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2010 Filosofia 55 13 Unlocked
2010 Filosofia 55 13 Unlocked
55 FILOSOFÍA
El método cartesiano
28-14666-13
Temario 1993
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filosofía
2. El método
2.1. El método en las Reglas para la dirección del espíritu
4. Metafísica
4.1. La sustancia infinita: Dios
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INTRODUCCIÓN
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Efectivamente, en la primera parte del Discurso Descartes se dedica a criticar el saber de la tradición
escolástica. El conocimiento, tal y como lo anhela el proyecto cartesiano, ha de ser verdadero y evi-
dente; mas sobre todo útil, que se aleje del adorno de la retórica y del ejercicio estéril de la disputa
dialéctica, y ofrezca en cambio soluciones incontrovertibles a los problemas de la ciencia y acaso, en
último término, a los problemas de la vida práctica. La tradición escolástica es vista como culpable
de haber reducido la filosofía a una argumentación meramente verosímil acerca de cualquier tema.
Por otro lado, la crítica a la tradición se extiende también hasta el Humanismo. Descartes declara
inútil el estudio de las humanidades en su totalidad, ya que sus escasos logros son incapaces de
progresar hacia la solución de los problemas principales de la época moderna.
De esta crítica, rotunda aunque siempre matizada bajo la forma divulgativa del Discurso, que el autor
elige escribir en francés con el claro objetivo de acercarse al mayor número de lectores, no están
exentas tampoco disciplinas exactas como la lógica o ciertas ciencias. La lógica peripatética, de he-
cho, es según Descartes formal y vacía, mientras que disciplinas científicas como las matemáticas o
la geometría resultan afectadas por una fragmentación innecesaria que no refleja la unidad que es
propia del saber.
La división tradicional entre aritmética y geometría es fruto de la falta de relación entre los objetos
de estas ciencias, error que radica en el elemento visual que constituye el residuo imaginativo de la
geometría euclidiana. La geometría griega, de hecho, se caracterizaba por ser esencialmente intuiti-
va, visualizable; sus demostraciones se apoyaban en imágenes y en operaciones de regla y compás.
Respecto a la teología su actitud es sin duda más moderada. Descartes tenía presente el episodio de
Galileo Galilei (1564-1642), que en 1633 había sido condenado por la Inquisición a causa de las tesis
copernicanas contenidas en su Dialogo sopra i due massimi sistemi del mondo (Diálogo sobre los dos
máximos sistemas del mundo) de 1632. El miedo a la censura ya había impedido a Descartes publicar
su tratado juvenil El Mundo en el que se defendían las tesis de Copérnico. Por estas razones el autor
en su Discurso evita cualquier confrontación con la teología, declarando por un lado la clara superio-
ridad de su ámbito y de sus verdades con respecto a las del entendimiento, y por otro lado aclarando
que la tarea cognoscitiva no es de suyo garantía de salvación, la cual pertenece exclusivamente a la
doctrina cristiana.
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Con el claro objetivo de evitar todo conflicto con las jerarquías eclesiásticas Descartes no sólo dice
profesar «una gran reverencia por nuestra teología», sino que añade que:
Habiendo aprendido, como cosa muy cierta, que el camino de la salvación está tan abierto para los ignoran-
tes como para los doctos y que las verdades reveladas, que allá conducen, están muy por encima de nuestra
inteligencia, nunca me hubiera atrevido a someterlas a la flaqueza de mis razonamientos, pensando que, para
acometer la empresa de examinarlas y salir con bien de ella, era preciso alguna extraordinaria ayuda del cielo,
y ser, por tanto, algo más que hombre.
En la sexta y última parte del Discurso, sin embargo, se halla un claro mensaje a las autoridades de
la Iglesia para que ellas, por su parte, no obstaculicen la difusión del pensamiento cartesiano, clara-
mente cercano a la ortodoxia católica.
A pesar de esta postura conciliadora respecto a las disciplinas teológicas, el primer movimiento de la
propuesta cartesiana es un claro intento de ruptura con el pensamiento de la tradición medieval, sin
por esto declarar una total independencia. La filosofía de Descartes, en efecto, no rechaza íntegra-
mente todos los términos y conceptos de la tradición, sino que desarrolla un análisis crítico capaz de
dotar las nociones de un nuevo significado, obtenido mediante el ejercicio racional del método.
Las exigencias a las cuales debe responder la nueva fundamentación del saber que emprende Des-
cartes, no sólo en el Discurso sino también en las tempranas Reglas para la dirección del espíritu, son
tres.
En primer lugar, encontrar un procedimiento que constituya el criterio para decidir con certeza
sobre la verdad de las proposicones.
En segunda instancia, será necesario tomar como modelo a las ciencias matemáticas, hacien-
do abstracción del residuo imaginativo que éstas todavía emplean; toda realidad es, en verdad,
susceptible de ser ordenada bajo relaciones de orden y proporcionalidad. Este es el paradigma
que, desde las Reglas, Descartes denomina mathesis universalis o matemática universal. Ella ha
de aunar las distintas disciplinas científicas, y de ella se desprenderán sucesivamente los criterios
vinculantes para todo campo en el que se quiera investigar la verdad.
En este sentido se cumple también la tercera condición del proyecto cartesiano: la búsqueda de
un saber unitario, tal y como Descartes lo describe en los Principios de filosofía (1647), a semejanza
de la imagen del arbor scientiarum o árbol de las ciencias, cuyas raíces representan la Metafísica,
cuyo tronco es la Física y cuyas ramas simbolizan las demás disciplinas particulares.
¿Qué se propone Descartes y cuáles son las tres condiciones que impone a su proyecto ini-
cial? Aclara a quién van dirigidas sus críticas y ante quién delimita su área de competencia.
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2 El método
El método cartesiano no se debe reducir a la exposición que Descartes ofrece en su célebre Discurso
de 1637, ya que éste es fruto de una evolución lenta y provechosa a partir de dos momentos prece-
dentes. El primero de ellos, de menor importancia, es el Studium bonae mentis, fechado entre 1619-
1620 y considerado un primer esbozo de las sucesivas Regulae ad directionem ingenii, redactadas
entre 1628-1629, que conforman el segundo de esos momentos previos al Discurso. En las Regulae
Descartes expone su método con mucho más detenimiento que en el Discurso.
Debe decirse que Descartes nunca desarrolló por completo el contenido de aquellas Reglas, donde
con frecuencia se habla de de una tercera parte, inexistente, dedicada a la aplicación del método.
Esta circunstancia ha abierto el debate acerca de la relación entre las Reglas y el Discurso, que algunos
consideran como un punto de convergencia de las reflexiones juveniles del autor, compendiadas
de forma divulgativa. Por otra parte, algunos intérpretes hacen hincapié en el carácter puramente
epistemológico del método tal y como aparece en las Reglas frente a su alcance metafísico en el
Discurso. Sobre este punto es preciso detenerse y analizar las tres principales perspectivas que la
crítica nos ofrece al respecto.
El carácter específico de las Reglas consiste, según Alquié (1969), en no contemplar de ninguna
manera pretensiones metafísicas. Según este enfoque, el primer texto cartesiano sobre el método
es fruto de un estadio de pensamiento meramente epistemológico, siendo el objetivo de Descartes
la dirección del espíritu entendida como dirección de la conciencia. Así, «la ciencia cartesiana fue en
un primer momento independiente de toda metafísica» (Alquié, 1969: 78), de modo que al método
puede adscribirse un carácter científico e instrumental, pero no fundante. El método es algo prácti-
co, típico del quehacer científico mecanicista, que reconoce como real únicamente lo mensurable.
El interés y el compromiso metafísico llegarán en un segundo momento, cuando Descartes intro-
duce el elemento espiritual que trasciende y funda el conocimiento objetivo del mundo, cuando
mediante el cogito se recurre a Dios como instancia fundante y garante de todo conocimiento.
Diametralmente opuesta es la lectura de Hamelin (1949), quien trata de demostrar implicaciones e
intenciones metafísicas desde la primera etapa del método. Esta visión radica en el ideal de saber
unitario al que claramente se adhiere Descartes en todas sus obras, y que sublima en la célebre ima-
gen del árbol, cuyas raíces tienen textura metafísica. No obstante, Hamelin reconoce que el proyecto
cartesiano propone, al menos inicialmente, el método como dominio aislado. Su uso en las Reglas se
liga con fuerza a los temas de la metafísica, que acaban por ocupar amplio espacio entre los distintos
corolarios y comentarios a las normas propuestas.
Más allá de esta dicotomía es posible asumir, como señala Marion (2008), una tercera y conciliadora
posición que revela la presencia de una «ontología gris» en las Reglas, las cuales, aunque no pre-
sentan una metafísica positiva, contienen ya un discurso pre-científico que, investigando el saber,
retrocede hasta sus fundamentos.
Este enfoque permite conciliar la investigación epistemológica de Descartes con las exigencias prác-
ticas del conocimiento y con la unidad del saber. Esta última está muy presente en la primera regla
cartesiana.
No sin razón –afirma Descartes– proponemos esta regla como la primera de todas, pues nada nos aleja más
del recto camino de la búsqueda de la verdad que el dirigir los estudios no a este fin general, sino a algunos
particulares. (Reglas, I, 67).
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Un poco más adelante vincula la búsqueda de la verdad con la toma práctica de decsiones, pues tal
búsqueda sirve «no para resolver esta o aquella dificultad de escuela, sino para que en cada circuns-
tancia de la vida el entendimiento muestre a la voluntad qué se ha de elegir.» (Reglas, I, 69)
Antes de tratar del método cartesiano como conjunto de «reglas ciertas y fáciles, mediante las cua-
les el que las observe exactamente no tomará nunca nada falso por verdadero» (Reglas, IV, 84), es
preciso profundizar sobre el concepto de mathesis universalis como momento cognoscitivo previo
a toda investigación.
Descartes, antes exponer los distintos elementos que componen el método, analiza el rasgo común
a las disciplinas capaces de proporcionar los resultados más certeros y evidentes. Ya hemos consi-
derado el juicio de Descartes acerca de las matemáticas, las cuales, no obstante su máxima claridad
y evidencia, contienen residuos imaginativos y empíricos que el saber racional y apriorístico no po-
día tolerar. Sin embargo, estas disciplinas se revelan la más importante fuente de reflexión para la
investigación sobre el método. La aportación más provechosa de estas disciplinas es el elemento
común que comparten, a saber, el interés explícito por la proporción, entendida como relación entre
aspectos mensurables.
Descartes recupera la expresión latina mathesis universalis, para indicar:
Una cierta ciencia general que explique todo lo que puede buscarse acerca del orden y la medida no adscrito
a una materia especial, y que es llamada no con un nombre adoptado sino ya antiguo y recibido por el uso,
mathesis universalis, ya que en ésta se contiene todo aquello por lo que las otras ciencias son llamadas partes
de la matemática» (Reglas, IV, 91).
Pretende, pues, universalizar el carácter específico y esencial de las disciplinas matemáticas, por el
cual habrá de regirse el método. Dicho carácter es asimismo un tácito referente lógico y ontológico.
Se define la mathesis como «el saber del orden y de la medida», una verdadera matemática que
es a la vez una forma de conocimiento y un dominio de objetos cognoscibles, y que constituye el
momento de reflexión previa a toda disciplina particular. Descartes se pregunta de forma retórica:
«¿por qué sucede que la mayoría investiga laboriosamente las otras disciplinas que dependen de
ella, y, sin embargo, nadie se preocupa de aprender esta misma?» (Reglas, IV, 92). No se trata de una
matemática universal, sino de una universalización del pensamiento matemático, sobre todo en
lo que hace al orden, la cantidad y a la proporción. Este aspecto se encuentra más desarrollado en
las Reglas que en el Discurso, aunque caramente subsiste una línea de continuidad en las distintas
etapas del pensamiento del autor.
Y más allá de la mathesis, que Descartes relega al mundo de las disciplinas matemáticas, se extiende el
dominio de la scientia universalis, que representa el verdadero objetivo de la investigación cartesiana en
cuanto «realización de la razón y su método en el orden de la cantidad» (Navarro Cordón, 2003: 49).
El método de Descartes es susceptible de distintos enfoques. Unos lo perfilan como conjunto de há-
bitos metodológicos, otros como autofundamentación del saber mediante el ejercicio de la razón, y
otros como nueva mirada hacia la objetividad. Aquí nos ocuparemos del primer enfoque. Los otros
dos serán objeto, respectivamente, de los apartados tres y cuatro.
Tanto en las Reglas como en el Discurso el método resulta de la interacción de cuatro normas funda-
mentales y de dos facultades cognoscitivas. Esas dos facultades, de las que se trata por ejemplo en la
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Regla III, constituyen las dos acciones principales del conocimiento: son la intuición y la deducción.
Mientras que la intuición es concepción de ideas claras y distintas, la deducción es el movimiento
por el cual se pasa de unas ideas a otras con carácter de necesidad. Las normas, por su parte, son:
1. Evidencia
2. Análisis
3. Síntesis
4. Enumeración
Antes de exponer en detalle cada una de estas normas es preciso subrayar que Descartes no se pre-
gunta por su fundamentación crítica, sino que simplemente las recoge del pensamiento matemáti-
co. Se deja sentir la influencia del método analítico-sintético de Pappus de Alejandría (ca. 290-350)
en el estudio de figuras geométricas, además de algunos procedimientos resolutivos y compositivos
de origen aristotélico.
XX Evidencia
Ya en la segunda de las Reglas aparece el conocimiento evidente como única respuesta adecuada
a la búsqueda de un saber absolutamente cierto y no meramente probable. Esta búsqueda, que
surge como reacción a la multitud de conocimientos, a veces contradictorios entre sí, acumulados
por la tradición escolástica, se inspira en los resultados incontrovertibles de las matemáticas. Tanto
en las Reglas, con tono contundente, como el Discurso, más diplomático, se remarca la exigencia de
un nuevo conocimiento, cierto y sólido, que rompa con la tradición escolástica de acumulación de
conocimientos diversos y de técnicas de disputa acerca de proposiciones probables.
Descartes formula así esta regla en Discurso, II, 95:
No admitir jamás como verdadera cosa alguna sin conocer con evidencia que lo era; evitar cuidadosamente
la precipitación y la prevención y no comprender, en mis juicios, nada más que lo que se presentase a mi
espíritu tan clara y distintamente que no tuviese motivo alguno para ponerlo en duda.
En Reglas, I, 63, declara abiertamente que «el fin de los estudios debe ser la dirección del espíritu para
que emita juicios sólidos y verdaderos de todo lo que se le presente.» Esto, por un lado, reivindica
la necesidad de una verdad cierta e inmutable frente a la multiplicidad de opiniones; por otro lado,
funda el criterio de esa verdad en el espíritu único más bien que en la diversidad de sus objetos.
¿Pero cómo alcanza el espíritu único la verdad? ¿Y qué tipo de verdad es esa?
El criterio de verdad es la certeza, que a su vez procede de la evidencia:
Acerca de los objetos propuestos se ha de buscar no lo que otros hayan pensado o lo que nosotros mismos
conjeturemos, sino lo que podamos intuir clara y evidentemente o deducir con certeza, pues la ciencia no se
adquiere de otra manera. (Reglas, III, 76).
La evidencia se asienta, pues, en intuición y en deducción. Ninguna de ellas nos llevará a error. Este
último proviene en todo caso «de que se admiten ciertas experiencias poco comprendidas, o de que
se emiten juicios precipitadamente y sin fundamento» (Reglas, II, 74-75).
La intuición es la acción racional que acepta una noción cuando ella es clara y distinta. Una noción
es clara (en vez de oscura) cuando el intelecto la aprehende de manera manifiesta e inmediata. Por
su parte, una noción es distinta (en vez de confusa) cuando el intelecto la aprehende como siendo
distinta de las demás nociones, y a veces también cuando sus elementos componentes están bien
delimitados y separados unos de otros. Distinción implica claridad, aunque no a la inversa. Estas dos
características dotan de evidencia al juicio que en ellas se funda, aunque Descartes se dedica a acla-
rar su finalidad más bien que el procedimiento que las hace operativas.
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XX Análisis
Descartes, en Discurso, II, 95, define el análisis como la operación del «dividir cada una de las dificulta-
des que examinare en tantas partes como fuese posible y en cuantas requiriese su mejor solución».
En las Reglas explica con mucho más detalle este proceso de división, especialmente en las reglas V,
VI, VII. De hecho, llega a decir de la VI que «no hay ninguna más útil en todo este tratado».
El análisis proviene de la exigencia de simplificación, pues sólo lo simple es susceptible de ser evi-
dente, y por tanto perfectamente cognoscible. El análisis es el «hilo de Theseo» para los que quieran
entrar en el laberinto del conocimiento. No obstante, Descartes lamenta la escasa observancia de
esta norma que muchos ignoran, no entienden o menosprecian, examinando:
Las cuestiones más difíciles tan desordenadamente, que me parecen obrar del mismo modo que si intenta-
ran llegar de un solo salto desde la parte más baja del edificio a la más alta, bien sea desdeñando los grados
de la escalera, que están destinados a este uso, o bien no advirtiéndolos» (Reglas, V, 93).
Está claro que para Descartes el conocimiento de las cosas resulta exitoso únicamente cuando pro-
gresa desde lo más simple hasta lo más complejo, claro que para ello hay que buscar primero dónde
reside lo simple.
La raíz etimológica del término procede del griego analúo (), cuyo significado literal es «sol-
tar, liberar, resolver» los distintos elementos que se hallan entrelazados en un mismo concepto. La
descomposición mediante análisis permite, por tanto, la subsistencia de esos elementos simples.
Por lo que atañe a la influencia de los textos clásicos de geometría, Descartes se inspira en las Ma-
thematicae collectiones de Pappus.
El análisis prescrito por Descartes es el mismo que seguían los antiguos geómetras griegos, capaces
de solucionar cada problema mediante su fragmentación en unidades mínimas, sin que aquél per-
diera su unidad. El análisis, tanto en los griegos como en Descartes, se configura como un método
de invención y descubrimiento que consiste, ante todo, en admitir aquello mismo que se trata de
demostrar extrayendo de la tesis, por medio de razonamientos, otras proposiciones ya conocidas y
evidentes. El mismo Descartes expone este procedimiento en el tratado dedicado a la geometría
que acompañaba, junto a la Dióptrica y Los Meteoros, el Discurso del método.
¿Cómo reconocer cuándo hemos descompuesto un problema en sus elementos más simples? Aquí
Descartes se sirve de la distinción entre absoluto y relativo. Lo absoluto es lo máximamente simple:
Llamo absoluto a todo aquello que contiene en sí la naturaleza pura y simple, sobre la cual es la cuestión: por
ejemplo, todo lo que se considera como independiente, causa, simple, universal, uno, igual, semejante, recto
u otras cosas de esta índole; y también lo llamo lo más simple o lo más fácil. (Reglas, VI, 96).
Así pues, el elemento simple que describe Descartes como absoluto coincide con las ideas claras y
distintas. Lo relativo, en cambio, se opone a lo simple en todos los aspectos recién enumerados:
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Relativo es lo que participa en la misma naturaleza, o al menos en algo de ella, por lo cual puede ser referido
a lo absoluto y ser deducido de ello según una cierta serie: tal es lo que se llama dependiente, efecto, com-
puesto, particular, múltiple, desigual, desemejante, oblicuo, etc. (Reglas, VI, 96).
Tras advertir que la propia relación entre absoluto y relativo es relativa al problema que se esté con-
siderando, Descartes llama «secreto del arte» al proceso de análisis por el cual identificamos en cada
cosa lo que en ella haya de absoluto.
XX Síntesis
Al movimiento descendiente del análisis sigue el recorrido ascendiente de la síntesis, que recorre el
mismo camino del análisis pero en sentido inverso. La síntesis es aquel «conducir ordenadamente
mis pensamientos, comenzando por los objetos más simples y más fáciles de conocer, para ir ascen-
diendo poco a poco, como por grados, hasta el conocimiento de los más compuestos; y suponiendo
un orden aun entre aquellos que no se preceden naturalmente unos a otros». (Discurso, II, 95)
Esta definición pone de manifiesto dos aspectos fundamentales del método cartesiano: primero, la
necesidad de un orden como condición de posibilidad para el conocimiento; segundo, este orden
no debe necesariamente coincidir con el modo en que los objetos se dan en la naturaleza. Esto
significa que el orden gnoseológico y el orden físico para Descartes no siempre coinciden. No así en
Spinoza: Ordo et connexio idearum idem est ac ordo et connexio rerum, el orden y conexión de las ideas
es el mismo que el orden y conexión de las cosas, (Ethica, II, prop. VII).
Un ejemplo muy ilustrativo lo encontramos en el siguiente pasaje: «si queremos leer un texto velado
por caracteres desconocidos, ningún orden sin duda aparece allí, pero imaginamos uno» (Reglas, X,
121), pues de lo contrario es impensable descifrar dicho texto.
Que el orden del ser no coincide con el del conocimiento tiene repercusiones directas en el estable-
cimiento del método. Este último ya no parte de la subsunción aristotélica entre diversas especies,
que son entidades clasificatorias de tipo abstracto, sino que ahora se basa en la comparación de
unas cosas concretas con otras. La Regla VI, en particular, enseña que:
Todas las cosas pueden ser dispuestas en ciertas series, no sin duda en cuanto se refieren a algún género de
ente, como las dividieron los filósofos conforme a sus categorías, sino en cuanto pueden conocerse unas a
partir de otras. (Reglas, VI, 95).
Esta disocación entre el orden de cosas y el de ideas permite justamente el doble movimiento de
análisis y síntesis. Este último es un itinerario en el cual el sujeto, una vez ha despejado las cuestiones
simples y evidentes, procede a la resolución de los juicios más alejados.
Si en el ámbito de los elementos básicos, obtenidos mediante el análisis, es claro el dominio de la
intuición, en el espacio abierto por la síntesis es necesaria la deducción, que colige proposiciones
menos evidentes a partir de las verdades absolutas. La composición, resultado de la síntesis, produce
la serie deductiva necesaria para la resolución de los problemas complejos. La composición puede
hacerse de tres modos: por impulso, por conjetura o por deducción, pero sólo gracias a ésta última
podemos «componer las cosas de tal modo que estemos ciertos de su verdad» (Reglas, XII, 144).
XX Enumeración
El último precepto recoge la necesidad de ser exhaustivos en la búsqueda: es necesario «hacer en
todo enumeraciones tan completas y revisiones tan generales que estuviera seguro de no omitir
nada». (Discurso, II, 96) Esta enumeración a veces parece que consiste en recorrer todos los eslabones
de la cadena deductiva de la síntesis; otras veces, en cambio, parece que persigue la tarea, a primera
vista infinita, de recorrer la clase entera de los entes considerados. En cualquier caso, la posibilidad
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de incurrir en una defectuosa aplicación de esta operación es muy frecuente, puesto que el enten-
dimiento opera aquí lejos del ámbito de la evidencia.
En la Regla VII se habla con más detalle de la enumeración. Allí se dice que constituye el perfeccio-
namiento de la ciencia alcanzada con el método:
Para completar la ciencia es preciso recorrer en un movimiento continuo e ininterrumpido del pensamiento
todas y cada una de las cosas que conciernen a nuestro propósito, y abarcarlas en una enumeración suficien-
te y ordenada.» (Reglas, VII, 102).
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La fundamentación del saber se acomete a partir de la tercera parte del Discurso. Como hemos se-
ñalado, una vez determinado el método como procedimiento metodológico, Descartes emprende
dicho camino, dejando de lado la edificación de una moral provisoria que entre otras cosas exime
a las verdades de la fe de pasar por la piedra de toque de la duda metódica. El ámbito de aplicación
del método no equivale al de la duda, en el sentido de que es posible valerse del método para exa-
minar toda verdad sospechosa, sin que esto implique la necesidad de aplicar a todo lo sospechoso
las normas del método.
Además de aclarar la relación entre duda y método es menester tomar en consideración los ca-
racteres de diferencia entre duda cartesiana y duda escéptica. En la primera de las Meditaciones
metafísicas (1641), Descartes afirma la necesidad de una «duda general» como única vía para adquirir
certeza en ciencia y en filosofía. Tales declaraciones, que parecen apuntar en favor de una actitud
escéptica, chocan aparentemente con la confianza que Descartes expresa en el Discurso en pro de
la facultad del buen juicio y de la posibilidad de distinguir lo verdadero de lo falso. La duda que des-
cribe Descartes en esa autobiografía intelectual que es el Discurso está claramente orientada hacia
un objetivo positivo (en el sentido del positum latín), es decir, que se aleja de las dudas psicológicas
del escéptico, que prescinden y sospechan de cualquier posible pars construens.
La duda cartesiana simplemente se propone sospechar de todo conocimiento, cuya verdad se pone
temporalmente en entredicho hasta alcanzar un criterio fijo y estable que pueda decidir con toda
seguirdad el valor de verdad de los juicios. Ninguna noción debe ser exceptuada, si bien es cierto que
ya se habían descartado las verdades de la fe por pertenecer a la creencia más bien que al saber.
Esta diferencia fundamental ha permitido a los intérpretes calificar de distintas maneras la duda
cartesiana. A menudo la encontramos matizada con ciertos adjetivos recurrentes que intentan su-
brayar su divergencia con respecto a la impracticable duda escéptica de Pirrón o Sexto Empírico. Se
habla de «duda metódica» (ejercida como un método para alcanzar el conocimiento cierto), «duda
propedéutica» (que prepara y fundamenta el ejercicio propiamente cognoscitivo) o «duda radical»
(que no excluye ningún tipo de saber o noción).
El ámbito de aplicación de la duda se extiende por dos dominios distintos: el de los objetos de los
sentidos, y el de los objetos del intelecto. Todo el ámbito de lo empírico y de lo procedente de los
sentidos debe someterse a la duda y permanecer bajo sospecha, ya que los sentidos desde siempre
han sido la fuente primaria del error humano. Por esto es importante desconfiar de ellos y de los
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conocimientos que en ellos se apoyan. Otro célebre argumento que Descartes emplea en contra
de lo empírico es el de la difícil distinción entre sueño y vigilia: los sentidos a menudo nos engañan
cuando soñamos, tanto que no es posible distinguir con claridad entre estos dos estados basándose
únicamente en la información que proviene de lo que percibimos. Cosa distinta es la condición de
los objetos teóricos, en concreto matemáticos, cuya verdad parece ser válida tanto en los sueños
como en la vigilia.
Porque, ya vele yo o duerma, dos y tres reunidos formarán siempre el número de cinco, y el cuadrado nunca
tendrá más de cuatro lados; y no parece posible que verdades tan claras y evidentes puedan ser tachadas de
falsedad o incertidumbre. (Meditaciones, I, 84).
En este punto la duda metódica se radicaliza, universalizándose y se vuelve «duda hiperbólica» me-
diante la hipótesis del genio maligno. La duda hiperbólica llega a desconfiar de la propia evidencia
hasta considerarla el engaño continuo de un genio maligno, cuya intención es la de producir en el
hombre un conocimiento totalmente errado.
¿Qué sé yo si no me engaño también siempre que hago la suma de dos o de tres, o numero los lados de un cua-
drado, o juzgo de alguna cosa aún más fácil, si cosa más fácil que esta imaginarse puede? (Meditaciones, I, 85)
La duda va más allá de un artificio retórico y simboliza la perplejidad radical ante todo conocimiento;
también se configura como el acto extremo del proyecto epistemológico cartesiano. La duda hiper-
bólica evidencia, en efecto, que si bien es posible dudar de todo contenido hasta el punto de tener
que suspender el juicio (la epoché de los antiguos escépticos), es imposible dudar del pensamiento
en cuanto tal. Este signo de abertura se concretará en el cogito como primado lógico-epistemológi-
co capaz de representar el aspecto positivo del proyecto cartesiano, sin el cual el ejercicio de la duda
degenera en el escepticismo pirrónico que Descartes consideraba inaceptable.
De la duda metódica, asumida como punto de partida, Descartes extrae el elemento central que
constituye la primera verdad indudable: el dudar en cuanto tal es indudable, pues dudar del dudar
sigue siendo todavía un acto de dudar (o lo que es igual: dudar de pensar equivale todavía a pensar).
Esta idea central del pensamiento de Descartes se encuentra tanto en el Discurso como en las Medi-
taciones metafísicas, aunque expresada de manera algo diferente.
En el Discurso el cogito es asumido como principio incontrovertible en cuanto verdad «tan firme y
segura que las suposiciones más extravagantes de los escépticos no son capaces de conmoverla»
(Discurso, IV, 108).
En cambio, en las Meditaciones Descartes, queriendo alejar algunas de las críticas promovidas por
sus contemporáneos, precisa que la célebre sentencia no pertenece a un silogismo encubierto cuya
premisa mayor sería «todos los que piensan son», cuya premisa menor sería «yo pienso», y cuya con-
clusión sería «luego yo soy». El cogito, precisa Descartes, no es en absoluto algo mediado, sino una
intuición, un único acto cognoscitivo en el cual mi existencia no es deducida de mi pensamiento.
Resulta evidente que en el pensamiento cartesiano se deben reconocer dos momentos fundamen-
tales: en el primero el interés principal es el epistemológico del método, mientras que en el segundo
se construye una metafísica que en muchos puntos se apoya en la tradición escolástica. Un claro
ejemplo de continuidad es la demostración del cogito ergo sum, que Descartes logra mediante la
duda hiperbólica y empleando el procedimiento dialéctico por refutación (que los griegos llamaban
élenchos) y no el matemático-deductivo.
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A la demostración del cogito ergo sum se llega, por tanto, no mediante deducción, sino por medio
de la refutación de su negación. Si tenemos en cuenta, además, que con anterioridad ya Agustín de
Hipona (354-430) había refutado el escepticismo de la Academia Media con su sentencia si fallor,
sum (si me equivoco, soy) de Ciudad de Dios, XI, el giro hacía la propia subjetividad propuesto por
Descartes revela sus raíces filosóficas y el claro vínculo con la tradición, aunque sea preciso eviden-
ciar el enfoque teocéntrico de Agustín frente al antropocéntrico cartesiano.
¿Cuáles son las repercusiones epistemológicas que se desprenden de la indudabilidad del pensa-
miento? Pues, en efecto, de ella Descartes parece deducir la validez indiscutible del criterio de evi-
dencia. A raíz de la conexión íntima entre noción evidente y existencia, por tanto, éste afirma ver
«muy claramente que para pensar es preciso ser», deduciendo finalmente «como regla general que
las cosas que concebimos muy clara y distintamente son todas verdaderas» (Discurso, IV, 109). Por
medio de semejante principio epistémico se completa (de una forma lógicamente poco clara) todo
lo que Descartes había establecido acerca del método y del conocimiento.
A nivel gnoseológico el cogito garantiza la existencia de las ideas, pues ellas son actos del pensa-
miento. Éstas, como hemos comentado previamente, se hallan como imágenes mediadoras entre
el mundo objetivo y el entendimiento humano, cuya realidad es validada por el cogito. Pero la teoría
del conocimiento de Decartes no puede apoyarse únicamente en el cogito, pues éste por sí solo no
garantiza ninguna correspondencia entre las ideas y la realidad fuera del sujeto.
Para solucionar este espinoso problema Descartes recurre a tres categorías de ideas, comprometién-
dose además con la existencia de Dios como garante de la verdad de las ideas claras y distintas:
1. Ideas innatas. Son aquellas ideas claras y distintas (como por ejemplo las ideas de las matemá-
ticas) que Dios ha plasmado según su voluntad y ha infundido en nuestro entendimiento en el
momento de la creación. Sólo éstas son verdaderas y evidentes de por sí, mientras que todas las
demás serán siempre oscuras y confusas.
2. Ideas adventicias. Son las ideas que provienen del mundo externo, de los sentidos y del mundo
externo a la consciencia. Se trata de ideas confusas en cuanto procedentes de un mundo exterior
del cual poco conocemos.
3. Ideas ficticias. Son ideas creadas por nuestra imaginación y fantasía como por ejemplo pueden
ser las ideas de quimera o de hipogrifo.
Estos tres géneros de ideas son susceptibles de una doble lectura: por un lado, se pueden conside-
rar desde el punto de vista de su realidad formal en calidad de representaciones; por otro lado, se
pueden tomar desde su realidad objetiva, por lo que obtendremos respectivamente una jerarquía
epistemológica y otra ontológica de las ideas cartesianas.
De todo lo anterior resulta evidente el papel fundante de Dios en el conocimiento, tanto como
creador arbitrario de las ideas innatas (que se revelan contingentes y no absolutamente necesarias)
como en calidad de garantía epistemológica que sirve de fuga a la duda hiperbólica creada por la
hipótesis del genium aliquem malignum.
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4 Metafísica
Antes de exponer en detalle los demás rasgos fundamentales de la metafísica de Descartes es im-
portante detenernos a reflexionar sobre los motivos, ante todo teóricos, que fundan la exigencia de
la existencia de Dios. El papel que Dios juega en el sistema cartesiano es claramente el de garante
epistemológico de la conexión entre el criterio de evidencia y la verdad objetiva, relación que la sola
subjetividad no está autorizada a validar. Queda claro que si la verdad es de procedencia divina, la
recta razón se desvía hacia el error a causa de la interferencia de la voluntad y de las pasiones, por lo
que el error reside siempre en ámbito práctico y nunca en la esfera teorética.
El Dios cartesiano, por tanto, debe sustituir la imagen del genio maligno. Y para cumplir con este
compromiso epistemológico debe demostrarse que es algo perfecto, ergo bondadoso, cuya natu-
raleza descarta la intención de engaño generalizado que paraliza todo conocimiento. La necesidad
de anclar el pensamiento en la realidad debe pasar por la demostración de la existencia divina, y por
esta razón la investigación epistemológica en Descartes se torna en un tratado de metafísica cuyos
tonos en cierto modo recuerdan los argumentos escolásticos de los cuales el mismo autor quería
distanciarse en su etapa juvenil.
Una vez aclarados los motivos que empujan a Descartes hacia la admisión y la demostración de la
sustancia divina desde un enfoque puramente teórico (en cuanto a las razones ético-políticas ya
vimos que Descartes prestaba un cuidado especial en no herir la sensibilidad de la Iglesia), podemos
profundizar en los argumentos que éste emplea para demostrar la necesidad de Dios y de sus carac-
terísticas. Las pruebas de la existencia de Dios corresponden a tres formas de argumentar distintas
que, sin embargo, toman todas el cogito como punto de partida.
La primera prueba de la existencia de Dios hace hincapié en la idea de perfección, que el cogito
reconoce como extraña a sí. La duda como elemento constitutivo de la subjetividad, en efecto, es
para Descartes un claro signo de imperfección porque priva de certeza al conocimiento. La idea de
perfección, aunque se da en el sujeto, no puede originarse ni en el sujeto ni en el mundo objetivo
(éste parece afectado de la misma imperfección). Por esto se hace necesario conjeturar la existencia
de un Ser perfecto y externo al sujeto, del cual este último recibe la idea de perfección. Esta primera
demostración se basa en la primera norma del método, que establece la verdad de las ideas claras y
distintas: en este caso la idea de Dios.
La segunda prueba se apoya en la idea del cogito como causa, así como en la de perfección tal
como ésta se halla en el sujeto. La idea de perfección, según el argumento cartesiano, sugiere que el
cogito no es causa de todas sus ideas, sino que existe cierta dependencia de un elemento superior,
responsable tanto de la idea de perfección como de la idea de Dios. En efecto, el sujeto no puede
ser causa de la totalidad de sus ideas, puesto que entre estas se hallan la de Dios y la de perfección,
que evidentemente no son afines a su naturaleza finita e imperfecta (en cuanto caracterizada por la
duda). Esto prueba, por tanto, que no todo cuanto esté en posesión del sujeto deriva de él mismo,
sino que hay una instancia superior de la cual depende y recibe lo que tiene.
La tercera de las pruebas de la existencia de Dios, que Descartes expone en la quinta meditación,
reelabora en clave matemática la célebre prueba ontológica de San Anselmo (1033-1109). La idea
de Dios, tal y como acontece con cualquier figura o número, es una idea clara y distinta en la que
reconozco la existencia como elemento inherente, de la misma manera que infiero de la naturaleza
del triángulo que se dé en él que la suma de sus ángulos internos es igual a la suma de dos ángulos
rectos.
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Tal y como sería contradictorio negar que un triángulo tenga esa característica, sería contradictorio
también negar que Dios tiene la característica de la existencia, es decir, existe. En otras palabras: la
existencia es una perfección congenial a Dios en cuanto Ser perfectísimo, por lo que no podemos
concebirlo si no es existiendo.
Del alcance del cogito se desprenden también unas consecuencias ontológicas de importante relie-
ve. Inicialmente elsujeto del cogito se presenta como sustancia inmaterial y cosa pensante, res cogi-
tans que por su misma esencia no sujeta al constante cambio del orden material debe ser inmortal.
Este primer alcance metafísico de la inmortalidad del alma, sin embargo, acarrea ahora ulteriores
implicaciones.
Lo que Descartes había logrado demostrar había sido únicamente la inmaterialidad del yo o del alma,
así como el hecho de que ésta sea capaz de desempeñar una actividad inmaterial como es el pensa-
miento. Sin embargo, una vez demostrada la existencia de Dios como garante de la conexión entre lo
evidente y lo verdadero, Descartes debe esbozar con firmeza su visión ontológica del mundo.
Las normas del método asumen, por tanto, validez ontológica más allá de la idealidad de los razona-
mientos, puesto que Dios garantiza que lo que se establece como verdadero en la razón mediante
el método encuentra exacta correspondencia en el plano de la realidad objetiva. El mismo mundo
material, de cuya realidad sospechaba inicialmente la duda hiperbólica, se afirma ahora definitiva-
mente como res extensa, la otra orilla del célebre dualismo cartesiano.
De las relaciones que entretejen las dos sustancias independientes, pensante por un lado y extensa
por otro, se originan tanto la antropología como la física cartesiana. A partir de las dos nociones de
res cogitans y res extensa, Descartes propone una visión del hombre como algo que está compuesto
por un elemento ideal, indivisible e inmaterial, capaz de pensar, y asimismo por un elemento corpó-
reo sometido a las leyes férreas de la física.
El alma en Descartes se configura, según la célebre expresión, como un «fantasma en la máquina»,
en perfecta sintonía con el imperante paradigma mecanicista de la ciencia moderna. El único punto
de conexión entre las dos sustancias independientes se concentra en la llamada «glandula pineal»
(la actual epífisis, reguladora de los ciclos de vigilia y sueño), que permite, según explica el autor, la
interacción mutua entre alma y cuerpo.
La física se ha de desarrollar, dice el autor, como una disciplina en la que rige el mecanicismo rígido.
Ella se ocupa de la materia y del mundo como si de una inmensa máquina se tratara, compuesta por
partes móviles en mutua interacción. El matematismo del método encuentra aquí amplia realiza-
ción, aunque las hipótesis metafísicas de Descartes siempre influyen en muchas explicaciones.
En concreto, junto con los principios fundamentales de continuidad de la materia (creada por Dios)
y de negación de la causa final, el principio que contempla a Dios como la causa del movimiento
último nos revela el vínculo constante entre fisica y metafísica en el pensamiento cartesiano. Sin
embargo, algunas leyes que es posible adscribir a la actividad científica de Descartes siguen vigentes
en la física actual: es el caso de la ley de conservación del movimiento, el principio de inercia y la ley
de conservación de movimiento rectilíneo.
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Recogemos en el siguiente cuadro todo cuanto se ha dicho hasta ahora sobre la metafísica cartesia-
na. Dios, alma y mundo son sus tres dimensiones principales, aunque hay que observar que mientras
Dios es uno, existen infinidad de almas, así como infinidad de cosas que componen el mundo. A esas
dimensiones Descartes las llama «sustancias», que son aquellas entidades que no necesitan de nada
más que de ellas mismas para subsistir.
Dios es la única sustancia increada, que a su vez ha creado a la multiplicidad de cosas pensantes y
cosas extensas. Los atributos distinguen unos tipos de sustancia de otros, mientras que los modos
son las manifestaciones que exhibe cada tipo de sustancia.
Explica por qué Descartes quiere demostrar la existencia de Dios y repasa sus tres ar-
gumentos. ¿Cuáles son las tres grandes categorías ontológicas de la ontología carte-
siana y qué es lo que distingue a cada una de ellas?
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CONCLUSIÓN
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BIBLIOGRAFÍA
ADAM, CH., TANNERY, P. (1966). Oeuvres de Descartes. 11 volúmenes. Paris: Librairie Philosophique J. Vrin.
Fuentes secundarias
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RESUMEN
El método cartesiano
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AUTOEVALUACIÓN
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