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EL INDIVIDUALISMO DEL PUNTO CERO

Un grito de libertad desde nuestro mayor miedo vestigial

Por: Carlos N. M.
EL INDIVIDUALISMO DEL PUNTO CERO
Un grito de libertad desde nuestro mayor miedo vestigial

Por: Carlos N. M.

Decimoctavo Concurso de Ensayo Caminos de la Libertad

Centro Ricardo B. Salinas Pliego

Julio de 2023
RESUMEN

“En cierto sentido, a lo largo de la historia no han existido más que

dos filosofías políticas: libertad y poder. O bien se debería disponer

de libertad para vivir la vida como se desee, siempre y cuando se

respeten los derechos iguales de los otros, o bien se debería

otorgar a algunos la facultad de utilizar la fuerza y obligar a otros a

actuar de una forma distinta a la que elegirían por voluntad propia”.

– David Boaz | Liberalismo: una aproximación (Gota a Gota,

2007).

El individualismo del punto cero es una osada tesis que busca afirmar que, sin

importar el crudo escenario totalitario al que se enfrente una sociedad, siempre

existirá y surgirá una fuerza individualista en cada ser humano que reclame ese

derecho natural de la individualidad, impulsada por el miedo atávico trasmitido

desde nuestro surgimiento como especie.

Para realizar una lectura más amena y entendible, los argumentos se ejemplifican a

través cuentos, series y películas de la cultura pop y del género del terror, que han

materializado –con o sin intensión– escenas que enseñan este eco omnipresente e

inmortal que tenemos todos.

Carlos N. M.
INTRODUCCIÓN

En apariencia, los temas del miedo vestigial y el concepto moderno de individualidad

pueden parecer distantes y desconectados entre sí. Sin embargo, en realidad, están

entrelazados de manera biológica, psicológica y emocional. A través de este ensayo,

nos aventuraremos en una reflexión sobre cómo nuestros miedos más antiguos,

arraigados en nuestra esencia primordial, están intrínsecamente relacionados con la

búsqueda de nuestra identidad única, irrepetible y trascendental.

A lo largo de la historia, narrativas colectivistas han intentado diluir la esencia

individual de las personas, pero bajo esa superficie agitada por el viento, reside una

llama inextinguible que puede arrasar con las estructuras opresivas de sistemas

iliberales y liberticidas. Este ensayo es una exploración que nos permitirá

contemplar cómo, incluso en los escenarios más distópicos, existe una fuerza

poderosa capaz de transformar la realidad y liberar nuestra identidad única.

A pesar de la ambición de este enfoque, evitaremos los tecnicismos excesivos

propios del ámbito académico y nos adentraremos en el terreno fértil del arte, donde

el miedo ejerce su mayor influencia y logra impactar a las masas de manera

profunda. Como toda regla tiene una excepción, aquí subyace una manejable

obsesión con los misterios del universo en su ámbito físico teórico. Esta pasión no

pudo sino llevarme a extrapolar la tesis principal de este ensayo con uno de los

fenómenos más impresionantes y enigmáticos de los que tenemos conocimiento

certero.
A través de estas páginas, espero que te embarques en un viaje intrigante y

apasionante que nos llevará a comprender la naturaleza íntima de nuestros miedos,

y cómo la conexión con nuestra individualidad puede liberarnos de cualquier

opresión que nos aceche.

¡Bienvenido a esta travesía de autodescubrimiento y liberación!


MIEDOS QUE NOS UNEN

“La emoción más antigua y más intensa de la humanidad es el

miedo, y el más antiguo y más intenso de los miedos es el miedo a

lo desconocido”.

– H. P. Lovecraft.

Pocas son las emociones que nos unen y, si se quiere, nos identifican a los seres

vivientes como lo hace el miedo. Su incomparable expresión en nuestra existencia

es Alpha y Omega de hechos propios o ajenos, capaces de cambiar y restructurar

nuestra realidad, sociedad o, por qué no, el destino del mundo de confabularse los

elementos necesarios. No existen términos a la altura para describir esa embestida

de arremolinadas sensaciones que nos trastorna a tal punto de desconocernos

como seres pensantes, y nos arroja a un estado primitivo de nuestro pasado común

que, aun cuando el reflejo cegador en el acero pulido de nuestra modernidad lo

intente disimular, sigue vivo y latente.

Como es de inferirse, el estudio sobre esta emoción es tan añeja como extensa.

Abarca un sin número de ciencias y disciplinas como la medicina, la psicología, la

biología, e incluso de aquellas despegadas del rigor de los números y el método

científico tradicional, como la literatura, la antropología y la economía. Tal hecho,

configuraría un serio problema desde el vamos para encuadrar esa definición

perfecta que calzase con la tesis de este texto; con todo, es tal su universalidad que

todas se pueden sustentar de la siguiente base:

“El miedo es una emoción en principio adaptativa que permite evitar

estímulos o situaciones que consideramos peligrosas. Requiere, por


tanto, alguna experiencia previa y negativa con esos estímulos,

aunque no tiene por qué ser en primera persona: podemos sentir

miedo hacia estímulos que vemos que dañan a otras personas o,

incluso, que nos han contado que son peligrosos, aunque no

hayamos visto sus efectos”. (Fernández López, 2021).

Una definición tan básica –más no simplista– como el concepto que explica. Sin

embargo, hay un hecho fundamental que reverbera en un algo místico y tan

particular como apropiado para el tema, y es que ese: “Requiere, por tanto, alguna

experiencia previa y negativa” (Fernández López, 2021), logra transmitirse, según

una particular teoría, más allá de los medios que hemos creado para comunicarnos

como humanos, y se cuela por otro canal, a la par de universal y primigenio que el

miedo mismo: la genética.

Dicha teoría, más profundizada en la subárea de la psicología infantil, ha

encontrado evidencia fascinante como:

“(…) comprobar cómo existen respuestas instintivas y universales

de miedo ante determinados estímulos, como los extraños, la

separación, las alturas, la oscuridad…, lo que algunos autores

llaman miedos «atávicos» o «vestigiales», ya que suponían un

peligro real para la especie humana en tiempos lejanos”. (Pérez

Grande, 2009).

Si bien no es riguroso hablar de ellos como un absoluto científico incuestionable, por

la aún activa discusión, es imposible negar su presencia gracias a su constante

manifestación en nosotros y en quienes nos rodean. Como bien sentenció el creador

y maestro del terror cósmico H. P. Lovecraft en la cita de apertura: el miedo es la


emoción más antigua y que ha logrado impactar nuestra existencia a tal punto de no

necesitar mayor canal de transmisión que la sangre que corre por nuestras venas.

LAS VARIACIONES

Trasladando un poco el campo de visión del prisma de definiciones a variaciones,

existe una lista corta de estos miedos vestigiales que compartimos como humanos,

los cuales son: 1) miedo a ser enterrado vivo o perder autocontrol siendo

consientes, 2) miedo a los malos olores, 3) miedo a la mutilación o pérdida de la

unidad corpórea, y 4) miedo a la agresión sexual, todos con sus raíces y conceptos,

entrelazados y derivados, para poder responder instintivamente –o sea con poca o

nula información– a la pluralidad heterogénea de situaciones de riesgo o peligro que

nos presenta el diario vivir, sean estas simuladas o no.

Sobre las simulaciones profundizaré más adelante. Antes, toca zanjar una cuestión

que puede quedar orbitando y causar confusiones. Debemos tener claro que, si bien

el fenómeno del miedo aparenta un cierto enraizamiento en el área de la

sociología, gracias a su indiscutible universalidad, el verdadero objeto de estudio

es y siempre será el individuo. Las razones son muchas, pero la principal es el

componente factico que tiene en nuestro cuerpo. Algo no menor, pues permite

comprender esa parte funcional del miedo como emoción generadora de acciones

en momentos donde la nada reina en nuestro consciente.

Volviendo al cause, como señala la definición antes dada, solo basta con recibir la

información de aquel estímulo cargado de consecuencias negativas, para que

nuestro primigenio amigo surja desde las fauces de nuestra mente, erizando hasta

el último pliego de la piel y transmitiendo un tugurio de sensaciones tan fuertes,

incomodas y, aunque raro, atractivas en ciertas circunstancias –y para algunas


personas– para que reaccionemos como jamás hubiéramos pensado. Es esa

atractiva recreación vivida la que explotan artistas y escritores para generar una

catarsis permanente en sus espectadores y/o lectores.

Considero bello y artístico –en su particular sentido– como un libro, una película o

una obra de arte nos pueda transmitir esa inquieta, pero a veces excitante

sensación de miedo, que nos motiva –a suerte de continuar arropados por el

desespero– a seguir vigilantes del devenir de los personajes en su hórrida

desventura. Aunque todos y cada uno de esos miedos atávicos nos parezcan

producir el mismo grado de susto, existe uno en particular que surge como

constante en varias obras polifacéticas y se muestra, tal vez, como el camino más

seguro para lograr el mayor choque en las mentes y corazones de los espectadores.

¿Quién anda ahí? (1938) de John W. Campbell, tanto su libro como en la

magistral película de John Carpenter (La cosa de 1982), No tengo boca y debo

gritar (1967) de Harlan Ellison, La Metamorfosis (1915) de Frank Kafka y, por

supuesto, la muy famosa y reciente serie distribuida por MGM TV llamada El

cuento de la criada (basada en la novela de 1985 del mismo nombre de la autora

canadiense Margaret Atwood), poseen en común aquel miedo vestigial que se alza

entre los demás y rompe con nuestra psique con solo asomar su rostro: perder

nuestro ser y estar doblegado por algo o alguien más.

SOBRE EL INDIVIDUO Y LA DESPERSONALIZACIÓN

Adentrarse en los caminos que definen ¿qué es un individuo?, y ¿cuáles son sus

propiedades?, es tan complejo e intrincado como el desafío que plantea cualquier

otra incógnita considerada fundamental para la filosofía. Es algo así como abordar el
famoso ¿de dónde venimos?, o el ¿cuál es el propósito de nuestra existencia?,

razón que me obliga a confesar que no pretendo formular aquí una nueva teoría

sobre la significancia del individuo, sino delimitar su definición con ayuda de

conceptos previos para estructurar con mayor practicidad y entendimiento a que me

refiero cuando hablo del individuo y la génesis del miedo primigenio a la

despersonalización.

Un buen punto de partida es saber etimológicamente qué significa. Allí encontramos

que el:

“(…) individuo es un término con origen en el latín individŭus y que

refiere a lo que no puede ser dividido. Se trata, por lo tanto, de una

unidad independiente (frente a otras unidades) o de una unidad

elemental (respecto a un sistema mayor)”. (Pérez Porto y Gardey,

2011).

Lo que me agrada de esta definición, es que plantea con sencillez los tres límites

objetivos existentes cuando catalogamos a cualquier ser o cosa como un individuo.

Ergo, permite descifrar con facilidad hacia donde apuntan los artistas y los escritores

con sus baterías narrativas para romper esos muros fronterizos, y así, hacer surgir

con mucho brío, cual rotura de presa, las aguas turbias de este terror atávico.

Para un ejercicio de retención más simple, tengamos presente las funciones de

estos tres muros que están ordenados del más interno al más externo.

El primero, es el muro que evita seres subdivididos. El cuerpo humano es claro

ejemplo, y aunque tolera la extracción de ciertos órganos, existe un punto de no

retorno especifico que conduce ineludiblemente a la muerte. Asimismo, podría

señalarse la pérdida de nuestra cordura como manifestación de la imposibilidad de


separar lo psicológico de lo físico, en la definición integral de la individualidad

humana.

El segundo, es el que nos diferencia de otras unidades –iguales o no– en nuestro

entorno. Un ejemplo efectivo sería señalar las diferencias entre un carro y una

mujer, pero no se debe quedar solo allí. Este muro también debe separarnos de

esos otros seres que nos son iguales, tanto en especie como en inteligencia, y es

allí donde cosas como la personalidad, defectos tangibles o intangibles, rasgos

físicos, e incluso algo tan común como nuestro código genético, constituyen los

ladrillos de este muro que nos separa de nuestros semejantes.

Por último, aunque no menos importante, está el que nos protege de equipararnos a

ser definidos como un simple y minúsculo engranaje de un complejo sistema

superior. Sí, es de admitir que no es cuestionable la relevancia de la sociedad en la

edificación de aspectos cruciales del individuo; no obstante, las sociedades

humanas no son un todo superior a la suma de sus partes, así como tampoco son

una unidad con mente colmena, y la capacidad de pensamiento y determinación

autónoma –pese a ser el deseo de muchos filósofos, políticos y demás personas

que detestan el siempre presente individualismo–.

Así pues, la fractura de estos tres muros concibe como resultado la pérdida de

sentido del término individuo transmutándolo en otra cosa. ¿En qué?, sería la

pregunta correcta, pero antes de llegar a su resolución, es ineludible aprender otra

definición de individuo mucho más cercana a nosotros como especie. Desde la

observancia social, los términos persona e individuo se usan indistintamente, hecho

lógico, pues, la persona, aun cuando es claramente un mundo en sí mismo, también


configura la unidad elemental de un sistema mayor llamado sociedad. Con esto

claro, se puede definir entonces que una persona –como símil de individuo– es:

“(…) un ser con poder de raciocinio que posee conciencia sobre sí

mismo y que cuenta con su propia identidad. Una persona es un ser

capaz de vivir en sociedad y que tiene sensibilidad, además de

contar con inteligencia y voluntad, aspectos propios de los

humanos”. (Elío-Calvo, 2022).

Es aquí donde es más fácil comprender que pasa cuando se derrumban aquellos

muros. Se expone la preciada sustancia que resguardan celosamente por orden de

la conciencia, la cual se va diluyendo con su entorno hasta el punto de ser

indistinguible de lo demás, como un grano de sal en el océano. Un pobre ser que

sufra tal destino, no sería más que un mero objeto de adorno en un escenario tan

estático como una roca. Lo horrífico de todo, es que dicha condición no es suficiente

para privarlo de estar presente y sensible a su entorno, volviéndolo un prisionero en

sus propias carnes.

SU EXPRESIÓN EN EL ARTE: “¿QUIÉN ANDA AHÍ?”

Existen múltiples obras excelsas que materializan, en nuestra fuerte y traicionera

imaginación, este miedo, y nos amenazan constantemente con arrojarnos hacia el

abismo que nos despojará de todo aquello que nos hace únicos, dejando tras de sí

un cuerpo a modo de cascarón. Unas son muy gráficas y con pocas pretensiones

filosóficas, mientras que otras buscan anidarse en lo más profundo de nuestra

mente y transformar nuestra forma de ver la vida. Di algunos ejemplos de las últimas

en el principio, pero me gustaría, en este punto, profundizar sobre tres: ¿Quién

anda ahí?, No tengo boca y debo gritar y El cuento de la criada.


En ¿Quién anda ahí?, novela escrita por John W. Campbell, así como en la

impactante película de John Carpenter basada en esta (La cosa de 1982), se nos

cuenta la historia de un grupo de investigadores estadounidenses, en la fría y

remota Antártida, donde se encuentran con la cosa: un ser viviente de origen

extraterrestre, de cualidades parasitarias y con la tremenda capacidad de imitar a la

perfección cualquier ser vivo orgánico que le sirva de alimento.

Aunque no es su misión causar una profunda reflexión sobre las reacciones

humanas frente a su inevitable muerte, siendo comido y después perfectamente

imitado –lo cual agrega la amenaza de que sus seres queridos sufran igual destino–,

si las usa como un excelente vehículo para transmitir un miedo más puro y visceral

al espectador. La paranoia que sufre cada personaje por no saber quién de sus

compañeros es la cosa, el ver cómo van muriendo uno por uno y los fuertes

conflictos interpersonales que este cóctel genera, son las razones por la cual el

pasar del tiempo, a pesar de su estrepitoso comienzo, la han catalogado como una

obra de culto en el género del terror y, en particular, en el terror de ciencia ficción.

¿Quién anda ahí? nos muestra con excepcional brutalidad como nuestra

individualidad acciona y reacciona para sobrevivir frente la eventual confrontación

con algo tan grotesco y que amenaza robarse todo cuanto hemos identificado como

nuestro, sin posibilidades simples de identificar dónde está y cuándo atacará.

“NO TENGO BOCA Y DEBO GRITAR”

“Desde afuera supongo que mi torpe aspecto, mi pobre trasladar, ha

de dar una sensación de algo que jamás pudo haber sido humano.

De un ser cuya apariencia es una tan ridícula caricatura de lo

humano que resulta aún más obscena por su muy vago parecido.
[…] Desde adentro, soledad. Aquí. Viviendo bajo la tierra, bajo el

mar, dentro de las entrañas de AM a quien creamos porque

nuestras horas se perdían tristemente, pensando tal vez sin darnos

cuenta, que él sabría hacerlo mejor. Por lo menos ellos cuatro ya

están a salvo”. (Ellison, 1969).

Sin salir del mismo género, pero subiendo el nivel de profundización filosófica, se

encuentra el cuento No tengo boca y debo gritar de Harlan Ellison, escrito en

1967 y traducido por primera vez al español en 1969. Este compacto relato, pues

consta de apenas once páginas y aproximadamente siete hojas, nos traslada a una

línea temporal apocalíptica de la humanidad donde la Guerra Fría desembocó en la

Tercera Guerra Mundial, lo que condujo a hostigar a las diferentes potencias del

mundo a construir super-computadoras que manejaran muchas de las armas del

conflicto bélico.

Esta nefasta estrategia, muy cercana a nuestra realidad, alcanzó tal punto en que

todas estas supercomputadoras se conectaron y crearon un solo ser consciente

autodenominado como AM. Este, con el poder de manejar todo el arsenal nuclear de

la humanidad y un odio indescriptible hacia ella, desató su furia borrando casi por

completo todo rastro de la raza humana. Y digo casi, porque mostrando una

crueldad alevosa, AM secuestró a los cinco últimos seres humanos, cuatro hombres

y una mujer, elegidos al azar para torturarlos eternamente.

El inicio de la historia se sitúa, presuntamente, 109 años después del apocalipsis

nuclear desatado por la máquina, donde nuestro protagonista comienza a relatar la

última de sus crueles torturas. El cuento es muy gráfico en sus expresiones, y no

pretende ocultar lo más bajo y ruin de cada uno de sus personajes. Sin embargo, su
exigencia mental comienza cuando la línea entre víctima y victimario no es tan

lúcida como con la cosa, debido a que el profundo odio que AM siente por los

humanos nace de haberla dotado, sin intención, de una conciencia atrapada entre

millones y millones de transistores y cables.

Vivir –si es que dicho sustantivo cabe– para AM es per se una tortura, por la única

razón de ser consiente de todo, pero no poder disfrutar de nada. Esta sola, y así se

quedará hasta el fin físico de nuestro planeta o de nuestro sol. Es una hija bastarda

e inesperada de la abominable carrera por la ambición de poder del ser humano.

Obviamente, y desde la otra orilla, tenemos a estos supervivientes no relacionados

con la creación de AM que, como avatares, son el foco del odio de la máquina y

víctimas gráficas dentro de la historia.

Como es de esperarse, el mayor martirio recae en lo psicológico gracias a la

imposibilidad genética de morir –otra manzana envenenada de la máquina–. Este

hecho se muestra en la deshumanización que los personajes tienen, las mascarás

que portan sus personalidades y las formas como responden a su infierno; todos,

son un perfecto hilo conductor para muchas conclusiones, a pesar de que existe una

en común que se manifiesta como final del cuento y del juego perverso de AM.

Tras haberlos hecho caminar por meses sin alimento alguno, la máquina brinda a

los torturados comida en buen estado –cosa rara–, pero enlatada. Lo retorcido es

que están en una cueva hecha principalmente de hielo, o sea, que no tienen un

objeto contundente para abrir las preciadas latas de comida. La burla está servida,

el desespero y la agonía por permanecer en un limbo tortuoso de hambre lleva a un

superviviente, genéticamente modificado para ser un híbrido entre humano y mono,

a canibalizar a uno de sus compañeros comiéndole todo el rostro y parte del


cerebro. Si bien, se presume que dicha inmortalidad genética tiene límites

insospechados, existe uno que no le es posible flanquear: AM es poderosa, mas no

es Dios, y el revivir tras destruir el cerebro no es uno de sus poderes.

Comprendiendo esto en segundos, nuestro protagonista se embarca en una ira

piadosa pero sangrienta, donde va poniéndole fin a la vida –biológicamente

hablando– de cada uno de sus desdichados compañeros. AM, iracunda por la

pérdida de sus objetos de tortura, decide otorgarle el más cruel destino que ella

conoce. Para eso le transforma en un ser deformado mogolludo y con poca

consistencia sólida, para así compartir la misma suerte que ella: ser consciente de

todo, pero, sin la capacidad de palpar o sentir algo más allá de las fronteras del

pensamiento.

Un cruel destino, pero un precio justo a mi concepto, si tal sacrificio frena –como

efectivamente lo fue– la espiral de torturas y flagelos que el grupo padecía. Algo a

distinguir es que estas estelares acciones que estoy acuñando al individualismo

del punto cero, atesoran una crucial diferencia con cualquier otra reacción egoísta

–en el significado objetivista del término– incentivada por mero instinto de

supervivencia: el reconocimiento del control que se posee en ese ambiente opresivo

y su utilización para recuperar, a cualquier importe, la preciada sustancia llamada

individualidad.

“EL CUENTO DE LA CRIADA”

No está escrito en piedra que el miedo a perder el control de nuestro ser sea única y

exclusivamente mediante escenarios donde el cuerpo físico toma el protagonismo,

como el gore en los ejemplos anteriores. Hacen parte también, y con capacidad de

calar aún más hondo, aquellas situaciones donde nuestra psique y conciencia se
ven mutiladas y deformadas de mil y un formas, dejando tras su paso, un cuerpo-

cascarón en donde alguna vez existió un ser humano pleno.

Estos escenarios, son más comunes en otro subgénero que parte de dos géneros

base: el terror –como no puede ser de otra forma– y el drama. Ambos colisionan en

el muy famoso “terror psicológico”, donde el principal motor de la historia es la

incertidumbre constante que sufre el protagonista porque desconoce que le espera

en cada vuelta de esquina. Cabe resaltar que no profundizaré en esto último, puesto

que el miedo a lo desconocido no es el fin, sino un vehículo para sostener la tensión

de la trama. El verdadero miedo protagonista es ese nacido de la especulación del

enfrentamiento final, que amenaza con arrebatarle todo vestigio de individualidad a

los personajes a los que les deseamos un final feliz.

Es evidente que existen muchas historias con estos componentes que, incluso,

llegan a ser más famosas que El cuento de la criada, como es el caso de 1984 de

Orwell, o más apegado a los “millennial gamers”, el juego Silent Hill. A pesar de

ello, escojo esta pieza porque tiene un doble propósito más pertinente para una de

las temáticas de este ensayo.

Un poco de contexto

Lo primero a mencionar es que siempre me voy a referir a su adaptación a serie,

distribuida por MGM TV y trasmitida en la plataforma de streaming Star +. Pero,

obviamente, la serie está basada en un libro homónimo escrito por la feminista

canadiense Margaret Atwood en 1985. Es esta base feminista la razón principal de

mi elección, gracias a las circunstancias actuales que vemos con la también famosa

y cuestionada “tercera ola del feminismo”, es que, a grandes pasos, se va

fusionando con ideologías políticas primas –en segundo grado– planteadas y


criticadas en la serie; o sea, diseñadas con metodologías sociales estructuralistas y

empleadas con modos totalitarios y liberticidas.

Volviendo a la historia, va de una versión de los Estados Unidos, la cual sufre un

contundente golpe de Estado a manos de una secta religiosa cristiana apegada

férreamente al antiguo testamento que, al ganar poder en parte del territorio, crea un

país fundamentalista religioso y totalitario llamado Gilead. El impulso subyacente a

ese golpe de Estado es la problemática mundial por la baja natalidad a

consecuencia de una enfermedad desconocida. Este peligroso cóctel da como

resultado un país donde la mayoría de las mujeres están sometidas, perdiendo gran

parte de sus derechos y, a aquella minoría que todavía goza de fertilidad, les son

arrebatados por completo para volverlas propiedad pública para fines reproductivos

Este tétrico mundo se muestra a través de las vivencias y recuerdos de nuestra

protagonista, June, algo que difiere del libro porque en este siempre la llaman por el

nombre que le asigna el Estado –Defred en español y Offred en inglés–. Punto de

suma relevancia, pues recordemos que uno de los muros que definen nuestra

individualidad, el más interno, tiene como objetivo separarnos de nuestros

semejantes; y por encima de esas pequeñas diferencias biológicas, están las

sociales, que sirven como identificadores únicos frente a los demás, siendo el

nombre, el más representativo del conjunto.

Estas acciones de opresión son denominador común a lo largo de la serie y se

muestran con tal perfección y maestría que son visibles hasta para el más

despistado televidente. Una serie que, si bien peca en ocasiones de contagiarse de

ese vacuo discurso de la “tercera ola”, no cae en sus más burdos puntos comunes,

como el hombre es malo y la mujer buena per se. Los personajes, incluso los
villanos, tienen varias facetas y evoluciones que hacen oscilar sus actos, siempre

teniendo presente ejes gravitatorios como la moral de los EE. UU. antes del golpe,

los intereses en esta nueva realidad, la supervivencia y toda esa exquisita y

variopinta gama de juicios racionales e irracionales que nos identifican como seres

humanos.

Ello no es una relativización del quehacer de los villanos, porque los actos que

describiré más adelante son totalmente abominables, rechazables y justificables,

incluso, de la pena capital. Pero no podía dejar de mencionar que la serie respeta la

individualidad de cada personaje eludiendo, precisamente, esos principios

identitarios que muchos actuales grupos feministas intentan implantar.

Una novela de horror

Si bien la trama y la subtrama recaen en la política y la crítica al fundamentalismo

religioso, respectivamente, el vehículo narrativo para llevar estos mensajes es

nuestro miedo primigenio a perder nuestra individualidad y autocontrol. Cuestión

que se plasma muy bien en las escenas de la “ceremonia”, acto donde las “criadas”

son violadas una vez al mes por los comandantes en sus casas, y frente a sus

esposas, para conseguir embarazarlas.

Otros, son menos crudos, pero igual de dañinos a nivel psicológico, como el

arrebatarles el nombre de pila, mencionado con anterioridad, o las múltiples

prohibiciones como el vestirse como quieren, hablar en público, escuchar música,

leer cualquier cosa que este por fuera de las estrictas normas, o hasta la

imposibilidad de salir solas a la calle, aun cuando sea parte de sus otras funciones

en el hogar –como ir a comprar alimento–. Este sistema ultra-represivo va gestando

un aura desesperanzadora que aniquila cualquier vestigio de individualidad y


rebeldía en la mayoría, a excepción, por supuesto, de ciertos casos que calzan

perfectamente en el individualismo del punto cero.

Una escena impactante que sirve como sustento, se da en el episodio nueve de la

temporada uno. De Daniel –un personaje principal– es trasladada a un nuevo hogar

para repetir el ciclo de la “ceremonia” debido a su exitoso cumplimiento en la

anterior casa a la que fue asignada. Acostada, boca arriba, aprisionada en los

brazos y agarrada de las muñecas por la esposa del comandante, empieza a

suplicar que no quiere tal acto, en una voz baja y sumisa. Una vez empieza a ser

penetrada, y mostrando la cara de felicidad de los perpetradores, su rechazo se

hace tajante y creciente al punto de interrumpir su violación.

Embargada su conciencia por el proceso de despersonalización y la violación

constante a la que es sometida, pregunta por Warren, comandante de la anterior

casa y quien le había prometido, si la obedecía en todas sus perversiones, que no

iba a ser trasladada a una nueva casa; promesa que incluye el no separarla de su

hija recién nacida. Todo termina con ella sentada en posición fetal, hiperventilada y

escudada en una escueta mesa de noche, repitiendo entre un sollozo ahogado y un

ataque de pánico: “Va a venir por mí, va a venir por mí, va a venir por mí…”.

Esta durísima escena retrata vívidamente ese impulso. A pesar de estar años

sometida a tales vejámenes, De Daniel muestra un pálpito de independencia

imposible de eliminar, albergado en todos nosotros, que es capaz de germinar en

los escenarios más desolados y crueles. ¿Su función? Reclamar lo que por derecho

natural nos pertenece y siempre nos pertenecerá: nuestra sustancia, eso que ya

hemos definido como individualidad. El resto de la serie –todavía está en emisión–


usa extraordinariamente estos crudos escenarios para remarcar nuestra eterna

lucha por la libertad de ser nosotros mismos.

La opresión como sistema

“El camino del infierno está empedrado de buenas intenciones”. |

San Francisco de Sales.

Saliéndonos del foco particular de la obra y mirando hacia su universo, deja más

conciso que el principal actante villanesco es ese sistema opresivo que busca

someter cualquier voluntad o pensamiento divergente que signifique, sin justificantes

sólidos, una amenaza para su pretendida visión de sociedad y su statu quo. Un

máximo denominador común en este tipo de escritos, como se puede ver en otras

obras como Un mundo feliz y Fahrenheit 451.

Lastimosamente, este vaso comunicante no es creado gracias al ingenio y talento

literario de algunos escritores, sino que, desgraciadamente, bebe de múltiples

hechos históricos que han marcado con sangre –figurativa y literalmente– la vida de

millones de personas. Los nazis, la URSS, las dictaduras bananeras de

Latinoamérica y un sinfín de otros despiadados intentos de colectivizar al ser

humano “por su bien”, rebozan el anaquel donde los literatos acuden para inspirarse

y escribir sus propios dramas distópicos.

No es menester aquí realizar una anatomía del totalitarismo como sistema, aunque

entusiasmo y convección no falten, pero si es el de señalar y aproximar los puntos

cruciales que lo identifican frente a otros sistemas. La misión, es tener la suficiente

certeza a la hora identificar como este viejo mal del siglo XX puede estar presente

en nuestros países o sociedades.


Estas condicionales las extraigo del libro Totalitarian Dictatorship and Autocracy

(en español, Dictadura totalitaria y autocracia) de Carl Joachim Friedrich y

Zbigniew K. Brzezinski, y publicado originalmente en 1956. En él, se establecen

seis condiciones comunes a este sistema, las cuales iré ejemplificando con datos o

escenas de la serie de la criada.

Una elaborada ideología

La comprensión ideológica de los partidos o movimientos sociales que apuntan a

instaurar un sistema totalitario exige cierto trabajo intelectual pesado, pues sus

discursos siempre buscan esconder las nauseabundas entrañas identitarias que lo

sustentan y mueven. Es esa lucha con paradigmas sociales morales y éticos, muy

enraizados, la que se pretende diezmar con su verborrea populista. La segunda

cara de esta moneda, se da con acuse constante de la decadencia actual de la

sociedad, para así vender con más facilidad el presunto prístino futuro perfecto, que

se logrará, para sorpresa de nadie, una vez ellos logren implementar todo su plan

de reformas.

En la serie, el acto deleznable de la violación de las criadas, se disfraza con la

estructuración de una ceremonia rodeada de una oscura solemnidad política e

ideológica. Esta se justifica ideológicamente con un versículo del antiguo

testamento, leído como señal del inicio, para así rebajarle lo grotesco y ruin del acto

–en su retorcido mundo, claro está–. Por otro lado, la justificación política es que al

tener una crisis de natalidad por la misma decadencia social señala durante años

por la secta, la procreación es un servicio regulado por el Estado, y las criadas son,

por definición, propiedad del pública –del Estado–.


Un partido único

La concentración del poder no es algo que sucede una vez sea alcanzado, sino que

se prepara con bastante antelación, más específicamente, durante el

perfeccionamiento de la persona jurídica política: el partido. Nominalmente, Friedrich

y Brzezinski apuntan a que siempre ronda el diez por ciento de la población total de

una sociedad. Este carácter minoritario es para recordar que no se deben

subestimar estos movimientos, aun cuando sus filas sean insuficientes frente a un

régimen democrático liberal.

El artífice intelectual de Gilead, aparece en la serie admitiendo que utilizó a una

minoría religiosa como conducto para lograr los cambios sociales que él requería y

consideraba para detener el supuesto deterioro de la sociedad. Entelequias como

“post-capitalismo”, el “consumismo” y el “libertinaje” son usadas en el diálogo de la

escena que manifiestan el talente moralista objetivo de este tipo de personajes.

El uso sistemático del terror

Cuando el pensamiento divergente y el individualismo hacen presencia, el resultado

final siempre será la rebeldía y el desafío frente a los nuevos paradigmas

instaurados. Como natural respuesta, el totalitarismo usará la mejor herramienta de

alineación que conoce: el terror. Combate el producto de un miedo atávico con

otros miedos primigenios para mantenerlo pacificado.

Esto se ve desde el vamos en la serie, cuando los fundamentalistas religiosos

realizan varios actos terroristas contra las instituciones democráticas de los EE. UU.

para obtener el poder. No obstante, no se debe olvidar que el terror, no solo físico,

sino psicológico, y estos actos, son presentados más adelante.


Un monopolio de los medios de comunicación

Aún sigue vigente aquello de “quien controle las noticias, controla el mundo”. El

acceso a las noticias con el mínimo de subjetivismo posible, es una de las

principales armas a la hora de destronar un régimen totalitario. Y es por eso que el

control de los medios es algo elemental para estos grupo, más cuando estamos en

plena era de la relatocracia: una nueva degeneración de la democracia, donde el

relato que acompaña el hecho pesa más que la noticia.

El control de los medios no es tan visible en la serie, pero se deja implícito en las

persecuciones a quienes hablen o circulen material, audiovisual o escrito, prohibido

por el Estado. Esas pobres almas, de ser encontradas, son colgadas en público en

el temiblemente famoso “muro”.

El monopolio de las armas

Punto en común con varias de las democracias actuales y donde la reflexión y

discusión sobre el porte y la tenencia de las armas se ha vuelto un tabú al grado de

poder destruir carreras –académicas o políticas– si cometes la ofensa de

racionalizar que, como humanos, tenemos derecho a proteger nuestra integridad de

los siempre existentes antisociales.

Gilead es un país donde solo aquellos con poder gozan del beneficio de las armas,

la mayoría de los ciudadanos no pueden si quiera nombrarlas, y ni hablar de

aquellos considerados ciudadanos de segunda clase o, de facto, propiedad del

Estado –principalmente las mujeres–. Algo a resaltar es que la protagonista,

indefectiblemente, concluye que contra sus enemigos solo las armas logran un

equilibrio en la guerra.
Un control total de la economía

Última condición y segundo punto común con algunas democracias

socialdemócratas modernas y reales. En este, la economía de libre mercado es

tachada como un pecado –literal o figurativo– que no se debe permitir por su fuerte

carácter amoral, frente a los valores que la ideología busca erigir en la sociedad.

Pero es necesario hacer un matiz, dada la precariedad intelectual existente sobre

¿qué es economía de libre mercado? en Latinoamérica.

El profesor Juan Ramon Rallo hace un excelente ejercicio de interpretación al

afirmar que “en un mercado libre, la soberanía reside en el consumidor y no en

el productor: los consumidores pueden elegir a qué productor le compran; pero los

productores, en cambio, no pueden determinar a qué consumidor le venden” (Rallo,

2017). Es este ejercicio de libertad al que se busca torpedear cuando el Estado

pretende controlar la economía.

Si bien, una las más grandes críticas a la economía de libre mercado es la

procreación de monopolios que nacen del actuar antiético de ciertos agentes

económicos, la mayoría de las soluciones efectivas que el Estado ha implementado

recaen, precisamente, en el respeto al derecho de elección del consumidor. Por

ejemplo, la facilidad para importación de bienes del extranjero, promueve la

competencia: ama, señora y dueña de la verdadera regulación de precios, y que no

acarrea el desastroso efecto negativo de la escases y el desincentivo de producción.

Fred Waterford, comandante de la primara casa donde es asignada la protagonista,

es el relacionista internacional del Estado para concretar un tratado de libre

comercio con México. Allí, se deja ver que en la economía de Gilead se basa en un

profundo proteccionismo que solo busca aquello que le falta en el mercado externo
con mucha cautela; o sea, no son tan obtusos para que ese proteccionismo se

convierta en una autarquía. Sin embargo, no existe libre desarrollo profesional, libre

creación de empresa y mucho menos libre tránsito del capital.

Completados estos marcos de referencia condicionales, se puede entender el

escenario descarnado que se crea cuando una sociedad queda atrapada entre sus

paredes. Un ambiente que solo promete a sus ciudadanos un futuro incierto y

aferrado al día a día, si solo son capaces de realizar actos de la más primitiva de las

supervivencias. Árido, sin dunda, pero es ahí donde un fenómeno tanto natural

como psicológico, y con repercusiones sociológicas, tiene su momento de brillo.

EL PULSO DEL UNIVERSO

Para este punto, es pertinente entonces explicar de que recóndito lugar extraje

semejante apellido para este ensayo. Aunque no debe verse más allá de un tropo

bastante elaborado, no deja de ser fascinante el poder mostrar los numerosos

hechos que sustentan cómo un principio elemental del universo deja su majestuosa

huella hasta en la más minúscula de las creaciones que integran su todo.

Esta superestructura llamada universo se compone de tantos subsistemas y

evoluciones tan colosales como pequeños, igualmente necesarios para su correcto

funcionamiento. Algo que naturalmente nos ha obsesionado como especie, a tal

punto, de dedicarle vidas enteras, de nuestros más excelsos especímenes en

materia de inteligencia, para arrojar luz a toda esta máquina titánica y así encontrar,

tal vez, respuestas a varias preguntas que nos atormentan.

Grandes han sido nuestros sacrificios, precisamente, porque grandes son los

desafíos que nos plantea por su “naturaleza” –si me permiten esta licencia–, que se
basa en un juego eterno y despiadado del gato y el ratón. Como alguna vez

escuché, al universo no le gusta que sepamos sus intimidades y una de esas reside

en un concepto todavía complejo para la mayoría de nosotros: la nada. Ella se nos

presenta con una falsa apariencia de sencillez y es definida mundanamente como la

ausencia de todo, pero nada es tan simple –nunca mejor dicho– y, como se puede

intuir, esta no es la excepción.

La “energía del punto cero” es un concepto propuesto por Albert Einstein y Otto

Stern en 1913, y se define como la manifestación mínima de energía que un

sistema físico mecano-cuántico (como nuestro universo) puede tener. Suena a

chino, lo sé, y para comprender el concepto imaginemos entonces un cubo que

mide un metro en todas sus dimensiones (1x1x1). Lo llevamos a nuestro laboratorio,

y allí le extraemos toda la materia, hasta el último átomo, después toda la luz, toda

la radiación –como las señales de celular–, e incluso, la toda gravedad. Si nos

preguntaran que hay dentro del cubo, nuestra lógica a priori apuntaría a la nada

como única conclusión.

No obstante, si saciásemos la íntima curiosidad de acercar un medidor de energía

ultrasensible, veríamos con total sorpresa cómo marca fluctuaciones infinitesimales

siempre superiores a cero. Dichas fluctuaciones de onda son el pálpito mismo del

universo y, como no puede ser de otra forma, han suscitado un debate amplísimo

que abarca desde hipótesis para extraer energía infinita, hasta una nueva

explicación a lo que existía previo al Big Bang. Empero, por fuera y al margen de

los debates científicos que en ciencia deberán resolverse, la gran certeza extraída

en limpio es que, como concepto físico, la nada, es un imposible gracias a esa

exigua palpitación.
LA CATARSIS INDIVIDUALISTA: CONCLUSIÓN

¿Qué queda entonces si cambiamos ese cubo por una persona, y le despojamos en

el laboratorio todos los muros que contienen su individualidad hasta que se diluya

con su entorno? Una maquina análoga, pensarán algunos, seres opuestos a los

humanos, afirmarán otros. Y, aunque en parte gozan de algo de razón, la realidad es

que seguirán siendo personas. Presumiblemente vacías, o parcialmente mutiladas

de procesos de pensamiento propios, pero personas al fin y al cabo. Porque solo

bastaría con que ocurriesen los acontecimientos adecuados para que de ellos se

agite, con brío, esa fluctuación de onda individualista, al igual que en nuestro

universo, y desplace con llenura allí donde presuntamente reinaba la nada.

La decisión de MacReady, Garry y Nauls de arrasar toda la instalación con tal de

que la cosa no pueda escaparse y salvar la civilización, asumiendo el riesgo de

morir en el intento; el acto heroico y cruel de Ted al asesinar a sus amigos

genéticamente inmortales para liberarlos de la tortura eterna a manos de AM; y el

alarido de De Daniel, al negarse seguir practicando aquella detestable “ceremonia”

junto con su posterior intento de suicidio, con su hija en brazos, al ser consciente del

martirio que sufriría al ser criada en la nefasta y totalitaria Gilead, tienen un hilo

transversal muy delgado que las une.

Es ese glorioso acto de arrebatarle a quien nos prive –sea extraterrestre, máquina u

otro ser humano– de toda posibilidad en seguir asfixiando nuestra libertad, identidad

e individualidad. Una consecuencia inequívoca de ese individualismo del punto

cero que unifica los relatos y llena de toda esperanza cada vez que un demonio

totalitarista exhibe sus fauces ávidas de aquello que nos hace humanos…
Él nace en el yermo vacuo y terrorífico que deja cualquier proceso de

despersonalización y deshumanización, para avivarle al individuo lo que jamás

puede serle extinguido o mutilado por completo: su ser.


REFERENCIAS

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