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El encuentro de dos mundos es bastante más que dos universos que se tocan en el punto

inicial de una historia que empieza a contarse de cero: se perfila como el lugar donde asoma el
conflicto y la tensión entendidos como los enclaves fundamentales que permiten asumir que
identidad y alteridad están comenzando un proceso de redefinición mutua.
La existencia de una alteridad exterior a cualquier imagen de mundo que tuviesen los
europeos invita a preguntar de qué manera fueron construidos los saberes acerca del mundo
extraño y exterior con el que se encontraron.
Una posible respuesta se encuentra en la mirada de Colón que es la mirada del mundo
occidental. Esta mirada eurocéntrica asimiló las diferencias con inferioridades, y las
continuidades con necesidad de educar a los nativos ignorantes hasta del valor del oro. No había
lugar, en aquellas cosmovisiones, para entender otro sistema de intercambio que no fuese el
propio.
La alteridad cultural se representa desde lo extraño; está intrínsecamente plasmada en una
relación asimétrica de desigualdad entre un ‘nosotros’ y la alteridad exterior. Por una parte, los
nativos eran percibidos en términos de una humanidad completa: seres humanos completos, con
los mismos derechos y obligaciones. Esta identificación es tensionada por la asimilación de la
nueva humanidad a las cosmovisiones de los conquistadores. No hay espacio para otras
religiones que no sea el cristianismo, ni para otro modo de intercambio comercial que no fuese el
occidental. En este sentido cobra importancia la diferencia: los seres humanos que habitan el
nuevo mundo son salvajes, mansos, brutos, sin cultura ni lengua. Tal como surge de los primeros
relatos del almirante, esta percepción se traduce en términos de superioridad e inferioridad y la
mirada hacia el otro como inferior nace del egocentrismo del conquistador.
La idea de asimilación de la alteridad significó la imposición y proyección de la religión
y la cultura europea como discurso totalizador y totalizante. En palabras de Todorov: “el
descubrimiento de América, o más bien de los americanos, es sin duda el más asombroso de
nuestra historia. En el ‘descubrimiento’ de los demás continentes y de los demás hombres no
existe ese sentimiento de extrañeza radical” (Todorov, 1982:14).
Los navegantes trajeron consigo la palabra, la capacidad de nominar: “el primer gesto
que hace Colón al entrar en contacto con las tierras recién descubiertas, (...), es una especie de
acto de nominación extendido: se trata de la declaración según la cual esas tierras forman
parte, desde entonces, del reino de España” (Todorov. 1982:36). El acto de nominación y
posesión parecen ser uno. La posesión de las tierras permitió a los europeos extender su mundo.
La lengua no sólo fue un factor de dominación, fue un factor de imposición de unas
cosmovisiones y el silenciamiento de otras.
En los silencios y sus múltiples configuraciones se encuentran ruidos relatos que aportan
a la construcción de nuevos discursos y nuevas miradas sobre el proceso de colonización. Se
puede entender a estos ruidos como intersticios para pensar nuevas formas de discutir sobre las
problemáticas de América Latina. Repensar el discurso colonial permite revisar las operaciones
epistemológicas que dieron nacimiento a diversas concepciones de los sujetos americanos.
Colón describe, desde su cosmovisión, todo aquello que observa en un mundo
francamente desconocido por él. La comunicación, como capacidad de interactuar culturalmente
con otros, no fue una prioridad: deciden renombrar los objetos que ya tenían nombre, lo hacen
denotativamente, naturalizan la idea de que los hombres que encontraron carecen de religión y de
cultura, por lo tanto, de lengua. Con el poder de la palabra tomaron posesión de las nuevas
tierras. Colón comienza a buscar en su acervo lingüístico palabras que puedan describir
topográficamente lo que descubren, comienza la existencia de ese objeto que se quiere
nominalizar: nombrar es dar existencia.
En este sentido, que la comunicación fuese una de las primeras barreras en la conquista
nos hace pensar en la lengua como poder de dominación, pero también como poder de
resistencia. En las múltiples operaciones de resistencias con las que sobrevivieron las culturas
americanas precolombinas surgen las posibilidades de repensar categorías estereotipadas y fijas.
Actualmente, cuestionar las categorías monolíticas: colonizador/colonizado, para
explorar otras nuevas formas de conocer y representar la otredad, se convierte en una urgencia
epistemológica. El discurso colonial como aparato de poder y verdad totalizante, construye a los
colonizados como tipos degenerados. No obstante, la realidad social que se entiende como
‘colonizados’ no es estanca, ni sumisa. Los estereotipos, entendidos como una estrategia del
discurso colonial y como categorías conflictivas que producen conocimientos y poderes, son
susceptibles de ser deconstruidos. De esta manera, los estereotipos pueden ser repensados como
realidades conflictivas donde las sumisiones producen resistencias, y las conquistas son
susceptibles de ser deconstruidas: “(…) el discurso colonial sugiere que el punto de intervención
debería pasar del reconocimiento rápido de imágenes como positivas o negativas, a una
comprensión de los procesos de subjetivación, (…), para comprender la productividad del poder
colonial es crucial construir su régimen de verdad, no someter sus representaciones a un juicio
normalizador. Sólo entonces se vuelve posible comprender la ambivalencia productiva del
objeto del discurso colonial: esa ‘otredad’” (Bhabha. 1994:92).

Bibliografía
BHABHA, Homi K. El lugar de la cultura. Buenos Aires. Manatial, 1994.
TODOROV, Tzvetan. La conquista de América y el problema del oro. México DF,
1982.

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