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La filiación divina

El domingo pasado contemplamos a Jesús que acude a Juan para ser bautizado en el
Jordán. Allí la Santísima Trinidad se revela. Pero también nos revela una verdad. Y como
toda verdad revelada, es para nuestra salvación. Por esto, es de suma importancia meditar
esta verdad.
Por el bautismo somos hijos de Dios, adoptivos, sí, pero hijos legales, con todos los
derechos de un hijo de sangre. San Pablo lo explica de forma clarísima en la carta a los
Galatas: “Dios envió a su Hijo, nacido de mujer (...), a fin de que recibiésemos la adopción
de hijos. Y, puesto que sois hijos, Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo,
que clama Abbá, ¡Padre! De manera que ya no eres siervo sino hijo; y como eres hijo,
también heredero por gracia de Dios” (Gal 4, 5-7)
Este versículo tiene mucha materia para meditar. A mi me gustaría detenerme en la
última frase: “somos herederos”.
El Cielo es nuestro, obviamente si no rechazamos esta filiación divina con nuestros
pecados, el cielo es nuestro. Qué más podemos desear, por qué otra cosa nos podemos
preocupar. Hoy en día hay muchas cosas que nos pueden hacer dudar de la protección
paternal de Dios, o al menos poner a prueba. ¿Pero quién es más fuerte? Nuevamente San
Pablo nos responde, en Romanos cap. 8
“Estoy seguro de que ni la muerte ni la vida ni los ángeles ni los principados ni lo
presente ni lo futuro ni las potestades ni la altura ni la profundidad ni otra criatura alguna
podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro”
Es cierto que ha veces hay que dejar que los hijos sufran, para que aprendan muchas
cosas. El sufrimiento es una escuela de virtudes, si se sabe guiar, acompañar. Y Dios con
nosotros hace lo mismo, para que crezcamos en muchas virtudes. Y Él es perfectísimo y
jamás nos va a hacer sufrir si no estamos preparados, y nunca, pero nunca nos va a dejar
solos.
Si somos buenos hijos de Dios, el Cielo es nuestro, y los sufrimientos de esta tierra no
son nada comparados con la gloria que Dios nos tiene preparada.
Pidamos a la Virgen María la gracia de ser buenos hijos de Dios, obedientes, humildes y
que aumente en nosotros la confianza en Dios como nuestro Padre Todopoderoso.

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