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MAHASHAKTI

ESCUELA DE YOGA INTEGRAL

KARMA
SRI AUROBINDO

Curso de Formación de Profesores/as de


Yoga Integral
 
ÍNDICE

Capítulo 1: Karma…………………..….………………………………………... Pág. 3


Capítulo 2: Karma y libertad…………………………………………………..... Pág. 9
Capítulo 3: Karma, voluntad y consecuencia…………………..……………..… Pág. 19
Capítulo 4: Renacimiento y Karma…………………………….………………. Pág. 24
Capítulo 5: Karma y justicia……….…………………………………………… Pág. 31
Capítulo 6: El fundamento……………………………………………………… Pág. 38
Capítulo 7: La ley rterrestre…………………………………………………….. Pág. 43
Capítulo 8: La naturaleza de la mente y la ley del karma………………………. Pág. 52
Capítulo 9: Las vías superiores del karma………………………………………. Pág. 64
Capítulo 10: Las vías superiores de la verdad…………………………………... Pág. 69
Apéndice 1: El laberinto del karma…………………………………………… Pág. 75
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 


 
1. EL KARMA
 
 
 
 
En la teoría del Karma – no forzosamente bajo la forma que le dieron los antiguos, sino
en su idea central- hay una verdad incontestable que impacta en el acto la mente y exige
el asentimiento del intelecto. La austera razón, recelosa de las primeras impresiones y
pronta a la crítica de toda solución aparentemente plausible, no puede afirmar tras un
riguroso análisis que la comprensión más superficial, centinela apostado en las puertas
de nuestra mentalidad, se haya dejado sorprender permitiendo la entrada de un huésped
de relumbrón o un falso pretendiente en la mansión del conocimiento. Está la solidez de
una verdad a la vez filosófica y práctica que sostiene la idea, un fundamento
consolidado de las verdades universales más profundas e innegables con las que la
mente humana debe tropezar siempre que sondea lo insondable; es, realmente, de esta
forma como el mundo nos trata, hay aquí una ley que experimentamos así y contra la
cual toda nuestra ignorancia egoísta, terquedad y violencia acaban finalmente por
estrellarse, del mismo modo que según el antiguo poeta griego la arrogante insolencia y
el próspero orgullo del hombre se estrellaban entre los cimientos del trono de Zeus, los
pies de mármol de Temis o el busto adamantino de Ananké. Es el secreto de un factor
eterno, la base de la acción inmutable de los dioses justos y veraces, devânâm dhruva-
vratâni, lo que se encuentra en la ley autónoma e imparcial del Karma.
 
La verdad del Karma siempre ha sido reconocida en Oriente bajo una u otra forma; pero
a los budistas pertenece el mérito de haberla formulado de la forma más clara y más
plenamente universal y de haberle concedido la importancia fundamental que tiene.
También en Occidente esta idea se ha extendido en repetidas ocasiones, pero a través de
vislumbres superficiales, fragmentarios, como reconocimiento de una verdad
pragmática de la experiencia, y sobre todo como un ley ética ordenada o una fatalidad
establecida para oponerse a la obstinación egoísta y la fuerza del hombre; pero ha sido
oscurecida por otras ideas incompatibles con el reino de la ley: vagas nociones de un
capricho superior o de unos celos divinos- tal era la concepción griega-, un Destino
ciego o la Necesidad inescrutable, Ananké, o, más tarde, los misteriosos caminos de una
Providencia arbitraria, aunque a decir verdad supremamente sabia. Y todo esto significa
que había un incipiente vislumbre de una fuerza en acción, pero la ley de su
funcionamiento y la naturaleza de la propia fuerza escapaban a la percepción; y,
ciertamente, no podía es de otra forma, pues el ojo mental de Occidente, absorto por la
pasión de vivir, intentaba interpretar la dinámica universal bajo la luz de la mente y la
vida del hombre; pero esos procesos son demasiado vastos, inmemoriales,
ininterrumpidos en el Tiempo y omnipresentes en el Espacio –no sólo en el infinito
material, sino en el tiempo eterno y en el espacio eterno del infinito del alma-, para que
puedan ser interpretados por un vislumbre tan fragmentario. Desde que la idea y la
denominación orientales de la ley del Karma se hicieron familiares a la mentalidad
moderna, uno de sus aspectos ha sido recibido con aceptación creciente, quizá porque
 


 
recientemente esta mentalidad ha sido preparada por los grandes descubrimientos y
generalizaciones de la ciencia para una visión más totalizadora de la existencia cósmica
y una idea más ordenada y majestuosa de la Ley cósmica. Puede entonces partirse de la
base física para abordar el problema del Karma, aunque en definitiva comprobaremos
que es desde el otro extremo del ser, desde su cima espiritual y no desde su base
material, que hemos de buscar para aprehender todo su significado y determinar sus
límites.
 
Fundamentalmente, el significado del Karma es que toda existencia es la obra de
una Energía universal, un proceso, una acción y una construcción de cosas mediante esa
acción –y una destrucción también, pero como una etapa para una construcción
posterior-; que todo es una cadena continua en la que cada eslabón enlaza
indisolublemente con un pasado infinito de innumerables eslabones, y en la que todo
está regido por relaciones fijas, por una asociación inevitable de causa y efecto; que la
acción presente es, por consiguiente, el resultado de la acción pasada, al igual que la
acción futura será el resultado de la acción presente; que toda causa es generada por una
energía, lo mismo que todo efecto tiene su origen en una energía. Desde un punto de
vista moral, esto significa que toda nuestra existencia es la manifestación de una energía
que está en nosotros y en virtud de la cual hemos sido creados y nos sostenemos, y que
según sea la naturaleza de la energía que se ponga en movimiento y actúa como causa,
así será la naturaleza de la energía que retorne como efecto: ésta es la ley universal, y
nada en el mundo puede, siendo de nuestro mundo y estando en él, escapar de su norma
rectora. Ésa es la realidad filosófica de la teoría del Karma, y ésa es, también, la
concepción desarrollada por la ciencia física.
 
Pero esta concepción ha sido obstaculizada en su progreso hacia el pleno
desarrollo de su propia verdad por dos persistentes errores: primero, la tentativa
porfiada y paradójica- inevitable, sin duda, y útil en tanto que experiencia única de la
razón humana que debía disponer de su posibilidad, pero condenada de antemano al
fracaso- de explicar lo suprafísico con una fórmula física y, segundo, por el craso error
de situar detrás de la regla universal de la ley y cómo su causa eficiente el concepto
diametralmente opuesto del principio cósmico del Azar. La vieja noción de un supremo
capricho ininteligible- forzosamente ininteligible puesto que es la acción de una Fuerza
ininteligible-, prolongó así su reinado y fue admitida paralelamente a la visión científica
de los elementos fijos y las sucesiones encadenadas del universo.
 
El ser, sin duda, es uno y también la ley debe ser una; pero es peligroso limitarse
desde el principio a un sólo tipo de fenómenos con la voluntad preestablecida de
deducir de éste todos los demás, por diferentes que puedan ser en significado y
naturaleza. Nos exponemos así a distorsionar la verdad pretendiendo ajustarla al molde
de nuestros propios prejuicios. Por el momento, al menos, debemos reconocer la vieja y
armoniosa idea del Veda (que también por este camino llegó en su final, en el Vedanta,
a la idea de la unidad del Ser) de que hay diferentes planos de existencia cósmica, y por
tanto, también de nuestra propia existencia, y en cada uno de ellos los mismos poderes,


 
energías o leyes deben actual de un modo diferente, en otro sentido, con otra luz,
produciendo efecto distintos. Vemos, pues, en primer lugar, que si Karma es una verdad
universal o la verdad universal del ser, ésta debe ser perfectamente aplicable a los
mundos mentales y morales de nuestra acción surgidos interiormente así como a
nuestras relaciones externas con el universo físico. Es la energía mental que
desplegamos lo que determina el efecto mental, pero condicionado por todo el peso de
las circunstancias circundantes pasadas, presentes y futuras, puesto que no somos
poderes aislados en el mundo: nuestra energía es, más bien, una modalidad o un hilo
subordinado de la trama de la energía universal. De forma similar, la energía moral de
nuestra acción determina la naturaleza y el efecto de la consecuencia moral, pero sujeta
también –aunque el moralista rígido no conceda una consideración suficiente a este
elemento- a la misma incidencia de las circunstancias circundantes del pasado, el
presente y el futuro. Que esto sea cierto en cuanto al despliegue de energía física es algo
tan evidente que no requiere ninguna demostración. Debemos admitir estos tipos
diferentes y estos movimientos diversamente formulados de la Fuerza universal única, y
no podemos contentarnos con decir desde el principio que la medida y la cualidad de mi
ser interior es un determinado resultado del despliegue de una energía física trasmutada
en energías mentales y morales; por ejemplo, que el hecho de que yo realice una buena
o mala acción o que ceda a afectos o motivaciones buenas o malas esté en función de mi
hígado, contenido en el germen físico de mi nacimiento, condicionado por elementos
químicos, o determinado, esencial y fundamentalmente, por la disposición de los
electrones que constituyen mi cerebro y mi sistema nervioso. Sea lo que fuere lo que mi
ser mental y moral extraiga de mi ser corpóreo para obtener de él la energía física que le
sostiene y sea cual fuere la medida en que pueda ser afectado por tales préstamos, es sin
embargo muy evidente que los utiliza para fines distintos y más vastos, que tiene un
método suprafísico, que desarrolla otras motivaciones y otros significados más
grandioso. La energía moral es en sí misma un poder diferenciado, tiene su propio plano
kármico e incluso nos mueve- y esto es muy característico- a vencer y dominar nuestra
naturaleza física y vital. Todas estas energías pueden ser en el fondo –o en la cumbre-
formas de una única Fuerza universal, pero en la práctica son energías diferentes y
como tal deben ser tratadas, hasta que podamos descubrir lo que esta Fuerza universal
pueda ser en su textura más elevada y más pura y en su poder inicial y si ese
descubrimiento puede dar a nuestra naturaleza perpleja una dirección unificadora.
 
El azar, esa vaga sombra de posibilidades infinitas, debe ser desterrado del
diccionario de nuestras percepciones; porque del azar no podemos hacer nada, puesto
que nada es. El azar no existe en modo alguno; es sólo una palabra con la que
encubrimos y justificamos nuestra ignorancia. La ciencia lo excluye del proceso real de
las leyes físicas; todo lo que existe está determinado por causas y relaciones fijas. Pero
cuando se pregunta por qué existen estas relaciones y no otras, por qué una determinada
causa particular está relacionada con un determinado efecto particular, se da cuenta de
que no se sabe nada, absolutamente nada acerca de esto; toda posibilidad realizada
supone un cierto número de de otras posibilidades que no han sido realizadas, pero que
 


 
verosímilmente podrían haberlo sido, y es muy cómodo decir entonces que el azar o a lo
sumo la posibilidad dominante determina todo acontecimiento que se realiza, al azar de
la evolución, el golpe afortunado de los ciegos tanteos de una energía inconsciente que,
de modo alguno, encuentra una vía aceptable y se fija y someta a sí misma a la
repetición del proceso. ¡Si la Inconsciencia puede hacer el trabajo de la inteligencia,
podría no ser imposible que el Azar caótico engendrase un universo presidido por la ley!
Pero ésta es únicamente una interpretación de nuestra propia ignorancia sobre el
funcionamiento del universo, de la misma ignorancia fundamental por la que el hombre
precientífico leía en el funcionamiento de las leyes físicas el capricho de los dioses o
cualquier otra denominación que se pueda asignar a un Azar juguetón, tanto si no se
presenta con aspecto divino como si se le reviste de gloria divina, tanto si es
comprensivo y caritativo con las plegarias y egoístas peticiones de los hombres como si
se le representa con el hierático rostro de piedra de la Esfinge: de hecho, sólo son
nombres que el hombre formula para su propia ignorancia.
 
Y, especialmente, cuando llegamos a las necesidades imperiosas de nuestro ser
moral y espiritual, ninguna teoría del azar o cálculo de probabilidades nos será ya de
utilidad. Aquí, la ciencia, física en sus fundamentos, no nos sirve de ayuda, salvo para
señalarnos en cierta medida los efectos de la naturaleza física sobre el ser moral, o de la
acción moral sobre la naturaleza física: para todo lo que no es iluminación precisa o
proyecto útil, se atasca y chapotea en la ciénaga de su propia nesciencia. La ciencia
puede interpretar y predecir terremotos y eclipses, pero no el devenir moral y espiritual
de los hombres; tan sólo puede intentar explicar estos fenómenos cuando ya han
ocurrido, imponiéndoles los polisílabos y las fatídicas y admirables leyes de la
patología, la herencia mórbida, la eugenesia y Dios sabe qué otros vagos tanteos que tan
sólo afectan a enlodadas orillas del ser psico-físico inferior. Pero aquí más que en
ninguna otra parte, será necesaria una orientación, la aceptación de una ley, labor
directora de un orden elevado. Conocer la ley de mi ser moral y espiritual es, en primero
y último análisis, más imperioso que aprender a utilizar el vapor y la electricidad, pues
sin estas comodidades externas puedo crecer en mi humanidad interior, pero no
careciendo de alguna noción de la ley moral y espiritual. Se me exige la acción y tengo
necesidad de una norma que la rija: hay algo interiormente que me empuja a
convertirme en lo que todavía no soy, y preciso saber cuál es el camino y la ley, cuál el
poder central o los múltiples poderes contradictorios, y cuál la altura y el posible
alcance y perfección de mi devenir. Esto es, sin duda, mucho más que el papel de los
electrones, las posibilidades de una más poderosa maquinaria física o más potentes
explosivos, la verdadera cuestión humana.
 
El Budismo, con la ley mental y moral del Karma, interviene en esta difícil
encrucijada aportando una clave y una salida. La ciencia llena nuestra mente con la idea
del gobierno universal de una Ley en el mundo físico y exterior y en nuestras relaciones
con la Naturaleza, aunque detrás de todo esto deja sin respuesta una gran pregunta, un
elemento de agnosticismo, el vacío de algún Infinito que ella no capta y que pretende
 


 
resolver con el concepto de Azar; la concepción budista llena también los espacios de
nuestro ser moral y mental con el mismo sentido del gobierno de una Ley mental y
moral, pero también deja tras esa Ley una gran pregunta sin respuesta, un elemento de
agnosticismo, el vacío de un Infinito que no puede aprehender. Aquí, sin embargo, la
palabra que llena este vacío es de una más grandiosa intangibilidad: el misterio del
Nirvana. En los dos casos este Infinito es representado por las mentes más obstinadas y
positivas como una Inconsciencia –pero ésta es material en un caso, mientras que en el
otro es el infinito de un cero espiritual-, pero los pensadores más prudentes o más
flexibles lo califican simplemente como un Incognoscible. La diferencia estriba en que
lo desconocido de la ciencia es algo mecánico a lo que mecánicamente regresamos por
disolución física o laya, mientras que lo desconocido del Budismo es un Permanente
más allá de la Ley al que retornamos espiritualmente mediante un esfuerzo de
autorrepresión o autorrenuncia y, en último término, de autoextinción, por una
disolución mental de la Idea que mantiene la ley de relaciones y una disolución moral
del deseo-del-mundo que mantiene el flujo de sucesiones de la acción universal. Ésta es
una metafísica poco común y austera; pero en modo alguno estamos obligados a dar
nuestro asentimiento a su desalentadora grandeza, puesto que no es ni autoevidente ni
inevitable. No es, de ninguna manera, tan cierto que una suprema negación espiritual de
lo que soy es el único camino posible hacia la perfección; una suprema absoluta
afirmación espiritual de lo que soy puede ser también un camino y una puerta accesible.
Esta idea noblemente glacial o beatíficamente vacía de un Nirvana, por ser una negación
tan abrumadora, no puede satisfacer finalmente al espíritu humano, atraído
persistentemente hacia la más elevada y positiva afirmación de sí mismo y que sólo
utiliza la negación como el medio óptimo para librarse de lo que aparece como un
obstáculo para su autodescubrimiento. Al No eterno del ser vivo puede someterse en
virtud de un esfuerzo, de un retorno doloroso o soberbio sobre sí mismo y la existencia,
pero el Sí eterno es el objeto de su atracción natural: nuestra orientación espiritual, el
magnetismo que atrae al alma, va hacia el Ser eterno, no hacia el eterno No-Ser.
 
Sin embargo, hay en la teoría del Karma ciertas claves esenciales y necesarias. Ante
todo, hay la certeza, el terreno firma sobre el que poder asentar sólidamente el pie, de
que en el mundo mental y moral lo mismo que en el universo físico no hay caos, no hay
golpes fortuitos del azar o de la mera probabilidad, sino una Energía ordenada en acción
que afirma su voluntad por la ley, por una relación fija, por una sucesión regular, por
series de causas y efectos concatenados y comprobables. Estar seguro de la existencia
de una ley mental y moral cuyo poder se extiende en todo, es un gran adelanto, un
fundamento sustentador. Que tanto en el mundo mental y moral como en el mundo
físico tenga yo la seguridad de recoger la cosecha de lo que siembre en suelo adecuado,
es la garantía de un gobierno divino, del equilibrio del cosmos; esto no sólo coloca la
vida sobre la infraestructura inexorable una ley, sino que, aboliendo la anarquía, abre el
camino hacia una más grande libertad. Pero existe la posibilidad de que, si esta Energía
lo es todo, pueda yo ser únicamente la creación de una Fuerza imperativa y todos los
actos y elementos de mi devenir una cadena de determinismos sobre los que no pueda
 


 
yo tener ningún control real, ninguna clase de dominio. Esa perspectiva lo reduciría
todo a una predestinación del Karma, y el resultado podría, tal vez, satisfacer mi
inteligencia, pero sería desastroso para la grandeza de mi espíritu. Sería un esclavo y un
títere del Karma, y jamás podría pensar en ser dueño de mí mismo y de mi existencia.
Pero aquí interviene un segundo elemento de la teoría del Karma: la Idea es lo que crea
todas las relaciones. Todo es expresión y expansión de la Idea, sarvâni vijnâna-
vijrmbhitâni. Así, pues, mediante la voluntad, la energía de la Idea en mí, puedo
desarrollar la forma de lo que soy y alcanzar la armonía de una idea más grande que la
que se expresa ahora en mi forma, en mi equilibrio actual. Puedo aspirar a una
expansión más noble. Sin embargo, si la Idea es algo en sí misma, sin otra base que sus
propios poderes espontáneos, sin nada que la origine ni la conozca, sin Purusha ni
Señor, no soy quizá que una forma de la Idea universal y yo mismo, mi alma, puede que
no tenga ninguna existencia independiente o ningún comienzo separado. Pero hay
todavía un tercer elemento: yo soy un alma en proceso de desarrollo, que persiste
perdurablemente por las sendas de la Energía universal, y en mi propio ser está el
germen de toda mi creación. Lo que yo soy ahora, es obra mía, es el producto de la idea
y la acción anteriores del alma, de su Karma interior y exterior; lo que quiero ser puedo
determinarlo yo mismo por la idea y la acción presentes y futuras. Y, finalmente, existe
un último elemento supremo y liberador: ambos, la idea y su Karma, pueden tener su
origen en el espíritu libre, y llegando a mi verdadero ser, a través de la experiencia y el
autodescubrimiento, puedo elevar mi estado más allá de toda servidumbre al Karma y
alcanzar la libertad espiritual. Éstos son los cuatro pilares de la teoría completa del
Karma. Y son también las cuatro verdades que presiden las relaciones del Ser con la
Naturaleza.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 


 
2. KARMA Y LIBERTAD.
 
El universo en que vivimos se presenta a nuestra visión mental como un
entramado de elementos opuestos y contrarios, por no decir de puras contradicciones, y
sin embargo habría que preguntarse si puede existir realmente en el universo algo a lo
que pueda calificarse de total oposición o de verdadera contradicción. El Bien y el Mal
parecen poderes tan opuestos como pueda imaginarse y por las propia naturaleza de
nuestra mentalidad ética nos sentimos inclinados a contemplar el mundo, al menos en su
aspecto moral, como una batalla, un tira y afloja entre estos eternos opuestos, Dios y el
Diablo, Deva y Asura, Ahuramazda, Angrya, Mainyu. Conservamos perpetuamente la
esperanza de que llegue el día, apenas concebible todavía, en que uno perezca y salga
triunfador el otro para toda la eternidad; pero lo cierto es que ambos están hasta tal
punto entremezclados que para algunos son tan inseparables como la luz y la sombra, y
si este nudo angustioso de su entrelazamiento ese abrazo y combate áspero e incesante
pudiera desaparecer, esto sólo podría acontecer fuera de este mundo de acción, en una
eternidad apacible y silente. El bien salde del mal y, con frecuencia, el bien mismo
parece transformarse en mal; los cuerpos de los luchadores están tan entrecruzados y
confundidos que a la hora de diferenciarlos hasta las más sabias inteligencias se sienten
perplejas y desconcertadas. Y parce, en ocasiones, como si esta distinción apenas
existiese salvo para el hombre y los espíritus que le incitan, quizá desde el momento en
que comió en el jardín el fruto del árbol del doble conocimiento; pues la Materia la
ignora, y la vida subhumana le inquietan muy poco, o nada en absoluto, las distinciones
morales. Se dice también que del otro lado del ser humano más allá de sus conflictos
existe la serenidad del Espíritu soberano y universal donde el alma trasciende tanto el
pecado como la virtud, y no se entristece, ni se arrepiente, ni se pregunta: “¿Por qué no
he hecho el bien? ¿Por qué he hecho esto que es el mal?”1 pues todo en ella es perfecto
y todo para ella es puro.
 
Pero hay un ejemplo aún más radical de la irrealidad final de los opuestos. Pues
los sabios establecen también una oposición entre Conocimiento e Ignorancia- vidyâ
avidyâ, citti acitti- con la cual esta cuestión del bien y el mal parece estar muy
estrechamente relacionada. El mal surge de un impulso ignorante de su voluntad; la
parcialidad del bien es igualmente un mal de la Ignorancia. Pero cuando analizamos en
detalle la esencia de ambas cosas, observamos que, por una parte, la Ignorancia parece
no ser otra cosa que un conocimiento involucionado o parcial; un conocimiento
envuelto en una acción inconsciente o un conocimiento que va tanteando por su propia
cuenta con los tentáculos de la mente. Por otra parte, el conocimiento en sí parece ser,
en el mejor de los casos, un saber parcial que siempre tiene alguna cosa más allá de su
horizonte de la cual es ignorante; incluso su esplendor más elevado y más vasto, no
parece ser más que el áureo destello de un rayo solar proyectado sobre la masa de luz
azul-negra del infinito a través de la cual dirigimos la mirada, más allá de ésto, hacia lo
Inefable.
 
 


 
Nuestra mente está constreñida a pensar siempre por medio de oposiciones, cuya
validez práctica no podemos impugnar, pero que, sin embargo, parece siempre s de
alguna manera discutible. Percibimos una ley kármica, la constante e inexorable
sucesión de los actos de la energía y su persistente corriente de consecuencias y
reacciones, la cadena de las causalidad, la gran masa de causas pasadas detrás de
nosotros de donde ineludiblemente debe arrancar toda consecuencia futura, y por ahí
tratamos de explicar el universo; pero entonces, inmediatamente, surge la idea opuesta,
el reto del problema de la libertad. ¿De dónde surge esa idea de libertad, esa sed divina
o titánica del hombre, nacida quizá de algo en él que, por finitos que sean su mente, su
vida y su cuerpo, le hace partícipe de la naturaleza del infinito? Pues si miramos al
mundo tal cual es a nuestro alrededor, todo parece ser por necesidad y moverse bajo una
constricción y compulsión inexorable. Éste es el aspecto del mundo de Fuerza y de
Materia, carente de pensamiento, en el que vivimos; e incluso en nosotros mismos, en el
hombre pensante, ¡qué pequeña es la parte que no está sometida a los
condicionamientos presentes y a la necesidad imperiosa que procede del pasado! Gran
parte de lo que somos y de lo que hacemos está determinado por nuestro entorno, otro
tanto ha sido modelado por nuestra crianza y educación: hemos sido configurados por la
vida y por las manos de otros, somos una arcilla trabajada por numerosos alfareros; y,
en cuanto a la parte restante, ¿no está determinado, incluso lo que es en gran parte
nuestro, por la herencia individual, recial, humana o en última instancia por la
Naturaleza universal que ha modelado a todos y cada uno de los hombres tal como son
para su propio uso ciego o consciente?
 
Pero nos obstinamos en pensar que tenemos una voluntad consciente de la
libertad, aun cuando ésta se encuentre considerablemente hipotecada, y que dicha
voluntad puede modelar para sus propios fines, y modificar por medio de su esfuerzo, el
medio, la educación, las formaciones debidas a la herencia, e incluso nuestra común
naturaleza humana aparentemente inmutable. Pero esa voluntad que se esfuerza, ¿no es
ella misma un instrumento o incluso un ingenio mecánico de la Naturaleza, de la
energía universal activa? ¿Y no es su libertad una ilusión arbitraria de nuestra
mentalidad que vive cada momento del presente separándolo del pasado que lo ha
determinado, por ignorancia, por una abstracción de la mente, de tal suerte que aunque
mi elección parezca ejercer a cada instante una opción virgen y libre, está en realidad
determinada en todo momento por su configuración previa y por todo un oscuro pasado
que ignoro? Admitiendo que la Naturaleza trabaja a través de nuestra voluntad y puede
crear y modificar, puede, en otras palabras, producir una nueva formación con la
sustancia que ha preparado para sus obras, ¿no se lleva a cabo este proceso por un
impulso pasado y por la energía continua de que allí procede? Ésta es la primera idea
del Karma. Ciertamente, nuestra voluntad presente debe intervenir como uno de los
elementos, aunque no el único del acto y la formación, pero en esta perspectiva no se
trata ya de una voluntad libre y siempre renovada, sino, en primer lugar, de algo
semejante a un niño nacido como resultado de toda nuestra naturaleza pasada, siendo
nuestra acción y nuestro Karma presente el resultado de una forma ya elaborada por la
 

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fuerza de esa naturaleza, svabhava. Y, en segundo lugar, nuestra voluntad es un
instrumento constantemente modelado y utilizado por algo superior a nosotros mismos.
Sólo si existe un alma o un ser esencial que no sea creación de la Naturaleza, sino dueño
de la Naturaleza m que no sea una formación de la corriente de la energía universal sino
formador y creador de su propio Karma, estará justificada nuestra reivindicación, o al
menos nuestra aspiración, de una libertad auténtica. Aquí está el centro del debate, el
nudo y la clave de este complejo problema.
 
Pero aquí el pensador analítico, negativo y crítico, el antiguo budista nihilista o
el moderno materialista, intervienen para invalidar las bases de cualquier libertad real en
nuestra existencia terrenal o en cualquier posible existencia celestial. El budista negaba
la existencia de un Ser-Esencial2 libre e infinito; éste sólo era- afirmaba- una
sublimación de la idea del ego, una impostura, adhyâropa, o una sombra gigantesca
magnificada, proyectada por la falacia de nuestra personalidad sobre la eterno NO-
Existencial En cuanto al alma, no existe ningún alma; hay tan sólo una corriente de
forma, ideas y sensaciones, y , así como la idea de un carro es sólo un nombre para un
conjunto de tablas, palos, ruedes y ejes, así también la idea de alma individual o de ego
es sólo un nombre que designa la combinación o la continuidad de formas, ideas y
sensaciones, El universo no es otra cosa que una combinación de esta atipo, samhata,
formado y mantenido en su continuidad por la sucesión del Karma, por la acción de la
energía. En esta existencia mecánica no puede haber ninguna libertad respecto a Karma;
pero hay, sin embargo, una posible liberación, porque lo que existe por la combinación
y por la subordinación a las combinaciones, puede ser liberado de sí mismo por
disolución La fuerza motriz que mantiene la dinámica kármica es el deseo y el apego a
las obras del Karma; la condición de la impermanencia y la extinción del deseo pueden
poner fin a la continuidad de la idea en las sucesiones el Tiempo.
 
Pero si esta extinción puede ser calificada de liberación, no es , sin embargo, un
deseo de libertad; pues esto sólo puede tener su base en una afirmación, en algo
permanente, no en una negación y una extinción de todas las afirmaciones; necesita,
además, presumiblemente, de alguien o de algo que sea libre. Es oportuno observar que
el mismo Buda parece haber concebido el Nirvana como un estado de felicidad absoluta
en la libertad, como una negación de la existencia kármica en algún incognoscible
Absoluto que siempre se negó a describir o definir, tanto de forma positiva como
negativa; porque , en efecto, una definición, tanto si se formula a través de una
afirmación excluyente o la más extensa suma de afirmaciones, como si se configura
como una negación cualquiera o una suma completa de negaciones , parece, por el mero
hecho de definir, y por tanto de limitar, inaplicable al Absoluta. La Maya de Ilusionismo
es algo más místico y más oscuro para la Inteligencia; pero ahí encontramos al menos
un Ser-Esencial, un Infinito positivo capar por tanto de una libertad eterna, aunque sólo
en la inacción, mediante la cesación del Karma. Para el ser como ente individual, el
alma envuelta en la acción kármica está ligada siempre a la ignorancia y sólo por el
rechazo de la individualidad y de la ilusión cósmica es posible retornar a la libertad del
 

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absoluto. Podemos, pues, advertir que ambos sistemas admitan igualmente la libertad
espiritual y la compulsión cósmica, pero con una separación total y con una exclusión
recíproca de sus propios campos, que todavía aparecen como absolutamente opuestos y
contrarios. La compulsión de la ignorancia o del Karma es absoluta en el mundo del
nacimiento; la libertad del Espíritu es absoluta cuando el ser se retira del nacimiento, del
cosmos y del Karma.
 
Pero estos sistemas rígidamente estructurados, aunque satisfactorios para la
razón y lógica, son sospechosos para una inteligencia sintética; y, en todo caso, de la
misma forma que descubrimos que el conocimiento y la ignorancia no son en su esencia
absolutamente contrarios, sino que la ignorancia e incluso la inconsciencia son los velos
de un conocimiento secreto, análogamente puede ser por lo menos posible que la
libertad y la compulsión del Karma no sean opuestos irreconciliables, y que detrás, e
incluso en el Karma mismo, exista siempre la libertad secreta del Espíritu inmanente, Ni
el Budismo ni el Ilusionismo afirman tampoco que exista una predestinación exterior o
interior, sino tan sólo una servidumbre autoimpuesta. Y ambos sistemas exigen del
hombre, con gran insistencia, una elección entre el camino bueno y el camino
equivocado, entre la voluntad de una existencia impermanente y la voluntad del
Nirvana, éntrela voluntad de una existencia cósmica y la voluntad de una existencia
espiritual absoluta. Y no exigen, tampoco, esta elección al Absoluto, o al Ser o Poder
universal, que ciertamente no se inquieta lo más mínimo por sus reivindicaciones y
prosigue sosegada y firmemente su grandiosa acción eterna, sino que la exigen al
individuo, al alma del hombre que se detiene perpleja ante las oposiciones que le
impone su mete. Parece pues que hay algo en nuestro ser individual que tiene una
auténtica libertad de acción de su voluntad, un poder de elección de gran consciencia y
magnitud, pero ¿qué es entonces lo que así elige? ¿Cuáles son los límites, dónde está el
principio y el fin de esta libertad real o posible?
 
Difícil es también comprender cómo una Impermanencia insustancial pueda
tener un dominio tan colosal o manifestar esta poder de continuidad eterna en el tiempo:
sin duda, debe haber ahí un Permanente que se expresa en esa continuidad, dhruvam
adhruvesu; o cómo una ilusión -¿pues qué es la ilusión sino un sueño inconsecuente o
una alucinación insustancial?- puede construir este mundo grandioso de series exactas,
regido por una ley firme y presidido por una articulada Necesidad. Tiene que haber una
autoconocimiento secreto, una sabiduría oculta que guía la Energía del Karma en su
idea y que le ha señalado los senderos que de abrir en el Tiempo. Es a causa de la
persistencia de su principio en todas las transitoriedades de su forma partículas por lo
que las cosas tienen tal influencia en nuestra mente y en nuestra voluntad. Es por el
carácter tan real del mundo por lo que sentimos tan poderosamente su influjo sobre
nosotros y nuestros espíritus se vuelven hacia él para afrontarlo como combatientes. A
decir verdad, con frecuencia es demasiado ferozmente real para nosotros y buscamos la
libertad en el reino de los sueños o en los planos de lo ideal, y no encontrándola allí de
forma satisfactoria, porque no podemos imponer nuestro ideal a esta activa realidad ni
 

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desarrollar la capacidad de que nos permitiría hacerlo, buscamos la libertad más allá, en
la remota e infinita grandeza del Absoluto. Mejor será pues que nos centremos en esta
otra distinción, más generalmente admisible, entre el mundo del Karma como realidad
práctica o relativa y el ser del Espíritu que se mantiene constantemente detrás so se
extiende por encima de él como la más grande y suprema realidad. Y, en este caso,
tenemos que descubrir si es sólo en el Espíritu donde hay un vestigio de libertad o si hay
también en este mundo- como sin duda debe ser di es el Espíritu el que preside y rige a
la Energía en acción y su obra- algún elemento o al menos algún comienzo de libertad,
y si, aunque éste sea pequeño y sumamente relativo, no podemos a lo largo de este
devenir del Tiempo, en el transcurso de estas relaciones Kármicas, convertir esa libertad
en algo grande y real estableciendo conscientemente nuestra morada en la grandeza del
Espíritu. ¿No podría ser ésa la soberanía que encontraremos en este mundo cuando nos
elevemos hasta la cúspide de la evolución de nuestra alma?
 
Cabe advertir que este impulso hacia el dominio y esta impresión de libertad son
una tendencia y una atmósfera inherentes a la acción de la mente, y que crecen en la
Naturaleza a medida que ésta asciende hacia el nivel mental. El mundo de la Materia
parce no saber nada de la libertad: en él todo parce grabado en leyes sibilíticas sobre
tablas de piedra, leyes que tienen un proceso, pro no una razón de ser inicial, que sirven
a una armonía de intenciones o al menos producen un cosmos de resultados fijos, pero
que no parecen estar formuladas bajo el ojo vigilante de una Inteligencia perceptible. No
podemos imaginar la presencia de un alma en las cosas naturales, porque no podemos
ver en ellas ninguna acción consciente de la mente, y una inteligencia mental consciente
y activa es para nuestra habitual forma de pensar la base misma y el punto de apoyo, por
no decir la totalidad de la sustancia, de la existencia del alma. Si la materia es todo,
entonces muy fácilmente podemos concluir que todo es un Karma de energía material
gobernado por alguna incomprensible Necesidad inherente que legisla de manera
mecánica. Pero entonces observamos que la Vida parece estar hecha de una sustancia
diferente; aquí se desarrollan varias posibilidades, aquí la creación se torna apasionada,
apremiante, flexible, proteica; aquí somos conscientes de una búsqueda y una selección,
de innumerables potencialidades y un surtido de realidades; de una idea subconsciente
que busca a tientas su auto-expresión vital y genera una acción instintiva, - guiada a
menudo, aunque dentro de ciertos límites, por una infalible intuición de la vida hacia su
objeto inmediato o hacia algún propósito todavía lejano, - y también de una voluntad
subconsciente en la textura de toda esa vasta búsqueda y este impulso cambiante. Pero
todo esto, sin embargo, funciona también dentro de ciertos límites, dificultado por
impedimentos, dentro de una determinada gama de procesos.
 
Pero cuando llegamos a la mente, la Naturaleza se torna mucho más
ampliamente consciente de las posibilidades y de las opciones; la mente percibe en la
idea potencialidades y determinaciones distintas de las de la realidad inmediata y
distintas, también, de las que son consecuencia inmutablemente necesarias del conjunto
de las realidades pasadas y presentes; es consciente de innumerables “puede ser” y
 

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“podría haber sido”, y éstos no están definitivamente muertos y desechados, sino que
pueden retornar por el poder de la Idea, engendrar determinaciones futuras, y realizarse
finalmente, en la realidad interna de su idea, aunque, muy posiblemente, bajo otras
formas y otras circunstancias. Además, la mente puede ir, de hecho va, todavía más
lejos; puede concebir una posibilidad infinita detrás de las autolimitaciones de la
existencia real. Y de esta visión brota la idea de una Voluntad libre e infinita, de una
Voluntad de potencialidad ilimitada que determina las innumerables maravillas de su
propio devenir universal, de su creación en el Espacio y en el Tiempo. Esto supone la
libertad absoluta de un espíritu y de un poder que no están determinados por el Karma
sino que determinan el Karma. La necesidad aparente es hija de la libre
autodeterminación del Espíritu. Lo que se nos aparece como Necesidad es una Voluntad
que actúa ordenadamente y no una Fuerza ciega a merced de su propio mecanismo.
 
Ésta, no es, sin embargo, una conclusión inevitable; quedan aún en lo que a este
punto respecta, tres formas principales de concebir la existencia, tres formas relativas
susceptibles de ser debatidas por la Razón. La primera es la idea, fácilmente aceptable
pro nuestra mente, de algún tipo de necesidad mecánica y ciega, y contra ella o detrás de
ella nada o una no-existencia absoluta. Esta Necesidad sería por propia naturaleza un
proceso fijo ligado a ciertas determinaciones iniciales y generales de las que todo lo
demás sería la consecuencia. Pero eso es solo una primera apariencia del devenir
universal, el impacto de la impresión fenoménica que nos produce el aspecto visible del
Universo material. En segundo lugar, tenernos la idea de un Ser libre e infinito, Dios o
Absoluto, que de una u otra forma crea a partir de algo o a partir de la nada, en la
realidad o solo conceptualmente o hace surgir de su seno, proyectándolo en una
manifestación exterior ostensible, un mundo de la necesidad de su voluntad o Maya, o
Karma, en el que todas las cosas, todas las criaturas, están sometidas como víctimas a
una necesidad, no mecánica o exterior, sino espiritual e interior, una fuera de la
ignorancia o una Fuerza del Karma, o bien a una clase de arbitraria predestinación.
Finalmente, tenernos la idea de una existencia absoluta y libre que sostiene , desarrolla e
informa un universo de relaciones de ese Poder como el Espíritu Universal de nuestra
existencia, del mundo como la evolución de estas relaciones, de los seres en el universo
que hacen funcionar estas relaciones con una cierta libertad del Espíritu, como base –
pues esto es lo que interiormente son - , pero observando la ley de las relaciones como
su condición natural.
 
Esta ley, considerada desde el punto de vista fenoménica o sólo a través de una
visión superficial de su mecanismo exterior tendría la apariencia de una cadena de
necesidad, pero sería de hecho, una libre autodeterminación del Espíritu en la
existencia. El Ser-esencial, el Espíritu libre estaría aquí informando toda la acción de la
energía material, secretamente consciente de su inconsciencia; suyo sería el movimiento
de la vida y el espíritu interior que la guía; pero en la mente se encontraría el vislumbre
de una primera luz ostensible para su presencia. El alma evolucionando en la naturaleza,
prakritir jîvabhûtâ, sería un Poder inmortal de éste obnubilado, en proceso de
 

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crecimiento hacia la plena luz del Espíritu y en consecuencia hacia la consciencia y la
realización de la libertad. Estaría al principio confinada en la Naturaleza y obedecería
impotente en todas sus acciones al impulso del Karma porque en la superficie la acción
de la energía sería toda la verdad de su ser cinético; el resto, la libertad, el origen, todo
está allí, pero oculto debajo, subliminal y, en consecuencia, no manifestado en la acción.
Incluso en el dominio de la mente, la acción del Karma sería el hecho principal; todo
estaría determinado pro la naturaleza de la fuerza de nuestro ser activo, que actúa sobre
las influencias del medio y es sensible a ellas, y por la naturaleza de la cualidad
determinante de nuestro ser activo que matizaría y daría su carácter específico a estas
acciones y reacciones. Pero esta fuerza es la fuerza del alma, esta cualidad es la cualidad
del alma; y en la medida en que el alma se tornara consciente de sí misma, la
consciencia de la libertad emergería, se afirmaría, pugnaría, lucharía para crecer hasta
convertirse en una realidad firmemente sentida y poseída. Libre interiormente en el
Espíritu; condicionado y determinado en la Naturaleza; luchando en su alma por hacer
salir a la superficie la luz espiritual, la capacidad de gobierno y la libertad, para actuar
sobre la oscuridad y la dificultad de sus primeras condiciones naturales y de sus
estrechas determinaciones; tal sería la naturaleza del hombre, el ser mental.
 
Sobre esta base es posible establecer una relación clara y no enteramente
antinómica entre la necesidad y la libertad del hombre, entre su naturaleza humana
terrestre debatiéndose en el mecanismo de la mente, la vida y el cuerpo y el alma
soberana, la Divinidad, el Hombre real, que con su asentimiento sostiene los
movimientos de esa naturaleza terrestre o los gobierna en su voluntad. El alma del
hombre es un poder de la existencia – en – si que manifiesta el universo y no la criatura
y la esclava de una Naturaleza mecánica; solo los instrumentos naturales de su ser, su
mente, su vida y su cuerpo y sus funciones y sus órganos, son el aparato impotente y el
engranaje de su maquinaria. Estas cosas están sometidas a la acción del Karma, pero el
hombre en sí mismo, el hombre real en nosotros, no está sometido a esa acción, na
karma lipyate nare. Por el contrario, el Karma es más bien su instrumento y sus
progresos evolutivos el material que él utiliza, que está utilizando siempre, vida tras
vida, para la formación de una personalidad limitada e individual, que un día puede
llegar a ser divina y cósmica. Porque el Espíritu eterno goza de una libertad absoluta.
Esta libertad se nos manifiesta sin duda en un cierto estado, origen o trasfondo de todo
ser, como un infinito de existencia incondicional, pero es también en su relación con el
universo la liberta d de una existencia que despliega un infinito de posibilidades y tiene
el poder de modelar a voluntad, a partir de su propio potencial, las armonías del cosmos.
El hombre también puede muy bien ser capaz, de una liberación, moksa, en el Infinito in
condicional por la cesación de toda acción, mente y personalidad. Pero eso no agota la
totalidad de la libertad absoluta del Espíritu; es más bien una libertad incompleta,
puesto que si perdura es solo por su Inacción; la libertad del Espíritu no es en tal medida
dependiente; puede permanecer intacta en toda la acción del Karma, y no resulta
disminuida ni abrogada por derramar sus energías en el torbellino del Cosmos. Se
podría decir que el hombre no puede gozar de esta doble libertad, porque como hombre
 

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es un ser individual y, por tanto, un ente de la Naturaleza sujeto a la Ignorancia y al
Karma. Para ser libre debe evadirse de la individualidad, de la Naturaleza y del Karma;
más entonces, el hombre ya no existe, queda tan sólo el infinito incondicional. Pero esto
equivale a suponer que no existe un poder individual espiritual, sino sólo un poder de
individualización en la Naturaleza. Todo sería entonces la formación de un nudo de
Karma mental, vital y físico en el que el ser único durante mucho tiempo identifica
erróneamente su identidad por un engaño del ego. Pero si, por el contrario, existe un tal
poder individual del Espíritu, este poder debe compartir, en cualquier plano de la
realidad, la fuerza y la libertad unidas de la auto-existente Divinidad; porque es el ser de
su ser.
 
La libertad existe en alguna parte de nuestro ser y de nuestra acción, y sólo
tenemos que ver cómo y porqué está limitada en nuestra naturaleza exterior, porqué
estoy aquí completamente bajo el dominio del Karma. Parece que yo estoy
condicionado por la ley de una energía exterior e impuesta, solamente porque hay una
separación entre mi naturaleza exterior y mi yo espiritual más profundo y no vivo en esa
parte exterior con la totalidad de mi ser, sino con una forma, con una tendencia, con una
formación mental de mí mismo que llamo mi ego o personalidad. El Espíritu cósmico
de la materia parece estar condicionado de la misma forma y pro la misma razón. Ha
iniciado una acción exterior constreñida, una ley y una ordenación de la energía material
a las que hay que permitir que desarrollen sus consecuencias; él mismo se mantiene
detrás y oculta su toque creativo, pero el sostén de su asentimiento y su impulso están
todavía allí y salen poco a poco a la luz a medida que la naturaleza se eleva a sí misma
emergiendo en los niveles ascendentes de la Vida y de la Mente. No obstante, no puedo
dejar de advertir que incluso en la mente y en el fenómeno de su voluntad consciente, el
Karma es la primera ley, y que no puede haber allí, para mí, una libertad completa; no
existe una voluntad mental que sea absolutamente libre. Y ello es debido a que la mente
forma parte de la acción de la Ignorancia exterior, una acción que busca el conocimiento
pero que no posee plenamente su luz y su poder que puede concebir el ser-esencial, el
Espíritu y el Infinito y reflejarlos, pero que no es capaz de vivir enteramente en ellos en
la que pueden vibrar posibilidades infinitas, pero que no puede actuar más que de una
forma limitada y parcialmente eficaz en la realización de posibilidades restringidas. Aún
cuando su naturaleza tuviera esa capacidad, a la Ignorancia no se le podría permitir que
estuviera en plena posesión de un libre albedrío. Sería inadmisible que una mente y una
voluntad ignorantes recibieran una voluntad vasta y real, porque la justa ordenación
energética que el Espíritu ha puesto en acción se vería trastocada, dando paso a una
confusión infernal. La Ignorancia debe ser forzada a obedecer y, si se resiste, sufrir la
reacción de la Ley; la libertad parcial de su conocimiento velado y vacilante debe ser
constantemente controlada tanto en su acción como en sus resultados por la Ley de la
Naturaleza Universal y por la voluntad del Espíritu universal cuya visión gobierna las
disposiciones y las consecuencias del Karma. Esta acción restringida y reglamentada
caracteriza de manera patente nuestro ser mental y su acción.
 
 

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Pero hay, sin embargo, una libertad a la que podría calificarse de relativa. No
pertenece realmente a nuestra mente o a nuestra voluntad exterior ni a esta sombra de
mí mismo que he proyectado en mi ego mental; pues estas cosas son instrumentos y
funcionan según las vías del encadenamiento kármico. Pero sienten, no obstante, un
poder que surge constantemente, ya sea para asentir a la acción de la Naturaleza, ya sea
para intervenir en ella; y se atribuyen este poder a sí mismas. Son conscientes de una
libertad relativa en la elección de su acción y de una libertad al menos potencialmente
absoluta detrás de esta elección, y, mezclando ambas cosas, la mente, la voluntad y el
go exclaman al unísono: “Soy libre”. Pero esta libertad y este poder son influencias
procedentes del alma, utilizando un lenguaje metafísico familiar, diríamos que estas
influencias reproducen exteriormente el consentimiento y la voluntad del Purusha sin
los cuales Prakriti no se puede mover. La primera parte y la más importante de esta
influencia – del – alma toma la forma de un consentimiento o aquiescencia a la
Naturaleza. Y por una buena razón. Porque yo parto de la acción de la energía universal
que el Espíritu ha puesto en movimiento y a medida que me elevo de la ignorancia del
conocimiento lo primero que me exija es que adquiera experiencia de su Ley y de la mis
relaciones con esta Ley, y, en cierto modo, por consiguiente, que le otorgue mi
asentimiento, que acepte ser puesto en movimiento, que acepte ver y conocer
progresivamente la naturaleza de estos movimientos, sufrir la ley y obedecerla,
comprender y conocer el Karma. Esta obediencia es impuesta por la fuerza a la creación
inferior ignorante. Pero el hombre pensante, que acumula de generación en generación y
de vida en vida la experiencia de la Naturaleza de las cosas y desarrolla un
conocimiento reflexivo y la consciencia de su alma en la Naturaleza, libera y torna
efectivo el poder de voluntad iniciadora que existía en ella. No está ineludiblemente
sometido a los condicionamientos de la realidad preestablecidos por la Naturaleza,
puede negar su consentimiento y el elemento de la Naturaleza al que se le niega éste,
perdura ciertamente durante un cierto tiempo y continúa produciendo sus resultados por
el impulso del Karma, pero en el transcurso de su acción pierde poder y cae impotente,
en el desuso. El hombre puede hacer más: puede ordenar y regir una acción y una
orientación nuevas de su naturaleza. El consentimiento era una manifestación del poder
del alma como otorgador de la sanción, anumantâ: pero éste es un poder del alma como
señor activo de la Naturaleza, îsvara. A partir de este momento, la Naturaleza insiste
más o menos en sus viejos modos habituales a causa de su impulso anterior o en virtud
de sanciones previas y puede incluso, en la medida en que no está acostumbrada a ser
controlada, resistirse y apelar a poderes hostiles, a nuestras propias creaciones a los
hijos de nuestros pasados deseos; tiene lugar entonces una batalla en la mansión de
nuestro ser entre el Señor y su Esposa, o entre la Naturaleza vieja y la nueva, y la
derrota o la victoria del alma. Y esto es ciertamente una libertad, pero es solamente una
libertad relativa; el dominio mental de sí, incluso el más grande, no es más que una cosa
relativa y precaria en el mejor de los casos. Cuando se contempla esta libertad desde un
nivel más elevado, apenas se distingue una servidumbre iluminada.
 
 
 

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El ser mental en nosotros puede ser un aprendiz en la escuela de la libertad, no
un experto consumado. La verdadera libertad aparece cuando abandonamos la mente
para entrar en la vida del Espíritu, cuando dejamos la personalidad para entrar en la
Persona, la Naturaleza para entrar en el Señor de la Naturaleza. Aquí, de nuevo, la
libertad inicial es un poder pasivo; tiene el carácter de un asentimiento; es una libertad
observadora y esencial en la que la parte activa del Ser, es un instrumento del Espíritu
supremo y de su acción universal. Pero el asentimiento se otorga a la Voluntad del
Espíritu y no a la Fuerza mecánica de la Naturaleza; y el Espíritu proyecta sobre la
mente la libertad de su luz y su pureza, un conocimiento justo de las relaciones, y una
aquiescencia clara y desapegada a las obras divinas. Pero si el hombre quiere tener
también una libertad de poder, de participación, de asociación como hijo de Dios, en un
control divino más grande, debe entonces no solamente retirarse de la mente sino
también situarse en su pensamiento e incluso en su voluntad, por encima de los planos
de la mente y encontrar allí un punto de apoyo, un pou sto3, espiritual, desde donde
pueda mover soberanamente el mundo de su ser. Este punto de apoyo de la consciencia
se halla en nuestros ámbitos supramentales. Cuando el alma es una con el Supremo y
con el Espíritu universal, no solo en la esencia de la consciencia y de la verdad
espiritual del Ser sino también en el acto que expresa la consciencia y el ser, cuando
goza de la Verdad iniciadora y asociadora de la Voluntad y el conocimiento espiritual y
de la felicidad desbordante del alma en Dios y en la Existencia, cuando tiene acceso al
asentimiento plenario del Espíritu al ser y a su libertad creadora, a la armonía de su
gozo eterno en la auto-existencia y a la auto-manifestación, el Karma mismo se
convierte en un ritmo de la libertad y el nacimiento un compás de la inmortalidad4.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

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3. KARMA, VOLUNTAD Y CONSECUENCIA
 
 
 
 
La voluntad, el Karma y la consecuencia, son las tres fases de la Energía que
mueve el universo. Pero el Karma y la consecuencia no son más que resultados de la
voluntad e incluso formas por ella adoptadas; es la voluntad lo que les otorga su valor y
nada serían sin ella, nada al menos para el hombre, alma que piensa y que crece, y nada-
podríamos incluso aventurar- para el Espíritu, del que el hombre es llama y poder a la
vez que criatura. Lo primero que vemos o creemos ver cuando contemplamos el
mecanismo exterior del universo es la energía y sus obras, la acción y su consecuencia.
Pero por sí mismo, y sin la luz de la voluntad que lo habita, este proceso no es más que
un enorme mecanismo sin alma, un ruidoso traqueteo de cigüeñales y poleas, una
monstruosa percusión de resortes y pistones. Es la presencia del Espíritu y su voluntad
lo que da sentido a la acción, y es el valor que el resultado pueda tener para el alma lo
que da su profunda importancia a toda consecuencia, ya sea grande o pequeña. Poco
importaría a nadie ni a cosa alguna, ni siquiera al mismo cosmos que esta agitación
universal fuera a terminar mañana mismo o que nunca hubiera sido creada, si estos soles
y sistemas no fueran el ámbito de una consciencia en el que ésta desarrolla sus poderes,
despliega sus obras, goza de sus creaciones, planifica sus proyectos, y exulta en sus
grandiosos objetivos y consecuencias. El Espíritu, la Consciencia y Poder del Espíritu y
Ananda, constituyen el sentido de la existencia. Si se prescinde de este contenido
espiritual, este mundo de energía se convierte en un efecto mecánico del azar o en una
ciega y rígida Maya.
 
La vida del hombre es una parcela de este vasto contenido, y, puesto que es el él
donde éste puede manifestar su significación en este plano material, una parcela
sumamente importante y fundamental. La Voluntad en el universo asciende hasta él por
la escala creadora de su energía y hace de su naturaleza un carro de los dioses sobre el
cual ella se mantiene en el interior de la acción, contempla sus obras cara a cara, y no ya
oculta tras los procesos de la Naturaleza o por encima de ellos, y prosigue sus
movimientos hasta sus últimas consecuencias y el completo desarrollo de su designio.
La voluntad del hombre es el agente que el Eterno utiliza para desvelar su secreta
intención en la creación material. La mente del hombre asume todas las dificultades del
problema, las resuelve por el poder del Espíritu en su interior y los lleva hasta un punto
cercano a la plenitud de la fuerza y el estado de sus soluciones individuales y cósmicas.
Ésta es su dignidad y su grandeza, y no necesita de nada más para justificar y dar un
valor total a su nacimiento, a sus actos, a su muerte y a su retorno al nacimiento, un
retorno que se producirá -¿hay en ello algún motivo de aflicción o que impulse a la
huida?- hasta que la obra del Eterno en él se halla consumado plenamente o los ciclos
descansen de su gloriosa labor.
 
Esta cosmovisión es el punto desde el que debemos considerar la cuestión de la
voluntad consciente del hombre y sus relaciones con la vida, pues en esta perspectiva

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todas las cosas se emplazan en un lugar natural y podemos evitar valoraciones erróneas,
tanto por exceso como por defecto. El hombre es un alma consciente del Eterno, uno
con el Infinito en su ser más profundo, y el Espíritu en su interior es el Señor de sus
actos y de su destino. Pues el destino es fatum, la forma de acto y de creación designada
de antemano por la Voluntad en el hombre y en el universo como lo que debe ser hecho,
lo que hay que cumplir, lo que hay que elaborar y convertir en autoexpresión de su ser
espiritual. Destino es adrsta, el secreto que el Espíritu mantiene escondido en el plano
de su visión, la consecuencia oculta a la afanosa mente, absorta en la acción del
momento, por la proximidad velada o por las invisibles lejanías del Tiempo. Destino es
niyati, la cosa querida y ejecutada por la Naturaleza que es un poder del Espíritu, de
acuerdo con la ley prefijada de sus acciones autogobernadas. Pero puesto que el Eterno
Infinito, nuestro Ser-Esencial superior, es también el ser universal, el hombre en el
universo es inseparablemente uno con toda la existencia; no un alma forjando
aisladamente su destino y su naturaleza espirituales en tanto que el resto de los seres no
son nada más que su entorno, sus medios o sus obstáculos- que ciertamente lo son, pero
son mucho más para él- como dan a entender las ideologías o las religiones que
concedes demasiada importancia a la individualidad o a la salvación personal. En
realidad, el hombre no es sólo una parcela del universo; es un alma eterna que, aunque
está limitada por ciertos fines temporales en su consciencia exterior, tiene que aprender
a extenderse más allá de sus límites y descubrir y hacer efectiva su unidad con el
Espíritu eterno que informa y trasciende al universo. Esta necesidad espiritual es la
verdad profunda que está detrás del dogma religioso.
 
Pero el ser humano es también uno en Dios y en la Naturaleza, con todos los
seres del cosmos, se relaciona con todas las almas y las incluye, está vinculado con
todos los poderes del Ser que se manifiestan en esta acción cósmica. Su alma, su
pensamiento, su voluntad, su acción están en íntima unión con el alma, el pensamiento,
la voluntad y la acción universales. Todo actúa sobre él, a través de él y se mezcla con
él; y él actúa, también sobre todo y su pensamiento, su voluntad y su vida se mezclan y
se convierten en un poder de la única vida común. Su mente es una forma y una acción
de la mente universal. Su vocación no consiste en estar únicamente preocupado y
ocupado con su propio pensamiento, su perfección, su destino natural o su libertad
espiritual. Una más vasta acción le reclama. Es un obrero de la obra universal; la vida de
los otros es su propia vida; la consecuencia en el mundo y la evolución del mundo son
también de su incumbencia. Porque su yo verdadero es uno con el yo de todos los
demás seres.
 
Las relaciones de nuestra voluntad con el Karma y la consecuencia deben ser
contempladas a la luz de esta doble verdad de la individualidad y la universalidad del
ser humano. Y vista con esta luz, la cuestión de la libertad de nuestra voluntad
individual adquiere una apariencia distinta. Queda suficientemente claro que nuestro
ego, nuestra personalidad exterior, no puede ser más que una forma menor, temporal,
instrumental, de nuestro ser. La voluntad del ego, la voluntad exterior, mentalmente
 

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personal, que actúa en el movimiento, no puede ser libre en el sentido pleno o de
independencia total que sugiere el término. No puede ser libre porque está atada por su
naturaleza parcial y limitada y conformada por el mecanismo de su ignorancia; y por ser
además una forma y una acción individualizada de la energía universal, que en todo
momento es invadida y modificada y en gran medida configurada, por las voluntades,
los poderes y las fuerzas que la rodean. Pero además tampoco puede ser libre a causa
del Alma más grande en nosotros, detrás de la mente, que determina las obras y la
consecuencia según la voluntad en su ser y en su naturaleza, en su poder de ser, no en
el instante sino en las dilatadas continuidades del Tiempo, no solamente por la
inmediata adaptación al entorno sino por su propia intención previa que ha configurado
el entorno, y ha predeterminado ya en gran parte el acto presente y la consecuencia. La
voluntad interior del Ser que está en estrecha relación con este Poder es la voluntad real,
y el elemento exterior es sólo un instrumento que opera de momento en momento, un
resorte del mecanismo kármico. Cuando nos volvemos hacia ella, descubrimos que esta
voluntad interior es libre, no enclaustrada en una libertad separada, sino libre y en
armonía con la libertad del Espíritu que guía e impulsa a la Naturaleza en todas las
almas y en todos los aconteceres. Esto no puede ser fácilmente observado por nuestra
mente exterior porque la verdad práctica por ella percibida es la energía de la
Naturaleza, que, a la vez, trabaja sobre nosotros desde fuera y forma, también, nuestra
acción desde el interior y reacción sobre sí misma por la voluntad mental, su
instrumento, a fin de continuar su autoafirmación con vistas al Karma y a las
consecuencias futuras. Sin embargo, somos conscientes de un Ser, y la presencia de este
ser impone a nuestras mentes, la idea de alguien que quiere alguien que da forma
incluso a la Naturaleza y que es responsable de la consecuencia.
 
Para comprender, es preciso dejar de fijarse exclusivamente en el acto y la
voluntad del momento y en sus consecuencias inmediatas. Nuestra voluntad y
personalidad presentes están condicionadas por muchas cosas: por nuestra herencia
física y vital, por una creación pasada de nuestra naturaleza vital, por las fuerzas del
entorno, por la limitación, por la ignorancia. Pero nuestra alma, detrás es más grande y
más antigua que nuestra presente personalidad. El alma no es el resultado de nuestra
herencia sino que es ella quien ha preparado esa herencia por su propia acción y por sus
afinidades. Ha atraído en torno suyo esas fuerzas del medio por el Karma y la
consecuencia. Ha creado en otras vidas la Naturaleza mental de la que ahora se sirve.
Esta antigua alma de tan largo pasado, sempiterna en su Ser, Purusah purânah
sanâtanah ha aceptado la limitación exterior, la ignorancia exterior, como medios para
manifestar en el ámbito de una acción constreñida por la instantaneidad sucesiva de una
consecuencia temporal, la significación de su infinitud y la consecuencia de sus obras de
poder. Vivir en este conocimiento no significa desposeer a la voluntad y al acto del
momento de su valor y su potencia sino darles una importancia y un significado
inmensamente acrecentado. Pues cada momento se llena de cosas infinitas, y se le puede
ver reanudando la acción de una Eternidad pasada y modelando la de una Eternidad
futura. Cada uno de nuestros pensamientos, deseos o acciones lleva consigo el poder de
 

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determinar su futuro, y es, también, una ayuda o una traba para la evolución espiritual
de quienes están a nuestro alrededor y una fuerza en la acción universal. Porque el alma
en nosotros utiliza las influencias que recibe de las demás para su propia determinación
y emite influencias que e l alma en ellos utiliza para su crecimiento y experiencia.
Nuestra vida individual se convierte en algo inmensamente más grande, y adquiere
también una clara consciencia de su unidad permanente con la marcha del universo.
 
El Karma y la consecuencia adquieren también un más vasto significado.
Actualmente fijamos excesivamente nuestra atención en la voluntad y el acto particular
de un momento, y en una consencuencia particular en un momento determinado. Pero lo
particular recibe su valor del todo del que forma parte, del todo del que procede, del
todo hacia el que se mueve. Nos fijamos también demasiado en los aspectos externos de
lKarma y las consecuencias, en el carácter bueno o malo de una acción concreta y su
resultado. Pero la consecuencia real que el alma busca es un crecimiento en la
manifestación de su ser, una ampliación del alcance y la acción de su poder, de su
captación del deleite del ser, de su deleite en la creación y la auto-crea-ción, y no sólo
suyos sino también de los demás con los que en su devenir y su gozo más grande es
uno. El sentido del Karma y la consecuencia se derivan del valor que para el alma
tienen; Karma y consecuencia son los pasos por los que el Alma va avanzando hacia la
perfección de su naturaleza manifestada. E incluso cuando este objetivo, haya sido
alcanzado, no será necesario que cese nuestra acción, porque conservará su valor y será
una fuerza más poderosa para ayudar a todos los demás con los que, en el Espíritu o
Ser-Esencial somos uno. Tampoco se puede decir que la acción ya no tendrá valor para
el alma que se haya tornado consciente de la libertad y del infinito; porque ¿ quién me
persuadirá de que me Infinitud no puede ser más que un Eterno punto final, un reposo
interminable, una cesación infinita? Muy al contrario, la infinitud ha de ser eternamente
capaz de una infinita autoexpresión.
 
Los nacimientos del alma son las sucesiones de una evolución espiritual
continuada, y bien podría parecer, al principio, que cuando la evolución haya terminado
– lo que en algún momento tiene que ocurrir- cuando el alma involucionada en la
ignorancia retorne al autoconocimiento, las sucesiones de nuestras nacimientos también
deberían llegar a su término. Pero esto no es más que un aspecto del problema, un largo
acto desarrollado aquí del drama eterno, del devenir, del Karma .el Espíritu que somos
no solo es una consciencia eterna y un ser eterno; es también, un eterno poder-de-ser- y
un eterno Ananda. La creación no es para el Espíritu un evento desgraciado y
angustioso sino la expresión de una felicidad por más que en la totalidad de sus abismos
sea inefable, insondable, sempiterna, inagotable. Es solo la acción limitada de la mente
en la Ignorancia, esforzándose afanosamente en la posesión y el descubrimiento e
incapaz de encontrar el poder oculto del Espíritu, lo que convierte el deleite de la acción
en una pasión o sufrimiento: pues aunque limitada en sus posibilidades y dificultada por
la vida y el cuerpo, la mente tiene deseos que sobrepasan su capacidad porque es el
instrumento de un crecimiento y la semilla de una autoexpresión que no admite
 

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limitación y experimenta el dolor del crecimiento, el dolor de la dificultad, el dolor de la
insuficiencia de su acción y de su deleite. Pero cuando esta esforzada autocreadora y
ejecutora de las obras, se abra un día y sea uno a la consciencia y el poder del Espíritu
secreto e infinito que mora en su interior, toda esta pasión, todo este sufrimiento,
desaparecerán en la inconmensurable bienaventuranza del Ser y de su acción liberados.
 
La idea buddhista que considera el Karma y el sufrimiento como inseparables, la
que llevó a Buddha a buscar los medios para extinguir la voluntad de-ser, es solo una
primera fase y una apariencia parcial. Encontrar el Ser-Esencial o Espíritu es curar el
sufrimiento, porque el Ser-Esencial es posesión infinita y satisfacción perfecta. Pero
encontrar a este Ser-Esencial en la quietud no es toda la intención de la evolución
espiritual, sino encontrarlo también en su poder-de-ser; porque el Ser no es solo un
status eterno, sino también un eterno movimiento, no solo reposo, sino también acción.
Hay un deleite del reposo y un deleite de la acción; pero en la totalidad del Espíritu
ambas cosas ya no son contrarias, sino que constituyen una unidad inseparable. El
Status del Espíritu es una calma eterna, pero su autoexpresión en el Ser-del-mundo
carece también de principio y de fin, porque poder eterno supone una creación eterna.
La consecución de uno de estos dos aspectos no implica necesariamente la pérdida de su
contraparte y consecuencia. Alcanzar un fundamento no es destruir toda posibilidad de
superestructura.
 
El Karma no es más que la voluntad del Espíritu en acción y la consecuencia
nada más que la creación de la voluntad. Lo que está en la voluntad del ser se expresa
en el Karma y la consecuencia. Cuando la voluntad está limitada a la mente, el Karma
aparece como limitación y esclavitud y la consecuencia como reacción e imposición.
Pero cuando la voluntad del Ser es infinita en el Espíritu, el Karma y la consecuencia
pasan a ser el gozo del Espíritu creador, la obra del artesano eterno, la palabra y el
drama del poeta eterno, la armonía del músico eterno, el juego del niño eterno. Esta
evolución menor, limitada y aparentemente separada, no es más que una etapa en la
libre auto-creación del Espíritu a partir de su propio Ananda infinito. Esto es lo que está
detrás de todo lo que somos y de todo lo que hacemos; ocultarlo a la mente y llevarlo
lentamente al primer plano de existencia y de la acción es el juego actual del Espíritu
con la Naturaleza.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

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4. RENACIMIENTO Y KARMA
 
La antigua idea del Karma estaba inseparablemente vinculada a la creencia en el
continuo renacimiento del alma en nuevos cuerpos. Y esta estrecha relación no era un
mero accidente, sino la unión perfectamente inteligible y verdaderamente inevitable de
dos verdades conexas, cada una de las cuales es necesaria para la plenitud de la otra, y
que difícilmente pueden existir de forma separada. Estas dos verdades son el aspecto
alma y el aspecto naturaleza de una sola y misma secuencia cósmica. El Renacimiento
carece de sentido sin el Karma y éste no tiene un origen ineluctable ni justificación
racional y moral alguna si no es un medio para las secuencias de la experiencia continua
del alma. Si aceptamos que el alma renace en el cuerpo de forma reiterada debemos
aceptar igualmente la existencia de un cierto vínculo entre las vidas precedentes y las
subsiguientes, y de unos ciertos efectos del pasado del alma sobre su futuro; esta es la
esencia espiritual de la ley del Karma. Negarlo sería abrir paso al reino de la más
caótica incoherencia, tal como solo la encontramos en los saltos y en los vuelcos que la
mente puede generar en el delirio o en los sueños, y quizá ni tan siquiera ahí. Y si esta
existencia fuera, como imagina el pesimista cósmico, un sueño o una ilusión o, peor,
como pretendía Schopenhauer, un estado de delirio y locura del alma podríamos aceptar
una cierta ley de inconsecuente consecuencia. Pero, incluso suponiendo lo peor, este
mundo de vida difiere del sueño, de la ilusión y de la locura por su plan de
encadenamientos nobles, complejos y sutiles, la lógica y la funcionalidad que presentan
incluso lo que son sus discordancias, la armonía particular y general de sus relaciones
que, a pesar de no ser la armonía que desearíamos ni constituir una muestra perfecta de
la armonía ideal por la que hemos aspirado desde hace mucho tiempo, lleva la marca de
una sabiduría y de una idea en acción; no es el acto de una mente desquiciada o de una
máquina desvencijada. La existencia continua del alma en el transcurso de la serie de
renacimientos debe implicar una evolución, si no del Espíritu o Ser-Esencial – puesto
que a éste se le considera inmutable- si, al menos, de su alma activa más exterior o ser
inmerso en la experiencia. Esta evolución no es posible si no existe una secuela que
vincula una vida con otra, un resultado de la acción y la experiencia, una consecuencia
evolutiva para el alma, una ley del Karma.
 
Y desde la perspectiva del Karma, si damos a éste su íntegra y no mutilada
significación, debemos admitir el renacimiento como campo suficiente para su acción.
Pues el Karma no es exactamente lo mismo que una ley material o sustancial de causa-
efecto o de antecedencia y consecuencia mecánica. Una ley así admitiría perfectamente
un Karma que podría proseguir en el tiempo y cuyos resultados aparecerían con certeza
en su lugar adecuado y en su justo grado pro el establecimiento de un equilibrio de
fuerzas, sin que tuvieran por qué afectar necesariamente al ser humano que los originara
y que habría podido desaparecer de la escena en el momento en que el resultado de sus
actos surgiera en la manifestación. Una Naturaleza mecánica podría muy bien hacer
recaer los pecados de los padres no sobre ellos mismos, sino sobre su cuarta o su
cuadrigentésima generación, como hace, por otra parte, la Naturaleza física, y ningún

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reproche de injusticia ni ninguna otra objeción mental o moral podría hacérsele, pues la
única razón o justicia de un mecanismo es la de trabajar de acuerdo con su ley
estructural y con la prefijada finalidad de su fuerza en acción. No podemos exigir de él
una equidad mental o moral ni ninguna clase de responsabilidad suprafísica. La energía
universal genera inconscientemente sus efectos, y los individuos son solo medios
fortuitos o subordinados de sus obras. La propia alma, si es que la hay, no es más que
por una parte de los mecanismos de la Naturaleza y no existe por sí misma; es sólo un
elemento útil para sus procesos. Pero el Karma es más que una ley mecánica de
antecedencia y consecuencia. El Karma es acción, hay un acto, un agente y una
congruencia activa; son estas las tres articulaciones, las tres ligaduras, los tres sandhis,
del nudo del Karma. El Karma es un complejo funcionamiento mental, moral y físico;
porque su ley no es menos verdadera en la consecuencia mental y moral que en la
consecuencia física del acto para quien lo ejecuta. La voluntad y la idea son la fuerza
motriz de la acción; el impulso no procede de alguna conmoción en mis átomos físicos,
de un proceso dinámico de iones y electrones o de una misteriosa efervescencia
biológica. Por consiguiente, el acto y la consecuencia deben tener alguna relación con la
moral para el alma que tiene la voluntad y la idea. Esto significa, si admitimos que el
individuo es un ser real, la existencia de una continuidad entre acto y consecuencia, y
por tanto, del renacimiento como medio necesario para la realización del sistema. Es
evidente que en una sola vida no podemos realizar y agotar todos los valores y todos los
poderes de esa vida; solo podemos seguir el hilo conductor que nos llega del pasado,
trenzar algo del presente, y preparar infinitamente más para el futuro.
 
Si no existiera más que un Alma-total del universo, el Karma no implicaría por
su propia naturaleza la consecuencia del renacimiento, pues entonces sería esa alma la
que prolongaría su pasado en miríadas de formas, elaborando un resultado presente y
tejiendo el hilo del Karma para una trama de consecuencia futura. Sería el Alma-total la
generadora, la que sostendría la fuerza del acto, sería ella quien la recibiría y la agotaría,
o tomaría de nuevo la fuerza en retorno de la consecuencia para usos ulteriores. Nada
esencial dependería de que todas esas acciones fueran realizadas bajo la misma máscara
individual de su ser. Pues el individuo sería solo un momento prolongado del Alma-
total, y lo que ella comenzó en ese momento de su ser al que llamo “yo” muy bien
pudiera producir su resultado en algún otro momento de ese mismo ser, que, desde el
punto de vista del ego sería alguien completamente diferente y sin ninguna relación
conmigo. No habría injusticia ni sinrazón en esta aparente sustitución a la hora de
recoger los frutos o sufrir las consecuencias, pues ¿qué tiene que ver una máscara con
eso, por más que sea capaz de vivir y de sufrir? Y, de hecho, por la naturaleza misma de
la vida en el universo material, la repercusión del resultado de la acción de un individuo
en la vida de los otros, el efecto de la acción individual sobre el grupo o el conjunto, es
en todas partes la ley. Lo que siembro en la hora presente es recogido por mi posteridad
a lo largo de varias generaciones y esto es lo que podemos llamar el Karma de la
familia. Lo que los hombres de hoy como comunidad o pueblo deciden o ejecutan recae
como bendición o como azote sobre el futuro de su raza una vez que ellos han
 

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desaparecido y ya no están allí para gozar o para sufrir; y es en este sentido en el que
podemos hablar de Karma de una nación. La Humanidad como conjunto también tiene
su Karma; lo que forjó en su pasado moldeará su destino futuro. Los individuos parecen
ser sólo unidades temporales del pensamiento, de la voluntad, de la naturaleza humanas
que actúan de acuerdo con la compulsión del alma en la Humanidad y desaparecen; pero
el Karma de la especie que ellos han contribuido a formar continúa a través de los
siglos, los milenios y los ciclos.
 
Pero podemos comprobar, cuando miramos hacia nuestro interior que esta
relación del individuo con el Todo, tiene un significado distinto; no quiere decir que yo
no tenga una existencia alguna salvo como un momento, más o menos prolongado, del
devenir cósmico del Alma-total: esto es también una apariencia superficial, y mucho
más sutil y más grande es la verdad de mi ser. Porque la Realidad original y eterna, el
Alfa y el Omega, la Divinidad no está separada en el individuo, ni tampoco es, única y
exclusivamente, un pantheos, un espíritu cósmico. Es, a la vez, el individuo eterno y la
eterna Alma-total de este universo y de otros muchos, y es, también, al mismo tiempo,
mucho más que todo eso. Este universo podría terminar, pero ella seguiría existiendo; y
yo también, aunque el universo pudiera terminar, podría seguir existiendo en ella; y
todas estas almas eternas existirían también en ella. Pero así como su ser existe para
siempre, la sucesión de sus creaciones también existe para siempre; si una creación
tuviera que llegar a su término, solo sería para que otra pudiera comenzar y la nueva
continuaría con un nuevo comienzo e iniciación la posibilidad que no se había podido
realizar en la antigua, pues no puede haber fin en la automanifestación del Infinito.
Nâsti anto vistarasya me. El universo se encuentra a sí mismo en mí, lo mismo que yo
me encuentro a mí mismo en el universo, porque nosotros somos tanto una como la otra
cara de la única Realidad, y el ser individual es tan necesario como el ser universal para
llevar a término esta manifestación. La visión individual de las cosas es tan verdadera
como la universal, una y otra son formas de auto-contemplación del Eterno. Yo puedo
ahora verme a mí mismo como una criatura contenida en el universo pero cuando llego
al conocimiento de mi verdadero Ser-esencial, veo también que el universo está
contenido en mí, sutilmente, por implicación en mi individualidad, extensamente en el
gran ser o Espíritu universal con el cual me identifico y me convierto. Estos son datos
de una antigua experiencia, cosas sabidas y proclamadas desde la antigüedad, aunque
puedan parecer nebulosas y trascendentes a la positiva mente moderna, que habiendo
estado durante mucho tiempo escrutando de forma tan minuciosa las cosas tan
exteriores, se encuentra, ahora, deslumbrada y ciega ante cualquier luz superior y sólo
muy lentamente va recuperando la capacidad de ver a través de sus recovecos. Pero, a
pesar de todo, siguen siendo válidos y pueden ser experimentados actualmente por
cualquiera de nosotros que se decida a explorar los ámbitos más profundos de la
experiencia interior. Si consideramos en su conjunto los conocimientos que nos han
aportado la ciencia y el pensamiento moderno, veremos que no los contradicen, sino que
recogen solamente para nosotros los efectos y los funcionamientos exteriores de estas
realidades; porque siempre descubrimos finalmente que la ley de la Energía y de la
 

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Materia no contradicen nunca la verdad del Espíritu o Ser-esencial sino que la
reproducen y la hacen efectiva en este mundo material.
 
La necesidad del renacimiento si la analizamos desde el exterior, desde el punto
de vista de la Energía y el procedimiento, descansan en un hecho insistente y persistente
que se superpone siempre al carácter general de la ley y la especie común y que
constituye el secreto más íntimo de la maravilla de la existencia: la unicidad o
singularidad del individuo. Y esta unicidad está en todas partes, aunque aparezca
solamente como un factor subordinado en los niveles inferiores de la existencia. Se
torna más y más importante y pronunciado a medida que ascendemos en la escala
evolutiva; se amplía en la mente y adquiere proporciones enormes cuando llegamos al
dominio del Espíritu. Esto parecería indicar que la causa de esta unicidad significativa
es algo estrechamente ligado a la naturaleza misma del Espíritu; es algo que contiene en
sí mismo y que va haciendo salir progresivamente a medida que emerge de la
Naturaleza material y recobra la autoconsciencia. Las leyes del ser, son, en su realidad
esencial, una para todos, porque toda existencia es una existencia; un Espíritu, un ser,
una mente, una vida, una energía creadora en acción; una voluntad y sabiduría han
planificado o ha hecho evolucionar de sí la totalidad de la creación. Y, sin embargo, en
esta unidad hay una variación persistente, que se nos muestra primero bajo la forma de
una diferenciación de la comunidad. Hay en todas partes una energía-del-grupo, una
vida-del-grupo, un mente-del-grupo y si el alma existe, tenemos entonces razones para
creer, por evasiva que pueda resultar a nuestra percepción, que hay un alma-del-grupo
que es el fundamento y soporte, -algunos dirían el resultado- de esta diferenciación de la
colectividad. Tenemos, por tanto, una base para pensar que existe también un Karma-
del-grupo. Porque el alma-del-grupo o alma colectiva se renueva y se prolonga a sí
misma, y, en el hombre al menos, desarrolla su naturaleza y experiencia de generación
en generación. ¿Y quién sabe si, cuando una de sus formas, comunidad o nación, se
desintegra no puede mantenerse a la espera y asumir otras formas en las que su voluntad
de ser, su tipo de naturaleza y de mentalidad, su tentativa de experiencia, prosiga, migre,
por así decirlo, a cuerpos colectivos recién nacidos, en otras edades u otros ciclos? La
Humanidad misma tiene esta alma colectiva separada y esta existencia colectiva
separada. Y en este carácter común se funda el Karma colectivo; la acción y el
desarrollo del Todo generan la consecuencia del Karma y la experiencia para el
individuo y la totalidad, al igual que la acción y el desarrollo del individuo genera
consecuencias y experiencia para los demás, para el grupo, para el todo. Y el individuo
está ahí y no es posible anularlo o reducirlo a una ilusión; es real, vivo, único. La
diferenciación del alma colectiva se enriquece con el resto, se acreciente, incorpora o se
desprende de algo, añade poderes nuevos a la evolución. El individuo crece y se supera
de la misma forma a partir de la comunidad. Es en él, en sus más altas cimas donde
alcanzamos la cresta de la llama de la automanifestación en virtud de la cual el Uno se
encuentra a sí mismo en la Naturaleza.
 
 
 
 

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Y la cuestión que entonces se plantea es la de averiguar cómo puede todo esto
tener lugar. Entro en el nacimiento, no en un ser separado, sino en la vida del todo, y en
consecuencia heredo la vida del todo. He nacido físicamente en virtud de una
generación que es una continuación de su historia ininterrumpida; el cuerpo, la vida, la
mentalidad física de todo el ser pasado se prolonga en mí y debo, por tanto, estar
sometido a la ley de la herencia; el padre – dice la Upanishad – se recrea por la energía
de su semilla y renace en el hijo. Pero tan pronto como comienzo a desarrollarme, un
factor nuevo, independiente e imperioso, interviene. Este factor no es ni mis padres, ni
mis antepasados, ni la humanidad pretérita, sino yo, mi propio ser. Y éste es el factor
realmente importante, culminante, central. Lo que más importa en mi vida no es la
herencia; ésta solo me proporciona la oportunidad o el obstáculo, el material bueno o el
malo y nadie nunca ha demostrado que todo salga de esa fuernte. Lo que
verdaderamente importa es lo que yo hago con mi herencia no lo que ésta haga
conmigo. El pasado del mundo, la antigua humanidad, mis antepasados, están aquí en
mí; y no obstante, soy el artífice de mi ser, de mi vida, de mis acciones. Y aquí está
también el mundo y la humanidad actual, tanto mis contemporáneos como mis
antepasados; la vida de mi entorno entra también en mí, me ofrece materiales nuevos,
me moldea con sus influencias, deja su huella directa o indirecta sobre mi ser. Soy
invadido, alterado, parcialmente recreado por el ser y la acción del medio en el que
estoy y actúo. Pero aquí el individuo interviene de nuevo de forma sutil y central como
poder decisivo. Lo verdaderamente importante es lo que yo hago con todo este presente
que me rodea y me invade, y no lo que éste me hace a mí. Y en la interacción del Karma
individual y general en la que los demás son causa y producen efectos sobre mi
existencia, y yo soy una causa y produzco efectos sobre los demás, yo vivo para ellos,
tanto si me gusta como si no, y los demás viven para mí y para todos. Sin embargo, el
poder central de mi psicología adquiere su matiz específico al tornarme consciente de
que yo vivo para mi ser, y para los demás y para el mundo solo en la medida en que son
una extensión de mi ser, como algo a lo que estoy ligado por una cierta clase de unidad.
Me veo como un alma, un ser o un espíritu que constantemente, con la ayuda de todos,
crea a partir de mi pasado y de mi presente, mi ser futuro, y yo mismo contribuyo
también a la evolución creativa del mundo. ¿Qué es, pues, este poder que hay en mí,
independiente y de suprema importancia, y cuál es el comienzo y el fin de su auto-
creación? Aunque este poder sea algo independiente del mundo físico y vital del pasado
y del presente que tanto le proporciona de sus propios materiales, ¿no tiene él mismo ni
pasado ni futuro? ¿Es algo que repentinamente emerge del Alma-total en mi nacimiento
y que cesa con su muerte? Su insistencia en la auto-creación, en hacer algo de sí mismo
para sí, para su propio futuro y no sólo para su presente fugitivo y el porvenir de la
especie, ¿es una vana preocupación, un error burdo y estéril? Esto estaría en
contradicción con todo lo que percibimos de la ley universal; no conferiría a nuestra
vida una mayor coherencia con la estructura de las cosas, sin oque introduciría en ella
un elemento extraño e incompatible con el principio dominante. Es razonable suponer
que este poderoso elemento independiente que aparece en la evolución física y vital, y
actúa sobre ella, estaba ya en el pasado y estará en el futuro. Es razonable asimismo

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suponer, que no se presentó repentinamente, procedente de una existencia inconexa para
desaparecer tras una breve intervención; su estrecha relación con el mundo es más bien
la continuación de una larga y an tigua conexión. Y esto nos sitúa en el acto ante la
ineludible necesidad del nacimiento anterior y del Karma. Soy un ser perdurable que
prosigue su evolución en el seno del ser perdurable del mundo. He hecho evolucionar
mi vida y contribuyo constantemente a la evolución del mundo, h e creado con mi
Karma pasado mis propias condiciones de vida y mis relaciones con la vida de los
demás y el Karma general. Éste da forma a mi herencia, mi entorno, mis afinidades, mis
relaciones, mis materiales, mis oportunidades y obstáculos, una parte de mis facultades
y mis resultados predestinados, no arbitrariamente predestinados, sino predeterminados
por el grado del desarrollo alcanzado por mi naturaleza y por mis acciones pasadas; y
sobre esta base construyo un nuevo Karma y refuerzo o hago más sutil mi poder de ser
natural, amplío mi experiencia y prosigo la evolución de mi alma. Este proceso forma
parte de una trama de la evolución universal y todos sus hilos están incluidos en el
tejido del ser, pero no es simplemente un punto saliente o un momento de éste, o un
elemento efímero superpuesto a la superficie del tejido. Esto es lo que significa el
renacimiento en la historia de mi ser individual manifestado y del ser universal. La
antigua idea del renacimiento peca, contrariamente, por un exceso de individualismo.
Demasiado concentrada en el ser individual, consideraba exageradamente el
renacimiento y el Karma de cada uno como un asunto estrictamente personal, como un
movimiento distinto claramente separado del todo; daba demasiada importancia a la
responsabilidad de cada uno respecto a su propio ser individual, y aún admitiendo la
existencia de relaciones universales y una unidad con el todo, enseñaba, sin embargo, al
ser humano, a contemplar fundamentalmente la vida como una condición y un medio
para su propio provecho espiritual y para su salvación individual. Esta concepción tenía
como origen la idea de que el universo es un movimiento surgido de algo que está más
allá, de algo de donde procede cada ser que entra en la vida y a donde regresa cuando
sale de ella, con la idea obsesiva de que este regreso es lo único verdaderamente
importante. Nuestra presencia en el mundo, planteada así, terminó por ser contemplada
finalmente como un episodio, y en suma y esencialmente como un episodio desgraciado
y deshonroso en la inmutable eternidad del Espíritu. Pero ésta era una visión demasiado
sumaria de la voluntad y de los caminos del Espíritu en la existencia. No hay duda de
que en tanto estamos aquí, nuestro renacimiento o nuestro Karma, aún siguiendo sus
propias vías son íntimamente uno con las mismas vías de la existencia universal. Pero el
autoconocimiento y el descubrimiento de mi propio ser verdadero no invalidan mi
unidad con la vida de los demás y con los demás seres. Una universalidad profunda
forma parte de la gloria de la perfección espiritual. Esta idea de universalidad, de
unidad, no sólo con Dios o con el Ser eterno en mí, sino también con toda la Humanidad
y con el resto de los seres, se va convirtiendo en el hecho más destacado de nuestras
mentes y ha de ser tomada más ampliamente en cuenta en cualquier idea o valoración
futura del significado del renacimiento y el karma. Tal idea era ya admitida en la
antigüedad, la ley buddhista de la compasión constituía un reconocimiento de su
 
 

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importancia pero es preciso darle un poder todavía más penetrante en cuanto a su
significado general.
 
La manifestación ostensible del Espíritu en el mundo es la verdad que constituye
nuestro fundamento, una interminable y grandiosa proyección creadora de sí mismo en
el tiempo. El renacimiento es el procedimiento necesario para la continuidad de esta
manifestación del Espíritu en el individuo, el medio que permite la persistencia del hilo
existencial del ser individual; el Karma es el proceso, una fuerza, una acción de la
energía y su consecuencia en el mundo material, una voluntad interior y exterior, una
acción y una consecuencia mental, moral y dinámica en la evolución del alma y de la
que el mundo material es el escenario continuo. Esta es la idea esencial; el resto es una
cuestión de leyes generales y particulares, de las formas en que el Karma ejecuta y
ayuda al propósito del Espíritu en el nacimiento y en la vida. Y cualesquiera que puedan
ser estas leyes y formas, deben estar subordinadas a esta auto-manifestación del Espíritu
y tomar de ella todo su sentido y todo su valor. La ley es un medio, una línea de acción
para el Espíritu y no existe por sí misma ni para el servicio de alguna idea abstracta. La
idea y la ley de acción son sólo dirección y camino para el progreso del alma en las
etapas de su existencia.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

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5. KARMA Y JUSTICIA
 
 
 
 
¿Cuáles son las líneas del Karma? ¿Cuál es el carácter intrínseco y la ley vigente
de esta energía del alma y de su voluntad y del desarrollo de la consecuencia? Plantear
esta pregunta equivale a interrogarse por la forma que adopta aquí el propósito dinámico
de nuestra existencia, y por las curvas que rigen el proceso evolutivo de su auto-
creación y su acción. Y esta pregunta no se debería contestar con un criterio estrecho o
bajo la obsesión de ciertas ideas simplistas que no toman en consideración la
multifacética y variada complejidad del sutil mundo de la Naturaleza. La ley del Karma
no puede ser un canon mecánico y rígido o una burda norma arbitraria, sino que debería
estar más bien presidida por un principio rector tan armonioso y flexible como el propio
Espíritu, cuya voluntad de auto-conocimiento encarna. Debería adaptarse a la necesidad
de desarrollo de las diversas almas individuales que marchan a tientas por sus sendas en
pos de un equilibrio justo, de una acción armoniosa y sintética. La idea kármica no
puede ser un reflejo cósmico de la limitada inteligencia humana media, -pues su origen
está en el Espíritu y no en la mente-, sino más bien la ley de una sabiduría espiritual
superior; un medio que bajo una apariencia muda y oculta encarna una guía inteligente y
una dirección sutil que nos encaminan hacia nuestra perfección total.
 
La idea corriente y ordinaria de la ley del Karma es predominantemente ética,
pero de una ética no demasiado elevada. Es una ética mecánica y materialista, una
legislación, un sistema de distribución, de recompensas y castigos de una precisión
rudimentaria, una sanción exterior de la virtud y una prohibición del pecado, un código,
un balance. Según esta concepción, ha de existir una justicia que gobierne el reparto de
la felicidad y la miseria en el mundo, una equidad humanamente inteligible, y una ley
del Karma es lo que representa y nos proporciona su fórmula efectiva. He hecho una
determinada cantidad de bien, punya, que constituye mi capital, mis intereses
acumulados y mi saldo. Esta suma me ha de ser pagada en las correspondientes
unidades de prosperidad, en la moneda de curso legal de esta soberana y divina Themis,
pues si no, ¿qué sentido tendría hacer el bien? He realizado una determinada cantidad de
mal. También éste me ha de ser restituido bajo la forma de castigo e infortunio en una
cantidad exacta y precisa. Una cantidad igual de sufrimiento, externo o interno, debe ser
provocado por los acontecimientos y la previsión del exterior, pues sin este resultado
físicamente sensible, inevitable, visible, ¿dónde estaría la justicia vengadora y dónde
encontraríamos una sanción disuasoria contra el mal en la Naturaleza? Y esta decisión
emana de un juez cabal, de un administrador minucioso, de un negociante escrupuloso
que paga el bien con el bien y el mal con el mal, que nada ha aprendido ni aprenderá
nunca de la norma ideal del cristianismo o del buddhista, que no tiene piedad,
compasión ni perdón para el pecado; de un jurista austero que se adhiere estrictamente a
la eterna ley mosaica, ojo por ojo diente por diente, una rigurosa, lenta o rápida, pero
siempre tranquilamente exacta e implacable lex talionis.
 

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Se supone que este contable comercial experto en matemáticas actúa a veces con
una precisión sorprendente. Recientemente se ha publicado una curiosa historia,
presentada como un hecho ocurrido en la época actual, cuyo tema es el siguiente: Un
hombre rico se había apropiado violentamente de los bienes de otro. La víctima murió,
renació como hijo del agresor y, en el delirio de una fatal enfermedad, reveló que había
obligado a su antiguo enemigo, su padre actual, a gastar en él – y por tanto a perder – el
equivalente en dinero de la propiedad robada menos una cierta suma, pero que el
importe total se tenía que pagar entonces, o de lo contrario… Saldada la deuda hasta el
último céntimo el alma reencarnada se fue, pues el único objetivo de su nacimiento
había sido alcanzado, las cuentas estaban en orden y el espíritu del Karma satisfecho.
Esta es la idea mecánica del Karma llevada a sus últimas consecuencias de exactitud y
precisión. Al mismo tiempo, la creencia popular, en su intento de combinar la idea de
una vida en el más allá con la del renacimiento, supone que existe un doble premio para
la virtud y un castigo igualmente doble para la transgresión. Soy recompensado por mis
buenas acciones en el cielo después de la muerte hasta que se agota el valor dinámico de
mi virtud, y a continuación renazco para ser recompensado de nuevo materialmente en
la tierra. Soy castigado en el infierno por el equivalente de mis pecados y castigado de
nuevo por ellos en otra vida corporal. Esto parece un tanto superfluo y propio de una
justicia más bien redundante. Es como si el minucioso contable se hubiera convertido en
un usurero sin escrupulosos que exige unos intereses del cien por cien. Quizá podría
argüirse que en el más allá es el alma la que sufre para ser purificada mientras que aquí
el ser físico, como concesión a las fuerzas de la vida y a la simetría de las cosas: pero
aún así es el alma la que paga el doble, en su experiencia sutil y en su encarnación
física.
 
Las fibras de nuestra naturaleza que se entremezclan en esta concepción natural,
pero escasamente filosófica, deben ser desenredadas antes de que podamos desentrañar
el valor real de tales ideas. La primera motivación parece ser de orden ético, pues la
justicia es una noción ética. Pero la verdadera ética es el Dharma, el justo cumplimiento
y la justa acción de la naturaleza superior; y la acción justa deberá tener un motivo
justo, debe encontrar en sí misma su propia justificación y no andar renqueando con las
muletas de la avaricia y el miedo. La acción correcta realizada por sí misma es
verdaderamente ética y ennoblece el espíritu. La acción correcta realizada por el ansia
de obtener una recompensa material o por el miedo a los latigazos del verdugo o a la
sentencia del juez, puede ser eminentemente práctica y útil para los efectos inmediatos
pero no es, de ninguna manera ética, sino más bien denigradora del alma humana; o
cuando menos es una concesión a su naturaleza animal inferior, no espiritual. Pero en el
hombre natural, antes de que surja el Dharma superior, intervienen otros dos elementos
muy obstinados, otros dos motivos más potentes y normales para su acción. Kâma y
Artha, el deseo y el placer del goce con su correspondiente miedo al sufrimiento y el
interés por la posesión, la adquisición, el éxito, con su complementario pesar por la
carencia y la frustración; y es esto lo que fundamentalmente rige la conducta del hombre
natural normal, bárbaro o semi-bárbaro. Para conformar a la norma ética su afanosa
 

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búsqueda en pos de la satisfacción de este deseo y ese interés, necesita, en no escasa
medida, de una estricta asociación o identidad entre los resultados de la virtud y la
obtención de algo que despierta su interés o le produzca placer, de una parte, y de otra,
entre el pecado y la pérdida de algo material o vitalmente deseable o el hecho de tener
que sufrir un dolor mental, vital o físico. La ley humana procede según este principio,
sancionando, por una parte, las infracciones más crasas y evidentes con un castigo, un
dolor, o una pérdida vindicatoria, y, por otra parte, garantizando hasta cierto punto al
individuo la seguridad de que podrá disfrutar de sus placeres y de sus intereses
legítimos si observa la norma legal. La teoría popular del Karma espera que la ley
cósmica trate al hombre según este principio humano, y que lo haga con una firmeza
más severa y más ineluctable todavía en su aplicación y en el automatismo obligatorio
de su consecuencia.
 
Para que esta visión sea coherente, el Ser cósmico debería ser una especie de
Humano divino magnificado o también podríamos decir, de antropoide superior Divino;
por su parte, la ley cósmica debería ser un perfeccionamiento, una ampliación de los
métodos y las normas humanas, que tratara al hombre como éste acostumbra a tratar a
su vecino, pero no con la eficacia humana rudimentaria humana y parcial sino con la
seguridad de la omnisciencia o con una automática infalibilidad. Sea cual fuere la
verdad que puede haber detrás de esta idea, es poco probable que refleje la realidad del
tema de un modo correcto. En la vida real, si dejamos a un lado la teoría del
renacimiento, encontramos huellas de este método, pero su funcionamiento no sigue ni
mucho menos una línea de coherencia ostensible, ni siquiera si aceptamos como parte
del esquema la posibilidad de que el castigo pueda ser sufrido sustitutoriamente por
otro, lo que por lo demás, resulta tan insatisfactorio como dudosamente justo. ¿Qué
seguridad tenemos entonces de que éste pueda funcionar mejor, o incluso de forma
infalible en el renacimiento salvo por alguna similitud de ciertos signos e indicaciones
parciales? Y, por otra parte, ¿cómo interviene la verdadera naturaleza de la ética en este
esquema? Esta acción más elevada casi parecería un movimiento ideal, menos útil como
elemento rector de la conducta práctica de la vida, que como parte de una preparación
indispensable para satisfacer una cuarta y última necesidad del hombre, su necesidad de
salvación espiritual; una salvación que clausura definitivamente su Karma, y rechaza la
idea de la economía junto con el mismo pensamiento y voluntad de vivir. El deseo es la
ley de la vida y de la acción, y , por consiguiente del Karma. Realizar las acciones por sí
mismas por encima del nivel material, por su pura legitimidad, o su puro deleite es el
elevarse hacia las alturas del cielo o hacia el silencio de lo Inefable. Pero ésta es una
noción del sentido de la existencia contra la que ya ha llegado la hora de que la mente y
el ser de visión superior del hombre, eleven su protesta y averigüen si las vías del
Espíritu en el mundo no pueden ser capaces de un más grande, más noble y más sabio
significado.
 
Sin embargo, puesto que la mente del hombre forma parte de la mente universal
y refleja algo de ella, aunque sea de forma fragmentaria, imperfecta, o deformada, bien
 

33 
 
puede haber algo de verdad detrás de su visión, aunque no parece probable que esa
verdad sea total o bien comprendida. Algunas leyes ciertas o probables del
funcionamiento universal tienen que ver con esa verdad y deben ser tomadas en
consideración. En primer lugar, no hay duda que La Naturaleza tiene leyes cuya
observancia procura o contribuye al bienestar y de cuya violación se deriva un
sufrimiento; pero no se les puede atribuir a todas un significado moral. Existe además la
certeza de que debe haber una ley moral de causa y consecuencia en el conjunto de la
trama que ella teje, lo que se podría resumir en la conocida fórmula según la cual el bien
engendra el bien, y el mal, el mal; proposición incuestionable, aunque también podemos
ver en este mundo complejo cómo el mal surge en ocasiones de lo que tenemos por
bueno y del mal se desprende a veces algo que conduce a un bien. Quizá nuestro
sistema de valores es de una precisión demasiado rígida o demasiado estrecho en su
relatividad. Hay sutilezas en la totalidad, mezclas, interconexiones, contracorrientes,
significados reprimidos u ocultos, que no tomamos en consideración. La fórmula es
verdadera, pero no es toda la verdad, al menos tal y como se comprende ahora en su
primer significado superficial.
 
En todo caso, en la idea ordinaria del Karma combinamos dos nociones
diferentes del bien. Puedo comprender perfectamente que el bien moral produzca o
tenga que producir e incrementar el bien moral, y que el mal moral tenga que crear y
favorecer el mal moral. Esto es lo que ocurre en mí. El hábito de amar confirma y exalta
mi capacidad de amor; purifica mi ser y lo abre al bien universal. El hábito de odiar, por
el contrario, corrompe mi ser, lo emponzoña, lo llena de una materia tóxica y mórbida, y
lo abre al poder general del mal. Mi amor debe también en virtud de su extensión o en
recíproca correspondencia provocar el amor en los otros y mi odio hace surgir el odio.
Esto ocurre en una cierta medida, o incluso en una gran medida, pero no es ineluctable
ni es una consecuencia rigurosa o invariable; sin embargo, podemos ver y creer que el
amor se expande en ondas concéntricas y contribuye a la elevación del mundo, mientras
que el odio tiene la consecuencia opuesta. ¿Pero dónde está la necesaria conexión entre
el bien y el mal, por una parte, y el placer y el dolor, por otra? ¿Debe el poder ético
traducirse siempre e indefectiblemente en los términos de unos resultados hedonísticos
análogos? No forzosamente, pues el amor es un gozo en sí mismo, pero también el amor
sufre; el odio es algo turbulento y que causa aflicción pero aporta también sus placeres
perversos y sus satisfacciones; pero finalmente podemos decir también que el amor,
puesto que nace de la felicidad universal, triunfa y conduce a lo que constituye su propia
naturaleza y que el odio, por ser su negación o perversión, aporta una desgracia mayor,
tanto para mí como para los demás. Y se puede afirmar, de todo bien moral verdadero y
de todo mal real, que el primero tiende hacia alguna suprema Rectitud, el Rtam de los
rishis védicos, la ley más alta de la verdad suprema de nuestro ser y que esta verdad es
la puerta del Ananda y del Espíritu, su naturaleza beatífica, mientras que el segundo es
una desviación o una perversión de la Rectitud y de la Verdad que nos expone a su
opuesto, al falso deleite y al sufrimiento. E incluso en el confuso transcurso de la vida
terrenal, debe aparecer algún reflejo de esa identidad.
 

34 
 
Esta correspondencia es sin embargo más esencialmente verdadera en el ámbito interior,
en el resultado y en la reacción espiritual, mental y emocional, del bien y el mal o en los
efectos de su acción sobre estos ámbitos. ¿ Pero dónde está el firme vínculo de
correspondencia entre los poderes éticos y los poderes hedonísticos más vitales y físicos
de la vida? ¿Cómo es que mi bien ético se transforma en sonrisa de la fortuna, en
colmada prosperidad, en bien material y felicidad reconfortante, y mi mal ético en
severo infortunio, en ruda adversidad, en sórdido mal y sufrimiento material – pues es
esto lo que el alma-del-deseo del hombre y la inteligencia por ella gobernada parecen
exigir- y cómo se salda la cuenta o se realiza la transmutación entre estas dos energía
tan distintas de la afirmación del bien y de su negación? Podemos contrastar que el bien
o el mal en mi se traduce en una acción buena o mala que, entre otras cosas implica
mucha felicidad y sufrimiento mental y material para los demás, y a este poder que se
exterioriza y a su efecto debería corresponder una reacción análoga de poder y de efecto
que retornara hacia el interior, aunque esto no de la sensación de realizarse
inmediatamente ni con una cierta y perceptible exactitud en la consecuencia. Parece
ciertamente sin embargo que existe lo que podríamos llamar un principio de rebote en la
Naturaleza; nuestra acción tiene en alguna medida el movimiento de retroceso del
bumerán, y retorna cíclicamente hacia la voluntad que la ha lanzado al mundo. La
piedra que irreflexivamente arrojamos contra la Vida universal nos es devuelta de nuevo
y puede aplastar, mutilar o lastimar nuestro ser mental y físico. Pero este rebote
mecánico no constituye la totalidad del principio de Karma. El Karma no es tampoco,
en su significación completa, un orden que mezcla y armoniza la ética y el hedonismo,
pues implica a otros poderes de nuestra consciencia y de nuestro ser. Ni es, tampoco, un
simple mecanismo que ponemos en movimiento con nuestra voluntad y cuyo resultado
debemos aceptar pasivamente; pues la voluntad que produce el efecto, puede también
intervenir para modificarlo. Y, por encima de todo, la consciencia que inicia la acción y
recibe su resultado puede cambiar los valores y el uso de las reacciones y hacer de la
vida otra cosa distintita que este mecanismo automático de retornos o de retribución
fatídica para el actor encarnado y medio ciego en la necesidad muda de la rigurosa ley
de la Naturaleza.
 
Es de la relación de nuestra consciencia y de nuestra voluntad con el Karma de lo que
deben depender las vías más sutiles de acción y de la consecuencia; esta relación debe
ser el factor fundamental de toda su significación. La idea de supeditar la búsqueda de
valores éticos a una sanción que se establece sobre la base de los valores hedonísticos
inferiores, el placer material, vital y mental inferior, el dolor y el sufrimiento, seduce
fuertemente a nuestra consciencia y a nuestra voluntad normales: pero esta idea va
perdiendo fuerza y se convierte en algo secundario, hasta perder finalmente toda su
potencialidad, a medida que nos elevamos hacia las alturas superiores de nuestro ser.
Esta supeditación no puede ser, por tanto, ni el poder total y definitivo, ni la norma
rectora del Karma. La relación de la voluntad con la acción y la consecuencia debe ser
vertida en unos moldes más sutiles y flexibles. El Espíritu universal que rige la ley del
Karma sólo debe aplicar al hombre la escala inferior de valores como parte de la
 

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transacción, como una concesión a las actuales motivaciones del hombre. Es el propio
hombre quien fija estos valores, formula esta exigencia de placer y prosperidad y siente
miedo de sus opuestos, desea el cielo más de lo que ama la virtud, teme al infierno más
de lo que aborrece el pecado, y mientras tanto, la ley distributiva del mundo reviste para
él este significado y esta configuración. Pero el Espíritu de la existencia no es un mero
legislador o juez preocupado por mantener unas normas legales de justicia, por repartir
parcamente disuasiones y sanciones, recompensas y castigos, penas feroces en el
infierno y goces indulgentes en el paraíso. El es el Divino en el mundo, el Señor de una
evolución espiritual y la divinidad que crece en la humanidad. Esta divinidad asciende,
aunque sea lentamente, hasta más allá de la dependencia de las sanciones del placer y
del dolor. Dolor y placer gobiernan nuestro ser primario y en esa escala primaria la
Naturaleza nos indica con el dolor lo que debemos evitar y con el placer nos atrae hacia
las cosas hacia las que debemos ascender. Estos dispositivos son pruebas empíricas
iniciales para la consecución de objetivos limitados; pero cuando crezco, trasciendo los
estrechos limites de su utilidad. Tengo que desechar continuamente las advertencias y
los señuelos originales de la Naturaleza para ascender a una naturaleza superior. Tengo
que desarrollar una más noble ley espiritual del Karma.
 
Esto resulta evidente si consideramos nuestros propios motivos superiores de acción. La
búsqueda de la Verdad puede entrañar para mi condenas y sufrimientos; el servicio a mi
país o al mundo puede exigir de mi la pérdida de la felicidad exterior y de la buena
fortuna o la destrucción de mi cuerpo; el acrecentamiento de mi fuerza de voluntad y la
grandeza de mi espíritu tal vez sólo es posible a costa de los ardores del sufrimiento y la
firme renuncia a los placeres y las alegrías. Debo sin embargo ir en pos de la Verdad,
debo servir a la humanidad como lo exige mi alma; debo incrementar mi fuerza y mi
grandeza interior sin pedir una recompensa por completo irrelevante, esquivar el castigo
o regatear para fijar los frutos exactos de mi labor. Y eso que es verdad respecto a mi
acción en la vida presente, ha de ser igualmente cierto respecto a mi acción conexa y mi
desarrollo a través de múltiples nacimientos. La Felicidad y el pesar, la buena y la mala
fortuna, no es lo que fundamentalmente me concierne, ni en esta vida ni en vidas
futuras, sino mi perfección y el bien superior de la humanidad, sea cual sea el precio
exigido en sufrimientos y tribulaciones. La máxima de Spinoza según la cual el gozo es
un paso hacia una perfección mayor, y el dolor un paso hacia una perfección menor es
un epigrama en exceso simplista. La felicidad será en verdad la atmósfera de la
perfección e incluso acompañará también a la angustia de nuestra labor hacia esta
perfección; pero será, primero, una felicidad más alta por la que a menudo hay que
pagar con muchas desventuras, y luego el supremo Ananda espiritual que no depende de
circunstancias exteriores, sino que tiene más bien el poder de remodelar sus significados
y transformar sus reacciones. Estas cosas está quizá por encima de la formulación inicial
de la energía de este mundo, son quizás influencias de los planos superiores de la
existencia universal, pero forman parte sin embargo de la economía del Karma de este
mundo, constituyen un procedimiento para la evolución espiritual en el cuerpo material.
 
 

36 
 
Y aportan una naturaleza-de-alma y una voluntad y una acción y una consecuencia
superiores, una norma superior del Karma.
 
La ley del Karma no es por tanto una simple extensión de las vidas futuras de la
concepción humana de una justicia práctica, una simple rectificación allí de la aparente
injusticia de esta vida. En todos los funcionamientos de la energía universal debe existir
una justicia o por mejor decir, una rectitud; la Naturaleza parece ser ciertamente
escrupulosa en sus medidas. Pero en la vida del hombre son muchos los factores que
deben ser tenidos en cuenta; hay también etapas, niveles, grados. Y contempladas desde
un plano superior de nuestro ser, las cosas no tienen la misma apariencia ni son en
absoluto las mismas que vistas desde un plano inferior. Incluso en la primera escala
normal de valores hay múltiples factores y no sólo la norma ético-hedonística. Si es
justo que el hombre virtuoso sea recompensado con el éxito y la felicidad y que el
malvado sea castigado con el fracaso y el sufrimiento en cualquier momento de
cualquier vida, presente o futura, en la tierra, en el cielo o en el infierno, es justo
también que el hombre fuerte obtenga una recompensa por haber cultivado su fuerza,
que el intelectual reciba el pago por haber cultivado su talento, que la voluntad que
trabaja en cualquier campo recoja el fruto de su esfuerzo y de sus obras. Pero- se
objetará- este funcionamiento no es justo, no es normal, no está de acuerdo con la ley
ética. Pero ¿ cuál es el funcionamiento justo en esta relación entre la voluntad, la acción
y la consecuencia?. Puedo ser religioso y honesto, ¿pero y si, a la vez, soy tonto, débil e
incompetente? Puedo ser egoísta e impío, ¿ pero y si tengo, por otro lado, la rápida
llama del intelecto, una mente despierta, ingenio para adaptar los medios a los fines, una
voluntad firme y decidida centrada en su objetivo? Tengo entonces una imperfección
que debe imponer sus consecuencias, pero tengo también poderes que deben seguir su
curso. La verdad es que hay varios órdenes de energías, y es preciso percibir sus
funcionamientos característicos y específicos antes de descubrir sus verdaderas
relaciones en las armonías de la Naturaleza. Es una trampa compleja la que tenemos que
desenredar. Sólo cuando hayamos percibido las partes en el todo, los elementos y sus
afinidades en el conjunto, podremos conocer las vías del Karma.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

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6. EL FUNDAMENTO
 
 
 
 
Detrás del concepto de Karma hay dos ideas, dos factores constitutivos: una ley de la
Naturaleza, de la energía o la acción de la Naturaleza, y un alma que vive bajo esa ley,
pone en acción esa energía y recibe de ella una respuesta concordante y proporcional al
carácter de su propia actividad. Y aquí surgen en el acto ciertas consideraciones que no
se deben ignorar. Esta puesta en marcha de la acción y su respuesta no pueden tener
más que una importancia mecánica, no pueden tener una significación moral, mental y
espiritual, si la acción de la Naturaleza universal es algo completamente distinto de la
acción del alma por su carácter, su significado, y la ley constitutiva de sus ser; si no es,
ella misma, la energía y la acción de una Mente, de un Alma, de un Espíritu. Si la
energía individual es la de un alma que promueva la acción y recibe así mismo de la
energía universal una contrapartida de índole física, mental, moral y espiritual, la
energía universal que da esa contrapartida debe ser también la de un Alma-Total en la
cual y en relación con la cual vive el individuo, llama del Alma-Total. Y es evidente, a
poco que reflexionemos, que la energía puesta en acción por el individuo no es algo
milagrosamente aislado o independiente; no es un poder que se engendre a sí mismo,
que viva en sí mismo y actúe en el interior de una potencia aislada y enteramente
autoformada. Por el contrario, es la energía universal la que actúa en la energía
individual y actúa, sin duda, con fines individuales, pero según unas vías universales y
en armonía con una ley universal. Ahora bien, si esta fuera toda la verdad, no existiría
individualidad real, no habría responsabilidad de ninguna clase, salvo la que incumbe a
la Naturaleza universal de poner en acción la idea o la de aplicar la fuerza infundida
tanto en el individuo como en el universo por el Alma-del-Todo, el Espíritu cósmico.
Pero el alma del individuo también existe, es un ser del Infinito y una parcela consciente
y real del Alma-Total, su delegada o representante; la energía que le ha sido
proporcionada la que utiliza según su propia potencialidad, su tipo, sus límites, con una
voluntad que es de alguna manera la suya. El Espíritu en el cosmos es el Señor, el
Ishvara de toda la Naturaleza, pero el alma individual es igualmente un Ishvara
delegado, representativo, el fedatario al menos si no el soberano de su propia naturaleza;
el que, por así decirlo, recibe y pone en acción su propia forma de la energía universal
de la Naturaleza y supervisa su utilización.
 
Vemos además que cada ser es realmente en la vida, en el mundo, un individuo de una
especie determinada, que cada especie tiene una naturaleza que le es propia, un
Swabhava o específica forma de ser, y que cada individuo tiene así mismo una
naturaleza característica propia de él, una forma individual y peculiar de ser en el seno
de la especie. La ley de la acción está determinada en el ámbito general por Swabhava
de la especie y en el individual por el Swabhava del individuo, pero siempre en el
interior de ese círculo más amplio referido a la especie. El hombre es a la vez él mismo,
de un cierto modo peculiar y único, y una parcela disminuida de Dios y también una
 

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parcela natural de la Humanidad. Hay, en otras palabras, un Swabhava general y otro
individual o un principio y ley natural de toda acción para la especie y otro para el
individuo en el seno de la especie. Y está claro también que cada acción debe ser una
aplicación particular, una consecuencia única, un uso perfecto o imperfecto, justo o
pervertido, del Swadharma general, y dentro de éste, del Swadharma individual.
 
Pero, por otra parte, si todo se redujera a esto, si cada hombre llegara a la vida con una
naturaleza predeterminada para él e irrevocable y tuviera que actuar de acuerdo con ella,
no existiría ninguna responsabilidad real, pues haría el bien según el bien de su
naturaleza y el mal según el mal; sería imperfecto según la imperfección de su
naturaleza o perfecto según su perfección, y podría tener que sufrir la retribución del
bien o el castigo del mal por él realizado, cargar exactamente con las justas
consecuencias de su perfección o imperfección, pero mecánicamente, y no por su
elección: pues su aparente elección no sería otra cosa que la compulsión de la naturaleza
en él y de ningún modo, ni directa ni indirectamente, el resultado de la voluntad del
espíritu. Sin embargo, hay dentro de su ser un poder de desarrollo, un poder de cambio,
o utilizando una terminología más moderna, un poder evolutivo. Su naturaleza es lo que
es porque él la ha configurado así con su pasado; ha determinado su presente
formulación por una voluntad anterior de su Espíritu. Se ha elevado hasta hacerse
humano por una fuerza de su Espíritu y por el poder del Alma-Total partiendo de las
vastas posibilidades de la Naturaleza universal. Mediante una prolongada evolución de
su naturaleza humana ha desarrollado el carácter y la ley de acción de su actual ser
individual; él ha erigido la estatura y la forma de su propia naturaleza humana. Puede
modificar lo que ha hecho, puede incluso elevarse, si las posibilidades del universo lo
permiten, por encima de la naturaleza human y proseguir su ascenso hacia la naturaleza
suprahumana o hacia ella. Es la potencialidad de la Naturaleza universal y su ley la que
determina el ser natural del hombre y su acción, pero por esta misma ley la Naturaleza
está sometida al Espíritu, y deberá desarrollarse en respuesta a una insistente llamada;
por que ella entonces, tiene que reaccionar, tiene que proporcionar la energía necesaria,
tiene que determinar sus actos en esa dirección y tiene que asegurar su obra. La
naturaleza pasada y presente del hombre y el medio que ha erigido pueden presentar
continuos obstáculos, pero estos deberán sin embargo ceder al final ante su voluntad de
evolución en proporción a su sinceridad, a su integridad y a su insistencia. Todas las
posibilidades del Ser-Total están en él, todo el poder de la Voluntad-Total está tras él.
Esta evolución y todas sus circunstancias, su vida, su forma, sus acontecimientos y sus
valores surgen de ese impulso y toman una u otra forma en función de la voluntad
activa pasada, presente y futura de su Espíritu. Según sea su utilización de la energía, así
fue y será para él la respuesta de la energía universal, ahora y en lo sucesivo. Este es el
sentido fundamental de la ley del Karma.
 
Al mismo tiempo, esta acción y esta evolución del Espíritu, que nace en un cuerpo
físico no tiene nada de fácil ni de simple, como hubiera sido o hubiera podido ser si la
Naturaleza fuese toda ella de una pieza y la evolución el ascenso gradual de un único
 

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poder. Pero hay múltiples ramificaciones, múltiples grados, múltiples formas de energía
en la Naturaleza. Hay en el mundo del Nacimiento una energía característica de la
naturaleza y el ser físico; emergiendo del ámbito físico, una energía propia de la
naturaleza y el ser vital; emergiendo del ámbito vital, una energía propia de la
naturaleza y el ser mental; emergiendo del ámbito mental, una energía propia del ser y
la naturaleza espiritual o supramental. Y cada una de estas formas de energía tiene su
propia ley, sus propias vías de acción, y el derecho de obrar y de existir a su manera, por
que cada una corresponde fundamentalmente a una necesidad del todo. Y por eso vemos
que en su impulso cada una sigue sus propias vías independientemente del resto; cada
una, en la combinación, impone tanto como puede su dominio sobre las otras. El ser
mental es sumamente complejo y tiene diversas formas de energía: una energía
intelectual, una energía moral, una energía emocional, una energía hedonística de la
naturaleza mental, y la voluntad en cada una de estas energías es en sí misma absoluta
para su propia norma y, sin embargo, constreñida a ser modificada en la acción por otras
líneas distintas de energía que chocan y se entrecruzan con ella. El modo y el
movimiento de la acción del mundo son en verdad un proceso difícil e intrincado,
gahana karmano gatih, y en consecuencia también lo es el modo y el movimiento de
nuestra propia acción cuya ley no puede estar separada, por más que la mente en
solitario en nosotros lo pretenda, de la ley de la acción del mundo. Y si todas estas
energías son formas distintas de energía de la naturaleza del Espíritu, es probable que
solo cuando nos elevemos hasta la consciencia del ser espiritual supremo podamos
comprender plenamente todo el secreto y toda la armonía de la acción del cosmos, y por
tanto el sentido integral del Karma y su ley.
 
En consecuencia, tratar de cortar el nudo del enigma, reduciendo todo el aparente
enredo de la acción cósmica a la ley de una sola forma de energía, podrá servir a algún
propósito parcial, pero a la larga será de muy escasa utilidad. El universo no es
solamente un postulado ético, un problema de antinomia entre el bien y el mal; de
ninguna manera puede ser considerado el Espíritu del universo como un rígido
moralista exclusivamente interesado en que todas las cosas obedezcan la ley del bien
moral, o como la fuerza de una corriente que impulsa hacia la virtud y que intenta, con
un éxito ciertamente escaso hasta el momento, prevalecer y gobernar, o como un severo
Justiciero que recompensa y castiga las criaturas de un mundo que él ha hecho o
tolerado lleno de perversidad, de sufrimiento y de mal. Evidentemente, la Voluntad
universal tiene otros muchos modos más flexibles que este, infinidad de intereses, otros
muchos elementos de su ser que manifestar, múltiples vías que seguir, innumerables
leyes y propósitos que cumplir. La ley del mundo no consiste solo en esto, en que el
bien que hacemos nos reporta el bien, y que el mal que realizamos nos acarrea el mal; ni
tampoco es su clave suficiente la norma ética-hedonística según la cual nuestra bondad
moral nos proporciona felicidad y éxito y nuestra perversidad moral tristeza e
infortunio. Hay una regla de rectitud en el mundo, pero es la rectitud de la verdad de la
Naturaleza y de la verdad del Espíritu, y esta regla es vasta y variada y adopta múltiples
 
 

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formas que se tienen que comprender y aceptar antes de que podamos alcanzar su
principio más elevado o su principio integral.
 
La voluntad en el ser intelectual puede erigir el conocimiento y la verdad del
conocimiento en principio rector del Espíritu, la voluntad en el ser volitivo puede ser en
la Voluntad o en el Poder al propio Dios, la voluntad en el ser estético entronizar la
belleza y la armonía como ley soberana, la voluntad en el ser ético ver esa ley bajo la
forma del Derecho, el Amor y la Justicia, y así sucesivamente. Pero aunque todos estos
puedan muy bien ser aspectos supremos del Supremo, no es posible encerrar todos los
actos del Infinito en una fórmula única. Y, para comenzar, más vale enunciar la ley del
Karma de la manera más general y vaga posible, afirmando simplemente, sin ningún
matiz especial, que según sea la energía puesta en acción así será la energía que retorne
no con la precisión matemática de una voluntad consciente y sus consecuencias
mecánicas, si no sujeta al complicado funcionamiento de las innumerables fuerzas que
actúan en el mundo. Tomando como base esta amplia formulación, la simplicidad de las
soluciones ordinarias desaparece, pero eso solo será una pérdida para los amantes del
dogma o para la indolencia mental. La ley total de la acción cósmica, o incluso la ley
única que gobierna a todas las demás, no puede ser la normativa que regula el
funcionamiento de la energía física, mecánica y química, no puede ser la ley de la
fuerza de la vida, ni una ley moral, ni una ley de la mente o de las ideas-fuerzas; pues
evidente que ninguno de estos elementos abarca o explica por sí solo la totalidad de los
poderes fundamentales. Hay probablemente algo más, de lo que todas estas cosas son
medios y energías. Nuestra fórmula inicial puede que sea solo una regla general y
mecánica, pero no obstante es probable que sea la regla práctica de todas las partes del
mecanismo; y si bien al principio no hace otra cosa que afirmarse, una mirada imparcial
sobre la diversidad de sus operaciones puede sin embargo desvelarnos muchos sentidos
y conducirnos a su significado esencial.
 
La base práctica y eficiente del Karma es la relación del Alma con las energías de la
Naturaleza, la utilización de la Pakriti por Purusha. Es lo que exige el Alma de las
energías de la Naturaleza, el consentimiento que el alma otorga a su acción , el uso que
hace de ellas, y la respuesta y el reflujo de estas energías hacia el alma, lo que debe
determinar las etapas de nuestro progreso a lo largo de los nacimientos, tanto si este
progreso se realiza en una dirección determinada como si sigue un largo sendero de
altibajos o gira en un círculo perpetuo. La ley del Karma tiene otro aspecto,
circunstancial, que gira entorno a la influencia que tiene nuestra acción no sólo sobre
nosotros mismos, sino también sobre los demás. La naturaleza de las energías que
ponemos en acción, e incluso la respuesta, la incidencia de su consecuencia sobre
nosotros, no sólo nos afecta a nosotros, sino también a todo lo que está alrededor de
nosotros; y que debemos considerar también la repercusión de nuestros actos en los
demás, sus efectos sobre ellos y la respuesta a esta repercusión, el rebote, por así
decirlo, de la consecuencia de este efecto sobre nuestra vida y nuestro ser. Pero la
energía que dirigimos hacia los demás es habitualmente de un carácter complejo, físico,
 

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vital, moral, mental y espiritual, y la respuesta y la consecuencia son también de un
carácter complejo. Un acción física, una presión vital, proyectadas por nosotros llevan
en sí un poder mental o moral además del físico y vital, sus consecuencia van a menudo,
mucho más allá de nuestra voluntad consciente y de nuestro conocimiento, y la
consecuencia para nosotros mismos y para los demás puede ser muy distinta por su
carácter y sus proporciones de la que pretendíamos o de la que podíamos haber
imaginado o previsto. El cálculo se nos escapa por que la energía universal que actúa a
través de nosotros es con mucho demasiado compleja y nuestra voluntad consciente
interviene en ella solo como un instrumento; nuestro verdadero consentimiento procede
de un poder interior más fundamental, un asentimiento secreto subliminal, de nuestro
espíritu subconsciente y superconsciente. La respuesta también, sean cuales fueren los
agentes procede la misma energía universal compleja y está determinado por una difícil
correlación de la fuerza que actúa y de la fuerza sobre la cual ella actúa.
 
Pero en el Karma interviene otro elemento que le confiere su sentido último y esencial,
una relación entre el alma en nosotros y el Supremo o Ser Absoluto; esa relación
constituye el fundamento de todas las cosas, y todo conduce a ella, y a de referirse a ella
a cada paso. Pero esta relación no es algo tan simple como han imaginado las religiones.
Por que debe responder al sentido espiritual inmensamente vasto que constituye el
fundamento esencial de todo el proceso del Karma; debe haber una conexión entre todas
y cada una de nuestras acciones, en tanto que son operaciones de la energía universal,
con esa significación fundamental y quizás infinita. Estos tres elementos: primero, la
voluntad del alma en la Naturaleza y la acción de la Naturaleza sobre el Alma, y en a
través del alma retornando a ella; segundo, el efecto del entrecruzamiento de la acción
del alma sobre los otros seres y del retorno hacia ella de la fuerza de su acción
complicada por la de ellos; tercero, el significado de la acción del alma en relación con
su propio Ser Superior y con el Ser Absoluto, con Dios, configuran conjuntamente la
totalidad de las significaciones del Karma.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

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7. LA LEY TERRESTRE
 
 
 
 
Un examen de las vías del Karma debería ciertamente comenzar con un estudio de la
acción del mundo tal cual es, como un todo, por contraria que esta acción pueda resultar
a las reglas o a los deseos de nuestra razón moral o intelectual, con el fin de tratar de
encontrar la explicación de dicha acción en los propios hechos. Si la verdadera realidad
del mundo hace saltar el rígido marco que nuestro sentido moral o nuestra inteligencia
quisiera imponer al movimiento de un Infinito que se autodetermina libre e
inevitablemente, a la amplitud inmensurable de su ser o a la grandiosa complejidad de
su voluntad, se debe muy probablemente a que nuestro sentido moral y nuestro
intelecto, siendo mentales y humanos, son demasiado estrechos para comprenderla o
delimitarla. Todo desplazamiento de la base del problema que nos permitiera sortear la
dificultad, imponer nuestros límites a lo que nos sobrepasa y obligar a Dios a ser
semejante a nosotros, no sería más que una escapatoria y un artificio intelectual, pero en
modo alguno el camino de la verdad. El problema del conocimiento radica, después de
todo, en reflejar los movimientos del Infinito y observarlos, no en introducirlo por la
fuerza en un molde que nuestra inteligencia ha preparado previamente para él.
 
La concepción ordinaria del Karma parte de esta última metodología errónea. El mundo
que contemplamos es para nosotros, si no inmoral, sí al menos amoral y contrario a la
idea de lo que imaginamos debería ser. Vamos entonces, detrás de él, descubrimos que
la vida terrestre no es todo, erigimos allí de nuevo nuestra regla moral y nos
congratulamos de descubrir que, después de todo, el universo se ajusta a nuestras
concepciones humanas y que por tanto todo está bien. El conflicto misterioso, la pugna
maniquea, la maraña inextricable el bien y el mal que aquí impera, no son ni remediados
ni explicados, pero podemos decir que, al menos, el bien y el mal son justamente
tratados de acuerdo a su naturaleza, el mal debidamente castigado y el bien
oportunamente recompensado en otros mundos o en otros nacimientos; por
consiguiente, una ley moral predomina y podemos abrigar la esperanza de que algún día
el bien prevalecerá, de que Ahuramazda vencerá y no Ahrimán, y de que, en su
conjunto, todo es como debe ser. O, en caso contrario, si el enredo es inextricable, si
este mundo es malo, o si la existencia es en sí un tremendo error- como el hombre se
siente inclinado a pensar cuando esa existencia no se ajusta a sus deseos o ideas- puedo,
al menos, satisfaciendo las exigencias de la ley moral, eludir individualmente ese
laberinto y acceder a los placeres de un mundo mejor o a la paz sin cuerpo y sin mente
del Nirvana.
 
Pero la cuestión es si este planteamiento no es algo surgido de una mentalidad más bien
infantil e impaciente, y si estas soluciones pueden ayudar en alguna medida a resolver
toda la complejidad del problema. Supongamos que existe una ley moral predominante
que gobierna, no la acción- pues ésta o bien es libre o, sino lo es, es compelida a ser de
todo tipo-, pero sí el resultado de la acción en el mundo y que el bien supremo acabará

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por imponerse al final. En este caso, sigue en pie el problema de por que este bien ha de
utilizar el mal como uno de sus medios- casi, incluso, el más importante- o de por qué la
ley moral dominante, soberana, ineluctable, categórica, imperativa, ésta que en la
práctica rige o es la razón de ser de nuestra existencia, ha de verse obligada a que su
objetivo se cumpla a través de tanta inmoralidad y por la mediación de una fuerza
amoral, a través de un infierno en la tierra y de otro infierno en el más allá, a través de
la crueldad mezquina del castigo y la inmensa furia de la catástrofe expiatoria, a través
de una inconmensurable y, al parecer, interminable secuencia de adversidades,
sufrimientos y torturas. Si eso acontece así, ha de ser, sin duda, porque hay en el
Infinito, y, por tanto, aquí abajo, otras cosas, otras leyes, otras fuerzas, y la ley moral
por grande y soberana que sea, las ha de tener en cuenta, ha de acomodar forzosamente
sus propias líneas a la curva de su movimiento. Y si es así, nuestro único recurso para
descubrir las verdaderas relaciones, es el de estudiar primero la ley particular y la
exigencia específica de esas otras fuerzas; porque en tanto no lo hayamos hecho, no
podremos saber exactamente cómo actúan sobre esa ley moral cuya intervención
podemos percibir en la complejidad del mundo, ni cómo imponen sus condiciones a
dicha ley y cómo ésta, a su vez, actúa sobre ellas y las utiliza. Y antes de nada
consideremos la ley terrestre tal cual es, la articulación, la regla, la intención de las
fuerzas que actúan en la tierra, dejando a un lado la cuestión del renacimiento, pues
puede muy bien ser que el principio fundamental esté ya ahí y que el renacimiento, en
lugar de modificar o corregir su significación, no haga más que complementarla.
 
Pero en la tierra la primera energía es la física; las grandes líneas de la energía física que
crea las formas y despliega las fuerzas del universo material son las primeras
condiciones manifiestas de nuestro nacimiento y crean la base práctica y el molde
original de nuestra existencia terrestre. Y ¿ cuál es la ley de esa energía primordial, su
naturaleza, su Swabhava y su Swadharma? No es, evidentemente, moral en el sentido
humano de la palabra: los dioses elementales del universo físico nada saben de
distinciones éticas, sólo conocen la simple regla literal de la energía, la trayectoria, el
recorrido correcto de una fuerza en movimiento, su acción y reacción precisas, el
resultado exacto de su actividad. No hay moralidad ni problemas de consciencia en
nuestros elementos constitutivos o en los del mundo. El fuego no respeta a las personas,
y si el santo o el pensador es arrojado a él, no tendrá ningún miramiento con su cuerpo.
El mar, la tempestad, la roca hacia la que el navío se dirige no se preguntan si el hombre
justo que es engullido por las aguas merece semejante suerte. Si una justicia divina o
cósmica preside estos actos crueles, si el rayo que imparcialmente cae sobre el árbol, el
animal o el hombre, es- para el hombre únicamente, pues en los otros casos se trata de
accidentes- la espada de Dios o el instrumento del karma, si la acción destructora del
volcán, del tifón o del terremoto, es un castigo por los pecados de la comunidad o
individualmente por los pecados en una vida pasada de cuantos en esa situación sufren o
perecen, las fuerzas naturales por su parte no lo saben ni se preocupan por ello; más
bien ocultan a nuestros ojos, bajo la ciega imparcialidad de su furor, cualquier indicio de
posible intencionalidad. El sol brilla y la lluvia cae por igual sobre el justo y sobre el
 

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injusto; la acción benéfica o maléfica de la Naturaleza, Madre bondadosa y temible, su
horror y su belleza, su utilidad y su peligro, son dispensados e infligidos por igual a
todos sus hijos y el bueno no es favorecido ni perjudicado ni más ni menos de lo que
pueda serlo el pecados. Si se nos impone una ley de castigo moral a través de la acción
de sus fuerzas físicas, ésta debe proceder de una Voluntad que está por encima de ella o
de una Fuerza que actúa en su seno inconsciente, desconocida por ella.
 
Pero la Voluntad no podría en modo alguno corresponder a lo que según las
concepciones éticas humanas sería un Ser moral; a menos ciertamente que pensemos en
la razón o sinrazón más salvaje y más fríamente despiadada que pueda darse a veces en
el hombre. Pues su acción comporta terribles castigos que serían execrados como
verdaderas atrocidades en un déspota humano y que serían monstruosos en un Divino
Soberano moral. Un Dios personal que así actuara se asemejaría a un Jehová-Moloch, a
una divinidad injusta y despiadada que exige a los demás la piedad y la justicia. Por otra
parte, una Fuerza inconsciente que aplicara mecánicamente una regla ética eterna sin
autor ni agente sería una paradoja, pues la moralidad es una creación de la mente
consciente; un mecanismo inconsciente no podría tener ninguna idea del bien o del mal,
ninguna intencionalidad, ningún significado moral. Una Voluntad o Espíritu consciente
impersonal u omnipersonal en el universo, podría muy bien promulgar tal ley y velar
por su aplicación, pero este Espíritu entonces, aun imponiéndonos el bien y el mal y sus
consecuencias, debería estar más allá del bien y del mal .¡ Y esto no significa que el Ser
universal escapa a nuestras limitaciones éticas y que es un Infinito supramoral que, aquí
en la Naturaleza física, se nos muestra como un Infinito inframoral?
 
Estamos seguros, porque todos los signos lo indican, de que un Infinito consciente está
presente en la Naturaleza física, aunque la consciencia de este infinito no esté
configurada ni sea limitada como la nuestra. Todas las construcciones y movimientos de
la Naturaleza son los de una sabiduría intuitiva ilimitada demasiado grande, espontánea
y misteriosamente efectiva para ser descrita como una inteligencia, de un Poder y
Voluntad que trabaja para el Tiempo en la eternidad con un movimiento inevitable y
previdente en cada uno de sus pasos, incluso en los que en su impulso exterior o
superficial nos parece inconsciente. Y así como hay en ella esa consciencia más grande
y ese poder más grande, así también en sus construcciones hay un Espíritu de armonía y
de belleza que siempre está presente en todas ellas, aunque sus obras no esté limitadas
por nuestros cánones estéticos. Un hedonismo infinito se encuentra también allí, un
Espíritu de deleite sin límites que percibimos cuando nos unimos a ella en una unidad
impersonal; y así como lo que en ella hay de terrible es una parte de su belleza, lo que
hay en ella de peligroso, cruel y destructivo, es igualmente una parte de su deleite, de su
universal Ananda. Y si todas las demás cosas que hay en nosotros, nuestra inteligencia,
nuestro ser dinámico y volitivo, nuestro ser estético y hedonista, cuando contemplan el
universo físico se sienten intuitivamente colmadas por algo en él grande e ilimitado,
pero que es, sin embargo, misteriosamente, de su misma naturaleza, ¿no debe encontrar
también su satisfacción nuestro sentido moral, nuestro sentido del Bien, en algo de lo
 

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que no es más que un reflejo? En una percepción intuitiva de esta clase se encuentra la
raíz y la demanda de un orden moral en el universo. Es cierto, pero también aquí
nuestras concepciones parciales y nuestros cánones morales resultan insuficientes; este
Bien más grande, ilimitado, no está condicionado por fórmulas éticas, y su primer
principio es que cada elemento de la realidad deber observar la ley de su propia energía,
y cada energía debe desplegarse en el esquema total según su modo específico, cumplir
su función particular y producir su propia respuesta. La ley física es para el mundo
físico el derecho y la justicia, el deber y la obligación. En la Upanishad, cuando el
Espíritu pregunta a la divinidad del Fuego: “¿Cuál es el poder que hay en ti?” , ésta
responde: “ Mi poder consiste en que todo lo que me tiran lo quemo”; y todas las cosas
físicas dan la misma respuesta a la pregunta planteada por la vida y la mente. Cada cosa
sigue las vías de su energía física y no se preocupa por ninguna otra ley o justicia.
Ninguna ley del Karma, incluida la ley moral, podría existir sin este principio sobre el
cual se fundamenta inicialmente el orden del cosmos.
 
¿Cuál es, la relación del hombre con esta Naturaleza física, del hombre, esta alma que
interviene en ella y que ha nacido físicamente de ella en un cuerpo sometido a la ley de
su acción? ¿Cuál es su función como algo que es, sin embargo, superior a ella: una vida,
una mente, un Espíritu? ¿Cuál es su Swabhava, su Swadharma? Al principio, el hombre
le debe una obediencia mecánica de la que ella se encarga actuando en su cuerpo; pero
puesto que se trata de un alma que hace evolucionar el poder de consciencia que está
oculto en ella, la tarea que le incumbe también es la de conocer su ley y utilizarla, y, sin
dejar de tener conocimiento y ser consciente de ella y de utilizarla, transcender además
sus límites, sus hábitos, sus intenciones y sus fórmulas más materiales. Obedecer a la
Naturaleza, pero también trascender la naturaleza primera es el propósito permanente
del Espíritu en el hombre. Una serie continua de transcendencias es lo más significativo
en la acción del mundo, y la evolución misma no es más que el impulso constante de
autosuperación de la Naturaleza, su esfuerzo continuo para ascender a un autodevenir
más grande, su método para poder expresar cada vez más, para hacer surgir a la
superficie a través de una forma cada vez más perfecta de nacimiento y de poder o una
presencia consciente, el espíritu que está involucionado en ella. La vida aporta toda una
serie de estas trascendencias, la mente otra serie mayor, y puesto que la mente es tan
manifiestamente imperfecta e incompleta, un elemento de búsqueda por su naturaleza
misma, ha de haber, con toda seguridad, una serie o varias series de trascendencias por
encima de la mente. El hombre se enfrenta con sus facultades mentales a la norma de la
acción física y a la ley del Karma vital, introduce una ley del Karma de carácter mental
y moral, y se eleva, a través de los niveles y planos ascendentes de esta escala, hacia
algo superior, hacia un poder de acción espiritual que puede incluso conducirle a
superar el mismo Karma, a adquirir la facultad de elegir libremente su nacimiento y su
devenir o de eludirlos, a una trascendencia perfeccionadora.
 
La superación de la ley física por parte del hombre no se produce solamente como
consecuencia de su desarrollo gradual de un sentido moral del mundo amoral de la
 

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Naturaleza. Su procedimiento esencial consiste más bien en concretar una inteligencia y
una voluntad conscientes sobre la vida y la materia: la moralidad, por su parte, no es
más que este conocimiento y esta voluntad buscando una pauta de la verdad y de
equidad en la acción, satyam rtam, aplicable a la relación del hombre con su ser interior
y con sus semejantes. Pero sus relaciones con las cosas puramente físicas de la
Naturaleza son amorales, consisten inicialmente en obedecer cuando sea necesario, en
obtener satisfacciones por medio de utilizaciones instintivas o experimentales, en sufrir
entre sus manos por la compulsión, y cada vez más, a medida que crece, en luchar con
su conocimiento y su voluntad para conocer y dominar sus fuerzas con vistas a su
utilización y disfrute, a hacer de ellas instrumentos y medios, para ampliar la base y el
horizonte de sus posibilidades, para acrecentar el gozo intrínseco de la voluntad y del
conocimiento. Transforma las fuerzas de la Naturaleza en sus oportunidades, y para
potenciarlas afronta sus peligros. Desafía sus poderes, transgrede sus límites, peca
continuamente contras sus prohibiciones iniciales, asume sus castigos y los supera, y,
luchando contra ella con la voluntad y con la mente, va conociendo las posibilidades
superiores que ella misma ha mantenido inutilizadas a la espera de su llegada. Ella
contrarresta su esfuerzo con obstrucciones y oposiciones físicas, con un “No” que
constantemente retrocede, con la máscara de su propia ignorancia, con la amenaza de
sus peligros. Identificando la resistencia de la Naturaleza con la que algunos instintos
del hombre ofrecen a las osadías de la aventura espiritual, a las nuevas ampliaciones del
conocimiento, a las nuevas formas de la voluntad o a las nuevas reglas de conducta,
considerando estúpidamente todo ello como pecados e impiedades por el hecho de
transgredir lo establecido, se podría imaginar que para la primera configuración del a
Naturaleza física, la propia vida con sus sobresaltos, sus desviaciones, sus pasos en
falso y sus sufrimientos, es un pecado contra su ley de armonía física segura y medio
exacta, y mucho más aún la mente y sus audacias, su pecado de aventura sin límites, sus
anhelos finales dirigidos hacia lo inconmensurable, hacia lo que está por encima de la
ley, hacia el Infinito.
 
Pero, de hecho, todo lo que la divinidad de la Naturaleza física le incumbe respecto a la
forma de actual del hombre con ella es la observación de una justa ley de cesión de sus
energías en retribución del esfuerzo que él realiza. Cada vez que el conocimiento y la
voluntad el hombre se pueden armonizar con las energías de la Naturaleza, la
Naturaleza le retribuye de acuerdo con la acción que ejerce sobre ella: cuando el trabajo
del hombre sobre la Naturaleza es insuficiente, ignorante, descuidado, erróneo, ella
trastorna su esfuerzo o lo frustra; a medida que acrecienta su voluntad y sus
descubrimientos, ella le concede a cambio que sus poderes le sean más útiles y
provechosos, se somete a su dominación y consiente sus violencias. El hombre ha
llegado a una unión, a un yoga con la Naturaleza en las posibilidades más grandes que
ella oculta en su seno; las ha liberado y, utilizándolas, obtiene de ella su retribución.
Observa las líneas dinámicas de las energías de la Naturaleza y extiende su acción, y
ella responde con una gestión y una obediencia precisas. El hombre puede llevar a cabo
actualmente todo esto, dentro de ciertos límites físicos, de ciertos modos de
 

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funcionamiento, y ello entraña una modificación, pero no un cambio radical. Según
ciertas indicaciones, por una presión más directa de la energía mental y psíquica sobre
el plano físico se puede lograr que la reacción física sea más flexible y variable y que
sobrepaso incluso lo que parecen ser sus límites y hábitos fijos; y es concebible que
cuando el conocimiento y la voluntad entren en un ámbito de poderes cada vez más
elevados, la acción de la energía física pueda tornarse plenamente sensible y responder
satisfactoriamente a todo lo que se le pueda exigir, y también en sus líneas dinámicas
adquieran una perfecta flexibilidad. Pero incluso esta forma de trascendencia deberá
tener en cuenta los límites fundamentales del plan primigenio fijado por la Voluntad
Suprema: el uso podría ser libre, la transformación de la energía física podría quizás
ampliarse, pero nada podría apartarse de la ley básica y del objetivo fundamental de la
verdad.
 
Todo esto establece los fundamentos de una ley, el principio de una justa restitución de
la energía que es la esencia neutra del karma, pero que ignora por completo las normas
éticas y que carece de toda significación moral. El hombre puede inventar, y de hecho
inventa, métodos crueles e inmorales para obtener el conocimiento físico y los poderes
que de él se derivan o para desviar hacia fines inmorales las energías que la Naturaleza
pone a su servicio, pero ésta es una cuestión entre su voluntad y su alma y de su relación
con otros seres vivos, un problema que concierne al hombre y a los demás seres vivos,
pero no a la Naturaleza. La Naturaleza física ofrece imparcialmente sus resultados y
recompensas y exige al hombre que observe, no la ley moral, sino la ley física: reclama
un justo conocimiento y una aplicación escrupulosa de sus métodos físicos y nada más.
Las numerosas atrocidades de la ciencia no provocan ninguna respuesta kármica por su
parte, ninguna reacción contra la inmoral utilización de sus posibilidades; la Naturaleza
castiga severamente la ignorancia, más no la perversidad. Hay algo en los círculos
inferiores de la Naturaleza que reacciona contra ciertas transgresiones de la ley moral,
pero eso sólo comienza a ocurrir oscuramente en un nivel más elevado, en el ámbito de
la vida. Una reacción vital de este tipo existe y produce efectos de orden físico-vital; se
observará, sin embargo, que este tipo de reacción no obedece a nuestros criterios y
medidas, sino que se aplica más bien a la imparcialidad sin discernimiento, semejante a
la Naturaleza física. En este campo tenemos que admitir la existencia de una ley de
castigo transferido o repercutido sobre otros, de una destrucción y un atropello
constante del inocente por los pecados del culpable, que nos parecería sorprendente y
brutalmente injusta si fuera infligida por un ser humano. La vida parece castigarse a sí
misma por sus errores y sus excesos, sin el menor cuidado por limitar su reacción al
agente del exceso o el error. Hay ahí un orden en los métodos de la energía que, al
menos primariamente o en su intención, no es de carácter ético, sino que se rige más
bien por un sistema de retribuciones sin relación alguna con nuestras ideas morales.
 
Ciertamente los procesos de la vida parecen tener una base tan escasamente ética como
los físicos. El derecho y la justicia fundamentales de la vida consisten en seguir la curva
de las energías vitales, en mantener las funciones de la fuerza vital y en dar una
 

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retribución a sus propios poderes. La función de la vida consiste en sobrevivir,
reproducirse, crecer, poseer , gozar; en prolongar, ampliar y asegurar su acción, su
poder, su posesión, su placer, tanto como la tierra lo permita. Todos los medios le sirven
a la vida para alcanzar sus fines: el resto es un asunto del equilibrio correcto ente la
energía vital y los medios físicos, del despliegue de sus poderes y de la clase de
retribución que recibe de esos poderes. Al principio – e incluso después de que la mente
haga su aparición en la vida y en tanto que la mente está sometida a la fuerza de la vida-
esto es todo lo que vemos. La naturaleza vital realiza sus objetivos sin demasiados
errores, pero en modo alguno puede decirse que su acción sea irreprochable desde un
punto de vista ético. La muerte es su segundo medio de autopreservación; la
destrucción, su instrumento continuo de cambio, renovación y progreso; el sufrimiento
que se inflige a sí misma o a los demás, el precio que con frecuencia debe pagar por la
victoria y el placer. Toda vida se nutre de otras vidas, se abre paso y se hace un lugar
por la usurpación y la explotación, posee por la asociación, pero más incluso por la
lucha. La vida actúa a través del enfrentamiento mutuo de las diversas criaturas entre sí
y de la utilización recíproca que cada una hace de las otras; pero sólo parcialmente
funciona por medio de la ayuda mutua y muy frecuentemente lo hace por medio de la
agresión y la voracidad recíproca. Por lo demás, su reproducción está vinculada a un
medio que el sentido ético más tolerante considera como animal e inferior, que tiende a
juzgarlo como inmoral en sí y que, cuando alcanza la aguda sensibilidad del ascetismo o
del puritanismo, rechaza como vil, y sin embargo, una vez dejamos de lado nuestras
concepciones humanas limitadas y miramos con ojos impersonales esa Naturaleza vital
vasta, variada y maravillosa en la que hemos nacido, encontramos en ella un orden
misteriosamente perfecto, la acción de una sabiduría intuitiva profunda e ilimitada, un
poder y una voluntad inmensos con una visión perfecta de su obra, una gran unidad de
belleza y armonía construida sobre lo que a nosotros nos parece un sistema de
discordancia, una poderosa alegría de vivir y de crear que ninguna adversidad, ni
siquiera de muerte o sufrimiento individual, por terrible que sea, pueden nublar o
empañar y que, cuando entramos en la unidad del grandioso Ananda de su movimiento,
estas circunstancias parecen más bien realzarlo y ante la inefable luminosidad de sus
éxtasis estas sombras carecen de importancia. También aquí, en estos procesos de la
Naturaleza vital y en la ley de sus energías, hay una verdad del Infinito; y esta verdad,
este sostén permanente y obstinado que el Infinito concede a la vida, a la vida por así
decirlo por sí misma y por el gozo de su creación, tiene sus propios criterios de justicia
y de armonía, de exacto equilibrio y mesura, de adecuación en cuanto a la acción y la
reacción de la energía, que no pueden ser juzgados con normas humanas. Es un Tapas,
un Ananda premental y todavía impersonal y, en consecuencia, un orden todavía
amoral.
 
La relación del hombre con la Naturaleza vital consiste, también para él, en ser al
principio uno con ella observando y obedeciendo sus normas; después, en conocerla y
dirigirla con su inteligencia y su voluntad consciente para trascender de esta manera la
primera ley de la vida, sus reglas, hábitos, fórmulas y valores iniciales. Al principio está
 

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compelido a obedecer sus instintos y ha de actuar como un animal, pero en los
ampliados términos de un impulso mentalizado, una consciencia cada vez más clara y
una voluntad cada vez más responsable de sus actos. También él tiene al principio que
luchar por la existencia para hacerse un lugar para sí mismo y para los suyos, para
crecer, poseer y gozar, para prolongar, ampliar y asegurar los procesos iniciales de su
dinámica vital. Y también él, lo mismo que los demás, lo hace por medio del combate y
la matanza, devorando, usurpando, sojuzgando la tierra, sus productos y sus hijos, los
animales, y sus propios hermanos, los hombres. Su virtud, su dharma en la Naturaleza
vital, virtus, arete, es al principio la obligación de ser fuerte, rápido, intrépido; todo lo
que contribuya a la supervivencia, a la dominación y al éxito. En realidad, la mayor
parte de los elementos que en él desarrollan un contenido ético tienen en su origen un
carácter que no es propiamente ético, sino más bien dinámico: el dominio de sí, tapasya,
la disciplina. Son éstas energía vitales dinámicas, no energías éticas. Es un despliegue
de fuerzas de vida mentalizadas, correctamente agrupadas, concentradas y ordenadas, y
las retribuciones que buscan y reciben son vitales y dinámicas: poder, éxito,
dominación, capacidades acrecentadas de posesión y de expansión vital, o los resultados
vital-hedonísticos de todo eso, la satisfacción de los deseos y la felicidad, el goce y el
placer vitales.
 
La primera tarea del hombre es aportar la colaboración de su inteligencia y de su
voluntad consciente para ampliación del ámbito de la vida del individuo y de la especie.
Aquí de nuevo, es principalmente a estas dos facultades y solo de forma secundaria y
parcial a una fuerza moral, a lo que la energía de vida ofrece su retribución. En los
estadios primitivos de la vida, la batalla es ganada por el más fuerte y la carrera por el
más rápido, y el débil y el apático no pueden reclamar el triunfo y la corona en razón de
su mayor virtud; y hay en ello una expresión de justicia, mientras que el principio moral
de recompensa sería en este caso una injusticia pues implicaría una negación del
principio de justa restitución de la energía que es fundamental para cualquier posible ley
del Karma. Si, por los poderes de la mente, se sitúa la acción en un nivel más elevado, el
éxito más grande, la gloria, la victoria, recaerán sobre aquellos que superen en
inteligencia o en voluntad a los demás, y no necesariamente sobre quienes estén en
posesión de una inteligencia más ética o de una voluntad más moral. En esta fase
dinámica de la vida la moralidad cuenta solo como freno prudente o como
concentración de Tapasya. La vida ayuda a aquellos que más sabia y fielmente siguen
sus impulsos observando sus límites y restricciones o a aquellos que más
poderosamente contribuyen a sus más intensos impulsos expansivos. Los primeros
reciben de ella el beneficio más prudencial, y los otros la mayor parte de su poder, de su
movimiento y de su gozo.
 
Un movimiento más vasto implica también una mayor capacidad, tanto de sufrimiento
como de gozo, los más graves pecados y las más excelsas virtudes. El hombre, así como
desafía los peligros de la Naturaleza física, desafía también los peligros de la energía
vital al transgredir los límites y normas de seguridad que dicha energía impone
 

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automáticamente al animal. Hay , en el uso que ella hace de sus energías, equilibrios,
medidas y restricciones de seguridad que hacen la vida lo más segura posible. Porque
toda vida es naturalmente un riesgo y una aventura, pero una cierta prudencia en la
Naturaleza minimiza la aventura a una medida que es compatible con sus fines; y la
inteligencia del hombre intenta hacerlo aún mejor, trata de vivir en la seguridad y no en
el riesgo, excluyendo del orden de su vida las más tremendas incertidumbres. Pero el
instinto de expansión en el hombre rompe continuamente los equilibrios vitales de la
Naturaleza y no tiene en cuenta sus propios límites y pautas. Está ávido de experiencia,
tanto de lo que es inmenso y desconocido en el ámbito del poder, de la experiencia y del
gozo, como de lo que corriente, conocido, y seguro; tanto de extremos peligros como de
la sana moderación. Debe sondear todas las posibilidades de la vida, poner a prueba
tanto la utilización correcta de las energías como la incorrecta, pagar su tributo de
sufrimiento y recibir el trofeo de las más espléndidas victorias. En la medida que la
mente actuando sobre la vida puede hacerlo, debe ampliar los métodos de la vida y
transformar su acción y sus posibilidades. Hasta el momento esto se ha traducido en una
potenciación de las formas de vida, pero nunca ha llegado a producir un cambio radical
ni a sobrepasar su naturaleza inicial. Es sólo transformando nuestra vida interior como
podemos ir más allá del animal magnificado y mentalizado, dotado de capacidad de
raciocinio y de voluntad consciente, que fundamentalmente somos la mayor parte de
nosotros, y es solo elevando la vida interior hasta que se una y se torne consciente de su
unidad con un poder espiritual todavía no alcanzado como podemos transformar la
Naturaleza vital y hacer de ella un libre instrumento del Espíritu supremo. Entonces el
hombre será realmente aquello por lo que lucha, dueño de su vida, rector de la
Naturaleza vital y física.
 
Mientras tanto es volviendo su mente hacia el interior como consigue alcanzar algo
semejante a una trascendencia, como se coloca en situación de vivir no ya para la vida,
sino para la verdad, la belleza y la potencialidad del alma, para el bien y la armonía,
para el amor y la justicia. Es este esfuerzo lo que hace descender hasta los niveles
inferiores de la energía poderes de un plano más elevado, una cierta ley de acción
mental y verdaderamente moral, tendiendo finalmente a transformarse en espiritual, y
los frutos de la acción del Karma.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

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8. LA NATURALEZA DE LA MENTE Y LA LEY
DEL KARMA
 
 
 
 
Después de todo el hombre, en la esencia de su condición humana o en la realidad
interior de su alma, no es solo un ser vital y físico que ha ascendido hasta alcanzar un
cierto poder de voluntad y de inteligencia mental. Si así fuera, la creencia que hace de
nuestra existencia la manifestación de una Voluntad de vivir, de una Fuerza de vida
animada por el único objeto de su propio juego, su exaltación, la eficacia de su poder, su
expansión, podría muy bien ser suficiente para constituir una teoría de nuestro universo;
y la ley de nuestro Karma, la norma que rige las actividades, estaría en perfecta
concordancia con este único propósito y sería ordenada por este principio rector.
Podemos ciertamente encontrar una plausible justificación de esta visión limitada del
ser humano en una gran parte de las actividades exteriores de este mundo, o si, fijando
principalmente nuestra mirada en el juego vital del espíritu del universo, consideramos
esas actividades como la tarea principal del hombre y la cosa más importante. Pero
cuanto más se observa el hombre a sí mismo y cuanto más penetra en su interior y vive
íntima y preeminentemente en su mente y en su alma, más descubre que es su naturaleza
esencial un ser mental encerrado en un cuerpo e involucrado en las actividades de la
vida, manu, manomayah purusah. Él es más que el resultado pensante, sensible y dotado
de voluntad, de la acción mecánica del universo físico o que una estructura dinámica
inteligente de fuerzas vitales. Hay una energía mental en su ser que sobrepasa, penetra y
utiliza la acción terrena y su propia naturaleza terrena.
 
Este carácter del ser del hombre nos impide quedar satisfechos con la ley vitalista del
Karma: la energía mental consciente del espíritu que emerge en el universo material y
crea aquí sobre la tierra la forma humana para que le sirva de morada, su compleja
naturaleza para que sea su instrumento de expresión, la escala de su música, y la acción
de su pensamiento, de su percepción, de su voluntad, de sus emociones, para que sea la
notación de sus armonías, se entremezcla con las líneas de la energía vital, las eleva y
las transforma. La aparente inconsciencia de la Naturaleza física, y la Fuerza de Vida
hermosa y terrible, bondadosa y cruel, consciente pero amoral, que es lo primero que
ante nuestros ojos aparece, no constituyen la totalidad de la autoexpresión del Ser
universal ni, en consecuencia la totalidad de la Naturaleza. El hombre interviene aquí
para expresar y realizar una ley superior de la Naturaleza y por tanto un sistema más
elevado de las vías del Karma. La energía mental se escinde y va en múltiples
direcciones, configurando de los niveles de su acción una escala ascendente, con una
gran variedad y una compleja combinación de objetivos e intenciones dinámicas.
Numerosas son las tramas de su tejido, y sigue cada una de ellas según su propia línea y
combina entre sí de innumerables formas los hilos de unas con los hilos de otras.
Contiene una energía de pensamiento que sale al exterior para obtener su retribución
con un constante incremento de conocimiento; una energía de voluntad que se proyecta

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exteriormente para obtener como retribución un incremento de su dominio consciente,
la plena realización del ser, la ejecución del a voluntad en la acción; una energía de
consciencia estética que tantea el terreno para recibir a cambio una acrecentada
capacidad creativa y un mayor goce de la belleza; una energía emotiva que exige a
cambio de su acción un aumento constante del gozo y de la satisfacción del poder
emotivo del ser. Todas estas energías actúan en alguna manera por sí mismas y son sin
embargo interdependientes, pues cada una de ellas está inextricablemente acompañada
de las otras y mezclada con ellas. Al mismo tiempo, la mente ha descendido a la materia
y debe actuar en y a través de este mundo de energía física y vital y aceptar las vías del
Karma vital y físico y sacar algún partido de ellas.
 
Así pues, el hombre, puesto que es un ser mental, un medio que el espíritu utiliza para la
evolución de su propia expresión mental, no puede limitar la regla y la naturaleza d esu
acción a la obediencia a la ley vital y física, y a una utilización inteligente de ésta con el
fin de obtener un goce mayor, más perpetuación, reproducción, posesión, dicha y
expansión. Hay una ley superior del ser y de la naturaleza mental de la que ha de
tornarse inevitablemente consciente y que debe tratar de imponer a su vida y a su
actividad. Al principio está gobernado de una forma muy predominante por las
necesidades de la vida y por el dinamismo de las energías vitales, y es aplicando su
energía mental a estas energías de la vida y al mundo que le rodea como él inicia el
desarrollo de sus facultades de conocimiento y de voluntad y adiestra los toscos
impulsos que lo introducen en el sendero de su evolución emocional, estética y moral.
Pero hay siempre un cierto elemento secreto que se complace en la acción de las
energías mentales por su propio interés y es esta acción, por imperfecta que sea al
principio su autoconsciencia e inteligencia, la que representa la intención característica
de la Naturaleza en él y hace inevitable su evolución mental y posteriormente espiritual.
La presión ejercida por el mundo exterior que le rodea y la necesidad de utilizar sus
posibilidades y de enfrentarse a su asedio y sus peligros hace que su mente esté muy
obsesionada con la vida y la acción externa y la utilidad del pensamiento, la voluntad y
la percepción para sus tratos con las fuerzas físicas y de la vida; y frente a esta
preocupación, la acción más depurada y más desinteresada, las motivaciones más sutiles
de su naturaleza mental que exige su propio desarrollo interior, que va en pos del
conocimiento, la perfección, la belleza, un placer emocional más puro por el único y
exclusivo objeto de su consecución, y los intereses que caracterizan a esta energía
superior de la naturaleza mental, aparecen casi como subproductos y, en todo caso,
como elementos secundarios que siempre pueden ser pospuestos y subornidados por las
necesidades y las exigencias del ser vital y físico mentalizado. Pero la mente más pura y
más desarrollada de la humanidad siempre se ha inclinado hacia el lado opuesto, y ha
considerado este elemento como el más característico y el más valioso de nuestro ser; ha
estado siempre dispuesta a sacrificar mucho y a veces todo a sus llamamientos o a sus
mandatos imperativos. Entonces la vida no sería en realidad para el hombre nada más
que un campo de acción para la evolución, la ocasión de una experiencia nueva, la
condición para efectuar un esfuerzo difícil y para poder alcanzar la perfección de su ser
 

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mental y espiritual. ¿ Cuáles serán, pues, las vías de esta energía mental y espiritual? ¿
Cómo afectarán a las vías del Karma vital y físico y cómo serán a su vez afectadas por
ellas?
 
Tres movimientos de la energía mental del hombre proyectándose en los cauces de la
vida, tres movimientos sucesivos que sin embargo se superponen y se entrecruzan, han
creado la triple trama de la ley del Karma en el hombre. En el primer movimiento,
primario, evidente, universal, predominante en sus comienzos, la mente se somete y se
identifica con la ley de la vida en la Materia a fin de sacar el máximo provecho de la
existencia terrestre para su propio placer y beneficio, artha kama, sin ninguna otra
modificación o corrección de sus vías preexistentes salvo la derivada de los efectos del
impacto mismo de la inteligencia, la voluntad, la emoción y el sentimiento estético del
hombre. En verdad estas fuerzas elevan y amplían en gran medida los objetivos y los
movimientos estrechos y esencialmente animales que son comunes a todas las criaturas
vivientes, haciéndolos infinitamente más refinados y sutiles por un uso conscientemente
regulado y cada vez más hábil y minucioso. Y este elemento de la existencia vital
mentalizada, esta líneas de movimiento que constituyen la materia gris y sólida
principal de la vida del individuo medio económico, político, social, doméstico, pueden
adquirir una gran amplitud y un brillo espectacular, pero siguen siendo siempre en su
carácter distintivo, original y sin embargo persistente, las líneas del movimiento, las
vías del Karma del refinado animal humano, dotado de pensamiento, voluntad y
sensibilidad; no debemos despreciarlas ni excluirlas de nuestra forma de ser global
cuando nos elevamos a un plano superior de concepción y acción, pero representan
solamente una pequeña parte de las posibilidades humanas y, si se las contempla como
la preocupación principal o la ley más imperativa del ser humano, lo limitan y lo
degradan; porque, dotadas, hasta un cierto punto para ampliar, dinamizar, enriquecer,
pero no para elevar basta una verdadera trascendencia, sólo resulta útiles para el ascenso
cuando ellas mismas son elevadas y transformadas por una ley superior y un motivo
más noble. El impulso de esta energía puede traducirse en una acción mental muy
poderosa, puede comportar una gran potencial de inteligencia, de poder de la voluntad,
de percepción estética, y un gran gasto de fuerza emocional, pero la retribución que
busca es el éxito vital, el goce, la posesión, la satisfacción del ser vital. La mente nutre
indudablemente sus poderes en el esfuerzo y experimenta su plenitud en la recompensa,
pero está amarada a la estaca de su pasto. El movimiento es mixto, mental en sus
medios, predominantemente vital en sus retribución; su esquema de valores en lo que a
la retribución se refiere se mide por el éxito y el fracaso exteriores, por el placer y el
sufrimiento exteriorizados o exteriormente originados, por la buena y la mala fortuna,
por el destino de la vida del cuerpo. Es esta preocupación intensamente vital la que nos
ha proporcionado uno de los elementos de la noción corriente de la ley del Karma: la
idea de la distribución equitativa de la felicidad vital y de sufrimiento vital es la medida
de la justicia cósmica.
 
 
 
 

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El segundo movimiento de la mente, en su andadura por los caminos de la vida, entra en
acción de forma predominante cuando el hombre genera a través de su experiencia la
idea de una regla mental, una norma, un ideal, una abstracción materializada que es al
principio sugerida por la experiencia de la vida, pero que va más allá, trasciende las
necesidades y las exigencias reales de la energía vital y retorna hacia ella para
imponerle una regla mental ideal, un canon que encarna en la ley de la vida una
concepción generalizada de la Equidad. Pues su esencia es el descubrimiento o la
creencia de la mente de que en todas las cosas hay una regla justa, una norma justa, una
forma justa de pensar de querer, de sentir, de percibir, de actuar, distinta de la de la
intuición de la naturaleza vital, distinta que la de los primeros comportamientos de la
mente buscando solo aprovecharse de la naturaleza vital por motivos principalmente
vitales; porque la mente ha descubierto la vía de la razón, una norma de la inteligencia
que se gobierna a sí misma. Esto introduce en la búsqueda de placer vital y del
provecho, artha kama, la capacidad de concebir una verdad, una justicia, una rectitud
mentales, la concepción del Dharma. En la práctica la parte fundamental del Dharma es
una ética, es la idea de ley moral. El primer movimiento de la mente es amoral o no
tiene nada de carácter moral; tiene sólo, suponiendo que la tenga, la idea de una norma
de acción justificada por la costumbre, la regla de la vida recibida del pasado y por tanto
justa, o una moralidad que no se diferencia del oportunismo, aceptada y aplicada por
haber sido considerada necesaria o útil para la eficacia, el poder, el éxito, la victoria, el
honor, la reputación, la buena fortuna. La idea de Dharma es, por el contrario,
predominantemente moral en su esencia. El Dharma, en su formulación superior, exige
del hombre la aceptación y la observacia de la ley moral, por derecho propio y por sí
misma. En su concepción más amplia, el Dharma es la verdadera ley de todas las
energías e incluye una consciencia, una equidad en todas las cosas, una ley justa de
pensamiento y de conocimiento, de formulación estética, de todas las actividades
humanas y no solamente de nuestra acción ética. No obstante, el elemento ético ha
tendido siempre a dominar en la noción de Dharma e incluso a monopolizar el concepto
de Equidad ideado por el hombre; porque el ámbito de la ética es la acción de la vida y
las relaciones del hombre con su ser vital y con su prójimo, que son su primera
preocupación y su problema más tangible, y porque es aquí, en primer lugar y de
manera más apremiante, donde los deseos, los intereses y los instintos del ser vital se
encuentra sumidos en agudo conflicto- del que salen triunfadores con mucha frecuencia-
con el ideal de Equidad y la exigencia del ley superior. La acción ética justa aparece
por tanto al hombre, en este estadio de su evolución, como la única obligación
ineludible entre las múltiples normas erigidas por la mente, la exigencia moral es, pues,
su único imperativo categórico y la ley moral la totalidad de su Dharma.
 
Al principio, sin embargo, las nociones morales del hombre, la orientación de la energía
ética, su potencial y la exigencia de una retribución, se encuentran inextricablemente
mezclados con sus nociones y exigencias vitales, e incluso más adelante se apoyan muy
comúnmente y de forma muy considerable en ellas y las utilizan de incentivo y sostén.
La moralidad humana reúne primero un voluminoso conjunto de reglas de acción
 

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consuetudinarias – una práctica tradicional y convencional, cuyo valor moral es en gran
parte muy dudoso- , lo consagra imperativamente como correcto e incorpora o
superpone a este rudimentario cuerpo de normas las verdades del ideal ético, pero como
si formaran parte de un código único, común y uniforme. Apela al ser vital, a sus
deseos, a sus esperanzas y a sus miedos, incita al hombre a la virtud por el acicate de la
recompensa o el temor al castigo, imitando en esta artimaña los métodos de la torpe y
burda práctica social del hombre: para seso ha descubierto esta ley y estad normas que,
buenas o malas, pretende hacer obligatorias, pues parecen ser al menos las más
adecuadas para asegurar un buen funcionamiento y el orden de la comunidad
perturbados por el ser vital del hombre; y es el soborno implícito en este sistema de
recompensas, así como el temor que inspiran los castigos, lo que persuade de su
aceptación y le influencia y le educa. La moralidad, acomodándose a la imperfección
del hombre, le dice – principalmente por boca de la religión – que la ley moral es en sí
misma imperativa, pero afirma también que su acatamiento resulta personalmente más
ventajoso, que la buena conducta es finalmente la política más segura, y la virtud a la
larga el mejor negocio, pues éste es un mundo fundamentado en la Ley o un mundo
regido por un Dios justo y virtuoso o que al menos ama la virtud. Le asegura que el
hombre bondadoso prosperará y que el malvado perecerá y que los senderos de la virtud
discurren por parajes placenteros. Y si esto no funciona, puesto que es manifiestamente
desmentido por la experiencia y puesto que además el hombre puede engañarse
perpetuamente a sí mismo, le ofrece la seguridad de una recompensa vital, que aunque
aquí le sea negada, le será concedida en el más allá. Cielo e Infierno, felicidad y
sufrimiento en otras vidas, le son presentados como soborno y amenaza.. Se le dice,
para mejor satisfacer su intelecto – fácil de contentar, por otra parte – que el mundo está
gobernado por una ley ética que determina la medida de sus bienes terrenales, que la
justicia impera, y que ésta consiste en que cada acción tiene su retribución exacta, que el
bien que uno haga le reportará un bien y que el mal le reportará un mal. Son estas
concepciones, es esa idea de la ley moral, de la rectitud y la justicia como algo en sí
mismo imperativo- aunque necesite, sin embargo, ser impuesto a nuestra naturaleza
humana por el soborno y la amenaza, lo que parecería demostrar que, al menos, para
nuestra naturaleza, no es tan completamente imperativa-; es esta insistencia en la
recompensa y el castigo – pues la moral, en su lucha con nuestro ser primitivo y no
regenerado, debe presentarse en gran medida como un conjunto de restricciones y
prohibiciones, y éstas no pueden ser aplicadas si no hay una realidad o apariencia, al
menos, de sanción externa compulsiva o inductora-; es este compromiso diplomático,
esta pretensión de equivalencia entre la exigencia impersonal ética y la exigencia
personal egoísta; es este matrimonio de conveniencia entre lo justo y lo vitalmente útil,
entre la virtud y el deseo; son todas estas acomodaciones, las que se han incorporado en
las nociones corrientes de la ley del Karma.
 
¿ Qué verdad auténtica hay tras las nociones corrientes del Karma, en los hechos
mismos o en las poderes fundamentales de la vida del hombre en la tierra o en lo que se
puede percibir del funcionamiento de la ley de las energías cósmicas? Hay
 

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evidentemente una verdad sustancial, pero que es sólo una parte de la totalidad; su
soberanía o predominio pertenece sólo a un cierto elemento, a una vía considerada
particularmente entre muchas otras dentro de un movimiento intermedio entre la ley de
la energía vital y una ley más vasta y más elevada de la mente y el espíritu. Una mezcla
de dos clases de energía implica una acción mixta y compleja de la emisión de la
energía y de su correspondiente restitución, y una regla que pretenda fijar de forma
demasiado tajante restituciones vitales a cambio de una emisión de fuerza mental y
moral está sujeta a numerosas excepciones y no puede constituir la totalidad de la
verdad interior de la cuestión. Pero en todo caso, si lo que se exige es una retribución
vital ( éxito, felicidad exterior, bienes, fortuna ) ello es un signo de la intención
predominante de la energía y una indicación de que el equilibrio de fuerzas se inclina
hacia un determinado lado. A primera vista, si el éxito es el desiderátum, no está claro
que es lo que la moralidad tiene que ver al respecto, pues según podemos constatar la
mayor parte de las veces el éxito es una consecuencia natural de una perfecta
comprensión y de un uso correcto, inteligente o intuitivo, de los medios y las
condiciones y de un poder insistente de la voluntad, de un impulso sostenido de la
fuerza del ser. El hombre puede poner un freno a la voluntad y la inteligencia egoísta en
la persecución de sus fines vitales por medio de un sistema de castigos, puede fijar un
cierto número de condiciones morales a las recompensas de la vida, pero esto puede
parecer – como sostienen ciertas teorías vitalistas – una imposición artificial sobre la
Naturaleza y un debilitamiento y empobrecimiento del juego libre y poderoso de la
fuerza mental y la fuerza vital aliadas. Pero ciertamente la fuerza mayor para el éxito es
una adecuada concentración de energía, Tapasya, y en el Tapasya hay un elemento
moral inevitable.
 
El hombre es un ser mental que intenta dominar las fuerzas de la vida que encarna o
utiliza, y una condición de ese dominio es un necesario autocontrol, una moderación, un
orden, una disciplina impuesta sobre su propio ser mental, vital y físico. La vida animal
campo de acción de un dharma vital instintivo, está automáticamente sujeta a ciertas
limitaciones. El hombre, liberado de estos elementos restrictivos de carácter automático
por el libre juego de su mente, debe reemplazarlos por una autocontrol deliberado y
consciente, una moderación inteligente, una disciplina voluntaria. La condición
necesaria para que su vida sea satisfactoria y estable no consiste únicamente en un
generoso derroche de energías y en su libertad de acción, sino también en la
moderación, en la contención y el control correcto de estas energías. La moral no es el
único elemento; no es enteramente cierto que el bien moral siempre prevalece o que allí
donde está el dharma, allí esta la victoria. El éxito inmediato recae con frecuencia en
otros poderes e incluso una victoria final del Bien pasa habitualmente por su asociación
con alguna forma de Poder. Sin embargo, hay siempre algún elemento moral entre los
múltiple factores de éxito individual y colectivo o nacional, y una omisión del bien
generalmente reconocido comporta, en un momento o en otro, reacciones desastrosas o
fatales. Además, en el uso que hace de sus energías el hombre debe tener en cuenta sus
semejantes, así como la ayuda u oposición de las energías de ellos; sus relaciones con
 

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los demás le imponen limitaciones, exigencias y condiciones que tienen o adquieren una
significación moral. Pesan sobre él, casi desde el principio, un cierto número de
obligaciones, incluso en su búsqueda de éxito y de satisfacción vital, que se convierten
en la primera base empírica de un orden ético.
 
Y hay fuerzas cósmicas tanto como humanas que responden a este equilibrio entre el
orden mental, moral y vital. En primer lugar encontramos en nuestro camino algo sutil,
inescrutable y formidable, una fuerza a la que los antiguos griegos concedían gran
importancia, un Poder que acecha al hombre en su lucha por la ampliación, la posesión
y el goce y que parece manifestarse hostil y contrario. Para los griegos eran los celos de
los dioses o también el Destino, la Necesidad, Ate. La fuerza egoísta del hombre puede
llegar muy lejos en la victoria y el triunfo, pero debe ser cauteloso o de lo contrario se
encontrará con ese poder que está al acecho a la espera de que se produzca el menor
fallo en su fuerza o en su acción, que se presente la más pequeña oportunidad para
provocar su derrota o su caída. Es este poder el que obstaculiza sus esfuerzos,
sembrando su camino de impedimentos y contrariedades, sacando partido de sus
imperfecciones, a menudo coqueteando con él, dándole cuerda larga, retardando y
esperando pacientemente su hora; obteniendo provecho, no solo de sus imperfecciones
morales, sino también de los fallos de su voluntad, de los errores de su inteligencia, de
los excesos o las deficiencias de su fuerza y de su prudencia, de todos los defectos de su
naturaleza. Parece vencido por las energías del Tapasya del hombre, pero espera su
momento. Puede ensombrecer la más firme o la más floreciente prosperidad y
sorprenderla a menudo con un repentino viraje que la transforma en ruina. Hace nace un
sentimiento de seguridad, incita a la negligencia, al orgullo y a la insolencia en el éxito
y la victoria, y lleva a su víctima a abalanzarse contra el trono oculto de la justicia o
contra el muro de un límite invisible. Es tan fatal para el ciego fariseísmo y para la
arrogancia de una virtud interesada, como para los exceso perversos y la violencia
egoísta. Parece exigir del hombre, de los individuos y de los pueblos, que se mantenga
dentro de unos límites y de una mesura más allá de los cuales todo se torna peligroso;
por eso los griegos mantenían que la moderación en todas las cosas es lo esencial de la
virtud.
 
Hay ahí en las fuerzas de la vida, algo que nos resulta oscuro, un elemento que nuestros
sentimientos parciales consideran nefasto por que contraría nuestros deseos, pero que
obedece a una cierta ley e intención de la mente universal, de la razón universal o
Logos, cuya acción en el mundo percibían los antiguos. Su presencia, cuando es
percibida por la mente religiosa más superficial, engendra la idea de la calamidad como
castigo del pecado sin tener en cuenta que la ignorancia, el error, la estupidez, la
debilidad, la falta de voluntad y de Tapasya, también tienen su castigo. Se trata
realmente de una resistencia del Infinito, actuando a través de la vida contra las
exigencias del ego imperfecto del hombre, que pretende expandirse, poseer, gozar y
disfrutar aún permaneciendo imperfecto de una prosperidad perfecta y duradera y de
una felicidad completa en su experiencia de la vida. Esta pretensión puede calificarse de
 

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inmoral, y la Fuerza que se le opone y responde a nuestras imperfecciones con el
sufrimiento y el fracaso- aunque tal respuesta pueda ser a nuestros ojos incierta y tardía-
puede ser considerada como una Fuerza moral, el agente de un Karma equitativo,
aunque no solo en el sentido estrechamente ético del Karma. La ley que representa esta
Fuerza consiste en que nuestras imperfecciones han de tener sus consecuencias,
pasajeras o fatales : un fallo en la emisión de nuestra energía puede ser corregido o
contrarrestado y sus consecuencias reducidas, pero si persistimos en él su reacción
podrá incluso superar la importancia aparente de la falta: un error puede destruir
aparentemente todo el resultado de la Tapasya, por que brota de una falsedad radical en
la intención de la voluntad, del corazón, del sentido ético o de la razón. Esta es la
primera vía de la ley intermedia del Karma.
 
La reacción kármica de la fuerzas cósmicas a nuestra acción revista también en un
segundo modo, una apariencia que podría inducirnos a otorgarle un carácter moral. Pues
se puede percibir en la Naturaleza un cierto elemento de la ley de Talión o – para
utilizar una imagen que quizá resulte más apropiada puesto que la acción parece más
mecánica que racional y deliberada – una trayectoria de bumeran de la energía que
retorna hacia quien la puso en acción. La piedra que lanzamos nos es devuelta por
alguna fuerza oculta de la vida del mundo, la acción que proyectamos sobre los otros
retorna, no siempre por reacción directa, si no a menudo por caminos sinuosos y no
comunicado entre sí, sobre nuestras propias vidas, y a veces, aunque no sea la regla
general, en su misma forma o medida. Esto fenómeno sorprende de tal modo a nuestra
imaginación e impresiona tan profundamente nuestro sentido moral y vital que se ha
revestido de una cierta solemnidad de forma y de expresión en el pensamiento de todas
las culturas: “el que a hierro mata a hierro muere”, “ quien siembra vientos recoge
tempestades”, etc…; y , a veces, pretendemos erigirlo en norma universal y aceptarlo
como prueba suficiente de un orden moral. Pero el pensador prudente se guardará de
adherirse de forma apresurada a semejante conclusión, pues muchas cosas vienen a
contradecirla y esta clase de reacción precisa es más una excepción que una regla
corriente en la vida humana. Si se produjera de forma regular, los hombres aprenderían
pronto el código de ese legislador impersonal y draconiano, sabrían lo que hay que
evitar y conocerían la lista de las prohibiciones y vetos de la vida. Más no existe una
legislación penal tan clara en la Naturaleza.
 
En realidad, no podemos esperar que la Naturaleza mental y vital muestra la precisión
matemática de acción y reacción propia de la naturaleza física, pues no solo todo se
torna infinitamente más sutil, complejo y variable, a medida que nos elevamos a la
escala evolutiva, de tal modo que en nuestra acción vital hay un extraordinario
entrecruzamiento de fuerzas y una combinación de múltiples valores, si no que además
el valor psicológico y moral de una misma acción, difiere en distintos casos en función
de las circunstancias, las condiciones, los motivos de la mente del que actúa. La ley del
Talión no es ni justa ni ética cuando el ser humano la aplica a sus semejantes; y no sería
mejor si un juez suprahumano o un poder impersonal la aplicara brutal y arbitrariamente
 

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a la complicada y delicada trama de la acción y las motivaciones del hombre en la vida.
Y es evidente también que los lentos, sutiles y prolongados designios del poder
universal que actúa en la especie humana serían más bien desbaratados que favorecidos
si este procedimiento tan preciso y esquemático se hiciera universal, y , en efecto
percibimos que su operatividad es más ocasional e intermitente que regular, más
variable y a nuestros ojos, caprichosa que automática y fácilmente inteligible.
 
A veces en la vida del individuo la repercusión de esta clase de Karma es de una
claridad concluyente, en ocasiones terrible, y la justicia se cumple aunque llegue al
individuo de una forma inesperada, con un dilatado retraso y por caminos insólitos; pero
este método por satisfactorio que pueda resultar a nuestro sentido dramático, no es el
sistema que sigue ordinariamente la Naturaleza para impartir justicia. Sus caminos
habituales son más sinuosos, sutiles, discretos e indescifrables. A menudo es una nación
la que de esta forma paga por los crímenes y errores de sus predecesores y el sello de la
ley de talión está allí para hacer patente la lección, pero individualmente es el inocente
quien la sufre. Un rey de Bélgica con mentalidad comercial se propuso hacer más
fructíferas las plantaciones de caucho de sus colonias, sin consideración alguna hacia
los trabajadores nativos, que eran tratados como animales; sus agentes masacraron,
mutilaron, inmolaron, a millares de negros para acelerar la producción y aumentar los
beneficios. El poderoso monarca murió en la opulencia, rodeado del sagrado oler de sus
riquezas, ningún mal se abatió sobre quienes habían colaborado en sus planes. Pero he
aquí que de repente llega Alemania, cuyos ejércitos, en pos de la realización del sueño
de un imperio militar y comercial, arrasan la próspera Bélgica, masacrando y mutilando
a hombres, mujeres y niños; este hecho nos trae de un modo lacerante el recuerdo del
Karma y nos muestra una forma oscura y caprichosa del cumplimiento de la ley del
talión. Aquí al menos la nación como ente corporativo era culpable de complicidad,
pero en otras ocasiones no es ni el individuo ni la nación culpable, sin quizás algún
pobre desgraciado, bondadoso y bienintencionado, quien paga la funesta factura que, en
justicia, habrían debido saldar los poderosos déspotas que le precedieron y que
siguieron su camino, gozando hasta el final del poder, de la riqueza y de los placeres.
 
Es evidente que no podemos hacer gran cosa con una fuerza que se manifiesta de una
forma tan extraña, por más que ocasionalmente haga patente, de forma violenta y
dramática, la causa y la consecuencia. Es demasiado arbitraria cuando inflige un castigo
para cumplir la función que la mente humana exige de un sistema de justicia penal,
demasiado inescrutablemente variable en sus efectos para actuar como indicador ante
ese elemento del temperamento humano que vela por la conveniencia y regula su
conducta manteniendo una prudente vigilancia sobre la consecuencia. Los hombres y
los pueblos continúan actuando siempre de la misma forma, sin tomar en consideración
los eventuales estallidos de violencia de un destino vengador, ni las intermitentes
manifestaciones de la justicia kármica en medio de las incertidumbres inherentes a la
complejidad de las intenciones y los procedimientos del universo. En realidad, no actúa
directamente sobre la mente y la voluntad del hombre – salvo, en un cierto grado, de
 

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forma sutil e imperfecta sobre la mente subconsciente – sino más bien como un
elemento externo, como un freno y regulador parcial que contribuye a mantener el
equilibrio de las reacciones de la energía y de los designios del espíritu-del-mundo en la
vida Su acción, como la de la primera vía intermedia del Karma, tiene por objetivo
impedir el triunfo del egoísmo vital del hombre y sirve provisionalmente para
contenerlo y estimularlo hasta que pueda descubrir una ley de su ser más elevada y el
dinamismo de una motivación más pura en la mente que le guía y en su Espíritu rector,
y sea capaz de prestarles obediencia a pesar de su ser vital. Tiene pues una cierta
utilidad moral para la voluntad universal, pero no es suficiente por sí sola, ni siquiera en
combinación con la otra, para construir la ley de orden moral.
 
Podemos considerar ahora una tercera vía del Karma, menos exterior, menos mecánica.
Esta vía nos viene sugerida por la máxima según la cual lo semejante engendra lo
semejante; de acuerdo con esta sentencia, el bien debe general el bien y el mal debe
general el mal. En términos de restitución moral o más bien, de retribución de energías
morales, esto significaría que si actuamos con amor recibimos amor y que si actuamos
con odio recibimos odio, que si somos compasivos o justos con los otros, también los
otros serán justos o compasivos con nosotros, y que, en general, el bien que hacemos a
nuestros semejantes producirá en compensación una recompensa bajo la forma del bien
que ellos nos harán y que nos remitirán, debidamente certificado, por medio de la
oficina de correos moral de la administración del universo. Tratad a los demás como
quisierais que os trataran, porque ellos entonces así os tratarán en verdad a vosotros, tal
parece ser la fórmula de esta artimaña moral. Si esto fuera verdad, la vida humana
podría asentarse en un sistema perfectamente simétrico de egoísmo armoniosamente
moral, en un tráfico mercantil de bondad que podría parecer suficientemente equitativo
y hermoso a quienes estén aquejados de esta clase de escepticismo moral.
Afortunadamente para el progreso ascendente del alma humana, esta regla falla en la
práctica, porque el espíritu universal tiene ante sí objetivos más grandes y una ley
superior que establecer. En términos generales la norma tiende a ser verdadera hasta
cierto punto, funciona en ocasiones aceptablemente bien y la prudente inteligencia del
hombre la tiene algo en cuenta a la hora de actuar, pero no es verdadera en todos los
casos y en todo momento. Es bastante evidente que el odio, la violencia, la injusticia,
han de provocar, con todo seguridad, una respuesta de odio, de violencia, y de injusticia,
y que sólo me podré dejar arrastrar impunemente por tales tendencias si soy lo bastante
prudente para precaverme de sus reacciones naturales. También es cierto que al hacer el
bien y actuar con bondad creo una cierta buena voluntad en los otros y que puedo contar
que obtendré en circunstancias ordinarias o favorables no tanto su gratitud y retribución
como su apoyo o favor. Pero este bien y este mal, son, ambos, movimientos del ego y el
egoísmo bastardo de la naturaleza humana no puede inspirar ninguna confianza segura o
absoluta. Una fuerza egoísta, si sabe qué hacer y dónde detenerse, incluso una cierta
violencia e injusticia, si es fuerte y hábil, la astucia, el fraude o diversas formas del mal,
obtienen realmente casi el mismo resultado positivo en las relaciones humanas que en el
mundo animal; por otra parte, el que hace el bien contando con una retribución o
 

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recompensa se encuentra, la mitad de las veces, decepcionado porque se le escamotea su
premio. La debilidad de la naturaleza humana adora al poder que pisotea, rinde
homenaje a cualquier fuerza que triunfa, puede responder a todo abuso de poder
energético o hábil con la confianza, la aceptación o la obediencia: puede postrarse,
arrastrarse y admirar incluso en medio del odio y del terror; tiene lealtades singulares e
instintos insensatos. Y sus deslealtades son igualmente irracionales o teñidas de ligereza
e inconstancia: considera el trato justo y benevolente como un derecho y se olvida o no
se preocupa de dar lo mismo a cambio. Y hay algo peor; pues la justicia, la clemencia,
la benevolencia, la bondad, son con frecuencia retribuidos con sus contrarios y la
experiencia brutal de la mala voluntad respondiendo a la buena voluntad es cosa
habitual. Si en el mundo y en el hombre se devuelve a veces el bien por el bien y mal
por mal, a menudo es el mal lo que se da a cambio del bien y, con o sin intención moral
consciente, el bien en pago del mal. Incluso una virtud no egoísta o un bien y un amor
divinos, al manifestarse en el mundo despiertan reacciones hostiles. Atila y Gengis
Khan manteniéndose en el trono hasta el final, Cristo muriendo en la cruz y Sócrates
bebiendo su ración de cicuta, no son precisamente pruebas que avalen la concepción
optimista de una ley de retribución moral equitativa en el mundo de la naturaleza
humana.
 
Pocas son las pruebas que podrán encontrarse en el mundo de la existencia de una ley de
ese tipo. En realidad en la administración cósmica el mal sale del bien y el bien del mal,
y no parece haber ninguna exacta correspondencia entre los procedimientos morales y
los vitales. Todo lo que podemos decir es que el bien realizado tiende a acrecentar la
suma y el poder total del bien en el mundo y cuanto más se acrecienta mayor ser la
suma total de la felicidad humana; que el mal realizado tiende a incrementar la suma y
el poder total del mal en el mundo y cuanto más se acrecienta mayor puede ser la suma
total del sufrimiento humano; y finalmente, que el hombre o el pueblo que hagan el mal
tienen que pagar por ello de alguna manera, pero rara vez en una medida
inteligiblemente equitativa o proporcional y no siempre en términos claramente
traducibles a lo que entendemos por buena y mala fortuna vital.
 
En resumen, lo que podemos llamar vías intermedias del Karma existen y nuestra visión
de la acción de las fuerzas cósmicas debe tenerlas en cuenta. Pero no son ni pueden ser
la totalidad de la ley del Karma. Y no pueden serlo porque son intermedias, porque el
bien y el mal son valores morales y no vitales y que, por consiguiente, sólo tienen
derecho a una retribución moral, pero no vital; porque la recompensa y el castigo
propuestos como condiciones de la buena o mala conducta, ni constituyen ni pueden
crear un orden realmente moral, pues el principio en sí mismo, sea cual fuere el fin
temporal al que sirva, es fundamentalmente inmoral desde el punto de vista más elevado
de una ética verdadera y pura, y porque, además, hay otras fuerzas que intervienen y que
también tienen sus derechos: conocimiento, poder y muchas otras. La correspondencia
entre bien moral y bien vital es una exigencia del ego humano que, como ocurre con la
mayor parte de sus exigencia, responde a ciertas tendencias que existen en la mente del
 

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mundo, pero no constituye, por sí sola, la ley de su destino más elevado. Puede existir
ciertamente un orden moral, pero es en nosotros donde debemos crearlo, y no por causas
extrínsecas sino por sí mismo; sólo cuando lo hayamos creado así y definido
correctamente su relación con los otros poderes de la vida, podremos esperar que
adquiera su pleno valor en la ordenación correcta de la existencia vital del hombre.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

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9. LAS VÍAS SUPERIORES DEL KARMA
 
 
 
 
El tercer movimiento de la mente consiste en su esfuerzo por sacar el alma humana de la
maraña de las fuerzas mentales y vitales y abrirle al hombre un campo en el que la
mente se eleve o eleve al menos su pensamiento y su voluntad por encima de las
necesidades y las normas vitales, y allí, en la cumbre de sus actividades, cualesquiera
que sean sus concesiones al Karma inferior, la mente viva para los verdaderos valores y
las verdaderas exigencias de un ser mental, aun cuando éste se encuentre prisionero de
un cuerpo y tenga que luchar con las circunstancias de la vida en un universo material.
El ser mental por su propia naturaleza, exige la experiencia mental, las múltiples fuerzas
de la mente, sus posibilidades, sus alegrías, su crecimientos, sus perfecciones; y las
exige por sí mismas, por la satisfacción que inevitablemente aportan a su naturaleza. El
intelecto exige la verdad y el conocimiento, la mente ética la justicia y el bien, la mente
estética la belleza y el gozo de la belleza, la mente emocional el amor y el goce de las
relaciones con nuestros semejantes, la voluntad el autocontrol y el dominio de las cosas,
del mundo y de nuestra existencia. Y los valores que el ser mental estima como
supremos y reales son los de la verdad y el conocimiento, la justicia y el bien, la belleza
y el goce estético, el amor y el gozo emocional, el dominio exterior y el interior. Es esto
lo que intenta conocer, seguir, descubrir, poseer, gozar, acrecentar. Es para esta gran
aventura para lo que ha venido al mundo, para recorrer audazmente los dominios sin fin
que se le ofrecen, para experimentar, desafiar, poner a prueba los límites extremos de
cada facultad y seguir la pista de cada posibilidad hasta el final, y para observar al
mismo tiempo en cada una su ley y sus límites entonces descubiertos. Aquí en los
dominios de la mente, al igual que en los del ser físico y del ser vital, hay un trabajo
asignado a la inteligencia y a la voluntad del ser mental: conocer y dominar, por medio
de la experiencia siempre ampliada, las condiciones que favorecen el crecimiento de la
luz, del poder, de la justicia, de la verdad, del gozo, de la belleza y de la amplitud; y no
sólo descubrir la Verdad y la Ley y elaborar un sistema y un orden, sino también
ensanchar continuamente sus caminos y fronteras. Y por consiguiente en estos ámbitos
como ocurre en la vida, el hombre, el ser mental, no puede quedar bloqueado demasiado
tiempo en la verdad parcial de un sistema establecido y en un orden temporal
erróneamente considerado como eterno; aquí, siempre tentado de ir más lejos, hasta que
cae en la cuenta de que es un buscador infinito y un poder del absoluto. Sus pies se
hunden aquí en el oscuro infinito de la vida y la materia, pero su cabeza se eleva hacia
la infinitud luminosa del Espíritu.
 
El tercer movimiento de la energía mental traslada pues esta energía a su propio
dominio originario, el reino que se encuentra más allá de la apremiante sujeción a las
reivindicaciones degradantes y limitativas del Karma vital y físico. Es verdad que el ser
inferior del hombre permanece sometido a la ley de la vida y del cuerpo, y es verdad

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también que debe luchar para encontrar en la vida o para introducir en el mundo que le
rodea una ley de verdad, de justicia, de bien, de belleza, de amor y de gozo, de voluntad
y de dominio de la mente, pues es este esfuerzo lo que le hace ser hombre y no animal,
y sin él no podría encontrar una verdadera satisfacción en la vida. Pero hay dos cosas
que debe percibir y comprender cada vez más: en primer lugar que la vida y la materia
siguen sus propias leyes y no, al menos en el sentido que el hombre da a estos términos,
un orden mentalmente determinado, ya sea moral, racional, estético o de otro tipo, y que
si quiere introducir en ellas algún elemento de esta naturaleza, deberá crearla él mismo
aquí, trascendiendo la ley física y la vital y descubriendo otra distinta y superior; y en
segundo lugar, que cuanto más va en pos de estas cosas por ellas mismas, en mayor
medida también va descubriendo su verdadera forma, svarupa, y va desarrollando su
fuerza para que dominen la vida y la eleven hasta un orden cada vez más alto de la
Naturaleza. En otras palabra, pasa de la búsqueda práctica de un conocimiento, de una
moral, de un criterio estético, de una fuerza emocional, y de un poder de voluntad útiles
( útiles para sus fines vitales, para la vida tal como inicialmente es ), a una búsqueda
ideal de estas cosas y a la transformación de la vida para configurarla según la imagen
de este ideal. Esto, no es capaz todavía de llevarlo a la práctica y está obligado a
apoyarse en equilibrios y compromisos, porque no ha encontrado aún todo el secreto
reconciliador de esto que está más allá de sus ideales. Pero es persiguiéndolos en su
pureza, por su propia exigencia y atracción imperativa y esencial, siguiendo la senda
que conduce a su propio infinito y a su propio absoluto como en la totalidad de su
experiencia se aproxima al secreto. Tiene, también la posibilidad de descubrir que, así
como la belleza y el orden innegable de la vida y de la materia tienen por origen la
alegría del Infinito en la vida y en la materia, así como la fidelidad de la Fuerza que
actúa en el mundo tiene por origen el conocimiento, la voluntad y la idea del Ser y
Espíritus ocultos en su seno, así, también, hay en su propio ser oculto, en su propio
espíritu vasto y velado, el secreto del autodominio, la equidad y la verdad del gozo y la
acción del Infinito, por los que su propia vida más grande, elevándose por encima de las
limitaciones mentales y vitales, puede descubrir en sí misma una perfección, una
belleza, un deleite infinitos, y un orden indiscutible y espontáneo.
 
Entretanto, el tercer movimiento de su mente descubre una ley de restitución de las
energías mentales, pura en su esencia y tan segura como la ley vital o física, tan fiel a sí
misma, al ser esencial de la mente y a su naturaleza; una ley, no de retribución vital al
dinamismo mental, sino de progreso del alma en el ser y en la fuerza del bien, de la
belleza, del poder – poder del conocimiento. Cuando se eleva a estas cimas, la mente
ética ya no persigue el bien con el fin de recibir una recompensa en ésta o en otra
existencia, sino el bien en sí; y no elude el mal por temor al castigo, tanto si es en esta
vida como en otra.
 
 
 
 
en la tierra o en el infierno, sino porque hacer el mal desagrada y aflige su ser y le aparta
de lo que es su verdadero esfuerzo natural e imperativo. Esto es para él una necesidad

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de su naturaleza moral, un verdadero imperativo categórico , una vocación que , en el
conjunto de la naturaleza más compleja del hombre, puede ser sofocada, reprimida o
excluida , por las reivindicaciones y las necesidades de otras partes de su ser , pero que
exige una recompensa para actuar bien y que tiene necesidad de un castigo para
mantenerse en el camino recto, no forma parte verdaderamente del ser ético, no es una
auténtica ley del ser ético, si no más bien una creación mixta , una regla que considera
como cosa primordial, no el crecimiento del alma , sino el seguro automatismo de una
conducta exterior bien regulada y que, para alcanzar este objetivo, soborna y aterroriza
al ser vital a fin de que la admita y someta bajo su estricto control, aunque le pese, sus
propios instintos y cometidos naturales. La virtud así creada es un expediente, una
convención social, una limitación prudente del egoísmo, un sucedáneo de lo verdadero;
en el mejor de los casos, es un hábito de la mente, no una verdad del alma, y en la mente
un producto hibrido y de menor calidad, una virtud convencional, poco fiable, frágil
ante los avatares de la vida, fácilmente confundible con otras convenciones o
susceptible de ser absorbida o doblegada por ellas: si no es una construcción elevada y
clara, una autocreación perdurable e interiormente viva del alma. Cualquiera que sea su
utilidad práctica o el servicio que pueda prestar como una etapa de transición, el habito
mental de compromiso vitalista y de confusión de engendra y los todavía más
indiscutibles compromisos y confusiones que favorece, han hecho de la moral
convencional una de las principales fuerzas que obstaculizan el progreso de la vida
humana hacia un orden verdaderamente ético. Si la humanidad ha hecho algún avance
perdurable y verdadero, no ha sido por la virtud surgida por el señuelo de la recompensa
y el castigo por ninguna de las sanciones que tan poderosamente pesan sobre el pequeño
ego vital, en una insistencia en la justicia como un fin en sí mismo, en valores morales
imperativos en una ley y una verdad absolutas del ser ético y la conducta ética que
deben ser obedecidas, por recalcitrante que pueda mostrarse la mente inferior, por
doloroso que pueda resultar el conflicto vital, sea el que fuese el resultado exterior y con
las consecuencias para la naturaleza inferior.
 
Esta mente superior solo ejerce su pura y completa soberanía en algunas almas
elevadas; en las demás actúa sobre la mente inferior y exterior, pero en medio de una
gran negligencia, confusión y distorsión del pensamiento y la voluntad y en una mezcla
corruptora o demoledora; sobre la masa de hombres regidos por patrones de conducta
inferiores, egoístas, vitales y convencionales, su influencia es indirecta y escasa. No
obstante nos indica la pista que debemos seguir para recorrer la espirar ascendente de
las vías del Karma. Y al principio observamos que el hombre justo cumple la ley ética
por sí mismo, sin ninguna otra clase de finalidad; es justo por el valor que en sí tiene la
justicia, honrado por el valor de la honradez, compasivo por la compasión, veraz por la
verdad. Harishcandra se sacrifica a sí mismo, a su mujer y a sus hijos, a su reino y a sus
súbditos, por la fidelidad inquebrantable a la palabra dada; Shivi ofrece su carne al
halcón antes de faltar a su augusto deber de proteger al fugitivo; el Bodisatva ofrece su
cuerpo al tigre hambriento. Con estas imágenes, la leyenda sagrada o épica ha
consagrado esta forma superior de virtud, poniendo de relieve una elevación de la
 

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voluntad ética y una ley de energía moral que nada pide a cambio, ni al hombre ni a los
seres vivos, ni a los dioses del Karma; que no formula condiciones que no sopesa las
consecuencias de un mayor o menor o máximo bien para el mayor número posible de
seres, que no admite ningún factor hedonista ni utilitario sino que simplemente ejecuta
la acción como la cosa que se debe hacer, porque es lo justo y bueno y, en consecuencia,
la verdadera ley del ser del hombre épico, el imperativo categórico de su naturaleza.
 
Este carácter radicalmente absoluto de la existencia ética asusta, y con razón, a
la carne y al ego, pues no admite ni la comodidad de compromisos e indulgencias, ni la
flexibilidad de las restricciones o de las circunstancias, ni en ningún ventajoso pacto
entre la vida egoísta y la virtud. Es igualmente difícil de aceptar por la razón práctica,
pues ignora la complejidad del mundo y de la naturaleza humana y parece complacerse
en un extremismo y exclusivismo exagerado, tan peligroso para la vida como exaltado
en su objetico ideal. Fiat justitia ruat coelum, hágase justicia aunque se derrumben los
cielos, es una regla de conducta que solo la mente ideal puede aceptar con ecuanimidad
y solo la vida ideal tolerarla en la práctica. Y ese carácter absoluto pierde incluso
validez para la mente ideal más elevada si se trata de una obediencia, no a la ley
superior del alma, sino a un código de conducta a una ley moral exterior. Pues entonces
en lugar de ser arrastrados por el entusiasmo elevador adoptamos la rigidez del fariseo,
el orgullo o la estrechez del puritano o nos sometemos a la tiranía esterilizadora de un
aspecto único e incompleto de la Naturaleza. Éste no es todavía un movimiento de la
mente superior, sino un intento de acercarse a ella, una tentativa de ascender por encima
de la ley transitoria y el compromiso vitalista. Y trae consigo una tergiversación, una
tensión, una coerción, a menudo una austeridad repulsiva que, despreciando el buen
sentido, la vasta sabiduría, la simplicidad natural de la verdadera mente ética y
flexibilidad de la vida, a la que tiraniza sin transformarla, no es la perfección suprema
de nuestra naturaleza. Y, sin embargo, contiene un primer ensayo para la consecución
de una vasta restitución de la energía moral emitida, una tentativa digna de ser llevada a
a práctica si es así como se puede verdaderamente alcanzar el objetivo de erigir, a través
de la obediencia ciega a una ley de acción moral, lo que todavía no existe o existe
imperfectamente en nosotros, pero que es lo único que puede hacer de nuestra ley de
conducta algo vivo y verdadero y del hombre en un ser ético poseedor de una naturaleza
ética inalienable. Ninguna norma impuesta sobre é desde el exterior, ya sea en nombre
de una supuesta ley mecánica o impersonal, ya sea en nombre de Dios o de un profeta,
puesto que no es consubstancial o inherente a su verdad esencial, puede ser verdadera,
justa, o de obligado cumplimento para el hombre; solo tiene ese carácter cuando
responde a una exigencia de su ser interior o contribuye a su evolución. Y cuando este
ser interior se reverla, al alcanzar un determinado punto en su ascenso evolutivo, y se
manifiesta en todo momento naturalmente activo, simple y espontáneamente
imperativo, entonces descubrimos la Ley verdadera, la Ley interior e intuitiva, en la luz
de su autoconocimiento, en la belleza de su autocumplimiento, en su profunda
significación para la vida. Un acto de justicia, de verdad, de amor, de compasión de
pureza, de sacrificio, es, entonces, la justicia, de nuestra alma de verdad, de nuestra
 

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alma de amor y compasión, de nuestra alma de pureza y de sacrificio. Y ante la
grandeza del imperativo mandato dirigido a la naturaleza exterior, el ser vital, la razón
práctica, la inteligencia que se mueve en la superficie, deben inclinarse y se inclinan,
como ante algo que les sobrepasa, algo que pertenece directamente a la divinidad y al
infinito.
 
Entre tanto hemos descubierto de la clave de la ley del Karma, de la emisión y la
restitución de la energía, y constatamos de un modo inmediato y directo que es lo que
toda ley del Karma , en realidad y fundamentalmente, al que al principio, ocultamente ,
es para el hombre: una ley de su evolución espiritual, la verdadera retribución del acto
de virtud, de la emisión éticamente de su energía- se recompensa , si se quiere; la única
que el hombre tiene derecho a exigir – es que le sea restituida bajo la forma de un
crecimiento de la fuerza moral de su interior, de una formación de su ser ético , de un
florecimiento del alma de equidad, de justicia, de amor, de compasión, de pureza, de
verdad, de fuerza, de valor, de don de sí, que él aspira ser. La verdadera retribución de
la mala acción, de emisión éticamente equivocada de energía – su castigo, si se quiere ,
y el único por el que puede o debe sentir temor – es que esa energía les sea restituida
bajo la forma de una retardación del crecimiento, de una demolición de lo que se había
construido, de un oscurecimiento, una obnubilación y un empobrecimiento del alma, de
ser puro, fuerte y luminoso que se esfuerza por llegar a ser. Lo que le puede reportar su
acción es la felicidad interior, la calma, la paz, la satisfacción del alma colmada en la
rectitud; o sus opuestos , el desastre interior, el sufrimiento, la angustia, el mal estar y el
tormento de su regresión o de su fracaso; pero no puede exigir ninguna otra cosa de
Dios o de la Ley moral. El ama ética – no su imitación, si no la verdadera – acepta las
penas, los sufrimientos, las dificultades y las amenazas feroces de la vida, no como un
castigo por sus pecados , si no como una oportunidad y una prueba , como oportunidad
para crecer, como una prueba para su fuerza adquirida o innata y la buena fortuna y los
éxitos exteriores , no como la recompensa codiciada por si virtud, si no también como
una oportunidad y como una prueba aun mayor y mas difícil. ¿Qué puede, pues,
significar para este elevado buscador de la Equidad, la ley vital del Karma? ¿Qué
pueden sus dioses contra él? ¿Qué temor o deseo podrán inspirarle? La explicación ético
vitalista del mundo, de su significación y de sus normas, no tiene ya, para un alma así,
para un hombre llegado a esta altura de su evolución, ningún sentido. Su periplo lo ha
conducido hasta más allá del ámbito donde los poderes de la zona intermedia ejercen su
jurisdicción, el esfuerzo de su espíritu le alza por encima de esa región nebulosa y
grisácea que constituye su imperio.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

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10. LAS VIAS SUPERIORES DE LA VERDAD
 
No cabe mayor error que suponer, engañados por la pertinaz de la insistencia del
ser ético, que la ética es la única o la suprema demanda del Infinito respecto a nosotros
y la única ley, la única vía del Karma superior, careciendo comparativamente de
importancia todo lo demás. La idea del pensador alemán de que existe en el hombre un
imperativo categórico que le lleva a buscar lo que es justo y bueno, una ley insistente de
conducta justa, que no existe ningún imperativo categórico del Alma suprema que le
constriña a ir en pos de la belleza o de la verdad, en pos de la ley de una belleza y una
armonía prefectos y de un conocimiento perfecto, es una singular tergiversación. Esta
deducción errónea surge de la excesiva atención que presta al movimiento de transición
de la mente humana y, ahí también, solo a un lado de sus complejos fenómenos. Más
sabia era la visión de los antiguos pensadores indios que, en tanto aceptaban la
necesidad primordial de un ser y de una conducta éticamente correctas, consideraban,
sin embargo, que el conocimiento era la exigencia fundamental ultima , la condición
indispensable; y mucho más cerca de una visión integral plenaria se situaba su más
vasta experiencia: el alma se vuelve hacia el Supremo, ya sea por un impulso hacia el
conocimiento absoluto o por a pura impersonalidad de la voluntad o por un éxtasis de
amor divino y de beatitud absoluta o , incluso, por ua concentración absorbente del ser
psíquico, vital y físico; y en cada elemento de nuestro ser, de nuestra naturaleza o de
nuestra consciencia , puede manifestarse una llamada del Divino y su atracción
irresistible. Ciertamente, una elevación de todos estos elementos, un llamamiento
imperativo del Divino sobre todos los modos de nuestro ser, tal es el impulso que
promueve el crecimiento que ha de conducirnos a la posesión completa e integradora de
Dios, a la libertad y a la inmortalidad, y ésta es por tanto la más alta ley de nuestra
naturaleza.
 
El movimiento fundamental de la vida nada sabe de nuestra insistencia ética
absoluta; su único imperativo categórico es el mandato de la Naturaleza que fuerza a
cada ser a afirmarse en la vida como debe o lo mejor que puede, según el carácter de su
esencial innata y el modo de expresión de su Swabhava. En el movimiento transicional
de la vida informada por la mente hay, en realidad, un instinto moral que se desarrolla y
se transforma en un sentido o idea moral; una idea que no es completa, pues en amplio
campos de la conducta existe una laguna o una inconsciencia el sentido moral, una
satisfacción completa de deseos egoístas a expensas de los demás, y que no es
imperativa, puesto que es fácilmente combativa y abolida por la ley anteriormente
impuesta del ser vital, que es más naturalmente dominante. Lo que le hombre natural y
egoísta obedece con mayor rigor es la norma de conducta colectiva o social impresa en
su mente por la ley y la tradición, jus mores, y fuera de este círculo convencional se
permite una cierta laxitud. La razón generaliza la idea de una ley moral que el hombre
debe atender y obedecer, pero que puede sin embargo, desacatar ante un determinado
peligro exterior o interior, y preconiza primero y antes de nada una ley moral, una
obligación de autocontrol, de justicia, de equidad, de buena conducta, antes que una ley

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de verdad, de belleza, de armonía, de amor y de perfección, porque la reglamentación de
los deseos, de los instintos y de la acción exterior del hombre es su preocupación
inmediata y necesaria y tiene que en encontrar y consolidar su equilibrio en este mundo
y un orden establecido y autorizado antes de comenzar, con una cierta seguridad, su
inmersión hacia las profundidades de su ser interior e iniciar su desarrollo en esa
dirección. Es la mente ideal la que introduce en este sentido moral superficial, en esta
obligación relativa, la intuición de un imperativo ético interior y absoluto, y si tiende a
conceder a la formulación ética superficial un lugar de privilegio –lugar que en la mente
de algunos no deja espacio a nada más- es porque la prioridad de la acción, que durante
tanto tiempo ha sido acordada en la evolución de la mente sobre la tierra, mueve al
hombre a aplicar su idealismo en Primer lugar a la acción ya sus relaciones con los otros
seres. Pero así como hay en la mente un instinto moral que busca el bien, hay también
en el hombre un instinto estético, un instinto emocional, un instinto dinámico y un
instinto que busca el conocimiento; y la razón en su proceso de desarrollo se preocupa
tanto de evolucionar en todas estas direcciones como de la ética y de descubrir sus leyes
verdaderas; pues la verdad, la belleza, el amor, la fuerza, y el poder son después de todo
tan necesarios para el verdadero crecimiento de la mente y de la vida e incluso para la
plenitud de la acción, como la rectitud, la pureza y la justicia. Cuando el hombre llega a
un plano ideal superior, estos móviles dejan de constituir una búsqueda y una necesidad
de naturaleza e importancia relativas para convertirse también lo mismo que la norma
ética, en una ley y una llamada a la perfección espiritual, en un imperativo divino
interior y absoluto.
 
La mente superior del hombre no solo busca el bien, sino también la verdad y el
conocimiento. El hombre además de ser ético tiene un ser intelectual, y el impulso que
lo mueve, la voluntad de conocer, la sed de verdad, no es menos divina en su
orientación ascendente que la voluntad del bien; no es memos indispensable sino
incluso más desde sus primeros funcionamientos para el crecimiento de nuestra
consciencia y de nuestro ser y para la correcta ordenación de nuestra acción; no es un
requerimiento menos imperativo impuesto al hombre por la voluntad del espíritu en el
universo. Y en el camino hacia el conocimiento vemos las mismas vías y las mismas
etapas de la evolución de la energía en el camino hacia el bien. Al principio, como su
base, hay simplemente una consciencia de la vida buscando su identidad, tomándose
cada vez más consciente de sus movimientos, acciones y reacciones, de su medio, de
sus hábitos, de sus leyes fijas, creciendo y expandiéndose y aprendiendo constantemente
a mejorar por la auto-experiencia. Este es , en verdad, el propósito fundamental de la
consciencia y la utilidad de la inteligencia , y la inteligencia con la voluntad pensante en
ella es la facultad principal del hombre que sostiene y abraza las demás facultades, las
cambia con si Propio cambio, las expande con su expansión y las perfecciona cada vez
más. La mente en si acción primigenia persigue el conocimiento con una cierta
curiosidad, pero lo aplica principalmente a la experiencia práctica, a obtener una ayuda
que le permita satisfacer mejor y ampliar con mayor seguridad las primeras necesidades
y propósitos de la vida. Más adelante adquiere la capacidad de una utilización as libre
 

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de la inteligencia, pero permanece todavía principalmente orientada hacia la realización
de las finalidades del ser vital. Y podemos observar que la energía universal, como
poder de retribución de la vida, parece conceder una importancia más directa y
proporcionar unos resultados más tangibles al conocimiento, a un correcto
funcionamiento práctico de la inteligencia, que a una conducta moral justa. En este
mundo material es al menos dudoso que el bien moral sea retribuido en alguna medida
con el bien vital y que el mal moral acarree como castigo alguna consecuencia negativa
de orden vital: pero lo que sí es cierto es que normalmente pagamos el precio de
nuestros errores, de la estupidez, de la ignorancia del modo correcta de obrar, de
cualquier desconocimiento o errónea aplicación de las leyes que rigen nuestro ser
psíquico, vital y físico que el conocimiento es un poder para la eficacia y el éxito de la
vida. La inteligencia paga lo que le corresponde en el mundo material, se protege contra
el sufrimiento vital y físico, y se asegura las recompensas vitales con mayor seguridad
que la rectitud moral y la intención ética.
 
Pero la mente superior de la humanidad ya no se contenta mas con un uso
utilitario del conocimiento, considerado como la última palabra de las potencialidades
de búsqueda de la inteligencia vitalista y utilitaria del ser ético. En el ser intelectual del
hombr , al igual que en el ser ético, surge una necesidad de conocimiento que no está ya
en función de la utilidad vita, de la necesidad de conocer correctamente para actuar
correctamente y manejar el mundo que le rodea de manera provechosa e inteligente,
sino que es un requerimiento del alma , una exigencia imperativa del ser interior. El
verdadero Dharma, el Dharma intrínseco del intelecto, es la búsqueda del conocimiento
por el conocimiento en sí; no es, de ninguna manera, primariamente ni necesariamente ,
un medio para adquirir y expandir los recursos de la vida y asegurar el éxito en la
acción. El hombre vital dinámico tiende en realidad a considerar esta pasión del
intelecto como una curiosidad ciertamente respetable, pero escasamente practica y con
frecuencia trivial: así como estima la ética por sus efectos sociales o por las
recompensas que procura en la vida, así, también, valora el conocimiento por su utilidad
exterior; la ciencia es grande a sus ojos por sus invenciones, por el incremento de
comodidad que proporciona con los instrumentos y aparatos que crea : su norma es, en
todos los casos , la eficacia vital. Pero, se hecho, la Naturaleza percibe desde el
principio y asciende hacia una Voluntad más vasta y más profunda y se mueve por una
finalidad superior; toda búsqueda del conocimiento brota de una necesidad de la mente,
una necesidad de su naturaleza, y esto significa una exigencia del alma que está aquí en
la naturaleza. Su necesidad de conocer es una con su necesidad de crecer, y desde la
curiosidad ávida del niño hasta el más riguroso esfuerzo mental del pensador, del
erudito, del científico, del filósofo, el propósito fundamental de la Naturaleza es el
mismo. Aunque parezca estar siempre exclusivamente preocupada por la perpetuación
de sus obras, de su vida, por lo que sucede exteriormente, su propósito secreto y
subyacente es otro: la evolución de lo que está oculto en su interior; por que si su
primera palabra dinámica es vida, su palabra más grande y reveladora es consciencia y
la evolución de la vida y de la acción no son más que los medios de la evolución de la
 

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consciencia involucionada en la vida, del alma aprisionada, del Jiva. La acción es el
medio, pero el conocimiento es el signo y el crecimiento del alma consciente el
objetivo. La utilización que el hombre hace de la inteligencia como instrumento de
búsqueda del conocimiento es, en consecuencia, lo que más le diferencia del resto de los
seres y lo que le otorga su lugar elevado y peculiar en la escala de la existencia. Su
pasión por el conocimiento, primero conocimiento del mundo, pero después
conocimiento de sí mismo, y finalmente de eso en que ambos reúnen y encuentran su
secreto común, en conocimiento de Dios, constituye el móvil fundamental de su mente
ideal. Y este móvil es mas imperativo para su ser que el de la acción, aunque más tarde,
al apoderarse plenamente de él, se tome más grande en la amplitud de su alcance y más
grande también en su eficacia sobre la acción misma, en las retribuciones de la energía
universal a los poderes de la verdad que están en su interior.
 
Es en el tercer movimiento de la mente Superior, cuando se dispone a liberarse a
si misma , a redimir su ser puro de voluntad y de inteligencia, la testa radiante de su
esfuerzo, de su supeditación al móvil vital, cuando este mandato imperativo de la
naturaleza, esta necesidad intrínseca que suscita en la mente del hombre el impuso hacia
el conocimiento, se convierte en algo más grande, se transforma cada vez más
claramente en el imperativo ideal y absoluto del alma, que rompe la cascara de la
ignorancia y se abre paso hacia la verdad, hacia la luz, Cumpliendo así la condición
indispensable para poder consumar su autorrealización y responder a la verdadera
llamada del Divino a su ser. El señuelo de una utilidad exterior deja totalmente de ser
necesario como un incentivo para el conocimiento, de igual manera que el aliciente de
una recompensa vital ofrecida ahora o más adelante deja de ser necesario en el mismo
nivel elevado de nuestro ascenso como estimulante de nuestra virtud; a partir de este
momento, conceder importancia a tales factores utilitarios, cualesquiera que sean los
matices de que puedan revestirse, será considerado como una degradación, una caída de
la elevada pureza del móvil del alma. Incluso en las formas más exteriores de la
búsqueda intelectual, algo de este absoluto comienza ya a percibirse y a reinar. El
hombre de ciencia prosigue su labor de investigación con el fin de descubrir la ley y la
verdad del proceso del universo, y las aplicaciones prácticas no son más que un móvil
secundario para su mente escrutadora y no constituyen en absoluto ningún móvil para la
inteligencia científica y Superior. El filósofo es impulsado desde su interior a ir en pos
de la verdad última de las cosas por el último y exclusivo de fin de la verdad en sí, y
todo lo demás, salvo la visión del rostro mismo de la verdad, se torna secundario o
carece de importancia para su mente absorta y su alma de conocimiento; no se puede
permitir que nada se interfiera con ese imperativo único. Y este absoluto tiende a ser
igualmente exclusivo en su interés y en sus métodos. El pensador se preocupa de buscar
la verdad y de aplicarla a sí mismo y al mundo sin tener en cuenta las repercusiones que
pueda acarrear al trastocar las bases establecidas de la vida, la religión, la ética o la
sociedad, y sin atender a ninguna otra consideración; debe expresar la palabra de las
Verdad, cualesquiera que sean sus consecuencias dinámicas sobre la vida y este
absoluto se hace más absoluto y este imperativo más imperativo, cuando la acción
 

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interior sobrepasa la concentrada frialdad de la búsqueda intelectual y se convierte en un
esfuerzo ardiente por conseguir la experiencia de la verdad, una vida luminosa en la
verdad interior, un nacimiento a una nueva consciencia-de-verdad. El enamorado de la
luz, el sabio, el yoguin del conocimiento, el vidente, el Rishi viven para el conocimiento
y en el conocimiento, porque es el absoluto de la luz y de la verdad lo que buscan
apasionadamente y su llamada es para ellos única y absoluta.
 
Al mismo tiempo ésta es también una vía de la energía universal – porque la
Shakti universal es la Shakti de la consciencia y de conocimiento y no solo un Poder de
fuerza y de acción- y la puesta en acción de una energía de conocimiento aporta sus
resultados con la misma seguridad que la energía de la voluntad cuando busca el éxito
en la acción o la conducta éticamente correcta. Pero el resultado que proporciona en este
plano más elevado de la búsqueda mental es, pura y simplemente, el desarrollo
ascendente del alma en la luz y en la verdad; eso y cualquier felicidad que ello
comporte Es la única y suprema recompensa que espera el alma de conocimiento, y su
eco castigo es el dolor producido por el oscurecimiento de la luz interior, el sufrimiento
por la tele y la de la verdad sobre la aplicación por la imperfección de no vivir nunca y
exclusivamente según su ley y plenamente en su luz. Las recompensas exteriores y los
sufrimientos de la vida son pequeñeces para el alma superior de conocimiento del
hombre; Su mente superior de conocimiento afrontará incluso muchas veces todo lo que
el mundo pueda hacer para afligirla, está dispuesta a realizar toda clase de sacrificios
para la consecución y la afirmación de la verdad que conoce y por la que vive. Giordano
Bruno ardiendo en el fuego romano, los mártires de todas las religiones sufriendo y
aceptando con voz o torturas y persecuciones por dar testimonio de la luz que brilla en
su interior, Buda dejándolo todo para descubrir la oculta causa del sufrimiento universal
en este mundo sin permanencia y encontrar el camino de salida hacia la Permanencia
suprema, el asceta rechazando como mera ilusión la vida en el mundo y sus
actividades, su alegrías, sus atractivos, con la sola voluntad de entrar en verdad absoluta
y la consciencia suprema, son testimonios de este carácter imperativo del conocimiento
y sus paradigmas y exponentes supremos.
 
La intención de la Naturaleza, la justificación espiritual de sus procedimientos,
aparece finalmente en esta tendencia de sus energías que hace avanzar el alma
consciente por sus caminos de la verdad que el conocimiento. Al principio ella es la
naturaleza física que construye su ámbito estable de acuerdo con una base de verdad y
de ley consolidadas, pero determinada por un conocimiento subconsciente que no
comparte todavía con sus criaturas. Después, es la vida que se toma lentamente
consciente de sí misma que va en pos del conocimiento para poder desplegarse
visiblemente en las criaturas de acuerdo con sus modos característicos y aumentar, al
mismo tiempo, la complejidad y la eficacia de sus movimientos, pero desarrollando
también lentamente la conciencia de que el conocimiento se ha de buscar para un fin
más elevado y más puro, para la verdad , para la satisfacción del alma de conocimiento
en virtud de su auto descubrimiento espiritual y de su expresión en la vida. Y,
 

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finalmente, es este alma misma creciendo en la verdad y en la luz, creciendo hasta esa
verdad absoluta de sí misma es su perfección, y se convierte en la ley y el fin su
supremo de sus energías . Y en cada etapa de la naturaleza retribuye conforme al grado
de desarrollo del objetivo y de la conciencia del ser. Al principio, hay una retribución de
la amabilidad y la inteligencia eficaz - y sus propias necesidades explican
suficientemente porqué no distribuye preferentemente las recompensas de la vida al
hombre justo, al hombre moralmente bueno, como quisiera la mente ética, sino a la
hábil y al fuerte, a la voluntad, a la fuerza, la inteligencia-, más adelante, cada vez más
visiblemente liberada, la retribución de la iluminación y de satisfacción de la mente y
del alma por el uso consciente y la savia dirección de sus poderes y de sus capacidades
y, por último la retribución suprema, el crecimiento del alma en la luz, la satisfacción de
su perfección en el conocimiento, su nacimiento a la consciencia suprema y la plena
consumación de su imperativo consubstancial. En este crecimiento cuya recompensa
suprema es un nacimiento divino o una autotranscendencia espiritual del ser individual,
lo que ha constituido desde siempre para la mente oriental la mayoría de las victorias:
en crecimiento, más allá de la ignorancia humana hasta el autoconocimiento divino.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

74 
 
Apéndice 1
 
EL LABERINTO DEL KARMA
 
Obviamente debemos dejar bien atrás la teoría corriente del Karma y su superficial
intento de justificar los procedimientos del Espíritu Cósmico identificándolos
erróneamente con unas ideas esquemáticas de ley y justicia, con los métodos
rudimentarios y con frecuencia bárbaros y primitivos de recompensa y castigo, de
incitación y disuasión, tan caros a la mente humana más elemental. La acción de la
naturaleza se fundamenta en una verdad más auténtica y más espiritual, y sus
movimientos no son tan mecánicamente calculables. No se trata de una ley ética, rígida
y estrecha, establecida según un mezquino sistema humano de valores, ni de un método
didáctico adecuado para el alma infantil basado en una combinación de golpes y de
golosinas, ni de la rueda improductiva de una justicia cósmica brutal que se mueve
automáticamente siguiendo las directrices de los juicios ignorantes de los hombres, de
sus instintos y sus deseos terrenales. La vida y el renacimiento no siguen estas
construcciones artificiales, sino un movimiento espiritual e íntimamente ligado a las
más profundas intenciones de la Naturaleza. Una Voluntad y Sabiduría cósmica que
observa la marcha ascendente de la consciencia y la experiencia del alma a medida que
ésta emerge de la Materia subconsciente y asciende hasta su propia luminosa divinidad,
fija la norma y ensancha constantemente las vías de la ley, o, por mejor decir, puesto
que leyes un concepto demasiado mecánico, de la verdad del Karma.
 
Porque lo que entendemos por leyes es un movimiento, una recurrencia
específica e inmutablemente habitual en la Naturaleza, generadora de una secuencia
determinada de cosas, y esta secuencia ha de ser clara, precisa, limitada a su fórmula e
invariable. Si no es así, si su movimiento tiene excesiva flexibilidad, si interviene una
variedad o un entrecruzamiento de acciones y de reacciones demasiado confuso, un
sistema de fuerzas demasiado rico, la incompetencia estrecha e intransigente de nuestra
inteligencia lógica no encuentra allí una ley, sino una incertidumbre y un caos. Nuestra
razón ha de tener la posibilidad de cortar, seccionar y elegir arbitrariamente las
circunstancias que le convienen, de seleccionar constantes inmutables e interpretar la
vida como si fuera un mecanismo y reducirla a su esqueleto; de no ser así, se queda
boquiabierta, perdida, incapaz de pensar con precisión o de actuar con eficacia en un
ámbito de normas sutiles e indefinidas. Ha de tener licencia para actuar con la poderosa
Naturaleza de la misma forma que lo hace con la sociedad humana, con la política, la
ética y el comportamiento; pues sólo puede comprender y ejecutar un buen trabajo
cuando se le permite elaborar y planificar sus propias leyes artificiales, erigir un sistema
claro, preciso, rígido, infalible y dejar tan poco espacio como sea posible a la incesante
flexibilidad, a la variedad y a la complejidad que desde el Infinito presionan sobre
nuestra mente y nuestra vida. Movidos por esta necesidad, intentamos establecer para
nuestras propias almas e incluso para el Espíritu cósmico una ley de el Karma tan única
 

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e inflexible como la que habríamos formulado si nos hubiera sido confiado el gobierno
del mundo. No es este universo misterioso el que habíamos creado, sino un cosmos
racional adaptado a nuestras exigencias, con una ley de acción simple y definida, y unas
reglas empíricas, fáciles y claras para nuestra inteligencia limitada. Pero esta fuerza que
denominamos Karma se revela como un mecanismo cuya precisión invariabilidad queda
muy lejos de lo que esperábamos; es, más bien , un proceso que se desarrolla en
numerosos planos, que cambia de rostro, de andadura y hasta de sustancia a medida que
asciende de un nivel a otro e incluso en cada plano, y no es un movimiento único, sino
un complejo indefinible de numerosos movimientos en espiral que difícilmente
podemos armonizar conjuntamente, porque no logramos descubrir la secreta armonía,
desconocida para nosotros e inimaginable, que estos complejos procesos están erigiendo
en el ámbito inmenso de las relaciones del alma con la Naturaleza.
 
No utilicemos pues el nombre de Ley para designar el karma, sino más bien el
de verdad dinámica y multiforme de toda acción y de toda vida, el movimiento orgánico
a través del cual se manifiesta aquí el Infinito. Así es como la veían los antiguos
pensadores antes de que fuera recortado y fragmentado por espíritus menos grandes y
traducido a una fórmula popular tan fácil como equivoca. La acción de karma sigue e
incorpora numerosas líneas potenciales del espíritu en su inmenso oleaje, múltiples olas
y corrientes de fuerzas del mundo que se combinan y se enfrentan; es el proceso del
Infinito creador, es el camino largo y polimorfo de la progresión del alma individual y
del alma cósmica en la Naturaleza. Sus complejidades no puede ser desentrañadas ni por
nuestra mente física siempre enzarzada en las apariencias superficiales, ni por nuestra
mente vital del deseo que avanza a trompicones entre las nubes de sus instintos de sus
deseos, de sus decisiones irreflexivas, a través del laberinto de esas miradas de fuerzas
favorables u opuestas que nos rodea, nos empujan, nos dirigen, nos obstaculizan, desde
mundos visibles e invisibles . No puede ser tampoco el karma perfectamente clasificado,
explicado, seccionado en compartimentos estancos, por medio de las delimitaciones
características de nuestra inteligencia lógica en su inveterada búsqueda de dogmas
claramente definidos. Lo que para nosotros es actualmente el oscuro jeroglífico del
karma de la naturaleza sólo podrá ser descifrado el día en que nuestra consciencia
ampliada tenga acceso a la forma supramental de conocer. El ojo supramental puede
abarcar cien movimientos convergentes y divergentes con una sola mirada y envolver,
en la inmensidad de su armonizadora visión de la verdad, todo lo que para nuestras
mentes es conflicto, oposición, colisión , contienda, de innumerables verdades y poderes
enfrentados. La verdad para la visión supramental es, a la vez, una e infinita, y las
complejidades de su acción sirven para poner de manifiesto, con una abundancia
ilimitada de medios, la riqueza de contenidos de la proteica unidad del Eterno.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
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