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PATRIA Y MUERTE

Escritos sobre literatura


argentina y política

Miguel Dalmaroni

ColeCCión ensayos nº 7
Dalmaroni, Miguel
Patria y muerte : escritos sobre literatura argentina y política / Miguel
Dalmaroni. - 1a ed . - Rosario : Biblioteca Popular Constancio C. Vigil
Cultural, Social,
Mutual, 2020. 120 p. ; 20 x 14 cm. - (Ensayos ; 8)
ISBN 978-987-47021-8-0
1. Crítica Literaria. 2. Literatura Argentina. I. Título.
CDD A860

1° Edición: 2020
250 ejemplares

Se permite la reproducción total o parcial previa autorización de la


Biblioteca Popular C.C. Vigil.
Para las pibas y pibes de
LaKamándula, por la risa y el
fuego de las fiestas.
Índice

Nota editorial -------------------------------------------------------------------

Presentación, por Silvana Santucci ---------------------------------------

Patria y muerte
Noticias --------------------------------------------------------

Los siete locos ------------------------------------------------

El mal metafísico ---------------------------------------------

El llanto --------------------------------------------------------

El hombre “no cultural” ------------------------------------

La forma de la espada ---------------------------------------

Luna con gatillo ----------------------------------------------

El matadero ---------------------------------------------------

Operación masacre ------------------------------------------


7

La ilusión monarca ------------------------------------------

La experiencia sensible
---------------------------------------

Sangre de amor correspondido -----------------------------

La penúltima versión de la realidad -----------------------

Lo imborrable -----------------------------------------------

Cadáveres ----------------------------------------------------

La revolución es un sueño eterno -------------------------

Bibliografía ----------------------------------------------------
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Nota editorial: colección ensayos

La colección Ensayos de la Editorial Biblioteca, dedicada a la


crítica literaria argentina, fue una creación de catálogo dirigida en
sus comienzos por el profesor y crítico literario Adolfo Prieto. Seis
títulos constituyeron la etapa inicial de la formación de esta serie,
desarrollada entre los años 1966 y 1974, con textos de Edgar Bayley
(Realidad interna y función de la poesía), Adolfo Prieto (Literatura y
subdesarrollo), Roger Plá (Proposiciones), Jorge Vázquez Rossi (El
fuego fatuo), David Lagmanovich (La literatura del noroeste
argentino) y Marta Scrimaglio (Literatura argentina de vanguardia
1920-1930).
Hoy nos toca retomar el hilo. Como con cada colección que
relanzamos de la Editorial Biblioteca, ingresamos en esta nueva
etapa al campo de los debates y las posibilidades de la crítica
literaria argentina y también latinoamericana.
Para celebrar este presente, hemos decidido que el arte en tapa
de esta serie se elabore a partir de la colección pictórica donada por
el periodista cultural y escritor español Ángel Gallardo, conocido por
su poemario Oda al Paraná, libro con el que se abrió nuestro sello
editorial en 1965. Gallardo, por ese entonces, acercó a Vigil su libro
de poemas y una serie de cuadros inigualables de artistas plásticos
de la vanguardia de los años 60 y 70 (Roberto Viola, Mario Grandi,
Carlos Uriarte, Matías Molinas, Julio Vanzo, Juan Battle Planas,
Ricardo Supisiche, Francisco García Carrera, Roberto González,
José María lavarello) que acompañaron la publicación de la obra
poética. Algunos de estos cuadros se perdieron durante la
intervención cívico militar a la biblioteca, en 1977, como tantos otros
bienes patrimoniales que fueron saqueados o destruidos. Otros,
persistieron en despachos del ministerio de educación y museos,
hasta que volvieron a ser parte de nuestro patrimonio recuperado a
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partir del año 2014. Con esta nueva apuesta esperamos poner en
valor estas obras, patrimonio de la ciudadanía santafesina,
retomando el gesto original de Rubén Naranjo, uno de los
arquitectos fundamentales de nuestra casa editora.
Naranjo percibió con claridad en la propuesta de Gallardo el valor
artístico de estos cuadros, realizando una operatoria que finalmente
permitiría dar comienzo a la breve historia de 12 años de la Editorial
Biblioteca, articulando plástica y literatura, imagen y voz, rasgo
distintivo de nuestras colecciones literarias.
La colección Ensayos, como todas las que hemos recuperado
hasta ahora, busca rearticular los lazos entre pasado y presente,
reponer textos y autores del campo de la crítica y ampliar su sentido
original –nacional y federal– apelando al pensamiento nacional y
latinoamericano.
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Presentación por Silvana Santucci

Nada te ata a leer la novedad

Con la muerte abrimos esta


historia una condena total a
la memoria Osvaldo
Lamborghini

La aparición de este libro Patria y muerte. Escritos sobre


literatura argentina y política, es el resultado de una serie de
acontecimientos azarosos que terminan por darle tonos de
fragilidad a un proceso sumamente eficiente. Un concurso
docente que llevó a Miguel Dalmaroni a la ciudad de Santa Fe
en el año 2017, un congreso en Rosario donde el autor supo
convocar a varios a la prosa final del cerveceo en 2018; la
oportunidad de armar en 2019 el relanzamiento editorial de
esta Colección Ensayos en el espacio social y cultural de la
Biblioteca Popular Constancio C. Vigil; la materialización que
pudo reunir todas esas fantasías en una visita familiar al
Museo de Ciencias Naturales de La Plata en 2020.
Finalmente, la muerte real, el distanciamiento pandémico, el
caos vírico y la incertidumbre económica nos obligó a pausar
y casi detener totalmente la salida de este proyecto.
De toda esa sucesión de eventos, la charla colectiva
poscongreso fue fundamental para dotar a este libro de una
intención o propósito si no estrictamente reales, al menos,
sumamente verdaderos. No tanto porque Miguel Dalmaroni
haya terminado de escribirlo a causa de eso, sino porque en
aquellos dislates de bar rosarino se estableció un acuerdo
tácito y manifiestamente encendido entre algunxs jóvenes
lectores o asistentes a congresos literarios de mi generación:
algo podía estar haciéndole falta a la crítica literaria argentina.
En el sentido más amoroso –y también más tradicional del
término– asumir aquello que nos hacía falta tampoco se
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volvía tan simple. No porque la falta pudiese ser tratada como


un agujero negro que, en serio, estábamos creyendo que en
la teoría o la crítica podrían saldarse, posición ingenua o
profundamente desconocedora. Tampoco, porque apelar a la
charla con el profesor suponía ponerlo en el rol de varón
rampante o compadrito que debía repartir a capa y espada los
sentidos u ordenar los sinsentidos que se enumeraban en la
mesa, rodando una escena que nos reconfiguraba como
intelectuales ante el siempre débil juego que suele
apertrechar el reparto de las autorizaciones en la academia.
Por el contrario, asumir aquella falta como algo del orden de
la necesidad que convoca y es a la vez convocada (¡la falta
que hace!), ubicó los planos de aquella conversación en torno
a un deseo. Y, en ello, reside toda la potencia que terminó por
imprimir las maneras de hacer posible la presente
publicación.
Tal vez aquel deseo no estaba siendo compartido por lxs
presentes en igual medida, pero sí que el registro de aquella
necesidad terminó por investir de un plano común a la cosa.
Común, en el sentido de menos excepcional, menos arbitrado
por el deber, más ordinario, más corriente. Ante esa
articulación que nos llevó a extrañar y, lo que es mejor, a
desear un texto no escrito pero que pudiese hacer algo en los
espectros de lo cotidiano de la actividad crítica, es que
termina por encontrar vida este libro. Si algo tiene de
extraordinario se encuentra allí, en ese gesto medular y
generoso de ponerse al servicio de una necesidad general, de
otres, indiscernible pero ampliada y sobre todo, poco
elegante.
No desconocemos que Miguel Dalmaroni hubiese podido
publicar este libro en muchas otras editoriales de renombre,
cuya recepción, tal vez, pudiese llevarlo a dialogar con otros
lectores. Sin embargo, desde esa voluntad cohesiva, casi de
enredadera, Patria y muerte... se presenta como un texto ágil,
polémico, con una escritura que repiensa la violencia
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constitutiva de la lucha de clases en la literatura argentina,


pero que, a la vez, no deja de interrogarse por lo doloroso y
absurdo de las posiciones que la encauzan. Vuelve a los
viejos tópicos de la nación: territorio, desierto, campo, ciudad
y a sus sujetos políticos y culturales: peronismo, mujeres,
gauchos, inmigrantes, guerrillerxs, indixs, negrxs desplegando
ante ellos un gesto “popular” de la escucha.
De allí que la Editorial Biblioteca y esta colección anclada
en el barrio Tablada, el sur rosarino, sea el lugar adecuado
para su salida. No solo porque Adolfo Prieto, Juan José Saer,
Juan L. Ortiz, Roger Pla, José Pedroni, Edgard Bayley,
Francisco Urondo o Hugo Gola hayan integrado parte del
catálogo de esta editorial, sino porque la tradición escolar,
barrial, vecinal, educativa y comunitaria, es decir, aquella que
se hace por azar, por sorteo, casa por casa, por esperanza de
premio, por voluntad de apuesta, constituye hasta el día de
hoy, un tipo de práctica específica que permanece en la
producción cultural e intelectual de nuestro país y que
nosotres queremos mantener vigente. El registro de una
tradición que se interesa por poner la literatura al corriente,
que desea e imagina lectores insospechados, no
necesariamente expertos universitarios.
Con ese espíritu, Dalmaroni transita tanto por textos de
narrativa como de poesía, integra el melodrama con discurso
político, revisa canciones y programas de una “TV cultural”
que empieza a volverse añosa pero que las nuevas
generaciones reactualizan por YouTube. Borges, Saer, Piglia,
Viñas, Aira, Lamborghini, Cortázar, Gelman componen el
universo bien disímil de los varones que lee, pero también
con las mismas diferencias entre sí, revisa la escritura de
ciertas mujeres: María Negroni, Ariana Harwicz, Mónica
Morán, Gabriela Cabezón Cámara, Raquel Robles, Josefina
Ludmer, Betariz Sarlo, Alejandra Pizarnik y Cristina
Fernández de Kirchner. En el medio, abre un entrelugar para
las voces de Roberto Arlt y Manuel Puig.
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Por lo demás, no se trata aquí de un crítico que viene a


intentar enunciar en inclusivo y a releer la tradición literaria
argentina completando un cupo de escritoras o disidencias
que, clarísimo, se está construyendo sin necesidad de que la
crítica reedite –por ahora– un “nuevo boom latinoamericano
feminista”. Por el contrario, hablamos de un crítico que
retorna a las viejas polémicas de la nación que permanecen
aún sin saldarse, aquellas que permiten pensar nuestros
propios modos de la colonialidad: ¿bajo qué condiciones
podemos pensar hoy en Argentina que tenemos un arte libre?
¿libre de qué? ¿libre de quiénes?
La disputa por el proceso de la colonialidad argentina no
se integra todavía como sentido común al sustrato patrio de la
literatura nacional, por eso Dalmaroni retoma algunos viejos
tópicos para despejar, no sólo lo sabido, sino una manera de
configurar ese saber que no tiene por qué ser propio. En una
serie de ensayos cruzados por textos y materiales diversos,
repone efectos vitales de la literatura por fuera de la estricta
circulación de la cultura que podríamos considerar típica de
las élites y nos arroja a una correntada furiosa en la que una
vez metidos, podemos, sin necesidad de perder la vida,
remar, patalear o dejarnos llevar como lectores comunes.
La consigna patria o muerte surgió, inicialmente, un poco
en broma como título para un libro que pudiera actualizar las
disputas literarias sobre las clases políticas en el presente de
la Argentina. Está claro que la idea excluyente ilustraba el
modo en que la vida parecía funcionar en el 2018, en alguno
de los bordes de la división o de la tan mediatizada grieta.
Estábamos, obviamente, desesperanzadxs ante la
destrucción social e institucional del proceso macrista. Sin
embargo, Dalmaroni adhirió los términos y optó por pensar
una relación de conjunción. Esto le otorga a este libro un tono
mucho más vitalista que sus preliminares. Esa relación (que
también podría ser pensada de inclusión) permite visualizar
un futuro menos borroneado por la tragedia. La imaginación
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de una patria que, para habitarla, deje de ofrecer a sus


pueblos la muerte como alternativa.
Por otro lado, sabemos que la literatura, como bien cultural
pero también como institución histórica, poco puede ante la
violencia del hambre o ante la soledad de los cuerpos que
sufren. Aun así, cuando puede –y, especialmente, cuando las
condiciones para que suceda aparecen– la literatura es un
bien que repara. La salida de este libro, entonces, no se ubica
como un gesto de provocación crítica para tal o cual sector de
los estudios literarios, ni tampoco quiere constituirse como la
celebración profesional del correcto ejercicio de un profesor
destacado, es decir, ser un ejemplo más de las tan temibles
autofiguraciones que nos abruman. Más bien, como propone
el epígrafe de Stendhal, este libro se lanza como un
pistoletazo al aire, hacia un porvenir que reclama ser
pensado. Un proyecto hacia el futuro que hace, pero no en
términos de guerra, ni entre polos, sino que piensa desde los
espacios y las disputas que en el presente de países
latinoamericanos como el nuestro hacen grandes faltas.
Las muertes por virus era algo que no contemplábamos
cuando fue proyectado ni escrito este libro, tampoco sabemos
cómo considerarlas ahora. Sí que los términos que el texto
reinstala actualizan claves que seguiremos indudablemente
revisando en la historia de la literatura argentina. Finalmente,
el trabajo de Dalmaroni, como la actualidad de la Biblioteca
Vigil, se abren creativamente a las incertidumbres vitales con
que palpita, hoy, el futuro.
Con este deseo de hacer y de dar a hacer es que
anclamos los nuevos textos que se integran esta histórica
colección recuperada. Esperamos, eficaz y afectivamente,
encontrarle a este deseo común, nuevos lectores.

Silvana Santucci
Santa Fe, Agosto 2020
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Noticias

Este libro da vueltas –algunas de las tantísimas vueltas


posibles– en torno de un tema, el del título; tiene muchos
otros hilos conductores que no obligan, creo, a seguir el
orden que di al índice, de modo que supongo que los
apartados se pueden leer en el orden que le salga a cada
lector.
Algunos fragmentos de las páginas que siguen estaban
en borradores inéditos, otros los escribí para este libro;
otros son recortes, aquí reescritos y corregidos, de partes
de trabajos publicados con anterioridad, varios en
revistas universitarias que leen casi exclusivamente
algunos contados especialistas y tesistas, otros en el sitio
web bazaramericano.com que dirige –amorosa y
hospitalaria– Ana Porrúa, alguno en la revista Otra
parte, otro en EME–Malisia, y un par en libros
inhallables (de los que ni yo pude conservar un
ejemplar). No hubiese ni comenzado a escribir algunos
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de los fragmentos más remotos sin el entusiasmo de


Jorge Monteleone, ni hubiera llegado a la versión final
sin la euforia militante de Silvana Santucci. Cualquiera
que escriba es un cleptómano: sin pedir permiso y sin
advertirlo, se ha llevado algo de toda lectura, de toda
conversación. Hace décadas que lo que escribo se mezcla
con restos de ideas, ocurrencias y frases que debo
haberles escuchado a lectores como Hugo Anad, Pepe
Martocci, Mario Arteca, Esteban López Brusa, Juan José
Becerra y Carlos Ríos; a Laura Lenci y a Perla Zagalsky;
a Alberto Giordano, Nora Avaro o Judith Podlubne (la
lista podría sumar muchos otros nombres, como suele
suceder).
Por supuesto, sigo releyendo a los muertos, pero ya
hace algunos años que, obviamente, los escritores
argentinos cuyos textos me capturan son bastante más
jóvenes que yo (varios, más de veinte años más jóvenes
que yo) y, cada vez más, son más mujeres que varones.
En cambio, hasta hace no mucho escribí sobre la
literatura argentina leyendo un cuerpo de obras literarias
firmadas por personas veinte o más años mayores que yo
y (con la excepción de Pizarnik y alguna otra)
mayoritariamente varones (esto es deplorable,
obviamente, pero solo hace muy poco lo notamos como
deplorable y empezamos a combatirlo).
Decidí no entorpecer el libro con las notaciones
protocolares de la crítica profesional (notas al pie,
bizarros paréntesis con apellidos de autores, años y
números de páginas de todas y cada una de las frases
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ajenas que se citan, avisos de que “la itálica es nuestra” y


fealdades por el estilo, que vendrían a atestiguar –se
supone– una discutible noción de autoridad como
veracidad). Agrego al final una lista de bibliografía por si
la curiosidad de quienes lean padeciera ese apetito. Para
el resto, infinito, está internet.
Me cuento entre quienes agitamos contra la real
academia española y proponemos su supresión urgente y
definitiva. No me interesa la normativa –que más
temprano que tarde congela y retarda–. En cambio, me
interesa la comunicación verbal, que es improvisación,
creatividad y cambio, y consiste en una apuesta cuyo
triunfo reside siempre en renovarse, durar un poco, y
fracasar, en una espiral incesante donde se juega toda
nuestra experiencia. Estoy políticamente a favor del
llamado lenguaje inclusivo: hasta ahora he logrado usarlo
de modo convincente solo en la oralidad. Ignoro, por
supuesto, si en un futuro logre escribir en inclusivo.
Terminé de escribir este libro poco después del golpe
de Estado cívico–militar–policial–evangelista contra Evo
Morales, uno de nuestros mejores y más queridos
dirigentes, es decir mientras los ejércitos sanguinarios y
las policías asesinas de las derechas pro imperialistas
masacraban a centenares de luchadores populares en
Bolivia, Chile, Ecuador, Haiti, Palestina... Mientras
escribo esto, siguen aumentando los números de muertes,
secuestros, torturas, violaciones, mutilaciones. Aunque
haya preguntas mucho más urgentes e importantes, son
momentos en que también debemos repetirnos por
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enésima vez, creo, la pregunta política de la crítica: qué


pueden pero también qué no pueden la poesía, la
literatura, las artes, el ejercicio de la palabra.

Miguel Dalmaroni La
Plata, noviembre de 2019.
TA ÑI CHAU ÑI DUNGUN LA VOZ DE MI PADRE
Ñomumngenochidungu En lenguaje
nmeu indómito nacen
entukenñidungun mis versos de la
aluñmalechi pun meu prolongada noche
apumniengeam. del exterminio.
Graciela Huinao

...esa bestialidad que fue la historia argentina, esos


latifundistas que mataron, saquearon e hicieron
genocidios para tener sus latifundios, que algunos de sus
bisnietos o tataranietos siguen teniendo hoy: la tierra, el
poder y la fuerza. No es casual que Fierro sea un
hombre quebrado. Y, al final, resignado y patético.
Gabriela Cabezón Cámara

Para mi madre, el peronismo era un disgusto despectivo


que llevaba instalado en las comisuras de los labios y que
podía virar a nítida mueca si se encontraba en los aires de
la pampa húmeda, en donde había nacido y donde vivían
sus hermanas casadas con hombres de la Unión
Democrática. Gloria Peirano
La política en una obra literaria es un pistoletazo en
medio de un concierto, una cosa grosera y a la que, sin
embargo, no se puede negar cierta atención. Stendhal
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Los siete locos

El crítico es un estratega en el combate literario. [...]


Quien no pueda tomar partido, debe callar. [...] La verdadera
polémica aborda un libro con la misma ternura con que un
caníbal se guisa un lactante.
Walter Benjamin

El escritor peronista Leónidas Lamborghini, que en


los años de la Fusiladora empezó a inventar un amasijo
grosero y único entre poesía y política, citaba a menudo
las ocurrencias de Stendhal sobre el asunto,
especialmente la que dice que la política es “como una
piedra de molino atada al cuello de la literatura”.
Lamborghini la citaba mal o la corregía: “al cuello de los
escritores” decía él, no de la literatura. La extraordinaria
lengua política de Lamborghini está en lo que sus
poemas hacen con el idioma y con las tradiciones, pero
para hablar de literatura y política él sabía que era
cantado hablar también de los autores y sus dilemas, es
decir, del sujeto civil que firmaba los libros y que hacía y
decía tales o cuales cosas en –como se dice– el mundo
(un mundo, alguno). Hablar de literatura y política es
hablar de esas dos cosas entreveradas, o del entrevero
mismo.
Hacia mediados de los 90, en una mesa de café en La
Plata, una profesora incauta le proponía a David Viñas
dar de leer una novela de Abel Posse sobre Evita Perón a
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los estudiantes de la Universidad. Viñas la interrumpió:


“Pero la cuestión es, compañera: ¿quién es el señor Abel
Posse?”. Por mi parte, yendo y viniendo de Stendhal a
Viñas, diré que para la crítica literaria interesa quién es la
señora Raquel Robles porque su nombre está en la
portada de Perder, un libro único que hace
acontecimiento con quien lea y le sobra, entero, al
mundo. Sin eso, no sé cuán relevante hubiese sido la
señora Robles para otros asuntos: la historia política,
social, intelectual... Entonces, como decía: el entrevero
entre la literatura como resto sustraído al mundo, como
significante de sobra y como desubjetivación, por un
lado; y el mundano comercio de sociabilidades y
disputas, alianzas, tráficos de influencias, premios y
ninguneos, amistades y enemistades, poéticas
manifestadas, ideologías adoptadas o abandonadas,
partidismos, por el otro. ¿Por un lado y por otro? Una de
las últimas teorizaciones sobre este asunto que logró
ocupar una temporada el podio de best–seller
universitario fue la fórmula “política de la literatura” de
Jacques Rancière, que aunque defectuosa echó leña al
fuego algo apagado del entrevero (no sé si alguien
advirtió que Rancière refritaba con estilo una distinción
muy sabida ya, que muchos años atrás estaba, por
ejemplo, en la diferencia que propusiera Cristine
Glucksmann entre ideología de la literatura e ideología
en la literatura, pero también aquello tan citado que Marx
escribió sobre Balzac: la ideología política y las
adhesiones partidarias del escritor podían ser ajenas o
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incluso opuestas respecto de la perturbación severa de la


ideología que efectuaba la obra).
No “por un lado y por otro”, entonces. Me inclinaría
más bien por la lección que creo haber aprendido de una
frase que me regaló una vez Judith Podlubne: la historia
siempre arroja su resto. Como si dijésemos: siempre
habrá alguien que relee “Enroscado” de Di Benedetto o
Las aventuras de la China Iron de Cabezón Cámara
porque el curso de ese producto de la cultura habrá de ser
interrumpido, mientras se lee, por un brote, un grano de
real que hace acontecimiento con quien lee (es decir que,
por un instante de efectos imborrables, logra poner en
fuga los límites y las previsiones de la subjetividad). Se
sabe que cierto bienpensar demócrata que posa de
radical sigue machacándonos advertencias contra cucos
avejentados: tras la profiláctica pérdida de inocencias
que nos depararon el pensar del siglo XX y todos sus
“giros”, se insiste en que los tiempos de la experiencia
son historia porque ya nadie sentiría nada imprevisto, ya
nada resta. Solo habría arte o literatura en un sentido
sociológico, etnográfico, pragmático, es decir, en un
sentido determinado y por lo mismo insípido (el arte
como cosas que hace la gente de cierta manera –dictum
que nos espeta de un saque todo lo que tiene para decir el
pragmatismo–). Para ese consenso, es decir, para el
constructivismo historicista vuelto automatismo y vara,
solo hay arte como hay santos o próceres: irreales, sus
milagros o sus hazañas pudieron reducirse, en efecto, a
patrañas urdidas por propagandistas más o menos
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habilidosos, pero como sea los canonizaron, y sigue


habiendo feligresía.
Se trataría, en cambio, de preguntar ya no solo por las
determinaciones civiles e interesadas que han
engendrado un libro canónico, sino de preguntar si acaso
se entrevera allí, en el encuentro con esa escritura, alguna
verdad: ¿hubo, como querrían Barthes y Alain Badiou,
un acontecimiento Mallarmé, un acontecimiento
Beckett? ¿Mistificaba Raymond Williams, cuando
pretendía que en Joyce o en Jane Austen restaba “una
experiencia que al parecer no es comunicable”, ajena a
todo horizonte socializado y capaz de hacer “ver lo que
no es visible”? ¿De dónde salieron los poemas de Néstor
Perlongher, las conversaciones de las novelas de Manuel
Puig, la invención delirada e incesante de César Aira, los
poemas de Elena Annibali o los de Ana Rocío Jouli, los
de Marcelo Díaz o los de Julieta Novelli? Emilio De
Ipola escribió a principios de este siglo que “no todo es
social en el discurso” y que no todo discurso es “discurso
social”: ejemplificó con la poesía de Auden, el teorema
de Gödel y la prosa de Proust.

* * *

Susana Zanetti, que dirigió en los 80 la segunda y


prolongada edición de la Historia de la literatura
argentina del Centro Editor de América Latina, solía dar
rienda suelta, de modo más o menos escandaloso, a un
cierto talento para la incisión provocativa. Un día de –
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más o menos– los primeros años de este siglo, le escuché


decir, como si tal cosa, que no estaba segura de si David
Viñas había propuesto realmente alguna idea propia o
novedosa sobre la literatura argentina. Así nomás. Que
más allá de la singular prosa de Viñas, habría que ver
qué tesis original pudiera encontrarse realmente en sus
escritos. Por lo menos en mi caso, la ocurrencia de
Zanetti me puso a pensar que quizás la principal novedad
de Literatura argentina y realidad política –eso con lo
que pudo cambiar de modo irreversible la situación de la
crítica literaria nacional– estuviese menos en las
aseveraciones que en los tonos y los énfasis, en la
extenuación de la sintaxis condicional y disyuntiva, en la
tropología del dialecto que inventaba y en sus efectos:
Viñas escribía que la literatura estaba hecha de
“riscosidades” y “orografías”, de “meandros” y
“carnosidades”, de “fluencias” y “afluentes”; su mirada
notaba siempre lo “estentóreo” y lo “englutido” y sobre
todo las posturas y las “poses”, los “tics” y los
“ademanes”, los “coqueteos” y las “coreografías”. Parece
haber sido así, al menos si me atengo a los efectos que
recuerdo de cuando lo leí por primera vez; porque no
creo que alguien interesado en la literatura argentina
pueda olvidar esta frase en el comienzo del libro de
Viñas: “La literatura argentina empieza con Rosas”. Es,
como solía decirse antes, una enormidad, es casi un
exabrupto, es un disparate y es, con todo eso junto, el
convite belicoso para una discusión sobre lo principal.
No creo que Zanetti tuviese razón (sea que pretendiese
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tenerla o buscase otra cosa); más bien, su provocación


me permitía volver a medir la importancia del efecto de
la prosa crítica de Viñas. Un efecto de verdad que se
horneaba en su escritura de muchas maneras simultáneas,
y no solo en los juicios, las proposiciones, las tesis.
Hay que ubicar, creo, a Ricardo Piglia, en un linaje
variopinto donde resuena la precedencia de Viñas como
crítico. Piglia amplió las posibilidades de la ocurrencia,
las de la sentencia ingeniosa, las de las afinidades
electivas insólitas y hasta desafinadas, las del desafío en
tono más o menos iconoclasta a costa de la verdad de lo
que se diga (Piglia era a veces demasiado canchero, o sea
revoleaba aforismos críticos para la tribuna, pero hay que
reconocerle que muy a menudo canchereaba como el
mejor; basta ver otra vez sus clases sobre Borges en la
Biblioteca Nacional). Como Viñas, politizó la
enunciación crítica, en su caso inventándole a la
literatura argentina –que es más bien mala y aburrida–
episodios noveleros, anécdotas intriguistas, falsos
enigmas, delitos menores (estafas, plagios, secretos,
alianzas o confabulaciones olvidadas: les escritores
fabulan sobre crímenes atroces pero, como se dice, salvo
raras excepciones no mataron a nadie, a lo sumo algunos
se suicidan, como tantos otros hijos de vecino). Hay una
parte del guión de las fiestas de boda y los cumpleaños
de quince que corresponde al momento en que todo
podría decaer anticipadamente, una liturgia para salvar o
“levantar” la jarana, que en buena parte de la Argentina
aún da en llamarse, creo, “carnaval carioca”. Baile
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agitado y colectivo, alcohol y –sobre todo– disfraces y


cotillón. En los 50, Viñas le agregó bardo, pendencia,
riña acalorada, incorrección retórica, impulso sacrílego y
volumen tonante a la historia de la literatura argentina (y
ciertos nombres de pila de la política: “Victorino”,
“Lisandro”... es decir, le puso una cierta poética excitada
y al mismo tiempo doméstica a la política, como si
estuviese contando las trapisondas de comité
protagonizadas por su parentela). En los 80, Piglia
renovó el cotillón, el carnaval, la salsa o la sacudida: un
cierto feeling que iba de lo cómico a lo melancólico, de
lo ocurrente al disparate, del descubrimiento acaso
revelador a la pura ficción erudita o al apócrifo pero con
guiño. Como se dice, agrandar el pescado, subir el
precio, pasarse de rosca de vez en cuando (por citar uno,
extremo: “La línea Mayo–Caseros tiene más que ver con
un hipotético recorrido de subte que con la historia
argentina”).
Hasta críticos como Viñas o Piglia pudieron haber
pasado, sin dudas, por momentos más o menos
prolongados de impostura o de muchachismo tribunero,
pero como todo, raras veces la impostura se presenta en
estado puro. Cada uno a su manera, se dejó llevar –fuese
hacia el acierto o el error– por el apetito genuino de
dramatizar por escrito una pasión doble, la pasión de la
literatura y la pasión de la política. Como la “pasión de lo
real” de Badiou, y también como la pasión de esa frase de
Marx tan citada: “la crítica no es una pasión del cerebro,
sino el cerebro de la pasión” (en la Introducción a la
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crítica de la filosofía del derecho de Hegel). O la erótica


del arte con que soñaba la sesentosa Susan Sontag.
Por supuesto, hace mucho que me intereso en que la
crítica literaria invente otras lenguas para esa pasión,
aunque nunca se agote del todo el rinde de esos dialectos
que proporcionaron escrituras y presencias eficaces
como las de Viñas o Piglia. Tal vez el propósito sea
desproporcionado o quimérico.

* * *

Hace unos años, más o menos al mismo tiempo que


empezaba a multiplicarse el tráiler de la por entonces
flamante quinta entrega de Piratas del Caribe, volví a
ver aquel conocido y falsamente escandaloso episodio
televisivo entre Beatriz Sarlo y David Viñas.
Se sabe que la política, el periodismo y la pedagogía –
que tienen propósitos prácticos importantes y
perentorios– temen la interrupción, la laguna, el “bache”,
el tartamudeo, el balbuceo. Con sobrados motivos, ven
en la poesía, en el demasiado pensar, en la teoría, en la
crítica, amenazas contra el discurrir de lo que debe seguir
corriendo en su curso y sin cortes (saben que cuando la
amenaza de ese hiato se hace efectiva, el lenguaje por su
lado y lo real por el suyo se plantan y se resisten sin
tregua a todo acuerdo). Para aventar el riesgo de
detención que así amedrenta al continuista, y propiciar en
cambio que las transacciones del comercio social (o las
del comercio crítico) se concatenen y pasen, el sentido
31

común –o la opinión corriente, o la pereza intelectual–


adoptan y dan por acordada la interpretación –tan frotada
ella– que equipara “resistencia a la teoría” con rechazo
de la teoría, rechazo de la teorización o (en el peor de los
casos) rechazo de la abstracción más o menos abstrusa,
gongorina, corporativa o pedante. De entre las que
retengo, la figuración más acertada de ese rechazo –que
es al mismo tiempo una de sus ocurrencias más
ilustrativas– está en una nota de 1978 referida a
Raymond Williams en la que Carlos Altamirano, irritado
contra el athusserianismo y la teoría francesa, defendía
“la reacción impaciente del sentido común” ante el
imperialismo de l’écriture. En La maldición del Perla
Negra, uno de los hitos decisivos de la industria
cinematográfica global de comienzos del siglo XXI, el
Capitán Jack Sparrow –epítome de una astucia
exorbitada, laberíntica y picaresca pero gobernada por
una ética antimercantil y bandidista– responde que han
sido “los franceses”, cuando sus impacientes captores
Pintel y Ragetti se preguntan a voz en cuello quién
demonios inventó el derecho de “parlamentar” que –
según arguyen siempre los reos a punto de ser
ejecutados– figura en el código pirata (aunque es curioso
que ese código parezca ser una mezcla de los que la
tradición atribuiría no a dos franceses sino al británico
Morgan y al galés Roberts). El chiste también se
aprovecha del sentido común (los franceses son
charlatanes que demoran la ejecución, o –lo mismo– los
charlatanes son franceses, que es lo que parecen creer los
32

estadounidenses en general acerca de los galos:


charlatanes, pedantes, intelectuales, largueros,
amanerados). Conviene notar, así, que de los tres
personajes principales de esa escena –Sparrow, que
acaba de ser atrapado y está a punto de ser ultimado, más
sus dos captores– ninguno es serio, y el fastidio o la
“impaciencia” del dúo de verdugos en ciernes es
estrictamente un recurso de comedia. En ese sentido, su
resistencia a la charlatanería francesa se parece menos al
fastidio francófobo de aquel Altamirano de la revista
Punto de vista que al humor ligero e irónico del último
Terry Eagleton, británico pero cada vez más cercano a
esos conferencistas típicamente norteamericanos que
insisten en saturar de chistes amables y banales sus
exposiciones para vacunarse de antemano, obviamente,
contra el rechazo hacia la teoría y el pensamiento,
rechazo que recelan en sus auditorios –a los que de ese
modo enlazan al prejuicioso aunque posiblemente certero
pronóstico del bostezo– (cosas que pasan cuando uno
insiste en la autoayuda: Cómo se lee un poema, Cómo
leer literatura…).
Viñas solía vociferar que en las clases de literatura, en
la discusión, en la crítica, “hay que dramatizar,
compañero”. Y agregaba, no recuerdo con qué palabras
exactamente, que de lo contrario se perdía lo principal, es
decir el tenor real y por lo mismo traumático de la
experiencia, su poder como si dijésemos ontológico o al
menos existencial (y por tanto político). Es que eso que
fastidia de “los franceses”, es decir de la crítica, es que
33

no pueden con su genio y dramatizan. Se parecen a los


ranqueles, esos piratas de las planicies que agotan la
paciencia del coronel Mansilla: beben y parlamentan y
parlamentan y beben y beben y parlamentan, en lugar de
comunicar, en lugar de resolver y pasar a otra cosa y
luego a otra y así.
Ese fastidio es el núcleo más o menos tachado del
episodio televisivo que protagonizaron Viñas y Cristina
Mucci en 1997 en el programa de televisión Los siete
locos, y que tuvo de personajes secundarios, entre otros,
a Pacho O’Donell, a Luis Gregorich y a Beatriz Sarlo (la
cual quedó para la posteridad en el lugar de
protagonista). Lo que suele recordarse de ese programa
que estaba siendo emitido en vivo es lo de menos, es
decir, el escándalo tonal y escénico: que mientras Viñas
comenzaba a hacer uso de la palabra diciendo que en esa
“ocasión tan ruda” no podía sumarse a “la comunión de
los santos”, Beatriz Sarlo lo escucha apenas unos
instantes y se levanta, se retira y no regresa. Pero lo que
realmente importa del episodio es otra cosa y, hasta
donde he podido comprobarlo, ha sido convenientemente
olvidada. Viñas habla de intelectuales sumisos e
intelectuales funcionarios, pero no bien empieza se va
por las ramas: señala las siluetas de parejas
heterosexuales que decoran la escenografía del set
televisivo, dice que resulta curioso que todas tengan las
cabezas cortadas, justo la parte del cuerpo en la que se
ubica el mal de la locura –aclara– que da nombre arltiano
al programa, y nadie parece advertir que precisamente en
34

ese momento se produce un colmo indeliberado y


grotesco de la situación debido a que el director de
cámaras, oportuno él, enfoca a uno de esos personajes
pintados, pero no a cualquiera sino a uno que sostiene un
libro en cuya portada se lee la palabra “Comunicación”.
Lo que realmente importa es ese desacuerdo cómico de
tan azaroso y grosero, es decir la disputa de una moral de
la interlocución contra el parloteo del verborrágico
indócil, del que a ojos de la razonabilidad comunicativa
despliega la exégesis paranoica del detalle aleatorio y se
va de tema, se pasa de rosca, se va de mambo. Lo que
hay que atender es el consiguiente fastidio de Cristina
Mucci, conductora del programa, hacia la resistencia de
Viñas –que habla y habla y habla–, la resistencia de eso –
eso que a Viñas le sucede– a ser comunicado, la
resistencia de la lengua cargada de Viñas a la
clarificación de ideas transables que puedan pasar de
mano en mano, de boca en boca y de unas a otras: en fin,
ser transmitidas. Mucci se fastidia porque Viñas le
impide simplificar y, como diría cualquier comunicador
sensato, sobreinterpreta, afecta la sospecha hermenéutica
y –sin dudas– empuja hacia su pozo menos rentable el ya
minúsculo rating del pertinaz programa literario de la
televisión estatal. Por supuesto, Viñas exorbita esos
ademanes –como él mismo los hubiese llamado– porque
quiere guerra, no buenos modales entre intelectuales
demócratas, pero finge provocativamente la etiqueta
presentable de la conversación por turnos. Solo que,
cuando le toca, suelta la lengua proliferante de la crítica
35

que es, como quería Paul de Man, “el lenguaje de la


autorresistencia”.

* * *

Empecé mencionando a un poeta peronista, porque el


problema de la política argentina –como dijo Juan José
Becerra escribiendo sobre una de nuestras líderes más
amadas, Milagro Sala– son los modos en que se cursa
aquí, desde hace más de dos siglos, la pregunta clasista
del varón blanco que tiene casi siempre la palabra: qué
hacemos con los negros. La compañera Milagro Sala,
como otros dirigentes populares insumisos, nunca habló
esa pregunta porque ella es la negra india Sala, ella es las
negras y los negros y les negres que –para alarma de los
demócratas patriarcalistas– demostró que cuando quieren
y encuentran la fisura, las negras indias hacen lo que
quieren. Barrer las pampas a contrapelo para rescatar los
usos negros de la palabra –sus usos indios, gauchos,
plebeyos, sus usos cabeza, villeros, carcelarios, y sus
usos mujeres, sus usos putos, travestis, trans... – es una
tarea enorme de muchos, que ya algunos han comenzado
pero que recién empieza. Mientras, la historia de lo que
llamamos literatura argentina, considerada como
“documento” (de cultura y de barbarie a la vez, claro)
sigue siendo en mayor medida (aunque cada vez menos)
la historia de los escritos de los casi siempre varones de
una fracción subordinada de las clases dominantes. Es en
parte la historia de un dispositivo escritural y cultural de
36

dominación social (pero no solo eso). Esto debería ser, a


esta altura, obvio. Especialmente si se tiene en cuenta
que ya disponemos de una masa copiosa de
investigaciones, historias y ensayos en esa perspectiva,
imprescindible para entender algo de ese debate que
Raymond Williams nombró como “cultura y sociedad”.
Sin embargo, fue justamente con el propio Williams que
aprendimos al mismo tiempo a no desdeñar la
experiencia de los subalternos con la literatura de la elite
(es decir con la literatura) so pretexto moral radical: en
Jane Austen o en Borges, en Virginia Woolf o en Saer,
algo ajeno a la dominación parece a punto de emerger,
disuena y turba lo decible y sus códigos de
entendimiento y sus modos enseñables de leer. El
moralismo infundado de que a los trabajadores, los
negros y los indios no hay que darles de leer Conrad ni
Tununa Mercado, Diana Bellessi ni Italo Calvino, no es
más que un prejuicio violento de ciertas elites
universitarias (que prefieren autocalificarse de
“académicas”). Lo saben numerosas maestras y
profesoras de literatura que se cuentan en las filas de la
resistencia a la reproducción, que practican la consigna
lector es el otro, lectora es la otra, y saben dar lugar en
miles de aulas de América Latina a las contingencias no
calculables del lector ignorante: niños, niñas y
adolescentes que a menudo hacen, con los tesoros
literarios de la civilización, lo menos pensado.
El mal metafísico

si no sabes ni siquiera sabés quién sos


eres batime che Keyserling Orteguita
pasame el dato
César Fernández Moreno

¿Qué nos pasa a


los argentinos?
Fabio Alberti

Los románticos de las crueles Provincias Unidas, que leían


en francés a Rousseau y supieron a su tiempo hacerse
positivistas, creyeron saber con una fe deslumbrante, es decir
ciega, qué nos pasaba a los habitantes del ex virreinato: “El
mal que aqueja a la República Argentina es la extensión”,
había sentenciado Sarmiento, y por más acaloradas que hayan
sido sus disputas con Juan Bautista Alberdi, mucho dice de
sus coincidencias que el sentido común escolar haya
resguardado la voz del autor de Las Bases en una sola
consigna repetida: “gobernar es poblar” (“y se quedó soltero”,
supo comentar el nazi católico Ignacio Braulio Anzoátegui,
como si para procrear fuese necesario contraer
39
matrimonio). Paradojas: tan convencidos estuvieron de eso
los herederos po-
38
líticos del demografismo alberdiano, que con tal de
aprobar leyes que remediaran ese mal, como la del
matrimonio civil, fueron capaces hasta de expulsar del
país al nuncio papal. Pero algo pasó después –entre,
digamos, Conflicto y armonías de las razas en América
del mismo Sarmiento y Las multitudes argentinas del Dr.
Ramos Mejía, entre Caras y Caretas y Criterio– porque
el Estado oligárquico que fue a la vez genocida y liberal,
modernizador y laico, patronal y progresista, se enturbió
en los itinerarios conservadores de una innoble
aristocracia más o menos integrista, más o menos
militarista y clerical. Temor y temblor, se ha dicho, ante
la turbamulta insurgente de las masas, que entre Lenin y
Mussolini acá terminarían prefiriendo a un coronel
confabulado preso en Martín García (en Argirópolis)
cuyas peripecias biográficas darían de comer a más de un
epígono local y retardado del realismo mágico. Pero lo
cierto es que entre las idas y venidas confusas de esa
pérdida, la pregunta de los próceres que habían inventado
la Argentina moderna escribiendo contra Rosas desde
Montevideo, París o Santiago de Chile, comenzó a
desmaterializarse: ¿qué mal sobre todo del espíritu o
incluso qué pecado aquejaba ahora a los argentinos, a tal
punto que únicamente en ese misterio vergonzoso se
cifraba “la argentinidad”? Los precedentes estaban en las
obsesiones premonitoriamente culturalistas y espirituosas
de Joaquín V. González (a pesar de su laicismo), de los
aún jóvenes Ricardo Rojas, Emilio Becher o Manuel
Gálvez. Pero desde los Hombres en soledad del propio
Gálvez o desde El hombre que está solo y espera de
Scalabrini, el viejo fatalismo topográfico y antropológico
de Sarmiento se fue haciendo metafísico en las deliratas
ocultistas de Lugones, en las lamentaciones decorosas de
Eduardo Mallea, los mamotretos históricos de Martínez
Estrada, los despotriques espeluznados del padre
Castellani, las revelaciones contritas de Héctor A.
Murena, las grutas tremendistas de Ernesto Sábato o los
panfletos antiliberales de Juan José Hernández Arregui;
incluso en el sartrismo de Contorno, en el que hasta
Roberto Arlt vio atemperado su Nietzsche y se ganó un
tinte existencialista. Había que pensar con esos tonos
porque eran los tonos de La decadencia de Occidente
(1918–22) con que Spengler abrió, por decir, una serie
mutante que iría hasta los 50, pasando por Husserl, Max
Scheler, Heidegger, Kassirer, Gabriel Marcel, Karl
Jaspers... Después, la fiesta de la acción de los setenta
creería haber acabado con esa biblioteca plañidera. Pero
la pregunta con que se engolosinó el sanateo turístico de
los invitados de Victoria Ocampo seguiría su camino por
las manos más o menos subterráneas de los narradores
argentinos de la culpa, hasta su regreso farsesco, redimido
y rutilante, es decir televisivo. Firmas que otra versión del
buen tono desaconseja citar, pero que se beneficiaron de
variados modos finiseculares de la parodia: como en el
momento de reflexión con que el cómico Fabio Alberti
cerraba la emisión de Todo por dos pesos en el canal
41
estatal de televisión durante las noches de los lunes del
año 2000: “qué nos pasa a los argentinos”, interpelaba
Alberti, desarmando en un tono entre grotesco y
patafísico las pretensiones pseudofilosóficas y
circunspectas de almólogos como Marcos Aguinis o
Jaime Barylko, firmas así, que citaban fatalmente a René
Favaloro, quien a su vez había convertido en best–seller
de final del milenio la Historia de una pasión argentina
de Eduardo Mallea (junto con las máximas de San Martín
a Merceditas). Como Fabio Alberti o como, casi
40

diez años después, Juan José Becerra en Patriotas (2009),


un libro que destroza con sorna esos inventos
antikirchnerista de las cadenas televisivas como el rabino
Bergman y sus trabalenguas burdamente paradojales e
intriguistas, el ultramontano Monseñor Aguer y su
voyeurismo preconciliar, el operador pro genocida de La
Nación Joaquín Morales Solá y, claro, infaltable, el
resentido pontificador Marcos Aguinis y sus delitos
egolátricos contra las armonías y sonoridades del idioma.
Becerra los atiende, digamos.
Pervertidas degradaciones agoriladas de lo que supo
ser antaño, en fin, una parcela de la literatura argentina.
En efecto, el mercado global tiene en el Río de la Plata un
libreto bizarro que hace pasar por pensamiento propio,
que sabe divulgarse por sus medios y que pretendió –con
éxito escaso o nulo– heredar los tonos deprimentes del
“ensayo de interpretación nacional” soltado por plumas
célebres en torno a la década infame.
Pero es cierto que el peronismo tiene también desde su
surgimiento, una poiética variada y mutante, o sea
impulsos literarios que no cesan (descomunales si los
comparásemos con los escasos o nulos de casi todo el
resto de los partidos políticos argentinos, obviamente). El
peronismo como invención de voces, digamos. Hay una
venerable cuerda litúrgica, seria y clasista, que procede en
parte de la oratoria gutural y colérica de Evita Perón. Hay
otra cuerda, la pícara, que procede de la sorna ingeniosa
de Perón, un milico bien leído pero con calle (como se
sabe, el General usaba frases verbales del tipo “hubo de
haber habido” y, al toque, figuras plebeyas como “eso es
más viejo que mear en los portones”); acá estaría
Jauretche en el centro, Néstor Kirchner a la diestra del
Pocho, merecerían un lugar algunas ocurrencias de Aníbal
Fernández, y llegaríamos al absurdismo barrialista de un
Pedro Saborido. Con Saborido, Diego Capusotto cruzó las
dos cuerdas en su personaje televisivo Enrique “el Loco
Evita” Lazuarte, un empleado humillado al extremo por
sus patrones. Mientras camina un día cualquiera por la
Avenida 9 de Julio, Enrique es elevado por los aires e
increpado por la Eva Perón del enorme mural metálico
emplazado sobre la fachada sur del Ministerio de Obras
Públicas, obra del artista Daniel Santoro. Acatando el
mandato de la abanderada de los humiles, Enrique la imita
y asume la misión de fustigar a los oligarcas y distribuir
máquinas de coser y pelotas de fútbol entre los pobres.
Pero el hallazgo principal del libreto de “El loco Evita”
está al final de cada uno de los adoctrinamientos con
43
directivas que la enorme Eva animada le grita a Enrique:
“Y ahora guarda, que voy a cantar: solo quiero rock and
roll...”, “me vuelvo cada día más loca”, o un hit de Xuxa.
Pero quien anudó en una lengua nueva de la política la
cuerda fustigadora con la cuerda pícara –la hechicera que
resucitó en sí los poderes de Perón y de Evita para hacerse
odiar y amar al extremo– fue por supuesto Cristina
Fernández.
45
El llanto
Viene uno como dormido
cuando vuelve del desierto
José Hernández

El lugar común literario, cinematográfico y turístico da por


hecho que viajar por la Patagonia es una verdadera
experiencia, algo singular y extraño que siempre merece ser
narrado. Bueno... pues parece que a Roberto Arlt, vaya
sacrilegio, el desierto –ese fetiche saturado hasta la náusea de
prestigio literario nacional–... lo aburría (esto me lo enseñó la
principal experta en el tema, Pilar Cimadevilla). A Arlt lo
aburría la meseta interminable, digamos, la argentinidad de la
literatura argentina, “el mal que aqueja a la República”, ese
lamento a lo Fierro contra “la extensión” patria pero en prosa
con el que Sarmiento se pone a cantar el telar de sus
desdichas también de perseguido, yéndose para el mismo
lado, para el otro extremo occidental, ya en el más allá
trasandino del far west nacional. O incluso el mismísimo
Rafael Obligado, que por esos obsequios poéticos de la
astronomía y gracias al prestigio tardorromántico de los
crepúsculos acuña para siempre (exageremos): “... sollozando
al occidente”. Un pasado repleto de varones llorones mirando
o moviéndose para ese lado en las tardes melancólicas de la
desgracia (a Fierro también,
44
se recordará, le ruedan “dos lagrimones” por la cara
cuando emprende esa huida: “Viejo, barrio / perdoná si al
evocarte / se me pianta un lagrimón...”). Lo que
podríamos llamar ahora el oeste o suroeste bonaerense o
pampero (el punto cardinal preciso carece de toda
importancia: acá se trata de la dirección hacia donde
apuntan la fatalidad o el deseo), el lejano Oeste, decía,
como nombre pasajero de un paisaje lacrimógeno. El
reserito de Güiraldes no llora, es cierto, pero teme y pega
la vuelta: si a algo sabe darle la espalda el gaucho y huirle
como a la peste es al mar (no solo a la ciudad). Al este es
la amenaza.
Yendo para ese otro lado, entonces, es que se hace la
literatura argentina: irse a los indios, irse a Chile... Arlt en
cambio se pega lo que se dice –hablando en buen romance
propiamente– una buena siesta, un embole soberano. Una
monstruosidad topográfica (literalmente eso, una gráfica
de lo inhóspito) solo comparable en su escala a la
aberración de Puig, que además de estirar la línea del
oeste en escala planetaria (es decir, desde Villegas justito
hasta Hollywood, vía Cinecittà) logró hacer como si
Borges no hubiese existido (creo que ni siquiera dijo
“Borges me aburre”, más bien fue más lejos: ni lo
nombraba, hizo todo como alguien que en efecto no
hubiese leído media línea de Borges). Bueno, tampoco es
que Arlt haya dicho “el desierto (o sea la nación) me
aburre”. Peor: el tipo se aburría nomás y dejó eso hecho,
no dicho, en algunos de sus escritos. Como si dijésemos:
en contraste con ese Arlt tan extranjero, tan marciano
47
(¡completamente ajeno a ninguna fascinación... en la
Patagonia!), decía: en contraste con ese Arlt, hasta Aira
atrasa. Aunque sea muchas otras cosas juntas, Aira no
deja de pertenecer al siglo XX porque es un escritor
argentino del siglo XIX a causa de Coronel Pringles y de
Lucio Mansilla (en ese empaste de milicos y de indios, y
de la pampa o la llanura o Tierra Adentro, Aira siempre
fue todo lo borgiano que ni Arlt ni Puig). En la ficción–
Borges, incluso en los años de Historia universal de la
infamia, los suburbios londinenses o las brumas sajonas
no excluyen visitas a Rio Grande do Sul, Entre Ríos,
Paysandú, Treinta y Tres... Algunos viajes borgianos
decisivos (“El Sur”, “El Evangelio según San Marcos”...)
son salidas a suburbios, al campo, a estancias, encuentros
funestos en pulperías o almacenes discrónicos pero no
distópicos, o cautiverios en tierra de indios (“Historia del
guerrero y de la cautiva”, “El cautivo”). Es decir, viajes
hacia adentro, hacia ese lado que tiene bien remota la
próxima frontera drástica: los Andes, lejos. En efecto, en
la literatura de Borges, quiero decir en las energías y los
eventos que la produjeron, hay un solo viaje por mar, que
no es un viaje a Europa sino un regreso inicial e iniciático
a Buenos Aires muy de purrete (lo tardío no cuenta: a
quién le interesan Islandia, Austin...). Aira, que sube del
sur–oeste a la capital, tampoco viaja –dice él– hasta
mucho después de haberle puesto su firma al futuro de la
literatura argentina: “Nunca viajó”, declaraba, insólita
pero previendo –prejuiciosa– ciertos efectos del título, la
solapa de Una novela china de 1987, la sexta que
publicaba. De las anteriores, tres eran ruraloides y
decimonónicas, pero ninguna era oriental (aunque Canto
castrato, de 1984, ya era “exotista”).
Como fuese y hasta donde alcanza mi ignorancia de
horizontes, isoyetas y economías de saladero, en Aira (La
liebre) se lee la resonancia más reciente del viaje patrio más
remoto al oeste bonaerense: la Expedición a las Salinas
Grandes

46

ordenada por la Primera Junta en el mismísimo 1810, que


atravesó entre tantos, parece, los actuales partidos de
Bolívar, Daireaux, Guaminí y pasó a La Pampa, juntó más
de dos centenares de carretas de sal, arregló y desarregló
transas con decenas de caciques, y repitió de regreso el
camino con semejante carga.
Ya sé, ya sé: la que solloza en esos versos del Santos
Vega es la tarde que se inclina hacia el oeste. Pero el
gerundio permite la ambigüedad, es innegable: “Cuando
la tarde se inclina / sollozando al occidente / corre una
sombra doliente /sobre la pampa argentina”. O sea, bien
puede ser la sombra del viejo Santos la que corre mientras
lloriquea o lloriquea mientras corre (y no la tarde mientras
se inclina). La poesía como impulso, quiero decir la
poeticidad (y Obligado tuvo el mérito inusual de prestarle
un oído afinado) se despachó ahí a sus anchas, es decir se
aprovechó de la cultura –del civismo, digamos– para
49
hacer sonar la lengua: la necesidad ideológica de rimar
“argentina” con algo en “ina”, en fin, engendra esa
imagen en que un momento del día no pasa ya sino que,
aquí, se mueve. Pero no “cae” (que es el movimiento que
la convención le reserva a la tarde y a la noche) sino que
“se inclina”, entre el matorral y la mística: como los
tallos, como los monjes... El occidente bien agradecido
puede estarle al poema, que lo ha hecho altar de esa
veneración de la tarde (ella se inclina no ante el Sol para
despedirlo, sino ante el punto cardinal propiamente, hacia
ese allá del oeste). Pero hay más, por supuesto: en “se
inclina al occidente” se lee a la vez, también, que la tarde
se retira por el Oeste (para que se venga la noche y corra
la sombra del Payador). En lo demás, o en mucho de lo
que trae luego, el poema de Obligado se infecta de cultura
y hasta frota con el grotesco alegórico involuntario. Pero
ya está salvado completo en esos versos primeros y en
algunos otros. ¿Alcanzan a hacer ripio las repeticiones
entre alveolares y dentales, “–ando”, “–dente”, “–liente”,
“– tina”? Si la sutileza no fuese excesiva, seguro es
demasiado discutible: se dice, en rigor, indecidible,
indiscernible.
A Santos Vega lo reclaman, inverosímiles y salitrosos (o
acaso, justamente, por salitrosos, es decir por analogía
gustativa), payadores de Madariaga, de San Clemente del
Tuyú y de General Lavalle (un sitio portuario que los ingleses
supieron calar para dar salida a las carnes, justamente, de los
saladeros); inclusive una tumba le han hecho por ahí al
Payador, vaya a saberse enterrando qué reliquia dudosa e
inmune al test de ácido desoxirribonucleico y ni hablar del
carbono catorce. A cualquier epígono berreta de Borges se le
hubiese hecho cuento esa ascendencia marinera, se le hubiese
hecho que Vega habrá nacido por Navarro, por Tapalqué o
Trenque Lauquen, topónimos así: sonoros, sospechosos y
banales. O camino de Salinas Grandes, si es por hacérsele a
uno algo.
52

El hombre “no cultural”


... aquella natural, inevitable exageración, hacia la cual estamos
todos inclinados cuando describimos acontecimientos cuya
influencia ha ejercido su poder activo sobre las facultades de la
imaginación.
Poe

Hace años, alguien me contó que en una de las


tradicionales escuelas secundarias de la Universidad de
La Plata (de esas que engendran patéticos elitismos de
pertenencia), algún profesor fogoneaba con repercusión
dudosa una pelea contra el canon, desmelenada de a ratos
para espantar al docente pedagógica y cultualmente
correcto: reemplacemos el Facundo por El río sin orillas.
El desplante se sostenía en la convicción de que ese libro
liquida la tradición del llamado “ensayo de interpretación
nacional” en la medida en que recorta y reescribe algunas
de sus intermitencias sustractivas: en términos
historicistas, Saer había escrito ese ensayo desde este
lado de la modernización de la prosa literaria argentina,
es decir, no como un “intelectual” sino como un escritor–
artista, posterior a Borges. La compulsión que gente
como un Martínez Estrada había representado, quedaba
en la prehistoria, del lado de la responsabilidad civil y
pátrida. Una tentación obvia se ofrecía allí: como
tomándose para el churrete la pregunta de un personaje
de Piglia (“quién de nosotros escribirá el Facundo”)...
¿El río sin orillas era algo así como el Facundo de
53

nuestros días? Pero si se trataba de ocurrencias


anacrónicas, convenía conjeturar, más bien, que en los
momentos en que Sarmiento deja de ser Sarmiento y se
adelanta vertiginosamente y parece un escritor
contemporáneo –cuando se nos hace sustractivo (a
Sarmiento le pasa mucho más seguido que a Martínez
Estrada)–, entonces suena como si estuviese dándole
letra al ensayo saeriano.
El escritor–intelectual es una figura edificante.
Sarmiento nos captura porque deja de serlo bastante
seguido. Saer porque, cuando se dejó tentar, garabateó
torpezas propias de quien no lo era, mientras no podía
evitar que esas negociaciones fracasadas con la
figuración se enmarañasen con las impulsiones
excedentarias del artista. Seguimos leyendo a escritores
patrios como Sarmiento porque se sustraían de sí con
frecuencia. Saer –que cargaba al cuello la piedra de
molino de la preocupación por el idioma
topográficamente situado– insistía con malas maneras en
la inconsistencia de la identidad. Su adhesión
melancólica a una “zona”, una “región” o una “ciudad” –
espacios de alcance parcelario y sensorial– fue el arma
con que su materialismo drástico insistió en la
imposibilidad de una experiencia real tan fuera de escala
como las que se nombran con “patria”, “nación”, “país”.
“Todo hombre es como el cónsul de una patria que lo ha
olvidado”, anotó a principios de los 80.
Así, El río sin orillas sería, más bien, el des–ensayo
de un espacio nacional vaciado por su propio cónsul,
54

pero del que se sigue escribiendo con figuraciones


impresentables si lo que se espera es razonabilidad de
opiniones. Pero eso sin olvidar que Saer se engolosina,
por ejemplo, en el pasmo de tormentas e inundaciones de
tufo casi realmaravilloso, o en la veneración de ciertas
ceremonias paganas: el asado, digamos, que sin dudas
derrapa en algo de complacencia folklórica (aunque
parezca casi otro, por ejemplo, en las orgías caníbales e
incestuosas a que se entregan cíclicamente los colastinés
de El entenado para no olvidar que, a pesar de la cultura
inevitable, son nada). Durante la visita turística y
etnográfica al mismo territorio, la escritura de El río sin
orillas blande no la hoja de un solo filo propia de la
depuración destructiva, sino la distancia del exiliado, la
del embajador que representa ya casi nada, casi a nadie.
Y eso desde el título: ahí se estampa la misma lógica an–
identitaria que en la célebre tela de Malevich, uno de sus
pintores preferidos: Blanco sobre blanco, río pero sin
orillas. Como si dijésemos “la cultura no cultural”. El
río quiere no ser nunca el mismo y es casi siempre el
mismo: no es posible olvidar que Saer escribió ese
“tratado imaginario” por encargo y en tanto conocedor
del Plata y sus afluentes y alrededores; algo que se
aseguró de asentar en la pródiga enciclopedia de flora,
fauna, climas e historia que acopia el libro. Una ficción
de lo real: esa duplicidad, esa inconsistencia taimada,
creo, era lo que soñaba dar a leer aquel profesor posando
de anarco: soltar a la bestia en casa, o por lo menos
aflojarle un poco la rienda. Con sensata responsabilidad
55

institucional, sus colegas se resistían. Con el tiempo,


todo parece haber concluido en un arreglo típico: El río
sin orillas terminó entre doce “lecturas
complementarias” que el programa de sexto año ofrecía
para que el interesado eligiese dos, en una unidad sobre
“La literatura y su compromiso con la realidad política
social” cuyos textos obligatorios son el Facundo, claro, y
el Martín Fierro.
Aun hoy, la reproducción escolar y la editorial
mantienen en los sitiales más altos a los escritores contra
el horizonte de cuyas poéticas la de Saer resultó durante
tantos años ilegible: Cortázar, García Márquez, el Borges
fantástico y cuchillero. Así que Saer entró a la escuela
por la vía de esa latinoamericanitis contra la que tanto
despotricó. Por supuesto, El entenado. En 2003, el Plan
Nacional de Lectura del Ministerio de Educación hizo
preparar “cinco libros de lecturas para adolescentes”. Los
tomitos de esa colección, “Leer x leer” –unas quinientas
páginas en total, que se distribuyeron gratis en escuelas–
prodigan nueve textos de Cortázar, ocho de Benedetti,
cinco de Borges y de Neruda, cuatro de García Márquez.
De entre los tantísimos autores de quienes aparece solo
un texto, está uno de los fragmentos de El entenado
menos mezquinos en peripecia protonacional; ese en que
el capitán español y sus hombres, apenas desembarcados
en la costa del sur del Nuevo Mundo, caen sorprendidos
a flechazos, y el joven narrador es capturado y conducido
velozmente hacia su larga estancia entre los aborígenes.
56

En 2008, el ministro de Educación de la Provincia de


Buenos Aires consultó a un grupo de escritores y de
profesores universitarios de literatura argentina para
proponer una “Biblioteca argentina básica”, una decena
de los libros nacionales más importantes que los
bonaerenses habrían de leer antes de egresar de la
secundaria. No hubo novedades con el siglo XIX
(Martín Fierro, Facundo, Una excursión a los indios
ranqueles); pero en la compulsa sobre el tupido siglo
XX, el canon –Borges, Arlt, Cortázar– quedó interferido
por la emergente Silvina Ocampo, por la última novela
de Manuel Puig, por Zama de Di Benedetto y, otra vez,
por El entenado. Convocado yo mismo a la consulta,
confieso que cedí a las tentadoras presiones del
consenso, porque un asesor literario del Ministro me
instó entre susurros a cejar en mi empeño por Glosa:
propongamos El entenado así aseguramos un Saer,
rezaba su estratagema. Reacción expeditiva, es decir
política: había que imaginar profesores de secundaria con
la escritura de Saer entre manos ante una treintena de
adolescentes conurbanos. Hasta poco después de la
muerte de Saer, en los programas del Colegio Nacional
de Buenos Aires figuraban dos ensayos de El concepto
de ficción como lectura obligatoria; El entenado
engrosaba una lista optativa con otras dieciséis
narraciones, y se destinaba para contenidos como
“regionalismo y vanguardismo”, “realismo mágico”,
“vínculos entre historia y literatura”, “novela histórica”.
57

Efectos persistentes y estabilizados de una sorpresa de


origen, muy sabida por quienes la leímos en 1983: en El
entenado Saer parecía haberse vuelto legible, aventureril,
histórico, subtropical y latinoamericano (y alegórico: a
un año del horror de Malvinas y mientras Alfonsín
asumía la presidencia y mandaba a juicio a los
comandantes genocidas, la novela ponía cadáveres de
asesinados por las espadas españolas flotando en el
Paraná, o diatribas apátridas contra la guerra). No es raro
que el canon escolar le haya hecho un sitio a este libro,
porque desde que se publicó fue capaz de desorientar
hasta a los más advertidos (una de las lectoras más
agudas de Saer, habló de “una narratividad en catarata”).
Primer malentendido: un escritor en cuyas novelas no
pasa nada, lo que se dice nada, había escrito una en que,
al parecer, sucedía una cosa tras otra (la novela
decepciona esa expectativa bastante rápido, pero es
cierto que la abre). Segundo malentendido: lo que
pasaba, además, era una de marineros capitaneados por
Solís y diezmados a flechazos a orillas del río color de
león, indios antropófagos y orgiásticos, matanzas en la
selva, tenidas alcohólicas de monasterio, andanzas de
comediantes por la Europa de la imprenta recién
inventada (pero en las páginas que se nos imponen, por
supuesto, hay no más que un hombre solo que en la
noche interroga el cielo acribillado de estrellas). Tercer
malentendido: la prosa de Saer, que hasta el libro
anterior –nada menos que nadie nada nunca– se trababa
sobre su ritmo como en un poema interminable, corría en
58

El entenado casi tersa, en períodos casi normales donde


un marginal agnóstico narraba su vida... pero concluía el
libro casi forzando el aliento de su voz en un filosofar
interminablemente disyuntivo sobre la descomposición
de los lazos entre sujeto y experiencia, percepción y
mundo, lenguaje y materia, todo eso recortado contra la
era candorosa y sanguinaria del fervor renacentista.

La forma de la espada

Quiero convocarlos a nuevas gestas. Tenemos que despojar


nuestras cabezas de las cadenas culturales, que son más
fuertes, más invisibles, más profundas, que los cañonazos de la
flota extranjera.
Cristina Fernández de Kirchner

La literatura argentina entró a la política del siglo XX


narrando una violencia necrófila y guerrera: la frase
declamada por Leopoldo Lugones desde un palco patrio
en 1924, la frase mil veces repudiada y repetida –“ha
sonado otra vez, para bien del mundo, la hora de la
espada”– tiene su verdad y su prefiguración en la prosa
ilegible de La guerra gaucha, de 1905: allí el varón del
59

pueblo en armas, enamorado del Jefe, no negocia su


sangre y la derrama. Por amor, Patria o muerte (es una
idea de María Teresa Gramuglio, aunque ella llevaba la
cosa demasiado lejos, hasta las organizaciones peronistas
armadas de los setenta, tirando del hilo de la palabra
“montonera”). Patria o muerte, pero casi “sin fusiles y
sin bombas”, es decir, muerte cuerpo a cuerpo, refalosa,
para teñir de rojo el escenario. Guerras, entonces, ya
anacrónicas a principios del siglo XX, escritas por una
pluma que, voluntarista, retrocede al sueño premoderno,
ese que Hegel dató anterior a la pólvora, pertrechado
principalmente de sables románticos, facones de
bandidos, formas de la espada. No sé si se ha insistido lo
suficiente en la filiación lugoniana, desviada pero
lugoniana, de los cuchilleros, los gangsters y los gauchos
asesinos de Borges (de los que un Borges tardío, moral y
civilista, ya escasamente relevante, sabría
arrepentirse).Cómo volver a una narración capaz de
hacernos algo semejante a lo que hubiésemos sentido,
parece, con Homero, con Las mil y una noches, con la
épica antigua de sajones o germanos, con leyendas sobre
hordas de mongoles o lombardos: en la era de la novela y
después de Flaubert, sabe Borges, solo es posible
fracasar o bien en el sueño irreal de una escritura donde
solo sangran los cualesquiera –“Fierro”, “Cruz”,
nombrados con sustantivos comunes–, herederos ya muy
remotos hasta de Alonso Quijano y más próximos, en
cambio, a Emma Bovary, una ignota muchacha de
arrabal; o bien fracasar de igual modo en una literatura
60

que prodiga las decepciones del escritor copista,


descendiente avergonzado de Bouvard y Pécuchet (por
eso Borges se ocupó de desmentir las pretensiones de
Lugones y de Ricardo Rojas: para negar que fuese una
epopeya, gesta del destino de una nación, replicó que el
Martín Fierro –la autobiografía cantada de un desertor
suelto– es una novela, el género de lo genérico y de lo
corriente, donde todos los temas, todos los tipos y todas
las acciones dan lo mismo, dan igual y son nada). En uno
de los Cuentos fatales, también del 24, la secta oriental
de los Asesinos deja caer en manos de “Lugones” un
puñal mágico, cargado de fantasmas pero sobre todo de
un mandato ineludible que, más que a revelar, viene a
rubricar la misión predestinada del escritor: hacerse la
ilusión de las acciones pero ser solo amo y señor de las
palabras. Borges no copia la escena pero la reescribe en
el que considera su mejor cuento, “El sur”: un gaucho
viejo y arquetípico, eternizado en un rincón panóptico
del boliche, tira a los pies de un bibliotecario, lector de
Las mil y una noches, una daga desnuda que lo obliga a
morir en un duelo soñado pero aun así ridículo, un duelo
condenado al anonimato y en que el intelectual va
camino de ser asesinado por un don nadie, un compadrito
de pacotilla. Habrá, como en Lugones, predestinación,
violencia y sangre, pero no más que en las pesadillas de
un lector compulsivo, afiebrado e inactivo a causa de los
libros.
La literatura argentina, como la Argentina, es breve. Y
no es que uno ignore las ínfulas megalómanas de la
61

identidad: aquello de tener el ejemplar más ancho, más


largo o más grande de lo que fuese. O el más variado: ese
narcisismo cultural nacionalista marida bien con el
pintoresquismo. De Ushuaia a la Quiaca, del Atlántico
al Ande que yergue su cumbre más alta: largo, ancho y
variopinto, qué más se puede pedir. Pero mal que les
pese a los pedagogos, a los periodistas y a los
legisladores, ya se dijo que inventadas son hasta las
tradiciones más venerables y brumosas de la viejísima
Gran Bretaña, así que resulta irremediable aunque suene
obvio: no salimos allá lejos ni hace tiempo de las brumas
legendarias de origen mítico alguno. Nada de magia.
Después de los cielitos y los panfletos en prosa letrada
que les siguieron en la prensa de unitarios y exiliados, la
literatura solo podía ver romanticismo o tragedia en
Tierra Adentro o en la Mazorca: guerra a los indios,
guerra a los bárbaros. Lo que salía bien –digamos, en
fin– era el Sarmiento de Facundo, el Echeverría de “El
matadero”. Como más de un siglo después diría
ingeniosamente Ricardo Piglia: mientras en los Estados
Unidos se escribía Moby Dick, en el Río de la Plata José
Mármol multiplicaba las páginas de Amalia. El
profesional incorruptible de la violencia legítima, San
Martín, invento demasiado posterior de la historiografía
liberal, llegó tarde para héroe de un arte de la escritura
que a casi nadie se le ocurrió dedicarle (Mitre y Rojas no
cuentan, acá hablamos de literatura, en fin): el padre de
la patria fue a parar a la estatuaria, a las paredes de los
despachos, al cotillón escolar pródigo en goma eva y a
62

los best– sellers que ciertos notables promovidos por la


televisión prodigan desde finales del siglo XX para
desentrañar los misterios del ser nacional o humanizar –
arguyen– a los próceres. En ese sentido, la operación de
política narrativa argentina más atrevida después de Aira,
la protagonizó el kirchnerismo –más precisamente la
Jefa, Cristina Fernández– cuando inventó en pocos años
y agitó en sus discursos públicos una versión
latinoamericanista, emancipatoria, malvinera y mestiza
de la historia patria: Bernardo de Monteagudo y Juan
Manuel de Rosas, Mariano Moreno y Perón, digamos,
son lo mismo. A la vez, José de San Martín era todos
ellos y más, un guerrero profesional, masón e ilustrado
pero libertario y maximalista, que acaudillaba a los
cabecitas negras: indios, mulatos, gauchos y negros
andrajosos y analfabetos, pero heroicos y leales (“mi
General, cuánto valés”). En la operación de ese relato
histórico en que los mismos personajes de siempre
jugaban roles revisados, hubo otros dos dispositivos
importantes, en este caso fílmicos, producidos por el
sistema estatal de cine y TV del kirchnerismo, que
fijaron –con alcances extraordinarios en niños y
docentes– una nueva imagen de San Martín, quizás
destinada a perdurar: El asombroso mundo de Zamba,
una historieta animada para niños que creó y transmitió
el canal infantil Paka–paka, y en la que “el Libertador”
es una especie de superhéroe patriota. Y la película de
Leandro Ipiña, Revolución: el cruce de los Andes –
preestrenada en ocasión del bicentenario de la
63

Revolución de Mayo–, protagonizada por Rodrigo De la


Serna. Ese San Martín de película –el animado y el
actuado–, que la Presidenta de la Nación se ocupó
pública y personalmente de impulsar, parece haber
relevado en buena medida la imagen sanmartiniana de
los billetes y también la de Alfredo Alcón dirigido por
Torre Nilson en El santo de la espada.
Relojeada desde el rigor historiográfico, hay que decir
que esa narración sonaba (además de más simpática e
ideológicamente preferible) plagiaria irónica de los
viejos paralelismos que el peronismo adoptó a su manera
y a cuyo fuego violento Borges –entre tantos– había
sabido echar leña (“Dos dictaduras hubo aquí”, Rosas y
Perón. Y así).
65

Luna con gatillo


ÁNGEL PATRIOTA
-por qué te has dejado la barba?
-porque soy un patriota
-por qué te has puesto un moño de color en las alas?
-porque quiero la
independencia -
por qué tienes un
fusil?
-porque amo a mi gente
Mónica Morán

La poesía argentina escribiría también su erótica de la


guerra revolucionaria. Con alguna resaca del odio anarco
y comunista contra “el cerdo burgués”, con algo de
aquellos tonos sacrificiales y evangélicos del 900
(Almafuerte), el teclado poético del escritor–periodista
hizo el viaje latinoamericano a la República Española,
que se prolongaría en La Habana de los sesenta.
Cualquiera sabe que en el poema del varón americano –
el que fuese– la rosa y la luna son la amada, siempre, y a
la vez la poesía misma: los nombres de la belleza, todo
en femenino. Pero ahora, en los versos de Raúl González
Tuñón, eran “rosa blindada”, “luna con gatillo”, un
desafío paradojal que invitaba a sentir la violencia como
goce –el goce de la entrega a un bello ideal–, y que el
mismo Tuñón leería casi al unísono en Neruda, en César
66

Vallejo o en Miguel Hernández. “Yo quisiera explotar


una bomba, derrocar un gobierno, / hacer una revolución
[…] / destruir todas las tiendas de los burgueses […]
para que venga Blanca Luz y me ame”. Modos
intercambiables y contiguos de dar la vida por: por ella,
es decir por la Revolución, es decir por ella… A fines de
los 50, Juan Gelman imaginaba a un hombre que deseaba
a la vez, intercambiando los adverbios de modo,
“violentamente a una mujer” y “ardientemente la
Revolución”. Si me dieran a elegir, escribe Gelman, “yo
elegiría / esta inocencia de no ser un inocente […], / este
amor con que odio”. Una tradición fechable, un modo de
imaginar mundo, que hizo época: no parece caprichoso
suponerle en Cortázar y en el último Haroldo Conti un
clímax. Por ejemplo en “Reunión”, ese cuento al borde
de la muerte en que la primera persona del Che Guevara
narra las jornadas iniciales de los guerrilleros
sobrevivientes del desembarco del Granma. Cortázar
pone en mente del Che una alegoría del vilo de esos días,
una clave interpretativa obvia y, por tanto, segura: la
“rebelión”, la “torpe guerra” que habría de concluir en la
victoria –como saben el autor y sus lectores pero no el
narrador–, busca su sentido mediante una comparación
gozosa entre los hechos aun confusos de la selva y el
cuarteto La caza de Mozart (y en la voz del Che
inventada por Cortázar, el comandante guerrillero es el
artista, Fidel Castro es Mozart imponiendo poco a poco
el orden melódico de la partitura sobre la confusión
ronca de lo real: del fusil como batuta o pluma cargada
67

de futuro). Conti elige otro menjunje de estética y


deporte de armas: en Mascaró, el cazador americano, el
arte del amor y la guerra apunta al reconocimiento
confirmatorio, en un relato ya frondosamente alegórico.
La guerrilla de Conti se enternece como “guerrita” y
entonces el diminutivo la vuelve a la vez inocente,
inofensiva. El experto en explosivos es un pirotécnico de
circo, y el personaje que la novela propone como
paradigma del artista hace de ideólogo que adiestra los
espíritus y educa la sensibilidad de la futura elite
combatiente. También aquí, entonces, una mirada
neorromántica, masculina, aventureril y realmaravillosa
estetiza el ejercicio de la violencia política, que es un
festejo y un espectáculo.
Pero no es un dilema que pueda haberse cerrado o
clausurado. Más bien, impulsos variados de escritura han
demostrado que conviene seguir esperando vueltas
discrónicas y no contadas, no calculadas, o incluso
apariciones de tantos escritos escondidos. Recién en
2014 se editó el Angelario de Mónica Morán, una
maestra y militante del PRT secuestrada, torturada y
asesinada en 1976 por el Ejército. Como dice Mario
Ortiz, “Mónica escribió unos poemas hermosos sobre
ángeles que toman conciencia de clase y entonces hacen
la revolución en el cielo”, poemas que hablan de ángelas
viejas y “de ángeles que luchan –escribe Ortiz–, ángeles
que se enamoran, ángeles que hacen huelga”.
Entre Perder (2008) y Hasta que mueras (2019),
Raquel Robles forjó una obra narrativa implacable sobre
68

la derrota, amorosa y a la vez ajena a toda complacencia,


en una prosa perfecta. En Papá ha muerto (2018),
Raquel le puso la otra punta al cuento guevarista de
Cortázar: la de la huida desesperada, por la yunga
boliviana, de Pombo y el puñado de guerrilleros
sobrevivientes tras la muerte del Che; contó esa huida
como una historia de amor, en los tonos justos, los que
afectan los rincones más complejos del miedo y del
trauma pero también los del deseo, el ansia y los sueños.
En medio de las guerras y las revoluciones, en medio de
los genocidios y los exilios, las narraciones de Robles
cuentan huidas, persecuciones, esperas ominosas,
escondidas y resistencias, fatigas y privaciones, y
cuentan modos del amor, aunque siempre después del
derrumbe de todas nuestras épicas, es decir, amores
entreverados en historias de pérdidas –de las pérdidas
definitivas, fatales e inenarrables–, de pérdidas y de
muertes: padres, hijas, familias, compañeros, amantes,
líderes, batallas, guerras.
69

El matadero
Con el fusil en la
mano,
y Evita en el
corazón,
Montoneros, patria o muerte,
para la liberación.

Que la excitante violencia no es bella porque, perversa


y ominosa, toca el pozo más negro de nosotros mismos,
es algo que la escritura malhablada e intensamente
política de Osvaldo Lamboghini le hizo decir al idioma
de la literatura argentina: El fiord es la anti–épica
sanguinolenta y deslenguada de la violencia política de la
Resistencia peronista y del sindicalismo pistolero.
Después Cadáveres, el extraordinario poema de Néstor
Perlongher, descarta que los muertos estén
desaparecidos y recorre el campo regado de restos tras el
genocidio. En uno y otro, el goce nunca se ausenta del
todo porque estar en todo es su juego pero, por lo mismo,
repugna y aterra en la repetición cantada de los cuerpos
desaforados, violados, destrozados o descompuestos. De
un modo muy diferente, es algo que estaba desde antes
en los cuentos de Silvina Ocampo (de cuya literatura ella
misma y otros dijeron lo que se había dicho de Arlt: que
estaba mal escrita). Allí la violencia es íntima e intimida,
es doméstica como en los mejores relatos de Cortázar,
pero la ejerce una voz a tal punto afectada por su
ajenidad hacia la cultura que resulta muy difícil de
70

tolerar: una voz que, aun en boca de adultos o de no


sabemos quién, es la voz de niñas y niños social y sobre
todo pulsional y lingüísticamente disfuncionales,
agitados por una furia a menudo plácida y candorosa,
una furia que no se sabe tal y resulta, por eso mismo, de
la mayor virulencia y de una irrepetible rareza. Si la
sintaxis es composición pensable, fraseo de lo
concebible, en esos cuentos hay, digamos, una severa
monstruosidad sintáctica; torsiones, desequilibrios,
dislocaciones, exageración, enrarecimiento,
intransferibilidad, son algunas de las figuras que los
críticos usaron para entender algo del efecto Silvina
Ocampo (“escribía como nadie en el sentido de que no se
parece a nada de lo escrito”, dijo Bioy Casares). ¿De qué
manera, entonces, en esa tradición ocupada por la firma
resistente de Silvina, la literatura argentina le hace
violencia a qué, o cómo contra– politiza? Tomemos, por
caso, la novela La Anunciación (2007) de María Negroni
(que por supuesto leyó a Ocampo): interrumpiendo el
hilo de una primera persona femenina que no puede
asimilar la pérdida de su compañero desaparecido, el
libro narra partes de la experiencia de los jóvenes
militantes del peronismo revolucionario de los años
setenta. Lo hace en los tonos más directos y francos:
brutales. Por ejemplo, el triunfalismo militarista de
Montoneros resulta expuesto a la vez con erudición
etnolingüística, diríamos, y con un efecto crítico extremo
cursado en tonos absurdistas, grotescos y negros. Pero lo
que más importa es que el relato procura mantenernos
71

ajenos al más mínimo atisbo de repugnancia ante su


completa falta de restricción moral, un dilema que afectó
a buena parte de la ficción literaria argentina que intentó
narrar la experiencia extrema de la violencia política y la
dictadura. Porque la efectuación se produce en la novela
de Negroni por la voz irresponsable que da el tono
predominante: la voz de la crueldad no deliberada de la
infancia. Las subjetividades que podrían resultarnos
verosímiles y aceptables como portadoras de la gravedad
de lo que se narra y se dice en la novela están casi
suprimidas, y han sido reemplazadas por la
desubjetividad de un grupo de niños que, en un registro
entre fantástico y costumbrista que no se priva del kitsch
refinado, actúan las consecuencias ingobernables de la
inocencia: la inimputabilidad. Aquí también, entonces, lo
bello se nos presenta atroz, y es esa revelación
presentada sin atenuantes lo que reduplica la atrocidad
furiosa en que nos captura. El resultado escrito es
diferente pero la clase de impulso y el blanco del ataque
–la fe en los discursos de la política– se parecen: en “El
niño proletario”, una especie de reescritura de “El
matadero” pero protagonizada por un grupo de pibes
burgueses que se ensañan con un niño pobre y lo violan y
torturan hasta matarlo, Lamborghini se tomó en serio y
apuró hasta las heces el gusto bienintencionado de los
escritores “sociales” por el “crudo realismo”.
En la literatura argentina de comienzos del siglo XXI,
esta tradición salvaje encontró voces diferentes como la
de Ariana Harwicz (Matate amor, La débil mental,
72

Precoz, Degenerado), que suelta a su capricho el habla


procaz de una política anormal de lo doméstico. La casa
inhóspita de la familia –sucia y siniestra pero realista,
nada de gótico–, de la familia como fatalidad y condena.
Repletos de laceraciones, los cuerpos íntimos se
lastiman, se bestializan y van derivando a la condición
deforme de la guerra o de la caza: presas o predadores.
Contados personajes estrechamente emparentados y
apareados, que disputan no solo entre sí sino además, de
modo incansable, con una naturaleza ajena a lo bello y
regida por plagas, alimañas, animales. Ahí, por supuesto
–como en el antro lamborghiniano– el incesto es más que
un fantasma y merodea todo el tiempo. La escritura no es
ilegible pero está desquiciada y –como los cuerpos
dañados– la sintaxis tropieza, discorde con lo que estaría
narrando. Harwicz prodiga una maestría notable en el
símil poético normal (compone metáforas y
comparaciones impecables: bellas y precisas), pero ese
logro no sobresale más que la eficacia con que su texto
destruye las relaciones de semejanza en que se sostiene
el juego del lenguaje edificante.
73

Operación masacre

A la lata, al
latero queremos
las cabezas de los
jefes montoneros.

En la historia que cuenta El fiord –esa carnicería


política polimorfa y concentrada– Carla Greta Terón
(CGT) y el padre y patrón despótico a quien la horda de
“las bases” termina matando y comiéndose, engendran a
Atilio Tancredo Vacán, mofa alegórica salvaje de
Augusto Timoteo Vandor, el asesinado secretario general
de aquella CGT del “peronismo sin Perón” y socia de los
militares en el poder. Ese mismo año de 1969 (la
tentación de simetría histórica es difícil de evitar porque
también fue el año del Cordobazo) se publicaron en
Buenos Aires Cicatrices de Juan José Saer y Quién mató
a Rosendo de Rodolfo Walsh, una novela de ficción, un
“relato de los hechos” (Martín Kohan fue el primero,
creo, que estudió la coincidencia). La investigación de
Walsh, que se había conocido antes por entregas en el
diario de la otra CGT, la “de los argentinos”, demostraba
la responsabilidad de Vandor y sus secuaces en la muerte
del matón Rosendo García durante un tiroteo en una
pizzería de Avellaneda, a la vez que repetía la hazaña
textual de Operación masacre: una escritura capaz de
74

sobreponerse a las retóricas –hasta la propia, inevitable–,


para perseguir sin respiro, con la implacable racionalidad
de la prueba, lo que en efecto hubiese sucedido. Walsh
había inventado la nueva prosa del código procesal de la
“justicia popular” (la había forjado leyendo y
traduciendo literatura policial en inglés). Saer, que ya se
había aproximado al tema del peronismo proscrito en
Responso de 1965, componía en Cicatrices una trama
descuartizada: en torno de un 1° de Mayo sin fiesta,
varios narradores perdidos en el vacío de sentidos del
posperonismo se cruzan más o menos aleatoriamente con
el suicidio del ex representante gremial Luis Fiore, que
acaba de asesinar a su mujer. “Ladrón de sindicatos”, le
repite ella momentos antes de caer bajo los cartuchos de
la escopeta que su marido carga para cazar patos. La
novela describe desnuda el grano fino de la violencia de
cada miseria íntima o banal durante los años de la
Fusiladora, hace violencia a la forma del género y a las
expectativas del lector formado por la novelística más
valorada de la época, y marca toda la distancia que
separaba a Saer y su poética de las morales del
intelectual predominantes en los sesenta. Por una parte,
los momentos políticos de la historia narrada parecen
oponerse diametralmente a cualquier imperativo
histórico edificante, a cualquier forma de optimismo
político o revolucionario: ¿cuántos lectores de Cortázar,
de García Márquez o de Sábato podían advertir el efecto
crítico que perseguía la representación sórdida de esos
militantes sindicales que, tras el derrocamiento del
75

peronismo, se diluyen derrotados y perdidos en la


pulsión del juego, del crimen y el suicidio? ¿Cuántas
voces del debate crítico eran capaces de desechar del
todo la sospecha de pesimismo político o ético tras leer
esas narraciones donde ni la forma del relato ni las
conciencias de los personajes pueden “juntar los
pedazos” para otorgar un sentido fiable a la experiencia,
menos aún a la experiencia colectiva? Aunque se
ocupase, como se vio, de temas parecidos, nadie podría
decir lo mismo de las narraciones no ficcionales de
Walsh, pero la cuestión es que casi nadie pensaba que
tuviesen algo que ver con la literatura (a excepción, entre
pocos, de Saer, que por alguna razón ha de haber visto en
Quién mató a Rosendo una figuración irremplazable de
los modos argentinos de la violencia política; tanto que
mucho después reescribió la escena del asesinato a tiros
en una pizzería del Conurbano, primero en su mejor
novela, Glosa, luego con más detalle y nada menos que
para contar la muerte del padre de Nula, uno de sus
personajes más autobiográficos, en La grande, su novela
póstuma de 2005).
En ese ápice del crescendo violento de la política
argentina de fines de los sesenta, la literatura –entonces–
se puso fuera de sí desde su interior no solo porque se
hizo escena escrita de la masacre rutinaria sino porque, a
la vez, se ajenizó en modos de la prosa que carecían de
lector o lo expulsaban; así, en la misma estratagema
doble, fustigaba y exponía como violencia simbólica
naturalizada las ilusiones de toda representación (la del
76

arte, la de los políticos, la de los intelectuales):


Lamborghini, porque entraba a la literatura desde la
incontinencia procaz de lo más bajo de los cuerpos;
Walsh, porque parecía haberse ido de la literatura con
toda la literatura a cuestas y la reubicaba, de tal modo, en
un sitio donde nadie –ni él– quería reconocerla; Saer,
porque insistía en inventar narraciones opacadas en
formas nuevas que encontraban al mismo tiempo un
modo claro de narrar un estado histórico de los sujetos y
una eficacia poética ilegible. Los tres porque, por lo
mismo, escribieron el peronismo de maneras que no
podían caer en la cuenta del discurso disponible. A
excepción de algunas revistas minoritarias, pasarían años
para que se advirtiese que las energías propiamente
artísticas, ya no reproductivas, de la narrativa argentina
estaban fluyendo por esas escrituras o bien no
reconocidas, o bien legitimadas en el malentendido (no
es un puro invento de las distintas insistencias de Piglia,
Sarlo o Aira, pero les debemos partes de ese cuento).
Es por lo menos curioso: miembros los tres de una
clase media y una cultura escolar impensable sin el paso
del peronismo por la historia social, Walsh tenía 41 años
de edad, Saer 32, Lamborghini 30. Durante ese mismo
1969 –procedente en cambio de una distribución social
de las riquezas y los bienes culturales previa a la
Argentina peronista– Adolfo Bioy Casares, de 55,
publicaba la novela que ha sido considerada más atípica
respecto del resto de su obra, Diario de la guerra del
cerdo, que también cuenta una matanza –la de los viejos
77

de una Buenos Aires turbulenta, a manos de bandas de


jóvenes más o menos organizadas, con un líder y un
discurso político que, aunque confusos, llaman al
exterminio de la generación de los mayores. Mientras, la
pedagogía programática de la epopeya nacional vacante,
el anhelo delegatorio y autoatribuido de ser voz de los
que –supone el varón ilustrado– no tienen voz, insistiría
desde su casi único rincón propiamente “justicialista”: al
año siguiente, de manera póstuma, se conocería el último
empeño de Leopoldo Marechal, Megafón o la guerra, su
épica litúrgica sobre la Resistencia peronista. Por
supuesto, el héroe combativo, Megafón, terminará
asesinado, descuartizado y esparcidos sus restos por la
ciudad; su viuda logrará encontrarlos y reconstruir el
cadáver a excepción, caramba, del miembro viril del
mártir, el mismo despojo que se echa a la sartén y cuya
ingesta se comparte en el festín ritual de El fiord. La
misión que el narrador y la novela legan a los jóvenes
argentinos es la tarea forense de encontrar ese pene
patrio y llevarlo como bandera a la victoria.
79

La ilusión monarca
El primer humano manufacturado verdaderamente viable, con
inteligencia y aspecto creíbles y movilidad y cambios de
expresión verosímiles, se puso a la venta la semana anterior a
que el destacamento especial partiera rumbo a su misión
imposible en las Falkland.
Ian McEwan

Más próxima al 2000, buena parte de la narrativa


argentina mejor escrita supo también componer en
paisajes nuevos las contradicciones de la ilusión social,
ese orden consensuado tras un ejercicio de violencia que,
luego, se le vuelve amenaza (Hannah Arendt advirtió que
poder y violencia son energías divergentes, y que el
poder se colma y se completa cuando ya no le hace falta
imponerse mediante la violencia, es decir, nunca). En la
ciudad de “El fin de lo mismo” –un cuento de Marcelo
Cohen que da título a su libro de 1991–, “todas las
noches a las nueve y cuarto, por el canal ocho de
televisión, El Hijo de la Ira” aplana y borra las
diferencias de la vida cotidiana en la casi abolida esfera
de lo privado, incita a los consumidores–votantes–
televidentes a “abandonar el egoísmo íntimo”, promueve
y escenifica la sospecha doméstica y la paranoia vecinal,
incita a los “cazadores indignados” y a los “padres de
familia” a barrer la inseguridad de las calles, recuerda a
todos que él mismo supervisa y despliega la actividad
80

panóptica de “catorce equipos móviles de video


hurgando en los barrios; el asalto, el ultraje, el susto, la
contienda, el tajo, la venganza del farmacéutico, el
espasmo del abstinente, el ómnibus secuestrado, la
colegiala karateka en el flash cortante de los reporteros”.
Pero además, ese ojo vigilante del Hijo de la Ira –
variante avanzada del Gran Hermano– opera y se hace
ver no solo en vivo y en directo, a través de las pantallas,
sino también en presencia: “los cazadores le
construyeron una casamata en la nave central del
shopping center”. En su novela El oído absoluto, Cohen
ubicaba la historia en Lorelei, una isla que no figura en
los mapas, y en la que el planetariamente exitoso Fulvio
Silvio Campomanes, un cantante pop latino que no sabe
ya qué hacer con su incontable dinero, ha fundado un
paraíso mediático y tecnológico. Cualquier hijo de
vecino tiene derecho a pasar unas vacaciones gratis en
Lorelei durante una quincena de su vida. En Lorelei,
Campomanes brilla por su ausencia en los innumerables
simulacros que lo repiten a toda hora, en todas partes,
pero ata de cuerpo presente: aunque la isla satura los
ojos y oídos de sus invitados con imágenes y canciones
del ídolo, por todos los medios (altoparlantes, circuitos
de TV, holografías, láser, robots, etc.), cada quince días
Fulvio Silvio ofrece un recital público. Cohen organiza
una línea de la trama a partir de un incidente: hace días
que Campomanes no aparece, se posterga el recital de la
quincena, cunden los rumores. ¿Está enfermo, ha
muerto? O tal vez, Campomanes nunca existió, no es
81

más que un autómata cibernético. Mediante una artimaña


parecida se cursa la trama de “El fin de lo mismo” en
torno a la anormalidad o el desorden de un cuerpo, el de
Olga Palapot, que oscila conflictivamente entre el
ocultamiento y la exhibición porque –nunca sabemos
debido a qué causas– tiene tres brazos; y que obliga, en
consecuencia, a una intervención cuerpo a cuerpo –
quirúrgica solo en el nivel de lo imaginario pero
presencial– por parte del poder, como expediente
inevitable de normalización. Para no dar lugar a la más
mínima duda, para que la verdad de la ficción mediática
no se resuelva, por ese pacto de sangre que la une al
artificio, en su estrecha y amenazante vecindad con el
engaño, retrocede vertiginosamente al escenario cultual,
al rito o al encuentro donde los cuerpos abrigan todavía
la ilusión de lo inmediato. Así, la mediación tecnológica
garantiza su eficacia plenipotenciaria y su misma
subsistencia mediante esa puntada presencial, que
violenta no porque ampute ni suprima sino –al contrario–
porque asimila, integra, iguala y desdramatiza cualquier
diferencia perturbadora: Olga se blanquea ante el Hijo de
la Ira, reduce periodísticamente su rareza –es tema de las
revistas por una temporada– y es ingresada sin violencia
en la mismidad serializada y, por supuesto, bien pronto
en el olvido indiferente. En el relato con que comienza el
libro y que Cohen titula con una figura de César Vallejo,
“La ilusión monarca”, la distopía posindustrial pivotea
sobre la misma clase de sadismo político ya metódico:
los condenados de ese post–mundo, lacra social de un
82

paisaje multiétnico regido por la dialéctica del


desperdicio, cumplen sus sentencias en una cárcel que
por uno de sus cuatro lados carece de muro alguno y da a
un mar por el que, en teoría y a simple vista, se podría
salir nadando.
Sobre el final del siglo, Vivir afuera de Fogwill (1998)
podía leerse como complemento realista de las distopías
anticipatorias de Cohen. Algo así como la ficción cínica
y sociográfica que fue capaz de capturar las violencias
singulares del cataclismo global de mercado en su caso
argentino. No son pocas las otras firmas de escritores
que, como Cohen o Fogwill, burilaron con maestría
muchas y raras formas de la biblioteca argentina con que
aprendieron a escribir, y prodigaron ficciones que le
narran a la historia los vericuetos de la dictadura y de la
posdictadura que la historia no sabe y no ve de sí. Desde
antes, en la escritura de César Aira se venía preparando
una mutación severa y, en ella, un cierto futuro para la
narrativa argentina: mirada desde el más de medio
centenar de novelas y relatos de Aira, la ficción violenta
de la literatura argentina moderna y sus parentescos con
la política sonaron por años al tremendismo de una
civilización exótica, al tremendismo viril de una era que
dejó largo rato de figurar en los mapas, raquítica de
realismo y borracha de cultura, ilusa de discurso y de
propósitos. La presencia de Aira alcanzó a ser tan intensa
y controvertida que funcionó para demasiada gente como
una moral. Eso duró mucho tiempo y posiblemente lo
convirtió en un clásico. Después, la literatura social, más
83

o menos realista como la de Fogwill, más o menos


fantástica como la de Cohen, siguió engendrando
escrituras nuevas. Lo que resta de Aira en ellas, como
una especie de resaca que no promete disiparse del todo,
quizás sea eso que dice un narrador de Juan José
Becerra: “Después descubrí que escribir es lo contrario
de pensar y que el pensamiento debe desprenderse de la
escritura, o de la voz, como gotas que se desprenden de
un deshielo, pero nunca precederla. [...] Es la novela la
que tiene un plan para el escritor, y ese plan es el
desastre formal”.
La experiencia sensible

...había un pasaje en que David [Copperfield]


acompañaba a su nodriza Peggoty a alimentar a las gallinas;
ella les arrojaba cereal y las aves picoteaban... Pero el niño
miraba los brazos pecosos de la mujer y se maravillaba de
que no prefirieran picotear ahí. [...]. [Osvaldo Lamborghini]
encontraba que toda la novela se volvía redundante por esa
sola escena [...] Tenía una teoría sobre las novelas largas:
decía que daban por resultado una frase [...]. Lo
ejemplificaba con Crimen y castigo: “Para demostrar que es
Napoleón, un estudiante debe asesinar a una vieja usurera”.
César Aira

En la primera edición, de 1969, El fiord de Osvaldo


Lamborghini ocupa 22 páginas, pero –que yo sepa– por
84

lo menos hasta 2017 fue usual escuchar o leer que se


trataba de un “texto” o de un “relato” pero también de
una “novela”.
Mariana Enríquez dijo en 2019 que, si fuese por ella,
le daría el Nobel de literatura a Stephen King. Y por
cierto, sería hora. Pero no me interesa la declaración por
lo que dice respecto del premio, y en cambio sí por lo
que una narradora argentina de principios del siglo XXI
y con reconocimiento creciente, declara sobre la novela.
Pero ya se sabe que “novela” es un sustantivo que dice
demasiado o demasiado poco. En la Argentina de la
primera mitad del siglo XX, la novela más o menos
canonizada –la que ha sido más comentada, historizada,
archivada– contribuye o bien a la historia de las ideas o
bien a la historia de la mala literatura (digamos: desde
los simpáticos intentos de Roberto Payró hasta las
prolíficas fealdades de Manuel Gálvez). De Antonio Di
Benedetto en adelante, por decir, las cosas cambian sin
dudas (podríamos agregar algún título de Sara Gallardo,
y un puñado de unos pocos más), pero sin embargo la
novela parece haber tenido desde entonces y hasta finales
del siglo pasado, más detractores que apologistas: desde
la poética cortazariana de la “antinovela” hasta los
despotriques de Saer, pasando por las impugnaciones de
la narratividad realista como naturalización más o menos
“populista” de la ideología (un anatema en el que, en los
setenta, confluyen las revistas Literal y Los libros,
Josefina Ludmer y Beatriz Sarlo, para mencionar casos
eminentes, raros ecos a su vez de la temporada
85

antirrealista del maximalismo teórico francés: Kristeva,


por mencionar solo el caso posiblemente más
bochinchero).
Hay un acierto en el título que Noé Jitrik eligió para el
tomo 11 de la Historia crítica de la literatura argentina
que dirigió, La narración gana la partida (centrado en
los sesenta y setenta), porque en efecto es la narrativa y
no la novela la que gana. Pero para interpretar así ese
título, hemos tenido que apegarnos a una noción
restringida de “novela”, una noción historizable, es decir,
históricamente situable, por supuesto, pero en cambio
muy discutible teórica e historiográficamente hablando,
como lo señalaba magistral e irónicamente Susan Sontag:
“¿La prosa narrativa extensa denominada novela, a falta
de un mejor nombre, aún ha de sacudirse el mandato de
su propia normalidad tal como se promulgó en el siglo
XIX: relatar una historia poblada de personajes cuyas
opciones y destinos son los de la presunta vida real
corriente. Las narraciones que se desvían de esta norma
artificial y cuentan otra clase de historias, o parecen no
contar ninguna, se inspiran en tradiciones más venerables
que la del siglo XIX”.
Y sin embargo, es inevitable volver al otro polo del
vaivén. Porque parece muy difícil negar que cuando
piensa o dice “novela”, la expectativa mayoritaria de los
lectores de novelas, de los editores, de la enseñanza
escolar de literatura y –así– del sentido común cultural,
piensa en libros como Saturday de Ian McEwan, La
carte et le territoire de Michel Houllebecq, La pesquisa
86

de Saer o Los días del venado de Liliana Bodoc. Prosas


de ficción, de al menos uno o varios centenares de
páginas, que cuentan una historia, se trate de “la presunta
vida real corriente” o de otras vidas. Digamos, el Nobel
para el gran escritor de novelas Stephen King.
En un estudio que tituló “Borges y el mal francés”,
Jacques Rancière tiene razón, posiblemente sin
advertirlo, en volver a leer a Borges como lo lee un
extranjero. Porque Rancière sugiere algo que hemos
sospechado siempre y que, me temo, no nos abandona: lo
que a Borges le gustaba era la literatura para niños, es
decir el relato de maravillas o de crímenes que se puede
liquidar de una sentada o, mejor todavía, en una sola
sesión vocal (por aquello de que el infinito “fin” de la
literatura comienza en el fin de la era de la literatura para
niños, es decir con la lectura silenciosa, con la supresión
del rito presencial y compartido –como se sabe, el fin de
la infancia no comienza cuando los niños aprender a leer,
sino cuando comienzan a hacerlo en silencio–).
Siguiendo una conversación posible que arranque en ese
ensayo de Rancière (pero que puede volverse, de
extranjera, nativa y nacional) “literatura para niños”
querría decir aquí el cuento como imposible sucedáneo
moderno de la epopeya. Es decir, contra los excesos de
lo informe (contra los excesos de la novela), una razón
formal; contra los excesos del discurrir banal de lo que
pasa y de lo que hay en el mundo, casi todo
insignificante como Emma Bovary (contra la novela, una
vez más), una razón de experiencia. Solo el cuento, la
87

artificiosa arquitectura de la clase de cuentos que Borges


prefería, en las antípodas de una de sus mayores
repugnancias: la proliferación inane de la empiria de las
cosas o, en su revés, la graforrea infinita del exceso de
palabras. Para ir al caso extremo, Proust. En un lugar
bastante conocido de la Correspondencia de Proust que
cita Rancière, el novelista transcribe el juicio de uno de
sus detractores: “Esa satisfacción orgánica que nos
procura una obra de la que con una sola mirada
abarcamos todos sus miembros, [Proust] nos la niega
obstinadamente. El tiempo que otro ha destinado a
componer un día en el bosque, en tratar bien los
espacios, en abrir las perspectivas, él lo ha utilizado para
contar los árboles, las distintas especies, las hojas de las
ramas y las hojas caídas. Y ha descripto cada hoja,
diferente de las otras, nervadura por nervadura y del
derecho y del revés. Esa es su diversión y su coquetería.
Escribe ‘fragmentos’”. Esa cita canta nítida una alianza
ignoro si inadvertida con aquel brevísimo cuento de
Borges sobre el mapa del imperio que tenía el tamaño del
imperio y coincidía puntualmente con él. Pero no solo
prosas como la de Proust: también novelas “orgánicas”,
que “coinciden puntualmente con el imperio” como The
Corrections o Purity de Jonathan Franzen , o como La
experiencia sensible o En otro orden de cosas de
Fogwill, que responden a la concatenación realista de
historias pobladas con todos los detalles fútiles o
accidentales en las vidas “de personajes cuyas opciones y
destinos son los de la presunta vida real corriente”.
88

Se entiende, claro, que a Borges le gustase el Kafka de


las parábolas, el Kafka breve. Pero… ¿es verosímil que
le gustasen, realmente, las novelas de Kafka? ¿El
argumento del gusto borgiano vía el carácter alegórico de
El castillo o de América es convincente? Conviene llevar
la pregunta a un extremo: ¿qué le gustaba realmente a
Borges de novelistas como Faulkner? ¿Podía gustarle,
justamente, Las palmeras salvajes? No conviene
descartar que (por razones estratégicas o de conveniencia
que son poco interesantes) Borges fingiese (me refiero a
un fingimiento de cierta importancia; no al fingimiento
de todo lector de novelas: a excepción de algunos casos
del género más bien breves, simétricos y burilados con
mano de poeta japonés, a nadie le gusta toda, completa,
novela alguna, como puede suceder en cambio con tantos
poemas o con algunos cuentos; vayamos más lejos, qué
más da: no creo que a ningún lector de novelas, lo que se
dice novelas, termine de capturarlo como tal ese tipo de
relato sushi, de relato origami, a lo Seda de Alessandro
Baricco). Porque, si a Borges le gustaban tanto los tantos
novelistas del siglo XX a quienes elogió y recomendó de
tan diversos modos… ¿por qué no escribió una novela?
Se me dirá que ya han corrido ríos de tinta para
responder esa pregunta y para volverla improcedente,
obvia e improcedente. Pero hay una razón pertinaz para
repetirla. Mejor (no exageremos) una conjetura:
conversando con artistas argentinos de la ficción, con
escritores de narrativa, –un puñado de ellos entre los que
se encuentran algunos de los más consagrados y
89

apreciados– las opiniones parecen dividirse en argentinas


y extranjeras: de un lado, algunos (sin mediación de
efluvios alcohólicos, aclaro) no dudan de que esas
preferencias de Borges van de suyo, que ese artefacto de
preferencias y repulsiones es Borges. Mejor, que esa
teoría borgiana contra la novela dio lugar a la literatura
de Borges, o poco menos. Algo que cualquier lector
argentino podría entender, parece, sin demasiadas
iniciaciones ni prolegómenos. Del otro lado, los
narradores que, cuando uno logra que se sinceren en la
intimidad de un discurrir irresponsable (confesiones de
esos escritores pero en su calidad de lectores), leen como
extranjeros no iniciados y no lo pueden creer, y se
preguntan cómo diablos pudo ser que semejante escritor
no hubiese experimentado, al punto de ponerse a la tarea,
la poderosa compulsión por escribir una novela. Es algo
que –no hay caso– el latido de la mano escribiente de
algunos narradores contemporáneos, parece, no puede
asimilar. Lo que provoca, claro, el retorno de la opinión
del primer grupo: precisamente, “semejante escritor” es –
se ha dicho mucho– esos límites, sus límites. Rancière
advierte, claro, por qué Borges se interesó como lo hizo
por Flaubert. El drama de la vida de artista de Flaubert,
la vacilación imposible entre la poética de “la palabra
justa” y la poética de “el libro sobre nada”, o lo que iba
de Madame Bovary a Bouvard et Pécuchet, era el mejor
argumento, parece haber creído Borges, para liquidar los
derechos artísticos de la novela y ni verse en la necesidad
de excusarse por no escribir una. Es interesante recordar
90

que en eso, Juan José Saer (a quien por otros buenos


motivos se asocia a un linaje borgiano) fue un
antiborgiano consecuente.
A tal punto que imaginó una primera persona anhelante
de cantar el abominable mapa del imperio, cuando
reescribió aquel tópico proustiano en “El parecido”, uno
de los “Argumentos” de La mayor: “…pensé mucho en
la infinidad de las piedras y de los árboles, de las caras,
de los pájaros, de los excrementos, de las raíces, cada
uno irrepetible y solitario, único; experimenté el lugar
común de las impresiones, la de las infinitas olas del mar
y la de la arena innumerable, la del pasado, el presente y
el porvenir que fluyen, según cómo se los mire, en
distintas direcciones y se entrechocan entre sí formando
nudos y colisiones que creemos inteligibles, y de golpe
[…], eufórico, deseé por un momento ser una clase
especial de cantor, el cantor del mundo visible, el cantor
de todas las cosas, considerándolas una por una, […],
para darle a cada cosa su lugar con una voz ecuánime
que las iguale y las recupere, para mostrar en el centro
del día un mundo completo en el que estén presentes
todos los paraísos y todas las hojas de todos los paraísos
y todas las nervaduras de todas las hojas de todos los
paraísos, para que el mundo entero se contemple a sí
mismo en cada parte y en el honor de la luz y nada quede
anónimo.” Propiamente, un pariente no tan lejano del
absurdo e hilarante hiperobjetivista Ramón Bonavena
(Crónicas de Bustos Domecq) o un epígono de Carlos
Argentino Daneri, tan denostado en “El Aleph” (en ese
91

cuento, me decía hace mucho Sergio Pastormerlo, no hay


que engañarse con la burla del narrador contra Daneri,
que en realidad es resentimiento, porque la clave es
transparente: se deplora el mal gusto de un hiperrealista a
lo Proust o a lo Saer, por estéticamente estúpido, cuando
en verdad se le envidia la potencia sucia de sus
revolcones con Beatriz Viterbo). Digamos: como los
espejos y la cópula, la novela es abominable porque
reproduce la experiencia informe de un ojo, de un tacto o
de un olfato que ya no saben o no quieren parar. O, ya
que ese Saer se sueña cantor, la novela es la muerte
porque, como Funes, no es otra cosa que una compulsión
incontrolada por cantarlo todo (por eso a tantos grandes
lectores de novelas les gusta tanto La grande). Más que
todo, menos que el todo: el mundo incesante, en términos
de lo que Rancière se figura como la infinidad molecular
de los microacontecimientos, pura intensidad de estados
de cosas sin razón, locuacidad escrita de los cualesquiera
y de lo cualquiera sin orientación, que van a ninguna
parte porque no hay hacia dónde dirigirse. Puro recorrido
ebrio, recorrido sin fin. “La supresión de la distancia
entre las palabras y las cosas es el sueño constitutivo a
cuya sombra se despliega el recorrido interminable del
intervalo que las separa”, anota Rancière para decir
“literatura”.
92

Sangre de amor correspondido


Mire qué cosa, señorita, hablando de guerra terminamos
hablando de amor. Las palabras van donde quieren, ¿sabe? es
inútil andar sujetándolas. Por suerte hemos hablado bajito y no
hemos despertado a nadie. Si se descuida hasta nosotros podemos
pensar que estamos dormidos. Usted sueña que un negro fiero le
cuenta historias viejas y yo sueño que una mujer tan bella me
escucha poner del revés el bolsillo del alma.
Raquel Robles

Lo extraordinario de la literatura firmada por Manuel


Puig no reside de ningún modo en haber adoptado el
principio constructivo del pop art, aplicado en su caso a
los consumos culturales berretas, al folletín, las letras de
Lepera, el cine mersa, masivo o comercialongo, la
vulgata psicoanalítica... Eso sirve apenas para explicar
algo de la técnica de Puig (algo), ni siquiera para pensar
–en rigor– la forma en Puig; por lo demás es una
reducción a esta altura perezosa de la enorme potencia
poiética de su literatura (es decir, de su potencia para
darnos mundos no habidos, una potencia indeterminada,
imposible de calcular ni de prever antes de que esté
afectándonos).
Lo extraordinario del arte de Puig reside en su modo
único de inventar la condición humana y de hablar por
escrito, como nadie, el fondo más delicado y herido del
trauma; se trata de la inigualable sabiduría antropológica
93

que prolifera en sus páginas tras haberse internado con


una agudeza certera y miniaturista en los vericuetos más
recónditos de todos los avatares de la subjetividad y de
los procesos de subjetivación y desubjetivación, en una
variante inventada del castellano que combina la
excitada, la sobresaltada y adictiva fluidez de la
conversación con la misma potencia para afectar y
afectarse que puede arrojar el arte de Dickens, Balzac,
Virginia Woolf, Proust… No hace mucho, una persona
ilustrada y habituada al trato casi diario con la música y
el cine pero ajena a la lectura literaria como profesión,
me explicaba cuán cautiva había quedado con la inusual
capacidad de captación de “los movimientos del alma”
(así dijo) de los narradores de Saer, con la destreza de las
voces de Saer para no perder ni un solo matiz, ni un solo
ascenso o descenso tonal en cada uno de esos
movimientos de la interioridad y de sus conexiones
equívocas con gestos externos. Por supuesto, lo que me
contaba esta lectora, ajena a las supersticiones de la
crítica especializada, estaba dicho para Saer, pero con
retoques o sin ellos igual parecía dicho para Balzac,
Dickens, Proust, James, Woolf o Puig. Como esas
firmas, Puig se merece el título que Harold Bloom eligió
para su libro sobre Shakespeare: la invención de lo
humano. Se ha dicho que Puig se cuenta entre esos
escritores de los que solemos decir que hacen todo mal,
que escriben como si no les importase nada el sistema de
expectativas literarias de su actualidad o como si lo
ignorasen (por eso Aira y otros historiadores de las
94

poéticas de la prosa argentina lo juntaron enseguida con


Arlt).
Comencé a leer a Puig por una de sus novelas menos
celebradas, la de 1980, que se cuenta además entre las de
materia política y título violento: Maldición eterna a
quien lea estas páginas. Fue poco después de la guerra
de Malvinas, mientras se armaba una versión libre de la
novela para el teatro. En septiembre de 1982 la puesta
formó parte del “Primer Encuentro del Espectáculo
Platense”, una especie de secuela local de “Teatro
Abierto”. Casi literalmente, todos teníamos veinte años,
y por esos azares de las biografías ninguno de nosotros
había alcanzado a perderse aún en la política y sí, en
cambio, en las cuevas que el teatro supo ofrecer durante
la dictadura para que uno sintiese que algo colectivo pero
minoritario y clandestino, más o menos secreto, era
posible. Me interesa recordarlo casi 40 años después,
porque noto que en nuestra memoria sensorial y emotiva,
digamos, de aquellos días, predomina el tenor artístico de
la representación (sobre todo la plástica de la escena, los
tonos de la voces, de los movimientos y del espacio, la
luz y los colores); en cambio, solo secundariamente
experimentábamos (o recordamos haber experimentado)
el peso político del texto, y casi se nos pasaba por
completo inadvertido el nudo de la historia: las
relaciones entre jóvenes y viejos. Por supuesto, desde el
director hasta los espectadores nos sabíamos
involucrados en un activismo político, y –aunque haya
sido casual– la elección de esa novela de Puig y no, por
95

caso, de El beso de la mujer araña, era un modo definido


de señalar en público algo sobre la opacidad ominosa
pero ya vacilante de los tiempos que corrían. El beso,
que se publicó en 1976 y –lo mismo que Maldición– en
Barcelona, es una novela sobre la violencia política, es
decir, sobre los primeros setenta y sobre la guerra
revolucionaria en América Latina, pero es, además, una
conversación entre dos hombres jóvenes, tanto como
Cae la noche tropical lo es principalmente entre dos
viejas. Maldición eterna es un libro sobre los efectos de
la represión en la memoria, en el cuerpo y en la
subjetividad, es decir, es una novela sobre los últimos
setenta y sobre el exilio, pero es, además, una
conversación entre un joven y un viejo que, aunque
apenas se conocen, adoptan los papeles de padre e hijo y
se van sustituyendo perturbadoramente en esos roles. Los
que hablan son Ramírez, de 74, y Larry, de 36. El
primero es un abogado sindical argentino, ilustrado, ex
preso político, que vive en un hogar de ancianos ya en su
exilio neoyorkino, estragados el cuerpo y sobre todo la
memoria por los efectos de la tortura. Ha ido a parar allí
a instancias de un organismo internacional de Derechos
Humanos. Larry es un profesor de historia desocupado
que se gana unos dólares empujando la silla de ruedas de
Ramírez y dándole conversación; recuerda bien su
infancia y su adolescencia infelices, el intervalo dichoso
de un matrimonio que terminó hace años en divorcio, la
penosa cotidianidad de subsistencia en que su propia
historia lo tiene atrapado. Ramírez, en cambio, ha
96

bloqueado todo recuerdo que dé sentido a las palabras, y


encuentra en las confesiones que va logrando “sorberle”
a Larry la posibilidad de afectarse una vida
reemplazando su pasado traumático por el de su lazarillo.
Y aquí la imaginación de Puig es, más que experta,
sabia: como toda relación prolongada entre un viejo
enfermo y un adulto joven obligado a asistirlo, esta es
también una relación regida por la violencia del
vampirismo, donde se enmadejan ruego y extorsión,
dolor e hipocondría, simulación y necesidad, deseo y
rechazo, amor y odio. Maldición es una muestra de la
maestría de todo Puig para la invención de eso que
Alberto Giordano llamó –con Blanchot– “la
conversación infinita”, pero es en particular la novela de
Puig donde los que dialogan son únicamente
intelectuales –estos dos–, lectores profesionales,
compulsivos, y políglotas. Eso se combina en la novela
con el aprovechamiento del psicoanálisis –una materia
que Puig ya había probado en novelas anteriores–. Del
psicoanálisis y del marxismo, teorías de la violencia
social y de las luchas del deseo y los cuerpos, que Larry
maneja como una vulgata con que cree poder explicar los
dolores insuprimibles que lo paralizan; teorías que la
narración –como solo sabe hacerlo Puig– devela como
hablas insuficientes para nombrar la intensidad
sentimental de unas vidas. Se trata de un logro artístico
extremo, debido a esa extraordinaria y singular
sensibilidad antropológica de la escritura de Puig: el
ejercicio de psicodrama al que –por la insistencia
97

demandante de Ramírez– se entregan viejo y joven, es al


mismo tiempo exploración peligrosa de los juegos
infantiles de fingimiento (y dale que vos eras…, y yo
era…) y de la teatralidad constitutiva de la subjetividad
como estrategia desesperada de supervivencia y de
manifestación del deseo. Por supuesto, Puig conoce bien
el objeto de esa desesperación, que tiene siempre unos
pocos nombres intercambiables, esos que posiblemente
nadie haya escrito mejor que él: “mamá”, “papá”,
“hijito”, “amor”, “felicidad”. Mientras, sabemos que,
aunque la amnesia lo preserve de recordarlo, es a causa
de su militancia sindical que Ramírez ha perdido a su
mujer y a su hijo, asesinados en un atentado con
explosivos; sabemos que Larry recuerda bien las palizas
de su padre cuando niño tanto como el día en que, a sus
17, la madre lo echó de su casa. Capturada nuestra propia
intimidad pasional en esa red, la maldita desesperación
es nuestra.
99

La penúltima versión de la realidad

Entonces, aquel hombre, señor de todas las


palabras y de todas las pompas de la palabra, sintió en la entraña
que la realidad no es verbal y puede ser incomunicable y atroz, ...
[...]
... ciertas palabras de un mendigo que conversó con
Fergus Kilpatrick el día de su muerte, fueron prefiguradas por
Shakespeare, en la tragedia de Macbeth. Que la historia hubiera
copiado a la historia ya era suficientemente pasmoso; que la
historia copie a la literatura es inconcebible...
Borges

“La única verdad no es la realidad”. Una de las


insistencias de Ricardo Piglia es eso que el narrador de
Borges declara “inconcebible” en “Tema del traidor y del
héroe”: la ficción, lo que se ha leído, es el libreto, el
guión o la dramaturgia de la experiencia real. O la
experiencia como puesta en realidad de alguna ficción.
Porque a Piglia le interesa desacreditar el matrimonio
que solemos dar por bien avenido entre realidad y
verdad. Para eso, acuñó la negación de una de las frases
más célebres de la política argentina: en uno de sus
discursos más recordados, Perón ya anciano y presidente
por tercera vez citó que “la única verdad es la realidad”.
La literatura sería así la antítesis de la política como arte
de lo posible. “Lo real no es el objeto de la
representación sino el espacio donde un mundo
fantástico tiene lugar”, escribió Piglia en el prólogo a El
último lector (2005). Una variante de estas insistencias
100

suyas dice que la materia de lo político, la materia del


poder y del Estado y a la vez de la insubordinación y la
resistencia, es el relato o, mejor, los relatos. El bien cuya
propiedad se disputan el poder y sus enemigos es la
narración, las narraciones y sus redes de tráfico y
distribución. Esa guerra o guerrilla de los relatos tiene
sus pertrechos: la confabulación, el complot, la sociedad
secreta, la conjura, el rumor, las maquinaciones, la
paranoia motivada, el delirio... Por supuesto, Piglia
reincidió en esa idea en el estilo ingenioso y seductor del
ocurrente ejercitado, y machacó que no estaba haciendo
más que sacarle jugo a un tema literario cuyas dos
variantes argentinas estaban principalmente en Arlt y en
Borges. Aunque cuando se trataba específicamente del
Estado, la clave era Macedonio Fernández. El autor de
los Papeles de Recienvenido como teórico del Estado:
¿mucho, no? (de paso, aclaro: como Martín Prieto y
otros, pienso que el “Macedonio” prestigiado por la
crítica literaria es un logro taimado de Borges exagerado
luego por Noé Jitrik, por el propio Piglia y algunas otras
gentes; la mitología moderna del artista linyera
colabora). En 1988, Piglia pretendía que, para
Macedonio, Estado y novela son intercambiables y
“nacen juntos”: puede haber Estado porque hay novela,
es decir, “intriga, creencia, bovarismo”. Digamos que la
relación entre novela y Estado ya había sido tema de la
política y la literatura del siglo XIX; el estudio más
fiable y ameno sobre el asunto debe ser Comunidades
imaginadas, el libro de Benedict Anderson (1983); pero
101

la cadencia aforística de la versión sapiencial de Piglia


quizás tuviera un encanto particular.
Fue en La ciudad ausente (1992) donde Piglia llevó
más lejos ese tema y esa idea. El argumento ficcionaliza
parte de la historia literaria argentina, pero no por la vía
de Arlt ni de Borges (en cuyas ficciones hay justamente
conjurados y sociedades secretas, espionaje y guerras,
mentiras y enigmas, héroes y traidores), sino a través de
Macedonio y su Museo de la novela de la Eterna. En una
ciudad que parece la Buenos Aires posterior a la guerra
de Malvinas, circulan de modo clandestino grabaciones
que reproducen los relatos narrados por una máquina
ubicada en un museo. Un periodista –Junior– recibe de
manos de un compañero de redacción, Emilio Renzi, la
copia del “último relato conocido de la máquina” (la
historia de un hombre que no tiene palabras para
nombrar el horror). Junior investigará sobre esos cuentos
y sobre el museo en que el Estado ha confinado la
máquina para controlar la proliferación de historias. Al
mismo tiempo, se nos va narrando la historia del
verdadero origen del artefacto, un invento de
“Macedonio Fernández” para conjurar la pérdida de
Elena, su mujer, cuya construcción es llevada a cabo por
el ingeniero Emil Russo. Pero según qué voces y qué
pistas atendamos, podría no haber máquina alguna más
que en la imaginación y en el discurso delirantes de una
loca sometida a interrogatorios entre psiquiátricos y
policiales en el manicomio donde se la mantiene
internada o secuestrada. Ese marco posibilita la
102

intercalación de numerosas historias narradas por la


máquina (que es a su vez una alegoría política, “una
máquina de defensa femenina, contra las experiencias y
los experimentos y las mentiras del Estado”).
Acentuando los tonos de “confabulación” y “paranoia”,
la novela adopta la lógica policial de las “Tesis sobre el
cuento” de Piglia –un cuento siempre narra dos historias,
la de la investigación, y la historia del hecho
investigado–; así, los cuentos incontables de la máquina
tras los que va Junior son fragmentos de una historia más
o menos secreta y de su sentido (la historia política y
social argentina, en especial durante la dictadura), restos
silenciados de la memoria colectiva del trauma. La
máquina, entonces, va tras una doble utopía: revertir la
muerte de Elena, y reemplazar la realidad opresiva que
impone el Estado por una forma libertaria de la
experiencia... mediante relatos.
La ciudad ausente es una narración digresiva y
discontinua que acopia, alterna y superpone varios y
diversos narradores, asuntos, tiempos y espacios;
también –y de acuerdo a un tipo de uso del saber que
Piglia atribuye a Borges y a Sarmiento– la novela
prodiga fragmentos desordenados de la enciclopedia
cultural del autor: nombres, sucesos, alusiones y figuras
de la historia o de la ficción, de la política o de la
literatura, de la filosofía o de la ciencia, reales o
imaginarios, citados o plagiados, auténticos o apócrifos,
“verdaderos” o “falsos”. Macedonio y un “Presidente”;
James Joyce y sus parientes, sus textos y sus personajes;
103

la “Amalia” de José Mármol y la “Hipólita” de Roberto


Arlt pero también “el vagón donde se había matado
Erdosain” y “la rosa de cobre”; el ERP y una carta de
Nolan (el personaje de “Tema del traidor y del héroe” de
Borges); Eva Perón y Ronald Richter (el físico alemán
vinculado con los primeros intentos argentinos con la
energía atómica durante el primer peronismo). La lista
políglota de referencias más o menos enigmáticas, más o
menos irónicas, podría ocupar –ocupa en la novela–
páginas enteras, y se mezcla con restos de las literaturas
que Piglia lee, relee y ubica todo el tiempo en su
biblioteca personal.
Digamos: un sueño americano, faulkneriano. Porque
Piglia procura sostener la construcción de ese efecto
radical de “incertidumbre y de irrealidad (y no una falsa
ilusión de verdad)” que puso en el centro de su lectura de
Macedonio, pero en la intriga destartalada de una novela
policial. Como en textos anteriores, la narración sin
dudas vacila y confunde (¿cuál es el marco y cuáles las
historias enmarcadas? ¿Junior va en busca de los
cuentos, o su historia es una de las que salen de la
máquina?); los narradores y las voces saben solo una
parte, más o menos ruinosa, del enigma y su sentido; y
son muchos y no siempre distinguibles con claridad unos
de otros; a veces sus relatos coinciden o se superponen,
pero otras se contradicen o se corrigen entre sí; todos
mantienen en vilo su credibilidad porque lo que hacen o
dicen queda bajo alguna forma de la sospecha: más o
menos irónicos, intencionados, elípticos, intrigantes,
104

ambiguos; inadaptados, marginales, clandestinos,


proscriptos, ilegales, perseguidos; adictos, alucinados,
delirantes, utopistas, confabulados, mitómanos,
paranoicos, locos. Quien lea, lee las maquinaciones de
los inventores de Roberto Arlt o de quien ve por los ojos
de “Borges” el collage en apariencia aleatorio de un
“falso aleph” (el paralelo es de Piglia: “‘El aleph’ de
Borges, que parece una versión microscópica del
Museo”).
Y sin embargo, en la novela el suspender y el
sospechar efectúan en definitiva el legado de sus marcas
de procedencia: el realismo, el policial, el amor borgiano
por las tramas, la puesta en intriga, la narratividad, el
apetito insomne del sentido que –según ese verosímil–
podría ser descubierto y develado.
La ciudad ausente busca la incertidumbre saturando
mediante la proliferación: innumerables voces, nombres,
relatos, sujetos, restos culturales, citas y materiales
narrativos muy diversos en un sinnúmero de
ramificaciones. Pero lo que se repite es la capacidad de
una voz narrativa, intermitente y sospechosa pero
finalmente orientada, para hacer confluir los restos en la
negación de un orden social fantástico representado:
guerra entre relatos y Estado. La “trama” es una “trama
fracturada” pero novelesca, más o menos como en las
novelas de detectives. En la estela de Borges, no estamos
seguros de que Junior sea el que busca las historias
contadas o el que es contado, pero esa situación es un
acontecer de lo narrado en la ficción: es en la historia de
105

La ciudad ausente donde las redes de outsiders que


combaten al Estado propician que los mundos
imaginados por la máquina se filtren en la realidad. La
ciudad ausente es la ficción de un orden amenazante a su
vez resistido, combatido, hostigado. Ese es el carácter
edificante que, a pesar de su experimentalismo, la novela
no pierde nunca. O para utilizar el título de Piglia donde
se incluían relatos de la máquina: La ciudad ausente es
una novela moral. O sea, una novela moderna y
premacedoniana: en el Museo de la novela de la Eterna
la saturación es casi ascética, porque acopia casi nada; y
procedimental, porque su estrategia para saturar consiste
en acumular la escritura de las voces. Es más bien la
plasticidad contracultural narradora la que se derrocha y
se abre a su propia descomposición. Si el Museo es un
texto “fantástico”, lo es en la enunciación, no en lo
narrado que no sucede o apenas se insinúa para fracasar.
Vale recordar que la poética del Museo macedoniano ha
sido identificada como antirrealista (y como
vanguardismo radical, elastizando demasiado el uso de la
palabra vanguardia). La saturación en La ciudad ausente
es, en cambio, opulenta, porque acopia todo lo que
manotea; y satura acumulando un gran bazar de restos
culturales. La inclusión de voces de locos es más bien un
recurso de la representación, para producir un efecto
político controlado. Si La ciudad ausente es un relato
“fantástico”, lo es en el sentido usual de la palabra: en el
interior de la ficción más que en la voz. Es en la ficción
narrada por la novela donde sucede que ciertos
106

personajes intentan modificar el mundo narrado


mediante la producción descontrolada de historias –una
pretensión fantástica, fantasiosa... aunque al mismo
tiempo pueda leerse como un relato agigantado de
resistencia, proselitismo, agitación y propaganda política
disidente. Piglia tienta los cauces de un
experimentalismo utópico que –aunque anarquizante y
negativista– no se extravía en sus vacilaciones y es capaz
de reunir los restos, porque los identifica en su
diversidad con una subjetividad política radicalizada. La
narración confía en que es posible descubrir por los
restos un sentido más o menos oculto en la falsa
transparencia de lo social, y contraponerle voces que lo
combatan porque apuestan a su reemplazo. Piglia
ficcionaliza lo que se leería en el Museo de la novela de
la Eterna y en la biografía de su autor, aprovecha esos
sucesos de vida como materia de trama novelable.
Macedonio inventó una “utopía”, como se sabe, pero no
porque haya escrito una, sino más bien porque planificó
con algunos amigos la creación de una colonia
anarquista. Piglia literaliza ese dato en ficción: en la
historia narrada uno de los guetos antiestatales es
precisamente el que se reúne en “la isla”. La ciudad
ausente hace ficción con el hecho biográfico de la muerte
de Elena de Obieta, la mujer de Fernández, y con la vida
seminómade de Macedonio por casas de amigos y
hoteles que siguió a ese drama personal. O invierte el
signo político de la relación entre Juan Perón y el físico
alemán Ronald Richter, y la ficcionaliza en la pareja que
107

forman Macedonio y el ingeniero Russo. En Macedonio,


la ficción queda impugnada como “alucinación”, porque
es “el Autor” lo que pretende autonomizarse de las
relaciones posibles entre realidad e imaginación. En La
ciudad ausente, ese programa macedoniano se vuelve
tema de la ficción: narra una historia imaginaria, la de un
mundo o una ciudad en que una máquina transmite
relatos que se filtran en la realidad.
La ciudad ausente es, por supuesto, una alegoría
sobre el Estado (o sobre el mal sub specie estatalis). Pide
que la leamos como ficción de anticipación sociológica y
como distopía. En este sentido es una novela fechada,
porque cuando se habla de “los 90” se habla siempre de
una disputa en torno del Estado. Y aunque la historia que
cuenta se ubique en el Estado militar terrorista previo a
1983, se publicó cuando el presidente Carlos Menem ya
había iniciado un plan de gobierno antiestatista y
neoliberal prolongado. Tanto en la política como en las
discusiones intelectuales y literarias hubo en esos años
defensores diversos del Estado y detractores más o
menos radicalizados; como se la mire, la ecuación puede
volverse impensable, aunque eso se deba al carácter
extremadamente proteico del peronismo. Entre los
defensores del Estado se contaron grupos característicos
como Punto de vista o el Club de Cultura Socialista, más
o menos alfonsinistas, más o menos habermasianos, más
o menos antiperonistas; y al mismo tiempo varios
peronismos disidentes, como la revista Unidos o
“Chacho” Álvarez o Germán Abdala. Entre los
108

detractores del Estado, los elencos gubernamentales


menemistas y sus propagandistas mediáticos habrán
advertido poco y nada que en el campo del pensamiento
crítico de encuadre principalmente universitario contaban
con algunos parientes lejanos: la crítica intelectual
radical contra las llamadas “transiciones democráticas”,
ciertas variantes de los “cultural studies”, las influyentes
resonancias y las duraderas resacas del Ángel Rama de
La ciudad letrada (1984), algunos usos más o menos
sesgados y selectivos de ideas sobre el Estado de
Foucault o Deleuze, entre otros. En el mundillo de la
crítica literaria, Josefina Ludmer parece haber sido quien
llegó más lejos al respecto, sobre todo en los escritos que
compiló en su libro de 1999, El cuerpo del delito. Un
manual, que presentó como un libro ajeno a la
“seriedad”, y del que admitió en un tono frívolo
deliberado, que podía ser un libro “menemista”.
Releída casi treinta años después, La ciudad ausente
abre una conjetura anacrónica, tal vez obvia pero
tentadora: la disputa política por el Estado o –mejor– las
resistencias contra el Estado, se juegan en el terreno de
los relatos que impongan los propietarios de las
máquinas de narrar. Pero, como es obvio, las máquinas
no son las maquinaciones: las máquinas de imposición
política y social de relatos son máquinas, no relatos, y el
monopolio de su posesión y su manejo no se consiguen
única ni principalmente con relatos ni ficciones ni
novelas.
109

Después de La ciudad ausente, Piglia bajó la apuesta


experimentalista y acentuó su interés en la novela
clásica (una historia de personajes “cuyas opciones y
destinos son los de la presunta vida real corriente”), más
o menos en la estela de sus variantes norteamericanas.
Algunos de los rasgos principales de ese camino se
cumplen menos en la acotada novelística de Piglia y
mucho, en cambio, en la del prolífico Martín Kohan,
cuyos temas son casi siempre políticos e históricos.
Edgardo Scott me dijo una vez que –desde cierta idea no
obligatoria y fechable de “literatura”– los profesores o
críticos de mi generación habíamos recelado de
concepciones de la literatura como la de Piglia. Hacerlo
con la de Kohan sería –más allá de controversias de
valoración y de gusto– como recelar de la planificación
realista calculada de Balzac, del profesionalismo de
Stephen King o de la graforrea novelística desorbitada de
Georges Simenon (o, peor, recelar de los resultados de
esas manías de artista).
110

Lo imborrable

¿es posible escribir sin pudor otra cosa que no sea sobre la
tortura, el asesinato, la humillación y el despojo cuando
el orden de la realidad en que vivimos se asienta sobre
ellos?
León Rozitchner

La obra de Juan José Saer es una representación


realista, directa y prolongada de la experiencia de la
violencia política en la Argentina. En muchos de sus
textos, pero principalmente en libros como Responso,
Cicatrices, “Amigos” (y algunos otros “Argumentos” de
La mayor), nadie nada nunca, Glosa, Lo imborrable, La
pesquisa y La grande, los personajes, sus destinos, las
peripecias y las historias narradas refieren de modo
inequívoco a contextos y circunstancias conocidos de la
historia social y política. El peronismo y especialmente
el peronismo derrocado, reprimido y proscripto después
del golpe militar de 1955; la violencia armada de las
organizaciones revolucionarias de los setenta, la
dictadura cívico–militar genocida iniciada en 1976, los
secuestros y las torturas, los detenidos–desaparecidos,
los exilios. Las más de las veces, las referencias son
inequívocas y los datos reconocibles. Entreverados con
la ficción –a veces como escenarios, motivos o causas de
movimientos de la trama– los hechos y conflictos de la
historia política se representan como parte de vidas y de
111

historias de ficción y como casos particulares de estados


históricos de la subjetividad. Igual a como lo piensa Eric
Auerbach para las novelas de Virginia Woolf, de Proust
o de Joyce en los “años de entreguerras”, en Saer los
mundos socioculturales y políticos de la Argentina
posterior a 1955, son los mundos donde sucede lo
narrado.
Datos, situaciones o sucesos referidos, nombrados,
aludidos y, sobre todo, articulados en las encrucijadas y
destinos de los personajes: recordemos nomás el
sindicalismo de los años 50 a través de la historia de
Barrios en Responso, o las de Escalante y Fiore en
Cicatrices; los guerrilleros y los policías represores en
nadie nada nunca; las atrocidades del terrorismo de
Estado encarnadas en el monstruoso general Negri en Lo
imborrable; la pertenencia de Leto a una organización
guerrillera, las desapariciones de Elisa y el Gato y el
exilio de “el Matemático” en Glosa; las vinculaciones de
Mario Brando con el poder militar y la humillación de
Tomatis ante él, en La grande. En nadie nada nunca, el
asesinato de los caballos no impide una lectura
desplazada de lo literal hacia los asesinatos de personas a
cargo del Estado terrorista argentino. Pero el Caballo
Leyva no es una cita en clave, ni una cifra, ni una alusión
indirecta o elusiva, ni una alegoría, ni una metonimia de
un comisario argentino secuestrador, torturador y asesino
de los años setenta: en la historia realista narrada en la
ficción fragmentaria de nadie nada nunca, el Caballo
112

Leyva es un comisario argentino secuestrador, torturador


y asesino de los años setenta.
A la vez, los hechos y conflictos de la historia política
se presentan como climas o humores históricamente
reconocibles, que la ficción representa en ciertos estados
traumáticos de los narradores o los personajes, relativos
tanto a la condición ultrajada de los cuerpos como a la
sospecha y el temor de estar en peligro, de estar siendo
directa o indirectamente vigilados, espiados, delatados,
denunciados, buscados, amenazados, perseguidos o a
punto de ser eliminados, desaparecidos. Sustracción a los
espacios públicos o habituales, autocensura, restricción
expresiva, habla más o menos cifrada, silencio
autoimpuesto, vigilancia preventiva: “… pero antes de
hablar mira rápido a su alrededor, convencido de que lo
que está por decir es riesgoso y decisivo, y baja un poco
la voz aunque la vereda, a causa del frío o de la hora, o
de los tiempos que corren probablemente, está casi
desierta bajo los letreros de neón de todos colores que se
encienden y se apagan en el anochecer”. “Los tiempos
que corren” de los que habla Tomatis en Lo imborrable,
son los de la dictadura genocida que aterrorizó a la
población entre el 24 de marzo de 1976 y 1983. Son los
momentos más siniestros de esos años, los previos a la
Guerra de Malvinas de 1982. La cita sintetiza la memoria
de aquellos tiempos ominosos en la fatalidad del miedo,
el silencio y el frío reunidos en la vereda desierta cuando
llega la noche. Es la hora en que eso que corre y transita
las calles en aquellos tiempos son los secuestros más o
113

menos disfrazados de “operativos”. La hora de los


“grupos de tareas”, ese eufemismo siniestro con que se
enmascaraban los comandos de la muerte de las fuerzas
armadas y policiales, encargados de torturar y
“desaparecer” a miles de personas. Es la hora de las
ejecuciones en plena vía pública, mentidas por los
comunicados oficiales y la prensa como
“enfrentamientos” entre las fuerzas del orden y
“extremistas” armados. Tomatis sabe todo eso, y lo dirá,
o se lo dirá a sí mismo en el curso de la novela, pero a la
vez la narración encuentra el modo de representar, en las
acciones y omisiones de los personajes, las tácticas más
o menos simples del eufemismo, la desconfianza
retórica, la media lengua, la autosustracción o el silencio
social liso y llano de aquellos años.
En este sentido, en fin, no es posible hacer a un lado la
importancia determinante del trauma histórico argentino
prolongado para la conformación de la poética de Saer.
Habría que considerar, en tal sentido, que ya antes de su
exilio en Francia, Saer tuvo entre manos algo así como
dos posibilidades compositivas de realismo literario para
la novela política, para una novela de personajes e
historias en que el peronismo, el terrorismo de Estado y
la política de finales del siglo XX son insustituibles: una
modalidad más bien orgánica y clásica en Responso; otra
fragmentada, plegada y recursiva en Cicatrices.
Este asunto tiene alguna importancia porque no es
posible leer la obra de Saer asociándolo sin más a las
estrategias narrativas que la crítica describió como marca
114

de época en las novelas argentinas escritas o publicadas


durante la dictadura o al filo de su declinación: la
oblicuidad, la alusión, la elusión, el fragmentarismo,
puestos al servicio de lo alegórico como estratagema
para referir, de un modo antirrealista, el horror histórico.
Por cierto, hubo una insistencia crítica de época: la idea
según la cual las ficciones de la dictadura aludían a la
experiencia del terrorismo de Estado y sus efectos
mediante reescrituras, citas, montaje, parodia,
ciframiento de sentidos posibles, trabajo textual con lo
no dicho, con el vacío, el silencio, la incompletud o la
destotalización del sentido y de la representación; se
razonaba que esos relatos reutilizaban así, en un contexto
marcado por la censura y por la represión física y
cultural, las poéticas experimentalistas,
antitestimonialistas y antirrealistas, emergentes entre los
sesenta y los setenta, pero ahora con un propósito de,
digamos, protesta soterrada y oblicua contra las formas
impuestas de la experiencia histórica represiva.
Es cierto también que en nadie nada nunca los
discursos que sostienen un relato lineal de los hechos que
se fía de su propio realismo y de su integridad son los del
pueblero que le cuenta las versiones orales y los rumores
al bañero, los de la prensa y los de la mediación irónica o
cínica de Tomatis, los del estilo indirecto libre. Ahora
bien: no es menos cierto, aun así, que en la ficción
sucede en efecto que alguien, posiblemente los
“guerrilleros” o “los muchachos”, comete una matanza
de caballos en cadena –o aprovecha la matanza iniciada
115

por no se sabe quién– para anticipar que finalmente se


hará lo mismo con un sanguinario torturador policial, “el
Caballo Leyva”.
Por supuesto, en la escritura de esos sucesos la novela
está lejos de ser llana, y sus tanteos y sumersiones en las
incertidumbres de lo pulsional son muchos y complejos.
Pero que el narrador, los personajes o los lectores
terminemos el libro sin poder fiarnos del todo de ese
relato de los hechos y sin saber en efecto buena parte de
lo sucedido, no es algo que nos aleje demasiado de los
códigos narrativos de, por ejemplo, la novela policial
contemporánea... pero tampoco de la experiencia
ominosa de la vida cotidiana en la Argentina entre la
segunda mitad de los setenta y hasta 1983. Sin dudas, y
como efectos de su hiperrealismo extremista, en la prosa
de Saer están algunas de las más severas corrosiones
literarias de lo que se pretenda comunicable,
transmisible, pero las voces de eso que resulta corroído
están, por supuesto, allí: el esquematismo proselitista
que, parece, podríamos atribuir a “los guerrilleros” (las
muertes de los caballos funcionan de hecho como
advertencia obvia contra Leyva); los narradores
candorosos que reproducen los mandatos de la confianza
comunicativa (esos que dan por hecho que alguien nada
siempre). La descomposición trabaja porque –de modo
imprevisto– nos da de ver y de sentir, de manera
intermitente pero repetida, las junturas vaciadas de un
mundo que se cree articulado y compuesto (como en la
experiencia puntillista del bañero, que lo hunde en el río
116

donde, desde muy joven y hasta ese momento, ha sabido


flotar ininterrumpidamente). Aun así, nada hay en nadie
nada nunca que torne necesario postular, entonces, que
en verdad en la historia narrada no acontece lo que se
narra y lo que se rumorea que sucede, o se cree o se
sospecha que en efecto sucede. En eso también la novela
es rigurosamente realista, porque sobre el final de la
dictadura, muchísimas conversaciones iban y venían
entre el “ahora empezamos a enterarnos de las
atrocidades” cometidas por los represores, hasta el
“todos sabíamos por lo menos algo”: todos habíamos
visto u oído algo, todos teníamos un pariente o un
compañero de trabajo, o de estudio, o vecinos del barrio,
o conocidos que habían visto u oído, o que fueron
víctimas directas de los crímenes militares. Por supuesto,
en nadie nada nunca los segmentos diluyentes dan el
tema musical de la prosa –la repetición con variaciones
de un relato en que nadie asegura la fiabilidad de lo
decible– y entonces sugieren que los otros fragmentos,
sometidos a una narratividad convencional, son
ideológicos; pero no por eso son parábolas ni alegorías:
piden de manera ineludible una lectura realista.
Como en la experiencia histórica más corriente del
horror de los setenta, lo que sabríamos es que algo
aterrador estaría sin dudas sucediendo, algo que solo se
entrevé, que es casi siempre nocturno y clandestino, que
llega en secreteos, presunciones, murmuraciones,
conjeturas, versiones fragmentarias, glosas... y resta en
sus estragos incontables. Cuando algunos de los millones
117

de argentinos que sabemos cómo fue vivir aquí durante


la dictadura, leemos nadie nada nunca o Lo imborrable,
sentimos que en efecto así fue. Que allí la poesía de los
relatos de Saer nos da la realidad de la devastación.
En Saer, las prosas de la comunicación social y la
mala literatura son parientas. El relato que “el hombre
del sombrero de paja” le hace al bañero –un “largo
monólogo”, en contraste con los puntos de vista
multiplicados de nadie nada nunca– es una derivación
oral del discurso social realista en el peor sentido del
término: propone un sentido de los hechos y pide el
asentimiento gregario inmediato. En Glosa, el relato de
la fiesta, el que Botón le ha hecho al Matemático
mientras cruzaban en balsa a Paraná, cumple, entre otros,
un papel semejante. El hombre del sombrero de paja o
Botón son casos bienintencionados que matizan pero no
rebajan los tonos del problema, porque encarnan algo así
como el habla de la ideología. Pero Saer ha sabido
también excluir las medias tintas, sobre todo cuando esa
voz de la sujeción se hace pasar por arte. En la
constelación saeriana, Tomatis es el que sabe que no
sabe, el que ignora menos que el resto, el poeta: está
tempranamente enterado de la ceguera, la propia y la
ajena. En sus antípodas, las figuras de artista impugnadas
en los relatos de Saer son siempre pedagógicas (los
criollistas de enésima generación, el Filocles que
recomienda “claridad y sencillez” para asegurarse un
“público numeroso”) pero los peores, los más
pedagógicos, son cómplices directos del Estado genocida
118

y de los media. Antes de morir en un accidente


automovilístico, el deleznable Walter Bueno de Lo
imborrable (1993) ha acariciado el mayor éxito mercantil
con su novela best–seller “La brisa en el trigo”, una
grotesca parodia de La maestra normal de Manuel
Gálvez (pero que Bueno ha copiado, pueril y literal, de
su propia vida); el mamarracho, cuya prosa torpe y
adocenada quiere conmover –pretende Bueno– al
“hombre común”, le abre las puertas de la televisión y lo
sienta en la mesa del general Negri, un exterminador
sanguinario. La novela es el relato de Tomatis acerca de
los primeros días de su recuperación tras el pozo
depresivo que lo afectaba en Glosa y del que va logrando
emerger a fuerza de higiene, abstinencia de alcohol y
escritura de sonetos; durante el curso entero de la novela,
el narrador lanza todo el tiempo y a propósito de
cualquier banalidad cotidiana, como un automatismo
coloquial, una apuesta repetida que parece un desafío
suicida a la tortura y al delirio militarista: “Que me
cuelguen de donde les plazca o que me la corten si
quieren en rebanadas si...”, “Que me cuelguen si…”,
“que me maten si…”, “que me fusilen si...” (la gramática
de la frase es parienta cercana de la consigna “Patria o
muerte”, “Perón o muerte”). Lo más íntimo de la vida de
Tomatis –nos entera su propia voz– ha sido violentado
definitivamente por la dictadura: se ha divorciado y sufre
una depresión severa porque hace siete meses su esposa
no ha querido refugiar en su casa a “la Tacuara”, una
joven revolucionaria, vecina de años, ahora desaparecida.
119

Así, igual que el Ángel Leto guerrillero carga la pastilla


de veneno en Glosa, el habla del narrador protagonista
de Lo imborrable lleva todo el tiempo encima esas
muletillas: “que me cuelguen con un gancho del prepucio
y me hagan girar si…”, “Que me la corten en rebanadas
si…”. El que corta literalmente al ras los genitales
masculinos o los pechos de sus víctimas femeninas es el
abominable general Negri. Pero Negri no es un emblema
del Mal, ajeno a la condición humana, sino más bien el
caso extremo de aquello que la cultura es capaz de hacer
de cualquiera de nosotros, un horizonte exorbitado de
cumplimiento de eso que el best–sellerista y la
civilización identifican como “hombre común”: “No
tengo, a decir verdad, nada contra el hombre común, –
ironiza Tomatis– salvo que si uno escarba un poco en él
siempre acaba descubriendo el estercolero […]. Lo que
el hombre común guarda del modo más oscuro y
cuidadoso […] hay que sacarlo a la luz del día y ponerlo
sobre el tapete para que, de manejo sombrío se vuelva,
bien a la vista, evidencia cegadora”.
Aunque –por supuesto– la sofística de sus narradores
de “comedia” nos ponga siempre ante una fiabilidad
problemática, Saer creyó que el arte podía atisbar ese
descubrimiento, cuya consecuencia política razonaba
bajo la figura de un oxímoron: una identidad así
desnudada y entonces sí “común” en su vacío de
“atributos”, emparejada con un igualitarismo radical.
Adentrando la lengua poética del narrar en el “sedimento
oscuro” de un mundo que se miente nítido en su
120

racionalidad, las ficciones de Saer escarban en busca de


ese “hombre no cultural”, pariente del que los colastinés
de El entenado se atreven a mirar a los ojos durante su
cíclico regreso igualitario a un estado sin ideologías, sin
las patrañas urdidas por la prosa de una razón de Estado.
Por supuesto, en Lo imborrable la violencia del
terrorismo de Estado parece más narrada o lo está de un
modo menos fragmentario que en nadie nada nunca, y es
inevitable y probablemente sensato vincular esa
diferencia con las fechas de publicación: está en 1980,
aquella en 1993. Pero conviene advertir que esa
distinción nos devuelve al terreno de los recursos del
realismo en un sentido como el que le dio Eric Auerbach,
por ejemplo, cuando leyó los procedimientos de
subjetivación de la estructura narrativa en Virginia
Woolf como un modo de “representación de la realidad”,
en ese caso de una cierta realidad de la experiencia de la
subjetividad en la Europa de entreguerras. Los puntos de
vista que se combinan y entrecruzan en el curso de nadie
nada nunca incluyen la narratividad lineal y maniquea de
la cultura dominante, y a la vez la desautorizan
enredándola en una multiplicidad de voces que se le
fugan y, sobre todo, que representan ciertos estados y
límites históricos de subjetividad: la latencia de una
amenaza confusa, la intriga policial clandestinizada. Pero
eso forma parte menos de una estrategia de ciframiento
destinada a eludir la censura o la inferencia recta de
referencias al presente histórico (propósito difícil de
atribuir a una novela en que se habla de los
121

“guerrilleros”, de un jefe policial torturador y de la


ocupación militar del espacio público), que de la mimesis
de la novela, de su destreza para situarnos en una
atmósfera que remite a la que podemos ubicar en un
espacio y un tiempo históricos más o menos precisos.
Las narraciones de Saer problematizan la forma de narrar
la experiencia porque la experiencia, antes que las
formas de narrar, es lo que se ha vuelto traumático de un
modo nuevo y al extremo (la explicación que da
Auerbach para describir las técnicas narrativas de Joyce,
Proust o Woolf como realismo, es la misma). La
violencia, y en particular la violencia política sobre los
cuerpos ejercida a escala genocida, forma parte de esa
extremidad o está en su ápice, pero lo perturbador es que
no la inaugura: “el hombre común” ya es atroz. Los
relatos de Saer, por supuesto, nombran ese extremo –el
terrorismo– con la flexión literal de que disponemos para
afirmar su naturaleza de sucesos –como lo hacen con la
“condición mortal”, con la palpitación de un caballo o
con cualquier otra parcela del mundo–, no porque se
desplacen al performativo político o moral del testimonio
o la denuncia, sino porque la tarea del poeta consiste –
dice– en “escarbar” y tomar “el riesgo de poner al
desnudo, desnudándose a sí mismo, aspectos
insospechados de la condición humana y de la relación
del hombre con el mundo”. En el límite entre lo sabido–
hablado y el espesor todavía mudo de lo que pasa, se
abre la brecha para perseguir esa experiencia real que la
122

cultura prefiere ignorar, es decir una brecha para la


literatura.
124

cadáveres

De todo lo escrito sólo amo aquello que uno ha escrito con su


sangre.
Nietzsche

Los relatos de Borges y los poemas de Pizarnik se


cuentan desde hace décadas entre lo que más leo y releo.
Pero fue solo hace un par de años, mientras dictaba una
clase en la Universidad, cuando advertí que el cuento “El
Aleph” está citado en el dístico inicial de aquel poema no
menos recitado de Árbol de Diana de Pizarnik: “Una
mirada desde la alcantarilla / puede ser una visión del
mundo”. Inmediatamente, un estudiante me dijo que en
el segundo dístico hay una variación de “El Zahir”: “La
rebelión consiste en mirar una rosa / hasta pulverizarse
los ojos”. Como se recordará, esas dos figuras borgianas
son opuestos complementarios: el aleph, que en el cuento
está en un sótano de una casa de Buenos Aires, es un
punto minúsculo en el que se ven simultáneamente todos
los puntos del universo; el zahir es un objeto cualquiera
(en el caso del cuento, una moneda) que de solo verlo se
vuelve inolvidable y coloniza la actividad mental entera
de su poseedor.
Por supuesto, ese poema (el “23” en el libro) se lee
casi desde que se dio a conocer, como una poética; como
la figuración de una apuesta que sugiere un pacto de
silencio negativista, rebelde, en que la voz declara haber
125

cedido por completo al imperio de la “mirada” que se


juega, toda ella, en la obstinación inamovible de la poesía
en la poesía misma (obviamente, la “rosa”). Por eso, en la
clave borgiana que el poema esconde y muestra a la vez,
el lugar de la mirada es el escondite o desván subterráneo
del sótano y la alcantarilla, pero el sitio que imanta los
ojos hasta pulverizarlos es menos el populoso barullo del
aleph que la fijación obsesiva y monarca del zahir (los
dos extenúan, pero el primero extenúa y marea en la
proliferación de todo lo visible, el segundo en el
confinamiento del punto poético que siempre es el
mismo; o, mejor, la misma: Alejandra, la mirada, la
rosa). En uno de los ensayos críticos más agudos que se
han publicado sobre Pizarnik, Edgardo Dobry anota con
la claridad del caso que “la primera evidencia en la obra
de Pizarnik es la falta completa de referencias externas”.
Dobry prosigue razonando ese carácter “interior” del
mundo y de las visiones de Pizarnik: como en una
“hipertrofia del sí misma”, escribe, “en el mundo de
Pizarnik solo existen Pizarnik y la Muerte” que, lo
sabemos sus lectores, es un doble de esa misma voz sola,
sin atributos mundanos: a excepción de algunas
dedicatorias no hay nombres propios; se mencionan
algunas pocas cosas que se repetirán (muerta, espejo,
sombra, silencio, lila, ojos...) pero no se mencionan
fechas, ni nombres de calles, ni de ciudades, ni libros...
Mantener la atención crítica sobre esa restricción de la
poética que gobierna casi toda la obra editada en vida y
en qué podría tener algo que ver con la política, es
126

condición sine qua non para entender la lucha que


impulsa el extremismo de sus resultados. Porque desde
1965 la “Muerte” es también en la obra editada de
Pizarnik la cifra del mundo como lo éxtimo, es decir la
cifra de lo Otro... y de la puja incesante de lo Otro con lo
real, esto es con lo imposible que tiene lugar: no solo el
mundo de las muertes de una subjetividad solipsista sino
además el de las faltas, las pérdidas, los malentendidos y
los crímenes del lenguaje, de la historia, la cultura, la
literatura... Si en Los trabajos y las noches el poema
titulado “SILENCIOS”, por citar uno entre tantos, nos
deja mudos como un acertijo o una evidencia clausurada
(“La muerte siempre al lado. / Escucho su decir. / Sólo
me oigo.”), en cambio en esa otra rareza en prosa que
Pizarnik publica pocos meses después, La condesa
sangrienta (la historia de una sexópata y asesina serial de
la Edad Media) , leemos cosas como esta: “Fue en 1604
que Erzébet quedó viuda [...]... la condesa, para preservar
su lozanía, tomaba baños de sangre humana. [...] Durante
seis años la condesa asesinó impunemente [...] Pero el
nombre de Báthory, no sólo ilustre sino activamente
protegido por los Habsburgo, atemorizaba a los probables
denunciadores. Hacia 1610 el rey tenía los más siniestros
informes [...]. Encargó al poderoso palatino Thurzó que
indagara los luctuosos hechos de Csejthe y castigase a la
culpable”.
De tono serio y melancólico –previo al descontrol
cómico e injurioso, grotesco y pueril de “La bucanera de
Pernambuco”–, La condesa sangrienta es sin embargo
127

un texto que sus menos de catorce páginas prodiga de


referencias históricas y geográficas, nombres de personas
y apellidos nobiliarios, fechas precisas, lapsos,
cantidades de asesinatos, detalles y pormenores
descriptivos y narrativos acerca de hechos acaecidos y
protagonizados por personajes historiográficamente
registrados y en lugares o comarcas situables, con
nombre propio en el texto. Una prosa donde, a diferencia
de lo que no dejan oír sus breves poemas, Pizarnik
profiere el feroz inventario mundano de la muerte y la
sangre que se vería correr cuando se mira “desde la
alcantarilla”. Ya no la sola, la pura rosa, sino más bien
un truculento aleph de atrocidades. A la vez, La
condesa... es un relato repleto de citas y referencias
librescas y en más de un idioma, especialmente en los
epígrafes que siguen a cada subtítulo: sin contar las
referencias menos explícitas, nos cruzamos allí con
Sartre, Daumal, Gombrowicz, Rimbaud, Baudelaire,
Milosz, Octavio Paz, Artaud, Sade.
Podría decirse, en este sentido, que –antes del final
póstumo de la obra, en que la historia y sus nombres, la
cultura y sus referencias inundan, elocuentes, la escritura
de Pizarnik– la intertextualidad que es posible leer entre
La última inocencia y El infierno musical, es literaria
(poética sobre todo) y predominantemente mítica. Sin
dudas no hay mundo realista, prosaico ni –menos–
actualista, pero hay un repertorio de referencias más o
menos mitológicas que pujan desde el interior de esa
pura “hipertrofia del sí misma”. La diosa Diana en el
128

título del poemario de 1962 y el juego con Hesíodo en


Los trabajos y las noches parecen las más evidentes.
Pero hay otras, por supuesto. Agrego apenas una:
“explicar con palabras de este mundo / que partió de mí
un barco llevándome” reza, completo, el poema “13” de
Árbol de Diana. La posibilidad de leer en el segundo
verso una figuración de la muerte como cruce del río
Aqueronte en el barco conducido por Caronte no es
decidible, menos un implícito estrictamente textual (no
hay una cita), pero sin dudas el poema se abre a esa
contingencia más o menos azarosa de la lectura cultural,
y –ni descartable ni estabilizada– la deja suspendida.
Es curioso, a la luz de estos y de otros casos, que haya
sido posible pensar las teorías de la “intertextualidad”
como teorías sin sujetos, en el marco de una crítica al
cientificismo, el formalismo, la deshistorización o el
althusserianismo de los años setenta. En efecto ¿cómo
pensar cualquier idea de intertextualidad sino como
teoría de la lectura? El episodio de lectura en clase que
narré antes –donde descubrimos a Borges en un poema
de Pizarnik–, no es otra cosa que una microcomunidad
imprevista y efímera de lectores que escriben o hablan
sus lecturas: un profesor y sus estudiantes conversan de
los textos que leen (cuya lectura rememoran) al leer
ciertos otros textos. Sin esos lectores, y sin esa Pizarnik a
quien tales lectores conjeturan lectora de Borges, no hay
intertextualidad. Para el caso, por supuesto, podemos
recurrir a otros textos disponibles que permiten hacerse
una idea parcial pero significativa de la biblioteca de
129

Pizarnik, de lo que releía o de los libros a los que volvía


su memoria más o menos obsesionada, según el caso: sus
prosas críticas y, sobre todo, sus Diarios están repletos
de nombres, citas, títulos, notas o comentarios de lectura.
Pero la contabilidad puede ser, por supuesto, engañosa o
distorsiva cuando hablamos de lectores y lecturas:
Borges (para no apartarnos del caso) es uno de los
escritores menos mencionados directamente por Pizarnik
en sus Diarios (comparado con las incontables
menciones de Proust, es apenas uno más entre tantísimos
otros). Para sopesar, entonces, la importancia intertextual
de Borges en la poesía de Pizarnik dependemos menos
de notaciones memorísticas o confesionales, que de
contingencias de lectura como la que –en el azar de las
conversaciones y las clases– protagonizamos aquella vez
con mis estudiantes.
Por supuesto, tal vez convenga abandonar de una vez
esa figuración crítica por tanto tiempo afortunada,
“intertextualidad”, y probar otras: por caso, bibliotecas
compartidas, a veces de modo parcialmente inadvertido.
Ya sabemos qué hay en Pizarnik del gótico y sus
bibliotecas europeas y argentinas, por la tenaz tarea
ensayística de María Negroni, entre sus principales
lectoras. Sabemos –pero ya con menos precisiones y de
modo algo general– que habrá también en su escritura
vestigios de Proust y de Beckett, por mencionar apenas
dos casos eminentes: sin dudas la empresa crítica de leer
no solo a Pizarnik sino en Pizarnik apenas está en sus
comienzos, como suele sucedernos con las escrituras
130

como la suya, las escrituras de máxima y prolongada


intensidad.
Creo que siempre llamó la atención que en 1962 y en
América Latina, una lírica como la de Pizarnik –a
primera vista tan ajena a los ajetreos de la historia y de la
violencia política– utilizara la expresión “visión del
mundo”, un tópico de uso intelectual, universitario y a la
vez político, pero sobre todo que usara a la vez, e
inmediatamente, la palabra “rebelión”.
Desde su relación con la guerra y con la lógica de la
guerrilla, con la sangre, con el exterminio de los
plebeyos indóciles, con las mitologías de la muerte y del
sacrificio, con las rebeliones de los subalternos y con los
varios y sucesivos avatares de la Revolución, la narrativa
argentina se despliega de tal modo que todo escrito que
no invente alguna variante del exceso violento, del
desborde o de la extremidad (en lo imaginario o en lo
verbal) se deja leer como una especie de anomalía de
continencia, decoro, discreción o sobriedad. La crítica
literaria y cultural del continente ha razonado desde hace
décadas esta cuestión, que podemos replantearnos en
términos de Alain Badiou: la literatura latinoamericana
es una espiral enmadejada e incesante de ejercicios
variados de “destrucción” en el interior (o en el
transcurso) de la cual siempre despunta, se insinúa o
parece a punto de (no) ocurrir un acontecimiento
sustractivo (es decir, poético). Esta hipótesis puede
utilizarse como herramienta de lectura de diferentes
textos y momentos de la literatura latinoamericana, sobre
131

todo si se piensa en esos dos polos del esquema como los


extremos de una oscilación. Nuestras literaturas juegan
las cartas del arte y la política afectada siempre por esos
modos compulsivos e insuprimibles del exceso violento
que exorbita porque persigue sustraérseles. Puede
hacerlo cuando imagina historias y espacios abiertos y
públicos, pero también a puertas cerradas, en la morada a
veces siniestra y siempre herida de lo secreto: en la
Argentina, desde El beso de la mujer araña hasta Beya.
Le viste la cara a dios de Gabriela Cabezón Cámara,
desde Cadáveres de Néstor Perlongher hasta La débil
mental de Ariana Harwicz, desde La furia de Silvina
Ocampo hasta Las primas de Aurora Venturini.
Pero, excepto por la selección de las firmas
precedentes, el planteo es aún demasiado general,
deslinda demasiado poco y es, así, todavía
peligrosamente impreciso. Porque sabemos hace tiempo
que no hay representación de la violencia –no hay
destrucción– que no sea representación de identidades
culturalmente impuestas y naturalizadas sobre las que se
ejerce algún poder: clase, raza, género, edad... ¿Cómo se
ubicaría alguien como Pizarnik en ese cuadro de
violencias y crímenes? Demos un breve desvío.
Ensañarse con el modo en que los varones de la literatura
argentina imaginaron mujeres, puede resultar como
ensañarse a puñetazos contra la cara de un moribundo,
pero es innegable que una tarea tal forma parte de la
crítica ideológica de la literatura, de su lectura como
documento de cultura. En Los gauchos judíos de Alberto
132

Gerchunoff (1911) ya estaba visto que los costos más


onerosos del “crisol de razas” –ese mito fundacional– los
pagaban las mujeres extranjeras: es cierto que los
muchachitos hebreos bajados de los barcos podían,
agauchados hasta el disfraz y el olvido de sí, casarse con
una criolla, pero la exogamia predominante es
asimétrica, mejor que las Rebecas blondas se rindan a los
morochones bravos, trabajadores y nativos (así lee
Leopoldo Leopoldo Lugones el libro). En una de las más
eficaces advertencias paranoicas al patriciado que
produjo la ficción argentina, Genaro, el personaje de
Cambaceres (En la sangre ,1887) se las había arreglado
para acelerar su imposible ascenso social embarazando,
violación mediante, a una criolla de familia bien. Manuel
Gálvez, cuyo narcisismo carecía de un sentido del pudor
que no faltaba del todo en sus pares, las prefería –como
en tantos tangos– vejadas y prostituidas para que
quedasen en situación de ser redimidas por el varón
putañero que pasaba por apóstol de la virtud: Nacha
Regules (1919), Historia de arrabal (1922). A la obrerita
de Borges, “Emma Zunz”, tampoco le quedaba otro
remedio que dar el mal paso, haciéndose desflorar por un
marinero “más bajo que ella y grosero” como condición
para poder matar al patrón sin pena judicial consecuente
y hacer justicia así a la memoria de otro varón, su padre,
“el muerto que motivaba el sacrificio”. La alternativa del
varón, sádica o masoquista según el caso, es matarlas,
sea para eternizarlas angélicas, sea para vengar el
despecho: desde la anémica vampirizada de “El
133

almohadón de plumas” o las bellezas reducidas a


espectros y hologramas de Horacio Quiroga (precedentes
de la Faustine de La invención de Morel de Bioy
Casares), hasta la Beatriz Viterbo de “El aleph”, llorada
pero bien muerta tras una vida de revolcarse con su
primo, un estúpido irredimible al que hay que
sospecharle envidiadas dotes amatorias.
En cambio, el linaje que podríamos originar en Silvina
Ocampo, tiene otro de sus promontorios irreductibles en
Pizarnik, que se complacía en jugar a las muñecas con la
muerte, consigo misma muerta, y que se fascinó,
aterrorizada, con la historia más o menos verídica de La
condesa sangrienta, el texto donde el gótico argentino
alcanza su colmo (cuestión esta muy desatendida por la
historia literaria). Josefina Ludmer descubrió entre las
ficciones escritas por varones, una genealogía de mujeres
que matan (“que matan hombres para ejercer una justicia
que está por encima del estado”).
En 1965, Pizarnik anticipó vertiginosamente una
crítica de las teorizaciones de género políticamente
correctas –las académicas– que se expandirían hacia los
90: reescribió en castellano la leyenda atroz de Erzsébet
Báthory, la mujer que mata mujeres mientras las
descarna, las tortura, se baña en su sangre o se la bebe,
por supuesto sin ningún propósito de justicia ni
venganza. La condesa es un personaje real y pre-estatal,
condenada ella por los tribunales premodernos de la
cristiandad: la suya es una historia de poder y de clases,
de la perversión del poder en su ejercicio extremo y
134

secreto, pero es antes que nada una historia para el arte y


para la turbación pulsional, no para la crítica de la
ideología (o sea, una historia para un Georges Bataille y
no tanto para, por decir, un Todorov). Así, mucho antes
de que el discurso de los saberes críticos o sociales se lo
imaginase, Pizarnik desbarató de modo irremediable pero
a la vez dejó intacta en su ardor imposible, la última
inocencia deseada.
Juan Gelman –el poeta argentino y ex guerrillero de
Montoneros, reconocido como una de las voces de la
“poesía coloquial”, “comunicante” o “conversacional” de
América Latina– incluyó en Hechos y relaciones un
texto donde se propone que “hagamos un mundo para
que alejandra se quede”. Evidentemente, fue compuesto
en ocasión de la muerte de Alejandra Pizarnik en 1972.
La autora de Las aventuras perdidas aparece mentada
allí por Gelman como “la obrera enamorada” y “la obrera
de la palabra”. Podría resultar curioso o casi
desconcertante, en ese contexto, advertir que Gelman
dijo mucho después que el libro de Pizarnik que más le
interesaba era La condesa sangrienta. Algunos meses
después de esa declaración de Gelman, Leónidas
Lamborghini –uno de los poetas experimentales y
políticos más radicalizados de su generación– afirmaba
que, “aunque haya altibajos”, la poesía de Pizarnik se
contaba entre las que de veras le interesaban: “Ahí creo
que hay un desgarramiento que no pasa por la lagrimita.
Como decía Nietszche, está escribiendo con su sangre”.
La apropiación de Pizarnik que hacen estos poetas
135

políticos subraya cómo algunos de sus textos –


precisamente los más sangrientos y, en un sentido casi
formalista o técnico, desgarrados– se reúnen con otras
escrituras latinoamericanas del corte, la sofocación de la
sintaxis y la perturbación de las formas dichas e
imaginadas, y subrayan así cierta sensibilidad de
confrontación violenta entre una voz poética morbosa y
las representaciones de la cultura. La lectura de los textos
finales o póstumos de Pizarnik intensifica esos
promontorios tonales en cuya composición procaz
proliferan los cuerpos y las voces de numerosos
discursos reescritos: el de una predecesora elegida, como
Penrose; y luego, restos de las hablas sociales y de la
política, vestigios de la historia, jirones y desechos del
canon literario, etc. Es cierto que el tono de los inéditos
póstumos (“Los perturbados entre lilas” y “La
bucanera...”) ya no es melancólico ni grave como en La
condesa..., sino grueso y mordaz, jocosamente grotesco,
cómicamente cruel, deslenguado y ligero. La condesa...
es un relato bien escrito, compuesto en un español
elevado; “La bucanera...”, en cambio, es bajo y
malhablado: “Lector, soy rigidísima en cuanto atañe a la
eti queta. Es el buen tono, precisamente, lo que me insta
a la precisión de un estado de profusa vague dad. Estas
razones, que obran a modo de palabras limi nares o de
introito a la vagina de Dios, tienen por finalidad abrir una
brecha en mi fúlgido ceremonial. Tal un nadador
lanzándose de cabeza y de culo en una piscina –con o sin
agua, poco importa esto que es cribo para la mierda”.
136

Dos tonos diversos, por momentos opuestos. Sin


embargo, en lo que va de la reedición de La condesa... en
1971 a “La bucanera...” hay, creo, un paso que permite
verlos como dos modos contiguos o alternados del
trance: el paso de la sangre subterránea (silenciosa) al
grito desaforado, al grito ya no enmudecido. Y ese paso
estaba figurado desde 1966, en la primera y en la última
página de La condesa sangrienta, como equivalencia
entre silencio y gritos:
“Un conocido filósofo incluye los gritos en la
categoría del silencio. Gritos, jadeos, imprecaciones,
forman una ‘sustancia silenciosa’. La de este subsuelo
[se refiere a la sala de torturas de la condesa] es maléfica.
Sentada en su trono, la condesa mira torturar y oye gritar.
[...]... un silencio constelado de gritos en donde todo es la
imagen de una belleza inaceptable.”
Entonces: sangre. La escritura de Pizarnik como
sangrado y desangrarse del aquel yo que soñaba
“explicar con palabras de este mundo” la condición
escindida e inconsistente de la subjetividad. La
“alcantarilla” desde donde quiere mirar el mundo la
endechadora miniaturista y diminutiva de Árbol de
Diana es ya –como propuso María Negroni– la boca de
la cloaca de Hilda la polígrafa. El único camino franco
para la poesía moderna está en el crimen, que es siempre
el asesinato de la civilización y la puesta en
contemplación de su cadáver, el yo: la cultura, que se ha
hecho pasar por naturaleza, muerta. Para quien se tome
en serio el camino que Pizarnik había sospechado entre
137

Hölderlin y Artaud, y que trazó su tramo final y decisivo


tras la reescritura de La condesa..., no hay margen para
que la poesía cultive otro género pictórico que la
naturaleza muerta.
“He dado el salto de mí al alba / he dejado mi cuerpo
junto a la luz / y he cantado la tristeza de lo que nace”,
escribía Pizarnik al comienzo de Árbol de Diana:
figuraciones de una primera persona del singular
fracturada de modo irremediable entre pasado y presente,
entre una orilla y otra, entre luz y sombra, vida y muerte.
En Pizarnik se nace, como las muñecas, muerta, nace no
más que el cadáver, que tarde o temprano apesta. No
queda sino fijar, congelar sobre él la mirada, hasta la
autoconsunción; “hasta pulverizarse los ojos” y clausurar
la poesía, es decir el futuro del Sujeto: los restos de “yo”
van a parar al fondo, la tumba, el pozo, o quedan
emparedados en los cimientos del castillo gótico.
Prestando atención a esto, María Negroni piensa la
poética de Pizarnik como “un baluarte contra la escena
iluminada de la Historia”; y anota que los textos de
sombra de Pizarnik son “como el castillo gótico a la
sociedad burguesa: una pedrada contra toda imagen
edificante del ser humano”. La apuesta de Pizarnik, ese
autoirónico “ir nada más que hasta el fondo”, consistió
en tomarse del todo en serio el desafío de la poesía
moderna, la que va –digamos– de los románticos a las
vanguardias, hasta desmentir cualquier ilusión de efecto
constructivo o bienpensante que pudiese atribuirse al
impulso corrosivo de esas políticas de la literatura: “poco
138

importa esto que es cribo para la mierda”. He ahí una


indocilidad maximalista: esta, la que yace muerta aquí
por el crimen de la escritura de Pizarnik, es la ilusión
modernista de la poesía del porvenir, esa misma que la
propia Pizarnik persiguió con rigor denodado mientras la
declaraba imposible en libros como Árbol de Diana y
Los trabajos y las noches. Con los sueños del poeta
moderno no es posible hacer nada más que asesinarlos,
parece suponer esta poesía (o más bien inscribir sus actas
de defunción). La tradición de la gran poesía francesa
moderna que Pizarnik veneraba queda sobreseída: ya no
hay vida que cambiar, ni purificación posible de las
palabras de tribu alguna. Así, la voz–niña que juega con
ese cadáver, puede pasar del anhelo extático pero
contenido y lacónico –el poema brevísimo–, donde la
Muerta es tratada como una muñeca de cuento de hadas,
a la “euforia soez”, dice Dobry, del descontrol sexual y
escatológico en las prosas del final: esas dos formas se
extreman en su diferencia pero solo para fracasar en más
de un modo, para fracasar otra vez, y otra, y otra, e
impedir la distracción, “hasta pulverizarse los ojos”.
Pizarnik ha acatado así, del modo menos servil, es
decir más extremista, el mandato de la vanguardia,
infectando de una sospecha insuprimible el mismo sueño
luminoso que perseguía su obra más visible. Tras ese
sacrificio, lo que persiste de la belleza, de la rosa, es no
más que una vívida interpelación de ultratumba, de la
lengua de una muerta, de una lengua (de) muerta. El
remate de La condesa sangrienta es esta frase: “la
139

libertad absoluta de la criatura humana es horrible”. La


libertad absoluta de esto que la Historia y la Lengua han
querido hacer de nosotros, y de lo que no quieren
dejarnos escapar sino en la tumba, es horrible.
140

La revolución es un sueño eterno

Toda poesía es hostil al capitalismo


Juan Gelman

En el final de “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, el cuento


de Borges, se dibuja para los dilemas de la cultura
argentina un recurso decadentista: mientras la
imaginación verbal laboriosa de una secta de
conspiradores modifica la vida a su gusto –como una
máquina de narrar el futuro real hasta producirlo, diría
Piglia–, el escritor culto no hace caso y se empecina en
traducir a la lengua muerta de Quevedo un tenebroso y
más o menos olvidado ensayo necrófilo, “El entierro de
la urna” del caballeroso Sir Thomas Browne. Más que
subrayadas están las marcas de cierta mordacidad
autocrítica en esa variante arteporelartista o
torremarfilesca de la elegancia y del terror letrado, que
sin embrago no impiden al escritor dejar que despunte
una fascinación casi reivindicada: negación de la
sociabilidad, puro gasto en el ejercicio gratuito y
redundante de una labor sin interés. Algo así como una
forma consolatoria o ilusa de resistencia conservadora
por vía del anacronismo ilustrado y de una guarda
amorosa de las fuentes con las que ya a casi nadie le
interesa meterse.
Pero entonces ¿es para tanto? ¿Cuán hostil al
capitalismo es la literatura? “Lo que quise decir es que la
141

poesía es hostil a una vida de mierda”, me dijo Gelman


en 1992 cuando le pregunté por ese verso. Esa confianza
en las lenguas contra natura tendría otras variantes
menos pensadas y otros legatarios inesperados. En una
década que comenzó en 1995, los HIJOS de los
desaparecidos no solo refritaron los relatos del amor y de
la guerra de los días del banquete de los setenta (cierta
repetición ritual de las épicas sencillistas, sentimentales y
protestatarias de la revolución: Galeano, Benedetti,
Violeta Parra, Viglietti, Víctor Jara...); también, casi
siempre sin notarlo, ejercieron el escándalo
psicoanalítico de alterar en sus “memorias” la gramática
de las personas, en una confusión de parentescos ubicada
más acá del tabú del incesto, es decir, de la cultura, y
confundiendo los lugares retóricos de la culpa. Somos los
padres de nuestros padres (así como las Madres
proponían “nuestros hijos nos parieron”). La sintaxis
entrecortada de los poemas de Gelman (Carta abierta,
citas y comentarios, Carta a mi madre) capturó y
expandió esa sensibilidad desalineada y disonante; en
otros registros pero con efectos del mismo tenor supo
hacerlo también la lengua glotona de Néstor Perlongher.
Aun muy distantes de allí, algunos relatos de Juan José
Saer (tal vez el mejor novelista político de la literatura
argentina contemporánea junto con Puig) se apropiaban
de los géneros de la conversación para hacer de las
ficciones argentinas el lugar de una desidentificación sin
retorno que sabía donar, sin embargo, el azar de un
encuentro feliz y fugaz con formas inusitadas de la
142

experiencia (y en ese punto –solo en ese pero nada


menos– los efectos de su lectura se parecen a los del
sentimentalismo disparatado y elegante de la prosa
narrativa de César Aira). No por tales, podría decirse,
esos consuelos tan minoritarios dejan de efectuar ciertas
turbaciones.
“El mundo será Tlön. Yo no hago caso, yo sigo
revisando en los quietos días del hotel de Adrogué una
indecisa traducción quevediana (que no pienso dar a la
imprenta) del Urn Burial de Browne”. En el gerundio, en
el tiempo detenido, en la indecisión de ese juego solitario
y en su sustracción secreta al mercado y a la utilidad, se
puede leer no solo un avisado sarcasmo autocompasivo
hacia el letrado ya arqueológico, sino también una crítica
literaria de las políticas de todos los ajustes.
¿El mundo será Tlön? Vaya a saberse. Desde que
internet comenzó a hacernos sentir que es capaz de
tomarlo todo, hemos pasado varias veces –y en versiones
y perversiones incontables– por tantísimos puntos
intermedios entre la fascinación celebratoria más o
menos boba y el anatema apocalíptico. Es obvio que las
tretas de la resistencia y los apetitos emancipatorios van
por lo mismo de siempre pero son otros. Las inequidades
culturales han cambiado de modo drástico y a gran
escala, pero las inequidades urgentes –las más
descomunales y escandalosas, las que van matando a
millones– no son inequidades culturales.
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