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PLAN LECTOR

PARTE INTRODUCTIVA A LA OBRA: “LOS RÍOS PROFUNDOS”


LOS RÍOS PROFUNDOS ,es la tercera novela de José María Arguedas. Algo de su trama y,
sobre todo, su personaje principal y narrador Ernesto, ya estaban esbozados en un cuento
escrito en 1935: "Warma kuyay". Publicada por la editorial Losada en 1958, Los ríos
profundos recibe en Perú el Premio Nacional de Fomento a la Cultura Ricardo Palma. Se
trata de un relato de corte autobiográfico, en el que Arguedas narra los viajes con su
padre por los diversos pueblos de las sierras peruanas y, sobre todo, sus años como
estudiante en el colegio de Abancay. La novela indaga en las raíces culturales del pueblo
peruano; la “profundidad” de los ríos en el título tiene también este valor metafórico, en
relación a la profundidad de los orígenes de la cultura peruana, de su verdadera identidad,
según Arguedas, que es la identidad andina.
En Los ríos profundos, como en todo el trabajo de Arguedas, su rol de literato no está
nunca completamente disociado del de etnólogo. Como contrapartida también podemos
decir que en su trabajo de etnólogo se encuentra siempre presente su faceta de literato:
encontramos en sus estudios académicos el lenguaje lírico de sus narraciones.
Considerada como la obra maestra de Arguedas, Los ríos profundos inaugura, junto con el
escritor Juan Rulfo y su Pedro Páramo, las bases para el movimiento neoindigenista en la
literatura. El indigenismo propiamente dicho ya venía pisando fuerte en la literatura
peruana y sus luchas contra la discriminación, y ganaba terreno en la literatura
internacional. Por un lado, el neoindigenismo se propone, además de describir los usos y
costumbres, comprender desde dentro al indio y representar su mirada. Por otra parte,
pretendía darle más espacio a las transformaciones que la cultura indígena atravesaba en
la modernidad. En Los ríos profundos, el indio no es una entidad abstracta y aislada para
ser estudiada por catedráticos, sino que es una realidad material y objetiva, factible de ser
localizada social y culturalmente.
Los ríos profundos es bien recibida por la crítica por su proyecto literario de identificar y
ahondar en la cultura andina, pero también por su importante trabajo estético al intentar
develar el componente mítico de la cultura indígena. Es una novela de una carga poética
muy fuerte, plagada de pasajes de una imaginería muy compleja. En el año 1963 es
nominada al premio norteamericano William Faulkner y, a partir de ahí, consigue una
buena proyección internacional. Es de las pocas novelas con fuerte presencia de la lengua
quechua que es traducida a varios idiomas.
Capítulo I: El viejo
Los ríos profundos comienza con la llegada del joven Ernesto, narrador de esta historia, y
su padre, Gabriel, a la ciudad de Cuzco. El objetivo del viaje es encontrarse con el Viejo, un
pariente de buena posición económica conocido, a su vez, por ser explotador y avaro, en
palabras del padre de Ernesto.
Una vez en la ciudad, Ernesto se encuentra ansioso por ver los muros incaicos. Gabriel le
señala lo que ha sido antiguamente el palacio de un inca. La excitación de Ernesto es
grande; desea verlo, pero primero deben resolver asuntos con el Viejo. Una vez en la casa
de este, son recibidos por un mestizo y un indio. A Ernesto le llama la atención el indio: es
la primera vez que ve un "pongo", un indio de hacienda que sirve de forma gratuita, por
turno, en la casa del amo. Le llama la atención su limpieza.
El Viejo, sin apersonarse, ofende a los visitantes mediante el cuarto que eligió para
hospedarlos: la cocina de los arrieros. Ernesto, a pesar de que comprende que la ofensa es
una señal de que El Viejo no va a ayudar a su padre, no se siente mal en la cocina. Él
mismo ha sido criado en una cocina para indios en la que recibió, en la infancia, los
cuidados, la música y “el hablar” de las indias y los peones a sueldo. Es para él un lugar
cálido y familiar.
Ernesto sale de la casa en dirección al muro incaico. Toca las piedras, fascinado, y las
compara con los ríos y con la sangre. Las piedras bullen para el joven como los ríos turbios,
como las danzas guerreras. “Puk’tik’ yawar rumi!” (¡Piedra de sangre hirviente!), exclama
Ernesto parado frente al muro. El padre, al escuchar su voz, avanza por la calle hacia
Ernesto. Le comenta que el Viejo le ha pedido disculpas por la ofensa, pero que
igualmente sabe que es traicionero y se irán a la madrugada. Ernesto no se altera; se
mantiene optimista, fascinado por el muro incaico. Le pregunta a su padre quién vive
ahora tras los muros antiguos. Gabriel le responde que los incas están muertos y que
viven ahora, allí, nobles avaros, como el Viejo. Ernesto siente que el muro está vivo, y
tiene el impulso de hacer allí un juramento.
Luego van a rezar a la Catedral. Esta está hecha por los españoles con la piedra incaica y
las manos de los indios, al igual que la Compañía. Esta última le resulta a Ernesto un poco
menos imponente. Escuchan sonar a la María Angola, una campana que se oye a cinco
leguas, y ante la cual los viajeros frenan su paso y se persignan. La voz de la campana aviva
la memoria de Ernesto, que recuerda a sus protectores, los alcaldes indios.
Por la noche Ernesto llora, conmovido, y su padre culpa por ello al Cuzco y el repicar de la
María Angola. A la madrugada empacan para partir, pero se encuentran con el Viejo, que
los esperaba. Le da un bastón a Gabriel y salen a la calle. Ernesto siente rechazo por el
Viejo, que se persigna y reza ante la imagen del Señor de los Temblores. Al volver a la
casa, un camión ya los está esperando para partir y sus cosas están empacadas. Ernesto
siente el impulso de abrazar al pongo, que se emociona y lo despide en quechua.
Al alejarse de la ciudad, los viajeros se encuentran con el Apurímac, un río que, con sus
sonidos, despierta recuerdos y los más antiguos sueños.
Capítulo II: Los viajes
En este capítulo, Ernesto reflexiona sobre la errancia. Empieza hablando de cómo su
padre, por ser abogado itinerante, vaga de un pueblo a otro buscando clientes. Además,
resalta que Gabriel cambia de pueblo no solo por una cuestión laboral, sino que decide
partir cuando los detalles de un pueblo en particular comienzan a formar parte de la
memoria, al igual que los huaynos que le gusta oír. Los huaynos, canciones populares
incaicas, son su debilidad, y recuerda a qué pueblo, comunidad y valle pertenece cada
uno. Ernesto, que admira esta cualidad de su padre, también porta este tipo de memoria.
Solo los viajeros observan ciertos detalles, se dice a sí mismo Ernesto.
El joven recuerda un pueblo que los recibió sin ninguna hospitalidad; no le gustaban los
forasteros. Allí, los habitantes habían bajado de un cerro alto y puntiagudo una cruz para
bendecirla. Ese día, él y su padre maldijeron el pueblo y lo abandonaron cuando los indios
velaban su cruz, rumbo a Huancayo.
Ernesto rememora ese viaje a Huancayo, un pueblo en el que los quisieron matar de
hambre. Como siempre, Gabriel había alquilado un pequeño espacio para atender a los
litigantes. Pero esta vez los hacendados habían apostado celadores en las esquinas del
estudio del abogado para amenazar a los trabajadores que quisieran hacerle sus consultas
o siquiera brindarles solidaridad. Mientras tanto, Ernesto recuerda que vagaba por la
ciudad de noche, robaba maíz para cocinar y cantaba huaynos nunca oídos en ese pueblo,
en una esquina donde vivía una joven muy bella.
También recuerda el pueblo de Cusi, donde los niños recogían los loros que mataban los
fusileros en el campo y los colgaban de las patas. Rememora también su paso por
Huancapi, la comunidad más humilde que Ernesto conoció, asediada por el hielo y la
nieve; el pueblo de Cangallo, en el que, con un peón, vieron un lucero grande elevarse e
iluminar toda la quebrada de un modo desconocido y místico; Huamanga, una localidad
de indios morochucos. Ernesto menciona que eran descendientes de los almagristas, uno
de los bandos en las guerras entre conquistadores en Perú en el siglo XVI;
excomulgados y refugiados en la pampa fría.
Según Ernesto, fueron más de doscientos los pueblos que visitó junto a su padre con
lentitud inagotable.
Capítulo III: La despedida
Un día, Gabriel le confiesa a Ernesto que su peregrinaje terminará en Abancay. La tarde
que llegan a la ciudad, las campanas del pueblo repican mientras las mujeres y los
hombres están en la plaza, arrodillados y rezando. Cuando los viajeros preguntan por qué
lo hacen, les responden que están operando al padre Linares, Director del Colegio y
predicador de Abancay. Ernesto y su padre se arrodillan a rezar también, y Gabriel le dice
a su hijo que el padre Linares ha de ser su Director.
Mientras Ernesto duerme en el Colegio, ya matriculado y tomando clases, Gabriel se
encuentra inquieto. A pesar de que ha dicho que montará un estudio en la ciudad, luego
de diez días no lo ha hecho. Ernesto sabe que su padre, tarde o temprano, se marchará de
allí.
Un día, en una de las visitas de Ernesto a su padre, lo encuentra conversando con un
forastero. El hombre, de Chalhuanca, busca consejo de Gabriel para litigar contra su
patrón. Ernesto percibe que su padre está incómodo; es evidente que ya ha arreglado con
el forastero, que ahora llora en quechua, para irse juntos de Abancay hacia Chalhuanca.
Finalmente, Gabriel se recuesta sobre la mesa y llora. El forastero intenta consolarlo pero
es inútil. Ernesto se acerca a su padre, que se pone de pie. El cualhuanquino les sirve
cerveza; es la primera vez que Ernesto bebe con su padre.
Se separan casi con alegría, con las promesas de Gabriel de conseguir una chacra junto al
río y esperarlo a Ernesto en vacaciones. Ernesto reflexiona sobre cómo, por primera vez,
deberá enfrentarse solo al mundo.
Mientras Ernesto duerme en el Colegio, ya matriculado y tomando clases, Gabriel se
encuentra inquieto. A pesar de que ha dicho que montará un estudio en la ciudad, luego
de diez días no lo ha hecho. Ernesto sabe que su padre, tarde o temprano, se marchará de
allí.
Un día, en una de las visitas de Ernesto a su padre, lo encuentra conversando con un
forastero. El hombre, de Chalhuanca, busca consejo de Gabriel para litigar contra su
patrón. Ernesto percibe que su padre está incómodo; es evidente que ya ha arreglado con
el forastero, que ahora llora en quechua, para irse juntos de Abancay hacia Chalhuanca.
Finalmente, Gabriel se recuesta sobre la mesa y llora. El forastero intenta consolarlo pero
es inútil. Ernesto se acerca a su padre, que se pone de pie. El cualhuanquino les sirve
cerveza; es la primera vez que Ernesto bebe con su padre.
Se separan casi con alegría, con las promesas de Gabriel de conseguir una chacra junto al
río y esperarlo a Ernesto en vacaciones. Ernesto reflexiona sobre cómo, por primera vez,
deberá enfrentarse solo al mundo.
Capítulo IV: La hacienda
Este capítulo comienza con la descripción de las costumbres de las haciendas en tiempos
de fiesta. Los hacendados de los pueblos pequeños contribuyen a las fiestas con vasijas de
chicha. La chicha es una bebida alcohólica derivada del maíz fermentado sin destilar. Esta
contribución de los hacendados es un modo de demostrar el alcance de su poder: se dice
que un hacendado no puede agasajar al pueblo menos que la indiada.
Usualmente, estos hacendados, que vigilan a los indios, piden más de lo que es justo y,
cuando creen que es necesario, les dan a los pobres un puntapié y los mandan a la cárcel.
En los días de fiesta todo es diferente. Van vestidos de gala, y obligan a sus caballos a
trotar con elegancia. Cuando se emborrachan, les clavan las espuelas a los animales hasta
hacerlos sangrar.
Abancay es un pueblo cercado por las tierras de la hacienda Patibamba. Ernesto recuerda
haber visitado una vez la casa-hacienda, silenciosa y aparentemente vacía. Allí las
mariposas vuelan libremente entre los frutales. Un corredor comunica la casa con la
fábrica de azúcar. Durante muchos años, el bagazo acumulado, es decir, los restos de la
caña una vez extraído el jugo azucarado, formó un montículo ancho y blando. El olor a
aguardiente de ese bagazo hirviendo al sol es penetrante y característico del lugar.
Ernesto insiste en querer comunicarse con los indios “colonos” de la zona, pero estos no
quieren hablar con forasteros. Las mujeres lo miran con temor y desconfianza. Ernesto
piensa que esos indios han perdido la memoria, que lo desconocen por haber olvidado el
lenguaje de los ayllus (las comunidades de indios). Vuelve al Colegio frustrado cada
domingo, luego de estas caminatas muy largas en las que intenta encontrar algo de la
ternura que otrora sintió entre los indios. El Padre Director se burla cuando lo ve volver de
estas peregrinaciones; le dice “tonto vagabundo” cuando entra al patio cubierto de polvo.
Ernesto se resguarda en la memoria del canto de las indias que lo refugiaron hace tiempo,
cuando su padre era perseguido y tuvo que dejarlo al cuidado de unos parientes. El joven
huyó de estos parientes crueles y pidió misericordia en un ayllu. Allí lo cuidaron quienes
hoy recuerda como sus protectores, y a quienes invoca en momentos de soledad: Pablo
Maywa y Víctor Pusa.
Más adelante, el capítulo se enfoca en el Colegio. Las misas del Padre Director, sobre todo
en presencia de los dueños de las haciendas, comienzan con elogios a la Virgen pero
siempre terminan en una exaltación patriótica y un ensañamiento con Chile, el país
vecino. El deber de los jóvenes es alcanzar el desquite, dice.
Ernesto tiene una percepción dual del Padre: por un lado, le teme; se le presenta como un
pez que persigue a los pececitos en la orilla de un río. Por otro lado, otros días siente
cariño por él, como sintió por Pablo Maywa.
Capítulo V: Puente sobre el mundo
Ernesto va a las chicherías del único barrio alegre de la ciudad, Huanupata, tratando en
vano de encontrarse con los indios de la hacienda. Allí al menos se alegra
escuchando huaynos de todas las regiones, que los forasteros les piden a gritos a los
músicos de turno.
El resto de los barrios le resultan hostiles. Allí viven los comerciantes, las autoridades,
familias antiguas empobrecidas y algunos terratenientes. Cerca del río y la Plaza de Armas
de Abancay hay un baldío donde el Padre Director hace que los estudiantes se enfrenten a
patadas y puñetazos en una batalla entre dos bandos, “peruanos” y “chilenos”. Siempre
deben ganar los “peruanos”. Entre los “chilenos” se encuentra el Añuco, un estudiante
temible. Descendiente natural de terratenientes empobrecidos, este joven fue adoptado
por los Padres. Su protector es Lleras, un estudiante que ha repetido varias veces de año
en el Colegio, por lo cual es mayor que el resto. Lleras es abusivo, hosco y caprichoso.
Ernesto les teme a ambos.
Por las noches, algunos estudiantes tocan huaynos con la armónica. El que mejor toca
es Romero, un joven de Andahuaylas. Ernesto, que conoce muchos huaynos diferentes,
canta. Otros jóvenes se dirigen, cada noche, al campo de juego del Colegio, adonde van en
busca de una ayudante de cocina demente. Se pelean por tumbarla; se enfrentan incluso
con más furia que en las guerras diurnas.
Palacios es el interno más humilde; no comprende el castellano bien y es el único de todo
el Colegio que procede de un ayllu de indios. Padece el colegio más que ninguno, pero su
padre insiste en que debe educarse allí. Una noche se escucha a Palacitos gritar. Lleras lo
ha llevado a la fuerza al patio y pretende que se eche sobre la mujer demente, que lo
llama desnuda con las manos. Todos los jóvenes acuden al campo de juego. Palacios pide
auxilio a gritos hasta que dos Padres se acercan al patio. La mujer demente huye y Lleras
acusa a los demás estudiantes de querer golpearlo entre varios. Romero desafía a Lleras
una vez en la habitación, pero no hay ocasión de pelear. Con el correr de los días, Romero
va perdiendo su coraje, pero Lleras también olvida el duelo pendiente, y cesa en sus
abusos por un tiempo. Palacios se convierte en un buen amigo de Romero.
La mujer demente no vuelve por un tiempo a ir al patio y uno de los jóvenes, Peluca, se
impacienta. Los estudiantes buscan atosigarlo con insultos, pero él responde con
juramentos que exponen las miserias de todos los que lo rodean y saca a colación las
actividades más impúdicas de los que concurren al patio de juegos. Los estudiantes lloran
e incluso uno, el Chauca, se autoflagela con furia. Ernesto siente que el patio es un lugar
dominado por el demonio y la demente le causa una gran lástima.
Es constante la lucha entre las experiencias tormentosas del Colegio y la memoria de la
imagen maternal del mundo que en otro momento acunó a Ernesto. Los recuerdos son un
refugio, pero a veces no son suficientes. Las visitas al río Pachachaca son también un
modo de contrarrestar esta fuerza oscura. Ernesto concurre frecuentemente a
contemplarlo y luego regresa al pueblo renovado, vuelto a su ser. Conversa mentalmente
con sus amigos lejanos.
Capítulo VI: Zumbayllu
El capítulo comienza con una reflexión sobre la desinencia yllu. Por un lado, representa el
sonido de las pequeñas alas en vuelo, en su sentido onomatopéyico. Por el
otro, illa nombra a ciertas formas de luz no solar, no totalmente divinas, con las que el
hombre andino cree aún estar vinculado.
El tankayllu, por ejemplo, es un tábano inofensivo. Los niños beben la miel de su aguijón
que se instala por siempre en su corazón, pero aun así los indios no lo consideran una
criatura divina. Hay en Ayacucho también un danzak’ (bailarín de tijeras característico del
mundo andino) llamado “Tankayllu” que hace proezas infernales al atravesar agujas y
garfios en su cuerpo. Otro ejemplo es el pinkuyllu, un instrumento que se toca solo en
comunidad (a diferencia de la quena familiar), que no es religioso sino que solo se usa
para tocar canciones épicas y bailar las danzas guerreras. Su sonido cala profundo en el
corazón.
La monotonía del Colegio se altera por la llegada de un zumbayllu. Ernesto sigue a sus
compañeros, atrapado por el sonido de esta palabra que le recuerda misteriosos objetos.
El zumbayllu pertenece a Ántero, un niño rubio de lunares. Es una especie de trompo que,
al girar, emite un sonido muy particular, un yllu. La memoria de Ernesto se aviva; recuerda
al danzak’, a los verdaderos tankayllus y el sonido del pinkuyllu. Desesperado, le pide a su
dueño que le venda el zumbayllu. A pesar del desafío de Lleras y Añuco, que le dicen a
Ántero que no le venda el trompo a Ernesto, Ántero se lo regala. La alegría de Ernesto es
inconmensurable. Ántero regala muchos zumbayllus más que suenan por todo el patio.
A partir de allí, Ernesto y Ántero entablan un vínculo. Ántero le pide a Ernesto, que es
conocido por escribir muy bien, que le componga una carta para una joven de Abancay.
Ántero le promete un winku, un zumbayllu diferente, algo irregular, pero que es laik'a,
brujo; “tiene alma”.
Ernesto, recordando a la joven blanca de una hacienda que alguna vez conmovió su
corazón, comienza la carta para la muchacha a la que Ántero quiere conquistar. Pero
súbitamente frena la escritura y se avergüenza. Se pregunta qué pasaría si las jóvenes
indias supieran leer. En un arrebato, improvisa una carta en lengua quechua, y se
conmueve.
En el comedor vuelve la violencia: Rondinel, un compañero provocador, trata
despectivamente a Ernesto; “Indiecito”, le dice. Ernesto le responde que él es blanco pero
inútil. Rondinel lo desafía a una pelea.
El duelo es incitado por Valle, un alumno arrogante y lector de novelas. Es el único que no
habla quechua y desprecia a los indios. Ernesto se siente solo; busca rezar y no puede.
Tiembla de vergüenza y viene a su memoria, como un rayo, la imagen de Apu K’arwarasu,
su montaña protectora, dios regional de su aldea nativa. Junta coraje y desafía a Rondinel
a adelantar el duelo. Rondinel teme. Lleno de coraje, Ernesto se tranquiliza.
Al día siguiente va al patio y hace girar el zumbayllu. Como el río, el zumbayllu trae alegría
a su corazón.
Capítulo VII: El motín
Ernesto se reencuentra, más tarde, con Ántero. Le entrega la carta que escribió
para Salvinia y le cuenta a su amigo sobre la situación con Rondinel. Ántero se apiada, y le
dice a Ernesto que deben buscar la reconciliación, que no lo enfrente. Encuentran a
Rondinel, quien, llorando, le pide perdón a Ernesto. Los tres salen a jugar, renovados, con
sus respectivos zumbayllus.
Más tarde, desde el colegio comienzan a escucharse gritos de mujeres que provienen de
las calles. Muchos internos salen rápidamente del Colegio antes de que el Padre Director
pueda frenarlos para ir a ver qué pasa en las calles de Abancay. Entre ellos corren Ántero y
Ernesto, que se meten entre las cinturas de las mujeres para llegar a ver qué pasa. Las
mujeres indígenas están reunidas en la plaza del pueblo en protesta porque se enteran de
que los hacendados están adquiriendo la sal para sus vacas, mientras que es un producto
que escasea en el pueblo.
Doña Felipa, dueña de una chichería y cabecilla del grupo, habla para todas. Arenga el
motín y propone ir a buscar la sal al almacén. Allí encuentran cuarenta bolsas de sal. Las
cholas se apoderan de ellas y, organizadamente y en silencio, reparten la mercadería.
Ernesto está asombrado del modo en que lo hacen, de la autoridad de Doña Felipa, de su
coraje. Se conmueve cuando Felipa se acuerda de los pobres de Patibamba y separa tres
bolsas para ellos. Sin dudarlo, el joven se une a las mujeres que, cantando huaynos, toman
el camino hacia la hacienda de Patibamba para repartir la sal.
Una vez allí, la comunicación es complicada. Las indias de Patibamba son temerosas y no
responden inmediatamente al llamado de Doña Felipa, que se impacienta. Finalmente
toman la sal y las mujeres emprenden el regreso a Abancay. Ernesto, agotado por el viaje
y las emociones del día, no camina junto a ellas. Frena, se sienta y se queda dormido junto
a la reja del caserón de la hacienda.
Cuando despierta, Ernesto tiene su cabeza sobre el regazo de una mujer robusta que lo
acaricia. La mujer, rubia y de ojos azules, está preocupada por él. Le cuenta que, mientras
él dormía, los soldados irrumpieron en la hacienda y, a fuerza de zurrigazos, se llevaron la
sal entregada poco antes. Ernesto, angustiado, emprende su vuelta a Huanupata. Al pasar
por las chicherías se encuentra con una gran alegría festiva en el barrio.
Ántero encuentra a Ernesto en una de las chicherías. Lo lleva a ver a su enamorada,
Salvinia, esperando que esté con su amiga, Alcira, para presentársela. Pero Salvinia está
sola. Los jóvenes, mientras caminan al Colegio, conversan sobre el amor, el coraje y los
ríos.
Capítulo VIII: Quebrada Honda
Una vez en el Colegio, el Padre Director castiga a Ernesto. Los azotes no doblegan su
espíritu; cuando el Padre le pregunta si cantaba con las forajidas mientras se dirigían a
Patibamba, Ernesto responde que sí, que cantaban mientras llevaban la sal para los
pobres. El fraile destaca que lo robado es robado incluso si se trata de los pobres, y castiga
al joven prohibiendo sus salidas los domingos. Ernesto se va a dormir aturdido por los
eventos del día y se cubre la cabeza con la frazada para esconderse de sus compañeros,
que quieren saber todo sobre su aventura.
Al día siguiente, el Padre lo obliga a ir con él a la misa de la hacienda Patibamba. Ernesto
escucha el sermón en quechua. El Padre Director remarca, ahora para los indios, que nada
justifica el robo. Les dice a los colonos que se alegra de que hayan devuelto la sal;
recibirán más aún por ese gesto. Todos comienzan a llorar, se arrodillan y rezan. Todos
menos Ernesto. El Padre, ofuscado, lo manda nuevamente al Colegio.
El mayordomo de la hacienda es quien lleva a Ernesto hasta Abancay en su caballo. Allí
conversan, y el joven aprovecha para preguntarle por la mujer que el día anterior lo cuidó
en su sueño y se preocupó por él. El mayordomo le responde que partirá al día siguiente,
temerosa por la llegada del ejército. Ernesto no comprende, hasta que el mayordomo usa
la palabra “escarmiento”, que resuena con un escalofrío en la memoria de Ernesto. El
ejército vendrá a “poner orden”.
Una vez en el Colegio, a Ernesto lo recibe el Hermano Miguel. Ántero llega también al
rato, con un regalo especial para su amigo: un zumbayllu muy particular. Es un zumbayllu
winku. Winku es la deformidad de los objetos que deberían ser redondos. Esto le da un
carácter especial al zumbayllu, además de un sonido particular. A la vez es laik’a, brujo.
Ántero le dice a Ernesto que puede mandarle un mensaje a su padre a través del winku,
porque su canto viaja leguas.
El Hermano Miguel, que ha ido a tender la red de vóley para jugar con los estudiantes,
grita. Ordena al Lleras a caminar de rodillas. A Lleras le sangra la nariz; el Hermano le dio
un puñetazo. En medio del alboroto llega el Padre Director, ante quien Lleras se lanza
gritando que el “negro abusivo” lo golpeó, pero los jóvenes saben que Lleras le dijo “negro
e mierda”. Valle, arrogante, señala que, efectivamente, el Hermano Miguel es negro. Otro
estudiante, Chipro, señala la cobardía de Valle y lo desafía.
Mientras tanto, el ejército avanza hacia Abancay. El portero les brinda un panorama
oscuro para el futuro, pero el Padre Director intenta transmitir tranquilidad. Forma a
todos los estudiantes como para misa y llama al Hermano Miguel. También a Lleras
y Añuco. Lleras comienza a pedir perdón, pero a la mitad de las disculpas se interrumpe y
alega que no puede. Grita que no, que es negro, y agrega, ofensivo, una interjección de
asco en quechua: atatauya. Se va corriendo.
Añuco, por el contrario, sí le pide perdón al Hermano Miguel. El Hermano los perdona y se
disculpa a su vez; luego los invita a la capilla, donde dice unas hermosas palabras. Una vez
allí, incluso Chipro y Valle, enemistados antes, se sonríen. Ernesto se pregunta cómo
puede ser que siendo negro el Hermano pueda pronunciar tan bello discurso. Después se
acerca al Añuco, que está muy compungido, y lo invita a jugar con el winku laik’a. En un
impulso de alegría, se lo regala. Todos los estudiantes rodean el trompo mágico.
Capítulo IX: Cal y Canto
Desde el Colegio, los estudiantes oyen la llegada del ejército. Los soldados organizan el
cuartel en un edificio abandonado y ocupan las calles de Abancay. Ernesto conversa al
respecto con el Padre Director. Angustiado, le pregunta por Felipa y le pide que le permita
ir con el Hermano Miguel a buscarla, para pedirle las armas. El Padre lo manda a jugar,
pero Ernesto no sale de su preocupación por la cabecilla de la revuelta.
El Padre Linares le ha dicho a Ernesto que su padre ya no está en Chalhuanca; que se ha
ido a Coracora, un pueblo muy alejado del cauce del Pachachaca. El joven se lamenta
porque el canto del winku se ha perdido con el mensaje a su padre, por la bendición del
Hermano Miguel. Desesperado, le pide a Romero que toque su rondín. Tal vez, entre el
rondín y el zumbayllu puedan mandarle otro mensaje. Juntos lo hacen, a través de un
carnaval que toca Romero, y otros estudiantes se suman al canto.
Luego comentan los rumores de Abancay: el Lleras ha partido con una chichera hacia
Cuzco. Ernesto comenta que el sol lo derretirá al pasar por el río Apurímac. También dicen
que las rebeldes son azotadas en el cuartel por los soldados delante de sus maridos, a
quienes han hecho limpiar las calles. A pesar de que incluso les han metido excremento
por la boca, ellas no dejan de responder a los militares con insultos groseros. Por su parte,
se comenta que Felipa ha cruzado el Pachachaca. Hay en el puente una cruz de piedra con
su rebozo encima, a modo de provocación, y las tripas de una mula cortan el paso del
puente. El temor del pueblo es que Doña Felipa vuelva con las rebeldes a quemar las
haciendas.
Ante esta situación, Ernesto se sorprende de que Ántero diga que, en caso de una
revuelta, no estaría del lado de los indios. Ernesto, por su parte, deja en claro que él
estaría del lado de Doña Felipa y los colonos oprimidos. Luego de esta conversación
deciden ir a ver a Salvinia, la enamorada de Ántero, y su amiga Alcira. Una vez allí, Ernesto
se acobarda, saluda a las muchachas y huye sin mirar atrás. Siente el impulso de ir al
Pachachaca a ver la cruz con el rebozo de Felipa, las tripas de la mula, el río. Pasa por las
chicherías de Huanupata, ahora llenas de soldados bebiendo; se mete a la chichería de
Felipa y pregunta por ella. Un soldado borracho le dice que está muerta, pero él no lo
cree.
Al llegar al Pachachaca, Ernesto ve que cruzan el puente el Padre Augusto seguido por “la
opa” Marcelina. Ella se frena frente a la cruz, trepa, y roba el rebozo naranja que Felipa
dejó allí como marca. Luego siguen su camino. Ernesto decide cortar senderos para llegar
a Abancay antes que ellos y no ser descubierto por el Padre Augusto. Al llegar al Colegio se
entera de que Añuco partirá al día siguiente hacia Cuzco.
Capítulo X: Yawar mayu
Añuco se despide por la madrugada de los otros estudiantes, conmovidos, y regala sus
canicas, a las que llaman “daños”, a Palacitos. Los demás van hasta la plaza de Abancay a
ver la retreta del ejército. Ernesto se sorprende por los instrumentos de la banda militar,
sobre todo los metales. Palacitos se encuentra con un joven de su pueblo al que ve
tocando el saxofón. Radiante de alegría va en su búsqueda; quiere conversar sobre el
pueblo. Ernesto los pierde de vista entre la multitud; siente pesar por no haber sido
invitado, pero comprende que Palacitos necesita tener un momento de intimidad con
alguien de su pueblo.
Ernesto busca a Salvinia, a Alcira y a Ántero. Encuentra a las dos muchachas, pero Salvinia
va escoltada del brazo por un joven que no es su amigo. Ántero de pronto se presenta e
increpa al muchacho, hijo de un coronel, que huye.
Ernesto deja a Ántero conversando cordialmente con el hermano del pretendiente
fugitivo y se va a Huanupata, a la chichería de Doña Felipa. Allí está el arpista Oblitas, al
que llaman el papacha. Entra al local, también, un hombre al que Ernesto vio más
temprano y que le resultó familiar. El hombre es un kimichu, un indio que lleva de pueblo
en pueblo una Virgen y recauda limosnas. Allí en la chichería Ernesto finalmente recuerda
y libera su prodigiosa memoria: le dice al kimichu que han estado juntos, tiempo atrás, en
Aucará, que se le clavó una espina en el pie, que Gabriel le dio media libra de oro aquel
día y que tenía un chullu (gorro) rojo oscuro. El kimichu, que se llama Jesús, le dice que sí,
que efectivamente se trata de él. Se alegran por el encuentro y Ernesto le invita picantes.
Una de las chicheras comienza a cantar un huayno en el que ridiculiza a los huayruros,
soldados apodados así por el color de sus uniformes, iguales a los frijoles rojos y negros
que llevan ese mismo nombre. Los soldados borrachos se contrarían, pero uno de ellos
comienza a bailar como un bailarín de los del pueblo de Ernesto. Pero de repente entra un
guardia civil y se lleva presos al soldado y al arpista.
Ernesto se despide de Jesús y pasea por la plaza. Ve a Ántero paseando con Gerardo, el
hijo del coronel. Ve a Valle, arrogante, seguido de muchas niñas. Intenta en vano visitar al
arpista Oblitas en la cárcel; no le permiten entrar. Una vez en el Colegio, la cocinera le dice
a Ernesto que “la opa” está viendo a la banda militar desde la torre que domina la plaza.
Ernesto va hasta allí y sube a la torre, pero decide bajar sin interrumpir la alegría de “la
opa” Marcelina.
Capítulo XI: Los colonos
El capítulo comienza con los efectos que tiene sobre el pueblo y sobre Ernesto el retiro de
los militares de la ciudad. Los guardias persiguieron sin éxito a Felipa; incluso llegaron al
pueblo de Andahuaylas. La complicidad civil es evidente y las respuestas de los pobladores
con respecto al paradero de la chichera siempre se contradicen. La partida de la chichera
que había quedado a cargo del local de Felipa junto con el arpista Oblitas son un anticipo
de este vaciamiento de la ciudad, que no tendrá como protagonistas solo a los soldados.
En el Colegio, los estudiantes y los lazos entre ellos han cambiado. Ernesto estrecha su
relación con Palacitos y Romero. Gerardo, el alumno nuevo, hijo del Coronel, es amigo
inseparable de Ántero. Juntos acechan a las muchachas de Abancay. Además, Gerardo
desplaza a Romero del lugar de liderazgo en los deportes y desprecia su ascendencia
andina.
Ántero le resulta irreconocible a Ernesto, lo percibe como un perro rabioso, no diferente
al Lleras o Añuco en su maldad, ni al Peluca en su lascivia, y se lo dice. Insulta a Gerardo y
lo patea, e intenta devolverle el zumbayllu a Ántero. El Padre Director viene a separarlos y
los incita a reconciliarse. Los dos estudiantes mayores dejan de hablarle a Ernesto, y él
entierra el zumbayllu en el patio.
El Peluca está preocupado por “la opa” Marcelina. Hace días que no la ve. Dicen que está
enferma, con fiebre alta; los estudiantes rumorean que el tifus está causando estragos en
un pueblo cercano, Ninabamba. Al amanecer, Ernesto se despierta y va hacia la habitación
de Marcelina. Encuentra a la cocinera inmóvil junto a la cama y ve que “la opa” está
muriendo; le dice a la cocinera que vaya corriendo a buscar a los Padres, le cruza los
brazos a la moribunda, le pide perdón en nombre de todos los estudiantes y promete
lavar su ropa, como acostumbran hacer los pueblos andinos con la ropa de sus muertos.
Marcelina muere y Ernesto es sacado de la habitación severamente por el Padre Director,
que, asustado, lo encierra en el cuarto disponible del Hermano Miguel, le llena la cabeza
de “kreso”, un desinfectante, y le pone una toalla.
El Padre niega que Marcelina haya muerto de peste, pero Ernesto sabe que es así porque
la ha visto en otros pueblos y puede reconocer el comportamiento de los piojos y el color
de la piel. El Padre le pregunta si se acostó con la difunta. Ernesto percibe malicia en sus
preguntas y fuego en sus ojos, y reflexiona sobre eso que percibe en él.
Se sabe que la peste ha llegado a Patibamba. En uno de sus días de encierro, Palacitos va a
despedirse de Ernesto y le da dos monedas de oro con una nota; le desea suerte y le dice
que use las monedas para su viaje o para su entierro. Ernesto se da cuenta de que todos
se están yendo del Colegio debido a la peste. Incluso el Padre Abraham va hasta la puerta
de la habitación y le dice a Ernesto que se irá; confiesa haberse acostado con Marcelina,
incluso contra la voluntad de la difunta, y dice que el demonio está en su cuerpo y debe
morir.
El Padre Director le dice a Ernesto que debe irse a la hacienda de su tío, el Viejo, por orden
de su padre. Ernesto quiere despedirse de Abancay. Toma muchos riesgos al recorrer el
pueblo: conversa con una mujer mayor que está muriendo, abandonada por su familia, e
incluso va hacia la hacienda de Patibamba y ve, conmovido, a unas niñas quitándose los
nidos de piojos de la piel. Corre nuevamente hacia el Colegio para avisarle al Padre que los
indios colonos de Patibamba, enfermos, están yendo hacia Abancay para que les dé una
misa. Los soldados que quedaron en el pueblo, apostados en el puente, no logran
frenarlos, así que solo contienen, apenas, su marcha inevitable.
Aislándose de la peste, Ernesto se encierra en la habitación del Hermano Miguel, para
esperar al amanecer y partir. Desde allí escucha la misa que da el padre para los indios
colonos, y luego los escucha alejarse. Al amanecer, con la bendición del Padre Director,
sale hacia la estancia del Viejo en una caminata de tres días, pero se arrepiente. Decide
hundirse en la quebrada, atravesarla y dirigirse a la cordillera, para evitar la hacienda del
Viejo Avaro. Tal vez, reflexiona, verá pasar la peste, arrastrada por el río hacia el país de
los muertos, tal como le sucedió al Lleras.

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