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\- K-omomo

Los estudios clásicos.


Explorando otro mundo

Todos los que hemos dedicado nuestras vidas, o por lo menos nuestras vidas pro-
fesionales, a los estudios clásicos hemos tenido que tolerar la fastidiosa pregunta: "¿Para
qué sirven los estudios clásicos?" La única respuesta inteligente y posible es: "Para sa-
ber". Hemos nacido dotados con una sana curiosidad, con la necesidad íntima de encon-
trar respuesta a todo, desde lo más trivial hasta lo más profundamente metafísico. Esa
curiosidad por saber ya se manifiesta en un niño normal, que quiere ver más allá de lo
visible e inmediato y por eso desarma el juguete, abre la puerta que le está prohibida,
pregunta lo que incomoda. Torpe será el adulto que obstaculice ese deseo de saber y que
siente al niño delante de un televisor para que no moleste y para que las neuronas se
tomen unas vacaciones. Afortunadamente muchos se libran de esa dictadura de la esto-
lidez y siguen averiguando y preguntando. Si nos interesa lo que hace el vecino, más nos
debe interesar lo que hacen los países vecinos y los no tan vecinos y los remotos. Si
leemos el diario con deleite, a pesar de la negrura de las noticias con que nos puede
enfrentar, por la misma razón nos preguntamos sobre el futuro y con mayor éxito de
respuesta podemos y debemos preguntarnos sobre el pasado. Y aquí entran los estudios
clásicos. Es normal y natural que estudiemos el pasado, el de nuestra familia, el de
nuestro país y, ampliando horizontes, sintamos curiosidad por otras civilizaciones pre-
sentes y pretéritas. En ningún momento quiero ponerme prescriptiva y decir lo que tene-
mos que hacer, sólo hablo de lo que es natural y diría normal para muchos. Las áreas de
conocimiento., los objetos de sana curiosidad son inconmensurables y se impone la nece-
sidad de hacer una selección a riesgo de caer en un diletantismo superficial y estéril. Los
que nos dedicamos a los estudios clásicos hemos hecho una elección y selección, ni mejor
ni peor que otras, y allí deberían acabar la historia y las preguntas impertinentes.
Es mi intención ahora justificar ante los que me han seguido, y tal vez ante mí
misma, mi elección y selección. Y no es tarea fácil discernir entre el que elige y lo elegido.
El conocimiento seduce e invita a seguir más allá. El que entra en una disciplina se ve
atrapado, tenga o no conciencia, por esa alegría de saber, de entender, de preguntar y
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buscar respuesta. De este modo comienza una aventura intelectual que puede durar
semanas o toda una vida. El placer de descubrir, de intuir, de confirmar una hipótesis es
conocido a todo estudioso genuino. Ojalá podamos ayudar a experimentar ese placer a
nuestros.estudiantes aunque sólo asistan a un semestre de clases.
Los clasicistas aspiramos a adentrarnos en mundos pretéritos de los que nos se-
paran no sólo los siglos sino también las lenguas y un extenso espectro de pautas cultu-
rales y valores morales y cívicos. El proyecto es ambicioso y de aproximación lenta y a
veces desalentadora. En primer término hay que adquirir dominio de las lenguas griega
y latina. Muchos quedan allí, lo que significaría quedarse a mitad de camino a menos
que, por interés filológico, las estructuras de la lengua se conviertan en el objeto de
estudio, legítimo, sin duda, y altamente .valioso para la compresión de los sistemas lin-
güísticos, incluso el que hemos heredado. Pero se puede ir más allá y, haciendo uso del
conocimiento de las lenguas clásicas, se puede aspirar a comprender los rasgos definitoríos
de una civilización. Se puede apreciar la belleza de las expresiones artísticas, literarias
o plásticas, se puede vislumbrar los valores en los que se centraban las conductas indivi-
duales y colectivas, se puede explicar las instituciones y el curso del acontecer histórico.
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En este acercamiento al pasado hay un caueat insoslayable. Somos hijos cultura-
les de nuestro siglo. Miramos todo desde nuestra óptica y buscamos, casi siempre incons-
cientemente, la semejanza que nos torna otros mundos comprensibles y nos proporciona
la comodidad de lo familiar. Más aún, y no sin cierta razón, se justifica el estudio del
pasado para encontrar allí nuestras raíces, para explicar y, a veces, avalar prácticas
ancestrales que se consideran incuestionables. Nuestro mundo se convierte así en el
follaje manifiesto de raíces visibles sólo al estudioso y sacralizadas por su vetustez.
Sin más autoridad que la que me otorgan años de lectura, propongo un acerca-
miento no ortodoxo al mundo antiguo y los rigores de la especialización1 me permiten
hablar sólo del mundo romano. Me cuesta ver en Roma y su imperio la explicación de un
gran número de nuestras prácticas cotidianas y nuestras instituciones y me permito
hacer una especie de inventario y consignar los aspectos en los que tenemos algunas
semejanzas y aquellos en los que nos separan diferencias irreconciliables:
• Comencemos por lo que nos une. Hemos heredado del mundo romano la lengua que
es el resultado de la fusión del latín con las lenguas autóctonas de la península
ibérica. Este es un vínculo vital y el estudio de la lengua latina enriquece nuestro
castellano y explica gran parte de su estructura.
• Roma nos ha legado los códigos jurídicos. El Digesto de Justimano, junto a otros
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tratados menores del mismo remado, es una obra monumental que contempla toda
situación legal posible. A veces contradictorio por abarcar toda la información sumi-
nistrada por los muchos juristas de la historia romana, nos enfrenta con innumera-
bles situaciones jurídicas reales o hipotéticas. Este monumento, simplificado y codi-
ficado por los juristas de Napoleón, es la autoridad que rige las relaciones jurídicas
entre los hombres en numerosos países. Afortunados son esos países y entre ellos el
nuestro. Que un ejemplo baste para expbcar esa bendición: las leyes de la herencia
romanas. Todos los hijos heredan por igual y, habiendo herederos forzosos, la capaci-
dad testamentaria de un padre o de una madre está limitada. Sólo quien haya vivido
en países que se rigen por common law británico o la ley visigótica como la que
impera en Cataluña puede apreciar la justicia y simplicidad de nuestras leyes de la
herencia. El mayorazgo es una iniquidad evidente y la ilimitada capacidad testa-
mentaria de los padres puede crear fracturas en el seno de la familia y, lejos de
incrementar la piedad filial, genera discordia y rivalidades entre los herederos an-
siosos de verse inscriptos en los términos que desean en los testamentos paternos.
En lo judicial somos herederos de Roma y por eso me gustaría ver en los planes de
estudio de los estudiantes de clásicas textos jurídicos porque se iluminaría uno de
los aspectos más prominentes de nuestra deuda con el pasado.
* ' Hay otra deuda con Roma y es la codificación de los géneros literarios. Horacio los
encasilló muy lindamente y Quintiliano y su Institutio Oratoria fue el canon indiscu-
tido por siglos y siglos. El postmodernismo, el estructurahsmo, el post-estructuralismo,
la literatura postcolonial han destrozado eficazmente el canon. Lo mismo pasó con la
plástica que sucumbió a los embates de los -ismos de principios del siglo XX, Se han
cuestionado las nítidas reglas clásicas, pero la misma necesidad de subvertirlas es
testimonio de su vigencia. Precisamente, para entender la subversión de las reglas,
hay que conocer el canon aceptado por siglos y que se mantiene subyacente.
Habiendo puesto en claro lo que considero nuestra deuda con Roma pretendo se-
ñalar los aspectos del mundo romano que difieren del nuestro.
• La esclavitud. En la búsqueda de diferencias lo más obvio es el esclavismo y la ciuda-
danía hereditaria. El imperio romano que llegó a tener hasta 10 millones de habi-
tantes estaba regido y controlado por una pequeña minoría: la de los ciudadanos
libres. Se ha calculado que el número de esclavos llegaría a un 70% de la población y
a estos marginales hay que agregarle los extranjeros. Ambos grupos no gozaban de
la protección de la ley. Los esclavos tenían acceso a la ciudadanía por manumisión
del amo, pero siempre fueron ciudadanos de segunda clase. Los extranjeros podían
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lograr los derechos ciudadanos por decisión política de las autoridades o recompensa
por méritos o favores. El número de ciudadanos podía aumentar pero los recién lle-
gados conservaban el estigma de su esclavitud o extranjería.

• La estratificación social. Los ciudadanos estaban organizados en ordines, el status


social heredado, que se podía mantener si el patrimonio satisfacía lo estipulado por
el censor. El descenso del rango por prodigalidad era común; en cambio, el ascenso
por méritos políticos era extremadamente raro. La movilidad social más marcada
era la del esclavo que, una vez manumiso, dejaba su condición servil y se convertía
en un liberto, o sea, un ciudadano con derechos limitados.

• El estado, la res publica, no era una organización entre individuos sino que el ius
ciuilis regulaba las relaciones entre los patresfamilias y nadie, bajo patria potestas,
podía recurrir a la protección de la ley sino a través de la intervención paterna. Los
delitos, aun los más severos, se castigaban y las disputas se dirimían dentro del seno
familiar y la decisión era inapelable. Los intentos de Augusto de regular conductas
individuales dentro de las familias, como el castigo del adulterio, fracasaron porque
eran contrarios a la concepción de la autoridad estatal de los romanos. No fue tarea
fácil para el cuerpo sacerdotal cristiano y la Iglesia, una vez constituidos en la Anti-
güedad tardía, regular conductas personales y juzgar conciencias individuales.

• La ley y la injusticia legal. La legislación en Homa empezó tan tempranamente como


en el 550-549 a. de C. con las Doce Tablas y, con o sin codificación escrita, las leyes y
prácticas jurídicas se multiplicaron hasta llegar al Digesto de Justiniano. La inviola-
bilidad de los derechos del ciudadano incluía el derecho a la vida, luego, la pena de
muerte se aplicaba sólo a los traidores a la patria. Pero ese rico y valiosísimo sistema
legal, que nos legó la definición de justicia y nos hace a todos iguales ante la ley,
estaba viciado por la implacable estratificación social y mientras la .ley era igual
para todos, la forma de aplicarla difería según el estrato social del reo o la víctima.
Por ejemplo, un ciudadano romano no podía ser condenado a muerte, pero si se tra-
taba de un reo de bajo status, podía ser condenado a trabajos forzados en las minas
de España o Rumania, una tarea tan insalubre que se consideraba que la esperanza
de vida de quien descendía a las minas era de un año. Luego, una sentencia a trabajo
en las minas significaba una condena a muerte postergada. La injusticia era posible
dentro del marco de la ley.

• El concepto de familia. La familia romana era agnaticia, es decir que el parentesco


se establecía sólo por línea paterna. Eran parientes los hermanos, los abuelos y tíos
paternos y también los primos hasta el sexto grado de parentesco. La madre no tenía
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relación de parentesco con sus propios hijos. Tenía sí una familia, que era la de su
padre- Se reconocía, sin duda, la consaguinidad entre madre e hijos, pero esto no
entraba en el complejo sistema jurídico. Los hijos pertenecían al padre y lo hereda-
ban y, si bien el padre tenia poder de testar, pietas, un sentimiento fundamental en
el mundo romano, le impedía desheredar a un hijo o a una hija o favorecer a uno en
detrimento de otro. Curiosamente, un sentimiento tan arraigado y respetado no im-
pedía al padre dar en vida a sus hijos adultos en adopción y a adoptar a extraños.
Esta sociedad marcadamente patriarcal no parece haberse preocupado por la conti-
nuidad biológica, o sea, la perpetuidad de los genes. Esto podría explicar una anoma-
lía dentro del sistema de ciudadanía o condición de persona libre. El padre daba el
status a sus hijos. Los hijos recibían de su padre el rango social y el privilegio, nada
común, de la ciudadanía. Con todo, en uniones mixtas encontramos que un padre
libre y una madre esclava tienen un hijo esclavo. En caso inverso, es decir, padre
esclavo y madre libre, los hijos eran libres. No se ha encontrado explicación a este
hecho. Yo llego a la conclusión de que esto sólo puede probar la indiferencia hacia la
continuidad de los genes paternos.
* El matrimonio. El vínculo matrimonial estaba reservado a los ciudadanos. El resto
mayoritario de la población, esclavos y extranjeros se unían en contubernio, sin regi-
mentación legal. Normalmente, el matrimonio era el resultado de la decisión de dos
patresfatnilias que consideraban las ventajas económicas, sociales y políticas de la
unión de sus hijos. El padre de la novia aportaba al matrimonio una dote conmensu-
rable con su patrimonio y qiie serviría para el mantenimiento de la pareja que se
formaba. Esta dote se establecía por contrato y era pagadera en tres cuotas anuales.
Es de notar un espléndido non sequitur del jurista Trifomno que dice que la dote es
del marido y que, sin embargo, pertenece a la mujer. En efecto, salvo en matrimonios
raramente constituidos, la dote era restituible en caso de divorcio o muerte de la
mujer. Condición esencial era la división de bienes dentro del matrimonio y cada
cónyuge tenía un perfecto inventario de lo que le pertenecía. Si la dote se establecía
por contrato, no existía contrato matrimonial, lo que es sorprendente en una socie-
dad tan insistentemente legalista y que nos ha dejado detallada codificación de las
distintas sociedades en las que se organizaba a los ciudadanos. Esta ausencia de
contrato hacía el divorcio muy fácil. Bastaba pronunciar una frase que pedía que se
devolviera lo que se hubiera aportado al matrimonio. En caso de que uno de los
cónyuges rechazara el pedido del divorcio del otro, una simple nota por escrito basta-
ría.
* La actitud ante la sexualidad. Las prácticas sexuales y .sus limitaciones estaban
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reguladas por el status social de los ciudadanos involucrados. Se esperaba de la


mujer libre pudicitia, control sobre su sexualidad, que, naturalmente, incluía fideli-
dad matrimonial. Esta práctica se limitaba a la matrona romana o a la uirgo, que
era potencialmente una matrona. Se puede decir que toda ciudadana romana se
convertía en matrona porque no tenemos noticia de una sola mujer libre que no se
haya casado. Esto se debía a la minoría demográfica en que estaban las mujeres,
fenómeno común en toda sociedad que no lia pasado por la revolución industrial, y
que hacía de una mujer un preciado bien para su padre o parientes quienes, por
medio del matrimonio, concertaban convenientes alianzas.
Exceptuada esta pequeña proporción de la sociedad romana, la de las matronas,
ningún tabú ni restricción impedía la actividad sexual. Los esclavos, varones, muje-
res o niños eran fácil e indefensa presa de la libido de los hombres y en caso de
homosexualidad había desaprobación social sólo en caso de que quien jugara el rol
pasivo fuera de estatus superior al otro. El estado estaba ajeno a toda conducta
sexual, excepto en cierta regulación de la prostitución, pero sólo con fines impositivos.
Las prostitutas debían registrarse y pagar impuestos acordes con sus actividades.
* El concepto de mayoría de edad. Un ciudadano o ciudadana accedía al control de sus
bienes, a la posibilidad de operar en el comercio o a casarse libremente sólo a la
muerte delpaterfamilias. Era posible acceder al uso de las facultades de un ciudada-
no por la expresa emancipación del padre, como si el hijo fuera un esclavo manumitido.
Paradójicamente, desde nuestro punto de vista, un hijo bajo el control paterno, no
podía tener dinero propio, necesitaba autorización para casarse, pero podía aspirar a
las magistraturas republicanas o imperiales. Se podía dar el caso hipotético de que
un hombre maduro, con hijos y con nietos, cónsul en Roma o procónsul en las provin-
cias, estuviera sujeto a la autoridad paterna y contara sólo con el dinero que su
padre graciosamente le daba, como lo hacía con los esclavos. Este fortuito acceso a
los derechos civiles, también se aplicaba a las mujeres.
* El trabajo. El trabajo que no fuera el puramente intelectual era degradante y queda-
ba en manos de esclavos o de una empobrecida plebe urbana o rural. Todo trabajo
manual era indigno de un hombre libre y las actividades posibles para el ingenuas,
ya fueran en el foro o en la escena política, eran impagas. Por lo menos así lo estable-
cía una ley del 204 a. de C., si bien sabemos que había formas de pagar las activida-
des forenses y hasta se sabe de ciertas sumas ya establecidas, pero todo pago se
hacía con gran discreción para evitar la indignidad de una remuneración. La carrera
militar era otra posible actividad aceptada y el soldado confiaba en la victoria y el
botín como premio a sus afanes y, además, en la gloria que el pueblo le reconocía.
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• El dinero. Los autores latinos nos lo dicen bien claro: el único dinero honorable es el
heredado. Ya vimos que trabajar por dinero era deshonroso y la actividad comercial
era despreciada porque nos dice Cicerón que el comerciante miente, ya que compra"
una mercadería a un precio y la vende a otro. Esto nos informa sobre una visión de la
economía que no valoraba el esfuerzo ni las inversiones. Es cierto que el comercio en
gran escala era tolerado, siempre que estuviese en manos serviles. Como inversión,
la única que gozaba de aprobación era la de los bienes raíces, principalmente tierra
de labranza. El cultivo estaba a cargo de esclavos o de la plebe romana rural de muy
pocos recursos. El mercado financiero era activo, pero los ciudadanos nacidos libres
dejaban estas tareas a sus libertos o a miembros de menor status en la escala social.
El dinero era altamente valioso, no ya como instrumento de adquisición de bienes
sino como índice del status social. De allí la obligación moral de cada padre de dejar
a sus hijos una fortuna no inferior a la que él mismo había recibido. En alguna
medida, el ciudadano romano era depositario de la fortuna que heredaba y debía
transmitirla intacta a sus herederos. El que derrochaba sus bienes podía ser judi-
cialmente inhabilitado para la administración de los mismos y en Roma el pródigo,
prodigus, recibía el mismo tratamiento que el demente, furiosus.
• Religión. Los romanos tenían una posición latitudinaria frente a los cultos. A las
divinidades autóctonas, se agregó el panteón griego y, más tarde, cuanto culto hubie-
ra dado señal de ser útil y confiable. En Roma no encontramos el concepto de la
divinidad como un ser superior y perfecto, sino una plétora de divinidades a las que
había que apaciguar con templos y ofrendas. La religión era contractual, do ut des, te
doy para que me des. El así llamado henoteísmo romano no tenía ningún rasgo de
exclusividad en la devoción. Los creyentes buscaban la ayuda de gran variedad de
dioses al mismo tiempo y el único criterio de selección era la eficacia de la divinidad
en conceder lo pedido. El cristianismo pudo haberse insertado, y lo hizo por varios
siglos, en este sistema, pero siendo una religión de misterio, es decir, que exige ini-
ciación para la participación del culto, esto es, el bautismo, se veía obligado a cele-
brar sus ceremonias en secreto y despertaba sospechas entre los ciudadanos y los
políticos.
• La concepción de la muerte. El altísimo nivel de mortalidad infantil-y la muy limita-
da esperanza de vida (20 años al nacer, 40 si se llegaba a los 20 años de vida) hacían
de la muerte una realidad cotidiana y una amenaza permanente. En funerales, las
manifestaciones de dolor eran abundantes y los entierros ruidosoay pomposos y todo
romano esperaba ritos fúnebres no sólo dignos sino también solemnes con la presen-
cia de muchos deudos y amigos. Sabemos que se manumitía a esclavos por testamen-
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to para que estos, en su calidad de hombres libres, aumentaran el número de asis-


tentes y desplegaran señales de dolor. Asegurado este entierro, la actitud de los ro-
manos parece más preocupada con la calidad de la muerte que con la muerte misma.
Sin duda, las filosofías estoica y epicúrea llevaban un menosprecio de la muerte,
pero esto, que podía ser exclusivo de las clases ilustradas, se percibe también en la
plebe. La prueba son los juegos de gladiadores. Para muchos contemporáneos nues-
tros los juegos de gladiadores son una manifestación morbosa; para los romanos, en
cambio, eran un espectáculo en el que el gladiador vencido moría con la dignidad que
ellos ambicionaban para su propia muerte. Lo que los espectadores apreciaban, no
era el espectáculo cruento y asesino, sino la victoria merecida y la dignidad del ven-
cido que debía morir de acuerdo con un ritual establecido ofreciendo la garganta o el
pecho al golpe de gracia. Dentro de este mismo rubro entra el suicido aceptado y
aprobado por los romanos y que nunca tuvo la menor condena hasta que San Agustín
citó a Platón selectivamente. El suicidio era considerado el resultado de una decisión
ponderada y de un juicio inteligente acerca de la vida. Si esta vida había perdido su
calidad, sea por enfermedad, por desprestigio u otras circunstancias adversas, el
romano veía en el suicido la forma de rescatar esa vida que había perdido su valor.
No encontramos nunca una condena del suicidio y sí críticas muy severas hacia aque-
llos que, habiendo sido derrotados en las armas, caído en la pobreza o siendo culpa-
bles de una torpeza mayor, no tenían el valor o la decencia de quitarse la vida.

* El humor. Mucho del humor de nuestras comedias se debe a las obras que-nos ha
legado Roma. Pero en el foro o en las asambleas públicas, los abogados o los magis-
trados usaban un humor inaceptable desde nuestro punto de vista. Era legítimo reír
de los defectos físicos del adversario, de sus nombres, si estos se prestaban a algún
retruécano oportuno, de sus familias, de rumores, no confirmados pero conocidos por
todos. Todo valía en las lides oratorias y también en panfletos injuriosos. No era esta
una práctica al azar sino que está estudiada y recomendada por los grandes intelec-
tos de la República, por ejemplo, Cicerón.

* Xenofobia y racismo. Sólo lo que sucedía en Roma escapaba a la crítica y hasta al


ridículo. En lo lingüístico el único acento correcto era el romano, lo mismo en el ves-
tido y la apariencia en general. Todo lo demás era bárbaro e inurbanas. Naturalmen-
te, la virulencia del rechazo era proporcional al éxito de los advenedizos, por eso,
griegos y orientales eran el blanco más buscado. Es cierto que la cultura y la lengua
griegas penetraron en los grupos ilustrados, pero justificaban esta aceptación por-
que se trataba de los griegos antiguos. Los griegos con temporáneos eran desprecia-
bles. Se puede resumir que todo foráneo, aunque fuera un itálico nacido a pocos kilo-
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metros de la capital, debía asimilarse a riesgo de ser rechazado por la sociedad.


Naturalmente, figuras que lograron destacarse en las armas o en las letras podían
permitirse vanagloriarse de sus orígenes itálicos o provincianos, pero no era esa la
suerte del ciudadano común de baja estirpe,
* La culpa. Es este tal vez el rasgo divisorio más prominente entre nosotros y la Anti-
güedad Clásica. Existía, sin duda, el concepto de delito como una transgresión de las
leyes, pero no tenemos noticias de un sentimiento de culpa individual. Se ha tratado
de ver un esbozo de remordimiento en el Juvenal tardío o en Séneca, pero lo conside-
ro una proyección de nuestro sentir. El sentimiento de culpa, de origen hebreo, en el
mundo romano tenía un correlato que era la vergüenza, el oprobio, la infamia o mala
fama. Esta mala fama era jurídicamente procesable y se manifestaba en una nota,
observación de desaprobación en las tabletas del censor, y en la inhabilitación para
ser testigo en un juicio. La infamia es un castigo que la sociedad impone a quien no
respeta sus cánones y no un sentimiento íntimo como es la culpa. La culpa se expía
por vía religiosa, en forma individual; a la infamia la redime una muerte digna en
presencia de testigos.
Creo haber enumerado una serie de puntos que hacen del mundo romano "el otro"
con el que podemos conectarnos intelectualmente, pero con el que una identificación no
puede ser más que parcial y selectiva. No veo que, hechas las excepciones ya registradas,
podamos buscar nuestras raíces en la historia y mores latinos. Se trata de un mundo
diferente y, por ello, más fascinante. Podemos, dados los contrastes que saltan a la vista,
reflexionar sobre mentalidades distintas y comprender mejor los parámetros de nuestra
propia cultura. Vale la pena estudiar a los antiguos, no para explicar nuestros orígenes,
porque están allí sólo en parte, siao para tener el privilegio de adentrarnos sin prejuicios
y con mucho respeto en un mundo nuevo y distinto que nos abre múltiples caminos en la
aventura intelectual que emprendemos con nuestras exploraciones.

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