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Pero a los seis meses, lo asaltaron las dudas acerca de cómo Dios pudo
haberlo aceptado a él. Por primera vez desde aquel día en el hospital en
que le había rendido su vida a Cristo, Félix entró en un bar y pidió una
bebida. Al pensar en su vida —en el cáncer, en su esposa y en su
pequeña hija, así como en el futuro inseguro que tanto lo atemorizaba
—, le preguntó a Dios: «¿Cómo puedes amarme siendo yo una persona
tan mala?» Tan pronto hizo esa pregunta, el grupo musical del lugar
comenzó a tocar una canción que lo conmovió hasta lo más profundo de
su ser. Sintió que Dios mismo le estaba contestando directamente
mediante las siguientes palabras de la canción compuesta por Billy Joel,
interpretada también por José José:
No trates ya de impresionarme:
me puedes hacer enojar.
Así te acepto, así me gustas:
como eres tú te voy a amar.
«... La salud del abuelo me preocupaba, pues desde que llegué [del
colegio en] Santa Ana dos meses antes, comprendí que el anciano
estaba enfermo de gravedad.
»Ya el viejo estaba tendido en el centro del salón, sobre una mesa
cubierta de trapos negros. Vestido con su traje de paño fino, rasurado,
calzado y con leontina de oro sobre el pecho, en su rostro de hombre
bueno había ahora una cabal expresión de tranquilidad. Parecía que de
pronto se hubiera sentido libre de sus dolores; que cerraba los párpados
por puro antojo, para abrirlos dentro de pocos minutos frente a
nosotros, a fin de contemplar las cosas suyas con su acostumbrada
mirada de afecto. Me senté en un taburete que estaba colocado en un
rincón y quedamente empecé a llorar... El anciano había sido mi amigo
desde siempre; él me enseñó a montar a caballo y a nadar en las pozas;
alegremente me llevó por los suaves caminos o por la verde altura de
las lomas; de su mano recibí la tierra de nuestros mayores y por gracia
de su sangre supe quererla con todo el corazón.
»Por primera vez en mi vida pasé la noche cerca de un cadáver. Eran las
últimas horas al lado del abuelito, y yo deseaba consagrarle cada minuto
de ellas.
»“Algún día descubrirás que, pese a mis errores, siempre quise lo mejor
para ti y que intenté preparar el camino que tú debías [recorrer]. No
debes sentirte triste, enfadado o impotente por verme de esta manera;
debes estar a mi lado. Intenta comprenderme, y ayúdame como yo lo
hice cuando tú [empezabas] a vivir. Ahora te toca a ti acompañarme en
mi duro caminar. Ayúdame, con amor y paciencia, a acabar mi camino.
Yo te pagaré con una sonrisa y con el inmenso amor que siempre te he
tenido”.»
Según los ornitólogos, es decir, los biólogos que estudian las aves, no
son frecuentes los casos en que esta especie de aves logra hablar de
una manera tan inteligible. De modo que la capacidad que llegó a tener
Piko-chan de comunicar en detalles tales datos lo destaca como un
emplumado parlanchín por excelencia.
En contraste con las aves, los casos en que los seres humanos logramos
hablar con elocuencia sí son frecuentes, pero lamentablemente también
lo son los casos en que no somos más que parlanchines. A eso se refería
Jesucristo cuando les dijo a sus discípulos que, al orar, no hablaran sólo
por hablar. En lugar de imaginarse que se les escucharía por sus
muchas palabras, debían reconocer que el Padre celestial sabe lo que
necesitamos antes de que se lo pidamos. Y luego les enseñó
exactamente cómo orar, en las palabras del conocido Padrenuestro.
Siempre podemos hacer las dos cosas que hizo Alan Bannerman, el
paracaidista de Sydney: pedir sinceramente la ayuda divina, y luego
seguir las instrucciones del Maestro.
Hay, para las luchas de la vida, un Dios que está atento a nuestro
clamor. Según el salmista, ese «Dios es nuestro amparo y nuestra
fortaleza, nuestra ayuda segura en momentos de angustia» (Salmo
46:1). Y es su Hijo Jesucristo, el Maestro divino, quien nos da los pasos
a seguir. «Vengan a mí todos ustedes que están cansados y agobiados
—nos invita Cristo—, y yo les daré descanso. Carguen con mi yugo y
aprendan de mí —nos instruye—, pues yo soy apacible y humilde de
corazón, y encontrarán descanso para su alma. Porque mi yugo es
suave —concluye— y mi carga es liviana» (Mateo 11:28-30).
Permitamos que Jesucristo sea nuestro Maestro y nuestro socorro.
—Yo lo haría con gusto, abuela, sólo que Juanito me dijo que él quería
hacerlo de hoy en adelante.
Así que Juanito tuvo que lavar los platos. Esa tarde el abuelo invitó a los
niños a pescar. Interrumpiéndolo, la abuela dijo que lo lamentaba
mucho, pero necesitaba que Margarita se quedara con ella para que le
ayudara a preparar la cena. Con una sonrisa de oreja a oreja, la nieta
repuso:
—No te preocupes por eso, abuela, que Juanito me dijo que él quería
ayudarte también con la cena.
La sepultura no es lo importante
Los grandes de este mundo le dan tanta importancia al lugar donde van
a vivir como al lugar donde serán enterrados. Piensan que las personas
de ilustre cuna como ellos deben ser sepultadas en lugares de grandeza
y renombre.
Esta vida es una marcha que a veces se vuelve larga y forzosa; nosotros
somos los soldados bajo las órdenes de un general. Pero a diferencia de
los soldados de Tsao Tsao, nosotros no tenemos que seguir
forzosamente a ningún general, sino que podemos escoger a qué
general vamos a seguir. Sin embargo, hay sólo dos generales a los que
podemos seguir; el uno digno de confianza y el otro no. El uno es Dios;
el otro es el diablo.
Ahora bien, Dios nos creó con libre albedrío para decidir a cuál de los
dos seguir: a su Hijo Jesucristo, o a su archienemigo Satanás. Cristo
dice la verdad porque Él es la verdad misma. En cambio, el diablo
miente porque no puede hacer otra cosa que mentir. Cristo mismo lo
califica de «padre de la mentira», que «cuando miente, expresa su
propia naturaleza, porque es un mentiroso».1
En vez de seguir al general que nos promete un oasis en este mundo, y
a la hora de la verdad nos conduce a ese desierto que es el infierno,
¿por qué no seguir al que nos advierte que este mundo es un desierto
en el que sufriremos aflicciones,2 y a la hora de la verdad nos conduce a
ese oasis que es el cielo? De hacerlo así, no tendremos que pasar la
vergüenza y el horror de ser engañados dos veces por el enemigo de
nuestra alma.
Roberto, entonces, tomó una decisión heroica. Puso su Volvo entre ese
auto y la cerca, y hundió fuertemente los frenos. Saltaron chispas, y
ambos vehículos quedaron trabados, pero después de trescientos
metros de frenada, los dos autos pararon. La mujer había sufrido un
desmayo diabético y había perdido el control del carro. Pero el arrojo del
valiente Albanés, y los frenos del auto, evitaron la tragedia.
Se necesitan coraje y resolución para hacer lo que hizo ese joven. Vio
que un vehículo grande iba a chocar a gran velocidad, e interpuso su
auto. Los paragolpes se trabaron, pero frenó su auto poco a poco, y así
logró que se frenara el otro también. A la mujer la atendieron de
inmediato, de modo que ni ella ni el niño sacaron del accidente más que
el susto.
Es interesante esto de frenar uno para que frene otro. Esa acción ha
salvado a muchos en la vida moral. Un hombre en Caracas, Venezuela,
que acostumbraba a pasar todos los viernes un buen rato en la cantina
con su amigo, decidió un día ponerle freno al asunto. De ahí en
adelante, cada viernes bebieron una copa menos de las acostumbradas.
Así, en sólo ocho semanas, los dos se libraron del vicio.
Una muchacha, que con su prima no había encontrado más oficio que el
de la prostitución en Los Ángeles, California, decidió frenar esa actividad
e ingresar en una escuela. Ambas encontraron otro oficio y se casaron.
El freno que puso una, ayudó a la otra también a frenar.
«Para [Carlos IV], como para los demás reyes de España, la viruela era
el enemigo más antiguo... el más cruel.... Se calculaba que, en el
mundo entero, mataba o desfiguraba a una quinta parte de la
humanidad. De todas las plagas que habían azotado al hombre, era la
más difundida y la más duradera. Ni la peste, ni el cólera, ni la fiebre
amarilla llegaron a representar nunca un flagelo tan universal y
persistente como la viruela....» Así describe el escritor español Javier
Moro, en su novela histórica titulada A flor de piel, la gran epidemia de
viruela que se cernía sobre América a comienzos del siglo diecinueve.1 Y
luego relata cómo el rey Carlos IV se valió del médico español Francisco
Xavier Balmis para llevar la vacuna al nuevo continente: