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¿Hay mucha Administración Pública en España?

¿Hay muchos recursos humanos en la


Administración?

Formulada de este modo, la primera pregunta se refiere a la existencia o no de un sector público


demasiado grande en nuestro país, y a lo largo de esta primera parte intentaré responderla de forma
original y personal pero fundada en evidencias y datos.
Como cuestión preliminar, me gustaría puntualizar que el análisis se realiza acerca de la administración
pública como sinónimo de sector público; es decir, no solo como la burocracia orgánica en sí, sino como
todo lo que esté en manos del Estado o su brazo ejecutor (la Administración).
En primer lugar, viene al caso recordar la razón de ser de la ciencia económica, que no es otra sino «la
gestión de los recursos escasos», concepto ampliamente aceptado hoy día y que deriva de la definición
que dio Lionel Robbins de la ciencia económica. Así pues, hay que partir del hecho de que los recursos
son escasos, ya que si fueran ilimitados, cumpliendo un principio de la economía llamado
«monotonicidad», más es siempre preferido a menos, y, por tanto, consumiríamos siempre la cantidad
que quisiéramos de bienes y servicios. Aplicado al tema que nos ocupa, la escasez propia de nuestro
mundo implica que no podemos hacer crecer la administración sin parar, sino que, realizando una
simple división de la sociedad en «sector privado» y «administración pública», allí donde hay recursos
destinándose a la administración pública se están detrayendo una cantidad similar de recursos de la
actividad privada o que potencialmente se iban a dedicar a ella. Así pues, la pregunta inicial ya no es
solo si tenemos un sector público del tamaño que queremos, sino si estamos dispuestos a quitar más
recursos del sector privado para dotarnos de un sector público mayor. En otras palabras, estamos
hablando del coste de oportunidad de tener una Administración grande.
Por hacer un breve recorrido histórico, es destacable que hasta 1915 el gasto público en porcentaje del
PIB no superó el 15%. Tras unas décadas de subidas y bajadas (en las que rara vez se superó el 20-25%),
a finales de los 40 se volvió a niveles del 10-12%, y no fue hasta la Transición cuando comenzó una
exponencial que nos ha llevado a los niveles actuales. En 1975, de hecho, éramos el país del mundo
desarrollado con un menor gasto público como porcentaje del PIB (12%). En otras naciones el
crecimiento de la administración se dio antes, pero también fue a partir de la IIGM cuando el pacto
keynesiano llevó a los Estados de Bienestar que conocemos. EEUU, por ejemplo, se mantuvo por debajo
del 3% hasta 1917, y solo superó de forma definitiva el 20% a partir de 1960. En la actualidad, según los
últimos datos del INE, el gasto público como porcentaje del PIB en España se sitúa en torno al 48%, lo
que nos coloca como el octavo país desarrollado con un valor más alto, por delante de países que
tradicionalmente habían estado por encima, como Dinamarca o Suecia.
En el plano más ideológico, existen dos grandes sistemas normativos sobre la justicia en la sociedad: el
socialista («de cada cual según sus capacidades, a cada cual según sus necesidades») y el liberal («a
cada uno lo suyo», suum cuique). La existencia de una Administración Pública grande es la principal
derivada del principio socialista, según el cual un Estado se arroga la capacidad de redistribuir la riqueza
(mediante dicha Administración) en función a aquello que en principio cree que son las necesidades de
los individuos. La redistribución y la oferta de bienes y servicios públicos suponen la existencia de
impuestos, que son considerados desde la corriente liberal robos, ya que son la sustracción de forma
coactiva a una persona del fruto de su trabajo. Por otro lado, existen dos objeciones que me gustaría
hacer respecto a lo anterior: la primera es que ni siquiera la creencia en este principio socialista tendría
por qué suponer la existencia de una Administración Pública tan grande, ya que esta realmente no se
dedica solamente a redistribuir ‘lo necesario’, sino que suplanta al mercado en la producción de bienes
y servicios. Volveré sobre esto algo más adelante. La segunda es que, aunque en última instancia se
deba resolver este debate filosófico, la mayor parte de la gente centra su crítica o su defensa en aspectos
más cotidianos acerca de la necesidad y deseabilidad de que el sector público asuma ciertas funciones.
A continuación, hablaré sobre esas cuestiones más prácticas, dejando de lado los dilemas teóricos.
Como comentaba antes, la Administración ha llegado a niveles en los que no se conforma con actuar de
forma subsidiaria donde el mercado no pueda hacerlo o con redistribuir monetariamente ciertas
cantidades de riqueza de las clases altas a los sectores más desfavorecidos, sino que se ha lanzado a
ofertar bienes y servicios, y una consecuencia ineludible que eso trae es la limitación de la capacidad
del sector privado de hacer frente a ciertas necesidades de la sociedad. Es decir, ya no hablamos solo
de que el sector público cope el 50% del PIB, sino que esta actuación debilita las posibilidades del 50%
que permanece en manos privadas sin los privilegios de los que goza el sector público. Más aún, el
sector privado se encuentra hiperregulado por la Administración, impidiendo el buen funcionamiento
del 50% privado de la producción. Por hacer un breve paréntesis, los países nórdicos con una gran
Administración permiten al mismo tiempo una libertad muy amplia al sector privado, y ofrecen
instituciones fiables y eficientes, por lo que, más allá de que exista redistribución pública, la sociedad
libre sigue teniendo la capacidad de generar una gran cantidad de riqueza. En nuestro país, esta
hiperregulación se ve, por ejemplo, en la educación: la mayor parte de la misma la ofrece el sector
público, estrechando las posibilidades de que una institución privada compita en igualdad de
condiciones por ofrecer una educación mejor y a menor coste; y, además, la parte del mercado
controlada por centros privados tiene una cantidad gigantesca de regulación (de las etapas educativas,
de los planes de estudio, escolarización obligatoria…), impidiendo que lleguen ideas innovadoras a la
educación. Por eso, llevamos décadas en clases de treinta en el instituto, con los métodos de evaluación
y prácticas del siglo pasado, con una universidad que cada vez se aleja más del mundo real y produce
menos conocimiento… de lo que se deriva la baja calidad de gran parte de la oferta educativa española.
Hay múltiples informes, como el PIRLS (que sitúa la comprensión lectora de nuestros alumnos
significativamente por debajo de la media de la UE y la OCDE) y el PISA (que nos coloca por debajo de
la media de la OCDE tanto en ciencia como en matemáticas) que lo demuestran. Podríamos pensar,
entonces, en este caso de la educación, si somos de la opinión de que la Administración es muy
pequeña, que no gastamos lo suficiente, o que los centros privados y concertados son peores que los
públicos y bajan nuestros resultados, y por ello deberíamos eliminarlos ampliando la oferta pública.
Pues bien, ni lo uno ni lo otro. La realidad es que la educación pública (no universitaria) costaba en
España en 2023 unos 6622€ por alumno, según el Ministerio de Educación, cifra mayor al coste medio
de un colegio privado (similar, por ejemplo, al del colegio privado Liceo Sorolla de Pozuelo, que se
encuentra por encima de la media de Madrid en calidad educativa y precios); y los resultados educativos
de los colegios privados, a pesar de toda la regulación que impide que un centro se desmarque con
nuevas técnicas educativas, son mejores que los de los públicos (según PISA, por ejemplo, de nuevo).
Con el ejemplo anterior quería poner de manifiesto con datos que no tenemos por qué asumir que la
oferta pública de servicios es mejor y más barata que la privada, y que, de facto, la privada, aun a pesar
de estar constreñida por la regulación administrativa, suele ser mejor. En cuanto a la nociva, ineficiente
y paralizante regulación que he mencionado varias veces, también es algo constatado, por ejemplo, en
el reconocido Índice de competitividad global que elabora el WEF. España se encuentra hundida en el
puesto 114 de 141 países en cuanto a «carga de regulación gubernamental», lo que tiene repercusión
también en la «capacidad de respuesta del sector público al cambio» (puesto 92). Asimismo, las trabas
administrativas quedan reflejadas en el Doing Business Index del Banco Mundial, donde nuestra
facilidad para «empezar un negocio» es la número 97 del mundo.
Aunque me gustaría tratar otros ejemplos, como las pensiones o la sanidad, para no explayarme
demasiado apenas los mencionaré por encima. En cuanto a lo primero (las pensiones), podría analizarse
si el hecho de que estén garantizadas por la Administración es mejor que la instauración de un sistema
de capitalización privada unido a la mochila austriaca en el mercado de trabajo, que mejoraría a su vez
la rigidez laboral de nuestra economía; por lo que respecta a la sanidad, habría que ver si se deterioraría
el sistema, generando incentivos a que las compañías sanitarias se aprovechasen de los más débiles; o
si, por el contrario, esto mejoraría el servicio e impulsaría la investigación. En general, para acercarnos
a este problema, como a otros, sería bueno tener en cuenta que la Administración (a nivel micro, en
cada uno de sus ámbitos) no tiene incentivos reales a ofrecer un servicio bueno, y, sobre todo, a innovar
y mejorar. Un investigador público que realiza su trabajo de forma decente y tiene su sueldo asegurado,
tiene menos incentivos a innovar, a mejorar las técnicas médicas existentes o a buscar nuevos
medicamentos, que un investigador de la sanidad privada que podría con dichos descubrimientos
ascender y/o ganar un mejor sueldo. No digo que ganar un mejor sueldo sea o deba ser el fin profesional
de un investigador, pero es cierto que esto podría suponer un estímulo a mejorar su labor.
En cuanto a la segunda pregunta, acerca de si hay demasiados recursos humanos en la administración,
mi respuesta no se decanta ni por el sí ni por el no. Lo primero que hay que tener en cuenta es que,
para tener la enorme administración pública que tenemos, deberíamos tener (ahora intentaré analizar
si es así) una cantidad de empleados pareja. No podemos pretender ofertar montones de servicios
públicos disminuyendo enormemente plantillas de empleados. Es decir, que si queremos reducir el
gasto en empleados públicos, deberíamos empequeñecer también el peso de la administración y de sus
funciones; y si queremos aumentar el peso de la Administración probablemente debamos acrecentar
también la plantilla. De hecho, a mi juicio hay ámbitos de la Administración en los que, para que los
servicios que ya ofrece sean de calidad, deberíamos aumentar el número de empleados. En cuanto a la
sanidad, por ejemplo, el gasto en ella lleva años sin aumentar o aumentando muy poco (sin tener en
cuenta los últimos años por la pandemia). Se puede observar en muchos hospitales que el médico está
más tiempo en la consulta con el ordenador rellenando informes que tratando realmente con el
paciente, lo que repercute en un peor servicio, mayores tiempos de espera… Mejorando las técnicas o
aumentando el personal administrativo de apoyo probablemente este problema se solucionaría.
Asimismo, hay una falta de médicos, no porque no salgan suficientes del sistema educativo, sino porque
no su escaso salario los lleva a irse del país. No obstante, en otras áreas de la administración existe un
exceso de personal. Por ejemplo, en los trámites con la administración, la productividad es muy baja y
se suele criticar la inacción de los funcionarios. De nuevo, el problema es el mismo que mencionaba
antes: la falta de incentivos. En otras palabras, la ‘no-asunción’ de beneficios y pérdidas. Los costes del
aparato burocrático no le ‘rascan el bolsillo’ al dirigente político, sino que él, en ese sentido, es un mero
gestor del dinero del contribuyente. Por tanto, no mirará cuál es la mejor manera de organizar la
Administración para minimizar costes, si se puede hacer una misma función con menos personal o si se
podrían optimizar los procesos para mejorar el servicio. Por supuesto, mucho menos tendrá incentivos
a sustituir la fuerza laboral por tecnología para reducir costes, ya que eso supondría la pérdida del apoyo
político de dichos funcionarios. Incluso aunque el dirigente político quisiera optimizar la labor
administrativa y los procesos burocráticos, se encontraría con el problema de la planificación central: el
dirigente no dispone de toda la información necesaria para llevar a cabo esa tarea (cosa que no sucede
en la empresa, donde hay numerosos niveles jerárquicos ocupados por personas que tienen incentivos
a hacer que las distintas secciones bajo su responsabilidad funcionen lo mejor posible), lo que genera
mala coordinación y dirección. Esto podría ser una de las causas por las que, a mi modo de ver, existen
excesos de personal en algunas áreas de la administración y faltas del mismo en otras.
Por último, me parece oportuno comentar también la relación entre el tamaño de la Administración y
sus empleados (y, por tanto, el gasto público) y los ingresos de la misma. Me refiero al déficit y a su
acumulación (la deuda). En España los niveles de déficit son siempre positivos (y altos), y, por tanto,
vamos llenando de piedras la mochila que en algún momento tendremos que cargar. No es algo baladí
para la pregunta que nos ocupa, ya que la existencia de déficit indica que la Administración es más
grande de lo que, con nuestros impuestos, podemos financiar; y esto, a medio y largo plazo, es
insostenible. Entonces, en este apartado sí debo contestar con un «sí» claro a la cuestión tratada:
nuestra Administración sí es demasiado grande si la estudiamos en relación a lo que pagamos. Frente a
esto, caben dos opciones, cuya bondad no nos incumbe ahora debatir: o bien subimos los impuestos
para financiar esa parte de la Administración que año tras año dejamos sin financiar, o bien reducimos
el tamaño de esta para no tener que pagar más impuestos. En cualquier caso, las cuentas deben
cuadrarse.
En resumen, creo que como sociedad debemos plantearnos si no estaremos dando la vuelta al
planteamiento original acerca de la función de la Administración Pública, que no es «dedicarse a todo
aquello que pueda (sea de la forma que sea, más o menos eficazmente)» sino «dedicarse a todo aquello
que la sociedad no pueda ofrecer libremente». In dubio pro libertate, reza un principio del Derecho: de
primeras, dar a la sociedad la opción de que libre y voluntariamente pueda hacerse cargo de todas las
necesidades de sus miembros y colectivos. Y, en caso de que no pueda, que entonces entre la
Administración para, vulnerando lo menos posible los derechos de los ciudadanos, ocupar ese ámbito
de la forma más eficiente posible. Esto es lo que he pretendido argumentar razonadamente a lo largo
de este escrito. Por otro lado, en cuanto a qué funciones concretas son aquellas que debería asumir, mi
intención era, basándome en informes científicos y en datos, poner en duda el cuasi-monopolio que
ejerce la Administración en algunas esferas de la sociedad y de los mercados.

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