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T.ERRORES

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Dentro del Monolito

T.ERRORES

I. TERROR

Coordinado por José Luis Pascual

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Fotografía de portada: © Juan Carlos Pascual
Diseño de portada: José Luis Pascual, Juan Carlos Pascual
Corrección, maquetación y coordinación: José Luis Pascual
Edición en formato electrónico: Abril 2020

Prólogo: © Amparo Montejano


El copyright de los relatos corresponde a cada autor. Ninguno de ellos puede ser
reproducido sin el permiso expreso del autor.

T.ERRORES es una iniciativa del blog Dentro del Monolito.


https://dentrodelmonolito.blogspot.com/

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ÍNDICE

T.ERRORES ............................................................................................................... 1
Introducción ................................................................................................................ 6
El horror intuido ......................................................................................................... 8
Motuo ........................................................................................................................ 11
El matadero ............................................................................................................... 17
La luminaria .............................................................................................................. 25
Mulher Jaqueira ....................................................................................................... 28
Háriel ......................................................................................................................... 33
La cura ...................................................................................................................... 39
Colección ................................................................................................................... 44
Al otro lado ................................................................................................................ 47
No va a pasar nada .................................................................................................... 53
El propietario ............................................................................................................ 57
IX ............................................................................................................................... 61
En el filo de los diecisiete .......................................................................................... 69
Conoce a los autores .................................................................................................. 75

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Introducción
Sé que no soy el único. Estoy convencido de que hay toda una legión de lectores que, ya
sea por pura afición o por simple curiosidad, están deseando leer historias que se inserten
en su subconsciente de manera radical. O, al menos, que les proporcionen uno o dos
escalofríos durante la lectura. Por favor, decidme que estáis ahí.
A menudo me han preguntado qué es lo que encuentro en el terror para que sea mi
género predilecto. Seguro que habrá tantas respuestas como lectores, pero voy a intentar
dar la mía. El terror, ya venga en forma de película, novela, relato, cómic o cualquier otra
forma de representación artística, es una búsqueda. En concreto, es la búsqueda de lo
desconocido, de algo que nos asiente en nuestra realidad cotidiana pero al mismo tiempo
nos proporcione señales de que hay algo más puro de lo que vemos con nuestros ojos. Es
una búsqueda que, si lo pensamos bien, no deberíamos realizar ya que proviene del
instinto más primario que podamos imaginar: el miedo.
Desde tiempos inmemoriales, el hombre se ha sentido seguro en la luz. El amanecer,
la claridad del día, las horas de luz, nos confortan, nos ofrecen una sensación de
protección que se esfuma en cuanto el sol se esconde en el horizonte. Siempre hemos
tenido miedo a la oscuridad. Y lo seguimos teniendo. Pero también sentimos su llamada.
La evolución y desarrollo del ser humano parece ir encaminada a combatir ese miedo,
a iluminar cada rincón del mundo y limitar las sombras al mínimo. Pero, ¿no estamos
cometiendo un grave error? ¿No deberíamos naturalizar ese miedo y abrazarlo como algo
propio, como algo que nos define de la misma manera que muchas otras emociones? ¿No
será la ausencia de luz una parte de nosotros tan importante como las demás? Yo creo que
sí.
Esta antología nace como una reivindicación del miedo, como un exorcismo con el
que aceptar esa oscuridad, como un ejercicio de justicia tenebrosa. Porque el miedo está
compuesto de terror. Y de error.
Este primer volumen de T.ERRORES, dedicado al terror en cualquiera de sus
manifestaciones, llevará al lector a afrontar el miedo desde miradas infantiles y ancianas,
desde ángulos noir, desde reivindicaciones del folclore y la fantasía, desde revisitaciones
de monstruos clásicos, desde la descripción de mentes perturbadas e intrusiones de lo
sobrenatural, desde el poder transformador del arte hasta lo más aterrador de todo: la
crueldad humana.

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Espero que la presente colección de cuentos lance un rayo de sombras que aporte la
cantidad suficiente de oscuridad en vuestros dispositivos electrónicos.

Escribo esto en mitad de una pandemia (no es broma, consultad las fechas). Días
complicados en los que los autores seleccionados en esta antología (así como todos los
que participaron en la convocatoria), me han proporcionado, con sus T.ERRORES, una
ráfaga de auténtica y pura luz. Mi infinito agradecimiento a todos y cada uno de ellos. El
trato ha sido excepcional, y creo haber ganado unos cuantos amigos en esta experiencia.
Quiero agradecer especialmente a María José Ceruti por ceder su extraordinario relato En
el filo de los diecisiete, y permitirme con ello saldar una cuenta pendiente. Dejo para el
final a Amparo Montejano, cuya amabilidad y cercanía en estos tiempos difíciles dejan
clara la pasta de la que está hecha. Su prólogo, que podéis leer a continuación, es oro
puro. Muchísimas gracias y muchos besos, Amparo.

Ahora sí. Disfrutad del miedo.

José Luis Pascual. Abril 2020.

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El horror intuido

Cuando José Luis Pascual, alma máter de Dentro del Monolito, contactó conmigo para
elaborar el prólogo de T. ERRORES —volumen que se convertirá, no me cabe duda, en
una lectura imprescindible para todos los amantes de ficción de lo fantástico (en concreto
de terror)—, “osó” lanzarme un guante que a esta humilde lectora y escritora que suscribe
le resultó imposible rechazar. Y es que José Luis quería que os hablase acerca de mi
particular visión del horror, de mi privativa concepción del miedo llevado a la faceta
literaria. Si me lo permitís, os diré que creo que esta es una de las propuestas más difíciles
de argumentar, más intrincadas y afanosas a la hora de exponer, enunciar y desarrollar
que me han hecho nunca. ¿Por qué? Porque el término «Terror» es absolutamente
veleidoso e inestable; porque es un concepto que, como todos ya sabéis, muta, evoluciona
y se supedita a la variabilidad sociocultural —la concepción de lo terrorífico/monstruoso
en occidente, nada tiene que ver con el sentimiento desagradable que hace palpitar el alma
de otras civilizaciones como pueden ser las orientales (donde sus receptáculos de «horror»
incuban un germen creativo bien distinto al nuestro)—, al instante natural-humano en el
que cohabitamos y a la postura subjetivista con la que nos encadenamos al concepto moral
e individual de lo que es la realidad para cada uno de nosotros —siempre inconstante y
reducida a la futilidad advenida de nuestra propia materia—. No obstante, y pese a la
amorfa complejidad definitoria del término, me gustaría referirme a él trayendo a colación
a Sigmund Freud —en su Teoría del Miedo1— cuando aduce que no existe, desde un
punto de vista sociocultural, un sentimiento atávico —real o imaginado— que aúne más
a las conciencias de los hombres que este, porque “el Terror” —definido como la escala
traumática máxima a la que puede llegar una emoción intensa y desagradable, avivada
por la representación de un peligro— constituye uno de los ingredientes más valiosos y
trascendentales con los que contamos los escritores a la hora de embellecer el corpus
creativo de nuestras letras. Es con él y gracias a él con el que creo somos capaces de
enmarcar esa otra dimensión intra y extracorpórea de amenaza —que ya cabalgaba junto
con la fantasía y la ciencia ficción por entre mitos y leyendas de antiguas civilizaciones—
, el que nos atrae irremisiblemente —como moscas a la miel— hacia todo lo insólito y
sobrenatural, hacia el rechazo de la incontrolable crispación que nos genera el

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Freud habló de tres tipos de miedo: el miedo ante la realidad, el miedo moral y el miedo neurótico.

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enfrentamiento con lo imposible, con la realidad oculta, que no distante ni ajena a
nosotros, y que engomaría lo maravilloso-cruel a la suela de nuestros zapatos.
Porque, tal cual hicieron escritores como Poe, Machen, Blackwood, Peter Blatty o
Margaret Oliphant, ¿acaso existe algo más monstruoso que introducir el terror en nuestra
zona de confort de lo mundano? Porque, tal cual hizo Lovecraft, ¿acaso hay algo más
terrible que encarar nuestra racionalidad empírica, pragmática y previsible —en base al
positivismo científico y a los datos estadísticos de los que nos rodeamos y que nos
confieren un cierto amparo existencial— contra todo aquello que no puede verse, palparse
y… ni acaso intuirse?

“Es en la cálida oscuridad del fluido prenatal, muy por debajo de nuestra razón
consciente, en donde se aloja la facultad con la que sentimos a los espectros que tal vez
no estamos capacitados para ver.”
Edith Wharton

Yo creo que no, pero como argumentaba al principio, los códigos del terror se
metabolizan dentro de cada uno con la misma singularidad con la que se gestiona lo
anímico y esencial; es más, soy de la opinión que, para llegar a generar en el lector los
estímulos de sobresalto, repulsa y tensión dramática necesarios de toda buena historia de
miedo, es fundamental haber experimentado el pánico —en sus más que variopintas
formas— en carne propia. Y digo yo, ¿quién no lo ha hecho?
¡Venturoso el que a nada ni a nadie teme y camina por la vida sin experimentar el
miedo!
Ya el ingente Poe formulaba que, si no hubiese sufrido, no habría sido bendecido con
el arte que desplegaba en la hipnótica magia de sus letras; quizás también la malicia
interplanetaria del propio Lovecraft —renovador del género del terror por aquello de
introducir en sus obras elementos propios del género fantástico y de la ciencia ficción—
se deba a la imposibilidad de hallarse o de reconocerse dentro de un mundo loco y
cambiante que nos conduce a todos por caminos de imprecisión absoluta. ¿No lo estimáis
así?

“La emoción más antigua y más intensa de la humanidad es el miedo, y el más antiguo y
más intenso de los miedos es el miedo a lo desconocido.”
H. P. Lovecraft

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Y ahora sí, sin más paranoias propias y sin desvelaros la primera vez que, siendo
apenas una niña, me topé de bruces con lo malévolo-sobrenatural —eso dará para otro
prólogo—, os conmino a entrar por entre los horrores que han gestado para vosotros la
ingente docena de escritores que componen esta «perversa» y deliciosa antología que
conduce hacia lo surreal, hacia… ¿el otro lado?
¡No!, no hay error en el terror: estás justamente, mi querido lector, mi adorada lectora,
en donde quieres estar. Así que, despacito, sin prisas, adéntrate en aquello de lo que sabes
que serás capaz de salir.
O no…

Amparo Montejano

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Motuo
L. M. Mateo

Álex se despierta asustado. Su corazón late con fuerza, igual que cuando toca el tambor
en la guardería. Le cuesta respirar, aunque no está resfriado. Ha soñado con los ojos
amarillos.
La habitación está muy oscura y no ve nada, pero sabe que están ahí. Se acurruca junto
al cuerpo de mamá y su respiración acompasada lo calma un poco.
Distingue sus bultos oscuros en los rincones, masas informes que reptan en su
dirección, despacio, sin prisa. Aún falta mucho hasta el alba. El perro, acurrucado a sus
pies, gruñe sin ganas. El pequeño cierra los ojos y hunde el rostro en el pecho de su madre.
Inhala el olor que lo protege y ella lo abraza medio dormida.
Álex no entiende por qué, pero los deformes no pueden atraparlo si está con mamá o
no los mira. Por la mañana, con la luz, desaparecen. Dejan de existir, como la abuela, de
la que ya solo recuerda su perfume y el sonido de sus pulseras en las muñecas. Ahora se
sabe a salvo y vuelve a dormirse.

Álex no sabe pronunciar bien muchas palabras. Sus cuerdas vocales se niegan a expresar
más ideas, aunque su cerebro es capaz de escribir libros como los que lee mamá antes de
acostarse; y sus manos, aún torpes, son incapaces de dibujar los colores y las formas que
él desea. Esos límites lo molestan y se enfada. Por su culpa no puede explicarle a mamá
que los deformes son reales y lo acompañan desde que recuerda. Se pregunta si tardará
mucho en crecer.
Sus padres dejaban siempre una lamparita encendida mientras él dormía en la cuna.
Cuando despertaba, distinguía unas manchas oscuras que se movían junto a él. Sus ojos
no se habían adaptado aún y pensaba que eran visitas.
Pero un día su mundo dejó de ser borroso. Se despertó a medianoche con hambre y
descubrió a aquellos seres mirándolo con sus enormes cuencas vacías, más oscuras que
el útero de mamá, y sus garras esqueléticas preparadas para el ataque. Se relamían los
dientes largos por los que chorreaba un líquido viscoso. No reaccionó hasta que una de

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aquellas garras le rozó la pierna. Gritó y se encogió en el lado iluminado por la lamparita.
Los deformes no se acercaron más a él, aunque chillaron enfadados. Así descubrió que la
luz los asustaba.
Su madre se reía de él: «Míralo, tanto espacio y siempre en el mismo rincón», porque
ahora dormía pegado a los barrotes de la cuna más cercanos a la lamparita. Los adultos
nunca saben nada. Una noche lo acostó y olvidó encender la luz. Álex se despertó y los
deformes llegaron a sentarse sobre su pecho. Lloró y gritó mucho mientras las sombras
clavaban las garras en su piel. Al final, cerró los ojos. Los deformes y sus uñas sucias se
apartaron de inmediato, aunque los oía moverse alrededor, enfadados, siseando con
violencia. Desde aquel día, se negó a dormir en la cuna.

El baño es oscuro y no tiene ventanas. Solo llega un poco de luz indirecta desde las
habitaciones. Mamá no lo sabe tampoco, pero el jefe de los deformes vive allí dentro. Lo
percibe a diario por el rabillo del ojo, cuando pasa corriendo por delante de la puerta-
negrura. Aunque nunca lo mira directamente, sabe que es más grande que los otros y tiene
unos ojos amarillos, grandes, sin párpados, y unas garras raquíticas que se estiran mucho
y llegan desde la bañera a la puerta de salida. Si hay luz, se oculta en la rejilla del
respiradero para que no lo descubran, pero él lo distingue con claridad desde el orinal.
Como da tanto miedo, Álex no le ha preguntado nunca su nombre, así que lo llama
«Motuo».

La casa nueva, luminosa durante el día, por las noches da mucho miedo. Ni el perro se
baja de la cama una vez oscurece. La habitación está llena de deformes; tantos, que se
amontonan unos sobre otros. Mamá lo acompaña siempre al baño porque sabe que tiene
miedo y, además, la clavija de la luz está demasiado alta para él. Durante el día, tiene un
taburete junto a la puerta en el único resquicio iluminado que hay, y se atreve a ir solo y
subirse en él para encender la luz, siempre y cuando mamá lo observe desde el final del
pasillo. Aun así, tiene miedo. Motuo crece más y más todos los días, como si la presencia
de Álex lo alimentase. El pequeño se pregunta cómo consigue meterse en la rejilla del
baño si cada vez está más gordo.
A veces, Álex se hace pipí en el pañal porque mami ronca y no quiere despertarla, o
porque tiene tanto miedo —a Motuo le gusta salir del baño y sentarse al borde de la cama

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para observarlo y sonreír con sus dientes húmedos mientras acaricia el pelo de mamá—
que no se atreve a abrir los ojos. Otros días, mamá se olvida de ponerle el pañal. Esas
noches, la escena se repite. Se acurruca entre sus brazos y la llama entre susurros con los
ojos cerrados para no ver a los deformes:
—Mamá, pipí.
—¿No puedes aguantarte, cariño?
—Pipí —repite con más seguridad y los ojos ya abiertos.
Su madre enciende la luz de la mesita y el perro se pone en posición de ataque. Álex
ve el reflejo de los ojos oscuros encima del armario.
—Mamá, brazos.
Ella se ríe con fastidio porque el niño pesa. Él refugia la nariz en el hueco de su cuello.
Recorren el pasillo con el tenue destello de la lamparita. En las esquinas y las paredes
aparecen sombras que lo llaman entre susurros. Ya en el baño, se agarra a su madre con
fuerza.
—¿Tienes miedo, cariño? —pregunta siempre ella con voz cansada y encendiendo la
luz.
Mientras los dos hacen pis, Álex vigila la rejilla de ventilación. Distingue unos ojos
amarillos allí dentro, oye la respiración entrecortada, una uña amarillenta y afilada asoma.
—Mamá. —Señala la parrilla blanca—. Motuo.
Ella mira adormilada el hueco, donde ya no hay garras, y sonríe.
—No hay nada, cielo. —Mientras coge el papel de váter, parece cambiar de idea—.
Bueno, sí. Igual alguna cucaracha. Pero monstruos, no.
Álex piensa que mamá necesita gafas. Es imposible que no distinga los ojos de Motuo
allí dentro, grandes y amarillos, que los espía sin pudor.
A la vuelta, ella insiste en que camine, pero él se niega en rotundo y llora. Desde su
orinal se fija en los rincones del pasillo. Los encuentra allí, ocultos, reptando por las
paredes y los techos como arañas. Al final, mamá lo coge en brazos. Los deformes se
mimetizan con el fondo cada vez que ella se gira, a una velocidad casi imperceptible para
el ojo humano. Sus garras largas y huesudas, de uñas metálicas y alargadas, intentan
atrapar a Álex mientras ella apaga las luces una tras otra. El perro ladra un par de veces
al oír el arrastrar de las sombras.
—Chist. Por la noche no se ladra.

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El perro guarda silencio. Espera paciente y vigila a los deformes sentado en la cama,
la espalda tensa y las orejas erguidas. Sabe que si baja, lo atraparán a él también. Espera
a que mamá y Álex se adormilen debajo de las mantas y se tumba junto al pequeño.
Y así pasan los meses. Álex asustado, y Motuo y los deformes acechándolo.

Álex cumple cuatro años y mamá le regala su propia habitación. Está ilusionado porque
siempre ha querido una y sabe que ella ha ahorrado mucho para comprarla. Todas las
noches se acuestan juntos en la cama nueva, leen un cuento y mamá lo abraza hasta que
se queda dormido. La primera vez que despierta en su cuarto todo está oscuro y ve unos
ojos amarillos sobre él. Cierra los suyos y grita con fuerza. Mamá llega muy rápido, pero
se lo lleva a la cama porque tiembla mucho. Al día siguiente, le regala una lámpara, que
ilumina con estrellas el techo, para que no tenga miedo.
Durante el día, Álex aún tiene que usar el taburete para llegar a la clavija, pero mamá
ya no quiere vigilarlo desde el pasillo. Tiene que ser valiente. Sin mirar la dentadura
babosa de Motuo, se pega al trozo donde entra luz natural, se sube a la banqueta y le da a
la clavija con la uña del engendro rozándole la nuca. Motuo sisea y vuelve al respiradero,
donde chasquea enfadado la mandíbula. Por la noche, mamá se levanta si Álex necesita
ir al baño. Pero a veces está tan cansada que no lo oye pedir pipí y él se orina encima.
Ella dice que no pasa nada, pero él nota el fastidio en su voz mientras cambia las sábanas
y le explica que solo tiene que encender las luces, que ella duerme en la habitación de al
lado.

Álex se despierta y contempla el giro de las estrellas. Se aguanta las ganas de hacer pis.
Es tarde, pero oye la tele en el comedor. Llama a mamá una, dos, tres veces, cada vez un
poco más alto, pero ella no responde. Seguramente se ha dormido en el sofá y está tan
cansada que no se despertará hasta el día siguiente. Él no puede aguantar más. Piensa en
los niños de los cuentos, todos tan valientes. Ya tiene cuatro años y su propia habitación.
Es un niño mayor. Las sombras de su habitación lo acechan, pero las estrellas lo protegen.
Irá solo al baño, ya lo ha decidido.
Asoma la cabeza al pasillo. La luz es tenue, reflejo de la pantalla de televisión y de su
lámpara de estrellas. Las sombras pronto invaden el espacio y se acercan a él, las
respiraciones jadeantes por el hambre acumulada de los dos últimos años. Álex coge aire

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un par de veces, como le ha enseñado mamá, y se fija en la puerta abierta del baño, al
fondo del pasillo, que le parece más largo de lo normal. Los ojos de Motuo lo observan.
Grandes. Amarillos. Vibrantes. Casi distingue su sonrisa húmeda, las garras clavándose
en el marco y cómo lo llama entre susurros. Álex se dice que el taburete está en el baño
y podrá encender la luz. Solo tiene que ser más rápido que Motuo. Tendrá que cerrar los
ojos para llegar sin que los deformes lo ataquen, pero no importa. Conoce bien la casa.
Les saca la lengua a las sombras para quitarse el miedo y estas bullen enfadadas. Estira
las manos frente a él y cierra los ojos. Si no los abre, no podrán tocarlo.
Uno, dos, tres.
Camina a ciegas, con pasitos cortos. El cerco de bultos se cierra en torno a él, oye sus
jadeos.
Uno, dos, tres.
Sabe que se ha desviado cuando sus manos atraviesan algo viscoso y tocan el tabique.
Aguanta un grito. Sigue la pared, rozándola apenas con la mano. No quiere atravesar a
otro deforme.
Uno, dos, tres.
Apenas puede respirar.
Uno, dos, tres.
¿Por qué el baño está tan lejos? Siente que los deformes se apartan de él en el mismo
instante en el que pisa el suelo y arrastra la mano, y ocupan inmediatamente el hueco en
el que ha estado su pie. Lo sabe por la pequeña vibración de aire que producen.
Uno, dos, tres.
Toca una rugosidad diferente. El marco de la puerta. Ha llegado.
Siente algo liso y afilado bajo las yemas de sus dedos y aparta la mano de golpe. Son
las garras de Motuo. Respira un par de veces, decide ignorarlas y tantea con la mano a su
derecha, en busca del taburete. Su respiración se agita más cuando no lo encuentra. Ha
fregado los platos de la cena con mamá. El taburete está en la cocina. Quiere gritar, pero
no puede. Siente el aliento húmedo de Motuo en su mejilla. Uno de sus dedos esqueléticos
le roza el brazo y a Álex se le escapa el pipí. Motuo no es como los demás deformes, no
puede hacerle daño, pero puede rozarlo.
El niño se pone de cara a la pared mientras las garras le toquetean el pelo y salta un
par de veces con los ojos bien cerrados y la mano extendida, intentando encontrar el
interruptor, pero solo golpea las baldosas. Los dientes de Motuo rechinan junto a su oído

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y él se refugia contra la pared. Tiene que volver rápido a la cama. Allí las estrellas lo
protegerán y mamá le dará unos pantalones limpios cuando se despierte.
El perro gruñe molesto, encerrado en la habitación de su madre, y le infunde el valor
que le falta. Álex coge aire, resuelto a salir de allí, pero la lengua afilada de Motuo le
llena de babas el rostro. El pequeño grita con tanta fuerza que las cuerdas vocales le
duelen. El perro ladra furioso.
—¿Álex? —Motuo lo suelta en cuanto oye a mamá—. Álex, ¿dónde estás?
Su voz suena en el pasillo, alarmada, urgente, pero se aleja. Álex, con los ojos aún
cerrados, sabe que Motuo está junto a él. Toca el marco y gira el rostro hacia el pasillo.
Se oyen las patas del animal, que rasca la puerta y salta contra ella.
—¡Álex!
La voz suena cerca y abre los ojos un instante. Las luces están apagadas y, frente a él,
hay unos grandes ojos amarillos.
—¡Mami!
Una garra le presiona el cuello y una ráfaga de aire helado lo succiona con violencia
hacia la rejilla. Su madre intenta cogerlo de la mano, pero no enciende la luz. Para cuando
lo hace, es demasiado tarde.
Desde el respiradero, cuatro pares de ojos amarillos observan en silencio cómo mamá
llora frente a un charco de orina.

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El matadero
Luis Gómez García

—¿Es usted un demonio?


—Soy un hombre. Y por lo tanto tengo dentro de mí todos los demonios.
GILBERT KEITH CHESTERTON, «El candor del padre Brown»

Nunca le tuve mucho aprecio a Jonás Fajardo, el niño que me martirizaba a golpes en el
patio del colegio. Era tres años mayor que yo y repetía sexto. Me chistaba en el recreo
desde una pared de ladrillo en sombra, o así lo recuerdo, con un cigarrillo siempre entre
los dedos de su mano izquierda.
―Hola, chiquitín ―me decía cuando llegaba a su lado; la ronquera teñía su garganta
ya entonces―. ¿Me has traído la pasta?
―Mis padres no me dan dinero ―le respondía con voz trémula, conteniendo las
lágrimas a duras penas.
A cambio, ingenuo de mí, le ofrecía el desayuno que me preparaba mi madre, un
sándwich untado de margarina con dos lonchas de jamón york o mortadela. Fajardo me
lo arrebataba de un tirón, escupía en el embutido y lo arrojaba al suelo. Lo pisoteaba
mientras me apretaba el brazo. Disfrutaba zarandeándome con todas sus fuerzas. Un hilo
de sol le iluminaba a veces el rostro desencajado por la cólera. En sus ojos enfurecidos
asomaba un brillo espeluznante.
―¡Pues sin dinero, no hay bocata! ―exclamaba.
Su hermano pequeño contemplaba la escena desde lejos. Tino y yo compartíamos
pupitre y recorríamos juntos el trayecto entre el colegio y nuestras respectivas casas.
Compartíamos los cómics de Spiderman y jugábamos en el equipo de fútbol del barrio.
Pero Jonás desdeñaba nuestra amistad. Yo era su víctima favorita, y Tino, que vivía
aterrorizado por su violencia, no se atrevía a recriminarle su conducta. Un día tras otro lo
disculpaba con enmarañadas excusas.

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―No se lo tengas en cuenta, Raúl ―decía en tono compungido―. A mí me hace lo
mismo, delante incluso de nuestros padres.
Nos alejábamos hambrientos y con el alma rendida a otra parte del patio, atentos a que
el monstruo no nos siguiera.
Jonás Fajardo se convirtió en el adolescente colérico de quien todos huían, el vecino
borracho e importuno, el novio resentido, el marido abandonado por una esposa que huyó
al anonimato de otra ciudad, transformado por fin en el Jonás ceniciento de los bares de
alterne y las broncas de madrugada. Pero sentí su muerte, o, mejor dicho, la manera en
que murió hace tres días en un antiguo matadero, adonde acudió por un error de la
empresa de paquetería en la que trabajaba.
Dijeron sus compañeros que hizo un gesto de extrañeza cuando vio la dirección, como
si ya conociera el lugar. Preguntó si era correcta, lo preguntó dos o tres veces, y el
encargado, un tipo envuelto en grasa abdominal, mal afeitado, le respondió que sí con
malos modos, que se fuera rápido. Lo amenazó con el despido, eso dijeron, harto de
cogorzas y ausencias. Jonás debió de subir a la furgoneta de reparto echando pestes, es
así como lo imagino, igual que en el instituto. Los días que lo expulsaban de clase se
apostaba a la salida, en un callejón que usábamos de atajo, y desvalijaba a los más
indefensos. Le bastaba con sacar del bolsillo su navaja mariposa para que se apresuraran
a abrir las mochilas. Un demonio cargado de rencor le bullía por dentro.
Increpó al jefe y se largó a toda prisa. Iría por el trayecto más rápido a esas horas, las
seis y media de la tarde, en plena hora punta en Madrid. Es lo que yo habría hecho: evitar
el atasco de la M-30 en dirección sur, bajar por Francisco Silvela hasta O’Donnell y
después, por el túnel de la M-23, en apenas diez minutos, atravesar Vicálvaro y llegar al
polígono industrial. En el centro, rodeado por talleres olvidados, solares tapizados de
maleza y una cuadrícula de calles conectadas entre sí por la geometría de la crisis,
semejante al corazón agusanado de una manzana, se alzan los restos descosidos del
matadero.
Quiero pensar que se detuvo un largo rato con el motor en marcha, que comprobó las
señas en la aplicación de la empresa y en su GPS. Se sentiría confuso; yo lo hubiera
estado. No dejaría de observar el edificio en ruinas, con el torso inclinado hacia la
ventanilla del copiloto, mascullando insultos. Encendería un cigarrillo, como yo en su
lugar; daría una larga calada, miraría en torno suyo una y otra vez. Lo razonable era dudar
de la información, telefonear a la oficina, insistir en la posibilidad de la equivocación.
¿Quién querría que le entregaran un paquete en un paisaje devastado de escombros? Pero

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Jonás no había cambiado. Seguía siendo el chulo temerario de nuestra infancia,
despreocupado y voraz. Pensaría que le habían gastado una broma de mal gusto; se iban
a enterar quienes fueran. «Son todos unos cabrones», diría rabioso. Es una suposición.
Escondía bajo el asiento un bate de aluminio, el mismo bate que fue encontrado en la
entrada de la nave principal, a una docena de metros del cadáver. Saldría de la furgoneta
dispuesto a todo.
La imposibilidad de asumir sus equivocaciones es la única explicación que encuentro
a su comportamiento. Jonás Fajardo era de esa clase de personas que siempre llevan la
razón. En cierta ocasión se empeñó en demostrar a su profesor de matemáticas que el diez
por ciento de cien era once. Salió a la pizarra e hizo, o fingió hacer, una serie de cuentas
incomprensibles que provocaron las risotadas de un compañero, a quien los demás
secundaron sin dudar. Quizá rumió su frustración toda la noche. Esperó al chico a la
mañana siguiente en su portal y le propinó una paliza. La policía quiso saber los motivos.
«Yo nunca me equivoco», se limitó a responder. Era lógico que creyera que alguien se
había burlado de él; no el encargado, a quien despreciaba por ser extranjero, sino alguno
de los compadres con quienes compartía copas y altercados, además de las prostitutas que
merodeaban por aquel laberinto industrial de embargos y bancarrotas, detalle que no le
pasaría inadvertido.
Fuera lo que fuese, error o exceso de confianza, Jonás se adentró en el recinto del
matadero por una puerta desencajada que daba acceso a la recepción. Eso nos dijo esta
mañana el inspector de la científica que reconstruyó sus últimos pasos: que se detuvo en
el umbral y miró en todas direcciones, tal y como mostraban las huellas dejadas en el
polvo; y que luego no había más huellas desde allí hasta el punto donde apareció colgado
del techo por un gancho, como una res, degollado, con las tripas abiertas y los intestinos
fuera, sobre un montón de basura quemada y maloliente.
―Es imposible ―replicó Tino desafiante; estábamos sentados en una sala de la
comisaría sin otro mobiliario que una mesa rectangular y cuatro sillones granates con la
tapicería rozada por el uso. La estancia olía a humedad, a papel viejo. Hacía calor y se oía
el trajín del pasillo―. ¿Acaso salió volando? Lo atacaron allí mismo y lo arrastraron
después hasta el gancho ―aventuró―. Borrarían las huellas.
El inspector carraspeó y lo miró por encima de las gafas.
―Pudo pasar cualquier cosa ―dijo―. Incluso que se suicidara.
Agarré a Tino del antebrazo para que no se abalanzara sobre él por encima de la mesa.
―¡Mi hermano no se ha matado!

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El inspector no hizo ningún gesto, ni de cólera o sorpresa ni de indiferencia o amenaza.
―Estamos obligados a sopesar todas las posibilidades ―replicó―. Solo han pasado
setenta y dos horas. Tardaremos semanas en dar con perfiles claros de ADN y cotejarlos
con la base de datos. Había mucha porquería: colillas, condones, papelinas, bolsas
repletas de mierda.
Conseguí que Tino se calmara y lo senté de nuevo en la silla. El inspector siguió
hablando como si visitara el matadero con frecuencia y descubrir cadáveres destripados
fuera lo habitual. Supuse que la familiaridad con la muerte te vuelve impasible ante el
dolor ajeno. Te ves obligado a amortiguar tus emociones para sobrellevar el sufrimiento
de los otros. Quizá se convierten en un ruido lejano, difícil de interpretar. Desconocía si
era su caso, pero tenía la apariencia de serlo. Me fijé en sus uñas sucias, en los labios
agrietados y los párpados desfallecidos. Un oficio nada envidiable, pensé. No hay belleza
ni entusiasmo en una vida así.
―La familia está destrozada ―repuse, mirando a Tino de reojo―. Jonás era un
hombre apreciado en el barrio. Hagan todo lo posible por encontrar al asesino.
¿Qué otra cosa podía decir? Tino era mi mejor amigo desde hacía tres décadas. El
apellido Fajardo, detestado por sus convecinos, no le impedía ser un hombre satisfecho
de sus logros. Lucía orgulloso su traje de vendedor de El Corte Inglés. Jonás le había
arrancado un trozo de oreja a los once años. Lo acusaba con frecuencia de sus propias
fechorías. Más tarde se sobrepasó con la niña que ahora era su esposa y le puso un cuchillo
de cocina en la yugular cuando se encaró con él. Aun así, era su hermano y lo apreciaba.
La edad adulta disuelve los rencores benignos de la infancia.
Salimos de la comisaría y le propuse ir a tomar unas cervezas. Entramos en una peña
taurina de higiene engañosa donde cuatro viejos jugaban al dominó recostados en sillas
de formica. Un rancio ventilador de aspas desperezaba el aire sobre nuestras cabezas.
―Esta gente no va a hacer nada ―murmuró―. No saben ni por dónde empezar.
―Déjalos hacer su trabajo ―dije―. Es cuestión de tiempo que lo atrapen. Nadie es
tan listo que logre engañar a la policía. Esa gentuza cae tarde o temprano. Siempre
cometen un error: se les cae un pelo o dejan trocitos de piel en las uñas del muerto. ―Me
vino a la mente la imagen del inspector sentado frente a mí―. La tecnología actual es
infalible. Nadie escapa al ADN.
―Tú has visto demasiadas series ―rio.
Lo obligué a brindar, nos bebimos el tercio de un golpe y siguieron cinco más.
Regresamos en metro al barrio sin cruzar palabra. Tenía la vista nublada por el alcohol y

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apenas comí. Me quedé dormido en el sofá, delante del televisor. Dos horas después sonó
el timbre del móvil.
Tino me explicó con voz apresurada que había estado buceando por internet. El
matadero no era una simple construcción arruinada por el abandono.
―Tenemos que ir ―concluyó.
―¿Estás loco? ―dije―. Vamos a hablar con la policía.
―¡Esos no tienen ni puta idea!
―¿Qué quieres, que nos pase algo también a nosotros?
―Pues no vengas si no quieres. Iré yo solo. Mi hermano tenía una pistola en casa.
Voy a ir contigo o sin ti.
Lo del arma me sorprendió a medias; era previsible tratándose de Jonás Fajardo.
Discutimos durante diez o quince minutos más, a gritos en algún momento. Era un
disparate, insistí, pero al final acepté acompañarlo. Intentaría convencerlo por el camino
de que avisáramos a la policía. Si él no lo hacía, lo haría yo una vez que estuviéramos
allí.
Tino se presentó en el portal al cabo de una hora. Antes de subirme al coche me enseñó
un folio impreso con una fotografía borrosa. Vi un extraño grafiti sobre una pared
blanquecina. El efecto era el de un espejo de descomunales dimensiones. Me estremecí
sin saber por qué.
―Es un sigilo de Baphomet ―dijo―, un símbolo satánico. ―Dentro de una estrella
pentagonal invertida se apreciaba la cabeza de un chivo, inscrito todo ello en un círculo
que unía las puntas de la estrella; en cada una figuraba un símbolo―. Son letras hebreas.
Combinadas forman la palabra Leviatán. Mira.
Señaló el pie de foto. Leí: «Matadero viejo de Vicálvaro (2018)».
Habían edificado el matadero sobre una fosa común de la guerra civil, prosiguió. Una
secta denominada Nueva Iglesia de Satán lo utilizaba desde los años noventa para celebrar
misas negras. Lo consideraban un «punto de luz», que en el lenguaje satánico indicaba la
existencia de un portal de acceso a nuestra dimensión que solo Lucifer, el «portador de
luz», podía atravesar para auxiliar a sus fieles. El 24 de septiembre, el día en que Jonás
había sido asesinado, era un día sagrado para el satanismo. Y también el 27, el día en que
nos hallábamos: se designaba a los sacerdotes que actualizarían el libro de Satanás durante
los siguientes doce meses. Lo miré con estupor. Todo aquello era demencial, pensé, pero
Tino estaba sobreexcitado y poco dispuesto a entrar en razón.

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¿Quiénes habían asesinado a su hermano de aquella manera tan horrible, continuó,
sino unos degenerados? Sería un sacrificio ritual. Lo habrían atraído allí para una posesión
demoníaca que incluía matarlo como a un perro. Vete a saber si en la empresa no estaban
compinchados. ¿Y por qué el policía de la científica no lo había mencionado? Valiente
inútil. O algo peor. Lo sabían y lo ocultaban. Habría gente poderosa implicada. Esas cosas
se veían a diario en la televisión, en las redes sociales.
Condujo así durante todo el trayecto, sin parar de hablar, maldiciendo a cada minuto.
Aporreaba el volante con los ojos inyectados en sangre.
―¡Voy a matar a esos cabrones, Raúl! ―repetía.
Yo lo veía al trasluz y sus rasgos se confundían en mi pensamiento con los de Jonás.
También la voz trabada por el odio. Me palpé la chaqueta para comprobar que no había
extraviado la tarjeta con el número de móvil del inspector.
Anochecía cuando por fin aparcamos delante del matadero, en el mismo lugar que su
hermano tres días antes. Los hierbajos invadían la calle desierta. El cielo se confundía
con un incendio de grandes proporciones al sur de la ciudad. Tino quitó con pericia el
seguro de la pistola. Era un Fajardo, me dije; el apellido explicaba la destreza.
Lo primero que vimos fue la cinta de balizamiento de la Policía Nacional. La puerta
de la alambrada, reforzada con dos juegos de cadenas, exhibía sendos precintos judiciales,
firmados y sellados. De la nave principal salía un tenue resplandor, no el de una hoguera
o una luz eléctrica encendida, sino como si las sombras del crepúsculo se desplazasen allí
dentro por voluntad propia.
―Aquí no hay nadie ―dije―. Vámonos.
Me temblaban las manos.
―Quiero echar un vistazo ―replicó―. A eso he venido.
Rodeó el recinto por el lado izquierdo, donde la negrura era más espesa. Contemplé
inmóvil cómo se alejaba y deseé no estar allí.
―¡Tino! ―exclamé varias veces, pero él siguió adelante sin detenerse, hasta doblar
la esquina del solar y desaparecer de mi vista.
Saqué la tarjeta del inspector y le telefoneé. Le expliqué dónde me encontraba y el
porqué. Justo entonces se oyó un alarido proveniente del interior del matadero, de algún
punto indistinguible en la oscuridad. También sonó un disparo.
―¡Raúl, Raúl! ―chilló Tino.
―¡No se mueva de ahí! ―vociferó el policía por el auricular.

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Me ordenó que esperase la llegada de un coche patrulla. Respiré hondo, con los ojos
clavados en la mole gigantesca del matadero, pero sentí que algo se movía a mis espaldas.
Una rata enorme con la cola enhiesta me observaba desde la acera contraria. Tuve la
impresión de que sus ojos traslucían una feroz inteligencia; quizá sopesaba mi reacción.
Lancé una piedra para ahuyentarla. El animal dio un par de elásticos saltos por el muro
de una fábrica abandonada y se esfumó en el interior a través de un ventanal hecho añicos.
Dos ratas más salieron de un sumidero, y otras dos más a continuación. Eché a correr tras
los pasos de Tino, sin pensar en lo que hacía, gritando asustado: «¡Voy, voy!». Perdí el
resuello y estuve a punto de tropezar con un borde de la alambrada doblado hacia fuera.
Sudaba como si un sol inclemente me sacudiera la cabeza.
Me desgarré una manga de la chaqueta al entrar a gatas por el agujero. El móvil se me
cayó de las manos al levantarme y eso me obligó a detenerme. Si bien la pantalla se había
rajado, el teléfono aún funcionaba. Recobré el aliento y alumbré la oscuridad con la
linterna. Las cintas de la policía colgaban del marco desvencijado de una puerta abierta.
Al otro lado flotaba una tenue luminiscencia procedente del suelo. Enderecé el cuerpo y
apunté el aparato en esa dirección.
―¿Tino? ―dije.
Avancé unos pasos hasta el umbral. Del techo de la sala que se abría ante mí colgaban
innumerables ganchos oxidados. No era la nave principal, sino una cámara pequeña cuya
temperatura era considerablemente más fría. Iluminé las paredes laterales. De la situada
a mi derecha se habían desprendido un metro o dos de ladrillos, como si la hubieran
golpeado con una bola de derribo. En la contraria resplandecía el sigilo de Baphomet cuya
fotografía me había mostrado Tino una hora antes. Ahora, debajo, aparecía una palabra
en mayúsculas: Belial. El pánico se adueñó de mí, formando una mezcla perfecta con la
pestilencia a heces y aceite quemado que salía de un rincón. Tuve una arcada y me vomité
encima. Tardé varios segundos en recuperarme. Un sudor gélido me bañaba el cuerpo,
manos y piernas temblaban sin control y la respiración se me atascaba en la laringe. Me
quedé petrificado por el miedo. De pronto noté una corriente helada que giraba a mi
alrededor. Entonces lo vi, inmóvil en el umbral de la puerta.
Tino parecía flotar en el aire. Tenía el rostro bañado en sangre, un tajo en la garganta
de oreja a oreja, la americana desgarrada y los faldones de la camisa fuera del pantalón.
La ropa era la suya, sin duda. También los rasgos afilados y enfermizos, tan opuestos a
los de su hermano Jonás. Quise pronunciar su nombre, pero no pude hacerlo. Empuñaba
la pistola con la mano izquierda. Esbozó una sonrisa de maldad que yo habría reconocido

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en cualquier otro semblante y después, con aquella voz ronca que habitaba mi memoria
desde la niñez, dijo:
―Hola, chiquitín. ¿Me has traído la pasta?

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La luminaria
Érica Couto-Ferreira

Sé con seguridad que los días que Pedro Caíno venga a la residencia acabaré quemado
por el sol y comido por las moscas. La enfermera nueva se olvidará de mí, me dejará en
la silla y correrá para ser la primera en servirle el café al recién llegado. Porque la nueva
no sabe mi nombre, pero recuerda bien las cumbres y laderas que conforman el apelativo
del cura.
“Jovencito”, “guapo”, “cariño”, me llama a veces mi cuidadora, como si estuviésemos
en un prostíbulo donde los clientes fuesen muertos calzados en sillas de ruedas. Un
cadáver que no habla, afásico y paralizado, con poco más que las brasas de la vida
ardiéndole en los ojos: eso es lo que soy. Y cuando la nueva, obligada a convivir con
muertos para ganarse el pan, reconoce los pasos de Caíno sobre el suelo de grava, se
sacude nuestra presencia helada de encima y corre. No debería culparla. No debería, pero
lo hago.
Cuando el sol está alto y no hay nubes, nos sacan a este jardín de prado verde, de setos
recortados y camelias melosas. Nos salpican por la hierba y nos dejan solos como si en
esta vejez extrema pudiésemos todavía dedicarnos cortesías e intimar entre nosotros. La
cabellera verde de las camelias son el límite inalcanzable: jamás ninguna de nuestras sillas
de ruedas traspasó la frontera de aquel horizonte frondoso. Descubro entonces que, para
los muertos como yo, el mundo no es más que la charca de hierba que circunda el
geriátrico.
Cuando llueve, las cosas cambian. La nueva sustituye el jardín por la sala comunal,
coloca mi silla muy cerca del televisor y sube el volumen hasta lograr que las paredes
vibren. Los oídos me retumban y el pecho se encoge angustiado porque no puedo apartar
la mirada de esos desconocidos que me interpelan desde la pantalla. Ella piensa que estos
kilos de pellejo inerme que me recubren me han vuelto sordo y estúpido. A veces, en mi
campo de visión se perfilan las espaldas curvadas y las ruedas de acero de otros muertos
como yo, entes orgánicos plantados sobre la moqueta, mariposas raras atrapadas por una
lastra de cristal. Sí, individuos como yo, sin nombre, reconvertidos en pozos sin fondo
que repiten, con su silencio, los ecos de las últimas palabras pronunciadas por otros.

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Pedro Caíno viste una sotana que lo agiganta. Declama monólogos breves ante los
internos: monólogos, porque la vejez nos ha vuelto mudos; breves, porque la muchacha
le reclama atenciones. Cuando viene el cura y toma mi mano entre las suyas, que son frías
y secas como matojos, me revuelvo en mi carne disecada y grito en el silencio y lo empujo
lejos de mí con la mirada árida. Le escupo desde los ojos paralizados, imagino que mis
piernas se levantan del reposapiés, que le rompo los huesos con los talones y consigo
dejarle bañado en sangre, inconsciente, sobre la gravilla blanca.
Pero la mirada es inconsistente, es un humo que no toca ni agarra, mientras el toque
del sacerdote pesa y me invade sin que yo pueda oponer resistencia. Mi ataque es
imaginario, y aunque jadeo y me fatigo en este sótano oscuro en el que se ha escondido
lo que me queda de humano, las manos siguen muertas sobre mi regazo y la saliva se ha
secado ya en mis labios.
Solo soy carne que ve, un cadáver que oye, una cosa que piensa. Cada día me
redescubro viejo, y no porque me lo hayan dicho, sino porque en mí se acumulan los
escombros y estoy obligado a olerme por dentro.
El jardín es mi estanque de nenúfares, mis girasoles, mis bailarinas etéreas. Un lienzo
que se pinta solo y que cuenta por mí las horas y los días que se van perdiendo,
irrecuperables. Hoy llega la primavera y solo los colores del cuadro cambian: una luz
templada que ahuyenta la lividez invernal, el prado que despide olor a cuerpo vivo, la
enfermera que descubre sus piernas y las saca al oreo.
Viene Caíno y no trae su sayo de luto. Hoy viste una camisa gris que mantiene las
dobleces rígidas de las prendas apenas desempaquetadas. En el bolsillo del pecho lleva
una pluma de oro y el alzacuellos que lo mantiene erguido besa su garganta en el mismo
punto en el que Adán se atragantó con el don de la serpiente.
La nueva habla poco con él. Se reserva las palabras para momentos más íntimos, y al
final ella se va y Pedro Caíno se queda en el jardín, solo, con nuestras estatuas ensilladas
dispuestas en un círculo disperso. Hoy en sus manos carga con un destello de plata, un
algo que el sol enciende y que me deslumbra cuando pasa junto a mí. Lleva prisa y no se
detiene: tan solo me da los buenos días y corre a sentarse junto a otra silla, con otro
muerto.
Al poco vuelve a cruzarse su imagen y lo veo empujar una silla de ruedas en dirección
a las camelias. El cuerpo rígido que se sienta en ella choca con el respaldo sin llegar a
inclinarse. Caíno se para, el ramaje de los arbustos camufla la escena y de nuevo veo
brillar la plata entre sus dedos. Hace girar la luminaria y la pasa de una mano a otra

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mientras habla con la carne vestida que ahora se sienta junto a él. Aquello le lleva tiempo,
tanto que, cuando por fin parte en dos el lucero plateado, el sol ya ha descendido y apenas
se distingue su figura junto a los arbolillos.
Caíno le toca la boca a la muerta sentada. Siento que la enfermera tira de mí y me hace
rodar de vuelta a la residencia. No entiendo nada.
El cura vuelve otras veces, pero ya no habla con nosotros. Cuando se sienta a mi lado
y me toma del brazo, mueve los labios e imita palabras sordas. Finge confortarnos, aunque
se haya quedado sin mensajes píos. Quizás haya perdido la fe. En ese momento todavía
no me importa.
Se ha muerto definitivamente una de las estatuas de carne y se la llevan amortajada
en este mismo silencio. El sol me muerde hoy con hambre y paso mucho tiempo en el
jardín. Pedro Caíno trae de nuevo el brillo prendido en los dedos. Lo veo bien porque se
para delante de mí y me mira fijamente como si quisiese nadar hasta el hueso que me
encierra y arrancarme de allí. Lo que tiene en la mano es una cajita redonda, acerada, sin
distintivos. Le da vueltas, la abre un momento: dentro hay obleas blancas como jazmines.
Entonces Caíno pasa de largo y se lleva de paseo a otra silla, a otro cuerpo.
Ahora la nueva casi nunca aparece cuando el cura está en el recinto y, si lo hace, sus
coloquios son breves y casi en fuga. Han decidido recurrir al disimulo para esconder los
nudos de la trama que les une.
Llega el otoño, le sucede el invierno y cada vez somos menos las estatuas vivientes.
Estamos muriendo. El ocaso color plata que Caíno trae en las manos es como un
recordatorio y un presagio de que, aunque seamos difuntos, todavía podemos morir un
poco más y de forma terminante. También a mí me llegará la hora. Vendrá Pedro Caíno
a decirme que Dios es generoso, que el Padre me acogerá en su seno y la Gloria será
grande. Y separará las dos mitades que componen su lucero plateado y sujetará la hostia
con dos dedos, la introducirá en mi boca y la empujará dentro de la garganta hasta hacer
que me ahogue. Notaré el sabor amargo, la tragaré por instinto y solo tendré que esperar,
como hicieran mis compañeros mudos, a que también vacíen mi silla.

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Mulher Jaqueira
Diego Chozas Ruiz-Belloso

Ayer pasé por la revisión de rutina de mi dermatólogo de Río de Janeiro, el interesante


doctor Nilvano, un señor de más de setenta años, escritor de poesía surrealista y gran
conversador, cuya salita de espera tiene algo de hemeroteca debido a la reticencia del
doctor a renovar sus viejísimos periódicos y revistas.
Sin ir más lejos, ayer estuve pasando una a una las páginas amarillentas de un número
de 1999 de la edición brasileña de la revista Muy Interesante. Fue allí donde me topé con
el reportaje del extraño caso médico de la “Mulher Jaqueira”, una materia bastante
extensa e ilustrada profusamente con llamativas fotografías a todo color.
En octubre de 1998, un grupo de profesionales de la salud que, como parte de una
campaña de vacunación pública, remontaba el río Guaporé, en la frontera entre Brasil y
Bolivia, al cabo de cinco días de viaje alcanzó la pequeña y aislada aldea indígena de
Maraguana, situada en la ribera brasileña del río. Un numeroso y bullicioso grupo de
niños desnudos se agolpó en el muelle para saludar a los recién llegados. Algunos
pescadores, desde sus canoas con motor fueraborda, observaban con curiosidad las
maniobras de atraque del barco hospital. Un poco más atrás, cuatro construcciones de
madera también se asomaban al agua, pero con algo más de reserva, como espiando entre
la vegetación.
Al poco de desembarcar, el jefe de la misión médica fue directamente a conversar con
el cacique para pedir su colaboración. El líder indígena, licenciado en Historia por la
Universidad Federal de Mato Grosso, enseguida se ofreció como intermediario para
explicar a los aldeanos las bondades de vacunar a los niños. Acompañado por los médicos,
fue visitando familia por familia, y con unos hablaba en español, con otros en portugués
y con otros en lenguas nativas. Todos lo respetaban y confiaban en él, disimulando
algunos como podían el miedo que les infundía la medicina occidental.
Al cabo de poco más de cuatro horas, el coordinador médico se atrevía a preguntar al
cacique con evidente gesto de satisfacción:
—Esta que acabamos de visitar es la última casa, ¿verdad?

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Sin embargo, la respuesta del cacique fue un largo silencio, y un semblante grave y
melancólico. Por fin reveló:
—Aún faltan los niños de la monstrua. La “Mulher Jaqueira” tiene cuatro hijos.
El cacique era un hombre sensible y hablaba con profundo remordimiento. Aunque la
monstrua tenía lazos de sangre con muchos de la aldea, y aunque era fácil demostrar que
su mal no era contagioso, él no conseguía vencer el pavor de los suyos con razonamientos.
Todos la querían lejos. Por este motivo, si los doctores querían vacunar a los hijos de la
“Mulher Jaqueira”, tendrían que caminar una hora hacia el interior de la selva, algo que
solo podría hacerse al día siguiente.
El jefe médico entendió que, por el bien de los niños, el cacique había preferido no
ocultar la existencia de este horror local, de esta maldición de la familia. Los médicos,
indudablemente, tenían el deber de vacunar a todos los niños y, además, quién sabe si,
con su ciencia, lograrían ayudar de alguna manera a esa pobre mujer.
El equipo médico, por tanto, durmió en el barco atracado y a primera hora de la
mañana el coordinador jefe, una enfermera y el cacique, emprendieron el camino hacia la
cabaña de la “Mulher Jaqueira” internándose en la penumbra de la selva amazónica. El
cacique cargaba una mochila llena de yuca cortada para entregar a la familia, pues sabía
que pasaban hambre. Él encabezaba la marcha, abriendo el paso a machetazos cuando la
vegetación invadía el tenue sendero.
Al cabo de aproximadamente una hora, empezaron a escuchar un rumor de agua que
poco más tarde reconocieron como el clamor de una cascada. También escucharon voces
y risas de niños. Estaban llegando.
Cuando finalmente se encontraron frente a la cabaña de techo pajizo, rodeada de
grandes árboles, al médico y a la enfermera se les heló la sangre al entrever una figura
espeluznante, difícilmente descriptible, que corrió a esconderse al interior oscuro de la
construcción.
Desde fuera, cerca del vano de la entrada, el cacique le dirigió a la mujer algunas
tranquilizadoras palabras en lengua indígena y a continuación entró despacio en la choza,
sosteniendo con ambas manos la mochila llena de yuca. La enfermera y el médico se
quedaron fuera. Desde allí, siguieron escuchando las melodiosas e incomprensibles
palabras del cacique. De cuando en cuando la monstrua respondía brevemente, y era una
voz suave y humilde, inconfundiblemente humana. Por fin, el cacique regresó al exterior
y les indicó con gestos a los otros que podían pasar.

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Los ojos se acostumbraron con rapidez a la penumbra del interior, y entonces el jefe
médico empezó a comprender por qué llamaban a esa criatura la “Mulher Jaqueira”, la
mujer árbol. El ser que tenían delante, a primera vista, tenía una silueta próxima a lo
vegetal, pues de su cabeza, tronco y extremidades brotaban una especie de oscuras ramas
de carne de muy diversos tamaños, formas y longitudes. Eran decenas de excrecencias
repartidas por todo el cuerpo, la mayoría considerablemente finas, y una media docena
decididamente espantosas y de formas variables, una de las cuales estaba situada en la
región temporal derecha de su cráneo, semejando la cabecita adyacente de un niño
pequeño y monstruoso que estuviese siendo parido lentamente por la cabeza de la madre,
o que hubiera muerto hace tiempo durante el extraño parto.
Al parecer, estas deformidades de la mujer nacían con la apariencia de verrugas
comunes que después crecían anormalmente en forma de filamentos que se engrosaban y
bifurcaban con los meses (en su mayoría), o aumentaban irregularmente (los menos)
como bubones o tumores. Eran las numerosas excrecencias filamentosas las que
aportaban a la mujer una apariencia vegetal, si bien, más que a un árbol, al médico le
recordaban a un tubérculo recubierto de raicillas. A medida que las verrugas se
proyectaban, iban quedando colgadas como grandes flecos del cuerpo de la mujer y se
balanceaban acompañando sus movimientos. Sin embargo, en la penumbra fantástica de
la cabaña, al médico le pareció ver que algunas de las “ramas” de la “Mulher Jaqueira”
tenían movimiento propio, como si fueran tentáculos llenos de vida.
Mientras la mujer hablaba con el personal médico con la intermediación del cacique,
que les servía de intérprete pues la “Mulher Jaqueira” no hablaba portugués, tres niños
pequeños, perfectamente saludables, jugaban a entrar y salir de la cabaña entre risas,
seguidos por tres perros que participaban encantados de la alegría infantil. El cuarto
vástago de la mujer era una niña, aún bebé de meses, que dormía en esos momentos en
una rústica cuna y que había heredado el singular trazo genético de la madre, presentando
ya un número considerable de verrugas anormalmente prolongadas.
La mujer les explicó al doctor y a la enfermera que su raro mal se manifestó por
primera vez en la infancia, y que era totalmente indoloro. Aceptó con docilidad que se
vacunara a sus hijos, pero se negó firmemente a abandonar su aislamiento para ser
estudiada por especialistas en la capital del estado.
Para el horror de los visitantes, mientras la mujer hablaba, el gran bulto que tenía a un
lado de la cabeza se desprendió con un pequeño crujido y un suave ruido de desgarro,
cayendo secamente en el piso de tierra batida. Dos de los perros se apresuraron a

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disputarse el pedazo de carne y el que salió victorioso huyó a un rincón y engulló
rápidamente su trofeo. Como la mujer y los niños recibieron el evento con total
naturalidad, e incluso entre bromas, el cacique, la enfermera y el médico intentaron
disimular el espanto y la náusea que les causó lo que acababan de presenciar. Al médico
le vinieron entonces a la mente las palabras del cacique en la aldea, cuando este dijo que
la “Mulher Jaqueira” y su familia pasaban hambre, y tuvo de repente la terrible intuición
de que esta madre alimentaba a sus hijos, y a los perros, con sus frutos de carne.
Inmediatamente comprendió por qué, de entre todos los árboles posibles, para apodar a
esta mujer su pueblo había elegido la jaqueira: este árbol tropical de cuyo tronco y ramas
más gruesas brota el enorme y nutritivo fruto de la jaca.
Tras vacunar a todos los niños, los visitantes se despidieron y deshicieron el camino
hasta la aldea, donde el jefe médico y la enfermera se embarcaron y, junto al resto del
personal sanitario, siguieron remontando el río Guaporé para proseguir la campaña de
vacunación entre las pequeñas poblaciones ribereñas.
El doctor, sin embargo, regresaría a la aldea al cabo de los meses, acompañado esta
vez por tres especialistas en tumores de piel y por media docena de periodistas, entre ellos
un reportero y un fotógrafo de la revista Muy Interesante. Completaba el equipo un
experto en lenguas indígenas.
Contra la voluntad del cacique, que llegó a perder los estribos, la pequeña expedición
se internó sin más por el sendero que conducía a la choza de la “Mulher Jaqueira”. Una
vez allí hicieron todo tipo de fotografías de la madre, de los hijos y del entorno. En una
de las fotografías de la revista, en la que la “Mulher Jaqueira” aparece con su bebé
monstruo en brazos a la puerta de su choza, se diría que la madre está a punto de echarse
a llorar.
Aunque la “Mulher Jaqueira” se habría transformado instantáneamente en una
celebridad nacional si alguna cadena televisiva hubiera aceptado la invitación de su
descubridor, el jefe médico, los tres medios escritos que divulgaron su caso le
garantizaron cierta fama en Brasil durante algún tiempo. El jefe médico de la campaña de
vacunación, tras documentar fotográficamente el caso, único en el mundo, de la “Mulher
Jaqueira”, y recibir el aval de sus colegas dermatólogos y oncólogos, pudo poner su
nombre a la nueva enfermedad y ser citado ampliamente en el ámbito médico. No
consiguió, sin embargo, llevarse una muestra de la “Mulher Jaqueira” para su estudio
genético, que era uno de los principales objetivos de su segundo viaje a la aldea.

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Mientras el doctor Nilvano examinaba y medía las manchas de mi espalda, le hablé
del viejo reportaje que acababa de leer en su sala de espera. El doctor interrumpió su
habitual locuacidad y, en un tono completamente diferente, sombrío, me dijo que se
acordaba bien del caso y que la historia había tenido un desenlace muy triste.
Hace cinco o seis años, un pequeño grupo de hombres armados desembarcó en la
aldea indígena, se internó sin vacilar en el sendero que llevaba a la cabaña de la mujer
monstruo, raptó a la hija menor, que por entonces era una adolescente, y desapareció río
arriba ante la terrible impotencia del cacique.
Un año más tarde moría la madre, la “Mulher Jaqueira”, probablemente de pena.
No volvió a saberse nada de la pequeña, y en los círculos científicos se rumoreó que
el motivo del rapto pudo ser el uso de la joven como cobaya al margen de toda ética y
legalidad. Si lograban desentrañar la genética de la muchacha, se harían con la llave del
cultivo artificial de carne, de manera que podrían pasar a producir en gran escala y hacer
fortuna con el creciente número de consumidores que se niegan a alimentarse con
animales sacrificados.
En cuanto a la difunta “Mulher Jaqueira”, al parecer se llevó a la tumba el secreto de
quién era el padre (o los padres) de sus hijos, sin eliminar del todo la fantasiosa posibilidad
de que esta mujer fuera capaz de engendrar vástagos sin necesidad de varón, a partir de
su propia carne.
Otra cosa sí llegó a saberse: la “Mulher Jaqueira” se llamaba Marta.

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Háriel
Nohemí Abad Jiménez

«Corre Háriel, corre…»


Al ser su pequeño cuerpo incapaz de seguir adelante, solo su tesón le daba fuerzas.
Aferrado al libro que acababa de robar, su única meta era tirarlo por el límite de La Ciudad
de las Nubes, el lugar donde siempre había vivido.
Sus pequeñas alas atadas y sin vida no podían ayudarle. Sus ojos solo podían
desprender lágrimas por su pueblo torturado y casi extinguido. Tenía que llegar al límite
y lanzarlo. El mundo que existía bajo las nubes debía conocer lo ocurrido.
Los Valim habían salido de su letargo. Supo lo que ocurría por el temblor de la tierra
debido a sus deformes cuerpos chocando contra las paredes de la torre donde se ocultaban.
Habían conseguido salir y lo hacían público como las bestias que eran, asustándoles,
demostrando su fortaleza.
Tres Valim se exponían por primera vez al sol. Así los llamaban ellos, tres hombres-
murciélago de una altura mayor a la de un humano olisqueaban el aire, mientras sus alas
carnosas que nacían en su espalda se desplegaban entre estertores.
Los seres más fuertes y poderosos de aquella raza les habían invadido hacía meses.
Los habían sometido, torturado, explotado... habían experimentado con ellos de forma
macabra.
Ahora mostraban que habían conseguido su cometido, pues se exponían al sol, habían
abandonado la oscura protección de la torre para defender lo que él había robado.
En ese momento, Háriel entendió el motivo de todo.
Hacía pocas horas que había entrado en su guarida mientras los monstruos dormían
sin ser conscientes de que esto podría pasar.
Sabía que eran buenos alquimistas, pero jamás llegó a imaginar lo que habían
conseguido en tan solo unos meses.
Poco había durado lo que creía que le podría ayudar, la protección del astro. Se habían
dado cuenta demasiado rápido de la falta del libro. Vendrían a por él, porque su contenido
era esencial para sus investigaciones.
No dejarían que lo lanzara.

33
«Corre Háriel, corre…»
Recordó la llegada de los Valim, no hacía mucho de ello: unos viajeros, que parecían
ser hombres y necesitar ayuda, alcanzaron su ciudad.
Recelosos por la falta de costumbre de recibir visitas, no se acercaron hasta que las
Arpías, montura con la que habían volado hasta allí a pesar de ser seres despreciables, se
fueron siguiendo sus órdenes. De esta forma tan absurda, tan infantil, consiguieron
engañarles.
Apenados por las heridas que fingían sufrir accedieron a curarles, «pecamos de
inocentes, de inconscientes», pensaba mientras no dejaba de correr.
Cuando quisieron darse cuenta era tarde.
No eran humanos corrientes quienes habían llegado a la Ciudad de las Nubes, sino
bestias a las que terminaron apodando con el nombre de “Valim” para poder hablar entre
ellos, si tenían oportunidad.
La ciudad flotante únicamente estaba habitada por Silfos y Hadas, espíritus
Elementales del aire, de vida apacible y sencilla. Todo aquel que sabía de la existencia de
los Silfos conocía sus características más comunes: pequeños seres alados, hermosos, que
muy pocas veces tenían relación con otras razas.
Su vehículo era el viento, la brisa, las fragancias y notas musicales, seres sutiles y
evasivos, influyentes sobre la comprensión, la armonía, la sabiduría y la esperanza.
Cayeron en la trampa debido a la compasión por aquellos falsos humanos, que en tan
lamentables circunstancias habían ido a pedirles auxilio.
«¡Tonto, tonto!», se reprendía el pequeño silfo cada vez más débil.
Las Arpías, lejos de haberse ido, los hicieron prisioneros en cuanto dejaron de
vigilarlas extendiendo una gran red que atrapó a la inmensa mayoría.
Intentaron escapar utilizando el aire como ayuda, su Elemento, pero la red debía tener
propiedades mágicas, ahora lo entendía. Los que no habían sido capturados en ese
momento, lo fueron más tarde y en peores condiciones.
A no mucho tardar no quedaba ninguno libre, y fueron testigos de cómo una gran torre
de obsidiana negra mancillaba su ciudad para servir de alojamiento a los que ahora eran
dueños y señores de ella.
Aquel recuerdo pareció renovar un poco sus fuerzas debido a la rabia, sus piernecillas
huesudas lo intentaban con tesón, sus pequeños brazos sujetaban el libro de grandes
dimensiones.

34
Los Valim dieron un paso, sus cuerpos se ensancharon dejando atrás la delgada y
fibrosa silueta mortecina para exhibir un conglomerado de músculos hinchados con
palpitantes venas.
Sus pies se transformaron en garras y sus manos, largas y descarnadas, movían los
dedos como cuchillas.
«Corre Háriel, corre…»
Otro paso, y sus rostros humanoides se arrugaron asemejándose más a su parte animal.
Sus ojos se ennegrecieron por completo, sus mandíbulas y frentes se cuadricularon y sus
narices desaparecieron para dar lugar a dos agujeros capaces de oler el miedo de su presa.
Otro paso, esta vez dado por el engendro más fuerte. Háriel cayó al suelo por el
temblor de la tierra y el Valim frunció sus labios, dejando al descubierto la hilera
amarillenta de dientes afilados.
La calva y deforme cabeza del monstruo se echó atrás para dejar salir un sonido que
le paralizó e hizo que se encogiera en el suelo. Era un grito tanto agudo como grave. El
impulso de aquel rugido le hizo sentir pánico, un terror como jamás había experimentado.
El aire que salía de los pulmones de aquella mole, en vez de desinflarle parecía hincharle
todavía más.
Su piel se oscureció volviéndose cetrina, sus venas engordaron como si fueran a
estallar y la fiera en que aquellos seres podían convertirse apareció en todo su esplendor.
El pequeño silfo sintió que su pulso enloquecía.
Cogiendo una gran bocanada de aire, se levantó. Quizá fuera el último impulso que
su Elemento le concedía. Famélico. Sin fuerzas después de meses de encarcelamiento y
malos tratos, Háriel se preguntaba por qué. Por qué tuvieron que fiarse de ellos. Mientras,
sus pequeñas piernas corrían como nunca en su vida.
Los engendros estaban demasiado cerca. «Corre Háriel», se decía a sí mismo
recordando los gritos de dolor de los suyos siendo torturados.
Habían sido un pueblo aislado y pacífico que vivía en paz con todos los habitantes.
Elementales del Aire que con el transcurso del tiempo se habían hecho algo más sociables
con las demás razas.
Sus brillantes cuerpos, de diferentes colores cristalinos, eran casi etéreos a la vista de
cualquiera, y sus alas centelleantes, rápidas y elegantes, les mantenían en el aire como si
de seres mágicos se tratara.

35
Nada quedaba de todo aquello. Los Valim les encarcelaron separándoles por sexos.
Apiñados, atados, sin comida ni agua, permanecían en celdas dentro de aquella torre de
obsidiana donde no podían invocar al aire para defenderse.
Cada vez que un Valim se llevaba a algún desdichado, jamás regresaba.
Aún podía escuchar los angustiosos gritos, mientras los que permanecían en el interior
de la celda solo podían suplicar en silencio porque tuviera una muerte rápida.
Háriel era el más pequeño y flaco de todos, llegó un momento en el que casi podía
salir por los barrotes de la prisión. Con la ayuda de los que quedaban logró sacar el cuerpo,
la cabeza era lo más complicado, pues se atascaba en las orejas puntiagudas.
Por más que empujaban no lograban liberarle.
—¡Arrancadla! —suplicó a sus compañeros—. Por favor, es nuestra única
oportunidad —le miraban tan asombrados que se quedaron inmóviles.
—¡Vamos, ayudadme!
Sabían que tenía razón. El más viejo de todos se acercó y puso su cabeza de lado para
arrancarle parte de la oreja de un mordisco limpio y certero. Háriel no gritó, sacó la cabeza
y miró las lágrimas del mayor: «corre Háriel, corre…» susurraron sus labios.
Asintió y, haciendo caso al abuelo, salió disparado de allí.
Pasó por un sinfín de pasillos llenos de libros de todo tipo. Hablaban de plantas, de
ungüentos, de razas… cruzó por cuartos llenos de mejunjes que desprendían olores y
vapores distintos.
Abrió cajones que contenían semillas ordenadas meticulosamente, todo un arsenal de
boticario perfecto, colocado de tal forma que le descolocó por completo. No imaginaba
tal cosa de los Valim, ahora sí podía decir a ciencia cierta que eran expertos alquimistas.
Entonces encontró el libro. Solitario, abierto en una mesa y rodeado de candelabros,
lleno de apuntes con tachaduras y nuevas palabras corregidas una y otra vez.
Lo cogió.
Los recuerdos le hicieron correr aún más rápido, pero también el dolor, ese dolor
insoportable que había sentido por cada uno de los suyos muerto, mancillado.
El grito de aquellos malnacidos ni siquiera se acercaba a lo que él sintió cuando leyó
lo que contenía lo que ahora abrazaba. Tenía que lanzarlo.
Leyó con cierto recelo el título que rezaba: «Silfos: límites e incompatibilidades».
Al mirar la hoja por la que estaba abierto, fue como si algo le estrujara el corazón. Sus
ojos desmenuzaban incrédulos aquellos datos. Datos obtenidos con su familia, su raza.
Muertes relegadas a números y pruebas.

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EXPERIMENTO NÚMERO: 224
Raza: Hembra.
Edad: 119.
Estatura: Media.
Complexión: Débil.
Estudio: Capacidad de obtener el aire de su interior.
Condiciones necesarias: Las condiciones para llevar a este sujeto a un estado en
el que se cumplan los objetivos buscados, son las mismas que los vistos en los
anteriores estudios.
Sigue siendo necesario un aislamiento total.

Las dos últimas notas estaban añadidas hacía relativamente poco tiempo. El color de
la tinta era más fuerte, como si fueran conclusiones que, pesarosamente, alguien se
hubiera visto obligado a señalar. Observó con gesto ceñudo esperando estar equivocado.

Resistencia al dolor: 70 de 100


Resistencia al hambre: 80 de 100
Resistencia al aislamiento: 30 (pérdida de la orientación, confusión, visiones).
Capacidad de acoplamiento: 20 (el cuerpo rechaza los metales introducidos en
miembros superiores e inferiores para ser fortalecidos. A los 4 días de la
implantación: infección, tumefacción).
Éxito de procreación: 0 (sigue siendo negativo la posibilidad de unión entre
animales y Silfos).
Compatibilidad de sangre: (primeras transfusiones satisfactorias, el nº 224 no
rechaza la sangre de animales vivos. Tras la sexta transfusión se aprecian: fallos
orgánicos múltiples, rechazo del globo ocular, el nº 224 entra en un estado de
frenesí).
Conclusión: experimento fallido.

Háriel vomitó.
Asqueado, confirmó lo que aquellos seres querían: quitarles su esencia, hacer una
nueva raza más sumisa y dependiente de ellos. Transformarles en algo antinatural para...
para… vomitó de nuevo hasta no poder más.

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Mareado por todo lo que estaba descubriendo, observó por las ventanas que aún era
de día. Sin pensarlo cogió el libro y las palabras del anciano resonaron nítidas en su mente
para darle fuerzas: «corre Háriel… corre».
Evitó fácilmente a las estúpidas Arpías, entretenidas en sus nidos de la montaña, y se
internó en el bosque con la única meta de dar a conocer lo ocurrido. Ellos no tenían
ninguna posibilidad, solo quería lanzarlo y suplicó porque alguien, en algún momento,
pudiera vengarles.
Moría de rabia por dentro, necesitaba saber que habría alguna posibilidad de que se
supiera lo que le pasó a su gente.
Apenas podía ver debido a que los recuerdos habían inundado sus ojos. Una de las
elegidas por las bestias había sido su hermana pequeña, Haraia.
No podía imaginar por lo que había tenido que pasar.
Todo terminó en segundos gracias al grito desesperado del Valim, que por primera
vez le sonó agradable. Era el aviso de que lo estaba consiguiendo, y advertía, con rabia,
que no siguiera adelante.
Agotado, mientras caía al suelo, de su boca salió el poco aire que le quedaba justo
para lanzar con fuerza el libro envolviéndolo con su esencia.
El Valim pasó volando por encima suyo como un rayo, pero una manada de Grifos lo
cogió llevándoselo con ellos, sería su fin.
Aquello era una buena señal.
Lo último que hizo Háriel fue sonreír mientras se dejaba llevar por la muerte y veía
cómo el libro caía más y más.
Abajo, en la tierra, un joven mago paseaba recogiendo plantas para su Maestro. Cuál
fue su sorpresa al divisar en el cielo una manada de Grifos. Embobado, admiró su belleza
sin percatarse de que algo caía a su vez. El estruendo le hizo mirar a sus pies, era un libro
enorme, y en su portada rezaba: «Silfos: límites e incompatibilidades».

38
La cura
Kalton Bruhl

El doctor Page entró a la habitación de su hija. Sintió un vacío en el estómago al ver la


terrible figura que parecía inclinarse hacia la pequeña niña. Tardó un tiempo en
recomponerse. No era más que la sombra de un perchero que se proyectaba siniestramente
al lado de la cama. Pensó en descorrer las cortinas, pero no quería despertar a su hija.
Ahora dormía. La placidez de su respiración contrastaba con la tos que le atenazaba la
garganta cuando estaba despierta. Las lágrimas se deslizaron por sus mejillas. Todos los
tratamientos habían fallado. Los médicos le habían dicho que no quedaba más que
asegurar la calidad de sus últimos días. Él se resistía a aceptarlo. No tenía a nadie más en
el mundo. Si en un platillo hubiesen colocado el destino de la humanidad y en el otro la
vida de su hija, él no habría dudado un solo instante en decidir hacia dónde se movería el
fiel de la balanza.

***

Salió de la habitación y se dirigió a su laboratorio. La ciencia, se dijo, es como la libertad:


sus verdaderos límites los establece la moral. Ahora que Amanda estaba agonizando, sus
escrúpulos habían quedado relegados al rincón más apartado de su conciencia. Desde
luego, sin ese lastre, sus investigaciones avanzaban en forma acelerada. Ya había aislado
el virus causante de la enfermedad. Podía detener su avance en las etapas iniciales, cuando
aún era vulnerable, pero en el estado en que se encontraba su hija, el virus ya había mutado
infinidad de veces. Sus descubrimientos eran suficientes para crear una vacuna que
significaría la salvación para millones de personas. Él se limitó a lanzar las muestras al
cesto de la basura. Se llevó las manos al rostro y dejó escapar un grito de frustración. No
entendía qué era lo que estaba haciendo mal. Cerró los ojos y comenzó a respirar
rítmicamente. Debía tranquilizarse. Visualizó el virus. Lo imaginó en permanente
transformación. Súbitamente abrió los ojos. La solución era tan obvia, se dijo, volviendo
al microscopio. Nada es eterno. Todo tiene un principio y un final. Lo mismo sucedería
con el virus. Tarde o temprano alcanzaría su última mutación. El problema residía en que
las células no contaban con el tiempo necesario para regenerarse. El doctor Page volvió

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a desanimarse. Era una carrera perdida. El logro que esperaba alcanzar era más propio de
un alquimista que de un científico. Quizás existía otra solución. Una más inmediata.
Volvió a concentrarse. Ningún virus puede medrar en células muertas. Sin embargo, una
absoluta muerte celular implica, por fuerza, la muerte de cualquier persona. Sería
necesario simular la muerte de todas las células.

***

Tras deshacerse de los cuerpos de un pequeño zoológico de perros, gatos y ratas decidió
darse una ducha. Dejó correr el agua fría sobre su cabeza mientras se masajeaba con
fuerza el cuero cabelludo. La respuesta estaba allí, en el fondo de su mente. Estaba seguro
de ello. Cerró la válvula y se quedó unos momentos tiritando. Finalmente tomó una toalla
y la anudó a su cintura. Se plantó frente al espejo. Miró fijamente a su propia imagen. No
podía fracasar. No debía fracasar. Lanzó un puñetazo al espejo. Algunas astillas de vidrio
se incrustaron en sus nudillos. Los retiró uno a uno. Abrió el grifo del lavamanos. Los
hilos de sangre se arremolinaban en el borde del desagüe. Comenzó a reír. Ya no tenía
que buscar más. El virus mismo tenía en sus componentes químicos el germen de su
destrucción.

***

Los resultados de los experimentos le devolvieron la esperanza. Corrió a la habitación de


su hija. Ella abrió los ojos por un momento y le dedicó una débil sonrisa. Él hizo un
esfuerzo por sonreír. Era tan fácil desmoronarse ante la ominosa certeza de su sufrimiento.
No debía mostrarse débil. Debía ignorar la opresión en el pecho. Se acercó a ella y se
inclinó para darle un beso en la frente. Nadie podía arrebatársela. No lo permitiría jamás.

***

Contempló el líquido amarillento que llenaba la jeringuilla. Oprimió suavemente el


émbolo. Una pequeña gota se deslizó por la aguja hipodérmica. Limpió el hombro de su
hija con un trozo de algodón empapado en alcohol, luego le inyectó todo el líquido. La
niña dejó escapar un suave quejido, pero siguió dormida.

40
***

Pasaron las horas. La angustia era insostenible. Asió la muñeca de su hija. El pulso era
casi imperceptible. Colocó la palma de la mano sobre su pecho. Era difícil determinar si
respiraba. De pronto el doctor Page sintió miedo. Sabía que debía producirse un estado
letárgico casi idéntico a la muerte. Sin embargo, siempre existía la posibilidad de un error
en la dosificación. La espera se convirtió en un verdadero infierno.

***

Por la noche los signos vitales desaparecieron por completo. La espera sería ahora más
terrible.

***

Los días transcurrieron lentamente. El doctor tenía el aspecto de un vagabundo. No se


había aseado en tres días. Tampoco había comido nada. Apenas había bebido unos
cuantos sorbos de agua cuando la sed se había vuelto demasiado acuciante. El cuerpo de
su hija seguía intacto. No había detectado ni el más pequeño atisbo de descomposición.
Sabía que había triunfado. La muerte que él había fabricado estaba venciendo a la
verdadera muerte. Una simple molécula terminaría por derrotar al más poderoso de los
ángeles del Señor.

***

Ver cómo su hija abría los ojos había sido igual a volverla a ver nacer. «¿Cómo te
sientes?», le preguntó acariciándole una mejilla. Ella no respondió. Incluso pareció no
reconocerle. Él no se sintió desanimado. Lo peor había pasado. Ya iría mejorando.

***

El doctor Page abrió la puerta de su casa. Entró silbando. Bajo uno de los brazos llevaba
un cachorrito. Era una sorpresa para su hija. Lo levantó con ambas manos y se lo acercó
al rostro. Sonrió mientras el pequeño animal intentaba lamerlo. Amanda se pondría feliz.

41
***

Amanda estaba despierta. A decir verdad, ahora casi nunca dormía. Podía quedarse
inmóvil durante horas. Pero era una especie de vigilia. Cualquier ruido la hacía aguzar
sus sentidos. El doctor entreabrió la puerta de la habitación de su hija. Escuchó los pasos
de Amanda. Deslizó al perrito hacia el interior y cerró la puerta deprisa, apoyando su peso
en ella. Corrió los cerrojos. La puerta era gruesa, pero aun así pudo escuchar los
lastimeros quejidos del cachorro. Luego sobrevino un terrible silencio que quedó roto por
los desagradables ruidos que hacía Amanda al masticar.

***

Recordaba con nitidez aquel día. Le había llevado un poco de papilla a su hija. Ella se
había limitado a lanzar una feroz dentellada. No hacia la cuchara, por supuesto, sino hacia
su mano. Recordó cómo poco a poco su cuerpo iba recuperando la movilidad. El repentino
enrojecimiento de sus ojos. Los sonidos guturales que surgían de su garganta, como si
una furia inmemorial quisiera gritarle al mundo que el final de los tiempos había llegado.
Él había acondicionado la habitación. Una argolla en la pared y una gruesa cadena.
Barrotes en las ventanas. Cristales insonorizados y una puerta de doble grosor. No había
hecho los cambios por temor. Era imposible que su hija le provocara algo más que amor.
Debía protegerla. De ella misma, pero, sobre todo, de los demás. Si llegaba a escapar
podrían hacerle daño. Podrían arrebatársela. Sintió un escalofrío. No sería capaz de
soportarlo.

***

Pasaba la mayor parte de su tiempo en el laboratorio. Había vencido a la muerte. Ahora


debía devolverle a Amanda la humanidad que había perdido. Quería escuchar su voz, no
esos terribles gruñidos. Daría cualquier cosa por volverla a escuchar diciéndole papá.
Respiró profundamente anticipando ese momento. Su felicidad sería completa. Sin
embargo, la nueva cura se le resistía. Estaba seguro de que no existía ningún daño
neuronal. Tampoco podía tratarse de un simple trauma psicológico causado por la
reanimación. Había algo que se le escapaba. Seguro que la respuesta sería sencilla. Debía

42
ver primero lo más evidente. Adelantó los labios y los levantó en dirección a su nariz.
Necesitaba pensar.

***

El doctor Page tardó bastante en dejar de reír. Tenía razón. La solución era más que
evidente. Había sido un tonto al no haberla encontrado por sí mismo. Un filósofo alemán
le había mostrado el camino. «Somos lo que comemos», había dicho Ludwig Feuerbach.
Solo debía cambiar la dieta de Amanda. Sintió deseos de bailar. Ya era tiempo de que
Amanda volviera a jugar con algún niño.

43
Colección
KATTY Cool

Cierra la puerta con cuidado y camina posando la punta del pie en cada paso con suavidad,
como si cualquier ruido, cualquier movimiento en falso, pudiera resquebrajar la frágil
quietud de la habitación, como si hasta el aire fuera del más fino cristal. Su mirada busca
entre la tenue y acaramelada luz de la antigua lámpara, sobre la mesilla de noche, mientras
su visión se acostumbra a la penumbra. Se acerca a la camita y, con lentitud, una sonrisa
sutil se dibuja en su rostro.
—Pero, cariñito, ¿aún está mi princesa despierta a estas horas?
La niña no responde, nunca lo hace ni lo hará, y lo sabe pero no le importa. La arropa
con ternura rozando sus mejillas sonrosadas con el borde perfectamente doblado de las
sábanas. El color cremoso de la tela no es sino otra pieza más que contribuye a hacer del
lugar un rincón de golosina, una recámara de casita de muñecas color pastel, sacada de la
más dulce imaginación de algún confitero de fantasía. Lo único fuera de lugar es la
aterrorizada expresión de la niña.
—Déjame adivinar, has tenido otra pesadilla... Mi pequeño ángel no puede dormir. —
Suspira haciendo una exagerada pausa, aparta un mechón de cabello imposiblemente
rizado y rebelde de la cara de la niña con innecesaria lentitud, alargando el momento de
cercanía mientras finge estar buscando una solución, aunque ya sabe de sobras lo que va
a hacer—. ¿Qué te parece si te leo un cuento?
Alarga la mano hacia la estantería sobre la mesilla, donde un puñado de libros viejos
y pochos esperan resignados una oportunidad de sacudirse el polvo. En un gesto peculiar,
arrastra el pulgar sobre los lomos y el roce de la yema de los dedos con la familiar textura
le parece reconfortante, casi placentero. Ya ha elegido su objetivo. Lo desliza hacia sí,
haciendo sisear las cubiertas al rozarse entre ellas hasta dejar un hueco vacío. Acerca la
silla a la cama y se sienta sin ceremonias mientras sujeta el libro con ambas manos y lo
abre en un solo gesto perfecto, posándolo sobre su regazo y acompañando las tapas con
ambas manos, como si se tratara de un acordeón. Las páginas, ya amaestradas, se abren
por sí solas mostrando el inicio correcto.

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«Érase una vez la hija de un Rey, una preciosa niña de largos y rizados cabellos
castaños y ojos avellanados que no conocía la maldad. Su pureza y bondad eran
infinitas, ya que su padre la había protegido de todo mal manteniéndola oculta en
su fortaleza impenetrable. Su piel jamás había estado sucia, su pelo siempre
brillante, sus alimentos preparados con mimo. Nadie jamás había sembrado en su
mente la semilla del miedo. Estaba limpia de pecado, limpia de cuerpo, limpia de
alma. Pero, desde el alba hasta el anochecer, no había un solo instante en que la
niña se sintiera feliz, por más que el Rey le dedicara regalos caros y la vistiera con
los mejores trajes, confeccionados con las más exóticas telas de países lejanos.
Encerrada siempre en su torre y sin nada que hacer, pues no tenía hermanos ni
nadie cercano en edad a su alrededor con quien compartir confidencias, el pasar
de las horas se le hacía más llevadero si, cual bella durmiente cautiva de su
maldición eterna, se dejaba llevar por el consuelo engañoso del mundo onírico. En
su cama, entre cojines y sedas, se soñaba fuera de los muros, mientras esperaba,
con el corazón lleno de esperanza, que alguien en algún lugar rompiera aquella
maldición, quizá con un beso, y la sacara por fin de su cárcel de restricciones.
Alguien valiente que trepara hasta su ventana, que no temiera a enemigo alguno si
de salvarla se tratara, capaz de enfrentarse a hordas de enemigos para protegerla;
que tuviera la fortaleza para blandir su espada de cristal ante cualquiera que osara
interponerse en su camino y a quien no le temblara el pulso al manchar de sangre
sus manos por ella. La niña durmiente soñaba con despertar en un lugar
desconocido algún día, en una habitación distinta donde, por fin libre, dormiría
por siempre como la princesa de cuento que era».

Cierra el libro igual que lo abrió, con un solo gesto. Los recortes pegados entre las
páginas crujen por la presión. Demasiado pegamento. Ninguno de los relatos que contiene
es original. Son sus propias versiones, creaciones realistas con poco o nada de cuentos,
pero tan suyas al fin y al cabo.
Se pone en pie, devolviendo el pesado libro al mismo hueco en el que estaba.
—¿Lo ves? Eres mi pequeña bella durmiente y por eso está mal que sigas despierta,
cielo. —Mete la mano en su bolsillo derecho y extrae una cajita metálica y plateada—.
Por eso tengo que traer esto conmigo, especialmente para ti.
Al abrir la caja, la afilada aguja de una jeringuilla reluce bajo la amarillenta luz
mortecina, como una espina envenenada. De nuevo es un somnífero, de nuevo la

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destapará y buscará en su brazo dónde inyectar la ponzoña médica, en algún hueco entre
las ataduras que la mantienen inmóvil bajo las mantas y que ya han empezado a roer su
piel blanca de porcelana. Durante unos segundos admira su vestido, sus cabellos
arreglados y recogidos, su aspecto perfecto de princesa de cuento que se ha encargado
bien de reproducir, como si plasmara en ella la imagen idealizada que guarda en su mente
como una Polaroid, hasta que decide que es suficiente y la vuelve a dejar en la misma
posición. Así es como la quiere para siempre y por siempre.
Antes de marcharse comprueba la habitación con un vistazo rápido para asegurarse de
que todo queda tal y como debe estar. Por último, mira desde la puerta a su pequeña. Tiene
los ojos abiertos de par en par y ese color avellana le parece lo más dulce de la estancia.
Deja encendida la luz para que esté cómoda y le lanza un beso desde la puerta antes de
cerrar y echar la llave.
La niña, ahogada en lágrimas, apenas puede respirar con la mordaza. Demacrada y
exhausta, hace días que no siente los brazos. No sabe dónde está, ni cuánto tiempo ha
pasado. Simplemente despertó así, inmovilizada en una habitación engañosa que huele
tanto a muerte que le dan arcadas. Ha perdido la cuenta del tiempo que lleva sin comer ni
beber, tan solo entiende que la duerme una y otra vez, y sabe que lo hará hasta que ya no
se despierte. Ahora también sabe que no es la primera, que lo que ve no son muñecas
aunque lo parezcan. Una capucha roja, una cola de sirena, zapatos de cristal, una
interminable trenza de cabello rubio... Tardó en darse cuenta. Ahora, mientras ve sus ojos
velados, entrecerrados y muertos, en esa especie de reunión macabra de princesas
descomponiéndose, y el sueño la arrastra hacia la oscuridad, se pregunta si ella será la
última de la colección, deseando que ojalá, ojalá, hubiera apagado la luz antes de
marcharse.

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Al otro lado
Alejandro Masadelo

Desde aquel desgraciado y fatídico suceso, prometí —jurar me parece cristiano, prefiero
mantenerme impío— cubrir todos los espejos de casa. Aun así, me profesaba un
electrizante terror el aspecto que adquirían: sus formas diversas destacaban abultadas y
silueteadas en las mantas, como si estas fueran sudarios. Creí, y no en pocas ocasiones,
que había personas sepultadas bajo ellas. Por otro lado, esta sensación producía un curioso
efecto imantado en mí, como si me instase a quitarles la mortaja. Nadie que conserve
íntegro el raciocinio me pediría que lo hiciera.
Era un piso pequeño, pero el antiguo propietario lo tenía lleno de espejos. Casi todos
ellos reflejaban una ostentosidad ridícula y discordante con el resto de objetos y la
vivienda misma. Lucía, por el contrario, se dejó poseer por un extraño hechizo pomposo
y extrínseco en ella; solo faltaba que vistiese y actuase como una aristócrata petulante.
Por fortuna, no acabó convirtiéndose en una. Analizando en retrospectiva, lo hubiese
preferido.
Muchas personas sufren de eisoptrofobia, incluido yo. Lo mío era un grado
insignificante, pero sí es cierto que no podía pasar muchos minutos frente a un espejo. Lo
controlaba perfectamente, hasta que la fobia me castigó con una severidad atroz.
Ella tenía guardia en el hospital, por lo que estuve parte de la tarde y toda la noche
solo. Bueno, no hay nada que los videojuegos no puedan tratar. Cené mientras disfrutaba
de unos cuantos títulos de acción —matando demonios o nazis, principalmente—. Las
horas transcurrieron con normalidad, incluso demasiado rápidas. Antes de irme a dormir,
me encontraba exultante; sentía que podía enfrentarme a cualquier peligro que hubiese.
La impulsividad extática que sentía eclipsó mi voluntad y me impulsó a tomar una
decisión funesta.
Me encerré en el baño y, antes de apagar las luces, encendí cuatro velas en el lavabo.
Me erguí y miré con arrogancia el espejo, como si fuese un indigno rival para mí: un
insignificante oponente que pretendía encerrarme junto a mis miedos en una celda. Leí
que la terapia de choque resultaba efectiva en muchos casos, así que decidí ponerla en
práctica.

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Al principio no sucedió nada. Consideré la posibilidad de salir de allí, sintiendo
vergüenza y a la vez tranquilidad, porque eso solo tenía un significado: la fobia habría
caído extenuada ante mí y solo debía rematarla. La fulgurante victoria solo fue una vana
ilusión.
Cuando pasaron unos minutos, la ansiedad se apoderó de mí. El aire se enrareció,
entrando con dificultad en mis pulmones. Las manos, temblorosas, resbalaban en la
cerámica. El sudor comenzó a salpicarme con sus pegajosas gotas por todo el cuerpo. Un
velo brumoso se extendió en mi visión. Me froté los ojos con el dorso de las manos, pero
solo conseguí que me escocieran; ardían, estoy convencido de que emanaban una tenue
columna de vapor. Los músculos de mi cuerpo se tensaron como el alambre por donde
caminan los funambulistas. Sentía el corazón chocando contra mi pecho, ansioso por
derribar la pared que le separaba de la libertad. Un resuello profundo atascado en mi
garganta terminó saliendo, sonando más como un estertor. Pronto todos los músculos de
mi cuerpo vibraron con bruscas y esporádicas convulsiones. Desvié los ojos en todas
direcciones, pero apenas alcanzaba a observar las formas de los objetos: parecían…
parecían estar derritiéndose.
La soledad que sentía desapareció, y de pronto me vi rodeado de voces y siluetas de
personas que decidieron acompañarme en mi lucha. Me susurraban palabras libidinosas,
macabras o cómicas; las sombras bailaban distraídas a mi alrededor y no distinguía más
que estelas oscuras pasando por detrás. Una parte de mí deseaba salir corriendo,
guarecerse en la seguridad de la luz; la otra, más orgullosa, se negaba obstinada a
reconocer la derrota y, entre ambas, se originó una confrontación sangrienta.
Apenas podía respirar; alguien estaba oprimiéndome los pulmones por dentro, lo
sentía. ¡Sentía robustas manos agarrándolos! Mantenía la mirada fija en mi reflejo
mientras los compañeros se multiplicaban, llegando a formar una horrísona orquesta de
palabras ininteligibles. Aferré los dedos al borde del lavabo, pugnando por no caer al
suelo. Bocanadas entrecortadas de aire salían de mi boca. El tiempo se disgregó en los
lindes de la realidad existente fuera del baño. Fuera. Debía salir. Lo intenté, pero no tenía
energía siquiera para moverme; sentía que moriría si lo hacía. ¿Cómo podía recorrer el
angosto y alargado pasillo que me conducía al mundo real? Claro que no sabía en ese
momento, ni tampoco ahora, el significado de real.
Súbitamente, las personas desaparecieron, instaurándose de nuevo el silencio. El
cuerpo dejó de temblarme y el aire empezó a fluir con normalidad. Caí arrodillado,
deslizándome por la superficie del lavabo. Aguardé unos segundos con los ojos cerrados.

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Me erguí ante el espejo con gran dificultad y observé la endeblez de mis brazos: parecía
que había levantado más de cincuenta kilos.
Mi corazón fiero se amansó y el incorregible miedo se formalizó. Una hilaridad
incontrolable manó de mi interior como un caño roto. Me miraba en el espejo y no sentía
nada. Celebré efusivo el hito logrado.
La emoción se cortó tajante cuando mi propio rostro esbozó una holgada y antinatural
línea con los labios, estirando las comisuras casi hasta los párpados. Me quedé petrificado.
Mi reflejo apagó las velas, soplándolas con una delicadeza irónica. La oscuridad imbuyó
el baño. Al menos, en el que yo me encontraba. En el lado opuesto, las llamas adquirieron
un tono bermellón y las velas se volvieron de obsidiana derretida que supuraba un líquido
del mismo color. El decorado parecía salido de una caldera. Las paredes, el lavabo, el
retrete… Todo estaba fundiéndose en esa nueva realidad.
Yo tampoco me libraba de ello.
La piel empezó a llenárseme de ampollas efervescentes. La lengua me ardía, y cuando
abrí la boca descubrí que un trozo gelatinoso se desprendió de ella, cayendo por las
paredes del lavabo como si descendiesen un empinado terraplén. Cráteres purulentos
expulsaban líquido corrosivo que perforó el grifo. El pelo caía grácil como la lluvia. Los
rasgos faciales se alargaron como si un niño estuviese jugando con plastilina. Los dientes
se descompusieron, partículas macilentas volaban delicadamente. No podía siquiera
exclamar el inefable dolor que sentía; solo un gemido ahogado salía de mis labios
ensangrentados. El globo ocular saltó de su cuenca y rodó hasta filtrarse por el sumidero
como cera de una vela.
Atravesé el espejo con la mano cerrada, y cuando la saqué estaba empuñando un
cuchillo largo. Una voz pesada y viscosa me susurró: «Entrega una vida frente al espejo
y serás libre».
Después, recuerdo haber iniciado una travesía por a saber qué lugares. Las imágenes
se sucedían con una rapidez trepidante. Una amalgama de personas deformes y
gelatinosas se cerraban en torno a mí. Las espantaba blandiendo el cuchillo como un
experto espadachín. El sonido acuoso y abotargado cuando la hoja se hundía y separaba
los tejidos de su cuerpo sirvió de sinfonía.
Me pregunté confuso por qué no había terminado todo, pero a la vez me sentí
impulsado ineludiblemente a seguir asesinando a aquellas bestias delirantes.
Continué deambulando en aquel mundo de cera, donde el cielo nocturno estaba
encendido con el albor explosivo de un atardecer, la luna lechosa lucía esbelta y

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enrojecida en una imitación soberbia del gesto célebre de la pintura «El grito» y los
edificios se derrumbaban conforme me deshacía de esas horribles criaturas.
Llegué a lo que parecía una fortaleza ónice y cerúlea. El complejo estaba repartido en
varias alas. La entrada estaba atestada de monstruos que evitaban mi paso. Algunos
corrían, pero lograba cazarlos. La copa negra de los árboles de la entrada tenía forma
helicoidal, y las briznas del césped formaban olas en constante movimiento.
«Llega hasta el final y podrás salir», me recordó la voz a modo de indicación.
Comencé a subir plantas. Algunas criaturas lograron herirme, pero eso solo provocó
que brotase una ira apremiante de mi interior. Resultaba repugnante empuñar el cuchillo
pegajoso con esa especie extraña de sangre de las criaturas, pero no debía cejar en mi
cometido; tenía que salir de allí cuanto antes. Estaba decidido; parecía conocer
exactamente el lugar, como si ya hubiese estado anteriormente.
Subí escaleras, doblé recodos, recorrí pasillos y abrí puertas. Nada ni nadie podría
detenerme. Moriría si me demoraba tan siquiera unos segundos para trazar una ruta
alternativa. Era un autómata siguiendo las instrucciones indicadas. No había señales que
indicasen mi desaparición, pero intuía que estaba ocurriendo con lentitud, como un
alfarero que moldea con mimo la masa para crear objetos. Para confirmar mi suposición,
detecté el reguero de cera que arrastraba tras de mí y que se desprendía de mi cuerpo.
Por fin llegué a la bestia final. Me deshacía de los esbirros que me atacaban mientras
otros corrían a arrinconarse, asustados y con el cuerpo doblado en posición fetal. El
enemigo no estaba dispuesto a luchar. Me habló con voz femenina y distorsionada, pero
no pude entender ninguna de sus palabras; seguramente estaría pidiendo clemencia con
desesperación. Alcé el cuchillo con una mano y lo bajé con fuerza, pero sus fuertes manos
se cerraron en mi brazo. Me clavó las garras y observé la facilidad con la que atravesó el
tejido gelatinoso. A pesar de todo, no sentí nada más que una leve brisa ácida. Hundí el
puño en su estómago. La bestia se reclinó y disminuyó la presión sobre mi brazo. Esa
debilidad me permitió tener el tiempo suficiente para enterrar la hoja en su cuerpo.
Justo cuando el filo le atravesó la piel, la voz ahogada de Lucía manó de su boca,
reverberándome en las sienes. Sus gemidos despedazaron mi corazón e hicieron retumbar
la frágil realidad, disgregándola en partículas explosivas de colores.
En la fugacidad de un pestañeo salí de la horrible entelequia donde me encontraba.
La sangre sustituyó la cera que caía por su cuerpo; el cuchillo brillaba orgulloso y su
tacto untuoso se fundía con la mancha rojiza de la palma de mi mano. Mi piel ya no se
despegaba a tiras, sino que había vuelto a su estado normal. El dolor de sus uñas

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arañándome la piel se hizo real y me escoció como si le hubiesen aplicado alcohol para
desinfectar. Contemplé con una incredulidad demente la matanza cometida: cadáveres
amontonados contra las paredes o esparcidos por el suelo como muñecos de trapo;
supervivientes mirándome al borde de una traumática locura, preguntándose cómo pudo
suceder todo.
Me giré y vi a Lucía tumbada de costado. Los ojos abiertos e incrédulos se fijaban en
un punto desconocido de la sala. La boca todavía esbozaba una mueca de confuso terror;
el corte de su cuello expulsaba tímidas ráfagas de sangre. Empezaron a temblarme las
manos. El cuchillo se escurrió entre mis dedos y rebotó con pesadez en el suelo de vinilo
azul. Las palabras salían en tropel de mi garganta seca. Permanecí petrificado
observándola hasta que alguien se abalanzó sobre mí, gritando frases incomprensibles. El
mundo se descompuso mientras asimilaba lo ocurrido.
Retrocedí exclamando un grito sobrecogedor. Mi reflejo apareció con un aspecto
trastornado e ido. Estaba cubierto de sangre. Me felicitó con la voz de un presentador
televisivo:
—¡Enhorabuena! Has cambiado ambas realidades. Fíjate que buen aspecto tienes. No
podemos decir lo mismo de ella, ¿verdad?
Lucía se situó a mi lado…, quiero decir, a su lado. Esta vez, ella parecía una vela
humana. La sangre hervía en su garganta abierta. Sostenía el mismo cuchillo con que la
asesiné.
—Las reglas son iguales para todos —señaló.
Corrió hacia mí, alzando decidida el arma. Rápidamente avancé hacia el lavabo.
Extendí el brazo derecho y golpeé el cristal en el mismo momento en que el filo cruzó el
umbral entre ambos mundos. La punta del cuchillo se hundió en mis nudillos.
Cuando el golpe impactó en el espejo, la imagen se rompió en esquirlas cerúleas, frías
y punzantes como el verdadero cristal. Los fragmentos me rebotaron en la cara, el pecho
y los brazos. La sangre explotó como una tubería vieja de mi mano, salpicando un reguero
escarlata en la telaraña cristalina.
Me deslicé por el borde mientras apretaba mi mano. Me quedé ronco gritando, las
lágrimas estallaron en mis ojos. Bajé la mirada decidido para comprobar el estado de la
herida.
Tenía cera borbotando en el corte profundo de la mano, incrustándose como grava;
sentía la abrasión desprendiendo la piel en algunas zonas, quedando al descubierto una
capa roja y amarilla de aspecto purulento. El sabor acre del vómito contenido subiendo y

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bajando por mi garganta me provocó una arcada. Finalmente, el torrente terminó saliendo
desbocado.
El espejo se perdía en una espiral infinita que mostraba distintos reflejos de mí mismo,
cada uno difiriendo del otro; dimensiones perdidas en una creación procedural y caótica.
Por fortuna, estaban lo suficientemente deformados como para afectarme.
Mareado y febril, con el olor denso y agrio caí al suelo, perdiendo el conocimiento.
No sé cuánto tiempo transcurrió, pero estoy seguro de que todo fue real… aunque el
baño reflejase lo contrario.
Desde entonces, cubrí todos los espejos de casa. Era la única manera de evitar sus
provocaciones y bloquear la única entrada a esta realidad. Sí, pude haberme deshecho de
ellos, pero no quise. Quería mantener viva a Lucía. En cuanto a ella, nadie supo nada,
exceptuando que desapareció la noche que le tocaba guardia. Nadie podía imaginar que
ella seguía viva y residía al otro lado del espejo y que yo, su compungida pareja, la tenía
secuestrada. Siempre que me acerco a ellos pregunto: «¿ya no te gustan los espejos,
cariño?». Desgraciadamente, no recibo ninguna respuesta. Nuestra nueva relación estaba
basada en continuas provocaciones. Y mejor que siguiera así.

52
No va a pasar nada
Laura Mars

Me sonrió con una mezcla de condescendencia y ternura.


—Ya verás como no va a pasar nada —me dijo Max.
—Supongo —admití de mala gana.
Me abrazó como si yo fuese irresistible y me dio un buen achuchón, algo que en otros
momentos me encantaba, pero que en este me incomodaba. Lo aparté de encima.
—Déjame. Si no va a pasar nada, ¿para qué te despides tanto?
—Vale, Sofía, tranquila. Nos vemos mañana. Traeré desayuno.
Le di un beso rápido y cerré la puerta de nuestra casa. Todavía se me hacía raro
llamarla “nuestra”, pero era la verdad. Nos habíamos convertido en propietarios de ese
apartamento de setenta metros cuadrados. Estaba en la última planta, la quinta, y era muy
luminoso de día. No daba miedo en absoluto.
Por las noches eso cambiaba, al menos para mí. Desde pequeña había sido incapaz de
dormir sola. Todos los intentos de mis padres por sacarme de su habitación habían sido
infructuosos, hasta tal punto que me conformaba con dormir en la alfombra a los pies de
su cama si hacía falta. Cuando nació mi hermana nos pusieron en el mismo cuarto. No
me costaba admitir que tener a un bebé conmigo me tranquilizaba y me daba seguridad.
Compartimos habitación hasta que me marché de casa y empecé a vivir con Max. Y
nunca, nunca había dormido sola. Hasta hoy.
Hoy era el día, más bien la noche, en que iba a estar sola por primera vez. Tal como
había hablado con Max, me prepararía una velada agradable. Tenía ya las dos películas
que iba a ver. El libro que iba a continuar. Incluso había comprado palomitas de las que
se hacían en el microondas.
Iba por la segunda película cuando oí el primer ruido.
—Será el tejado —dije, tal y como había practicado con Max.
Tenía que dar explicaciones sencillas a lo que oyese para que mi imaginación no se
desbocase. Al poco, paré de nuevo la película. Otro sonido venía con claridad de la parte
superior de la casa. «Algo se arrastra por el tejado», pensé. Sin embargo, dije en voz alta:
—Será el viento.

53
Miré el teléfono de reojo y negué con la cabeza. No iba a caer tan pronto.
—Yo puedo. No va a pasar nada —me tranquilicé.
Me obligué a continuar con la película, subiendo el volumen un poco más. Era una
comedia romántica cuyo argumento resultaba previsible y tranquilizador. A veces una
solo quiere saber que todo va a ir bien.
Un golpe fuerte y seco se oyó al fondo del pasillo. «Como si alguien entrase en casa»,
pensé, sintiendo la angustia alojarse en el pecho. Me levanté de un salto y paré de nuevo
la película.
—Será… será… —intenté pensar qué podría ser algo que hiciese tal ruido—. ¿Las
tuberías?
Quité la película y dejé de mentirme a mí misma. Empezaba a estar asustada de
verdad. Hice algo que se supone que no debía hacer. Fui a la cocina y cogí un gran
cuchillo, el que utilizaba para abrir piñas y melones. Max me había dicho que si me
armaba le daba la razón a mis miedos. «Pero, ¿y si tengo razón? ¿Y si hay alguien en
casa?», pensé con creciente angustia. Miré el reloj. Eran las 23:47. Todavía una hora a la
que podría llamar a mi novio. Le suplicaría que viniese si hacía falta, admitiría mi derrota.
Otro golpe procedente de la habitación. «Esto no me lo estoy imaginando», decidí
para mí misma. Así el cuchillo con fuerza y debatí internamente. Miré alternativamente
hacia el móvil, el descansillo que llevaba hasta la puerta principal y el pasillo que
conducía a las habitaciones. Tres caminos posibles por delante: llamar, huir o enfrentarme
al miedo.
—Vivimos en un quinto, nadie va a entrar por el tejado —dije en alto, repitiendo la
frase de Max. Después imité su tono de voz—: ¿Quién va a venir, Spiderman?
Intenté reírme en alto pero el sonido que salió por mi boca me asustó, una voz áspera
y ajena que no parecía la mía. Salí de mi parálisis como una autómata y me dirigí al
pasillo. Era una mujer adulta y lo conseguiría. Encendí la luz y vi los halos de oscuridad
desaparecer. Solo quedaban las cuatro puertas como pozos de penumbra a izquierda y
derecha. Un baño, la cocina y dos dormitorios. Mi intención era inspeccionar la casa de
arriba abajo. Otra cosa que mi novio me dijo que no debía hacer.
—Que te den un poco, Max —dije en alto—. Lo estoy haciendo lo mejor posible.
—¿Por qué dices eso? —dijo una voz desde la oscuridad del dormitorio.
Di un paso hacia atrás de la impresión. Podía justificar un sonido en el tejado, algo
arrastrándose, golpes por la casa, pero no una voz. Eso nunca tenía explicación, las

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tuberías no hablaban. Sin dar la espalda al pasillo, empecé a andar hacia la entrada, con
el pánico golpeando mis sienes.
—¿Dónde vas?
Choqué con alguien y grité. Al girarme vi a Max, parecía que acabase de entrar por la
puerta, todavía llevaba el abrigo. Lo abracé y golpeé a partes iguales, estaba aterrada.
—¡Max! ¡Hay alguien en la casa! ¡De verdad! He oído una voz.
—Aquí solo estamos tú y yo —dijo él con una extraña calma—. Ya era hora de que
estuviésemos a solas.
Parpadeé varias veces, sin entender.
—Tienes que creerme, mira en la habitación —le insté.
—Claro, vamos.
Recorrimos el pasillo. Él delante de mí. Yo todavía llevaba el cuchillo. Una reflexión
fugaz pasó por mi mente: «qué raro que no se haya quejado del cuchillo, era una de las
normas que habíamos puesto». Max entró en la habitación sin encender la luz. Las
sombras recorrieron la cama dándole un aspecto irreal, casi como si flotase un centímetro
por encima del suelo.
—Ven —me dijo.
—No, mira bien primero —le dije paranoica mirando cada esquina, sin moverme
todavía del quicio de la puerta.
Sentí algo en la espalda y me giré bruscamente. Examiné el pasillo con sus dos
bombillas iluminando el suelo de madera. La luz parpadeó y se volvió menos intensa. La
oscuridad que salía de cada habitación parecía cada vez más amenazante, casi como si
estuviese ganando terreno.
En el dormitorio, Max se agachó y se tumbó en el suelo para mirar debajo de la cama.
—Quizás sí veo algo… —dijo, y empezó a arrastrarse.
—¡No! Max, no estoy para juegos, por favor, no te metas ahí debajo.
Tarde. Vi el último zapato esconderse bajo la cama. Silencio. Encendí la luz.
—¿Max?
—Ven —me repitió.
—¿Estás tonto? No voy a meterme bajo la cama, sal ya, que estoy asustada. Ya sé que
te parece una tontería, pero no es así.
—Ven, tienes que verlo —me repitió.

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Eché un último vistazo al pasillo, sentía como si alguien me fuera a sorprender por la
espalda en cualquier momento. Prefería estar con él. Entré y me acerqué a la cama, dejé
el cuchillo en el edredón y me agaché.
—Como me des un susto… —le advertí.
Aunque, a decir verdad, Max nunca me daba sustos, sabía que lo pasaba realmente
mal. En ese momento la puerta del dormitorio se cerró con fuerza y la luz se apagó. Grité
y me desgañité la garganta, presa del pánico.
—¡Max! ¡Por favor! ¡Sal! ¡Hay alguien aquí! ¡Te lo he dicho, hay alguien en la casa!
—Sí, soy yo —dijo la voz bajo la cama.
Algo me agarró por la muñeca, una especie de niebla fría que tiraba de mí.
—No… no eres Max —dije intentando resistirme, comprendiendo al fin.
—No. Pero he estado mucho tiempo esperándote, toda tu vida.
Con la mano libre busqué el cuchillo con desesperación. Lo había dejado en la cama
y ahí tenía que estar. Toqué algo y lo agarré con fuerza, me corté con el filo del cuchillo.
Chillé y lo cogí bien por el mango.
—Me lo has puesto muy difícil —dijo la voz volviéndose más oscura, casi metálica,
y dejando de mimetizar la de mi novio.
Creí que moriría de un infarto de un momento a otro, mi corazón latía sin control y
jamás había estado tan aterrada. ¿O sí? Una serie de imágenes llenó mi mente, imágenes
de cuando aún no tenía lenguaje para expresarme. Una sombra incorpórea me observaba
junto a mi cama infantil, acercándose para acariciarme, y yo corría al cuarto de mis
padres. Pero ahora no podía huir. Estaba sola. Iba a pasar algo.
Logré dirigir mi pánico y con fuerza intenté cortar la niebla que me asía.
—Buen intento —dijo la voz que ya no era una voz sino un chirrido viscoso.
Y algo pasó.

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El propietario
Beh Sam

El agente inmobiliario le jura y perjura, ya casi a gritos a través del teléfono y al borde de
arrancarse el cuero cabelludo, que el caserón lleva tapiado, por lo menos, setenta años.
Los albañiles que lo acompañan, que han vivido en ese mismo barrio desde niños, le
aseguran que ni siquiera de chavales habían querido tirar abajo el sello de ladrillo para
entrar en ese estercolero a beber cerveza y vandalizar los muros.
Todo el mundo parece tratar de convencerle de que nadie ha puesto un pie en la
propiedad desde los años cincuenta, pero Néstor no se deja engañar. ¿Cómo si no sería
posible que aquel microondas blanco, reluciente y de última generación le estuviese
dando una cálida bienvenida desde la encimera de la cocina?
«Seguro que aquí duerme algún indigente». Prefiere que los operarios arriesguen sus
pellejos y se encuentren ellos mismos con el huésped, así que se aloja durante un mes en
el hostal del pueblo, yendo y viniendo cada día a comprobar el avance de las obras. Pero
allí nadie se topa con nadie.
«No estoy retrasando mi mudanza a la casa porque esté asustado. Para nada». Vaya
que sí. Primero que si la tarima del suelo está torcida, después que si el color de la pared
no combina con las cortinas y, por último, cualquier cosa antes que tener que colocar las
sábanas en su nueva cama y pasar la noche bajo el mismo techo que ese espeluznante
microondas.
Finalmente, los albañiles se desmarcan de sus incomprensibles exigencias y lo
abandonan allí un día cualquiera al atardecer, con las masillas aún húmedas bajo los
azulejos, para que experimente la calidez del hogar hasta que regresen a la mañana
siguiente. Pero no hay calidez que valga si el microondas continúa sobre la encimera.
«Lo tiro. Esta misma noche lo tiro». Lo agarra y se acerca a la entrada. «Pero se
enfadará el maldito. Y me perseguirá hasta la muerte». Lo suelta de nuevo en su lugar.
«¿Funcionará?». Lo enchufa a la nueva toma de corriente. Una pantalla se ilumina
pidiendo la configuración de la fecha y la hora. «Que será de los años cincuenta, dicen…
¡Mentirosos todos!».

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Decide dejarlo en la planta baja y subir a su habitación, a paso rápido y vigilando la
espalda, para atrancar su puerta sobre una cuña y rendirse a un descanso reparador con
los ojos a medio abrir. ¡Como si los demonios entendiesen eso de los cerrojos! Y, claro,
como era de esperar, a las tres y veintitrés de la mañana un quejido semihumano lo
despierta desde el primer piso.
Ya a pleno día no se atreve, ni por asomo, a revelarle al jefe de obra por qué las ojeras
le cubren toda la cuenca y su adormecimiento no ha desaparecido ni siquiera después del
tercer café frío.
—¿A quién le puede gustar el café frío? —Los hombres se burlan de él.
«No lo meteré al microondas. ¡No a ese! Poseerá el café y me envenenará con el
espíritu de una entidad maligna». Y, mientras tanto, el cuarto café gélido.
Tener a los operarios en la casa, unos veinte despotricando escaleras arriba escaleras
abajo, es verdaderamente reconfortante. ¿Por qué tendrán que irse a las siete? ¿No pueden
trabajar de noche? ¡No! ¡Mejor ausentarse en las horas críticas de actividad paranormal y
abandonar al pobre Néstor a su suerte!
«Quizá ellos tengan miedo también. Eso reforzaría mi teoría». La hipótesis de que tan
solo cumplen con su horario laboral no parece tener demasiado sentido. «Esta noche va
al contenedor. Y no hay más que hablar». ¡Ay, qué cabeza la suya! Que los
electrodomésticos se desechan en el Punto Limpio y no donde a uno le venga en gana.
«¿Librarme del Diablo o cuidar el medioambiente?». Néstor es un buen ciudadano, ante
todo. «Ya mañana. Pero esta noche lo guardo en un armario». Una vez más, a los espectros
no les importan demasiado los armarios.
«De nuevo ese molesto ruido lastimero. A las tres y veintitrés». Respira como un
búfalo bajo la sábana. «No debo bajar. Es mejor que me quede aquí hasta que pase». Pero
baja.
Se acerca a la despensilla donde le espera el aparato y la abre de golpe esperando el
ataque. Allí solo hay un microondas.
«Lo devolveré a la cocina para que no dé la vara». Lo apoya con cuidado y lo examina.
—Ese soy yo —habla al fin en voz alta reflejado en la puerta de vidrio—. ¿Qué quieres
decirme?
El microondas no replica.
—¡Tu silencio me mata! —Lo zarandea un poco, pero no mucho. Sin perderle el
respeto.

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Vuelve a la habitación para encerrarse e imaginar la respuesta del aparato ya hundido
entre las sábanas. «Qué cosas tiene la vida», se está quedando dormido. «¿Te compras
una casa o la casa te compra a ti?».
Repentinamente, un gimoteo.
«¡No aguanto más!», se desembaraza de las mantas. «Pero tengo que aguantar»,
vuelve a cubrirse.
—¿Qué ocurre, Néstor? ¿El café frío tampoco te espabila hoy? —Ya por la mañana,
el capataz se ha levantado con la gracia subida—. No has dormido por los nervios; te
entiendo. ¡Es el último día de reforma!
«¿Cómo? ¿Ya ha pasado un mes y medio? ¡No es posible!».
—Quizá podríais rematar alguna cosa más —el hombre adormecido se arriesga—. La
moqueta de mi habitación no me va.
—Te la hemos cambiado dos veces.
—Y sigue sin irme.
—Pues se la tendrás que encargar a otro.
Ni siquiera el dinero los convence para trabajar según le dé el viento a la veleta.
—¿Qué os parece cambiarme el microondas? —Le brillan los ojos—. Lo prefiero de
acero y este es de plástico blanco. Lo lleváis al Punto Limpio y finiquitado.
—Que no. Si está nuevo…
—Pero no me gusta. Además, aquí el que paga soy yo —se pone serio. O lo intenta.
El jefe de obra no tolera recibir órdenes de principiantes, como es normal. A las siete
y un minuto de la tarde los albañiles despejan la entrada y se marchan para no volver.
Ninguno de ellos se ha acordado (¡ja!) de cargar el microondas en la furgoneta. Vaya
pena.
—Si me deshago de ti me matarás, ¿verdad? —Néstor vuelve a la premisa original
apostado frente a la encimera—. Pero ¿y si no? No son las ocho aún. Todavía tengo
tiempo de acercarte al Punto Limpio.
El microondas no está conectado a la corriente, pero parece desprender electricidad
estática, de la que zumba y eriza el vello de los brazos.
—¿Eso qué significa? —Se agacha para otear el interior—. ¿Me vas a desollar? ¿Te
comerás mis tripas?
De nuevo, se observa reflejado en el vidrio de la portezuela.

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—La verdad es que las ojeras han resultado ser realmente favorecedoras. —Se las
repasa con el pulgar—. Me dan un aire enigmático, melancólico. Me he convertido de
repente en un hombre interesante.
Acerca una silla de cocina frente al electrodoméstico, sin perderlo de vista, para
acomodarse en su contemplación.
—Mira qué guapo soy; un misterioso y solitario bombón. Esta mañana me levanté
como un cachorro asustado, pero ahora… —duda unos segundos antes de echarse a
llorar—. ¡Lo sigo siendo! ¡Dios mío! ¿Qué me está pasando? —El pasillo que conduce a
la cocina ya está completamente oscuro. No se ve nada—. ¡Soy un atractivo perdedor! Y
el terror que siento va a matarme. ¡Me convertiré en un hermoso cadáver pudriéndose en
la soledad de una maldita cocina!
Levanta la vista hacia el reloj de la pared. Ya son más de las ocho. Y de las nueve. Y
de las diez. Son las tres y veintitrés de la mañana.
—¿Cuándo ha ocurrido esto? ¡No puedo entenderlo! ¿Y por qué mi entrepierna está
empapada?
Advierte que su mano derecha no está a la vista sino bajo el pantalón, dentro del
calzoncillo.
—¡¿Eso es lo que llevo haciendo tantas horas?! ¿Y qué es ese ruido?
Un gemido se aproxima desde el oscuro pasillo, a su espalda.
—¡No me engañas, cerdo! —Se planta en su silla—. Has estado ahí mirando, desde
la encimera, mientras yo hacía cosas que ni siquiera recuerdo y ahora pretendes
engañarme para que me vuelva. ¡No lo haré! Eres un electrodoméstico asesino y
vicioso… y yo te ganaré esta vez.
Néstor se hincha y deshincha tratando de tomar algo de aire y bufándole a la encimera
como un perro rabioso. Se esfuerza por no llorar para así poder hallar la forma en que el
eco rebota en los muros y le reverbera a la espalda. Pero no es así: el sonido procede del
pasillo. Y mientras él se dedica a increpar a ese estúpido microondas, el engendro carnoso,
alto y lánguido, que lo acecha cada noche, ya ha terminado de alargar las garras hacia su
espalda.

60
IX
Carlos Picazo

—Es un error. Lo siento, es lo que pienso.


—Lo ha verificado nuestro equipo de expertos. Todos coinciden en que es real.
Se hizo una pausa incómoda cuando se percataron de mi presencia.
—Hola, Ana —me dijo el dueño de la galería—. Toma asiento, por favor. Te comento
muy rápido el porqué de esta reunión de urgencia. En cinco minutos vendrán los del fondo
de inversión para tratar un tema delicado y necesitamos tu ayuda. No es necesario que
intervengas, pero queremos que estés presente e informada de todo.
Asentí y me senté en silencio. Normalmente trabajaba en mi estudio o en el taller de
restauración, era insólito que la dirección de la galería me convocara a una reunión. Algo
extraño estaba pasando.
La conversación entre Guzmán, dueño de la galería, y Bóveda, nuestro director de
arte, se había visto interrumpida por mi presencia. No sabían cómo continuar.
Poco después llegó la secretaria acompañando a un grupo de hombres, todos con trajes
muy grises y caras muy serias. Guzmán aguantaba la respiración y los recibía estrechando
manos como un súbdito entregado. Después de las presentaciones pusieron botellas de
agua y vasos sobre la mesa y entraron en materia.
—Su solicitud de fondos nos tiene algo confusos. Como comprenderá necesitamos
revisar en detalle su petición —dijo el inversor principal.
—Por supuesto. Se trata de dos obras excepcionales. Muy excepcionales. Sin
embargo, su autoría está en duda y necesitamos algo de tiempo para certificarla
adecuadamente —dijo Bóveda.
—¿De qué se trata?
—Son dos Harukas, sus obras siete y ocho, cuya existencia era totalmente
desconocida hasta ahora —dijo Guzmán.
—¿Dos Harukas? Eso no me dice nada —El inversor parecía molesto.
—Santiago Haruka era un artista español único y su obra es única. No hay nada en el
mundo como lo que él hacía. Nadie comprende cómo lo hacía y solo algunas personas
son capaces de entender su obra. No basta con tener conocimientos de arte, es necesario

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algo más. Eso es lo que lo hace único. Aquellos que disponen de una especial sensibilidad
son capaces de ver en sus cuadros cosas que el resto no ve. El autor despareció de la
escena pública en 1994 y no se ha vuelto a saber de él. Los rumores dicen que desapareció
en el mar. Pero son solo rumores.
—¿Qué supone eso a nivel de mercado? Porque su solicitud nos resulta demasiado
abultada —dijo el inversor muy serio.
—Como le digo, no hay mucha gente capaz de ver en ellos lo que no se ve, pero
aquellos que lo ven… ¡Oh! Estarán dispuestos a ofrecer mucho. De verificarse su
autenticidad, estaríamos hablando de Sotheby’s. Estamos hablando de muchos millones
de euros.
—¿Por qué no han podido verificar todavía su autenticidad? ¿Cuál es el problema?
—Es complicado. Nuestros expertos aseguran que las obras son auténticas y tenemos
informes fiables de que la firma también lo es. Hasta ocho grafólogos independientes así
nos lo han asegurado. Pero sigue habiendo sombras que despejar. Los análisis indican que
estas obras no tienen más de dos años de antigüedad.
El que hablaba en nombre de los inversores gruñó como si le apretara la corbata.
Necesitaba más información para comprender qué le estaban diciendo. A mí, el corazón
me latía en la garganta. Yo ya había visto el resto de la obra de Santiago Haruka y ahora
sabía qué demonios pintaba yo en aquella sala. Me estaba mareando del vértigo.
—Los análisis que apuntan a esas fechas son irrefutables y señalan que Haruka,
además de seguir vivo, habría pintado los cuadros con 103 años. Eso es lo que nos
preocupa y por lo que necesitamos más tiempo.
El tipo arqueó una ceja. Aquello no le gustaba, sabía que no había garantías en su
inversión y que el marchante no iba a esperar mucho antes de llevárselos a otro sitio. Las
perspectivas de beneficio eran enormes, así como de reputación y publicidad, pero la
inversión en esta apuesta tampoco debía ser baladí.
—Les aseguro que vamos a poner todo nuestro esfuerzo en este asunto, pero
necesitamos de su confianza. Ana es una de nuestras restauradoras más reputadas y,
además, es una de esas personas que es sensible a las obras de Haruka. No hay mayor
garantía. Si ella ve más allá, es que son auténticos, y entonces cualquiera de los
potenciales compradores también lo verá. Certificar la autoría no será tan importante,
alcanzarán un valor desorbitado. Además, contrataremos a una agencia privada muy
prestigiosa para indagar en sus orígenes. Hecho esto, podremos poner la narrativa que

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queramos y multiplicar su valor. Si son Harukas, dará igual de dónde hayan salido. No se
pueden poner en duda, un Haruka no se puede falsificar, eso sí que se lo garantizo.
Bóveda, nuestro querido director de arte, tenía que estar en lo cierto. Aquello tenía
que ser un error. Un error mayúsculo y apabullantemente caro. La firma de Haruka no
podía ser auténtica.
Me acompañaron a la cámara de seguridad donde tendría que estudiar los cuadros.
No tenían ninguna intención de sacarlos de allí. Me trajeron un butacón y un té y me
dieron todo el tiempo que necesitase.
Su gratitud me era un tanto indiferente. Creían saber lo que me estaban pidiendo, pero
no lo entendían. Me temblaban las piernas y me había quedado muda. La ansiedad
recorría mi cuerpo como una droga maldita. Necesitaba comer, necesitaba salir corriendo
de allí, huir de todo. Pero me quedé.
Exponerme de nuevo a la obra de Haruka me resultaba aterrador, me bloqueaba los
sentidos y, a la vez, tener el privilegio de presenciar algo tan especial era simplemente
irresistible.
Cuando me dejaron sola con los dos cuadros tapados por una tela negra saqué el
crucifijo de mi escote y recé. Tenía miedo y aquella atracción morbosa y enfermiza por
desvelarlos me hacía temer más aún.
Di un sorbo a mi brebaje y realicé algunos ejercicios de respiración. No estaba
preparada, nunca lo estaría. Ni yo ni nadie podría estarlo. Pero tenía que hacerlo.
Sin dejar que mis pensamientos y mi miedo me bloquearan, sin pensar absolutamente
en nada, con la mente en blanco, me levanté de un brinco y de dos zancadas alcancé el
cuadro rotulado con un VII y arranqué la tela como si detrás de ella se encontrara la misma
muerte.
Lo contemplé totalmente absorta. Mi visión empezó a tener efecto túnel y apreté los
párpados. Solo veía una fracción de mi ángulo de visión, el resto se había oscurecido y
aparecieron estrellitas alrededor.
Resistí el mareo que me mecía como si estuviera en la cubierta de un barco. Aguanté
y acallé a la miríada de voces de alarma que dentro de mí me decían que huyera. Luego
fue demasiado tarde. Estaba cautivada por el cuadro. Me tenía embelesada y horrorizada,
atrapada, sumisa y dominada. Poseída, me atrevería a decir.
No solamente eran mis nervios y mi sugestión. El cuadro era auténtico y poco a poco
empezó a revelarse ante mí. En estética era casi igual a cualquier otra obra de Haruka: un
monolito oscuro en el centro, lleno de matices de negros, rodeado de una neblina de

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colores inciertos. Verdes tan oscuros que se fundían con el negro, azules y rosas casi
imperceptibles.
Después de contemplarlo un rato empezó a mutar en mi cabeza y comencé a distinguir
formas que al inicio no estaban allí. Los colores se mecían y parecían moverse. Era
espantoso. Una aberración. Aquel desgraciado hacía algo aún peor que Pickman.
Contemplarlo y comenzar a comprenderlo era como un viaje alucinógeno a una pesadilla
siniestra y sobrecogedora.
Lo que vi después era nuevo. Era diferente a cualquier otro que hubiera visto antes.
No solo era auténtico, era la séptima pieza de un viaje que continuaba con lo que ya había
sufrido al ver los seis anteriores, siempre y solo al estar en presencia del cuadro físico y
original. Juraría incluso haber escuchado voces, quizá ruidos, y un rumor constante.
Estaba segura de que me aguardaban, otra vez, días eternos y noches llenas de sueños
infestados de locura. Pensaría que estaba demente si no fuera porque aquel efecto lo
padecía un porcentaje relevante de personas que se enfrentaban a sus cuadros. Por eso
Haruka era único. Por eso era inimitable y tan codiciado. Por eso decían que yo era de
esas personas sensibles a su obra. Yo era capaz de ver lo que ocultaba.
Lo cubrí rápidamente, sin pensar, con la mente en blanco, como el que tapa la cara
horrenda de un cadáver desfigurado que no es capaz de soportar por más tiempo.
Me senté en el sillón y dejé fluir el té por mi garganta. Estaba más caliente de lo que
podía aguantar, pero me dio igual. Necesitaba aplacar el frío que había anidado en mi
interior.
A mi derecha estaba el otro, rotulado con un VIII. Me atraía clamando a lo más
primario de mi ser. Me ahogaba, me quitaba el aire, me llamaba. Tenía que desvelarlo y
sumergirme en su oscuridad.
La taquicardia que martilleaba mi pecho era incontrolable. No cesaba. Solo tenía un
camino que seguir. Me lancé a por él y desvelé su pintura, zambulléndome en sus secretos.

—Son auténticos.
Es todo lo que dije cuando salí tiritando de la sala acorazada enfilando hacia el baño
en el que vomitaría hasta dolerme. Iba a necesitar unos días de descanso. Ya sabían a lo
que me habían expuesto. Ya sabían lo que me habían hecho. Lo que me esperaba era
agobiante; una tristeza aplastante se hizo conmigo y temí que esta vez no fuera a liberarme
de su abrazo nunca más.

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La discusión con mi marido aquella mañana fue más intensa de lo habitual. Sé que no
había estado del mejor humor últimamente, pero él tampoco es que hubiera hecho mucho
por echarme una mano.
«No comprendo qué te pasa. No te entiendo», repetía sin cesar como un idiota. No,
no lo entiendes, no sabes por lo que estoy pasando, pero tampoco lo tienes que entender,
carajo. Si ves que no estoy bien échame una mano y punto, qué importa el motivo.
Es cierto que no le confesé nada de mi insomnio ni de la ansiedad y la depresión que
sufría. Ni mucho menos de por qué la sufría. Si se hubiera enterado de que me había
vuelto a exponer a un cuadro de Haruka después de lo mal que lo pasamos en el pasado
no me lo hubiera perdonado.
Besé a mis hijos en la frente y les dije que volvería pronto.
—Solo es un fin de semana, deja de hacer un drama por todo —le espeté a mi marido
con muy mal tono solo por la cara que me estaba poniendo.
—¿Para mí no hay beso? ¿Ni un adiós o un te quiero, aunque estés enfada?
Salí por la puerta ignorando sus reproches. Igual así tenía algo en lo que pensar durante
el fin de semana que yo estaría en Madrid. A ver si así se le encendía la bombilla.

Me reuní con un par de investigadores privados que eludían a toda costa que se les llamara
detectives. Maldecían, no sin razón, que el cine hubiera terminado convirtiendo su
profesión en una mera parodia.
Gabriel y Julio. Julio era más joven y su mirada nerviosa le delataba. Gabriel, por su
parte, era el que llevaba la voz cantante y centró la conversación conmigo en aquella
cafería de Sol como si Julio no estuviera allí.
Lo que me contó me puso los pelos de punta. Sabía para qué los habían contratado,
pero nunca imaginé escuchar lo que me tenía que decir. Tirando del hilo de lo que les
había contado el marchante que se había hecho con las obras VII y VIII de Haruka,
hicieron indagaciones de dudosa legalidad buscando un origen más o menos fiable de los
cuadros, empezando por los descendientes, amigos, posibles herederos, mecenas y otros
actores semejantes en la vida de Haruka. La verdad parecía ser mucho peor de lo esperado.
—No le queda un solo familiar vivo. Ni amigos, ni mecenas… Nada ni nadie. El caso
es que al final dimos con un trastero en una buhardilla de un pueblo de la sierra norte. Al

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parecer Haruka lo había alquilado en su día para guardar infinidad de bártulos y, por
sorprendente que parezca, para vender sus obras.
—¿En un trastero?
—Algo así. Localizamos a sus antiguos mecenas y compradores. Todos coincidieron
en este extraño sistema. Les vendía las obras por una cantidad ridícula. Luego imponía
un curioso requisito durante la formalización de la venta: el comprador se comprometía
a que él, o sus siguientes propietarios, conservarían la obra expuesta al público durante
los siguientes cincuenta años. Luego les decía dónde estaba el trastero y allí iban a recoger
el cuadro, sin interactuar con el artista de forma directa en ningún momento.
—Era un tipo peculiar e introvertido; se dice que incluso podía tener problemas
mentales debido a sus fobias y terrores nocturnos —añadí para aportar algo a la
conversación—.
—Hemos localizado el sitio en cuestión y logramos evidencias de que sigue estando
alquilado. Sospechamos que por alguien del entorno de Haruka.
—¿Qué os hace pensar eso?
Gabriel miró a los lados y bajó el tono de voz.
—Localizamos al propietario del trastero. El pago del alquiler lo recibía siempre de
la misma manera: un sobre enviado por correo con el efectivo. El mecanismo no ha
cambiado todavía. Después de una intensa vigilancia recuperamos de su basura uno de
esos sobres.
—Sois lo peor —dije desanudando una sonrisa en el rostro de Gabriel.
—Sí, un poco. Hay que ganarse la vida. El caso es que tenemos una dirección. La
dirección exacta de donde han salido, por lo menos, los cuadros VII y VIII.
—Entiendo —respondí algo incrédula—. Y, ¿qué pinto yo en todo esto? ¿Por qué me
habéis hecho venir?
—Es evidente. Ahí tiene que vivir el autor de esos cuadros, sea Haruka o algún
discípulo. Vamos a ir a hacer una visita. Tú conoces su vida y obra. Necesitamos que
estés presente durante la entrevista para que sepas dar con las claves que nos permitan
averiguar quién está detrás de todo esto y saber que no es ningún farsante o falsificador.
Eres nuestra máquina de la verdad.
—¿Habéis logrado una entrevista?
—No, no sabe que vamos. Así evitamos que se escabulla.

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Diez años sin fumar y ahí estaba yo, engullendo el café de un trago y encendiéndome
un cigarrillo, a punto de dar con quien me había arrastrado con su arte a la miseria de
espíritu más abominable.

Llegamos hasta San Lorenzo de El Escorial y seguimos subiendo hacia una apartada zona
conocida como La Horizontal, un paseo agradable rodeado de pinos con chalets un tanto
aislados unos de otros.
Julio se quedó en el coche y Gabriel y yo llamamos a la casa. Estaba cansada, no
dormía nada bien y mis nervios eran evidentes, pero eso no parecía suponer ningún
impedimento para Gabriel.
Al llamar, la puerta se entreabrió y vimos una forma que nos observaba desde el
interior con un ojo desagradable y desconfiado. No sé qué dijo Gabriel, no podía prestarle
ninguna atención. Solo oía un zumbido en mi cabeza.
La puerta se abrió y la forma nos invitó a pasar con una mueca desdentada. Una vez
en el recibidor de la casa dio la luz para que nosotros pudiéramos ver. El resto de la casa
estaba en penumbra.
Cuando fui consciente de la situación empecé a analizar lo que había a mi alrededor.
Frente a mí había una forma de decrépita ancianidad. Haruka seguía vivo, con 105 años,
y estaba frente a mí.
A duras penas podía reconocerlo, pero era él. No había ni rastro de pelo en su cabeza,
los ojos los tenía hinchados y saltones, acuosos y grises. Parecía no pestañear nunca, como
si no tuviera párpados. Tenía las manos engarfiadas en dos garras grotescas y se movía
arrastrando los pies como un zombi. La edad lo había convertido en un ser casi
monstruoso. Y el hedor… Virgen Santa, el hedor de la casa y de ese hombre eran
repugnantes y nauseabundos.
No dijo mucho, pero para nuestra sorpresa no se mostró hostil. Nos guió hacia lo que
antes era el salón, ahora convertido en una especie de estercolero de un Diógenes digno
de estudio.
—Les quiero mostrar algo —dijo arrastrando una lengua babosa.
En mitad de la sala había un caballete con un lienzo negro. El aire era opresivo, pensé
que me iba a desmayar. Fijé la mirada en la oscuridad de la obra que tenía ante mí. No
era un simple negro, estaba lleno de matices de oscuridad que poco a poco se me fueron
revelando.

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Gabriel no daba muestras de comprender o ver siquiera lo que había ante él: un cuadro
horrendo, una ventana al abismo rotulado con un IX. De entre las formas que danzaban
ante mí comencé a distinguirlo, comencé a ver el monolito.
—El final de mi obra —dijo con una voz rasgada e inhumana.
Lo había visto todo. Había realizado el viaje completo al enfrentarme a ese último
cuadro que me desvelaba el final del camino. El final de mi camino.
La realidad se desmoronaba a mi alrededor y quise huir, dar marcha atrás en el tiempo.
Estaba desesperada por volver un minuto atrás y no entrar en esa casa. Mi ser se diluía y
perdía mi esencia por cada poro. Gabriel, la casa y el mismo Haruka se desvanecían.
Solo existía el cuadro, que seguía transfigurando el universo. Quise llorar y volver a
casa. Solo quería volver al instante en el que me fui y reparar aquel beso seco que les di
a mis hijos y cambiarlo por un abrazo y un te quiero. El último te quiero de su madre.
Quise volver y decirle al asno de mi marido que todo estaba bien, que no todo era culpa
suya y que lo quería como el primer día. Quise no haberlo dejado con la palabra en la
boca ni con ese último recuerdo de mi mueca de desprecio.
Pero ya era demasiado tarde.
Mi alma ya no me pertenecía.

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En el filo de los diecisiete
María José Ceruti Andrés

Éramos unos mocosos. Eugenia, María Pía, Javián y yo. No teníamos nada. Ni dinero, ni
estilo, ni sueños. Futuro tampoco. Nuestro único capital eran nuestras zapatillas de
deporte, agrietadas y sucias y perfectas para salir corriendo. Cada uno tenía un par, y cada
uno se confiaba a nadie más que a ellas cuando reventaba algún vidrio y empezaban a
sonar las sirenas. Éramos niños y no teníamos nada, pero sabíamos que lo de “todos para
uno” era para gente con más suerte que nosotros.
Quince años teníamos. Puede que dieciséis. Unos gramos en el bolsillo izquierdo, una
navaja en el bolsillo derecho y el corazón entre los muslos, por si nos lo robaban. Nos
reuníamos en el parque a la tarde, juntábamos el dinero que habíamos robado en casa y
comprábamos cervezas de a litro en la bodega de la Carmela, donde fingían no darse
cuenta de que éramos menores. Si había suerte Eugenia aparecía con un poco de
marihuana, porque su primo vendía; si no, nos fumábamos los cigarrillos afanados a
nuestros padres entre los cuatro, saliva con saliva. Callábamos más que hablábamos y le
tirábamos piedras a las palomas que picoteaban por el parque. Estábamos muertos de
miedo y de asco, y no teníamos nada más que nuestra mutua compañía. Pero tampoco
teníamos nada que perder.
María Pía venía caminando, bordeando la carretera interprovincial por un arcén
polvoriento demasiado propenso a ser invadido por el transporte motorizado. Siempre le
faltaba plata para el colectivo, como a todos, pero creo que también le gustaba ir tan cerca
del tráfico, donde un golpe de timón en falso podía mandarla al otro barrio en cualquier
momento. Caminaba pisando fuerte y le sacaba el dedo medio a los autos que le tocaban
el claxon, defendiéndose de las groserías con más groserías. Más de una vez algún
conductor paró y se bajó en el arcén, y a María Pía le tocó salir disparada y meterse en
los arenales que flanqueaban la carretera, correteando como un conejo para darle
esquinazo. Llegaba sudorosa y llena de tierra, y contaba el incidente como si fuera una
anécdota graciosa, porque tampoco tenía otra opción. Cuáles eran las intenciones de los
conductores que se paraban, ni ella ni nosotros lo sabíamos con seguridad, pero tampoco
queríamos averiguarlo.

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A Eugenia le paraba faltando el aliento porque se vendaba el pecho con cinta de
embalaje. Nosotros le decíamos que algún día se le iba a reventar una costilla, más por
constatar un hecho que por preocupación. Le daban asco sus tetas, pero no nos decía por
qué. Una vez tuvimos que desvestirla y meterla en la cama porque estaba tan borracha
que no podía ni abrir los ojos, y al sacarle las veinte vueltas de cinta y el sostén pegajoso
descubrimos que las tenía llenas de moretones, como dos mandarinas machucadas. Se
defendió todo el tiempo, e incluso cuando conseguimos ponerle el pijama siguió cruzando
los brazos delante del pecho. Empezó a llorar, y entre las babas me pareció entender
“cierra la puerta”. Su cuarto tenía pestillo por dentro. Lo cerramos y nos quedamos a
dormir en el suelo; tampoco teníamos ganas de irnos a nuestra casa. A las siete y cuarto
de la mañana alguien trató de abrir. María Pía se asomó y la oí decir «¿qué mierda
quieres?». Nos fuimos a las ocho, cuando su hermano y su padrastro ya se habían ido a
trabajar. Yo llegué a mi casa a las ocho y media y vomité.
Javián era el más guapo de todos. Yo creo que era por su sonrisa, que nunca
desaparecía. Javián sonreía con calor, con frío, con miedo, con sangre en los dientes. A
veces, cuando fumábamos, juntaba las manos en un cuenco y nos pedía que tiráramos ahí
la ceniza de nuestros cigarros. Y que se los apagáramos en los brazos, también. Él seguía
sonriendo mientras se le subían las lágrimas a los ojos. Los demás eso no lo veían, claro.
Solo veían su linda cara y sus ojazos marrones. Todo el mundo se moría por Javián, pero
a él eso no le importaba mucho. El único que vi que a Javián le importó alguna vez fue
Augusto, el chico de pelo largo que a veces nos vendía cassettes piratas cerca del mercado
municipal. A Javián se le ablandaba la sonrisa siempre que Augusto estaba cerca. Yo creo
que a Augusto también lo enamoraba Javián. ¿Cómo no lo iba a enamorar? Una noche
que yo le saqué una bolsita de coca del bolsillo a un punk del parque central y la mamá
de María Pía trabajaba de noche, fuimos a su casa y Javián lo invitó a Augusto. Estuvieron
horas conversando muy pegados, de lo más bien. Hacia las dos de la mañana Javián alargó
la mano para pasarle a Augusto un mechón de pelo por detrás de la oreja y Augusto lo
rechazó de un puñete. Después trató de besarlo. Javián lo botó de la casa a empujones y
después se vino donde mí y me dio un beso con sangre. Creo que era el beso que ya no le
podía dar a Augusto, porque no se puede besar a alguien que te ha golpeado, aunque
quieras. Nos dormimos abrazados en el sofá y cuando yo me desperté, a las cuatro de la
mañana, Javián se había ido. Lo encontré en la cocina, a oscuras. A la luz de una lámpara
callejera que entraba por la ventana se volteó hacia mí y vi que sostenía un cuchillo de
filetear contra su garganta. «Martita, ¿nos morimos?», me preguntó. Y yo dije «de ley».

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Por esa época a mí me dio por picar peleas con todo el mundo, fuera más fuerte o más
débil que yo, solo por el gusto de hacer doler y de sentir dolor. Una vez me agarré a
puñetes con María Pía en el parque, de joda nomás, pero la cosa se acabó poniendo seria
y Eugenia y Javián nos tuvieron que separar. También fue mía la idea de subirnos a los
puentes peatonales, tarde en la noche, y tirarle piedras a los autos que pasaban. Un par de
veces les rompimos los vidrios y hubo que correr. Después empezamos a tirar piedras
también a las personas, y a los gatos. Una vez perseguimos a uno, atigrado y muy flaco,
durante horas, por las calles retorcidas que rodeaban el parque. Dejó de escaparse de
madrugada, cuando el cielo negrorrojo de la noche empieza a ponerse gris. Tenía una pata
rota y un ojo vaciado, y con el otro nos miraba, jadeando y sangrando, desde el suelo. Por
un segundo pensé si se preguntaría por qué éramos así con él, por qué lo heríamos si él
no nos había hecho nada. Pero era un animal. No creo que pensara nada de eso. Los cuatro
levantamos nuestras piedras a la vez y lo despachamos. Después, fumando un cigarrito
alrededor del cadáver, Eugenia preguntó si lo destripábamos. «No pues, animal», protestó
María Pía, «el demonio nos va a llevar». «Yo creo que ya nos llevó», dijo Javián, y ya no
hablamos más.

Seguimos haciendo lo de las piedras porque tampoco teníamos otra cosa que hacer; no
nos invitaban a muchas fiestas. A ninguna, más bien. Mentira. A María Pía la invitó una
vez José Antonio Arrainz a un quinceañero. Se conocieron en la bodega de la Carmela.
Los chicos bien, como José Antonio, iban ahí porque vendían cerveza a los menores, igual
que nosotros, pero eso era lo único que teníamos en común. Nosotros nos dimos cuenta
de que José Antonio le tiraba miraditas a María Pía mucho antes de que se decidiera a
acercarse a decirle algo. María Pía se hacía la que no le importaba, pero empezó a robarle
las sombras a su mamá y a ponerse perfume. Los otros tres teníamos atravesado a José
Antonio desde el principio. Sospechábamos. Pero María Pía se arrebataba si le decíamos
algo, nos llamaba envidiosos, lo defendía. Nos peleamos horrible. La vimos poco durante
una época. Un día vino a decirnos con tono de suficiencia que se iba a una fiesta, que José
Antonio la había invitado al quinceañero de su prima porque quería presentarle a sus
amigos. «Ándate, pues» le grité, y escupí. Ella se fue gritando que así normal que no nos
quisiera nadie, que éramos unos desgraciados. Esa noche la pasamos paseando a
trompicones por el arcén de la carretera interprovincial, inhalando pegamento y jugando
al avión con los brazos extendidos, a ver si los camiones que pasaban a toda velocidad

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nos atropellaban, como hacía María Pía. Creo que la extrañábamos, o algo parecido.
Cuando empezó a amanecer ya habíamos salido de la ciudad, y nos sentamos en una
parada de autobús a mirar el mar. Javián le tiró un pedrazo a un pelícano despistado y lo
tumbó.
María Pía apareció poco después, caminando por la carretera. Traía en la mano las
sandalias de charol blanco con plataforma que le había robado a su mamá para la fiesta,
y sus pies estaban hechos una mugre. A la luz grisácea del amanecer vimos que tenía el
maquillaje corrido, manchas de vómito en la blusa y las rodillas peladas. Se sentó en el
banco de la parada entre Eugenia y yo. Le pasamos el cañón de marihuana que estábamos
compartiendo y seguimos mirando a Javián, que trataba de arrancarle las alas al cadáver
del pelícano con un pedazo de ladrillo. Ninguno dijo nada en todo el rato, hasta que al
final Eugenia abrió la boca, «¿y José Antonio?». María Pía no quitó los ojos de Javián y
el pelícano, pero tenía la voz ronca cuando dijo «lo voy a matar». Javián dio un tirón y se
quedó con un ala en la mano ensangrentada.
Mientras desfilábamos por el arcén de vuelta a casa noté que me había venido la regla
y no tenía toalla. Me metí la mano en los pantalones y me pinté la frente con sangre.

Una noche Eugenia nos convenció para colarnos en la casa de Ofelia Quiñones, una
señora que hacía dos meses se la había llevado la policía por poner puntas de clavo en la
comida de su familia. Su esposo, una de sus hijas y su nieto de once meses estaban
muertos. Los demás protestamos, «yo ahí no me meto, esa tipa era un monstruo». «Miren
quién habla», se burló Eugenia. Entramos.
La cinta policial que cruzaba la puerta la habían arrancado hacía mucho tiempo; no
éramos los primeros en tener la brillante idea de allanar la casa de la Abuela Asesina,
como la apodaron los tabloides en un alarde de originalidad. Adentro olía a guardado,
pero también persistía un olor como a cebolla, el olor de las casas mal ventiladas en las
que se ha cocinado durante años. Es el olor de la comida en la que puso los clavos, pensé
yo de repente, y no sentí nada.
Había varias ventanas rotas a pedradas, cortesía de vecinos indignados o aburridos.
La iluminación urbana teñía la penumbra de un tono anaranjado, dibujando una sala de
estar cubierta con imágenes del Cristo de los Milagros y unos dormitorios helados, de
camas estrechas con frazadas de crochet. La policía había desmantelado el comedor y la
cocina, pero aún quedaba la mesa y algunas sillas volcadas. También una silla alta para

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bebé. María Pía encontró un vaso, roto por el borde, lo llenó con la botella de vodka que
nos estábamos tomando y lo levantó en dirección a las hornillas de la cocina. «Salud,
Ofelia». Bebimos todos. Javián se cortó el labio a propósito. Después algo crujió en la
sala y la mecedora se meció, y nosotros salimos disparados.

Ese año celebré mi cumpleaños emborrachándome en la casa de María Pía. En algún


punto ella agarró la gillette que a veces usábamos para cortar la coca y me pidió que
hiciéramos un juramento de amistad. Le hice un corte en forma de corazón en el interior
del muslo izquierdo, siguiendo sus instrucciones; a mí me parecía una cojudez, pero
estaba demasiado ebria para discutir y cuando llegó mi turno me bajé obedientemente los
pantalones y dejé que María Pía me hiciera una marca gemela. El alcohol me había dejado
medio anestesiada, pero sangré mucho, y al final el ardor helado de la piel abierta me hizo
llorar. «¿Ves? Por eso lo hace Javián», musitó María Pía sin soltar la cuchilla. «Hay que
llorar».
Nos reunimos con Eugenia y Javián sobre uno de los puentes peatonales que cruzaban
la Metropolitana. Acababan de matar al primer gato de la noche y estaban pasándole una
pita por el pescuezo para colgarlo puente abajo. «Feliz cumpleaños pues, Martita», me
dijeron, y yo respondí «bah». Me latía el muslo. El gato estaba abierto en canal y tenía
las costillas desplegadas como las solapas de una caja. Todo olía a sangre. El cadáver
voló por la baranda y se quedó suspendido sobre el tráfico con las tripas colgando, tan
mutilado que ya no parecía un gato. Javián se volteó y vomitó contra la baranda opuesta.
Eugenia se asomó para escupirle al gato, y vi que lloraba. María Pía se agarró a mí y
murmuró «ya nos llevó el demonio, ya nos llevó». Yo bufé. «Ya qué chu».

Esa navidad planeamos una gran fiesta. Raro, visto nuestro historial festivo, pero la mamá
de María Pía, para variar, no estaba, y Eugenia se negaba a pasar otra nochebuena con su
padrastro. A Javián y a mí nos daba lo mismo, pero el estúpido de José Antonio Arrainz
ya estaba volviendo a gilearse a María Pía como si nada y no íbamos a dejarlos solos.
A lo largo de la noche su casa se fue llenando de gente que entraba y salía como si
nada, tomándose nuestro licor y olvidándose pastillas por las esquinas. Javián, Eugenia y
yo nos quedamos parados en un rincón, fumando el mismo troncho de hachís, mirando
con odio hacia el sofá donde José Antonio manoseaba y susurraba en la oreja a una beoda

73
María Pía. Javián puso los ojos en blanco y se apoyó el extremo ardiente en el brazo.
«Oye, no lo apagues, carajo», protesté. Cuando María Pía cogió a José Antonio de la
mano y se lo llevó al cuarto de su mamá entre risitas, los otros tres los seguimos. Javián
agarró el cuchillo de filetear de la cocina.
Cuando acabamos eran como las cuatro de la mañana, y aún había algunos borrachos
hueveando en la sala. José Antonio estaba muy drogado y no había gritado mucho;
lloriqueado, más bien. Como un bebé que ha comido clavos. Eugenia terminó de decorar
la cabecera de la cama con sus intestinos, se sacudió las manos y retrocedió para mirar.
Parecían guirnaldas de navidad. María Pía y Javián cuchicheaban por encima de su tórax
abierto, con las costillas desplegadas como las solapas de una caja. Ja ja. Yo encontré un
puñado de somníferos en la mesita de noche y me los empujé con un trago de ron, por ver
qué pasaba.
«A ver», dijo María Pía al cabo, devolviéndole el cuchillo a Javián y apartándose de
la cama para enseñarnos el corazón de José Antonio. «¿Dónde se lo pongo?». La pregunta
nos hizo reír por algún motivo. María Pía no esperó, se decidió por sí misma. «Se lo voy
a poner abajo de los huevos a este conchesumare». Los pantalones de José Antonio
estaban en sus tobillos, y el pene ya se lo habían cortado y metido en la boca, pero aún
conservaba un escroto sanguinolento. Hizo un ruidito húmedo al caer encima del corazón.
Yo apretaba los muslos para hacerme picar la cicatriz.
Nos quedamos ahí, bebiendo y fumando, rascándonos la cara y el pelo con las manos
pegajosas de sangre. Nadie decía nada. Olía como los gatos, pero peor. A mí me empezó
a entrar un vértigo riquísimo, supuse que por las pastillas mezcladas con el licor. Tenía
que averiguar qué pastillas eran. Si no me mataban, claro. «Les dije que lo iba a a matar»,
dijo María Pía en algún momento. Asentimos.
No fue creo que hasta las cinco y media que Eugenia empezó a gritar. «Sí pues», dijo
Javián.

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Conoce a los autores

Amparo Montejano (1975). Tras dedicarse al costumbrismo, encontró en el revés del


espejo de la literatura de género —sobre todo de terror— el lienzo idóneo para expresar,
a través de relatos y novelas cortas, lo más aciago y lóbrego inmerso dentro de la
cotidianidad; una cotidianidad que encierra, para la autora, el verdadero germen del terror.
Desde 2016 dirige la plataforma web Círculo de Lovecraft. Es, igualmente, directora de
la revista de descarga gratuita Círculo de Lovecraft. A su vez, colabora en el periódico
digital El Magacín. Fue coordinadora y autora en la antología I am Providence homenaje
a H.P. Lovecraft, editada por Círculo de Lovecraft. Su relato El retorno de la bruja ha
sido radioficcionado por Noviembre Nocturno. Algunos relatos suyos, como El fútil vuelo
del colibrí o Narcosis de un chiflado han sido publicados en revistas de género como
Insomnia o Penumbria.

***

L. M. Mateo (1979). Licenciada en Humanidades y correctora profesional, nació con


chinches en el cuerpo. Ha vivido en cuatro países, exprimido mil trabajos, plantado un
árbol y tenido un hijo. Entre otros, ha publicado los relatos La dignidad de una reina
(Tiempo y cadenas, 2017) y Rasavatam (Antología Elemental, 2020), y desvaría en
deliriosypalabras.com.

***

Luis Gómez García (1961) comenzó a escribir narrativa de ficción en 2018,


principalmente en el ámbito de la ciencia ficción y el terror. Ha publicado en diversas
antologías de relatos editadas por Tinta Púrpura Ediciones (Madre de monstruos, Sangre
Digital, Rapsodia para la reina, rapsodia para un bohemio y Tormenta e ímpetu). En
2018 fue finalista del certamen Visiones de la AEFCFT. Mención especial del jurado en
la “Resurrection Party Day” de la revista Vaulderie 2019. Finalista del certamen
Homocrisis Toshiba 2019. Ganador de la II Edición del certamen Terror en Voz Alta,
promovido por el colectivo De Viva Voz y Tinta Púrpura Ediciones. Mención especial de
Círculo de Lovecraft en su convocatoria sobre Shirley Jackson 2019.

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Érica Couto-Ferreira (1979) es autora del ensayo Cuerpos. Las otras vidas del
cadáver (GasMask Editores, 2017). Ha escrito relatos de terror y ficción oscura para
publicaciones como Contos extraños, NGC 3660 y Círculo de Lovecraft. Es responsable
del blog especializado en raros de la ficción oscura En La Lista Negra y podcaster en
Todo Tranquilo en Dunwich. También ha colaborado con medios digitales y editoriales
independientes como Canino, Aurora Dorada Ediciones y Ediciones El Transbordador.

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Diego Chozas (Zaragoza, 1974). Doctor por la Universidad de Zaragoza, es profesor


adjunto del área de Letras en la Universidad Federal de la Integración Latinoamericana
(UNILA). Reside en Brasil desde 2001, donde se ha dedicado profesionalmente a la
enseñanza del español como lengua extranjera y a la traducción. Como escritor, ha
publicado el libro de viajes Los pasajeros (Diputación de Zaragoza, 2005), la colección
de aforismos y greguerías Incumplir los años (Comuniter, 2012) y el libro de relatos
Hipersomnia (Saco de Huesos, 2019). Escribe en http://diegochozas.blogspot.com.br.

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Nohemí Abad Jiménez (Madrid, 1977). En 2009 escribe su primer libro La fuente eterna,
quedando finalista en la V Edición de los premios "Isla de las letras 2013” en categoría
fantasía y ciencia ficción. También publica relatos, guiones para teatro amateur, siendo
muchos de estos relatos seleccionados para antologías. En agosto de 2019 publica Las
crónicas de Querrá: Entre dos mundos. Escribe en Fantaseando sin tinta. Se la puede
encontrar en twitter (@noheabadjimenez) y Facebook.

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Kalton Harold Bruhl (Honduras, 1976) ha publicado los libros de relatos El último vagón
(2013), Un nombre para el olvido (2014), La dama en el café y otros misterios (2014),
Donde le dije adiós (2014), Sin vuelta atrás (2015), La intimidad de los Recuerdos (2017),

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El visitante y otros cuentos de terror (2018) y La llamada (2019). También es autor de la
novela La mente dividida (2014). Es premio Nacional de Literatura “Ramón Rosa” y
miembro de número de la Academia Hondureña de la Lengua, Correspondiente de la Real
Academia de la Lengua.

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KATTY Cool empezó a participar en convocatorias en 2018. Además de en esta


antología, desde entonces ha publicado relatos con Insomnia Ediciones en la antología A
la Caza De Lo Invisible (Una misión complicada), en la antología benéfica Antología
Pimientos (Pumpkin), en la Antología Libertad como una de las organizadoras, jurado y
con un relato invitado (Una perla de olvido). También en la Antología Wanderlust
(próximamente). Además, codirige el reto de escritura creativa #OrigiReto2020, ya en su
tercera edición, y lleva el reto de lectura #CazaCapítulos. Su blog se llama La Pluma Azul
de KATTY y actualmente tiene varios proyectos en desarrollo.

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Alejandro Masadelo (Zaragoza, 1998). El inicio de su afición por la escritura nace en


2013, cuando descubre por accidente el videojuego Alan Wake, cuyo protagonista es un
escritor atrapado en una pesadilla de horribles invenciones. Desde entonces no ha parado
de refinar su estilo. Busca trasladar su pasión por todas las vertientes del terror a sus
libros, pero le gusta experimentar y escribir borradores sobre otros géneros o incluso
combinando varios de ellos. Su estilo se basa en adecuar la narrativa dependiendo de las
exigencias que solicite cada escena. Por lo tanto, no es difícil encontrar distintos registros
en sus obras. Ha publicado dos relatos en Wattpad: Estás invitado y ARTE. Además, en
la web Videojuerguistas se pueden leer El ascensor, relato que trata sobre el conocido
reto creepypasta, y una novela fanfic titulada El manuscrito de Wake, basada en el
universo de Alan Wake. También pueden encontrarse artículos suyos en este portal.

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Laura Mars (1986). Si te has quedado con ganas de leer más relatos oscuros y creativos,
puedes continuar con el libro de la autora: El Lector de la Muerte y otros Relatos Cortos.

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También puedes leer artículos y reseñas en su blog Laura Mars. Y para estar al día síguela
en twitter (@LauraMarsAutora) donde podrás estar al tanto del lanzamiento de su
próxima obra: El Especialista de Viajes en el Tiempo.

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Beh Sam (1994) ha publicado en la antología De matar también se sale, de la editorial


Grupo Amanecer. Tiene varios artículos de opinión y análisis en el medio digital Voz
Paralela y ha resultado ganadora en varios concursos anuales de literatura. Se la puede
encontrar en twitter (@BehSam) e Instagram.

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Carlos Picazo (Madrid, 1985) nació en el siglo equivocado. Informático de profesión,


rolero apasionado y adorador de gatos, es autor de un millón de palabras escondidas que
acumulan versiones en alguna parte y un relato publicado en el blog Dentro del Monolito
titulado Impune. Actualmente escribe pastiches lovecraftianos con el título provisional de
Mitos hispánicos de Cthulhu.

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María José Ceruti Andrés (Lima, 1990). Desde que tiene memoria se ha contado historias
a sí misma en voz alta, y las ha puesto sobre papel desde que aprendió a escribir (aunque
le da terror que alguien encuentre evidencias de ese período). Se licenció en Historia por
la Universitat de València en 2013, y actualmente es profesora de inglés. Escribe para no
tener que matar a nadie. Ha participado en las antologías La dalia violeta, El corazón de
Ixchel (ambas de Ediciones Hati), Eliza, que ya no está, De matar también se sale y
Animal Animalis Animali (todas ellas de Grupo Amanecer), Empotradoras y Desde mi
tumba.

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