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Prólogo1

En este libro se encontrará a un «subterráneo» trabajando, alguien


que cava, que perfora, que mina. Se verá —suponiendo que se tengan
los ojos para este trabajo en las profundidades— cómo lenta, prudente-
mente, y con qué suave inexorabilidad logra avanzar, sin manifestar la
molestia que supone toda larga privación de aire y de luz. Incluso podría
considerársele satisfecho con su oscuro trabajo. ¿No parece que le con-
duce algún tipo de fe, que algún consuelo le compensa? ¿Acaso quiere
habitar en sus propias tinieblas, poseer cosas incomprensibles, ocultas,
enigmáticas porque él sabe que de allí también obtendrá su propia ma-
ñana, su propia redención, su propia aurora? 2... Ciertamente él regresará:
no le preguntéis qué es lo que busca allá abajo, pues este aparente y
subterráneo Trofonio3 sólo os lo dirá cuando de nuevo se «convierta en

1
Este prólogo fue añadido en el año 1887, para la nueva edición de E. W. Fritzsch
en Leipzig. Nietzsche no escribió este prefacio para la primera edición de M, sino mu-
cho más tarde, en 1886, cuando se vio en la necesidad de acompañar a sus primeras
obras de nuevos prólogos. Así, el 14 de noviembre comunica por carta a Overbeck que
los nuevos cinco prefacios escritos (Geburt der Tragödie, Menschliches, Allzumenschliches, Ver-
mischte Meinungen und Spruche, Morgenröte, Die fröhliche Wissenschaft) «son tal vez la mejor prosa
que he escrito hasta el momento».
2
«Yo os digo: es preciso tener todavía caos dentro de sí para poder dar a luz
una estrella danzarina. Yo os digo: vosotros tenéis todavía caos dentro de vosotros»
(ASZ, Prólogo, 5).
3
Trofonio, hijo de Apolo y de Epicaste, era una divinidad griega ligada a prácticas
oraculares; su culto se establece en la región de Beocia, donde se le dedicaba un oráculo
en una gruta del bosque de Levadea. Posiblemente Nietzsche conociera esta referencia a
través de Pausanias (Descripción de Grecia, libro I, 34, 2), viajero y geógrafo griego, quien des-
cribe cómo Trofonio conducía al interpelante al mundo subterráneo para adquirir difíciles
revelaciones. Otra referencia de Nietzsche a esta divinidad se encuentra en PTG, I.

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hombre». Uno se olvida totalmente del silencio cuando, como él, se ha
sido topo, incluso únicamente topo, durante mucho tiempo4...

II
En realidad, mis pacientes amigos, lo que buscaba allá abajo os lo
quiero decir en este prólogo tardío que fácilmente habría podido ser
un último adiós, una oración fúnebre: pues he regresado —y me he li-
brado. ¡Pero no creáis que os voy a invitar a la misma empresa arries-
gada, ni tampoco a conducir a la misma soledad! Porque quien camina
por tales caminos no encuentra a nadie; así lo exigen sus «propios ca-
minos»5. Nadie acude a auxiliarle; sólo tiene que estar preparado para
todo aquello que le suceda: peligros, azar, maldades y mal tiempo. Es
más, él tiene su propio camino para sí —y, como es de justicia, tam-
bién en este «para sí», su amargura, su ocasional disgusto. Una de las
cosas que motivan esta amargura es que incluso sus amigos no pueden
adivinar dónde se encuentra, adónde se dirige, de suerte que a veces
se preguntarán: «¿Cómo? ¿Es eso avanzar? ¿Existe ahí —un ca-
mino?»6. Así pues, lo que emprendí entonces era algo que no era un
asunto para todos7: descendí a lo profundo, me puse a horadar el
fondo, comencé a examinar y a socavar una vieja confianza sobre la
que nosotros los filósofos desde hace milenios solíamos construir una y
otra vez, como si fuera terreno sólido, aunque todas las edificaciones
hasta ahora se hayan derrumbado. Yo comencé a socavar nuestra con-
fianza en la moral. Pero, ¿no me comprendéis?

III
Sobre lo que menos se ha reflexionado hasta ahora ha sido sobre el
Bien y el Mal. En realidad, este tema ha sido siempre muy peligroso.
La conciencia, la reputación, el infierno y, bajo ciertas condiciones, in-

4
Un interesante planteamiento de estas ideas se encuentra en ASZ, «Del retorno a
casa».
5
Véase el aforismo M 484.
6
Véase en este sentido, entre las innumerables «quejas» de Nietzsche por su falta
de comprensión, la carta dirigida a su amigo Rohde el 23 de mayo de 1887 tras un mal-
entendido entre ellos a causa de una crítica del último a Taine: «Cada uno de nosotros
tres [Nietzsche aquí se refiere a Taine, Burckhardt y a él mismo] está obligado a contar
con los otros, dada nuestra condición de nihilistas radicales: aunque por mi parte... no
desespero aún totalmente de encontrar la salida y el agujero a través de los que llegar a
algo. Cuando uno está tan profundamente metido en sus galeras interiores y sigue ca-
vando, pasa a convertirse en un ser «subterráneo», desconfiado, por ejemplo. Es algo que
corrompe el carácter [...]»
7
«Un libro para todos y para nadie» es, precisamente el subtítulo de ASZ.

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cluso, la policía no permitían —ni permiten todavía— ninguna impar-
cialidad en este punto. En presencia de la moral, como ante cualquier
autoridad, no está permitido reflexionar ni, aún menos, discutir. Aquí sólo
cabe obedecer. Desde que el mundo es como es, ninguna autoridad ha
consentido ser objeto de crítica. ¿Cómo? ¿Acaso criticar la moral, cues-
tionarla, ver en ella un problema, no ha sido —y no es todavía— algo
inmoral? Pero la moral no sólo dispone de una serie de medios coerci-
tivos para mantenerse a distancia de las manos críticas y de los instru-
mentos de tortura: su seguridad descansa antes bien en un cierto poder
de seducción que domina perfectamente: me refiero a que es capaz de
«entusiasmar». A veces, le basta una mirada para paralizar la voluntad
crítica o incluso ponerla de su lado; a veces consigue incluso que dicha
voluntad crítica termine volviéndose contra sí misma y clavándose su
propio aguijón, igual que un escorpión. Desde hace mucho tiempo, la
moral es experta en todo tipo de artimañas en lo referente al arte de
convencer a la gente; incluso no hay hoy en día ningún orador que no
recurra a ella en demanda de ayuda (véase, por ejemplo, como incluso
nuestros propios anarquistas apelan a la moral para tratar de conven-
cer y cómo terminan considerándose a sí mismos «los buenos» y «los
justos»). Y es que, en todas las épocas, desde que existe la palabra y la
posibilidad de convencer, no ha habido mejor maestra en el arte de se-
ducir que la moral. —Y en lo que respecta a nosotros, ella ha sido la
auténtica Circe8 de los filósofos. ¿A qué se debe, pues, que desde Platón to-

8
La figura de la maga Circe, hija de Helios y Perseo (Odisea, X, 210ff), es un símil
muy recurrente en Nietzsche para expresar la atrayente y embaucadora figura de la mo-
ral. En la mitología griega, Circe es una hechicera caracterizada por su capacidad de se-
ducción que vive en un valle umbroso en su isla de Elea atrayendo con su canto a náu-
fragos y peregrinos. Homero la describe en la Odisea como una deidad capaz de
transformar la tripulación de Odiseo en bestias —lobos, leones, cerdos. Es significativo
que sea Circe quien empuje a Ulises a la aventura del Hades, puesto que en este pró-
logo, Nietzsche parece hablar también desde este reino de las sombras. Muy ligada a su
concepción simbólica de la «mujer», Nietzsche vuelve a esta imagen continuamente, so-
bre todo a la hora de expresar su nueva concepción de la «psicología» y su «descenso a
las profundidades» (JGB 23): «No hay ni acciones egoístas ni acciones no-egoístas: ambos
conceptos son un contrasentido psicológico. O la tesis “el hombre aspira a la felicidad”...
O la tesis “la felicidad es la recompensa de la virtud”... O la tesis “placer y displacer son
términos contrapuestos”... La Circe de la humanidad, la moral ha falseado —moralizado—
de pies a cabeza todos los asuntos psicológicos hasta llegar a aquel horrible sin-sentido de
que el amor debe ser algo “no egoísta”...» (EH, «Por qué escribo tan buenos libros, 5).
Asimismo, véase, por ejemplo, el interesante texto de NCW «Wagner como apóstol de la
castidad» 2, donde el mito se relaciona con el estado de aturdimiento provocado por el
entusiasmado romanticismo de la música wagneriana y su apología de la «castidad» as-
cética: «Por otra parte, resulta manifiesto que cuando los animales malogrados de Circe
son llevados a adorar la castidad, sólo ven y adoran en ella a su antítesis —¡y con qué
trágico gruñido y fervor lo hacen, es algo que se puede imaginar!— aquella penosa y to-
talmente superflua oposición a la que, sin duda alguna, Richard Wagner todavía ha que-
rido poner música y llevar a escena al final de su vida. Ahora bien, ¿para qué?, cabe pre-
guntar con toda justicia.»

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dos los constructores filosóficos hayan edificado en falso? ¿Cómo es po-
sible que todo amenace ruina? ¿Cómo se encuentra reducido a escom-
bros lo que los filósofos consideraban aere perennius9? ¡Y qué equivocada
es, desgraciadamente, la respuesta que se sigue dando a esta pregunta!:
que «todos se olvidaron de cuestionar la hipótesis, de examinar el fun-
damento, de someter a crítica a toda la razón». Esta funesta respuesta
de Kant no nos ha conducido a los filósofos a un terreno más sólido y
menos inseguro (dicho sea de paso, ¿no era un poco extraño pedirle a
un instrumento que criticase su propia capacidad y perfección? ¿No era
absurdo exigirle al mismo intelecto que él mismo tuviera que «recono-
cer» su valor, su fuerza, sus límites?10). Por el contrario, la verdadera
respuesta hubiera sido que todos los filósofos —tanto Kant como los an-
teriores a él— han construido sus edificios bajo la seducción de la mo-
ral; que su intención sólo se encaminaba en apariencia a la certeza y
a la «verdad», pero lo que buscaban en realidad era «la majestuosidad
del edificio de la moral», por decirlo una vez más con las ingenuas pa-
labras de Kant, quien consideraba que su tarea y su mérito —una ta-
rea «menos brillante, aunque no por ello exenta de valor»— consistía
en «remover y apuntalar el suelo para levantar esos majestuosos edifi-
cios de la moral» (Crítica de la razón pura, II)11. ¡Ay! Desgraciadamente,
no hay más remedio que decir hoy que no lo consiguió: ¡lo que logró
fue más bien todo lo contrario! Kant, en realidad, con semejante in-
tención exaltada, fue justamente un hijo de su época, la cual, más que
cualquier otra, puede ser llamada el siglo del entusiasmo; aunque,
afortunadamente, también fue un hijo de su tiempo en lo mejor de
éste, como lo demuestra el sano sensualismo que introdujo en su teo-
ría del conocimiento. A Kant también le había picado esa tarántula
moral llamada Rousseau; sobre el fondo de su alma pesaba el fana-
tismo moral, del que Robespierre12, otro joven conocido discípulo de

9
«Más duradero que el bronce» (cita de Horacio, Odas, III, 30, 1: «Me he levan-
tado un monumento más perenne que el bronce»). El «bronce» hace referencia a las ta-
blas en las que estaban inscritas para su conservación las leyes romanas.
10
Nietzsche considera insuficiente una crítica en este sentido: «¡Un aparato cognos-
citivo que quiere conocerse a sí mismo! ¡Ya debería haberse superado lo absurdo de esta
tarea! (¡El estómago que se consume a sí mismo!)» (KSA 11, 26 [18]). O también: «[...]
Una crítica de la facultad cognoscitiva carece de sentido; ¿cómo podría el instrumento
criticarse a sí mismo, si justamente sólo puede recurrir a él mismo para la crítica?
[...]» (KSA XII, 2 [87] [32]).
11
La edición que posee Nietzsche de la Crítica de la razón pura es la de Rosenkranz
(1838), Akademie-Ausgabe, III, pág. 249.
12
Como es conocido, Maximilien F. M. I. de Robespierre (1758-1794) fue una fi-
gura crucial en la Revolución Francesa, así como ardiente defensor de las doctrinas de
Rousseau. Su incesante alabanza de la «virtud», por la que se ganó el apelativo de «el
incorruptible», fue decisiva en la implantación del «reino del terror» revolucionario. Esta
temática queda bien reflejada en el interesante capítulo de ASZ, «De las tarántulas».

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Rousseau, se consideraba ejecutor, pretendiendo «de fonder sur la te-
rre l’empire de la sagesse, de la justice et de la vertu» (Discurso del 7
de junio de 1794)13.
Por otra parte, llevando en el corazón ese fanatismo francés, no
se podía actuar de una forma menos francesa, más profunda, más só-
lida, más alemana —si la palabra «alemán» todavía hoy en día se
permite en este sentido— que como lo hizo Kant: fundamentalmente
para dejarle espacio a su imperio moral, tuvo que añadir un mundo
no demostrable, un «más allá» lógico —¡precisamente para ello nece-
sitaba su Crítica de la razón pura!—. Dicho de otro modo, no habría ne-
cesitado realizar esa crítica de no haber existido algo que le importaba
más que nada: volver inatacable el «reino moral» o, mejor aún, inal-
canzable para la razón —¡pues él sintió poderosamente lo vulnerable
que era un orden moral de las cosas a los envites de ésta! Como todo
buen alemán desde antiguo, Kant era pesimista frente a la naturaleza
y a la historia —ahora bien, en vista de la profunda inmoralidad de
ambas, creía en la moral, no porque la naturaleza y la historia lo de-
mostrasen, sino a pesar de que ambas la están contradiciendo conti-
nuamente. Tal vez para entender este «a pesar de», conviene recor-
dar lo que aquel otro gran pesimista que fue Lutero trató de explicar
una vez a sus amigos con esa osadía suya tan característica: «Si pu-
diéramos entender mediante la razón cómo un Dios que muestra
tanta cólera y tanta crueldad puede ser justo y bueno, ¿de qué servi-
ría la fe?». Y es que, en cualquier época, nada ha «tentado» tanto al
alma alemana como la más nociva de todas las conclusiones: credo quia
absurdum est14 —una deducción que a todo latino le parece un autén-
tico pecado contra el espíritu. Con ella se introduce por primera vez
la lógica alemana en la historia del dogma cristiano; incluso hoy en
día, mil años después, los alemanes actuales, retrasados desde todos
los puntos de vista, consideran que tiene algo de verdad, que es posi-
ble que sea verdad el célebre principio fundamental de la dialéctica
con el que Hegel colaboró a la victoria del espíritu alemán sobre el
resto de Europa —«la contradicción mueve el mundo: todas las cosas
se contradicen a sí mismas». Hasta en lógica somos, nosotros, los ale-
manes, pesimistas.

IV

Con todo, los juicios de valor lógicos no son ni los más profundos
ni los más fundamentales a la hora de descender con la valentía de

13
En francés en el original: «Fundar en la tierra el imperio de la sabiduría, de la
justicia y de la virtud.»
14
«Creo porque es absurdo.» Célebre expresión acuñada por Tertuliano.

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nuestra desconfianza; la confianza en la razón, requisito inseparable de
la validez de estos mismos juicios, constituye en cuanto tal un fenómeno
moral. ¿Tal vez el pesimismo moral alemán tiene aún que dar su último
paso? ¿Tal vez ha de provocar todavía un terrible enfrentamiento entre
su credo y su absurdum? Y, siendo este libro como es una obra pesimista,
no sólo en el terreno de la moral, sino también en un ámbito que va
más allá de la confianza en ella —¿no será por esto mismo precisa-
mente un libro alemán? Porque representa, efectivamente, una contra-
dicción, y no se arredra ante ella: en él se despide uno de la confianza
en la moral. —¿Por qué? Pues, ¡por moralidad! 15 ¿Cómo llamar si no a
lo que sucede en este libro —a lo que nos sucede a nosotros— aunque
nuestro gusto prefiera usar una expresión más modesta? No cabe nin-
guna duda: dentro de nosotros habla también un «tú debes»; también
obedecemos a una ley severa que está por encima de nosotros16 —y
ésta es la última moral que aún se puede seguir obedeciendo, la última
moral en la que incluso nosotros sabemos vivir, pues si en algo somos
aún hombres de conciencia, es justo en esto: no queremos regresar a lo que
consideramos vencido y caduco, a lo que no juzgamos «digno de va-
lor», llámese Dios, la virtud, la verdad, la justicia, el amor al prójimo;
no toleramos ya los puentes engañosos a viejos ideales17. Sentimos una
profunda aversión frente a todo lo que hay en nosotros que nos trata
de acercar a eso y servir de mediador entre ello y nosotros; somos ene-
migos de toda clase de creencia y de cristianismo que todavía hoy en
día subsiste; enemigos de todo romanticismo y de todo patriotismo ba-
rato; enemigos también —porque nosotros también somos artistas— del
hedonismo artístico, de la falta de conciencia artística que supone el
tratar de persuadirnos de que debemos adorar todo aquello en lo que
ya no creemos; enemigos, en suma, del afeminamiento europeo (o del idea-
lismo, si se tienen mejores oídos) que eternamente tiende hacia las al-
turas18 y, por ello mismo, rebaja eternamente. Sin embargo, en tanto
hombres que todavía poseemos esta conciencia, nos sentimos aún em-
parentados con la rectitud y a la piedad alemanas de hace miles de
años, y aunque seamos sus últimos y problemáticos herederos, nosotros,
los inmoralistas y ateos actuales, consideramos que somos, en cierto
modo, los herederos y consumadores de dicha rectitud y de dicha pie-
dad, los consumadores de su voluntad más íntima, una voluntad pesi-

15
Véase el desarrollo que Nietzsche hace de este mismo tema en FW 357 y GM
III, 27.
16
Idea que se repite en JGB 226: «¡Nosotros, los inmoralistas!»
17
Recuérdese la conocida afirmación de Zaratustra: «el hombre es un tránsito (Un-
tergang) y un ocaso (Ausgang)» (ASZ, Prólogo).
18
Alusión al célebre final del Fausto de Goethe: «Das Ewig-Weibliche zieht uns hi-
nan.» «Aquí lo inaccesible se convierte en hecho; aquí se realiza lo inefable. Lo Eterno-
femenino nos atrae a lo alto» (acto V, Madrid, Cátedra, 1991, pág. 432. Trad. J. Roviralta).

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mista, como he dicho ya, que no teme negarse a sí misma, porque se
niega con placer. En nosotros se cumple, suponiendo que queréis una
fórmula —la autosuperación de la moral 19.

Ahora bien, una última palabra para concluir, ¿por qué tenemos que
decir tan alto y con tanto ardor lo que somos, lo que queremos y lo que
no queremos? Considerémoslo más fría, distanciada y prudentemente,
desde lo más alto; digámoslo con mucho sigilo, como si lo dijéramos en-
tre nosotros, tan bajo como para que pase inadvertido, para que pasemos
nosotros mismos inadvertidos, pero, sobre todo, digámoslo muy despacio...
Este prólogo llega tarde, aunque no demasiado tarde20. ¿Qué im-
portan cinco o seis años? Un libro y un problema como éstos no tie-
nen prisa; y además tanto mi libro como yo somos amigos de lo lento21.
No en vano he sido filólogo, tal vez lo sea todavía. «Filólogo» quiere
decir maestro de la lectura lenta —quien lo es acaba escribiendo tam-
bién con lentitud. No escribir más que aquello que pueda sumir en la
desesperación a los hombres que «tienen prisa», es algo a lo que no
sólo me he acostumbrado, sino que supone mi gusto —¿acaso un gusto
malvado? La filología es, efectivamente, un arte venerable que exige
ante todo a sus admiradores que se mantengan al margen, que se to-
men tiempo, que se vuelvan silenciosos y pausados. Es un arte de or-
febrería y de pericia con la palabra, un arte que no es sino un trabajo
sutil y delicado, y en el que no se logra nada si no se consigue de un
modo lento. Precisamente por ello es hoy más necesaria que nunca;
precisamente por eso nos atrae y encanta tanto en una época de «tra-
bajo», quiero decir, de prisa, caracterizada por esa precipitación inde-
cente y sudorosa que pretende «acabar» todo enseguida, también con
cualquier libro, viejo o nuevo —este arte al que me refiero no logra
acabar fácilmente nada: enseña a leer bien, a saber, despacio, profun-
damente, en detalle, con cuidado, con doble intención22, con buena

19
Nietzsche, en efecto, no está utilizando el concepto de Aufhebung en un sentido he-
geliano. Para comprender en su justa medida esta Selbstaufhebung der Moral, compárese este
texto con GM III, 27.
20
Véase nota 1 del prólogo.
21
En italiano en el texto original.
22
Hintergrund. He optado por esta traducción intentando mantener en lo posible la
intención de particular «sospecha» que anima a la empresa «psicológica» nietzscheana.
Así, el «psicólogo» necesita prudencia, pero, sobre todo, distancia suficiente para apreciar
los «trasfondos» velados y no pocas veces hediondos de nuestros ideales más sublimes.
Una distancia, no obstante, que no llega a algo «más profundo», sino que pretende ac-
ceder a la «exterioridad» recubierta. Es pertinente señalar que el «tras-mundo» —Hinter-
welt, como se denomina en ASZ— no es tanto un lugar ideal o un punto de escape del

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predisposición, con ojos y dedos delicados... Pacientes amigos míos,
este libro no aspira a otra cosa que a tener lectores perfectos y filólo-
gos. ¡Aprended, pues, a leerme bien!23

En ruta hacia Génova, otoño de 1886

sentido de la tierra cuanto este mismo mundo vivido bajo la forma de su rechazo y nega-
ción: un «querer mantenerse detrás del mundo». Me parece tremendamente significativo
el aforismo JGB 2 para comprender esta operación, donde Nietzsche alude al «trasfondo»
de la valoración metafísica. En este sentido la partícula hinter alude a una vida que divide
a la existencia de sí misma. Como dice Nietzsche en ASZ, «Del retorno a casa»: «Se
aprende mal a conocer a los hombres cuando se vive entre ellos: demasiado primer plano
(Vordergrund) hay en todos los hombres —¡qué deben hacer aquí los ojos que ven lejos y
buscan la lejanía!» La búsqueda del Hintergrund cumple este propósito: interrogar subte-
rráneamente los ideales.
23
Esta legítima obsesión de Nietzsche por ser bien interpretado puede también apre-
ciarse en el prólogo de la GM, concretamente en el apartado 8.

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