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EL PROBLEMA DE LA EKPHRASIS: IMÁGENES Y PALABRAS, ESPACIO Y TIEMPO1

Murray Krieger, Universidad de California, Irvine.

Podría sugerir como título alternativo −y más sincero− para este artículo «El regocijo −y la exasperación− de la
ekphrasis como asunto». Durante más de veinticinco años desde mi artículo original sobre el tema, la ekphrasis
me ha parecido una noción esquiva, infinitamente evasiva a nivel teórico. Aquel ensayo llevaba por título «La
ekphrasis y el movimiento detenido de la poesía, o el Laocoonte revisitado» 2, y a pesar de su éxito y posterior
influencia estaba convencido de que tan sólo había empezado a desentrañar esta cuestión tan difícil para mí. La
problemática que es la ekphrasis se produce en torno a la capacidad de las palabras de crear imágenes en los
poemas, sólo que al mismo tiempo hemos de reconocer que esta capacidad se ve puesta en duda por el hecho
obvio de que las palabras son muchas otras cosas, pero no son −y es una suerte− imágenes [pictures] 3 y de
ninguna manera literal tienen «capacidad». ¿Cómo pueden las palabras tratar de hacer el papel del «signo
natural», es decir, un signo que puede ser considerado el sustituto visual de su referente, cuando las palabras son
obviamente sólo signos arbitrarios, aunque sean convencionalmente arbitrarios y a menudo sistemáticamente
arbitrarios? Todas las complejidades de la ekphrasis, sus preguntas sin respuesta, se desprenden de la necesidad
de corroborar las dos mitades opuestas de este enigma. ¿Qué es lo que las palabras pueden representar y
representan en la poesía aparentemente pictórica? Y a la inversa, ¿cómo pueden las palabras en un poema ser
«pintables» [picturable] («malbar»)? ¿O acaso, por el contrario, las palabras consiguen de alguna manera
representar lo irrepresentable, o al menos, lo «no pintable» [unpicturable], incluso al ser «pintorescas»
[picturesque] («malerisch»), si se me permite introducir una oposición que tomo prestada de Lessing? Podría
plantear esta misma cuestión de manera distinta preguntando cómo podemos reconciliar los muchos
significados confusos que se le atribuyen a la engañosa palabra «imagen» tal y como aparece persistentemente a
lo largo de toda la historia de la crítica, desde Platón a Jacopo Mazzoni en el Renacimiento hasta los modernos
(Ezra Pound y los poetas «imagistas»). «Imagen» es un término que al ser aplicado a la vez literal y
metafóricamente a las imágenes [pictures] mentales y a las palabras trae consigo y esconde las confusiones
teóricas que enmascara. ¿Cómo puede el teórico, cómo han podido los teóricos, dar sentido a este conjunto de
paradojas?

1
Título original: «The Problem of Ekphrasis: Image and Words, Space and Time −and the Literary Work». Ésta es una versión
abreviada y revisada por el autor del Capítulo 1 del libro Ekphrasis: The Illusion of the Natural Sign, Baltimore, John Hopkins
University Press, 1992, págs. 1-28. Traducción de Ana Romero. Texto traducido y reproducido con autorización del autor y John
Hopkins University Press.
2
Fue originalmente publicado en The Poet as a Critic, ed. Frederick P. W. McDowell, Evanston, Ill., Northwestern University Press,
1967, págs. 3-26. Cuando lo reedité en mi libro The Play and Place of Criticism, Baltimore, Md., The John Hopkins Press, 1967,
reemplacé ekphrasis por «el principio ecfrástico» para indicar que me interesaba una aplicación más amplia. No estoy seguro todavía
de cuál de los dos títulos prefiero −una más de las cuestiones planteadas por mi insistencia en el tema, o más bien por su insistencia en
mí.
3
A lo largo de este artículo en su versión inglesa original, se alterna entre el uso de la palabra image y el de picture en el sentido
genérico de representaciones visuales. Para indicar estas alternativas he conservado entre corchetes el término relativo a la pintura
picture, toda vez que su traducción al español por «imagen» oscurecía este sentido más específico [Nota de la T.].
Una pregunta como ésta llega hasta el corazón del lenguaje −que es decir al hábito de la metáfora− que a lo
largo de su historia ha dado forma y gobernado toda nuestra crítica literaria. Reconocemos inmediatamente el
origen espacial de la mayoría de nuestros términos de crítica formalista, incluso en la palabra forma, pero existe
también una tradición crítica opuesta que lucha contra tales imposiciones espaciales porque la poesía es un arte
temporal. Así que encontraremos en la historia de la crítica aquellos momentos en que es moldeada por lo
pictórico en el lenguaje y otros momentos en que es moldeada por lo puramente verbal como no-pictórico, o
momentos en los que la crítica se dedica a las palabras que capturan lo inmóvil y momentos en que la crítica se
dedica a las palabras que señalan el movimiento, o incluso momentos dedicados a la más difícil visión de las
palabras que tratan de capturar un movimiento detenido. Así que mi pregunta llega hasta el corazón de la
práctica variada de la crítica. Permítaseme decir lo que entiendo por ekphrasis, o más bien cuáles son los límites
que atribuyo a lo que yo llamo el «principio ecfrástico». En primer lugar, de forma más restringida y estricta,
utilizo ekphrasis, como ha sido utilizada por algún tiempo, para referirme al intento de imitar con palabras un
objeto de las artes plásticas, principalmente la pintura o la escultura 4. Este significado estricto claramente
presupone la dependencia de un arte, la poesía, de otro, la pintura o escultura. Es por tanto la forma más
extrema de preguntar acerca de la capacidad de las palabras de crear imágenes [picture-making] en los poemas.
En segundo lugar puedo ampliar mi uso de la ekphrasis si se ve, como muchos han hecho a lo largo de su
historia, como cualquier equivalente buscado en palabras de una imagen visual cualquiera, de hecho el uso del
lenguaje para que funcione como sustituto del signo natural, es decir, representar lo que podría parecer cae más
allá de los poderes representacionales de las palabras como meros signos arbitrarios. En tercer lugar, si amplío
lo que llamo el principio ecfrástico hasta su sentido más general, puedo verlo en funcionamiento en cualquier
intento de construcción de una obra literaria que trata de hacer de ella, como constructo, un objeto total, el
equivalente verbal de un objeto de las artes plásticas. Lo que está en juego en todos estos sentidos bastante
distintos de la ekphrasis es el estatuto semiótico del espacio y de lo visual en el vano intento representacional de
las palabras de capturarlos dentro de su secuencia temporal. La ambición ecfrástica le otorga al arte del lenguaje
la extraordinaria tarea de tratar de representar lo literalmente irrepresentable. Pero todo intento por parte de la
secuencia verbal de detenerse en una figura [shape] −o podemos utilizar palabras como «forma»,
«configuración» o cualquier otra metáfora tomada de las artes espaciales− se verá inevitablemente acompañado
por una tendencia a librarse en lo temporal del coto limitado de la imagen sensible y detenida. Por tanto, la
ekphrasis presenta indudablemente un acertijo teórico escurridizo y burlón. ¿Cómo podemos a la vista de tal
indecisión, de tal irresolución, encontrar un lenguaje crítico que le ponga los pies en el suelo a la ekphrasis?

4
Se me permitirá advertir que utilizaré la frase «artes plásticas» como tradicionalmente ha sido utilizada en estética para designar
aquellas artes en las que el artista da forma, o modela, o moldea un material en un objeto físico perceptible, principalmente pintura o
escultura. Las connotaciones más recientes asociadas a lo «plástico» en nuestra cultura, la mayor parte de ellas peyorativas, podrían
muy bien impedir que la designación neutral «artes plásticas» continúe siendo usada por mucho tiempo, pero su uso genérico
convencional en la estética la convierte en una abreviación útil que no estoy dispuesto a dejar de utilizar.
Creo que las dificultades surgen de la irresoluble tensión −del mutuo bloqueo− que está en la base de la
aspiración ecfrástica.
La aspiración ecfrástica en el poeta y en el lector tiene que conciliar dos impulsos opuestos, dos sentimientos
opuestos frente al lenguaje: nos regocijamos en la noción de la ekphrasis y a la vez nos exaspera. La ekphrasis
nace de lo primero, del alborozo que ansía la fijación espacial; mientras que lo segundo, la exasperación de la
ekphrasis, añora la libertad del flujo temporal. Lo primero es pedirle al lenguaje que, a pesar de su carácter
arbitrario y de su temporalidad, se detenga en una forma espacial. Pero el lenguaje retiene una consciencia de la
incapacidad de las palabras de reunirse en un instante (tout à coup) mediante un brochazo de inmediatez sensual
como en un impacto no mediado. Su incapacidad es precisamente lo que debe ser destacado, porque las palabras
son mediaciones: las palabras no pueden tener capacidad, no pueden ser capaces, porque carecen, literalmente,
de espacio. Así que el alborozo deriva del sueño −y de la búsqueda− de un lenguaje que pueda, a pesar de sus
límites, recuperar la inmediatez de una visión ciega inserta en nuestro hábito de deseo perceptual desde Platón.
Esta es la aventura romántica de realizar el sueño nostálgico de un lenguaje de la presencia corporal original,
anterior a la caída, aunque nuestro único medio de alcanzarlo sea el lenguaje caído que nos rodea. Y es la
función del poeta ecfrástico elaborar la transformación mágica. El segundo de estos impulsos, aquel que se ve
exasperado por cualquier ambición ecfrástica, por el contrario acepta un lenguaje modesto, desmitificado y poco
pretencioso, sin magia, un lenguaje cuya arbitrariedad y sucesión temporal felizmente escapen a la detenida
visión momentánea que, buscando lo trascendente, falsearía lo pasajero del momento en su confusión anti-
pictórica. Ante este impulso la noción de la ekphrasis, como amenaza a la promesa temporal del lenguaje y a las
aspiraciones conformadoras del crítico, solamente puede ser exasperante. En el conflicto entre estos dos
impulsos, entre la atracción por la ekphrasis y la aversión a ella, lo que estaríamos sintiendo es, por un lado, lo
que yo llamo el deseo semiótico del signo natural (un signo que se parece a su referente, de hecho, un sustituto
visual de su referente), un deseo que se siente incluso ante las palabras. Por otro lado, existe el rechazo a
cualquier exigencia de lo «natural» por miedo a que esto privara al lenguaje, y a nuestra propia existencia, de su
libertad de movimiento interno, de que privara a la libertad de nuestra imaginación de fluir por medio de signos
arbitrarios. En la medida que la imaginación occidental se ha apoderado y ha hecho uso del principio ecfrástico,
me parece que ha tratado de mezclar los dos impulsos a través de esta misma duplicidad del lenguaje como
medio de las artes verbales, esto es, ha tratado de reunir en la figura verbal la simultaneidad de la inmovilidad y
el flujo. El sueño estético de nuestra cultura ha sido por mucho tiempo el de un milagro que permite reunir los
dos impulsos opuestos en la paradójica inmediatez de la ekphrasis (incluso si su base ilusoria sugiere que el
pretendido milagro no es más que un espejismo). Quizás esta aspiración al milagro sea solamente una manera
de concretar la idea de Coleridge de que en la poesía la imaginación sirve como «equilibrio o reconciliación
entre cualidades opuestas o discordantes», o la búsqueda de Wolfgang Iser en lo estético de la «simultaneidad
de lo mutuamente excluyente». En efecto, en su intento de fundir el espacio y el tiempo, y de fundir lo visual y
lo verbal, la ilusión ecfrástica −milagro o espejismo− puede ayudar a cubrir la ruptura entre lo que llamamos
moderno y lo postmoderno. Al hablar de la ekphrasis he destacado su origen en el deseo semiótico del signo
natural. Es el deseo que prefiere la inmediatez de la imagen [picture] a la mediación del código, así como el
deseo −quizás más básico− que solicita un referente tangible, «real», que haga al signo transparente. Así la
ekphrasis, como realización última de estos deseos, se apoya en el pictorialismo (la creencia que el signo natural
está en la base de todas las artes) y fue una figura especialmente atractiva cuando el pictorialismo estaba en su
plenitud. Pero esta tendencia tampoco es del todo resistida cuando el antipictorialismo se torna dominante,
aunque su carácter como ekphrasis se ve entonces radicalmente modificado. A lo largo de la historia de la
tentación ecfrástica, podemos notar el deseo de superar la desventaja de las palabras y el arte verbal como
meros signos arbitrarios cuando los obligamos a imitar los signos naturales y el arte del signo natural en los
cuales no se pueden convertir. Como lectores hemos de hacer uso en nuestra mente del libre juego del carácter
inteligible de las palabras si hemos de permitirnos caer en la ilusión de que éstas crean un objeto sensible
(aunque, claro está, éste sea un objeto inteligible y por tanto sólo figuradamente sensible). En el centro de una
poética de la ekphrasis está la oposición, ahora generalmente percibida como ya no defendible, entre los signos
naturales y los arbitrarios, una oposición que se superpone de manera crucial con la oposición correlativa entre
signos sensibles e inteligibles, signos que apelan de forma inmediata a los sentidos y signos que pueden ser
solamente entendidos por mediación de la mente. De manera que en la poética de la ekphrasis observamos una
ambivalencia entre, por un lado, la concesión defensiva de que el lenguaje es, en tanto que arbitrario y con una
carencia sensual, un medio desaventajado que necesita emular al medio sensible y natural, y por el otro, la
confianza orgullosa en el lenguaje como un medio privilegiado en su propia inteligibilidad, que abre el mundo
sensible a una imaginación sin trabas, libre de las limitaciones de lo sensible tal y como se revelan en el campo
de lo visual. El acceso superior de los signos naturales al mundo sensible recibido por nuestros ojos puede ser
contrarrestado por el acceso superior del lenguaje, en signos arbitrarios, al mundo inteligible recibido por
nuestra visión interior, el ojo de la mente. Tal es el conjunto de oposiciones, y los intentos del lenguaje de
saltárselas, que me parecen ayudan a definir la ekphrasis, o al menos lo ecfrástico, tal y como ha funcionado en
la estética occidental desde Platón. Detrás de estas cuestiones se esconde una pregunta central: ¿qué teoría de la
representación, qué semiótica es necesaria para sostener que la imitación es la misma operación en el arte visual
que en el arte verbal? Desde que Platón en el Cratilo estableciera lo que de hecho es la primera distinción entre
signos naturales y arbitrarios, pero hecha fundamentalmente bajo las restricciones de una estética −de hecho,
una metafísica− apoyada en una doctrina de la mímesis, las artes del lenguaje han sostenido una larga batalla
por librarse, a causa de su medio visualmente desaventajado, de la secundariedad que se les asignó en su forma
no natural de representación. Creo que la historia de este esfuerzo, que culminó primero en rescatar al lenguaje
del yugo de los signos visuales que sólo en vano podía tratar de emular y luego llevó a privilegiar al lenguaje
como supremo entre todos los medios representacionales, es importante para nuestra comprensión de cómo el
principio ecfrástico ha funcionado y puede funcionar en la poética de Occidente. Pero antes de rastrear esta
historia hemos de entender el peso de la estética del signo natural bajo la cual las artes del lenguaje tuvieron que
operar durante tanto tiempo. Es una estética en la que, bajo el compromiso con lo que se ha venido a llamar una
«epistemología visual» (el papel del ojo como fuente exclusiva de toda percepción), la representación no puede
ser nada más que una imitación literal y así no plantea problemas 5. Bajo la égida de esta estética y con el ojo
como sentido privilegiado como lo era en Platón, el arte modelo es por supuesto el pictórico, al cual el arte
verbal deberá adaptar su programa. Y la poética, en correspondencia, se construye en base al lenguaje visual del
arte pictórico, aunque aplicado a las artes verbales ese lenguaje no pueda ser más que burda y acríticamente
metáforico en su intento de forzar a las artes del lenguaje a adoptar características ajenas, esto es, espaciales y
visuales6. A pesar de las intenciones antiestéticas y puritanas de Platón, su compromiso básico y firme con el
carácter aproblemáticamente mimético de los signos confirió un privilegio a las artes del signo natural, como si
pudieran representar sus objetos de imitación, al ser objetos de nuestra limitada percepción, sin disparidades
resultantes del proceso de creación. En el marco de tales planteamientos teóricos, según dejarán claro los
seguidores de Platón durante siglos, las palabras trataron de hacer por su parte lo mejor posible miméticamente
hablando, pero no podían evitar su inferioridad como instrumento fiel de representación. No es sorprendente
que este tipo de semiótica produzca el dispositivo retórico de la llamada enargeia como la mayor virtud que las
artes del lenguaje pueden alcanzar. Crear enargeia, esto es, usar las palabras para dar una descripción tan vívida
que ponga −¿podemos decir literalmente?− el objeto representado ante el ojo interno del lector (del oyente),
esto es lo máximo que puede esperar el artista verbal: algo casi tan bueno como una imagen [picture], que por
su parte es casi tan buena como la cosa misma. Aquí, en la enargeia, observaremos el principio ecfrástico
efectivamente como principio de la poesía. Está completamente en consonancia con el argumento
convencionalmente atribuido a Simónides que se refería a la poesía como una «pintura que habla», o mucho
más tarde con la desafortunada aunque generalmente aceptada distorsión de Horacio en el ut pictura poesis. El
arte estaría dando servicio a un dispositivo mnemónico destinado a reproducir una realidad ausente; y la poesía,
al estar privada de sensualidad, sería un arte que estaría todavía un paso más lejos. Si el drama está exento de
las incapacidades inteligibles del lenguaje es solamente porque la representación dramática, como interacción
de personas aparentemente reales, es en sí misma una especie de signo natural en su inmediatez ilusoria.
Lessing nos recordó el papel especial del drama, su papel de signo natural, como el de un arte visual (una
«imagen en movimiento» [moving picture]), admitiendo con ello implícitamente la mayor distancia mimética
producida por la poesía no dramática debido a que el modo de representación dramático no depende en última
instancia de las invisibilidades del lenguaje, como sí ocurre con los modos lírico y narrativo. A la vista del
objetivo mimético de la poesía no dramática y a la vista de las limitaciones de su medio para alcanzar este

5
Mi uso de la frase «epistemología visual» deriva de Forrest G. Robinson, The Shape of Things Known: Sidney’s Apology in its
Philosophical Tradition, Cambridge, Mass., Harvard University Press, 1972, especialmente págs. 1-59.
6
Debería señalar entre paréntesis lo que aquí es obvio: que la concepción de una imagen [picture] como signo natural se apoya en la
pretensión ingenuamente «realista» de una relación automática, de uno a uno, entre la pintura y su objeto de imitación. No tiene en
cuenta la realización de la pintura, el uso de varios materiales para crear la ilusión óptica de cosas y personas. La simple doctrina de la
ekphrasis parecería requerir esta noción primitiva de lo pictórico. No sorprenderá al lector notar que en este artículo trato de sugerir lo
contrario.
objetivo tan directamente como lo hacen las artes miméticas más obviamente rivales (pintura, escultura, drama),
no es sorprendente que como arte del lenguaje la poesía desarrollara y aspirara a la ambición ecfrástica, tratando
de emular aquellas artes cuyas naturalidad las hace parecer un sustituto de la realidad. Esta ambición, su
compromiso con la enargeia, se expresó en una variedad de formas desde la Grecia antigua hasta el
Renacimiento. Permítaseme trazar el desarrollo del (1) epigrama a (2) la ekphrasis y al (3) emblema. Es en este
último, en el emblema, donde el principio ecfrástico se realiza de forma absoluta, incluso más que en la
ekphrasis misma. Con el movimiento del epigrama a la ekphrasis y al emblema intento sugerir no tanto una
secuencia cronológica como una mezcla cada vez más compleja o al menos más confusa de motivos y
epistemologías, donde lo visual y lo verbal interactúan en productos extrañamente híbridos. En sus versiones
tempranas en Grecia, el epigrama (en su uso primario como inscripción verbal sobre una escultura o una tumba)
implícitamente reconoció y estableció la relación subsidiaria de sus palabras respecto de la obra de arte plástico
que acompañaba (epi-grama) y que trataba de representar verbalmente −y, cuando llegara el momento, por la
que trataría también de hablar directa o enigmáticamente 7. Pero el epigrama a menudo servía para complicar la
más directa representación material que se suponía complementaba, unas veces dándole la voz, otras
sometiéndolas a la consciencia del paso del tiempo. Por otra parte, el epigrama frecuentemente tuvo la función
de llamar la atención sobre la inmediatez sensual de su compañera de arte plástico como signo natural,
relegándose a sí mismo a ser una mera explicación verbal y enfatizando su servicio de signo arbitrario, apenas
glosa del objeto primario y tangible. En este papel reconocidamente secundario, el epigrama engrosó el lugar
desaventajado de la literatura que hemos visto venía dictado por la teoría mimética. Pero a la vez el epigrama
(especialmente en su papel funerario de comentario sobre el sujeto humano al que se refiere el busto sin vida)
podía también insistir en las consecuencias engañosas del objeto material, inmóvil y nunca cambiante: una
ilusión que en su estasis y aparente permanencia contradiría lo transitorio de la vida humana. Paradójicamente,
esta insistencia sugiere la irrealidad del monumento extremadamente eternizante y la de su referente ahora
fallecido que el epigrama celebraba. Allá donde se admite la consciencia del tiempo, las complejidades del
universo verbal entran también en juego, socavando las certidumbres de otra manera aportadas por el sólido
signo natural. Lo que en realidad ha vuelto a entrar en escena es el espíritu de Platón, que insiste en convertir el
mundo material en un engañoso reino de apariencias, dejando la realidad para las invisibles pero inteligibles
ideas que trascienden los sentidos. Una vez que la realidad se libera de lo sensible para encumbrarse en el reino
de lo inteligible, el signo natural y su objeto material deben perder toda prioridad. Y la posibilidad de
representar lo trascendentemente real debe pertenecer únicamente a los códigos inventados del lenguaje. La
primacía indisputable de la representación de signo natural tendrá que esperar hasta los siglos XVII y XVIII,
cuando la doctrina de la imitación pudo apoyarse firmemente en la solidez de un mundo material que producía
sus objetos estables a imitar sin la amenaza de una consciencia cualquiera del flujo liberador de la temporalidad.

7
Nadie que se ocupe de este tema puede evitar estar en deuda con Jean H. Hagstrum (1958). Permítaseme indicar aquí mi propia
deuda con las págs. 22-23 y 96, aunque también se verá reflejada en muchos otros lugares de este ensayo.
En su momento inicial, en que se usaba principalmente como indicador del monumento acompañante, y a pesar
de las complicaciones a que podía conducir, el epigrama se apoyaba en gran parte en la aceptación del papel
secundario de los signos arbitrarios del lenguaje. (Por supuesto, el epigrama aspira a un papel propio mucho
más ambiguo cuando con posterioridad en la historia literaria emerge con una carrera distinguida como obra de
arte verbal independiente). Al movernos del epigrama a la ekphrasis, notaremos que el lenguaje ya no le cede
primacía a su objeto (aparentemente) visual, sino que busca una equivalencia con éste −y algo más. La imagen
visual que la ekphrasis intenta traducir en palabras obviamente se pierde en la traducción. La representación
verbal toma gradualmente el poder de un objeto que se sostiene por sí mismo y que ya no se apoya en otra
representación tangible extra-textual. Está claro que frecuentemente el objeto de la ekphrasis −bien nos
refiramos al escudo de Aquiles en la Ilíada (libro 18), bien a la urna griega de Keats, para invocar el ejemplo
más familiar aunque tardío− no tiene una existencia «real» independiente, sino que existe sólo tal como ha sido
inventado por la descripción verbal, sujeto como está al carácter espacial que sólo su forma verbal puede
explotar8. Las famosas líneas de la descripción de Homero atribuyen al artífice divino el poder de representar la
secuencia narrativa en un único objeto físico. Además, estas líneas tratan de representar el elaborado metal
ornamentado del escudo y, a la vez, la rutinaria vida material que representa y malpresenta. Por ejemplo, «La
tierra se oscureció tras de ellos, como la tierra que ha sido arada, aunque era de oro. Tal era la maravilla de la
forja del escudo». La tierra negra de oro es más bien la maravilla de lo que forjan las palabras, que en esta
ekphrasis reúnen espacio y tiempo, el tiempo circular y el tiempo histórico o lineal, el arte y la vida vivida. Lo
que tenemos no es una imagen visual de un escudo dorado, sino un escudo verbal y el texto de una existencia
más allá: algo que solamente las palabras pueden dar cuando muestran ambas cosas a la vez. Así que la idea de
una imitación inocente ya no se aplica, ni siquiera para un género como la ekphrasis que en apariencia fue
creado expresamente con propósitos miméticos. En consecuencia, el género es utilizado para permitir la ficción
de una ekphrasis, una imitación ilusoria de lo que no existe fuera de la creación verbal del poema. La ekphrasis
literal se ha convertido, gracias al poder de las palabras, en una ilusión de ekphrasis. El principio ekfrástico ha
aprendido a manejarse sin la ekphrasis literal a fin de explotar más libremente los poderes ilusorios del lenguaje.
Para cuando llegamos a la poesía emblemática del Renacimiento, descubrimos que la relación entre la imagen
visual y la palabra, que había sido instaurada y socavada a la vez por la tradición del epigrama, ha completado
su inversión. El emblema como compañero visual del poema, que en sí mismo ya no se parece en nada a una
representación mimética, parece críptico y necesitado de explicación, puesto que se apoya en un texto cuya
completitud verbal le permite ahora reclamar primacía propia. Aunque es visual, el emblema ha adoptado una
complexión misteriosa que lo hace funcionar menos como una imitación que como un texto a la espera de
interpretación. De manera que las palabras son bienvenidas y dependemos de ellas como el código hecho de
letras que enuncia como propio aquello que está sólo insinuado en los opacos signos pictóricos del otro código

8
Aunque aquí cito la Ilíada, podría igualmente decir que la urna tal y como es descrita por Keats no puede existir, ya que contiene los
antes y después de la secuencia narrativa, así como cosas que sólo pueden ser vistas fuera de los límites de la urna misma.
figurado del emblema. Las presiones del neoplatonismo renacentista convirtieron el mundo sensible y sus
imitaciones en cada vez más problemáticos para que el artista se recreara en ellos. En vez de ello, se adoptaban
esotéricos símbolos visuales, como un código alegórico que pemitía acceder a una realidad solamente inteligible
y accesible para la mente. Por ejemplo, de acuerdo con los esotéricos planteamientos de Marsilio Ficino,
necesitamos la inmediatez simbólica de las cosas y la representación de éstas en lugar de una mediación con
palabras vacías, porque estas representaciones son nuestra entrada a la realidad inteligible gracias a una
hermenéutica ontológica que nos permitiría interpretarlas como símbolos esenciales 9. Así que son imágenes
pero son también lenguaje, un lenguaje pictográfico, más que meras representaciones de signo natural. Y a
pesar de todo, puesto que son lenguaje, estas representaciones no son arbitrarias, porque los signos están
firmemente ligados a sus referentes mediante el sistema inamovible de la hermenéutica ontológica. De esta
manera, según Ficino, el lenguaje de imágenes de los egipcios, aunque pictórico, es un código emblemático más
que una imitación de objetos supuestamente representados. Así que por un lado las imágenes como signos
naturales son rechazadas por ser imitaciones de lo bajamente sensible y, por el otro, el lenguaje-como-palabra, a
pesar de estar orientado hacia lo inteligible, es rechazado por estar simbólicamente vacío. Entre estos dos
figuran además las imágenes-como-lenguaje esencialmente atrapadas en la hermenéutica ontológica, un
lenguaje sagrado de la presencia que revela una realidad inteligible para nosotros al hablar el lenguaje no
mediado de Dios. Bajo este punto de vista, nuestra dependencia de las palabras es parte de nuestra condena
como criaturas caídas con acceso sólo a los signos que son arbitrarios y convencionales («signos múltiples y
cambiantes», diría Ficino) ya que nos ha sido negado el poder de hablar el lenguaje inmediato de Dios. Cuando
los sacerdotes egipcios querían significar misterios divinos, no utilizaban los caracteres pequeños de la
escritura, sino las imágenes completas de plantas, árboles o animales; porque Dios tiene conocimiento de las
cosas no sólo por el camino del pensamiento múltiple, sino a través de la forma pura y firme de la cosa misma.
Tus pensamientos sobre el tiempo son múltiples y cambiantes cuando dices que el tiempo corre o que, mediante
una especie de vuelta atrás, conecta de nuevo el principio con el fin, que enseña prudencia y que trae cosas y se
las lleva otra vez. Pero el egipcio puede comprender la totalidad de este discurso en una imagen única y fija
cuando pinta una serpiente alada con la cola en la boca… Por tanto, el emblema visual es concebido como «una
imagen única y fija» que transmite un significado instantáneo y encerrado −tan encerrado como la imagen de la
«serpiente alada con la cola en la boca». Esta imagen es una figura convencional de clausura [closure]. Pero por
muy paradójico que parezca lo que está siendo representado es la temporalidad misma −bajo su forma alada que
escaparía a la clausura− como la clausura definitiva 10. Aquí, en el ouroboros, que se come la cola, la imagen
9
E. H. Gombrich es especialmente valioso para nosotros en su tratamiento de estos materiales. Véase su «Icones Symbolicae:
Philosophies of Symbolism and their Bearing on Art», reeditado en su Symbolic Images: Studies in the Art of the Renaissance,
Londres, Phaidon Press, 1972, especialmente págs. 157-72. La traducción de Ficino aparece en las págs. 156-59.
10
En mi artículo anterior (véase nota 2, arriba) traté en extensión la circularidad implícita en la ekphrasis y su uso como principio
estructural en mis ejemplos de poemas ecfrásticos, tomando esta perspectiva analítica de Leo Spitzer y su tratamiento de la ekphrasis
en «“The Ode on an Grecian Urn”, or Content vs. Metagrammar», dentro de Essays on English and American Literature, ed. Anna
Hatcher, Princeton, Princeton University Press, 1962, págs. 72-73.
funciona como un emblema, como un código, como un lenguaje a ser interpretado más que como una imitación
de signo natural a ser vista a la luz de su objeto. Esto es así incluso si se considera que el código es
hermenéuticamente inevitable, en lugar de arbitrario, en virtud de su afianzamiento ontológico. Una vez que ha
tenido lugar el avance de la imagen de signo natural a la imagen como código estamos a un paso de la
configuración de unas palabras que intenten convertirse en una forma que sea el equivalente autocontenido de
un emblema, de hecho, un emblema verbal. Siguiendo el modelo de una sagrada tradición iconográfica, el
poema se compromete a convertir su propio lenguaje en un espacio emblemático autocontenido, a pesar de la
manera evanescente en que las palabras normalmente funcionan. El poema tratará de desafiar la temporalidad y
las propiedades mediadoras del lenguaje buscando en el lenguaje una plasticidad que, como en las artes
plásticas, convierta su medio en la cosa no mediada en sí misma, como si fuera la palabra (¿Palabra?) de Dios.
El poema como emblema, en realidad sustituyendo a su acompañamiento visual, se convierte en la proyección
última del principio ecfrástico cuando representa un objeto fijo que coincide consigo mismo. El ejemplo
extremo representado por los poemas-como-figuras de George Herbert (George Herbert (1593-1633) Easter
Wings. The Altar) sólo exagera esta tendencia. Como veremos, cuando el impulso ecfrástico se revela, nos
encontramos ante la paradójica búsqueda de un lenguaje que puede obligarse a satisfacer por sí mismo la
necesidad de la «forma espacial». El deseo de desplazar la responsabilidad del arte de los objetos a re-presentar
al código que ha de ser interpretado contribuye a convertir todo el arte en textos interpretables. Incluso si, para
un mundo seguro de sus bases metafísicas, la interpretación estaba prescrita. Este deseo se relaciona con la
guerra puritana a la idolatría, que resulta en un rechazo de lo sensible como objeto transparente del arte. Una
vez que se aspira, como hicieran los neoplatónicos, a la búsqueda platónica de objetos ontológicos vistos con el
ojo de la mente en lugar de la de objetos fenoménicos vistos con el ojo corporal, entonces estará asegurada la
superioridad de las artes verbales, como lo inteligible, por encima de las artes plásticas, como lo sensible. En
lugar de estar limitados, como las artes plásticas, al mundo sensorial que nos rodea, los signos arbitrarios del
lenguaje pueden proporcionarnos, como signo visual y natural a través del cual los objetos del mundo han de ser
percibidos, la ilusión no sensorial de un objeto existente, mientras en realidad se traslada libremente hacia el
reino de lo inteligible que está más allá de los sentidos. Para el neoplatónico las artes verbales gozan de todas
las ventajas de las artes visuales y a la vez están libres de sus limitaciones. Funcionan efectivamente como una
analogía superior y menos mundana que las desdeñables artes del signo natural. Y a pesar de todo, es el sueño
de un retorno al idilio del signo natural, el persistente deseo semiótico del signo natural, lo que presiona al poeta
a refugiarse en la analogía verbal del signo natural propia del reino de lo inteligible. El artista verbal puede, por
consiguiente, tomárselo de ambas maneras cuando utiliza las palabras del mundo y saca ventaja de su
inteligibilidad al acabar postulando un reino más allá. Algunos de los que defienden la primacía del signo
natural ven en él con nostalgia un origen edénico. De manera que nuestra necesidad de mediación a través de las
palabras sería un resultado de la Caída. Pero otros, como hemos visto, privilegiarán el alcance inteligible del
lenguaje por encima de las imágenes como signo natural, condenando a estas últimas en base a la idolatría y a
su confinamiento al mundo de lo sensible. El truco final es que el lenguaje complete su pretensión de soberanía
usurpando la presencia [here-ness] de las artes plásticas, convirtiéndose en una forma que genera la ilusión de
convertirse en su propio emblema: una ekphrasis interna, después de todo casi sensual, pero sin poner los pies
en el suelo. Aunque por supuesto es el «casi» lo que estimula su complejo y paradójico atractivo. Por lo tanto,
me parece que el principio ecfrástico, que he rastreado aquí desde la «epistemología visual» de Platón y la
consecuente necesidad de enargeia, se completa a sí mismo en el emblema verbal del Renacimiento. Este es
para mí el momento principal e inicial −y el más complejo− en la historia del tema que me ocupa. Sin embargo,
como he sugerido antes, hacia finales del siglo XVII y a lo largo de la primera mitad del siglo XVIII, la
ordenada semiótica del espejo fiel promovida de formas distintas por el racionalismo y el empirismo restaurará
el dominio de la doctrina de la imitación y con ella, gracias a un renovado interés por la «epistemología visual»,
la autoridad del ut pictura poesis. El medio de las artes verbales ha de ser reducido a pura transparencia en el
esfuerzo de éstas, en su relación de desventaja, por emular las artes del signo natural, que en aquel momento
verán restaurada su primacía como modelo para todas las artes. Cuando, por ejemplo, Joseph Addison proyecta
un espectro −o más bien una jerarquía− de las artes, va desde la escultura como el arte «más natural», por el
hecho de que es el que «más se parece al objeto que es representado», a la pintura, con su uso ilusorio del plano
pictórico bidimensional, y sólo seguidamente llega a la «descripción verbal» con «letras y sílabas» que, a
diferencia de la pintura, carecen de «parecido real con su original» 11. Prosigue después hacia la música como la
versión extrema del signo no natural, la más alejada de la representación mimética. En contraste con la música,
en lo literario existe todavía alguna posibilidad de que el poeta trabaje en la dirección de emular los significados
visuales. Nótese que, en su discusión, Addison restringe lo literario a la «descripción», asumiendo el intento de
ésta por satisfacer la función visual incluso haciendo uso de sus limitados signos arbitrarios. Es completamente
apropiado, por tanto, que géneros como el «paisaje» y el «retrato» sean géneros literarios en el siglo XVIII. Y
no nos debe sorprender que, habiéndole asignado a las artes verbales la tarea imposible de pintar imágenes con
sus signos no pictóricos, Addison deba insistir en que tales signos busquen la transparencia. Con lo cual acabará
rechazando por ser «falso ingenio» cualquier juego de letras o palabras que les permita llamar la atención sobre
sí mismas como letras y palabras, en lugar de señalar desnudas y sin interferencia sus significados. La palabra,
pues, debe conducirse como un medio que, en su vana búsqueda de la transparencia del signo natural 12, aspira a
borrar en nosotros cualquier consciencia de ella misma. Bajo tales restricciones, cualquier ekphrasis intentaría
servilmente pasar inadvertida en relación al signo natural que tiene como objeto, cuya intención semiótica se
supone que emula. Pero a lo largo de este momento neoclásico, que celebra las «artes hermanas» mientras
designa la literatura como la hermana desaventajada, encontramos una segunda −y opuesta− tendencia que
reconoce e incluso fomenta el robustecimiento del medio verbal y aprecia su opacidad. Encontramos esta
tendencia en el mismo artículo de Addison en el Spectator cuando, después de haber establecido la jerarquía de

11
Spectator 416 (1712).
12
Spectator 62 (1711).
los objetos artísticos basándose en la naturalidad o el parecido hacia sus referentes, pasa luego a describir
aquellas ocasiones en las que el lenguaje, debido a su función de signo distinto del natural, le permite al poeta
no sólo alcanzar efectos fuera del alcance del pintor, sino incluso «sacar el mejor partido de la naturaleza».
Edmund Burke incrementa esta tendencia a invertir la jerarquía de las artes con el fin de privilegiar lo literario.
Afirmará que la representación mediante el signo natural es la desaventajada, porque se ve restringida por las
limitaciones físicas del objeto de su imitación; mientras que el lenguaje, en la vaguedad e imprevisibilidad
−pero también la capacidad de sugerencia− que rodean a sus signos arbitrarios, puede tener un efecto emocional
virtualmente ilimitado precisamente porque no puede pintar imágenes. Al valorar lo sublime a expensas de lo
meramente «bello» Burke nos haría pasar de las dimensiones finitas de lo meramente pictórico a la potencia sin
límite de las emociones irrepresentables. Y si he de anticiparme al lenguaje de un pensador alemán deudor de
Burke, lo «apolíneo» debería ser suplantado por lo «dionisíaco». Una vez que Burke ha desplazado nuestro
interés desde la imagen reproductiva a la secuencia afectiva de las palabras y nos ha llevado hacia el terreno de
la temporalidad, a expensas de la forma espacial, el arte modelo a ser emulado por el arte híbrido de la literatura
ya no es la pintura o la escultura, sino la música. El espectro que vimos introducido por Addison, desde la
escultura pasando por la pintura hacia la literatura y finalmente la música, se ve invertido cuando el reino del
sonido entra en la discusión y la dependencia de la poesía con respecto a la epistemología visual toca a su fin.
En el otro extremo está también la indulgencia en la ekphrasis y su base visualmente mimética. Si vemos la
poesía como un arte con dos caras −posicionado entre las artes visuales representativas por un lado y por el otro
la música− que posee el significado referencial de las artes visuales y la temporalidad sonora de la música,
entonces podremos reconocer el carácter parcial y mutuamente exclusivo de las estéticas basadas en metáforas
tomadas de cada una de estas artes. Bajo el modelo de las artes visuales se fomenta la ekphrasis como un simple
procedimiento mimético, ignorando totalmente el carácter problemático de la representación verbal; mientras
que el modelo de la música parece proscribir la ekphrasis como instrumento efectivo de representación. Pero
también hemos observado la existencia de una estética distinta que conciliaría estas oposiciones y enriquecería
las posibilidades de la ekphrasis más allá de su función dentro de la estética del signo natural. Nuestro
tratamiento de la ekphrasis renacentista nos mostró una versión más sutil, que combinaba las ambigüedades del
lenguaje poético y las ambiciones emblemáticas de algunos poemas. Y ésta es una versión que hacia el final del
siglo XVIII comienza a reaparecer de una manera más compleja y ontológicamente menos dependiente.
Algunas teorías románticas, siguiendo a Burke, continúan en el siglo XX la búsqueda de lo sublime literario al
recrear en el lenguaje el carácter anti-pictórico y anti-espacial que tiende hacia la música. Además, el
desplazamiento en el siglo XIX de los modelos temporales a los espaciales, el paso de las metáforas del siglo
XVIII sobre las máquinas de un mundo ordenado a las metáforas del siglo XIX sobre la evolución, tendieron a
aportar un movimiento libre a las artes de la temporalidad, como si no existieran limitaciones formales. Hay
momentos en Burke que sugieren otro tanto. Pero se darán, casi a la vez, una serie de modificaciones
introducidas para establecer la principal tradición formalista que va desde Herder a Coleridge y a los New
Critics. Esta tradición utilizará la aprobación del dinamismo en el lenguaje para crear una nueva emblemática.
Tanta había sido la dificultad de liberar al arte literario de la espacialidad neoclásica en su avance hacia lo
temporal, antes de que estos críticos empezaran a abrirse camino de vuelta hacia el espacio en beneficio de la
literatura, pero ahora en base a aspectos nuevos y cambiantes. El énfasis en el sonido del lenguaje,
especialmente como han reflejado las principales tradiciones poéticas, ayudó a estos críticos a defender que el
medio literario, desde siempre considerado como inteligible, podía al fin y al cabo ser también hecho sensible,
como los medios de las otras artes. El poema apela al sentido auditivo y no al visual, pero el carácter sensible de
esta apelación afecta enormemente el lugar que la literatura ocupará entre las artes. Ésta es, pues, otra manera
de retomar el viejo argumento de que el lenguaje puede funcionar de dos maneras: en su inteligibilidad puede
aspirar a las ventajas de las artes sensibles sin necesidad de padecer las limitaciones impuestas por el mundo
fenoménico. Si las palabras en los poemas pueden utilizar su dimensión auditiva para dar forma a la secuencia
que constituyen, entonces pueden también aportar profundidad o incluso transformar los significados que
introducen en el texto mediante la mutua influencia de sus sonidos. A través de esta manipulación hecha por el
poema, lo sensible −puesto que es auditivo y no visual, y deja por tanto a la mente libre para vagar− es capaz de
enriquecer y dar servicio a lo inteligible, en lugar de desplazarlo. Mediante este realce de sus facultades, las
artes del lenguaje podrán aspirar a representar lo que parecería irrepresentable desde una perspectiva meramente
sensible o atenta al signo natural. Nuevamente, aquí la duplicidad de la poesía le conferirá un privilegio, el
utilizar un medio que es al mismo tiempo significado y sonido, que la convertirá en el arte modelo. A medida
que nos acercamos a nuestra época no solamente es la primacía que se les reconoce a las artes de la palabra y el
tiempo (en lugar de a las artes de las imágenes y el espacio), sino también la extensión del interés semiótico por
los textos lo que absorberá todas las artes, tanto las visuales como las verbales. Las someterá a todas a la
temporalidad y las dejará igualmente preparadas para la lectura. Este es el máximo movimiento imperialista
alcanzado por la literatura y la crítica literaria al imponer sus términos a todas las artes, y a todas las artes del
discurso también. Los esfuerzos de la crítica formalista de crear una unidad dinámica en los textos que pudiera
reconciliar lo temporal y lo arbitrario bajo las inevitabilidades de la forma espacial se reflejan en el movimiento
que lleva al alto modernismo en la literatura y al máximo organicismo en el alto New Criticism. Bajo la égida
de este movimiento, la paradoja de una ekphrasis interna florece desde un primer momento como la marca de
una forma espacial que puede co-existir con el carácter fluido de las palabras como medio estético 13. Como sea
que los fonemas, sílabas, palabras, pasajes, tropos, caracteres, acciones, o incluso temas, pueden ser vistos como
repeticiones de una serie, serán tratados por el formalista como si fueran yuxtaposiciones espaciales, sólo que su
carácter secuencial les permitirá ser una cosa y la otra al mismo tiempo. El poema como emblema, bajo el
principio ecfrástico, busca crearse a sí mismo como su propio objeto intrínseco. Y, sin embargo, no hay objeto.

13
La extensión explícita de los principios del frente principal del New Criticism a la doctrina de la forma espacial fue, por supuesto,
una contribución de los trabajos de Joseph Frank, «Spatial Form in Modern Literature» (1945), reeditado en Widening Gyre: Crisis
and Mastery in Modern Literature, Bloomington, Indiana University Press, 1963.
A pesar de toda su riqueza inteligible, no hay, en este conjunto de signos arbitrarios, nada. Se trata de una
duplicidad invulnerable que puede decir tanto sólo porque al final dice tan poco. Como la urna de Keats o la
«Jarra de Tenessee» de Wallace Stevens, estas representaciones verbales se dice que contienen formalmente lo
que de otra manera se desperdiciaría. Deben admitir la mentira contenida en su propia afirmación de contención
espacial que su ser (es decir, su representación verbal) representa para el formalista. En esto son otra versión de
la serpiente alada, cola en boca. Cada uno es un emblema verbal que se ha convertido en ekphrasis de sí mismo,
así como en su propia negación. Los movimientos literarios que hemos venido a considerar postmodernos,
como los muchos movimientos teóricos que se han sucedido después del New Criticism, en su ansiedad de
exagerar su antagonismo al formalismo han declarado claramente que tales pretensiones ecfrásticas son
desorientaciones engañosas, resultado del impulso sacralizante o fetichizante de un largo momento reaccionario.
Nadie ha defendido más enérgicamente que Paul de Man una retórica de la temporalidad que disuelva el
presunto emblema −ese gesto ecfrástico− y permita que, como momentos irrepetibles de vida, la cadena de
alegorías siga corriendo, al menos hasta que llegue a una parada arbitraria. Pero él es sólo uno entre muchos.
Todos ellos han preferido ignorar las complejas posibilidades planteadas por sus antagonistas, esto es, han
preferido ignorar la versión escurridiza contenida en la poética de la ekphrasis, que defiende un juego verbal
que reconoce la incompatibilidad del tiempo y el espacio, reuniéndolos al mismo tiempo en la ilusión de un
objeto marcado por su propia ausencia sensible. Así, las últimas décadas han contemplado cómo se proponía
una constelación distinta de las artes. El modelo semiótico ha reducido ahora a todas las artes, tanto a las
visuales como a las verbales, a una textualidad sometida al dominio del tiempo. Además, el desprecio hacia lo
que es falsamente referido como lo «natural» en el signo o en la ideología −junto con la insistencia en ver lo
«natural» como proyección engañosa de una agenda política marcada por un lenguaje dictado por la voluntad de
poder− acusan todos los intentos verbales de capturar el espacio de ser solamente el producto de una retórica
sospechosa promovida por la mala fe. Tal impaciencia frente a lo espacial difícilmente ha de conducir a una
poética de la ekphrasis. Por lo tanto, la exasperación de lo ecfrástico ha reemplazado el regocijo de aquellos
críticos anteriores que se habían sentido estimulados por la clausura [closure] formal y su ilusión de representar
y a la vez ser un objeto. Sin embargo, incluso a la vista de este antagonismo recientemente en boga, me
pregunto si el deseo semiótico del signo natural podrá apenas ser superado, a pesar del arcaísmo de la noción y
del carácter violentamente deconstructivo de nuestra época, aunque sólo sea lo irrepresentable en sí mismo −un
abismo, o un abismo más allá de un abismo− aquello que el impulso ecfrástico puede ahora confrontar. Un
abismo, o un abismo más allá del abismo, porque, desde aquellos tempranos y abnegados intentos del arte
verbal de hacer que su secuencia se detuviera el tiempo suficiente como para conseguir representar −y no lograr
representar−, ¿acaso ha tenido nunca, como aquella serpiente egipcia, algún otro objeto?

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