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René Girard: El superhombre en el subsuelo.

ESTRATEGIAS DE LA LOCURA:
NIETZSCHE, WAGNER Y DOSTOIEVSKI1
«Haz que me vuelva loco, te lo imploro, oh divina potencia. Loco para que finalmente pueda creer en mí mismo.
Dame delirio y convulsiones, momentos de lucidez y esa oscuridad que sobreviene repentinamente. Hazme
estremecer de terror y dame ardores que ningún hombre mortal experimenta nunca: rodéame de rayos y
fantasmas. Hazme dar alaridos, hazme aullar y arrastrarme como una I bestia a cambio de la fe en mí mismo. Me
devora la duda sobre mí. He dado muerte a la ley y ahora siento por la ley el horror que siente el ser vivo ante un
cadáver. A menos que no me encuentre por encima de la ley, soy el más réprobo de los réprobos. Un nuevo
espíritu me posee; ¿de dónde procede ese espíritu si no procede de ti? Pruébame que te pertenezco ¡oh, divina
potencia! Solamente la locura puede suministrar la prueba»2.
Aquí se menciona la verdadera razón de esa oscilación entre lo maníaco y lo depresivo y ella es la falta
de fe en sí mismo. Pero esta no es la verdad completa, puesto que aquí se sugiere una causa para la falta
de fe que no es la verdadera. ¿Por qué se siente el loco el más réprobo de los réprobos? Porque ha
matado a la Ley, se nos dice. Esta declaración es importante y luego volveré a considerarla. Por el
momento basta observar que ella es manifiestamente insuficiente como explicación. ¿Cómo puede una
ley muerta determinar en el heroico asesino una falta de confianza en sí mismo? Ninguna ley muerta, ni
ningún otro objeto podrán hacer tal cosa. Las dudas sobre sí mismo resultan de una comparación, no
con algo, sino con alguien. Y ese alguien se nombra en el texto.
Todo nos habla de que la fluctuación de lo maníaco y de lo depresivo debe verificarse entre un
mediador y el sujeto. Y retener esa verdad, y decir todo lo que Nietzsche dice en el pasaje citado,
representa un pasmoso tour de forcé. La revelación es casi completa y sin embargo el personaje que
falta la hace completamente equívoca.
El mediador es el verdadero centro alrededor del cual gira todo en la proporción en que el deseo del
loco aspira a que todo gire alrededor de sí mismo. En consecuencia, el texto tiene que estar generado
por el deseo mismo. La ausencia del mediador es el indicio más seguro de su continua omnipotencia, el
signo infalible de que las llamas de la mediación continúan ardiendo cada vez más altas. Si
comprendemos esto, también comprenderemos lo que el loco entiende por certeza y por qué cuenta con
la locura para que se la dé. La locura es lo que el loco ya posee y sin embargo desea más locura. La
locura es duda, puesto que es la alternancia maníaco-depresiva, y, sin embargo, una locura más extrema
significaría la resolución de esa duda. De manera que el texto se adhiere todavía más a la vieja idea
romántica de locura, como signo de elección, como prueba de afinidad con "divinas potencias".
Faltando el mediador, todo debe ser "literario" en el sentido más estricto de la palabra. El loco está
rodeado de rayos y fantasmas. Realiza vertiginosas acrobacias por razones que resultan vagas y
misteriosas. Ese es todavía, el paisaje interior de los románticos.
Pero detrás de estos recursos de tipo lírico, está escondida y al acecho otra explicación que no puede
dejar de cristalizarse cuando nos damos cuenta de que los deseos del loco corresponden a la evolución
de la enfermedad de Nietzsche.
Más locura puede significar y obviamente significa cada vez más altibajos maníaco-depresivos, tan
súbitos, tan extremos y violentos que por fin todo el mecanismo pendular tiene que derrumbarse. Sólo
entonces la oscilación de Dionisos entre el sujeto y su mediador quedará interrumpida para siempre.
Sólo entonces quedará eliminada la falta de fe en sí misma. Creo que sólo en ese sentido más locura
significa el fin de la duda que es un grado menor de locura. Resulta llamativo que la única certeza y
estabilidad que el loco pueda considerar es la destrucción de su propia mente, el triunfo de 1a locura,
que viene equívocamente representada como el triunfo del sujeto.
Abrazar la locura como algo "divino" y negarse a nombrar al mediador, o no poder nombrarlo, son una
y la misma cosa. Por eso no en vano el loco apela al poder de la locura. Podemos estar seguros de que
sus plegarias serán respondidas. Él mismo espera la respuesta. Como ya observamos, la terrible ironía
del deseo mimético está en que siempre logra exactamente lo quiere.
Este “pedir la locura” puede muy bien remontarse a El origen de la tragedia. Abrazar a Dionisos en su
ser natural, "al desnudo", como lo hace Nietzsche es hacer la corte a la divina manía, y el dios responde

1
Extracto traducido del artículo: ”Superman in the Underground: Strategies of Madness –Nietzsche, Wagner, and
Dostoievski”, in Modern Language Notes, 91 (dic 1976): 1161-85.
2
Nietzsche, F., Morgenröthe, 1:14, Gesammelte Werke, 10:22-23
con la alternancia de lo maniaco y lo depresivo. El Dionisos no ritualizado de Nietzsche es el dios de la
furiosa venganza del cual debería mantenerse apartado todo hombre. La alternancia maníaco-depresiva
está ligada a una forma muy moderna y oculta de venganza, como lo entiende muy bien el propio
Nietzsche y como lo demuestra cuando habla de otra gente.
Si un griego piadoso hubiera leído El origen de la tragedia, podría haber profetizado el nefasto
resultado final. ¿Por qué un griego antiguo habría de saber más que nuestros más brillantes cerebros? El
griego antiguo no era nietzscheano y por lo menos oscuramente podría entrever una verdad de la que se
está apartando todo un mundo, nuestro mundo nietzscheano. La mayoría de nosotros nos apartamos de
esa verdad de manera tan prudente y hábil que por lo menos exteriormente las consecuencias no son
visibles. Esto no ocurría Nietzsche. Sólo en él esa verdad rechazada retorna y se realiza de la manera
más terrible y grandiosa.
La grandeza de Nietzsche no estriba en que tuviera razón en algún sentido, sino en el hecho de que
pagase un precio tan alto por estar equivocada. Nietzsche nunca se salió con la suya en nada, lo cual es
lo que más se acerca a estar en lo cierto.
Podrá objetarse que mi comentario no es fiel al espíritu del texto de Nietzsche. En el texto la demencia
aparece como algo positivo, como una conquista. Y esto es cierto en el pasaje que acabamos de citar,
pero podemos encontrar otros textos en los cuales se describen los mismos fenómenos presentados
como algo nefasto, como una enfermedad. La única diferencia es la de que el resentimiento se atribuye
al cristianismo. He aquí un ejemplo tomado de La voluntad de poder:

«¿Qué es lo que nosotros combatimos en el cristianismo? El hecho de que quiera quebrantar a los fuertes, que
quiera desalentar su coraje, explotar sus malos momentos y sus ocasionales cansancios, convertir su orgullosa
seguridad en desasosiego y malestar de la conciencia, el hecho de que sepa envenenar y enfermar los nobles
instintos hasta que su fuerza, su voluntad de poder se vuelva contra sí misma... hasta que los fuertes perezcan en
virtud de orgías de desprecio y censura de sí mismos, esa horrible manera de perecer de la cual Pascal ofrece el
ejemplo más famoso»3. 8
¿Es demasiado cruel, es desleal, señalar que quien se volvió loco no fue Pascal sino Nietzsche?
Para puntualizar las cuestiones que estoy tratando de enfocar, volveré brevemente a Dostoievski, que
resulta potencialmente útil en esta situación porque en la segunda fase de su trayectoria logró pintar
más exacta y completamente que ningún otro, incluso Freud, esa vida psíquica que su primera fase, en
no menor medida que los escritos de Nietzsche, refleja de manera imperfecta y sintomática.
Dostoievski debe enfocarse no como un mero autor de "ficciones", no meramente como una víctima del
deseo engendrado por mediación, víctima que ciertamente fue durante mucho tiempo, sino como el
revelador moderno más grande de ese deseo en todas aquellas obras suyas que son superiores, aun
cuando en general no se reconoce la fuente de su fuerza.
En conexión con el deseo engendrado por mediación, algunas obras breves, especialmente Memorias
del subsuelo, reconocida por el propio Nietzsche como una obra maestra, resultan más directamente
pertinentes, aun cuando el elemento de lo grotesco, que hace resaltar más los contornos del proceso,
pueda aumentar la repugnancia de algunos a reconocer la validez del rapprochement.
El "héroe" del subsuelo es un pequeño burócrata de San Petersburgo. Sus ambiciones egotistas se
hallan a mitad de camino entre el romanticismo de 1830 y una cruda pero inconfundible versión de la
voluntad de poder nietzscheana. En sus horas de soledad el hombre sueña que habrán de realizarse sus
más cautivantes aspiraciones. Gracias a su brillante imaginación se eleva a un plano de tremenda
exaltación. Cuando alcanza cierto nivel de entusiasmo, el hombre del subsuelo sale sencillamente "para
conquistar el mundo" pero sólo para encontrar afuera la decepción más extrema. El más ligero
desagrado que su pequeño físico y su general insignificancia puedan provocar es fantásticamente
magnificado. Siente la indiferencia de los demás como un insulto. Hasta los ofensores anónimos se
convierten en figuras fascinantes alrededor de las cuales girará sin cesar el "tímido ratón".
El punto principal no es la superioridad de la soledad sobre el modo de ser gregario, como repiten ad
nauseam antologistas románticos y existencialistas, sino la alternancia regular entre una imaginaria
omnipotencia del yo en la soledad y la omnipotencia real de los otros en la sociedad. El otro es
literalmente cualquiera que se cruce en el camino del héroe o represente un obstáculo para él o

3
Friedrich Nietzsche, The Will to Power, ed. Walter Kaufmann, traducción Walter Kaufmann y R.J.
Hollingdale (Nueva York: Vinrage Books, 1960), pág. 146.
simplemente lo mire con ironía verdadera o imaginada. Inmediatamente se desencadena un ciclo de
mezquinos desquites. El otro es el obstáculo mimético en su quintaesencia.
Memorias del subsuelo se desarrolla en el mismo nivel de conciencia que El eterno marido, que
mencionamos cuando nos referimos a los triángulos eróticos de Dostoievski y de Nietzsche. Los dos
relatos ejemplifican el cambio prodigioso. A lo largo de un proceso desaliñado al que pertenecen
realmente sus primeros escritos, puesto que sus deformaciones en las primeras obras, la sensiblerie
general que exhalan y sobre todo su repugnancia a reconocer el verdadero papel del mediador, no son
más que el reflejo y el instrumento del deseo engendrado por mediación, por fin Dostoievski logra
dominar el deseo mimético mismo. Las obras posteriores se nutren de una comprensión retrospectiva
de una conducta compulsiva cuyos signos sugieren que, aunque lentamente, también en su vida la está
abandonando. Las intuiciones de un Dostoievski no son más inefables o caprichosas que las intuiciones
de un Cervantes o un Shakespeare. Creo que pueden ser sistematizadas según las líneas del proceso de
mediación. Me parece que es esencial contrarrestar el daño hecho por el absurdo postulado de una total
separación del conocimiento psicológico y literatura. Freud hizo mucho por difundir un mito que es
responsable de la esterilidad de gran parte de la crítica contemporánea. Es importante que los autores
realmente grandes hagan los sistemas de relaciones humanas tan accesibles como los conceptos de
Freud y otros, de tal manera que un diagnóstico psicoanalítico no sea automática y triunfalmente
formulado para cubrir el proceso de mediación y hacerlo invisible.
La elaboración de modelos de un sistema conceptual que haga finalmente justicia a la rigurosa
percepción de un Dostoievski es no menos necesaria para la psiquiatría que para los estudios literarios.
Sólo una pseudociencia va contra las máximas obras de nuestra herencia literaria. Una verdadera
ciencia justificará la visión de dichas obras y confirmará su superioridad.
Muchos podrán ver esta última observación como claro indicio de que el tipo de análisis recomendado
aquí es tradicional y "conservador". En realidad, el principio de mediación es menos aceptable que el
psicoanálisis o que el análisis marxista porque es más radical. Se dirige al centro mismo de la
motivación individual en el campo cultural, centro que estas metodologías evitan u ocultan
artificiosamente.
Podemos comprobar esto muy bien en el caso de Nietzsche. No es correcto definir temas como
"Dionisos" o la "Voluntad de poder" exclusivamente tales como los encontramos en su estado final de
quintaesencia metafísica y de frenética abstracción. Ese estado original es el resultado de un proceso de
que debe considerarse en su totalidad y que comienza en una clave muy diferente.
Al principio, la imitación y la rivalidad están ya presentes pero aún tienen un objeto reconocible, un
objeto que todavía es concreto para nosotros, el término medio de los intelectuales, en el sentido de que
se manifiesta como por lo que vale la pena luchar. Si tuviéramos que definir ese objeto, diríamos que se
trata de la omnipotencia intelectual y artística. A esa supremacía o hegemonía en el mundo cultural era
a lo que aspiraban Nietzsche y Wagner. Claro está que la mayor parte de los intelectuales dirán que
ambos aspiraban sólo a la excelencia, que en su caso, por lo menos, no se trataba de la competencia a la
que otros podrán ser adeptos. Pero todos los intelectuales comprenden la tremenda amargura que puede
nacer como resultado de la más insignificante oposición exterior. El mundo intelectual es un mundo en
el que el juicio encubierto de los pares, a falta de criterios objetivos, tiene que desempañar un papel
decisivo: este estado de cosas, no puede dejar de engendrar gran cantidad de alucinaciones. En
semejante mundo son siempre considerables las llamadas deformaciones "paranoides".
Este mundo intelectual moderno comienza realmente antes de la revolución francesa, a mediados del
siglo XVIII, en una época en que el prestigio de los intelectuales hace que el juicio de éstos sea más
importante para los otros intelectuales que la opinión de aristocráticos benefactores. Con el
advenimiento de ese mundo, cierto tipo de perturbación mental adquiere gran importancia en el
escenario intelectual. Las obras más influyentes están afectadas por dicha perturbación. Los primeros
grandes ejemplos que se presentan al pensamiento son Rousseau en el mundo de lengua francesa y
Hölderlin en Alemania. Nietzsche es otro ejemplo. Ni el sociólogo, ni el psicoanalista de la literatura
llegan realmente al fondo de la cuestión. El primero está siempre interesado en el problema del burgués
frente al aristócrata. Y esto es ciertamente pertinente, puesto que la transformación a la que me estoy
refiriendo es una consecuencia de una amplia evolución social, pero es pertinente más de una manera
indirecta que de una manera directa. Las presiones del mundo en general son reales pero están filtradas
y a menudo deformadas por el microambiente del mundo intelectual, que debería ser el objeto
inmediato de estudio, no para obtener meros datos estadísticos sino porque constituye una red de
complejas e inestables relaciones regidas, a lo menos en parte, por el deseo engendrado por mediación.
En este microambiente las relaciones más importantes son, no relaciones entre superiores e inferiores
sociales sino entre pares, aun cuando rara vez sean experimentadas como relaciones de "igualdad".
La violencia más o menos oculta de estas relaciones no puede dejar de influir en la creación intelectual.
Sin embargo, nunca se reconoce formalmente ni se estudia esa influencia. El concepto de sublimación
en el cual buena parte del psicoanálisis funda aún su teoría de la creación cultural, constituye un
ejemplo sobresaliente de la manera mistificada en que los intelectuales pueden concebir su propio
mundo.
En la situación histórica actual, el derrumbe de las últimas jerarquías tradicionales hace cada vez más
obsesiva la presencia del rival metafísico, de manera que algo como el psicoanálisis bien pudiera ser
indispensable como última trinchera defensiva contra la revelación del proceso mimético. El psicoaná-
lisis hace posible reconocer lo evidente, pero de una manera tal que lo vacía de su contenido y dirige
nuestra atención a los escándalos aparentemente plausibles de un deseo manifiestamente
"parricida" e "incestuso”.
Lo que el psicoanálisis dice sobre un escritor como Nietzsche es siempre lo que el deseo quiere oír.
Dice que Wagner, el verdadero Wagner, no fue, después de todo, tan importante para Nietzsche y esto
es lo que el deseo está ansioso de oír. Por eso, se trata del deseo mismo. El mediador, se nos dice, es lo
que realmente nos obsesiona. El triángulo es sólo una nueva representación. El único drama que
importa es un drama muy antiguo que se limita a estrechos círculos en los que en el centro de cada cual
se encuentra sólo el sujeto. Un círculo es el de la familia inmediata, cuyos actores principales están
muertos o reducidos a la senilidad; el otro es el círculo, aún más estrecho, de un yo presuntamente
"narcisista".
Objetivamente, el psicoanálisis y la sociología de la literatura obran como pantallas entre nosotros, los
intelectuales, y la verdad que más nos resistimos a afrontar: la demencia de un Nietzsche, y de muchos
otros, tiene sus raíces en una experiencia que no es realmente ajena a ninguno de nosotros.
Se supone que el estruendo de tabúes quebrantados que nos rodea por partes nos ensordece, pero no
debemos equivocarnos. El espectáculo es una farsa. Se ha representado durante demasiado tiempo con
cambios sólo menores en la trama y en el reparto de los personajes. Los verdaderos tabúes están en otra
parte y rígidamente en vigor. Nuestros más feroces desmistificadores rápidamente retornan a las más
anticuadas convenciones cuando han de afrontar los problemas realmente delicados. ¡Con cuánta
devoción se adhieren al mito del Nietzsche "bueno" frente al Wagner "malo"!
Si Freud representa la última línea de defensa contra la mediación, asimismo Freud se acerca a la
verdad más que ningún otro antes que él... tanto como es posible acercársele y componérselas para no
verla. Esta condición transicional de la doctrina freudiana, su condición de precursora inmediata y de
última resistencia contra la comprensión plena del proceso mimético puede determinarse, según me
parece, si situamos el tratamiento que hace Freud de la "ley" en el contexto del pasaje de Aurora que
citamos antes. Recodemos que en ese pasaje la ley es "asesinada" por el propio loco y que el "cadáver”
de esa ley se considera responsable de todo lo que ocurre. Esa acusación es falsa, desde luego, pero no
deja de tener sus razones. La ley es verdaderamente responsable, por cuanto ya no está presente para
impedir lo que ocurre en su ausencia, es decir, el proceso mimético.
La Ley diferencia y separa a los dobles potenciales; canaliza el deseo mimético hacia metas realmente
trascendentes en el sentido de que son exteriores a la comunidad. Tales metas son comunes a todos y no
son divisivas. Mientras la ley está viva, ella impide que las "diferencias" y las "identidades” se
disuelvan y vuelvan a la turbulenta confusión de los dobles. Según los griegos, los que dan muerte a la
ley son responsables de esa turbulenta confusión. Veían lo que tomaban por un "dios" (que
aparentemente estaba al alcance de ellos) como algo que estaba más allá de la ley que no vacilaban en
transgredir. Es ese "dios" el que ahora oscila entre los dobles ante los que elude el ataque, pues las
manos de los dobles están tendidas para alcanzar la garganta del otro.

Nietzsche no dirá eso, y para no decirlo sugiere que la ley, aunque esté muerta, puede ser la causa del
desastre. Esta víctima propiciatoria que es la ley muerta no constituye una solución para Nietzsche ni para
otros. De una u otra forma, es la solución de toda una época que ahora está llegando a sus postrimerías. Es la
solución que nos legó Freud. Se supone que el complejo de Edipo es el medio por el cual la ley se transmite al
niño. Esa ley es ya una ley muerta. Ya se la violó, por lo menos en su espíritu, aun antes de haber nacido, puesto
que el deseo parricida es anterior. A causa de esa ley, Freud se quedó con el padre sempiterno y nunca llegó a
descubrir al rival mimético, con su enorme potencialidad, como principio realmente funcional de
sistematización psiquiátrica. Freud nunca se dio cuenta de que con este solo principio podría descartar sus dos
variantes de complejo de Edipo, su inconsciente, su narcisismo, etc. y llegar a una organización más eficiente,
más inteligible y mejor integrada de más datos.
A Freud no se le habría escapado el mecanismo de la rivalidad mimética si no hubiera estado tan concentrado
en acusar a la ley por perturbaciones que nada tienen que ver con ella. Las razones son las mismas del caso de
Nietzsche. La acusación a la ley es un fruto del deseo mismo que se niega a afrontar su propia verdad. Y es
también una última protección contra la revelación plena de esa verdad, una revelación que significa el fin de
toda paz y de toda salud, si no significa el fin del deseo mismo.
Hoy, Marx, Nietzsche, Freud, los gigantes asesinos de la Ley, que antes eran antagonistas están unidos en el
esfuerzo para apuntalar el sistema intelectual de la ley muerta. La unidad de una época se hace visible en su
agonía de muerte. El cadáver de la Ley es el último objeto de sacrificio, la última diferencia que aún difiere un
poco el encuentro frente a frente de los dobles. Pero cuanto más golpes descarguemos sobre esa Ley muerta,
más pronto nos daremos cuenta de cuan trivial es semejante actividad. Lo que los dobles desean aporrear no
es la ley muerta; desean aporrearse el uno al otro.
La misma historia está ahora separando los elementos míticamente unidos por Nietzsche, Freud y otros. En esa
situación, tarde o temprano Dostoievski será mejor comprendido porque es el único que ya comprende.
Comprende que la ley no tiene la culpa de la crisis mimética. También comprende que el mundo moderno
presenta una crisis mimética diferente de cualquier otra. En peor de los casos, Dostoievski se limita a mirar atrás
con nostalgia el bienestar que procuraba la ley mientras estaba aún viva. En el mejor de los casos, Dostoievski
sabe que no hay retorno.
Y no hay retorno porque aquellos que ingenuamente se jactan de haber dado muerte a la ley no son tampoco
responsables de su muerte. El problema es más complejo y misterioso. Quien realmente dio muerte a la ley es
la ley misma o lo que pase por ella en nuestro universo; el asesino es ese mismo cristianismo que ahora está
siendo asesinado.
Los dos textos de Nietzsche que hemos citado, uno de Aurora y el otro de La voluntad de poder, son interesantes
en relación con esa creencia de Dostoievski. Fundamentalmente, ellos describen el mismo fenómeno y sin
embargo lo describen a una luz muy diferente, pues lo atribuyen a diferentes causas
Un loco está gloriosamente loco porque ha dado muerte a la ley; el otro, Pascal, está lastimosamente loco
porque no le ha dado muerte. Es extraño que, muerta o viva, la ley determine los mismos efectos en el
superhombre y en el esclavo. ¿En cuál de las dos versiones hemos de creer? En realidad, Nietzsche nunca las
concilió, pero las dos versiones pueden conciliarse en la idea Dostoievski de que esta extraña ley nuestra es la
verdadera asesina de la Ley.
No deja de tener importancia, desde luego, el hecho de que la megalomanía de Nietzsche sea presentada con el
título de Ecce Homo y de que Nietzsche firme como Dionisos y como el Crucificado. Cada vez que Nietzsche se
siente como un dios durante un momento, debe pagarlo muy caro y entonces se convierte en el Crucificado. El
supuesto dios es realmente una victima. Aquí, por fin, y sólo aquí se manifiesta el proceso contraproducente
que se desarrolla continuamente en Nietzsche. La confusión entre el dios y la víctima es el punto culminante de
la fluctuación entre lo maníaco y lo depresivo. Es el desplazamiento de Dionisos contra el Crucificado, a
Dionisos o el crucificado, en el colapso de la suprema diferencia, tenemos el colapso del pensamiento de
Nietzsche.
Claro está que para el historiador o para el filósofo esta confusión no es otra cosa que demencia, en otras
palabras, un puro disparate, disparate afligente o glorificado, pero en definitiva disparate. En realidad, el
dios es siempre una víctima en la teología pagana no menos que en el cristianismo: ¿Por qué Nietzsche
alcanzó esta identidad de los dos a medida que el cerco de su locura se iba estrechando sobre él? Una identidad
que destruye tantas falsas diferencias tiene que ser algo más que un disparate, mucho más. En el momento en el
que la era de la "voluntad de poder" de Nietzsche toca a su fin, esta identidad del dios y de la víctima apunta a
posibilidades que todavía están más allá de nuestro entendimiento, posibilidades inauditas, que realmente
producen vértigo.

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