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2023

Antología de Modelos
Políticos, Electorales y
de Gobierno.

PRÁCTICAS PROFESIONALES
MARÍA OSIRIS ZEFERINO GARCÍA

23/11/2023 |
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1.1Tipología clásica de Plató…………………………………………………….…p3

1.2. Formas de gobierno de Aristóteles. Impacto de su pensamiento


político………………………………………………………………………………………………
…………………………………………………………………….……………………..…….p14

1.3. Propuesta de Polibio: Influencia de sus ideas políticas………p26

1.4. Maquiavelo. Nueva clasificación de las formas de gobierno.


Repúblicas y Principados…………………………………………………………….p39

1.5. Montesquieu. Formas de gobierno. Semejanzas y diferencias


entre Hegel y Montesquieu. Instituciones políticas liberales………p60

1.6 Posibles interpretaciones sobre Marx y Hegel. Forma- Estado.


Tipos de Sociedad. La Comuna de París……………………………………….p75

UNIDAD 2

2.1 El sistema organizativo en los partidos políticos. Evolución


organizativa. Institucionalización débil. Tipología y estructura de los
partidos. Análisis de casos………………………………………………………….p95

2.2 La burocracia de los partidos. Complejidad organizativa. El papel


político y social de los partidos políticos…………………………..p114

2.3 Sistema de partidos en Europa. Sistema de partidos en América


Latina. Análisis de casos……………………………………………………………p116
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3.1. Instituciones políticas del Estado………………………………………p125

3.2 Elementos teórico-conceptuales de los sistemas electorales..p136

3.3 Modelos de sistemas electorales. Análisis de


casos………………………………………………………………………………………..p141

3.4 México: Sistema electoral. Legislación electoral. Reformas


electorales……………………………………………………………………………….p147

3.5 Procesos electorales y crisis de las democracias


representativas………………………………………………………………………..p156

UNIDAD 4

4.1Fundamentos ideológicos y políticos del sistema presidencial.


Características. Legitimidad democrática. Rigidez en el mandato.
Análisis de casos…………………………………………………………………..P160

4.2Fundamentos ideológicos y políticos del sistema parlamentario.


Características. Legitimidad democrática……………………………..p177

4.3. Forma de gobierno y estabilidad política. Política comparada


entre los sistemas presidenciales y parlamentarios………………p185

4.4. Variantes de modelos políticos: modelo semipresidencial,


modelo semi-parlamentario. Análisis de
casos……………………………………………………………………..………………..p192

Referencias…………………………..…………………………………………………..p212
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UNIDAD 1:
FORMAS DE
GOBIERNO
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1.1Tipología clásica de Platón.


Bobbio, Norberto (1992) La teoría de las formas de gobierno en la historia del pensamiento político,
México, FCE. pp 21-32.
II. P L A T Ó N.

En varias obras Platón (428-347 a.c.) habla de las diversas formas de constitución,
pero lo hace en particular en los tres diálogos de la República, el Político y las Leyes,
Aquí me detengo en especial en el estudio que hace de las formas de gobierno en
la Republica, en la que dedica a nuestro tema dos libros, el octavo y el noveno, y
termino con un señalamiento al Político. Como se sabe, el diálogo de la Republica
es una descripción de la república ideal, que tiene como fin la realización de la
justicia entendida como la atribución a cada cual de la tarea que le compete de
acuerdo con las propias aptitudes. Esta república es una composición armónica y
ordenada de tres clases de hombres: los gobernantes-filósofos, los guerreros y los
que se dedican a los trabajos productivos. Pero este Estado no ha existido hasta
ahora en ningún lugar, como lo declaran dos interlocutores al final del libro décimo:
—Entiendo, tú hablas del Estado que nosotros fundamos y discutimos y que no tiene
realidad, más que en nuestros discursos, pues yo no creo que en la tierra se
encuentre en algún lugar. —Pero quizá en el cielo está el ejemplo para quien quiera
verlo y apegarse a él para gobernar a sí mismo (592 b). Los Estados que existen,
los Estados reales, son, aunque en diferente grado, corruptos. Mientras el óptimo
Estado es uno solo, y no puede ser más que uno porque una sola es la constitución
perfecta, los malos Estados son muchos, de conformidad con el principio expuesto
en uno de los diálogos de que "una sola es la forma de la virtud, mientras son
infinitas las del vicio" (445 c ). De esto se deriva que la tipología de las formas de
gobierno en la República, en contraste con lo que hasta ahora hemos visto desde
la primera discusión sobre el tema, sea una tipología compuesta únicamente por
formas malas, aunque no todas igualmente malas, y ninguna buena. Mientras en el
diálogo presentado por Heródoto tanto las formas buenas como las malas son, de
acuerdo con los diversos puntos de vista de los tres interlocutores, formas históricas,
que son abordadas por Platón ampliamente en el libro octavo, son malas, pues no
concuerdan en cuanto formas históricas con la constitución ideal. Por ahora la única
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forma buena está más allá de la historia. Como veremos en seguida, la idea
dominante desde Aristóteles hasta Polibio es que la historia es una continua
sucesión de formas buenas y malas, de acuerdo con el siguiente esquema: En
cambio, según Platón, en la historia se suceden solamente formas malas y como
veremos una más m ala que otra. La constitución buena no forma parte de esta
sucesión, es un modelo, y como tal no importa si se encuentra al principio o al final.
Esta idea se puede representar así: + ] ------------ C + De cualquier manera es
patente que Platón, como todos los grandes conservadores, que siempre tienen una
visión benévola hacia el pasado y una m irada llena de miedo hacia el futuro, tiene
una concepción pesimista (Kant dirá terrorífica) de la historia. La historia no como
progreso indefinido, sino al contrario como regreso definido; no como progreso de
lo bueno hacia lo mejor, sino como regreso de lo malo hacia lo peor. Platón vivió en
una época de decadencia de la gloriosa democracia ateniense y por tanto investiga,
analiza, denuncia, los fenómenos de la degradación de la p o lis, más que los de su
esplendor. Él, como todos los grandes conservadores, es un historiador (y un
moralista) de la decadencia de las naciones, más que de su grandeza. Frente a la
continua degradación de la historia, la salida no puede estar más que fuera de ella,
en un proceso de sublimación que significa, con respecto a lo que acontece en la
historia, un cambio radical (tanto que despierta la sospecha de que la historia no
sea capaz de acogerlo y soportarlo). Las constituciones corruptas que Platón
examina ampliamente en el libro octavo son, en orden decreciente, estas cuatro:
timocracia, oligarquía, democracia y tiranía. Se observa inmediatamente que en
esta enumeración faltan dos formas tradicionales: monarquía y aristocracia. Pero
en un fragmentó que conviene citar, estas dos formas son atribuidas
indiferentemente a la constitución ideal: —Digo que una de las formas de gobierno
es precisamente la forma que examinamos [es decir la constitución ideal], y que
podríamos llamar con dos nombres: si entre todos los regidores uno tiene el mando
sobre los demás, la podríamos llamar monarquía; si el mando está en manos de
varias personas, aristocracia. —Es verdad. —Por consiguiente, estos dos aspectos
constituyen una sola forma: que uno o varios tengan el mando da lo mismo, pues
nada cambiaría en las leyes fundamentales del Estado, una vez educados y
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elevados de la manera que señalé (445 d). En esencia, también para Platón las
formas de gobierno son seis, pero, de ellas, dos sirven para designar la constitución
ideal y cuatro para indicar las formas reales que se alejan en mayor o menor medida
de ésta. De las cuatro constituciones corruptas, la segunda, la tercera y la cuarta
corresponden estrictamente a las formas degradadas de las tipologías tradicionales:
la oligarquía es la forma corrupta de la aristocracia, la democracia de la "Politeia" —
que es como Aristóteles llama al gobierno del pueblo en su forma buena— y la
tiranía de la monarquía. La timocracia (de timé que significa honor) es un concepto
introducido por Platón para designar una forma de transición entre la constitución
ideal y las tres formas malas tradicionales. Platón se pregunta: ''¿No es quizá ésta
[la timocracia] una forma de gobierno que se encuentra entre la aristocracia y la
oligarquía?" (547 c). En su época la timocracia está representada en particular por
el gobierno de Esparta, del que Platón fue admirador y que tomó como modelo para
delinear su república ideal. Precisamente el gobierno timocrático de Esparta es el
más cercano a la constitución ideal: su vicio, y por tanto su elemento de corrupción,
está en honrar más a los guerreros que a los sabios (547 e). Otra observación que
conviene hacer es la siguiente: mientras en las tipologías tradicionales, que
veremos, las seis formas se alternan, ya que después de la forma buena viene la m
ala que le corresponde, en Platón, una vez que se presenta la forma ideal, que en
el libro octavo es identificada con la aristocracia, aparecen las otras cuatro formas
degeneradas en momentos de decadencia, de suerte que no hay alternancia sino
una continua, gradual y necesaria caída hasta el grado ínfimo que es el último
eslabón de la cadena. En la representación tradicional el movimiento es ascendente
y descendente; en la platónica solamente es descendente. La timocracia es la
degeneración de la aristocracia, considerada como la forma perfecta y descrita en
el Estado ideal; la oligarquía lo es de la timocracia y así sucesivamente. La tiranía
es la forma ínfima con la cual la degradación toca el fondo. Platón no dice si exista
ni cómo lograr el ascenso. ¿Es posible transformar al tirano en rey-filósofo? Es lo
que Platón personalmente intenta en sus viajes a Siracusa al relacionarse con los
tiranos del lugar; más su empresa fracasó en diversas ocasiones. Platón presenta
el discurso sobre las cuatro formas corruptas de la siguiente manera: Las
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constituciones de las que hablo y que tienen un nombre propio ante todo son: la que
es exaltada por muchos, es decir, la de Cpta y Esparta [se trata de la forma
timocrática]; en segundo lugar viene la llamada oligarquía, gobierno lleno de
problemas infinitos; luego está la democracia, que es opuesta a la anterior; por
último encontramos a la muy noble tiranía, superior a todas las demás, pues es la
gangrena extrema del Estado (544 c). Para caracterizarlas. Platón ubica las
particularidades m orales (es decir los vicios y las virtudes) de las clases dirigentes
respectivas. Recordemos que la primera distinción de las formas de gobierno nace
de la respuesta a: ''¿quién gobierna?" En virtud de este criterio de distinción, la
respuesta de Platón es que en la aristocracia gobierna el hombre aristocrático, en
la timocracia el hombre timocrático, en la oligarquía el hombre oligárquico y así
sucesivamente. —Ya examinamos al hombre conforme a la aristocracia, y no por
casualidad dijimos que es bueno y justo. —En efecto lo examinamos. —¿Y no te
parece que ahora convenga analizar los tipos inferiores, o sea, el tipo de hombre
prepotente y ambicioso que correspondería a la constitución espartana, luego el
oligárquico, el democrático y el tiránico, de manera que al conocer cuál sea el tipo
más alejado de la justicia lo podamos contrastar con el más justo? (545 a). Cada
uno de estos hombres, que representa un tipo de clase dirigente y en consecuencia
una forma de gobierno es descrito con gran eficacia mediante el señalamiento de
su pasión dominante, que es para el timocrático la ambición, el deseo de honor,
para el oligárquico el ansia de riqueza, para el democrático el deseo inmoderado de
libertad (que se transforma en libertinaje), para el tiránico la violencia. Presento
algunos fragmentos que muestran estas descripciones:

El hombre timocrático: Semejante hombre es duro con los esclavos, y ni siquiera se


preocupa de ellos como acontece con quien recibió una educación perfecta; es
indulgente con los hombres libres, y sumiso a las autoridades, deseoso del mando,
amante de los honores; más aspira a mandar no en virtud de la propia palabra, o
por cualquier otra virtud del género, sino por la propia actividad bélica, por su talento
militar, y paralelamente tendrá la pasión de la gimnasia y de la caza (549 a). E l h o
m b r e o l i g á r q u i c o —Entréguense más y más por entero a la pasión de allegar
riquezas, y cuanto más aumente el favor de que las riquezas gozan, más decrece
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el de la virtud. El oro y la virtud, ¿no son, en efecto, como dos pesos puestos en una
balanza, que puede subir uno de ellos sin que el otro baje? —Si. —Por consiguiente,
la virtud y las gentes de bien serán menos estimadas en un Estado, en la misma
proporción en que más se estime en él a los ricos y a las riquezas. —Evidentemente.
—Pero buscamos aquello que estimamos, y descuidamos aquello que
despreciamos. —Sin duda. —Así, los ciudadanos, de hombres deseosos de
supremacía y honores que antes eran, dan en avaros y codiciosos. Todos sus
elogios, toda su admiración son para los ricos; sólo para éstos son los empleos:
basta ser pobre para verse despreciado (550 y 551 a). El hombre democrático—
¿Cuáles serán las costumbres, cuál será la constitución de este nuevo gobierno?
Ahora mismo veremos un hombre que se le asemeja, y podremos calificarlo de
hombre democrático. —Ciertamente. —En primer lugar, todo mundo es libre en este
Estado; respírense en él la libertad y la liberación respecto de toda molestia; cada
cual es dueño de hacer lo que le plazca. —Así dicen. —Mas donde quiera que se
tiene ese poder, claro está que cada ciudadano dispone de sí mismo y escoge a su
antojo el género de vida que más le acomoda (557 b).

... el jefe del pueblo, al encontrar que la muchedumbre está dispuesta a obedecer,
no puede abstenerse de derramar sangre ciudadana; bajo falsas acusaciones;
precisamente de acuerdo con la costumbre de sus semejantes, arrastrando a la
gente ante los tribunales, se mancha de homicidios, privando de la vida a un
hombre, y prueba con la lengua y con sus terribles labios la sangre del prójimo; a
algunos manda al exilio, a otros los condena a muerte, mientras por otra parte exige
el pago de las deudas y diseña otra forma de repartir la tierra; ¿no es quizá
necesario, incluso fatal, para semejante hombre morir a manos de sus enemigos o
transformarse en tirano y de hombre transformarse en lobo? (565 e). ¿Cómo y de
qué manera se da el paso de una constitución a otra? Para describir el cambio
Platón subraya el acercamiento de las generaciones; el paso de una constitución a
otra parece coincidir con el paso de una generación a otra. En consecuencia, el
cambio no solamente es necesario, y en cierto sentido fatal, sino también muy
rápido. La transformación es la necesaria y fatal consecuencia de la rebelión del hijo
contra el padre, y del cambio de costumbres que deriva de ello (cambio que es
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empeoramiento continuo), especialmente en el paso de la aristocracia a la


timocracia y de la timocracia a la oligarquía. En seguida presento un ejemplo de
este análisis basado en las generaciones (se trata del paso del padre timocrático al
hijo oligárquico): —Primeramente, el hijo quiere imitar al padre, y seguir sus huellas;
pero luego, viendo que su padre se ha aplastado contra el Estado como un barco
contra un escollo; que, después de haber prodigado sus bienes y su persona, ya al
frente de los ejércitos, ya en otro puesto eminente, es llevado a presencia de los
jueces, calumniado por impostores, condenado a muerte, a destierro, a la pérdida
de su honra o de su hacienda... —Naturalmente. —Viendo —digo— caer sobre su
padre tantas calamidades que con él comparte, despojado de su patrimonio y
temiendo por su vida, arroja esa ambición y esos elevados sentimientos del trono
que en su alma les había erigido. Humillado por el estado de indigencia en que se
halla, no piensa más que en allegar bienes, y, gracias a un trabajo asiduo y a un
sórdido ahorrar, acaba por enriquecerse. ¿No crees que entonces hará subir al
espíritu de avaricia y de concupiscencia al mismo trono de donde han expulsado a
la ambición; que hará de él su rey sumo, poniéndole la diadema y el collar y
ciñéndole la cimitarra? (553 b-c).

En cuanto a la razón por la que tiene lugar el cambio, ésta debe buscarse sobre
todo en la corrupción del principio en el que todo gobierno se inspira. Para una ética
como la griega, acogida y defendida por Platón, del "justo medio", la corrupción de
un principio está en su exceso: el honor del hombre timocrático se corrompe cuando
se transforma en ambición inmoderada y deseo de poder; la riqueza del oligárquico,
cuando se vuelve avidez, avaricia, ostentación descarada de bienes que provoca la
envidia y la revuelta de los pobres; la libertad del democrático, cuando se convierte
en licencia, creer que todo esté permitido, que toda regla pueda ser transgredida
impunemente; el poder del tirano, cuando se vuelve arbitrariedad, y violencia. Valga
para ejemplificar este tema una famosa página (a propósito de la corrupción de la
democracia) : —¿Cuál es el bien que se propone la democracia? —La libertad.
Entra en un Estado democrático, y por todas partes oirás decir que no hay ventaja
preferible a ésa, y que, por este motivo, todo hombre que haya nacido libre
establecerá su morada en ese estado mejor que en cualquier otra parte. —No hay
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lenguaje más común que ése. —¿No es ese amor a la libertad llevado al exceso (y
esto es lo que yo quería decir), acompañado de extremada indiferencia para todo lo
demás, lo que acaba por perder a ese gobierno y por hacer necesaria la tiranía? —
¿Cómo? —Cuando un Estado democrático, devorado por ardiente sed de libertad,
es atendido por malos coperos que se la sirven pura y le hacen beber de ella hasta
la embriaguez, entonces, si los gobernantes no llevan su complacencia hasta darle
tanta libertad como quiere, los acusa y castiga, so pretexto de que son traidores que
aspiran a la oligarquía. —Evidentemente. —Trata con el mayor desprecio a aquellos
que todavía conservan respeto y sumisión respecto de los magistrados; les reprocha
ser gente de poco valer, esclavos voluntarios. Así en público como en privado,
encomia y honra la igualdad que confunde a los magistrados con los ciudadanos.
¿Es posible que no se extienda a toda la libertad en un Estado así? —¿Y cómo no
ha de extenderse? —¿Que no penetre en el seno de las familias, y que, finalmente,
el espíritu de independencia y de anarquía no llegue a los mismos animales? —
¿Qué quieres decir con eso? —Es decir que los padres se acostumbran a tratar a
sus hijos como a iguales suyos, a temerles, incluso; los hijos, a igualarse con sus
padres, a no tenerles respeto ni temor, porque de no ser así su libertad padecería;
que los ciudadanos y los simples habitantes, incluso los extranjeros, aspiran a los
mismos derechos. —Así ocurre. —Y, viniendo a cosas de menos monta, los
maestros en ese estado temen y miman a sus discípulos; éstos, por su parte, se
burlan de sus maestros y de sus ayos. En general, los jóvenes quieren ir de par con
los viejos, y hombrearse con ellos, bien en palabras, bien en obras. Los viejos, por
su parte, descienden a los modales de los jóvenes, y hacen estudio de la imitación
de sus maneras, con el temor de pasar plaza de gentes de carácter áspero y
despótico (562 c-e, 563 a-b). ¿Cómo se manifiesta la corrupción del Estado?,
esencialmente con la discordia. El tema de la discordia como causa de disolución
del Estado es uno de los grandes temas de la filosofía política de todos los tiempos;
tema recurrente como tantos otros, sobre todo por la reflexión política que considera
que los problemas del Estado no ex parte populi (porque desde este punto de vista
el problema fundamental es la libertad) , sino exparte principios, desde la óptica de
quienes detentan el poder y tienen la misión de conservarlo. Para quienes ven que
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el problema político exparte principios, y Platón ciertamente es uno de éstos, quizá


uno de los más importantes, el tema fundamental no es la libertad (del individuo con
respecto al Estado) sino la unidad (del Estado en relación con los individuos). Si la
unidad del Estado es el primer bien, la discordia es el mal; la discordia es el inicio
de la disgregación de la unidad. De la discordia nacen los males del
desmembramiento del cuerpo social, la escisión en partes antagónicas, el choque
de las facciones, en suma, el peor de los males, la anarquía, que representa el fin
del Estado, o la situación más favorable para la constitución del peor de todos los
gobiernos, la tiranía. El tema de la discordia como malestar, como enfermedad, del
Estado (la corrupción del Estado frecuentemente es comparada con la enfermedad
del cuerpo debido a la semejanza que Platón establece entre el cuerpo del individuo
y el del Estado) es frecuente: —Animo, intentemos señalar la manera en que la
timocracia deriva de la aristocracia; ¿no es verdad que toda constitución cambia
debido a quienes tienen la autoridad en ella, cuando entre ellos brota la discordia,
mientras hasta que el gobierno conserva la armonía, aunque sea pequeño,
necesariamente permanece inalterado? (545 d).

Sin embargo, si se ven las cosas con cuidado, notaremos que hay dos formas de
discordia que arruinan a la ciudad: una es la discordia dentro de la clase dirigente,
otra la que existe entre la clase dirigente y la clase dirigida, entre gobernantes y
gobernados. En la descripción platónica de las formas corruptas de convivencia
política, ambas se pueden apreciar. En el paso de la aristocracia a la timocracia, y
de la timocracia a la oligarquía, la discordia destructiva es del primer tipo; al
contrario, en el paso de la oligarquía a la democracia, es del segundo. En efecto,
los primeros dos cambios son modificaciones internas de la clase dirigente; el
tercero es el cambio del poder de una clase a otra, utilizando la terminología antigua
(que llega hasta Rousseau), del dominio de los ricos al dominio de los pobres. Es
bien conocido lo que la teoría platónica del Estado como gran hombre le debe a la
teoría del hombre en general. La filosofía platónica es un claro ejemplo, un auténtico
pilar, de la teoría orgánica de la sociedad, es decir, de la teoría según la cual la
sociedad (o el Estado) es concebida como un verdadero organismo a imagen y
semejanza del cuerpo hum ano. Como en la república ideal, a las tres clases que
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componen orgánicamente el Estado corresponden las tres almas individuales, la


racional, la pasional y la apetitiva, así también las formas de gobierno pueden ser
distinguidas con base en las diferentes almas que las sostienen. Sobre este tema
no hay más que una observación. Si no se duda que la constitución ideal está
dominada por el alma racional, también es indudable que la constitución timocrática,
que prefiere al guerrero que al sabio, está determinada por el alma pasional. Las
otras tres formas están dominadas por el alma apetitiva: el hombre oligárquico, el
democrático y el tiránico están, aunque en diverso grado, deseosos de bienes
materiales, todos se vuelven hacia la tierra. El fragmento más notable en el cual se
muestra la aparición del criterio de distinción de las diversas formas, con base en
las diferentes almas, describe el nacimiento del hombre timocrático del hijo rebelde
del hombre aristocrático: Nuestro joven que escucha y observa todo esto y por otra
parte oye los discursos de su padre, viendo la conducta de él, la compara con la de
los demás, se siente atraído por una y otra parte, del padre que riega y cultiva lo
que en su alma es el aspecto racional, de los otros que en su alma riegan y cultivan
el aspecto concupiscente e impulsivo. No siendo por naturaleza malo, pero
habiendo frecuentado malas compañías, atraído por una y otra parte, constituye en
sí mismo un carácter medio, y confía a la parte media del alma, prepotente y
ambiciosa, el gobierno de sí mismo, convirtiéndose en un hombre arrogante y
deseoso de honores (550 a-b).

Bajo este rubro la timocracia también aparece como una forma cualitativamente
diferente de las otras; se trata de una verdadera forma intermedia entre la perfecta
y las más imperfectas. Aunque no es perfecta, es menos imperfecta que las que le
siguen. Con respecto a la parte del alma, las tres últimas pertenecen a la misma
especie, mientras la timocracia lo hace a una especie diversa; en este sentido la
diferencia entre ésta y aquéllas no solamente es de grado sino de cualidad. Por lo
que toca a las tres últimas, el criterio de distinción al que recurre Platón está basado
en la diferencia entre varios tipos de necesidades o deseos (el término griego es
epithumia) , que en cada una de ellas está preferentemente satisfecho. Son tres las
especies de deseos: necesarios, superfluos e ilícitos. El hombre oligárquico se
distingue por tender a la satisfacción de deseos necesarios, el democrático de
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deseos superfluos y el tiránico de deseos ilícitos. Platón define de la siguiente


manera los dos primeros: No hay razón para llamar deseos necesarios a aquellos
que no es en nuestro poder suprimir ni reprimir, y que, por otra parte nos resulta
provechoso satisfacer [ … ] En cuanto a aquellos de que es fácil deshacerse, si se
pone uno a ello desde muy pronto, y cuya presencia, lejos de producir en nosotros
algún bien, es a menudo causa de grandes males, ¿qué otro nombre les conviene
mejor que el de deseos superfluos? (558 d-e—559 a). Siguiendo con los ejemplos:
el deseo de comer es necesario, mientras el de platillos refinados es superfino. Los
deseos ilícitos son una especificación de los requerimientos no necesarios, y son
propios del tirano, aunque todo hombre los posee (más pueden ser disueltos con la
educación). La diferencia entre el hombre común y el tirano es que tales deseos
ilícitos (o "violentos", o "tumultuosos", como también se les llama) turban al primero
en el sueño, el segundo los desencadena despierto. Mientras la republica es la
descripción de la óptima constitución, el rolilico es la búsqueda, el estudio y la
descripción del óptimo gobernante, e l rey-filósofo, el que posee la ciencia del buen
gobierno. Aquí solamente nos interesa un fragmento en el que Platón presenta sus
ideas sobre las normas de gobierno. Dado que el pasaje es breve lo exponemos en
su totalidad:

—No por casualidad creemos que la monarquía sea una de nuestras constituciones
políticas. Hoy yo diría que después de la monarquía se puede citar el dominio de
pocos. —¿No crees que el tercer tipo sea el gobierno del número, la llamada
democracia? —Ahorita que son tres, ¿no se volverán cinco, dando lugar a otros dos
nombres todavía? - E n un cierto modo, cuando contemplan el carácter violento o
voluntario, la pobreza y la riqueza, la legalidad y la ilegalidad, y a dividir en dos
formas cada una de las dos primeras, de manera q a la monarquía la llaman con
dos nombres tiranía y gobierno real. — el Estado que es regido comúnmente por
pocos, es llamado aristocracia y oligarquía. —Precisamente. —En cambio, la
democracia, sea con la fuerza o con el consenso, ósea que mande el pueblo sobre
los poseedores, sea que custodie celosamente las leyes o que las viole, jamás ha
usado otro nombre (291 d-e—292 a). Comparada con la tipología de la República,
está es menos original La única diferencia frente a la tipología canónica de las seis
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formas de gobierno, tres buenas y tres malas, es que en el político la democracia


tiene un solo nombre; lo que quiere decir que a diferencia de las otras formas se
presenta solamente bajo un aspecto. Aunque también el gobierno popular tiene una
versión buena y otra mala (si bien el hombre es uno solo), como puede apreciarse
en el siguiente pasaje:

-En la monarquía tenemos el gobierno real y el tiránico; se ha dicho que en el


gobierno de pocos está la aristocracia de nombre augular y la oligarquía; en cuanto
al gobierno de muchos que originalmente se supuso simple, es llamado democracia
aunque es necesario admitir que es doble.

-Explícate, ¿con qué criterio lo dividiremos?

-Con un criterio semejante a los demás, a pesar de que este nombre ahora tiene
dos sentidos. Una forma indica el gobierno de las leyes, la otra señala el gobierno
opuesto a las leyes (El político, 302).

Inmediatamente después, Platón aborda el problema de la comparación de las


diversas formas de gobierno para juzgar su mayor o menor bondad (o maldad); y
sostiene la tesis de que si bien es cierto que la democracia es la peor de las formas
buenas, sin embargo es la mejor de las formas malas, en contraste con la
monarquía, que es la mejor de las formas buenas mientras que la tiranía es la peor
de las formas malas (véanse los fragmentos 302 d-e, y 303 a-b). De manera que si
ponemos en fila las seis formas en orden decreciente, las tres primeras, las buenas,
deben estar colocadas con cierto orden (monarquía, aristocracia, democracia), y las
malas en el orden inverso (democracia, oligarquía, tiranía). La democracia está al
mismo tiempo al final de la serie de las buenas y al principio de la serie de las malas,
al tiempo que la monarquía está al principio de la serie de las buenas y la tiranía al
final de la serie de las malas. Entre otras cosas esta disposición puede servir para
explicar por qué la democracia tiene un solo nombre: al ser la peor de las formas
buenas y la mejor de las malas, no presenta en sus dos versiones la diferencia que
en cambio muestra el gobierno de uno solo que en su versión buena es el mejor y
en su modalidad mala es el peor. Ordenemos las seis formas según sean deseables:
monarquía, aristocracia, democracia positiva, democracia negativa, oligarquía,
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tiranía. Es evidente que las dos democracias constituyen un continuum , mientras


que las dos formas de gobierno de uno solo están en los dos extremos de la escala.
Debemos resaltar otro aspecto, aunque por el momento solamente lo mencionemos
porque es un tema que tocaremos frecuentemente; se trata del criterio o los criterios
con base en los cuales Platón distingue las formas buenas de las malas. Léase
nuevamente el fragmento citado y se verá que los criterios sustancialmente son dos:
violencia y consenso, legalidad e ilegalidad. Las formas buenas son aquéllas en las
que el gobierno no está fundamentado en la violencia y por ende lo está en el
consenso, en la voluntad de los súbditos; o son aquellas que actúan de acuerdo con
leyes establecidas y por tanto no de manera arbitraria.

1. 2. Formas de gobierno de Aristóteles. Impacto de su


pensamiento político.
Bobbio, Norberto (1992) La teoría de las formas de gobierno en la historia del pensamiento
político, México, FCE. pp 33-43.
La TEORÍA clásica de las formas de gobierno es la expuesta por Aristóteles (384-
322 a.c.) en la política, tan es así que dicha teoría ha sido repetida durante siglos
sin grandes variaciones. También en este caso Aristóteles parece haber fijado para
siempre algunas categorías fundamentales de las que nosotros, herederos,
continuamos sirviéndonos para comprender la realidad. La Política está dividida en
ocho libros, de los cuales dos —el tercero y el cuarto— están dedicados a la
descripción y a la clasificación de las formas de gobierno (el primero trata del origen
del Estado; el segundo critica las teorías políticas anteriores, especialmente la
platónica; el quinto aborda los cambios de las constituciones, o sea, el paso de una
forma de gobierno a otra; el sexto se aboca en particular a las diversas formas de
democracia y oligarquía, que son las dos formas de gobierno en las que Aristóteles
se detiene con mayor atención en toda la obra; en el séptimo y el octavo escribe
sobre la mejor forma de constitución). El término que Aristóteles usa para indicar lo
que hasta entonces se llamaba '"forma de gobierno" es p o lité ia , que habitualmente
es traducido como ''constitución". Para apegarme al uso hablaré en este capítulo de
"constituciones". Lo primero que debe resaltarse es que en la política a hay muchas
definiciones de "constitución" de las que conviene partir. Una de ellas se encuentra
16

en el tercer libro: La constitución es la estructura que da orden a la ciudad


estableciendo el funcionamiento de todos los cargos y sobre todo de la autoridad
soberana (1278 b). La traducción que utilizo (la de C. A. Viano, publicada en la
colección "Classici politici" de la Utet, 1955) * quizá sea un poco redundante.
Aristóteles se limita a decir que la constitución, la Politeia, es "taxis tön archon", es
decir, "ordenamiento de las magistraturas" (o con otra expresión, de los "cargos
públicos")* Una definición de este tipo corresponde de ese modo a lo que nosotros
hoy entendemos por "constitución". (Digo de ese modo porque en la actualidad en
una constitución ponemos algo más.) Cuando hablamos de la constitución italiana,
francesa o china, lo hacemos de la ley fundamental de un Estado, es decir, de las
leyes que establecen cuáles son los órganos del Estado, cuáles sus funciones,
cuáles sus relaciones recíprocas, etc. En suma, para decirlo como Aristóteles, el
"ordenamiento de las magistraturas". Aristóteles no se cansa de llamar la atención
del lector respecto a que hay muchas constituciones diferentes y en consecuencia
una de las primeras tareas del estudioso de la política es describirlas y clasificarlas.
Aristóteles aborda el problema en el § 7 del tercer libro, en un pasaje que por su
importancia histórica debe citarse completo: Ya que constitución y gobierno
significan lo mismo y el órgano de gobierno es el poder soberano de la ciudad, es
necesario que el poder soberano sea ejercido por una persona o unos pocos o la
mayoría. Cuando el uno, pocos o la mayoría ejercen el poder en vista del interés
general, entonces forzosamente esas constituciones serán rectas, mientras que
serán desviaciones los que atienden al interés particular de uno, de pocos o de la
mayoría [ ... ] Tenemos la costumbre de llamar monarquía al gobierno unipersonal
que atiende al interés general, y aristocracia al gobierno de pocos [ ... ] cuando se
propone el bien común; cuando es el mayor número el que gobierna atendiendo al
interés general recibe el nombre común a todas las constituciones políticas [ ... ] Las
degeneraciones de las mencionadas formas de gobierno son: la tiranía de la
monarquía, la oligarquía de la aristocracia, y la democracia de la política. La tiranía,
en efecto, es una monarquía orientada hacia el interés del monarca, la oligarquía
hacia el de los ricos y la democracia hacia el interés de los pobres. Pero ninguna de
ellas atiende al provecho de la comunidad (1279 a-b). Son pocos renglones pero en
17

ellos está presente con gran concisión y simplicidad la célebre teoría de las seis
formas de gobierno. Es evidente que esta tipología es producto del uso simultáneo
de los dos criterios fundamentales de quien gobierna y cómo gobierna. Si se toma
en cuenta quién, las constituciones se distinguen según si el poder del gobierno
reside en una sola persona (monarquía), en pocas personas (aristocracia) o en
muchas (politia). Con base en el criterio de cómo, las constituciones son buenas o
malas, y como consecuencia a las tres primeras formas buenas se contraponen y
se agregan las tres malas (o sea, la tiranía, la oligarquía y la democracia). La
simplicidad y la claridad de esta tipología son de tal naturaleza que no sería
necesario ningún comentario si no fuese para hacer una consideración
terminológica. "Monarquía", propiamente, significa gobierno de uno solo, más en la
tipología aristotélica quiere decir gobierno bueno de una persona, al que
corresponde la tiranía como malo. Al contrario, "oligarquía", que de hecho significa
gobierno de pocos, quiere decir gobierno malo de pocas personas, al que
corresponde la "aristocracia" como bueno. El término "oligarquía", en efecto, ha
conservado a través de los siglos su significado peyorativo original: hoy también se
habla de "oligarquía" en sentido negativo, para indicar grupos restringidos de poder
que gobiernan sin el consentimiento popular (y por tanto en contraposición a la
"democracia"). En cuanto a la "aristocracia", que significa gobierno de los mejores,
es el único de los tres términos que designan a las formas buenas que en sí mismo
tiene un significado positivo. Durante siglos ha conservado un significado menos
negativo que la oligarquía; pero ha perdido el original de gobierno de los mejores
(en el lenguaje político de la época moderna, habitualmente los gobiernos
"aristocráticos" están formados por grupos restringidos que se transmiten por
herencia el poder). La mayor novedad, y se puede decir extrañeza, terminológica,
es el uso de ''politia ' para la constitución caracterizada por ser un gobierno de
muchos y bueno. Hablo de rarezas porque, como se ha visto anteriormente, " politia
' (traducción de " p o lité ia ”) significa ni más ni menos constitución y por tanto es
un término de género y no de especie. Cuando hoy se quiere usar una palabra
griega para indicar el gobierno de muchos se dice "poliarquía" (por ejemplo la usa
el politólogo Robert Dahl para nombrar a la democracia pluralista de los Estados
18

Unidos de Norteamérica). No es que los griegos no conociesen este término (por


ejemplo se encuentra en Tucídides, VI, 72, pero tiene un sentido peyorativo de m
ando militar de muchos que crea desorden y confusión). Más grande es el
desconcierto que crea en el lector el uso del término genérico " politia” o
"constitución" para indicar una de las seis posibles constituciones, ya que en la Ética
nicomáquea, Aristóteles, al repetir la clasificación de las formas buenas y malas,
usa el término "timocracia" para indicar la tercera forma buena, que fue utilizado por
Platón para designar a la primera de las cuatro f o r m a s de gobierno que derivan
de la forma buena. Citamos todo el fragmento:

“Son tres formas de gobierno así como tres son las desviaciones correspondientes.
Tales formas son: la monarquía, la aristocracia y la tercera es la que se basa en el
consenso y que conviene llamarla timocracia, aunque muchos acostumbran a
denominarla “politia”[…]

La desviación de la monarquía es la tiranía […] en cambio de la aristocracia se pasa


a la oligarquía por maldad de quienes mandan en la timocracia y esta se pasa a la
democracia. (1160).

De cualquier manera el uso de un término genérico como “politia”, o impropio como


“timocracia”, confirma lo que habíamos advertido en Platón, es decir que a diferencia
de lo que sucede con las dos primeras formas para las que existen dos términos
consagrados por el uso para indicar respectivamente la forma buena la mala, para
la tercera en el uso común existe solamente el término “democracia”. En
consecuencia, una vez que se le ha adoptado para indicar exclusivamente la forma
mala como hace Aristóteles (contrariamente a lo que hará, como veremos poco más
adelante, Polibio), no queda un término igualmente consagrado por el uso para
señalar la forma buena.

Como se dijo, el uso axiológico de una tipología no solamente implica la distinción


entre formas buenas y malas, sino también una jerarquía entre las diversas formas,
o sea, la distinción entre formas mejores y peores. El orden jerárquico acogido por
Aristóteles no parece diferente del sostenido por Platón en el Político. El criterio de
jerarquización es el mismo: la peor forma es la degeneración de la mejor, en
19

consecuencia, las degeneraciones de las formas que siguen a la mejor son


paulatinamente menos graves.

Con base en este criterio el orden jerárquico de las seis formas es el siguiente:
monarquía, aristocracia, politia, democracia, oligarquía y tiranía. Digámoslo con las
palabras de Aristóteles: Es evidente cuál de estas degeneraciones sea peor y cual
venga inmediatamente después de ella. En efecto, peor necesariamente es la
constitución derivada por degeneración de la primera y más moderada (1289).

Una confirmación de este orden se encuentra en la Ética Nicomáquea. En el


fragmento anteriormente citado se lee, después del listado de las seis formas de
gobierno:

De ellas la mejor forma es la monarquía, la timocracia es la peor (1160).

Y poco más adelante:

Sin embargo la democracia es la desviación menos mala. En efecto, poco se desvía


de la correspondiente forma de gobierno (1160).

Al establecer de esta manera el orden jerárquico, se aprecia que la máxima


diferencia está entre la monarquía (la mejor constitución de las buenas) y la tiranía
(la peor de las malas), y al contrario, la mínima diferencia se encuentra entre la
politia (la peor de las buenas) y la democracia (la mejor de las malas). Esto explica
porque las dos formas de la democracia pueden haber sido llamadas con el mismo
nombre, ya que estando una al final de la primera serie y otra al principio de la
segunda son tan parecidas que pueden confundirse. Mientras entre lo mejor y lo
peor la distancia es grande e irresoluble, entre lo menos bueno y lo menos malo hay
una vía continua que impide trazar entre uno y otro una clara línea de demarcación.

Es necesaria todavía una observación acerca de la distinción entre formas buenas


y malas: ¿qué criterios utiliza Aristóteles para distinguir unas de otras? Recuérdese
lo que dije en la última parte sobre Platón, en referencia a la distinción que plantea
en el político. El criterio de Aristóteles es diferente: no es consenso o la fuerza, la
legalidad o la ilegalidad, sino principalmente el interés común o el individual. Las
formas buenas son aquellas en las cuales los gobernantes ejercen el poder teniendo
20

presente el interés público, en las malas los gobernantes ejercen el poder de


acuerdo con el interés individual. Tal criterio está íntimamente vinculado con el
concepto que Aristóteles tiene de la polis (o del Estado, en el sentido moderno de la
palabra). La razón por la cual los individuos se reúnen en la ciudad y forman una
comunidad política no es solamente la de vivir en común, sino también la de vivir
bien (1252 b y 1258 b). Para que el fin de la “vida buena” pueda ser realizado es
necesario que los ciudadanos persigan todos juntos o mediante sus gobernantes el
interés común.

Cuando los gobernantes aprovechan el poder que recibieron o conquistaron para


luchar por intereses particulares, la comunidad política se desvía de su objetivo, y
la forma política que asume una forma corrupta o degenerada con respecto a la
pura, es decir, en referencia al objetivo. Aristóteles distingue tres tipos de relaciones
de poder: la del padre sobre el hijo, la del amo sobre el esclavo y la del gobernante
sobre el gobernado. Estas tres formas de poder se distinguen a partir del tipo de
interés que persiguen. El poder patronal es ejercido para beneficio del amo, el poder
paternal de los hijos y el político de los gobernantes y gobernados. De esto se deriva
la siguiente conclusión: “es evidente que todas las constituciones que contemplan
el interés común son constituciones rectas en cuanto se apegan a la justicia
absoluta, mientras que las que contemplan el interés de los gobernantes están
erradas y son degeneraciones con respecto a las constituciones rectas” (1279).

Como se ha dicho, la importancia histórica de la teoría aristotélica de las seis formas


de gobierno es enorme. Pero no conviene sobrevaluar la importancia de ella dentro
de la obra aristotélica, que es mucho más rica en observaciones y determinaciones
de lo que pueda parecer en una tipología. Incluso se puede decir que el éxito
histórico de la clasificación, fácilmente comprensible aunque como todos los
esquemas reductora frente a una realidad histórica compleja, como la de las
ciudades griegas, y sus evoluciones y revoluciones, termino por favorecer la lectura
simplista de la Política y por descuidar la complejidad de sus articulaciones internas.
Cada una de las seis formas se analiza por Aristóteles en su especificidad histórica
y subdividida en muchas especies particulares cuya determinación muestra el
21

esquema general mucho menos rígido de lo que ha sido entregado a la tradición del
pensamiento político; ocasionalmente el esquema parece tambalearse al pasar de
una subespecie a otra. Considérese por ejemplo la primera forma de gobierna, la
monarquía. Al iniciar el estudio de esta Aristóteles dice:

“Ante todo es necesario establecer si la monarquía constituye un solo género o si


se distinga en géneros diferentes; es fácil darse cuenta de que la monarquía
comprende muchos géneros en cada uno de los cuales el mando se ejerce de
manera diferente” (1825).

Hecha esta aclaración el discurso sobre la monarquía se articula mediante la


distinción de varias especies de monarquía, como: la de los tiempos heroicos “que
era hereditaria y estaba basada en el consenso de los súbditos”; la espartana, en la
que el poder supremo se identifica con el poder militar y es perpetua; el régimen de
los “eximios”, es decir, de los “tiranos colectivos”, de los jefes supremos de una
ciudad que eran elegidos para un cierto periodo o de manera vitalicia si hubiera
graves conflictos entre facciones opuestas; o la monarquía de muchos pueblos
barbaros. Me detengo de manera especial porque introduce una categoría histórica
destinada a tener en los siglos subsecuentes un gran éxito, la monarquía despótica,
o rationeloci, de “despotismo oriental” (sobre el que trataremos frecuentemente).
Las características específicas de este tipo de monarquía son dos: a) el poder se
ejerce tiránicamente y por ese motivo se asemeja al poder del tirano, y b) sin
embargo, el poder ejercido con tiranía es legítimo porque es aceptado, y lo es
debido a que “estos pueblos barbaros, siendo más serviles que los griegos, y los
pueblos asiáticos son más serviles que los europeos y soportan sin dificultad un
poder despótico sobre ellos” (1825). Estas dos características hacen que tal tipo de
monarquía no se asemeje a la tiranía, porque los tiranos “dominan sobre súbditos
descontentos de su poder”, y por tanto ese poder no está fundamentado en el
consenso, en sentido estricto no es “legitimo”, y al mismo tiempo se distingue de las
monarquías griegas porque domina sobre pueblos “serviles”, sobre los cuales el
poder no puede ser ejercido más que despóticamente. El poder despótico,
precisamente en griego desposte, es el que ejerce el amo sobre los esclavos, y que
22

como se ha visto es diferente tanto del poder paternal, es decir, del que el padre
ejerce sobre los hijos, como del político, o sea, del poder que el gobernante ejerce
sobre un pueblo libre. El poder despótico es absoluto y se ejerce en interés del amo,
es decir de quien lo posee, a diferencia del paternal que se detenta en beneficio de
los hijos y del poder civil que se desempeña en función tanto de quien gobierna
como de quien es gobernado. Como se sabe, Aristóteles justifica la esclavitud como
base en la consideración de que hay hombres esclavos por naturaleza; así como
hay hombres de este tipo, también hay pueblos esclavos por naturaleza (los pueblos
serviles de las grandes monarquías asiáticas). Sobre pueblos esclavos por
naturaleza el poder no puede ser diferente al del amo sobre los esclavos, o sea, no
puede ser más “despótico”. Tal poder, aunque sea despótico, es perfectamente
legítimo porque es el único acorde con la naturaleza de ciertos pueblos; así como
el poder del amo sobre los esclavos, pese a que es extremadamente duro, es el
únicamente compatible con ellos. Tan es verdad, que estos pueblos aceptan dicho
poder “sin dificultad”, o mejor dicho sin lamentarse, mientras que los tiranos, a
diferencia de los déspotas orientales, tienen por sujetos pueblos libres y dominan
sobre súbditos “desconectados”. Por tanto, sin contar con su consenso (y por esto
la tiranía es una forma corrupta de gobierno a diferencia de cualquier tipo de
monarquía).

Para apreciar cuán grande es la diferencia entre el esquema general de las seis
formas de gobierno y el análisis particular, nada mejor que ver más de cerca la forma
llamada, a falta de otra denominación más apropiada, “politia”. En el esquema la
politia corresponde a la tercera forma, es decir, debería ser la constitución
caracterizada por el poder de muchos que se ejerce en función del interés común;
más si uno lee la definición que Aristóteles da de ella, se comprueba que es algo
totalmente distinto:

En general la politia es una mezcla de oligarquía y democracia; y comúnmente se


suele llamar politias los gobiernos que tienden más bien a la democracia y
aristocracia que aquellos que se orientan a la oligarquía (1923).

Obsérvese que la politia es una mezcla de oligarquía y democracia.


23

¿Pero de acuerdo con el esquema abstracto la oligarquía y la democracia no son


dos formas corruptas? En consecuencia, el primer problema que nos presenta la
constitución llamada “politia” es que una forma buena puede ser resultado de
mezcla entre dos formas malas. En segundo lugar, si la politia no es, como debería
serlo de acuerdo con el esquema, el gobierno del pueblo o la democracia en su
forma correcta, sino que se trata de una mezcla entre oligarquía y democracia, ello
quiere decir que- y entramos propiamente al segundo problema- el gobierno bueno
de muchos que aparece en el tercer lugar del esquema general es un espacio vacío,
o sea, es una idea abstracta a la que no corresponde concretamente ningún régimen
que haya existido o exista históricamente. El problema se complica (pero a la vez
se vuelve más interesante desde el punto de vista histórico) por el hecho de que
contrariamente al esquema general, una vez más, ni la oligarquía es para
Aristóteles, como lo da a entender el significado del término, el gobierno de pocos,
ni la democracia el del pueblo. El criterio que Aristóteles utiliza para distinguir la
oligarquía y la democracia de ninguna manera es el genérico criterio numérico, sino
uno con mucho más cuerpo: la diferencia entre ricos y pobres.

Hay democracia si los libres y los pobres, siendo en número mayor, son señores del
poder; hay oligarquía si lo son los ricos y los demás nobles que constituyen la
minoría (1290).

Que la oligarquía sea el gobierno de pocos y la democracia el de muchos puede


depender solamente del hecho de que generalmente los ricos en toda sociedad son
menos que los pobres; pero lo que distingue una forma de gobierno de otra no es el
numero; sino la condición social de quienes gobiernan, no un elemento cuantitativo
sino uno cualitativo. Como prueba de lo anterior léase el siguiente fragmento:

“Lo que diferencia a la democracia y la a la oligarquía es la pobreza y la riqueza,


de suerte que donde dominan los ricos, por muchos o pocos que sean, habrá
necesariamente una oligarquía, y donde dominan los pobres la democracia, aunque
como se ha dicho suceda que los ricos sean pocos y los pobres muchos, porque los
que se enriquecen son pocos mientras todos tienen parte de la libertad.
24

Así pues, decimos que la politia es una mezcla de la oligarquía y democracia. Ahora
que se ha aclarado en que consiste la oligarquía y democracia, estamos en
posibilidad de entender mejor esta mezcla: esta combinación es un régimen en el
que la unión de los ricos y pobres debería remediar la mayor causa de tensión en
toda la sociedad, que es precisamente la lucha entre quien no tiene y quien tiene.
Es el régimen que debería asegurar mejor que cualquier otro “la paz social”.

En la mayor parte de las ciudades se proclama vivamente la politia, y se pretende


realizar la sola unión posible entre los ricos y los pobres, entre la riqueza y la
pobreza (1924).

Aristóteles también se ocupa de la manera en que se mezclan los dos regímenes


para producir un tercero mejor que ambos. Particularmente se detiene en tres
rubros, que son muy interesantes desde el punto de vista de lo que hoy se llamaría
“ingeniería política”: 1. Se concilian disposiciones que serían incompatibles:
mientras que en las oligarquías se establece una pena para los ricos que no
participan en las actividades públicas y no hay un premio para los pobres si toman
parte en ellas, al contrario en las democracias no se concede ningún premio a los
pobres que intervienen en los asuntos políticos y no se fija ninguna pena a los ricos
que no participan. Como dice Aristóteles, la conciliación podría consistir “en algo
intermedio y común”, por ejemplo, establecer una ley que estipule una pena para
los ricos que no participen y un premio para los pobres que si lo hagan. 2. Se toma
el” medio” entre los ordenamientos extremos de los dos regímenes: mientras el
oligárquico solamente atribuye el derecho de participar en las asambleas a quienes
tienen un ingreso muy alto, el régimen democrático reconoce tal derecho para todos,
incluso para los desposeídos, o de cualquier manera aun para quienes tienen un
ingreso exiguo. El punto medio en este caso consiste en disminuir los altos
requerimientos exigidos en el régimen de los ricos en aumentar las estipulaciones
establecidas en el régimen de los pobres. 3. Se admite lo bueno de los dos sistemas
legislativos: mientras en la oligarquía los cargos se atribuyen por elección aunque
solamente a quienes tienen un determinado ingreso, en la democracia los cargos
se sortean entre todos independientemente del ingreso. En este caso tomar lo
25

bueno de cada sistema significa conservar el método de elección del régimen


oligárquico y excluir los requisitos de ingreso que es una característica del
democrático.

El ideal que inspira este régimen de la “mezcla” es el de la “mediación”, que es la


ambición de toda la ética aristotélica. La “mediación” como se sabe, está
fundamentada en el valor eminentemente positivo de lo que está en medio de dos
extremos. No por casualidad Aristóteles habla de este ideal en el siguiente
fragmento:

“Si en la ética se ha explicado satisfactoriamente que la vida feliz es la que de


acuerdo con la virtud ofrece menos impedimentos, y el término medio es la virtud,
la intermedia será la vida mejor, por estar al alcance de cada cual el término medio”
Aristóteles, (1295 a).

Inmediatamente después el criterio del punto medio se aplica a las clases que
componen la sociedad:

En todas las ciudades hay tres partes: los ricos, los muy pobres, y tercero, los
intermedios entre ellos. Ahora bien: puesto que se reconoce que moderado es lo
mejor y lo intermedio obviamente, también en el caso de los bienes de fortuna, la
propiedad intermedia es la mejor de todas, y a que es la fácil de someterse a la
razón. (1225 b).

Una vez afrontado con la realidad histórica el ideal ético del punto medio se resuelve
en el famoso elogio de “la clase media” (para quien como nosotros anda en busca
de “temas recurrentes”, este es uno de ellos):

“Es evidente entonces que la comunidad política mejor es la de la clase media, y


que pueden tener un gran gobierno aquellas ciudades donde la clase media sea
numerosa y muy superior a ambos extremos, y si no, a uno u otro, pues
agregándose prodúcela nivelación y evita la aparición de los excesos contrarios”.
(1925).
26

La razón fundamental por la que las ciudades mejor gobernadas son aquellas en la
que predomina la clase media es la mayor estabilidad. Al respecto Aristóteles señala
un poco más adelante:

“Que el régimen intermedio es el mejor resulta obvio, ya que solo “él está libre de
sediciones, pues donde es numerosa la clase media se originan con menos
frecuencia revueltas y revolucionadas entre los ciudadanos” (Aristóteles, 1296).

Llamo la atención la atención sobre este tema: la estabilidad. Asunto


verdaderamente central en la historia de las reflexiones sobre el “buen gobierno”,
porque uno de los criterios fundamentales con base a los cuales se acostumbra a
distinguir (incluso hoy) el buen gobierno del malo es si esté es y en qué medida
“estable”. Lo que hace buena la mezcla de democracia y oligarquía, si por ella se
entiende una cierta forma política a la que corresponde determinada estructura
social caracterizada por la preponderancia de una clase ni rica, como la que
prevalece en las oligarquías, ni pobre, como la que predomina en las democracias,
es precisamente que ella está menos expuesta a cambios repentinos que son la
secuencia de los conflictos sociales , los que a su vez se derivan de la división
demasiado marcada entre las clases contrapuestas.

También me detuve en la “politia” por otra razón: es el producto de una “mezcla”. La


idea de que el buen gobierno es el futuro de una combinación de formas de
gobiernos diferentes es uno de los grandes temas del pensamiento político
occidental que, como veremos, llega hasta nuestros días. Sobre el tema del
“gobierno mixto” todo gran escritor político tendrá algo que decir en favor o en
contra, y su formulación más exitosa es enunciada precisamente por el escritor que
examine anteriormente, Polibio.

1.3 Propuesta de Polibio: Influencia de sus ideas políticas.


Bobbio, Norberto (1992) La teoría de las formas de gobierno en la historia del pensamiento
político, México, FCE.pp 44-56.
Junto con los textos de Platón y Aristóteles, la antigüedad clásica nos legó un tercer
escrito fundamental para la teoría de las formas de gobierno, el libro VI de las His-
27

torias de Polibio. Un texto cuya autoridad no es menor (piénsese en nuestro


Maquiavelo) que la de los dos primeros. A diferencia de Platón y Aristóteles, Polibio
(que vivió en el siglo ii a.c.) no es un filósofo sino un historiador. Griego de
nacimiento, fue deportado a Roma después de la conquista de Grecia, y se
relacionó con los círculos más altos de la ciudad, especialmente con el ambiente de
los Escipión. Escribió en griego la primera gran historia (apologética) de Roma antes
de la de Tito Livio. Al terminar victoriosamente las guerras púnicas, Roma se acercó
a la cumbre de su fuerza. Después de narrar los acontecimientos de la batalla de
Cannas (216 a.c.), Polibio se detiene precisamente en el libro VI, para hacer una
exposición detallada de la constitución romana, con lo cual elaboró un verdadero
tratado de derecho público romano en el que se describen las diversas
magistraturas (los cónsules, el senado, los tribunos, la organización militar, etc.). Se
dice explícitamente la razón por la cual el historiador se detiene a describir la
constitución del pueblo del que está narrando la historia: La constitución de un
pueblo debe considerarse como la primer causa del éxito o del fracaso de toda
acción (VI, 2).* Con base en esta premisa, él quiere demostrar la importancia que
tuvo la excelencia de la constitución romana en el éxito de la política de un pueblo
que en "menos de cincuenta y tres años”, como se lee en el mismo parágrafo, venció
a todos los otros Estados al hacerlos caer bajo su dominio. Polibio presenta algunas
consideraciones sobre las constituciones en general antes de abordar la romana.
Tales consideraciones constituyen una de las más completas teorías de las formas
de gobierno que la historia nos transmitió. En esta teoría sobre todo expone tres
tesis que merecen ser expuestas aunque sea brevemente: 1. Existen
fundamentalmente seis formas de gobierno, tres buenas y tres malas; 2. Las seis
formas de gobierno se suceden una a otra según cierto ritmo, y por tanto constituyen
un proceso cíclico que se repite en el tiempo, y 3. Además de las seis formas
tradicionales, existe una séptima, de la cual la constitución romana es un ejemplo,
que en cuanto síntesis de las tres formas buenas es la mejor constitución. Con la
primera tesis Polibio confirma la teoría tradicional de las formas de gobierno; con la
segunda precisa en un esquema completo, si bien rígido, la teoría de los ciclos (o,
para usar la misma palabras griega, de a n a c id o s i s ') que ya había sido expuesta
28

por Platón; con la tercera, presenta por primera vez de manera completa la teoría
del gobierno mixto (en la ‘‘p o l i t i a ' de Aristóteles vimos una forma espuria de esta
forma, por lo menos en referencia a la teorización clásica que será precisamente la
de Polibio). De estas tres tesis, la primera representa el uso sistemático de la teoría
de las formas de gobierno, la segunda el historiográfico, la tercera el axiológico.
Dicho de otro modo: con sus diversas tesis, Polibio establece definitivamente la
sistematización clásica de las formas de gobierno. Expone, en cierne, una filosofía
de la historia de acuerdo con la cual el desarrollo histórico acontece según cierto
orden, que se verifica por la sucesión predeterminada y recurrente de las diversas
constituciones; expresa la preferencia por una constitución frente a todas las demás,
por la constitución mixta con respecto a las simples. Comenzamos por la primera
tesis que, después de todo lo que hemos visto hasta aquí, no presenta mayores
dificultades y por tanto no requiere muchos comentarios. Polibio inicia la exposición
remontándose a la tipología tradicional: La mayoría de los que quieren instruirnos
acerca del tema de las constituciones, sostienen la existencia de tres tipos de ellas:
llaman a un reino, a otra aristocracia y a la tercera democracia (VI, 3, las cursivas
son mías). La única observación que debe hacerse es terminológica: Polibio llama
democracia a la tercera forma que Aristóteles llamó “politia ', es decir, usa el término
"democracia'' con una connotación positiva a diferencia de Platón y Aristóteles.
Como era de esperarse, poco después aborda las formas corruptas: No todo
gobierno de una sola persona ha de ser clasificado inmediatamente como reino,
sino sólo aquel que es aceptado libremente y ejercido más por la razón que por el
miedo o la violencia. Tampoco debemos creer que es aristocracia cualquier gobierno
de pocos hombres; sólo lo es la presidida por hombres muy justos y prudentes,
designados por elección. Paralelamente, no debemos declarar que hay democracia
allí donde la turba sea dueña de hacer y decretar lo que le venga en gana. Sólo la
hay allí donde es costumbre y tradición ancestral venerar a los dioses, honrar a los
padres, reverenciar a los ancianos y obedecer a las leyes [ ...] Hay que afirmar,
pues, que existen seis variedades de constituciones: las tres repetidas por todo el
mundo, que acabamos de mencionar, y tres que derivan de éstas: la tiranía, la
oligarquía y la oclocracia (VI, 4, las cursivas son mías). Hay dos observaciones que
29

hacer: una simplemente terminológica y otra más sustancial. Polibio, al usar el


término ''democracia" para la forma buena de gobierno popular, introduce una nueva
palabra (que a decir verdad no tuvo mucho éxito y sólo fue transmitida en el lenguaje
culto) para nombrar al gobierno popular en su forma corrupta: ''oclocracia'', de o k h
lo s, que significa multitud, m asa, chusma, plebe, y que bien corresponde a nuestro
"gobierno de m asa'' o "de las m asas", cuando el término "m asa" (am bivalente)
es utilizado en su sentido peyorativo que le es asignado por los escritores
reaccionarios (en expresiones como "la rebelión de las m asas", la "sociedad de m
asas", etc.). En cambio, la observación más sustancial se refiere al criterio que
Polibio usa para distinguir las constituciones buenas de las m alas. Es un criterio
que no concuerda con el aristotélico sino con el platónico. (Por lo demás parece que
Polibio no recabó ninguna de las tesis de Aristóteles, sino que tuvo como fuente a
Platón. Él mismo cita a Platón en el § 5, sucesivo al que estamos examinando.)
Como hemos visto, el criterio aristotélico se basa en la diferencia entre interés
público y privado. Tal diferencia no aparece en el texto de Polibio. No se puede decir
que en el fragmento citado el criterio de distinción entre las formas rectas y las
corruptas esté muy claro o por lo menos sea muy explícito; pero de cualquier manera
no es el del interés. Los criterios esbozados son dos: por un lado la contraposición
entre el gobierno fundamentado en la fuerza y el basado en el consenso; por otro,
la semejante pero no idéntica contraposición entre gobierno ilegal, y en
consecuencia arbitrario, y gobierno de las leyes. Son dos criterios que ya
encontramos en el político de Platón. Una vez definidas las seis formas, Polibio las
dispone inmediatamente en orden cronológico, o sea, muestra la teoría de los ciclos,
también aquí citamos todo el pasaje:

El primero que se forma por un proceso espontáneo y natural es el gobierno de uno


solo, y de él deriva, por una preparación y una enmienda, el reino. Pero se deteriora
y cae en un mal que le es congénito, me refiero a la tiranía, de cuya disolución nace
la aristocracia. Cuando ésta, por su naturaleza, vira hacia la oligarquía, si las turbas
se indignan por las injusticias de sus jefes, nace la democracia. A su vez, la soberbia
y el desprecio de las leyes desembocan, con el tiempo, en la oclocracia (VI, 4, las
cursivas son mías). Hay muchas observaciones que hacer sobre este fragmento.
30

Ante todo las etapas del proceso histórico son las siguientes: reino, tiranía,
aristocracia, oligarquía, democracia y oclocracia. En segundo lugar, el proceso
histórico desarrolla ciclo por ciclo una tendencia, en última instancia degenerativa,
como la descrita por Platón; pero, a diferencia del ciclo platónico, en el que la forma
que sigue es degenerada con respecto a la anterior en un proceso continuo, el ciclo
Polibiano se desenvuelve mediante una alternancia de constituciones buenas y
malas, en la cual, por lo demás, la constitución buena que sigue es menos buena
que la buena anterior y la mala siguiente es más m ala que la m ala precedente. En
otras palabras, la línea decreciente del ciclo platónico es continua, la del ciclo
Polibiano está fragmentada por una alternancia de momentos buenos y malos,
aunque a final de cuentas tiende a declinar. Además de la diferencia entre los
procesos continuo y alternado, también hay una con respecto al punto final que para
Platón es la tiranía, mientras que para Polibio es la oclocracia. No se puede dejar
pasar, aunque es un argumento que merecería tratarse por separado, la
contraposición entre esta concepción regresiva de la historia y la progresiva que
caracteriza a la edad moderna —por lo menos del Renacimiento en adelante, de
acuerdo con la cual lo que viene después en última instancia es, si no
inmediatamente, mejor de lo que aconteció primero (recuérdese la famosa metáfora
de los enanos sobre los hombros de los gigantes)—, entre una concepción, como
la platónica, para la cual la historia procede de lo mejor hacia lo peor y una, como
la moderna, según la cual la historia se mueve de lo bueno hacia lo mejor; en suma,
entre una teoría del regreso indefinido y otra del progreso indefinido. Una tercera
observación es que esta concepción de la historia es fatalista dado que el paso de
una forma a otra parece estar predeterminado y ser necesario, incuestionable y
natural ya que estas transformaciones están inscritas en la naturaleza de las cosas,
o sea, en la naturaleza misma de los gobiernos, los cuales no pueden dejar de sufrir
el proceso de cambio, y también, más específicamente, debido a que cada uno no
puede transformarse más que en cierto tipo de gobierno y no en otro. Nótese en el
fragmento citado la insistencia en expresiones como "natural", "congénito'',
"naturaleza". Para mostrar de manera definitiva que el germen de la degeneración
es inherente a toda constitución, Polibio utiliza la comparación del orín para el hierro
31

y de la carcoma para la madera, en el siguiente fragmento: El orín, para el hierro, y


la carcoma y ciertos gusanos, para la madera, son enfermedades congénitas que
llegan a destruir estos materiales incluso cuando no sufren ningún daño externo. De
modo no distinto, con cada una de las constituciones nace una cierta enfermedad
que se sigue de ella naturalmente. Con el reino nace el desmejoramiento llamado
despotismo; con la aristocracia, el mal llamado oligarquía, y con la democracia
germina el salvajismo de la fuerza bruta. Y es inevitable que con el tiempo todos los
regímenes políticos citados anteriormente no degeneren en sus inferiores, según el
razonamiento que acabo de apuntar (VI, 10). Queda por decir lo que acontece al
final del ciclo, o sea, cuando la degradación de las constituciones ha tocado el fondo
(que es la oclocracia). En Platón, en el libro V III de la República, la pregunta había
quedado sin respuesta. En cambio Polibio contesta de manera muy precisa (de
acuerdo con la respuesta esbozada por el m ismo Platón): al final del primer proceso
el curso de las constituciones regresa al punto de partida. De la oclocracia se
regresa con un salto hacia atrás al reino, de la forma peor a la mejor. La concepción
polibiana de la historia es cíclica, es decir, según ella la historia es una continua
repetición de acontecimientos que regresan sobre sí mismos, o sea, el "eterno
retorno hacia lo mismo". Después de haberse detenido ampliamente para describir
analíticamente los seis momentos sucesivos (y fatales) concluye: Ésta es la rotación
de las constituciones; ésta es la ley natural por la cual las formas políticas se
transforman, decaen y regresan al punto de partida (VI, 10, las cursivas son mías).
También en este caso no se puede dejar de mencionar otra gran teoría cíclica de la
historia, la de los cursos y recursos de Giambattista Vico, aunque los momentos, el
ritmo y la dimensión histórica son completamente diferentes, como veremos en el
capítulo dedicado especialmente a él. Baste decir que mientras la teoría de Polibio
deriva del restringido campo de observación de las ciudades griegas, la de Vico se
mueve en toda la historia de la hum anidad. La teoría polibiana de los ciclos se
deduce de la historia de las ciudades griegas en el periodo de su crecimiento,
florecimiento y decadencia; y vale solamente para esta pequeña y específica parte
del mundo. Las grandes monarquías asiáticas están fuera y permanecerán fuera de
la historia europea también durante los siglos siguientes, como veremos, hasta
32

Hegel: ellas no representan el principio del movimiento y del desarrollo, sino de la


inmovilidad y de la invariabilidad (que no debe confundirse con la "estabilidad"). La
tesis principal de la teoría polibiana de las constituciones es por mucho la referente
al gobierno mixto; Polibio ha pasado a la historia del pensamiento político como el
teórico por excelencia del gobierno mixto. No es difícil descubrir el nexo entre la idea
del gobierno mixto y la teoría de los ciclos: esta teoría mostró que todas las formas
simples, tanto las consideradas tradicionalmente rectas como las corruptas, son de
breve duración porque están destinadas por su misma naturaleza a transformarse
en una forma diferente. Esto significa que todas las constituciones sufren de un vicio
grave, el de la falta de estabilidad: vicio grave porque una constitución es
generalmente más apreciada en cuanto más éstable sea. ¿Cuál es el objetivo de
una constitución? Si se repite la definición aristotélica, se puede decir que su
objetivo es poner orden en las magistraturas, o sea, establecer quién debe gobernar
y quién debe ser gobernado, y permitir un desenvolvimiento regular y ordenado de
la vida civil. Ahora bien, el desarrollo regular y ordenado de la vida civil no puede
llevarse a cabo si el sistema político de una ciudad es sometido a cambios
continuos. Uno de los temas recurrentes de la filosofía política es el del orden
(mucho más el del orden que su contrario, la libertad). La teoría de los ciclos indica
que las constituciones comunes son inestables; debido a que son inestables, incluso
las consideradas tradicionalmente buenas, son, aunque parezca paradójico, malas.
Desde el punto de vista del valor supremo del orden garantizado por la estabilidad
se puede hacer una distinción entre constituciones buenas y malas. Esta distinción
puede establecerse si se observa lo que unas y otras tienen en común: ser
constituciones simples en las cuales quien gobierna es el rey (o el tirano), o los
mejores (los más ricos) o el pueblo (o la plebe). La tesis de Polibio considera que
todas las constituciones simples, por el hecho de serlo, son malas (incluso las
rectas). ¿Cuál es el remedio?; el gobierno mixto, es decir, una constitución que sea
producto de un arreglo entre las tres formas clásicas. Polibio no termina de
enumerar las tres formas buenas (en el fragmento citado anteriormente) cuando
agrega a manera de anticipación un concepto que desarrollará más ampliamente
en los parágrafos siguientes: En efecto, es evidente que debemos considerar óptima
33

la constitución que se integre de las características de las tres formas citadas (VI,
3). El ejemplo histórico con el que corrobora la idea de que la mejor constitución
será la que "se integre de las características de las tres formas citadas" es el de la
Esparta de Licurgo. Aquí no importa el hecho de que existan muy diferentes
interpretaciones de la constitución de Esparta, ni discutir si la interpretación de
Polibio es correcta. Lo que interesa, para los fines de nuestro análisis, es que para
Polibio la constitución de Esparta es excelente; y lo es porque es mixta. Desde el
inicio del siguiente fragmento es clara la relación entre gobierno mixto y estabilidad:
Licurgo llegó a comprender que todas las transformaciones enumeradas se
cumplen natural y fatalmente, y así consideró que cada variedad de constitución
simple y basada en un principio único resulta precaria: degenera muy pronto en la
forma corrupta que la sigue naturalmente (VI, 10, las cursivas son mías). Polibio da
una definición, que se volvió clásica, del gobierno mixto y de su funcionamiento en
la descripción del remedio que Licurgo tuvo que establecer para resolver el
inconveniente de la "inseguridad": Licurgo [ ...] promulgó una constitución no simple
ni homogénea, sino que juntó en una las peculiaridades y las virtudes de las
constituciones mejores. Así evitaba que alguna de ellas se desarrollara más de lo
necesario y derivara hacia su desmejoramiento congénito; neutralizada por las otras
la potencia de cada constitución, ninguna tendría un sobrepeso ni prevalecería
demasiado, sino que, equilibrada y sostenida en su nivel, se conservaría en este
estado el máximo tiempo posible, según la imagen de la nave que vence la fuerza
del viento contrario (VI, 10). El arreglo de las tres formas de gobierno consiste en
que el rey es frenado por el pueblo que tiene una adecuada participación en el
gobierno, y el pueblo a su vez lo es por el senado. Al representar el rey al principio
monárquico, el pueblo al democrático y el senado al aristocrático, resulta una nueva
forma de gobierno que no coincide con las tres formas corruptas porque es recta.
Polibio encuentra la razón de la excelencia del gobierno m ixto en el mecanismo de
control recíproco de los poderes, o sea, en el principio del "equilibrio". Este punto es
extremadamente importante: el tema del equilibrio de los poderes (que en la época
moderna se vuelve el tema central de las teorías "constitucionalistas" con el nombre
de balance de poder) es uno de los temas dominantes en toda la tradición del
34

pensamiento político occidental. Aun cuando la teoría del gobierno mixto, que
observamos ya bien formada en Polibio, no debe ser confundida con la moderna
teoría de la separación y equilibrio de poderes (que será enunciada por Montesquieu
en una teoría famosa), es un hecho que ambas caminan paralelamente. Esto se
confirma en la continuación del discurso cuando Polibio expone con detalle los
principios en los que se inspira la constitución romana. Polibio enuncia la tesis de la
excelencia del gobierno mixto porque considera como un ejemplo admirable de tal
especie de gobierno la constitución romana en la cual "los órganos [ . . . ] que
participaban en el gobierno de la cosa pública eran tres" (los cónsules, el senado y
los comicios del pueblo), con la siguiente consecuencia: Si nos fijáramos en la
potestad de los cónsules, nos parecería una constitución perfectamente monárquica
y real, si atendiéramos a la del senado, aristocrática, y si consideráramos el poder
del pueblo, nos daría la impresión de encontrarnos, sin duda, ante una democracia
(VI, 12). El concepto del control recíproco de los poderes y del consecuente
equilibrio está tan estrechamente ligado a la idea del gobierno m ixto que regresa al
final de la exposición de la constitución romana. El parágrafo final del libro VI
comienza así: Ya que en tal modo cada órgano puede obstaculizar o colaborar con
los otros su unión parece adaptable a todas las circunstancias, tanto, que resulta
imposible encontrar una constitución superior a ésta. Y termina de la siguiente
manera: malas (incluso las rectas). ¿Cuál es el remedio?; el gobierno mixto, es
decir, una constitución que sea producto de un arreglo entre las tres formas clásicas.
Polibio no termina de enumerar las tres formas buenas (en el fragmento citado
anteriormente) cuando agrega a manera de anticipación un concepto que
desarrollará más ampliamente en los parágrafos siguientes: En efecto, es evidente
que debemos considerar óptima la constitución que se integre de las características
de las tres formas citadas (VI, 3). El ejemplo histórico con el que corrobora la idea
de que la mejor constitución será la que "se integre de las características de las tres
formas citadas" es el de la Esparta de Licurgo. Aquí no importa el hecho de que
existan muy diferentes interpretaciones de la constitución de Esparta, ni discutir si
la interpretación de Polibio es correcta. Lo que interesa, para los fines de nuestro
análisis, es que para Polibio la constitución de Esparta es excelente; y lo es porque
35

es mixta. Desde el inicio del siguiente fragmento es clara la relación entre gobierno
mixto y estabilidad: Licurgo llegó a comprender que todas las transformaciones
enumeradas se cumplen natural y fatalmente, y así consideró que cada variedad de
constitución simple y basada en un principio único resulta precaria: degenera m u y
pronto en la forma corrupta que la sigue naturalmente (VI, 10, las cursivas son mías).
Polibio da una definición, que se volvió clásica, del gobierno mixto y de su
funcionamiento en la descripción del remedio que Licurgo tuvo que establecer para
resolver el inconveniente de la "inseguridad": Licurgo [ ...] promulgó una constitución
no simple ni homogénea, sino que juntó en una las peculiaridades y las virtudes de
las constituciones mejores. Así evitaba que alguna de ellas se desarrollara más de
lo necesario y derivara hacia su desmejoramiento congénito; neutralizada por las
otras la potencia de cada constitución, ninguna tendría un sobrepeso ni prevalecería
demasiado, sino que, equilibrada y sostenida en su nivel, se conservaría en este
estado el máximo tiempo posible, según la imagen de la nave que vence la fuerza
del viento contrario (VI, 10). El arreglo de las tres formas de gobierno consiste en
que el rey es frenado por el pueblo que tiene una adecuada participación en el
gobierno, y el pueblo a su vez lo es por el senado. Al representar el rey al principio
monárquico, el pueblo al democrático y el senado al aristocrático, resulta una nueva
forma de gobierno que no coincide con las tres formas corruptas porque es recta.
Polibio encuentra la razón de la excelencia del gobierno mixto en el mecanismo de
control recíproco de los poderes, o sea, en el principio del "equilibrio". Este punto es
extremadamente importante: el tema del equilibrio de los poderes (que en la época
moderna se vuelve el tema central de las teorías "constitucionalistas" con el nombre
de b a la n ce de poder) es uno de los temas dominantes en toda la tradición del
pensamiento político occidental. Aun cuando la teoría del gobierno mixto, que
observamos ya bien formada en Polibio, no debe ser confundida con la moderna
teoría de la separación y equilibrio de poderes (que será enunciada por Montesquieu
en una teoría famosa), es un hecho que ambas caminan paralelamente. Esto se
confirma en la continuación del discurso cuando Polibio expone con detalle los
principios en los que se inspira la constitución romana. Polibio enuncia la tesis de la
excelencia del gobierno mixto porque considera como un ejemplo admirable de tal
36

especie de gobierno la constitución romana en la cual "los órganos [ . . . ] que


participaban en el gobierno de la cosa pública eran tres" (los cónsules, el senado y
los comicios del pueblo), con la siguiente consecuencia: Si nos fijáramos en la
potestad de los cónsules, nos parecería una constitución perfectamente monárquica
y real, si atendiéramos a la del senado, aristocrática, y si consideráramos el poder
del pueblo, nos daría la impresión de encontrarnos, sin duda, ante una democracia
(VI, 12). El concepto del control recíproco de los poderes y del consecuente
equilibrio está tan estrechamente ligado a la idea del gobierno mixto que regresa al
final de la exposición de la constitución romana. El parágrafo final del libro VI
comienza así: Ya que en tal modo cada órgano puede obstaculizar o colaborar con
los otros su unión parece adaptable a todas las circunstancias, tanto, que resulta
imposible encontrar una constitución superior a ésta. Y termina de la siguiente
manera: Cuando [ ... ] uno de los órganos constitucionales, empieza a engreírse, a
promover altercados y se arroga un poder superior al que le corresponde, es notorio
que, no siendo alguna parte autónoma, como ya se ha explicado, y al caber la
posibilidad de que cualquier acción pueda ser desviada o impedida, ninguna de las
partes excede su competencia y sobrepasa la medida. En consecuencia todos
permanecen en los límites prescritos: por una parte están impedidos en cualquier
impulso agresivo, por otra parte temen desde el inicio la vigilancia de los otros (VI,
18). Con estas afirmaciones Polibio concluye perfectamente el discurso que inició
cuando dijo que la primera causa del éxito o fracaso de un pueblo debe buscarse
en su constitución. En efecto, lo que Polibio muestra claramente para afirmar la
excelencia de una constitución es lo que hoy se llamaría su "mecanismo". La teoría
de Polibio es una teoría de los mecanismos constitucionales, que permiten una
forma de gobierno estable, y por ello preferible a cualquier otra. A bien entender, hoy
no estamos igualmente dispuestos a considerar que la primera causa del éxito o
fracaso de un pueblo sea su constitución; ahora tendemos a trasladar el análisis del
sistema político al sistema social subyacente, de la anatomía de las instituciones
políticas a la anatomía, como diría Marx, de la sociedad civil, de las relaciones de
poder a las relaciones de producción. Pero la preferencia por las instituciones durará
un largo tiempo, y, como veremos, no le será extraña a Hegel. Más bien, es
37

conveniente hacer una comparación rápida con la " politia” de Aristóteles que es
concebida como una forma anticipada de gobierno mixto. Según Aristóteles, la
superación del conflicto entre las dos partes antagónicas no sobreviene, como para
Polibio, a nivel institucional, sino que se presenta en la sociedad, cuando es la
ocasión, mediante la formación de una fuerte clase media que tiene un interés
propio, de clase, por la estabilidad. El equilibrio aristotélico antes de ser institucional
es social, y solamente es institucional si primero es social. En este sentido la teoría
aristotélica de la politia más que una teoría del gobierno mixto es la concepción de
una sociedad sin grandes desequilibrios de riqueza. La presencia simultánea de los
tres poderes y su mutuo control preserva a las constituciones mixtas de la
degeneración a la que están expuestos los gobiernos simples, porque impide los
excesos que por reacción provocan la oposición y llevan al cambio. Pero entonces,
¿cómo se concilia la estabilidad de los gobiernos mixtos con la teoría de los ciclos?
¿No existe quizá una contradicción entre la afirmación categórica de que los ciclos
de las constituciones son un hecho natural y por tanto impostergable y la afirmación
también categórica de que los gobiernos mixtos son estables? Desde hace tiempo
quienes han analizado el libro VI de Polibio han subrayado esta contradicción:
verdaderamente es extraño, se afirma, que quien teorizó la fatalidad del cambio
dedicó al mismo tiempo algunas páginas a la descripción y exaltación de una
constitución cuya característica es la de evitar el cambio. La existencia de una
constitución como la romana, que se formó lentamente mediante "grandes luchas y
agitaciones" y precisamente porque lo hizo por medio de la creación de un complejo
sistema de poderes contrapuestos, no estuvo sujeta a degeneraciones, ¿no
desmiente abiertamente la teoría de los ciclos? La contradicción es más aparente
que real: que las constituciones mixtas sean estables no quiere decir que sean
eternas, simplemente que duran más que las simples (por lo demás el primer
modelo de constitución mixta, el espartano, cuando Polibio escribió, era un mero
recuerdo histórico). Lo que distingue las constituciones mixtas de las simples no es
el hecho de que no estén sometidas a cambios, ni tampoco que estén exentas de
la muerte que golpea a todas las constituciones como a todas las cosas vivientes,
sino es un ritmo diferente y una razón diversa del cambio. No es casualidad que
38

inmediatamente después de haber enunciado la ley de los ciclos históricos Polibio


escriba en referencia al Estado romano: En lo que, particularmente, atañe a la
constitución romana, es principalmente a partir de este método [es decir con la ley
de los ciclos, por la que "las formas políticas se transforman, decaen y regresan al
punto de partida'"] como llegaremos a entender su formación, su desarrollo y su
culminación, y, al propio tiempo, la decadencia que de ello derivará (VI, 9). No hay
duda de que desde el inicio Polibio está consciente de que también el Estado
romano, a pesar de su excelencia, está sujeto a la "ley natural" del nacimiento,
crecimiento y muerte, y que por tanto el mérito del gobierno mixto es su mayor
estabilidad, no su perpetuidad. Por lo que hace al ritmo del cambio, como se ha
dicho, es más lento que el de las constituciones simples porque mediante el
mecanismo de la contemporización de las tres partes que integran la sociedad los
conflictos que provocan en las constituciones simples los cambios constitucionales
y el paso brusco y violento de una forma a otras, son resueltos dentro del sistema
político, y si se producen cambios son, diríamos hoy, sistémicos y no extra
sistémicos, graduales y no violentos, no producen el desequilibrio intempestivo que
genera la revolución sino un desplazamiento del equilibrio interno que es
reabsorbido con un reasentamiento del mismo equilibrio en un grado diferente. La
razón que explica por qué también las constituciones mixtas decaen y mueren, es
que se presenta un desplazamiento tal del equilibrio entre las partes en favor de una
sola que la constitución cesa de ser mixta y se vuelve simple. A juzgar por lo que
Polibio escribe sobre la ciudad de Cartago, también regida por un gobierno mixto,
pero destinada a ser derrotada porque ya había caído en m anos de un gobierno
democrático (en el sentido peyorativo del término ), mientras Roma estaba
destinada a la victoria porque el equilibrio de los tres poderes no había sido roto
todavía en favor de uno solo de ellos, se podría decir que existe una especie de
ciclo dentro de las constituciones mixtas, que da lugar a un ciclo e n el ciclo, con la
consecuencia de que no todas las constituciones mixtas pueden ubicarse en el
mismo plano, sino que deben distinguirse, según prevalezca una u otra parte de la
ciudad, en constituciones mixtas con carácter monárquico, aristocrático o
democrático. Quizá se pueda aventurar la hipótesis, aunque no manifestada del
39

todo, de que también de este "'ciclo en el ciclo" Prohíbo haga un uso además de
descriptivo también axiológico, al establecer una ponderación entre los diversos
tipos de constituciones mixtas, y al dar su preferencia a la constitución mixta de
carácter aristocrático, como la romana de sus tiempos, y al considerar la
constitución mixta de carácter democrático como el principio del fin. De acuerdo con
esta hipótesis, la mejor constitución mixta sería aquella en la cual, de las tres partes
que la componen, prevaleciera la que está en medio (o sea la parte aristocrática):
un buen ejemplo de la primacía de la "medianía". A n e x o En la Republica
(alrededor de 50 a.c) de Cicerón, la excelencia del gobierno mixto y el elogio de la
constitución romana corren paralelamente. Cuando Cicerón escribió su libro un siglo
después de Polibio, la idea de que el gobierno mixto fuese el mejor y la
conceptualización de la constitución romana como mixta ya estaban consolidadas.
Una y otra se refuerzan mutuamente: la constitución romana es la mejor de las
constituciones porque es un gobierno mixto; pero al mismo tiempo el gobierno mixto
es el mejor de los gobiernos porque es el producto secular de Roma. Después de
haber expuesto la acostumbrada teoría de las seis formas, Cicerón escribe: A mi
parecer de las tres primeras formas es preferible la monarquía, pero es superior a
ella la compuesta equilibradamente por las tres formas mejores de constitución (I,
45, las cursivas son mías). Obsérvese el uso de la expresión “aequatumet
temperatum” que reclama el tema Polibiano del equilibrio. ¿Cuál es la razón de la
excelencia de este tipo de constitución? Conviene que haya en el gobierno algo de
eminente y real, y que otros poderes sean atribuidos y concedidos a la autoridad de
los notables, y que ciertas cuestiones sean reservadas al juicio y deseo de la
multitud (I, 45). ¿Cuáles son las consecuencias? En primer lugar tal constitución
presenta una cierta igualdad, de la que difícilmente pueden prescindir por largo
tiempo los ciudadanos libres, en segundo lugar tiene estabilidad [firmitudinem] (I,
45, las cursivas son mías). Después de lo que se ha dicho sobre Polibio, me parece
inútil insistir en la importancia de la idea de ''estabilidad" para la asignación de un
valor positivo a una constitución. De cualquier modo, el fragmento de Cicerón es
una confirmación acreditada, y también una corroboración de que la excelencia del
gobierno mixto reside en última instancia en el hecho de que asegura la estabilidad
40

que las otras formas de gobierno no logran garantizar; esto se deriva del siguiente
fragmento que reproduce sintéticamente el ciclo polibiano: y' Mientras las primeras
tres formas de gobierno fácilmente caen en los defectos contrarios, de suerte que
del rey deriva el tirano, de los notables las facciones, del pueblo la turba y el
desorden, y estas mismas formas cambian en formas nuevas, en contraste eso
generalmente no sucede en una forma de gobierno como ésta, compuesta y
moderadamente mixta [ ... ] En efecto no hay motivo de cambio [causa
conversionismo allí donde cada uno está sólidamente colocado en su lugar y no se
pone en condiciones de precipitar y caer (I, 45). Una vez más hay una relación
estrecha entre constitución mixta y estabilidad: cuando el gobierno está compuesto
y cada parte cumple su función dentro del todo, no hay causa conversionismo, es
decir, no hay una razón por la cual el gobierno degenere y de la degeneración nazca
una forma de gobierno completamente nueva. Una vez más, en un texto clásico de
filosofía política, el elogio de la estabilidad corre paralelamente con el miedo al
cambio, especialmente cuando éste lleva a la “turba et confusio ” del gobierno
popular.

1.4. Maquiavelo. Nueva clasificación de las formas de gobierno.


Repúblicas y Principados
Bobbio, Norberto (1992) La teoría de las formas de gobierno en la historia del pensamiento político,
México, FCE.pp 57-79.
V. I N T E R M E D IO

Ll a m o ''intermedio'' a estas breves consideraciones sobre el medievo, o sea, a los


muchos siglos que separan la época clásica de Maquiavelo, a quien dedico el
capítulo siguiente. Ya dije que me detengo en este e x c u r su s histórico en algunas
etapas que considero esenciales en la historia de las teorías de las formas de
gobierno, es decir, en algunas teorías ejemplares. En el curso de la filosofía política
medieval no hay etapas verdaderamente fundamentales para el desarrollo de la
teoría de las formas de gobierno. Aquí me limito a presentar algunos motivos de
esta carencia y a darle una explicación. No se puede pasar por alto una razón
externa que puede haber influido en la larga pausa de la historia que exponemos
sintéticamente. El texto canónico de esta historia, la Política de Aristóteles, no era
41

conocido por los escritores cristianos de los primeros siglos: sumergido en la crisis
de la civilización antigua, fue descubierto a finales del siglo xiii. La Republica de
Cicerón no fue conocida hasta principios del siglo xix. Cuando el texto aristotélico
fue recuperado, su lectura tuvo amplias repercusiones, tan grandes que la célebre
clasificación de las formas de gobierno fue repetida al pie de la letra, aunque la
realidad histórica era muy diferente de la que había originado las observaciones y
las distinciones de los autores griegos. Recurro a un ejemplo muy significativo: una
de las obras políticas más importantes del alto medievo ciertamente es el defensor
pacis de Marsilio de Padua (1324). Lo que Marsilio escribió en el capítulo v iii
dedicado a la clasificación de las constituciones es una pura y simple repetición, por
no decir traducción, del fragmento aristotélico ya citado: “Existen dos géneros de
partes gobernantes o gobiernos: una temperada y la otra viciada. Llamo junto con
Aristóteles [ ... ] bien temperado el género en el que el gobernante gobierna para
beneficio común, de acuerdo con la voluntad de sus súbditos; mientras el género
viciado es el que no concuerda con esto. Cada uno de estos géneros se divide a su
vez en tres especies: el temperado en monarquía real, aristocracia y politia, el
viciado en las tres especies opuestas de la monarquía tiránica, oligarquía y
democracia”.

Pero quisiera aducir una razón más profunda, aunque lo hago con mucha cautela,
ya que se trata de una generalización que necesitaría mayores pruebas. Gran parte
de las teorías medievales del Estado, o por lo m en os las de los primeros siglos,
anteriores a la gran escolástica (que retoma las tesis aristotélicas), tienen una
concepción negativa del Estado. Llamo concepción negativa del Estado a la que
considera que la tarea esencial del Estado es poner remedio a la naturaleza
malvada del hombre, y en la cual el Estado es visto sobre todo como una dura
necesidad y es considerado preponderantemente en su aspecto represivo (cuyo
símbolo es la espada). La concepción griega del Estado era muy distinta. Baste
recordar que para Aristóteles el fin del Estado no es solamente permitir la vida
colectiva sino hacer posible que quienes viven juntos tengan una "vida buena”. Para
quien postula la naturaleza malvada del hombre (el hombre después de la caída, el
hombre del pecado original), la tarea del Estado no es promover el bien, sin o
42

únicamente tener alejado el desencadenamiento de las pasiones, que haría


imposible cualquier tipo de convivencia pacífica, mediante el uso de la espada de la
justicia. La salvación del hombre no es promovida por el Estado sin o por la Iglesia.
Para dar una idea de lo que he llamado concepción negativa del Estado, cito a un
autor que resume en sus obras enciclopédicas del pensamiento cristiano de los
primeros siglos, Isidoro de Sevilla (550 6 3 6 ), quien en sus sentencias dicen que
por voluntad divina la pena de la servidumbre fu e declarada al género humano por
el pecad o del primer hombre. Cuando Dios nota que a algunos hombres no les
viene bien la libertad, misericordiosamente les impone la esclavitud. Y aunque el
pecado original es absuelto a todos los fieles gracias al bautismo, sin embargo Dios,
en su equidad, ha diferenciado la vida de los hombres, estableciendo que algunos
fuesen siervos y otros amos, de manera que el arbitrio de actuar mal de los siervos
sea detenido y limitado por la potestad de quien domina. ¿Si nadie tuviese temor,
quién impediría el mal? Por esto son elegidos príncipes y reyes, para que con él
terror salven del mal a sus pueblos y en virtud de las leyes los obliguen a vivir con
rectitud. Creo que es difícil encontrar una exposición más incisiva y sintética de la
concepción negativa del Estado: como la razón de SCI' del Estado es la maldad
humana, el poder de los gobernantes no puede regirse más que con el terror. Los
hombres no son naturalmente buenos, sin con secuencia deben ser obligados a ser
buenos; el Estado es el instrumento de tal constricción. Quienes tienen un poder tan
terrible pertenecen por naturaleza a la raza de los amos, así como quienes están
destinados a obedecer forman la raza de los siervos. Vimos en el capítulo dedicado
a Aristóteles que el régimen en el que la relación entre gobernantes y gobernados
se compara con la que existe entre amos y esclavos es la monarquía despótica:
ninguna otra cosa más que monarquía despótica es el régimen descrito en el
fragmento de Isidoro. Se entiende que en una teoría del Estado como ésta no haya
lugar para una de las formas de gobierno, que presupone, como se ha visto en
repetidas ocasiones, la observación de que hay muchas formas de gobierno y de
que entre ellas hay buenas y malas. Donde todas las constituciones son m alas (y
son necesariamente así), donde todas las constituciones son despóticas, donde el
Estado, por el solo hecho de serlo, no puede dejar de ser despótico, donde, en otras
43

palabras. Estado y despotismo son un emitidme, no hay lugar para distinciones en


sutiles de las formas de gobierno en géneros, especies y subespecies. S e podría
objetar que Platón también tenía una concepción negativa de los Estados
existentes, pues sostenía que todos eran malos con respecto a la república ideal,
más precisamente Platón contraponía los Estados existentes al Estado óptimo, y en
consecuencia, aunque sea por deducción racional, tenía la idea del Estado bueno.
Un fragmento como el de Isidoro no contrapone el Estado malo al bueno. Aquí el
con traste es otro: no es entre Estados bueno y malo, sin o entre Estado e Iglesia.
El gran tema de la política medieval es la dicotomía Estado-Iglesia, no el de la
variedad histórica de los Estados. La salvación de los hombres no era tarea del
Estado, como para los escritores griegos y como lo será para los escritores políticos
que inauguran la tradición del naturalismo moderno, como Hobbes, sin o de una
institución diferente del Estado, superior a éste y en ciertos aspectos incluso an -
titética del Estado, una institución que tiene la tarea extraordinaria de llevar a los
hombres hacia el reino de Dios. No resisto la tentación, aunque m e adelanto
algunos siglos, pero permanezco en la isma tradición de pensamiento, de citar un
célebre fragmento en el que la contraposición entre los dos reinos no podría ser
definida con mayor fuerza. Se trata del escrito Sobre la autoridad secular (1523), de
Lutero: Al reino de la tierra, es decir, bajo la ley, pertenecen todos aquellos que no
son cristianos. En efecto, siendo pocos los verdaderos cristianos y menos aun los
que se portan según el espíritu cristiano. Dios ha impuesto, por encima de la
condición de cristianos y del reino de Dios, otro régimen, y los ha puesto bajo la
espada, de manera que aunque lo harían con gusto, no puedan ejercer su maldad
y, donde lo hagan, no estén sin temor, o con serenidad y despreocupación;
precisamente como con lazos y cadenas se ata a una bestia salvaje y feroz, a fin de
que no pueda morder ni atacar según su instinto, aunque lo haría de buena gana;
mientras un animal manso y doméstico no tiene necesidad de ello, siendo apacible
aun sin lazos ni cadenas (Martín Lutero, Scritti politici, Utet, p. 403). Para encontrar
en la historia otra concepción negativa del Estado comparable a la de los primeros
pensadores cristianos es necesario llegar a Marx. A este autor dedicaré un capítulo
, pero puedo adelantar que parte de una concepción negativa de la historia , por lo
44

menos hasta el momento de la resurrección mediante la revolución , es decir, inicia


desde una concepción de la historia de acuerdo con la cual todas las sociedades
que han existid o hasta ahora (salvo las primitivas) están divididas en clases
antagónicas, y afirma que la clase dominante tiene necesidad de una fuerza
represiva, en la que consiste precisamente el Estado, para mantener el dominio. El
punto de partida de Marx no es el hombre malvado, y mucho menos porque está
manchado por el pecado original; es, por decirlo así, la sociedad malvada en su
conjunto, porque la división del trabajo ha producido la división de clases, y ésta
perpetúa la desigualdad entre los propietarios y los desposeídos. Se trata de un
punto de partida que tiene como consecuencia el reconocimiento de la necesidad
de un dominio férreo, porque sin él la clase dominante no podría mantener su poder.
También para Marx, el Estado no puede ser conservado sin terror, con la diferencia
de que este terror no se vuelve necesario por la maldad de los súbditos, sino por las
condiciones objetiva s de las relaciones de producción que han dado origen a una
sociedad de desiguales que no puede ser mantenida más que con la fuerza. No por
casualidad Marx habla de "dictadura de la burguesía” para indicar el Estado burgués
y de "dictadura del proletariado” para señalar al Estado en el que la clase do m in
ante será el proletariado. Dicho de otro modo: designa al Estado, cualquier forma
que asuma, con un término que siempre ha indicado un poder exclusivo y absoluto.
En su momento veremos que, con respecto a la teoría de las formas de gobierno,
la con secuencia es la misma que apreciamos en la concepción negativa del Estado
que caracteriza a algunos escritos cristianos: tampoco en Marx hay una verdadera
teoría de las formas de gobierno. Si todos los Estados por el sólo hecho de serlo
son "dictaduras”, cualquier Estado vale por otro. Hasta que exista el Estado habrá
el dominio de la fuerza, la coacción, la represión, la violencia de la clase que detenta
el poder sobre la que no lo tiene, etc. Se comprende que Marx no ve en el Estado
el fin de la historia: el Estado está destinado a desaparecer para dar lugar, cuando
ya no haya clases contrapuestas, a la sociedad sin Estado. Pero mientras para los
escrito cristianos la salvación del individuo está en otra sociedad que corre paralela
al Estado extra eclesial múllaseles ”) , para Marx la solución está en la terminación
del Estado, o sea, en la sociedad que ya no está basada en las relaciones de fuerza,
45

en la sociedad que podrá ser instaurada cuando desaparezca la división de clases.


En una concepción negativa del Estado no puede dejar de existir la afirmación de
un momento positivo, es decir, de una entidad que se contrapone al Estado, y que
al hacerlo lo domina y al final lo derrota. Para los autores cristianos este momento
positivo es la Iglesia, para Marx la sociedad sin clases; para los primeros una forma
de verdadero anti-Estado, para el segundo él no-Estado. Para completar el marco
de las concepciones negativas del Estado , desde que poco antes recordé a P latón,
se debe agregar que la solución platónica del Estado negativo no es ni el anti-Estado
ni el no-Estado, sin o el Estado ideal, que es la sublimación del Estado, el super-
Estado, la sociedad organizada de manera que las desigualdad es entre los
miembros de la comunidad estatal, las desigualdades de las que tiene su origen el
Estado como puro dominio, sean establecidas para siempre y perpetuadas. E n
otras palabras, no es la eliminación de la división de la sociedad en clases sin o su
eternización. También se puede dar una explicación filosófica del escaso interés de
los escritores cristianos por la clasificación de las formas de gobierno: el problema
central de los escritores políticos de los primeros siglos después del cristianismo es
ante todo moral. Se trata del problema de la relación entre el Estado, cualquiera que
sea su forma histórica, y la justicia. San Agustín presentó el problema con gran
claridad — al que todo el pensamiento político medieval tratará de dar una respuesta
— cuando se preguntó: Sin la justicia, ¿qué serían en realidad los reinos si no
bandas de ladrones?, ¿y qué son las bandas de ladrones si no pequeños reinos? [
... ] Por ello, inteligente y veraz fue la respuesta dada a Alejandro Magno por un
pirata que había caído en su poder, pues habiéndole preguntado el rey por qué
infestaba el mar, con audaz libertad el pirata respondió: por el mismo motivo por el
que tú infestas la tierra; pero ya que yo lo hago con un pequeño bajel me llaman
ladrón, y a ti porque lo haces con formidables ejércitos, te llaman emperador (De
civitatedei, IV, 4).* Quisiera resaltar por lo menos una consecuencia de este
planteamiento ético del problema político: el interés que el pensamiento político
medieval tuvo por la tiranía . Me atrevería a decir que de todos los grandes temas
políticos que forman la herencia del pensamiento clásico, quizá el de la tiranía fue
el más tratado en los umbrales del pensamiento moderno, antes de Maquiavelo. El
46

tema maquiaveliano (¡y maquiavélico!) por excelencia, el del "príncipe nuevo", es el


clásico del tirano, es decir, de la persona que conquista el poder de hecho y lo
mantiene al ejercerlo de acuerdo con reglas que no son las de la m oral pública (o
de la m oral religiosa). Es el mismo tema, pero no tratado como un problema m oral
ni como uno jurídico. El más célebre tratado medieval sobre la tiranía es de Bartolo
(1314-1357), Deregimine civitatis , el cual introduce la distinción, destinada a tener
gran éxito, entre el tirano que lo es porque ejerce abusivamente el poder —llamado
" tyrannu sex parte ejercito”— y el tirano que lo es porque adquirió el poder sin tener
derecho a él —llamado " tyrannusexdefectutituli \ Tal vez el más completo de los
tratados sobre el tirano sea el de Coluccio Salutati, el T r a c ta tu s d e ty ra n n o
(escrito al final del siglo xv), con el que este autor quiso responder a la pregunta de
si César tuviese que ser considerado un tirano y por tanto si Dante estaba en lo
justo por haber colocado en el último nivel del infierno a sus asesinos. Coluccio
retoma una clasificación de las formas de gobierno o p r in c ip a tu s que ya se
encuentra en Santo Tomás, Tolomeo da Lucca y Egidio Romano, y que deriva
lejanamente de Aristóteles sin ser aristotélica en el pleno sentido de la palabra. Las
tres formas de princip a tus son el regius, el politicus, el despoticus . Es interesante
el criterio de distinción tomado de las relaciones familiares (así como fueron
presentadas en el primer libro de la Política de Aristóteles): en el principatus regius
el rey gobierna como el padre sobre los hijos; en el politicus gobierna como el marido
sobre la mujer, y en el despoticus lo hace como el amo sobre los esclavos. Regresa
a la distinción también aristotélica entre el poder ejercido en interés de los súbditos
(el poder paternal), el que favorece tanto a quien tiene el poder como a aquellos a
quienes está dirigido (el poder conyugal), y el ejercido en interés exclusivo de quien
gobierna (el poder patronal). Por lo que hace a la tiranía, Coluccio retoma la
distinción entre las dos formas especificadas por Bartolo: tirano es tanto quien
“invadit imperiumetiustu mnonhabet titulum dominandi” —y se trata del príncipe que
conquista el poder sin tener el título justo, y por tanto es el príncipe usurpador,
ilegítimo, etc.— , como quien “superbe dominatur aut inustitiam manistral et leges
servat " —y es el príncipe que, aun teniendo bajo un título justo el poder, lo ejerce
violando las leyes, abusando de sus privilegios, tratando cruelmente a los súbditos,
47

etc. Antitéticamente, el príncipe legítimo y justo, no tirano, es quien al mismo tiempo


tiene un justo título para gobernar, y gobierna justamente —“qui iustitiam manistrat
et leges s e r v a t”. Estas observaciones sobre la teoría del tirano sirven también
como introducción a Maquiavelo.

M A Q U IA V E L O

Con Maquiavelo inician muchas cosas importantes en la historia del pensamiento


político, incluso una nueva clasificación de las formas de gobierno. Maquiavelo
aborda las formas de gobierno tanto en el Príncipe como en los Discursos sobre la
primera década de Tito Livio . Me ocuparé de ambas obras, advirtiendo que también
respecto al tema que nos atañe, el estudio resiente la diferencia entre los dos
escritos: el primero es de política militante, el segundo de teoría política, más
separado de los acontecimientos de la época. La novedad de la clasificación de
Maquiavelo con respecto a la catalogación clásica aparece desde las primeras
palabras con las que se abre el Príncipe, dedicadas precisamente a nuestro tema:
Todos los Estados, todas las dominaciones que ejercieron y ejercen imperio sobre
los hombres, fueron y son repúblicas o principados. * Estos renglones también son
importantes para la historia del pensamiento político porque introducen la palabra,
destinada a tener gran éxito. Estado, para indicar lo que los griegos llamaron polis,
los romanos república, y un gran pensador político francés, Jean Bodin, medio siglo
después de Maquiavelo, llamará republique. Recientemente se ha escrito mucho
sobre el uso y la fortuna del término Estado en la época de Maquiavelo e
inmediatamente después, en Italia y fuera de ella. No me detengo en esto porque
es un tema extraño al curso, pero para quien quiera saber un poco más del asunto
le sugiero leer el capítulo iv de la doctrina de ilostato, de A. Passerin d'Entreves,
titulado "Il nome stato: génesis e fortuna di un neologismo" (Giappichelli, Turín,
1962, páginas 47-60). Del fragmento citado se desprende que Maquiavelo presenta
una bipartición en vez de la tripartición clásica aristotélico-polibiana. El principado
corresponde al reino, la república abarca tanto la aristocracia como la democracia.
La diferencia continúa siendo cuantitativa (más no sólo cuantitativa), pero es
simplificada: los Estados están regidos por uno o p o r varios. Esta es la diferencia
48

verdaderamente sustancial: los 'V arios'' pueden ser pocos o muchos, de allí que en
el ámbito de las repúblicas se distingan las aristocráticas y las democráticas; pero
esta segunda distinción ya no está basada en una diferencia esencial. Dicho de otro
modo: o el poder reside en la voluntad de uno solo, y se tiene el principado, o el
poder radica en una voluntad colectiva, que se expresa en un colegio o en una
asamblea, y se tiene la república en sus diversas formas. La diferencia entre la
voluntad de un colegio restringido, como puede ser el de una república aristocrática,
y la de una asamblea popular, como puede ser la de una república democrática, no
es tan relevante como la diferencia entre la voluntad del soberano único, que es la
de una persona física, y la de un soberano colectivo, que es la voluntad de una
persona jurídica (de una “persona ficta”). Lo que cambia en el paso del principado
a la república es la naturaleza misma de la voluntad; lo que cambia en el paso de la
república aristocrática a la república democrática solamente es la diferente
formación de una voluntad colectiva. Una voluntad colectiva, cualquiera que ésta
sea, para formarse tiene necesidad de que se respeten ciertas reglas de
procedimiento (como por ejemplo la de la mayoría), que no se aplican a la formación
de la voluntad única del príncipe, en cuanto ésta se identifica como la de una
persona física. Independiente ente de estas consideraciones jurídicas, la distinción
de Maquiavelo corresponde mucho mejor a la realidad de su tiempo que la
clasificación de los antiguos. La teoría de las formas de gobierno formulada por los
griegos no nació de la cabeza de los filósofos; fue producto de la observación de las
constituciones de las ciudades griegas, de sus características y de sus mutaciones.
Tenía una base histórica como puede apreciarse en los ejemplos que tanto Platón
como Aristóteles toman de esta o aquella constitución real cada vez que se les
presenta la ocasión. No debe olvidarse que el mismo Aristóteles, en una obra que
se perdió, recopiló 158 constituciones de su tiempo. La realidad política de J a época
de Maquiavelo había cambiado profundamente. No podía escapar a quien había
escrito de política que era '"más conveniente ir tras la verdad efectiva de las cosas
que tras su apariencia'', y m ira con desconfianza a todos aquellos que ''se han
imaginado como existentes de veras a repúblicas y principados que nunca se han
visto ni conocido" (El príncipe, XV). La Europa del tiempo de Maquiavelo ofrecía al
49

observador desinteresado el espectáculo de los regna, como el inglés, el francés, el


español, que se habían formado poco a poco después de la caída y disolución del
imperio romano, y que se estaban transformando en grandes Estados territoriales
de los cuales nació el "Estado moderno", y el de las civitates, que crecían y
extendían su dominio en el territorio circundante que comprendía otras ciudades
menores regidas por señores temporales y electivos, por colegios o consejos de
notables o representantes, o por ambos, y de las cuales Italia exhibía en tiempos de
Maquiavelo ejemplos conspicuos, como las repúblicas de Génova, Venecia y
Florencia. Tampoco debe olvidarse que con respecto a la historia pasada, el campo
de las reflexiones de Maquiavelo no fueron las ciudades griegas sino la república
romana: una historia secular y gloriosa que parecía hecha a propósito en su
desarrollo dividido principalmente, salvo los primeros siglos, en una república y un
principado, para confirmar la tesis de que los Estados son precisamente como
quería demostrarse, o repúblicas o principados. La prueba de que esta distinción no
fue una diferenciación trivial o puramente libresca se encuentra en el hecho de que
Maquiavelo la retomó en diversas ocasiones y se sirvió de ella para comprender la
realidad de su tiempo. Me limito a citar un fragmento de un escrito menor, Discurso
sobre la reforma del Estado de Florencia hecho a instancias del P a p a L e ó n X :
La causa de los frecuentes cambios de instituciones en Florencia, consiste en no
haber sido nunca ni republicanas ni monárquicas con las cualidades genuinas de
cada una de estas formas de gobierno; porque se llama monarquía sólida aquella
en que la deliberación es de muchos y la ejecución de uno, y no puede ser república
duradera aquella en que no se satisface la opinión de la mayoría, pues al
desatenderla, se arruina el régimen republicano (cito de Tutte la opere, Milán,
Mondadori, 1950, vol. ii, p. 526).* La cita no deja lugar a dudas sobre la importancia
que Maquiavelo atribuye a la distinción. Se trata de una distinción verdaderamente
esencial, tan es así que un Estado bien ordenado no puede tener más que una u
otra constitución. Cada una de las dos formas, hoy se diría, tiene su propia "lógica",
que debe ser respetada si no se quiere crear confusiones, y dar origen a Estados
"defectuosos". El fragmento siguiente, del mismo Discurso, es todavía más explícito:
Respecto al Estado de Cosme, digo que ningún Estado puede vivir ordenadamente
50

sino con verdadera monarquía o verdadera república, porque todo régimen


intermedio es defectuoso. La razón es clarísima: la monarquía, como la república,
sólo tienen un camino para desintegrarse; para aquélla convertirse en república,
para ésta, en monarquía. Los Estados intermedios tienen dos vías: una la que les
conduce hacia la monarquía, y otra la que les lleva hacia la república, y de aquí su
inestabilidad (p. 530). El fragmento también es interesante por otra razón: en la
distinción neta entre principados y repúblicas no hay lugar para "los Estados
intermedios". Y no hay lugar para ellos, es decir, para los Estados que no son ni
principados ni repúblicas, porque estos Estados sufren del mal que es característico,
como hemos visto ya en diversas ocasiones, de los malos Estados, o sea, la
inestabilidad. Una tesis de este tipo parece contradecir la teoría del Estado mixto,
del cual, a pesar de todo, Maquiavelo, admirador de la república romana, es, en la
misma línea de Polibio, un partidario. También, como se ha dicho, una de las
razones de la excelencia del Estado mixto es la estabilidad. Ahora parece que, para
Maquiavelo, los Estados estables son los simples, principado o república, mientras
la inestabilidad sería una característica de los "Estados intermedios". Estos Estados
son inestables por la misma razón por la cual en los partidarios del Estado mixto,
como Polibio, son inestables las formas simples, es decir, porque en ellos y no en
las formas simples se produce más fácilmente el paso de una forma a otra. Ésta no
es la única contradicción entre el Maquiavelo historiador y teórico de la política y el
Maquiavelo político y consejero de príncipes. Más, ¿se trata verdaderamente de
una contradicción? ¿Los "Estados intermedios" y los "gobiernos mixtos" son la
misma cosa? Creo que no. En efecto, se puede sostener que no todas las
combinaciones entre las diversas formas de gobierno son buenas, es decir, son
verdaderos y propios gobiernos mixtos. No es suficiente mezclar una forma de
gobierno con otra para tener un gobierno mixto; hay combinaciones que tienen éxito
y otras que no lo tienen. Una combinación puede ser una síntesis bien lograda de
constituciones opuestas y entonces será superior a las constituciones simples; pero
también puede ser una contaminación de constituciones que ni pueden estar juntas,
y entonces una constitución simple será superior. Como veremos más adelante, el
gobierno mixto que Maquiavelo identifica en el Estado romano es una república,
51

compuesta, compleja, formada por diversas partes que mantienen relaciones de


concordia y discordia entre ellas. En cambio, el Estado intermedio que él critica no
deriva de una fusión de diferentes partes en un todo que las trasciende, sino de un
acuerdo provisional entre dos partes en conflicto que no lograron encontrar una
constitución unitaria que las abarque y supere. De cualquier manera, este discurso
sobre la reforma del Estado de Florencia está demasiado vinculado a la coyuntura
histórica que trata como para ser comparado sic et s implícita con el discurso teórico
sobre las formas de gobierno en general, que Maquiavelo expone en los Discursos.
Una vez diferenciados los Estados en principados y repúblicas. Aquí solamente me
detengo en la clasificación de los principados. La primera distinción tratada en el
libro es entre principados hereditarios, en los cuales el poder se transmite con base
en una ley constitucional de sucesión, y principados nuevos, en los que el poder es
conquistado por un señor que antes de conquistar aquel Estado no era ''príncipe'"
(como sucedió en Milán, para tomar el ejemplo con el que el mismo Maquiavelo
inicia el discurso sobre los principados nuevos, gracias a Francisco S forza). El libro
está dedicado casi completamente a los principados nuevos. Lo que preocupa a
Maquiavelo es establecer las premisas que le permitan invocar al último, en la
famosa exhortación final, el ''príncipe nuevo'', que deberá redimir Italia del "dominio
bárbaro", el novel '‘Teseo", el "redentor".

El criterio de distinción entre estas dos especies de principados es claro: hay


príncipes que gobiernan sin intermediarios, cuyo poder es absoluto con la
consecuencia de que los súbditos son con respecto a él "siervos", incluso aquellos
que por concesión graciosa del soberano lo ayudan como ministros; hay príncipes
que gobiernan con la intermediación de la nobleza, cuyo poder no depende del rey
sino que es originario. Esta segunda especie de príncipes ya no tiene un poder
absoluto, porque lo comparte con los "barones", aunque conserva sobre todo un
poder eminente. Para la primera especie de principado Maquiavelo retoma el
tradicional concepto de monarquía despótica, del que había hablado Aristóteles, es
decir, el de la monarquía en la cual la relación entre dominante y dominado es
semejante a la que existe entre amo y esclavo. La distinción inmediatamente es
aclarada por los ejemplos que siguen: El ejemplo del Turco es interesante: con la
52

categoría de la monarquía despótica también se retoma la idea del despotismo


oriental, que como se ha visto Aristóteles la conocía perfectamente. Esta idea
continuará hasta Hegel (e incluso más adelante). Siempre hay un Estado del
Oriente, no europeo, que es útil para demostrar la existencia de una forma de
gobierno, propia de los "pueblos serviles". En Aristóteles era Persia, en Maquiavelo
Turquía, en el siglo xviii China. En cuanto a los principados nuevos, a los que se
dedica la mayor parte del libro, Maquiavelo distingue cuatro especies de acuerdo
con el diverso modo de conquistar el poder: a) por virtud; h) por fortuna; c) por
maldad (es decir por violencia), y d) por el consenso de los ciudadanos. Estas cuatro
especies se disponen en liarejas antitéticas: virtud-fortuna, fuerza-consenso. Como
se sabe, los conceptos de virtud y de fortuna son centrales en la concepción
maquiaveliana de la historia. Maquiavelo entiende por virtud la capacidad personal
de dominar los acontecimientos y de realizar, incluso recurriendo a cualquier medio,
el fin deseado; por fortuna entiende el curso de los eventos que no dependen de la
voluntad humana. Hoy diríamos el momento subjetivo y el objetivo del movimiento
histórico. Para Maquiavelo lo que uno consigue no depende del todo ni de la virtud
ni de la fortuna, es decir, traducido a palabras nuestras, ni todo por el mérito
personal, ni todo por el favor de las circunstancias, sino por una y otra causa en
igual proporción: Sin embargo, y a fin de que no se desvanezca nuestro libre
albedrío, acepto por cierto que la fortuna sea juez de la mitad de nuestras acciones,
pero que nos deja gobernar la otra mitad, o poco menos (cap. xxv). La diferencia
entre los principados adquiridos por virtud y los logrados por fortuna está en que los
primeros duran más, los segundos, en los cuales el príncipe nuevo llega más que
por los propios méritos personales por circunstancias externas favorables, son
lábiles y están destinados a desaparecer en corto tiempo. El principado "por maldad"
(mediante crímenes) nos permite presentar otra consideración: en la distinción
maquiaveliana entre principado y república no sólo desaparece la tripartición
clásica, sino que ya no aparece, por lo menos directamente, la duplicación de las
formas de gobierno en buenas y m alas. Al menos por lo que se refiere a los
principados, que es la materia del Príncipe, Maquiavelo no introduce la distinción
entre principados buenos y malos, o sea, no repite la distinción clásica entre príncipe
53

y tirano. Como se ha visto, él distingue los diversos tipos de principado con base en
el diferente modo de adquisición, y si bien uno de éstos, el que adquiere el poder
"por maldad", corresponde a la clásica figura del tirano, nuestro autor lo considera
un príncipe como todos los demás. La verdad es que todos los príncipes nuevos, si
se observa la figura del tirano ilegítimo, o sea, la del tirano, son tiranos, y no
solamente el príncipe malvado. En el sentido moderno de la palabra son tiranos
porque su poder es de hecho y su legitimación se presenta, cuando es el caso,
solamente ante un hecho consumado. Precisamente porque todos los príncipes
nuevos son en cierto sentido tiranos, ninguno es verdaderamente tirano. En el
discurso maquiaveliano su figura no tiene ninguna connotación negativa. Más aún,
los príncipes nuevos por virtud son alabados como los fundadores de Estados, son
aquellos grandes protagonistas del desarrollo histórico que Hegel llamará
"individuos cósmico-históricos", y en torno a los cuales Max Weber construirá la
figura del jefe carismático. Diferente es el caso del príncipe que conquista el Estado
"por maldad", o "por un camino de perversidades y delitos" (cap. v iii). Éste es el
tirano en el sentido tradicional de la palabra, como por lo demás resulta de uno de
los dos ejemplos que Maquiavelo presenta, el de Agatocles, rey de Siracusa (el otro
ejemplo es de un contemporáneo, Liverotto da Fermo). Pero obsérvese
atentamente que también en este caso el juicio de Maquiavelo no es moralista. El
criterio para distinguir la buena política de la m ala es el éxito; el éxito para un
príncipe nuevo se mide por su capacidad de conservar el Estado (una vez más entra
en escena el valor de la estabilidad). La utilización del criterio del éxito como única
medida del juicio político permite a Maquiavelo distinguir también, dentro de la
categoría del tirano malvado, al buen tirano del malo. Bueno es el tirano que como
Agatocles, a pesar de haber conquistado el Estado mediante delitos terribles, logró
conservarlo. Mal tirano es Liverotto da Fermo que logró mantener el Estado
solamente un año, luego de lo cual tuvo el mismo fin que sus adversarios. ¿En qué
consiste la diferencia entre los dos príncipes? "Creo que depende —comenta
Maquiavelo con una de aquellas frases que lo hicieron al mismo tiempo famoso y
cruel— del buen o mal uso que se hace de la crueldad." Los dos príncipes fueron
crueles, pero la crueldad de uno fue usada, para los fines del resultado, que es lo
54

único que cuenta en política, bien, de manera útil para la conservación del Estado;
la crueldad del otro no sirvió para el único objetivo al que un príncipe debe apegar
sus acciones, que es mantener el poder. Cedo la palabra a Maquiavelo: Llamaría
bien empleadas a las crueldades (si a lo malo se le puede llamar bueno) cuando se
aplican de una sola vez por absoluta necesidad de asegurarse, y cuando se insiste
en ellas, pero, por el contrario, se trata de que las primeras se vuelvan todo lo
beneficiosas posible para los súbditos. Mal empleadas son las que, aunque poco
graves al principio, con el tiempo antes crecen que se extinguen. Una proposición
de este tipo es un claro ejemplo del conocido principio maquiavélico "el fin justifica
los medios". ¿Cuál es el fin de un príncipe? Es mantener el poder. El juicio sobre la
bondad o maldad de un príncipe no parte de los medios que utiliza, sino solamente
del resultado que, no importando los medios de que se valga, obtiene: Trate, pues,
un príncipe de vencer y conservar el Estado, que los medios siempre serán
honorables y loados por todos (cap. xviii). Como observamos, Maquiavelo, al miciar
el Príncipe, señala que ya en otra ocasión discutió sobre las repúblicas
extensamente. Se refiere al primer libro de los Discursos sobre la primera década
de Tito Livio que ya había escrito cuando inició el Príncipe (en 1513). El capítulo ii
de este libro se titula: "De cuántas clases son las repúblicas y a cuál de ellas
corresponde la romana."' Como se ve, hay una influencia polibiana. Maquiavelo,
igual que Polibio, al abordar la historia de Roma, se detiene para describir su
constitución, y por tener que tratar con una constitución particular empieza con un
breve estudio de las constituciones en general. Pero la influencia no es solamente
de Polibio. Como ha sido indicado y comentado en diversas ocasiones, el segundo
capítulo de los Discursos es una paráfrasis, o incluso una traducción, del libro VI de
las Historias de Polibio. Que este capítulo sea una paráfrasis y tal vez una
traducción casi literal de Polibio, no quiere decir que éstas tan discutidas páginas
no contengan reflexiones originales. Pero ciertamente la derivación es evidente y la
semejanza entre los dos textos impresionante. En las páginas de Maquiavelo se
reencuentran los tres temas enunciados y desarrollados por Polibio: la tipología
clásica de las seis formas de gobierno, la teoría de los ciclos, y la del gobierno mixto,
ejemplificada, como en Polibio, por los gobiernos de Esparta y Roma. (Como
55

Polibio, Maquiavelo distingue a Esparta de Roma por el hecho de que aquélla


obtuvo su constitución de un legislador, Roma por la fuerza de los acontecimientos,
por una tradición que se formó paulatinamente, casi por naturaleza: Maquiavelo
dice: "en distintas ocasiones, al acaso y según los sucesos".) Maquiavelo, como
Polibio, enriquece las observaciones sobre las constituciones en general y la
romana en particular, con un apunte de historia universal que describe el
surgimiento de los Estados de la condición primitiva y salvaje cuando los hombres
vivían "dispersos y a semejanza de las bestias". Comencemos por la tipología:
Algunos de los que han escrito de las repúblicas distinguen tres clases de gobierno
que llaman principado, notables y popular, y sostienen que los legisladores de un
Estado deben preferir el que juzguen más a propósito. Otros autores, que en opinión
de muchos son más sabios, clasifican las formas de gobierno en seis, tres de ellas
pésimas y oirás tres buenas en sí mismas; pero (tan expuestas a corrupción, que
llegan a ser perniciosas. Las tres buenas son las antes dichas; las tres malas son
degradaciones de ellas, y cada cual es de tal modo semejante a aquella de que
procede, que fácilmente se pasa de una a otra, porque el principado con facilidad
se convierte en tiranía; el régimen de los notables en Estado de pocos, y el popular
sin dificultad en licencioso. De suerte que un legislador que organiza en el Estado
una de estas tres formas de gobierno, la establece por poco tiempo, porque no hay
precaución bastante a impedir que degenere en la que es consecuencia de ella por
la similitud que en este caso hay entre la virtud y el vicio (ed. cit., vol. i, 97-98). En
la presentación de la tipología clásica, Maquiavelo ya plantea la sucesión de las
constituciones, que analizará extensamente en las páginas siguientes, para
explicar, aunque brevemente, siempre bajo la guía de Polibio, las razones del paso
de una forma a otra. Se trata de la sucesión polibiana de acuerdo con la cual toda
constitución buena degenera en la correspondiente mala, en el siguiente orden:
gobierno de uno, de pocos y de muchos. Desde el punto de vista terminológico,
debe indicarse que de los antiguos y originarios términos griegos no quedó más que
el de "tiranía": los otros son términos latinos: principado, notables, gobierno de
pocos, gobierno popular, gobierno "licencioso" (que señala el gobierno corrupto de
muchos: en otro lugar para indicar el Estado popular corrupto, dice simplemente
56

"licencia"). El paso de una constitución a otra es una vez más muy rápido. Cada una
de las constituciones mencionadas dura "poco tiempo". Y por tanto, el defecto de
las constituciones simples es la inestabilidad. Este defecto es tan grave que incluso
las constituciones que serían buenas por sí mismas, en realidad son m alas por la
falta de estabilidad. Esta acentuación del aspecto negativo de las constituciones
positivas es aún más fuerte que en Polibio. En el fragmento anteriormente citado,
Maquiavelo escribió que las constituciones aunque "buenas en sí mismas", pero tan
"expuestas a corrupción", deben ser consideradas "perniciosas". Para reafirmar este
concepto más adelante dice: Todas estas formas de gobierno son perjudiciales; las
tres que calificamos de buenas por su escasa duración, y las otras tres por la
malignidad de su índole (p. 100). En Maquiavelo, como en Polibio, la clasificación
de las constituciones camina de la mano con la indicación de su sucesión en el
tiempo. También para Maquiavelo esta sucesión está prestablecida y permite
enunciar una verdadera y propia ley natural. E s la ley natural de los ciclos históricos,
la polibiana ''Anaciclosis''. Aquí la cercanía entre Maquiavelo y el historiador de
Roma es tan grande que la ley de los ciclo s es presentad a casi con las mismas
palabras (como si se tratase de una traducción). Polibio escribió (lo repetimos) :
Ésta es la rotación de las constituciones; ésta es la ley natural por la cual las formas
políticas se transforman, decaen y regresan al punto de partida. Maquiavelo escribe:
Tal es el círculo en que giran todas las naciones, ya sean gobernadas, ya se
gobiernen por sí (p. 100). Sin embargo, la tesis de Maquiavelo no es una repetición
total de la de Polibio; Maquiavelo es un escrito r realista. Que los ciclo s, o "círculos"
como los llama, se repitan infinitamente no tiene ningún vínculo con la realidad,
sobre todo para un escritor que es capaz de con templar una realidad histórica mu-
cho más rica y variada que la que podían observar los griegos. Maquiavelo parece
creer en la secuencia de las seis formas; pero no está tan dispuesto a admitir la
repetición indiscriminada de la secuencia. Como hemos visto en diversas ocasión
es, el punto débil de la teoría del ciclo era el siguiente: ¿qué cosa su cede al final
de la primera secuencia, cuando el proceso de degradación llega a su término (en
Platón con la tiranía, en Polibio con la oclocracia)? Polibio respondió sin dificultad
es: se produce el regreso al principio, de donde viene la idea de la "rotación". E n
57

este punto Maquiavelo es m u ch o más prudente. Después de enunciar la tesis del


"círculo" agrega: Pero rara vez restablecen la misma organización gubernativa,
porque casi ningún Estado tiene tan larga vida que sufra muchas de estas
mutaciones sin arruinarse, siendo frecuente que por tantos trabajos y por la falta de
consejo y de fuerza quede sometido a otro Estado vecino, cuya organización sea
mejor (p. 100). Eta observación es totalmente digna de un escrito r que, debiendo
escribir de cosas políticas, se había propuesto ir tras la "verdad efectiva".
Maquiavelo duda de que un Estado que cae al nivel más bajo de decadencia tenga
la fuerza suficiente para remontarse al punto de partida. É l deduce que la solución
más probable es que una vez que cae tan bajo se convierta en fácil presa de un
Estado vecino más fuerte cuya "organización sea mejor". De esta manera no se
presenta el regreso a los orígenes en el ámbito del mismo Estado, sin o una
transferencia del dominio de un Estado a otro. Es preferible señalar que una visión
de este tipo es más realista. Efectivamente sirve para dar una imagen mucho más
congruente con la dinámica de las fuerzas históricas que crean y destruyen los
Estados, porque comprende no sola m en te las fuerzas internas sino también las
externas. De cualquier manera, la teoría de los ciclos confirma la concepción
eminentemente naturalista que Maquiavelo tiene de la historia. La tarea que los
historiadores recabar del estudio de la historia las grandes leyes que en ella regulan
los acontecimientos. Sólo quien es capaz de explicar por qué las cosas suceden,
está en posibilidad de prever cómo acontecerán. Al en un ciar la ley de la rotación
Polibio escribió: Quien domine esta doctrina con profundidad puede que se
equivoque en cuanto al tiempo que durará un régimen político, pero en cuanto al
crecimiento de cada uno, a sus transformaciones y a su desaparición es difícil que
yerre (VI, 9). También Maquiavelo cree que el historiador puede prever los
acontecimientos futuros a condición de que sea agudo y profundo, para poder
explicar los sucesos del pasado. Me limito a citar dos fragmentos (el problema de la
concepción de la historia y de la ciencia en Maquiavelo es demasiado complejo para
tratarlo a q u í): El que estudia las cosas de ahora y las antiguas, conoce fácilmente
que en todas las ciudades y en todos los pueblos han existido y existen los mismos
deseos y los mismos humores; de suerte que, examinando con atención los sucesos
58

de la antigüedad, cualquier gobierno republicano prevé lo que ha de ocurrir, puede


aplicar los mismos remedios que usaron los antiguos, y, de no estar en uso,
imaginarlos nuevos, por la semejanza de los acontecimientos {Discursos, libro I,
cap. xxxix, p. 181). También de los Discursos: Suelen decir las personas entendidas,
y no sin motivo, que quien desee saber lo porvenir consulte lo pasado, porque todas
las cosas del mundo, en todo tiempo, se parecen a las precedentes. Esto depende
de que, siendo obras de los hombres, que tienen siempre las mismas pasiones, por
necesidad ha de producir los mismos efectos (Discursos, libro III, cap. XLiii, p. 435).
E l su p u esto de la formulación de leyes históricas es el reconocimiento de la
constancia de ciertas características de la naturaleza humana. E n am b os
fragmentos Maquiavelo insiste en este punto. E n el primer pasaje ha b la de
“mismos deseos" y de "mismos humores” y en el segundo de “mismas pasiones”.
La repetición de lo “mismo”, el retorno del siempre igual explica el movimiento de
las constituciones de acuerdo con un orden preestablecido. La comprensión de las
leyes profundas de la historia no solamente sirve para prever lo que su cederá, sin
o también, aunque parezca una contradicción, para prevenirlo, es decir, para poner
remedio al mal, si es un mal lo que la ley permite prever. En el primer fragmento,
Maquiavelo no solamente dice que quien examina con diligencia las cosas pasadas
es capaz de prever las futuras, sin o también que una vez hecha la previsión es
posible ponerle remedio. Maquiavelo aplica al problema de las constituciones esta
doble posición previsión-prevención. La secuencia de las seis constituciones
demuestra que todas son “perjudiciales”, no sólo aquellas tradicionalmente malas,
sin o también las buenas a causa de su rápida degeneración. Pero el hombre n o
sería el ser parcialmente libre que es, no determinado completamente por la
"fortuna" (reléase. el pasaje del cap. x x v sobre el hombre que no es determinado
completa m en te por los eventos pero que tampoco es del todo libre), si n o fu ese
capaz, una vez descubierto el m al, de inventar un remedio. A sí pues, el remedio al
fracaso de las constituciones simples existe, y es — otra vez u n a inspiración
polibiana — el gobierno mixto. En efecto, inmediatamente después de haber dicho
que todas las constituciones simples son " perjudiciales”, Maquiavelo continúa: Un
legislador prudente que conozca estos defectos, huirá de ellas, estableciendo una
59

que participe de todas, la cual será más firme y estable; porque en una constitución
donde coexistan el principado, los notables y el gobierno popular, cada uno de estos
poderes vigila y contrarresta los abusos de los otros (p. 100). En consecuencia
elogia a Licurgo, quien: [ ... ] organizó de tal manera a Esparta, que, distribuyendo
la autoridad ciñere el rey, los notables y el pueblo, fundó un régimen de más de
ochocientos años de duración, con gran gloria suya y perfecta tranquilidad del
Estado, [... ] mientras Solón , que instituyó en Atenas un gobierno popular “lo hizo
tan de poca duración, que antes de morir vio nacer la tiranía de Pisístrato ”. El
objetivo que Maquiavelo se propone al elogiar el gobierno mixto es exaltar, como lo
había hecho Polibio, la constitución de la república romana, la que, a diferencia de
la espartana, producto del cerebro de un legislado r, se formó, como se ha dicho,
median te un largo proceso que duró siglos, no por voluntad de un legislador, sino
“rebus ipsis ac factis ”. Después de la expulsión de los reyes, Roma se convirtió en
un a república, pero conservó la función real con la institución de los cónsules. Por
cierto: Los cónsules y el senado hacían la constitución romana mixta de dos de los
tres elementos que hemos referido, principado y notables. Faltaba, pues, dar
entrada al pueblo. Llegó la nobleza romana a hacerse insolente, por causas que
después diremos, y el pueblo se sublevó contra ella. A fin de no perder todo su
poder, tuvo que conceder parte al pueblo [... ] Tan favorable le fue la fortuna, que
aun cuando la autoridad pasó de los reyes y de los notables al pueblo por los
mismos grados y por las mismas causas antes referidas, sin embargo no abolieron
por completo el poder real para aumentar el de los nobles, ni se privó a éstos de
toda su autoridad para darla al pueblo, sino que haciéndola mixta, se organizó una
república perfecta (pp. 101-102). Nótese en el último renglón el nexo entre el ser la
república romana "mixta" y el ser "perfecta". Y tomo ese en cuenta que las
constituciones que no son mixtas habían sido llamadas, poco antes, "perniciosas" y
" perjudiciales”. Cuando la república romana era aristocrática, aun que contaba con
la presencia de los cónsules, no era perfecta. Sólo con la institución de los tribunos
de la plebe, que representan el elemento popular, alcanza, junto con lo completo de
la mezcla de las tres constituciones simples, la perfección. Hemos visto en varias
ocasiones en qué consiste la perfección de un gobierno mixto: en la capacidad de
60

durar por largo tiempo; pero no daríamos la importancia justa al ingenio de


Maquiavelo si no nos percatáramos de que la virtud del gobierno mixto, en su
análisis, hace de la constitución de la república romana otra cosa. Es necesario leer
el importante cap. iv titulado: “La desunión del pueblo y del senado hizo libre y
poderosa la república romana." La lectura de este capítulo produce una nueva
observación. El contraste entre las dos partes antagónicas de la ciudad, los patricios
y los plebeyos, para decirlo como Aristóteles, los ricos y los pobres, una vez resuelto
constitucionalmente mediante el gobierno mixto, al mismo tiempo aristocrático y
popular, no garantiza solamente la duración de la constitución sino también la
libertad interna del Estado. En el siguiente fragmento, que se ha vuelto célebre,
Maquiavelo hace una afirmación que será considerada como una anticipación de la
concepción moderna de la sociedad civil. De acuerdo con tal afirmación, no es la
armonía sino el conflicto, el antagonismo, lo que establece las condiciones de la
salud de los Estados —en los siguientes siglos se dirá del progreso histórico— y el
primer requisito de la libertad: Sostengo que quienes censuran los conflictos entre
la nobleza y el pueblo, condenan lo que fue primera causa de la libertad de Roma,
teniendo más en cuenta los tumultos y desórdenes ocurridos que los buenos
ejemplos que produjeron, y sin considerar que en toda república hay dos partidos,
el de los nobles y el del pueblo. Todas las leyes que se hacen en favor de la libertad
nacen del desacuerdo entre estos dos partidos [ ... ] No se pueden, pues, calificar
de nocivos estos desórdenes, ni de dividida una república que en tanto tiempo, por
cuestiones internas, sólo desterró ocho o diez ciudadanos y mató muy pocos, no
siendo tampoco muchos los multados; ni con razón se debe llamar desordenada a
una república donde hubo tantos ejemplos de virtud; porque los buenos ejemplos
nacen de la buena educación, la buena educación de las buenas leyes, y éstas de
aquellos desórdenes que muchos inconsideradamente condenan. Fijando bien la
atención en ellos, se observará que no produjeron destierro o violencia en perjuicio
del bien común, sino leyes y reglamentos en beneficio de la libertad pública (p. 104).
La importancia de una afirmación de este tipo —los "tumultos" que muchos
condenan no son la causa de la ruina de los Estados sino la condición para que se
promulguen buenas leyes en defensa de la libertad— jamás será exaltada
61

suficientemente: tal aseveración expresa claramente una nueva visión de la historia,


que podríamos llamar justamente " moderna", de acuerdo con la cual el desorden,
no el orden, el conflicto entre las partes contrapuestas, no la paz social impuesta
desde arriba, la desarmonía, no la armonía, los "tumultos", no la tranquilidad
derivada de un dominio irresistible, son el precio que se debe pagar por el
mantenimiento de la libertad. Además, mediante esta visión de la función benéfica
del contraste entre las dos partes opuestas, de los patricios por una p arte y de los
plebeyos por otra, de los dos "humores" presentes en toda república, la concepción
del gobierno mixto, es decir, del gobierno en el cual las diversas partes conviven
aunque en una situación de antagonismo permanente, adquiere una profundidad
histórica que la teoría meramente constitucional del gobierno mixto no había tenido
hasta entonces. El gobierno mixto ya no es solamente un mecanismo institucional,
es el reflejo (¡la superestructura!) de una sociedad determinada: es la solución
política de un problema —el del conflicto entre las partes antagónicas- que nace en
la sociedad civil.

1.5. Montesquieu. Formas de gobierno. Semejanzas y diferencias


entre Hegel y Montesquieu. Instituciones políticas liberales.
Bobbio, Norberto (1992) La teoría de las formas de gobierno en la historia del pensamiento político,
México, FCE. Pp 122-137.
La mayor obra de Montesquieu (1689-1755), Del espíritu de las le yes, apareció en
1748, pocos años después de la segunda edición de La scienza nuova de Vico
(1744). Al igual que La scienza nuova, Del espíritu de las leyes es una obra
compleja, de la que se pueden dar diversas interpretaciones; como La scienza
nuova, no es una obra de teoría política, aunque contiene una que analizaré en
estas lecciones. De todas las interpretaciones de La scienza nuova resalté la que la
considera como una filosofía de la historia; de todas las versiones Del espíritu de
las leyes me interesa subrayar, para los fines del curso, la que la entiende como
una "teoría general de la sociedad". Al igual que Vico, Montesquieu se plantea el
problema de si existen leyes generales que determinen la formación y el desarrollo
de la sociedad humana en general y de las sociedades humanas en particular; pero
a diferencia de Vico, Montesquieu se mueve en un horizonte de investigación más
62

amplio: el ámbito de la infinita erudición de Vico en gran medida es el mundo clásico,


y sólo en una porción mínima el mundo medieval y moderno con particular
referencia a los Estados europeos; en la visión de Montesquieu ocupan un lugar
preponderante los Estados extra europeos, tan es así que una categoría
fundamental de su construcción conceptual, la del despotismo, fue producida
específicamente para dar cuenta de la naturaleza de los gobiernos que no
pertenecen al mundo europeo. (Tanto para Vico como para Montesquieu, es el
mundo de los pueblos primitivos, de los "salvajes".) Mas la diferencia principal entre
los dos autores es otra: la dimensión de Vico es sobre todo temporal (y por ello la
presenté, a riesgo de dar una idea limitada, como una filosofía de la historia),
mientras la de Montesquieu es fundamentalmente espacial y geográfica (y por ello
prefiero definirla como una teoría general de la sociedad). E l interés primordial de
Vico busca descifrar las leyes mediante las cuales se produjo y continúa el
desarrollo histórico de la humanidad; el interés esencial de Montesquieu se dirige a
explicar la variedad de las sociedades humanas y de sus respectivos gobiernos no
solamente en el tiempo sino también en el espacio. Es evidente, desde el primer
capítulo con el que se abre la gran obra, titula d o "De las leyes en general", que el
problema de Montesquieu es principalmente descubrir las leyes que gobiernan el
movimiento y las formas de las sociedades humanas, y cuyo descubrimiento permite
elaborar una teoría de la sociedad. Los primeros renglones están dedicados a la
definición de ley: Las leyes en su significación más extensa, no son más que las
relaciones necesarias derivadas de la naturaleza de las cosas; y en este sentido,
todos los seres tienen sus leyes: la divinidad, el mundo material, las inteligencias
superiores al hombre, los animales, el hombre (trad. italiana de S. Cotta, Utet, Turín,
1952, vol. I, p. 55) * Aunque esta definición esté al inicio del libro no es ni clara ni
precisa; pero para nuestros fines se pueden recoger dos afirmaciones: a) todos los
seres del cosmos (incluido Dios) están gobernados por leyes, y b) se tiene una ley,
o mejor dicho se puede enunciar una ley, cuando entre dos entes del cosmos hay
relaciones necesarias, de manera que dado uno de los dos entes no puede dejar de
existir el otro (el ejemplo clásico de esta relación es la de causalidad , por la que se
dice que dos en tres físicos son un o la causa de otro, cuando dado el primero
63

necesariamente sigue el segundo ). De estas dos afirmaciones, o sea, de la


definición de ley como enunciación de una relación necesaria entre dos o más entes
(inciso b) y de la constatación de que todas las cosas están gobernadas por leyes
(inciso a), Montesquieu inmediatamente indica una consecuencia: el mundo no está
gobernado por "una ciega fatalidad". Tan es así que inmediatamente después de
aclarar la teoría que pretende negar, confirma, como refuerzo para la teoría que
quiere sostener, la tesis inicial sobre la existencia de leyes con estas palabras: Hay
pues una razón primitiva; y las leyes son las relaciones que existen entre ellas
mismas y los diferentes seres, y las relaciones de estos últimos entre ellos (p. 56).
Hasta aquí se diría que Montesquieu pretende ponerse frente al mundo humano
como el físico ante el de la naturaleza; pero las cosas en el mundo humano son un
poco más complejas porque (una afirmación de este tipo puede parecer
sorprendente) "falta mucho para que el mundo inteligente se halle tan bien
gobernado como el mundo físico" (p. 57). ¿Por qué el mundo humano no está tan
bien gobernado como el físico? Por la condición inteligente del hombre que lo
empuja a dejar de observar las leyes de la naturaleza así como las que él mismo se
ha dado (como veremos un poco más adelante). E l hecho de que el hombre, por
su naturaleza, no obedezca las leyes naturales tiene como con secuencia la
distinción tajante entre el mundo físico y el humano. Tal consecuencia es la
siguiente: para lograr el respeto de las leyes naturales, los hombres tienen que
darse otras. Estas leyes so n las positivas, es decir, las leyes que en toda sociedad
particular son puestas por la autoridad que tiene la tarea de conservar la cohesión
del grupo. A sí pues, mientras el mundo natural solamente está regido por las leyes
naturales (y por consiguiente es más fácil analizarlo y conocer su movimiento
regular y uniforme), el mundo humano está gobernado por la ley natural que es
común a todos los hombres y por las leyes positivas que, teniéndose que adaptar
a las diversas formas de sociedad, son diferentes de pueblo a pueblo. Por esto el
estudio del mundo humano es mucho más complicado, lo que explica por qué las
ciencias físicas han avanzado más que las sociales. Los dos diferentes planos en
los que se presentan los dos tipos de ley se aclaran en el siguiente fragmento: La
ley, en general, es la razón humana en cuanto se aplica al gobierno de todos los
64

pueblos de la tierra; y las leyes políticas y civiles de cada nación no deben ser otra
cosa sino casos particulares en que se aplica la misma razón humana (p. 63). La
relación entre la ley natural y las leyes positivas pasa entre un principio general y
sus aplicaciones prácticas. La ley natural se limita a enunciar un principio, como por
ejemplo el que las promesas deben ser cumplidas; las leyes positivas establecen
eventualmente y de diferente manera, de acuerdo con las diversas sociedades, las
modalidades bajo las cuales se intercambian las promesas para que sean válidas,
las sanciones que deben establecerse para quienes no las mantienen con el objeto
de hacer más probable su ejecución, etc. Montesquieu distingue tres especies de
leyes positivas: las que regulan las relaciones entre los grupos independientes, por
ejemplo, entre los Estados, las que norman dentro del grupo las relaciones entre
gobernantes y gobernados, y las que, también dentro del grupo, sancionan las
relaciones de los gobernados, de los ciudadanos o de los privados, entre ellos.
Constituyen respectivamente el derecho de gentes (ahora derecho internacional), el
derecho político (ahora derecho público) y el derecho civil (también llamado a sí en
nuestros días). Una vez constatada la distinción entre una ley natural y una universal
y las leyes positivas particulares, el estudio del mundo humano, a diferencia del de
la naturaleza, requiere un amplio conocimiento de las leyes positivas, es decir, de
las que cambian en el tiempo y el espacio. Una teoría general de la sociedad (como
hemos llamado a del espíritu de las leyes) no puede ser elaborada más que con
base en el estudio de las sociedades particulares. Precisamente el propósito de
Montesquieu es construir una teoría general de la sociedad a partir del examen del
mayor número posible de sociedades históricas. ¿Pero por qué tantas sociedades
diferentes, cada cual con sus leyes, con sus ritos, con sus costumbres, si las leyes
naturales son universales? El intento primordial de él espíritu de las le y e s es
explicar tal variedad. La multiplicidad de las leyes es un tema tan viejo como la
reflexión sobre las sociedades humanas (lo que es justo de este lado de los Alpes
se vuelve injusto del otro). Se trata de uno de los temas sobre los cuales pueden
ser externadas las más diferentes respuestas, de hecho cada una de ellas
caracteriza una diferente concepción de la naturaleza y del hombre. Se puede
responder que esta variedad es incomprensible para la mente humana porque es
65

cosa de una inteligencia superior que en su infinita sabiduría hace que los diversos
hilos de las diferentes civilizaciones se concentren en una misteriosa unidad; se
puede también responder que no hay una explicación racional porque la historia con
todas sus rarezas y sus aberraciones es el fruto de la lo cura humana o de la pura
casualidad. La solución que Montesquieu da al problema no se encuentra en estas
respuestas: la multiplicidad de las leyes tiene una razón y a partir de ella pueden
encontrarse las causas a condición de que se aplique al estudio del mundo humano
el mismo rigor metodológico y el espíritu de observación que los físicos emplean en
el análisis del mundo natural. Al resumir las conclusiones a las que Montesquieu
llega mediante el examen de una enorme cantidad de datos que le proporcionan la
filosofía política , las narraciones históricas y los testimonios de los viajeros, se
puede decir que las causas de la variedad de las leyes son de tres tipos: físicas o
naturales, como el clima y la mayor o menor fertilidad del terreno, económico-
sociales, como las diferentes maneras que cada pueblo tiene para allegarse los
medios de subsistencia , por lo que se distinguen los pueblos salvajes (cazadores),
bárbaros (pastores), civiles (primero agricultores y después comerciantes), y
espirituales (la religión ). Después de esta breve presentación del significado de
toda la obra, ahora debe observarse cuál es el lugar que en ella ocupa nuestro tema,
el de las formas de gobierno. Afirmo inmediatamente que ocupa un lugar central:
también para Montesquieu las categorías generales que sirven para dar un orden
sistemático a las diversas formas históricas de sociedad son las que corresponden
a los diferentes tipos de régimen político. Una vez más la tipología de las formas de
gobierno adquiere una gran importancia para la comprensión (uso sistemático),
evaluación (uso prescriptivo) y para la interpretación histórica (uso histórico) de la
fenomenología social. Lo que cambia en Montesquieu es el contenido de la tipología
que ya no corresponde ni a la clásica (la tripartición con base en el "quién” y el
"cómo") ni a la maquiaveliana (la bipartición en principados y república s). El
segundo libro comienza con un capítulo titulado "De la índole de los tres distintos
gobiernos” que conviene citar: Hay tres especies de gobiernos: el republicano, el
monárquico y el despótico [ ... ] Supongo tres definiciones, mejor dicho, tres hechos:
uno, que el gobierno republicano es aquel en que todo el pueblo, o una parte de él,
66

tiene el poder supremo; otro, que el gobierno monárquico es aquel en que uno solo
gobierna, pero con sujeción a leyes fijas y prestablecidas; y por último, que en el
gobierno despótico el poder también está en uno solo, pero sin leyes ni frenos pues
arrastra a todo y a todos tras su voluntad y caprichos (p. 66). La diferencia de esta
tipología con respecto a las anteriores salta a la vista. Las dos primeras formas
corresponden a las dos formas maquiavelianas: efectivamente la república abarca
también aquí tanto a la aristocracia como a la democracia, según si sólo una parte
del pueblo o "todo el pueblo” ejerce el poder. Montesquieu lo dice inmediatamente
después: Cuando en la república, el poder supremo reside en el pueblo entero, es
una democracia. Cuando el poder supremo está en manos de una parte del pueblo,
es una aristocracia (p. 66). Lo que quiere decir que también para Montesquieu la
diferencia fundamental con respecto al sujeto del poder soberano está entre el
gobierno de uno y el de más de uno (no importa si éstos sean pocos o muchos);
pero la tipología de Montesquieu es diferente a la de Maquiavelo porque es, como
las tipologías de los antiguos, tripartita, con la diferencia de que la tripartición se
obtiene con la inclusión de una forma de gobierno que en las tipologías antiguas era
considerada una forma específica de monarquía (y como hemos visto también para
B o d in o ), o sea, el despotismo . Más aún: si se pone atención en la definición del
despotismo del fragmento citado, nos damos cuenta de que Montesquieu define el
despotismo en los mismos términos en los que la tradición hasta ahora ha definido
a la tiranía, en particular la tiranía exparte exeitii, es decir, como el gobierno de uno
solo "sin leyes ni frenos”. En suma, la tercera forma de gobierno de Montesquieu
es, si se toma en cuenta la teoría clásica, una de las formas malas o corruptas. En
consecuencia, la tipología que estoy ilustrando es marcadamente anómala frente a
todas las tipologías que hemos visto hasta aquí: la anomalía consiste en que
combinados criterios diferentes, el de los sujetos del poder soberano que permite
distinguir la monarquía de la república, y el modo de gobernar, que consiente
diferenciar la monarquía del despotismo. En otras palabras: Montesquieu utiliza
ambos criterios tradicionales, pero los usa al mismo tiempo, o sea, el primero para
distinguir la primera forma de la segunda, mientras recurre al segundo para
diferenciar la segunda de la tercera. Además de que es anómala, la tipología del
67

espíritu de las leyes puede dar la impresión de que está incompleta: en efecto, al
hablar del despotismo como la única forma degenerada, deja entender que la
república no conoce formas corruptas. Hasta ahora hemos encontrado tipologías
que o niegan la distinción entre formas buenas y malas (como las de Bodino y
Hobbes) o duplican todas las formas buenas (y no solamente la monarquía) en otras
tantas malas. En con traste, Montesquieu adopta el criterio axiológico, pero
solamente lo aplica a una de las formas. ¿Debemos deducir que la república, sea
aristocrática o democrática, no puede degenerar? Desearía citar por lo menos un
fragmento en el que parece que Montesquieu se contradice. Se trata de un pasaje
del libro V III que tiene por argumento la "corrupción” de los principios de los
gobiernos. En este libro trata el tema de la corrupción tanto de la democracia como
de la aristocracia, y a propósito de la segunda comenta: Si las democracias llegan
a su perdición cuando el pueblo despoja de sus funciones al senado, a los
magistrados y a los jueces, las monarquías se pierden cuando van cercenando poco
a poco los privilegios tic las ciudades o las prerrogativas de las corporaciones. En
el primer caso, se va al despotismo de todos; en el segundo, al despotismo de uno
solo (p. 215). Nótese la expresión " despotismo de todos” que se contrapone a la
expresión "despotismo de uno solo”. Como se ha dicho, en este caso se trata de
una expresión impropia: es un hecho que, si es verdad que también el gobierno
democrático puede sufrir una degeneración, llámese o no a esta forma corrupta "
despotismo”, de la misma manera que la forma corrupta del gobierno monárquico,
la tripartición principal de las formas de gobierno en la que únicamente aparece
como forma corrupta la degeneración de la monarquía está incompleta. Dicha
ordenación no muestra, como debería hacerlo, la gran variedad de gobiernos
realmente instituidos por los hombres a lo largo de su historia. Al examinar las
diferentes teorías de las formas de gobierno, siempre me he preocupado por
mostrar su relación con la realidad histórica que su autor tenía a la vista, para hacer
entender que ellas no son invención es puramente librescas. Al igual que las teorías
precedentes, la de Montesquieu solamente se explica, a pesar de su aparente
anomalía y su real limitación, si se le considera como una reflexión sobre la historia
de su tiempo y sobre la historia pasada de acuerdo con su propia interpretación.
68

Dije que frente a Vico la obra de Montesquieu se distingue por la gran importancia
que cobra en ella el mundo extra europeo, especialmente el asiático. Y bien, el
despotismo, que por primera vez es elevado a categoría representativa de una de
las formas típicas de gobierno (mientras que hasta entonces el gobierno despótico
había sido considerado entre las subespecies de la monarquía), se con vierte en la
categoría esencial para la comprensión del mundo oriental. Es como si se dijese
que, una vez que se tomó en cuenta al mundo oriental, no se puede dejar a un lado
la categoría del despotismo para diseñar una completa y correcta tipología de las
formas de gobierno. Montesquieu estaba convencido de que el mundo extra
europeo, y especialmente el asiático, no podía ser comprendido con las categorías
históricas que sirvieron durante milenios para en tender al mundo europeo. Para
ejemplificar lo anterior, Montesquieu señala el despotismo de China, que los
iluministas exaltaban como ejemplo de buen gobierno (en cuanto era considerado
como gobierno "paternal” y no como régimen " despótico” o "patronal”). Montesquieu
dedica un capítulo (cap. x x i del libro V III) a la crítica de "nuestros misioneros que
hablan del gran imperio chino como de un gobierno admirable”, y lo concluye con
estas palabras: China, pues, es un Estado despótico; y su principio es el temor.
Puede ser que en las primeras dinastías, cuando el imperio no era tan extenso, el
gobierno se alejase un poco de este espíritu; hoy, no (p. 324). Por tanto, la tipología
de Montesquieu se vuelve más clara si se interpreta como una repetición de la
tradicional, por lo menos de Maquiavelo en adelante, que con base en la
transformación es sufrida por la sociedad europea, clasifica a todos los Estados
como repúblicas o principados, con algo más: la incorporación de la categoría que
sirve para incluir en el esquema general de las formas de gobierno al mundo
oriental. Debe agregarse que Montesquieu pudo haber confirmado su tipología con
el ejemplo de la historia pasada, especialmente con la historia de Roma, que, como
todos los grandes escritores políticos, de Polibio en adelante, había hecho objeto
de sus reflexiones, particularmente en una obra escrita antes que Del espíritu de las
leyes, titulada Consideraciones sobre las causas de la grandeza y decadencia de
los romanos (1733). La historia romana podía dividirse en periodos de la siguiente
manera: la monarquía de la primera época de los "reyes de Roma”, la república,
69

primero aristocrática y luego democrática, del periodo republicano, y finalmente el


despotismo del periodo del imperio. (Nótese la diferencia con respecto a Vico, que
en cuanto identifica el periodo del principado con el gobierno monárquico, que para
Vico es la mejor forma de gobierno, da un juicio positivo del imperio, al menos en
los primeros siglos.) Comparada con las tipologías anteriores, la de Montesquieu
presenta otra novedad, pues es desarrollada en dos planos diferentes, uno llamado
de la "naturaleza” de los gobiernos y el otro de los " principios”. Hasta ahora las
definiciones dadas de los tres gobiernos son las que van de acuerdo con su
"naturaleza”; pero los mismos tres gobiernos pueden ser diferenciados también con
base en sus respectivos " principios”. Montesquieu muestra la diferencia entre
naturaleza y principio de la siguiente manera: ''Hay esta diferencia entre la
naturaleza del gobierno y su principio: que su naturaleza es lo que le hace ser y su
principio lo que le hace obrar. La primera es su estructura particular; el segundo las
pasiones humanas que lo mueven” (p. 83).

La "naturaleza" de un gobierno deriva de su "estructura", esto es, de la constitución


que regula en cierto modo, que cambia de forma a, quién gobierna y de qué manera;
pero según Montesquieu toda forma de gobierno puede también estar caracterizada
por la pasión fundamental que lleva a los súbditos a obrar de acuerdo con las leyes
establecidas y en con secuencia permite durar a todo régimen político. Esta "pasión"
fundamental, que Montesquieu frecuentemente llama el "resorte" {ressort) del que
todo gobierno tiene necesidad para poder cumplir correctamente con su tarea, es el
"principio". Quiero advertir que esta tesis del diverso principio que inspira a los
diferentes regímenes tampoco es nueva, ya que nos hace recordar inmediatamente
a la tipología platónica que en parte está basada en las diversas "pasiones"
(podemos llamarlas exactamente así) que imprimen un carácter específico a los
diferentes grupos dirigentes, personificados en el hombre timocrático, en el
oligárquico, etc. Usando el término de Montesquieu, "principio", podemos decir que
el principio de la timocracia para Platón es el honor, de la oligarquía la riqueza, de
la democracia la libertad y de la tiranía la violencia. ¿Cuáles son los tres principios
de Montesquieu? So n los siguientes: la virtud para la república, el honor para la
monarquía y el miedo para el despotismo. (Uno solo, el honor, es común a Platón y
70

a Montesquieu; pero si se observan atentamente las dos tipologías, se deduce que


la platónica está hecha por parte de principios, la de Montesquieu es parte popular.
Esto se constata en el caso de la tiranía o despotismo que es caracterizado por
Platón con base en la "pasión" del tirano y por Montesquieu en la "pasión" de los
súbditos.) Montesquieu entiende por virtud no la virtud moral, que es una disposición
meramente individual, sino una determinación que vincula íntimamente el individuo
al todo del que forma parte. En diversas ocasiones la llama "amor a la patria", como
en el siguiente fragmento: El temor en los gobiernos despóticos nace
espontáneamente de las amenazas y de los castigos; el honor en las monarquías
lo favorecen las pasiones, que son a su vez por él favorecidas; pero la virtud política
es una renuncia a sí mismos, lo más difícil que hay. Se puede definir esta virtud
diciendo que es el amor a la patria y a las leyes. Este amor, prefiriendo siempre el
bien público al bien propio, engendra todas las virtudes particulares, que consiste
en aquella preferencia (p. 104).

Y más adelante: La virtud, en una república, es la cosa más sencilla: es el amor a


la república; es un sentimiento y no una serie de conocimientos, tanto el último como
el primero de los ciudadanos pueden probar ese sentimiento. Cuando el pueblo
tiene buenas máximas, las practica mejor y se mantiene más tiempo incorruptible
que las clases altas; es raro que comience por él la corrupción. Muchas veces, de
la misma limitación de sus luces ha sacado más durable apego a lo estatuido. El
amor a la patria mejora las costumbres, y la bondad de las costumbres aumenta el
amor a la patria (p. 115). Esta manera de entender la virtud provocó en sus tiempos
muchas críticas, comenzando por Voítaire, quien consideraba que la virtud era más
idónea para los gobiernos monárquicos y el honor era más compatible con los
gobiernos republicanos. Se preguntaba en general si la virtud no fu ese necesaria
para todas las formas de gobierno. Para entender mejor los cuatro primeros libros
de esta obra hay que tener en cuenta: 1? que lo que llamo virtud en la república es
el amor a la patria, es decir, el amor a la igualdad. Ella no es una virtud moral ni
cristiana, es la virtud política. Y ésta es el resorte que hace mover la república, como
el honor es el resorte que hace mover la monarquía. Así pues, he llamado virtud
política al amor a la patria y a la igualdad (p. 51). Como hemos visto, Montesquieu
71

hace uso del concepto de igualdad para precisar la idea de la virtud como resorte
de las repúblicas. Tal concepto debe ser subrayado porque sirve para distinguir a la
república (aquí con viene agregar la república democrática) de las otras formas de
gobierno, que en contraste están b asad as en un a insoluble desigualdad entre los
gobernantes y los gobernados, y también en una insoluble desigualdad entre los
mismos gobernados. Es importante este concepto, porque es la condición misma
del ejercicio de la virtud como amor a la patria; se ama a la patria en cuanto es
sentida como cosa de todos, y es sentida así en cuanto todos se consideran y son
iguales entre sí. E s menos fácil entender y definir el concepto de honor (que el
propio Montesquieu no define). Entre los diversos fragmentos un o de lo más
ilustrativos es el siguiente: El gobierno monárquico supone, como ya hemos dicho,
preeminencias, categorías y hasta una clase noble por su nacimiento. En la
naturaleza de este gobierno entra el pedir honores, es decir, distinciones,
preferencias y prerrogativas; por eso hemos dicho que el honor es un resorte del
régimen. La ambición es perniciosa en una república, pero de buenos efectos en la
monarquía: da vida a este gobierno, con la ventaja de que en él es poco o nada
peligrosa, puesto que en todo instante hay medio de reprimirla. Es algo semejante
al sistema del universo, en el que hay dos fuerzas contrarias: centrípeta y centrífuga.
El honor mueve todas las partes del cuerpo político, y las atrae, las liga por su misma
acción. Cada cual concurre al interés común creyendo servir al bien particular (p.
91). Por "honor", o mejor dicho por " sentimiento del honor", se entiende aquella
sensación que nos hace realizar un acto determinado por el deseo de tener y
mantener una buena reputación. En con traste, la virtud republicana nos hace obrar
por el bien común. El honor es un resorte individual (como el interés); pero,
independientemente de la voluntad del individuo, es útil para el bien común, en
cuanto lleva al cumplimiento del propio deber. (Lo importante en todas sociedades
que hallan "pasiones" y "resortes" que induzcan al súbdito a cumplir su deber, ante
todo el de obedecer a las leyes.) A diferencia de la virtud republicana, que no puede
tener lugar más que en una sociedad de iguales, el honor presupone una sociedad
de desiguales, basada en la diferencia de rangos, en la presencia de órdenes o
grupos privilegiados, a los que se les confían exclusivamente los cargos públicos y
72

entre los cuales se realiza la distribución del poder público en sus diferentes
expresiones. El sentimiento del honor no es de todos y para todos: es el resorte de
aquellos a quienes el soberano confía el cuidado del Estado, y que precisamente
por esto constituyen cuerpos restringidos y privilegiados. El miedo, que es el resorte
del despotismo, no requiere comentarios particulares, porque en todo caso se
comenta por sí mismo. Baste entonces una cita: Como la virtud en una república y
el honor en una monarquía, es necesario el temor en un gobierno despótico; pero
en esta clase de gobierno, la virtud no es necesaria y el honor hasta sería peligroso
(p. 93). A provecho la oportunidad para llamar la atención en la importancia histórica
que, después de medio siglo de la publicación de la obra de Montesquieu, adquirirá
el principio del miedo vinculado con \í\ categoría del despotismo: al final de ese siglo,
por primera vez en la historia, un despotismo, la dictadura jacobina, será una
llamada el régimen del "terror". Y desde entonces la dicladura revolucionaria y el
terror serán considerados como frutos del mismo estado de necesidad. Para Sain t-
Just y Robespierre, el terror es necesario para instaurar (una vez más una categoría
de Montesquieu) el reino de la virtud, o sea, la república democrática. Robespierre
dirá en un fa m o so discurso que "el resorte del gobierno popular en la revolución
es al mismo tiempo la v ir tu d y el terror: la virtud sin la cual el terror es funesto, el
terror sin el cual la virtud es impotente". Hasta aquí he considerado la tipología de
D el espíritu de las le ye s a partir de su uso sistemático y en parte historiográfico.
¿Pero qué hay de su u so prescriptivo? D icho de otro modo: ¿cuál es el ideal p o
lítico de Montesquieu? Al responder esta pregunta entraré en la parte más
importante de su obra en términos históricos. N o hay duda de que de las tres formas
de gobierno que hemos descrito, Montesquieu prefiere la monarquía; pero la
monarquía que tiene en m en te es la forma de gobierno que, más que diferenciarse
de la república, se distingue del despotismo porque el poder del rey está con trola d
o por las llamadas órdenes o cuerpos intermedios. En un capítulo titulado "De la
excelencia del gobierno monárquico", escribe: El gobierno monárquico le lleva una
gran ventaja al gobierno despótico. Estando en su naturaleza el príncipe tiene bajo
él a varias órdenes que están vinculadas a la constitución, así el Estado es más fijo,
la constitución más firme, la persona de los que gobiernan más asegurada (p. 134).
73

Esta contraposición entre el despotismo y la monarquía muestra a ésta como la


forma de gobierno en la que entre los súbditos y el soberano hay poderes
intermedios, o "contrapoderes", que le impiden al soberano abusar de su autoridad.
Estos contrapoderes están constituidos por cuerpos privilegiados que desarrollan
funciones estatales, y en cuanto tales hacen imposible la concentración del poder
público en manos de uno solo, que es la característica del gobierno despótico, y dan
vida a un a primera (pero no única) forma de división del poder, a la que denomino
"división horizontal" para distinguirla de la vertical que veremos un poco más
adelante. No tiene caso hablar aquí de la importancia de la teoría de los cuerpos
intermedios en el desarrollo del Estado moderno: baste decir que ella no sólo se
contrapone a la teoría del despotismo , sin o también a la de la república en un ciad
a por Rousseau, para quien, una vez constituida la voluntad general que es la titular
exclusiva de la soberanía, mediante el p acto socia l de cada cual con todos los
demás, ya no se admiten "sociedades parcia les”, interpuestas entre los individuos
y el todo, y que constituyen un ideal destinado a tener éxito en las doctrinas liberales
del siglo x ix que no sola m en te verán en el despotismo tradicional, sin o también
en la dictadura jacobina, un triste efecto de la supresión de los cuerpos intermedios.
Aquí m e limito a subrayar la importancia q u e esta idea del gobierno monárquico,
caracterizado por la presencia de los cuerpos intermedios, tiene en la teoría de
Montesquieu considerada en su aspecto prescriptivo, porque introduce en la
tipología de los gobiernos una figura nueva caracterizada por un criterio evaluativo,
la figura del "gobierno m o d era d o ”. Léase este pasaje: Parecería que la naturaleza
humana se volviera con indignación y se sublevara sin cesar contra el gobierno
despótico. Pues nada de eso: a pesar del amor de los hombres a la libertad y de su
odio a la violencia, la mayor parte de los pueblos se ha resignado al despotismo.
Esta sumisión es fácil de comprender: para fundar un gobierno moderado es preciso
combinar las fuerzas, ordenarlas, templarlas, ponerlas en acción; darle, por así
decirlo, un contrapeso, un lastre que las equilibre para ponerlas en estado de resistir
unas a otras. Es una obra maestra de legislación que el azar produce rara vez, y
que en contadas ocasiones dirige la prudencia (p. 143). Como también los
"gobiernos m o d era d o s” pueden ser las repúblicas (como se lee en el capítulo
74

siguiente al que contiene el fragmento citado), se puede pensar que la tipología


tripartita de las formas de gobierno podría ser sustituida, al introducirse el uso
prescriptivo, por una bipartición en gobierno s moderados e inmoderados (o
despóticos). Esto lo confirma el título del capítulo X del libro III: "Distinción de la
obediencia en los gobiernos moderados y en los despóticos”. Entonces con viene
preguntarse una vez más, ¿qué es lo que hace de un régimen p o lítico un gobierno
moderado? E l fragmento citado es claro: la distribución del poder para que nadie
pueda actuar arbitrariamente al haber poderes contrapuestos. En Montesquieu, al
lado de la división horizontal del poder hay también una división que denominó
vertical; esta segunda forma de división constituye la famosa teoría de la separación
de poderes que, sin lugar a dudas, de todas las teorías del autor de del espíritu de
la s le yes, es la que ha tenido mayor éxito, a tal indu|iulas primeras constituciones
escritas, la norteamericana 1787» y la francesa de 1791, se consideran una
aplicación de illa. Ya al final del capítulo sobre Hobbes habíamos hecho mención de
la teoría de la separación de poderes: aquí repetimos que esta teoría puede ser
considera da como la inspiración moderna de la teoría clásica del gobierno mixto.
Entre el gobierno mixto y el gobierno, que para utilizar la expresión de Montesquieu,
llamaré "moderado”, existe una unidad de inspiración: am b os derivan de la
convicción de que con el objeto de que no haya abuso de poder, éste debe ser
distribuido de manera que el poder supremo sea el efecto de una sabia disposición
de equilibrio entre diferentes poderes parciales, y no esté con centrado en los
mandos de uno solo. Recuérdense las expresiones que utiliza el primer teórico del
gobierno mixto, Polibio, cuando dice que en un gobierno mixto "ninguna de las
partes excede su competencia ni sobrepasa la medida”; encontraremos expresiones
semejantes en Montesquieu. Sin embargo, entre el gobierno mixto y el moderado
hay una diferencia en cuanto a la manera en que se concibe esta distribución de
poderes. El gobierno mixto deriva de una recomposición de las tres formas clásicas,
y en con secuencia de una distribución del poder entre las tres partes que componen
una sociedad , entre los diferentes posibles " su jeto s” del poder, particularmente
entre las dos partes antagónicas, los ricos y los pobres (los patricios y los plebeyos);
en cambio, el gobierno moderado de Montesquieu deriva de la disociación del poder
75

soberano y de su división con base en las tres funciones fundamentales del Estado,
la legislativa, la ejecutiva y la judicial. N o se excluye que las dos divisiones puedan
coincidir, cuando a cada una de las tres partes se le confíe una de las tres funciones,
pero esta coincidencia de ninguna manera es necesaria. Ciertamente a
Montesquieu no le interesa de manera p articular esta coincidencia. Lo que llama la
atención a Montesquieu, de manera fundamental, es la separación de poderes
según las funciones, no la división basada en las partes constitutivas de la sociedad.
Cuando hace el elogio de la república romana, que es una práctica común en los
teóricos del gobierno mixto , no”" lo hace porque la considere un gobierno mixto, sin
o porque la interpreta como un gobierno moderado, es decir, un gobierno basado
en la división y con trol recíproco de poderes: Sabían ente las leyes de Roma
dividieron el poder público entre un gran número de magistraturas que se sostenían,
frenaban y moderaban una a otra; y en cuanto ellas tenían un poder limitado cada
ciudadano se podía prevenir. De esta manera el pueblo veía pasar muchos
personajes, sin poderse habituar a alguno (Consideraciones sobre las causas de la
grandeza y decadencia de los romanos, capítulo X I ). Montesquieu expone la teoría
de la separación de poderes en el libro X I, que trata de las leyes que forman la
libertad política. En este capítulo , después de definir la libertad como "el derecho
de hacer todo lo que las leyes permiten" (lo que hoy se llama libertad "negativa"),
enuncia su sentencia: "La libertad política se encuentra en los gobiernos
moderados" (cap. iv ), y continúa: Pero ella no se encuentra siempre en los Estados
moderados; sería indispensable para encontrarla en ellos que no se abusara del
poder, es una experiencia eterna que todo hombre que tiene en sus manos el poder
abusa de él, hasta que no encuentra límites [... ] Para que no se abuse del poder es
necesario que, como la naturaleza misma de las cosas, el poder frene al poder (p.
274, las cursivas son mías). ¿Cuál es el recurso constitucional que permite la
realización del principio, que prescribe que "es necesario que el poder frene al
poder"? La respuesta de Montesquieu, quien tiene en mente la constitución inglesa
(no olvidemos que era la constitución que tenía entre su s inspirad ores a Locke),
es tajante: el control recíproco de los poderes es la distribución de las tres funciones
del Estado en órganos diferentes: Cuando el poder legislativo y el poder ejecutivo
76

se reúnen en la misma persona o el mismo cuerpo, no hay libertad; falta la


confianza, porque puede tenerse que el monarca o el senado hagan leyes tiránicas
y los ejecuten ellos mismos tiránicamente. No hay libertad si el poder de juzgar no
está bien deslindado del poder legislativo y del poder ejecutivo. Si no está separado
del poder legislativo, se podría disponer arbitrariamente de la libertad y la vida de
los ciudadanos; como que el juez sería legislador. Si no está separado del poder
ejecutivo, el juez podría tener la fuerza de un opresor. Todo se habría perdido si el
mismo hombre, la misma corporación de próceres, la misma asamblea del pueblo
ejerciera los tres poderes: el de dictar las leyes, el de ejecutar las resoluciones
públicas y el de juzgar los delitos o los pleitos entre los particulares (p. 277). No me
extiendo en este tema, los textos presentados son bastante elocuentes. Baste
recordar que en la teoría de la separación de poderes está la respuesta del
constitucionalismo moderno contra el peligro recurrente del despotismo, como
resulta claro del siguiente fragmento: Los príncipes que han querido hacerse tiranos,
han comenzado siempre por reunir en su persona todas las magistraturas (p. 278).
La importancia que Montesquieu atribuye a la separación de poderes, que
caracteriza a los gobiernos moderados, confirma la tesis de acuerdo con la cual la
tripartición de las formas de gobierno en república, monarquía y despotismo , que
corresponde al uso descriptivo e histórico de la tipología , se ve acompañada por
otra tipología más simple con respecto al uso prescriptivo, que distingue los
gobiernos en moderados y despóticos (por lo que los gobiernos despóticos
comprenden tanto las monarquías como las repúblicas) .

1.6 Posibles interpretaciones sobre Marx y Hegel. Forma- Estado. Tipos de


Sociedad. La Comuna de París.
Bobbio, Norberto (1992) La teoría de las formas de gobierno en la historia del pensamiento político,
México, FCE.pp 147-161.
Dije que en Vico se encuentra en lo fundamental una concepción histórica de las
formas de gobierno, mientras que en Montesquieu la hay principalmente geográfica
y espacial; en Hegel — el pensador en el que convergen, se funden, en un sistema
omnicomprensivo y complejo, dos milenios de reflexión filosófica — se encuentran
una y otra. Como ha sido observado recientemente (Storia universal en geografía in
77

Hegel, a cargo de P. Rossi, Sansoni, Florencia, 1975), "la afirmación del fundamento
geográfico del proceso histórico [... ] Constituye uno de los bastiones doctrinarios
de la filosofía hegeliana de la historia” (p. 6 ). También por este aspecto la deuda
que tiene contraída Hegel con Montesquieu (que él define como "el autor de la obra
inmortal”, en un escrito de 1802) es enorme. Pero lo que en Montesquieu solamente
es una intuición, en Hegel, bajo los lineamientos del geógrafo alemán Karl Ritter,
autor de una geografía "relacionada con la naturaleza y la historia del h o m b re”,
publicada en 1817, se vuelve una verdadera teoría. E n las Lecciones de filosofía
de la historia , que representan la última fase de la evolución de su pensamiento,
Hegel dedica un capítulo introductorio a la "base geográfica de la historia del m u n
d o ”, en el que explica que la historia del mundo ha pasado por tres fases,
caracterizadas por tres diferentes tipos de asentamientos: el altiplano con sus
grandes estepas y llanuras, que es el paisaje típico de la Asia Central, donde nacen
las naciones nómadas (principalmente de pastores), la llanura fluvial, que
caracteriza las tierras del Indo , del Ganges, del Tigris y del Éufrates, hasta el Nilo ,
donde "el terreno fértil lleva consigo espontáneamente el paso de la agricultura ”, y
fin a lm en te la z o n a costera , en la que se desarrollan las actitudes del hombre
al comercio y se forman nuevas razones de riqueza y al mismo tiempo nuevas
condiciones de progreso civil. Para dar una idea del lenguaje riguroso e imaginativo
de Hegel léase el siguiente pasaje: ^ En general el mar origina una forma especial
de vida. El elemento indeterminado nos da idea de lo ilimitado y de lo infinito, y el
hombre sintiéndose en este infinito cobra ánimo para superar lo limitado. El mismo
mar es lo que es infinito, y no admite delimitaciones pacíficas ni en la ciudad ni en
la tierra firme. La tierra, la llanura fluvial fija al hombre en el suelo; de esta manera
su libertad está restringida por un enorme conjunto de vínculos. Pero el mar lo lleva
más allá de estas limitaciones: el mar despierta el ánimo; invita al hombre a la
conquista y a la rapiña pero también a la ganancia y a la adquisición {Lezioni di
filosofía de lla storia, trad. italiana, La Nuova Italia, Florencia, 1947, vol. i, p. 218).
Como se observa, pastoreo, agricultura y comercio, que representan tres fases del
desarrollo de las sociedades humanas, desde el punto de vista económico, y, para
decirlo como Montesquieu, desde el punto de vista de la "manera de sustentación",
78

corresponden también a tres zonas diferentes de la tierra, y confirman la importancia


que Montesquieu le había atribuido a la "naturaleza del terreno" como elemento
determinante de la diferenciación social. Además, el hecho de que tres fases de la
civilización correspondan a tres diferentes zonas de la tierra demuestra que la
evolución de las sociedades humanas no se presenta solamente, como se había
creído hasta entonces, en momentos sucesivos, y en el mismo espacio (como se
ha visto el espacio de Vico, salvo el ocupado por los pueblos salvajes, es
esencialmente Europa), sino que sobreviene también mediante un desplazamiento
de área a área. Dicho de otro modo: a un cambio en el tiempo corresponde uno en
el espacio, lo que acontece, como el cambio temporal, en cierta dirección. La
dirección en la que se da el paso de una civilización a otra a través del espacio es
la que va de Oriente a Occidente, es decir, la que corre en la dirección del Sol. ¿Se
puede deducir de esta idea de la dirección espacial de la civilización que ésta, una
vez que alcanzó la madurez en Europa, tendrá su próxima estación en los Estados
Unidos de Norteamérica, que hacía poco se había liberado de la dominación
colonial, e iniciaba un rápido desarrollo económico y demográfico? Hegel no quiso
hacer profecías pero en varios lugares afirma que Norteamérica es el "país del
futuro" o "aquel al cual en los tiempos venideros [ . . . ] se orientará el interés de la
historia universal" { L e z io n i.. ed. cit., I, p. 233). La influencia de Montesquieu
sobre Hegel va mucho más allá de la concepción geográfica del desarrollo histórico,
pues también está inmiscuida la misma tipología de las formas de gobierno. Hay un
paso muy significativo que toca este tema en una obra del primer periodo. L a
constitución de Alemania , escrita a finales del siglo xviii y principios del xix, en la
que Hegel lamenta que Alemania ya no sea un Estado e invoca, maquiavélicamente,
al novel Tesco que le deberá dar una nueva unidad. Después de sostener que todos
los Estados monárquicos fueron fundados por poblaciones germánicas, porque en
las "poblaciones germánicas, originalmente, todo hombre libre por el hecho de que
se contaba con él, tomaba parte por propia voluntad en la gesta de la nación" y "el
pueblo elegía al príncipe y también decidía con su voto la paz y la guerra, así como
todos los actos colectivos", agrega: El sistema representativo es el de todos los
modernos Estados europeos. No existió en las selvas alemanas, sino salió de ellas,
79

e hizo época en la historia universal. La continuidad de la cultura mundial condujo


el género humano, después del despotismo oriental, y después de que degeneró la
república que había dominado el mundo, a esta posición intermedia entre las dos
anteriores —y son los alemanes el pueblo del que nació esta tercera y universal
figura del espíritu del mundo {La constitución de Alemania, que cito de la trad.
italiana de C. Cesa, en Scritti politici, Einaudi, Turín, 1972, p. 83). En este fragmento
Hegel no está de acuerdo con Montesquieu en un punto secundario, allí donde dice
que el sistema representativo "no existió en las selvas de Alemania" contradice una
afirmación del autor de Del espíritu de las leyes, quien escribió: Quien lea la
admirable obra de Tácito sobre las costumbres de los alemanes, verá que los
ingleses tomaron de ellos la idea del gobierno político; este bello sistema fue
encontrado en los bosques (libro IX, cap. VI, ed. cit., vol. i, p. 291). Pero la
concordancia con Montesquieu en referencia a las tres formas de gobierno y su
sucesión histórica verdaderamente es sorprendente. A pesar de ser breve el
fragmento citado es muy claro: para el joven Hegel las formas de gobierno
históricamente relevantes son las mismas de Montesquieu, o sea, el despotismo
(oriental), la república (antigua) y la monarquía (moderna). Si damos un salto
decenal y llegamos a una de las últimas obras de Hegel, las Lecciones de filosofía
de la historia, apreciaremos la gran fidelidad que Hegel guardó a esta tipología. En
la primera parte de estas lecciones, de carácter introductorio, hay un capítulo
dedicado al concepto de constitución, en el que Hegel explica que "es la puerta, por
donde el momento abstracto del Estado entra en la vida y en la realidad" (vol. I, p.
138), y que la determinación fundamental, que indica el paso de la idea abstracta
de Estado a su forma concreta e histórica es "la diferencia entre quien gobierna y
quien os gobernado". Inmediatamente después agrega:

Por tanto, justamente las constituciones han sido distinguidas universalmente en las
clases de la monarquía, la aristocracia y la democracia. Donde sólo es necesario
observar, en primer lugar, que la monarquía misma tiene que ser distinguida en
despotismo y monarquía como tal (p. 139, las cursivas son mías). No es necesario
repetir que la separación entre los dos conceptos de monarquía y despotismo,
tradicionalmente comprendidos en el mismo g e n u s, es uno de los rasgos
80

característicos, si no el más importante, de la tipología de Montesquieu. Pero hay


un fragmento todavía más decisivo, que se encuentra en una edición de las
Lecciones de filosofía de la historia, anterior a la edición traducida al italiano y que
por tanto traduzco directamente del alemán: La historia universal es el proceso
mediante el cual se da la educación del hombre de lo desenfrenado de la voluntad
natural a lo universal y a la libertad subjetiva. El Oriente sabía y sabe que solamente
uno es libre, el mundo griego y romano que algunos son libres, el mundo germánico
sabe que todos son libres. En consecuencia la primera forma que nosotros vemos
en la historia universal es el despotismo, la segunda es la democracia y la
aristocracia, y la tercera es la monarquía (este fragmento corresponde a la pág. 273
del vol. I de la traducción italiana y citado por mí de la edición alemana, p. 169). Por
encima de la interpretación de estas formas históricas de las constituciones, basada
en el principio de la libertad y de su extensión, que es propiamente hegeliana, la
tipología hegeliana no se distingue de la de Montesquieu, con tal que se reúnan en
la única categoría de la república los dos conceptos de democracia y de aristocracia,
como lo hizo el autor de D el espíritu de las leyes. No solamente la tipología
hegeliana se asemeja a la de Montesquieu, sino que es adoptada como esquema
general del proceso histórico de manera más clara y rigurosa que lo que se pueda
encontrar en la obra de Montesquieu. Hay un fragmento todavía más importante
que conviene citar: L a diferencia de las constituciones se refiere a la forma en que
la totalidad de la vida estatal llega a manifestarse. La primera forma es en la que
esta totalidad todavía está poco desarrollada , y sus esferas particulares no han
alcanzado su autonomía ; la segunda hacen la que estas esferas , y con ellas los
individuos , se vuelven más libres ; finalmente la cera es en la que ellos alcanzan
una unión , y en la que su actividad consiste en producirlo universal . Como los dos
los reinos, toda la historia del mundo recorre estas formas; ante todo observamos
en todo Estado una especie de reino patriarcal, pacífico y guerrero. Esta primera
gestación de un Estado es despótica e instintiva; pero en la violencia y en la
obediencia, en el miedo a un dominador, está ya presente la voluntad. Más tarde se
manifiesta la particularidad: dominan aristócratas, esferas específicas,
democráticos e individuos. En estos individuos se cristaliza una aristocracia
81

accidental, y ésta se transforma en un nuevo reino, en una monarquía. Por tanto, al


final está la sumisión de estas particularidades a un poder, que forzosamente debe
ser tal para que fuera de él las diferentes esferas tengan su autonomía, y éste es el
poder monárquico. De manera que se tiene que distinguir entre un primero y un
segundo tipo de poder real (p. 147). El fragmento es claro: las formas históricas de
constitución por las cuales pasan todos los Estados y la propia historia del mundo
son tres: una primera forma de reino patriarcal, que corresponde a la categoría del
despotismo; una forma de Estado libre aunque se trate de una libertad particularista,
que es la república en sus dos encarnaciones históricas, la aristocrática y la
democrática, y finalmente una forma de reino ya no patriarcal y despótico, esto es,
un reino en el cual el rey gobierna en una sociedad que ahora está articulada en
esferas relativamente autónomas que es la monarquía (precisamente la monarquía
en el sentido de Montesquieu, o sea, como la forma de gobierno en la que el poder
del rey es corregido por la existencia de órdenes relativamente independientes que
desempeñan funciones públicas). Este fragmento no es una simple repetición de la
tipología de Montesquieu. Lo nuevo en este pasaje, frente a toda la tradición y al
mismo Montesquieu, es el criterio con base en el cual se distinguen las tres formas.
Obsérvese bien: ya no es el criterio del "quién" y del "cómo", que incluso todavía fue
adoptado por Montesquieu; se trata de uno mucho más rico en potencialidades
explicativas, porque toma en cuenta la estructura de la sociedad en su conjunto.
Efectivamente las tres formas de gobierno corresponden a tres tipos de sociedad,
la primera a una sociedad todavía indiferenciada y desarticulada en la que las
esferas particulares que componen una sociedad evolucionada, y que son las
órdenes, los Estados o los estamentos, todavía no habían salido de la unidad
indistinta inicial (como acontece en la familia, que es un todo que todavía no está
compuesto de partes relativamente autónomas ) ; la segunda es una sociedad en la
cual comienzan a aparecer las esferas particulares sin lograr completamente su
autonomía frente a la totalidad, es el momento de la unidad disgregada y no
compuesta; la tercera es una sociedad en la que la unidad se recompone mediante
la articulación de las diversas partes, es decir, en la que al mismo tiempo hay unidad
y distinción y en la cual, por lo tanto, la unidad es perfectamente compatible con la
82

libertad de las diferentes partes. Más aún: vive y actúa mediante el juego
relativamente autónomo de las partes. Hegel se refiere a este tercero y último
momento del desarrollo del Estado, al que corresponde históricamente la monarquía
moderna (diferente del despotismo antiguo), es decir a la monarquía constitucional,
cuando habla de las “esferas particulares” en un “estado evolucionado”.

En un estado evolucionado, en el que estos aspectos han distinguido y realizado su


desarrollo, cada cual según las exigencias de su naturaleza, ellos se deben articular
en diferentes clases o Estados. […]

Por otra parte estas esferas se dividen en clases especiales, entre las cuales los
individuos son repartidos: ellas constituyen lo que es la profesión del individuo. Las
diferencias, que se encuentran en estos aspectos, ciertamente deben constituirse
en esferas particulares, orientadas a ocupaciones caracterizadas específicamente.
En esto se basa la diferencia entre las clases que se encuentran en un Estado
organizado. El Estado es un todo orgánico, y todas estas articulaciones son
necesarias en él como en el organismo; así él es un todo orgánico de índole ética.
Lo que es libre no tiene envidia, pues él permite a sus momentos constituirse, y a
pesar de ello lo universal conserva la fuerza para mantener unidas estas
determinaciones.

Se comprende que si la forma de gobierno es la estructura política de una sociedad


bien determinada, toda sociedad tiene su propia constitución y no puede tener otra.
Una constitución no es un sombrero que se pueda poner arbitrariamente sobre
cualquier sociedad. El fragmento citado termina con estas consideraciones: Este es
el curso abstracto pero necesario del desarrollo de Estados verdaderamente
autónomos, de manera que debe tener lugar en ellos cada vez que aquella
determinada constitución, que no depende de la casualidad, sino que solamente es
la que se adecua al es espíritu del pueblo. (pg. 147).

La estrecha dependencia que la constitución tiene con respecto al “espíritu del


pueblo” es una tesis que Heguel repitió incluso en otras obras y también la
Constitución de Alemania. Y es la razón por la que no se causa de polinizar contra
el espejismo iluminista de que una constitución bella y perfecta puede ser impuesta
83

a los pueblos más diferentes, y considera que es absurdo preguntarse quién debe
hacer la constitución porque sería lo mismo que preguntarse quién debe hacer el
espíritu de un pueblo. De esta manera rechaza todo intento de ocuparse de la
óptima república, y al contrario, considera que toda discusión sobre la óptima forma
de gobierno es una pérdida de tiempo. En el mismo capítulo sobre la “constitución”
que ya he citado se encuentra el siguiente fragmento:

“la pregunta sobre la mejor constitución frecuentemente es planteada no solo como


si la teoría relativa fuese simple cuestión de libre convencimiento subjetivo, sino
también como si la adopción efectiva de una constitución mejor o de la considerada
optima, pudiese ser la consecuencia de una resolución tomada así, de modo
estrictamente teórico, en suma como si la especie de toda constitución no
dependiese más de una selección libre, determinada por la reflexión (p 140).

Ciertamente ustedes recordaran el debate entre los tres príncipes persas con el que
comenzamos nuestro curso. Tomándolo como ejemplo de discusión ociosa sobre la
mejor forma de gobierno, Hegel continua el fragmento citado de esta forma: “De
esta menear totalmente ingenua tuvieron consejo, si no los persas, al menos los
grandes de aquel pueblo […] al no haber algún descendiente de la familia real, ellos
discutieron sobre la constitución que debía ser introducida en Persia; y Heródoto,
con igual ingenuidad, narra tal discusión y deliberación. (p 40).

Después de lo que dije hasta aquí sobre Hegel, en cuanto continuador de


Montesquieu, puede producir alguna sorpresa la constatación de que cuando este
autor aborda sistemáticamente, tanto en los últimos párrafos de la Filosofía del
derecho como en las lecciones de filosofía de la historia, el estudio de las diferentes
épocas de la historia universal, estas épocas ya no son tres sino cuatro, el mundo
oriental, el griego, el romano y el germánico.

Para un filósofo tan sistemático como Hegel, que se mueve por tercias, esta ruptura
del esquema ternario, nada menos que en la división de las épocas de la historia
universal, debe haber sido un acto de sumisión forzosa ante las evidencias.
84

Está claro que el esquema cuaternario deriva de la división de la época antigua en


mundo griego y romano. Hegel tuvo que ceñirse a esta distinción por la reflexión
sobre la época del imperio, que no puede ser puesta entre paréntesis, como si no
hubiese existido, y de ninguna manera puede resolverse en la categoría de la
república democrática o aristocrática, considerada como la forma típica del mundo
antiguo.

Para quien no tenía a disposición más que la tripartición clásica o la Montesquieu,


el imperio solo podía ser interpretado como una forma de principado, como lo había
hecho Vico (pero este pudo hacerlo porque interpuso entre el principado del mundo
antiguo y las monarquías del que le fue contemporáneo, la “barbarie que regresa”
del medievo, es decir hizo terminar con el imperio romano el primer curso de la
historia universal) o como una forma de despotismo, como Montesquieu, para quien
el curso histórico no estaba tan rígidamente predeterminado como para Hegel. Para
Hegel ninguna de las dos interpretaciones era válida; para él, el movimiento histórico
era continuo y por tanto no podía ser cíclico, y por si fuera poco también sostenía
que toda forma estaba rigurosamente vinculada a su espacio geográfico y a su
tiempo histórico, por lo que no podía ser repetida dos veces. He aquí la necesidad
de romper el esquema temario e introducir una cuarta edad que no puede ser
reducida a ninguna de las tres formas históricas.

Hegel comprende solamente la época del imperio en el lapso histórico que llama
“mundo romano”; interpreta este intervalo de tiempo como una gran época de
transición entre el final del mundo antiguo y el inicio del moderno. En cuanto época
de transición, la del imperio no corresponde a ninguna de las formas históricas de
gobierno, y no lo hace porque no es propiamente una forma estatal. En el análisis
del mundo imperial de la Roma antigua, Hegel resalta todos los aspectos que deben
servir para poner en duda su forma estatal. De estos subrayo sobre todo dos: a) en
cuanto dominio que abarca a diversos pueblos, el imperio carece de la
determinación característica de todo Estado, que es su elemento popular o nacional,
de acuerdo con la expresión hegeliana es una “universalidad abstracta” (mientras
un estado, por ser un verdadero estado debe ser la imagen del espíritu del pueblo,
85

es una universalidad concreta). Una prueba de ello está en el hecho de que en


Roma se erigió un templo para todos los dioses (el Panteón) mientras cada pueblo
tiene su dios y su religión y al conceder la ciudadanía indiscriminadamente a todos
los súbditos en persona jurídicas formalmente iguales, entre las cuales no
intercorren otras relaciones más que las de derecho privado, y allí donde solamente
existen relaciones de derecho privado no existe todavía o ha dejado de existir un
Estado. Tanto el universalismo abstracto como el particularismo individual son
características que contrastan con la realidad concreta e histórica de un Estado. De
lo anterior parte la cruda descripción del imperio Romano que se puede leer en un
párrafo de la filosofía del derecho:

“La disolución de la totalidad tiene termino con la infelicidad universal, en la muerte


de la vida ética, en la cual las individualidades nacionales parecen en la unidad del
panteón y todos los individuos se convierten en personas privadas e iguales en un
derecho formal; oposición que mantiene unido solamente a un arbitrio abstracto que
se arroja a lo monstruoso”. (S 357).

Una vez interpretado el imperio como un largo periodo de transición entre una forma
estatal y otra, la historia universal regresa a ser estudiada de acuerdo con un ritmo
ternario. Ya que insistí muchas veces en la importancia histórica de la categoría del
despotismo, me detengo únicamente en la primera época, la que corresponde al
mundo oriental que también para Hegel es la época del despotismo. Procediendo
de oriente a occidente, los Estados despóticos han sido tres: el despotismo
teocrático de China, la aristocracia teocrática de la India y la monarquía teocrática
de Persia.

Como se aprecia, para Hegel el carácter determinante del régimen despótico es la


teocracia. El nexo entre el despotismo y la teocracia se volvió un lugar común entre
los escritores iluministas. En el párrafo de la filosofía del derecho dedicado al mundo
oriental, Hegel escribió:

“Este primer mundo constituye la intuición universal, que deriva de la totalidad


natural patriarcal, en si indivisa, sustancial, en la que el gobierno del mundo es
teocracia, el soberano también es sumo sacerdote o dios, la constitución del Estado
86

y la legislación son a la vez religión, así como los preceptos religiosos y morales, o
mejor sus prácticas, son igualmente leyes del Estado y del derecho” (S.355).

Hegel también llama al mundo oriental “la época infantil de la historia”: con ello
quiere decir que con la época del despotismo el hombre ingresa en la historia (antes
del surgimiento de la primera forma de Estado todavía no hay historia, solamente
prehistoria). Sin embargo, aun siendo un mundo histórico, el del despotismo oriental
es un mundo que no tiene un verdadero desarrollo histórico, como dice Hegel es un
reino de la “duración constante”, es decir, un reino sin cambios sustanciales, una
historia sin historia, una historia a histórica, un proceso que no es un verdadero
proceso, porque todos los cambios, aunque sean incesantes, “no producen
avance”(Lezioni di filosofía de la historia, ed. p.276). La historia como proceso real,
la historia histórica, solamente comienza cuando la historia universal se translada a
Occidente. Por consiguiente, Hegel al caracterizar al mundo oriental, no se separa
de la tradición que siempre ha contrapuesto a las civilizaciones estáticas de Oriente
la móvil y prospera civilización europea.

He mencionado al Estado Oriental como el primer ingreso del hombre en la historia.


Antes de la historia está el hombre natural o sea, el hombre que todavía esta y
permanecerá fuera de la historia; para Hegel este hombre natural prehistórico (el
salvaje de los escritores iluministas) es el hombre africano. Antes de hablar del
mundo oriental, no se separa de la tradición que siempre ha contrapuesto a las
civilizaciones estáticas de oriente, la móvil y prospera civilización europea.

He mencionado el estado oriental como el primer ingreso del hombre en la historia.


Antes de la historia está el hombre natural ósea, el hombre que todavía esta y
permanecerá fuera de la historia; para Hegel este hombre natural prehistórico (el
“salvaje” de los escritores iluministas) es el hombre africano. Antes de hablar del
mundo oriental, del que comienza el curso histórico de la humanidad, Hegel dedica
al África algunas páginas que hoy parecerían blasfemias. El negro es el “hombre de
su inmediatez”, en “el estado pedestre”, es “el hombre natural en su total barbarie y
desenfreno”, etc. En consecuencia:
87

De todos estos rasgos resulta que lo que caracteriza la índole del negro es el
desenfreno. Esta condición no es susceptible de algún desarrollo o educación: así
como los vemos hoy, han sido siempre.

En la inmensa energía del arbitrio sensible, que los domina, el momento moral no
tiene algún poder preciso. Quien quiera conocer manifestaciones pavorosas de la
naturaleza humana, puede encontrarlas en áfrica. Las más antiguas noticias sobre
esta parte del mundo dicen lo mismo: por tanto ella no tiene propiamente una
historia.

Pero como la referencia a Montesquieu en estas lecciones de Hegel es constante,


no olvidemos que el autor del espíritu de las leyes había sido igualmente severo
(por no decir cruel) al hacer mención de los negros. Basten estas dos afirmaciones
(¡cuántas reflexiones se podrían hacer sobre los prejuicios de los filósofos, es decir,
de quienes hacen consistir la dignidad de su saber en la ausencia de los prejuicios!).

No nos podemos convencer de que Dios, quien es un ser muy sabio, haya puesto
con alma, y sobre un alma buena, en un cuerpo tan negro […] No es imposible
suponer que ellos sean hombres, porque si lo supiéramos tales, se podría comenzar
a creer que nosotros mismos no somos cristianos.

Queda por presentar el uso prescriptivo de la teoría de las formas de gobierno en el


pensamiento de Hegel rechaza plantearse el problema de la mejor forma de
gobierno. El objetivo que se propone al escribir una teoría del derecho y del estado,
como se muestra en el famoso prefacio de los Lineamentos de filosofía del derecho,
es “entender lo que es la razón”:

Así pues, este escrito, en cuanto contiene la ciencia del Estado, no debe ser otra
cosa más que el intento por comprender y presentar al estado como cosa racional
en sí. En cuanto escrito filosófico, debe estar muy lejos del construir un estado como
debe de ser; la enseñanza que puede encontrarse en él no puede llegar a indicarle
al Estado como debe ser, sino más bien de qué manera debe ser reconocido como
universo ético” (en la ed.italiana de Laterza, 1954.p16).
88

Esto no quita que él sea partidario de una determinada forma de gobierno, que es
la monarquía constitucional; pero si se revela en repetidas ocasiones su preferencia
por la monarquía constitucional, no es poque esta sea en abstracto la mejor forma
de gobierno, sino porque es la forma de gobierno que mejor corresponde al espíritu
del tiempo. Únicamente en este sentido muy restringido se puede hablar, para
Hegel, de un uso prescriptivo de la teoría de las formas de gobierno. En realidad
Hegel no pretende prescribir nada; solamente intenta constatar cuál es la fase de
desarrollo a la que ha llegado la historia universal, o, para decirlo con sus mismas
palabras, “comprender lo que es”.

Sigamos paso a paso la evolución del pensamiento de Hegel con respecto a este
tema: la primera obra en la que se aborda con particular atención las formas de
gobierno es la propedéutica filosófica ( en la que se recogen las lecciones
elementales que Hegel dicto en el lineo de Nuremberg en 1812, y que puede ser
considerada como el primer intento, todavía muy imperfecto, de sistematización
general de la materia que constituirá el objeto de la obra mayor, los lineamientos de
filosofía del derecho, 1821). En estas lecciones Hegel se remonta literalmente hasta
la tradición antigua y distingue las seis formas de gobierno, tres buenas y tres malas,
en la terminología polibiana, bajo el siguiente orden: democracia, oclocracia,
aristocracia, oligarquía, monarquía y despotismo.

El carácter de la monarquía se aprecia mejor mediante la comparación con su


degeneración, el despotismo, definido como la forma de gobierno en la que el
gobernante ejerce directamente el poder de manera arbitraria y en la cual los
derechos de los individuos no están garantizado; en contraste, la monarquía es la
forma de gobierno en la que el rey ejerce el poder indirectamente por medio de los
llamados “cuerpos intermedios”, y en la cual, por consiguiente “la libertad civil está
mejor protegida que en cualquier otra constitución”. En la obra siguiente, la llamada
Enciclopedia de Heidelberg (que es de 1817), Hegel no habla de las formas de
gobierno, pero en una glosa de 1818, publicada recientemente se encuentra una
anotación extremadamente precisa como comentario de los siglos 437-439:
89

M o n a r q u ía c o n s t it u c io n a l la ú n ic a c o n s t it u c ió n r a c io n a l/C o n
s t it u c ió n a ) e n g r a n d e s E s t a d o s b ) d o n d e e l s is t e m a d e la s o c
ie d a d c iv il y a s e h a d e s a r r o lla d o /D e m o c r a c ia e n p e q u e ñ o s E s
t a d o s . En estos pocos renglones hay algunas cosas muy importantes: en primer
lugar la expresión “monarquía constitucional” seguida de un juicio positivo; en
segundo lugar, la afirmación de que la superioridad de la monarquía constitucional
no es absoluta sino relativa y lo es bajo dos condiciones: a) es la forma más
conveniente para los grandes Estados (mientras la democracia es más adecuada
para los pequeños) , y b) es la forma de gobierno que mejor se adapta a los pueblos
en los que ya se ha desarrollado el sistema de la sociedad civil. Sobre la primera
condición no hay nada nuevo que decir: la idea de que la república fuese un
gobierno viable sólo en los pequeños Estados había sido también de Montesquieu
y después de Montesquieu de Rousseau (y era una idea tradicional). La única
observación pertinente (o impertinente) es que en los tiempos de Hegel ya había
surgido una república en un Estado grande, en un Estado que se habría vuelto
mucho más grande que las viejas monarquías europeas: los Estados Unidos de
Norteamérica (pero como se sabe Hegel lo consideraba como un Estado en
formación, como una “sociedad civil” que no había llegado todavía a la perfección
del Estado). Una tercera observación se refiere a la expresión “sociedad civil” que
quizá es usada aquí por primera vez en el sentido específico que tendrá en la obra
mayor, en la cual el momento de la etnicidad (que sigue en la esfera del espíritu
objetivo al del derecho y al de la m oralidad) está dividido en los momentos parciales
de la familia, la s o c ie d a d c iv il y el Estado; o sea, en el sentido de esfera
intermedia entre la familia y el Estado, en la que, con base en la disolución de la
familia, se forman las clases sociales, precisamente las clases cuya existencia
constituye, como hemos visto, el carácter distintivo del Estado moderno que es
diferente del despotismo antiguo. En sum a Hegel quiere decir, aunque sea con una
rápida anotación, que allí donde la sociedad se ha articulado al dividirse en clases,
es necesaria una constitución diferente de la que convenía a las sociedades más
simples, es decir, a sociedades en las que todavía no se ha dado la distinción entre
la esfera pública y la privada; o sea, es indispensable la forma de gobierno
90

monárquica, en el sentido específico que adquiere en Montesquieu, esto es, un


gobierno del rey no directo sino mediado por la presencia activa de cuerpos
intermedios. La idea de la monarquía constitucional es uno de los temas centrales
de los Lineamientos de filosofía del derecho. En esta obra Hegel toca el problema
del Estado después de exponer sus ideas sobre la familia y la sociedad civil; el
Estado del que habla es la monarquía constitucional; la constitución estatal que
presenta como la constitución por excelencia del Estado moderno es la de la
monarquía constitucional. En el § 273, Hegel, después de distinguir los tres poderes
del Estado en legislativo, de gobierno y del príncipe o del soberano, concluye al
decir que el Estado compuesto y articulado de esta manera es la "monarquía
constitucional”. Inmediatamente después, en la anotación que sigue, precisa que "el
perfeccionamiento del Estado mediante la monarquía constitucional es la obra del
mundo moderno”, confirmando el concepto fundamental ''del orden histórico en el
que las diversas formas de gobierno se suceden, y la idea (que también es un ideal
político) de las formas de gobierno monárquico como la última forma a la que ha
llegado la historia universal, y en consecuencia como la forma "buena” para su
liompo, como la forma de la que no se podría dar, en el observarse que ahora el
término "despotismo" sustituye al tradicional "tiranía"). A propósito de la monarquía,
dice: El monarca no es capaz de ejercer directamente todo el poder para gobernar,
y confiere parcialmente el ejercicio de los poderes particulares a los colegios o
corporaciones públicas, que en nombre del rey y bajo su control y dirección ejercen
de acuerdo con las leyes el poder que han recibido. En una monarquía la libertad
civil está mejor protegida que en cualquier otra constitución (Primer curso, parágrafo
28). El carácter de la monarquía se aprecia mejor mediante la comparación con su
degeneración, el despotismo, definido como la forma de gobierno en la que el
gobernante ejerce directamente el poder de manera arbitraria y en la cual los
derechos de los individuos no están garantizados; en contraste, la monarquía es la
forma de gobierno en la que el rey ejerce el poder indirectamente por medio de los
llamados "cuerpos intermedios" y en la cual, por consiguiente —aquí aparece la
connotación positiva—, "la libertad civil está mejo r protegida que en cualquier otra
constitución". En la obra siguiente, la llamada Enciclopedia de H e id e lb e r g (que
91

es de 1817), Hegel no habla de las formas de gobierno, pero en una glosa de 1818,
publicada recientemente, se encuentra una anotación extremadamente precisa
(como comentario a los §§ 437-439): Monarquía constitucional la única constitución
racional/Constitución a) en grandes Estados h) donde el sistema de la sociedad civil
ya se ha desarrollado/Democracia en pequeños Estados. En estos pocos renglones
hay algunas cosas muy importantes: en primer lugar la expresión "monarquía
constitucional" seguida de un juicio positivo; en segundo lugar, la afirmación de que
la superioridad de la monarquía constitucional no es absoluta sino relativa y lo es
bajo dos condiciones: a) es la forma más conveniente para los grandes Estados
(mientras la democracia es más adecuada para los pequeños) , y b) es la forma de
gobierno que mejor se adapta a los pueblos en los que ya se ha desarrollado el
sistema de la sociedad civil. Sobre la primera condición no hay nada nuevo que
decir: la idea de que la república fuese un gobierno viable sólo en los pequeños
Estados había sido también de Montesquieu y después de Montesquieu de
Rousseau (y era una idea tradicional). La única observación pertinente (o
impertinente) es que en los tiempos de Hegel ya había surgido una república con
un Estado grande, en un Estado que se habría vuelto mucho más grande que las
viejas monarquías europeas: los Estados Unidos de Norteamérica (pero como se
sabe Hegel lo consideraba como un Estado en formación, como una "sociedad civil"
que no había llegado todavía a la perfección del Estado). Una tercera observación
se refiere a la expresión "sociedad civil" que quizá es usada aquí por primera vez
en el sentido específico que tendrá en la obra mayor, en la cual el momento de la
etnicidad (que sigue en la esfera del espíritu objetivo al del derecho y al de la m
oralidad) está dividido en los momentos parciales de la familia, la s o c ie d a d c iv
il y el Estado; o sea, en el sentido de esfera intermedia entre la familia y el Estado,
en la que, con base en la disolución de la familia, se forman las clases sociales,
precisamente las clases cuya existencia constituye, como hemos visto, el carácter
distintivo del Estado moderno que es diferente del despotismo antiguo. En sum a
Hegel quiere decir, aunque sea con una rápida anotación, que allí donde la sociedad
se ha articulado al dividirse en clases, es necesaria una constitución diferente de la
que convenía a las sociedades más simples, es decir, a sociedades en las que
92

todavía no se ha dado la distinción entre la esfera pública y la privada; o sea, es


indispensable la forma de gobierno monárquica, en el sentido específico que
adquiere en Montesquieu, esto es, un gobierno del rey no directo sino mediado por
la presencia activa de cuerpos intermedios. La idea de la monarquía constitucional
es uno de los temas centrales de los Lineamientos de filoso fía del derecho. En esta
obra Hegel toca el problema del Estado después de exponer sus ideas sobre la
familia y la sociedad civil; el Estado del que habla es la monarquía constitucional; la
constitución estatal que presenta como la constitución por excelencia del Estado
moderno es la de la monarquía constitucional. En el § 273, Hegel, después de
distinguir los tres poderes del Estado en legislativo, de gobierno y del príncipe o del
soberano, concluye al decir que el Estado compuesto y articulado de esta manera
es la "monarquía constitucional". Inmediatamente después, en la anotación que
sigue, precisa que "el perfeccionamiento del Estado mediante la monarquía
constitucional es la obra del mundo moderno", confirmando el concepto fundamental
del orden histórico en el que las diversas formas de gobierno se suceden, y la idea
(que también es un ideal político) de las formas de gobierno monárquico como la
última forma a la que ha llegado la historia universal, y en consecuencia como la
forma "buena" para su (icipó, como la forma de la que no se podría dar, en el
momento que vive, una mejor. En esta misma anotación Hegel compara la forma de
gobierno "monarquía constitucional con las formas de gobierno tradicionales (que,
como se ha visto, ya tenía presentes en la P r o p e d é u tic a filo s ó fic a ), y hace
la siguiente observación: La antigua división de las constituciones en monarquía,
aristocracia y democracia tiene como base la unidad sustancial todavía indivisible,
que no ha llegado a su distinción interna (y a una organización desarrollada en sí)
y, por tanto, a la profundidad y a la racionalidad concreta. De esta contraposición
entre monarquía constitucional y formas clásicas, resulta una vez más que el criterio
fundamental con base en el cual Hegel distingue las diversas constituciones es el
de la mayor o menor complejidad de la sociedad subyacente. Las formas clásicas
sólo son convenientes para las sociedades simples; únicamente la monarquía
constitucional, que es la monarquía entendida en el sentido que Montesquieu la
describió para oponerla al despotismo, es la forma idónea para las sociedades
93

complejas, es decir, para las sociedades en las que las delimitaciones particulares
que constituyen la "sociedad civil' son relativamente independientes frente al
sistema estatal. Así pues, continúa: Estas formas [entiende las simples, o sea, las
tres formas clásicas], que de tal manera pertenecen a diferentes totalidades, son
reducidas a m o m en to s de la Monarquía constitucional: el monarca es uno; con
el poder gubernativo intervienen los pocos y con el poder legislativo se presenta la
multitud en general. Estos renglones merecen un comentario: en efecto, ¿qué
representa la afirmación de que las tres formas simples son "reducidas"' a
momentos de la monarquía constitucional sino una enésima aparición de la vieja
idea del gobierno mixto? No hay duda de que la manera en que Hegel presenta en
este breve fragmento la monarquía constitucional es de tal naturaleza que la hace
aparecer como una reencarnación, o si se quiere como la forma moderna, del
gobierno mixto entendido en su esencia de gobierno generado por la combinación
de las tres formas simples. Ya he subrayado en demasiadas ocasiones la
extraordinaria vitalidad y el éxito excepcional de la teoría del gobierno mixto, como
para insistir aún más ante esta nueva aparición; pero no conviene creer que Hegel
desee con estas palabras identificar la monarquía constitucional con el gobierno
mixto (identificación que tampoco había hecho Montesquieu). En efecto,
inmediatamente después agrega: Pero tales diferencias [es decir las que existen
entre uno, pocos y muchos], simplemente cuantitativas, son, como se ha dicho,
solamente superficiales y no indican el concepto de la cosa; [ . . . ] para decir con
esto que el carácter distintivo de la monarquía constitucional no reside en el hecho
de que gobiernen en los diferentes niveles uno, pocos y muchos, sino en el más
sustancial de que los poderes fundamentales del Estado estén divididos y sean
ejercidos por órganos diferentes. Muchas veces he llamado la atención acerca de
la diferencia, que se acentúa históricamente con la formación del Estado moderno,
entre teoría del gobierno mixto y teoría de la división de poderes: en Hegel esta
distinción llega a plena conciencia —en cuanto el fragmento citado quiere demostrar
lo insuficiente, superficial y extrínseco de la identificación de la monarquía
constitucional, que es la monarquía con poderes divididos— con el gobierno mixto,
94

es decir, con el gobierno entendido como combinación de las formas simples, o sea,
como acercamiento extrínseco del gobierno de uno, el de pocos y el de muchos.
95
96

2.1 El sistema organizativo en los partidos políticos. Evolución organizativa.


Institucionalización débil. Tipología y estructura de los partidos. Análisis de
casos.
El razonamiento desarrollado hasta aquí estaba orientado a construir algunas
premisas indispensables para un análisis organizativo de los partidos. Sin embargo,
hasta el momento, se ha tratado de un análisis estático. He imaginado, por así decir,
un partido X, captado en un momento T de su historia y he tratado de identificar los
instrumentos más útiles para examinar su fisonomía organizativa y las
contrapuestas presiones que se halla sometido. Pero un partido, cualquier partido-
como cualquier organización – no es un objeto de laboratorio aislable de su
contexto, ni un mecanismo que una vez construido y puesto en marcha sigue
funcionando siempre del mismo modo (aunque descontándolas posibles averías
mecánicas y el desgaste debido al tiempo). Un partido, como cualquier
organización, es por el contrario una estructura en movimiento que evoluciona, que
se modifica a lo largo del tiempo y que reacciona a los cambios exteriores, al cambio
de los ambientes en que opera y en los que se halla inserto. Se puede afirmar que
los factores que inciden mayormente sobre la estructura organizativa de los
partidos, los que explican su fisonomía y funcionamiento, son su historia
organizativa (su pasado) y las relaciones en cada momento establece son un
entorno sujeto a continuos cambios. Así formulada, esta tesis es obviamente
demasiado genérica y corre el riesgo de transformarse en una banalidad. Para
concretar sus implicaciones, debemos de disponer de instrumentos analíticos
capaces de enfocar un cuadro en movimiento: la evolución organizativa de los
partidos en contextos ambientales variables. Una vez que hayamos puesto a punto
estos instrumentos, será posible intentar un análisis histórico-comparado del
desarrollo organizativo de un cierto número de partidos (premisa indispensable para
el objetivo de elaborar una tipología de las organizaciones de partido). Esto es, será
posible dar un salto de calidad, pasar de un análisis estático de tipo lógico-
deductivo, a un análisis dinámico de tipo histórico- inductivo.

Los conceptos centrales entorno a los cuales organizare este análisis son los del
modelo originario (los factores que, combinándose de distintas maneras, dejan su
97

huella en la organización y definen sus características originarias) y el de la


institucionalización (la forma en que la organización se ha consolidado). Examinare
ahora, separadamente y por este orden, los principales factores que diferencian a
los diversos modelos originarios de partido, y después los que inciden sobre las
diferencias observables en el proceso de institucionalización. A continuación pondré
en relación los dos conceptos, tratando de establecer con qué tipo de modelo
originario se asocia, en principio cada una de las modalidades que puede revestir el
proceso de institucionalización. En ese momento podemos confrontar la tipología
así construida con el desarrollo histórico de un cierto número de partidos políticos.

Evolución organizativa.

Las características organizativas de cualquier partido dependen, entre otros


factores, de su historia, de cómo la organización haya nacido y se haya consolidado.
Las peculiaridades del periodo de formación de un partido, los rasgos en que se
refleja su gestión, puede, en efecto, ejercer su influencia sobre las características
organizativas de aquel incluso a decenios de distancia. Toda organización lleva
sobre sí la huella de las peculiaridades que se dieron en su formación y de las
decisiones político-administrativas más importantes adoptadas por sus fundadores;
es decir de las decisiones que han modelado a la organización. Pero a pesar de su
carácter crucial, el problema de las particularidades del periodo de formación de los
partidos constituye uno de los campos en general más abandonados por la literatura
sobre los partidos. Mientras disponemos de las refinadas teorías sobre la formación
de los sistemas de partidos o sobre las precondiciones estructurales y culturales de
la movilización política en occidente, la teoría de la formación de los partidos
individualmente considerados, se detiene, sustancialmente, en Duverger y en su
distinción entre partidos de creación interna (de origen parlamentario) y partidos de
creación externa; entre aquellos partidos cuyo nacimiento se debe a la acción de
elites parlamentarias preexistentes y los creados por grupos y asociaciones que
actúan en la sociedad civil. Pero como ya han mostrado las investigaciones
históricas sobre las génesis de un gran número de partidos (un material documental
digno de todo respeto aunque de desigual valor), esta vieja distinción es satisfactoria
98

solo en parte. Sobre todo porque no está en condiciones de dar cuenta de las
diferencias organizativas, incluso considerables, que se registran entre partidos que
tienen un mismo origen (interno o externo). Los partidos nacidos del parlamento
pueden desembocar en formaciones de muy distintos tipos. Y de modo análogo, los
partidos nacidos fuera del Parlamento (que para Duverger son, sobre todo los
“partidos de masas”) presentan entre ellos fortísimas diferencias. Más aun ocurre
incluso a veces, que partidos de creación parlamentaria presenten más semejanzas
de tipo administrativo con partidos de creación externa que con partidos que tienen
su mismo origen.

La distinción entre origen interno y origen externo no puede por tanto constituir el
eje básico de la diferenciación entre los partidos atendiendo a su génesis. Hemos
de recurrir a un modelo más complejo que sepa hacer un buen uso de las
informaciones que la historiografía ha acumulado sobre la génesis de una
multiplicidad de partidos. El proceso de formación de un partido es, en la mayoría
de los casos, un proceso complejo y consiste a menudo en la aglutinación de una
pluralidad de grupos políticos, a veces incluso fuertemente heterogéneos. Más allá
de las inevitables especificaciones que hace el modelo originario de cada partido un
“unicum histórico”, es posible, sin embargo, identificar algunas condiciones
particulares cuya presencia o ausencia contribuye a definir las principales
uniformidades y/o diferencias en los modelos originarios de los diversos partidos.
Hay tres factores que contribuyen sobre todo a definir el modelo originario particular
de cada partido. El primero tiene que ver con el modo en que se inicia y se desarrolla
la constitución de la organización. Como han observado, en un importante ensayo,
dos politólogos escandinavos, el desarrollo organizativo de un partido- la
construcción de la organización en sentido estricto- puede producirse o por
penetración territorial o por difusión territorial o por una combinación de ambas
modalidades. Estamos ante un caso de penetración territorial cuando un “centro”
controla, estimula y dirige el desarrollo de la “periferia”, es decir, la constitución de
las agrupaciones locales e intermedias del partido. Hablaremos de difusión territorial
cuando el desarrollo se produce por “generación espontánea”, cuando son las elites
99

Locales, las que en un primer momento, constituyen las agrupaciones locales del
partido y solo a continuación estas se integran en una organización nacional.

Es preciso señalar que la distinción penetración/difusión no se corresponde con la


de partidos de creación interna y partidos de creación externa de Duverger. El
desarrollo por difusión o penetración pueden caracterizar tanto a uno como a otro
tipo de partido.

Por ejemplo como señalan oportunamente Eliassen y Svaasand, tanto los partidos
conservadores como los liberales son partidos de creación interna (de origen
parlamentario), y sin embargo, la casi totalidad de los partidos conservadores se
han desarrollado predominantemente por penetración territorial mientras que
muchos partidos liberales se han desarrollado por difusión.

A veces prevalecen modalidades mixtas; el desarrollo inicial es por difusión: un


cierto número de agrupaciones locales se constituyen autónomamente en varias
zonas del territorio nacional. Estas, después, se unen en una organización nacional.
Y, finalmente, la organización nacional desarrolla (por penetración) las agrupaciones
locales allí donde se han constituido. Especialmente los partidos liberales han tenido
a menudo un desarrollo de este tipo. Sin embargo, en general es posible identificar
una modalidad como predominante. Por ejemplo, muchos partidos tanto comunistas
como conservadores se han desarrollado principalmente por penetración.

Por el contrario, muchos partidos socialistas y numerosos partidos confesionales se


han desarrollado principalmente por difusión.

Una variante del nacimiento por difusión se produce cuando el partido se forma por
la unión de dos o más organizaciones (como fue el caso del SPD o de la SFIO).
Anticipando una cuestión que enlaza el problema del modelo originario y el
problema de la institucionalización y que retomare más adelante, un desarrollo
organizativo distinto, donde este punto de vista, tiene un impacto sobre el modo de
formación de la coalición dominante y sobre su grado de cuestión interna. Un
desarrollo organizativo por penetración territorial implica por definición, la existencia
de un centro suficientemente cohesionado desde los primeros pasos de la vida del
100

partido. Y es justamente este centro, o dejando la metáfora, el reducido grupo de


líderes nacionales que da vida a la organización el que forma el primer núcleo de
su futura coalición dominante. Un partido que se desarrolla por difusión es por el
contrario un partido en el que el proceso de constitución del liderazgo es
normalmente bastante más tormentoso y complejo, puesto que existen muchos
líderes locales, surgidos como tales autónomamente, que controlan sus propias
agrupaciones y que pueden aspirar al liderazgo nacional. Un desarrollo organizativo
por difusión territorial da lugar casi siempre, cuando se forma la organización
nacional del partido, a una integración por federación de los diversos grupos locales.
Un desarrollo por difusión, por tanto (aunque veremos en seguida una importante
excepción), a diferencia de un desarrollo por penetración territorial, tiene mayores
posibilidades de desembocar en una organización con estructuras descentralizadas
y semiautónomas y en una coalición dominante dividida, surcada por continuos
conflictos de liderazgo.

El segundo factor que juega un factor de primer plano en la caracterización del


modelo originario de los partidos es la presencia o ausencia de la institución externa
que “patrocine” el nacimiento del partido. La presencia o ausencia de la institución
externa cambia la fuente de legitimización de los líderes. Si existe una institución
externa, el partido nace y es concebido como el “brazo político” de esa institución.
Con dos consecuencias: 1) las lealtades que se forman en el partido son lealtades
indirectas, se dirigen en primer lugar a la institución externa, es por consiguiente, la
fuente de legitimación de los líderes y es ella, por ejemplo, la que hace inclinársela
balanza a un lado a otro en la lucha interna por el poder. Distinguiremos, pues, entre
partidos de legitimación externa y partidos de legitimación interna.

Pero los efectos de la presencia de una institución externa son distintos, y pueden
dar lugar a diferentes modalidades en la institucionalización, según que la
institucionalización forme parte de la misma sociedad nacional en que opera el
partido (por ejemplo, una iglesia o bien un sindicato) o que sea exterior a aquella
(por ejemplo, el comité).
101

El tercer factor a considerar finalmente viene dado por el carácter carismático o no


de la formación del partido. El problema es establecer si el partido es o no,
esencialmente una criatura o un vehículo de afirmación de un líder carismático.
Sobre esta cuestión, sin embargo es preciso tener las ideas claras. En la fase de
gestación de un partido existen siempre componentes carismáticos en la relación
lideres-seguidores: la formación de un partido tiene siempre aspectos, más o menos
intensos, de estatus nascenti, de efervescencia colectiva en la que, típicamente
surge de un modo u otro el carisma. Lo que queremos decir aquí es otra cosa: se
trata del hecho de que el partido sea la creación de un líder que aparece como el
creador e interprete indiscutido de un conjunto de símbolos políticos (metas
ideológicas originarias del partido) que llegan a ser inseparables de su persona. En
este sentido, el partido nacionalista, el partido fascista italiano, el partido gaullista
han sido, a todos los efectos, partidos carismáticos cuya existencia no es siquiera
concebible sin referirse a los líderes que los fundaron. Aunque tuvieron líderes
prestigiosos, el mismo razonamiento no puede, en cambio, repetirse al hablar del
SPD o del Labour Party.

En algunos casos, sin embargo, y sin que de una relación carismática en el sentido
weberiano, es posible el desarrollo de lo que Robert Tucker ha definido como
“carisma de situación”. Este fenómeno está determinado no por los componentes
mesiánicos de la personalidad del líder (que, en cambio están presentes en la
situación del “carisma puro”). Sino más bien por un estado de stress agudo en la
sociedad que predispone a la gente” (…) a percibir como extraordinariamente
cualificado y a seguir con lealtad entusiastica un liderazgo que ofrece una vía de
salvación de la situación de stress”.

Más concretamente: “podemos usar el término de “carisma de situación” para


referirnos a aquellas situaciones en las que un líder cuya personalidad no tiene
tendencias mesiánicas, suscrita una respuesta carismática simplemente porque
ofrece, en momentos de agudos malestar, un liderazgo que se percibe como un
recurso o medio de salvación del malestar” Siguiendo a Tucker, los casos de
Churchill o de Roosevelt, por ejemplo fueron ejemplos de “carisma de situación”.
102

Un carisma de situación en los términos descritos caracterizo a Adenuaer en la


formación de la CDU. Y también, en parte a De Gásperi en el caso de DC, a Hardie
en el caso del Independent Labour Paty, a Jaures en el caso de la SFIO, etc. El
carisma de situación tiene en común con el carisma “puro” el hecho de que el líder
se convierte, para el electorado así como para una parte mayoritaria de los
militantes, en el intérprete autorizado de la política del partido, lo que le garantiza
un enorme control sobre la organización en trance de formarse. Sin embargo, el
carisma de situación se diferencia del carisma puro por una inferior capacidad del
líder para plasmar a su gusto y discreción las características de la organización.
Hitler, Mussolini y De Gaulle estuvieron en condiciones de imponer a su propio
partido todas las decisiones clave. Adenauer de Gásperi o Jaures tuvieron, en
cambio, que negociar con otros muchos actores organizativos. La diferencia está en
el hecho de que mientras en el caso del carisma puro el partido no tiene una
existencia autónoma del líder y está enteramente a su merced, en el caso del
carisma de situación, no obstante el enorme poder del líder, el partido no es
simplemente su criatura sino que nace de una pluralidad de impulsos y, por tanto
otros actores pueden reservarse un cierto grado de control sobre las zonas de
incertidumbre de la organización.

Los partidos carismáticos, digamos “puros” son bastantes raros. Pero menos de lo
que se piensa. A menudo se trata de pequeños partidos que pertenecen al margen
de los grandes juegos políticos; más a menudo aún se trata de flash-parties, de
partidos relámpago que pasan como un meteoro por el firmamento político, que
nacen y mueren sin institucionalizarse. Este fenómeno tiene que ver con el hecho
de que en este caso la institucionalización consiste en la “rutinización del carisma”
en la transferencia de autoridad desde el líder del partido. Muy pocos partidos
carismáticos superan este trance. Junto al desarrollo por difusión o penetración,
junto a la existencia o no de una institución patrocinada externa, la presencia o
ausencia de un liderazgo carismático inicial es un factor que crea diferencias
considerables, en los modelos originarios de los distintos partidos. Naturalmente, la
utilización del concepto de carisma de situación permite identificar casos
intermedios entre los partidos carismáticos y los demás.
103

Institucionalización.

Pp107-131

En la fase de gestación, cuando la organización está todavía en construcción, los


líderes, sean carismáticos o no desempeñan un papel crucial. En primer lugar
elaboran las metas ideológicas del futuro partido, seleccionan la base social de la
organización – su “reserva de caza” – y sobre esas metas y esta base social
plasman, aunque sea con las inevitables desviaciones impuestas por los recursos
disponibles, las diversas condiciones socio-económicas y políticas de las distintas
zonas del territorio nacional, etc.; la organización en trance de construcción. En esta
fase del problema de los lideres, de los empresarios políticos, es el de<<(…) elegir
los valores-clave y crear una estructura social que los incorpore”. Ello explica el
papel crucial que desempeña normalmente la ideología organizativa en la
plasmación de la organización que está construyéndose. En esta fase, en la que se
constituyen una identidad colectiva, la organización es todavía, para sus partidarios,
un instrumento para la realización de ciertos objetivos: es decir, la identidad se
define exclusivamente en relación con las metas ideológicas que los líderes
seleccionan y no –por el momento– en relación con la organización misma. He aquí
porque una organización, en la fase de gestación, puede ser analizada con
provecho desde la perspectiva del <<modelo racional>>: con la institucionalización
de la institucionalización se verifica un salto de calidad. La institucionalización es en
efecto el proceso mediante el cual la organización incorpora los valores y fines de
los fundadores del partido. En palabras de Philip Selznick este proceso implica el
paso de la organización <<fungible>> (es decir, puro instrumento para la realización
de ciertos fines) a la institución. Si el proceso de institucionalización llega a un buen
puerto, la organización pierde poco a poco el carácter de instrumento valorado no
por sí mismo sino solo en función de los fines organizativos: adquiere un valor en sí
misma, los fines se incorporan a la organización y se convierten en inseparables y
a menudo indistinguibles de ella. Lo característico de un proceso de
institucionalización logrado es que para la mayoría el <<bien>> de la organización
tiene a coincidir con sus fines: o sea, lo que es <<bueno>> para el partido, lo que
104

va en dirección de su reforzamiento vis-a-vis de las organizaciones competidoras,


tiende a ser automáticamente valorado como parte integrante del fin mismo.

La organización se convierte ella misma en un <<fin>> para un amplio sector de sus


miembros y, de este modo, <<se carga>> de valores. Los fines organizativos (las
metas ideológicas) de los fundadores del partido, como se ha dicho, contribuyen a
modelar su fisionomía organizativa. Con la institucionalización, aquellos objetivos
se <<articulan>>, en el sentido especificado anteriormente, con las exigencias de la
organización. Los procesos que provocan la institucionalización son esencialmente
dos, y se desarrollan de modo simultáneo:

1. El desarrollo de intereses en el mantenimiento de la organización (por parte


de los dirigentes en los diversos niveles de la pirámide organizativa).
2. El desarrollo y difusión de lealtades organizativas.

Ambos procesos están ligados como hemos visto anteriormente, a la formación de


un sistema interno de incentivos. El desarrollo de intereses organizativos están
vinculados al hecho de que, desde las primeras fases de su vida la organización
debe, para sobrevivir, distribuir incentivos selectivos a algunos de sus miembros
(cargos de prestigio, posibilidades de <<carrera>>, etc.). Lo que comporta el
establecimiento de procedimientos para la selección y el reclutamiento de las elites,
de los cuadros dirigentes en los distintos niveles de la organización. El grupo de los
fundadores del partido, en efecto, no resuelven más que parcialmente, y solo en los
momentos iniciales, el problema de la cobertura de los puestos dirigentes. Conforme
avance el desarrollo de la organización se hace preciso reclutar y preparar las
<<hornadas>> de los futuros dirigentes (socializarlos a través del aprendizaje de
las obligaciones que implica su función). El desarrollo de lealtades organizativas por
su parte, tiene que ver con la distribución de incentivos colectivos (de identidad)
tanto a los miembros de la organización (los militantes) como una parte de los
usuarios externos (el electorado fiel). Es un proceso que está vinculado a la
formación de una <<identidad colectiva>>, guiada y plasmada por los fundadores
del propio partido. El establecimiento de un sistema de incentivos tanto selectivos
como colectivos esta pues estrechamente ligado a la institucionalización de la
105

organización (y si ese proceso no se da, la institucionalización tampoco tiene lugar


y el partido no conseguirá garantizar su supervivencia). A través de las lealtades
organizativas el partido adquiere el carácter de una community of fate tanto para
sus militantes como para una parte al menos de sus apoyos externos. Gracias a
aquellas y a los intereses creados por la organización del proceso de
<<construcción del partido>> adquiere cuerpo y vitalidad, dando lugar a una
organización que, al consolidar sus estructuras, se <<autonomiza>>, por lo menos
en cierta medida, del medio exterior. Sobre esas lealtades e intereses se desarrollan
finalmente, un impulso y una tensión permanentes hacia la auto conservación de la
organización.

Hasta aquí la institucionalización entendida como un proceso, como un conjunto de


atributos que la organización puede o no desarrollar en el periodo que sigue a su
nacimiento. Desde este punto de vista, la distinción se establece entre los partidos
que experimentan procesos de industrialización y los que no los experimentan.

Pero el problema de la institucionalización es más complejo. En efecto, las


organizaciones no se institucionalizan todas del mismo modo, con la misma
intensidad. Existen diferencias considerables entre unos partidos y otros. Todos los
partidos tienen que institucionalizarse en una cierta medida para sobrevivir, pero
mientras en ciertos casos el proceso desemboca en instituciones fuertes, en otros
da lugar a instituciones débiles.

La institucionalización es la acepción que hemos recogido aquí, puede ser medida,


esencialmente según dos dimensiones: 1) el grado de autonomía respecto al
ambiente, alcanzado por la organización; 2) el grado de sistematización, de
interdependencia entre las distintas partes de la organización. La dimensión
autonomía/dependencia se refiere a la relación que la organización instaura con el
ambiente que le rodea. Toda organización se halla necesariamente implicada en
relaciones de intercambio con su entorno: de él obtiene los recursos (humanos y
materiales) indispensables para su funcionamiento y para ello debe de dar a cambio
recursos <<producidos>> dentro de la propia organización. Un partido debe
distribuir incentivos de diverso tipo no solo a sus propios miembros, sino también a
106

los usuarios externos (los electores, las organizaciones que se hallan próximas al
partido, etc). Existe autonomía cuando la organización desarrolla su capacidad para
controlar directamente los procesos de intercambio con el ambiente. Por el contrario
una organización es dependiente cuando los recursos indispensables para su
funcionamiento son controlados desde el exterior, por otras organizaciones (por
ejemplo: el partido laborista británico depende de las Trade Unions tanto para la
financiación necesaria para mantener la organización del partido y organizar las
campañas electorales, como para la movilización del apoyo de los trabajadores).
Institucionalización significa siempre, en cierta medida al menos,
<<automatización>> respecto al ambiente en el sentido indicado. La diferencia entre
los partidos es, pues, de grado, de <<más y menos>>. Una organización poco
autónoma es una organización que ejerce un escaso control sobre entorno, que se
adapta a él más bien que adaptarlo a sí misma. Al contrario, una organización muy
autónoma es aquella que ejerce un fuerte control sobre su entorno, que tiene la
capacidad de plegarlo a las propias exigencias. Solo las organizaciones que
controlan directamente sus vitales procesos de intercambio con el ambiente pueden
desarrollar hacia él esa forma de <<imperialismo larvado>>, que tiene como función
reducir las áreas de incertidumbre ambiental para la organización. Cuanto mayor es
el control que el partido instaura sobre el ambiente, en mayor medida se transforma
en un generador autónomo de recursos para su propio funcionamiento. El <<tipo
ideal>> del partido de masas descrito por Duverger corresponde, desde el punto de
vista de la autonomía respecto al ambiente, al mismo máximo grado de
institucionalización posible. En este caso el partido controla directamente sus
fuentes de financiación (a través de las cuotas de los afiliados) y denomina las
organizaciones próximas al partido y, a través de estas, extiende su hegemonía a la
clase gardée; posee un aparato administrativo central desarrollado (un alto grado
de burocratización) y elige a sus cuadros dirigentes en su propio seno sin recurrir, o
con un recurso mínimo, a aportaciones exteriores. Y finalmente, sus representantes
en las asambleas públicas son controladas por los dirigentes del partido (por lo que,
cualquiera que sea el grado de institucionalización de las asambleas electivas, la
107

organización del partido permanece autónoma respecto a aquellas, no


condicionada).

En el otro extremo se halla, en cambio, el partido con una autonomía respecto al


ambiente debilísima, que depende del exterior (por ejemplo, de los grupos de
interés) para su financiación, que no controla las asociaciones próximas al partido,
sino que es controlado por ellas (o bien debe negociar en un plano de igualdad),
que incluye en sus listas electorales muchos candidatos patrocinados por grupos
de interés y sin una carrera anterior dentro del partido, y así sucesivamente. Ambos
son casos límite: ningún partido se halla nunca totalmente falto de autonomía
respecto al ambiente y ningún partido esta nunca en condiciones de desarrollar una
autonomía respecto al ambiente tan fuerte como el <<partido de masas>> de
Duverger. En la realidad los partidos se dividen entre aquellos que se aproximan
más al primer modelo y los que se aproximan más al segundo.

Una de las características que más claramente van asociadas al grado de


autonomía respecto al ambiente es la mayor o menor indeterminación de las
fronteras de la organización. Cuanto más autónoma es esta respecto al ambiente,
tanto más definidas son aquellas. Una organización autónoma respecto al ambiente
siempre establecer con seguridad donde comienza y donde acaba (quien forma
parte y quien no, que otras organizaciones caen en su círculo de influencia, etc).
Por el contrario una organización muy dependiente de su ambiente es una
organización cuyos límites son indefinidos: muchos grupos y/o asociaciones
formalmente externas forman en realidad parte de ella, tienen vínculos con sus
subunidades internas, <<atraviesan>> de un modo más o menos oculto, sus
fronteras formales. Cuando los limites están bien definidos, la organización
corresponde al modelo (relativamente)<<cerrado>>; cuando los límites son
indeterminados, corresponden al modelo (relativamente) <<abiertos>>.

La segunda dimensión de la institucionalización, es decir, el grado de


sistematización, se refiere a la coherencia estructural interna de la organización. Un
sistema organizativo puede ser de tal clase que deje amplia autonomía a sus
propios subsistemas internos. En este caso el grado de sistematización es bajo.
108

Significa que las subunidades controlan autónomamente, con independencia del


<<centro>> de la organización, los recursos necesarios para su financiamiento (y,
por tanto, sus propios procesos de intercambio con el ambiente). Un grado elevado
de sistematización, por el contrario, implica una fuerte interdependencia entre las
diversas subunidades, garantizada mediante un control centralizado de los recursos
organizativos y de los intercambios con el entorno. Cuanto más elevado es el grado
de sistematización, tanto más se concentra, por tanto, el control sobre las zonas de
incertidumbre organizativa; en particular sobre las relaciones con el entorno, pero
también, por el carácter tendencialmente acumulativo del control, sobre las zonas
vitales de incertidumbre. Y, recíprocamente cuanto menor es el grado de
sistematización tanto más disperso se halla el control sobre las zonas de
incertidumbre.

La consecuencia de un bajo nivel de sistematización es generalmente una fuerte


heterogeneidad organizativa (las subunidades se diferencian entre sí en cuanto
extraen sus recursos de sectores distintos del entorno). Un elevado nivel de
sistematización, por el contrario, da lugar generalmente a una mayor homogeneidad
entre las subunidades.

Las dos dimensiones de la institucionalización tienden a estar ligadas entre sí: en el


sentido de que un bajo nivel de sistematización organizativa, implica a menudo una
débil autonomía respecto al ambiente. Y viceversa. De hecho, muy a menudo la
autonomía de las subunidades organizativas respecto al <<centro>> de la
organización (que se traduce en un bajo nivel de sistematización) va ligada a una
dependencia respecto a sectores específicos del ambiente (como cuando la
independencia de una agrupación local respecto a la organización nacional del
partido se consolida gracias al control que ejerce sobre ella un poderoso grupo de
interés local, o un notable, etc).

Este último ejemplo contribuye a explicar porque la indeterminación de las fronteras


de la organización, típica de una fuerte dependencia del ambiente, es también un
factor que favorece una débil coherencia estructural interna y un bajo nivel de
sistematización.
109

Una organización con un elevado grado de institucionalización posee normalmente


más defensas frente a los retos ambientales que una débilmente institucionalizada,
porque sus instrumentos de control sobre la incertidumbre ambiental se encuentran
concentrados en el <<centro>>, y no dispersos entre las subunidades. Y sin
embargo, una institución <<fuerte>> puede ser más frágil que una institución
<<débil>>.

En efecto, cuando el nivel de sistematización es elevado, una crisis que golpee una
parte de la organización está llamada a repercutir rápidamente sobre las demás.
Por el contrario, cuando el nivel de sistematización es bajo, la autonomía relativa de
las distintas partes de la organización permite aislar la crisis más fácilmente.

Un partido que ha conocido un fuerte proceso de institucionalización es una


organización que limita drásticamente los márgenes de maniobra de los actores
internos. La organización se impone sobre los actores, y analiza sus estrategias
por vías obligadas y estrechas. Un partido fuertemente institucionalizado es un
partido en el que los cambios son lentos, limitados, penosos; es una organización
que puede fácilmente romperse, por su existencia rigidez (como el SPD en 1917),
antes que proceder a cambios repentinos y profundos. Por el contrario un partido
débilmente institucionalizado es un partido en el cual los márgenes de autonomía
de los actores en lucha son más amplios y en el que los vínculos de las subunidades
organizativas con diversos sectores del ambiente aseguran a los grupos rivales un
control autónomo sobre los recursos externos. Una organización débilmente
institucionalizada es una organización que puede experimentar transformaciones
repentinas, como en los casos en que a una <<regeneración>> imprevista del
liderazgo ideológico y organizativo, le sigue un largo periodo de esclerosis
progresiva. Regeneraciones de este tipo son, bastante más raras en los partidos
con un elevado grado de institucionalización.

Respecto al grado de institucionalización de los partidos podemos servirnos al


menos de cinco indicadores.

En primer lugar, el grado de desarrollo de la organización extraparlamentaria central.


La regla es que un partido fuertemente institucionalizado posea una burocracia
110

central desarrollada, un aparato nacional fuerte vis-a-vis de las organizaciones


intermedias y periféricas del partido. En un partido débilmente institucionalizado por
el contrario el aparato central también es débil, embrionario, poco o nada
desarrollado y las organizaciones periféricas son más independientes del centro.
Esto es consecuencia del distinto grado de concentración/dispersión del control
sobre las zonas de incertidumbre en la organización (del distinto nivel de
sistematización organizativa). Por ejemplo, el partido conservador británico, un
partido con un alto grado de institucionalización, posee tradicionalmente un aparato
central más potente y desarrollado que el partido laborista. De aquí que un partido
fuertemente institucionalizado este mas burocratizado y más centralizado a uno
débilmente institucionalizado.

La centralización es en este caso, una consecuencia de la burocratización.

En segundo lugar, el grado de homogeneidad, de semejanza, entre las subunidades


organizativas del mismo nivel jerárquico. Si la institucionalización es elevada, por
ejemplo, las agrupaciones locales tenderán a organizarse de la misma forma en
todo el territorio nacional. Si la institucionalización es débil es bastante probable que
existan, en cambio, fuertes diferencias organizativas. Lo que es consecuencia,
obviamente de un grado distinto de sistematización, de coherencia estructural.

En tercer lugar las modalidades de financiación. Cuanto mayor es la


institucionalización tanto más probable es que la organización disponga de un
sistema de ingresos basados en aportaciones que afluyen con regularidad a las
cajas del partido desde una pluralidad de fuentes. Cuanto menos institucionalizado
este el partido, más discontinuo e irregular será el flujo de fondos y menos
diversificadas serán las fuentes de financiación. La regularidad es indispensable
para el mantenimiento de la estructura burocrática (que es el elemento que corona
la estructura del partido y que se encarga de mantener un nivel de sistematización
elevado). Por su parte la pluralidad de fuentes garantiza la autonomía del partido de
todo control externo.

En cuarto lugar, las relaciones con las organizaciones cercanas al partido. Hemos
dicho que un distinto grado de institucionalización da lugar a niveles distintos de
111

control del partido sobre el ambiente que le rodea. Un partido fuertemente


institucionalizado ejercerá, por tanto un predominio sobre las organizaciones
externas al partido.

Este ha sido, durante etapas prolongadas de su historia, el caso del PCI, del PCF,
del SPD, del SPO (el partido socialista austriaco) en sus relaciones con los
sindicatos o del partido conservador británico en sus relaciones externas se
configuran <<como correas de transmisión>> del partido. Al contrario, en el caso de
los partidos débilmente institucionalizados, o no existe relación alguna con las
instituciones exteriores (por ejemplo, entre la SFIO de los primeros decenios del
siglo y la CGT) o son precarias (entre el PSI y los sindicatos entre 1909-1922) o las
organizaciones externas son débiles y tienen poca vida (CDU) o, por fin, el propio
partido dependa de la organización externa (el partido laborista británico).

Finalmente, el grado de correspondencia entre las normas estatutarias y la


<<constitución material>>del partido. Esta tiende a ser mayor en el caso de los
partidos con un alto grado de institucionalización que en los partidos débilmente
institucionalizados. No en el sentido de que los estatutos describan, en el caso de
las instituciones fuertes, la efectiva distribución del poder, sino en el sentido de que
los actores que ocupan una posición dominante en el partido lo deben a que controla
departamentos cuya autoridad se halla formalmente reconocida, y no de un modo
más o menos oculto (por ejemplo, por las posiciones de preeminencia que ocupen
en puestos fuera de la organización). Por ejemplo, la coalición dominante de un
partido fuertemente institucionalizado, como el partido conservador británico, gira
en torno al líder parlamentario cuya posición de preeminencia se halla formalmente
reconocida. En cambio, la coalición dominante del partido laborista comprende, de
hecho, a los líderes de las Trade Unions cuyo papel no se haya reconocido
formalmente (en el sentido de que la constitución formal atribuye poderes al
sindicato pero no directamente al TUC, el órgano de gobierno de los sindicatos).

Este fenómeno se deriva directamente del distinto grado de indeterminación de las


fronteras de la organización que va ligado al nivel de institucionalización. Si la
institucionalización es fuerte las fronteras son claras y definidas y, por definición, no
112

puede suceder que personalidades, grupos y asociaciones formalmente externas al


partido ejerzan un papel directivo en la organización. Si la institución es débil las
fronteras están difusas, la autonomía respecto al ambiente es mínimo y los actores
formalmente externos pueden, <<atravesar>> más fácilmente los límites.

. Tipología y estructura de los partidos pp 131-134.

Panebianco, Angelo (1990) Modelos de partido, México, Alianza Universidad.

Definidos los principales elementos que contribuyen a formar el modelo originario


de los partidos y definido también el concepto de institucionalización, tratemos de
ver ahora como se enlazan entre sí; es decir cómo, dado un cierto modelo originario,
este influye sobre el grado de institucionalización.

El vínculo entre un desarrollo organizativo por penetración o difusión, y el grado de


institucionalización es, al menos en teoría, bastante comprensible. Un desarrollo por
penetración tiende a producir una institución fuerte. Existe en efecto por definición,
y desde el principio, una elite cohesionada, capaz, en cuanto tal, de imprimir un
fuerte desarrollo a la naciente organización. Un desarrollo por difusión tiende por el
contrario a producir una institución débil dado que existen numerosas elites que
controlan considerables recursos organizativos y la organización tiene que
desarrollarse por federaciones y, por tanto, a través de compromisos y
negociaciones entre una pluralidad de grupos.

De igual modo, es fácil deducir la relación que existe entre la presencia o ausencia
de una organización <<patrocinadora>> externa y el grado de institucionalización
que puede alcanzar el partido. La presencia de una organización patrocinada
desemboca, generalmente en una institución débil. En efecto, la organización
externa no tiene intereses en favorecer más allá de ciertos límites un fortalecimiento
organizativo del partido que inevitablemente reducirá su dependencia respecto a
aquella. Incluso sin su esfuerzo deliberado por parte de la organización
patrocinadora, el hecho mismo de que la lealtad de los miembros del partido sea
solo indirecta (la legitimación del partido se halla fuera del mismo) es de por si una
condición que impide un alto grado de institucionalización. Por tanto en igualdad de
113

condiciones, es más fácil que los procesos de institucionalización más fuertes se


produzcan en partidos de legitimación interna, es decir, en partidos no patrocinados
por otra organización. Existe sin embargo, una importante excepción: el caso de los
partidos comunistas, patrocinados por una organización externa (el Comintern) y
que, sin embargo han experimentado por lo general procesos de elevada
institucionalización. Se puede suponer entonces que la organización patrocinada
actúa sobre el partido en formación de modo distinto según que aquella forme parte
o no de la sociedad nacional en la que opera el partido. Si la organización
patrocinadora es un sindicato o bien una iglesia, impedirá la formación de un partido
fuertemente institucionalizado, puesto que un desarrollo de este tipo implicaría la
auto nominación, la emancipación del partido respecto a la organización. Si, por el
contrario, la organización patrocinadora se halla fuera de los confines del régimen
político, una institucionalización fuerte que garantice la autonomía del partido
respecto al régimen es un resultado más probable (pero la autonomía respecto al
sistema nacional se paga con la dependencia respecto a la organización externa).
Los procesos de bolchevización de los partidos comunistas en los años veinte
desembocaron en organizaciones fuertemente institucionalizadas, dominadas por
coaliciones dominantes cohesionadas; sin embargo su fuerte autonomía respecto
al ambiente nacional estuvo acompañada por la subordinación a una institución
internacional en la cual estaba depositada su fuente de legitimación, así como la de
las coaliciones dominantes que las dirigían.

El que la presencia de una organización patrocinadora influya de modo diverso


sobre el proceso de institucionalización del partido, según que aquella forme parte
o no del mismo régimen político y que opere o no directamente en la misma
sociedad nacional, se deriva probablemente del hecho de que solo en el primer caso
se da el fenómeno de la doble militancia organizativa: los miembros del partido son
también afiliados del sindicato o bien forman parte de la comunidad religiosa. La
autoridad de la organización externa se ejerce, por tanto, directamente con sus
representantes (los líderes sindicales o la jerarquía eclesiástica). En el caso de una
organización patrocinadora situada fuera de la sociedad nacional no se da, en
cambio, por definición, la doble militancia y la autoridad (externa) solo puede
114

ejercerse a través del partido. Esta argumentación puede resumirse estableciendo


la hipótesis de que según el tipo de legitimación (interna, externa “nacional”, o
externa “extra nacional”), se darán distintos niveles de institucionalización. Por lo
que si a una legitimación interna corresponde una institución fuerte y a una
legitimación externa “nacional” (por ejemplo los partidos laboristas) corresponde
una institución débil, una legitimización externa “extra nacional” tendera a estar
asociada a una institución muy fuerte (con una muy elevada autonomía respecto a
la sociedad nacional y un elevadísimo grado de cohesión estructural interna). La
argumentación desarrolla hasta aquí, sobre las relaciones entre modelo originario y
nivel de institucionalización, puede sintetizarse, desde el punto de vista gráfico, del
modo siguiente:

El caso 1 estaría representado sobre todo por los partidos comunistas. La fuente de
legitimación es externa y la coalición dominante que logra afirmarse en el partido,

contra los adversarios de la bolchevización, es una coalición políticamente


cohesionada. El desarrollo de la organización se caracteriza por el predominio de la
penetración territorial (junto a la total reorganización de las estructuras locales
heredadas en el momento de la escisión de los partidos socialistas).

El proceso desemboca en una institución fuerte. El caso 2 está representado por los
partidos laboristas, in primis por el partido laborista, in primis por el partido laborista
británico y por algunos partidos confesionales (el Partido Popular, la DC italiana, la
DC belga, etc). El desarrollo organizativo se produce principalmente por difusión
115

territorial (las organizaciones surgen por generación espontánea). Un desarrollo


inicial por difusión, unido a la presencia de una organización patrocinadora, impide
la formación de fuertes lealtades organizativas. La coalición dominante es en la
mayoría de los casos una coalición heterogénea, dividida. La organización se
institucionaliza débilmente. El caso 3 está representado sobre todo pero no
exclusivamente por algunos partidos que Duverge define como la creación interna.

El caso 4 recoge sobre todo a los partidos nacidos de la federación de grupos


preexistentes como la SFIO, el partido socialista japonés, la CDU, etc. La federación
de dos o más organizaciones preexistentes o un desarrollo inicial por difusión
digamos en estado puro (precisamente en el caso de la CDU) dan lugar a una
coalición dominante débilmente cohesionada, puesto que los diversos grupos
poseen un poder de veto respecto a los intentos del <<centro>> (en periodo de
formación) de reforzarse a costa de la periferia. La organización se institucionaliza
débilmente.

2.2 La burocracia de los partidos. Complejidad organizativa. El


papel político y social de los partidos políticos.
Duverger, Maurice (2002) Los partidos políticos, México, FCE.
La burocracia de los partidos.
Casi de entrada, queda claro que es muy poco lo que se puede establecer y concluir
respecto a la organización de los partidos políticos analizando solo el texto- el nivel
semántico de cualquier texto jurídico resulta, casi siempre, un parámetro altamente
insuficiente para interpretar la realidad- el articulado de los estatus de los partidos
políticos existentes en el mundo, aparentemente encuadrarían bajo la categoría del
partido político de masas, si los estatutos formales de un partido fueran nuestra
única pauta; así, aunque los nombres o denominaciones de los funcionarios o de la
burocracia partidaria varían, casi todo partido político tiene: una unidad en la base-
célula, sección, delegación, etc.-; uno o dos niveles de organización intermedia-
condado o estado, sección y federación , departamento, provincia, etc- y en la
cúspide, un comité nacional y uno más aun pequeño comité ejecutivo, que conducirá
los asuntos cuando el Comité Nacional no se encuentre en sesión.
116

Por otro lado, en los partidos políticos, pueden o no existir comités adicionales con
responsabilidades asignadas para funciones o áreas de política específicas, como
puede ser el caso de órganos internos encargados de promover y supervisar la
aplicación de cuotas de género, raza o edad; este será el caso, precisamente, a
nivel nacional en México, con la aprobación por parte de la cámara de diputados, el
30 de Abril de 2002, de una serie de reformas al COFIPE que establecen un sistema
de cuotas de genero ya referido antes en detalle de este mismo capítulo, con el fin
de asegurar que ninguno de estos dos géneros podrá tener más del 70% de las
candidaturas totales en los próximos cinco procesos electorales, estableciéndose
que en el caso de no aceptarse dicha disposición, los partidos serán sancionados
por el IFE a través de medidas que van desde el aparcamiento, hasta las multas,
dándose hasta la propia pérdida del registro a los partidos políticos que incumplan
dichas disposiciones. La citada reforma a la legislación electoral secundaria
mexicana se aplicará a las candidaturas plurinominales y de mayoría relativa, tanto
en la Cámara Baja como en el Senado de la República Mexicana. En términos
prácticos, el resultado inmediato de las anteriores disposiciones será que las
mujeres tendrán garantizado un 30% de las curules o escaños totales en cada una
de las cámaras del Congreso de la Unión, como mínimo.

Por otra parte, pueden existir preceptos que contemplen la existencia de miembros
ex oficio (cuadros distinguidos en el caso de del PRI) de los comités superiores o
para designaciones, pero los miembros elegidos casi siempre superan en números
a los no elegidos, cuando menos formalmente.

Asimismo a menudo, también se contemplan preceptos estatutarios internos para


asegurar la representación equitativa de aquellas facciones casi universalmente
desprovistas de poder político real y de manera ocasional desequilibrantes como
los sectores juvenil y femenino. Asimismo, pueden o no encontrarse pautas en los
estatutos o reglamentos respecto a las facultades y al poder ejercido por el Comité
Ejecutivo sobre la elección de los funcionarios del partido a todos los niveles y sobre
la elección de candidatos nominados a los distintos puestos de elección popular. En
el anterior sentido, habrá que ver como se reflejan las reformas al COFIPE—
117

aprobadas por la Cámara de Diputados del Congreso de la Unión, el 30 de Abril de


2002, que obligan a los partidos políticos nacionales en México a ceñirse a cuotas
de género en la selección de candidatos de partidos, como el del PRI, que según
un Proyecto de Reglamento, que sería sometido a votación en el Consejo político
Nacional de dicho partido— el 25 de mayo de 2002—contempla otorgar facultades
discrecionales al presidente nacional de dicho partido, así como el próximo dirigente
de la Comisión Nacional de Procesos Internos, en caso de darse “causa de fuerza
mayor o fortuito” con visitas a las elecciones legislativas intermedias en 2003.

Finalmente, un partido puede requerir que los miembros de este aporten cuotas,
pero no habrá forma de deducir del texto mismo de los propios estatutos que tanto
depende, el propio partido, de esa forma específica de financiamiento.

2.3 Sistema de partidos en Europa. Sistema de partidos en


América Latina. Análisis de casos.
Sartori, Giovanni (1980) Partidos y sistemas de partidos. Marco para un análisis, España,
Alianza Editorial. Pp 171- 177.

Sistemas de partidos en Europa:


Nuestra aprehensión de los sistemas de partidos es muy desigual. En general, los
sistemas que más se han explotado son los <<sistemas bipolares>>, los sistemas
bipartidistas y los sistemas que siguen una lógica dualista similar, es decir, los
sistemas que califico yo de pluralismo moderado. En cambio, el pluralismo extremo
y el polarizado nos enfrentan con una categoría cuyo carácter distintivo ha escapado
a la atención. Eso se debe a dos motivos. Uno es el uso de anteojeras dualistas,
esto es, la tendencia a explicar todos y cada uno de los sistemas de partidos
mediante la extrapolación a partir del modelo bipartidista. Duverger proponía esas
anteojeras dualistas como si fueran casi una <<ley natural>> de la política:

“No siempre hay un dualismo de partidos pero casi siempre hay un dualismo de
tendencias…Esto equivale a decir que el centro no existe en política, puede haber
un partido de centro, pero no una tendencia de centro… No hay verdaderos centros
más que por superposición de dualismo”.
118

Yo aduzco, por el contrario, que cuando no hay un partido de centro es probable


que haya una tendencia de centro. De momento, limitémonos a señalar que las
anteojeras dualistas de Duverger lo llevan— como han confirmado acontecimientos
posteriores— a errores asombrosos, como cuando de “una tendencia bastante
marcada hacia él [el bipartidismo]””.

El segundo motivo ya lo conocemos bien, es decir, que difícilmente se puede aislar


el caso del pluralismo extremo si no sabemos como se deben contar los partidos.
Hasta ahora, tras contar hasta dos lo que sigue es el <<poli partidismo>>. Pero en
cuanto establecemos un sistema para contar lo podemos hacer mejor.

Como necesitamos una demarcación operacional, establezcamos que el punto


crítico se encuentra entre 5 y 6 partidos. Es oportuno repetir que esos partidos
deben ser importantes, esto es resultado de descartar los partidos que carecen de
utilidad de coalición, salvo que su capacidad de intimidación afecte a la táctica de
la competencia entre partidos. Debe reconocerse que mis normas para contar dejan
todavía la posibilidad de discutir si debe contarse o no un partido pequeño y
marginal, y que esas normas, todavía pueden enfrentar al clasificador con algunos
casos fronterizos problemáticos. Pero esto no es trágico precisamente. En primer
lugar, los números 5 y 6, no tienen nada de mágico, es decir, su magia se limita a la
de un artefacto operacional. En cuanto conocimiento de fondo, el umbral puede— y
de hecho debe— expresarse de forma más flexible diciendo que las interacciones
entre más de cinco partidos tienden a reducir una mecánica diferente que las
interacciones entre cinco partidos o menos. En resumen, la frontera no está en 5 (ni
en 6). En segundo lugar, y en todo caso disponemos de una variable de control: la
distancia ideológica. Por tanto, aunque las discrepancias en cuanto a formas de
contar pueden perturbar la clasificación, no afectara a la tipología.

En la sección siguiente me propongo a tratar de que países quedan comprendidos


efectivamente en la clase y, especialmente el tipo de pluralismo extremo y
polarizado. Como orientación preliminar baste con decir que el análisis de esta
sección se basa fundamentalmente en la experiencia de la república de Weimar en
Alemania en el decenio de 1920, en la IV Republicana Francesa, en Chile (hasta
119

Septiembre de 1973) y en la situación actual de Italia. En todo caso, y en lo que


respecta a un sistema de partidos que ha seguido en gran parte sin identificar, la
tarea preliminar consiste en analizar in vitro sus características distintivas y sus
propiedades como sistema. En lo que sigue se presentaran esas características por
orden de visibilidad, más bien que de importancia.

1. La primera característica distintiva del pluralismo polarizado reside en la


presencia de partidos antisistema importantes. El sistema se caracteriza por
una oposición antisistema, especialmente de la variedad comunista o
fascista, pero también de otras variedades. Sin embargo, como el concepto
de partido antisistema ha sido objeto de debate, así como de considerables
malentendidos, merece la pena volver a evaluar una serie de aspectos.
Conviene distinguir, para empezar, entre una definición amplia y otra estricta
de lo que es “antisistema”. Con el tiempo, es inevitable que ya varíen el grado
y la intensidad de una “actitud anti”. Además, no todos los partidos
antisistema lo son en el mismo sentido: la negación abarca o puede abarcar
un ámbito muy grande de actitudes diferentes, que van desde la enajenación
y la negativa total a la protesta. Ahora bien, es evidente que las diferencias
entre enajenación y protestas son de género y no de grado, pero no se
pueden ampliar fácilmente la distinción con criterios empíricos, pues hay
grandes electorados que abarcan todos esos sentidos, o todas esas
actitudes. Los votantes pueden protestar, al mismo tiempo que los activistas
de los partidos pueden estar enajenados. Análogamente, la dirección del
partido puede tener motivaciones ideológicas, mientras que la base
sencillamente le falta el pan. Por otra parte, el nivel de sistema político, las
consecuencias de la enajenación, y/o de la protesta no son demasiado
diferentes: cualquiera que sea el carácter, en la fuente, de la actitud anti, un
gobierno tropieza con las mismas dificultades cotidianas.
Hay pues, dos motivos por lo menos para concebir de forma amplia lo que
es “antisistema”: las variaciones a lo largo del tiempo y las variaciones de
carácter. Esas variaciones y variedades encuentran su mínimo común
denominador en un impacto deslegitimador común. Es decir, todos los
120

partidos que van de la negativa a la protesta, que van por así decirlo, desde
la oposición de tipo extraparlamentario hasta la de tipo pluralista o de hombre
de la calle —comparten la propiedad de poner en tela de juicio a un régimen
y de socavar su base de apoyo. En consecuencia, se puede decir de un
partido que es antisistema siempre que socava la legitimidad del régimen al
que se opone. Naturalmente, los partidos de protesta pueden ser partidos
relámpago y desde luego son menos anti y menos duraderos que los partidos
que expresan una ideología ajena o enajenada. Pese a esta diferencia, en
cada momento determinado el sistema político se enfrenta con una “crisis de
legitimidad”. Y mientras persista la actitud de protesta o esta retro actúe —
sin que importe que sea bajo banderas cambiantes— la comunidad política
se enfrenta con una falta de apoyo que se suma a la enemistad ideológica.
Por otra parte, se debe explicar bien la diferencia entre la oposición
ideológica y la de protesta, aunque sea a lo largo de este periodo de tiempo
y no en momentos determinados. Esto equivale a decir que la definición
amplia contiene una connotación más estricta y especifica. Una primera
aproximación a esta connotación más específica señala que un partido
antisistema no cambiaría— aunque pudiera— el gobierno, sino el mismo
sistema de gobierno. Su oposición no es una oposición por cuestiones
concretas (tan poco lo es, que puede permitirse el negociar sobre cuestiones
concretas) sino una <<oposición por principio>>. Así, se aísla el meollo de la
cuestión si se señala que una oposición antisistema actúa conforme a un
sistema de creencias que no comparte los valores del orden político dentro
del cual actúa. Según la definición estricta, pues los partidos antisistema
representan una ideología extraña, lo cual indica una comunidad política que
se enfrenta con un máximo de distancia ideológica.
Lo antecedente implica, en primer lugar, que antisistema no es en absoluto
lo mismo que, ni el equivalente de <<revolucionario>>. Si un partido está
consagrado efectivamente a la preparación y las actividades revolucionarias,
entonces se le debe llamar partido revolucionario. No cabe duda de que un
partido así es antisistema, pero la oración no se vuelve por pasiva: un partido
121

antisistema no tiene por qué ser, en ningún sentido concreto y menos aún en
la práctica real, revolucionario. Si muchas veces se difumina esta distinción
es porque el termino <<revolucionario>> se puede aplicar a objetivos a largo
plazo (con poca aplicación a corto plazo) y especialmente a objetivos
verbales. Sin embargo, como el elemento verbal entra en mi concepto del
<<impacto deslegitimador>>, nos quedamos con una demarcación bien clara
entre partido antisistema y partido revolucionario.
También debe quedar claro que las variaciones de táctica y de estrategia no
tienen importancia para mi concepto. En especial, nunca ha equiparado
antisistema con “extra sistema”. Un partido antisistema puede funcionar tanto
desde adentro como desde afuera, mediante una sutil infiltración igual que
mediante una obstrucción conspicua. El que actualmente los grandes
partidos comunistas occidentales estén jugando su partida dentro del sistema
y conforme a casi todas sus normas no modifica la prueba, que es la que si
intentan conseguir y consiguen un impacto deslegitimizado. Y esta es la
perspectiva con la que mejor se pueden evaluar y medir la llamada
integración de los comunistas occidentales, como veremos más adelante.
2. La segunda característica distintiva del pluralismo polarizado reside en la
existencia de oposiciones bilaterales. Cuando la posición es unilateral, esto
es, está situada entera de un solo lado respecto del gobierno, cualquiera que
sea el número de partidos de oposición, puede sumar sus fuerzas y
proponerse como alternativa de gobierno. En las comunidades políticas
polarizadas nos encontramos, nos encontramos en cambio, con dos
oposiciones que son mutuamente excluyentes: no pueden sumar sus
fuerzas, de hecho los dos grupos rivales están más cerca en todo caso de
los partidos gubernamentales que el uno del otro. Entonces, el sistema tiene
dos oposiciones en el sentido de que son contraposiciones que, en términos
constructivos son incompatibles.
3. Si se pregunta uno como pasamos de la oposición unilateral a la bilateral,
inmediatamente nos quedamos alerta a la tercera característica: los sistemas
de pluralismo polarizado se caracteriza por la ubicación central de un partido
122

(Italia) o un grupo de partidos (Francia, Weimar). De suponer que importe lo


que se trate de un centro unificado o fragmentado, todos nuestros casos
tienen o han tenido—hasta desintegrarse— un rasgo fundamental en común:
en la dimensión izquierda-derecha, el centro métrico del sistema está
ocupado. Esto implica que ya no nos enfrentamos con interacciones
bipolares, sino como mínimo con interacciones triangulares. El sistema es
multipolar en el sentido de que su mecánica competitiva depende de un
centro que debe enfrentarse tanto como una izquierda como una derecha.
Mientras que la mecánica del pluralismo moderado es bipolar precisamente
porque el sistema no se basa en el centro, la mecánica del pluralismo
polarizado es multipolar y por eso no se puede explicar mediante un modelo
dualista.
Es importante destacar que, cuando hablamos de un sistema basado en el
centro, nos ocupamos solo de una posición de centro, no de las doctrinas,
ideologías y opiniones centristas; sean estas las que sean. La ocupación
física del centro es, por y en sí misma, de gran importancia, pues implica que
el terreno central del sistema político este situado fuera de la competencia
(en la dimensión en que se produce la competencia). Dicho en otros términos,
la misma existencia de un partido (o de unos partidos) de centro desalienta
la <<centralidad>>, esto es, los impulsos moderadores. Por eso este tipo es
centrífugo, y por ende conducente a políticas inmoderadas o extremistas.
La existencia de partidos ubicados en el centro plantea también una serie de
cuestiones interesantísimas con respecto a sus capacidades para la política
general. Hace años sugerí que el centro está construido básicamente por
retroacciones, con lo cual implicaba que los partidos de centro tienden más
bien a ser organismos pasivos que de iniciación e instigación. Eso me llevo
a hacer hincapié en el inmovilismo de una posición de centro. Sigo creyendo
en este diagnóstico, pero la experiencia chilena reciente— que se
caracterizó por una fragilidad crónica de los partidos intermedios— reivindica
una interpretación más positiva. Ahora diría que, si bien los partidos de centro
tienden a ser inmovilistas, siguen siendo una fuerza de equilibrio que
123

desempeña <<una fundación mediadora>>, y la mediación, o el corretaje, no


es lo mismo que el inmovilismo. Una vez conocido esto, me apresuro a añadir
que una posición de centro parece condenar a una política de mediación, en
el sentido de que otra función hace que a la toma de posición del partido le
salga el tiro por la culata sin compensar en cuanto a rendimiento ni logros.
Un partido de centro que intente superar a los partidos ubicados a su
izquierda o a su derecha contribuirá más que ninguna otra cosa a un
crescendo de escalación y exterminación.
4. Si un sistema político contiene oposiciones antisistema, bilaterales y
desalienta — por el mero hecho de que su centro está ocupado físicamente—
la competencia centrípeta, estos rasgos llevan a un sistema polarizado. En
los casos de Italia y Chile el <<tirón>> se hace o hacia sobre todo desde la
izquierda; en el caso de Weimar, en el decenio de 1930 adquirió más fuerza
desde la derecha.
124
125

3.1. Instituciones políticas del Estado.


Duverger, Maurice (1992) Instituciones políticas y derecho constitucional, México, Planeta pp418-
428.

LOS PARTIDOS Y L A ESTR U CTU RA DEL G O BIER N O

El desarrollo de los partidos ha hecho romper los cuadros de las viejas


clasificaciones políticas, inspiradas en Aristóteles o en Montesquieu. La oposición
clásica del régimen parlamentario, del régimen presidencial y el régimen de
asamblea no puede constituir ya, en lo sucesivo, el eje del derecho constitucional
moderno. El partido único acercaba profundamente a la Turquía kemalista, la Rusia
soviética y la Alemania hitlerista, aunque la primera se pareciera a un régimen de
asamblea, la segunda a un régimen semiparlamentario, la tercera a un régimen
semipresencial. A pesar de su apego común al parlamentarismo, la Gran Bretaña y
sus dominios, regidos por el bipartidismo, están profundamente separados de los
sistemas continentales, sometidos al multipartidismo, y más cerca, en algunos
aspectos, de los Estados Unidos, a pesar de su naturaleza presidencial. De hecho,
la distinción de partido único, bipartidismo y multipartidismo tiende a convertirse en
la clasificación fundamental de los regímenes contemporáneos. Pero su importancia
corre el riesgo de entrañar confusiones. Si el número de partidos es un elemento
capital de la estructura gubernamental, hay otros que no deben ser olvidados a su
favor. La comparación de Inglaterra y Estados Unidos ilustra el papel de la estructura
interior de los partidos, oponiéndose netamente la centralización inglesa a la
descentralización norteamericana. Del mismo modo, las diferencias propiamente
políticas entre la U.R.S.S. y la Turquía anterior a 1950 descansan esencialmente en
la naturaleza totalitaria y homogénea del Partido Comunista y la naturaleza
heterogénea y especializada del Partido Republicano del Pueblo. La oposición de
los partidos rígidos de la Cuarta República francesa y de los partidos flexibles de la
Tercera se ha recordado demasiado a menudo para que sea útil insistir en ella. La
fuerza respectiva de los partidos ejerce una influencia no menos profunda: la
existencia de un partido dominante puede transformar la naturaleza de un régimen,
como se ve en ciertos Estados norteamericanos o en la Suiza anterior a 1914. Más
aún: un simple cambio de mayoría entraña a veces consecuencias idénticas. Si la
126

mayoría del Congreso y la Presidencia de los Estados Unidos son ocupadas por el
mismo partido, la separación de poderes oficial queda muy atenuada; si las ostentan
partidos diferentes, es fuertemente acentuada. La influencia de los partidos conduce
a admitir una relatividad de las estructuras gubernamentales, que pueden ser
modificadas por la sola evolución de la relación de fuerzas políticas dentro del país;
estamos lejos de la rigidez de los cuadros constitucionales clásicos. Los partidos y
la separación de poderes. El grado de separación de poderes depende mucho más
del sistema de partidos que de las disposiciones previstas por las Constituciones.
Así, el partido único entraña una concentración de poderes muy estrecha, incluso si
los textos establecen oficialmente una separación más o menos acentuada. La
rivalidad de los partidos debilita los lazos que podría establecer cada uno entre el
Parlamento y el gobierno: la separación constitucional de los poderes posee de
nuevo, pues, cierta eficacia; puede incluso multiplicarse por una separación de los
partidos, que procede de la especialización de cada partido en una función
determinada. El segundo sistema partidario y el multipartidismo conducen en este
campo a resultados radicalmente diferentes. La influencia de los partidos en la
separación de poderes no depende sólo de su número, sino de su estructura interna
e incluso de sus dimensiones respectivas: una armazón débil y descentralizada
refuerza, generalmente, la separación, salvo casos excepcionales; los cambios de
mayoría pueden modificarla profundamente, en determinadas circunstancias. Cada
uno de estos factores actúa de una manera diferente en un régimen parlamentario,
en un régimen presidencial o en un régimen de asamblea. La separación real de los
poderes es, pues, el resultado de una combinación entre el sistema de partidos y el
marco constitucional. En conjunto, el dualismo de los partidos tiende a la
concentración de los poderes. Un solo partido posee la mayoría absoluta en el
Parlamento; un solo partido ocupa todos los lugares en el gobierno: este partido
establece un lazo muy poderoso entre uno y otro. Oficialmente, la Gran Bretaña está
sometida a un régimen parlamentario, es decir, a un régimen de separación de
poderes atenuado, estando especializados el Gabinete y las Cámaras, cada uno en
una tarea precisa (Poder Ejecutivo el primero, Poder Legislativo las segundas), pero
poseyendo medios de acción recíprocos que les permiten influir a uno sobre otro
127

(comisiones de investigación, interpelación, moción de censura y voto de


desconfianza, por parte del Parlamento; poder de disolución, por parte del
gobierno). Prácticamente, la existencia de un partido gubernamental mayoritario
transforma por completo este esquema jurídico. Ese partido reúne en sí las
prerrogativas esenciales del Legislativo y del Ejecutivo. Los puestos del gobierno
están en manos de sus dirigentes, que aplican su doctrina y su programa, tal como
está contenido en su “plataforma” electoral; los textos de leyes son preparados por
las oficinas de estudio del partido, presentados en su nombre por un diputado del
partido ante el buró de las Cámaras, votados por el grupo parlamentario del partido,
aplicados por el gobierno del partido. Parlamento y gobierno se parecen a dos
máquinas animadas por un mismo motor: el partido. El régimen no es tan diferente,
bajo este ángulo, al sistema de partido único. En éste, Ejecutivo y Legislativo,
Parlamento y gobierno, son fachadas constitucionales: sólo el partido ejerce la
realidad del poder. En el sistema dualista, el carácter fie tirio de los órganos oficiales
se atenúa: la presencia de un partido de oposición confiere especialmente a los
debates parlamentarios una importancia muy grande. Desde luego, su solución no
puede dar lugar a dudas: si el partido mayoritario quiere hacer triunfar su punto de
vista, puede hacerlo siempre, por el hecho de su mayoría; pero la obligación de
sufrir el fuego graneado de las críticas de la oposición puede conducirlo a reflexionar
y a atenuar el rigor de sus proyectos, por la influencia electoral de los debates, cuya
publicidad es grande. La facticidad gubernamental es más exagerada: el gabinete
está casi calcado sobre el estado mayor del partido vencedor; a menudo, la
influencia respectiva de los diversos ministros en las decisiones comunes está
determinada por su posición en el seno del partido más que por la importancia de
sus funciones en el seno del gobierno (como en los regímenes de partido único).
Partido único y dualismo difieren radicalmente en cuanto a la limitación del poder y
a la presencia de una oposición; permanecen muy semejantes, en cuanto a la
limitación de los poderes, o más bien, en cuanto a su concentración. Sin embargo,
el grado de esta concentración y su existencia misma dependen en bastante medida
de la estructura constitucional: sistema parlamentario y sistema presidencial se
oponen aquí de una manera bastante sensible. El primero establece oficialmente
128

una separación de poderes muy atenuada; el segundo corresponde, por lo contrario,


a un aislamiento absoluto del gobierno y del Parlamento, confinados cada uno a sus
funciones respectivas e incapaces de actuar eficazmente uno sobre otro. Así, el
régimen parlamentario superpone cierta concentración de los poderes a la
concentración nacida del bipartidismo; el régimen presidencial le opone, por lo
contrario, una separación rígida. En el primer caso, sistema constitucional y sistema
de partidos convergen en cierta medida; en el segundo, divergen claramente. La
concentración que engendra el dualismo será pues, naturalmente, más fuerte en un
régimen parlamentario, donde es acelerada, que en un régimen presidencial, donde
es frenada. Pero este análisis esquemático es demasiado formal: la realidad es más
matizada. En un régimen presidencial, las relaciones entre los poderes son
totalmente diferentes según que la mayoría del Parlamento y la Presidencia sean
detentadas por un mismo partido o por partidos diferentes. Si las fechas de elección
y las duraciones de los mandatos coinciden, la primera hipótesis es evidentemente
la más frecuente: sería anormal que los electores votaran al mismo tiempo por un
partido para el Parlamento y por su rival para la Presidencia. La personalidad del
candidato presidencial y su prestigio individual podrían conducir excepcionalmente
a este resultado, sobre todo si la armazón de los partidos y su cohesión doctrinal es
débil: en los Estados Unidos, los electores votan a veces “demócrata” para las
legislaturas y el gobernador del Estado y “republicano” para el Congreso y el
Presidente, o a la inversa; una disparidad entre las dos últimas votaciones no sería,
pues, absurda. Podrían encontrarse, por lo demás, dos ejemplos, en 1877 y en
1917; pero ni uno ni otro son muy claros. En 1877, las elecciones a la Cámara de
Representantes confirmaron la mayoría demócrata de 1875, mientras la Presidencia
pasaba al republicano Hayes: pero éste debía su éxito a un artificio de la ley
electoral, habiendo obtenido 250 000 votos menos que su rival Tilden; además, la
mayoría del Senado seguía siendo republicana. En 1917, la mayoría del Senado
fue demócrata, como el presidente; en la Cámara de Representantes, los
demócratas perdieron la mayoría, pero son que volviera a los republicanos, a
consecuencia del arbitraje de los pequeños partidos. Casi siempre la disparidad
entre la Presidencia y el Parlamento es el resultado del desequilibrio de las
129

elecciones: siendo renovado el presidente cada cuatro años y el Congreso de por


mitad, cada dos años, la mayoría puede cambiar en el curso de un escrutinio
intermedio, en medio de un mandato presidencial. De hecho, esta hipótesis fue
realizada ocho veces en la historia de los Estados Unidos: en 1875, 1883, 1891,
1895, 1911, 1919, 1931 Y *947- Si el mismo partido ocupa, al mismo tiempo, la
Presidencia y la mayoría de las dos asambleas, borra casi enteramente la
separación constitucional de los poderes. La diferencia entre el régimen presidencial
y el régimen parlamentario se esfuma, de hecho, a pesar de su distinción jurídica.
Estamos muy cerca del sistema inglés; lo estaríamos menos, si la armazón flexible
de los partidos norteamericanos no debilitara la concentración de poderes realizada
por el partido mayoritario. Por lo contrario, si la Presidencia y el Parlamento están
cada uno en manos de un partido diferente, la separación de los poderes oficial se
ve agravada por la rivalidad de los partidos, que le superpone una segunda
separación. El dualismo aumenta aquí la división de poderes, en vez de atenuarla:
si los partidos norteamericanos fueran centralizados y jerarquizados, como los
partidos británicos, la separación sería tan profunda que implicaría una parálisis casi
total del régimen. Un simple cambio en la dimensión respectiva de los partidos
conduce a transformar por completo la naturaleza misma del régimen político.
Hablar, en abstracto, de la separación de poderes en los Estados Unidos y de su
carácter más o menos decidido, no tiene ningún sentido. En realidad, la república
norteamericana está sometida a dos regímenes diferentes, de acuerdo con la
distribución de los asientos en el Congreso: si la Presidencia y la mayoría del
Congreso coinciden, se trata de una concentración de poderes bastante avanzada;
si no, de una separación de poderes decidida. Además, la ausencia de
homogeneidad de los partidos debilita esta diferencia: si la estructura de los partidos
norteamericanos se transformara en el sentido de una armazón más fuerte y de una
centralización más desarrollada, como lo postulan muchos espíritus avisados,
habría que modificar sin duda el sistema de las renovaciones parciales y asegurar
la coincidencia de los mandatos, a menos de provocar crisis gubernamentales muy
graves. La técnica misma del régimen parlamentario le impide sufrir esta separación
entre la mayoría y el gobierno, puesto que hace necesariamente del segundo el
130

reflejo de la primera. Pero lo deja vulnerable a otra disparidad, que puede realizarse
también en un régimen presidencial: la oposición entre la mayoría de las dos
cámaras. Realizada varias veces en los Estados Unidos (especialmente en 1875-
79, 1883-89, 1891-93, 1911-13), es todavía más frecuente en los regímenes
parlamentarios europeos. En su origen, en efecto, la Cámara Alta era concebida
como medio de atenuar la evolución democrática de la Cámara Baja. Una evolución
casi general debilitó lentamente este carácter primitivo: a pesar de todo, las
diferencias de reclutamiento o de duración de los mandatos implican a menudo una
diferencia política entre las dos asambleas. Ésta atenúa la concentración de
poderes realizada por el partido mayoritario, bien porque lo obligue a entenderse
con su rival para formar un gobierno aceptado por las dos cámaras, bien porque
limite su libertad de acción, por la oposición de la Cámara Alta, en la que es
minoritario. Una separación de poderes a un tipo nuevo tiende a establecerse, cuya
línea de demarcación no pasa entre el Parlamento y el gobierno, sino en el interior
mismo del primero, formando una de las cámaras, con el gobierno, una verdadera
unidad política, levantada contra la otra asamblea. Podrían multiplicarse los
ejemplos de tal situación: en los países escandinavos, la rivalidad de la cámara
aristocrática y de la cámara popular coincidió con el establecimiento progresivo del
régimen parlamentario a fines del siglo xix; en Gran Bretaña, el gran conflicto de
1906-11 terminó con la preeminencia de la Cámara de los Comunes. Más cerca de
nosotros, la lucha del Senado francés contra la mayoría del Frente Popular, en 1936-
38, es particularmente típica; la compararemos con la rivalidad entre el Senado
australiano y la Cámara de Representantes que produjo la disolución de 1951.
Generalmente, la división del poder que resulta de esta diferencia de las dos
cámaras es mucho menos grave que la engendrada por la disparidad de la
Presidencia y la mayoría parlamentaria: ya que la Constitución prevé, de ordinario,
medios de resolver el conflicto, que conducen casi siempre a asegurar la victoria de
la cámara popular. Por otra parte, los poderes de la Cámara Alta tienden a atenuarse
en los regímenes parlamentarios: en casi todas partes, no tiene ya más que la
posibilidad de retardar las decisiones de la Cámara Baja, no de impedirlas
completamente. En el sistema presidencial norteamericano, sin embargo, los
131

conflictos entre las dos asambleas podrían ser irreductibles, si la descentralización


y la heterogeneidad de los partidos no atenuaran la oposición de las dos mayorías.
La estructura interior de los partidos ejerce, pues, una influencia fundamental en el
grado de separación o de concentración de los poderes. En un régimen
parlamentario, la cohesión y la disciplina del partido mayoritario refuerzan
evidentemente la concentración. Si la unidad de votación es rigurosa, si las
fracciones internas son reducidas a la impotencia o a la obediencia, el Parlamento
se convierte en una cámara de registro de las decisiones gubernamentales, que se
identifican ellas mismas con las decisiones del partido. Este registro da lugar a un
debate muy libre, en que el partido minoritario puede expresar su oposición: pero
ésta es platónica. Por lo contrario, si la disciplina de las votaciones es menos
estricta, la mayoría gubernamental se hace menos segura; el partido en el poder
debe tener en cuenta las rivalidades entre sus propias fracciones, que pueden
comprometer su posición parlamentaria; el prestigio de las cámaras se refuerza y la
separación de poderes renace en cierta medida. Todavía aquí, el simple cambio de
mayoría puede modificar la naturaleza del régimen. En Inglaterra, por ejemplo, la
disciplina, la centralización y la cohesión son más avanzadas en el Partido Laborista
que en el Partido Conservador; en consecuencia, la concentración de poderes es
mayor cuando el Labour tiene la mayoría, menor cuando la detentan los con
servadores. En el siglo xix, cuando la armazón de los partidos británicos era menos
fuerte que hoy, la separación de poderes estaba menos atenuada por el
bipartidismo: así se explican las descripciones clásicas del parlamentarismo inglés,
régimen de equilibrio entre el Legislativo y el Ejecutivo, sistema de checks and
balances, que el desconocimiento de la evolución de las estructuras de los partidos
conserva aún hoy. En un régimen presidencial, la organización interna de los
partidos desempeña un papel casi análogo: pero su influencia es muy variable,
según que el mismo partido reúna la Presidencia y la mayoría parlamentaria, o que
estén separadas. Una armazón fuerte, centralizada y disciplinada, suprime
evidentemente toda separación de poderes, en caso de coincidencia entre la
Presidencia y la mayoría parlamentaria; la agrava, por lo contrario, hasta conducir
a conflictos insolubles y a una parálisis del gobierno, en caso de disparidad entre
132

ambos. Por lo contrario, una armazón débil y descentralizada, que se traduce en la


ausencia de unidad de votación, debilita la concentración de poderes en el primer
caso y hace menos grave su separación en el segundo. En los Estados Unidos, la
imagen de un presidente apoyándose en un partido mayoritario en el Congreso,
para gobernar con la misma libertad que un primer ministro británico es totalmente
falsa: el Presidente debe siempre contar con las divisiones de su propio partido.
Cada senador y cada representante es libre respecto a su grupo parlamentario: las
votaciones son tan abigarradas en los partidos norteamericanos como en el Partido
Radical-Socialista Francés, en la Tercera República. Un Presidente demócrata tiene
siempre contra él a algunos parlamentarios demócratas; del mismo modo, un
Presidente republicano no es apoyado jamás por todos los miembros republicanos
del Congreso. Además, cada uno puede encontrar apoyos en el seno del partido
adversario. Resulta de ello que la oposición es mucho menos decidida, en la
práctica, entre los casos de coincidencia de la mayoría parlamentaria y de la
Presidencia, y los casos de disparidad: en la primera hipótesis, la descentralización
y la heterogeneidad del partido mayoritario disminuyen la autoridad presidencial y
la concentración de poderes; en la segunda, debilitan la rivalidad del Presidente y
el Congreso, e impiden la parálisis de la maquinaria gubernamental. El régimen
norteamericano se sitúa, así, en una zona intermedia entre la separación y la
concentración, acercándose a la primera en los periodos excepcionales, cuando
Parlamento y Presidencia son detentados por partidos diferentes, alejándose mucho
más en tiempos normales: en ambos casos, el prestigio personal del Presidente
modifica el grado de separación o de concentración. En un régimen presidencial,
como en un régimen parlamentario, pero todavía más en el segundo que en el
primero, la importancia de la mayoría detentada por el partido gubernamental influye
igualmente en la separación de poderes. Si es grande, la autoridad del partido es
grande dentro del Parlamento; no es obstaculizado por la oposición; puede
afirmarse el representante de la voluntad del país. Si no dispone, por el contrario,
más que de un margen muy pequeño, en relación con su rival (como el Partido
Laborista en los Comunes, después de las elecciones de 1950), su posición moral
en la nación está menos asegurada, así como su posición material en la asamblea:
133

basta que varios de sus diputados estén ausentes, para que la oposición le gane
ventaja en los escrutinios. El Parlamento recobra, pues, su importancia y la
separación de poderes renacen. La táctica de agotamiento, inaugurada por los
conservadores en marzo de 1951, que obligaba a sesiones nocturnas sucesivas,
para fatigar a los diputados laboristas, obligados a una presencia constante por
temor a una votación de sorpresa, ilustra esta situación. Sin embargo, la adopción
de la técnica francesa del “cartero”, que permite la votación de los ausentes,
bastaría para reforzar la posición parlamentaria del partido débilmente mayoritario
y restablecer una fuerte concentración de poderes en su favor. No parece, en efecto,
que la estrechez de su mayoría en el país baste para limitar sus prerrogativas: la
nacionalización del acero, realizada por el Partido Laborista después de las
elecciones de 1950, es prueba de ello. La fuerza parlamentaria importa siempre
mucho más que la fuerza real en el país: el hecho de que el Partido Laborista no
hubiera obtenido en 1945 más que el 48.7 % de los sufragios quedaba
completamente borrado por los 390 asientos que poseía en los Comunes: la opinión
misma lo consideraba fuertemente mayoritario. Los efectos del multipartidismo son
casi simétricos. De modo general, tiende a la separación de poderes. Deja funcionar
libremente a la separación constitucional, en primer lugar. En un régimen
parlamentario, el gobierno debe apoyarse en una coalición de partidos asociados:
su alianza es siempre frágil, y las intrigas no cesan de anudarse en los corredores
de las asambleas, para disociar la combinación presente y sustituirla por una nueva.
El “juego parlamentario”, casi ausente del segundo sistema de partidos, adquiere
aquí su fuerza y su significado; las Cámaras recobran su libertad con respecto al
gobierno; dejan de estar confinadas a un papel de registro, mezclado con protestas
platónicas de la oposición. Los medios de acción recíprocos del Parlamento y el
gobierno, ficticios en el régimen dualista, recobran aquí su significación. Puede
hablarse de equilibrio de poder y del sistema de checks and balances, simbolizados
en la simetría de la votación de desconfianza, que permite al Parlamento echar
abajo al gobierno y la disolución, que permite al gobierno colocar al Parlamento
frente a sus electores. Entre estos medios de acción, algunos sufren, además, la
influencia directa del sistema de partido. Con respecto al gobierno, los parlamentos
134

multipartidistas utilizan, de preferencia, la técnica de la interpelación, mientras que


los parlamentos bipartidistas emplean más bien la de interrogatorio: la diferencia es
reveladora. En un régimen dualista, el voto de confianza es casi automático y pierde
todo significado real: la asamblea es reducida a preguntas no sancionadas, para
ejercer su control. En un régimen de multipartidismo, el voto de confianza corre el
riesgo, en todo momento, de poner en peligro la existencia del gobierno: de ahí la
importancia de la interpelación, que termina con un escrutinio. El multipartidismo
tiende a veces a superponer una segunda separación de poderes a la que resulta
de la Constitución, o de la naturaleza de las instituciones. La separación clásica de
poderes descansa en una distinción de las funciones del Estado, definidas por su
naturaleza jurídica: el Parlamento hace las leyes, actos de alcance general; el
gobierno las aplica, mediante medidas individuales. Frente a ella, puede concebirse
una separación de poderes, basada en una distinción de las atribuciones materiales
del Estado: financieras, económicas, sociales, policiales, judiciales, educativas,
militares, diplomáticas, etc. Reagrupando los diferentes ministerios por sectores
homogéneos puede establecerse una clasificación horizontal de las actividades
estatales: por ejemplo, se opondrá el sector económico (industria, comercio,
agricultura, marina mercante, finanzas públicas), el sector social (hacerse cargo de
los riesgos sociales de los económicamente débiles, de las clases desfavorecidas,
etc.: sector “igualador” ), el sector de orden público (policía y justicia), el sector de
influencia ideológica (enseñanza, educación, propaganda, control de las artes y de
las letras, etc.), el sector diplomático (relaciones exteriores y ejército). En un
régimen parlamentario multipartidista, esta separación horizontal de los poderes se
suma a veces a su separación vertical tradicional. Cada partido asociado al gobierno
tiende a reclamar un sector de actividad bien definido, que lo acerca a su clientela
electoral o le permite desarrollar su estrategia política. Esta especialización no
existe siempre. Por lo contrario, algunas combinaciones gubernamentales practican
la táctica de la neutralización: se confían los departamentos complementarios a
partidos rivales, para atenuar la política de cada ministro por la de su vecino,
opuesto a él; o bien, un ministro es acompañado de un subsecretario de Estado, de
otro partido, que lo vigila y lo limita. A veces, la especialización es muy embrionaria:
135

en la Tercera República, el Partido Radical se reservaba generalmente el Interior y,


con menos frecuencia, Educación Nacional. Pero puede ser llevada más lejos: en
tiempos del tripartidismo en Francia, cada asociado controlaba un sector
homogéneo de la vida nacional. La disciplina rígida de los partidos y su aislamiento
electoral llevaban, por lo demás, a hacer predominar claramente la solidaridad con
el partido, por encima de la solidaridad gubernamental. En estas condiciones, el
Consejo de Ministros se parecía a una Dieta, donde los embajadores de cada
partido trataban de llegar a un compromiso: a menudo, los consejos importantes
eran precedidos de reuniones separadas de los ministros de cada partido, para
determinar la línea a seguir en común. La separación horizontal de los poderes
raramente ha sido llevada tan lejos. Vemos que depende mucho de la estructura
interior de los partidos asociados: en un sistema de partidos descentralizados,
flexibles y poco disciplinados, el individualismo de los diputados se refleja en el
individualismo de los ministros, y se opone a la división en sectores. Un sistema de
partidos rígidos o centralizados se presta mejor, por lo contrario; en Francia, el
debilitamiento de la disciplina en el seno del Movimiento Republicano Popular y del
Partido Socialista, a partir de 1947, y la entrada en la mayoría del Partido Radical,
de estructura muy débil, atenuó mucho la separación horizontal. La dimensión
respectiva de los partidos aliados es, igualmente, muy importante: una verdadera
separación de los sectores supone cierta igualdad entre ellos. La separación
horizontal de los poderes constituye una de las formas de coalición gubernamental
en un sistema de multipartidismo, pero no la única: por lo contrario, la agravación
de la separación vertical clásica es un fenómeno general. En un régimen
presidencial, sólo la última puede producirse evidentemente, no reflejando el
gobierno las divisiones de las asambleas. Ningún partido mayoritario establece un
puente entre el Parlamento y el Ejecutivo, por encima del aislamiento que resulta de
la naturaleza de las instituciones. La autoridad del Presidente en su propio partido
no basta para alinear a las Cámaras en favor de su política: porque ese partido es
minoritario. Sin embargo, la separación de los poderes es menor que en un régimen
bipartidista, en la hipótesis de que la Presidencia y la mayoría parlamentaria no
estén unidas en favor de un mismo partido. Porque el Presidente no tiene ya ante
136

sí una mayoría parlamentaria homogénea, opuesta a su política, sino una mayoría


parlamentaria heterogénea, compuesta de varios partidos, que se puede tratar de
disociar. La diferencia de situación es todavía más sensible desde el punto de vista
de la autoridad gubernamental, que desde el punto de vista de la separación de
poderes.

3.2 Elementos teórico-conceptuales de los sistemas electorales


Nohlen, Dieter (1994) Sistemas electorales y partidos políticos, México, FCE pp47-52.
https://archivos.juridicas.unam.mx/www/bjv/libros/4/1959/6.pdf.
https://repositorio.unam.mx/contenidos/sistemas-electorales-y-partidos-politicos-5024524.

Los sistemas electorales representan estructuras complejas compuestos por una


gran cantidad de elementos diferentes, los cuales pueden ser combinados casi de
cualquier modo.
Los sistemas electorales establecen normas para cuatro áreas:
1. Distribución de las circunscripciones electorales.
2. Candidaturas.
3. Votación.
4. Conversión de votos en escaños.
En cada una de estas áreas hay un amplio margen creativo. Además, las reglas
técnicas de una de las áreas pueden ser combinadas de múltiples formas con las
de otras áreas. Los diferentes elementos producen efectos muy diversos sobre el
resultado electoral. Lo importante es que la combinación de los elementos permite
reforzar, compensar o neutralizar sus efectos específicos.
Los efectos políticos de los sistemas electorales dependen rara vez de un solo
elemento. En la mayoría de los casos, esa combinación de varios elementos lo que
produce ciertas consecuencias políticas de un sistema electoral.
“La distribución de circunstancias electorales”.
La distribución de las circunscripciones electorales es de importancia virtual para
las oportunidades electorales de los partidos políticos. No es por casualidad que la
distribución de las circunscripciones electorales representa una de las cuestiones
políticamente más discutida, cuando se trata de elaborar y evaluar un sistema
electoral. La crítica de la oposición política al sistema electoral se refiere a menudo
a la distribución de las circunstancias electorales. Así, por ejemplo el perjuicio
sufrido por la socialdemocracia alemana en las elecciones imperiales resultaba en
la distribución de las circunscripciones electorales dejo de tener importancia para la
asignación de escaños, pues los partidos obtenían un escaño por cada 60000 votos.
137

Las circunscripciones electorales no pueden definirse de una vez y para siempre.


Los procesos migratorios exigen el ajuste permanente de las circunscripciones a las
nuevas realidades demográficas, ya sea mediante un cambio geográfico de los
límites de las circunscripciones electorales tiene dos puntos de partida: por un lado,
la manipulación activa en beneficio de un partido o una tendencia política, y por otro,
la omisión de reformas necesarias.
Mediante la variación de la relación entre población y escaños, se puede manipular
la representación política en favor de ciertos partidos o grupos sociales. La
representación desigual de los sectores sociales, sobre todo en cuanto a las áreas
urbanas y rurales, es tradicional en casi todos los países.
Sin embargo, según el principio democrático cada voto debe tener el mismo peso.
La igualdad de los votos— un principio universal estrechamente vinculado con a
extensión del sufragio universal— se logra cuando cada escaño representa la
misma cantidad de habitantes (o de electores, en algunos casos también de los
votos válidos emitidos) en todo el territorio electoral. Sin embargo, hay argumentos
políticos considerados como justificados que permiten desviaciones del principio de
igualdad. En la cuna de la democracia parlamentaria, Gran Bretaña, la
representación esta ponderada con arreglo a las cuatro regiones (Inglaterra,
Escocia, Gales e Irlanda del Norte). En la mayoría de los casos se desea otorgar a
la población rural en desventaja una representación desproporcional a fin de
fortalecer su influencia sobre los actores nacionales. Pero a menudo este argumento
no es sincero, pues lo que se busca es que la representación desigual se convierta
en una ventaja político partidista. Por otra parte, tal argumentación no convence,
porque las áreas rurales favorecidas son representadas en general, por políticos
que defienden el statu quo social y no tienen interés en reformas estructurales.
Con frecuencia se transpasan los límites tolerables de desviación del principio de
igualdad eliminando así el sufragio igual. El resultado electoral se convierte en
producto de manipulaciones.
138

La aplicación de principio de igualdad mediante la fijación de un promedio de


habitantes por escaños tiene dos variantes técnicas. La primera implica la
distribución de circunscripciones electorales con un número de habitantes cercano
a la proporción por escaño. Esta fórmula se implica básicamente dividiendo el país
en circunscripciones uninominales cuyos límites deben ajustarse constantemente a
la variación demográfica. La segunda fórmula implica el computo de la proporción
de escaños atribuible a una circunscripción electoral con base en el número total (o
parcial) de habitantes. Este método se aplica generalmente en los sistemas con
circunscripciones plurinominales.

El número de escaños por circunscripción varía entonces con arreglo a la variación


demográfica.

El tamaño de la circunscripción también puede variar según el número del


electorado. Así, por ejemplo la constitución portuguesa de 1976 prescribe que en
circunscripciones plurinominales, los escaños deben ser proporcionalmente
distribuidos en relación con los electores inscritos. Los tamaños de las
circunscripciones pueden provocar una distorsión, si un país muestra grandes
diferencias de desarrollo.

En Brasil se discute si la población o el número de electores deben servir como base


para la distribución de escaños.
139

Para poner en práctica el principio de igualdad, se requieren comisiones


independientes de los partidos, cuya función es observar la relación entre población
y escaños y proporcionar las reformas pertinentes.

En Gran Bretaña el establecimiento de las Boundary Commissions estuvo


estrechamente vinculado con la evolución del sufragio igual (la primera comisión se
estableció en 1917; desde 1944 hay cuatro comisiones permanentes para
Inglaterra, Escocia e Irlanda del Norte). Aquí se aplica el criterio del número de
electores por circunscripción.

Otra forma de manipular la distribución de circunscripciones electorales se conoce


por el nombre de gerrymandering.

Por Grrymandering se entiende la distribución de las circunscripciones electorales


con arreglo a consideraciones político-partidistas.

Se trata de una manipulación consciente, pues se aprovecha la variación de la


distribución geográfica de los simpatizantes de los partidos políticos. El nombre de
esta técnica de manipulación se remonta a mister Gerry, quien se creó una
circunscripción con triunfo garantizado y forma geográfica de salamandra en la
ciudad de Boston.

La técnica del gerrymandering parte de diversas consideraciones políticas. Por un


lado, se puede buscar el triunfo seguro de un candidato (como en el caso de mister
Gerry). Por otro se puede buscar el aumento o la disminución de la representación
política de un grupo social o partido. Los casos expuestos a continuación ilustran
ambas posibilidades:

a) En un territorio electoral caracterizado por una aglomeración urbano-


industrial caracterizado por la dominación clara del partido social progresista
en la ciudad, mientras que en el campo prevalece ligeramente el partido
conservador B. Si la ciudad forma circunscripciones electoral uninominal y
las zonas rurales se dividen en otras circunscripciones de igual característica,
el resultado más probable es que el partido A conquiste la circunscripción
urbana, mientras que el partido B las circunscripciones rurales. Si, por el
140

contrario, las circunscripciones electorales se distribuyen mezclando ciudad


y campo, de tal forma que la zona urbana sea repartida entre las
circunscripciones rurales, el partido A puede ganar más de un escaño, pero
también corre peligro de no tener representación alguna. Un ejemplo
numérico: supongamos que están en juego cuatro escaños en igual número
de circunscripciones electorales uninominales. Se establecen dos modelos
de distribución: el primero, con una circunscripción urbana (U) y tres rurales
(R) y el segundo, con cuatro circunscripciones urbano-rurales (UR).

b) El segundo caso se parece al de mister Gerry, aunque la intención sea otra.


Se trata de limitar la oportunidad de un partido de conquistar escaños
confirmándolo al mínimo posible de “bastiones”, ya que los votos excedentes
no se traducen en escaños. Se parte del supuesto de que el partido A podría
ganar tantos estaños como el partido B, si se aplica el modelo de distribución
2. Para prevenir el riesgo del triunfo de A en muchas circunscripciones es
preferible distribuir las circunscripciones según el modelo 1.
Es evidente que los ejemplos citados simplifican el problema. Suponiendo la
existencia de circunscripciones plurinominales y suponiendo además que en
la ciudad y en la zona rural corresponde el mismo número de escaños, nos
damos cuenta que el gerrymandering se vuelve más complicado y difícil de
estimar en cuanto a sus efectos.
No obstante podemos afirmar lo siguiente:
141

Existen dos características de gerrymandering destinadas a neutralizar el


caudal electoral del adversario, a saber; la mezcla del electorado o de la
formación de “bastiones”.
Ambas estrategias se aplicaron en la fase inicial de la V República en
Francia, cuando De Gaulle quería reducir al mínimo la representación política
de los comunistas. Donde la mezcla de zonas urbanas y rurales no prometía
éxito en la neutralización de votos comunistas, se mantuvo el método de
formación de bastiones ya tradicional en Francia, para limitar las
posibilidades electorales de los comunistas. La representación desigual de
las áreas urbanas y rurales y el método del gerrymandering produjeron la
mayoría gaullista.
En 1986 se le impulso nuevamente, a la coalición gubernamental la arbitraria
distribución de las circunscripciones, cuando al introducir otra es la mayoría
absoluta reformo la distribución de 1958. Sin embargo esta ve la reforma
tendría poco éxito.

El gerrymandering apunta conscientemente a la manipulación del resultado electoral. Cierto en


que la forma en que lo aplico Gerry es objetable políticamente, pero el método se usa ahora como
en el pasado aunque de manera más sutil, a fin de aprovechar la distribución geográfica del
electorado en favor de un partido político.

3.3 Modelos de sistemas electorales. Análisis de casos.


Nohlen, Dieter. La trilogía del sistema de gobierno, sistema electoral y sistema de
partidoshttps://archivos.juridicas.unam.mx/www/bjv/libros/11/5002/4.pdf. Pp32-39.

“La trilogía: sistemas de gobierno, sistema electoral y sistemas de partidos”.

El tema que los organizadores de este evento me han sugerido, la trilogía: sistemas
de gobierno, sistema electoral y sistema de partido”, engloba en verdad los
elementos sustanciales que conforman un sistema político, su estructura y su
dinámica. La certeza de esta afirmación se confirma en el debate institucional actual
sobre la transición a la democracia, su consolidación y su reforma.

Allí se sostiene que la opción entre las formas de gobierno que se identifica con la
alternativa entre el presidencialismo y el parlamentarismo, y la opción entre los tipos
de sistemas electorales, que se identifican con la alternativa entre representaciones
142

por mayoría y representaciones proporcionales, constituye las opciones básicas de


orden constitucional.

Esta idea implica la convicción de que la opción por una u otra de las alternativas
tiene repercusiones de importancia respecto a la gobernabilidad de un estado, en el
suspenso que la institucionalidad política influye en los recursos del gobierno
democrático (poder, consenso, legitimidad, etc.) y en las capacidades funcionales
del sistema político de responder a las expectativas y demandas de la economía y
de la sociedad. La tesis que tal vez mejor refleja este pensamiento, sostiene que en
la política las instituciones tienen mayor incidencia que los hombres.

En este orden de apreciaciones relacionadas con el criterio de la importancia,


conviene introducir el factor sistema de partidos, nuestro tercer elemento de la
trilogía cuya importancia pese a ser grande tiende a ser considerada menor que la
de los otros factores.

Esta evaluación refleja una asimetría entre los conceptos, formas de gobierno y
sistema electoral por un lado, y sistemas de partidos por el otro. La asimetría se
manifiesta en diferentes sentidos, pero por sobre todo respecto a su idoneidad de
ofrecer opciones al político o constitucionalista y a su status como variable, en la
relación que se puede establecer entre ellos.

Así, la variable sistema de partidos no es una variable tipo institucional o incluso


constitucional, que ofrece alternativas internas entre las cuales se pueden
simplemente escoger.

En el campo institucional, el político, el institucionalista o el consultor político optan


entre presidencialismo o parlamentarismo, entre representación por mayoría o
representación proporcional o, si no les convencen estas alternativas, optan por un
sistema semi o combinado. En todo caso, la opción puede materializarse por una
simple decisión del legislador constitucional.

En lo que se refiere al sistema de partidos, la materialización de una opción no


depende de que el legislador tome una decisión al respecto, sino de otras variables
histórico-sociales.
143

Así se explica porque en el debate institucional, ligado a las opciones


constitucionales o en la consultoría política, generalmente no se toma en cuenta el
factor sistema de partidos. El campo de opciones está restringido a la forma de
gobierno y al sistema electoral.

Asimismo, la variable sistema de partidos puede considerarse una función de las


opciones tomadas respecto a las opciones institucionales. Así, en buena parte de
los trabajos de ciencia política, el sistema de partidos no es tratado como variable
independiente (como las variables institucionales), sino como una variable cuya
conformación depende de las variables institucionales.

Sin embargo, el sistema de partidos es un factor decisivo respecto a los resultados


que exhiben y las apreciaciones valorativas que merecen los elementos
institucionales. Es cierto que el sistema de partidos es una variable dependiente
pero vale enfatizar dos afirmaciones.

Primero. Respecto a su carácter de variable dependiente, e sistema de partidos no


solo es dependiente de factores institucionales, si no en la misma o aun mayor
medida de factores socioculturales e históricos. Por ser así, el sistema de partidos
es el nexo entre historia y estructuras sociales, por un lado y lo institucional por el
otro.

Segundo. El sistema de partidos juega, asimismo, el rol de una variable


independiente y como tal es una variable de decisiva importancia en tres sentidos:
en la opción, en el comportamiento y en los efectos de las instituciones políticas.

La tesis que tal vez mejor refleja este pensamiento, es que en la política, la historia
y las estructuras sociales tienen mayor coincidencia que las instituciones. Esta tesis
hace recordar la afirmación de James Bryce, en su famoso estudio-informe sobre
América Latina, publicado a principios de este siglo, donde nos dice que allí no son
las constituciones, sino los hombres (las sociedades) los que fallan.

Por otra parte, es el factor sistema de partidos el que despierta el interés por la
relación entre las tres variables en discusión. Nuestra trilogía no se conforma solo
de tres elementos, sino de tres elementos interrelacionados.
144

Esta percepción es fundamental para cualquier reflexión de tipo consultoría política


(o en términos ingleses, institutional engineering). Dada la asimetría señalada, lo
que se requiere es manejar bien en el análisis, en la formulación de opciones y en
el quehacer operativo, las diferencias entre los tres elementos.

En las consideraciones siguientes, voy a enfocar nuestra trilogía precisamente a


partir de estos tres puntos de partida o niveles de reflexión: el normativo, el analítico
y el operativo. A estos tres niveles corresponden tres discursos diferentes y tres
tipos de teorías de diferente índole que generan opciones distintas respecto a las
alternativas institucionales que se enfrentan en el debate.

En mis consideraciones voy a tratar de echar luz sobre por qué las opciones difieren
y porque se enfrenta.

Primero, el nivel normativo. El nivel normativo es desde siempre el campo de los


grandes debates y confrontaciones sobre instituciones políticas. El discurso a este
nivel es de gran actividad, primero por la vinculación de los aportes de hoy con las
grandes contribuciones de ayer. Segundo, por la elegancia y claridad cartesiana de
los argumentos y tercero, por la identificación del científico con la causa que
defiende.

Este protagonismo llama a los demás a identificarse con la opción expuesta o a


contradecirla o combatirla rotundamente. La vinculación con la filosofía política se
fundamenta en la búsqueda del modelo ideal o del mejor sistema de entre las
alternativas teóricas que se ofrecen. La premisa común del así llamado “best system
approach” es de no tomar en cuenta tiempos, lugares y no condicionar la opción por
factores contingentes.

La elegancia y claridad de la postura se debe preferentemente a la argumentación


ideal-típica y lógico sistemático que por lo demás, es preferentemente deductiva, y
la idea que se defiende provoca un tipo de reflexión causal que tiende a favorecer
relaciones unidireccionales y monocausales.

Así, en el debate sobre presidencialismo versus parlamentarismo en América Latina


es fácil reconocer este enfoque normativo en los valiosos aportes de mi amigo Juan
145

Linz. Para Linz, el parlamentarismo es mejor que el presidencialismo,


independientemente del lugar y del tiempo. Linz insiste en que su interés es por la
lógica de las formas, a partir de la cual deriva su opción por el parlamentarismo.
Este análisis está acompañado por referencias históricas que ilustran su tesis y tiene
su hito en la causalidad unidireccional y monocausal que establece entre
presidencialismo y derrumbe de las democracias. Esta supuesta causalidad se
fundamenta en un análisis contractual del caso chileno, para Linz “the classic
instance” para demostrar como el presidencialismo ha fallado y que el
parlamentarismo habría conservado la democracia.

Los mismos títulos de sus escritos: “The Perils of Presidentialism”, “The Virtues of
Parliamentarism”, “The Failure of Presidential Democracy”, dan cuenta el enfoque
que se aplica.

Es tal vez en el campo de los sistemas electorales donde el discurso normativo


tiene mayor tradición. No es que solo algunos científicos tengan su ideal, sino que
cada uno de los participantes en el debate parece profesar el suyo. La materia
parece tan sugestiva para lanzarse con una postura propia que incluso ilustre
científicos como Giovanni Sartori, quien en el debate sobre presidencialismo versus
parlamentarismo impuso su “neither nor”, es decir, ni uno ni el otro, y quien defiende
la tesis de que el mejor sistema es aquel que mejor se adecua. En su último escrito
se pronuncia por un sistema electoral, que según él, es el mejor sistema electoral:
el sistema mayoritario de doble vuelta.

El debate clásico, que es el debate normativo, ha enfrentado la representación por


mayoría y la representación proporcional con apasionados defensores por ambos
lados, utilizando hasta los extremos los argumentos ideal-típicos y monocausales.
El sistema mayoritario como promotor del bipartidismo como garante de la
estabilidad política; el sistema proporcional como causante del pluralismo, de la
inestabilidad política e incluso del derrumbe de la democracia. Buena parte de estas
afirmaciones provenientes del enfoque normativo conforman lo que se llama la
sabiduría convencional en el campo de los sistemas electorales.
146

Respecto a los sistemas de partidos políticos y debidos a la restricción a que están


sometidas las opciones y su carácter de variable dependiente, el “best system
aproach” no tiene la misma incidencia; sin embargo, el debate se mueve, por
ejemplo entre bipartidismo, tripartidismo y multipartidismo y las variables
institucionales que influyen en la estructuración del sistema de partidos. Maurice
Duverger y otros percibieron el dualismo como algo propio a la naturaleza humana.
Este mismo pensamiento en diadas fue retomado por Norberto Bobbio en su
reciente libro sobre derecha e izquierda.

Un referente importante ha sido el modelo de democracia, por ejemplo el


“Westminster model”, tomando como ideal que determinaba el tipo de sistema de
partidos correspondiente. Arend Lijphart y otros, sin embargo, descubrieron el
pluralismo (más allá de la cifra dos) no solo en términos analíticos, sino también y
explícitamente en términos normativos, lo que llevo a Lijphart a defender otro
modelo de democracia: la democracia de consenso y formular opciones más allá de
los casos empíricos que fundamentaron su concepto de democracia consociativas.

Así, Lijphart considera la representación proporcional superior a la representación


por mayoría. Al revés que en el caso del modelo Westminster y en términos
generales, formas de tomas de decisiones por consenso superior a las formas de
gobierno, en formas de consenso por mayoría, y desde allí valora a las formas de
gobierno que invitan u obligan a procesos decisionales de tipo consensual, el
parlamentarismo, por ejemplo como forma de gobierno, como mejores que las de
tipo mayoritario el presidencialismo.

En pocas palabras, Lijphart avanza toda una secuela de opciones bastantes


desvinculadas, de contingencias históricas, pese a que la democracia consociativa,
en su momento fue desarrollado como concepto que explicaba el funcionamiento
de la democracia en una sociedad histórica especifica.

Lijphart no duda incluso en expresar opciones respecto a la combinación de los


elementos de nuestra trilogía, llegando a la siguiente clasificación:
147

En primer lugar, parlamentarismo con representación proporcional, en segundo


lugar presidencialismo con representación por mayoría, y tercer lugar,
presidencialismo con representación proporcional.

Lijphart no incluye el tercer elemento, el sistema de partidos, pero es fácil


complementar la clasificación con esta variable aplicando la sabiduría convencional,
sobre los efectos de los sistemas electorales y tomando en cuenta los casos
modelos que Ljphart probablemente tenía en mente:

Los sistemas parlamentarios o europeos continentales, con multipartidismo y


gobiernos de coalición en primer lugar de la clasificación. El sistema parlamentario
con bipartidismo y gobiernos unicolores, como lo encontramos Gran Bretaña, en
segundo lugar, el presidencialismo norteamericano con bipartidismo, en tercer lugar,
y el presidencialismo latinoamericano con multipartidismo en cuarto lugar.

Sin embargo, al completar la clasificación con el sistema de partido, con esta


variable, se estira aún más la ya débil relación empírica que la argumentación
normativa mantiene con la historia.

En nivel analítico. Es precisamente uno de los objetivos del enfoque historico-


empirico, llamar la atención sobre las limitaciones del discurso normativo. Sus
contribuciones al debate sobre instituciones políticas, se leen como una crítica a un
discurso, que por las características señaladas, tienen mucha más facilidad de llegar
a la gente interesada en estos temas.

Sin embargo, el enfoque histórico- empírico tiene su propia posición, sus propias
premisas, su propia lógica de investigación, su propia metodología. Su premisa o
convicción central es que aunque las instituciones cuentan su real importancia y la
idoneidad de cada institucionalidad depende de la contingencia política: de
estructuras sociales, memoria histórica, cultura política, retos políticos, etc.

3.4 México: Sistema electoral. Legislación electoral. Reformas


electorales.
Gerken, Heather. 2011. Race, Reform, and Regulation of the Electoral Process. Ondon:
Cambridge University Press. Pp 15-22.
148

La historia electoral de México es una historia de constante reformas. El sistema


electoral ha pasado por revisiones periódicas a lo largo de su desarrollo, que
abarcaron prácticamente todos los aspectos de su diseño. En este capítulo el
análisis se centrará en los cambios relativos a la paulatina introducción del
sistema mixto, implementado para abrir, de manera controlada, los espacios
políticos a los partidos de oposición.

Es importante señalar que esas reformas, en sus orígenes, no tenían como


objetivo construir un sistema de representación democrática, sino que fueron un
instrumento para mantener el régimen del partido hegemónico y un particular
equilibrio en el cual se permitía la existencia de la oposición, pero no se permitía
que ésta se convirtiera en un verdadero desafío al sistema (Crespo 2003;
Lujambio 1997, 2002 y 2003). “Algunas reformas se movieron en la dirección de
la liberalización política, mientras que otras incrementaron el control autoritario;
algunas introdujeron elementos consensuales en el diseño del sistema político, y
otras reforzaron las características mayoritarias” (Molinar 1996, 137-8).
El primer antecedente del sistema mixto a nivel federal son los “diputados de
partido”, introducidos en 1963 como la primera de una serie de concesiones del
régimen hegemónico hacia el partido opositor más importante (Lujambio y Marván
1997). Con base en esta regla, se otorgaban cinco escaños a cada partido que
lograra una votación superior al 2.5%, más un escaño adicional por cada medio
punto por arriba de ese umbral, hasta llegar a un máximo de 20 diputaciones. Más
tarde, en 1973, el sistema fue modificado, reduciendo el mínimo de votación
requerida a 1.5%, aumentando el máximo de escaños para los partidos minoritarios
a 25, e incrementando el número de distritos uninominales de 178 a 194 (Lujambio
y Marván 1997, 75). Molinar y Weldon (2001) consideran ese sistema como un
sistema mixto mayoritario, aunque reconocen restricciones a la competencia
electoral en esa época.

En reacción a las elecciones de 1976, en las que hubo un solo candidato a la


presidencia, el PRI reconoció la necesidad de abrir la escena política,
liberalizando los requisitos para el registro de partidos políticos y abriendo el
sistema electoral a una mayor dosis, aunque todavía controlada, de competencia
149

partidista (Becerra y Woldenberg 2005). La reforma de 1977 modificó el sistema


electoral, creando 300 distritos uninominales y 100 escaños plurinominales. Para
la distribución de los escaños plurinominales, la Constitución contemplaba dos
fórmulas electorales. La primera fórmula, de porcentaje mínimo, consistía en
otorgar un diputado a todos los partidos que alcanzaran el 5% de la votación
efectiva; posteriormente se calculaba la votación nacional efectiva entre el
número de escaños que quedaban vacantes, obteniendo así el cociente natural,
para asignar a cada partido el número de posiciones plurinominales que resultara
de la división de los votos de cada partido entre el cociente natural. La segunda
fórmula consistía en dividir la votación nacional efectiva de la circunscripción
entre el número de escaños y multiplicarlo por dos, para obtener el cociente
rectificado. Posteriormente se dividía la votación efectiva de cada partido entre el
cociente y se repartían los escaños correspondientes. Los partidos que obtenían
60 o más escaños uninominales, no participaban en la asignación de los
plurinominales, con lo que servían como espacios para la oposición (Becerra y
Woldenberg 2005, 116-7).

La mecánica del sistema electoral se fue modificando a lo largo de los años:


inicialmente se elegían cien diputados de RP, pero con la reforma de 1988 ese
número incrementó a 200. También en 1988 se estableció el límite máximo de
escaños por ambos principios en 350 diputados, mismo que en 1996 se redujo a
300 y se completó con el límite del 8%, además de que se empezó a emplear una
sola boleta para elegir a los representantes por ambos principios, de esta manera
la votación emitida en la elección de diputados de mayoría relativa se constituyó
en la base para la asignación de escaños de RP. En cuanto a la asignación de
escaños, se estableció que todos los partidos con registro que obtuvieran
determinada votación tendrían derecho a participar en el reparto de los diputados
plurinominales, pero bajo las siguientes modalidades (Becerra y Woldenberg
2000, 189):

a) Ningún partido podría tener más de 70% de diputados (350) aunque su

votación fuese mayor a dicho número (antes podía tener hasta 75%);
b) El partido que obtuviera entre 50 y 70% de la votación nacional y menos
150

de ese porcentaje del total de diputados por la vía de MR, obtendría el


número de diputados necesarios por la vía plurinominal para lograr
empatar el porcentaje de diputados con relación al total de la Cámara; y
c) El partido mayoritario sí podía entrar al reparto plurinominal, aunque

dentro de ciertos límites. No tendría derecho de ello si el porcentaje de sus


triunfos distritales superaba a la mitad de la Cámara y contaba con 51%
de la votación nacional efectiva. Tampoco si tenía menos de 51% de la
votación, pero su número de constancias distritales le hubieran
garantizado ya la mayoría absoluta (251) de los diputados.

Con ello, se aprobó la cláusula de gobernabilidad, que aseguraba al partido


mayoritario la cantidad de escaños necesaria para alcanzar por lo menos la
mayoría absoluta de la Cámara de Diputados.

En 1991 se introdujeron cambios menores en el sistema electoral. Para participar


en el reparto de diputados plurinominales se requería contender por lo menos
con 200 candidatos uninominales y obtener 1.5% de la votación nacional. La
reforma todavía garantizaba al partido mayoritario una mayoría absoluta en la
Cámara de Diputados, pues al partido que obtuviera el mayor número de
constancias de mayoría y el 35% de la votación total, le serían asignados el
número de diputados de RP necesarios para obtener el 50% más uno de los
representantes en la Cámara (251) (cláusula de gobernabilidad). Adicionalmente
a la mayoría absoluta, por cada punto porcentual de votación obtenido por
encima de 35% y hasta menos de 75%, le serían asignados dos diputados de RP
(mecanismo denominado “escala móvil”). En cambio, los partidos que obtuvieran
un número de votos por debajo de 35% de la votación nacional, solo podían tener
el porcentaje de escaños correspondiente a su porcentaje de votos.

También se mantuvo el tope de sobrerrepresentación establecido en la anterior


reforma, pues ningún partido podría tener más de 350 diputados en total (Becerra
151

y Woldenberg 2005, 664).

Las siguientes reformas, de 1993-94, establecieron un nuevo límite al número de


escaños que podían ser obtenidos por un solo partido. Se fijó como tope el
número de 300 diputados en el caso de que la votación nacional efectiva del
partido no sobrepasara 60%. Si la votación obtenida resultaba mayor a 60%,
entonces se permitiría al partido obtener hasta 315 diputados. Además, con esa
reforma se abandonó la cláusula de gobernabilidad (Becerra y Woldenberg 2005,
293).

El paso final de esa evolución, que estableció las reglas que se mantienen en el
ámbito federal hasta el día de hoy, se dio en 1996. Con ellas se dispuso que la
Cámara de Diputados se integre por 300 diputados de mayoría relativa, electos
en distritos uninominales, y 200 diputados de representación proporcional,
electos por listas de partidos presentadas en cinco circunscripciones
plurinominales. Los partidos políticos no pueden tener más de 300 escaños por
ambos principios y tampoco un porcentaje de escaños que supere por más de
ocho puntos su porcentaje de votación nacional emitida. En cuanto al Senado,
96 de sus integrantes son electos vía mayoría relativa (dos escaños para la
primera minoría y uno para la segunda en cada una de las entidades federativas)
y 32 vía representación proporcional, en una sola lista nacional. Para el Senado
no existen límites a la sobrerrepresentación.

El acceso a los escaños de RP, para ambas cámaras, requería un mínimo de 2%


de la votación emitida, y la fórmula de distribución adoptada fue el cociente de
Hare. También cabe destacar que en México se optó por un sistema paralelo,
por lo que no hay relación entre los triunfos por MR y la asignación de escaños
por RP, más que en la aplicación de los límites de sobre- y subrepresentación.

El sistema establecido en 1996 para el congreso federal resultó ser muy estable.
Las únicas dos modificaciones que sufrió a partir de entonces fueron el
152

reconocimiento de las candidaturas independientes en 2012, y la modificación


del umbral mínimo, que en 2014 aumentó a 3% de la votación válida emitida.

Sistemas electorales en las entidades federativas

En las entidades federativas no se siguió el mismo proceso de desarrollo


electoral: el principio de representación proporcional para la integración de los
congresos locales fue introducido por la reforma “definitiva” de 1996. El nuevo
texto del artículo 116 constitucional obligó a adecuar los sistemas electorales
locales a fin de incluir “diputados elegidos según los principios de mayoría relativa
y de representación proporcional”, dejando a la libre configuración las reglas
específicas de la elección y asignación (CPEUM 1996). A partir de ese momento
los estados se vieron obligados a adecuar sus marcos legales a los principios
constitucionales, con lo que empezaron a surgir las demandas en acciones de
inconstitucionalidad relativas a las reglas electorales de las entidades
federativas, incluyendo las relacionadas con la representación proporcional.
Mediante la revisión jurisdiccional de las reglas electorales realizada por la
Suprema Corte, se llegó a establecer una serie de reglas generales a seguir y
que se desprenden de la interpretación constitucional (Acción de
Inconstitucionalidad 6/96):

I. Condicionamiento del registro de la lista de candidatos plurinominales a


que el partido participe con candidatos a diputados por mayoría relativa en
el número de distritos uninominales que la ley señale.
II. Establecimiento de un mínimo porcentaje de la votación estatal para la
asignación de diputados.
III. Asignación de diputados, independiente y adicionalmente a las
constancias de mayoría relativa que hubiesen obtenido los candidatos del
partido de acuerdo con su votación.
IV. Precisión del orden de asignación de los candidatos que aparezcan en las
153

listas correspondientes.
V. El tope máximo de diputados por ambos principios que puede alcanzar un
partido debe ser igual al número de distritos electorales.
VI. Establecimiento de un límite a la sobre-representación.
VII. Establecimiento de las reglas para la asignación de diputados conforme a
los resultados de la votación.

Esos criterios dieron sustento a la Jurisprudencia P./J. 69/98, con el rubro


"MATERIA ELECTORAL. BASES GENERALES DEL PRINCIPIO DE
REPRESENTACIÓN PROPORCIONAL".

Esas bases fueron interpretadas por las legislaturas locales y las autoridades
electorales de una manera bastante variada. Así, se han creado sistemas
electorales muy distintos en cuanto a los umbrales, proporción de escaños de RP
frente a MR, o límites de sobrerrepresentación.

Como se desprende de otro estudio (Gilas y Medina 2012), todas esas variables
han tenido rangos amplios:

 Proporción de escaños de RP: desde un mínimo de 23.8% en Baja


California Sur, hasta 48.71% en Jalisco;
 Umbral mínimo: desde 1.5% en Tamaulipas, Oaxaca, Nuevo León, Nayarit
y Estado de México, hasta 4% en Baja California;
 Umbral de sobrerrepresentación: desde 3% en el Distrito Federal, hasta
16% en Quintana Roo y Oaxaca.

Además, se presentó una gran variedad de las fórmulas de distribución de


escaños de representación proporcional. Algunas entidades (por ejemplo,
Oaxaca, el Distrito Federal, Chiapas) emplearon la cuota de Hare, igual que para
el congreso federal, mientras que otras optaron por porcentaje mínimo
(Coahuila), asignación por rondas (Chihuahua), o expectativa del congreso
(Estado de México).

Las diferencias abarcaban también aspectos muy técnicos de los procedimientos


de asignación, como la votación base para calcular el límite de
154

sobrerrepresentación o el cociente. Sin embargo, hasta la reforma electoral de


2014, no hubo ningún intento legislativo o jurisdiccional de unificar los
procedimientos creados en las entidades federativas. Incluso a partir de la
reforma de ese año, las entidades federativas mantienen un margen importante
de libertad para configurar la legislación que regula sus sistemas electorales,
salvo el respeto a las proporciones y a la aplicación de las nuevas reglas
introducidas como principios constitucionales por la reforma, que son:

• Límite de sobrerrepresentación de 8% (CPEUM, artículo 116, fracción II);

• Límite de subrepresentación de 8% (CPEUM, artículo 116, fracción II).

Además, el legislador federal pretendió, mediante las reglas incluidas en la Ley


General de Instituciones y Procedimientos Electorales (LEGIPE) y la nueva Ley
General de Partidos Políticos (LGPP), uniformar parcialmente el procedimiento
de asignación de las diputaciones de representación proporcional en los
congresos locales, estableciendo que la primera ronda debería llevarse a cabo
mediante asignación directa, otorgando un escaño a cada partido que obtuviera
por lo menos el 3% de los votos (LGPP, artículo 9, fracciones I y II, inciso c;
LEGIPE, artículo 28.2, incisos a y b). Como dato relevante, en la acción de
inconstitucionalidad 22/2014 y sus acumuladas 26/2014, 28/2014 y 30/2014, la
Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) declaró inconstitucional ese
procedimiento, al estimar que la legislación general en materia electoral no está
constitucionalmente autorizada para determinar algún aspecto de este
procedimiento, ya que es de competencia de las legislaturas locales.

Sin embargo, antes de que la Suprema Corte declarara inconstitucional la


obligación de las entidades federativas de incluir la asignación directa como el
primer pasó de asignación de los escaños de RP, muchos estados ya habían
incluido ese procedimiento en sus constituciones y/o leyes electorales. Con ello
se dio una importante homogenización de los sistemas electorales en las
entidades federativas, ya que, a partir de la libertad de configuración legislativa
estatal reconocida por la SCJN, la mayoría de los estados optó por adoptar el
155

modelo de asignación directa (27 estados emplean esa fórmula).

Los sistemas electorales mexicanos en perspectiva teórica

De lo anterior se puede observar que los sistemas electorales en México


comparten ciertas características básicas. En primer lugar, todos son sistemas
mixtos, ya que emplean, para la elección de un solo órgano y de manera
traslapada, dos principios electivos. Segundo, la vía dominante es la mayoritaria,
ya que bajo el principio de mayoría relativa se eligen alrededor del 60% de
escaños, frente a cerca de 40% por representación proporcional.

Tercero, establecen un máximo de escaños, bajo el límite de representación del


8% sobre la votación emitida.

Conforme a la tipología ya clásica de Shugart y Wattenberg (2001), los sistemas


empleados en México son mixtos mayoritarios (paralelos). Esto, ya que no existe
vinculación entre ambas vías electivas. Si bien a nivel federal y en todos los
estados se emplea una sola boleta y, por lo tanto, la votación emitida en la vía
dominante (mayoritaria) se utiliza para la asignación de escaños de RP, esta
asignación es adicional e independiente al resultado primario. Es decir, en esa
lógica, los escaños de RP no tienen función compensatoria por la
desproporcionalidad generada en la vía mayoritaria.

Como se verá más adelante con el análisis de las asignaciones de escaños en los
congresos mexicanos (capítulos 3 y 5), los sistemas electorales en el país tienen
un sesgo mayoritario importante. Ese fenómeno se debe principalmente a dos
características de los sistemas mexicanos: 1) a la dominación de la ruta
mayoritaria en la proporción de escaños, y 2) a la ausencia de una vinculación
entre la asignación de escaños realizada por ambas rutas. Ese fenómeno es
especialmente evidente en los congresos locales, que en su mayoría son
asambleas pequeñas, hecho que agrava la desproporcionalidad de los
resultados generados.
156

3.5 Procesos electorales y crisis de las democracias representativas.


Gerken, Heather. 2011. Race, Reform, and Regulation of the Electoral Process. Ondon:
Cambridge University Press. pp 283-290.

La posibilidad de estar representado políticamente, o de gobernar por medio de sus


representantes, es un derecho fundamental, amparado constitucionalmente en casi
todos los estados modernos.

Sin embargo, la forma republicana representativa de gobierno, en muchos estados


actuales, amerita una reflexión sobre la legitimación y la eficacia de ese derecho.

Se advierte una firme preocupación por encontrar fórmulas adecuadas a la realidad


política para trascender un sistema democrático que, parece haberse estacionado
en la alternancia y que reconoce el derecho del ciudadano al sufragio, y por lo
mismo, a la elección de sus gobernantes y legisladores, pero que no han logrado
articular mecanismos eficaces que propicien su legitimidad y organización eficaz y
le habrán los espacios de participación ciudadana en la construcción de las
decisiones públicas.

La crisis de representatividad política que atraviesa los diversos sistemas políticos,


no se resolverá si no hay un protagonismo activo con la consecuente toma de
conciencia por parte de los individuos en la construcción de un poder popular
alternativo.

Las bases tradicionales de la democracia liberal y representativa que implica la libre


elección de los gobernantes por los gobernados, no cierra las puertas para la
iniciativa social. Si la política es el instrumento que permite canalizar el conflicto que
implica la convivencia entre los hombres, entonces la construcción institucional que
se deriva de la política es la que se debe ofrecer alternativas porque las instituciones
políticas son producto de la propia acción del hombre.

El concepto de representación política está estrechamente relacionado con la idea


de democracia así como a las ideas de justicia y libertad. Las constituciones
modernas han organizado sus Estados en la forma representativa de gobierno y
tanto se ha valorizado el concepto de representación que ha pasado a ser la forma
157

generalizada de participación popular. Así es que prácticamente se ha reducido la


garantía de participación de la cosa pública a la garantía de estar representado.

En la actualidad se puede observar un déficit generalizado en la práctica de este


derecho. A punto tal que la representación política parece haber quedado reducida
a una simple delegación de derechos, sin posibilidad de que los verdaderos titulares
de esos derechos (los ciudadanos) puedan otorgar un mandato y solicitar rendición
de cuentas por la gestión del apoderado.

En la política contemporánea, la palabra democracia se emplea para justificar el


ejercicio del poder. Ha perdido el significado original con sus apoyos etimológicos,
para convertirse en una voz que contiene los criterios de valoración que deben
aplicarse a los fenómenos políticos, en primer lugar, pero también a las sociales, a
los culturales y a los económicos. De tal manera que todo lo que acontece en
nuestro entorno tendría que ser democrático y cuando deja de serlo merece una
llamada de atención generalizada.

La mayoría de las constituciones de los países responden a esta exigencia casi


universal y lo primero que prometen en su preámbulo, es garantizar la convivencia
democrática, es decir en el mejor ánimo establecer una sociedad democrática
avanzada.

La democracia se proyecta sobre casi todo y, en cada caso, una de las varias ideas
que engloba se destaca sobre las otras.

La democracia es entendida preferentemente como igualdad, como libertad, como


participación, o incluso como estado de Derecho, aunque esto no significa que sean
términos sinónimos, porque ya la ciencia política tiene bien perfilados los contornos
de cada uno de estos conceptos.

Sin embargo, cuando sucede en la práctica política diaria, cuando la libertad es


negada o afectada, cuando la participación de los ciudadanos encuentra obstáculos,
o cuando hay deficiencias en la protección del Estado de Derecho, entonces hay
que censurar que las cosas sucedan así, porque diremos que esto no es
democracia.
158

La democracia proyectada de esta manera sobre los diversos ámbitos de


convivencia, es difícil que sea alcanzada, ya que los esfuerzos de los seres
humanos consiguen solo una aproximación a ella. Así diremos que determinados
regímenes políticos son más democráticos que otros, y determinados gobernantes
se comportan de un modo más democrático que otros.

La valoración final, en cada caso se compone de las apreciaciones parciales


obtenidas en las varias parcelas en las que la democracia ha intentado realizarse.

“Crisis de la democracia representativa”.

La democracia representativa se impone en la presente hora histórica, pero como


mencionamos, que en la forma en que se configura no satisface plenamente el
deseo de participación, ya que los sectores amplios de ciudadanos se sienten
extraños en su propia tierra: La simplificación de las opciones electorales, con el fin
de favorecer la eficacia de los gobiernos que salgan de las urnas, perjudica la
relación entre quienes mandan y los que obedecen, en consecuencia se sugieren
otros causes, al margen de los partidos; se piden complementos a la representación
que asumen los partidos.

En efecto, la legitimidad del actual modelo democrático es cada día menor.

El modelo actual de participación política que se reduce prácticamente al hecho


electoral y que constriñe el desarrollo de consultas populares directas;
acompañado, de unos partidos políticos y unas instituciones públicas que se
encuentran con cada vez más problemas para la canalización de las demandas
ciudadanas, está provocando que la crisis de la representación política, sobre todo
en términos de legitimidad, sea cada día más evidente en nuestra sociedad.
159

UNIDAD
4: MODELOS
POLÍTICOS
160

4.1Fundamentos ideológicos y políticos del sistema presidencial.


Características. Legitimidad democrática. Rigidez en el mandato.
Análisis de casos.
5. Lazcano, Jorge (2000) Tipos de presidencialismo y coaliciones políticas en América Latina,
Argentina, CLACSO.pp 16-17
Parlamentarismo versus presidencialismo: una crítica “anti-crítica” 1) El debate
“parlamentarismo versus presidencialismo” despunta en América Latina a mediados
de los años ochenta, cuando varios países de la región entraban en una “doble”
transición, en un proceso comparable al de Europa del Este después del
“derrumbe”, que se coteja incluso con el que habían encarado una década antes las
comarcas meridionales del Viejo Mundo. La “primera” transición se refiere a la salida
de las dictaduras del sur del continente, y de manera más amplia a procesos de
mejoría en la calidad de la democracia o de instalación de sistemas democráticos
(como en México o en Centroamérica). La “segunda” transición se refiere a su vez
a las agendas de “ajuste” y de reforma estructural: en el estado y en el mercado, en
la política y en la economía, en los modos de regulación y de gestión pública, con
transformaciones importantes en los diversos planos de la sociedad, en el espacio
nacional, en la integración regional y en el relacionamiento internacional. Estamos
ante un giro de época, con una disputa por las pautas de civilización que pone en
jaque a las construcciones que se fueron levantando a lo largo del siglo XX, antes y
después de la crisis del ‘30, mediante un proceso extenso y contencioso –todavía
abierto– a través del cual, en formas inacabadas, con irregularidades e
incertidumbres, va apareciendo el trazo de los nuevos patrones de desarrollo. Se
trata de un movimiento de rotación histórica mayor, que se viene produciendo en el
mundo entero. Sin embargo, tras el manto de homogeneidades que supuestamente
acarrea la “globalización”, ante el peso de la dependencia, el formidable embate
ideológico del “pensamiento único” y los condicionamientos internacionales que lo
respaldan, se alzan –caso a caso– distingos relevantes. Tal cual ha ocurrido en otros
recodos fundamentales, se trata de una evolución común, pero no uniforme. El
mapa de la segunda transición, tanto como el de la primera, es un mapa de
161

diversidades. Esto vale para la forma de las reformas y sus resultados, con distinto
path y distintas configuraciones de estado y de mercado. Vale asimismo para los
procesos políticos que comandan esa reestructuración y para los géneros de
democracia que se perfilan en la nueva etapa histórica. Esa diversidad se reconoce,
en particular, en los sistemas presidenciales. Como se argumenta en estas páginas,
el presidencialismo latinoamericano de la época, al igual que el de antes, presenta
diferentes tipos de régimen y diferentes modos de gobierno. No se concreta en un
modelo único, y registra evoluciones significativas, en varios casos con saldos
positivos, en lo que toca a la democracia y a la gestión política. 2) La corriente crítica
que se despliega a partir del artículo señero de Juan Linz (1984) y que pudo alcanzar
una audiencia académica considerable, subrayó la poca asociación que la fórmula
presidencialista ha tenido en nuestros países con la democracia; señaló los puntos
débiles de este régimen de gobierno; y se empeñó en un llamado a la reforma, con
un signo parlamentarista. En apoyo a este llamado, el planteo evocaba las
circunstancias dramáticas –de polarización radical, de vaciamiento y de
confrontación de poderes– que nos arrastraron en su momento hacia las dictaduras,
manejando estadísticas que mostraban que la mayor parte de los golpes autoritarios
de las últimas cuatro décadas sobrevinieron en países de sistema presidencial. Se
afirmaba a la vez que éste no resultaba el régimen más apto para enfrentar en
democracia a las agendas de reforma estructural, que exigen flexibilidad
gubernamental y enlaces de mayoría. Estas tesituras vienen asociadas a un
renacimiento del institucionalismo –en distintas vetas teóricas e ideológicas5– y
quieren remontar el descuido que había prevalecido en las etapas anteriores,
rescatando la importancia de las reglas procesales y de la estructura institucional y
la centralidad de las armazones de estado y de gobierno, en el despliegue de las
gramáticas políticas. 3) Los cargos que se hacen al régimen presidencialista se
refieren fundamentalmente a su rigidez y a sus posibilidades de “bloqueo”, a la
división político institucional, a la baja propensión cooperativa y a sus marcas de
eficiencia, remitiendo a elementos de la matriz constitutiva: independencia de
poderes; legitimidad doble del parlamento y del presidente; períodos fijos para los
respectivos mandatos, con las ventajas y desventajas que presenta caso a caso la
162

reelección y la no reelección; dificultades para dirimir conflictos entre ambos polos


de autoridad, un juego de suma-cero en el que el ganador se lleva todo. Ello debe
relacionarse con el catálogo de facultades del Poder Ejecutivo, los grados de
concentración del mando y las líneas de equilibrio institucional, los ciclos de
productividad política y de sanción legislativa recortados por el mandato fijo, la
temporada electoral y las ecuaciones de competencia, contando igualmente la falta
de incentivos para armar coaliciones duraderas y el riesgo de gobiernos de minoría
más o menos ineficaces, así como de gobiernos de temperamento “plebiscitario” y
vocaciones hegemónicas imperativas, más o menos monopólicas, más o menos
excluyentes, con el agregado de los recursos de bypass y las prácticas para-
constitucionales. Estas complicaciones crecen si los partidos y los sistemas de
partido son endebles y cuando el número de unidades es nutrido, en situaciones de
pluripartidismo que tienden a ser consideradas “problemáticas”.

Características.

Lazcano, Jorge (2000) Tipos de presidencialismo y coaliciones políticas en América Latina,


Argentina, CLACSO.pp 16-21

Parlamentarismo versus presidencialismo: una crítica “anti-crítica” 1) El debate


“parlamentarismo versus presidencialismo” despunta en América Latina a mediados
de los años ochenta, cuando varios países de la región entraban en una “doble”
transición, en un proceso comparable al de Europa del Este despúes del
“derrumbe”, que se coteja incluso con el que habían encarado una década antes las
comarcas meridionales del Viejo Mundo. La “primera” transición se refiere a la salida
de las dictaduras del sur del continente, y de manera más amplia a procesos de
mejoría en la calidad de la democracia o de instalación de sistemas democráticos
(como en México o en Centroamérica). La “segunda” transición se refiere a su vez
a las agendas de “ajuste” y de reforma estructural: en el estado y en el mercado, en
la política y en la economía, en los modos de regulación y de gestión pública, con
transformaciones importantes en los diversos planos de la sociedad, en el espacio
nacional, en la integración regional y en el relacionamiento internacional1. Estamos
ante un giro de época, con una disputa por las pautas de civilización que pone en
163

jaque a las construcciones que se fueron levantando a lo largo del siglo XX, antes y
después de la crisis del ‘30, mediante un proceso extenso y contencioso –todavía
abierto– a través del cual, en formas inacabadas, con irregularidades e
incertidumbres, va apareciendo el trazo de los nuevos patrones de desarrollo 2 . Se
trata de un movimiento de rotación histórica mayor, que se viene produciendo en el
mundo entero. Sin embargo, tras el manto de homogeneidades que supuestamente
acarrea la “globalización”, ante el peso de la dependencia, el formidable embate
ideológico del “pensamiento único” y los condicionamientos internacionales que lo
respaldan, se alzan –caso a caso– distingos relevantes. Tal cual ha ocurrido en otros
recodos fundamentales, se trata de una evolución común, pero no uniforme. El
mapa de la segunda transición, tanto como el de la primera, es un mapa de
diversidades. Esto vale para la forma de las reformas y sus resultados, con distinto
partido y distintas configuraciones de estado y de mercado. Vale asimismo para los
procesos políticos que comandan esa reestructuración y para los géneros de
democracia que se perfilan en la nueva etapa histórica. Esa diversidad se reconoce,
en particular, en los sistemas presidenciales. Como se argumenta en estas páginas,
el presidencialismo latinoamericano de la época, al igual que el de antes, presenta
diferentes tipos de régimen y diferentes modos de gobierno. No se concreta en un
modelo único, y registra evoluciones significativas, en varios casos con saldos
positivos, en lo que toca a la democracia y a la gestión política. 2) La corriente crítica
que se despliega a partir del artículo señero de Juan Linz (1984) y que pudo alcanzar
una audiencia académica considerable, subrayó la poca asociación que la fórmula
presidencialista ha tenido en nuestros países con la democracia; señaló los puntos
débiles de este régimen de gobierno; y se empeñó en un llamado a la reforma, con
un signo parlamentarista sustitutivo. En apoyo a este llamado, el planteo evocaba
las circunstancias dramáticas –de polarización radical, de vaciamiento y de
confrontación de poderes– que nos arrastraron en su momento hacia las dictaduras,
manejando estadísticas que mostraban que la mayor parte de los golpes autoritarios
de las últimas cuatro décadas sobrevinieron en países de sistema presidencial. Se
afirmaba a la vez que éste no resultaba el régimen más apto para enfrentar en
democracia a las agendas de reforma estructural, que exigen flexibilidad
164

gubernamental y enlaces de mayoría. Estas tesituras vienen asociadas a un


renacimiento del institucionalismo –en distintas vetas teóricas e ideológicas5– y
quieren remontar el descuido que había prevalecido en las etapas anteriores,
rescatando la importancia de las reglas procesales y de la estructura institucional y
la centralidad de las armazones de estado y de gobierno, en el despliegue de las
gramáticas políticas. 3) Los cargos que se hacen al régimen presidencialista se
refieren fundamentalmente a su rigidez y a sus posibilidades de “bloqueo”, a la
división político institucional, a la baja propensión cooperativa y a sus marcas de
eficiencia, remitiendo a elementos de la matriz constitutiva: independencia de
poderes; legitimidad doble del parlamento y del presidente; períodos fijos para los
respectivos mandatos, con las ventajas y desventajas que presenta caso a caso la
reelección y la no reelección; dificultades para dirimir conflictos entre ambos polos
de autoridad, un juego de suma-cero en el que el ganador se lleva todo. Ello debe
relacionarse con el catálogo de facultades del Poder Ejecutivo, los grados de
concentración del mando y las líneas de equilibrio institucional, los ciclos de
productividad política y de sanción legislativa recortados por el mandato fijo, la
temporada electoral y las ecuaciones de competencia, contando igualmente la falta
de incentivos para armar coaliciones duraderas y el riesgo de gobiernos de minoría
más o menos ineficaces, así como de gobiernos de temperamento “plebiscitario” y
vocaciones hegemónicas imperativas, más o menos monopólicas, más o menos
excluyentes, con el agregado de los recursos de by-pass y las prácticas para-
constitucionales. Estas complicaciones crecen si los partidos y los sistemas de
partido son endebles y cuando el número de unidades es nutrido, en situaciones de
pluripartidismo que tienden a ser consideradas “problemáticas”. En defensa del
presidencialismo En general, tales avances han tendido a satanizar al
presidencialismo y a ensalzar al parlamentarismo a través de un encuadre que
merece una reconsideración cuidadosa, que ya se ha abierto camino y que se
alimenta con algunos trabajos de importancia. Los aportes de Shugart y Carey
(1992) y de Mainwaring y Shugart (1993 y 1997) –que aquí retomamos– han sido
fundamentales para esta apertura y se cruzan con algunas reflexiones generadas
desde antes en América Latina, que salieron en defensa del presidencialismo. Sin
165

referirnos a los problemas que genera a su vez el parlamentarismo –sobre el que


pesan también varios cargos, y que en los lugares donde reina da lugar a reiterados
planteos de reforma simétricamente opuestos–, solamente en lo que respecta al
presidencialismo y en un examen sintético, cabe subrayar al menos cuatro
extremos. 1) Por lo pronto, es preciso tener en cuenta que, como demuestran
Shugart y Carey (1992), más allá del horizonte de América Latina las tandas de
ruptura democrática han afectado a los regímenes parlamentarios tanto como a los
regímenes presidenciales, si no más. Hasta la segunda post-guerra y en los campos
europeos, caen sobre todo los parlamentarismos. Posteriormente, y en particular en
el territorio latinoamericano, caen sobre todo los presidencialismos. Por lo demás,
si en vez de tomar sólo las últimas décadas –como han hecho los críticos del
presidencialismo– se echa una mirada a todo el siglo XX, se ve que los quiebres
institucionales alcanzan a veintiuno en los regímenes parlamentarios, a doce en los
regímenes presidenciales y a seis en los regímenes mixtos (Shugart y Carey, 1992).
Las causales de crisis deben buscarse pues en un encadenamiento más complejo
de acontecimientos y condicionantes, teniendo en cuenta el grado de “elasticidad”
de las instituciones (Bert Rockman), el hecho de que pueden “operar de manera
diferente en diferentes circunstancias”, y que ello ocurre a través de las movimientos
de los actores políticos, que no son simplemente adaptativos. Así lo prueba el
examen de la historia y del desarrollo actual de los mismos países latinoamericanos
que se han utilizado como ejemplos de la maldad del régimen presidencial, en los
que cabe registrar recuperaciones y mejorías. Ello remite a la debilidad de algunas
aproximaciones al uso, que en una oposición pendular frente a las tendencias
anteriores caen en una suerte de “fetichismo” institucional, adjudicando a estas
armazones, para bien y para mal –en diseños que se presumen intrínsecamente
virtuosos o intrínsecamente perversos– una magnitud de efectos autónomos, que
por sí solas no tienen ni pueden tener. Llega a encontrarse aquí un idealismo
formalista de nuevo cuño, que a veces va a la par de un cierto desprecio por las
vitalidades de la acción política y también del desconocimiento de la complejidad de
las dimensiones en que se plasma una estructura institucional determinada.
166

De ahí la pertinencia de los trabajos que mantienen en alto la importancia de los


encuadres institucionales, pero que reconocen esa complejidad y al mismo tiempo
sus límites como marcos estructurales, los cuales, si bien condicionan, no
determinan enteramente el desempeño político, y adquieren efectividad a través de
las conductas de los sujetos y las dinámicas de competencia. Por otra parte, y sin
perjuicio de la veracidad de muchos de los artículos de crítica evocados, hay que
reivindicar ciertas virtudes en el diseño matriz del régimen presidencial, y cabe
sostener legítimamente que algunos de los elementos ubicados como defectos
pueden a su vez operar positivamente. Por definición, y aunque algo similar suele
ocurrir con los aspirantes a primer ministro en los sistemas parlamentarios, en el
presidencialismo los votantes identifican de manera más nítida a los candidatos para
la jefatura de gobierno, los eligen por lo general en términos inmediatos (con casos
en que interviene un colegio electoral o un arbitraje parlamentario), y tienen en
principio la certidumbre de que permanecerán en el cargo por un período
establecido, obligándose a asumir, para bien y para mal, una responsabilidad directa
acerca de los rumbos políticos11 . 2) Pero el punto a partir del cual el
presidencialismo puede presentar sus mejores ventajas, y no precisamente por
azar, es el que está en la base del diseño de origen: la separación de poderes; su
independencia relativa y la relativa autonomía de los parlamentarios; el sistema de
controles mutuos y de equilibrios institucionales que atraviesa y moldea los enlaces
de partido, generando condiciones de balance en la gramática de gobierno. Lo que
es visto como problema por las críticas corrientes, y sin duda puede serlo en
determinadas situaciones, aparece como un beneficio y sirve justamente para lo
que se quiso constitucionalmente que sirviera: si lo que se privilegia no es tanto la
supuesta eficiencia de un gobierno “unificado”, sino las articulaciones que en vez de
facilitar acotan las operaciones unilaterales de la presidencia y apuestan a un juego
de “frenos y contrapesos” (“checks and balances”) con una autoridad expresamente
limitada y una autorización política repartida. Una interpretación del “espíritu de las
leyes” afinada y más acorde a las evoluciones contemporáneas, con distintas
fórmulas de estado “activo”, debe pensar en una eficiencia de gobierno que para
ser tal –a fin de adquirir amplitud y penetración, asentamiento y estabilidad– habrá
167

de concretar sus realizaciones y procurar sus objetivos mediante una productividad


calificada de los centros de planeamiento y de dirección, pero ajustándose a las
reglas del equilibrio y a la pluralidad de poderes: para empezar, atravesando la red
de relaciones entre los órganos ejecutivos y legislativos, normalmente con dos
cámaras y una red de comisiones parlamentarias; circulando asimismo por el
alambique del sistema de partidos; acotando la “tiranía de las minorías”, pero
también la “tiranía de las mayorías”, como postulaba Madison en El Federalista12 .
Naturalmente, esto apela a una concepción del gobierno –de su eficiencia y de su
eficacia– que va más allá de una performance simplemente ejecutiva y tiende a
combinar, en claves presidencialistas, dos elementos primordiales de la
productividad política: la acción de estado y el logro de ciertas metas, la capacidad
directiva y la función de liderazgo para la innovación y para la implementación de
políticas públicas junto con la estabilidad, la amplitud de la representación, la
defensa amplia de intereses y una legitimación apropiada (Rockman, 1997).
Podemos encontrar aquí un principio valedero de democracia, con una pauta que
resulta ventajosa para los requerimientos de reforma y la calidad de la política, dado
que puede conciliar la iniciativa y la dirección de los organismos ejecutivos centrales
–un presidente electo directamente por la ciudadanía y su elenco partidario– con
una participación plural y sistemática de otros sujetos y otras instituciones.
Representación amplia, movilización general y opciones relativamente
concentradas en el momento de elegir gobierno. Representación concreta,
producción de liderazgo y centralidad política, diversificación de opiniones y de
poderes, con una tramitación abierta y relativamente inclusiva en los procesos
sucesivos de decisión pública. Esta tensión entre el ejercicio y la limitación del poder
público (entre eficiencia y representación), nudo básico de todo planteo democrático
de la constitución, se presenta de manera particularmente relevante como la gran
ventaja y asimismo el gran dilema de un régimen presidencialista marcado por el
pluralismo. 3) Con esos perfiles, la arquitectura presidencialista –al igual que el
parlamentarismo– es capaz de albergar distintas lógicas políticas. Puede hacer
valer un dominio de mayoría, con un juego más o menos excluyente, de ganadores
y perdedores. Puede afrontar una dinámica adversativa, de bloqueos y
168

confrontaciones, sin salida o con desembocaduras críticas. Puede asimismo dibujar


un cuadro de presidencialismo “duro” o “reforzado” (“exagerado”), que para imponer
la prioridad presidencial y evitar los “puntos muertos” concentra potestades en la
jefatura de gobierno mediante un estatuto jurídico conducente –institucionalizado–
o mediante recursos de by-pass, desde los bordes de la constitución, en acciones
que comprometen la legalidad. Pero el desenvolvimiento del gobierno presidencial
puede igualmente ajustarse a la geometría de los equilibrios institucionales y al
abanico de opiniones a través de un armado de voluntades en el que pesen la
separación de poderes y la pluralidad de representaciones políticas, teniendo en
cuenta las diferencias asentadas en las cámaras legislativas (y contando además
los cuerpos regionales y las representaciones sociales), y reclamando por tanto
esfuerzos de compromiso, alianzas y coaliciones. Esto sucede en casos en que el
partido o la fracción del presidente dispone de la mayoría en el parlamento, en la
medida en que el juego normal de discrepancias o la indisciplina en sus propias filas
obligan al intercambio político interno y a la negociación “transversal” con sectores
de otros partidos, o bien cuando la exigencia de un quórum especial o un
determinado encaje estratégico –un propósito político de envergadura– lleva a
buscar estos acuerdos inter-partidarios. Sucede asimismo en casos en que, por el
contrario, el partido o la fracción del presidente no cuenta con la mayoría en los
órganos legislativos; en esquemas bipartidistas, tal como ha ocurrido en algunos
países de América Latina y en los Estados Unidos, durante las décadas de gobierno
“dividido”; o en esquemas pluripartidistas, que plantean otras alternativas dentro del
presidencialismo, en situaciones comparables con los gobiernos de minoría que se
desenvuelven regularmente en algunos de los regímenes parlamentarios de Europa
continental14 . La política de compromisos, las negociaciones, la cooperación entre
partidos y fracciones de partido, los actos de “coordinación” política e inter-
institucional, han sido y son prácticas inherentes al metabolismo de los sistemas
presidenciales en Estados Unidos y en países de América Latina que de ninguna
manera pueden ser catalogadas como una “excepción” o como simples
“desviaciones” de un modelo el cual, según sus detractores, correría normalmente
por otras vías. Tras esto hay que contar también la posibilidad de gobiernos de
169

coalición en clave presidencial, que han existido antes en varios de los recorridos
históricos de América Latina y que prosperan en este fin de siglo, luego de las
transiciones democráticas, a través de fórmulas políticamente productivas que se
suponen ajenas a tal régimen y que presuntamente sólo el parlamentarismo estaría
llamado a propiciar. Es sobre esta base que identificamos, como especies
corrientes, el presidencialismo de compromiso y el presidencialismo de coalición. 4)
En el mismo sentido, la circunstancia de que “el ganador se lleva todo” (winner takes
all) no es un defecto propio y exclusivo del presidencialismo como régimen de
gobierno. Los juegos de suma-cero pueden verse facilitados por ciertas clases de
presidencialismo –como ocurre asimismo en ciertas clases de parlamentarismo–
gracias a las modalidades de constitución y de ejercicio del Poder Ejecutivo. Pero
ello depende de manera igualmente fundamental del cruce de otras variables, que
consideraremos a continuación. En esquemas simples puede haber un juego liso
de ganadores y perdedores, pero en los sistemas complejos los ganadores tienden
a ser varios y pueden multiplicarse. Ello se deriva precisamente de las reglas
constitucionales a que hemos hecho referencia. En definitiva, de lo que se trata –
tanto en los presidencialismos como en los parlamentarismos– es de verificar los
márgenes de concentración, de división y de difusión de la autoridad pública, a nivel
central y a nivel regional, en base a las dimensiones institucionales, más o menos
inclusivas, que permiten compartir poderes, aumentando el grado de satisfacción
política, la participación de los partidos en los procesos decisorios y las posibilidades
de compromiso (Rockman, 1997; Colomer, 1998).

Legitimidad democrática.

Lazcano, Jorge (2000) Tipos de presidencialismo y coaliciones políticas en América Latina,


Argentina, CLACSO Pp 29-34.

El presidencialismo en transición: diversidad democrática y coaliciones políticas 1)


Aunque entre nuestros académicos y en otros círculos haya podido constituir una
“moda universal”2 8, durante los años que corrieron desde el planteo seminal de
Juan Linz la “opción parlamentaria” no tuvo andamiento en América Latina, y no es
evidente que lo vaya a tener a corto plazo. Los procesos políticos nacionales –así
170

como las relaciones internacionales o en los bloques regionales–, y en particular las


incidencias de la “segunda” transición, que conducen a un cambio fundamental en
los modelos de desarrollo, continúan ventilándose en el continente dentro del cauce
del presidencialismo, con saldos diferentes pero sin duda importantes en materia de
eficiencia gubernamental, de innovación política y de reformas estructurales. Esto
sucede en un mapa de diversidad y de variaciones, con sistemas que encuadran en
los distintos tipos de presidencialismo que hemos consignado y atraviesan a su vez
por diferentes ciclos, y lo que es más significativo, con sistemas en transición que
experimentan transformaciones considerables y, dentro de la matriz presidencial,
van pasando de un tipo a otro. En unos cuantos casos –aunque no sin oscilaciones,
y a menudo con cortedades– tales movimientos tienden a favorecer la consolidación
institucional, las marcas de democracia política, e incluso ciertas ganancias de
pluralismo. Más allá de las inquietudes académicas, hay por ende un
desplazamiento histórico que alienta el replanteo de los debates sobre el
presidencialismo. En vez de un cambio en el principio de gobierno hacia esquemas
parlamentarios o mixtos, lo que parece estar en juego es la reproducción, el refuerzo
y eventualmente la renovación del régimen presidencial (Nohlen y Fernández, 1998)
por caminos diversos y cambiantes, en el arco de sus diferentes géneros, y en su
caso con un desarrollo positivo de sus formatos específicos de democracia. Este es
el eje de la problemática política, y es asimismo el eje al que acudimos en el
abordaje teórico. Siguiendo una huella en la que se cruzan varios de los trabajos
citados en estas páginas –con aportes valiosos de referencia obligada y enfoques
no necesariamente coincidentes– es preciso insistir pues en la reflexión crítica, el
estudio de casos, la pesquisa histórica y los análisis comparativos del
presidencialismo realmente existente, siguiendo la ruta de revisión que se abre paso
en la última década, a fin de progresar en su clasificación, distinguir los tipos de este
régimen y sus respectivas biografías, la institucionalidad completa en que se
inscriben y su funcionamiento peculiar, y para registrar asimismo las evoluciones
corrientes en trayectos que se mantienen dentro del cauce presidencial pero que –
hoy como ayer– dan lugar a fórmulas variadas y cambiantes. Estas pueden ser
identificadas como manifestaciones de otra etapa del presidencialismo
171

latinoamericano, en la cual las nuevas improntas se combinan con los rastros


seculares del “mestizaje” histórico (Carlos Strasser): un “neo-presiencialismo”, que
viene con la “ola” democrática de este fin de siglo y como protagonista de las
grandes obras de reforma, alineándose a las conversiones de la política, de los
partidos y de la ciudadanía, del estado y de la economía, del espacio doméstico, de
los bloques regionales y el relacionamiento internacional. 2) Desde la óptica que
hemos propuesto, tenemos presidencialismos que operan en clave “mayoritaria”,
sea en construcciones institucionalizadas –que hacen al presidencialismo
“reforzado”– o en base a ejercicios de corte “plebiscitario”, apegándose o no a la
legalidad estricta del proceso gubernamental. En la otra punta tenemos un
presidencialismo moderado, de poderes repartidos y mejores equilibrios –
comparable al que prospera en Estados Unidos– que presenta sus propias siluetas
de democracia y que puede ser más propenso a las gramáticas pluralistas3 0 . Por
otra parte, como se ha dicho, un sistema puede funcionar con “lógicas” diversas,
dentro de los márgenes de “elasticidad” de sus instituciones o mediante una
transformación conducente, en ciclos políticos de distinto signo, en coyunturas de
crisis o en trámites graduales de mutación. Las confecciones originarias y las pautas
de cultura establecen determinaciones profundas y perfilan caracteres que tienden
a reproducirse. No obstante, las fases de transición de gran calado –como la que
estamos viviendo actualmente–, y en particular los procesos de refundación del
estado y del sistema político, con sus conflictos, convergencias y realineamientos,
constituyen a la vez momentos históricos de oportunidad para el desarrollo de la
democracia, y eventualmente para el desarrollo del pluralismo. 3) Dentro de ese
continuo encontramos varios gobiernos que mantienen un esquema mayoritario y
caen o recaen en manifestaciones plebiscitarias (populistas o “neo-populistas”), de
un “bonapartismo” actualizado y modernizador, a veces desastroso (Collor de Mello,
Carlos Andrés Pérez, Abdalá Bucaram), a veces relativamente “exitoso” (Menem y
en otros términos Fujimori, mientras duró su cuarto de hora). Otros gobiernos
quedan atrapados en medida diversa por la fragmentación y la disidencia, la
desagregación y el conflicto, con muestras de improductividad política y bloqueos
institucionales. Ambos escenarios parecen confirmar la fatalidad de los dictámenes
172

pesimistas, aunque en realidad no estemos ante una derivación necesaria del


presidencialismo como tal, sino ante una de sus modalidades posibles y en cuadros
que denotan más la flaqueza que la fortaleza de las instituciones políticas y del
sistema de partidos, a raíz de factores endémicos y empujes de inestabilidad. 4) En
contraste, hay un conjunto importante de países en los que la democracia
presidencial se mantiene, retorna, o bien se abre camino: en un panorama
promisorio, aunque por cierto desparejo, de rutas diversificadas, que combinan –no
podría ser de otra manera– tradición e innovación, evoluciones significativas y
rastros de la historia o del pasado reciente. Simplificando, tenemos así casos de
mayor consistencia, antecedentes y perspectivas favorables, y casos en que se
verifican procesos trabajosos, más o menos extensos y graduales, de distinta
proyección y distinto grado de estabilidad, que cargan con sus lastres y muestran
fallas, aunque tienen también, en rubros seleccionados, ciertas ventajas
comparativas. En este campo, la afirmación de la democracia presidencial ocurre
paradójicamente en “mares agitados”: por los cursos de reforma estructural, las
incidencias de movilidad política y las repercusiones sociales, con las diferencias
que pueden registrarse caso a caso y según la trayectoria de cada uno: ello remite
a fenómenos de transformación y consolidación del orden político, que reproducen
y en general desarrollan la pluralidad de poderes, su distribución y los equilibrios
institucionales mediante avances de distinta magnitud en las dimensiones
estratégicas del régimen de gobierno. A saber: la composición, el ordenamiento y la
productividad del sistema de partidos; el régimen electoral; los principios y la
amplitud de la representación, los formatos de competencia y las tasas de
competitividad; las relaciones entre la administración ejecutiva y el parlamento; el
accionar de uno y otro núcleo, la autoridad presidencial y el estilo de liderazgo; la
efectividad de las estructuras federales, de las jefaturas municipales y de las
instancias de descentralización; la reorganización de las burocracias y de la gestión
pública; la independencia y la conducta del aparato judicial y de nuevos o viejos
organismos de contralor, con avatares en el sistema de garantías, en los derechos
civiles y en las libertades cívicas; en fin, el metabolismo en las configuraciones de
ciudadanía, en la cultura y en las actitudes políticas. En la mayoría de los casos,
173

ello ha venido acompañado por modificaciones de los estatutos jurídicos y de las


cartas constitucionales, en un cruce de cambios políticos y gestaciones normativas
que se retroalimentan y producen ajustes y reajustes en las contiendas partidarias,
en el balance de fuerzas y en el desenvolvimiento gubernamental. En algunos
casos, y en ciertos renglones, estas dinámicas llegan a mejorar las expectativas de
pluralismo, a veces de derecho y a veces de hecho, por efecto de las prácticas en
curso, y en particular por mejorías en el arco de partidos, que no siempre plasman
en las armaduras normativas. La tendencia no es unívoca, y por el contrario, en el
plano institucional –como en el protagonismo de los actores– menudean al mismo
tiempo las iniciativas que extienden algunos dispositivos mayoritarios, propagan el
régimen de b a l l o t t a g e, concentran el poder en las sedes ejecutivas, aumentan
las facultades del presidente y sus posibilidades de actuar por decreto, y franquean
la discrecionalidad de los comandos “técnicos” y “gerenciales”, favoreciendo las
corrientes de largo plazo y algunos usos de última generación. Hay así movimientos
contradictorios y contenciosos, pulseadas en un sentido y en otro, con inclinaciones
que son universales, puesto que cunden también en los otros regímenes de
gobierno y fuera de la comarca latinoamericana. Los trabajos reunidos en este libro
se refieren a seis de los países que entran en la categoría: con regímenes
presidenciales en transición, en democracias consolidadas o en vías de desarrollo,
a través de recorridos complicados, que en el mismo movimiento enfrentan por
supuesto problemas serios y exhiben focos críticos.

Junto a las alternativas del presidencialismo pluralista en Uruguay32 es importante


revisar los otros casos que se analizan en este volumen –Argentina, Bolivia, Brasil,
Chile, México–, puesto que presentan trayectorias sin duda muy diversas pero que
convergen, trabajosamente, en las vicisitudes de consolidación de la democracia
presidencial. 5) En esta nueva etapa del presidencialismo latinoamericano –en el
contexto de la “doble” transición y de las transformaciones en el sistema de partidos
y de los modos de gobierno–, en varios lados se reanuda y en otros se inaugura el
camino de los “pactos” y de los convenios de régimen. Se registran asimismo niveles
de consenso en las políticas de reforma, con patrones de “trueque” y de cooperación
inter-partidaria de diferente porte, caso a caso o en líneas transversales de
174

recurrencia. Asistimos incluso a una vuelta al presidencialismo de compromiso, que


prosperó antes en varios países y que no hay que confundir con las coaliciones. En
términos llamativos, habrá en particular un auge importante de las fórmulas de
coalición: coaliciones electorales y particularmente coaliciones de gobierno,
coaliciones de reforma y lo que algunos caracterizan como coaliciones
parlamentarias, que a veces son solamente acuerdos legislativos –pases de
compromiso– que también se han registrado en varios países en épocas anteriores
y que hoy presentan características renovadas. El “presidencialismo de coalición” –
que, como dijimos, tiene en nuestras comarcas sus precedentes históricos– se
extiende ahora de manera significativa, con prácticas que según los críticos del
presidencialismo, este régimen no alienta, y que muchos suponían privativas del
parlamentarismo (por ejemplo Sartori, 1994). Por lo demás, el fenómeno se abre
paso en arenas multipartidarias o de pluripartidismo bipolar, mostrando que la “difícil
combinación” (Mainwaring, 1993) de presidencialismo con pluralidad de partidos,
que puede sin duda ser problemática, más de una vez encuentra sendas de
gobierno apropiadas. Para la caracterización de estos fenómenos, su clasificación
y el análisis de algunas cuestiones estratégicas, cabe aplicar los parámetros
generales que propone la teoría de las coaliciones, teniendo en cuenta las dos
grandes “tradiciones” en la materia (Laver y Schofield, 1990): por los ramales de la
teoría de juegos –desde Riker (1962) en adelante– o con la densidad de la
“European Politics” (Lijphart, 1987 y otros) . De todos modos, las coaliciones y los
gobiernos de coalición en el régimen presidencial están sujetos a su propia lógica y
tienen rasgos peculiares, que han sido resaltados por algunas aproximaciones
(Flisfisch, 1992; Amorim Neto, 1994 y 1998; Lanzaro, 2000). Varios de los estudios
que componen este libro abordan precisamente los fenómenos de coalición y vienen
a ser un aporte al desarrollo del debate. Es ésta una reflexión relativamente
incipiente en la que hay que insistir, explorando las novedades que se presentan en
América Latina y con análisis comparados. 6) Los seis casos que se analizan en
este volumen son una buena muestra de las figuras de coalición –diferentes en su
carácter y en su fortaleza– que encontramos en el panorama latinoamericano actual.
Lujambio da razón de las coaliciones parlamentarias que ha habido en México en el
175

correr de la última década, desde la presidencia de Salinas y en particular durante


el gobierno de Zedillo. Sin contar las angustias del Paraguay, donde de todos modos
el gobierno de González Macchi hizo inicialmente pruebas de coalición, los demás
países del Mercosur han ingresado a este respecto en un capítulo de relevancia. Es
el caso de Argentina, que analiza Novaro, en las distintas etapas del primer período
de Menem y en su segunda presidencia, con una progresión en el balance de
fuerzas 38, y luego con la formación de la “Alianza” y su estreno de gobierno,
durante el período de Fernando de la Rúa, en una ecuación política plagada de
debilidades, que no cesa de tener de complicaciones. Como surge del trabajo de
Mayorga que forma parte de este libro, Bolivia entra desde 1989 en el camino de
las coaliciones, en un cuadro de “presidencialismo parlamentarizado”
(presidencialismo “híbrido”, según Gamarra, 1992) a raíz de que la elección del
presidente en segunda vuelta se hace por el Congreso (con la libertad efectiva de
no nombrar al que salió primero en la consulta ciudadana directa) y en un arco plural
de partidos, que tejen hilos de cooperación. Con el antecedente del “Pacto de la
Democracia” que respaldó la gestión de Paz Estenssoro (1985-89), estas
coaliciones de generación parlamentaria han incidido en las construcciones de
gobierno, en la agenda de reformas, en la política democrática y en las relaciones
de partido, en lo que representa para Bolivia una “revolución silenciosa” (Mayorga,
1997) que no ahuyenta sin embargo los malos ratos. Con una experiencia más
nutrida y prolongada es también el caso de Brasil, que aquí es abordado por Renato
Lessa y Kurt von Mettenheim. El presidencialismo de coalizâo (Abranches, 1988)
vuelve por sus fueros, después de la destitución de Collor, durante los gobiernos de
José Sarney, Itamar Franco y Fernando Henrique Cardoso, recuperando las
prácticas de coalición que han constituido una clave de gobierno por mucho tiempo
(particularmente desde 1946 a 1964). Ello es visto como una respuesta adecuada
a las “bases de la tradición republicana” del país (presidencialismo, federalismo
“robusto”, bicameralismo, representación proporcional, multipartidismo), en un
campo de heterogeneidad –política y económica, social, cultural y regional– con una
pluralidad que se renueva. Después de Pinochet y en el trayecto analizado en este
libro por Garretón y Siavelis, Chile retoma igualmente algunos rasgos de las
176

décadas anteriores a la del sesenta y da pie a una nueva tanda de compromisos y


coaliciones, en un régimen que tiene que lidiar con los “enclaves” autoritarios
legados por la dictadura (ver también Siavelis, 2000; Carey, 1998; Faúndez, 1997;
Moulián, 1992). Habrá entonces una democracia “limitada”, que al mismo tiempo
presenta siluetas que se consideran “consensuales” –en una caracterización
polémica, que en estas mismas páginas es objeto de discusión. Esto ocurre en un
sistema multipartidista que se alinea fundamentalmente en dos grandes bloques
políticos: el polo de la derecha, que se recompone y adquiere nuevas proyecciones,
a partir del desempeño estelar de Joaquín Lavín; el polo de la “Concertación”,
forjado en la reconquista democrática y que gobierna desde 1990, en el que hay
una compenetración intensa con redes de enlace considerables, si bien los partidos
que la integran preservan sus identidades, manteniendo entre ellos relaciones
nutridas de asociación pero también de competencia, como lo demuestra, entre
otras cosas, la carrera a la presidencia de Ricardo Lagos. En un cuadro de otra
raigambre, también en Uruguay tenemos desde 1990 coaliciones en régimen
presidencial, con fórmulas distintas a las que hubo antes, en la época del
bipartidismo tradicional: precisamente a partir del desarrollo de la izquierda, en la
medida que se afirma el multipartidismo bipolar y la política de bloques, dando paso
a una reforma constitucional que modifica sustancialmente el régimen electoral y
otras piezas estratégicas del antiguo sistema pluralista (Lanzaro, 2000 y en este
volumen; Chasquetti, 1998; Mancebo, 1991). 6) El presidencialismo latinoamericano
circula por lo tanto a través de sendas sinuosas y diversificadas, con tipos de
régimen y modos de gobierno distintos y mutantes, diferentes formatos de
democracia y ciertas alternativas de pluralismo. En los itinerarios de fin de siglo no
son pocos los países que presentan en este orden un panorama alentador, con
innovaciones políticas y desarrollos institucionales que por su complejidad, sus
variantes y sus variaciones difícilmente encuadran en los términos simples que
planteó el debate “parlamentarismo versus presidencialismo”. Para dar cuenta cabal
de estos fenómenos y de los cauces históricos precedentes es preciso avanzar en
la elaboración teórica, en la investigación de los casos nacionales y en el análisis
comparado. Toda una agenda para la ciencia política contemporánea, y en particular
177

para los estudiosos de América Latina, que ya ha sido objeto de abordajes


importantes, con enfoques renovados y que dan pie a ulteriores desenvolvimientos.

4.2 Fundamentos ideológicos y políticos del sistema


parlamentario. Características. Legitimidad democrática.
Lazcano, Jorge (2000) Tipos de presidencialismo y coaliciones políticas en América Latina,
Argentina, CLACSO. Pp 15-17

Fundamentos pp 15-17.

El sistema parlamentario designa una forma de gobierno representativa en la


que el parlamento participa en forma exclusiva en la dirección de los asuntos del
Estado. En ese sentido, en este sistema la formación del gobierno y su
permanencia depende del consentimiento de la mayoría parlamentaria. Esa
mayoría puede surgir directamente de las elecciones, o bien, de una coalición.
No es suficiente con que el parlamentario elija el jefe de gobierno para hablar de
un sistema parlamentario. Es necesario también que el parlamento no comparta
ningún otro órgano del Estado la dirección de los asuntos públicos.

En este sistema se pueden distinguir los siguientes elementos: Un poder


ejecutivo (dividido entre el jefe del estado ya sea monarca o presidente) y un
poder legislativo (el Parlamento, compuesto por dos cámaras: la alta, de donde
derivan los senadores o equivalentes a la de los Lores, en Inglaterra, sigue
siendo el refugio de la aristocracia) y la baja, llamada así por ser desde su origen
la no aristocrática (de los Comunes en Inglaterra, que representan al pueblo;
equivalente a la Cámara de Representantes en Estados Unidos, a la Asamblea
Nacional en Francia o al Congreso de los Diputados en España). Con la
excepción inglesa, en todos los países con sistemas parlamentarios los
miembros de la Cámara alta surgen de procesos electorales.

El jefe de Estado tiene una función simbólica que puede ser decisiva en caso de
crisis política profunda (el rey Juan Carlos de España en la transición política,
por ejemplo), pero no dispone de atribuciones políticas. En la práctica, el jefe de
Estado acata la decisión del electorado o la de la mayoría parlamentaria. Las
178

prerrogativas del Ejecutivo se ejercen por medio del gabinete alrededor del
primer ministro; este gabinete es responsable frente al parlamento, que en todo
momento puede destituirlo por el voto de una moción de censura o rechazarlo
por medio de una cuestión de confianza. En contrapartida el primer ministro
puede, en nombre del jefe de Estado, decidir la disolución del Parlamento. El
desarrollo del sistema parlamentario transfirió así, el poder del Parlamento y a
través de este al gabinete.

El gobierno, en quien recaen el poder y las funciones ejecutivas, surge y se


mantiene gracias al respaldo de la mayoría parlamentaria, pero puede ser
destituido por medio de la moción de censura. Por su parte, el jefe de gobierno
o primer ministro puede plantear la cuestión de confianza como un recurso para
obtener el apoyo de su mayoría; pero si no lo logra, debe renunciar. En este caso
de un conflicto irresoluble, el primer ministro puede recurrir a la disolución del
Parlamento y a la celebración de nuevas elecciones.

El primer ministro y su gabinete están sujetos al control político, a través de


diversos mecanismos, por parte del Parlamento. Los más utilizados son las
facultades de investigación, interpelación, información o requerimiento de
comparecencia.

No significa que el gobierno este subordinado al parlamento, sino que cada uno
mantienen su autonomía, aun cuando el gobierno surge de la mayoría y le rinde
cuentas.

Los partidos mayoritarios contribuyen en la preparación y coordinación de la


política del gobierno y enlazan al Ejecutivo con el Legislativo.

“Características”.

Lazcano, Jorge (2000) Tipos de presidencialismo y coaliciones políticas en América Latina,


Argentina, CLACSO. Pp 17-19.

Las características institucionales esenciales del sistema parlamentario son


primero, la división del Ejecutivo entre el jefe de Estado y el jefe de Gobierno;
segundo, la responsabilidad del gobierno frente al parlamento y tercero, el
179

derecho de disolución de la Cámara baja. Estas peculiaridades aparecieron en


Gran Bretaña en curso del siglo XVIII, cuando el gobierno (llamado gabinete) se
disocio del rey y se convirtió en responsable político frente a la Cámara de los
Comunes, aunque conservando la posibilidad de solicitar al rey la disolución de
tal Cámara.

Surgimiento del bicameralismo:

El lugar de origen del bicameralismo, históricamente hablando, es Inglaterra. En


un principio no existía un verdadero parlamento sino un Gran Consejo del Rey
integrado por Nobles y altos dignatarios de la Iglesia. En los siglos XI y XII, el
rey estaba rodeado por consejeros, elegidos por el dentro de sus pares de la
nobleza y el alto clero, y que se reunían en un órgano único (una sola cámara).
En el siglo XIII, cuando se produce el ascenso de la burguesía de las villas, se
fueron agregando a este consejo representantes de las comunidades, cuyo
consentimiento era necesario para establecer los impuestos (luego de la gran
carta de 1215). Por convocatoria de Eduardo I, el Parlamento reunió a
representantes de los burgos y del bajo clero. Cuando categorías sociales se
asociaron, entonces, al poder: la aristocracia, la burguesía, el alto y el bajo clero.
El bicameralismo tiene su origen en la coexistencia conflictiva de estos dos
conjuntos de consejeros, porque unos representaban las nuevas fuerzas en
ascenso y los otros la aristocracia dirigente que temía ser desbordada. A finales
del siglo XIV este parlamento único se dividió: los representantes de las
comunidades se establecieron en la cámara de los comunes, mientras que los
señores civiles y religiosos deliberarían solos y formaron la Cámara de los Lores.

En consecuencia el Parlamento británico, que originalmente significo la reunión


de los representantes y del monarca en un espacio común, se dividió en dos
cámaras que deliberaban normalmente en ausencia del rey: la Cámara de los
Lores, refugio de la aristocracia —que, sin embargo no era incondicional al rey—
y la Cámara de los comunes, elegida sobre una base y que representaba al
pueblo o más exactamente a las elites sociales no aristocráticas.

Legitimidad democrática.
180

Dieter Nohlen (2020) Democracia, transición y gobernabilidad en América Latina.


Conferencias del Instituto nacional Electoral. Primera edición. Pp 7-20.

Consideradas globalmente, las democracias en América Latina son democracias


jóvenes. Son, por lo tanto, democracias que aspiran a consolidarse, a
permanecer y a superarse a sí mismas. Así hay que entenderlas, no para
justificar sus deficiencias y limitaciones, sino para contribuir a su
perfeccionamiento. En la medida que comprendamos a estas democracias, las
condiciones en las que han surgido y en las que se desarrollan, así como los
retos que enfrentan, podremos hacer aportaciones a su consolidación. De ahí la
importancia de un análisis crítico pero a la vez constructivo, de una “ciencia
política latinoamericana comprometida con la democracia”. Ésta es una de las
enseñanzas relevantes que el autor del presente texto, el doctor Dieter Nohlen,
expresó en su conferencia magistral ofrecida en el Instituto Federal Electoral. Es
verdad que, como el propio doctor Nohlen afirma, la instauración de la
democracia se dio de manera diferente en cada uno de los países de América
Latina, así como también que el análisis histórico concreto de cada caso pone
de manifiesto la diversidad de su evolución particular y de sus circunstancias
actuales. No obstante, hay que advertir que una atenta mirada desde la
perspectiva latinoamericana descubre una serie de innegables factores
comunes. Entre ellos, pueden destacarse las generalmente precarias
condiciones económicas y su impacto en la intensidad de las demandas
sociales, que se traducen en conflictos que presionan la viabilidad de la
democracia y ponen a prueba su fortaleza; el relativo rezago histórico de la
cultura política en relación con la aparición de instituciones democráticas, así
como, finalmente, la frecuente incomprensión de quienes apresuradamente
descalifican a las jóvenes, y ciertamente imperfectas, democracias
latinoamericanas al subrayar sus deficiencias e ignorar sus logros. Se requiere,
entonces –en el marco de la pluralidad y las libertades democráticas–, de
análisis equilibrados y constructivos que no oculten lo que debe superarse pero
que, de la misma manera, reconozcan lo alcanzado en el continuo e interminable
proceso de ampliar y perfeccionar la democracia. Análisis diversos que por
181

vocación sustenten una política o, mejor dicho –y parafraseando al propio doctor


Nohlen–, una pluralidad de políticas comprometidas con la democracia .

Una muestra de este tipo de análisis, que aun en lo breve de su exposición


destaca por la profundidad argumentativa, es el que el doctor Dieter Nohlen nos
ofrece en este número de la colección Conferencias Magistrales. Con su
publicación y amplia distribución, el Instituto Federal Electoral continúa en su
tarea de contribuir a la reflexión sobre la democracia y, por lo tanto, a su
comprensión y fortalecimiento.

Introducción.

El título de mi exposición reúne tres conceptos que han desempeñado un papel


destacado en el debate sobre el desarrollo político de América Latina desde
mediados de los años ochenta. Dicho debate, en efecto, se ha centrado en gran
medida en la extensión y valorización de la democracia en la región, la transición
desde regímenes autoritarios a sistemas democráticos y los problemas de
gobernabilidad. No deseo, sin embargo, abordar estas cuestiones del desarrollo
político como hechos históricos, exponiendo y describiendo cada uno de ellos.
Más bien, me propongo relacionar los fenómenos de democracia, transición y
gobernabilidad a partir de algunas tesis que encontramos en el debate científico
sobre el desarrollo de la democracia latinoamericana. Sólo hacia el final me
ocuparé de la historia real, es decir, de problemas objetivos del desarrollo
democrático.

Observando con detenimiento los hechos particulares, constatamos que la


transición política se dio de manera diferente en cada uno de los países que
pasaron de un régimen autoritario a uno democrático. Pero si los analizamos en
términos más generales, vemos que el proceso se caracteriza por una gran
uniformidad. Las transiciones se efectuaron de manera pacífica, se generaron
pactos entre las élites en el poder –sobre todo los militares– y los partidos de la
oposición; los compromisos emprendidos por las fuerzas civiles fijaron los
parámetros de interacción entre las esferas militar y civil, restringiendo la agenda
política mediante la exclusión de temas problemáticos para la propia
182

supervivencia de la democracia (el papel del ejército, los derechos, humanos,


etc.). En este contexto, se postuló en diversas formas la tesis de que la
modalidad de la transición determinaría el tipo y el destino de la democracia.
Esta tesis constituye entonces una primera relación entre los tres conceptos que
estudiamos: la transición determina en cierta forma la democracia y la
gobernabilidad. Consideremos ahora a la democracia como punto de partida
para una interrelación de los tres conceptos. Por primera vez en la ciencia
política latinoamericana se ha cuestionado por principio y muy extendidamente
el tipo de sistema político democrático en la región, es decir, el
presidencialismo.1 En la polémica presidencialismo versus parlamentarismo se
sostiene la tesis de que el primero constituye un obstáculo para la transición y
dificulta la consolidación de la democracia debido a sus deficiencias funcionales.
Además, se afirma que el presidencialismo latinoamericano se da en un tipo
particular de democracia, la delegativa, opuesta a la original, la representativa.2
Según esta perspectiva, la democracia delegativa no es capaz de solucionar los
problemas de naturaleza económica y social. Entonces, a partir del tipo de
democracia hallamos dos tesis que relacionan de manera causal los conceptos
que nos interesan. En el debate latinoamericano destacan las críticas a la
democracia y su relación con la transición y la gobernabilidad, tendencia
generalizada que no comparto. En mi confrontación con esta clase de crítica me
centraré en el análisis científico de algunas de las afirmaciones, conceptos,
comparaciones y criterios que la apoyan.

Antes de emprender este ejercicio, quisiera recordar que la fuerte crítica a la


democracia latinoamericana en los tiempos que precedieron al autoritarismo de
los años sesenta y setenta, promovida por sectores de izquierda y derecha y un
gran número de intelectuales, contribuyó sin lugar a dudas a la erosión y caída
de las democracias de entonces. Me gustaría hacer un comentario adicional,
referido al papel de la ciencia política en este proceso de reflexión sobre la
democracia. Cuando se fundó la disciplina en Alemania, en los años cincuenta,
Dolf Sternberger, catedrático en la Universidad de Heidelberg, hablaba del
concepto de lo político como denominador de la ciencia política, y proponía
183

entenderlo como “responsable” o “consciente de las consecuencias de la


investigación y de las afirmaciones científicas”. Postulaba una ciencia política
comprometida con la democracia. En América Latina hay una gran tradición de
pensamiento comprometido, de literatura comprometida, e incluso –en su
época– de ciencias sociales comprometidas.3 Vale la pena preguntarse
entonces si ya existe o si se generará una ciencia política latinoamericana
comprometida con la democracia.

“Críticas a la democracia”.

La crítica de intelectuales y politólogos a la democracia en América Latina


sugiere, en particular, las siguientes observaciones: 1. Se guía por las
insuficiencias. Nadie niega que el desarrollo democrático en la región adolece
de muchos problemas. Sus insuficiencias son obvias, y resultaría ingenuo
negarlas o no tomarlas en serio. Sin embargo, reducir el análisis sólo a ellas no
parece acertado. Habría que tener en cuenta también las circunstancias, los
recursos, las viabilidades, los logros, los cambios efectuados para profundizar la
democracia y, desde allí, delinear estrategias para su consolidación. Hay que
construir la democracia. Cuando se advierte acerca del peligro de aplaudir
prematuramente a las democracias jóvenes convendría preguntarse: ¿por qué
no elogiar lo ya alcanzado?; ¿por qué negar a la democracia lo que –como
sabemos a partir de la psicología del desarrollo infantil– es muy importante para
la evolución del ser humano: el reconocimiento, la connotación positiva, el
encomio de los logros que alienta los esfuerzos para seguir avanzando? 2. Está
parcialmente sujeta a un cierto determinismo, que define de forma negativa el
carácter y las posibilidades de consolidación de la democracia, según las
circunstancias específicas de su creación –como, por ejemplo, su imposición
desde fuera por parte de un poder dominante, o la escasa participación de las
masas–5 o cuando, igualmente bajo la guía de los resultados de los estudios
sobre la transición, se sostiene la tesis de que la “democracia por imposición”
(democracy by imposition) no resulta ser una verdadera democracia, sino que
se trata más bien de “una determinada forma de gobierno autoritario”.6 De allí a
184

la definición nada rigurosa de un autor alemán de que las democracias


latinoamericanas se dan únicamente cuando “las dictaduras toman vacaciones”,
hay sólo un paso. Hace hincapié en la diferencia entre las democracias
latinoamericanas y el concepto de democracia: así, por ejemplo, se distingue
entre democracia de cantidad y democracia de sustancia, o como hemos visto,
entre democracia representativa y delegativa. De este modo, se separan las
democracias latinoamericanas del tipo puro de democracia y se les entrega en
su forma degenerada a la crítica. En términos de Giovanni Sartori,9 la
“misconceptuación” o conceptuación errónea consiste en atribuir a las
democracias latinoamericanas características que suponen su subestimación,
su determinación negativa, su condenación, su fatal desenlace En vez de
trabajar con conceptos más descriptivos y abiertos, dada la relativamente
reciente aparición de la democracia en América Latina y la incertidumbre sobre
su desarrollo futuro, se aplican conceptos cerrados, deterministas y de juicio
definitivo.10 El escapismo intelectual frente a las responsabilidades políticas y
morales no permite salida alguna a la democracia latinoamericana. 4. La crítica,
en fin, implica a la democracia en toda la problemática del desarrollo. Se le culpa
de toda la miseria del subdesarrollo económico y social, acusación que por cierto
sólo puede ser calificada de irresponsable como, por ejemplo, en el caso de un
autor guatemalteco que, refiriéndose a su país, atribuye a la democratización
institucional la responsabilidad de los problemas económicos y la marginación
social de gran parte de la población, que ya existían hace décadas.11 El
concepto “democracia de apartheid”12 expresa de manera notoria esta
tendencia a una difamación sin límites de la democracia, y de paso exhibe un
total desconocimiento de la realidad sociopolítica sudafricana hasta 1994. En
todo caso, resulta de vital importancia definir lo que se entiende por democracia.
Aquí aplicaré el concepto de Robert Dahl, que se fundamenta en dos
componentes: la participación (elección) y la oposición (pluralismo). La transición
a la democracia (transición y democratización) supone una competencia libre y
pluralista de partidos políticos y la celebración de elecciones universales y libres
para ocupar mandatos y funciones públicas. Vale la pena mencionar
185

explícitamente los derechos humanos y su protección como un componente


cualitativo necesario, que se percibe en la teoría democrática como un correlato
imprescindible de las características básicas de la democracia en los términos
de Dahl. Ahora bien, cuanto más amplio sea el concepto de democracia, cuanto
más alejado esté del de Dahl, más se podrá criticar de una manera
aparentemente legítima la evolución democrática en América Latina. Por lo
tanto, la dimensión y profundidad de la crítica varían, entre otras cosas, en
función del concepto básico de democracia. Por otra parte, su definición está
sujeta a valoraciones subjetivas: si se ven las cosas de una forma negativa, es
fácil concebir los instrumentos analíticos de tal forma que las observaciones
confirmen las premisas.

4.3. Forma de gobierno y estabilidad política. Política comparada


entre los sistemas presidenciales y parlamentarios.
Espinoza Toledo, Ricardo (2001) Sistema parlamentario, presidencial y semipresidencial,
Cuadernos de Divulgación de la Cultura Democrática núm. 20, México, IFE pp 9-25 &

https://archivos.juridicas.unam.mx/www/bjv/libros/8/3952/1.pdf.

Sistema parlamentario: Los sistemas parlamentarios deben su nombre al principio


fundador de que el Parlamento es el asiento principal de la soberanía. Por tanto, no
permiten una separación orgánica o rígida del poder entre el gobierno y el
parlamento.

Elementos teóricos: El sistema parlamentario designa una forma de gobierno


representativa en la que el Parlamento participa en forma exclusiva en la dirección
de los asuntos del Estado. En este sentido, en este sistema la formación del
gobierno y su permanencia depende del consentimiento de la mayoría
parlamentaria. Esa mayoría puede surgir directamente de las elecciones o bien de
una coalición. No es suficiente con que el Parlamentario elija al jefe de gobierno
para hablar de un sistema parlamentario. Es necesario también que el Parlamento
no comparta con ningún otro órgano del Estado la dirección de los asuntos públicos.

En este sistema se pueden distinguir los siguientes elementos: un Poder Ejecutivo—


dividido entre el jefe de Estado (monarca o presidente) y el jefe de gobierno (primer
186

ministro, presidente del gobierno o canciller), — y un Poder Legislativo, el


Parlamento, compuesto por dos cámaras: la alta de donde derivan las de senadores
o equivalentes (la de Lores en Inglaterra que sigue siendo el refugio de la
Aristocracia) y la baja llamada así, por ser desde su origen, la no aristocrática (de
los Comunes en Inglaterra, que representa al pueblo, equivalente a la cámara de
Representantes en Estados Unidos, a la Asamblea Nacional en Francia o al
Congreso de los diputados en España). Con la excepción inglesa en todos los
países con sistemas parlamentarios los miembros de la Cámara alta surgen de
procesos electorales.

El jefe de estado tiene una función simbólica que puede ser decisiva en caso de
crisis política profunda (el rey Juan Carlos de España en la transición política, por
ejemplo), pero no dispone de atribuciones políticas. En la práctica, el jefe de Estado
acata la decisión del electorado o la de la mayoría parlamentaria. Las prerrogativas
del ejecutivo se ejercen por medio del gabinete alrededor del primer ministro; este
gabinete es responsable frente al parlamento, que en todo momento puede
destruirlo por el voto de una moción de censura o rechazarlo por medio de una
cuestión de confianza. En contrapartida, el primer ministro puede, en nombre del
jefe de Estado, decidir la disolución del parlamento. El desarrollo del sistema
parlamentario transfirió, así, el poder del Parlamento y, a través de este, al gabinete.

El gobierno en quien recae el poder y las funciones ejecutivas, surge y se mantiene


gracias al respaldo de la mayoría parlamentaria, pero puede ser destituido por
medio de la moción de censura. Por su parte el jefe de gobierno o primer ministro
puede planear en cuestión de confianza como un recurso para obtener el apoyo de
su mayoría; pero si no lo logra, debe renunciar. En caso de un conflicto irresoluble,
el primer ministro puede recurrir a la disolución del Parlamento y a la celebración de
nuevas elecciones.

El primer ministro y su gabinete están sujetos al control político, a través de diversos


mecanismos, por parte del Parlamento. Los más utilizados son las facultades de
investigación, interpretación, información o requerimiento de comparecencia. No
significa que el gobierno este subordinado al Parlamento, sino que cada uno
187

mantienen su autonomía, aun cuando el gobierno surge de la mayoría y le rinde


cuentas.

Los partidos mayoritarios contribuyen en la preparación y coordinación de la política


de gobierno y enlazan el ejecutivo con el Legislativo. Los partidos opositores, por
su lado, son los vigilantes más atentos, los más críticos y quienes exigen mayores
controles sobre el gobierno. El Parlamento es el resultado del sistema de partidos
en combinación con los mecanismos electorales. Esto es válido para todos los
sistemas políticos, pero en el caso de los sistemas parlamentarios, entre menos
dispersos son los votos y menos polarizado es el sistema de partidos, se logra dar
paso a mayorías sólidas y, por tanto, se dota de mayor estabilidad y eficacia al
gobierno.

El sistema de partidos puede ser bipartidista con escrutinio mayoritario (como en


Inglaterra donde, por lo mismo, no hay coaliciones); de pluralismo moderado con
sistema electoral mixto, como en Alemania; con representación proporcional
corregida (España), y de pluralismo polarizado con representación proporcional
(Italia).

El sistema parlamentario es más flexible para gobernar sociedades afectadas por


conflictos étnicos, culturales, religiosos, lingüísticos, o ideológicos.

Las características institucionales esenciales del sistema parlamentario son,


primero, la división del Ejecutivo entre el jefe de Estado y el jefe de Gobierno;
segundo, la responsabilidad del gobierno frente al Parlamento y, tercero, el derecho
de disolución de la Cámara baja. Estas peculiaridades aparecieron en Gran Bretaña
en el curso del siglo XVIII, cuando el gobierno (llamado gabinete) se disocio del rey
y se convirtió en responsable político frente a la Cámara de los Comunes, aunque
conservando la posibilidad de solicitar al rey la disolución de tal Cámara.

Sistema presidencial:

Pp 26-32.

El sistema presidencial, al igual que el parlamentario, se caracteriza por la división


de poderes. Formalmente consagra tres órganos separados: el Legislativo, el
188

Ejecutivo y el Judicial. Esta visión orgánica va acompañada de una separación de


funciones que, sin embargo, para operar requiere de la colaboración de todos ellos.

La independencia es, por tanto, una condición para su eficacia.

El poder ejecutivo (unipersonal) y el Legislativo (organizado en dos cámaras) tiene


un modo de elección diferenciada.

Al disponer cada uno de una legitimidad propia, se busca garantizar su autonomía


y su autorregulación: ninguno puede sobreponerse o someter al otro, sino que al
ajustarse a los mecanismos constitucionales de colaboración pueden intervenir en
sus ámbitos correspondientes. Uno y otro se mantiene en el ejercicio de sus
funciones por el tiempo constitucionalmente establecido. El poder judicial, a su vez,
por mecanismos diferentes también preserva su autonomía. El principio federativo
viene a completar el cuadro, porque asegura la participación de los distintos estados
en pie de igualdad en el proceso político, al mismo tiempo que sirve como una
modalidad adicional de contrapeso y equilibrio de los poderes.

El monocefalismo del Ejecutivo, es decir, el hecho de que reúna en una sola figura
las jefaturas de Estado y de gobierno, no tiene el propósito de dotarlo de facultades
amplias que lo puedan incitar a abusar del poder. El presidente tiene frente a sí
diversos dispositivos de control que están en manos del Congreso, de la Suprema
Corte de Justicia, de los estados y, entre otros, de los partidos y de grupos privados.

Sin embargo, ser el elegido de la nación y su guía no significa que sea un poder
autoritario; al contrario, la condición institucional y cultural de su eficacia estriba en
su apego estricto a las reglas constitucionales.

En síntesis la característica esencial del sistema presidencial es la combinación de


un presidente de la Republica electo con base en el sufragio universal, con un
congreso organizado en dos cámaras también electas, pero que no tienen
facultades de gobierno. Además, el presidente es políticamente irresponsable ante
el Congreso y este no puede ser disuelto.

Origen y estructura.
189

El sistema presidencial, desde su origen encarnado en la estructura de poder de


los Estados Unidos de América, se inspira en el modelo inglés, del cual conserva
algunos elementos fundamentales y modifica otros. La democracia estadounidense
preservo las libertades individuales, la separación de poderes y la elección de
gobernantes, pero hizo algunos cambios importantes: en lo fundamental sustituyo
al rey por un presidente de la republica electo con base en el sufragio universal, e
introdujo el principio federalista. El Estado estadounidense se conforma en torno de
tres poderes independientes, orgánicamente separados unos de otros y
balanceados: el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial.

En este trabajo se describe con detalle el caso del sistema presidencialista


estadounidense por tratarse del que mejor ilustra los elementos de pesos y
contrapesos entre los tres poderes del estado y sus interrelaciones. Sin embargo,
es importante tener en cuenta que en cada caso nacional se observaran variaciones
determinadas por la historia, la cultura y el desarrollo político del país de que se
trate.

“Contra la tiranía y el despotismo”.

Importantes influencias doctrinales e históricas desembocaron en la elaboración de


un diseño institucional cuya preocupación central fue evitar a toda costa la tiranía
de un hombre—el Ejecutivo— o de la mayoría— a través del Parlamento. Con todas
las vicisitudes del caso, los constituyentes de Filadelfia nunca se propusieron
instaurar un Estado con un Ejecutivo Fuerte; por el contrario sus convicciones
antiautoritarias y anti absolutistas los llevaron a construir un diseño adecuado para
moderar y controlar al Ejecutivo. En sus fundamentos, el sistema presidencial buscó
tener ejecutivos débiles en democracia.

Con la finalidad de no perjudicar a las clases adineradas, tampoco querían un


Parlamento despótico, compromiso que subyace la idea modificada después de un
Senado elegido por las asambleas legislativas de los estados, pues se le concibió
como un órgano de control de los excesos de las mayorías.

“La intervención de la república”.


190

La Constitución estadounidense es producto de muchos acuerdos entre estados


relativamente autónomos, celosos de sus intereses y de su independencia. Para
conciliarlos intereses de los pequeños y grandes estados, de los del Norte con los
del Sur, etc. Se estableció el compromiso de organizarse en dos cámaras, pero con
un contenido muy diferente a las del sistema inglés: una representaría a los estados,
pequeños o grandes, en pie de igualdad, y la otra a la población sin distinción. Más
precisamente, el senado representaría a los gobiernos estatales y no tanto a la
población, mientras que la Cámara de Representantes sería la representación de
la voluntad popular. De ese acuerdo nació el federalismo, como forma de distribuir
el poder entre el gobierno federal y los de los estados. Las atribuciones del gobierno
federal no serían amplias, pues los estados poseerían una cuota de poder muy
importante. Adicionalmente, las autoridades surgirían del sufragio universal, directo
o indirecto.

El ejecutivo seria electo con base en el sufragio universal indirecto. Los


convencionistas veían muchos riesgos para la democracia en la elección directa del
presidente, porque al liberar el Ejecutivo este podría apelar directamente a las
masas y crear un poder personalizado. Para frenar al máximo la posibilidad de
desviaciones demagógicas, se impidió la elección directa del presidente, que quedo
en manos de grandes electores, nombrados por estado en proporción a su
población. La Republica quedo así diseñada.

Los órganos federales asumen una función esencial, tanto en el plano de la


economía como en el de la política, aunque ello no niega la importancia fundamental
de la vida local, bastante dinámica. En el plano jurídico, las autoridades locales son
competentes para definir las reglas del derecho civil, penal y comercial, por lo cual
estas reglas varían de un estado a otro.

Esta autonomía local aparece de modo más claro en el hecho de que cada Estado
posee su propia Constitución, a condición desde luego, de respetar el principio
republicano y de no atribuirse competencias reservadas a la federación. En cada
estado de la federación existen verdaderos órganos políticos: un gobernador, jefe
del Ejecutivo, elegido con base en el sufragio universal; un Parlamento local que
191

ejerce el Poder legislativo y jueces estatales y locales, 82% de los cuales proceden
de elecciones abiertas. “Aun y cuando el alcance de estas instituciones pueda
parecer intranscendente a un observador exterior, estas son muy importantes para
los norteamericanos, pues todas ellas están ligadas a cuestiones nada
despreciables como la educción, la salud, las comunicaciones, etc, es decir, a la
vida cotidiana. De ahí la intensidad de la vida local.

El sistema estadounidense funciona bien porque hay esferas muy importantes del
quehacer público en manos de los estados. Incluso a nivel local, los presupuestos
de estos organismos exceden los presupuestos del gobierno central y han crecido
con mayor rapidez. Esto contribuye a disminuir la presión sobre el gobierno central
y a reducir conflictos importantes en otros niveles políticos. Si se agrega el hecho
histórico de que en Estados Unidos siempre ha existido una esfera del mundo no
gubernamental— el sector privado—, el peso y la responsabilidad del Estado son
menores.

En este sentido, hay una fuerte economía del mundo civil en relación con el
gobierno.

La separación de poderes es uno de los principios fundamentales del sistema


estadounidense. Se conserva intacto desde que lo consagraron los constituyentes
de Filadelfia (1787) y se proyecta en todos los niveles de vida política y social.

Una suprema corte de justicia eficaz:

En las entidades de federación, las funciones judiciales son atribuidas por medio de
elecciones, del mismo modo que lo son las funciones legislativas o ejecutivas. En
cuanto a los jueces de la suprema Corte (nueve en total), la lógica es diferente: no
son electos sino nombrados por el Presidente de la Republica y ratificados por el
Senado (que puede rechazarlos) por mayoría simple, luego de escuchar al
candidato si fuera el caso.

El arbitraje de la Corte Suprema puede declarar como inconstitucional una ley


aprobada por el congreso y propuesta por el Presidente. Para los estadounidenses,
192

la Suprema Corte de Justicia juega un papel esencial: en realidad es el elemento


que mantiene el equilibrio del sistema federal y el de los poderes en general.

El control de los militares por el poder civil es otro fenómeno que debe mencionarse.
En Estados Unidos, durante la Segunda Guerra Mundial, hubo un rechazo abierto
a la noción de un poder militar muy profesional. Desde entonces, se valoró mucho
más la concepción del ciudadano en armas, las milicias estatales, constituidas por
ciudadanos comunes que aportaban parte de su tiempo al entrenamiento militar.
Las guardias nacionales, dispersas y descentralizadas, manejadas más bien con
criterios políticos que militares, permitieron la fuerte supremacía civil sobre el
mundo militar, evitando la intromisión directa de los militares en la política.

4.4. Variantes de modelos políticos: modelo semipresidencial, modelo semi-


parlamentario. Análisis de casos.
Espinoza Toledo, Ricardo (2001) Sistema parlamentario, presidencial y semipresidencial,
Cuadernos de Divulgación de la Cultura Democrática núm. 20, México, IFE. (del pdf) pp53- 91.

Sistema semipresidencial.76-82.

El sistema semipresidencial o mixto avanza en una dirección distinta de los sistemas


presidenciales y parlamentarios. En este sistema la división de poderes tiene un
grado mayor de complejidad que en los anteriores, porque el Ejecutivo y el
Legislativo están al mismo tiempo separados y unidos. Elementos teóricos En este
sistema el presidente es autónomo, pero comparte el poder con un primer ministro;
a su vez, el primer ministro procede del Parlamento y debe conseguir su apoyo
continuamente.33 El Poder Ejecutivo se divide entre un jefe de Estado –el
presidente de la República– y un jefe de gobierno o primer ministro. Cada uno tiene
un origen distinto: mientras que el presidente de la República surge directamente
del voto popular, el jefe de gobierno es designado por la mayoría parlamentaria. El
presidente de la República nombra a este último, en efecto, pero siempre
atendiendo al partido o a la coalición mayoritaria en el Parlamento. De este modo,
si bien en el origen del jefe de gobierno se encuentra la confianza simultánea del
jefe de Estado y de la mayoría parlamentaria, en la práctica su permanencia
depende casi exclusivamente de esa mayoría. El primer ministro está comprometido
193

en la lucha política cotidiana, de la cual está exento el presidente. El jefe de Estado


mantiene una relación no conflictiva con los dirigentes de los partidos contrarios y
favorece el compromiso, la negociación y la moderación de las fuerzas en pugna.
Por ello, desempeña una función de árbitro. El jefe de Estado tiene como función
primordial garantizar el funcionamiento regular de las instituciones, y dirige la
política exterior, la diplomacia y las fuerzas armadas. Por otro lado, existe el
Parlamento organizado en dos cámaras. Ambos surgen del sufragio universal: el
Parlamento no depende del jefe de Estado en términos de su elección, ni el jefe de
Estado depende del Parlamento. El gobierno surge de la Asamblea Nacional, que
puede ser disuelta por el presidente de la República. En términos de Sartori: [...] un
sistema político es semipresidencial si se aplican conjuntamente las siguientes
características: a) el jefe de Estado (el presidente) es electo por el voto popular –ya
sea directa o indirectamente– para un periodo predeterminado en el cargo; b) el jefe
de Estado comparte el Poder Ejecutivo con un primer ministro, con lo que se
establece una estructura de autoridad dual cuyos tres criterios definitorios son: 1) el
presidente es independiente del Parlamento, pero no se le permite gobernar solo o
directamente, y en consecuencia su voluntad debe ser canalizada y procesada por
medio de su gobierno; 2) de la otra parte, el primer ministro y su gabinete son
independientes del presidente porque dependen del Parlamento; están sujetos al
voto de confianza y/o al voto de censura, y en ambos casos requieren del apoyo de
una mayoría parlamentaria, y 3) la estructura de autoridad dual del
semipresidencialismo permite diferentes balances de poder, así como predominios
de poder variables dentro del Ejecutivo, bajo la rigurosa condición de que el
‘potencial de autonomía’ de cada unidad componente del Ejecutivo subsista.34 En
este sistema, la disolución del Parlamento es un arma en manos del presidente
porque se busca que éste disponga, en la medida de lo posible, de una mayoría
parlamentaria afín. El presidente disuelve el Parlamento con base en cálculos
políticos, de acuerdo con los cuales esta acción no se puede instrumentar en
cualquier momento ni bajo cualquier circunstancia. En otras palabras, aunque no
hay límites ni condiciones para disolver el Parlamento, sólo se hace cuando hay
circunstancias políticas para conducir a una mayoría propia al Parlamento o cuando,
194

aunque esto no se logre, se trata de disminuir costos políticos a mediano plazo.


Origen y estructura El gran aporte de la Quinta República Francesa es haber
innovado en términos de diseño institucional. Toda la experiencia histórica anterior
de Francia, que se puede sintetizar en una crisis institucional permanente, fue
asimilada e integrada en una nueva concepción de la organización del poder político
que dio forma y sentido a la Quinta República Francesa, nacida en 1958 y, en efecto,
al sistema mixto. De nuevo se presenta un caso específico –el francés– para
ejemplificar con detalle los mecanismos institucionales característicos de este
sistema. Por tanto, se insiste también en la necesidad de considerar las diferencias
históricas, culturales y políticas para el estudio de otros países. Superar la
ingobernabilidad El problema al que se enfrentaron los franceses después de la
Segunda Guerra Mundial era, sobre todo, el de establecer un diseño institucional
que permitiera la coexistencia y la búsqueda de acuerdos y evitara la polarización
social, no sólo política, que había caracterizado su historia anterior. La más
importante conclusión durante la Cuarta República fue que la estructura del poder
de la que se había dotado era ultraparlamentaria, o mejor, partidocrática, y
sencillamente no servía para gobernar. No se trataba de una democracia
ingobernable, sino de instituciones que no permitían ejercer el gobierno de la
sociedad. Si bien el diseño de la Cuarta República surgió de las rupturas de la
Segunda Guerra Mundial, en ningún momento logró dar estabilidad a la vida política
francesa. En estas circunstancias, el general Charles de Gaulle, considerado héroe
nacional de la Segunda Guerra Mundial, desempeñó un papel singular. Desde el
principio de la Cuarta República había sido uno de los críticos más acérrimos de
esta estructura de Asamblea que, a su juicio, otorgaba una excesiva preponderancia
a los partidos políticos. Además, existía un problema adicional: los partidos habían
perdido capacidad de representación, esto es, su calidad representativa era
seriamente cuestionada en razón de que vivían un desfase con respecto a la
sociedad en su conjunto. El problema era de gobernabilidad. El diseño de la Cuarta
República era el de un parlamentarismo extremo, en el cual el gobierno estaba
subordinado a los partidos. Uno de los aspectos descubiertos por De Gaulle es que
hacía falta una figura o una institución encargada de velar por el funcionamiento
195

regular de las instituciones, con capacidad de poner orden, pero necesariamente


sustraída de la decisión y del interés de los partidos políticos.35 En el nuevo diseño
que promovió para la Quinta República se equilibra el peso de la Asamblea con un
jefe de Estado independiente del Parlamento, autónomo completamente. A
diferencia de los sistemas parlamentarios, el jefe de Estado surge de elecciones, y
es paralelo a un jefe de gobierno surgido del Parlamento. Liberar al presidente de
la República Una de las características de la Quinta República Francesa, por tanto,
es que el jefe de Estado posee una legitimidad propia; no se trata de un cargo
hereditario ni únicamente simbólico, como en el caso inglés, sino que proviene del
sufragio universal directo. En este sentido, el diseño institucional de la Quinta
República adopta uno de los principios propios del sistema presidencial. También
introduce elementos distintivos del sistema parlamentario.

Al igual que en todas las democracias consolidadas, el sistema mixto francés


dispone de un sistemabicameral: hay una Cámara Alta y una Cámara Baja –la
Asamblea Nacional–, equivalente al Congreso de los Diputados en España o a la
Cámara de los Comunes en Inglaterra. La Cámara Alta es el Senado. A diferencia
del sistema inglés, en donde no es electo, el Senado francés surge de procesos
electorales. Como sucede en los sistemas parlamentarios, el órgano legislativo
fundamental es la Asamblea Nacional. En esta parte del diseño de la Quinta
República estamos ante un esquema idéntico al de los sistemas parlamentarios,
mientras que en lo relativo al jefe de Estado nos acercamos al modelo presidencial.
Desde el punto de vista de su funcionamiento, el francés constituye un sistema
presidencial más que parlamentario. De hecho, el diseño de la Quinta República
logra dotar a la estructura institucional de un Poder Ejecutivo fuerte, aunque
bicéfalo, pero con un deliberado predominio del presidente de la República.37 Como
el presidente de la República es electo por votación universal y directa, el
Parlamento no tiene la posibilidad de obstruir la función presidencial ni puede
destituirlo. Sin embargo, el presidente sí puede disolver el Parlamento. Aquí la
disolución es el mecanismo a través del cual se pretende evitar el imperio de los
partidos, así como dar paso a la construcción de mayorías coherentes. El presidente
goza de cierta supremacía porque, entre otras disposiciones, la Constitución lo
196

instituye y faculta como el garante del funcionamiento regular de las instituciones.


Una de sus responsabilidades esenciales es, por tanto, la de velar por que toda la
estructura institucional funcione sin obstrucciones. El recurso de la disolución
adquiere, por esa razón, su verdadera dimensión. Hay, por tanto, cierta
preeminencia constitucional del presidente sobre la Asamblea Nacional. En las dos
ocasiones en las que François Mitterrand conquistó la Presidencia de la República,
en 1981 la primera vez, y en 1988 la segunda, disolvió la Asamblea Nacional y
convocó a nuevas elecciones, y lo hizo por la sencilla razón de que en las elecciones
intermedias anteriores la mayoría de los escaños habían sido ganados por la
coalición de la derecha moderada. Lo interesante es que en las dos ocasiones la
inercia de la elección presidencial hizo que las fórmulas representadas por el Partido
Socialista francés lograran obtener una mayoría más o menos cómoda luego de las
nuevas elecciones.

Sistema Parlamentario. 83-91.

Dos principios combinados El Parlamento puede nombrar gobiernos, aunque no


tiene nada que ver con el jefe de Estado. Dado que nombra al gobierno (al primer
ministro y a su gabinete) tiene también la facultad de destituirlo, es decir, puede
censurarlo.38 De ésta y otras maneras –como las explicaciones y las justificaciones
de los actos de gobierno– existen, como en los sistemas parlamentarios,
mecanismos de control entre Parlamento y gobierno; este último está sujeto a la
vigilancia y al control permanente de la mayoría parlamentaria de la que surge. Esa
mayoría puede surgir de un solo partido o de una coalición de partidos. En general,
las mayorías legislativas francesas surgen de coaliciones de partidos, de derecha o
de izquierda. Constitucionalmente hablando, encontramos la coexistencia de dos
principios, ausentes en Estados Unidos, caso clásico del sistema presidencial, y en
Gran Bretaña, caso prototípico de los sistemas parlamentarios. En el sistema
presidencial estadounidense, el Congreso no tiene facultades para formar ni
destituir gobiernos, pues corresponde al presidente de la República nombrar a su
equipo y ejercer las funciones ejecutivas a través de sus colaboradores (los
secretarios de Estado): el presidente los nombra con una sanción del Senado y los
remueve libremente. En los sistemas parlamentarios el jefe de Estado carece de
197

atribuciones políticas efectivas. En el sistema mixto existe otra combinación: por un


lado, un jefe de Estado electo y, por otro, un Parlamento también electo, encargado,
a su vez, de formar gobiernos y, por tanto, de cambiarlos. Ésta es la estructura
básica del otro sistema de poderes divididos, el mixto, correspondiente a la Quinta
República Francesa. El Parlamento y sus funciones La Asamblea Nacional tiene
577 diputados, su mandato es por cinco años y goza del principio de reelegibilidad.
En realidad, es difícil que la Asamblea Nacional termine su periodo, situación común
en países en que el Parlamento puede ser disuelto. Su sistema electoral es
mayoritario pero, a diferencia del caso inglés, en Francia las elecciones son a dos
vueltas: si los candidatos no obtienen el 50% más uno de los votos en la primera
vuelta, los dos candidatos más votados se presentan a una segunda. El sistema de
dos vueltas también se aplica en la elección del presidente. Con este mecanismo
se busca que los candidatos triunfadores obtengan más del 50% de los votos
efectivos. La Asamblea Nacional tiene, entre sus facultades, la de votar las leyes,
controlar la autoridad del gobierno y crear gobiernos. Sus responsabilidades de
gobierno no son compartidas con el Senado. El Senado francés tiene 321 miembros,
cuyo mandato es por nueve años, pero se renueva por tercios cada tres; se elige
con base en el voto indirecto (a través de grandes electores) y se trata de una
Cámara que, a diferencia de la Asamblea Nacional, no puede ser disuelta por el
presidente. Los senadores son electos por un Colegio Electoral en el cual
intervienen diputados, consejeros regionales de los departamentos y
representantes de las municipalidades. El Senado francés tiene una connotación
realmente conservadora. En realidad representa más a los llamados notables
locales que controlan la política en el medio rural francés. Aunque sea por voto
indirecto, su elección es también a dos vueltas con base en listas que presentan los
partidos. Las listas que en la primera vuelta obtienen la mayoría absoluta, triunfan;
las que no la obtienen pasan a una segunda vuelta. Como sólo pasan dos listas,
alguna de las dos necesariamente obtiene la mayoría. El Senado, al igual que en
Inglaterra, participa en la votación de las leyes, pero tiene una función secundaria –
la predominante corresponde a la Asamblea Nacional–. Aunque puede controlar la
actividad del gobierno, no tiene ninguna injerencia en la creación o destitución de
198

gobiernos, es decir, no tiene atribuciones gubernativas. El Consejo Constitucional


Existe una instancia en cierta forma parecida a la Suprema Corte de Justicia
estadounidense: el Consejo Constitucional. Es un órgano compuesto por nueve
miembros que permanecen en funciones nueve años, sin posibilidad de reelección.
De estos nueve miembros, tres son elegidos por el presidente de la República, tres
son nombrados por el presidente de la Asamblea Nacional y tres por el Senado. Los
expresidentes de la República son miembros con derechos vitalicios del Consejo,
aunque nunca participan en él. El presidente del Consejo Constitucional es
nombrado de entre sus miembros por el presidente de la República. Entre las
funciones esenciales del Consejo se encuentran la jurisdicción electoral, en el
dominio de las elecciones presidenciales, pues es el órgano encargado de cuidar
que se cumplan los requisitos para ser presidente de la República, verifica la
regularidad de las operaciones electorales y proclama los resultados de la elección
presidencial. También tiene funciones en cuanto al desarrollo de un referéndum. La
realización de un referéndum es decidida por el jefe de Estado, a propuesta del jefe
de gobierno o de las dos cámaras. El referéndum sólo puede darse en torno a
iniciativas de ley, proyectos sobre la organización de los poderes públicos, asuntos
relativos a la Comunidad Europea o a la ratificación de tratados que, sin contravenir
la Constitución, podrían tener una incidencia directa en el funcionamiento de las
instituciones. Otra función del Consejo es ser el guardián jurídico de la Constitución,
es decir, velar por la constitucionalidad de las leyes. En esa dirección, se ha
convertido en un órgano dotado de una incuestionable legitimidad social. Se ubica
entre el Parlamento y el Ejecutivo, y tiene la facultad de revisar las reformas hechas
por el primero. En caso de detectar alguna falta de correspondencia o algún principio
de inconstitucionalidad en la reforma, esa ley no llega al Ejecutivo y, por tanto, no
se promulga. Se trata de una innovación muy importante .

Poderes divididos, separados y compartidos El presidente, jefe de Estado,


constituye un poder unipersonal, elegido con base en el sufragio universal, y en este
sentido este sistema se parece a los presidenciales. El Parlamento, por su parte, es
electo; el primer ministro, que surge de la Asamblea Nacional, es quien nombra a
sus ministros. Esa combinación de un jefe de Estado electo con base en el sufragio
199

universal, con un Parlamento también electo –vale la pena insistir– es lo que le da


a este sistema el carácter de mixto. El Parlamento no tiene ninguna influencia,
ninguna incidencia, en las funciones sustantivas ni en la permanencia del
presidente. Esto tiene una explicación: en el diseño de la Quinta República se trató
de liberar al Poder Ejecutivo de los límites que le imponía el Parlamento durante la
Cuarta República. En ésta, el gobierno y las funciones ejecutivas estaban
completamente subordinadas a la Asamblea. Con esa base, en la Quinta República
se modificó radicalmente el esquema con el propósito de evitar que la Asamblea
tuviera alguna posibilidad de obstruir la función presidencial. El lugar de los partidos
políticos Otro aspecto a destacar es el relativo a los partidos políticos. La crítica que
está detrás del diseño institucional de la Quinta República es al control casi
exclusivo que tenían los partidos sobre las instituciones y sobre la vida política.
Charles de Gaulle los consideraba prácticamente elementos de disolución política.
Para él, el fracaso de la Cuarta República se debía al ineficaz predominio de los
partidos. En contrapartida, al otorgar facultades centrales y exclusivas al presidente
de la República y limitar al Parlamento, lo que se buscó no fue tanto disminuir las
facultades o las funciones parlamentarias, sino desactivar a los partidos. En lo
sucesivo, se les hizo jugar una nueva función, pero ya sin posibilidades de disponer
del mando ni de las decisiones sobre el funcionamiento general de las instituciones.
Sin embargo, ello tuvo algunas consecuencias. Lo que De Gaulle no previó, y que
finalmente François Mitterrand vino a demostrar, es la importancia de los partidos
políticos para el funcionamiento del régimen. El diseño de la Quinta República iba a
producir un efecto tal sobre la vida política que forzaría a los partidos a desarrollarse
y a modernizarse. Las dos grandes tendencias fundamentales de la política
francesa, la izquierda y la derecha moderadas, fueron sometidas a una
reestructuración radical de su vida interna y de su relación con los otros partidos y
con la sociedad. Puede afirmarse que el éxito de Mitterrand en 1981 fue, en buena
medida, resultado de la Quinta República, porque desde 1971 fue él quien se
convirtió en el líder del proceso de renovación del Partido Socialista. Algo similar
ocurrió con la derecha moderada. Unos y otros se vieron forzados a convertirse en
auténticos partidos. Cuando De Gaulle desapareció de la escena política, estos
200

movimientos fueron obligados a tomar forma orgánica. La Quinta República se


volvió un importante catalizador para el desarrollo de partidos políticos modernos.
Al mismo tiempo, la fuerza organizativa, social y política que los partidos fueron
desarrollando los convirtió en factores del perfeccionamiento de las instituciones.
Instituciones políticas y partidos empezaron a tener una interacción que los
transformó en dimensiones complementarias y recíprocamente dependientes.39 Ni
el Parlamento puede instaurarse y funcionar sin los partidos ni la Presidencia de la
República puede instituirse ni operar si no es con el respaldo de una organización
política que le dé sustento social y le sirva de apoyo en el desarrollo de los
programas de gobierno. Así, la Quinta República no se agota solamente en el diseño
institucional. Su comprensión es más completa cuando se integra a los partidos
políticos, que aparecen como el motor del conjunto institucional. Los sistemas
políticos no son sólo normas o instituciones gubernamentales, también constituyen
un conjunto de instituciones políticas que se hacen acompañar de una dimensión
valorativa. Por ello, un elemento que ha contribuido al funcionamiento de la Quinta
República Francesa es el compromiso de las fuerzas políticas en torno a la defensa
de sus propias instituciones y de su país. En eso coinciden fuerzas políticas
divergentes como la izquierda y la derecha moderadas. Ideológicamente diferentes,
ambas tienen principios comunes que defender y esto hace de la cultura política
francesa un sólido sostén del conjunto institucional.

Presidencialismo:

Pp 53-74

Sistema presidencial

Elementos teóricos : El sistema presidencial, al igual que el parlamentario, se


caracteriza por la división de poderes. Formalmente consagra tres órganos
separados: el Legislativo, el Ejecutivo y el Judicial. Esa división orgánica va
acompañada de una separación de funciones que, sin embargo, para operar
requiere de la colaboración de todos ellos. La interdependencia es, por tanto, una
condición para su eficacia. El Poder Ejecutivo (unipersonal) y el Legislativo
(organizado en dos cámaras) tienen un modo de elección diferenciada. Al disponer
201

cada uno de una legitimidad propia, se busca garantizar su autonomía y su


autorregulación: ninguno puede sobreponerse o someter al otro, sino que al
ajustarse a los mecanismos constitucionales de colaboración pueden intervenir en
sus ámbitos correspondientes. Uno y otro se mantienen en el ejercicio de sus
funciones por el tiempo constitucionalmente establecido. El Poder Judicial, a su vez,
por mecanismos diferentes también preserva su autonomía. El principio federativo
viene a completar el cuadro, porque asegura la participación de los distintos estados
en pie de igualdad en el proceso político, al tiempo que sirve como una modalidad
adicional de contrapeso y equilibrio de los poderes. El monocefalismo del Ejecutivo,
es decir, el hecho de que reúna en una sola figura las jefaturas de Estado y de
gobierno, no tiene el propósito de dotarlo de facultades amplias que lo puedan incitar
a abusar del poder. El presidente tiene frente a sí diversos dispositivos de control
que están en manos del Congreso, de la Suprema Corte de Justicia, de los estados
y, entre otros, de los partidos y de grupos privados. Sin embargo, ser el elegido de
la nación y su guía no significa que sea un poder autoritario; al contrario, la condición
institucional y cultural de su eficacia estriba en su apego estricto a las reglas
constitucionales. En síntesis, la característica esencial del sistema presidencial es
la combinación de un presidente de la República electo con base en el sufragio
universal, con un Congreso organizado en dos cámaras también electas, pero que
no tienen facultades de gobierno. Además, el presidente es políticamente
irresponsable ante el Congreso y éste no puede ser disuelto.

Origen y estructura El sistema presidencial, desde su origen encarnado en la


estructura de poder de los Estados Unidos de América, se inspira en el modelo
inglés, del cual conserva algunos elementos fundamentales y modifica otros. La
democracia estadounidense preservó las libertades individuales, la separación de
poderes y la elección de gobernantes, pero hizo algunos cambios importantes: en
lo fundamental, sustituyó al rey por un presidente de la República electo con base
en el sufragio universal, e introdujo el principio federalista.16 El Estado
estadounidense se conforma en torno de tres poderes independientes,
orgánicamente separados unos de otros y balanceados: el Ejecutivo, el Legislativo
y el Judicial. En este trabajo se describe con detalle el caso del sistema
202

presidencialista estadounidense por tratarse del que mejor ilustra los elementos de
pesos y contrapesos entre los tres poderes del Estado y sus interrelaciones. Sin
embargo, es importante tener en cuenta que en cada caso nacional se observarán
variaciones determinadas por la historia, la cultura y el desarrollo político del país
de que se trate.

Contra la tiranía y el despotismo Importantes influencias doctrinales e históricas


desembocaron en la elaboración de un diseño institucional cuya preocupación
central fue evitar a toda costa la tiranía de un hombre –el Ejecutivo– o de la mayoría
–a través del Parlamento–. Con todas las vicisitudes del caso, los constituyentes de
Filadelfia nunca se propusieron instaurar un Estado con un Ejecutivo fuerte; por el
contrario, sus convicciones antiautoritarias y antiabsolutistas los llevaron a construir
un diseño adecuado para moderar y controlar al Ejecutivo. En sus fundamentos, el
sistema presidencial buscó tener ejecutivos débiles en democracia. Con la finalidad
de no perjudicar a las clases adineradas, tampoco querían un Parlamento despótico,
compromiso que subyace a la idea –modificada después– de un Senado elegido
por las asambleas legislativas de los estados, pues se le concibió como un órgano
de control de los excesos de las mayorías.

La invención de la República La Constitución estadounidense es producto de


muchos acuerdos entre estados relativamente autónomos, celosos de sus intereses
y de su independencia. Para conciliar los intereses de los pequeños y grandes
estados, de los del Norte con los del Sur, etc., se estableció el compromiso de
organizarse en dos cámaras, pero con un contenido muy diferente a las del sistema
inglés: una representaría a los estados, pequeños o grandes, en pie de igualdad, y
la otra a la población sin distinción. Más precisamente, el Senado representaría a
los gobiernos estatales y no tanto a la población, mientras que la Cámara de
Representantes sería la representación de la voluntad popular. De ese acuerdo
nació el federalismo, como forma de distribuir el poder entre el gobierno federal y
los de los estados. Las atribuciones del gobierno federal no serían amplias, pues
los estados poseerían una cuota de poder muy importante. Adicionalmente, las
autoridades surgirían del sufragio universal, directo o indirecto. El Ejecutivo sería
electo con base en el sufragio universal indirecto. Los convencionistas veían
203

muchos riesgos para la democracia en la elección directa del presidente, porque al


liberar al Ejecutivo éste podría apelar directamente a las masas y crear un poder
personalizado. Para frenar al máximo la posibilidad de desviaciones demagógicas,
se impidió la elección directa del presidente, que quedó en manos de grandes
electores, nombrados por estado en proporción a su población.18 La República
quedó, así, diseñada. La autonomía de lo local Los órganos federales asumen una
función esencial, tanto en el plano de la economía como en el de la política, aunque
ello no niega la importancia fundamental de la vida local, bastante dinámica. En el
plano jurídico, las autoridades locales son competentes para definir las reglas del
derecho civil, penal y comercial, por lo cual estas reglas varían de un estado a otro.
Esta autonomía local aparece de modo más claro en el hecho de que cada estado
posee su propia Constitución, a condición, desde luego, de respetar el principio
republicano y de no atribuirse competencias reservadas a la Federación. En cada
estado de la Federación existen verdaderos órganos políticos: un gobernador, jefe
del Ejecutivo, elegido con base en el sufragio universal; un Parlamento local que
ejerce el Poder Legislativo,19 y jueces estatales y locales, 82% de los cuales
proceden de elecciones abiertas. “Aun y cuando el alcance de estas instituciones
pueda parecer intrascendente a un observador exterior, éstas son muy importantes
para los norteamericanos, pues todas ellas están ligadas a cuestiones nada
despreciables como la educación, la salud, las comunicaciones, etc., es decir, a la
vida cotidiana”. 20 De ahí la intensidad de la vida local. El sistema estadounidense
funciona bien porque hay esferas muy importantes del quehacer público en manos
de los estados. Incluso a nivel local, los presupuestos de estos organismos exceden
los presupuestos del gobierno central y han crecido con mayor rapidez. Esto
contribuye a disminuir la presión sobre el gobierno central y a reducir conflictos
importantes en otros niveles políticos. Si se agrega el hecho histórico de que en
Estados Unidos siempre ha existido una importante esfera del mundo no
gubernamental –el sector privado–, el peso y la responsabilidad del Estado son
menores. En este sentido, hay una fuerte autonomía del mundo civil en relación con
el gobierno.21 La separación de poderes es uno de los principios fundamentales del
sistema estadounidense. Se conserva intacto desde que lo consagraron los
204

constituyentes de Filadelfia (1787) y se proyecta en todos los niveles de la vida


política y social. Una Suprema Corte de Justicia eficaz En las entidades de la
Federación, las funciones judiciales son atribuidas por medio de elecciones, del
mismo modo que lo son las funciones legislativas o ejecutivas. En cuanto a los
jueces de la Suprema Corte (nueve en total), la lógica es diferente: no son electos
sino nombrados por el presidente de la República y ratificados por el Senado (que
puede rechazarlos), por mayoría simple, luego de escuchar al candidato, si fuera el
caso. El arbitraje de la Corte Suprema puede declarar como inconstitucional una ley
aprobada por el Congreso y propuesta por el presidente. Es cierto que a lo largo del
tiempo la Corte Suprema de Estados Unidos no se ha apartado mucho de las
mayorías congresionales; sin embargo, en momentos coyunturales ha actuado
como árbitro en los conflictos suscitados entre los poderes del Estado, incluso entre
el Congreso y el presidente. Para los estadounidenses, la Suprema Corte de Justicia
juega un papel esencial: en realidad, es el elemento que mantiene el equilibrio del
sistema federal y el de los poderes en general. Una vida política de civiles El control
de los militares por el poder civil es otro fenómeno que debe mencionarse. En
Estados Unidos, durante la Segunda Guerra Mundial, hubo un rechazo abierto a la
noción de un poder militar muy profesional. Desde entonces, se valoró mucho más
la concepción del ciudadano en armas, las milicias estatales, constituidas por
ciudadanos comunes que aportaban parte de su tiempo al entrenamiento militar.
Las guardias nacionales, dispersas y descentralizadas, manejadas más bien con
criterios políticos que militares, permitieron la fuerte supremacía civil sobre el mundo
militar, evitando la intromisión directa de los militares en la política.

Bipartidismo federalizado El sistema de partidos, bipartidista en los términos de


Giovanni Sartori, es un aspecto clave para el sistema político de Estados Unidos.
Aunque se han producido importantes diferencias entre los partidos
estadounidenses, desde un punto de vista doctrinal se trata de diferencias de matiz.
Además, los partidos han sido mucho más instrumentales y descentralizados que
en otras naciones, y adoptan la forma de coaliciones estatales y locales, en lo cual
reside la esencia de su fuerza. El bipartidismo ha favorecido la creación de
gobiernos de mayoría, es decir, gobiernos donde el Ejecutivo goza de una mayoría
205

de su propio partido en el Congreso. Por el papel de puente entre el presidente y el


Congreso que desempeñan los partidos, han sido reconocidos como el factor que
permitió el funcionamiento exitoso de la doctrina de doble soberanía o separación
de poderes, es decir, del sistema presidencial. El presidente El presidente tiene
cierta preponderancia en el sistema político, pero el Congreso, organizado en dos
cámaras, no es débil ni le está subordinado. Se trata de un presidente electo (a
diferencia de Italia, por ejemplo) y es a la vez jefe de Estado y jefe de gobierno, no
puede ser destituido por el Congreso, nombra a su gabinete, con una sanción
aprobatoria del Senado, y lo remueve libremente. Su mandato es de cuatro años,
reelegible por una sola vez. Cuenta con un vicepresidente que juega un papel más
bien secundario. Sin embargo, su poder está limitado por varios elementos, entre
otros, por la colaboración estrecha entre el Legislativo y el Ejecutivo, por la
administración federal, por la soberanía de los estados, por los grupos de poder
económico y por la lucha de partidos. Además, tiene responsabilidades políticas
frente al Parlamento y sus actos deben estar apegados a derecho. La Suprema
Corte de Justicia garantiza esa legalidad. De los principales poderes atribuidos al
presidente por la Constitución, la primera frase del artículo 2, sobre la Presidencia,
declara: “El Poder Ejecutivo será confiado a un presidente”. La función es
monocéfala, y los poderes expresamente atribuidos al presidente en el artículo
citado son relativamente poco numerosos y a menudo compartidos.24 Los alcances
del presidente La Constitución atribuye al presidente un poder que es la base
esencial de su autoridad: velará por la ejecución fiel de las leyes. De aquí deriva el
enorme poder de reglamentación del Ejecutivo. Aquí se encuentra el fundamento
más importante del poder del presidente, quien en la práctica dispone de una gran
libertad de acción. Es el comandante en jefe de las fuerzas armadas de tierra y de
mar de Estados Unidos y de la milicia de los estados, cuando ésta se encuentre
efectivamente al servicio de Estados Unidos. Sin embargo, es el Congreso el que le
da el poder de declarar la guerra, de trasladar y de sostener a las fuerzas armadas,
de instituir y sostener a la marina. No obstante, la evolución institucional provocada
por el ascenso de Estados Unidos al estatuto de gran potencia dio al presidente la
posibilidad de preparar la guerra y dirigirla. La Constitución no prevé explícitamente
206

que el presidente pueda presentar ante el Congreso un proyecto de ley, aunque


siempre se encuentra un senador o un representante dispuesto a presentar tal
propuesta a nombre propio. En cambio, sí está prevista una cierta función legislativa
del presidente: “El presidente dará de tiempo en tiempo al Congreso informaciones
sobre el Estado de la Unión y someterá a su consideración las medidas que él
juzgue necesarias”.25 A través de esos mensajes del presidente, presentados
regularmente al principio de cada año, se plantean verdaderos programas
legislativos al Congreso.

También interviene directamente en el proceso legislativo para intentar obtener el


respaldo de los parlamentarios para su programa legislativo. La ausencia de una
mayoría presidencial y de la disciplina de partidos lo obligan efectivamente a
negociar, convencer y, eventualmente, hasta amenazar, con el propósito de obtener
los votos que necesita. Los esfuerzos presidenciales logran, a menudo, el éxito; sin
embargo, el presidente no es absolutamente poderoso en el plano legislativo. No
solamente pueden ser rechazadas sus propuestas, sino que aquellas que son
adoptadas pueden llegar a alejarse mucho de su versión original. En suma, el
presidente no controla el Poder Legislativo, sólo puede influenciarlo. En
contrapartida, si bien no dispone de la iniciativa legislativa más que de manera
indirecta, la práctica ha tendido a atribuirle facultades esenciales. Eso se observa,
por otro lado, en todos los grandes sistemas políticos contemporáneos. El
presidente puede intervenir activamente en favor de las leyes que le convienen o
abstenerse de aplicarlas. La intención de la prensa, de los cabildeos, se enfoca
principalmente en el voto de una ley, pues se piensa que entra en vigor desde que
es firmada por el presidente. En rigor, esto no es así, pues son necesarios decretos
de aplicación.

La Segunda Guerra Mundial constituyó la ocasión de una importante expansión de


los poderes legislativos del presidente. Una lista amplia de instituciones federales
fueron creadas por decreto del presidente, en su carácter de comandante en jefe de
las fuerzas armadas, entre las que se encuentran los consejos de Guerra y
Económico, la Agencia Nacional de Vivienda y muchas oficinas de producción,
incluida una oficina de la censura. Todos estos decretos y muchos otros, antes y
207

después, en tiempos de guerra pero también en tiempos de paz, fueron concretados


sin ninguna autorización legislativa. Esa práctica no fue frenada y operó en
detrimento de algunas de las funciones del Congreso. El veto Los presidentes tienen
un amplio margen para interponer su derecho de veto a una ley con la que estén en
desacuerdo. En la práctica, buscan ampliar en su beneficio este derecho presentado
de manera flexible por la Constitución. Los constituyentes se opusieron
abiertamente a dar un veto al presidente; sólo le dejaron el poder –por lo demás
bastante grande– de limitar al Congreso a reconsiderar su posición y adoptar el
texto solamente con una mayoría amplia, es decir, de dos tercios de cada Cámara.
No obstante, el presidente puede interponer su veto –cabe aclarar que la palabra
no aparece en la Constitución– a cualquier ley y por cualquier razón.27 Bien
utilizado, el veto es un arma poderosa. Un presidente necesita disponer del voto de
34 de los 100 senadores para mantener sus vetos y así gobernar. Desde luego,
debe elegir las batallas que puede ganar; por estrategia, cuando el presidente sabe
que va a perder, firma la ley para mantener un principio a cambio de la derrota. No
obstante, la sola amenaza de veto puede darle el triunfo. Debe notarse que,
fundamentalmente, ésta es una revelación de debilidad –es decir, una situación de
ausencia de mayoría– y un arma puramente defensiva: no se puede promover una
política, simplemente se le puede impedir. El Congreso El Congreso es bicameral;
lo integran la Cámara de Representantes y el Senado. La Cámara de
Representantes tiene 435 miembros, su mandato es por dos años y se elige con
base en el sistema uninominal mayoritario a una vuelta. La brevedad de su mandato
y la posibilidad de reelección hacen que sus miembros estén en campaña electoral
permanente. El Senado tiene dos senadores por estado, es decir, 100 miembros;
su mandato es por seis años, renovable por tercios cada dos años y se elige por
sufragio universal, con sistema mayoritario. Comparte con la Cámara de
Representantes la tarea de confeccionar leyes, en un plano de estricta igualdad. El
primer poder que la Constitución otorga al Congreso es el que concierne a la ley de
finanzas: “El Congreso tendrá el poder de establecer y de percibir los impuestos,
[...] los derechos e impuestos directos e indirectos”. Agrega que “ninguna cantidad
será obtenida sobre el Tesoro, salvo a partir de una apertura de crédito a través de
208

una ley”, además de que “el Congreso tendrá el poder de establecer y de obtener
los impuestos sobre los ingresos”. En contrapartida, el presidente no tiene ninguna
prerrogativa en la materia. No obstante, en este dominio el Congreso no dejó de
delegar poderes al Ejecutivo, y esto desde los orígenes, porque muy pronto, por
ejemplo, el Congreso dio al presidente el derecho de regular los impuestos según
sus necesidades económicas y financieras. En general, el Congreso modifica muy
poco las proposiciones presidenciales.

Interacción: La Constitución garantiza la independencia orgánica del Legislativo y


del Ejecutivo. Por lo demás, los poderes se regulan y se controlan a sí mismos. A
diferencia de Inglaterra, los ministros o colaboradores del presidente
estadounidense no tienen responsabilidad política ante el Congreso ni el presidente
puede disolver el Congreso. A ello se debe agregar la real y definitiva división de
poderes. Formalmente, en la Constitución los pesos y los contrapesos están muy
bien establecidos para delimitar las relaciones equilibradas entre el Legislativo y el
Ejecutivo. El Congreso no puede destituir al presidente, pero dispone del poder de
juicio político (impeachment). 29 El presidente no puede disolver el Congreso, pero
tiene un poder de veto. El Congreso vota las leyes y el presupuesto, pero debe
escuchar los mensajes presidenciales; el presidente ejecuta las leyes, a condición
de que sea en una situación estrictamente definida por el Congreso. A pesar de ello,
poco a poco el presidente se convirtió en la piedra de toque del edificio federal y el
Congreso fue cediendo algunas prerrogativas que le habían sido atribuidas por la
Constitución. Los constituyentes habían previsto que el Congreso controlara la
formación del Ejecutivo al menos en cierta medida. Le confiaron al Congreso un
papel en la elección presidencial y en la designación del personal gubernamental y
la vía total del procedimiento de juicio político. A pesar de algunos intentos de
utilizarlos, estos poderes han quedado prácticamente en desuso. En lo que
concierne a la elección del presidente y del vicepresidente, el Congreso casi nunca
pudo sustituir al Colegio Electoral. En principio, el Senado tiene participación en la
formación del gobierno porque se requiere tanto de su visto bueno como de su
consentimiento para que el presidente pueda elegir a los miembros de su gabinete,
pero en la inmensa mayoría de los casos las nominaciones presidenciales han sido
209

aceptadas por el Senado. No obstante, la perspectiva de un rechazo ejerce


influencia sobre las propuestas del presidente. Una vez nombrados los miembros
del gobierno, dejan de ser responsables ante el Congreso, y lo mismo vale para el
presidente o el vicepresidente. Se encuentra aquí una regla fundamental del
régimen presidencial, que obliga a una separación esencial de poderes: el Congreso
no puede ser disuelto, pero ni el presidente ni los ministros son responsables frente
al Congreso.30 El procedimiento de juicio político pudo convertirse en el medio para
dictaminar sobre la responsabilidad del gobierno, pero nunca se pretendió
convertirlo en el instrumento a través del cual el Legislativo dominara al Ejecutivo.
Por esa razón quedó limitado a los actos considerados extremos y se evitó su uso
fácil. Como lo señala James Bryce, el juicio político es la pieza de artillería más
pesada del arsenal parlamentario, tanto que resulta inadecuada para un uso
ordinario.31 Las relaciones entre el Legislativo y el Ejecutivo son interdependientes.
En particular, el Legislativo puede frenar, modificar e inclusive rechazar los
proyectos del Ejecutivo. Aunque es el presidente quien en muchos casos propone
las leyes importantes y es el Congreso quien ejerce una suerte de poder de veto al
evitar pronunciarse o al rechazar las proposiciones presidenciales, los equilibrios se
mantienen. El Congreso puede bloquear impunemente el programa de un
presidente por más poderoso que éste sea. Para obtener la realización de su
programa el presidente está obligado a negociar, ceder y admitir compromisos. El
Congreso de los Estados Unidos conserva, entonces, en una medida no
despreciable, sus poderes. Éstos han devenido menos legislativos, pero aun eso
muestra un elemento de poder real que ejerce el Congreso, pues puede retardar la
acción del presidente, incluso negarle los medios necesarios para instrumentar una
política. El Congreso modera la omnipotencia presidencial. El Congreso no es un
Parlamento sometido. No es necesario que el Legislativo y el Ejecutivo estén
dominados por partidos diferentes para que la situación del presidente sea difícil.
Algunos presidentes han tenido la experiencia negativa de que sus políticas fueran
a menudo cuestionadas por un Congreso que, sin embargo, compartía con él la
etiqueta partidista; otros, con una Cámara de Representantes dominada por
legisladores de un partido opuesto, tuvieron en general relaciones más pacíficas.
210

Eso no significa que la diferencia de etiqueta partidista entre Ejecutivo y Legislativo


haga menos complicada la tarea del presidente.32 En el Congreso no hay disciplina
de partido, ni una mayoría predefinida opuesta a una minoría ni a la inversa. La
libertad de voto es total, la cultura mayoritaria –según la cual una mayoría debe
dominar a una minoría– es inexistente, y lo que mueve la estructura institucional es
un sistema bipartidista. Los controles del Congreso El control cotidiano del gobierno
se lleva a cabo por medio de las comisiones que ejercen vigilancia sobre la
aplicación o la administración de las leyes. Si las informaciones proporcionadas por
el Ejecutivo parecen insuficientes o requieren de una encuesta o de una
investigación, se crea una comisión especial. De este modo, la organización y la
práctica gubernamentales son revisadas. La simple perspectiva de una
investigación ejerce influencia y hasta domina la práctica administrativa. Esto no
impide que el gobierno no intente disimular sus errores, pero es difícil que lo logre
durante mucho tiempo. Por regla general, frente a un presidente y su administración,
que disponen de medios de información y de documentaciones superiores y de
numerosos expertos, el Congreso ha logrado modelar una burocracia más
competente, ha impuesto cierta responsabilidad política y obtenida las
informaciones que necesita. No está por demás señalar que el Congreso influye a
través de la prensa sobre la opinión pública.
211

Referencias:

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historia del pensamiento político, México, FCE.
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Norberto Bobbio et al. (1985) La crisis de la democracia, Barcelona, Ariel
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análisis, España, Alianza Editorial.
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semipresidencial, Cuadernos de Divulgación de la Cultura Democrática núm.
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Teoría y práctica parlamentaria, México, PRD-Porrúa Editor.

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