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CINCO DÍAS, Mayo 1999

ECOTASAS Y TURISMO
Alberto Gago y Xavier Labandeira

En los últimos meses algunas Comunidades Autónomas con una fuerte industria turística se han planteado la
posibilidad de establecer una nueva figura tributaria, denominada ecotasa, destinada a gravar el turismo y
teóricamente relacionada con la protección del medio ambiente y los impuestos ambientales. La idea, ya aplicada por
algunos países extra-europeos y en proceso de consideración para las ciudades históricas de Italia, está teniendo en
la actualidad una repercusión importante en las islas Baleares y Canarias.

No es difícil apuntar algunas razones que explican el repentino interés en un tributo con este perfil. Al
tratarse de un recurso potencialmente importante en términos recaudatorios, una ecotasa turística incrementaría la
exigua cesta de tributos propios de las comunidades autónomas, muy limitada por las reservas de la LOFCA en favor
de la hacienda central. Por ejemplo, de aplicar una ecotasa fija de 4.000 pesetas por turista, la comunidad balear podría
obtener entre 30.000 y 40.000 millones de pesetas por año (frente a una recaudación actual por tributos propios de
unos 5.000 millones). Para facilitar aún más las cosas, la ecotasa tendría un diseño técnico relativamente sencillo y una
gestión asequible para las administraciones tributarias autonómicas, como un impuesto indirecto o recargo impositivo
aplicado sobre servicios turísticos en factura o como pago tributario a la entrada del turista en el territorio (de ahí las
ventajas de la insularidad).

Debemos comenzar resaltando que, desde una perspectiva económica, es perfectamente justificable el uso de
impuestos sobre los turistas vinculados a la financiación de ciertos servicios públicos que consumen éstos y que, por
tanto, deben ser reforzados (seguridad, limpieza pública, etc.). En caso contrario, habría una carga excesiva e injusta
sobre los ciudadanos residentes en zonas turísticas. A modo de ejemplo, en Estados Unidos es habitual que los
condados o municipios con gran afluencia de vis itantes establezcan recargos sobre los impuestos aplicados en los
hoteles, que se supone recaen fundamentalmente sobre no residentes (existe ya una considerable evidencia empírica
sobre la fácil exportabilidad de tales recargos). Consecuentemente, un impuesto sobre los turistas que visiten ciertas
comunidades autónomas puede ser totalmente defendible en estos términos.

Sin embargo los problemas comienzan cuando, como parece suceder en la actualidad, se pretende equiparar
un tributo sobre turistas con un impuesto ambiental. Porque es verdad que la ecotasa, como su nombre parece querer
destacar, podría tener efectos ambientales favorables si consiguiese una reducción cuantitativa y/o modificación
cualitativa del turismo. Esto es importante, al provocar el turismo masivo un gran deterioro del paisaje y un sobre-
consumo de agua potable y energía (con la consiguiente contaminación acuática y atmosférica), especialmente en
zonas ya al borde de la saturación como las comunidades insulares españolas. En este sentido, el impacto
cuantitativo de un tributo de estas características dependerá de la reacción de la demanda turística ante el cambio de
precio, pudiendo esperarse un efecto significativo cuando la demanda sea elástica y/o el tributo elevado. Además,
una ecotasa podría permitir una actuación estratégica sobre el mercado por cuanto sus efectos desincentivadores
podrían concentrarse en los paquetes de mayoristas dirigidos a rentas medias-bajas, el segmento de más reducido
valor añadido y menos deseable.

No obstante, los defensores de la ecotasa turística han obviado esta línea de razonamiento y se han centrado
en sus potenciales efectos ambientales por el lado del gasto público. Así se ha argumentado frecuentemente que este
instrumento conseguiría recursos para mitigar los problemas ambientales anteriormente descritos, afectando la
recaudación obtenida a la depuración de residuos o la conservación de la naturaleza. La recaudación de la ecotasa
también podría promocionar un turismo cualitativamente distinto, estimulando la oferta de servicios de turismo
ecológico (senderismo, posadas rurales, etc.) y, por ello, promoviendo un mantenimiento interesado del entorno
natural.

Bajo nuestro punto de vista, la afectación de la recaudación de un tributo a fines ambientales no lo convierte
en un impuesto ambiental. De seguir ese razonamiento, cualquier tributo podría tener una naturaleza ambiental
(incluso un impuesto sobre el reciclaje de residuos sólidos o un IRPF). Parece, en consecuencia, más sensato reservar
la denominación de impuesto ambiental a aquellos tributos que persigan efectos ambientales favorables por la vía del
ingreso y lo hagan de una forma consistente.

De hecho, la definición tradicional del impuesto ambiental exige una relación clara y directa con un problema
ambiental concreto, tratando de evaluar con precisión el daño ambiental causado por el contaminador para castigar
una conducta nociva que aspira a modificar. Por consiguiente, al diseñar un impuesto ambiental es fundamental definir
un buen vínculo con el problema ambiental abordado, así como un tipo impositivo que recoja el daño ambiental y
conduzca a la alteración de las conductas en el sentido deseado. Esto implica que su éxito o efectividad se debería
reflejar en una recaudación decreciente a lo largo del tiempo. Por último, su recaudación no debería estar afectada a
gastos ambientales ya que así los programas de política ambiental quedan condicionados a las eventualidades del
recurso, pudiendo perderse por esta vía la entidad presupuestaria que esta política merece de manera incondicionada.

Pues bien, la ecotasa turística en consideración incumple todas las condiciones anteriores. En primer lugar,
su vínculo con el problema ambiental es difuso porque esta figura no está pensada para gravar un daño ambiental
concreto sino para financiar su reparación. Incluso sus efectos sobre la demanda son dudosos y, en todo caso,
constituyen una manera poco razonable de abordar los daños ambientales causados por los turistas. En segundo
lugar y muy relacionado con lo precedente, esta figura no intenta de verdad modificar las conductas porque, en tal
caso, debería tener en cuenta que no sólo y no todos los turistas contaminan, que tampoco está claro que sean los
sujetos que más contaminan, que no todos contaminan igual e incluso que algunos pueden adoptar conductas
sostenibles y ambientalmente favorables. Y en tercer lugar, la pretensión de la ecotasa turística es permanecer en el
tiempo, dado que no se plantea reducir el turismo más allá de unos determinados límites y que se afecta a unos
programas de gasto a los que se asigna una alta prioridad.

A la vista de los argumentos precedentes, ¿qué tendría que hacer una administración autonómica preocupada
por los efectos ambientales del turismo e interesada en la utilización de mecanismos impositivos para su control?.
Entendemos que se deberían seguir las pautas básicas de diseño señaladas con anterioridad, escogiendo figuras ya
habituales en ciertos países de nuestro entorno (impuestos sobre emisiones o sobre productos potencialmente
contaminantes). En el caso español son precisamente las comunidades autónomas las que han aplicado con mayor
decisión tributos de este tipo, pudiendo constituir algunas de estas experiencias un ejemplo a seguir.

Sobre todo, consideramos que se debe evitar caer en tratamientos diferenciales entre turistas y residentes.
Todos deterioramos en mayor o menor medida el entorno natural y sólo cabría la discriminación entre visitantes y
residentes cuando los costes ambientales per capita aumentasen a causa del turismo (lo cual no es extraño, al crecer
generalmente el daño ambiental más que proporcionalmente en relación a las emisiones contaminantes). Tal
discriminación puede ser ciertamente difícil de llevar a cabo, ya que partimos de impuestos ambientales generalistas,
pero podría instrumentarse a partir de tipos diferenciados para ciertos negocios con un fuerte contenido turístico y
fácil exportabilidad de la carga fiscal.

Creemos que el sector público debe clarificar y hacer eficaces los ni strumentos con los que trabaja,
especialmente en los casos en que la viabilidad de ciertas políticas tributarias está en juego. La denominada reforma
fiscal ecológica simboliza, como ninguna otra propuesta, la fiscalidad del siglo XXI. Como toda novedad impositiva
genera reticencias, y son muchos los que temen su implantación y algunos menos los que desean su fracaso. Por ello,
lo que se haga en el terreno de la imposición ambiental debe ser muy meditado, cuidando de que las experiencias no
sean inconsistentes o generen confusión entre los ciudadanos.

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Alberto Gago y Xavier Labandeira son profesores de Economía Pública en la Universidade de Vigo.
Recientemente han publicado La Reforma Fiscal Verde: Teoría y Práctica de los Impuestos Ambientales.

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