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LUCES DE

MERCURIO
ROLDO
CONCURSO HA
CONTI 2015

N U E VA S N A R R AT I VA S
LUCES DE
MERCURIO
ROLD O
CONCURSO HA
CONTI 2015
LUCES DE
MERCURIO
ROLD O
CONCURSO HA
CONTI 2015
Luces de mercurio : Concurso Haroldo Conti 2015 / Marina Berri ... [et al.]. - 1a ed.
La Plata : Ediciones Bonaerenses, 2021.
140 p. ; 20 x 14 cm. - (Nuevas narrativas / 3)

ISBN 978-987-47647-8-2

1. Literatura. 2. Antología de Cuentos. 3. Narrativa Argentina. I. Berri, Marina.


CDD A863

Gobierno de la Provincia de Buenos Aires


Calle 6 e/ 51 y 53, La Plata (1900), Buenos Aires, Argentina

© Ediciones Bonaerenses
2021

Dirección general: Federico Thea


Dirección editorial: Guillermo Korn
Coordinación general: Agustín Arzac
Edición: Joaquín Conde, Oliverio Coelho
Corrección: María Laura Ramos Luchet ti
Diseño de colecciones: Ezequiel Cafaro
Diseño: Federico Gianni
Ilustración: Lucas Lasnier
1a edición, noviembre de 2021
2021, Ediciones Bonaerenses, Gobierno de la Pcia. de Buenos Aires
Todos los derechos sobre esta obra fueron cedidos para la presente edición

Hecho el depósito que marca la ley 11.723


Impreso en Argentina

Licenciado bajo Creative Commons


Atribución - No comercial - Compartir obras derivadas igual
Nota editorial

A mediados de la década del noventa, surgió una convocatoria


para que jóvenes autores pudieran presentar y publicar sus cuentos.
El Concurso Haroldo Conti se pensó para escritores bonaerenses y,
como es el caso de la presente edición, del ámbito nacional. Dar cauce
a nuevas voces y generar espacios para que surjan otras propuestas
estético-narrativas motivó que, en 2020, el Gobierno de la Provincia
de Buenos Aires retomara este certamen que se había discontinuado
durante cuatro años.
Un concurso destinado a jóvenes genera la oportunidad para las
primeras ediciones y sitúa mojones en carreras que luego tendrán
distintas derivas. De las diferentes ediciones del Concurso Haroldo
Conti participaron autores que no solo publican actualmente, sino
que varios tienen lugares relevantes en el campo literario. Hay quie-
nes seguirán en este oficio, y quienes no, pero la publicación de los
cuentos elegidos configura un mapa muy interesante de lo que se
está creando en cada momento.
El jurado de la octava edición, realizada a mediados de 2015,
estuvo integrado por Sandra Cornejo, Carlos Ríos y Juan Bautista
Duizeide, quienes eligieron “Proyecto Gogol”, de Marina Berri (pri-
mer premio), “Un camión de sandías”, de Hernán Crego Bonhomme
(segundo premio) y “Fuerza mayor”, de Lila Ruth Navarro (tercer
premio) como cuentos ganadores, y otorgaron once menciones de
honor. La transición y traspaso de gestión en el cambio de gobierno

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interrumpió el proceso de edición del libro que ahora, a través de Edi-
ciones Bonaerenses, llega a manos de los lectores.
Luces de mercurio congrega estos relatos que apuntan, como
decía por entonces Carlos Ríos, a renovar poéticamente la tradición
cuentística argentina, por sus modos de inducir o sugerir historias,
gestos y repertorios del imaginario social desde sus voces podero-
sas, sus temáticas sorprendentes y sus cartografías. Aires frescos
y texturas nuevas, para seguir pensando la literatura desde y en la
provincia de Buenos Aires.

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La fuerza mayor
L il a Ru th Nava r ro

El agua estaba entrando en su cuarto.


Una lengua de vaca, otra serpiente,
avanzaba explorando el piso.
Enrique Wernicke, El agua

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El viernes Urbina se despierta transpirado, con la sensación de
no haber dormido nada. Toda la noche lo molestó el zumbido de un
mosquito en la negrura de la pieza, el zumbido y las picaduras en la
piel de la cara y de los brazos. Ahora, a la luz, Urbina lo ve: hinchado a
reventar, quieto en la pared blanca. Lo ve y lo aplasta de un manotazo
rápido. Se limpia la mano en la camiseta y camina descalzo hasta la
cocina. ¿Desde cuándo hay mosquitos en abril?, piensa, y pone la pava
en la hornalla. Pela una mandarina, que se va metiendo en la boca de
a dos gajos por vez, y otra, hasta que la pava empieza a silbar. Escupe
las semillas y saca la pava del fuego. La radio apagada, ese vacío, le
hace acordar a Marta. Mientras vuelca la yerba usada en la bolsa
abierta de la basura se pregunta dónde estará. Es mucho tiempo sin
saber nada de ella.
Afuera sigue todo igual. Hace dos días que llueve. Con las botas
y el impermeable sale a la lluvia espesa, pareciera que todo el aire,
cada partícula, estuviera cargada de agua. Nadie sabe de dónde vie-
ne tanta, y la tierra hace rato que no puede absorber más. Urbina
atraviesa los charcos, que de tantos parecen uno solo, y se acerca al
galponcito que está a unos metros de la casa. El agua se filtró por el
techo y el cajón de madera donde están los chanchos es un piletón.
Los nota inquietos: dan vueltas, se revuelcan, chillan. Se fija en el
rosado y en el de la mancha negra en el lomo, son esos los que piensa

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llevar al cumpleaños de la chica de Restivo. Tiene que quedar bien.
No se olvida de que fue Restivo el que le ganó el juicio a la curtiembre,
de que gracias a él se pudo comprar el terreno y levantar de a poco
esa casa. Alguna vez me va a hacer un favor usted, Urbina, y vamos
a quedar a mano, le dijo ese día a la salida del juzgado, y le palmeó
la espalda.
Los animales lo miran y chillan más fuerte. Una vez escuchó
que son inteligentes los chanchos. Que alcanzan la inteligencia de
un nene de tres años. Urbina agarra una pala y afloja uno de los lis-
tones de madera que forman el chiquero, para que el agua estancada
se escurra hacia afuera. Los chanchos se asustan y se amontonan en
la otra punta. La madera se afloja y algo del agua que estaba adentro
sale, pero no alcanza.
Del corral chico, el que antes era de las gallinas, le llega un gru-
ñido. La hembra, preñada, inmensa, está echada de costado en un
rincón seco, le cuesta respirar. Urbina le pasa la mano por la panza
(por el tamaño no deben ser más de siete crías esta vez, con suer-
te, ocho) y le pide que aguante un poco, unos días más. Sabe que le
pide mucho, pero también que es la última. Una camada más, para
empezar el año tranquilo. De vuelta a la casa ve pasar por la calle a
los hijos de Vargas. Los dos debajo del mismo paraguas, los dos con
botas de lluvia y delantal, caminando hasta la parada del colectivo.
Urbina mira de nuevo hacia arriba, hacia el cielo blanco, pero el agua
lo obliga a cerrar los ojos.

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Hace meses que el vestido está colgado en el placar, cubierto por
una funda de plástico negro. Adriana lo descubre por debajo para to-
car el encaje, las perlas que la modista bordó en cada una de las flores
para que brillen y salgan mejor en las fotos (si sigue lloviendo, quién
sabe dónde van a hacer las fotos, si toda la gracia del lugar de la fiesta
es la galería de atrás, con la baranda de madera que da al arroyo, y el
jardín delantero que se une con el parque municipal).
—¿Qué pensás?

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Adriana se sobresalta. Detrás de ella está Enrique, con una taza
de café en la mano. Ella se vuelve hacia el placar y suelta la funda, que
cubre de nuevo el vestido.
—Nada. Que si esto sigue así, mañana la fiesta va a ser un barrial.
Enrique mira hacia fuera. El agua sigue cayendo, pareja, sobre
la calle.
—¿Dicen algo en la radio? ¿Va a parar?
Enrique se encoge de hombros.
—Nadie dice nada.
Adriana se incorpora y, a pesar del calor, se pone el déshabillé de
mangas largas encima del camisón.
—¿Me dejás el auto? Tengo que ir al centro. Hay que ir a pagar los
souvenirs, y tengo que comprar medias. ¿Vos necesitás algo?
—Talco. Para los pies.
—¿Algo más?
Enrique niega y avanza detrás de ella hasta la cocina, donde Mi-
caela mira fijo una taza de té, los codos apoyados en la mesa y las
manos sosteniéndole la cara. Adriana se acerca a ella y le da un beso
en el pelo.
—Va a parar, no te preocupes —le dice, y escribe “talco Enrique”
con letra prolija en la lista que está sobre la mesada.
—¿Cómo sabés? —pregunta Micaela.
—Porque sé. Va a parar y vas a tener una fiesta hermosa, vas a ver.
Adriana se fija si el café sigue caliente y se sirve una taza.
—Y si no para, también —agrega Enrique.
Micaela se vuelve hacia él, los ojos llenos de odio.
—No entendés —dice.
Ella también piensa que si sigue lloviendo la fiesta va a ser un fra-
caso, que si se tienen que quedar toda la noche adentro se van a morir
de calor y que los chicos de cuarto y quinto van a preferir colarse en
la fiesta de Guillermina Lousteau, en la Rural, en vez de empaparse
para entrar a la de ella por el lado del parque.
Adriana y Enrique la miran resoplar, arrastrar la silla con los pies
y alejarse, encorvada, como si cargara una mochila.

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—Caminá derecha —alcanza a decirle Adriana antes de que Mi-
caela desaparezca detrás de la puerta del living.
—Yo lo único que entiendo es que la jodita me sale una fortuna,
así que más le vale que vaya cambiando la cara.
Adriana toma un sorbo de café y hace un gesto de asco.
—Esto está helado —dice—. ¿Me dejás el auto entonces?

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La crecida empieza de noche, tarde, a una hora en la que todos
parecen haberse acostumbrado a la lluvia y nadie piensa en la franja
de agua que divide la ciudad en dos, a una hora en la que en realidad
nadie piensa en nada. La oscuridad esconde el agua que engorda,
infinita, que se vuelca, se arremolina y crece hacia arriba, hacia los
costados, hacia donde sea que le dejen lugar las orillas que de tanta
correntada se desgarran y se van disolviendo en el agua cada vez más
oscura y más densa. Los peces, revolcados, revueltos, se dejan llevar
sin resistencia, sin saber cómo es que el agua corre tan distinta, por
qué avanza así, alienada, oculta.
El sábado amanece sin lluvia, una tregua, pero el cielo sigue de-
masiado cerca, como avisando que ahí, justo abajo, en los desagües
y las alcantarillas, el agua es un torrente.
Tal vez porque esa noche no hubo mosquitos, Urbina está de
buen humor. Más temprano tomó mate y afiló el cuchillo largo con
el que ahora, agachado en el barro, desangra el segundo lechón de la
única forma que sabe hacerlo, lento, tratando de afirmarse sobre el
animal, de aguantar los aullidos y las sacudidas a medida que se van
haciendo más leves. En un momento levanta la vista y ve a Vargas
que está bajando algo, una garrafa, de la camioneta.
—Parece que escampó nomás —le grita, y señala el cielo con la
cabeza. La voz atraviesa el aire todavía húmedo del baldío.
—Gracias a Dios —contesta Vargas, y los dos a la vez, como si
se hubieran puesto de acuerdo, levantan la mano en señal de saludo.
El lechón está inmóvil, pero Urbina todavía sostiene el cuchillo
unos segundos más. Después le pasa un trapo mojado al tablón y

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busca con la vista dónde desocupar el balde, antes de que lo huelan los
perros. Adentro, en la pileta de la cocina, se lava la sangre que le quedó
en las manos. La canilla hace un ruido extraño, una tos, y suelta un
chorro de agua turbia y una hoja de árbol. Urbina la cierra y la vuelve
a abrir. Salen otras dos hojas amarillas juntas, como un tapón, y des-
pués otra vez el agua limpia. Va a tener que revisar las cañerías. Va a
tener que poner un nylon en el techo del galponcito para que no pase
más agua. Y va a tener que limpiar esa casa, que parece una tapera.
En la pieza, Urbina arranca de un tirón las sábanas de la cama
y las hace a un lado. Las sábanas limpias que están guardadas en
el estante parecen húmedas (todo parece húmedo esos días) y es-
tán planchadas. Marta. Son lujos, le dijo ella una vez: las sábanas
planchadas, el agua caliente para bañarse. Él nunca lo había pensado
así. No tiene sentido planchar lo que va a volver a arrugarse, le dijo,
y ella le contestó que si era así, para qué se bañaba si se iba a volver a
ensuciar. Urbina pone la sábana de arriba como le enseñó ella, con el
dibujo para abajo, para que en el borde, arriba de la frazada, se vean
las rayas de color, y se queda mirando la cama tendida, limpia, la ten-
tación de la siesta. En el club lo esperan recién cinco y media, Restivo
dijo que a esa hora ya va a estar todo listo y a él le parece bien, siempre
es mejor trabajar con tiempo.

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Micaela está sentada frente al espejo de la peluquería con la ca-
beza envuelta en una toalla.
—¿Y? ¿Qué hacemos, preciosa?
La peluquera se llama Bet ty y tiene un lunar enorme en el ante-
brazo, como un parche de cuero con algunos pelos que Micaela trata
de no mirar, pero los ojos se le desvían y Bet ty se da cuenta.
—Quiero unos reflejos rubios, así —dice Micaela, y señala la foto
de una revista.
—Ya te dije que no, sos muy chica —interviene Adriana, más le-
jos, el pelo embadurnado en una pasta blanca, casi celeste—. Hacele
un brushing nomás, Bet ty —agrega, y vuelve a cerrar los ojos.

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Bet ty busca el cepillo redondo y el secador. Una señora muy flaca,
sentada al lado de Micaela, se inclina hacia ella para decirle que si se
lo lava seguido con manzanilla y limón el pelo se aclara. Micaela son-
ríe apenas. No sabe qué contestar. La señora se vuelve hacia donde
está Adriana y le comenta que en su campo en Chillar llovió más de
cien milímetros, una barbaridad. Micaela se queda mirando su pro-
pia imagen en el espejo y el sonido del secador le tapa la conversación
que empieza detrás de ella. Ve las bocas moviéndose, los gestos de la
señora y de Bet ty, que cada tanto se da vuelta para hablar y no ve que
el aire caliente le está dando en la cara y no en el pelo.
Micaela, ensordecida, solo puede pensar en la fiesta, en las pocas
horas que faltan para la fiesta, en el vestido que se prueba todas las
noches cuando los padres están acostados, en el anillo que compra-
ron en La Plata para poner en la torta con las cintitas, en que ojalá
que Juan se anime a sacarla a bailar el vals. Cuando Bet ty apaga el
secador, el pelo de Micaela está lacio y Adriana, detrás de ella, le dice
que quedó divina.
Se escucha un trueno y, como por instinto, todas miran hacia la
vidriera, afuera. Está lloviendo otra vez.

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Un sonido ambiguo, mezcla de golpe y chapoteo, hace que en el
escenario del sueño aparezca una bañadera con una mujer adentro,
jugando con unos cubos de plástico. La mujer está de espaldas y sus
movimientos son lentos, irreales. Es la repetición de ese mismo so-
nido (el chlac de un objeto al sumergirse) lo que activa una alarma en
la cabeza de Urbina, lo que lo hace sentarse en un solo movimiento y
darse cuenta de que la cama es una isla. Una alpargata blanca flota
en dirección al pasillo. Urbina se demora unos segundos en entender
que no está soñando, que el agua está adentro de la casa. Se baja de
la cama y se para en el agua fría, que le llega casi hasta las rodillas y
empieza a empapar el colchón. Tiene que hacer fuerza para caminar,
para hacer avanzar las piernas, y el corazón le late rápido porque no

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entiende, lo que ve le parece imposible, y sin embargo el agua está ahí,
haciendo ondas, porque no terminó de entrar todavía.

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Tocan timbre. Micaela camina con los dedos de las manos bien
separados para que no se le arruine el esmalte rosa que le pusieron en
la peluquería. Abre la puerta y piensa que el hombre de boina viene a
traer algo para la fiesta, pero no.
—Doctor Restivo, se viene el agua —le dice el hombre a Enrique,
al verlo aparecer detrás de la hija.
Los dos hombres trotan bajo la lluvia hasta la avenida, donde
hay mucha gente mirando lo mismo. La avenida está mojada, pero
se distingue el asfalto, como en cualquier lluvia. En cambio, cinco
cuadras más adentro y hasta donde alcanza la vista es todo agua,
parece un espejismo.
—¿Pero cómo? —dice Enrique y mira sin poder creerlo.
—Vea allá cómo viene. Parece que la zona del balneario ya se
inundó.
Unos minutos más tarde, Micaela y Adriana lo ven entrar con los
zapatos mojados y la cara descompuesta.
—¿Qué pasa? —dicen las dos al unísono, y Enrique las ve, por
primera vez, idénticas.
—Se desbordó el arroyo —dice—, hay calles inundadas.
Adriana pregunta dónde, qué calles.
—Dicen que de Falucho para el lado del balneario está todo
tapado.
—¿Pero cómo? ¿Tapado cómo?
—La gente está levantando los muebles. Por las dudas.
—¿Qué gente? —pregunta Micaela.
Adriana se lleva una mano a la boca.
—No entiendo, ¿qué gente, papá? —repite Micaela, y la voz le sale
más aguda que lo normal.
—¿Qué hacemos? —dice Adriana después de un silencio.

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Enrique se saca los anteojos y los limpia con la punta de la
camisa.
—Por ahora, nada. Supongo que hasta acá no va a llegar.

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Urbina calcula que en la cocina, donde está el desnivel, el agua
debe estar más alta todavía y sí, cuando llega ve que el agua abrió
las alacenas y dejó escapar ollas, sartenes y táperes, que se mueven
libres de acá para allá, como si bailaran entre palos de yerba y cás-
caras de fruta. Otra vez oye el chapoteo y ahora lo ve, lo que pierde
el equilibrio y cae y se hunde en el agua marrón es la lámpara de pie
que trajo Marta, y que a Urbina siempre le pareció tan ridícula, una
lámpara de leer en una casa sin libros. La pantalla de la lámpara se
desprende y queda flotando como una boya. Urbina, que no sabe qué
hacer primero, la levanta y busca dónde apoyarla: mira arriba de la
heladera, pero enseguida se da cuenta de que es más importante
la heladera que la lámpara, entonces la desenchufa y se olvida de la
pantalla, que vuelve a flotar en el agua. La boca se le llena de saliva
fría. Por la ventana ve que todo su terreno está cubierto de agua. Del
lado del vecino, lo mismo, todo inundado. Los dos chicos de Vargas
están arrodillados en el techo, tratando de agarrar a cuatro manos el
colchón que desde abajo les trata de alcanzar el padre. Les hace una
seña, pero no lo ven. Tampoco lo escuchan. Por un instante, Urbina
siente algo parecido al alivio al darse cuenta de que en ese momento
todos están igual, que ese desastre no le toca a él solo. Pero es efí-
mero. Gira sobre sí mismo tratando de ordenarse, de decidir qué es
lo más urgente, qué se hace con una cosa así. Es como un vértigo lo
que siente en el cuerpo y el agua sigue subiendo, no lo va a esperar. Si
alguien le hubiera avisado. Si por lo menos Vargas le hubiera avisado.

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En la oficina del club, el teléfono suena sin parar, pero el encar-
gado está afuera, intentando remontar hacia la orilla del arroyo tres
botes de madera que se chocan entre sí y que se están despedazando

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con la violencia del agua. Al final una de las amarras cede y al bote se
lo traga la corriente. En ese momento Urbina se acuerda de los chan-
chos: si el agua desbordó el cajón, los animales deben estar nadando,
si es que pueden, pero la hembra preñada no, lo más seguro es que en
ese mismo momento la hembra esté ahogándose. Adriana golpea la
puerta del escritorio de Enrique y entra sin esperar respuesta.
—Micaela quiere saber qué pasa con la fiesta, si se hace igual
—anuncia.
Enrique corta y mira la hora en su reloj. Las cinco de la tarde.
—No puedo ubicar a nadie en el club. No sé dónde está la gente.
—Le dije que a lo mejor podemos hacerlo otro día —dice Adria-
na—, más adelante.
Se queda mirándolo, pero Enrique no contesta. Vuelve a levantar
el tubo y a marcar el mismo número que sabe que nadie va a atender.
Urbina abre la puerta, que es también un dique, y una masa de agua
entra a la casa con una ola. La deja abierta y sale, todavía descalzo,
pisando solo con los talones. Afuera hay viento, la lluvia apunta di-
recto hacia él (¿dónde estará Marta?, se pregunta), el agua le llega ya
a la mitad de los muslos y arrastra ramas, pedazos de alambrado,
un perro que ladra sin parar porque no puede hacer otra cosa. Urbina
inclina el cuerpo hacia adelante y estira los brazos hacia el galponcito,
como si así pudiera llegar más rápido, así alcanzar la puerta, sacar
la tranca, liberar los animales, la hembra, el corazón acelerado y las
piernas entumecidas, se esfuerza por oír, pero no oye nada detrás de
la lluvia, entonces súbitamente entiende que no tiene sentido llegar, y
en vez de seguir avanzando se abraza a un árbol para que la corriente
no lo lleve a él también. Desde donde está mira la casa y ve cómo el
agua alcanza el tablón, lo desprende de los caballetes y se lleva lejos
los lechones carneados y limpios, como una balsa enloquecida que se
aleja en dirección al centro.

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Un camión de sandías
Hernán Crego Bonhomme

—Claro, suba nomás, chamigo, yo lo alcanzo.


Esa noche, durante la cena, don Demetrio le había contado histo-
rias de los esteros donde vivían, historias conocidas que ya no asus-
taban al muchacho, conocedor del agua y avezado en el uso de las
armas de caza. Otra vez este bolazo de la Salamanca, pensaba sin
nunca decirlo. Miraba hablar a su padre mientras comía, ilumina-
do por las llamas. Mi tío Damián, contaba el viejo, desapareció en
el monte por causa de la Salamanca; cuentan que una música muy
hermosa le anegó el alma y se lo llevó para adentro; nunca más volvió,
dicen que todavía ha de seguir dando vueltas perdido por ahí. Más
bien lo pescó un yacaré, pensó el muchacho, o una de esas boas come-
hombres. Dicen que hay que meter la cabeza en el agua para alejarla,
seguía el viejo, porque la música no se queda en donde no hay oídos
para meterse, muchacho.
—¿Así que usté es de Tala? —dijo Gabriel mientras ponía en mar-
cha el camión cargado de sandías—. Lindo pueblito, gente buena.
—Ajá, ¿y usté, de capital nomás?
—¡Qué viá ser! Yo soy de Mburucuyá, bien de adentro.
Todavía ardían las brasas cuando don Demetrio y el muchacho
salieron en la canoa. Era noche cerrada, pero cerca del rancho no
necesitaban linternas para orientarse, más vale aguantar las pilas
para cuando hicieran falta. El muchacho remaba tranquilo, sentía
el golpe suave en la superficie, la proa cortando el agua. Sin volverse,

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sintió saltar un pez a su derecha, uno grande. Oía el rumor de la selva,
las aves nocturnas, el batir de alas entre el ramaje. El viejo, desde la
proa, miraba en silencio. Las estrellas iban asomando de a poco. No
necesitaba guiar al muchacho. Ambos conocían las islas y se tenían
confianza el uno al otro. Habían cazado juntos desde que el mucha-
cho perdió a su madre y se lo llevó para el rancho. Ocho, diez, ¿cuántos
años habían pasado? Lo vio mientras remaba: tranquilo, pero firme.
El aire fresco. Era un buen hijo.
—No deje de ir la próxima vez que vuelva a Corrientes —continuó
Gabriel—. Bien en el centro, puro estero. Ahí no hay nada, poca gente,
chamigo, pero lindo, lindo. Solo los domingos aparece la gente. Va a
ver cómo en un pueblito donde no hay nadie, de a poco empiezan a
llegar de todos lados. Llegan los “menchos” del medio del monte, los
pescadores, lleno, lleno se pone. Y a la tardecita se arma la chamame-
ceada. Usté viera qué lindo lo bailan porái, es una cosa hermosa. La
llevan a la guaina hasta el piso casi, y después la levantan suavecito
como si nada. Es una cosa hermosa.
—Mbucuruyá.
—No, Mburucuyá.
—¡Pucha, qué lástima que me marcho! Voy a tener que volver en-
tonces. ¿Y usté hace cuánto que anda en el camión?
Ocho años, pensó el viejo. Cómo se ha criado este gurí. Se pre-
guntaba qué sería de su vida cuando él no estuviera. El cielo se había
limpiado y las estrellas permitían ver más claramente las bocas de
los arroyos por donde debían entrar. Y al llegar a un claro pantanoso
donde las plantas acuáticas eran tantas que fue inútil seguir reman-
do, el viejo empezó a silbar: así llamaba a los carpinchos. Siempre
en silencio, el muchacho dejó los remos, tomó el rifle y se afirmó al
borde de la canoa. Miraba las sombras intentando percibir el primer
movimiento, aunque tampoco había que descuidarse de alguna ser-
piente que se trepara por las plantas acuáticas, o de algún yacaré que
estuviera esperando el momento justo para arrancarle el brazo a uno.
—Mi tata era isleño, y yo viví con él hasta que murió. Comíamos
lo que cazábamos y con los cueros nos alcanzaba para los vicios y

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alguna otra cosa —dijo Gabriel mientras bajaba la velocidad para
cruzar por la policía caminera—. También supimos vender miel, pá-
jaros, leña. Son cosas con las que se las rebusca la gente del monte.
—Detuvo completamente la marcha y conversó familiarmente con
los policías. Iba seguido por ese camino.
Un chapoteo en la oscuridad. El viejo apuntó la linterna: por la
superficie enmarañada del agua flotaban unas cabezas. Ahora tam-
bién ellas silbaban. El viejo aún no tomaba el rifle, quería tenerlos
más cerca. Súbitamente dejó de silbar, no te muevas, muchacho. Y
tomó el rifle.
—Y así que cuando su padre murió se vino para Corrientes.
—Ajá. Quise seguir en las islas, pero no pude, con lo que había pa-
sado, usté me entiende. Así que me vine para Goya, a lo de unas tías, y
ahí nomás me subí al camión, del que hasta el día de hoy no he bajado.
—¿Y cómo murió su padre?
Algo cayó al agua, como un tronco desde un barranco. Los carpin-
chos callaron. Nada más se movió. Luego un enorme animal surgió
de abajo del agua y comenzó a dar gritos de muerte mientras nadaba
en dirección a la canoa. El viejo tomó el rifle apresuradamente, no
dejes de alumbrarlo, Gabriel, que no le quitara el ojo de encima, daba
gritos, ¡alumbrá! El animal subió a un islote y se paró como para que
le tomaran una foto, mostrando su enorme tamaño, su ardiente mi-
rada, sus colmillos como guadañas. ¡Añamenbui! Ambos recularon
haciendo trastabillar la embarcación, ¡linterna, Gabriel! El enorme
carpincho seguía allí, como si diera un rezo antes de atacar, ladeate,
hijo de puta, y sonó el disparo: le erraste, tata, dijo Gabriel, yo nun-
ca yerro, y sonó el segundo disparo. El animal otra vez no se movió.
Remá, gritó el viejo, vámonos de acá, esto no es un carpincho, y se-
guía disparando.
—Enfermó. La mala vida del monte. Bichos y pestes de por ahí.
Remé con todas mis fuerzas hasta que pude salir de aquel panta-
no y alcanzar el brazo que nos llevaba hasta el rancho. El viejo siguió
disparando mucho después de perder de vista al animal. Como si, ya
lejos, siguiera viendo su mirada de fuego en la oscuridad. No pude

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hacerle entender que no había de qué preocuparse, que estábamos
fuera de todo peligro. Pero el viejo había dejado de oírme ya. Inquie-
to, se escabullía por la canoa muerto de susto y se cubría la cabeza
como queriendo librarse de la imagen reciente, como si aún estuviera
sintiéndola cerca.
Al llegar al rancho, amanecía. El viejo parecía borracho y tuve
que llevarlo cargado a su catre. Unas horas después despertó pálido,
empapado de sudor. Maldecía, rogaba a Dios que lo librara de aquel
martirio. Ni levantarse del catre podía de lo descosido que estaba.
Juraba que no cazaría nunca más un carpincho, qué un carpincho, no
volveré a tocar jamás un animal, diosito mío. Era como si a partir de
esa noche el viejo hubiera duplicado los años. Como si aquel animal
del pantano se lo comiera por dentro y lo redujera de miedo durante
el sueño y la vigilia. Deliraba. Una semana duró. Lo enterré cristia-
namente bajo un aguaribay, y no pasaron tres días cuando dejé el
rancho y las islas, y el silencio de los montes para siempre, chamigo.

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Confesión
Janice González Winkler

Querida tía:
No sabés cómo me gusta la literatura epistolar y yo no sé cuánto
puede importarte este dato, aunque imagino que sí, porque el libro
que te regalé para tu cumpleaños te gustó mucho, así que pienso que
mis recomendaciones pueden interesarte. Me gustan las historias
de personajes que se desnudan a través de cartas. Por eso soy tan ad-
miradora de Manuel Puig, de todos sus libros. Recién leí uno de otro
autor, un japonés que se llama Yasushi Inoué. Es una novela corta,
pero intensa, narrada en cuatro cartas, una más reveladora que la
otra. Los personajes tienen secretos para confesar, oscuridades que
acechan en el hueco más profundo de sus mentes. No digo corazón,
porque el corazón como centro de la sensibilidad es un invento. Todo
lo que sentimos pasa por la mente, la piel, el cuerpo, y sí, es verdad que
la melancolía y la ansiedad se clavan en el pecho, pero es un problema
de digestión.
En las novelas o cuentos que son cartas, generalmente los perso-
najes son de otra época, de cuando no había internet. Saben que sus
confesiones van a tardar en llegar a los destinatarios, tienen tiempo
para arrepentirse, para esconderse; o tal vez ni siquiera les haga falta,
porque viven lejos y en sus confesiones no buscan un reencuentro,
solo un desahogo. Ahora es distinto. Si te mandara un mail, lo reci-
birías al instante y al instante el enojo se transformaría en respues-
ta, no te detendrías a meditar, a observar la letra, porque la letra es

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simplemente una fuente, como Times New Roman; no tiene marca
personal, no dice nada de mi carácter. Si vieras mi letra, es igual que
mi firma: mutante. Igual que mi aspecto. Así como engordo y adel-
gazo sin pausa, mi letra se transforma de muy fea a un poco fea y a
veces hasta es pasable. Pero siempre es letra de nena o, para ser más
precisa, de nene, nene chico, de primaria. De hecho, me da vergüenza
corregir los cuadernos de mis alumnos, porque mi letra refleja una
persona de su edad, no de maestra.
La novela japonesa la leí entre ayer y hoy, en los ratos que mi so-
brino estaba concentrado en otra cosa, pintando una casa de cartón
que hicimos o jugando con Martín. Anoche durmió con nosotros en la
cama nueva. Se puso en el medio y nos mató a trompadas. No dejaba
de moverse, aunque en algún momento apoyó su cabecita rubia en mi
hombro y así se quedó tranquilo.
No me acuerdo cómo era mi relación con vos cuando era chica. No
recuerdo quedarme en tu casa ni que jugaras conmigo. Solo una vez
fui a dormir y fue terrible para mí. Tenía once años recién cumplidos
y me había indispuesto por primera vez. Le rogué a mi mamá que no
contara nada, ni a vos ni a nadie, pero años después me confesó que
sí lo había hecho. Y años después también me di cuenta de que era
imposible que vos o Luis no vieran en el tacho cargado las toallitas
envueltas en papel higiénico. Fue muy incómodo dormir en tu casa.
Te habías casado hacía muy poco tiempo y si con vos no sentía tanta
confianza, con Luis, menos. Además ustedes siempre fueron dema-
siado puntillosos y obsesivos con el orden, así que me daba pavura
dejar algo fuera de lugar o hacer algún lío. Sé que me atendieron con
mucho cariño, que compraron helado y otras cosas ricas, pero yo no
quería estar ahí, sino en mi casa, con mis padres y mis hermanas.
No sé dónde estaban ellas. No sé por qué mamá arregló que yo me
quedara con ustedes. No sé si fue antes o después de que a mamá
le diagnosticaran cáncer de mama y tampoco sé si a vos ya te lo ha-
bían diagnosticado también. Sí me acuerdo, fue antes y a ella le salió
primero que a vos, así que en esa época las dos estaban sanas. Creo
que papá y mamá se habían ido de viaje, debe ser eso. La cuestión es

28
que no tenía la menor idea de cada cuánto debía cambiarme la toalli-
ta. Entonces me la cambiaba todo el tiempo y en un momento ya no
había más lugar en el tacho de basura. Me molestaba caminar, me
molestaba ir al baño; me fijaba varias veces que no hubiera dejado un
hilo de sangre en el inodoro. Salía y volvía a entrar para corroborarlo.
Estar en tu casa esa vez me generó la misma angustia que me ensom-
brecía cuando tenía que ir de campamento. Me sentía prisionera de
la bolsa de dormir, de la carpa, las hojas secas, las gatas peludas, el
deporte obligado, el fogón con canciones que no me gustaban. Así
me sentí en tu casa aquella vez, sola con ustedes. No recuerdo otra
ocasión del estilo, hasta la del pasado febrero, veintidós años des-
pués, cuando fuimos a cenar. Con Martín pensamos que la cena iba
a ser un trámite, que ustedes se iban a cansar enseguida y que, con
cara de sueño, nos invitarían a irnos. En general es lo que sucede en
las reuniones familiares, vos y Luis son los últimos en llegar y los
primeros en irse. Vos siempre estás bien vestida y Luis trae un vino
que se lo toma todo y le deja la nariz colorada. Son muy amables. La
última reunión en la que estuvimos todos juntos fue para tu cum-
pleaños. Estábamos: tu amiga Estela, todos nosotros y los hijos de
Luis. La verdad es que la reunión estuvo divertida. Ya nos acostum-
bramos al tono concheto de tus hijastros y no nos causa más gracia.
El más grande es copado y animó la reunión con una guitarra criolla.
A Martín le daba impresión que Luis Junior lo mirara a los ojos. Me
lo dijo varias veces al oído. Yo le respondí que no fuera malo, que Ju-
nior lo hacía para establecer contacto con nosotros y que estaba bien.
No sé si escuchaste la música porque estabas demasiado pendiente
de los nenes chiquitos, de que no corretearan ni tiraran alguno de
tus objetos tan preciados, y se notaba que solo querías que todos nos
fuéramos.
Por eso, con Martín pensamos que la cena de hace tres meses
iba a ser igual. Creímos que nos íbamos a aburrir un rato, que ha-
blaríamos un poco de las vacaciones y que después del postre nos
podríamos escapar tranquilos. Nos citaron a las diez de la noche, lle-
gamos a las once. Sin duda, quedamos muy agradecidos de que nos

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hayan recibido con esa picada tan rica, la mozzarella en aceite de oliva
y orégano, las aceitunas negras, la cerveza… todo estaba riquísimo,
Luis es un gran anfitrión, pero pensábamos que ya habían llamado
al restaurante chino y que pronto pasaríamos a la mesa. ¡No, recién
llamaron cuando terminamos la picada! Ya era medianoche y hacía
mucho calor, pero igual el aire acondicionado me pegaba demasiado
fuerte en la espalda. La comida llegó a los cuarenta minutos de su pe-
dido. Con Martín nos miramos a los ojos y festejamos que daríamos
el segundo paso. Nos quedaba el postre y luego nos iríamos a casa.
Sin embargo, vos llevaste las cajas de cartón a la cocina y volviste
con las manos vacías, así que tuvimos que seguir en los sillones del
living, aguantando los relatos familiares de Luis. Nos contó la his-
toria de toda su familia de alta estirpe. Mencionaba a cada uno de
sus familiares por su nombre de pila, como si los conociéramos. Nos
decía cosas como “vieron que Malena es bastante pizpireta, ¿no?”,
y nosotros nos mirábamos, preguntándonos mentalmente: “¿quién
diantres es Malena?”, y así con todo el linaje. Seis veces nos contó que
una tal Sofía se había casado con un tal Roberto y que habían tenido
tres hijos que en casa hablaban en alemán porque la señora que los
cuidaba durante el día era alemana. Cuando intentamos contarle
algo, nos dijo “ah” y siguió con sus historias. De hecho, en un momen-
to se detuvo y me preguntó qué estaba haciendo de mi vida. Le hablé
de la escritura, de lo mucho que me gusta escribir, y él me respondió
“no, eso no me importa, te preguntaba por tu trabajo”. ¿Qué ganas de
hablar creés que podría sentir yo después de semejante declaración?
Y vos estabas ahí sentada, con la mente vaya uno a saber dónde, sin
participar. Seguramente estuvieras descansando de esos relatos que
ya escuchaste miles de veces. A la media hora, te fuiste a la cocina y
apareciste con los platos. Por fin nos sentamos a la mesa. El chow
mein estaba frío, pero no dije nada para no seguir dilatando el tiem-
po. Martín y yo comimos lo más rápido posible, mientras vos y Luis
se pusieron a hablar de los muertos que habían encontrado en los
obituarios del diario La Nación, y empezaron a reírse a carcajadas.

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Después criticaron a todas tus amigas. Las imitaste, una por una;
pusiste cara de boba, dijiste que eran todas unas gordas solteronas, y
los dos, vos y Luis, se rieron todavía con más sorna que hacía un rato,
cuando se habían reído de los muertos. Más tarde Martín me confesó
que le había dado impresión mirarte a la cara, que eras idéntica a mi
papá, que nunca antes se había dado cuenta, pero que ahora, sin la
peluca, con tu pelo real, sos idéntica. Se hicieron las dos de la mañana
y todavía no habíamos comido el postre. La pena de no ser religiosa
o supersticiosa es que no creo en un rezo o algo que pueda ayudarme
a controlar lo externo. Estaba entregada a tu voluntad. Por suerte a
las dos y veinte te levantaste para buscar el helado. Lo trajiste, estaba
muy rico, me sentí un poco culpable porque se habían ocupado de
todo, nos estaban mimando. Igual me alegró saber que faltaba poco
para irnos. Con Martín, que no habíamos pronunciado palabra, nos
comunicábamos con los ojos y con las manos debajo de la mesa. Nos
dimos un apretón para recordarnos que habíamos llevado budín, así
que, sin dudas, al helado le seguiría un café. Devoré la banana split,
mi gusto favorito, y de pronto me sentí afortunada, y con la alegría en
la cara, mencioné el budín y agregué que nosotros estábamos cansa-
dos. “Muy bien”, dijiste, “traigamos el café”. Te acompañé a la cocina.
La cara de Martín mostró desesperación, no se quería quedar solo
con Luis. Calentamos el café en el microondas. Las tacitas tenían un
borde de metal e hicieron chispas. Me dijiste que no eras muy buena
para los temas de la cocina. Volvimos a la mesa y tomamos el café
frío. Nos ofreciste calentarlo nuevamente, pero no aceptamos, menti-
mos, dijimos que nos gustaba así, a temperatura ambiente. Comimos
el budín integral con nueces y ciruelas, un oasis. La cena llegaba a
su fin y por suerte había sumado unos cuantos puntos con el postre.
Una vez más, comenté que estábamos cansados y necesitábamos
irnos. Nos dijeron que era una lástima, que ustedes tenían pila para
rato, pero que estaba bien, que nos liberaban. Ya eran casi las cuatro.
Caminé hacia la puerta, pero Luis recordó que nunca nos había mos-
trado su colección de autitos. Nos llevó a la habitación y de un rincón

31
levantó una valija antigua de cuero beige y la puso sobre la cama. La
abrió, de adentro salió una araña de cuerpo grande y patas cortas.
Luis tomó uno a uno los más de cien autitos Matchbox y nos contó
la historia de cómo los había conseguido. Le pregunté si alguna vez
se los había prestado a sus nietos; me respondió que no. Vos pusiste
cara de estar en desacuerdo, pero no dijiste nada. Entiendo que los
coleccionistas son obsesivos con sus objetos, pero tener los autitos
en una valija con arañas, en vez de disfrutarlos con los chicos, no sé,
no lo entiendo, tía. La exhibición duró más de una hora y recién logra-
mos irnos cuando salió el sol. Cuando nos acompañaron a la puerta,
Luis recordó su colección de soldados de plomo, pero yo lo miré fijo a
los ojos y negué con la cabeza y, al mismo tiempo, agarré el picaporte
con la fuerza de la decisión. ¡Nos íbamos en ese instante, sí o sí! Y
así fue, bajamos. La voz de Luis resonaba en el ascensor. Tu silen-
cio también resonaba. Con Martín no hablamos por cinco cuadras,
hasta que llegamos a la avenida y ahí nos largamos a reír, liberando
la tensión de la noche.
No creo que alguna vez leas esta carta. Es ofensiva, no tendría
sentido. La relación que no tuvimos, ese amor que yo siento por mis
sobrinos y que ellos sienten por mí, no va a surgir de una carta que de
alguna manera se burla de vos y de tu marido.
¿Si me siento culpable? Sí. Sé muy bien que la enfermedad se apo-
dera de tus huesos y soy consciente de que cuando te mueras voy a
arrepentirme por no haberte llamado más, por no haberme expuesto
a más invitaciones. El próximo cumpleaños familiar es en mayo, allí
nos veremos seguramente y me repetirás lo que me dijiste en febrero
cuando me saludaste en la puerta del ascensor: que lo pasaste genial
y que te gusta estar con nosotros, tan llenos de juventud.

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Barbazul versus el amor letal
J a v i e r N. F e r n á n d e z

Mamá trabajaba todo el día y por las noches solía irse hasta tarde
con algún tipo. No los recuerdo a todos, pero sí a dos o tres. En espe-
cial al de esa noche: Fabio, así se llamaba.
Mamá siempre estaba cambiando de novio. ¿Sería para vengarse
de papá? Tal vez, o eso es lo que yo pensaba, en silencio, mirando por
la ventana cuando ella se iba. Pero solo hasta ahí llegaban mis espe-
culaciones. La verdad es que no quería ahondar mucho en el asunto.
Sabía, niño y todo, que el terreno era barroso.
La última vez que Fabio vino a buscar a mamá yo le abrí la puerta
y él me saludó dándome la mano. Eso era raro para mí. Nadie me
saludaba de esa forma. O me daban un beso o me despeinaban con
la mano.
—Se está cambiando —le dije, tímido, con la voz cortada y
graciosa.
—Claro —dijo, como si no le importara, mirando alrededor, fro-
tándose las manos, caminando lento por la cocina comedor, que tam-
bién, por las noches, se convertía en mi cuarto. Como la casa era chica
y había una sola pieza yo dormía en el sillón.
Cuando mamá salió del baño, Fabio le dio una palmada en el culo
y la agarró con fuerza de la cintura. Mamá era flaquita y Fabio, creo,
un exboxeador. Tenía los músculos pesados, el pelo al ras y la cara
marcada por algunas cicatrices.
De dónde los sacaba, no sé.

33
Vamos, ma, recuerdo que le dijo, haciéndose el chistoso. Yo lo
miré con una rabia disfrazada de ignorancia, o de quietud, daba lo
mismo.
Fabio arrinconó a mamá en una pared y la besó en el cuello, in-
sistente. Mamá se rio como una tonta y lo sacó, empujándolo con el
hombro mientras intentaba ponerse un arito en la oreja. Era una plu-
ma roja, me acuerdo bien de eso.
—Nos vamos, nene —me dijo, buscando algo en la cartera,
concentrada.
Después tiró algunas puteadas al aire porque lo que buscaba pa-
recía no estar ahí. Así era mamá. Fabio se cruzó de brazos y se quedó
mirándome. No sé por qué. Tal vez era mi posición la que le intrigaba.
Me había ovillado, agarrándome las rodillas, quieto en la única silla
que había en la casa y estaba decidido a no mirar más que a la pared.
Cosa que no pude cumplir.
—Bueno, ahora sí. Nos vamos —dijo mamá.
Pero no podía ser. La miré rápido y le dije, en voz baja, como pi-
diendo disculpas:
—¿Me quedo solo? Ma, ¿me voy a quedar solo?
Ella hizo un gesto indescifrable. Un movimiento con los ojos, rá-
pido, llevándolos de un lado a otro, con furia. Levantó los hombros
y se sacudió. Todo eso, para mí, era una señal de confusión, o yo lo
interpretaba de esa manera. Cuando preguntaba algo que no le gus-
taba, mamá se ponía nerviosa y hacía esos movimientos raros con el
cuerpo, con la cara.
—Arreglate —dijo, mirándome seria—. Arreglate un rato.
Y antes de que yo pudiera hablar, porque vio mi cara, gritó:
—No sé, no sé —respondiéndole, enojada, a mi silencio a punto
de estallar.
Cuando salieron, Fabio simuló darme un disparo usando la mano
como un revólver y me guiñó un ojo. Mamá ni siquiera dijo chau.
Me quedé solo. Jugué con un muñeco de Rambo. Miré por la
ventana. Llovía. Volví a ovillarme en la silla. Esperé. Fui al baño y
esperé más. Los minutos se hacían eternos. Encontré cinco pesos en

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un cajón. No los toqué. Agarré el muñeco y le saqué las piernas y los
brazos. Lo dejé en la mesa y lo miré. Las gotas caían sobre el techo de
chapa. Esperé. Fui hasta la heladera y la abrí. Me serví jugo. Dejé el
vaso en la mesa, al lado del Rambo descuartizado. Esperé. Esperé.
Pasó una patrulla por la calle. Fui hasta la ventana y miré para afue-
ra. La patrulla desapareció en la esquina. Me dio frío. Estaba helado.
Temblé, por el frío y por la soledad. Volví al baño y pensé que nadie en
el mundo se acordaba de mí.

Cuando Etel llegó a cuidarme, iba por el quinto vaso de jugo. Le


abrí la puerta y tuve que correr, otra vez, al baño. Salí, Etel estaba
poniendo un disco en el equipito de música.
—¿Qué hacés, pibe? —me dijo, dándome la espalda, inclinada
sobre el equipo, buscando la forma de prenderlo.
—Nada —dije, desconfiado.
—Bueno, escuchá esto que te va a gustar.
Puso el cd. La música empezó a sonar y, mientras yo miraba la
cajita del disco, que era el nombre de la banda escrita con plasticola
verde, Etel sacó de su mochila un par de cervezas.
—Me tardé porque no encontraba un mercadito abierto para
comprar.
—Ah —dije, como si entendiera la preocupación.
Como yo no dejaba de mirar la cajita, me dijo que eran “Los redon-
ditos” y que el disco se llamaba Gulp!
—Gulp! —repetí, trabado, después de pensarlo un poco. Era un
nombre raro.
El primer tema se llamaba “Barbazul versus el amor letal”. Más
raro aún. Pero no estaba nada mal. Me gustó.
Etel prendió un cigarrillo, destapó una cerveza y llenó el vaso. Su
actitud era parecida a la de mamá cuando compraba alcohol y se ponía
a tomar. Escuchamos el disco en silencio. Cuando terminó, y sin que
nos diéramos cuenta, volvió a empezar. Así estaba programado el equi-
po. Si lo dejabas, sonaba toda la noche. Así que escuchamos, de nuevo:
Esta vez, por fin, la prisión te va a gustar.

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Etel terminó la cerveza. A mí ya me gustaban Los redonditos y
se lo dije. Era algo distinto.
Etel me sonrió y me preguntó si ya tenía novia. Le dije que no. Que
todavía no. Que en cualquier momento. Pero Etel ya no me estaba
prestando atención.
Al rato tocaron la puerta. Yo pensé, primero, que era mamá. Pero
después me di cuenta de que no tenía sentido que mamá tocara la
puerta. Me ovillé.
Etel se levantó de la silla y abrió. Eran dos tipos de su misma
edad, o un poco más grandes. No estoy seguro.
—Buenas, buenas —dijo uno.
—Llegó el delivery de birra —dijo el otro, riendo.
Saludaron a Etel, pasaron y dejaron en la heladera las cervezas
que traían, menos una que destaparon.
El más flaco me dijo algo, pero no le entendí. Que te corras, me
dijo Etel. Así que me levanté y me quedé parado al lado de la ventana
mientras los dos se sentaban en el sillón. Esa es mi cama, pensé.
Uno sacó de la campera lo que al principio pensé era un cigarrillo
y lo prendió. El olor no era a tabaco, me di cuenta. Lo fueron pasando
mientras tomaban y al rato todos se estaban riendo. Todos menos yo.
Agarraron a Etel y la sentaron en el medio de los dos. Charlaron
de música y de gente que yo no conocía. Todos tenían nombres raros.
Vilo, Pando, India, Pituca. Yo los miraba sin entender nada.
Uno, de repente, giró la cabeza y empezó besar a Etel. El otro le
metió la mano adentro de la camisa. Etel no dijo nada y por eso, creo,
le desabrocharon todos los botones.
Etel, un poco mareada, se dio cuenta de que yo estaba ahí y me
mandó a la habitación. Igualita a mamá, pensé.
—Fuera, fuera —me dijo, moviendo una mano, mientras los dos,
excitados, la tocaban.
Me fui, lento. Un escalofrío me recorrió la nuca. Entré en el cuarto
y apagué la luz. Dejé la puerta entornada para ver. Etel ya no tenía
nada de la cintura para arriba.

36
El que le sacó la camisa se bajó los pantalones y yo cerré la puerta.
Ya no quería seguir viendo.
—Bajá —escuché que le dijo uno.
—No, no quiero —dijo Etel, despacio.
—¿Qué no?, ¿qué no? Si te encanta —gritó el otro, con un tono,
entre chistoso y enojado.
—Pero no quiero —volvió a insistir Etel.
Después se escuchó un forcejeo. Era un roce apretado, húmedo.
El sonido nacía en la piel y moría en el mismo lugar, efímero, sin eco.
Era un ruido sordo. Algo, definitivamente, no estaba bien.
—¡Qué petera! —dijo uno.
—Mal —dijo el otro.
Abrí la puerta, suave. Etel solo tenía puesta la bombacha.
La acomodaron en el sillón mientras ella seguía inclinada sobre
la entrepierna de uno de los tipos. La tenían agarrada de los pelos,
presionándola hacia abajo, con fuerza. Etel se esforzó para salir de
la situación, pero no pudo. El otro se paró, se sacó los pantalones y
se le puso atrás.
—Ni en pedo —dijo ella—. Ni en pedo, boludo.
Se levantó del sillón, empujándolos. Pero la hazaña no le duró
mucho. Uno la agarró de un brazo, le pegó muy fuerte con la mano
abierta en la cara y la tiró, otra vez, sobre el sillón. Vi uno de los aritos
de Etel cayendo al piso, lento, con calma, quebrando la rapidez con
que los tres se movían.
Después, hubo algunos empujones hasta que la pudieron con-
trolar. Yo me asusté y volví a cerrar la puerta. Me quedé a oscuras,
en silencio.
Escuché a Etel decir que no, resignada, y escuché los jadeos, pri-
mero de uno y después del otro. En el medio escuché un golpe más, o
dos. Etel gritó y después se quedaron en silencio.
Al rato los tipos se estaban riendo, satisfechos. Miré por la aber-
tura de la puerta y los vi ir hacia la heladera, sacaron las cervezas,
dijeron algunas cosas que no recuerdo y se fueron dando un portazo.

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Me los imaginé caminando por la calle, bajo la lluvia, atándose los
cintos y codeándose entre risas. Se me revolvió la panza.
Miré a Etel que, como una réplica mía, se había ovillado en el si-
llón, desnuda, agarrándose las rodillas, quieta, mirando el piso. Me
acordé de la letra de la canción. Barbazul. Barbazul y el amor letal,
dije, murmurando para mí.
Me acerqué despacio. Etel no se movió. Fui y me senté a su lado.
Le pregunté si estaba bien y le alcancé la ropa que había quedado ti-
rada en el suelo.
—¿Yo te caigo bien? —me preguntó.
Asentí con la cabeza. Tímido, sin llegar a entender por qué lo
preguntaba.
—¿Soy buena? —dijo.
Yo volví a asentir.
—Sos lindo. Mirá que sos lindo —murmuró, secándose una lá-
grima. Tocándose el ojo que comenzaba a ponerse negro.
Después agarró su ropa y se vistió. Yo me quedé petrificado, ahí,
mirándola.
—Me voy. Quedate el cd. Te lo regalo. Feliz cumpleaños —me
dijo con una tristeza que me dolió.
—Pero no es mi cumpleaños —dije, inocente.
Etel se rio, me dio un beso y se fue.
El frío volvió. Miré el muñeco descuartizado en la mesa. Miré por
la ventana. No sabía qué más mirar. Di unas vueltas. Busqué un poco
de algodón y témperas. Teñí el algodón de azul y me hice una barba.
Agarré cinta y me la pegué en la cara. Caminé por la casa. Me miré en
un espejo. Agarré un peine y soñé que era un micrófono. Que yo era
una estrella de rock, frente al público. Intenté algunos pasos, algunas
poses. El gran Barbazul, pensé, pero no había aplausos esa noche.
Me acosté. Estaba congelado. El frío parecía entrarme por los huesos.

Cuando mamá llegó, todavía no podía dormirme. Era imposible.


La miré, estaba empapada, tenía un ojo negro y, de una de las
orejas, le caía un poco de sangre. Tenía un corte que le nacía en el

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agujero donde iba el arito y bajaba hasta cortar, así, la oreja en dos.
Quise hacerme el dormido, pero no pude. No me salió.
Ahí me di cuenta de que mamá también había llorado. Se le nota-
ba en la cara. Me preocupé. Todo el mundo la pasaba mal esa noche.
Me levanté. A mamá no le importó mi barba.
—Acostate —me dijo, mirándome de reojo. Pero no le hice caso y
me quedé ahí, parado en el medio de la sala, mirándola.
Mamá dejó el bolso en la mesa y miró hacia el equipito. Escuchó y
miró para ese lugar porque se dio cuenta de que había un cd puesto.
—¿Quién te dijo que podías tocar mis cosas? ¿Quién te dejó usar
mis discos? Acostate, pendejo. Acostate antes de que me caliente
—me gritó. Pero era un grito cansado, apagado por la lluvia de la no-
che y por la sangre que le caía de la oreja.
Me acosté sin decir nada. La cama estaba fría. La música ter-
minó y volvió a empezar. Era el primer tema del disco, otra vez. Lo
escuchamos en silencio, con el ruido del agua, de fondo, golpeando
el techo de chapa.
Yo quería que mamá me abrazara, pero no lo hizo. Estaba quieta
y dolorida. Tenía las dos manos apoyadas en la mesa, de costado,
como un Chaplin, pensé. Y lo único que hacía era mirar a la pared.
La música siguió y la lluvia parecía estar a punto de parar. Fue una
noche larga. De esas que no terminan.

39
El hombre del lago
Celeste Lucca

Espero a mi hermana en la entrada de la escuela cuando veo al


hombre parado entre los árboles. Él jamás aparece en otro lugar que
no sea en mis sueños. Si de verdad está ahí, solo puede significar que
vino a buscarme.
Es el final del primer día de clases. Mi hermana empezó hoy y
acepté venir a buscarla, así mamá no tenía una excusa más para eno-
jarse conmigo.
Por lo menos estoy con Gabriel. Hace meses que vamos juntos a
todas partes. Tengo la espalda apoyada en el mástil de metal mien-
tras él explora mi mano porque su madre le enseñó a leer el futuro.
—Es raro —dice por fin, con el ceño fruncido y el dedo índice tra-
zando una línea muy corta en mi palma.
El hombre sigue parado debajo del sauce que franquea el sendero
de acceso a la escuela. Sé que me está mirando. El corazón se me
acelera y un sudor frío me recorre el cuerpo.
—¿Ves a aquel hombre? —le pregunto a Gabriel, señalándolo con
un gesto.
Gabriel se da vuelta sin disimulo.
—¿Qué hombre? —pregunta. Su mirada recorre el borde del bos-
que—. No hay nadie.
Miro de reojo y ya no lo veo. Trato de distinguir su impermeable
azul entre las ramas de los árboles, pero desapareció. Tal vez hoy no
sea el día, después de todo.

41
Mi hermana corre hasta nosotros y levanta tierra cuando frena
de golpe. El polvo me ensucia el pantalón.
—Lo vas a lavar vos, a mano —le digo furiosa.
Ella no contesta y, sin mirarme, toma el sendero que lleva a la
ruta, el mismo que yo recorría con papá. Cierro los ojos y lo recuer-
do esperándome en el mismo lugar en el que me encuentro ahora.
Aprieto las manos y siento las uñas hundiéndose en mis palmas con
fuerza.
—Dejala —me dice Gabriel—, es chica.
—Yo también soy chica —contesto con más resignación que eno-
jo—, esa no es excusa.
Gabriel me agarra la cara con las manos y me besa apenas en los
labios. No logro disfrutar de estar con él porque sé que el hombre está
cerca. Gabriel me abraza y seguimos a mi hermana. Una vez que nos
adentramos en el bosque, veo que el hombre retoma el sendero al-
gunos metros detrás de nosotros. Sus pies se afianzan con cuidado
en cada paso. Entonces él levanta la cabeza como si supiera que lo
observo, y yo vuelvo a concentrarme en el sendero, en mis pasos y en
los de Gabriel. Ahora estoy segura de que no es un sueño. Si así fuera,
estaría sola. En mi sueño siempre estamos solos, el hombre y yo.
No dejo de pensar en cómo podría escapar, aun cuando sé que se-
ría inútil. Se me ocurre aprovechar que estoy con Gabriel para hacerle
frente. Tal vez entre los dos podamos hacer algo. Miro de reojo a Ga-
briel y me arrepiento. Me asusta lo que podría pasarle si algo sale mal.
Tenía siete años cuando soñé con el hombre por primera vez.
Siempre me resultó vagamente familiar. Como si sus rasgos y sus
gestos pertenecieran, de alguna extraña forma, a personas muy cer-
canas a mí.
Es un hombre de unos cuarenta años que no envejece. En casi
todas las escenas de mis sueños está caminando. Como me es muy
difícil seguirle el paso, siempre me levanta y me lleva cargada en su
espalda.
Ahora el hombre nos sigue sin acercarse y casi no hace ruido. Mi
hermana camina un poco más rápido que nosotros. No dejo de pensar

42
en el beso de Gabriel, desearía que hubiese durado más. Especial-
mente porque es casi seguro que será el último.
Una noche, mamá me despertó porque yo estaba haciendo un
ruido extraño.
—Como si te estuvieras ahogando —me dijo.
Le conté mi sueño y ella me escuchó mientras encendía la cocina
a leña que tenemos en casa. Ya estábamos solas, a excepción de mi
hermana, que crecía en su vientre. Papá había muerto cuatro me-
ses antes. Era de madrugada y le conté que en mi sueño un hombre
viene a buscarme. El sueño cambia: a veces estoy en casa, a veces
en la escuela. Otras veces me siento rara, como cansada y enferma.
El hombre me lleva hasta la orilla del lago. Él quiere que conozca la
ciudad sumergida de la que hablaba papá. Nos quedamos senta-
dos en la playa de ceniza volcánica, quietos durante muchas horas
hasta que la luna está bien arriba y se refleja en el agua junto con las
montañas. Entonces aparecen, en el fondo del lago, los contornos de
las casas. Le pido al hombre que me lleve a recorrer las calles bajo el
agua. Desde donde estoy, no veo personas, pero sé que están ahí. Sé
que papá está ahí.
El hombre me levanta en brazos y se adentra en el agua hasta
que mi cuerpo queda suspendido en la superficie. Él no habla, pero
comprendo que debo respirar profundo y aguantar lo más que pue-
da. Tomo una enorme bocanada de aire y dejo que el hombre me
hunda. Abro los ojos debajo del agua y veo la luna borrosa sobre
mí. Cuando se me acaba el aire intento salir a la superficie, pero
su mano sostiene mi cabeza debajo del agua. No importa cuánto
patalee y lo golpee, no logro liberarme. Cuando no soporto más la
presión en mi pecho, mi boca se abre sin que pueda evitarlo y as-
piro el agua. Antes, ese momento previo a despertarme, cuando
mis pulmones arden como si se estuviesen quemando, me parecía
hermoso.
Mamá permaneció en el mismo lugar, como hipnotizada por las
llamas. Estaba arrodillada y, a través del camisón, la panza parecía
apoyada sobre sus rodillas. Me pareció que no estaba escuchándome.

43
Por fin me preguntó quién era ese hombre. Le contesté que no sabía.
Ella se levantó y cerró la puerta de hierro de la cocina.
—Es un lindo sueño —me dijo. Entonces supe no solo que no me
había escuchado, sino que yo no le importaba.
Papá solía contarnos la historia de la ciudad sumergida a mamá
y a mí. Él era guardaparque, por eso vivíamos en una casa en medio
del bosque, a cincuenta kilómetros de la ciudad. El lago está solo a
unos metros de nuestra casa. Es tan imponente que es imposible no
sentirse atraído por él. Cuando la luna se veía completa, salíamos los
tres a mirar la superficie del agua. Mientras intentábamos ver más
allá de los reflejos blancos de la luna sobre el lago, papá nos contaba
del pueblo que había existido cientos de años antes en esa hondona-
da. Los habitantes de esa ciudad fueron los primeros en vivir acá,
rodeados por el inmenso bosque.
Papá decía que, una noche, el arroyo al lado del cual se habían
asentado comenzó a crecer. No llovía, no era época de deshielo, no
había motivo para que eso sucediera. Creció y se desbordó a una ve-
locidad increíble y la ciudad quedó completamente sumergida en mi-
nutos. Papá contaba que, en noches como esa, en las que salíamos a
escuchar el murmullo de la brisa moviendo apenas las hojas de los
árboles, podía verse a las personas caminando bajo el agua.
Se reía después de contar esa historia y nos decía que era una
leyenda, que él nunca había visto nada. Pero había algo en su forma
de comportarse frente al lago, como un respeto exagerado, que me
hacía creer que sabía algo más.
Aunque no conozco al hombre que camina ahora detrás de no-
sotros, a veces creo reconocer una mirada o un ademán de sus ma-
nos. Tal vez por eso, hasta ahora, nunca me había asustado, incluso
cuando entendí que algún día vendría y que yo no podría negarme a
acompañarlo.
Mientras caminamos miro los árboles que nos rodean. Es otoño y
el despliegue de colores es impresionante. Como si las hojas hubiesen
sido pintadas con sangre y el sol y el aire las hubiesen tornado len-
tamente en un rojo cada vez más oscuro, hasta volverlas marrones.

44
El olor a humedad satura el ambiente y las pequeñas piedras del ca-
mino crujen. A destiempo se escucha un crujido más leve detrás de
nosotros. El hombre no camina al ritmo rápido que le conozco, sino
que va despacio.
Yo recibía el sueño con tranquilidad, no con miedo. Esperaba an-
siosa el momento de dormirme, convencida de que papá estaba en
la ciudad sumergida y de que el hombre del lago me llevaría con él.
Mamá no sabe por qué papá decidió salir esa noche con la lancha,
cuando el viento del este empezaba a soplar con mayor violencia. Ella
ya estaba embarazada, aunque la panza todavía no se le notaba. El
médico le había dicho que tenía que guardar reposo absoluto porque
si no, corría riesgo de perderlo.
Esa noche le rogué a papá que no fuera, como le rogaba todas las
noches que no caminara en la oscuridad hasta la turbina que nos daba
electricidad para apagarla. No podía dormirme hasta que no escucha-
ba los pasos firmes de sus botas en la escalera de piedra que era la en-
trada a nuestra casa. Él siempre me decía que contara hasta cien, que
iba a volver antes de que yo terminara. Esa noche me pidió que contara
hasta mil. Cerré los ojos, me tapé con la frazada y empecé a contar. Sen-
tí sus pasos en la tierra alejándose y después el motor de la lancha, que
se confundía con el viento que azotaba las ramas de los árboles contra
el techo. Recuerdo que llegué hasta seiscientos cincuenta y seis cuando
creí escuchar el sonido de sus botas entrando a la casa y me dormí.
A la mañana siguiente, mamá estaba todavía en camisón y, en
contra de las recomendaciones del doctor, había caminado hasta el
embarcadero. Miraba un grupo de lanchas que surcaban el lago de
un lado a otro. Estuvieron ahí todo el día durante casi una semana.
El agua del lago es tan fría que succiona cualquier cosa al fondo y la
mantiene ahí. El cuerpo de papá fue una de las cosas que el lago nunca
devolvió.
Cuando empecé a soñar con el hombre, que ahora se detiene en
la margen del bosque al mismo tiempo que nosotros lo hacemos a
un costado de la ruta, yo buscaba una forma de entrar en la ciudad
sumergida y encontrar a papá.

45
Intenté muchas veces memorizar una serie de preguntas para ha-
cerle al hombre de mi sueño. Pero soñar es olvidar todo lo que no nos
atraviesa directamente y a mí solo me importaba encontrar a papá.
Una noche el hombre me buscó en mi cama y fuimos hasta la
playa.
Logré preguntarle, imponiendo mi voz sobre el silencio que nos
envolvía, si me llevaría hasta donde estaba papá.
El hombre no habló, pero dejó de observar en dirección al lago y,
mirando directamente dentro de mis ojos, asintió despacio.
Durante los meses siguientes, esa alegría que me invadió al saber
que el hombre del lago haría que me encontrara con papá hizo que me
doliera menos el que mamá solo le prestara atención a mi hermana.
Yo las veía jugar y quería ser parte de esa intimidad que crecía entre
ellas; pero las pocas veces que intentaba acercarme, mamá se queda-
ba mirándome como si no estuviera ahí y decía que me parecía mucho
a papá. A mí me gustaba parecerme a papá.
Mamá dejó de darme clases en casa. Me dijo que era porque yo
necesitaba interactuar con otros chicos de mi edad. Empecé cuarto
grado en la escuela rural que estaba a doce kilómetros. En mi curso
éramos cuatro. Dos de ellos, Gabriel y Felipe, eran hijos de los made-
reros de la zona, y Oscar era el hijo de nuestra maestra. Nos hicimos
muy amigos. Ellos sabían cosas del bosque que yo no, como los luga-
res que frecuentan los ciervos en los claros, o las rutas de los pumas
cuando bajan hasta el lago para beber. Cosas que papá seguramente
sabía, pero que no llegó a enseñarme.
Cuando mi hermana cumplió siete años, una noche de luna llena
la saqué al parque.
—Ahí, debajo del agua —le dije señalando el centro del lago—,
hay una pequeña ciudad.
Bajo la luz de la luna podía ver sus ojos muy abiertos, abarcando
toda la superficie.
—¿Vive gente ahí?
—Seguramente —contesté.

46
Ella corrió hasta la orilla y trastabilló con las piedras de la playa.
Yo bajé detrás de ella. Puso sus manos a cada lado de la boca.
—¿Hola? ¿Hay alguien? —gritó alargando las palabras.
Al principio solo escuchamos los ecos débiles de su voz. Volvió a
gritar. Bajó sus manos sin parar de reírse. Entonces oímos el golpe
que dio la puerta de casa al cerrarse de repente. Mamá llegó corriendo
hasta nosotras y, casi sin detenerse, levantó a mi hermana, abrazán-
dola fuerte. Estaba pálida y lloraba. Me miró muy seria y levantó un
dedo hacia mí.
—Te prohíbo —me dijo. Su mano temblaba y hacía un esfuerzo
para que su voz no se quebrara—, te prohíbo que vuelvas a contarle
esa historia.
No contesté.
Después de eso, mamá prácticamente dejó de hablarme y de pre-
guntar qué hacía. No le importaba si estaba en casa o no y, cuando me
veía, encontraba algo que recriminarme.
En el verano, con Gabriel y los chicos empezamos a recorrer el
bosque. Una noche nos reunimos para acampar en la playa. Mientras
ellos preparaban la fogata, yo me acerqué al lago y metí mis pies en el
agua helada. La sensación no se pareció en nada a lo que sentía en mi
sueño. Salí enseguida y corrí hasta la pira que los chicos acababan de
encender. Nos metimos cada uno en su bolsa de dormir y nos senta-
mos juntos alrededor del fuego. Gabriel me abrazó y yo, escuchando
los latidos de su corazón, les conté mi sueño. Mientras hablaba sentí,
como nunca había sentido, que lo que decía era terrible.
Gabriel entonces sacó un termo de la mochila, sorbió un trago
y me lo ofreció. Cuando tomé, me ardió la boca y la garganta, pero
después sentí que un calor me desentumecía el cuerpo.
—Mi papá y el de Felipe se ahogaron acá hace algunos años
—dijo Gabriel mirando el fuego. Su voz se oía apagada, como si el
bosque quisiera aislar los sonidos—. Vinieron a pescar y el bote se
dio vuelta, no sabemos por qué.
Me pareció que su cara había perdido el color y lo abracé fuerte.

47
—A sus cuerpos sí los encontraron. Quizá fue porque estaban
muy cerca de la orilla. Mi papá estaba aferrado al bote por una correa
del salvavidas. El cuerpo del papá de Felipe apareció en la costa este
—señaló un punto del otro lado del lago, en la oscuridad—. Se había
arrastrado fuera del agua. Murió de frío.
Entonces estuve más segura que nunca de que papá estaba en
el lago.
Los otros se durmieron. Con Gabriel seguimos abrazados, mi-
rando las estrellas a las que yo nunca había dedicado nada de aten-
ción. Así, acostados en la arena, nos besamos. Y por primera vez
deseé que el hombre no me llevara. Ahora, después de tanto tiempo,
lo único que quiero es encontrar la forma de escaparme.
Llegamos al camino, pero mamá está demorada. Mi hermana se
sienta sobre un tronco. Está anocheciendo.
—Puedo quedarme con ustedes hasta que llegue tu mamá —me
dice Gabriel, pero yo sacudo la cabeza tratando de reírme, de mostrar-
le que no hay problema. Quiero que se vaya antes de que el hombre se
decida a acercarse.
Gabriel levanta los hombros. Se dirige a mi hermana, se inclina
y le besa la mano. Ella se ríe como una tonta. Me enoja un poco que él
se comporte así con ella.
Después él se levanta, me abraza y me besa en la comisura de
los labios.
—¿Nos vemos más tarde? —me dice en un susurro.
Yo le devuelvo el abrazo con los ojos cerrados.
—Sí —le digo y deseo profundamente que sea así.
Gabriel se aleja por el camino. Cuando ya no lo distingo, miro a mi
hermana. Tiene el ceño fruncido y los labios arrugados.
—¿Qué te pasa?
—Estoy aburrida —me dice, y me parece que mide las palabras
para no hacerme enojar.
Me agacho y dibujo una rayuela con mis dedos en la tierra.
Entonces el hombre se acerca a nosotras por fin y se sienta al lado
de mi hermana. Tiene puesto su impermeable azul, aunque hace

48
bastante calor. Busco una de las piedras que habíamos pisado en el
camino, pero no encuentro ninguna. Como si el hombre las hubiese
escondido todas.
Me acerco a mi hermana sin dejar de mirarlo. Entonces él saca de
su bolsillo un botón de madera pintado de azul y se lo entrega.
—No es una piedra —dice y, aunque nunca antes lo había escu-
chado hablar, conozco su voz—, pero te va a servir para jugar.
Mi hermana toma el botón y siento que busca mi mirada. Como
la ignoro, ella se aleja de nosotros hasta el dibujo que hice en la tierra.
—Tenemos que irnos —me dice él entonces—. No falta mucho
para que anochezca.
Ya no quiero ir con él. Quiero quedarme, con Gabriel. Sacudo la
cabeza.
—Hoy no puedo —le digo, aunque sé que mi respuesta es
absurda.
Mi hermana salta en un pie de un cuadrado a otro, cantando. El
hombre mira hacia el bosque como si la espesura le permitiera ver
el lago.
—La ciudad no puede visitarse cuando uno quiere.
Sé eso como también sé que él no va a irse sin lo que vino a buscar.
—¿La ciudad sumergida? —pregunta entonces mi hermana, que
cae con los dos pies juntos, desdibujando los bordes de la rayuela.
—Sí —le contesto y miro el camino para ver si mamá llega—. ¿Te
gustaría ir? —le pregunto, haciendo un esfuerzo para que no se note
el nerviosismo en mi voz.
Mi hermana se acerca y coloca en mi palma el botón azul. Cierra
mis dedos y siento cómo ese pedacito de madera todavía caliente
me entibia la mano. Entonces ella sale corriendo a través del bos-
que, rumbo al lago. La escucho gritar algo acerca del que llegue
último.
El hombre se acerca a la rayuela y vuelve a dibujar los surcos
borroneados por mi hermana. Termina de escribir la palabra “cielo”,
se incorpora y comienza a caminar detrás de ella. Me siento sobre
el tronco y los miro alejarse.

49
Cuando por fin me iluminan los faros del auto de mamá, ya sé
qué voy a decirle. Se me llenan los ojos de lágrimas. El bosque está
muy oscuro y lo único que alcanzo a ver del lago, a través de los árbo-
les, son los reflejos de la luna sobre el agua.
A veces sueño con mi hermana, pero nunca volví a soñar con él.

50
El casero
M atí a s A r iel Da lva r a de

El camino de tierra se había formado de tanto andar. Verónica iba


adelante y Vicente la seguía en silencio, atento a los charcos y con la
boina enrollada bajo la axila. El perro que los acompañaba no dejaba
de ladrar.
—Basta, Negro —dijo la mujer.
Vicente miró al perro, que seguía ladrando, y se volvió a colocar la
boina en la cabeza. Hicieron algunos metros más, hasta que la mujer
se llevó la mano a la cara para taparse la nariz y se detuvo.
—Llegamos —dijo.
El hombre levantó la cabeza y se dio cuenta de la causa del mal
olor: pegada al alambrado estaba la pocilga, o lo que quedaba de ella.
Las moscas sobrevolaban el lugar. Vicente observó cómo el perro se
trepaba a los escombros, metía el hocico entre las chapas derrumba-
das y ladraba con furia.
—Negro, venga para acá, carajo —dijo Verónica—. Hoy está
terrible.
En una de las esquinas, entre bolsas de residuos y restos de ladri-
llos, Vicente vio un animal al que le costaba respirar y pensó que era
el único sobreviviente del derrumbe que había tirado abajo la pocilga
y matado al resto de los chanchos. La mujer, como si lo hubiera escu-
chado, se lo confirmó.
—Es el único que quedó.
Vicente asintió y el perro se sentó junto a sus pies.

51
—Fue un desastre —dijo Verónica, se acercó al albañil y con las
dos manos lo agarró de un brazo.
Vicente se llevó la boina a la cabeza, sacó la cinta métrica del bol-
sillo del pantalón e hizo un gesto para indicarle a Verónica que iba a
empezar a medir.
—Dale nomás —dijo la mujer, y espantó una mosca que volaba
cerca de su cara—. Le caíste bien al Negro, mirá cómo se quedó al
lado tuyo.
Volvieron por el mismo camino de tierra, esta vez sin hablar.
Cerca de la casa principal había otra construcción más pequeña, con
techo de chapa y revoque rústico. Negro volvió a ladrar, esta vez junto
a la puerta y rasqueteando la madera.
—Negro, venga para acá —gritó Verónica.
El perro se dio vuelta y empezó a tomar agua de un charco que
había en el pasto. Verónica le contó a Vicente que el casero había via-
jado al norte.
—Lo extraña —dijo Verónica—. Yo lo entiendo.
Vicente hizo que sí con la cabeza y creyó entender la razón por la
cual no le habían dado al casero el trabajo de la pocilga.
—¿Tenés hijos?
—No, señora. Hijos, no. Dios no quiso.
—Agradecé, Vicente. Agradecé —dijo Verónica, y se limpió la
suela de las botas en una alfombra que había junto a la puerta—. No
traen más que problemas.
Entraron a la casa por un lateral que daba a la cocina y Verónica
sacó el encendedor que guardaba adentro del paquete de cigarrillos.
Vicente miró el cuerpo delgado de la mujer, el celular que sobresalía
del bolsillo, la cintura pequeña como la de las bailarinas que veía en
la televisión.
—Disculpá la mugre —dijo Verónica—. Con esto de que Rubén
no está, me las tengo que arreglar sola. Vos estás casado, ¿no?
Vicente se terminó de limpiar las botas e hizo que sí con la cabe-
za, Verónica encendió una de las hornallas y puso la pava sobre el fue-
go. Sacó el mate de una alacena y estuvo un rato hasta que encontró

52
la yerba. Después, abrió la puerta que comunicaba la cocina con el
comedor y pasó al otro ambiente. Desde ahí, junto a una mesa grande
de madera, le hizo un gesto al albañil para que se acercara. Vicente
dio unos pasos y se quedó con las manos detrás de la espalda, parado
cerca de la puerta. Escuchó el sonido del televisor y distinguió un
cuerpo frente a la pantalla, sentado en el sillón.
—Saludá, che —dijo Verónica.
Franco giró el cuerpo y con un gesto saludó al albañil. Vicente le
dijo buen día y se asombró por la palidez de su rostro; el chico tenía
un tono amarillento debajo de los ojos que le hizo pensar que estaba
enfermo.
—Sentate, Vicente —dijo Verónica—. No te quedés ahí parado.
¿Ves lo que te digo? Todo el día con el culo en el sillón. ¿Podés creer?
A Vicente le llamó la atención que Franco escuchara los comenta-
rios y no hiciera nada. Como referencia, tenía lo que le había contado
su mujer, que por mucho menos el chico había golpeado a la profesora
y pensó que tal vez no era cierto. La pava empezó a silbar y Verónica
fue hasta la cocina. El albañil dio unos pasos hacia la mesa, corrió
una silla y se sentó con los brazos cruzados sobre el pecho. Franco
apagó el televisor y se acercó. Estaba vestido con un pantalón cor-
to y una remera de un equipo de fútbol inglés. Los ojos le brillaban.
Vicente pudo ver que tenía las manos lastimadas, como si hubiera
trabajado sin guantes. Vicente pensó que el chico le iba a decir algo,
pero Verónica volvió a entrar al comedor con el mate y, antes de que
Franco hablara, le pidió que se fuera a su cuarto.
—¿En qué quedamos, Franco?
El chico dio media vuelta y, sin decir nada, caminó hacia una de
las puertas que había en el fondo. La mujer hizo que no con la cabeza
y cebó el primer mate.
Vicente pensó en hablar del clima, pero se dio cuenta de que no
era el mejor tema de conversación: el mal tiempo de las últimas se-
manas, además de haber tirado abajo la pocilga, había bajado el turis-
mo, y el albañil sabía que eso afectaba al hotel que tenían los Varela
en el centro. Entonces preguntó por Rubén. Si bien no eran amigos,

53
Vicente lo conocía de los campeonatos de truco que organizaba la
gente del Club Argentino y, como ese fin de semana había torneo, le
llamaba la atención su viaje al norte.
—Así que Rubén se fue para sus pagos.
—Sí —dijo Verónica—. Viajó ayer a la mañana. Justo ahora con
esto de la pocilga. ¿A vos te parece? Igual, pobre.
—¿Le pasó algo a la familia?
—Sí, parece que sí —dijo la mujer, y se puso de pie—. Viste que la
madre estaba enferma. Mucho no dijo, pero si no es una cosa, es otra.
A mí, la gente que no cuida su trabajo… —agregó, y entró a la cocina.
Vicente se avergonzó porque notó a Verónica disgustada con las
preguntas que le había hecho y pensó que por esa tontería podía per-
der el trabajo. Tal vez era cierto eso otro que le había dicho su mujer,
que la relación entre Rubén y los patrones era bastante mala. Sin
embargo, cuando Verónica volvió y le entregó el siguiente mate, sus
manos se rozaron durante más tiempo del necesario.
—Acá Rubén tiene todo. ¿Sabés lo que daría la gente por un tra-
bajo así?
Verónica se levantó para encender las luces y se volvió a sentar.
El mate fue y vino. Cada tanto, la mujer sonreía y le preguntaba al
albañil si se había lavado la yerba. Hablaron de lo caro que estaban
las cosas y de la falta de turistas, hasta que una camioneta estacionó
frente a la puerta de la casa y tocó la bocina.
—Ahí está —dijo Verónica, y se puso de pie.
Vicente dejó el mate sobre la mesa y se dio cuenta de que había
manchado el piso con sus botas. Franco volvió al comedor y salió de la
casa sin decir nada. Al rato, Horacio abrió la puerta principal. Llevaba
unas gafas oscuras con borde dorado y tenía un frasco pequeño en
una de sus manos. Antes de entrar, se limpió las botas con el felpudo
y no se sorprendió de ver al albañil en su casa. Franco entró detrás de
él, cargando la caja de una hidrolavadora.
—Venga, Vicente —dijo Horacio—. Vamos para el fondo que le
muestro bien lo que hay que hacer y de paso le aplico el antibiótico al
chancho.

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Verónica dijo que ya le había explicado. Horacio miró a Vicente y
le dijo que no le diera bola. Después le ordenó a su hijo que dejara la
máquina en el galpón y que cerrara con el candado.

Los dos hombres fueron por el mismo camino de tierra. El perro


los seguía rondando la zona, esta vez sin ladrar. Al llegar a la pocilga,
Horacio sacó del bolsillo una jeringa y la llenó con el contenido del
frasco. No parecía molesto por las moscas que lo rodeaban, ni por el
olor a muerto que había. Le explicó a Vicente que la idea era recons-
truir la pocilga.
—Lo primero es sacar toda esta basura —dijo Horacio, y caminó
entre los escombros—. Algo ya lo embolsó Rubén antes de irse, pero
recién hoy trajeron el volquete.
Vicente asintió.
—Después tiene que arrancar con la zapata —dijo Horacio—. La
otra no tenía, y por eso se vino abajo.
El perro empezó a ladrar fuerte, como la otra vez, y metió el hocico
entre los escombros.
—Mire que las paredes no son muy altas, pero el contrapiso tiene
que ser fuerte y tiene que tener… —Horacio hizo silencio y se inclinó
hacia el chancho—. Tiene que tener una pendiente para que la mierda
se deslice. ¿Me entiende, no? Usted sabe de esto.
El chancho se quejó del pinchazo, el perro alzó las orejas y dejó
de ladrar. Vicente asintió y se agarró las manos detrás de la espalda;
cada tanto sacudía el aire para espantar a las moscas que se intenta-
ban posar sobre su nariz o su frente y pensó en Rubén, en cómo iba a
reaccionar el casero cuando lo viera trabajando en la pocilga. Horacio
le preguntó cuánto le saldría el trabajo y lo volvió mentalmente al
campo.
—¿Cuánto? —repitió Horacio, y guardó la jeringa en una bolsa de
plástico que había sacado del bolsillo.
Vicente dijo un número por día y le habló de un ayudante. Horacio
se quitó las gafas y dijo que le parecía mucho. Tenía un ojo en compo-
ta, como si le hubieran acertado un golpe.

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—Con este tiempo de mierda —agregó, y dio unos pasos—. Se
imagina que un tipo como yo no va a estar metido en el chiquero por
gusto.
El perro se acercó a una de las bolsas de residuos y con una pata
empezó a moverla. Horacio le tiró un cascote que había en el suelo y se
quejó de que su mujer no hubiera atado al Negro. Después dijo que iba
a hacer un esfuerzo, pero que trabajara sin ayudante. Vicente le dijo
que aceptaba, pero le aclaró que solo no iba a poder avanzar mucho
y aprovechó para preguntarle si sabía cuándo iba a volver el casero.
Horacio hizo que no con la cabeza y le dijo que no se preocupara por
eso. Vicente asintió, levantó la vista y pudo ver a Franco, unos metros
más atrás, parado al borde del camino. Al darse cuenta de que el alba-
ñil lo miraba, el chico se escondió detrás de un árbol. Horacio le dijo
al albañil que arrancara al día siguiente, bien temprano, y empezó a
caminar hacia el frente del terreno.
—Si todo va bien, tal vez tenga más trabajo.
Al llegar a la tranquera de la entrada, Horacio le preguntó sobre
los materiales que iba a necesitar y los anotó en el celular que había
sacado del bolsillo. Recién ahí Vicente sintió el olor a alcohol que salía
de la boca de Horacio.

Camino a su casa, Vicente se cruzó con un vecino que también


participaba de los torneos de truco. Era un hombre de pocas palabras
que trabajaba de remisero en el puesto de la plaza. Como el albañil
sabía de su amistad con Rubén, se frenó para saludarlo. Después
de un breve intercambio sobre el clima, le preguntó si sabía por qué
el casero de Varela había viajado hacia sus pagos. El hombre lo miró
sorprendido, le dijo que no sabía que Rubén estaba en el norte y le
preguntó si iba a volver para el torneo.
—Debe estar jodida la madre —dijo después—. La cosa venía me-
dio brava con el patrón como para que el vago se tomara vacaciones.
Estela lo esperó con la cena servida y, apenas lo vio entrar, quiso
saber si había conseguido el trabajo. Vicente encendió el televisor y le
dijo a su mujer que sí, que Rubén había viajado al norte.

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—Viste —dijo la mujer—. ¿Qué le pasó?
—Algo con la familia, parece.
La mujer hizo que no con la cabeza, le preguntó qué trabajo te-
nía que hacer y si iba a poder llevar a su sobrino. Vicente le explicó
lo de la pocilga y que no iba a poder llevar a nadie porque el patrón lo
quería solo.

Al día siguiente el cielo seguía nublado. Vicente llegó al campo


de Varela arrastrando el carrito que usaba para trasladar las herra-
mientas de trabajo. Verónica lo esperaba en la tranquera, con un mate
listo. Se saludaron por primera vez con un beso que Vicente sintió
muy cerca de la boca y, apenas separaron los cuerpos, la mujer le dijo
que los materiales no habían llegado. El albañil chupó el mate y pensó
que iba a estar todo el día sacando la basura y los escombros. Vicente
asintió y pudo ver a Franco, sentado en el umbral de la puerta de la
cocina. El chico lo miraba fijo, vestido con el mismo pantalón corto y
la misma remera que el día anterior. También pudo ver que el perro
estaba atado a uno de los palos que sostenían el alero de la galería y
que se enredaba, torpe, en cada giro. La mujer le explicó que ella y su
hijo iban a bajar al centro y que no lo desatara al Negro porque no lo
iba a dejar trabajar.

Vicente se dio cuenta de que el único chancho que había sobrevi-


vido no respiraba, y lo lamentó como si fuera un animal suyo. Volvió
rápido para avisarle a Verónica, pero ella ya no estaba en la casa.
Durante todo el día Vicente trasladó, desde la pocilga hasta el
volquete, miembros de animales muertos, pedazos de ladrillos, revo-
que y chapa manchada con sangre. Algunos de los restos ya estaban
adentro de bolsas negras o envueltas en nylon. Otros los tuvo que
cortar y embolsar.
En un momento de la mañana, pensó que si usaba la amoladora
iba a tardar menos en cortar los escombros y los chanchos. Como
no tenía alargue para enchufar la máquina, fue hasta lo de Rubén a
buscar uno. Al llegar, se dio cuenta de que el candado estaba abierto.

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Igual, tardó en entrar: Negro ladraba furioso desde la galería. La casa
de Rubén era más grande de lo que parecía de afuera. El comedor
estaba algo desordenado: el mate con yerba usada apoyado sobre la
mesa, un plato sucio de tuco y ropa en el piso. El colchón que había
sobre una cama de dos plazas parecía mojado, al igual que la cajonera
que había al costado. Vicente miró el techo y pensó que si él viviera
ahí, ahorraría para hacer una losa. El ladrido del perro lo hizo apurar
y así encontró un alargue conectado a la hidrolavadora que había en
el piso.

Después de cargar cada carretilla, Vicente la tenía que empujar


por un camino embarrado que hacía que la rueda se atascara. Por el
recorrido, le tocaba pasar cerca de la casa principal y, en uno de los úl-
timos viajes, pudo ver a través de la ventana del baño a Verónica bajo
la ducha. La vio distorsionada por el esmerilado y solo de la cintura
para arriba. Le alcanzó para distinguir el contorno de los pechos y el
color más oscuro de los pezones.
A las seis en punto Vicente se acercó a la casa grande. Al verlo,
el perro, que seguía atado al poste, empezó a ladrar y a dar vueltas
sobre sí mismo. El albañil lo saludó y aplaudió frente a la entrada
principal. Esperó con la boina enrollada bajo la axila. Verónica salió
por la puerta de la cocina y le ofreció un vaso de cerveza. Tenía el pelo
húmedo y la piel de la cara brillante. Vicente no tenía ganas de que la
mujer se acercara mucho: el olor a muerto se le había impregnado en
todo el cuerpo. Rechazó la cerveza y le contó, desde lejos, que se había
muerto el último chancho.

El albañil llegó a su casa con olor a muerto impregnado en el cuer-


po. Fue directo al baño, enchufó el calefón eléctrico y se metió bajo la
ducha. Con una esponja se raspó todo el cuerpo y después se quedó
unos minutos más bajo el chorro de agua fría. Le costaba recuperar
la imagen de los pechos de Verónica.
Cenaron viendo televisión, otra vez el programa de las bailari-
nas y el caño. Al principio estuvieron callados, hasta que la mujer le

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empezó a hacer preguntas sobre el nuevo trabajo, en especial sobre
cómo lo trataban los Varela. Vicente dijo que todo iba bien y Estela
quiso saber si había vuelto Rubén. Vicente dijo que no y que los Varela
parecían buena gente.
—¿Buena gente? No, Vicente, no son de confiar.
—¿Vos qué sabés? —dijo el hombre y se levantó de la mesa—.
¿Vas a creer todas las giladas que dicen por ahí?
Estela dijo que el pibe de Varela había golpeado a la profeso-
ra y que eso venía de la casa. Vicente no le contestó y se acercó a la
ventana.
—Estás raro, pa —dijo la mujer, y sirvió un poco más de agua en
los vasos—. ¿Vos no querrás estar de casero allá?

El día amaneció nublado. Verónica le dijo que no habían llegado


los materiales, pero que a la noche había pasado el camión del volque-
te. Estaba todavía con el camisón, pero con los labios pintados de rojo
y el celular en la mano.
—Pero sin los hierros —dijo Vicente—, sin los hierros se puede
caer todo.
—Sí, ya sé —dijo Verónica, y se acercó al albañil—. Parece que no
venían por el agua que hay en el camino. Hoy va a salir el sol. Vas a ver.
Verónica sonrió y se quedaron en silencio. El teléfono que llevaba
en el bolsillo empezó a sonar y la mujer, con un gesto, le pidió que lo
disculpara.

Antes de que se fuera hacia la pocilga, Verónica le preguntó si la


podía ayudar a cambiar una lamparita. Vicente le dijo que sí y cami-
naron juntos hacia la casa. Franco estaba en la misma posición que el
primer día: sentado en el sillón, frente al televisor encendido. Vicente
lo saludó y el chico no le dijo nada. Verónica hizo que no con la cabeza
y siguió caminando.
Entraron a la pieza, la mujer le mostró cuál era la luz que no fun-
cionaba y se fue a buscar el foquito nuevo. La lámpara estaba encima
de la cama, era un cilindro color crema. Vicente se sorprendió de la

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gran cantidad de almohadones que había y del espejo que cubría una
de las paredes. Vicente corrió la cama y movió una silla hacia el centro
de la habitación, se subió, desenroscó la lamparita y pudo ver en el
reflejo del espejo a Franco, parado junto a la puerta. El albañil lo miró
y le preguntó si necesitaba algo. Además de las ojeras, el chico tenía
un leve temblor en el cuerpo.
—Rubén —dijo.
Vicente creyó que Franco desvariaba por la fiebre y cuando es-
taba por decirle que él era Vicente, Verónica apareció con el foquito,
miró a los dos hombres y le pidió a su hijo que dejara trabajar tranqui-
lo al albañil. Franco hizo que no con la cabeza y salió de la habitación.
—¿Te dijo algo? —preguntó Verónica.
Vicente hizo que no con la cabeza y recibió el foquito nuevo. La
mujer se acercó y se sentó sobre la cama.
—Está muy mal —dijo—. Ya no sé qué hacer con este chico.

Esa mañana, Verónica y Franco también bajaron al pueblo. Cerca


de las once, Vicente tuvo que recibir al hombre de las garrafas y por
eso se dio cuenta de que el perro no estaba en el campo. Le contó al
hombre que Rubén había viajado al norte y que él estaba trabajando
en la pocilga. Después llevó el tubo de gas hasta la cocina y, al dejar
la factura sobre la mesa del comedor, se quedó un rato pensando en
todo lo que haría si el casero de Varela fuera él.

Cavando la zanja encontró la bota. Estaba cerca del alambrado


y Vicente se sorprendió de no haberla visto antes. Era una talle 44 o
45, calculó el albañil y la dejó en el bolso de las herramientas. Estaba
en buen estado, algo sucia de barro y un poco salpicada de sangre. El
albañil pensó que debía ser de Rubén, sobre todo por el tamaño; el
casero era un hombre alto y corpulento.
Cerca de las cinco, Verónica se acercó a la pocilga con una botella
de cerveza y un sándwich de queso. Vicente le agradeció y dijo que no
hacía falta.
—Muchas gracias a vos —dijo la mujer—, por el foquito.

60
Vicente notó que Verónica lo miraba fijo, se puso incómodo y le
dijo que más temprano había estado el hombre del gas y que después
había encontrado una bota de trabajo. Con la pala señaló el lugar cer-
ca del alambrado y se quedó callado. Verónica abrió los ojos como
espantada y le pidió que se la mostrara. Vicente sacó la bota del bol-
so y se la alcanzó. Cuando estaba por decir que debía ser de Rubén,
ella asintió, le dijo que iba a matar a su hijo y le explicó que no era
la primera vez que Franco sacaba cosas del placar de Horacio y las
escondía por ahí.
—No digas nada, Vicente —dijo Verónica—. Yo me voy a ocupar.
Si se entera, mi marido es capaz de matarlo. Y lo digo en serio.
Verónica apoyó la botella sobre la carretilla y se besó dos veces el
dedo índice haciendo la cruz.
—Yo me voy a ocupar —repitió Verónica, y caminó hacia donde
estaba Vicente.
La mujer puso una mano sobre el hombro del albañil, le acarició
con los dedos el cuello, lo miró a los ojos, le sacó la boina y se la puso
en su cabeza.
—Nuestro primer secreto, ¿no? ¿Cómo me queda?

El albañil terminó una hora más tarde que los días anteriores. Ya
había cavado casi toda la zanja y limpiado el terreno, solo le faltaban
unos detalles para poder colocar los hierros. Al momento de irse, notó
que la camioneta de Horacio estaba estacionada junto a la casa. Se
acercó despacio a la puerta principal y, a través de la ventana, pudo
ver cómo el matrimonio discutía. Él le decía que Franco todavía no
estaba en condiciones de ir con él al Hotel, tenía un vaso de whisky en
la mano y no dejaba de moverse de un lado a otro. Ella decía que era
más peligroso que se quedara en la casa. El albañil golpeó la puerta
y las voces se callaron.

Camino a su casa, Vicente pasó por el corralón de la avenida y


preguntó si al día siguiente le iban a poder llevar los materiales, al
menos los hierros. El hombre que atendía detrás de una reja le dijo

61
que no había recibido ningún llamado de Varela y se puso a revisar el
cuaderno donde tenía anotados los pedidos. Vicente pensó que segu-
ramente el patrón había encargado los materiales en el otro corralón
y se avergonzó por el error.
—¿Estás laburando en el hotel?
—No, allá en el campo —dijo Vicente—. La lluvia les tiró la
pocilga.
—¿Y Rubén?
—Está en el norte.
—Mirá, no sabía. Mañana hay torneo. Ayer lo vi al Tucu y no me
dijo nada el guacho. Debe estar como loco.
El hombre sonrió y a Vicente no le gustó que lo hiciera. Pensaba
que no era bueno alegrarse por el mal de otro. Antes de irse, el alba-
ñil pensó en el corralón de la ruta y que le tendría que haber dicho al
patrón que ahí vendían cemento malo.

Estela preparó un guiso que Vicente comió con ganas, mientras


el canal de noticias mostraba imágenes de la crecida del arroyo.
—¿Volvió? —preguntó la mujer.
—No —dijo Vicente, cambió de canal y puso el programa de las
bailarinas—. Tengo que hacer buena letra.
—¿En serio vos querés trabajar allá?
—Ahí vos también tendrías trabajo y la casa es más grande que
esta.

Vicente se levantó a las tres y media de la mañana y no se pudo


volver a dormir. Había soñado con Verónica. Ella estaba en la pocilga,
mientras él cortaba los chanchos. En un momento la mujer se acerca-
ba y sin decirle nada le bajaba el cierre del pantalón. Después metía
la mano por la abertura del calzoncillo y lo empezaba a masturbar
con el pulgar y el índice. Vicente la abrazaba con fuerza y le sacaba
la camisa. Verónica le pedía que la tocara y él le metía la mano por
debajo de la pollera y con dos dedos le corría la bombacha. Verónica
gemía al sentir la mano del albañil y Vicente sentía cómo los dedos se

62
le humedecían. De pronto, estaban adentro de la habitación de la casa
principal y Vicente la agarraba de la cintura, la daba vuelta y veía que
la mujer tenía varios moretones en la espalda. Verónica daba unos
pasos hacia adelante y apoyaba las manos en el espejo que había en
la pared. En el reflejo, Vicente se veía como si fuera Rubén y también
veía a Franco más atrás, observándolos desde el umbral de la puer-
ta. Vicente penetraba a Verónica con suavidad y, al hacerlo, se daba
cuenta de que tenía en el pie la bota que había encontrado en la pocilga
y que la mujer, por momentos, era Estela. El sueño terminaba cuando
Horacio llegaba a la casa y los encontraba desnudos en la cama.

Verónica lo esperó en la tranquera con el mate y unos bizcochos


de paquete sobre un plato. Al verla, Vicente supo que el casero tam-
poco había vuelto. La mujer estaba vestida con una pollera floreada y
una camisa blanca, casi transparente. Vicente pensó que la mujer se
la había puesto para él: no era ropa para usar en el campo, menos un
día que anunciaba lluvia. Ella le dijo que los materiales iban a llegar
por la tarde. Vicente se animó a preguntarle en qué corralón habían
hecho el pedido y, cuando lo hizo, se dio cuenta de que el ojo derecho
de la señora estaba enmarcado por un moretón. Se acordó de la dis-
cusión con Horacio del día anterior y de la parte del sueño donde veía
a la mujer con la espalda lastimada. Verónica sonrió y le dijo que no
tenía idea.
—¿Por?
—No, por nada, señora.
—Llamame Vero, o Verónica, Vicente. No me hagas sentir tan
vieja y fea.
—No, señora. No quise.
—¿Te parezco muy fea?
—No, señora. Todo lo contrario.

Durante la mañana Vicente terminó con la zanja y preparó el ta-


blón para trabajar los hierros. Si el tiempo era bueno y los materiales
llegaban, a la tarde podría medir y cortar las varillas. Pero después

63
del mediodía se nubló oscuro y, apenas cayeron las primeras gotas,
Verónica fue hasta la pocilga y le propuso entrar a la casa. El agua le
había mojado la camisa y Vicente se dio cuenta de que la mujer no
llevaba corpiño. Los últimos metros los hicieron corriendo, bajo una
lluvia torrencial.
Verónica se sentó en uno de los sillones, se desató el pelo y sirvió
cerveza en dos vasos. Le dijo que Franco se había ido al Hotel a tra-
bajar con su padre. Mandó un mensaje con el celular y apoyó el apa-
rato sobre la mesa. Vicente se sacó la boina mojada, caminó hasta la
ventana y le preguntó si sabía algo de Rubén. La mujer lo miró e hizo
que no con la cabeza.
—Nada —dijo, y le pidió al albañil que se sentara.
Vicente le dijo que no podía porque estaba algo sucio y mirando la
lluvia pensó que tanta agua iba a tirar la zanja. Tenía la boina enrolla-
da entre sus manos. Verónica le ofreció el baño para que se duchara
y Vicente dijo que no hacía falta. La mujer insistió. Se levantó y se
acercó al albañil.
—Horacio llega tarde —dijo, y lo agarró del brazo.
Vicente escuchó el ruido del motor de un auto y se corrió hacia un
costado. A los pocos segundos la puerta principal se abrió. Horacio y
Franco entraron a la casa. La mujer se volvió a atar el pelo y le pregun-
tó a su marido qué había pasado. El hombre vio que también estaba
Vicente en la casa y le ordenó a Franco que se fuera para su pieza. Le
costaba articular las palabras. El chico le hizo caso y cuando pasó
cerca del albañil lo miró durante unos segundos a los ojos y le hizo
que no con la cabeza. Horacio se acercó al bar que había en el comedor
y con algo de dificultad destapó la botella de whisky. Sirvió bebida en
dos vasos, miró a Vicente y le preguntó cómo iba la zapata.
—La lluvia va a tirar la zanja.
Horacio le dijo que no importaba, se acercó zigzagueando hasta
donde estaba Vicente y le ofreció uno de los vasos. Le propuso un
brindis y le preguntó si le gustaría ser el nuevo casero. Vicente quiso
saber de Rubén y el hombre le dijo que no iba a volver. El albañil bajó la
vista y, cuando estaba por decir que sí, que aceptaba el ofrecimiento,

64
le dijo que lo tenía que pensar y le preguntó si le podía contestar el
lunes.
—¿Cómo que lo tenés que pensar? —dijo Horacio—. ¿Sabés la
gente que hace fila para tener un trabajo así?
Verónica le pidió que se tranquilizara y le explicó que seguramen-
te el hombre le tenía que consultar a la mujer. Vicente asintió. Horacio
tomó de un sorbo el whisky que había en el vaso, hizo que no con la
cabeza y se fue hacia su habitación.

Llegó a su casa sin lluvia y con parte del cielo despejado. Entró
con la decisión de no decirle nada a su mujer; pensaba que si lo hacía,
Estela lo iba a tratar de loco y que entonces lo mejor era contarle más
adelante, cuando confirmara, o no, su sospecha. Estela le preguntó si
había vuelto Rubén. Vicente, sin mirarla, le dijo que no y fue hasta la
pieza. En menos de un minuto se desnudó y se puso ropa seca. Antes
de volver al comedor, guardó un par de guantes de trabajo en el bol-
sillo y decidió ponerse los zapatos más fuertes que tenía. La mujer le
llevó un mate y le dijo que le había preparado una pastafrola. Vicente
le explicó que se iba para el torneo.
—¿Ya? Si faltan como dos horas.

Vicente caminó hasta el basurero que había del otro lado de la


ruta, con la pastafrola en la mano, a paso rápido y decidido. No es-
taba seguro de que todos los volquetes los vaciaran ahí, pero no se
le ocurría otro lugar donde pudieran hacerlo. Tampoco sabía en qué
momento quemaban la basura.
En la entrada del predio había una barrera y una cabina como
la de un peaje. Vicente le preguntó al hombre que estaba adentro si
podía pasar unos minutos. El hombre le dijo que no, pero el albañil
insistió.
—Me comprometés —dijo el hombre—. ¿Para qué querés entrar?
El albañil le explicó que esa semana había trabajado en lo de Va-
rela y que por error se había olvidado una pala en el volquete. Después
le dijo que la torta era para él y que su mujer era la mejor cocinera de

65
pastafrola del pueblo. El hombre le dijo que podía pasar solo unos
minutos y que iba a ser muy difícil que encontrara la pala entre la ba-
sura. Vicente le agradeció y le dijo que al menos lo iba a intentar, que
era una Gherardi. El hombre salió de la cabina, agradeció por la torta
y le preguntó qué día habían traído el volquete y si era uno de los de
Santibañez. El albañil le dijo que sí, e hizo una cuenta en la cabeza
para calcular el día. El hombre le indicó uno de los montículos de ba-
sura, le dijo que buscara por ahí y que tuviera cuidado.
El predio tenía el tamaño de cuatro o cinco manzanas. En el perí-
metro estaban las montañas de basura separadas entre sí por varios
metros y el resto era una meseta de tierra, marcada por las huellas de
los camiones y sobrevolada por caranchos. También había un verte-
dero del que salía una columna de humo gris. Vicente estuvo casi una
hora entre moscas y ratas, removiendo la basura del montículo que
le había indicado el hombre de la entrada. Aunque se había subido
el cuello de la remera hasta la nariz, varias veces pensó que se iba a
descomponer del olor. Escarbó entre pañales, barro, restos de comida
húmeda, neumáticos, envases y escombros. Buscaba con desespe-
ración mientras escuchaba las ratas. Abrió cada una de las bolsas
negras hasta que en una encontró el primer indicio: los chanchos mu-
tilados, en estado de descomposición. Vicente siguió con las bolsas
que había alrededor y en una de las que estaban más abajo, al abrirla
por uno de los extremos, pudo confirmar lo que había sospechado.
Los pies estaban casi intactos, pero uno solo tenía la bota puesta.

66
Fideos crudos y bonsáis
Martina Renzi

Juliana. Tiene el nombre de la valijita de juguete que nos regalan


a las nenas para Navidad, eso fue lo que pensé cuando nos sentaron
juntas el primer día de clases. Yo no les hablaba a mis papás por ha-
berme cambiado a esa escuela católica, más barata que la anterior,
así que esa mañana inaugural de tercer grado solo dejé que me salu-
daran con un beso y puse como respuesta una mejilla rígida. El día
que me enteré de la traición, empecé a dedicarles un apartado en mi
diario íntimo. Escribí mi primera declaración en la última página: ni
“mamá” ni “papá”, sus nombres verdaderos, en mi cursiva elegante,
acompañados por un gigante “los odio”. Todas las tardes de ese ve-
rano de transición, repetía mi rutina y así iba llenando, de atrás para
adelante, mi cuaderno con candado. El final estaba escrito para mí,
y nunca iba a perdonarlos.
Yo quería que todos supieran que venía de una escuela mucho
mejor, que el jumper azul le ganaba al guardapolvo marrón, el hoc-
key al quemado, la señorita Liliana a esa Ana María, el campo de
deportes a un patio descubierto, y la plata a Dios. No quería hablar
con nadie y todos venían a hablarme en los recreos y preguntaban
siempre lo mismo. Era la extranjera que les mostraba postales sobre
lugares que nunca iban a conocer; exageraba y decoraba cada pala-
bra, para hacerlos envidiar. Empecé a recibir cartitas de “¿Querés
ser mi mejor amiga?” y “Tu enamorado secreto”, todas las semanas.
Mis compañeros me adoraban y, para la primera fecha patria del año,

67
era abanderada. Ya no quería volver al otro colegio en el que había
sido una más, pero no iba a decírselo a nadie, así que preferí jugar a
seguir enojada con mis papás y agradecerles en silencio en mi diario
clandestino.
La única del grado que no moría por mí era mi compañera de
banco, Juliana. Era una de las más bajas y, encima, no veía bien, así
que desde primer grado la habían sentado en la primera fila de ban-
cos. El día que empezaron las clases, en el acto y antes de entrar al
aula, cada chica había arreglado con su mejor amiga para sentarse
juntas. Después me enteré de que la señorita Ana María era muy es-
tricta y, los que tenían hermanos más grandes lo sabían, no permitía
ningún cambio de banco en el resto del año. Juliana no tenía amigas.
Así, yo, de altura y vista perfectas, tuve que sentarme con la enana
bizca que había quedado sola en un banco de dos. Me molestaba que
no me hablara, que no se peleara como el resto para ser mi mejor
amiga, desperdiciando la ventaja de estar sentada conmigo todos
los días. Ni me miraba. Si seguía así, capaz no la invitara a mi fiesta
de cumpleaños.
Un viernes al mediodía, mamá solo podía buscarme ese día,
bajábamos las escaleras hacia la puerta de salida y la vi en el patio,
hablando con la vicedirectora. Raro, ella nunca entraba, me esperaba
directamente en el auto para no tener que estacionar.
—¿Qué pasó? —le pregunté.
—Nada, es que Juliana se va con nosotras —me dijo.
—¿Qué? ¿Qué Juliana? ¿Por qué? No quiero.
—Ay, nena. Tu compañerita de banco. Me llamó la mamá. No
puede venir a buscarla y me pidió que se quede en casa. ¿Dónde está?
Así nos vamos... —y miraba para la fila, de principio a fin, como si
la buscara. ¡Pero si no la conocés! Y no la conocés, porque no es mi
amiga.
Una mano se apoyó fuerte en mi hombro, giré mi cabeza y sus
ojos marrones, sin lentes ahora, me miraban desde abajo, firmes,
centrados en mí. De repente, ya no me parecía bizca. Y me sonrió sin
mostrar los dientes, me sonrió por primera vez, y me di cuenta de que

68
era una cara nueva. Ella sabía todo, todo. Mamá le dio un beso, no sé
qué le dijo, y nos fuimos a casa.
Almorzamos las tres juntas y Juliana era normal. Se reía, habla-
ba, miraba, comía, escuchaba. Sabía hacer de normal con los grandes
y así, para mamá, ella se volvía una amiga más. Pero yo sabía más,
porque ahora la veía, y como cuando aprendés a leer, ya no podés pa-
rar, leés todo, los carteles de la calle, los paquetes del supermercado,
los lomos de todos los libros de la biblioteca, porque antes no podías
y ahora podés. Pero aprendés a hacerlo para adentro o en voz baja,
porque también aprendés que a los demás les molesta, porque ya se
acostumbraron y no quieren ver, no quieren saber tanto. Así que em-
pecé a leer a Juliana en confidencia, a simular cuando había otros y
a seguirla cuando estábamos solas. Ayudamos a levantar la mesa,
sí, dos nenas comunes y corrientes. Mamá dijo que nos fuéramos
a jugar, ella lavaría los platos y después iría a descansar, “cualquier
cosita”, podríamos despertarla.
Ya solas en mi habitación, prendí la tele, solo para que el ruido nos
protegiera. Nuestras miradas otra vez.
—¿Vivís en casa o en departamento? —le pregunté, y abrí el ven-
tanal que daba al balcón.
—En una casa —me dijo—, ¿en qué piso estamos?
—En el séptimo —salí al balcón—, vení.
El repentino ruido de la avenida dejó que nos riéramos muy fuer-
te, sin peligro de ser escuchadas, y con las bocas abiertas hasta el do-
lor en las comisuras, tragábamos viento y el pelo se nos enredaba. Se
subió sobre un zócalo bajito, prendió sus dedos en las rejas y se trepó
dos pasos, para ver mejor. Me daba un poco de miedo verla avanzar,
como si algo se cayera adentro de mi panza, pero no podía decirle
nada y me reía. Saltó al piso y entró a la habitación. No tuve tiempo
para entrar y ella ya estaba volviendo. Escondía algo en sus manos y
las balanceaba detrás de su espalda. Quería atraparla, tiraba mano-
tazos, pero se movía rápido.
—Mirá —y me mostró dos bolas azules, como de plastilina, pero
las toqué y eras duras, muy duras.

69
—¿Qué son?
—Las bolas de la justicia —y me miraba con los ojos más abier-
tos, y hacía una mueca con la boca, poniéndola como un montoncito
de carne. Me dio una.
—Dale, ¿qué son? ¿Para qué sirven?
—Te puedo mostrar... —y se agachó, quedó en cuclillas, con la
mano izquierda se agarró de la reja, colgándose, y con la mano de-
recha tiró fuerte una bola, haciéndola pasar limpia entre uno de los
cuadraditos de hierro. Pude seguir todo su recorrido con mi vista, la
bola parecía un globo lento. Pero, llegando al suelo, volvía a ser bola.
¡Tummm! Sonó. Duro y fuerte. Contra la vereda de enfrente. Me
di cuenta, mi cara estaba seria. Ahora, sentía la panza como juntita,
mucho miedo en el centro.
—Son de la masa para modelar, ¿ves? —y me mostró otra bola
que tenía en el bolsillo—. Me vino con la cabeza de plástico. Con la
masa y los moldes le hacés los dientes y las muelas. Pero si la dejás
afuera del tarro, se seca y se pone así de dura. ¿Viste cómo suenan?
—Me dio un empujón suave en el brazo—. ¡Dale, tonta! ¡Reíte! Te
toca a vos.
No sé si quería, pero tenía que hacerlo. Teníamos que empatar,
estábamos juntas. Repetí todos sus pasos: agacharme, cuclillas,
mano en la reja y... ¡Tuuummmmm! Le di a un colectivo, al techo, se
sintió la chapa, ese ruido silenció a todos los ruidos. Nos tiramos al
piso, acostadas boca abajo, cuerpo a tierra. Juliana hizo una semila-
gartija, para espiar la calle. El colectivo había frenado en la esquina,
el chofer se había bajado y caminaba con las manos en la cintura.
Terror, frío y calor. Parece que no vio nada, porque volvió a subirse y
arrancó otra vez. Entramos corriendo a la habitación y cerré el ven-
tanal. El pecho me explotó por la boca y no podía parar de reír; ella
me seguía, pero nos tapábamos la boca, cuidadosas, porque ahora
ocultábamos algo.
Mamá nos preparó la merienda. Hicimos la tarea juntas y le mos-
tré mi álbum de stickers y mi colección de papeles de carta. Tenía
de todos los colores, perfumados, antiguos, lisos, con personajes,

70
troquelados, con y sin sobres. Ya los había llevado al colegio, eran mi
orgullo, y me gustaba mostrarlos. Pero ella nunca se había acercado,
así que no los conocía. El que más le gustó fue el de aroma a limón,
acercaba su nariz y respiraba largo, como si quisiera aspirarlo. Pero
no me lo pidió. Todas las chicas querían quedarse con alguno o me
pedían cualquiera de regalo, pero Juliana no. Después de guardarse
el limón en su nariz, lo devolvió a la carpeta y no dijo nada.
Timbre. Llegó la mamá de Juliana. Fuimos a la habitación a
buscar su mochila. En vez de agarrarla, la abrió, sacó un cuaderno,
arrancó una hoja y, con la mano, cortó dos pedazos chicos. Después,
dos biromes de su cartuchera.
—¡Rápido! Antes de que me vaya. ¡Tomá! —Me dio un papelito
y una birome—. Ahora somos amigas. Pero podemos ser mejores
amigas. ¿Querés? —No me dejó responder y siguió—: Escribí algo
que nadie más sepa de vos, un secreto. Yo voy a hacer lo mismo. Y así
vamos a compartir algo, juntas, las dos y nadie más.
Nos miramos otra vez, no sabía qué escribir. Mamá gritó desde
la puerta, que nos apuráramos, que ella, mientras, iba llamando al
ascensor. No había más tiempo y sí, quería ser su mejor amiga. Así
que lo escribí y doblé el papel en todos los pliegues que pude. Juliana
abolló el suyo. Los intercambiamos y corrimos al ascensor.
Conocí a su mamá. También era bajita y de pelo lacio. Nos des-
pedimos contentas. Subimos y fui rápido a mi habitación. Cerré la
puerta y me senté al lado de la cama, con la cola en el piso y los brazos
sobre el acolchado. Abrí el papel y decía “como fideos crudos y me
gustan los bonsáis”.
Me pasé el fin de semana pensando. El lunes volvimos a vernos
y no me miró distinto. En el aula, hablamos de cosas normales, pero
en el primer recreo no aguanté más. Tuve que esquivar a esas chicas
que creían ser mis amigas, ya no me interesaban, y cuando pudimos
estar solas, le pregunté. Me contó de los fideos. No se acuerda cuándo
empezó, pero sí que fue de noche. Caminar despacio hacia la cocina,
agarrar el frasco y empezar a chuparlos. Porque, me dijo, es peligroso
morderlos directamente, se te pueden clavar. Aparte pueden hacer

71
mucho ruido, son crocantes, y cualquiera podría escucharla. No pue-
den ser largos, tienen que ser cortos. Sus preferidos son los mosta-
choles. Le pregunté por los moñitos y los de sopa. No, que ni se me
ocurra. Entonces, cada noche agarra tres o cuatro del frasco y se va a
la cama. Los chupa y así se ablandan. Después, parece que se comen
solos, muy fácil. También le gustan cocidos, pero dice que no es lo
mismo. No piensa en dejar de hacerlo, pero tampoco en agrandar la
ración. Con los bonsáis es distinto, ella no hace nada, solo piensa. A
su mamá le gustan y tiene cinco o seis. Ella los mira y, aunque le dan
ganas de cortarlos, eso se lo deja a su mamá. Pero piensa mucho en
ellos, en que solo viven para ser mutilados, que cuando se atreven a
crecer... otro cortecito más. Y dice que los escucha llorar, siempre, y
los escucha rezar para no crecer más, para quedarse así, y no volver
a sufrir. Pero siempre terminan creciendo y, entonces, su mamá los
retoca. Y mejor que es así, porque si no crecieran, su mamá dejaría
de quererlos, seguro los tiraría y, quizás, volvería a cortarle el pelo
cortito, como la última vez.
Había llegado el mediodía y Juliana no me había dicho nada. Me
pareció raro, pero quizás era mejor, no sé si quería hablar de eso. Sonó
el timbre de salida, bajamos en fila las escaleras, así que, por primera
vez en el día, nos separamos. Volvimos a vernos en la salida a la calle,
se acercó y me dijo al oído que tenía un plan.
—A las tres, te espero en la puerta de tu casa. ¿Tu mamá duerme
la siesta a esa hora, no? Armá la mochila con ropa, la plata que tengas
y algo para comer. No sé... una mochila para un día o dos. No lleves la
tarea ni nada de la escuela, ¿sí?
Se fue corriendo, no le dije ni que sí ni que no. Las dos sabíamos
que a las tres íbamos a encontrarnos.
Bajé diez minutos más tarde y Juliana estaba ahí, esperándo-
me. Las dos habíamos cumplido. No le pregunté nada, la agarré del
brazo y empezamos a caminar. Nadie iba a poder retarnos, cruzába-
mos solo cuando el semáforo lo permitía y mirábamos para ambos
lados. Llegamos a la plaza, habíamos hecho cuatro cuadras nada
más, pero estábamos contentas, nos sentíamos como de séptimo.

72
Encontramos un banco vacío y nos sentamos. Yo abrí mi mochila
y saqué mi primer paquete de galletitas rellenas, ella abrió la suya
y sacó mi papelito. Volvió a abrirlo y me lo mostró, para que supie-
ra que teníamos que hablar. Con mi letra y birome azul, decía “soy
adoptada”.
—¿De dónde son tus papás verdaderos? —me preguntó.
—De Misiones.
—¿Los conociste?
—No, nunca.
—¿Dónde queda Misiones?
—En otra provincia.
—¿Y cómo llegamos?
—Mmm... —No sabía muy bien cómo—. En avión, en auto...
—¿Y caminando?
—Puede ser... pero es medio lejos.
—¿Trajiste plata?
—Sí, sesenta pesos.
—Yo tengo comida, jugo y bolas de la justicia. Vamos.

73
El tercero en discordia
L et ici a D ’A l ben z io

Se aproximaban las fiestas. Clara tenía que tirar el año por la


ventanilla. Lejos. Y agarró a su hijo Juan para llevárselo a Valle Her-
moso, el pueblo donde vivía su madre.
—¡Basta, Juan! ¡Allá, hasta tenés montañas de vista! Y vas a
poder salir a jugar al aire libre, sin límites de espacio ni de tiempo, con
los vecinos… ¿Te acordás qué bien la pasabas con ellos cuando eras
chico? —Clara revolvía argumentos a los gritos para entusiasmarlo.
Sin embargo, Juan prefería los juegos virtuales con amigos de
la escuela a los encuentros verdes con fantasmas de la infancia. No
quería ningún cambio más. Ya había sufrido las discusiones y la se-
paración de sus padres como para tolerar otra alteración en su vida.
Pero con diez años no tenía más opción que oír lo que no quería escu-
char y hacer lo que lo obligaran a hacer. Aunque lo perturbara. Debía
seguir a su madre hasta el fin del mundo, hasta Valle Hermoso, en
un micro tan largo como la noche.
Clara se sentó en la butaca de la ventanilla a pesar de que era el
lugar que Juan prefería. Siendo tan tarde, suponía que él pronto es-
taría durmiendo su resignación. Ella, en cambio, tenía que perder la
cabeza en la llanura.
Mates y termos plateados con ganas de humedecer yerbas, au-
riculares de jóvenes orejas, y familias con risas tipo, rechonchas de
consumo en cuotas, desolaban Retiro.
Todos vociferaban.

75
Clara miraba afuera y Juan pensaba en las fiestas, ¿qué iba a ha-
cer sin su papá y sin la Play? Siempre la pasaron los tres juntos.
Juan se concentraba para dormirse y olvidar. Todos vociferaban.
Clara lagrimeaba oscuridad de rutas. Eran ellos contra la alegría de
todos. Ellos, queriendo apagar el entusiasmo de los otros. Apagarse
el pasado. Escaparse.
Clara, por fin, se durmió cuando el resto del micro quedó en mute.
De vez en cuando circulaba alguna interferencia de auricular al máxi-
mo. Invisible para cabezas planchadas como la suya; pegajosa para
frentes sensibles como la de Juan, que forzaba los párpados para
dormir su bronca.
Todas las butacas aleteaban respiración rem. Excepto dos.
Además de la de Juan, había otra que permanecía sin sueño. Estaba
rígida detrás de él. Y, como eyección de muñeco a pila, le suspiró ba-
beante y gutural en la oreja:
“Un ar bol dos árbol tresar boles cuatroaaaaaarrrrrboles un
aaaaarbol dos árrr…”.
Juan se paralizó.
“… rrrboles tres tres tr tr tres árrrbolesss cua cuá ccuaaaatro
árrrrboles”.
Y silencio.
Juan no parpadeó. No giró la cabeza. Y, aunque percibió de reojo
que su madre seguía durmiendo, no dudó, había escuchado bien. La
voz había sonado nítida y baja.
Uno.
Dos.
Tres segundos sin parpadear.
La curiosidad silenciosa lo asomó al asiento de atrás.
Se topó con el semblante gris de un par de huesos con los ojos
perdidos en la inmensidad de su respaldo y los hombros chorreando,
desteñidos.
“Me voy con los A A ARrrboles por fin pude salir leeeeejos con
los Arboles lejos de la ciudad. No. De la ciu ciu ciudaDDDD con los
ARrrboles”, se encendió de repente con voz inestable.

76
Los pasajeros que se sentaban a su alrededor empezaron a cu-
chichear. Los que estaban más lejos no escuchaban esa voz mo-
nocorde que apenas levantaba intensidad en algunos sonidos. Su
compañero se degolló con la frazada para dormirse antes de que la
cosa empeorara.
Todos cubrieron su inexistencia como pudieron, no querían que
ocurriera lo que estaba ocurriendo.
Pero Juan giró su cabeza confusa para despertar a Clara,
agitándola.
—¡Ay, Juan! Faltan como cinco horas para llegar. ¡Dormí de una
vez! —dijo Clara.
Gesticulaba con exageración, pero controlaba la voz para no des-
pertar a nadie.
“Me voy voy con los decibeles. NO. NO. NOOOOO. con los AR ar
ARrrrboles. me voy con los AR ar ARrrrboles porque bajé los decibe-
les. me lo dijo el gran señor…”.
—No, ma. ¿Escuchás? Es el de atrás. ¿Qué le pasa?
La baba de esa voz se superponía a las palabras de Juan, que le
exigía a la madre una explicación.
—Bueno, Juan. Dejá. Bajá la mano. Dejalo. Ya se le va a pasar.
Pensá en cosas lindas. En todo lo que vas a poder hacer allá cuando
lleguemos…
Juan se acomodó en la butaca, disconforme. ¿“Allá”? Sin tele,
sin computadora en la habitación, mmm… ¿“allá”? Sin tele, sin com-
putadora, sin tele, sin… La resignación ahora subía y bajaba con la
cadencia pegajosa de la boca del de atrás. Clara lo tomó de la cabeza
y lo apoyó en su regazo. Siguió mirando a través de la ventanilla. La
línea tirada al borde de la ruta la estupidizaba. Mientras, el cielo se
burlaba, invisible, del silencio de los sordos.
Pero Juan tenía los oídos alerta. El de atrás ahora se asfixiaba
risueño. Casi imperceptible. ¿Se ríe? No, no, chista y les habla, pero
ellos aprietan los ojos y aprietan y aprietan, ¿nadie lo escucha? Si
se ahoga de risa, deci ¿qué? No sabe contar los árboles, ¿decibeles?
Papá se sabe todas esas palabras raras, papá se las sabe sabe todas

77
esas papá las sabe las papá no las palabras le voy a palabras papá
preguntar…
La cadena de pensamientos se cortó cuando la voz sonó enfática:
“Me dio el ál ál áltaaaa porque bajé los deciiiibeeeeles. me voy a
valle heeeermoooso leeeeejos jaajaj con A A ARRRboleees lejos de la
op ja ja ja de la op o o opresión opresión opresión lejos del runrún y de
los griiiiiitoos del ruido de la ciudad porque bajé el rum de los decibee-
eles decibeee jajaj decibeeeles voy a estar tranquí tranquí tranquiiloo.
en valle hermooosooo. me lo dijo el gr agra GRA nnn señorr ruuunn.
me dio el alta álta ÁLta…”.
Varios pasajeros dieron un fustazo con sus cabezas. Cruzaron
miradas desesperadas. Ahora todos se enteraron de su presencia
molesta y piaron con el pico entrecerrado:
—Pero ¡¿qué es esto?! ¡Por dios! —se quejó una panza en el segun-
do asiento, acercándose a la papada que lo abrazaba.
—Qué manera de empezar las vacaciones. Se tiene que cansar
de hablar en algún momento. Así, toda la noche, ¡no puede seguir!
No podía seguir, la afirmación sonaba con la indignación de las
incertidumbres.
Con el correr de las ruedas, las puntadas se profundizaban en la
sien. Los monólogos se repetían intermitentemente. Noche y rueda.
Rueda tras rueda.
La voz penetraba en los cráneos. La gente se tragaba el malestar
hasta la descompostura porque “en situaciones como esta es mejor no
arriesgarse a decir nada”. Entonces los más intolerantes iban hasta
el baño porque era el único lugar donde podían bajar por un rato el
repiqueteo de esa voz.
El pasillo, poco a poco, se convirtió en una pasarela longeva y el
inodoro, en la butaca del silencio.
Juan se retorcía en “mamis” acongojados, lloriqueos: “no quiero,
ma”, “no quiero”.
—¡Por favor! Juan, bajá la voz. ¡Te va a escuchar! Es un loco, no
sabemos cómo puede reaccionar.

78
Juan se tapaba las orejas con las manos. Clara chorreaba frío por
el esternón. Sonreía a su hijo en son de tranquilidad, pero transpira-
ba. Acariciaba sus mejillas automáticamente:
—Así, hijo. Quedate quietito que ya llegamos. Allá va a estar todo
bien.
—Sí, mami, sí. Mami. Maaa. En Valle Hermoso lejos de la ciu-
dad. No. De la ciu ciu ciudaDDDD con los ARrrboles leeeeejos. lejos
de pa paa papá voy a jugar voy A JU GAR con los veciiiiinos y con los
A A ARRRboleees sin la play station sin la play station. DECÍ, de-
cíle decibeles a papa que se CA Calle. No. valle hermoso. voy a estar
tranquí tranquí tranquiiloo. sin límites sin compu, ma. con la buela.
SI SI SI. LA A BUELA. lejos del runrún y de los griiiiiitoos en Valle
hermoso CON montañas de papá VEEEERDES sin computadoooo-
ra… —dijo Juan.

79
Proyecto Gogol
Marina Berri

La primera vez pasa en un bar de esos nuevos, en Palermo. Le-


vanto un vaso que pienso que es de vidrio, pero que en realidad es de
plástico. Reproduce la forma y la espesura de un tipo particular de
vasos, mis vasos preferidos, de boca ancha, biselados, con bordes
gordos y un fondo que deforma los objetos, como si fuera una botella
barata. Mi analista tenía de esos vasos, los apoyaba sobre el escrito-
rio de madera clara, y ahora en mi casa yo uso los mismos: llenos —él
los llenaba de soda fría, soda gruesa de sifón— le sacan la sed a un
buey y vacíos son un espejo turbio, un abrevadero.
La idea de la contundencia se deshace como un moño. Bajo el des-
concierto del vaso de plástico mi mano se confunde y se va torpe para
arriba. Es ridículamente liviano. Un fraude, y me cuesta segundos
entender que no está frío, que no es de vidrio, que es transparente, sí,
pero nada más, y que si lo tiro al piso, en vez de estallar, va a rebotar
alegremente con ese ruido bobo de las jarras de colores y de los platos
del jardín de infantes.
Seguro pasa porque estoy cansada. En unas semanas tengo
que dar un examen. Me enteré tarde, por un mail que alguien —un
exnovio del que me había olvidado y que, con su nombre silbando en
negrita entre los otros correos, me recordó amablemente su existen-
cia— me reenvió. La propuesta me pareció salida de un cuento —las
oraciones, un bosque oscuro de árboles altos y nidos de pájaros des-
hechos; los diccionarios, señores que dan indicaciones ambiguas o

81
genios de botella que se limitan a enredar oráculos, y al final la Plaza
Roja, como una casita de chocolate—, pero antes de agarrar eso hay
que pasar una prueba. No un examen de esos de aprobar o no aprobar:
un examen de ser el mejor. Si soy la mejor, entonces puedo convertir-
me en la traductora de Gogol. No de cualquier libro de Gogol, sino de
Las veladas de un caserío cerca de Dikanka. El título ya tiene gusto añe-
jo. Puedo hacerlo rodar por la boca, como un caramelo duro de centro
blando, y sentir otras épocas, otras tierras, el calor de estufas viejas.
Gogol. Paladeo el apellido, que para mí es como un nombre. Si
demuestro que soy la mejor, tengo tres años para ir pasando del ruso
al español, uno a uno, frase a frase, los cuentos de ese libro, en Moscú
primero, en Odessa después. Puedo ir a Rusia, estar con compañeros
que traducen los cuentos a lenguas diferentes y tener clases de lite-
ratura y de traducción, de historia, de la vida en Ucrania. Pero para
eso antes tengo que estudiar las excepciones de las declinaciones y
de los verbos que nunca estudio porque me da fiaca, dejar de decir los
números con las manos para evitar declinarlos, tengo que pesar las
palabras, revolver mi español como un cajón de medias para encon-
trar las expresiones sin agujeros, que den el tono, que no estén en el
fondo del diccionario y a la vez que sean raras y que brillen un poco,
no como diamantes, sino como un par de zapatos recién lustrados o
como un hilo de miel. Leo la traducción que hay, subrayo frases que
no entiendo en español. No importa. Si me presento, tengo una posi-
bilidad. Si no, ninguna.
Pienso en Rusia, en los samovares, en el programa Gogol, y me
relamo y tal vez por eso pasó lo del vaso.
Estoy exhausta. De hecho, salía con un chico y decidí dejarlo por-
que no tengo tiempo. No voy a encontrar otro que me guste tanto.
Pero si para evitar asustarlo no llegué a decirle que yo tomo clases
de ruso con tres profesores y que a ninguno le digo la verdad y a todos
les pido tarea, menos voy a contarle del programa. También dejé de
ver a mis amigos, de cocinar y de atender el teléfono. Lo único que
hago es llamar a mi mamá preventivamente y salir a un bar, a la tar-
de, y eso es solo un truco para rendir mejor: si me quedo en casa el

82
día entero, dejo de absorber palabras y estructuras. Limito mis inte-
racciones con el español a las traducciones de pasajes que no puedo
resolver y a algunas obras del siglo diecinueve, para familiarizarme
con los objetos y las costumbres. También leo obras rusas para ente-
rarme de las cosas raras que pueden hacer los personajes, porque la
mayoría de las veces no sé si estoy entendiendo bien (¿es un chiste?,
¿estoy recordando mal la palabra?, ¿es una metáfora descabellada?,
¿es una manera de hablar?). Una bruja puede separar el plumón del
cañón (¿tenemos un nombre para eso?, un diccionario me responde
con palabras apolilladas bajo “pluma: astil guarnecido de barbillas”;
el otro es apenas un poco más claro: “barbas, bárbulas”) en un balde,
sin más explicación, o volar en un mortero en vez de en una escoba y
hasta preocuparse por no tener pasaporte. Los arroyos pueden correr
por las calles de la aldea —la crecida, claro—, alguien puede pedir
que enciendan bien la estufa o comer rábano con el vodka. Un caballo
puede poner cara de ofendido. E incluso tienen una tristeza especial,
la tristeza de primavera. O tal vez yo estoy confundiendo todo eso.
También tengo que acostumbrarme a los objetos, el atizador, que
está por todas partes (¿no puedo poner “el coso”?) y a mí me cuesta
encontrar la palabra, nunca la uso en español, nunca uso atizadores,
el poyo de la estufa, las gravillas de trigo y hasta los pantanos.
Así que si un vaso me parece más pesado y resulta que no lo es,
bueno, con unas horas de sueño se pasa. También está el tema con los
escalones, que en estos días parecen encogerse o alargarse cuando
les quiero poner el pie. Se corren como cucarachas y yo me tropiezo,
desconcertada.
El desconcierto me sigue en los sueños. Antes de acostarme miro
Tarkovski, porque en las películas la gente habla a una velocidad que
puedo seguir. Pongo Stalker, veo otra vez la escena de la casa que pa-
rece que fuera un tren, pero que es una casa en la que se escucha el rui-
do de un tren. Me quedo dormida y entonces vivo en una casa que no
tiene contacto normal con el exterior. Por el patio se sale a un mundo
subterráneo, en el que hay una guerra por escribir. Nos odian porque
nos robamos su oportunidad de escribir cada vez que anotamos algo.

83
Pero son ellos o nosotros. Desde la ventana puedo ver la calle y a la
gente normal, como yo también fui, pero ni ellos pueden entrar ni
nosotros salir. Las persianas están cerradas, apenas quedan abiertas
unas ranuras.
Vivo con gente que no conozco. Después el tren vuelve a casa, o
vuelve a ser mi casa, se transforma en la habitación de cuando iba al
colegio. Es de noche. Estamos comiendo en una mesa, con las per-
sianas cerradas, a lo oscuro. Se ven solamente las luces de los autos
cuando pasan por la calle. Los autos están en el mundo real, pero al
que no podemos —ni queremos, porque estamos demasiado preocu-
pados por nuestra guerra— salir. Hay algo raro. Los autos disminu-
yen la velocidad —las luces iluminan lentas nuestra casa— y después
se van, acelerando normalmente. Una de mis compañeras deja la em-
panada por la mitad y nos dice: bajan la velocidad delante de nuestra
casa porque nos pintaron algo y están leyendo lo que dice. Es cierto.
Los otros se extralimitaron y el mundo normal puede vernos: puede
meterse en nuestra guerra.
Viene un camión de bomberos. Una mujer policía, también ru-
bia, golpea la puerta hasta tirarla abajo. Nos llevan a la comisaría.
Antes de irnos veo la pintada: “Devuelvan el papel, extranjeros”.
Es negra sobre la pared blanca y las letras son redondeadas como
una cursiva, parece que lo hicieron sin apuro y de paso practicaron
caligrafía.
En la comisaría esperamos para declarar. Hay sesenta personas
antes. Son las que cometieron delitos comunes, que están tipifica-
dos. Tienen la suerte de no hacer fila.
Me despierto y es el día del examen y después de ese sueño no me
preocupan ni los vasos ni los escalones. Pero apago el despertador
y tengo otro sueño profundo y corto: hay un pelo y es tan pesado que
no lo puedo levantar. Y vuelvo a sentir lo del vaso.

Ya despierta, pienso que el lugar del examen se parece a la


zona. Tal vez no todo el lugar, pero sí los jardines externos. El día
está nublado como una película de los setenta y eso ayuda. Parece

84
a propósito. Subo la escalera y me tropiezo. Otra vez. Espero que el
escalón sea más largo y es más corto. Una tonta. Por suerte no me ve
nadie, pero debo haber parecido un pájaro bobo. Se me cae la carpeta
al piso, junto las fichas de vocabulario, me sacudo las rodillas.
El examen es raro. Soy la única que se presenta en Buenos Aires,
pero compito con gente de otros países. Me dejan en un gabinete, la
señora de la embajada me trae un té y me desea suerte.
Me dan seis horas, un fragmento de Gogol —por suerte, no de
los más difíciles—, una computadora y una estantería con diccio-
narios. Al menos no es el prólogo, tan enrevesado que en la edición
de Gredos decidieron sacarlo entero. Que no sea de los más difíciles
no quiere decir que sea fácil: esa tendencia a dejar los adjetivos sin
sustantivos, los chistes imposibles (¿es en serio, entiendo bien?),
las palabras con segundos sentidos inesperados, algunos vetustos
—la cabeza, la cabeza que al final es el alcalde; pasear, que es tam-
bién irse de fiesta; amistosamente, que tiene el significado de “al
unísono”, nunca sé por dónde me puede atacar la polisemia, pero
al final siempre me gusta—, los objetos salidos de otro tiempo que
vienen a interrogarme con sus nombres enigmáticos y que se burlan
cuando los doy vuelta con el diccionario: en español son todavía más
insólitos.
El té está frío. Lo tomo igual.
Me siento como un zapatero en la mesa: clavo suelas en Dikanka,
cepillo, pongo pomada para disimular los daños colaterales. Escribo
a mano y después lo paso a la computadora.
Quedo conforme con lo que hago: mi zapato camina. Más de lo
que esperaba. Con suerte, el que se lo ponga no va a sentir los clavos
con los que clavé la suela. Y nadie tiene por qué ver los machucones
de tinta que tengo en los dedos.
Termino y duermo una semana entera. Me parece que mi cama
se mueve y vibra como un vagón de tren. En medio del sueño, llega
el resultado a casa: tengo un lugar. Después de mirar el mail sigo
durmiendo más.

85
Voy a la Casa de la Cultura para firmar los papeles y me tropiezo
con el mismo escalón. Esta vez, en lugar de ser más corto, es más alto.
Pero es el mismo escalón.

Unos días más tarde me siento mucho mejor. Hasta puedo volver
a disfrutar de Gogol. Me mandan los pasajes y una semana después
aterrizo en Inglaterra y bajo a dar una vuelta antes de seguir a Mos-
cú. Le pregunto al oficial adónde puedo ir, si tengo suficiente tiempo
como para pasear por el centro de Londres, pero me contesta que no:
que mejor vaya a tomar el té con la reina y me indica cómo llegar. Voy
hasta Windsor, entonces, porque es más cerca. El primer lugar que
encuentro es una casa inclinada. Las ventanas están iluminadas,
es medio de noche, amanecer de invierno, y adentro parece que no
hace frío. La luz la endereza un poco. Me resigno: es un café, no hay
ningún otro abierto a esta hora, tengo hambre y el hambre es lo que
me hace ver las cosas torcidas. Entro, pido un desayuno y de a poco
me voy inclinando hacia un lado para sentir que el lugar está derecho.
Ya no estoy tan cansada, pero me sigue pasando lo del vaso y para
colmo en Londres los autos y las personas van al revés. Keep your lef t.
Lo leo, lo entiendo y sigo manteniendo mi derecha. Empiezo a pensar
que tengo a alguien adentro de la cabeza, una especie de enanito, de
zarramplín, que calcula las distancias, el peso, las direcciones y que
por alguna razón enloqueció. Enloqueció y está triste y cansado y
cada vez que tiene que medir algo en lugar de hacer el esfuerzo se
pone a llorar. Me lo imagino con un gorro verde, de esos para dormir
que nadie usa pero que aparecen en los libros de cuentos. Le hablo
un poco a mi zarramplín para calmarlo. No sé por qué le hablo de tú
y no de vos, como si fuera español, pero me sale así. Tal vez porque
estoy en Europa. Tal vez porque se escapó de una época en que con mi
hermano leíamos libros llenos de españolismos, porque el nombre,
que al final hasta es una palabra en el diccionario, viene de España.
Subimos los dos al avión y le digo que se quede tranquilo, que
duerma, que en Moscú todo va a volver a estar del derecho. Le miento,
claro.

86
Aterrizamos de noche, casi de madrugada. Llego tan cansada
que solo puedo dejar las cosas, bañarme, prender la televisión del
hotel y buscar un canal de noticias en inglés. Pasan el video de un
rinoceronte que corre por las calles de una ciudad. Se escapó de un
parque nacional y no le importa nada. Trota, con esa piel dura y gris
que tiene, pedazos de armadura que encajan sin gracia, y el cuerno
desquiciado que apunta al cielo. El subtítulo dice que mató a una mu-
jer e hirió a varios.
Atrás va un camión con hombres vestidos con uniforme militar
y rifles, parados, firmes. No se ríen del rinoceronte ni se lo señalan
entre ellos. Arriba, los cables de luz. A los costados, las fachadas de
las casas, que son de colores porque son de algún país subdesarro-
llado, y motos.
Pero el rinoceronte, en el medio de la carrera desesperada, tiene
las orejas paradas y le aletean un poco.
Pienso que me gustaría ser igual que ese rinoceronte. Pesar mil
kilos y correr así, llevándome una aldea entera por delante.
El primer encuentro es a la mañana. Después tengo que mudar
mis cosas a la residencia, pero voy a quedarme un par de días en el ho-
tel, mientras me acomodo. Miro la carta de invitación: literalmente
dice media de la décima. Traducido quiere decir nueve y media, por-
que las nueve cuenta como las diez. Si lo pienso un rato, lo entiendo:
cuando dan las diez en nuestros relojes, en realidad las diez ya se
terminaron y lo que empieza a correr son las once. Pero si estoy can-
sada, como ahora, refunfuño: miro las agujas del reloj y es claro, dice
nueve y media, no hay duda. Concluyo resoplando que el encuentro
podría ser a las diez y media y yo podría dormir un rato más para sa-
cudirme el jet lag.
Abro el libro mientras espero la hora. Traducir a Gogol me hace
acordar a cuando estudiábamos griego. Poníamos nuestros papeles
en una mesa —la de mi casa o la de la casa de Malena—, los diccio-
narios, las lapiceras de colores, e íbamos analizando las oraciones,
buscando las palabras, nos dividíamos el trabajo y pensábamos
juntas cuando no podíamos llegar a la raíz. Todo para intentar

87
descifrar lo que decía el coro de Eurípides o Sófocles, que a menu-
do igual era imposible. Solamente al llegar a la clase la profesora
lo explicaba y nos quedábamos tranquilas: sí, habíamos traducido
bien, no, no se entendía con esa primera traducción, había que inter-
pretar. Esos textos eran impredecibles. No respecto del final, pero
sí respecto de los comentarios, del desarrollo. Tomábamos café,
comíamos budines y en el medio intentábamos llegar del genitivo
al nominativo, o del aoristo al presente, y entonces ya no importaba
si el sábado se deshacía en oraciones o si llamaba el chico que me
gustaba.
El ruso en general es más amable. Pero a veces, en los textos
viejos, en Gogol, se parece a Eurípides. Ahora Malena no está, el al-
fabeto griego se estiró en cirílico, y yo tengo solo a mi zarramplín y
entre los dos tratamos de medir distancias en verstas y en arshins.
O arshines.
Hace mucho frío y calculo que si uso el pulóver al revés me va a
abrigar más. Me peino, lo pienso mejor, lo acomodo al derecho para
no parecer rara y bajo a desayunar. El kasha con miel y frutas me pone
de buen humor, no importa que sea la única que lo pide porque es un
desayuno de casa. Mientras lo como, voy abriendo los ojos a Moscú,
a lo que está adentro del café —no bar, no, bar es si tomás alcohol y
si los dejo me van a criticar mi español también—. Miro a los mozos,
miro mejor el menú, que quedó arriba de la mesa, me dan ganas de
hablar un poco, revuelvo el kasha y me gusta que la cuchara pese por
la miel y que el zarramplín no se confunda por eso, que calcule bien,
que se sienta cuerdo.
Repaso mis notas sobre Gogol —las palabras ucranianas, las
descripciones de los objetos, los giros que no sé si son antiguos o pro-
pios de Gogol o si todavía se usan— antes de salir a la nieve.
Prefiero ir caminando para no perderme. Aunque me cueste, cru-
zo por las plazas, miro los árboles y me doy cuenta de que, ahora que
estoy acá, tengo que aprenderme los nombres de las plantas y de los
pájaros para que cuando los lea signifiquen algo, no solamente un
nombre con una traducción imposible —grajo, ruiseñor, golondrina,

88
urraca—. A veces me parece que tengo un problema con el español,
o con mi vida en la ciudad, y que el ruso no hace más que poner de re-
lieve todo lo que me falta, y otras veces me trae cosas de mi infancia,
la urraca que se comía el queso, y me quedo revoloteando justamente
en ese detalle, el queso de una fábula, que es lo único que para mí le
da sentido a la distinción entre urraca y cuervo, porque como nunca vi
ninguna le pongo cara de cuervo, del que al menos sí tengo guardada
una imagen imprecisa en la cabeza.
Llego hasta el instituto. Parece cerrado, pero, de la otra vez que
vine a Rusia, conozco el truco. Empujo la primera puerta, que es pe-
sada, pesadísima y silenciosa, y paso a una especie de purgatorio.
Empujo la segunda puerta y es el cielo: adentro está templado.
Una señora me sonríe. Le explico. Mientras hablo siento mis pro-
pios errores salir de la boca como si fuera otra persona y ellos, mons-
truos. Y bueno, es así: cuando me pongo nerviosa y la conversación
es corta, hablo un desastre. Estoy segura de que la señora debe estar
pensando cómo llegué yo hasta ahí para traducir Gogol —su Gogol,
al menos no es Pushkin, suspirará aliviada—, pero bueno, ahora ya
estoy acá y hasta donde sé no me pueden quitar el lugar.
Me da un prendedor. Tiene mi nombre escrito en cirílico y es raro,
porque es más corto y más patudo que un nombre ruso. Pero no im-
porta: si fuera rusa, no lo apreciaría tanto. Y tal vez hasta me quejara
de las clases de caligrafía.
Mi zarramplín está calculando los objetos, cuánto pesan, cuánto
miden, qué distancia hay, cuándo empiezan, cuándo terminan. Y el
pobre también debe estar cansado, como yo, de intentar traducir la
vida a una lengua que no es la nuestra, que se siente extraña, ancha y
angosta a la vez, en la que la palabra precisa llega un minuto después
de que pronunciamos una palabra torpe, y es como dar un tropezón
delante de otra gente.
Tomo el ascensor. Me parece en el estómago que baja, pero
apreté el seis y tiene que estar subiendo. Decido no creer y cerrar los
ojos. Acuno al zarramplín para que se duerma y me deje estudiar
tranquila.

89
Soy la primera en llegar a clase y eso que ya me parecía haber su-
perado ese exceso de puntualidad que me acompañó durante todos
los veinte y que me hacía llegar media hora más temprano a cualquier
lugar y tener que dar cinco vueltas a la manzana para no molestar a
nadie. Me siento y espero.
Por ahí me confundí con la hora. Para pasar el tiempo, practico po-
nerles prefijos a los verbos y decir los significados. Igrat’, jugar, actuar,
tocar un instrumento. Vigrat’, ganar. Proigrat’, perder; pero también
reproducir algo, solo una vez. Zaigrat’, empezar a jugar, pero también la
música empieza, no a jugar, sino a sonar. Zaigrat’sia, jugar hasta ol-
vidarse del mundo. Pero eso no era todo, había otros significados que
olvidé. Podigrat’, acompañar a alguien con un instrumento musical.
O ayudarlo en un juego a hacer trampa, complotarse. Sortear también
era con igrat’, pero no me acuerdo: tal vez razigrat’. Otigrat’, recuperar
la plata perdida en las cartas. Doigrat’sia: terminó mal. La jugaste del
todo y terminó mal. Entonces se abre la puerta.
El primero de los chicos que entra tiene el pelo peinado a lo Gogol
y también bigotitos. Se sienta al lado mío y yo no sé si reírme. O llorar.
Por el pelo, digo. Hablamos y me confiesa que él no está seguro de que
pueda traducir nada, que nunca está seguro. Yo tampoco sé, pero le
digo que después de todo mi escritor preferido es Tolstoi y que esto
es solo un paso para alcanzar lo otro.
No es completamente cierto: me gustan las ahogadas de Gogol
que van a calentarse a la luz de la luna, el hombre que es valiente
porque si se encuentra un lobo lo agarra de la cola, y el simplón, que
no entiende por qué el diablo molesta a la gente buscando el jirón de
la casaca que le falta, si él fuera diablo —Dios no lo quiera— andaría
sin una manga y dejaría que el resto viviera en paz. Me gustan tam-
bién esos diablos a los que echaron del infierno, probablemente por
una buena acción, y ahora lo extrañan y anidan —anidan— en un
granero y se deprimen y el consuelo es emborracharse. Y las mujeres
que los besarían antes de reconocer que otra es linda. Pienso que mi
compañero se podría poner también una capa negra y que, si insiste,
vamos a empezar a hacerle preguntas a él.

90
De a poco van llegando los otros, pero nosotros somos los únicos
que hablamos. Los voy mirando de reojo: uno es alemán, el otro es
norteamericano, hay un italiano.

El profesor abre la puerta. Durante la mañana estudiamos las


costumbres de las aldeas y después trabajamos con el prólogo. Veo
que está dispuesto a explicarnos en ruso, pero que no va a ayudarnos
con nuestras lenguas. Tenemos nuestra primera clase y, más que
traducir Gogol, parece que nos fuéramos a vivir al campo.
A veces siento que el español es un pulóver pálido de mangas que
me quedan cortas. Y, si lo estiro, me ajusta el cuello.
Lo que me preocupa ahora es la palabra “paisano”, porque en es-
pañol existe, pero nadie la usa. Bah, la usan solo los rusos que viven
en Buenos Aires: “mi paisano”, dicen, y me choca, porque me los ima-
gino ¿gauchos? en el campo.
Empezamos a practicar con el prólogo. Mientras trabajo y busco
en los diccionarios viejos y en las computadoras me acuerdo de las
clases con Iulia. Con Iulia nos sentábamos a leer textos —Tolstoi,
Kuprin, Leskov, o lo que fuera— y yo le preguntaba por las palabras
que no encontraba sola en casa. Era más fácil si ella sabía la traduc-
ción, porque después me acordaba: el zarramplín la acomodaba en un
cajón prolijo y escribía en letras grandes el nombre en criollo. Pero Iu-
lia parafraseaba, porque no estaba segura de su español: este adjetivo
se usa cuando las galletitas se ponen húmedas, blandas. También
con la nieve: cuando la nieve recién cae es firme, se pueden hacer bo-
las, y después —entonces venía un gesto con las manos abiertas y la
pregunta ¿cómo se dice eso en español?
Yo pensaba, pensaba, y no se me ocurría nada. Y le decía: no sé,
no hay, no sé, por eso estudio ruso. En esa época mi zarramplín es-
taba tranquilo. Es decir, se agitaba, pero todavía no se tiraba de los
pelos.
Esto es como cuando tirás azúcar, que se cae así. ¿Espolvorear?
No, no, espolvorear es de a poco. Así. Como el azúcar. Cuando cae.
Porque cae diferente del agua. Me mostraba con la azucarera.

91
Sí veía, pero palabra no hay. Iulia ponía cara de desilusión.
Además están los verbos. En ruso puede centellear cualquier
cosa, no solo una estrella: las piernas, cuando caminan, un pensa-
miento, por ejemplo, los borrachos en una plaza. No es el brillo lo im-
portante, sino el aparecer y desaparecer. Y cualquier cosa centellea
todo el tiempo. Por el río navegaba un roble (es decir, una embarca-
ción de roble), se sientan en ella adelante dos muchachos y bajo los
remos, como chispas bajo el eslabón —el trozo de acero que se golpea
con el pedernal para hacer fuego— vuelan gotas de agua para todos
lados. Claro: centellean.
Termino mi primera traducción cuando faltan cinco minutos
para el almuerzo. Y es cierto: el primer panqueque es un bollo. Pero
bueno.

Después de la clase vamos a tomar algo y lo único que encontra-


mos abierto es una puerta que dice traktir’ y adentro es como una ta-
berna. Nos sacamos los abrigos. Pedimos sopa y pelmeni y seguimos
hablando del prólogo. Por primera vez la sopa de hongos me devuelve
la estabilidad: la cuchara pesa lo que tiene que pesar, el gusto en la
boca es el correcto y creo que me puedo ir a dormir tranquila.
No hablamos mucho, porque queremos descansar de declinar.
Por un rato cada uno habla en su lengua y no importa si de alemán no
entendemos casi nada, sonreímos igual, para hacernos sentir bien.
Un rato más tarde volvemos a la obsesión compartida: Gogol. Es cu-
rioso, pero escuchamos más al que vino disfrazado. Hablamos de la
palabra “pan”, que antes significaba “trigo”, de cómo son en verdad
una cofia y una casaca, del heno, los alfareros y los caseríos. Habla-
mos del sustantivo “sinfondo”, hecho así, todo junto, y de las mil y
una formas de nombrar al diablo. Yo me alegro porque en español
tengo pescadas unas cuantas. Después conversamos acerca de las
maldiciones —que te atragantes, por qué no maldigo así, suavecito,
pero con un leve peligro de muerte— y de las apuestas —estoy dis-
puesto a ponerme una cuerda y colgarme en ese árbol, como un sala-
me-salchicha-fiambre antes de navidad, si no...— y de las comidas y

92
lloramos porque buñuelos y empanadas no se parecen en nada a lo
que es comerse un pelmeni y un pirozhok.
Mi zarramplín está en un rincón oscuro de mi cabeza. Puedo sen-
tirlo. Le silbo después de que pagamos la cuenta con kopeks. Yo estoy
contenta y no quiero que se entristezca.
Antes de volver pasamos por la iglesia, porque nos interesa.
Seguimos la capa del disfrazado y no nos da vergüenza. Los íconos
tiemblan frente a las velas. Me gusta el olor a cera y pienso que podría
haber crecido ahí, que creería en Dios si hubiera ido a esa iglesia sin
bancos con los gestos sagrados en medio del oro. Antes de salir nos
cruzamos a una señora. Se santigua al revés: empieza por la derecha.
El zarramplín da un respingo. Se tira de los pelos. Mientras vol-
vemos le hago un chiste: estás sentado en agujas. No se ríe.
Creo que va a terminar mal. Empiezo a darme cuenta de que ya
no me ayuda con las sensaciones. Antes de entrar a clase agarro una
taza de café y me quemo porque con los dedos no me llega el calor a
través de la loza: no me avisa. Me paso la mano por el jean y lo siento
liso como el agua. La lana no me pica.
Zarram, le digo cariñosa. Zarrya, Zarryampliushka. Zarryam-
pliushenka. Pero igual quiere que volvamos a casa.
No le hago caso. Después del café, entro a clase otra vez. Alzo
el diccionario de Lubensky y me parece liviano, igual que un globo.
Me siento a leer y no escucho sus gemidos. No vamos a traducir
el libro en orden y yo elijo “La noche antes de Navidad”. Leo la descrip-
ción y alrededor mío se vuelve la víspera de navidad, que tampoco es
navidad, sino el nacimiento. Gogol hace que las estrellas luzcan, que
la luna se levante en el cielo y que empiece a helar más fuerte que a
la mañana —esa mañana que yo no leí porque el cuento todavía no
había empezado—, pero a la vez que todo esté callado y quieto. (Una
sola palabra. La encuentro: “calmo”. Tan calmo que el crujido del hielo
bajo una bota se oye a medio kilómetro. El zarramplín resopla: eso
no es posible. Pero al menos ya no llora). Salvo por una casa de la que
sale humo y junto con el humo —volutas de humo, ponen en la tra-
ducción que hay, pero no, nosotros llamamos al humo “humo”, así

93
suelto, y los rusos dicen columnas de humo y lo miran en porciones,
como una brizna de hierba o un mendrugo de pan— se levanta una
bruja en una escoba.
Mi zarramplín empieza a calmarse. Se acurruca mientras yo leo
las líneas. Nos olvidamos de que estamos en clase y en Rusia. Cuan-
do Gogol hace el chiste del asesor (¿de qué se encarga exactamente
un asesor?): si hubiera pasado en la troika de caballos ¿filisteos?,
¿pancistas?, ¿burgueses?, ¿estrechos de mente? (cómo son esos ca-
ballos, la traducción lo elimina, los diccionarios no tienen sentido), el
asesor habría notado a la bruja porque sabe todo: y cuántos lechones
tiene la cerda de cada campesina, y cuánta tela guarda en el baúl, y
qué empeñará cada hombre bueno el domingo en la taberna. Pero el
asesor no pasó. A mi zarramplín no le causa gracia el chiste, no quiere
que el humor lo perturbe. En cambio, mira a la bruja, que mientras
Gogol especula, ya se alzó tan alto que ahora centellea —sí, cente-
llea— como un punto en el cielo. Y la bruja agarra las estrellas a ma-
nos llenas, hasta que quedan brillando solo dos o tres. Pero aparece
otra mancha, que se agranda. Y un miope, aunque usara en vez de
anteojos las ruedas del carruaje del comisario —brichki, tengo que
estudiar los tipos de carros, los nombres de los carros, cuáles son
sinónimos y cuáles son diferentes a pesar de que todos rueden y lle-
ven personas—, no hubiera podido distinguir qué era esa mancha.
El zarramplín mira las líneas con más atención. De adelante, dice
Gogol, parece un alemán, por el hocico afilado y olisqueante que ter-
mina en un apéndice redondo como el de los cerdos. De espaldas, es
un funcionario de provincia: tiene un rabo largo y afilado como el de
los uniformes. Pero un momento, en realidad es el diablo: tiene barba
de chivo, cuernos y es del color de un deshollinador.
Siento estirarse tibia la sonrisa del zarramplín.
Y ahora pasea, pero mañana, cuando den maitines, el diablo va a
tener que correr con el rabo entre las patas hasta su guarida.
El zarramplín tiene frío y hasta le hace falta el verbo zakutat’sia,
envolverse en abrigo. Es que la helada se agrandó tanto que el dia-
blo salta de una pezuña a la otra y se sopla los puños porque quiere

94
calentarse como sea las manos congeladas. No está acostumbrado
al frío: es del infierno.
Pero igual se desliza ocultándose, como un gato, hacia la luna y
estira la mano para agarrarla. De pronto la saca, como si se hubiera
quemado, y se chupa los dedos. Después trata otra vez. Agarra la luna
—mesiats, estrictamente: no es cualquier luna, es la luna cuando no
está entera— con las dos manos, se retuerce de dolor y se sopla, la
pasa de una mano a la otra, como un muzhik que agarra un tizón para
ponerlo en la pipa; finalmente la logra esconder en el bolsillo y, acá no
pasó nada, sigue su camino.
En Dikanka nadie nota que el diablo robó la luna. Aunque en
verdad, el escribano (¿había escribanos en los pueblos?), que sale en
cuatro patas de la taberna, ve que la luna sin razón baila en el cielo, y
lo jura por Dios ante la aldea entera, pero todos se le ríen.
Levanto la vista del libro y el zarramplín me mira serio. No impor-
ta que arriba, el techo, nos parezca torcido o que el piso se mueva y las
rayas de la madera empiecen a juntarse cerca de la pared. ¿Viste?, le
digo. No hacía falta ahogarse en un vaso de agua. O perderse en tres
pinos.
El zarramplín no quiere que le haga comentarios. Me tira de la
manga para que siga leyendo.

95
El bibliotecario
Francisco Magallanes

Al Idilio entré por recomendación de los Kraiselburd. Ellos vi-


ven en El República, pero tienen amigos acá. Es un efecto dominó.
Cuando le cuentan al otro, en un acto o en una cena, enseguida nece-
sitan uno. Se dan cuenta. Es una cuestión de estatus. Creo yo, quizás
sea un prejuicio. Tengo varios. Digamos que no me molesta convivir
con algunos. A los prejuicios me refiero. En fin, es trabajo. Peor es
remisear.
Mis primeros clientes en El Idilio fueron los López Merino. Bi-
blioteca de médico. Para los libros no alcanza ni con el dinero, ni con
los títulos. Ellos me recomendaron a los Losada. Con este método, en
El República, terminé trabajando en más de diez casas. Acá pienso
duplicar la estadística. En una hora gano lo que en el remís me lle-
vaba doce. Además tengo tiempo para leer y escribir algo. Tengo un
cuaderno artesanal de tapa dura que se vuelve libro con cada palabra.
Lo bauticé fasito. Hacía tiempo que no le ponía nombre a un objeto.
Creo que la última vez fue a una guitarra. Después leí a un intelectual
decir que era un acto estúpido. Estúpido, dijo. Y creo que tiene razón.
Es bastante estúpido. En el fasito escribo una historia de zombis re-
miseros de un lado y estas anotaciones, del otro.
El República tiene una arquitectura inglesa. Casas altas, ladrillo
a la vista y tejas a dos aguas. El Idilio, por el contrario, optó por lo
yanqui. Casas cuadradas y paredes beige. Asépticas. Espacios bien
planificados. Pileta y parque arbolado. Todas las casas iguales.

97
Cuando toco timbre, la puerta vibra con un gruñido monstruoso.
Lo imagino detrás de la puerta. Enfurecido, abre el yeti, pero la his-
toria se va al pasto. No pude evitarlo, en realidad es un terrier. Ladra
con asco y mete miedo. Acá no se jode, parece que bufa. Enseguida
aparece una empleada que pega un par de gritos y el perro desapare-
ce. Ella no llega a los veinte y tiene una sonrisa brillante. Lástima ese
uniforme rosa grotesco. Me mira apoyada en la puerta, esperando
una palabra: el bibliotecario. Entonces abre la puerta y me pide que
la acompañe.
Atravesamos un primer living de cortesía, para los negocios.
Antes de entrar en la sala principal doblamos por un pasillo. Abre
una puerta. La señora descansa en su cuarto, me dice. Empiece su
trabajo. ¿Necesita un vaso de agua? No entiendo si me trata de us-
ted por respeto o porque ya parezco mayor. Imposible, treinta y tres
siguen siendo poco, me digo. Agradezco su amabilidad y me guardo
la belleza de su canto litoraleño.
En un primer vistazo calculo que hay más de cinco mil libros.
Será necesario reevaluar el presupuesto. Las estanterías ocupan
la mayor parte del cuarto, que es como un modesto dos ambientes.
Tantos libros juntos me generan esperanza. Tiene que haber algo
bueno seguro. En el primer anaquel predomina la autoayuda y en el
siguiente, las investigaciones periodísticas. No tengo idea de a qué se
dedica la señora, pero el marido es magnate de los medios. Se tras-
lada en helicóptero.
Paso por alto la biblioteca de narrativa. Los favoritos, para más
tarde. Voy directo a los libros de viaje. Salirse de esta realidad parale-
la en un par de líneas. Sumergirse de repente en una avenida multitu-
dinaria de Shangái. Los chinos se ríen de mi occidentalidad. Vuelven
consciente mi rareza. La crónica se torna predecible y la abandono.
Abro otro libro y regreso a las calles arboladas de Botafogo. Famoso
por sus carnavales populares y los talleres mecánicos desparrama-
dos por el barrio. Ahí donde empieza la zona sur. Antes de cruzar el
morro, detrás de la Lagoa, se extiende Botafogo. Por la tarde, cuando
empieza a caer el sol, los botecos se llenan de mecánicos que toman

98
cerveza frente al cementerio. Rio me atrapa. Es un libro escrito con
el fuego sagrado. Me lleva a la Rocinha. La favela más grande del
mundo. En las esquinas los adolescentes, con tremendas AK-47,
custodian bolsas de consorcio que se sostienen por su propio peso.
Tranquilo, advierte Amelia, que vive allí desde siempre. Tienen pro-
hibido disparar contra la gente del barrio, contra un cliente. Son balas
para la policía y para los traidores. Los ladrones y los violadores. Los
narcos rigen la seguridad en la Rocinha. Las favelas pacificadas son
peores, advierte otra vez Amelia. Los grupos de elite son entrena-
dos con odio. Afuera lo descargan con balas. Cuando les pasás por al
lado, sentís que tu moneda gira en el aire. Cualquier paso en falso es
argumento para llenarte de plomo. Tienen el aval de los poderes del
estado y de los medios.
La calefacción, la ausencia de ventanas y la luz amarilla del cuar-
to me abomban. Me siento unos segundos para recuperarme. Los
aromas que desprende la cocina me recuerdan el almuerzo. En me-
nos de una hora estaré comiendo. Es tiempo de empezar a trabajar.
Me animo a afirmar que esta biblioteca es bastante inferior a la
última. La estantería de los contemporáneos parece su punto más
alto. No sé, es una primera impresión. Encaro con lo más grueso.
Las investigaciones periodísticas. Hay una cantidad incalculable
de ese tipo de libros. Están desperdigados por todos los anaqueles.
Los apilo en una torre y, cuando empieza a perder el equilibrio, inicio
otra. El cuidado de los ejemplares es todo. Si se los manipula con
oficio, no hay problema. En una primera instancia, el trabajo consis-
te en el relevamiento general de los diferentes géneros. Clasificarlos
en las estanterías, el segundo paso. Confeccionar un archivo digital
donde figure el título y el autor de cada uno de los libros, el trabajo
completo. Entretanto disfruto dejarme llevar por el magnetismo
de los libros. Reviso los comienzos de cada libro periodístico que
apilo. Nada me conmueve demasiado. Al menos encuentro uno con
fuerza: “El hombre no conocía la expresión colombiana ‘volver sobre
sus pasos’, sin embargo, era lo que venía haciendo desde abril”. Don
Alfredo.

99
La misma empleada se asoma y me advierte que ya está el al-
muerzo servido. No recuerdo su nombre. Tampoco si me lo dijo. Ya
estoy, le contesto y ella regala una sonrisa antes de irse. Ordeno un
poco la sala, por si la señora de Losada entra mientras almuerzo.
Siento el aroma de la salsa y me aparece el hambre.
En la cocina todo es blanco con ribetes negros. La heladera, el
horno, el lavavajillas, los azulejos y los mosaicos. La mesa no es la
excepción. No hay colores en la casa, salvo por el uniforme de las
dos empleadas y el mameluco azul del jardinero. Empiezan a comer
cuando me siento. Provecho, dicen y empiezan. Provecho, contesto y
tomo un trago de coca.
—Poné un rato Intrusos…
—No se puede cambiar en esta tele.
—No se va a dar cuenta. Dale, se separó Tinelli…
—¡Otra vez!
—Si se la come doblada.
—Tiene las mejores minas.
—¿Cuánto le duran?
—Yo lo escuché al señor Daniel decir que es puto.
—¿Para vos, flaco?
—¿Para mí qué? —pregunto, aunque había escuchado clarito.
—¿Es puto o no es puto?
—No esputes que estamos almorzando.
—¡Ah, desayunaste con Piñón! ¿Vos qué hacés en la casa, a qué
te dedicás?
—Soy el bibliotecario.
—¿Cómo no se me ocurrió?
—¿Vos qué hacés?
—Soy jardinero, pero además soy poeta.
—Yo soy escritor.
—¡Yo, yo, yo! ¡Soy, soy, soy! Yo estudio artes plásticas. Pero traba-
jo de mucama, él, de jardinero y vos... vos la hiciste bien.
—No es tan así.
—Poné Rial y dejate de joder, Nicole.

100
Seguro es por Neuman. Nicole cambia el canal, propiedad de Lo-
sada, y aparece Rial. Maneja una discusión tensa que se arma entre
los panelistas. Una más. Nosotros comemos fideos blancos y el tipo,
sentado en un sillón, maneja la salsa del negocio. Aunque ya no es
el mismo de antes. Se lo ve algo derrotado. Cansado de sostener un
circo en decadencia. Quiso ser político en alguna época. Lo recuerdo
junto a los líderes de cotillón del progresismo. Guardo un afiche en mi
memoria por la sonrisa que desplegaba. Nunca abandonó Intrusos,
ni siquiera durante la campaña. Ahora se enoja con una panelista.
Le levanta la voz. Ella parece afligida, como cuando un padre reta.
Entonces Rial habla de los códigos del barrio. En Munro las cosas
de hombres se arreglan como hombres, dice Rial con la mirada fir-
me en la pantalla. Nunca estuve en Munro, pero pienso en Yaguer.
Yaguer de Munro, como nos gusta llamarlo. Es filósofo, pero antes
fue jugador de fútbol. Crack. Enganche de esos que la Argentina supo
generar en serie. Pero a fines de los noventa empezaron a erradicar el
enganche desde las inferiores. Entonces el técnico le pedía a Yaguer
que marcara, que se tirara al piso, que no se entretuviera tanto con la
pelotita. Cuenta que la entonación que le puso a “pelotita” fue lo que
terminó de sacarlo. Lo enfrentó en el vestuario como si estuvieran en
las calles ásperas de Munro. Que subestimara la esencia del fútbol
me perdió, reconoce, no dormí ese viernes a la noche.
—¿Sabés por qué aparenta…? —hace una pausa y me pide mi
nombre.
—Esteban…
—Esteban… Quito… ¿Se acuerdan de las Basuritas?
—Guillermo Coso, Penélope Luda, yo lo llené.
—Aparenta por los códigos del barrio, no se banca ir a Boedo de
la mano de su novio. Es un cagón.

Ser o aparentar. Pienso mientras enrollo fideos blancos. Cuando


alguien me pregunta qué hago de mi vida, contesto: soy escritor. En-
tonces me miran balanceando la cabeza. Además soy bibliotecario,
completo, y eso los calma. Antes decía: y tengo un remís. ¿Acaso me

101
avergonzaba? Soy escritor y tengo un remís. Soy remisero, enten-
dés. Cuando empecé a decir soy remisero, ahí nomás ¡bum! Mientras
tanto Rial sigue hablando de Tinelli. Es ficción. Hace plata sentado
en una silla. Los que me acompañan en la mesa opinan y se ríen. Es
parte de la rutina. Yo cada tanto esbozo una sonrisa para agradar.
Para no ser descortés con los compañeros. Entonces enrollo los fi-
deos contra la porcelana y pienso mientras mastico pausado para
que el tiempo pase.
Antes de remisear manejé un taxi. Tachero. Me gustaba dar
vueltas por la ciudad pescando pasajeros. Raras veces hacía parada.
Sentía que en alguna calle alguien esperaba. Era cuestión de desci-
frar en cuál de todas. Me gustaba remontar la diagonal 73 a la hora
de la siesta. El sol apenas se colaba entre los árboles. Era un túnel
natural de fresnos y jacarandás. La parada del Hospital San Martín
siempre acumulaba dos cuadras de coches. Contaban los choferes de
oficio que se pescaban viajes a todo el conurbano. He llegado hasta
Claypole con un viaje del policlínico, decía Oscar. Él era el chofer del
turno mañana y fue quien me enseñó los códigos tacheros.
La voz de Nicole, la artista plástica empleada como mucama, me
regresa.
—¿Querés un poco más?
—No, gracias, las pastas me caen pesadas.
—Entonces me lo como yo —dijo el Jardinero y se sirvió lo que
quedaba—. Yo te digo de onda, Esteban, de ningún modo pienses que
te quiero joder, me caés bien, somos colegas, está todo más que bien...
Nicole no me deja mentir. Creo que únicamente por tu edad, apenas
debés tener treinta años. Más allá de que digas soy bibliotecario o
soy escritor o soy jardinero. Eso no sirve para nada. Escuchame bien,
Esteban. Como que me llamo Félix te lo digo. La señora te va a comer
con cucharita como a un mousse de limón, ¿vos sos consciente de eso?
Porque para ella, antes que cualquier oficio o profesión, somos sus
chongos cotidianos.
Cuando imagino una respuesta desfavorable, prefiero no pregun-
tar. Por eso ignoré a Félix y volví sobre la separación de Tinelli. Para

102
mí también es puto reprimido, dije y la polémica nos entretuvo hasta
que volvimos a nuestros trabajos. Como si me hubiera evadido con los
libros, pasé dos horas concentrado en la estantería de oportunistas:
libros coyunturales escritos por periodistas. Pienso en relajar unos
minutos fumando en el parque. Antes abro Facebook para calmar la
ansiedad. No hay nada. Los mensajes son mis favoritos. Las notifi-
caciones, depende de los comentarios o los me gusta. La solicitud de
amistad es el premio consuelo. Pero no hay nada. Parece abandonado
el caradelibro. Qué nombre estúpido. Avanzo en el timeline sobre la
pantalla de la tablet. Por el honor, digamos. Varios de mis contactos
se lamentan por el avance de la derecha en las elecciones primarias.
Todavía creen y no está mal. Megusteo. Me guardo la opinión para
otro momento. Hay días más escépticos que otros.
El silencio le da armonía a la casa. El led encendido en el canal
de Losada. Mute en rojo en un ángulo de la pantalla. En la cocina
todo reluce, pero no se oye el canto litoraleño de Nicole. Sigo sin co-
nocer a la propietaria. La señora de Losada. Le pasé el presupuesto
por mail. Únicamente contestó: empezás el martes. En el parque el
sol da de lleno en una piscina impecable. Digo piscina porque pileta
en este caso no alcanza. Me acerco a la ligustrina que delimita el
parque. Félix tampoco está. Es un momento muerto en la casa. La
hora de la siesta. Enciendo un cigarrillo por precaución, para que
el olor del tabaco matice. Entonces fumo mis flores. Dos pitadas y
apago.
Esteban. Esteban. Esteban. Escucho del otro lado de la ligus-
trina y me cago en las patas. El vaciamiento poético de la metáfora,
también en este caso, es imprescindible. Menos mal que es Félix.
Tiene una pipa a punto de encender en la boca. Fuma y enseguida me
la pasa. Son flores tailandesas. Avisa. Son diez veces más potentes
que cualquiera que hayas probado. Pero tengo que laburar, boludo, le
digo. Tenés que acomodar libros, no jodas. Insiste. Pegan dos horas
más tarde, no te preocupes. Te lo digo de onda, somos compañeros.
En fin, son tremendas flores tailandesas y es una experiencia que no
podés perderte.

103
Me lo vas a agradecer. Escuchame una cosa, antes de que te guar-
des en la biblioteca. Estoy trabajando en un poemario y estoy un poco
trabado, enfangado me gusta decir a mí, porque es como cuando hun-
dís una pata en el barro y tratás… en fin, no importa, estoy enfangado.
Es un toque nomás, te cuento… estoy trabajando en un poemario des-
de el yo poético de un barrabrava. Es un equipo tradicional que cayó
en desgracia y no puede volver del nacional B, ¿me seguís, verdad?
Félix hace una pausa. Un primer silencio. Necesita que se lo afir-
me. Claro que lo sigo, me entusiasma el enunciado, me genera intri-
ga, pero… ¿Por qué carajo tiene que cerrar la pregunta así? Verdad.
Verdad. Verdad. Resuena en mi cabeza y nos miramos a los ojos.
Él espera una respuesta, yo intento volver. Asiento con la cabeza y
entonces sigue. Resulta que el Camisa, que es el yo poético, es un
barrabrava de primera línea, ¿entendés? No quiero subestimarte,
Esteban, lo uso como muletilla para ordenar las ideas, disculpá. En
fin, no es el jefe de la barra, pero está en lo que diríamos la mesa chica.
Estoy en un punto de inflexión. Por eso estoy enfangado. Tienen que
ir a apretar a los jugadores. De lo más sencillo que debe tener el ofi-
cio. Los dirigentes están avisados y los guardias en la concentración
tienen la orden de dejarlos pasar. Si el equipo no gana el sábado, se
esfuman las chances de volver a primera. ¿Entendés? No se pueden
sostener más los negociados que tenías en primera con dos años en la
B. Matemática pura, ¿entendés? Es una apretada y a rezar para que
ganen al día siguiente. Una apretada más en la historia del fútbol.
Nada del otro mundo. Pero un juvenil, mientras los más grandes ne-
gocian, intenta convencer a los líderes de la barra, que ellos dejan la
vida en la cancha y que el negocio para todos es ganar, un juvenil se
hace el héroe al pedo, se lanza sobre la espalda del jefe, del que habla,
al grito de negros de mierda y entonces un arma se dispara. Un tiro.
¿Me seguís, verdad?
Hace un silencio, esta vez más prolongado. Me pone a prueba.
Necesita algo más que un gesto afirmativo de mi mentón. Es inevi-
table el malestar que me genera el “¿verdad?”. ¿Será algún trauma
que arrastro de la infancia? ¿Verdad? No es momento de pensarlo.

104
Está esperando algo, me mira a los ojos con calma. Una reflexión,
una conclusión, aunque sea una pregunta. Imagino una respuesta
desfavorable, pero de todos modos pregunto. ¿Te acordás alguno de
los versos de memoria?

En cuclillas ordeno los estantes más cercanos al suelo. La con-


tundencia del aire caliente me adormece. La modorra. De frente a
la estantería del fondo, entrego mi espalda a la puerta, por si llega a
entrar la señora de Losada. No sería una buena presentación. Toda
la casa está suspendida en un silencio de siesta. Siento el calor con-
densado del aire acondicionado sobre mis párpados. Me dejo derri-
bar por el sueño. Intento soñar los movimientos del partido de fútbol
del próximo sábado. Una jugada colectiva. Una definición que pasa
cerca. Un centro que conecto de cabeza. Pero cuando finalmente me
quedo dormido, vuelvo a estar sentado en el remís. Es de noche y
trabajamos sin operador. Es la época en la que el Viejo Brandy está
por vender la agencia. Está cansado de renegar con los choferes y los
operadores. Por eso a la noche no tenemos ninguno desde que se fue
el último. El Emo. No llegaba a los dieciséis años, pero en su casa se
trabajaba. Todos sus hermanos eran telefonistas. Empezó en el tur-
no noche. No tenía idea de las calles. Atendía el teléfono y pasaba el
viaje al remisero. Ricky Richard era el único chofer que tenía los lunes
y los martes. A la madrugada, cuando el trabajo se detenía, Ricky
Richard se iba a comer un vacío con cerveza al chaperío. Si por esas
putas casualidades necesitás cubrir un viaje, mandame un mensaje,
le decía Ricky Richard y el Emo asentía depresivo. Se fue porque un
chofer le dijo que era un putito de mierda. Entonces Brandy decidió
no reemplazarlo.
Solo la llave de la agencia. Suena el teléfono. Atiendo mi propio
viaje y salgo a buscarlo. Antes cierro con llave y la escondo debajo de
la maceta. Hasta que regrese Ricky Richard de su viaje, la agencia
queda sola. Levanto un pasajero del barrio. Tiene la mirada enfer-
ma. Es el policía. Está por cumplir los cincuenta y todavía reprime
su sexualidad. A mí me lo contó la última vez que lo llevé al bingo.

105
Primero dijo que pagaba por chuparla. Permanecí en silencio mane-
jando hacia el bingo. Después agregó que los tacheros nunca se ne-
gaban. Hablaba con la soltura de quien pudo salir de su propio closet.
Como si no le importara en lo más mínimo la opinión de los demás.
Sin embargo, era un tipo que sostenía su imagen de padre de familia.
Raro. Un infeliz. Sí, puede ser, pero puto, no. Eso en la fuerza no está
permitido. Me lo dijo así, con estas mismas palabras. Soy capaz de
dejar el sueldo completo esta noche en las maquinitas. Pero prefiero
venir una vez al mes y jugarla toda de una. Es una distracción, un
escape, mi señora lo entiende. Plata nunca faltó ni faltará en mi casa.
Eso te lo puedo jurar por mis hijos, que son lo que más amo. ¿Te pen-
sás que no sé que siempre gana el bingo? Eso lo sabemos todos los
que venimos. Pero te peina la cabeza. Te pone la mente en blanco.
No importa otra cosa. Pasa que no tengo suerte. Mirá que solo juego
en una máquina. A veces me lleva toda la noche que se desocupe.
Yo me planto atrás y espero lo que sea mientras miro. Si reconozco
a alguno de los muchachos, me voy al baño. Los taxiboys, viste. Me
gusta chuparla más que nada. Pero bueno, no siempre se consigue.
Si sabés de algún compañero tuyo. Quedate con el vuelto, ojalá tenga
mi maquinita libre. Algún día mi suerte va a cambiar.
Repite lo mismo cada vez que me toca llevarlo. Dos pesos de
propina. Todo suma. De regreso en la remisería, están los nuevos
dueños. Nadie sabe nada del Viejo Brandy. Hay un telefonista nuevo
que no conozco. A su lado los nuevos dueños le dan indicaciones. Le
explican su trabajo. La compraron dos compañeros que hace años
trabajan en la agencia. Empezaron como choferes. El Paraguayo, que
cruzó a la Argentina con cinco caballos por el río; el Polaco, que es
nacido y criado en Catella. Cuando bajo del auto, el Polaco me llama
aparte y me transmite la noticia. Aprovecho para preguntarle cómo
serán las cosas a partir de este momento. Y el Polaco, con los cuaren-
ta avanzados, pero bien llevados, contesta: es corta la bocha. Corta la
bocha. No es una ciencia. Es corta la bocha.

106
Infarto
Diego Fernando Font

Me acerco al policía, con la mano derecha levanto mi brazo iz-


quierdo y lo dejo colgando de su hombro, se resbala, lo pongo en el
estuche donde guarda la pistola, solo entonces me mira.
—Necesito que me ayude, no siento el brazo y tengo algo en el
pecho que...
—Señor, usted está teniendo un infarto. —Lo dice con un tono
informativo mientras permanece inmóvil.
—Hace tres meses que estoy así y no me termina de agarrar, fui
a catorce médicos que me dicen lo mismo, que espere, que hasta que
no me dé el infarto no pueden hacer nada.
El policía hace una mueca, intenta reprimirse, mi brazo muerto
le hace cosquillas en el cuello y ya no se puede contener, el ataque de
risa hace que su cara se desfigure, deja de fruncir las cejas que aho-
ra son un arco que hace desaparecer la frente. Decido buscar ayuda
en otra parte, camino hasta la vereda para cruzar la avenida, siento
cómo de un manotazo el policía me saca la boina. Me doy vuelta, se
sigue riendo mientras me señala con el dedo índice. Estiro el brazo
y salto para sacarle mi boina, es un regalo que heredé de mi abuelo
hace treinta años, el policía logra esquivarme y la tira hacia la calle.
Un ciclista que va pasando la alcanza al vuelo, la mira por dentro, la
acaricia seguramente sorprendido por la suavidad de la tela. Cuando
quiere frenar ya tiene encima la montaña de bicicletas rotas que corta
este lado de la avenida, solo tiene tiempo de revolear la boina hacia el

107
policía antes de sufrir un terrible accidente. Siento arcadas, me apoyo
contra un poste de luz hasta que dejo de ver doble. El policía me pre-
gunta si estoy bien, usa mi boina de abanico. Para distraerlo simulo
un desmayo, intenta hacerme reaccionar, cuando trato de agarrar
la boina se aleja a tiempo. Ahora se ríe más fuerte que antes, entre
sus párpados arrugados se filtran lágrimas. Mira hacia la monta-
ña de bicicletas, el ciclista tiene un manubrio clavado en el hombro
y las piernas dobladas, levanta un brazo quebrado, pero el policía no
se la pasa. En la vereda de enfrente un buzo con bastón ortopédico
está cruzando la avenida, el agua que sale de la escafandra llega al
pavimento y se evapora formando una niebla densa que envuelve
a la hilera de autos detrás del semáforo en rojo. El policía mira a un
lado y a otro, no se decide, cuando estoy por alcanzarlo lanza la boina
como un frisbee hacia el buzo, este la atrapa con la punta del bastón
que sobresale de la niebla. Todavía no llegó a la platabanda cuando el
semáforo se pone en verde, los conductores avanzan despacio mien-
tras tratan de esquivarlo, algunos son menos pacientes y aceleran,
provocando choques en cadena. El vapor se mezcla con el humo que
sale de los autos, al entrar en esa nube mis síntomas se calman, el
dolor en mi pecho se convierte en una taquicardia entusiasmante.
Me subo al techo de una camioneta que tiene un convertible incrus-
tado en un costado de la caja, desde aquí puedo ver cómo se disipa la
neblina. Cerca del semáforo está el buzo, rodeado de personas que
atravesaron sus parabrisas y se arrastran por el pavimento mojado.
Salto de la camioneta, nos separan dos filas de autos, para llegar a
la platabanda tengo que abrir la puerta de una casa rodante y mover
los cuerpos amontonados de una familia. Cuando lo tengo de frente
veo mi cara en el vidrio de la escafandra, estoy empapado de transpi-
ración y humedad. El buzo levanta de golpe el brazo que sostiene el
bastón, la boina sale volando desde la punta, se eleva varios metros
en diagonal y queda enganchada en un nido que flota cerca del edifi-
cio más alto de la cuadra.
El policía cruza corriendo la avenida, está insultando al buzo por
no haberle pasado la boina de vuelta mientras me obliga a quedarme

108
quieto. La discusión se vuelve violenta, el policía le saca la escafandra
con las dos manos, el buzo no ofrece resistencia. Me sorprendo al ver
que es una chica rubia de ojos verdes, sacude el pelo sobre sus hom-
bros, salpicando al policía y a mí. Pide ayuda para sacarse el traje,
en la parte de atrás tiene un cierre que recorre toda la espalda y se
divide en las dos piernas. El policía cambia de humor, baja el cierre
con gestos delicados. El traje queda abultado a los pies de la chica, su
ropa interior de encaje tiene transparencias que el policía inspecciona
como pidiendo permiso. De a poco se va animando a tocarla, empieza
por sus piernas esqueléticas, sube por la cintura, intenta desabrochar
el corpiño con dos dedos. Hasta este momento la chica no reacciona,
cuando lo tiene pegado a su cuerpo se agacha para subir el cierre del
traje con un solo movimiento. Presiona hacia abajo la escafandra
para que entren ambas cabezas, la base gira en la rosca del cuello.
Puedo distinguir los brazos del policía intentando someter a la chica,
sus codos estiran la tela, las rodillas de ella se pliegan a los costados,
de la escafandra sale agua hirviendo. Al rato el cuerpo del policía deja
de moverse, la chica se corre hacia el costado izquierdo del traje y se
arrastra en la dirección por la que vino.
La taquicardia va desapareciendo a medida que subo las esca-
leras del edificio, se me cierra el pecho, apoyo el hombro izquierdo
en la baranda, el brazo queda colgando en el aire con aromatizante
de vainilla. Cuando llego al quinto piso toco el timbre del departa-
mento L, nadie atiende, se escucha la radio a todo volumen, golpeo la
puerta. A los cinco minutos sale un tipo vestido con ropa deportiva,
pone las llaves en mi mano derecha y me desea suerte. Entro por un
pasillo que separa la cocina del living, termina en una puerta corre-
diza de vidrio, los dedos de mi mano izquierda tienen un tono azul
en el reflejo que se mezcla del otro lado con las verjas del balcón. En
la radio anuncian una tormenta eléctrica que causará crecidas en
los ríos que atraviesan la ciudad. Para subirme a las verjas tengo que
hacer pie en una maceta rota, miro hacia arriba, el nido está a la altura
del techo, es un poco más chico que el balcón. Extiendo lo más que
puedo el brazo, tengo que ponerme en puntas de pie para alcanzar

109
una rama gruesa, balanceo mis piernas, el vértigo queda anulado
por la sensación de preinfarto constante. La rama se quiebra, estoy
a punto de caer cuando una mano enguantada me ayuda a trepar
por un costado del nido. Es un viejo de traje y moño que sostiene una
bandeja de cubanitos alargados, está parado en el centro, sus piernas
se hunden en una pila de hojas secas, no veo la boina por ningún lado.
Las ramas vibran cuando me siento, hay olor a herrumbre y gas. El
viejo saca un cubanito de la pirámide que chorrea dulce de leche por
un costado de la bandeja, mueve el guante manchado hasta que se
produce un temblor en el nido. Unos bultos suben por el pantalón del
viejo, son vampiros del tamaño de una rata que salen por el espacio
que queda entre los botones de la camisa. Sus chillidos se parecen
más a los de un bebé humano que a los ruidos de los murciélagos,
tienen las alas cerradas, entre dos se pelean por el cubanito que sos-
tiene el guante. Los otros, son más de diez, esperan prendidos del
saco hasta que el viejo saca un cubanito para cada uno. Mientras
transcurre la alimentación de los vampiros noto que sus extremida-
des convulsionan y crecen, sus alas se pliegan y agitan con el viento
que anticipa la tormenta; esto lo percibo con un solo ojo entrecerra-
do, un hilo de aire mantiene mi cuerpo encorvado hacia adelante,
trato de hablarle al viejo, de preguntarle por mi boina, pero tengo la
mitad de la cara dormida. Después de que los vampiros se comen
todos los cubanitos y se relamen el dulce de leche del pelaje, el viejo
abre su camisa, los llama por sus nombres. Se acercan con la cabeza
agachada, como si estuvieran por hacer algo prohibido, hunden con
timidez los colmillos en el pecho, que empalidece en un minuto. El
nido empieza a alejarse del edificio, el viento lo hace tambalear y el
peso de los vampiros que ahora se hinchan con la sangre del viejo
nos hace descender en picada. La lluvia moja la tierra de las ramas,
el agua se tiñe con dulce de leche al caer en la bandeja y rebalsa sobre
la boina atrás de las piernas del viejo. Me dejo caer boca abajo en el
centro del nido, con la última fuerza que me queda logro arrastrarme
hacia la boina. Los truenos hacen temblar a los vampiros, un llanto de
recién nacido sale de sus dientes todavía pegados al pecho reducido

110
a huesos y piel. El viejo los abraza sonriendo, les dice que se calmen,
que es una tormentita nomás.
El nido aterriza en un río picado que voltea casas y edificios, los
vampiros me miran con hambre, sus ojos son celestes como los del
viejo antes de que se los arranquen. Tienen la piedad de empezar por
el brazo muerto, antes de que lleguen al hombro, mi corazón se para.
Toco la visera, la tela humedecida me hace acordar a mi abuelo sa-
liendo de la ducha con la ropa empapada, todas las mañanas hacía lo
mismo, después se sentaba en una reposera a tomar sol.

111
Patrimonio
Florenci a Suberbié Ca lvo

Abrí apenas un ojo y vi a la vaca, estaba parada al lado mío, mi-


rándome fijo con ojos enormes y mansos, y yo estaba tendido en el
piso con los brazos en cruz y de cara al cielo. Estaba amaneciendo.
Me incorporé apoyándome en mis codos y miré alrededor, pura
pampa de horizonte a horizonte. Vi algunos árboles no muy lejos,
algunos sauces, chañares, un algarrobo, a todos los conocía bien.
Volví a recostarme, tenía la saliva espesa y un dolor de cabeza
descomunal. Estuve mirando cómo cambiaba el color del cielo unos
cinco, diez, capaz veinte minutos. Pensaba que mi estado era grave,
me sentía débil, mareado, casi al borde de mis fuerzas, probablemen-
te con alguna herida grande en la pierna derecha que no me animaba
a revisar.
Cada tanto algún pájaro cruzaba alto. La vaca no me sacaba los
ojos de encima y me molestaba profundamente que estuviera ahí,
única testigo de mi decadencia. La insulté, la amenacé, le tiré yuyos
que arranqué del suelo. No se movió. Puta vaca de mierda. Me volví
a dormir.

Cuando me desperté tenía el sol encima y ninguna herida a la


vista más que el pie un poco hinchado y algunos raspones. Todo se
veía más brillante y menos definido. Me senté y achiné los ojos, volví
a mirar alrededor con la esperanza de ver a mi caballo. No estaba y
tampoco estaba ya la vaca.

113
Sabía que no estaba muy lejos de la casa, pero me demoré un rato
más antes de pararme. Tenía una sed desesperante. Me acordé de
aquel relato en el que un misionero perdido en el Sahara intenta, con
sus últimas fuerzas, lastimar a su camello para tomarle la sangre. La
asociación en seguida me hizo sentir ridículo: yo me había caído de
mi caballo tremendamente borracho, a no más de cinco kilómetros de
la estancia y me secundaba una vaca, que en todo caso ya ni siquiera
estaba ahí.

Llegando al canal Mercante, vi a la vaca echada a la sombra de


un sauce. No me demoré y me tiré boca abajo. Tomé desesperado,
hundiendo las manos en el agua y tirándomela en la cara con furia.
La vaca se acercó despacio, asomó la cabeza en el canal y empezó a
dar lengüetazos ruidosos que me revolvieron las tripas. La agarré
con bronca de la soga que todavía le colgaba del cuello, y empecé a
caminar para la estancia. Había perdido un caballo, pero recuperaba
a la vaca.

Caminamos por los campos varias horas. Todavía no entiendo


cómo ese animal no se desplomó de cansancio, y no solo que no se
desplomó, sino que en el último tramo iba al frente y yo la seguía
atrás, agarrado de la cuerda.
Pensaba que seguramente mi padre habría mandado a la peo-
nada a buscarme, pero los habrían mandado para el lado de la ruta,
creyendo que tal vez después de la discusión me había ido para la
ciudad. Rogaba que no me encontraran. Me imaginaba entrando a
mi casa como veterano de guerra, siendo recibido entre lágrimas por
mi madre.

Nada de eso pasó. Llegué al casco a la tardecita y fue mi padre el


que salió a recibirme, estanciero ambicioso y bien hecho.
—Te traje a la vaca. Acá está.
—¿Dónde estuviste metido? ¿Qué te pasó en la frente?
—Fui a buscar a la vaca, en eso quedamos ¿no? Bueno, acá está.

114
—¿Y el criollo?
—Lo até a la tranquera de atrás.

Me metí en la casa, intentando disimular mi renguera, probable-


mente me había esguinzado el tobillo. Me moría de dolor.

115
Llamadas perdidas
Micaela Szyniak

1
Con Lu teníamos asientos separados, le pedí a un chico que me
cambie para estar con ella, él me dijo que sí y Lu lo aplaudió y otra
mujer también aplaudió y yo también aplaudí. Más tarde la chica que
se sienta adelante mío lo fue a visitar a su nuevo asiento, tenés que
aprender a decir que no, le dijo. Después lo escuché al chico hablando
con su nuevo compañero de asiento sobre cuáles eran sus asientos
verdaderos. Después lo vi caminar alrededor de mi asiento, creo que
me quiere decir que se lo devuelva. Lu no lo escucha y cuando se lo
intenté contar bajito me dijo ¿qué?, hablá más alto y yo di vuelta la
cara y no le hablé más, ella resopló.

2
Lu quiere hablar de cualquier cosa, me cuenta la misma anécdota
de un chico que gusta de ella mil veces, me dice que él la persigue y de
otro que capaz le gusta y capaz no y de su ex que querría volver con ella
y de vuelta del chico que la persigue. Le pregunto si quiere que le lea;
bueno, me dijo, y apoyó la cabeza en la almohada. Le leí hasta que la
mujer que había aplaudido con nosotras me miró para decirme que
me calle, primero me lo dijo con la cara y después con la voz, ¿podés
leer más bajo?, me dijo.

117
3
La mujer del aplauso come Pringles. Hasta ahora ya la vi comer
papas fritas, Chizitos, Doritos, Toddys y otras galletitas de vaini-
lla. Además de la cena del micro, y del desayuno del micro. También
tomó mate.

4
La película parece divertida, no tiene sonido (ni subtítulos). Al-
guna gente la mira igual.

5
La mujer del aplauso da vuelta la cara para mirarme, cada vez
más seguido. No logro descifrar su mensaje.

6
El chico de turismo tiene veintisiete años, pero parece de quince.
Saca un mapa y hace cruces, son los hostels. Dice que Perico tiene
bar adentro. Lu se emociona, ¿ese dónde está?, ¿y cuánto sale?, ¿y
los otros cuánto salen?, ¿cómo es el bar? Atrás hay fila. El chico de
turismo le da su tarjeta para viajar en bondi. Lu dice ¡ay!, dice ¡qué
divino!, dice ¿nos las estás regalando? Él le responde que si se la de-
vuelve, mejor.

7
Una chica mira Bob Esponja en el hostel. Nos reímos de los ojos
de Bob cuando tenía miedo. Lu se sienta con nosotras. La chica pre-
gunta de dónde somos, de dónde venimos, a dónde vamos, dice que
ella hace poco fue a un pueblo re sin nada, que es gratificante jugar
con nenes pobres. Después nos invita a pasar año nuevo con sus ami-
gos misioneros, un asado van a hacer. Lu dice que es divertido, un
asado, pone voz de nena cuando dice un asado.

118
8
Lu se sienta en el primer asiento. Voy al fondo. Se sube una mujer
con bebé en brazos. Le mando un mensaje a Lu: te estás haciendo la
dormida, jajaja me contesta al rato, cuando la mujer se sienta en otro
asiento.

9
Después de dos tapitas de fernet, un termo de mate, un durazno y
cinco vasos de agua sigo sin poder. Mi sistema digestivo está a huel-
ga. Lu dice que pide un mejor salario.

10
El micro sube por una montaña. Lu me pide una bolsa, necesita
vomitar. Quisiera que mis oídos se abran, dejen salir el aire.

11
El israelí sigue leyendo el libro rojo en el sillón. Tiene una gorra
azul, con una “N” y una “Y” superpuestas. Esa gorra ya existe en mi
cerebro. Va a la heladera, agarra un mango, vuelve al sillón, me mira,
lo muerde. Yo soy la que comió sus cerezas.

12
Las piedras entran en las ruedas de los autos.

13
La tele del hostel estira las cabezas, los conductores, los soldados,
las mujeres que lloran, todos parecen extraterrestres.

14
Lu me persigue con el lente, siento mi cara deformándose, el flash
no dispara.

119
15
Caminamos por un sendero que sube. La gente que pasa en sen-
tido contrario nos dice hola. Lu me dice que para hacer pis entre al
bosque. Me bajo las calzas. El agua cae por las plantas desde mí. Tiro
el papel al piso. Vuelvo a donde está Lu que me dice que no pasó nadie,
que tiene hambre, que paremos, que comamos frutas secas.

16
En el refugio no hay espacio para nosotras, ni en el piso, ni si
compartimos bolsa. Te juro que somos chiquitas, dice Lu. Perdón,
contesta el recepcionista. Nos sentamos en la puerta. Lu le pregunta
a un Nahuel si no sobra lugar en su carpa. Mai tiene cuatro puntos
de aumento en los anteojos violetas, está ahora al lado nuestro con
dos amigas, tirada en el piso sobre su mochila, se rasca la pierna. Es
uruguaya. Qué bolazo, bo, me dice.

17
Mai pone las estacas. Su amiga me mira, ¿te animás a poner una
estaca allá? Me dice que se ponen así, y clava una en el piso, inclinada
¿ves?

18
Mai está en short y la parte de arriba de una malla verde. ¿Te gus-
ta caminar o no?, el chico le contesta que llegó en tres horas veinte.
Paaa, nosotras no lo medimos, lo tuyo es como un desafío perso-
nal, ¡estás en una carrera! ¿Sos competitivo o no?

19
Lu quiere recorrer, me dice que para hacer todo sola viaja sola.

20
Mai salta encima mío, me agarra un cachete. Guachín verano
colores, me dice, le digo que es una poesía eso.

120
Estamos acostadas, con las cabezas pegadas en un tronco, yo le
leo a Mariano Blat t.

21
El vino Santo Tomás pasa por mi garganta.

22
Mai duerme en la bolsa de al lado. No tengo una linterna con la
que leer. Repito palabras en mi mente hasta el sonido continuo. El
tobillo de Mai roza mi pie izquierdo.

23
Mai se va a caminar sola.

24
Cuento hasta diez, no me muevo. Once, mis piernas inclinadas
atrás de Mai, los poderes no sirven para hacerla apoyar la espalda.

25
¿No me rapás?, me dice una voz de mujer que sale del refugio.
Se sienta en una silla. Paso la máquina por su cabeza, el pelo no cae.
Dale sin miedo. A vos te voy a sacar buena, rubia, me dice y me pre-
gunta a dónde voy, qué hago, después te invito una cerveza en el lago,
me dice.
Las chicas me esperan con las mochilas puestas para irnos sin
pagar. Mai no entiende qué es rapar, ¿es cargar?, me pregunta, ¿qué
es cargar?, le pregunto, ¿es chamuyar? Le digo que rapar es sacar
pelo, que quizás también era chamuyar. No leo cómo se inscribe esa
información en su cara. Se pone los anteojos de sol y un gorro de paja,
ahora estoy de incógnita, dice con voz impostada y mueve la cabeza
para los costados, hace que baila.
Salimos.
La chica rapada no me ve escabullirme.

121
26
Saco la PC para que escribamos, la regla es dos renglones cada
una. Omito declinaciones de género. Mai tampoco define, no sé si
se dará cuenta, si habrá escrito “me quedé en silencio” para evitar
el adjetivo callado, o callada. Después la computadora se queda sin
batería. Apunto los ojos a la ventana. Mai me toca, tiene la cámara en
la mano, mirá qué lindas salimos en esta foto. Pienso en mis amigos
imaginando historias entre nosotras.

27
Lu me dice que se aburre de estar siempre con las mismas chicas,
busquemos chicos, me dice y hace puchero. Quiero descontrol, dice,
pero la fiesta son unos puestos de comida. Para tomar cerveza hay
que comprar un vaso recargable. Mai le habla al que vende la cerveza.
Camino con Lu entre la gente, buscando una cara divertida. No hay
nada.

28
Mujeres no miro. Tengo que aprender a escuchar esas palabras
que dicen solo lo que dicen y nada más, Mai dice mujeres no miro,
tan segura.

29
Mai mueve la mano para un lado y para el otro, los que manejan
los autos le hacen señas que no entiende, no sé traducirle.

30
Armamos la carpa en terreno peligroso, ahí caen las ramas secas
de los árboles, nos dice la guardaparque. Hay que sacar las estacas.

31
Mi celular no registra llamadas entrantes, registra directo
perdidas.

122
32
Mai dice yo también tengo poderes.

33
Mai se saca la remera, no tiene corpiño. Entra a la ducha.

34
Mai se ríe cuando alejo la boca y digo esto es fantabuloso.

35
Abre el cierre de su bolsa de dormir.

36
Ahora está en Buenos Aires, el micro habrá llegado a las 13. La
veo en el 60 de Retiro a Once pidiéndole a algún porteño que le pague
el boleto porque no tiene tarjeta, ni monedas, él le mira las tetas. En-
tra a la galería, con su mano toca las mangas de los buzos, compra
dos calzas, una negra y una bordó, como la mía. Camina rápido aun-
que quede tiempo para que salga el barco.

123
Down in the Pampa
Patr icio A lf r edo Rodr ígu ez Sa lga do

Carmela entró en el dormitorio de sus padres, rodeó la cama y se


demoró unos segundos viendo al oficial Claudio Alarcón boca abajo,
roncando, en cuero, pero con el pantalón puesto. Apoyó el cañón de
la recortada en el sudor de la nuca de su padrastro y apretó el gatillo.
Preparada para un estruendo infernal, a Carmela la sorprendió
el retroceso de la escopeta. Tambaleó, quedó mirando hacia atrás y
empezó a escuchar un zumbido. Dejó de respirar. Le dolía el cuello,
“como si tuviera tortícolis”. Ladraban los perros atrás del zumbido.
Se dio vuelta con cuidado. Había sangre hasta en el techo, en las man-
chas de humedad, en el uniforme, sangre en la cama, en el ropero, en
el televisor. Abrió la mano y dejó caer la escopeta. El aliento le quemó
la garganta cuando volvió a respirar. Agarró las llaves del auto que
estaban en la mesita del televisor.

Yo no pensé en tener hijos. Con Noelia pasamos varios Evatest,


cada uno con sus vueltas, sus demoras. Los días de sospecha. La
charla apocalíptica hasta comprarlo, la espera tensa hasta acumular
tres horas de orina. La suspensión de la realidad durante los minutos
del test. Nunca fue positivo y a eso se redujeron nuestros proyectos de
ser padres. Alguna vez ella insistió para hacer un segundo test, que
también dio negativo. Sí llegué a pensar nombres: Greta y Gonzalo.
Fernanda, mi primera novia, tuvo a Carmela.

125
El Aldo Croat to me anotició hace como quince años. Ya no nos
veíamos con Fernanda y nuestras visitas y lugares comunes se ha-
bían desvanecido. Ya no nos cruzábamos y, al menos a mí, nadie me
la nombraba. Habíamos estado juntos durante seis años: no fue fá-
cil cortar vínculos. Quedan cosas, personas, en el camino. Al gordo
Croat to lo encontré una madrugada en la ypf del acceso a la ruta
en Villa Gobernador Gálvez. Yo salía del baño, él cargaba el termo
en el dispenser. Con simpatía helada, como si estuviera obligado a
hablarme y no supiera bien de qué tema, me explicó que Fernanda
había ganado el Toto Bingo. No era mucho —diez lucas—, pero le
venía bien “ahora que estaba embarazada”. Débil y con espontanei-
dad fingida, lo invité a tomar un café o un porrón. Se fue, vi las luces
de posición hundirse en la curva amplia que devolvía a la ruta. Era
una noche de frío húmedo y sin viento. Más allá, las luces que iban y
venían dibujaban un horizonte cercano. Supe que me seguirían lle-
gando noticias de la vida que no había tenido. Recuerdo esto cada vez
que huelo naf ta.

Sí, Santa Fe. Vas el martes y para el fin de semana ya te volvés,


me dijo Luis. Me habían buscado un hotel tres estrellas. Respondí
que sí antes de que terminara de explicarme. Otra vez iba a viajar
por la provincia. Me exiliaron cuatro, cinco años en el archivo. Me
mandaron al archivo porque tomaba mucho en esa época. Tuve
problemas.
Soy programador. Toda la vida fui programador. Usé tarjetas,
cintas, Zips. Cinco un cuarto, tres y medio. Di conferencias, espe-
cializaciones y asesorías. Programé el primer sistema de registros
inteligentes en red de la provincia. Mi empresa arrancó con cuatro
egresados en el Baviera Santiago: después, bastante después la ver-
dad, me encerraron en el archivo porque durante las mañanas no
podía interactuar, no podía sostener la mirada en los ojos de los otros.
Se me hacía pesado. Ahora paso temprano por los escritorios, voy a
los talleres, reviso unos stocks. Después paso números en planillas,
guardo papeles en sobres numerados, hago copias de papeles.

126
Tres estrellas está muy bien, dije. A Luis le llevo, al menos, diez
años. Me dijo que me veía muy bien para este trabajo. Eran dos “en-
cuentros de capacitación”, uno, con todos los administrativos del
hospital y otro, con los responsables del área contable: tenía que ex-
plicar aspectos básicos sobre la nueva plataforma de stock online de
los laboratorios. Sencillo: hice estas exposiciones desde que miraban
raro un mouse. Era una pavada. Cargué dos presentaciones distintas
en mi pen llavero.

Llegué cerca de las ocho a Santa Fe. El colectivo entró por el sur.
Barrios privados, río, ranchos, edificios en construcción y concesiona-
rias. Tenía la boca ácida, había soñado con mi hermano. Estábamos
en el campo, descalzos, pisando yuyos gruesos y cortos, esquivando
bosta. Él se quejaba y yo le decía “vamos, pisá con los talones así” y
le mostraba cómo y le mostraba dónde. Íbamos hacia un alambrado,
pero estaba lejos. Era una tarde ancha y con el silencio de los pájaros y
yo no quería dejarlo pensar en sus lamentos, quería que supiera cómo
seguir. Intenté adivinar si faltaba mucho para la terminal, decidí que
sí y, a falta de un caramelo, me lancé a la aventura de buscar uno de
esos cafecitos saturados de chúker que dispensa un colectivo.
El taxista que me llevó hasta el hotel escuchaba con preciosa de-
dicación el informe de la liga de fútbol santafesino. Primeros días de
diciembre y el columnista alababa el desempeño de la Perla del Oeste
durante el año. Me pareció buen nombre para un equipo de fútbol.
Cuando bajé y saqué el bolso del asiento del acompañante, me miró
y dijo: “Acá hablan boludeces, pero tenga cuidado porque no hay po-
licía. Son treinta y dos pesos”. Busqué y le di treinta y cinco. No pude
evitar mirar de reojo hacia los costados: era cierto, no había ningún
policía. Me quedé en la vereda y miré el reloj: no eran las nueve, pero
el aire caliente sofocaba. Pensé otra vez en el Fefe, mi hermano; en
Brasil siempre hace lindo día. También pensé en visitarlo.
El hall del hotel estaba vacío. El mostrador estaba vacío. Una
arcada dividía de otro ambiente: traía el eco de un televisor. Avan-
cé y encontré un comedor que conectaba con la galería: una familia

127
desayunaba y más allá otros leían el diario. Entendí: los adoquines,
los muebles y las columnas de madera, la altura del techo. Intentaba
recrear algo “colonial”. Me gustó. Yo venía de un lugar que en la colo-
nia, seguramente, no tenía adoquines. Allá siempre fue saber usar
un cuchillo, saber matar. Leer el suelo, oler el relámpago a tiempo. Y
matar, chau, a otra cosa, sin diplomacia. Barro, qué adoquines: saber
dónde pisar. El encargado, con mucha amabilidad, entró desde una
puerta de servicio y se puso a tomar mis datos. Aunque la pieza ya
estaba lista, debía esperar unos minutos. Agarré un caramelito del
mostrador y fui a ver la televisión.

Quería bañarme y cambiarme la ropa. La cama matrimonial,


prolija como un desierto, me recordó que pronto sería navidad, que
pasaría las fiestas de fin de año sin Noelia, sin la familia de Noelia.
La habitación era en el segundo piso: me sorprendió la caja fuerte.
Desde un delicado balcón se veía la esquina y una calle arbolada, con
veredas anchas. Había gatos en el frente de una casa, pero nadie ca-
minaba ni pasaban autos. Hacía meses que no hablaba con Noelia.
Santa Fe tenía techos bajos y el cielo ancho de mi infancia. Me sentí
una persona silenciosa y sin nada que guardar en una caja fuerte.
El encargado terminó de mostrarme “la 202”, me dio la llave y
se fue. Quise sentirme dueño del lugar, propietario de una soltería
escandalosa: puse tn a todo volumen para escuchar mientras me
bañaba. A la tarde tenía que ir al primer encuentro en el hospital. Ha-
cía como una semana que no veía ni un noticiero porque me abstraje
preparando los powerpoints. Fundamental. Antes, en el hall, me ha-
bía impresionado el zócalo: “levantamiento policial”. Me bañé con
la puerta abierta y sin la cortina: que se moje todo. Por el audio del
televisor entendí que el país estaba en una progresiva huelga policial:
había arrancado en Córdoba y el “efecto contagio”, dijo un periodis-
ta, trasladó la crisis a Tucumán, Chaco, Santa Fe, Entre Ríos. Me
afeité. Hubo linchamientos, mataron a tipos a patadas, piedrazos,
palazos en el piso. Decían que las imágenes eran impresionantes, yo
veía mi cara y la espuma desapareciendo mientras pasaba la gillet te.

128
Entrevistaban a gente agitada: habían pasado la noche despiertos
para que no les saqueen el negocio. Apagué el televisor, me vestí,
agregué la llave al llavero del pen y bajé.

Fernanda tenía un vestido blanco con flores rojas, muchas florci-


tas. Ahí estaba. Adentro del cemento, en una ciudad vieja y tapiada.
Tenía el pelo atado. El cuello, los hombros de Fernanda Mancuso. A
la computadora del salón no le andaba el usb, nunca logré mostrar
el powerpoint. Mientras buscaban una notebook, la vi acomodando
sillas en el amplio salón de usos múltiples donde durante tres horas
expondría cómo usar el nuevo sistema que le habíamos vendido a la
provincia. Ahí estaba Fernanda, tenía las rodillas más anchas, pero
sonreía con la frescura cómplice que amé desde los diecisiete años.
Que no me dejó dormir durante veinte años. Que me hizo vivir la vida
mirando por la ventana de lo que podría haber sido. Un señor, Carlos,
me explicó que no había manera de proyectar con otra computadora.
Debía hablar y a lo sumo recurrir a una pizarra. Ahí estaba Fernanda.
Realmente brillaba en su vestido blanco, los bordes rojos como las
florcitas. Desde el oeste, el sol de las cuatro llenaba las ventanas del
salón. Intenté no mirarla, pero brillaba.
Carlos, delegado del sindicato, y Graciela, una de las chicas de
administración —con edad de jubilarse, como la mayoría— propu-
sieron armar una ronda. Así que nos sentamos unas veinte perso-
nas en ronda, sirvieron café y circulaban unas bandejas con masitas.
Fernanda estaba exactamente enfrente mío. Hablé con la seguridad
de los vencedores: conocía las planillas que llenaba día tras día con
una exactitud lindante al daño cerebral. Demostré las ventajas de la
nueva plataforma con un esquema que improvisé sobre el piso, en el
centro de la ronda, parándome donde debían activarse los distintos
ingresos. Hice chistes, arranqué confesiones de usuarios y usuarias:
se atragantaban las masitas por la risa. Fernanda me miraba con
dulzura. Pero en un momento se paró y se fue, ella y otra más. Se
disculparon, saludaron, ella vino y me dio un beso y me dijo “Qué
lindo verte, ¿te quedás?”. Yo asentí con la cabeza sin razonar, razoné

129
y también dije sí. Quedé aturdido y avergonzado, las miré irse. La
otra preguntó si estaba todo bien desde la puerta, a mí me aplastó
el silencio repentino del salón y respondí con timidez que sí, que por
supuesto. Expliqué cómo generar un perfil, cómo cancelar una sesión
y cómo recuperar una ya iniciada y pasé a la parte de preguntas.
Treinta y siete, le respondí a Graciela cuando el salón ya esta-
ba casi vacío. Me acompañó por la escalera y sin que yo le pregunte
me contó la historia del Hospital José María Cullen, me mostró la
disposición: filas dobles de salas, cuatro y cuatro. Fuimos hasta la
cocina a tomar agua fría. Graciela saludaba enfermeros, indicaba
tareas a los de mantenimiento, guiaba pacientes hacia pabellones,
mencionaba los apellidos que identificaban cada sala. Supe dónde
quedaba Cándido Pujato, cómo se pobló el barrio sur y cuán genero-
so fue Marcial Candioti al regalar un solar para lo que, en principio,
fue el Hospital de Caridad. Yo me presentaba como un experto ca-
pacitador, curtido, acostumbrado, jamás un bajón ni un paso atrás.
Jamás una crisis. Graciela estaba impresionada porque el ruido de
los ventiladores durante el encuentro me había obligado a forzar el
tono y la respiración, pero no perdí fluidez en ningún momento. A
mí me preocupaba más el cloro erosionando mis fosas, la cercanía
de una morgue oculta, los secretos y las costumbres de esas paredes
descascaradas.

Fui hasta Casa de Gobierno por la peatonal, prolija como la


cama. Para mí ya era navidad. Dejé el celular apagado y caminé
hundiéndome en el recuerdo de unas mañanas de veinticinco de
diciembre. Allá las calles no tenían nombre ni sentido, ni eran tan-
tas: había caminos, no calles. Empujábamos la Chevrolet C10 de mi
viejo al menos cien metros, hasta que nos tragaba el silencio azul del
primer amanecer. Y arrancábamos: ripio, kilómetros de terraplén y,
después sí, llegar a la ciudad desierta de la navidad. Caminábamos
en silencio por la ciudad en blanco. Era una ciudad con reflejos de
los días anteriores y de la noche anterior. En Santa Fe, en cambio,
caminé por una ciudad tachada.

130
Ya lo había visto al mediodía cuando fui a almorzar: las vidrieras
empapeladas para ocultar sus productos. Zapatos, cualquier cosa.
Vi tres, cuatro, diez vidrieras, dos cuadras de negocios empapelados.
Concesionarias vacías, autos cruzados para bloquear esquinas, per-
sianas bajas. El encargado del hotel me advirtió que los propietarios
cerraban y cuidaban sus locales porque la policía había “liberado la
zona”. Pero había llegado gendarmería: grupos de cinco o seis gen-
darmes con armas en la mano pasaban en fila ocupando todo el an-
cho de la calle. Gendarmes marrones con botas: crucé varios. Para
mí era navidad y espectáculos que nos dábamos. ¿Hasta dónde po-
día hacer huelga la policía? ¿Podía abrir las cárceles si no les subían el
sueldo? Graciela me explicó que Claudio, el marido de Fernanda, era
policía. Su mirada, buscando mi reacción tras el palazo, igual que el
gordo Croat to. Las familias de los policías hacían una concentración
frente a Casa de Gobierno, agregó. Imaginé la marcha de policías
como un desfile de conquista. “Las familias”, insistió Graciela. Por
eso se fueron temprano Fernanda y Alba, la otra chica.
A mi mamá le gustaba Fernanda. Mientras estudié ingeniería
mamá vino a visitarme siete veces. En la primera visita conoció a Fer-
nanda y en las otras seis me preguntó por qué no estaba. Siempre dijo
“la Fer”, igual que siempre dijo “Noelia”. Qué grande mamá, siempre
entendió todo. Encontré a Fernanda frente a la Plaza de Mayo. Me
acerqué, me vio y se acercó. Graciela me dijo dónde encontrarte, sin-
ceré inmediatamente. No quedaba mucha gente en la plaza. Algunos
patrulleros estacionados, vacíos, cruzados. Ni Claudio ni Carmela la
acompañaban. Fernanda estaba conforme con la marcha, había ido
mucha gente —policías, interrumpí—, sí, la gran mayoría éramos las
familias de los policías, cerró. Se olía el río en esa plaza del sur muy
iluminada. Jugaban algunos nenes y había grupos de señores con
camisa manga corta. ¿En serio ganaste el Toto Bingo?, le pregunté
frente a la plaza silenciosa. Ella se rio y al ratito me preguntó qué iba
a hacer. Mañana, otro encuentro en el hospital y hasta el jueves tengo
que estar acá por si algo se cae. ¿Vos qué hacés acá, cómo llegaste
acá?, le pregunté como si acabáramos de llegar al futuro. Fernanda

131
me indicó una de las esquinas y me dijo que la espere una cuadra
más allá. Nos encontrábamos ahí en quince minutos y hablábamos
tranquilos.
También había vivido en Nono, cuando Carmela era una beba.
Hizo una diplomatura en Administración de la Salud en Córdoba,
donde vivía su hermana. Hubo unos años que “no hizo nada”. No
entendí cómo, pero consiguió un muy buen trabajo en el SAMCo de
Rafaela y, en el último año, Santa Fe, el Cullen. La parte de Rafaela
incluía conocer a Claudio, que también se trasladó a Santa Fe. Pero
a Carmela no le había gustado nada. Más de un año y medio después
de la mudanza, seguía resistiéndose a vivir acá. Casi no había hecho
amigas, no salía. ¿Y el papá?, le pregunté. No lo vemos hace años.
Ni idea. No quiere saber nada. Es una edad muy difícil, me explicó
Fernanda. Saqué el cálculo: Carmela tenía la misma edad que tenía
Fernanda cuando la conocí. Daniel Jacobi, mi profesor de Análisis II,
me habló de Viracocha en una peña. Continué yendo a la peña varios
años después de haberme recibido. La segunda generación de hom-
bres que creó Viracocha, los gentiles, “trabajan amarrando al sol”.
Controlan el tiempo. Pueden enlazar los ciclos del tiempo. “No solo
pueden. Lo hicieron”, decía Jacobi mostrando el borde de un secreto.
Sobrevivieron solo tres gentiles.
En algún momento, en todos estos años, me caí, salí del lugar,
quedé colgando afuera. Ahora volvía, como quien entiende la bro-
ma. Basta de archivo, de olor a humedad, de sellos y banditas elásti-
cas podridas con la goma enchastrada en sobres con hongos. Basta
de planillas que nadie necesitó revisar jamás, basta de cuarenta y
cuatro horas semanales abajo de un ventiluz, de controlar cuánto
crecieron las telarañas, de cargar kilos de carpetas inapilables, que
se están cayendo siempre y están desordenadas siempre. Luis me
devolvió a la llanura espesa: basta de querer terminar. Fernanda me
había propuesto que la acompañe a la casa. En otro tiempo y en otro
lugar, la había acompañado cien veces hasta la casa. Las pulseras
de Fernanda marcaban el ritmo mientras caminábamos. La verdad
—me dijo con los ojos húmedos— es que Claudio no está viviendo

132
en casa. Tuvimos problemas, él también se lleva mal con Carmela.
Discutimos.
No supe reaccionar. Fernanda era una mujer deslumbrante y
consciente de su belleza. Siempre administró la sugestividad, la más-
cara vacía: la deuda que adquiríamos por mirarla. Ahora no: ahora
era débil y manoseaba con resignación una moneda de una sola cara.
Se humillaba por temor a la humillación. Hablaba confesándose: no
quería estar sola, pero ni Claudio ni Carmela querían estar con ella.
Continuaba sus días y sus noches con normalidad sorda: iba a la mar-
cha, defendía a su marido, hablaba con las otras mujeres. Incluso
había llamado por teléfono, tres días atrás, a la madre de Claudio; la
saludó, hablaron de la jubilación, de la corrupción, del calor y de sand-
wichitos. Fernanda se detuvo a encender un cigarrillo. La calle se
arbolaba y oscurecía: las raíces ondulaban la vereda ancha; los splits
rumiaban contra las paredes y babeaban. Sostuve su mano, la miré
a los ojos y le dije: “Sos una mujer fuerte, Fer. Siempre fuiste fuerte”.
Llegamos a la esquina y despegó la mirada del piso: el auto. El
auto de Claudio. Había vuelto, estaba en casa. Un Peugeot bordó.
Había vuelto. ¿Cuántas veces me crucé al gordo Croat to en la noche
helada, mientras por la ruta unos iban y otros volvían? Imaginé al
gordo con el termo, contándome, casualmente: ese Peugeot 408, bor-
dó, estacionado frente al grafiti de Sumo, trajo a casa al suboficial
cansado, asqueado de negociaciones, más o menos conforme lo trajo
de vuelta, para que esté tranquilo en su casa, con su familia.

Hoy fue un día húmedo en Santa Fe. Gris. El encargado del hotel
estaba más relajado. Había familias en la calle. Abrieron los bancos.
Los policías siguen de huelga. Fui al hospital: hicimos la reunión en
la Dirección, eran dos mujeres, dos señores, les andaba el usb, tenían
proyector. No vi a Fernanda, saludé a Graciela, no me dio noticias,
busqué a Carlos, me banqué una charla sobre aire acondicionado cen-
tral, personal de planta en mantenimiento, no vi a Fernanda.
Este verano quiero visitar al Fefe. Está viviendo con una novia,
de ahí. El grafiti me ayudó a identificar la casa de Fernanda: “Over

133
the hills, over the prairies. Luca no se murió”. Gente quieta, a la espera.
Pensé, como un idiota, si para ellos era navidad: una víspera, estar
ahí en la vereda esperando lo bueno, que ya llega, nos dijeron que va
a llegar. Escucho frases sueltas mientras avanzo los diez metros que
me separan de la casa: “tiene que venir gendarmería”, “qué desgracia
esa chica” y “¿qué pasó, Jorgelina?”. Miro el celular para disimular
porque me siento incómodo. No logro escuchar más.
Veo a dos señoras abrazando a Fernanda abajo de un fresno.
Lentamente la sientan en el cordón. Fernanda llora desconsolada,
grita, es a ella que todos miran. Ahora veo bien, la gente está quieta:
miran a Fernanda y miran la puerta de la casa donde entran y salen
dos muchachos con camisa manga corta. Camino hacia atrás. Uno
habla por celular, el otro se agacha en cuclillas junto a Fernanda, la
abraza, ella ahoga gritos en su hombro. “Pendeja hija de puta”, dice
el que habla por teléfono.
Me doy vuelta y enfilo hacia la esquina, paso la ochava y a los po-
cos metros veo el Peugeot 408 que ayer paralizó a Fernanda. El auto
de Claudio. Tres tipos caminan apurados por el medio de la calle ha-
cia la casa. Desde las otras calles se van arrimando a la esquina a mi-
rar. Un aire cálido envuelve la piel perlada de los que se tapan la boca.
Adentro del Peugeot, en el asiento del acompañante, está Carme-
la. La cabeza apoyada contra el vidrio. La podría haber reconocido en-
tre un millón: los mechones castaños, negros, ondulados. Voy hasta
el auto con la decisión de los vencedores. Tiene rasgos de nena, rasgos
desdibujados, líneas que todavía se están trazando. No entiendo si
Fernanda la busca o no. Voy rodeando el auto hacia la puerta del con-
ductor. No quiero mirarla directamente, pero veo todo: Carmela tiene
sangre por toda la cara y el pecho. Tiene un tajo oscuro en un párpado,
otro más chico al lado del labio. Le tiemblan los labios y tiene los ojos
perdidos. Abro la puerta y me siento con naturalidad. Ella apenas
si se entera. Me mira. Es la mirada que dejó de mirarme hace tanto
tiempo. ¿Estás bien?, le digo. Ella se queda en silencio. Hay olor a
vómito, a sangre y a mierda.

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Veo a los muchachos caminando el territorio. Cierro suavemente
la puerta. Un patrullero entra contramano por la esquina y queda cru-
zando la otra calle, no tiene luces prendidas, bajan cuatro muchachos,
ninguno lleva uniforme. Carmela tiene las cejas planas de la madre,
los ojos almendrados y negros, la comisura decreciente, insatisfecha,
de la madre. El sol nos da de frente, entrando por la calle chata que se
pierde en una avenida: el resplandor insoportable recorta en el pecho
apenas ondulado de Carmela las manchas rojas, marrones, negras.
Las llaves están puestas. Le doy contacto al Peugeot: Nelson Castro.
Automáticamente, suena radio Continental desde todo el auto. Es un
auto grande. Lo pongo en marcha. Viene alguien, camina con deci-
sión, nos mira fijamente. Por la calle viene otro, manga corta blanca.
Carmela no reacciona. Está agitada: el aire raspa cuando entra y sale
como un lamento ahogado, sordo y definitivo.
El instante se me hace horizontal, como si se me incrustara
entre el asfalto dorado de las siete de la tarde y el tablero del auto.
Desembrago doblando hacia el oeste: me llevo puesto al que venía
por la calle. Le paso por arriba del torso con el tren delantero, el auto
se sacude parsimonioso, atragantado, una convulsión vertical que
destroza con limpieza. Justo enfrente de su casa, Carmela tiembla y
mira a su mamá, a las señoras y los señores. Los ojos abiertos, las bo-
cas abiertas. Pasan dos o tres segundos inverosímiles, congelados y
mecánicos, de contemplación autómata, y gritan y nos señalan y nos
vamos y ya no los veo en el espejo retrovisor. Pongo segunda, tercera
antes de la siguiente esquina y paso. Y hago cuatro, cinco cuadras a
setenta u ochenta. No sé cómo se llama la calle. “Los comerciantes
saben que esta navidad no van a tener las ventas que tuvieron hace
un año: por eso ahora el problema con las tarjetas de crédito”, dice
Nelson Castro. Paro en el semáforo de Bulevar Pellegrini. “Mamá
me preguntó por qué siempre le quise arruinar la vida”, dice Carmela.

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Índice

La fuerza mayor  13
Lila Ruth Navarro
Un camión de sandías  23
Hernán Crego Bonhomme
Confesión  27
Janice González Winkler
Barbazul versus el amor letal  33
Javier N. Fernández
El hombre del lago  41
Celeste Lucca
El casero  51
Matías Ariel Dalvarade
Fideos crudos y bonsáis  67
Martina Renzi
El tercero en discordia  75
Leticia D’Albenzio
Proyecto Gogol  81
Marina Berri
El bibliotecario  97
Francisco Magallanes
Infarto  107
Diego Fernando Font
Patrimonio  113
Florencia Suberbié Calvo
Llamadas perdidas  117
Micaela Szyniak
Down in the Pampa  125
Patricio Alfredo Rodríguez Salgado
Esta edición de 1500 ejemplares
se terminó de imprimir en Imprentas del
Estado Bonaerense, 3 y 523, Tolosa,
Provincia de Buenos Aires,
en noviembre de 2021.
Una traductora que pierde
N U E VA S N A R R AT I VA S

el sentido del peso y de las distancias, un niño


que oye voces en un viaje en colectivo, una fiesta
de quince en plena inundación y la experiencia
surreal de un infarto eterno. La disociación es
una constante que recorre estos cuentos, en los
que se ponen en diálogo narrativas, temáticas y
estilos de lo mejor de la literatura bonaerense.

Una especie como de vidrio, una inocencia


infantil, un capricho adolescente, un ejercicio
de escritura o una negación rotunda intentan
proteger a estos personajes de una realidad
que les resulta sórdida, insoportable o
incomprensible. Como en los recuerdos confusos
de la infancia, las distancias y los colores están
distorsionados en estos cuentos, que parecen
iluminados por una vieja lámpara de mercurio.

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