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En algún lugar de Italia, bajo el cauce de un río y rodeado de inmensas riquezas,

descansa el que está considerado el primer rey de la Hispania visigoda. Se


llamaba Alarico y su entierro fue espectacular. Cientos de cautivos desviaron el río
Busento e inhumaron al rey en el lecho seco. Luego, volvieron a hacer regresar las
aguas para ocultar el sepulcro real. Todos los excavadores “fueron degollados
para que no pudiesen revelar el lugar donde, todavía hoy, descansa con sus tesoros en
su ignorada tumba”. “Un rey había muerto y un pueblo terminaba de nacer. Su
nuevo rey, Ataúlfo, los llevaría a nuevas tierras y una de ellas sería el solar que
definitivamente ocuparían: Hispania”.

Al comenzar el siglo V, Europa era un tremendo embrollo bélico difícil de resumir.


Alanos, hunos, godos (en todas sus variantes), vándalos, sármatas, suevos… se
enfrentaban a las legiones romanas (occidentales y orientales) en los campos de
batalla de cualquier parte del continente. Hasta que el godo Alarico arrasó la Ciudad
Eterna en el 410 y el imperio se disgregó. Sin embargo, no se rindió. Roma
continuó luchando contra los bárbaros, a trozos, a jirones, en Germania, Dacia,
Hispania, Galia, norte de África, Oriente Medio… En ocasiones vencían las tribus
que acosaban a los romanos, en otras eran los latinos quienes los derrotaban. Y
mientras tanto, decenas o cientos de miles de muertos en cada enfrentamiento.
Gigantescas migraciones de uno a otro lugar del mundo conocido, entre ellas un
pueblo escandinavo denominado visi —nuestros famosos visigodos—. Entraron
en la Península gracias al boquete que en la frontera habían abierto poco antes
vándalos, suevos y alanos, otros pueblos que también huían —no solo ya por la
presión romana—, sino también de la de los hunos, de los germanos, de los
francos… El emperador había decidido sustituir las legiones hispanas que defendían
el límite peninsular por otras britanas que huyeron cuando vieron llegar a los
bárbaros. Una decisión que cambió, o al menos aceleró, la historia y que permitió en
el 425 que los visigodos alcanzasen Barcelona, huyendo a su vez de los francos que
comenzaban a conformar al norte el país al que darían nombre. Los visi irrumpieron
en tres grandes oleadas, entre el 497 y el 506, entre el 507 y el 511 y en el 531. Se
ignora la cifra exacta, pero oscilaría entre las 150.000 y 200.000 personas.

Los visigodos españoles penetraron en la Península rebosantes de venganza,


porque los vándalos no los habían ayudado en una de sus múltiples batallas con
los romanos, y los dejaron morir de hambre a pesar de tener un enemigo común.
Cuando el hambriento pueblo nórdico les reclamaba trigo, se lo cobraban a “precio de
oro”. Por ello, la lucha contra los vándalos no fue una guerra convencional, “sino
un ajuste de cuentas”. Hasta su exterminio. Lo mismo que les ocurrió a los suevos
—implantados en el noroeste peninsular—, que fueron destruidos por una expedición
goda en el 457. Pero no sería hasta el trienio 494-497 cuando el dominio director y
regular de los godos se asentara en Hispania, momento en que entraron para
quedarse y no solo para guerrear o imponer su autoridad.

El rey de los hispanos

El reino inicial de los visigodos, el de Tolosa, ocupaba parte de Francia y de


Hispania, pero perdieron la parte septentrional ante los francos, que se
conformaron pronto como una amenaza que caminaba a pie firme para destruirlos
allá donde se refugiasen los supervivientes. Esto provocó nuevas oleadas de
refugiados que huían del franco Clodoveo, e Hispania se convirtió así en un refugio
donde se alzaría el último y más brillante de sus reinos, el Reino de Toledo, la
primera España.
Fue el ostrogodo Teudis (531-548) —visigodos y ostrogodos ya se habían fundido
en un mismo pueblo en Hispania— el que levantó su capital, Toledo, y allí “surge la
idea de que España se asentó en la Edad Media y que, desde entonces, determinó
nuestra historia”, asevera Soto Chica. Luego vinieron reyes y más reyes godos de
manera incesante, rápida e ininterrumpida —tenían la costumbre de degollarse
entre ellos y el trono cambiaba continuamente de dueño— hasta Leovigildo
(569-586), el gran monarca de este pueblo; el primero que luce una “nueva identidad,
ya que no tenía nada, o casi nada, de germánico”. “¿Qué era entonces?”, se pregunta
retóricamente el autor. “El rey de los hispanos”, le responden san Isidoro y Gregorio
de Tours, que así lo nombran continuamente en sus escritos.

En 680, el reino visigodo de Toledo era el Estado más poderoso, culto y rico de
Occidente, superando con creces a los reinos de la Francia merovingia y de la
Inglaterra anglosajona. Sin embargo, una generación más tarde, en 711, había sido
casi por completo aniquilado y de una forma tan inesperada y traumática que impactó
poderosamente en el ánimo de cuantos vivieron aquellos acontecimientos.

Pero, ¿cómo se perdió un reino tan poderoso en tan poco tiempo? Inevitablemente, en su
momento se acudió al castigo divino como respuesta, pero la explicación del derrumbe de aquel
Estado cuyo florecimiento y caída determinaron todo el Medievo hispano y, a su través, el resto de
nuestra Historia, no es tan sencilla y sorprendentemente contiene varios factores que hoy nos son
muy familiares: cambio climático, pandemia, crisis económica y una violenta división interna. Todo
ello conjugado, claro está, con un enemigo externo que supo aprovechar al máximo la oportunidad
que se le brindó.
Aunque el clima mundial venía dando señales desde mediados del siglo V de que se estaba
enfriando y volviendo más seco, fue en 536 cuando la situación empeoró rápidamente. Ese año una
o varias erupciones volcánicas lanzaron tal cantidad de ceniza a la atmósfera que el sol aparecía
como «velado por el polvo». Aquel fue un año sin verano y los que siguieron trajeron hambrunas
terribles. En un mundo donde la agricultura era la base de la economía, un periodo continuado de
malas cosechas podía poner en jaque a cualquier Estado. El hambre trajo consigo una terrible
acompañante: la peste bubónica, que en 541 hizo su primera aparición en la historia llevándose
por delante a un tercio de la población mundial y sumiendo en el terror a las gentes que habitaban
desde Irlanda a China.

El regreso del malPero lo peor de la «Gran Peste de Justiniano» es que no se fue, sino que se quedó
de forma latente, con repetidos brotes que, de tanto en tanto, azotaban un área u otra del Mundo
Antiguo, y ello a lo largo de doscientos años. La segunda mitad del siglo VI trajo una mejoría
climática para Hispania y, aunque este era notoriamente más frío y seco que en los siglos
precedentes, el reino visigodo pudo crecer y desarrollarse sin verse muy acosado por la peste y las
hambrunas. Pero hacia 680 el frío, la sequía, la hambruna y, al cabo, la peste, regresaron para
quedarse y se cebaron especialmente con Hispania.

En noviembre de 681, Ervigio, que acababa de dar un golpe de Estado para destronar al buen rey
Wamba, se presentaba ante la asamblea del XII Concilio de Toledo, una asamblea de obispos y
nobles que representaba al reino, solicitándole apoyo para sostener, y aquí cito literalmente, «un
mundo que se derrumba».

Y había bajado tres grados, con la consiguiente disminución de la pluviosidad. Una catástrofe
climática que provocó malas cosechas y espantosas hambrunas que azotaron particularmente al
reino visigodo durante los siguientes treinta años. Y con el hambre, nuevamente, la peste. Durante
el reinado de Égica, 687-702, la peste bubónica se ensañó con el reino y a tal punto que en 701 el
rey y su corte abandonaron Toledo ante la mortandad que allí estaba provocando la epidemia. Frío,
sequía, hambre y peste… El Ajbar Machmúa, una de las fuentes árabes más fiables, señala que, en
los años que precedieron a la conquista musulmana, la mitad de la población de Hispania había
perecido por mor de la peste y, aunque sea una exageración, lo cierto es que la pérdida de vidas y el
colapso económico debieron de ser terribles y desarticularon la sociedad visigoda.

Y es que la nobleza laica y eclesiástica del reino se mostraba cada vez más independiente y menos
dispuesta a cumplir con las leyes y a sostener la administración y la defensa del reino, y el hambre y
el terror que provocaban los desastres climáticos y las epidemias llevaban a los siervos a abandonar
las tierras de sus señores y a huir en busca de alimento. De hecho, las últimas leyes que
conservamos de la época visigoda se centran en estos problemas y muestran una sociedad en
descomposición.

Rebeliones y conjuras

Y, por si fuera poco, la división y el enfrentamiento internos. En cierta medida eso fue lo más grave,
pues era lo más peligroso. Con el Califato omeya de Damasco en plena expansión y «llamando a la
puerta», que el reino se hallara sumergido en disputas y querellas internas era tentar en exceso la
suerte. Y la tentaron. Los visigodos nunca resolvieron la cuestión del traspaso del poder. No había
una sucesión clara y ordenada. En teoría se había terminado por instaurar una monarquía electiva y
eran los grandes señores laicos y eclesiásticos quienes debían de sancionar u ordenar la sucesión de
los reyes, pero con frecuencia eran las conjuras y rebeliones las que alzaban a un nuevo
monarca al trono, y cuando tomaba el poder solía comenzar su gobierno con purgas políticas,
ejecuciones, confiscaciones de bienes... que tenían como propósito premiar a sus partidarios y
castigar a los opositores.En 680, Ervigio lgró arrebatar el trono a Wamba, pero tuvo que enfrentarse
a una fuerte oposición, y cuando en 687 murió, le sucedió en e trono Égica, sobrino del depuesto
Wamba, que se tomó el desquite reprimiendo fuertemente a los antiguos partidarios de Ervigio.
Witiza, el adolescente sucesor de Égica, trató de serenar los ánimos, pero cuando murió, a finales de
710, estalló de nuevo la disputa por el trono. Esta vez se enfrentaron los hermanos de Witiza con el
duque de la Bética, Rodrigo, y pronto hubo un tercer partido en discordia que proclamó su propio
rey en el noreste del reino: Agila II.

Para ese entonces los musulmanes ya estaban lanzando incursiones de saqueo contra Hispania y
aunque Rodrigo logró imponerse a los hermanos del difunto Witiza, Agila II, con apoyo de los
vascones, seguía enfrentándose a él por el trono. Esa era la situación en julio de 711 cuando,
alarmado por los triunfos que Tariq ibn Ziyad, el comandante musulmán, estaba logrando, Rodrigo
decidió atravesar a marchas forzadas la Península para ir a enfrentar a los invasores. Para entonces
y como ya hemos visto, el reino de los visigodos se hallaba fuertemente debilitado por el
cambio climático, por una terrible epidemia y por violentas disputas internas que habían
ocasionado una guerra civil. Rodrigo contaba con un gran ejército, pero sus jefes estaban divididos
entre sí y más preocupados por sus diferencias y disputas que por vencer al enemigo, y ese
enemigo, el ejército del Califato omeya de Damasco, venía de conquistar medio mundo y de
imponer el dominio de su califa, Walid II, desde Marruecos a China. ¿Qué podía salir mal?

La traición que cambió el curso de nuestra historia


El 19 de julio de 711 el ejército del rey Rodrigo contactó con las tropas de Tariq ibn
Ziyad en un lugar que el único cronista contemporáneo de los hechos denomina como
montes Transductinos. Rodrigo contaba con quizá 25.000 hombres, de los que unos
8.000 constituían una excelente caballería, mientras que el resto eran infantería de mala
calidad. Enfrente tenían un ejército compuesto solo por infantería y en el que formaban
unos 18.000 hombres, de los que únicamente una pequeña parte eran tropas árabes
veteranas y, el resto, bereberes recién incorporados al Califato. Todo apunta a que
adoptarían la habitual formación de la infantería omeya: el jamis, que disponía a las
tropas en cinco divisiones.Tariq había elegido bien el terreno: sus hombres tenían a sus
espaldas los montes Transductinos y los godos se vieron forzados a colocarse entre las
líneas omeyas y las aguas de las marismas de la laguna de La Janda. Rodrigo cometió el
error de dejar pasar siete días en combates de tanteo y eso dio tiempo a que las disputas
internas que había en su campo se exacerbaran y que sus opositores, los witizanos,
contactasen con Tariq ibn Ziyad.
El día 26 de julio Rodrigo desplegó a sus hombres en tres divisiones y ordenó a su
excelente caballería cargar sobre el enemigo. La tierra tuvo que temblar bajo los cascos
de 8.000 caballos de guerra y el espectáculo debía ser estremecedor: miles de jinetes
godos cubiertos de hierro y cuero tendiendo sus lanzas hacia la línea enemiga, mientras
recibían el castigo de los arqueros y honderos musulmanes, que, ante su avance
imparable, retrocederían para resguardarse tras sus lanceros formados en orden cerrado
y dispuestos a resistir la carga. Resistieron. Sus filas aguantaron aquel choque
sangriento y estremecedor. Pronto se sumaría a la batalla la infantería goda. Las
narraciones árabes resaltan la ferocidad de la lucha. Pero entonces, en el momento
decisivo del combate, las alas del ejército visigodo, comandadas por los witizanos,
hicieron traición. Fue el comienzo de la matanza. Los hombres fieles a Rodrigo
pelearon con valor, pero fueron empujados hacia las marismas y aniquilados. Un tercio
o más del ejército godo fue muerto y el propio rey Rodrigo cayó en el combate. La flor
y nata de la caballería visigoda yacía sobre el barro y los musulmanes aprovecharon al
máximo el desconcierto y división de sus enemigos, para avanzar rápidamente y tomar
su capital: Toledo.

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