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La confesión del Cóndor

La selección chilena jugaba el partido decisivo para ir al mundial de


Italia. No valía el empate. Tenían que ganarle al Brasil, en el Maracaná.

El ambiente estaba tenso. Más de 130.000 espectadores habían colmado


las graderías del inmenso estadio. Cuando se entonó el Himno Nacional
de Chile, las rechiflas y los gritos de los aficionados impidieron que se
oyera.

«Otra vez Brasil al ataque. 17 minutos de juego. Dunga tiene la pelota.


Dunga avanza con velocidad. Dunga no levanta la cabeza. Dunga centra
la pelota y Careca conecta de cabeza. La pelota con violencia va hacia la
portería chilena. Las tribunas se levantan, preparando el grito de gol,
que Rojas, con un vuelo espectacular, ahoga. Tiro de esquina.

»Dunga al ataque. Cabecea dentro del área chica. Muchos cantan


“¡gol!”, pero Rojas está inspirado. Otra magnífica intervención. “El
Cóndor” vuelve a volar y saca la pelota al tiro de esquina.»

No importaba. Brasil sólo tenía que mantener el empate. Era lo único


que necesitaban para ir a Italia.

En las gradas de ese monstruoso estadio se encontraba una empleada


de “Light”, la compañía de electricidad de Río de Janeiro. Alguien le
había entregado una bolsa de plástico con dos luces de bengala.
Durante el primer tiempo, que terminó empatado sin goles, ella se había
olvidado de la bolsa. Pero al inicio del segundo tiempo, después del gol
de Careca del Brasil, sacó la bengala, leyó las instrucciones, apuntó
hacia el cielo y tiró la cuerda.

Silbando, la luz de bengala cayó sobre la cancha, a escasos metros de


«El Cóndor». Rojas se llevó las manos a la cara y el juego se
interrumpió. Era el minuto 68 con 44 segundos de juego.

«El Cóndor» estaba herido, en la grama frente al arco. El humo de la


pólvora cubría en una nube de confusión el incidente. En cuestión de
instantes llegó una camilla que se llevó hacia los vestuarios al arquero
con el rostro completamente ensangrentado.

Los dirigentes de la Federación Internacional de Fútbol descubrieron —


porque las cámaras no mienten— que Rojas había aprovechado el
momento para cortarse la frente con un bisturí que se había metido en
el guante, y le aplicaron la pena capital del fútbol profesional; es decir,
lo sancionaron de por vida. Pero pasaron diez meses antes de que «El
Cóndor» confesara su culpa. El fútbol para él lo había sido todo.

¿Qué podemos aprender nosotros de «El Cóndor»? En su autobiografía


titulada El Cóndor herido, que escribió con Sonia Vengoechea e Ítalo
Frígoli, nos da a entender que, sea cual sea nuestra justificación, tarde o
temprano más vale que confesemos nuestra culpa, si es que queremos
librarnos de ese peso que llevamos adentro. «Mi problema era con mi
conciencia y mi paz interior», reconoció Rojas. Él ya se lo había
confesado todo a Dios y a su familia, en privado. Pero Dios le mostró el
camino de la confesión pública, y eso —según «El Cóndor»— «era lo
único que valía».

«Pase lo que pase, estoy contigo»

Salty y Roselle se encontraban en la primera de las Torres Gemelas de


Nueva York el 11 de septiembre de 2001. Aquel fatídico día Salty estaba
en la planta 71; Roselle, en la planta 78. Pero no era por casualidad. Los
dos tenían que estar allí todos los días laborales en sus puestos de
trabajo.

Esa mañana Salty estaba sentado junto a su compañero Omar cuando


de repente escucharon un impresionante sonido estruendoso y sintieron
que el edificio comenzaba a bambolearse. Percibiendo el peligro
inminente y el olor a humo, Salty tomó la iniciativa de guiar a Omar
hasta las escaleras atascadas de personas que huían en tropel. Durante
más de una hora Salty ayudó a Omar a esquivar los escombros en el
descenso hasta el vestíbulo, y de allí a las puertas por las que salieron
corriendo. Habían logrado alejarse unas dos o tres cuadras cuando
oyeron cómo se desplomaba la torre. ¡Habían salido de la torre justo a
tiempo!

Roselle, por su parte, les sirvió de guía a su compañero Michael y a


otras treinta personas. Por más de una hora todos ellos, venciendo los
mismos obstáculos —el caos, el pánico, el humo y los cascotes que
estaban cayendo—, descendieron en total 1.463 escaleras antes de salir
sanos y salvos a la calle. Momentos después vieron muy de cerca el
derrumbe de la Torre 2, y sintieron en el cuerpo las piedras y los
escombros que los salpicaban.
Lo más asombroso de estos dos héroes del 11 de septiembre es lo que
tenían en común: Ambos eran perros guías de sus respectivos dueños
ciegos, Omar Eduardo Rivera, un ingeniero colombiano, y Michael
Hingson, un gerente de ventas estadounidense. A los dos héroes caninos
se les reconoció justamente su labor meritoria con varias distinciones de
los Estados Unidos, como también una muy especial del Reino Unido, la
medalla Dickin, que se les otorga a animales que demuestran su
devoción al hombre y valor en algún conflicto militar. Pero lo irónico del
caso es que ese día dos personas invidentes, por medio de sus
magníficos perros labradores, fueron instrumentales en la salvación de
por lo menos treinta personas que sí disfrutaban de la facultad de la
vista.

En una entrevista catorce años después, Omar Rivera recuerda que,


durante su descenso por aquellas escaleras, dejó que Salty bajara solo
por algunos minutos, sin él. «Pero Salty decidió: “No, no puedo ir sin él
—afirma Rivera—. Así que Salty regresó. Con eso me estaba diciendo:
“Estoy contigo. Pase lo que pase, estoy contigo. Tú y yo juntos... ¡Ni se
te ocurra pedirme que te deje! Yo me quedo contigo.”»

Gracias a Dios, para poder contar con semejante prueba de devoción y


promesa de compañía, no es necesario que tengamos perros guías como
Salty y Roselle. Con tan sólo pedírselo, todos podemos contar con un
Salvador, su Hijo Jesucristo, como nuestro Guía divino que nos promete
que estará con nosotros «hasta el fin del mundo».

«Tal como eres»


En 1974, cuando los médicos le dijeron que tenía cáncer, Félix Alejandro
Quintana, natural de Matanzas, Cuba, sólo tenía veintiséis años. Tan
pronto como escuchó ese diagnóstico, determinó que necesitaba pedirle
a Jesucristo que fuera su Señor y Salvador, para asegurar su entrada en
el cielo cuando muriera. Así que, en el cuarto mismo del hospital, le
abrió a Cristo la puerta de su corazón y lo invitó a que entrara. Comenzó
a leer la Biblia todos los días, y en sus tiempos de oración le daba
gracias a Dios por la relación personal que tenía con Él.

Pero a los seis meses, lo asaltaron las dudas acerca de cómo Dios pudo
haberlo aceptado a él. Por primera vez desde aquel día en el hospital en
que le había rendido su vida a Cristo, Félix entró en un bar y pidió una
bebida. Al pensar en su vida —en el cáncer, en su esposa y en su
pequeña hija, así como en el futuro inseguro que tanto lo atemorizaba
—, le preguntó a Dios: «¿Cómo puedes amarme siendo yo una persona
tan mala?» Tan pronto hizo esa pregunta, el grupo musical del lugar
comenzó a tocar una canción que lo conmovió hasta lo más profundo de
su ser. Sintió que Dios mismo le estaba contestando directamente
mediante las siguientes palabras de la canción compuesta por Billy Joel,
interpretada también por José José:

Nunca cambies por complacerme,


por quererme retener.
Nunca imagines que te suceda
que yo te deje de querer.

Nunca pienses que te abandone;


no temas a mi ingratitud.
Tanto en las buenas como en las malas,
te quiero tal como eres tú.

No trates ya de impresionarme:
me puedes hacer enojar.
Así te acepto, así me gustas:
como eres tú te voy a amar.

Quiero saber si siempre vas a ser


el mismo que yo conocí.
Espero que tú creas siempre en mí
tal como yo he creído en ti.

Dije: «Te amo», y es para siempre;


pues nunca te voy a dejar.
Así te quiero, así me gustas:
como eres tú te voy a amar.

Lo cierto es que Dios no abandonó a Félix Quintana ni dejó de amarlo,


sino que le concedió treinta años más de vida. Y Dios no solamente
acompañó a Félix «tanto en las buenas como en las malas», como dice
la canción, sino también tanto en su salida de este mundo como en su
entrada al cielo, porque prometió amarlo y estar con él para siempre.
Gracias a Dios, todo el que se acerca a Él puede llegar a comprender,
así como Félix Quintana, que no tiene que cambiar para que Dios lo
ame, sino que Dios mismo lo cambiará por completo debido a lo mucho
que lo ama.
«El tiempo de mi partida»

«... La salud del abuelo me preocupaba, pues desde que llegué [del
colegio en] Santa Ana dos meses antes, comprendí que el anciano
estaba enfermo de gravedad.

»Don Felipe era terco, y ni médicos ni parientes lograban meterlo en la


cama; pero el pobre —que había sido siempre tan buen gastrónomo—
sólo podía comer bocados sin condimento y beber agua pura y filtrada.
Había adelgazado tanto que me hacía pensar en un desinflado bolsón de
cuero....

»Aún gozaba el sueño de la mañana cuando llantos y lamentaciones me


arrancaron mi descanso. Me vestí tan pronto como pude y, sabiendo por
intuición lo que había ocurrido, busqué la puerta de la sala, donde
parientes y criados se estaban aglomerando.

»Ya el viejo estaba tendido en el centro del salón, sobre una mesa
cubierta de trapos negros. Vestido con su traje de paño fino, rasurado,
calzado y con leontina de oro sobre el pecho, en su rostro de hombre
bueno había ahora una cabal expresión de tranquilidad. Parecía que de
pronto se hubiera sentido libre de sus dolores; que cerraba los párpados
por puro antojo, para abrirlos dentro de pocos minutos frente a
nosotros, a fin de contemplar las cosas suyas con su acostumbrada
mirada de afecto. Me senté en un taburete que estaba colocado en un
rincón y quedamente empecé a llorar... El anciano había sido mi amigo
desde siempre; él me enseñó a montar a caballo y a nadar en las pozas;
alegremente me llevó por los suaves caminos o por la verde altura de
las lomas; de su mano recibí la tierra de nuestros mayores y por gracia
de su sangre supe quererla con todo el corazón.

»Por primera vez en mi vida pasé la noche cerca de un cadáver. Eran las
últimas horas al lado del abuelito, y yo deseaba consagrarle cada minuto
de ellas.

»¡No... no lo había perdido por completo!... Lo que juntos vivimos en


cordial compañerismo estaba dentro de mi pecho como riqueza del
alma, y presentía que alguna vez —más tarde— yo iba a recoger esa
riqueza oculta, para entregarla a los demás en un regalo singular.»

Así relata sus últimas memorias de su abuelo la poetisa salvadoreña


Claudia Lars en su obra Tierra de infancia. A la postre, éstas habrían de
ser algunas de las primeras memorias que influirían en su soneto
titulado «Algo sobre la muerte», que ella escribió dos años antes de su
propia muerte. El segundo cuarteto dice así:

No tengo miedo, no. Mi vida entera


fue lúcida experiencia en aventura
de un tiempo de dulzura o amargura
que debe terminar cuando yo muera.

Así como la vida de Claudia y la de su abuelo, también la nuestra


inexorablemente ha de terminar en la muerte, luego de experimentar
tiempos de dulzura y tiempos de amargura. Quiera Dios que los tiempos
de dulzura sean largos y que los tiempos de amargura sean cortos, y
que debido a que nos hayamos preparado cabalmente para ese
momento, no tengamos miedo cuando llegue, sino que podamos decir al
igual que el apóstol Pablo: «El tiempo de mi partida ha llegado. He
peleado la buena batalla, he terminado la carrera, me he mantenido en
la fe. Por lo demás me espera la corona de justicia que el Señor, el juez
justo, me otorgará en aquel día...»

«Ayúdame a acabar mi camino»

«Ustedes y yo llegaremos a viejos; yo milito ya en la tercera edad —


escribió el editorialista David Samaniego Torres en el Diario El Universo
de Guayaquil, Ecuador, en agosto de 2005—. El trato que damos a
nuestros mayores, ¿es el que queremos que nos den a nosotros?
[Examinémonos a la luz de] esta carta escrita por los dedos de un
anciano:

»“ El día que me veas mayor, y ya no sea yo, ten paciencia e intenta


entenderme. Cuando comiendo me ensucie, cuando no pueda vestirme,
ten paciencia: recuerda las horas que pasé enseñándote. Si, cuando
hablo contigo, repito las mismas cosas mil y una veces, no me
interrumpas y escúchame: cuando eras pequeño, a la hora de dormir, te
tuve que explicar mil y una veces el mismo cuento hasta que te entraba
el sueño.

»“No me avergüences cuando no quiera ducharme, ni me riñas.


Recuerdo cuando tenía que perseguirte, y las mil excusas que inventaba
para que quisieras bañarte.
»“Cuando veas mi ignorancia sobre las nuevas tecnologías, te pido que
me des el tiempo necesario y no me mires con tu sonrisa burlona. Te
enseñé a hacer tantas cosas: comer bien, vestirte y cómo afrontar la
vida....

»“Cuando en algún momento pierda la memoria o el hilo de nuestra


conversación, dame el tiempo necesario para recordar. Y si no puedo
hacerlo, no te pongas nervioso: seguramente lo más importante no era
mi conversación, y lo único que quería era estar contigo y que me
escucharas.

»“Si alguna vez no quiero comer, no me obligues. Conozco bien cuándo


lo necesito y cuándo no.

»“Cuando mis piernas cansadas no me dejen caminar, dame tu mano


amiga de la misma manera en que yo lo hice cuando tú diste tus
primeros pasos....

»“Algún día descubrirás que, pese a mis errores, siempre quise lo mejor
para ti y que intenté preparar el camino que tú debías [recorrer]. No
debes sentirte triste, enfadado o impotente por verme de esta manera;
debes estar a mi lado. Intenta comprenderme, y ayúdame como yo lo
hice cuando tú [empezabas] a vivir. Ahora te toca a ti acompañarme en
mi duro caminar. Ayúdame, con amor y paciencia, a acabar mi camino.
Yo te pagaré con una sonrisa y con el inmenso amor que siempre te he
tenido”.»

¡Qué conmovedora esta súplica de un anciano a sus hijos y a sus nietos


que también forma parte de la obra del escritor Samaniego titulada Más
acá de mis circunstancias, que se publicó en 2009! Con razón que, antes
de citarla, el autor alude a la regla de oro. Es que el tratar a los demás
tal y como queremos que nos traten a nosotros, como enseña Jesucristo
en el Sermón del Monte, incluye, por supuesto, a nuestros mayores.
Pero Jesús luego señala que el tratar con amor y compasión a quienes
ya nos aman no tiene nada de extraordinario. De ahí que tratar bien a
nuestros padres y abuelos que nos aman entrañablemente debiera ser
lo más fácil y natural del mundo. Y sin embargo todos sabemos lo fácil
que es olvidarnos de hacerlo. Más vale entonces que nos examinemos
preguntándonos, como nos exhorta el profesor Samaniego: ¿El trato que
les estamos dando a nuestros mayores es el mismo que queremos que
nos den a nosotros?
Un parlanchín asombroso

Durante la madrugada del domingo 29 de abril de 2012, logró escaparse


por la ventana de su domicilio al oeste de Tokio. Había estado muerto
de las ganas de explorar el contorno, así que se dio el lujo de dar un
largo «paseo». A pesar de que había vivido dos años en ese sector cerca
de la capital japonesa, se perdió y se mantuvo vagando hasta el día
siguiente, en busca de un hombro amigo donde recostar la cabeza o
aunque fuera llorar. Gracias a Dios, lo encontró en la persona de un
huésped que estaba alojado en un hotel cercano.

El hombre lo llevó a la comisaría local y se lo entregó a unos agentes de


la policía, no sin antes asegurarles que decía algo sobre el lugar donde
vivía. No obstante, allí «bajo custodia» guardó silencio absoluto dos
días, hasta la noche del martes, antes de rendir su primera declaración.
¡Cuál no sería la sorpresa de los policías cuando al fin «desembuchó»,
dando a conocer de un modo inteligible no sólo su nombre, Piko-chan,
sino también los detalles de su dirección: ciudad Sagamihara, distrito
Midori-ku, calle tal, número de casa tal y piso tal! ¡Es que se trataba
nada más ni nada menos que de un perico!

Así que el miércoles 2 de mayo los agentes se pusieron en contacto con


los inquilinos de la casa que identificó el loro, y en cuestión de horas les
devolvieron la pequeña mascota. Su dueña, Fumie Takahashi, una
mujer de sesenta y cuatro años de edad, explicó que hacía años había
tenido la experiencia de perder a un perico, «el antecesor» de Piko-
chan, y que ése no había sabido cómo regresar a casa. Por eso cuando
adquirió a Piko-chan, lo adiestró a que repitiera los datos de mayor
importancia para él y no las tonterías insignificantes que suelen
enseñarse a los loros.

Según los ornitólogos, es decir, los biólogos que estudian las aves, no
son frecuentes los casos en que esta especie de aves logra hablar de
una manera tan inteligible. De modo que la capacidad que llegó a tener
Piko-chan de comunicar en detalles tales datos lo destaca como un
emplumado parlanchín por excelencia.

En contraste con las aves, los casos en que los seres humanos logramos
hablar con elocuencia sí son frecuentes, pero lamentablemente también
lo son los casos en que no somos más que parlanchines. A eso se refería
Jesucristo cuando les dijo a sus discípulos que, al orar, no hablaran sólo
por hablar. En lugar de imaginarse que se les escucharía por sus
muchas palabras, debían reconocer que el Padre celestial sabe lo que
necesitamos antes de que se lo pidamos. Y luego les enseñó
exactamente cómo orar, en las palabras del conocido Padrenuestro.

Si oramos así, tal como enseñó Jesús, nuestras oraciones no consistirán


en una larga lista de peticiones triviales, sino en pedirle lo más
importante a nuestro Padre celestial: que se haga su voluntad, que nos
provea el alimento necesario para cada día, que nos perdone tal como
nosotros perdonamos a los demás, y que nos libre del mal. Y veremos
que Él se complacerá en concedernos esas peticiones, ya que se las
habremos hecho conforme a su voluntad.

Las instrucciones del maestro


Era el primer salto en paracaídas. Los ocho jóvenes australianos, todos
ellos aprendices de paracaidismo, estaban entusiasmados. El avión que
los llevaba volaba a mil quinientos metros de altura, y uno por uno los
jóvenes fueron saltando. Todos habían estudiado con esmero. Pero a
Alan Bannerman, de la ciudad de Sydney, no le fue bien. Su paracaídas
se desplegó antes de tiempo y se enredó en la cola del avión. El joven
quedó colgado de la cola en pleno vuelo.

El instructor de Alan comenzó a darle instrucciones: cómo quitarse el


paracaídas enredado, cómo abrir el de repuesto, cómo aterrizar. Y
siguiendo las instrucciones del profesor, y recordando las lecciones
aprendidas en ocho horas de aprendizaje, el joven pudo salir de su
amarradura y aterrizar sano y salvo.

¡Qué importante es saber cómo seguir las instrucciones del maestro! Es


la única salvedad en cualquier problema que se presente, ya sea en el
aprendizaje del paracaidismo o en el caminar de esta vida.

Son ciertamente muy pocos los que practican el paracaidismo, y sin


embargo la vida entera es un gran salto. A diario confrontamos
situaciones imprevistas. Cada nada tenemos que tomar decisiones de
mayor o menor envergadura, y nos perdemos en el gran mare mágnum
de perplejidades y desasosiegos que son parte de esta vida.

¿Qué podemos hacer cuando nuestro paracaídas no funciona, cuando


nos estamos cayendo indefensos en forma vertiginosa? ¿Hay alguna
solución para el alma confundida?, ¿para la vida en caos? Si no es
nuestra paz del alma la que va en quiebra, es nuestra conducta, o
nuestros negocios, o nuestro hogar o nuestra vida. Siempre hay algo
que no anda bien, y a veces estas son situaciones muy severas. Nos
estamos cayendo, y no hay salvación. ¿Qué podemos hacer?

Siempre podemos hacer las dos cosas que hizo Alan Bannerman, el
paracaidista de Sydney: pedir sinceramente la ayuda divina, y luego
seguir las instrucciones del Maestro.

Hay, para las luchas de la vida, un Dios que está atento a nuestro
clamor. Según el salmista, ese «Dios es nuestro amparo y nuestra
fortaleza, nuestra ayuda segura en momentos de angustia» (Salmo
46:1). Y es su Hijo Jesucristo, el Maestro divino, quien nos da los pasos
a seguir. «Vengan a mí todos ustedes que están cansados y agobiados
—nos invita Cristo—, y yo les daré descanso. Carguen con mi yugo y
aprendan de mí —nos instruye—, pues yo soy apacible y humilde de
corazón, y encontrarán descanso para su alma. Porque mi yugo es
suave —concluye— y mi carga es liviana» (Mateo 11:28-30).
Permitamos que Jesucristo sea nuestro Maestro y nuestro socorro.

Esclavos sin razón

Juanito y su hermana Margarita fueron a pasar sus vacaciones en la


granja de sus abuelos. Para que Juanito tuviera con qué entretenerse, el
abuelo le regaló una honda y le dijo que fuera a jugar con ella en el
bosque cercano. Alejándose a cierta distancia de un árbol que tenía un
grueso tronco, Juanito ensayó su puntería, pero no logró pegarle al
tronco. Por fin, desanimado y muerto de hambre, decidió volver a la
casa. Tan pronto como divisó la casa, vio a lo lejos el pato de la abuela.
Como por impulso, sacó de su bolsillo la honda y una piedra que le
había sobrado, y le apuntó al pato. ¿Quién lo hubiera creído? ¡Esta vez,
la primera en toda la mañana, dio en el blanco y mató al pato de una
pedrada en la cabeza! Juanito, ahora muerto de susto, cavó de prisa un
hoyo y enterró al pato. Mirando de reojo a la casa, se dio cuenta de que
su hermana lo había presenciado todo. Pero ella no dijo nada.

Cuando terminaron de comer, la abuela le pidió a Margarita que la


ayudara a lavar los platos. Pero la niña contestó:

—Yo lo haría con gusto, abuela, sólo que Juanito me dijo que él quería
hacerlo de hoy en adelante.

Y le dijo al oído a Juanito:


—¿Recuerdas lo del pato?

Así que Juanito tuvo que lavar los platos. Esa tarde el abuelo invitó a los
niños a pescar. Interrumpiéndolo, la abuela dijo que lo lamentaba
mucho, pero necesitaba que Margarita se quedara con ella para que le
ayudara a preparar la cena. Con una sonrisa de oreja a oreja, la nieta
repuso:

—No te preocupes por eso, abuela, que Juanito me dijo que él quería
ayudarte también con la cena.

Y volvió a susurrarle a su hermano:

—¿Recuerdas lo del pato?

Así que Margarita salió a pescar y Juanito se quedó para ayudar a


preparar la cena.

Después de varios días de verse obligado a hacer no sólo los quehaceres


domésticos que le tocaban a él sino también los de su hermana, Juanito
no aguantó más, así que se acercó a la abuela y le confesó que había
matado el pato. La abuela lo abrazó, lo besó en la frente y le dijo:

—Yo ya lo sabía, Juanito. Estaba mirando por la ventana y vi todo lo que


hiciste. Sin embargo, porque te quiero, te perdoné. Sólo me preguntaba
cuánto tiempo seguirías sirviendo a tu hermana como esclavo, antes de
confesármelo.

Así como la abuela en el caso de Juanito, Dios ha visto todo lo que


hemos hecho, desde el pecado más inocente hasta el más vergonzoso. Y
ya nos ha perdonado, porque nos ama. Ahora sólo se pregunta cuánto
tiempo seguiremos sirviendo al pecado como esclavos, antes de
confesarlo y aceptar su perdón. Acerquémonos a Dios hoy mismo,
dándole la oportunidad de abrazarnos y reconfortarnos.

La sepultura no es lo importante

Primero lo enterraron en la iglesia de Garrison, en Potsdam, Alemania,


junto a su padre Federico Guillermo. De ahí, en la época de la Segunda
Guerra Mundial, lo sacaron y lo llevaron al refugio secreto del Mariscal
Herman Goering. De ese lugar lo trasladaron a una mina de sal en
Turingia, Alemania Oriental, a casi cinco mil metros bajo la superficie de
la tierra.

De ahí lo llevaron a una iglesia en el pueblo de Marburgo, en Alemania


Occidental. Y por fin en agosto de 1991, después de doscientos cinco
años de haber muerto, el cuerpo de Federico I, el Grande, rey de Prusia,
fue sepultado donde él quería: en los jardines de su palacio de verano,
en la ciudad de Potsdam.

Toda esa odisea nos lleva a preguntarnos: ¿Tiene, realmente, alguna


importancia el lugar donde a uno lo entierran?

Los grandes de este mundo le dan tanta importancia al lugar donde van
a vivir como al lugar donde serán enterrados. Piensan que las personas
de ilustre cuna como ellos deben ser sepultadas en lugares de grandeza
y renombre.

Así pasó con Federico I, el Grande, rey de Prusia, filósofo, artista,


mecenas de literatos, y formidable guerrero. Él quería que lo enterraran
sin ninguna pompa ni ceremonia en los jardines de su palacio que
bautizó «Sans Souci», que en francés significa «sin preocupación». Pero
los azares de la política y de la historia lo llevaron de lugar en lugar,
hasta que al fin, doscientos cinco años después de su muerte, sus restos
llegaron a descansar donde él siempre quiso.

Y surge de nuevo la pregunta: ¿Tiene, después de todo, real importancia


el lugar donde a uno lo entierran? Estudiemos esto por un momento.

Somos cuerpo y alma, lo material y lo espiritual, lo pasajero y lo eterno.


El cuerpo que nos sostiene vino de la tierra y a la tierra regresa. El
alma, esa parte inmaterial nuestra que es lo que realmente somos, es
eterna. Es triste que le demos más importancia a la parte nuestra que
retorna al polvo que a la que nunca muere.

Ciertamente para los familiares y amigos íntimos el lugar donde reposa


el cuerpo tiene importancia; pero sin falta de respeto, o más aún, de
reverencia, al deseo de estos allegados, para la persona que muere lo
que más importa es dónde irá después de la muerte. Es el destino del
alma lo que vale, no el destino del cuerpo.

Dios no nos ofrece sepulturas en mausoleos de mármol sino una morada


eterna en la gloria celestial. Démosle hoy mismo nuestro corazón a su
Hijo Jesucristo. Él nos dará una vida íntegra y buena aquí, y una vida de
gloria eterna en el más allá.
¿A cuál general vamos a seguir?

El General Tsao Tsao iba delante de su cansado regimiento de soldados.


La marcha era larga y sólo él iba a caballo. Los soldados estaban
desalentados y tenían mucha sed debido al intenso calor que los
agobiaba. De repente el general, divisando el panorama desde lo alto de
su montura, les dijo: «Puedo ver un frondoso jardín con una fuente de
agua y frutas en abundancia.» Con esto los hombres recobraron el
ánimo y aligeraron el paso; pero transcurrió una hora sin que llegaran al
anunciado jardín. La verdad era que no había ningún jardín. Se habían
dejado engañar, y terminaron más desconsolados y sedientos que
nunca. Su general los había engañado.

Esta anécdota la cuenta la señora Chang Kai-Chek en su libro titulado


Hablando con Dios. La pregunta que muchos se harán acerca de la
conducta del general es: A la hora de la verdad, ¿qué importó que
engañara a sus soldados con tal de lograr los objetivos que perseguía?
¿Acaso el fin no justifica los medios?

La respuesta la encierra la pregunta misma, que da por sentado que


habrá una «hora de la verdad». Con sólo decir: «A la hora de la
verdad», reconocemos el hecho de que tarde o temprano se sabe si algo
es verdad o mentira. Y todos estamos conscientes de que sólo el
ingenuo se deja engañar la segunda vez por la misma persona. Por eso
se dice: «Si me engañas una vez: ¡qué vergüenza la tuya! Si me
engañas dos veces: ¡qué vergüenza la mía!»

Esta vida es una marcha que a veces se vuelve larga y forzosa; nosotros
somos los soldados bajo las órdenes de un general. Pero a diferencia de
los soldados de Tsao Tsao, nosotros no tenemos que seguir
forzosamente a ningún general, sino que podemos escoger a qué
general vamos a seguir. Sin embargo, hay sólo dos generales a los que
podemos seguir; el uno digno de confianza y el otro no. El uno es Dios;
el otro es el diablo.

Ahora bien, Dios nos creó con libre albedrío para decidir a cuál de los
dos seguir: a su Hijo Jesucristo, o a su archienemigo Satanás. Cristo
dice la verdad porque Él es la verdad misma. En cambio, el diablo
miente porque no puede hacer otra cosa que mentir. Cristo mismo lo
califica de «padre de la mentira», que «cuando miente, expresa su
propia naturaleza, porque es un mentiroso».1
En vez de seguir al general que nos promete un oasis en este mundo, y
a la hora de la verdad nos conduce a ese desierto que es el infierno,
¿por qué no seguir al que nos advierte que este mundo es un desierto
en el que sufriremos aflicciones,2 y a la hora de la verdad nos conduce a
ese oasis que es el cielo? De hacerlo así, no tendremos que pasar la
vergüenza y el horror de ser engañados dos veces por el enemigo de
nuestra alma.

Frenar uno para que frene otro

Roberto Albanés estaba observando su velocímetro. Cuando ascendió a


ciento veinte kilómetros por hora, decidió aminorar la velocidad de su
Volvo, último modelo.

En eso vio en el espejo retrovisor un vehículo que se acercaba a mucha


más velocidad que la suya. Una mujer se había desmayado sobre el
volante, y el niño que la acompañaba lloraba a gritos. El vehículo ya se
iba contra la cerca de cemento de la autopista.

Roberto, entonces, tomó una decisión heroica. Puso su Volvo entre ese
auto y la cerca, y hundió fuertemente los frenos. Saltaron chispas, y
ambos vehículos quedaron trabados, pero después de trescientos
metros de frenada, los dos autos pararon. La mujer había sufrido un
desmayo diabético y había perdido el control del carro. Pero el arrojo del
valiente Albanés, y los frenos del auto, evitaron la tragedia.

Se necesitan coraje y resolución para hacer lo que hizo ese joven. Vio
que un vehículo grande iba a chocar a gran velocidad, e interpuso su
auto. Los paragolpes se trabaron, pero frenó su auto poco a poco, y así
logró que se frenara el otro también. A la mujer la atendieron de
inmediato, de modo que ni ella ni el niño sacaron del accidente más que
el susto.

Es interesante esto de frenar uno para que frene otro. Esa acción ha
salvado a muchos en la vida moral. Un hombre en Caracas, Venezuela,
que acostumbraba a pasar todos los viernes un buen rato en la cantina
con su amigo, decidió un día ponerle freno al asunto. De ahí en
adelante, cada viernes bebieron una copa menos de las acostumbradas.
Así, en sólo ocho semanas, los dos se libraron del vicio.
Una muchacha, que con su prima no había encontrado más oficio que el
de la prostitución en Los Ángeles, California, decidió frenar esa actividad
e ingresar en una escuela. Ambas encontraron otro oficio y se casaron.
El freno que puso una, ayudó a la otra también a frenar.

Los ejemplos abundan, porque lo mismo ha ocurrido una infinidad de


veces. La fuerza y el ejemplo de una persona ha sido todo lo que se ha
requerido para cambiar por completo el rumbo equivocado de otra.

Querámoslo o no, nuestra vida es un ejemplo. Todos, aunque no lo


advirtamos, somos guías de alguien. Hay personas que tienen sus ojos
puestos en nosotros, de modo que nuestra vida dirigirá a otro, ya sea
por buen o por mal camino. Nuestros pasos se convertirán en la senda
que otros seguirán.

¿A dónde los estamos llevando: a la vida o a la muerte? Aprendamos de


Jesucristo cuál es el buen camino, y transitemos por él. El Señor nunca
nos engañará.

El origen de la Real Expedición de la Vacuna

«Para [Carlos IV], como para los demás reyes de España, la viruela era
el enemigo más antiguo... el más cruel.... Se calculaba que, en el
mundo entero, mataba o desfiguraba a una quinta parte de la
humanidad. De todas las plagas que habían azotado al hombre, era la
más difundida y la más duradera. Ni la peste, ni el cólera, ni la fiebre
amarilla llegaron a representar nunca un flagelo tan universal y
persistente como la viruela....» Así describe el escritor español Javier
Moro, en su novela histórica titulada A flor de piel, la gran epidemia de
viruela que se cernía sobre América a comienzos del siglo diecinueve.1 Y
luego relata cómo el rey Carlos IV se valió del médico español Francisco
Xavier Balmis para llevar la vacuna al nuevo continente:

«Balmis terminó la traducción y el prólogo de un tratado sobre la vacuna


que había escrito el prestigioso médico francés Jacques Louis Moreau de
la Sarthe. Balmis [había aprendido] la técnica y [había ayudado] a
introducirla en España, convirtiéndose pronto en el vacunador más
famoso de Madrid. Era... reconocido como un maestro en los distintos
modos de inoculación, en el manejo del instrumental, en la obtención de
suero vacunífero y en el método que había de seguirse para asegurar
que la vacuna prendiese....»
De ahí que Carlos IV aceptara la propuesta de Balmis de trasladar el
fluido de brazo a brazo a través de una cadena humana de niños. Pero
como «“padres en su sano juicio jamás dejarían [marchar] a sus hijos
[—explicó Balmis—], tenemos que procurarnos niños abandonados en
las inclusas, por ejemplo, en la Casa de Desamparados de Madrid o en
la inclusa del puerto de donde salgamos”... Balmis había calculado el
número de niños que necesitaría, unos doce cada seis semanas, por lo
que preveía salir con una veintena desde La Coruña, porque pensó que
allí sería más fácil encontrar un barco rápido, una corbeta, al ser un
puerto que mantenía un nutrido tráfico con América. Además, había un
hospicio de niños huérfanos en Santiago.

»Carlos IV entendió en seguida que la idea era... muy ingeniosa....


“Contribuirán al progreso de la ciencia, lo que dará dignidad y un
sentido a sus vidas”, concluyó el monarca.... [Así que en el mes de]
junio de 1803 publicó una orden dirigida a todas las autoridades... en
los territorios españoles de América y Asia en la que nombraba a
Francisco Xavier Balmis y Berenguer director de la Real Expedición
Filantrópica de la Vacuna....

»[Cuando Balmis visitó] el Colegio de Desamparados de Madrid, [le


explicó al cura director que] venía a escoger a seis niños libres de
viruelas para vacunarlos, de manera que pudieran transportar el suero
hasta [el puerto de] La Coruña.... [Y luego de elegir a seis chicos,
Balmis les dijo:] “Os he elegido para que salvéis al mundo...”»

Esta síntesis novelada del origen de la también llamada «Expedición


Balmis» nos hace recordar las palabras de Jesucristo a los que Él había
escogido para que llevaran a todo el mundo la buena noticia de la
salvación del pecado. «No me escogieron ustedes a mí, sino que yo los
escogí a ustedes y los comisioné para que vayan y den fruto, un fruto
que perdure», les dijo Jesús.4 Ahora sólo falta que cada uno de nosotros
lleve a otros ese suero salvador luego de haber sido vacunados nosotros
mismos.

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