero no se echa atrás. La violencia del Colegio y del Padre
Director no han podido doblegar su identidad andina, y tampoco puede hacerlo ahora este súbito
desacuerdo con su querido amigo. Ernesto se mantiene firme en su posición:
Ernesto no comprende cómo su amigo puede conmoverse con el llanto de los colonos pero, a la vez,
no apiadarse de ellos si se rebelan. Esta distancia no es un asunto de violencia racial solamente, sino
también de una identidad construida a través de la posición social. Ernesto no lo puede entender
porque, en palabras de Ántero, no es dueño. Es ese ser dueño lo que distancia a Ántero de Ernesto y lo
acerca al discurso que el Padre Director dio en Patibamba luego de que les quitaran la sal a los colonos.

Ernesto se siente diferente a su amigo, pero esta vez abraza esta distancia, a pesar de que le resulta
inquietante. Mientras caminan en busca de Salvinia y Alcira escucha las calandrias, comúnmente
llamadas tuyas: “Su canto transmite los secretos de los valles profundos. Los hombres del Perú, desde
su origen, han compuesto música, oyéndola, viéndola cruzar el espacio, bajo las montañas y las nubes,
que en ninguna otra región del mundo son tan extremadas. ¡Tuya, tuya! Mientras oía su canto, que es,
seguramente, la materia de que estoy hecho, la difusa región de donde me arrancaron para lanzarme
entre los hombres, vimos aparecer en la alameda a las dos niñas” (p.214). Ernesto se siente
descolocado, conectado superlativamente con el canto de las tuyas en lugar de con su entrañable
amigo. A su vez, sabe que la “impagable ternura” en que vive le fue infundada por sus protectores
indios, a quienes jamás traicionaría, siquiera con el pensamiento. Esta distancia solo reafirma las
convicciones de Ernesto, que es indio, río, calandria y grillo, pero no dueño.

No en vano el capítulo X lleva de nombre “Yawar Mayu”. Recordemos que en el capítulo I Ernesto
reflexiona frente al muro antiguo y lo llama yawar mayu: río de sangre. En el capítulo X, el tema de la
identidad y el motivo del río se retoman. Recordemos que esos ríos de sangre descienden de los Apu y
representan la sangre andina, que recorre el territorio como el kimichi con el que Ernesto se encuentra
o los huaynos que cantan en las chicherías.

Ernesto deja a Palacitos con pesar, pensando en que el joven amigo debe estar feliz por el reencuentro
con un muchacho de su pueblo, rememorando anécdotas y personajes célebres. La cuestión de la
pertenencia es en todo momento un subtexto a tener en cuenta. Mientras camina absorto, imaginando
las conversaciones entre Palacitos y su paisano, Ernesto se cruza con el kimichu. Este encuentro fugaz
activa la memoria de Ernesto: “¿De dónde es, de dónde?, me pregunté sobresaltado. Quizá lo había
visto y oído en alguna aldea, en mi infancia, bajando de la montaña o cruzando las grandes y peladas
plazas. Su rostro, la expresión de sus ojos que me atenaceaban, su voz tan aguda, esa barba rubia, quizá
la bufanda, no eran sólo de él, parecían surgir de mí, de mi memoria” (p.240). Recordamos a través de
esta búsqueda en su memoria que, de niño Ernesto, conoció más de doscientos pueblos; su infancia
no fue sedentaria como la de Palacitos. Su memoria prodigiosa atesora los más pequeños detalles. En
su reencuentro con el kimichu, Jesús, más tarde en la chichería, Ernesto se luce y muestra que recuerda
detalles casi inverosímiles de ese encuentro, inclusive el hecho de que Jesús se clavó una espina en el
pie aquel día, y el tópico del huayno que entonó. Jesús se alegra, beben, cantan y comen picantes que
Ernesto convida; el encuentro es tan fraterno como debe serlo el de Palacitos y su paisano, y expone
otra forma de pertenencia que trasciende el localismo de un pueblo en particular. La errancia es, para
Ernesto, una forma de pertenecer al mundo y de integrarse a él.
Por último, el tema del mal vuelve a aparecer en relación a cómo se refiere Ernesto al Lleras. Lleras
huyó del Colegio con una chichera hacia el Cuzco, y de esto conversa con Ántero:

Más adelante, al final del capítulo X, Ernesto reflexiona: “Del Lleras sabía que sus huesos,
convertidos ya en fétida materia, y su carne, habrían sido arrinconados por el agua del gran río («Dios
que habla» es su nombre) en alguna orilla fangosa donde lombrices endemoniadas, de colores,
pulularían devorándolo” (p.271). Ambas citas son una manifestación fuerte del lugar que ocupa la
figura del Lleras en la organización de Ernesto de todo lo que lo rodea. Si en el capítulo III, “La
Despedida”, se mencionan los monstruos y el fuego hacia los cuales son lanzados los niños en su salto
hacia la madurez, el Lleras representa evidentemente uno de esos monstruos.

De tratarse de una cosmovisión cristiana, podríamos decir que las palabras de Ernesto,
calificables como vengativas y macabras, son pecaminosas y condenables. Pero, nuevamente, se trata
de un pensamiento mágico enmarcado en el aprendizaje quechua. Desde este punto de vista, todo
castigo, reparación o premio se realiza en este mundo; en la cultura quechua no hay purgatorio ni
paraíso, después de la muerte, donde Lleras pueda purgarse de este mal. El río, con sus lombrices
endemoniadas, es el encargado de arrastrar al Lleras. Lo que parece ser encarnizamiento de parte de
Ernesto no es más que señalar lo que, en el contexto de su pensamiento mágico, debe suceder, y en
sus palabras sucederá, con Lleras.

CAPÍTULO XI: LOS COLONOS

El capítulo comienza con los efectos que tiene sobre el pueblo y sobre Ernesto el retiro de los militares
de la ciudad. Los guardias persiguieron sin éxito a Felipa; incluso llegaron al pueblo de Andahuaylas. La
complicidad civil es evidente y las respuestas de los pobladores con respecto al paradero de la chichera
siempre se contradicen. La partida de la chichera que había quedado a cargo del local de Felipa junto
con el arpista Oblitas son un anticipo de este vaciamiento de la ciudad, que no tendrá como
protagonistas solo a los soldados.

En el Colegio, los estudiantes y los lazos entre ellos han cambiado. Ernesto estrecha su relación
con Palacitos y Romero. Gerardo, el alumno nuevo, hijo del Coronel, es amigo inseparable de Ántero.
Juntos acechan a las muchachas de Abancay. Además, Gerardo desplaza a Romero del lugar de
liderazgo en los deportes y desprecia su ascendencia andina.

Ántero le resulta irreconocible a Ernesto, lo percibe como un perro rabioso, no diferente


al Lleras o Añuco en su maldad, ni al Peluca en su lascivia, y se lo dice. Insulta a Gerardo y lo patea, e
intenta devolverle el zumbayllu a Ántero. El Padre Director viene a separarlos y los incita a reconciliarse.
Los dos estudiantes mayores dejan de hablarle a Ernesto, y él entierra el zumbayllu en el patio.

El Peluca está preocupado por “la opa” Marcelina. Hace días que no la ve. Dicen que está enferma, con
fiebre alta; los estudiantes rumorean que el tifus está causando estragos en un pueblo cercano,
Ninabamba. Al amanecer, Ernesto se despierta y va hacia la habitación de Marcelina. Encuentra a la
cocinera inmóvil junto a la cama y ve que “la opa” está muriendo; le dice a la cocinera que vaya
corriendo a buscar a los Padres, le cruza los brazos a la moribunda, le pide perdón en nombre de todos
los estudiantes y promete lavar su ropa, como acostumbran hacer los pueblos andinos con la ropa de
sus muertos. Marcelina muere y Ernesto es sacado de la habitación severamente por el Padre Director,
que, asustado, lo encierra en el cuarto disponible del Hermano Miguel, le llena la cabeza de “kreso”,
un desinfectante, y le pone una toalla.

El Padre niega que Marcelina haya muerto de peste, pero Ernesto sabe que es así porque la ha visto en
otros pueblos y puede reconocer el comportamiento de los piojos y el color de la piel. El Padre le
pregunta si se acostó con la difunta. Ernesto percibe malicia en sus preguntas y fuego en sus ojos, y
reflexiona sobre eso que percibe en él.

Se sabe que la peste ha llegado a Patibamba. En uno de sus días de encierro, Palacitos va a despedirse
de Ernesto y le da dos monedas de oro con una nota; le desea suerte y le dice que use las monedas
para su viaje o para su entierro. Ernesto se da cuenta de que todos se están yendo del Colegio debido
a la peste. Incluso el Padre Abraham va hasta la puerta de la habitación y le dice a Ernesto que se irá;
confiesa haberse acostado con Marcelina, incluso contra la voluntad de la difunta, y dice que el
demonio está en su cuerpo y debe morir.

El Padre Director le dice a Ernesto que debe irse a la hacienda de su tío, el Viejo, por orden de su padre.
Ernesto quiere despedirse de Abancay. Toma muchos riesgos al recorrer el pueblo: conversa con una
mujer mayor que está muriendo, abandonada por su familia, e incluso va hacia la hacienda de
Patibamba y ve, conmovido, a unas niñas quitándose los nidos de piojos de la piel. Corre nuevamente
hacia el Colegio para avisarle al Padre que los indios colonos de Patibamba, enfermos, están yendo
hacia Abancay para que les dé una misa. Los soldados que quedaron en el pueblo, apostados en el
puente, no logran frenarlos, así que solo contienen, apenas, su marcha inevitable.

Aislándose de la peste, Ernesto se encierra en la habitación del Hermano Miguel, para esperar al
amanecer y partir. Desde allí escucha la misa que da el padre para los indios colonos, y luego los escucha
alejarse. Al amanecer, con la bendición del Padre Director, sale hacia la estancia del Viejo en una
caminata de tres días, pero se arrepiente. Decide hundirse en la quebrada, atravesarla y dirigirse a la
cordillera, para evitar la hacienda del Viejo Avaro. Tal vez, reflexiona, verá pasar la peste, arrastrada por
el río hacia el país de los muertos, tal como le sucedió al Lleras.

Análisis

Este último capítulo tiene como centro a la epidemia de fiebre tifoidea en la ciudad. Las epidemias de
tifus en los Andes eran frecuentes en las primeras décadas del siglo XX. Ernesto, que viajó por muchos
pueblos, tiene experiencia con la enfermedad. Sin embargo, esta vez está solo.

El encuentro con Marcelina, moribunda, es muy particular. En primer lugar, lo es porque Ernesto le pide
perdón en nombre de todos los alumnos, recordando que él mismo ha participado “del mal” aunque
solo haya sido mirando qué pasaba en los baños del patio interno del Colegio. Pero, sobre todo, en ese
encuentro se pone en juego un conocimiento de las costumbres andinas vinculadas con la muerte, que
hasta ahora Ernesto jamás ha tenido que emplear, y que tiene que ver con su tránsito hacia la madurez.
La muerte se hace presente en esta experiencia transformadora de su estadía en Abancay y, ante esto,
Ernesto se comporta como un adulto. La velocidad con la que actúa contrasta, en este sentido, con la
actitud inmóvil de la cocinera; le dice que vaya a buscar a los Padres y, una vez solo, pide perdón, cruza
los brazos de Marcelina y le promete lavar su ropa, como dictan sus creencias.
Esta actitud es interrumpida por el Padre Director. Al entrar abruptamente y regañar a Ernesto, lo
devuelve a su lugar de niño. Pero esto no durará mucho tiempo. La fiebre avanza y el Padre sabe que
Ernesto debe partir porque es lo más seguro para él. Por primera vez, el niño caminará solo durante
tres días. Esta decisión cambia el vínculo entre ellos durante el último tiempo. Conversan sobre la
partida del Padre Abraham. Ernesto, inclusive, con conocimiento del Padre, va hasta el pueblo a ver
qué pasa y para, de algún modo, despedirse de lo poco que aún queda ahí.

Como vimos, el mal es un tema que recorre la experiencia de Ernesto en Abancay. El descubrimiento
de que hay una oscuridad disruptiva en este mundo tan íntegro que él percibía con su mirada de niño
es uno de los grandes aprendizajes de este tiempo en el Colegio. Por ejemplo, su percepción del Padre
Director es dual desde un comienzo. Por momentos le recuerda al protector Pablo Maywa, pero luego
ve fuego en sus ojos; reconoce la aparición del mal. Esto mismo sucede en este último capítulo, cuando
el Padre lo interroga con respecto a su vínculo con Marcelina y luego a las monedas de oro: “Era sabio
y enérgico [el Padre]; sin embargo, su voz temblaba; siglos de sospechas pesaban sobre él, y el temor,
la sed de castigar. Sentí que la maldad me quemaba” (p.317).

El asunto es que, en lugar de que el desarrollo del personaje del Padre y la percepción de Ernesto
devengan en una mirada binaria o dualista sobre el mundo, dividido entre el Bien y el Mal, se trata más
bien de la integración de la complejidad del entorno y, en este caso, de la figura del Padre. No se
“revela” que el Padre es, en el fondo, malo, sino que el asunto del bien y el mal es complejo. Hay una
comprensión de esto, que queda manifiesto en la despedida: “El Padre] salió del cuarto y dejó la puerta
abierta. Era alto, de andar imponente, con su cabellera cana, levantada. Cuando ninguna preocupación
violenta lo asaltaba, su rostro y toda su figura reflejaban dulzura; un abrazo suyo, entonces, su mano
sobre la cabeza de algún pequeño que sufriera, por el rencor, la desesperación o el dolor físico,
calmaba, creaba alegría. Quizá yo fuera el único interno a quien le llegaba, por mis recuerdos, la sombra
de lo que en él también había de tenebroso, de inmisericorde” (p.319). Esta percepción ya no perturba
a Ernesto; hay un nuevo entendimiento. El mundo que lo rodea incluye la posibilidad de la convivencia
de lo dual, lo fragmentario y lo confuso. Vencer el mal es más difícil de lo que creía antes de llegar al
Colegio (recordemos cuando, en el capítulo V, descubre su propia mirada sobre la violencia hacia
Marcelina en el patio y la oscuridad que habita en él mismo). Ernesto aprende en este tiempo que
participar del mundo no es vivir en armonía, lejos del conflicto, sino interiorizar las contradicciones y
las tensiones de la realidad.

La escena en la que Palacios le regala a Ernesto las dos monedas de oro, pasándoselas por debajo de
la puerta, es una escena de comunión simbólica entre dos sentidos que parecen antagónicos, pero no
lo son tanto desde la mirada de estos dos jóvenes, que coinciden en su pensamiento mágico. “Para tu
viaje”, dice Palacitos, “y si no te salvas, para tu entierro” (p.311). Estos dos destinos, que parecen
contradictorios, el viaje o la muerte, son dos formas de retorno a la Pachamama, dos formas de
comulgar con el entorno. Ernesto dice: “[Palacitos] hizo rodar hasta mi encierro las monedas de oro
que me harían llegar a cualquiera de los dos cielos: mi padre o el que dicen que espera en la otra vida
a los que han sufrido” (p.313).

Los compañeros de identidad andina encuentran en sus vínculos fraternos un modo de contrarrestar
la violencia social y racial. Romero, que llevaba días sin tocar el rondín, comparte con Ernesto sus
sentimientos hacia Gerardo: "Ese Gerardo le habla a uno, lo hace hacer a uno otras cosas. No es que
se harte uno del huayno. Pero él no entiende quechua; no sé si me desprecia cuando me oye hablar
quechua con los otros. Pero no entiende, y se queda mirando, creo que como si uno fuera llama”
(p.289). Mientras habla, Romero parece percatarse de que no tiene sentido el silencio; se da cuenta de
que no debe sentirse doblegado por los juicios de Gerardo. Entonces le dice a Ernesto: “¡Al diablo!
Vamos a tocar un huayno de chuto, bien de chuto" (p.289). Luego "Se metió el rondín a la boca, casi
tragándose el instrumento, y empezó a tocar los bajos, el ritmo, como si fuera su gran pecho, su gran
corazón quien cantaba" (p.289).

Tanto las escenas como esta, de comunión con los otros, como las escenas de rebeldía de las chicheras,
e incluso las del avance de los enfermos de Patibamba hacia Abancay en el final, son figuras de lo
colectivo que el relato opone a la violencia racial y social. Es en el encuentro con el otro que está una
de las claves de la reafirmación de la identidad.

Los ríos profundos termina con una imagen del río que condensa mucho de lo que se dijo: “Si los
colonos, con sus imprecaciones y sus cantos, habían aniquilado a la fiebre, quizá, desde lo alto del
puente, la vería pasar, arrastrada por la corriente, a la sombra de los árboles” (p.335). El río, uno de los
protagonistas de este pensamiento mágico, se llevará la peste, como se llevó al Lleras. El Pachachaca,
un río vivo, que “gime” en la oscuridad de la quebrada, llevará a la peste al país de los muertos. A pesar
de que hay una mirada cristiana sobre el mundo, que está presente en Ernesto como en el mundo
andino en general, es el yawar mayu/río de sangre que leímos en el primer capítulo quien tiene la
última palabra.

El mundo es complejo y no puede ser abordado desde una perspectiva maniquea. Este es uno de los
grandes aprendizajes de Ernesto en su transición a la adultez. El bien y el mal no siempre son claros e
identificables; en en Capítulo 1, el retrato del Viejo responde a una perspectiva binaria del bien y el
mal, vinculada a una mirada más infantil del mundo. Podemos pensar este gesto en contraste con los
pensamientos de Ernesto con respecto al Padre Linares tiempo después. El Padre, por momentos, ha
sido un guía, como Pablo Maywa, colmado de amor paternal, mientras que en otros momentos ha
tenido fuego maligno en los ojos y ha garantizado con su misa la miseria de los colonos de Patibamba.

Durante este tiempo, Ernesto reafirma su identidad andina a través de la memoria y el pensamiento
mágico, tras enfrenarse a un mundo no binario, complejo y violento que desconocía. En este proceso,
encuentra en sí mismo un refugio y, a la vez, herramientas para asimilar esa reconocida complejidad.

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