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EL CONTRABANDISTA

DE DIOS
HERMANO
• ANDRES
Con Juan y Elisabet Sherrill

Versión castellana: María Amalia Porro

Segunda edición 1971

Editorial Vida
MIAMI, FLORIDA 33138
EL CONTRABANDISTA DE DIOS

Este libro fue publicado primeramente en los Estados Unidos


por SPIRE BOOKS, con el nombre de GOD'S SMUGGLER

Edición en inglés © 1967 por Brother Andrew and John and


Elizabeth Sherrill

Edición en español @ EDITORIAL VIDA 1971


Miami, Florida 33138

Reservados todos los derechos.

Primera edición en español, mayo de 1971, 25.000 ejemplares.

Segunda edición·, septiembre de 1971, 20,000 ejemplares.


· INDICE

Prefacio 4
CAPITULO 1 - Cigarros y mendrugos 7
CAPITULO 2 - El sombrero amarillo de paja 22
CAPITULO 3 - Una piedrecita en un coco 36
CAPITULO 4- Una noche de tormenta 41
CAPITULO 5 - Un paso de sumisión 50
CAPITULO 6 - Por la senda real 69
CAPITULO 7 - Detrás de la cortina de
hierro ... 90
CAPITULO 8 - La copa de sufrimiento. 102
CAPITULO 9 - Se ponen los cimientos 112
CAPITULO 10 - Linternas en la noche 123
CAPITULO 11 - La tercera oración 135
CAPITULO 12 - La iglesia impostora .. 154
CAPITULO 13 - Al borde del círculo interior 167
CAPITULO 14 - Abraham el mata gigantes. 177
CAPITULO 15 - El invernadero experimental 191
CAPITULO 16 - Se extiende la obra 203
CAPITULO 17 - Rusia a primera vista ..... 220
CAPITULO 18 - Para Rusia con amor 226
CAPITULO 19 - A cuenta de una promesa ... 237
CAPITULO 20 - El dragón se despierta 246
CAPITULO 21 - Doce apóstoles de esperanza 261
PREJ.'ACIO

Nadie pone en tela de juicio el hecho de que tanto


Rusia como los otros países comunistas en la actua-
lidad son lugares distintos de lo que fueran años atrás.
Estos países están más abiertos, más dispuestos a acep-
tar ideas foráneas y más accesibles a los viajeros. ¿ A
qué se deberá este cambio? Mientras que asuntos tan
importantes como la política y la economía son objetos
de estudio por parte de los expertos, un factor pequeño
pero de mucho significado ha sido pasado por alto;
la obra creadora de un pequeño núcleo de hombres y
mujeres sencillos; de un sólo hombre en sus comien-
zos, que ha hecho su parte para cambiar la historia.
Al conocer a Andrés, de inmediato supimos que se-
ría maraviloso poder contar su historia. Sin embargo,
nos confrontaba un obstáculo, ya que gran parte de
lo que era corriente en ella no podría escribirse sin
poner en peligro la vida de muchos. Aun aquello que
podía considerarse como algo del pasado, tenía que
sufrir algunas alteraciones. En muchos casos sería im-
posible utilizar los nombres verdaderos. Ciertos luga-
res y fechas tendrían que ocultarse bajo un manto
de disfraz y por supuesto que la técnica utilizada en
el cruce de las fronteras y el contrabando mismo no
podrían darse a conocer.
Pero aun tomadas todas estas precauciones era una
historia tan extraordinaria, tan humana, tan llena de
significado para el futuro de todos nosotros, que com-
prendimos que, aunque más no fuera esto, era impe-
rioso escribirla ahora. Andrés nació y creció en un
típico pueblecito holandés, y era hijo de un herrero
de escasos recursos. Igual que muchos en aquellos pri-
meros años de la década de 1950, reconoció que el he-
cho de que la tercera parte del mundo se hallara bajo
el comunismo, constituía un gran desafío para nues-
tra generación. Como nosotros, sabía que el bloque
PREFACIO

Comunista estaba cerrado para Occidente, y mucho


más para alguien como él, que carecía de todo respal-
do. Como la mayoría, sabía que no es posible entrar en
Rusia, Hungría, Albania, China y predicar una ma-
nera distinta de vivir.
Y es aquí, precisamente, donde su historia es to-
talmente distinta de la de cualquier otro ser mortal ...

Juan y Elisabet Sherrill


GUIDEPOSTS
Carmel, Nueva York
r

PENETRO
EN TODAS LAS PLAZAS
FUERTES COMUNISTAS
IMPELIDO POR
EL PODER DEL AMOR

Andrés era un travieso muchachito que se deleitaba


en gastar bromas a sus piadosos vecinos y también
"hacer novillos" a su iglesia en Witte, su pueblo natal,
en Holanda. Más tarde llegaron los nazis. Conoció el
terror y le faltó comida, pero aun así aguijoneó a los
invasores, manteniéndolos en un estado de continua
zozobra con sus petardos.
A los diecisiete años fue a Indonesia como comando,
movido por un estallido de fervor patriótico y sed de
aventuras, las que terminaron en cansancio, borra-
cheras y una bravata suicida durante una batalla.
Herido, hastiado de todo, se encontró a sí mismo
durante un culto en una carpa, y como él escribe "un
himno se apoderó de mi corazón". La suya fue una
conversión decisiva. Falto de conocimientos pero impa-
ciente por realizar la obra de Dios, encontró su lugar
cuando asistía a un Seminario laico que envía a sus
graduandos a los campos misioneros que ellos mismos
escogen.
Andrés supo cuál era su lugar cuando asistió a un
Congreso Juvenil Comunista celebrado en Polonia, al
tener conocimiento que en la Europa Comunista las
Biblias estaban prohibidas. Se hizo CONTRABAN-
DISTA DE DIOS al llevar el Libro a los fieles y pre-
dicar a los miles espiritualmente aislados. Tal es su
historia. Simplemente lo llamamos por su nombre de
pila, Andrés, puesto que su contribución para la causa
del cristianismo es extraordinaria y el secreto que la
rodea debe proseguir.
CAPITULO 1
Cigarros y mendrugos

Desde el momento en que por vez primera calcé


mis zuecos de madera, mis klompen, soñé con ser el
principal protagonista de las más arriesgadas aven-
turas: un espía detrás de las líneas y un explorador
solitario en territorio enemigo. También me arrastré
debajo de cercas de alambre de púas mientras que las
balas chamuscaban el aire a mi alrededor.
Por supuesto que no teníamos ningún enemigo real
en Witte, mi ciudad natal; por lo menos durante mi
infancia y por eso nosotros mismos hacíamos las veces
de enemigos. En aquellas refriegas nos valíamos de
nuestros klompen. Cualquier muchachito que recibía
sobre sí el impacto de un zueco era porque no se
había dado maña para sacarse el suyo rápidamente.
Recuerdo el día en que rompí un zueco sobre la cabeza
de Kees, mi amigo "enemigo". Lo que nos horrorizaba
no era el enorme chichón sino el zapato arruinado.
Kees y yo nos olvidamos de nuestra guerra nada más
que el tiempo necesario para tratar de arreglarlo.
Pero, como el componer zuecos no es un arte que se
aprende de la noche a la mañana, esa noche, el incan-
sable herrero, mi papá, tuvo que hacer de zapatero
remendón. Esa mañana se había levantado a las cinco
para arrancar los yuyos y regar la huerta que le ayu-
daba a mantener a sus seis hijos. Después había re-
corrido en su bicicleta casi siete kilómetros para llegar
a la herrería donde trabajaba, en Alkmaar. Y' ahora
tendría que pasar el resto del día tratando de hacer
una ranura en la parte de arriba del zueco; pasar un
alambre a través de esa ranura, clavarlo a ambos lados
y hacer otro tanto en el talón, porque de lo contrario
no tendría zapatos para ir a la escuela.
-ANDRES, i TIENES QUE SER MAS CUIDA-
DOSO! - había dicho con su fuerte vozarrón. Era
8 EL CONTRABANDISTA DE DIOS

sordo y en lugar de hablar, gritaba. Entendí perfec-


tamente. No quería decir que fuera más cuidadoso de
mi persona sino de los bienes tan trabajosamente lo-
grados.
En muchas de mis pueriles fantasías había una
familia en particular a la que consideraba como ene-
migos. Era la familia Whetstra.
Por qué los había elegido a ellos, no lo sé, a menos
que se debiera al hecho de que fueron los primeros en
el pueblo que se refirieron a la guerra con Alemania,
un tema que no resultaba muy popular en Witte.
Además, eran evangélicos y de los muy piadosos. Su
"que Dios te bendiga", y "si el Señor así lo permite",
resultaban por demás humillantes para un agente se-·
creto de mi talla. Por lo tanto, desde mi punto de
vista, eran los enemigos.
Recuerdo que una vez, al pasar frente a la ventana
de su cocina vi a la señora Whetstra justo cuando
ponía una fuente con galletas en el horno de su
cocina económica. Apoyado contra el frente de la
casa había un vidrio para la hoja de una ventana,
y eso me dio una idea. ¡ Qué buena ocasión para ver
si la siempre sonriente familia Whetstra se enfurecía
tanto corno cualquier otro holandés común y corriente!
Me adueñé del vidrio y a hurtadillas lo moví a través
de las "líneas" hasta que llegué a la parte de atrás
del "cuartel general del enemigo". Los Whetstra,
igual que muchos otros en el pueblo, tenían una esca-
lera que llevaba hasta su techumbre de paja. Me qui-
té los klompen. y subí. Sigilosamente puse el vidrio
sobre la chimenea y me arrastré escaleras abajo; crucé
la calle para montar guardia sin ser visto, y me escon-
dí detrás del carrito de un pescadero ambulante.
Había tapado la salida de la chimenea y el humo
llenó la cocina y empezó a arremolinarse junto a la
ventana abierta. La señora Whetstra corrió a la co-
cina, gritando. Rápidamente abrió la puerta del horno
y aventó el humo con su delantal. El señor Whetstra
salió afuera y miró fijamente la chimenea. Si había
esperado un torrente de la rica prosa holandesa, quedé
decepcionado aunque la expresión de su rostro mien-
tras subía por la escalera era como la de cualquier
CIGARROS Y MENDRUGOS 9

mortal. Y yo me adjudiqué una gran victoria contra


una mayoría abrumadora.
Ben, mi hermano, era otro de mis enemigos favo-
ritos. Tenía esa característica propia de los hermanos
mayores : era un cambalachero consumado. El rincón
del dormitorio que compartíamos en el desván ubica-
do sobre la habitación principal de la casa, estaba lleno
de cosas que en alguna oportunidad me habían perte-
necido a mí o a otros muchachos, aunque nunca po-
díamos recordar qué era lo que nos había dado a cam-
bio. Su tesoro principal era una alcancía que una vez
perteneciera a Maartje, nuestra hermana. En la al-
cancía guardaba las monedas que recibía al hacer al-
gún mandado para el burgomaestre o por cuidar la
huerta de nuestra maestra, la señorita Meekle. Lo
que ocurría en Alemania en aquel entonces, más que
nunca ocupaba ahora la primera plana de los diarios
y en mis fantasías Ben era un magnate, alemán, un
fabricante de municiones. Un día, cuando estaba fuera
de casa buscando aumentar su capital, fui y saqué
la alcancía del estante, introduje un cuchillo en su ra-
nura y la di vuelta. Después de haber burlado por
unos quince minutos la guardia de los camisas par-
das, que custodiaban su propiedad, había logrado jun-
tar casi un florín de la fortuna del enemigo.
Eso fue fácil. Difícil sería qué hacer con el botín.
Un florín equivalía a unos veinticinco centavos de
dólar; ¡ toda una fortuna para una criatura en nues-
tro pueblo! Si hubiera ido a la confitería con tanto
dinero, sin duda que me hubieran hecho muchas pre-
guntas.
i Ya lo tenía! ¿ Qué pasaría si decía que lo había
encontrado? Al otro día, en la escuela, me acerqué a
la maestra y extendiendo la mano, dije: -Señorita
Meekle, mire lo que encontré.
La señorita Meekle dejó escapar un suspiro. -An-
drés, ¡ es mucho dinero para un niño!
-¿ Me lo puedo guardar?
-¿No tienes idea de quién puede ser?
Aunque me hubieran torturado nunca hubieran lo-
grado arrancar el secreto de mis labios. -No, señori-
ta. Lo encontré en la calle.
10 EL CONTRABANDISTA DE DIOS

-Entonces debes llevarlo a la policía, Andy. Ellos


te dirán qué puedes hacer.
¡ La policía! No había contado con esto. Esa tarde,
temblando de pies a cabeza llegué hasta el mismo
bastión de la ley y la corrección, llevando conmigo
el dinero. Si el pequeño ayuntamiento hubiera sido
realmente el cuartel general de la Gestapo, no podría
haber estado más asustado. Era como si el dinero
que había hurtado estuviera lanzando destellos dela-
tores. Aparentemente creyeron mi historia porque el
jefe de policía escribió mi nombre en un sobre, guardó
el dinero adentro y me dijo que si nadie lo reclama-
ba, dentro de un año sería mío.
Y al año dirigí mis pasos a la confitería. Ben nunca
notó la falta de esas monedas, lo que echó a perder
todo. En lugar del sabor a sabotaje detrás de las
líneas enemigas, las confituras tenían el sabor amargo
de la derrota.
Tanto como cualquier otra cosa, creo que mis sue-
ños, mi sed de aventuras plenas de emoción y mis
fantasías sin fin eran un medio para escapar de la
radio de mamá. Ella estaba semi inválida. Una afec-
ción cardíaca la obligaba a permanecer gran parte del
día sentada y la radio era su única distracción. Pero
siempre tenía el dial clavado en un mismo Jugar:
la estación evangélica de Amsterdam. Algunas veces
pasaban música y otras, predicaciones. Oír siempre
lo mismo me resultaba sumamente aburrido.
Pero o a mamá no. La religión era su vida. Eramos
pobres, aun si nos comparábamos con el nivel de vida
en Witte; la nuestra era la casa más pequeña del pue-
blo. Sin embargo, a nuestra puerta llegaba una co-
rriente sin fin de pordioseros, predicadores' ambÚ-
lantes, gitanos; todos sabían que en la mesa de mamá
serían bien recibidos. Esa noche las tajadas de queso
serían más finas y la sopa más aguada, pero, recha-
zar a un huésped, ¡jamás!
La frugalidad era tan importante en la religión de
mamá como la hospitalidad. A los cuatro años yo
podía pelar las patatas sin desperdiciar ni un cen-
tímetro. A los siete ya me había graduado y la tarea
de mondarlas pasó a mi hermano Cornelio en tanto que
sobre mis hombros recayó la responsabilidad de lus-
CIGARROS Y M ENDRUGOS 11

· trar el calzado. No se trataba de los klompen de todos


los días sino de los zapatos de cuero que usábamos
los domingos. Si un par de zapatos no duraba quince
años, era todo un desastre económico. Mamá decía que
los zapatos debían tener tal brillo que al pastor le
fuera necesario resguardarse los ojos.
Puesto que mamá no podía hacer mucha fuerza, to-
das las semanas Ben lavaba la ropa. Para lavarla era
necesario ponerla y sacarla de la batea, aunque el
lavado en sí se hacía dando vueltas a una manija de
madera que hacía mover un juego de paletas. Esta ma-
ravilla técnica era el orgullo de la casa. Nos turná-
bamos para relevar a Ben en la tarea de dar vueltas
a la manija, empujando el palo de la hoja hacia ade-
lante y hacia atrás hasta que nos dolían los brazos.
El único que nunca hacía nada era Bastián, nuestro
hermano mayor. Aunque tenía dos años más que Ben
y seis más que yo, nunca aprendió a hacer nada de
lo que otros hacían. Se pasaba el día debajo de un
olmo que había en el camino de la represa del dique
viendo pasar a la gente del pueblo. En aquella región
carente de árboles, Witte se enorgullecía de sus olmos.
Había uno por cada casa. Sus ramas se entrecruza-
ban para formar una arcada verde sobre el camino.
Por alguna razón Bas nunca se paró debajo de nues-
tro olmo. Su puesto de vigilancia estaba en el tercer
árbol calle abajo. Allí se pasaba todo el día hasta que
uno de nosotros lo llevaba a casa para comer.
Después de mamá, me parece que a la persona que
más quería era a él. La gente, cuando pasaba y lo
veía debajo de su árbol preferido, lo llamaba. Su res-
puesta. era una dulce y tímida sonrisa. -¡ Ah, Bas !-
Oyó tan a menudo esta frase que con el correr de
los años llegó a repetirla. Esas fueron las únicas pa-
labras que jamás aprendió.
Pero aunque no sabía hablar ni vestirse solo, poseía
un talento extraordinario. Como en la mayoría de
las salas de recibo en Holanda, allá por los años trein-
ta, en la nuestra también había un pequeño órgano
de manubrio. Papá era el único de la familia que sabía
leer las notas y por las noches se sentaba en el pe-
queño taburete, bombeando los pedales con sus pies,
12 EL CONTRABANDISTA DE DIOS

sacando melodías de un antiguo himnario mientras que


los demás cantábamos.
Todos, excepto Bas. Tan pronto comenzaba a sonar
el órgano, Bas se agachaba y se acurrucaba debajo del
teclado, fuera del alcance de los pies de papá, apre-
tándose contra la pedalera del órgano. Papá era muy
chapucero y se equivocaba mucho, no sólo porque no
oía las notas, sino también porque los muchos años
de golpear con la masa en el yunque Je habían endu-
recido los dedos, volviéndolos torpes. A veces parecía
que tocaba tantas notas mal como las que tocaba
bien.
Pero a Bas no le preocupaba eso. Se apretujaba
embelesado contra la vibrante madera. Desde el lugar
donde se ubicaba no podía ver las teclas que tocaba
papá o qué registros movía, pero de pronto se ponía
de pie y con suavidad comenzaba a empujarlo.
-Ah, Bas. Ah, Bas - decía.
Y papá se levantaba y él se sentaba en el taburete.
Siempre daba un poco de vueltas con el himnario, como
veía que hacía papá. Volvía las hojas y generalmente
se las arreglaba para ponerlo al revés. Después miraba
de soslayo la página, como papá, y empezaba a tocar.
Desde el primero al último, tocaba todos los himnos
que papá había tocado esa noche, pero no como él,
vacilante, desmañado y lleno de disonancia, sino a la
perfección, sin un error; con un no se qué tan mara-
villoso que los que pasaban por la calle se paraban a
escuchar. En las noches de verano, cuando dejábamos
abierta la puerta, se juntaba un grupo afuera y mu-
chas eran las mejillas en las que surcaban libremente
las lágrimas porque cuando Bas tocaba, era como si
un ángel se hubiera sentado al órgano.
La nota sobresaliente de la semana, lógicamente,
era el ir a la iglesia. Witte está situada en los pouiers,
las tierras que generaciones de holandeses han ido
ganando al mar, y como todos los pueblos de las tierras
bajas, está edificado a lo largo de un dique. Tiene una
sola calle, el camino que va de norte a sur sobre el
dique. Las casas, aparentemente son islas y están cons-
truidas sobre un montículo de tierra y conectadas al
camino por un pequeño puente que cubre el canal de
desagüe. Y en ambos extremos del pueblo, en los mon-
CIGARROS Y MENDRUGOS 13

tículos más altos e importantes de todos están las dos


iglesias.
Aun hoy día en Holanda existe mucho antagonismo
entre los católicos y los protestantes, algo que viene
arrastrándose de los días de la ocupación española.
Durante la semana el pescadero ambulante del pueblo
conversa libremente con el ferretero, pero el domingo
el pescadero y su familia caminan hacia el norte,
rumbo a la iglesia Católica Romana mientras que el
ferretero va a la Protestante, ubicada en el extremo
sur del pueblo. Y cuando se cruzan por la calle ningu-
no de los dos parece advertir la presencia del otro ni
con la más leve inclinación de cabeza.
Nuestra familia estaba sumamente orgullosa de su
tradición Protestante. Pienso que papá estaba muy
contento de que nuestra casa estuviera en el extremo
norte lo que le permitía recorrer todo el pueblo y
demostrar que nosotros sí estábamos bien encami-
nados.
Debido a la sordera de papá siempre nos sentábamos
justo en el primer banco en la iglesia. Como era chico
para que toda la familia se sentara junta, yo siem-
pre me las ingeniaba para quedarme rezagado, per-
mitiendo así que mamá, papá y mis hermanos se
ubicaran primero. Entonces me iba atrás para "en-
contrar un asiento". Pero el que encontraba por lo
general estaba bastante lejos de la puerta de la iglesia.
Durante el invierno, patinaba por los canales hela-
dos con mis klompen de madera y en verano me iba
al campo y me sentaba tan quieto que los cuervos
salvajes se posaban en mis hombros y me picoteaban
suavemente las orejas.
Por instinto sabía precisamente cuando estaba por
terminar la reunión en la iglesia y justo cuando las
primeras "víctimas" salían, me iba a un rincón de
la iglesia. Me quedaba cerca del predicador, que nun-
ca dejaba de notar mi presencia; prestaba atención
a los comentarios que los creyentes hacían respecto
de su sermón. De este modo me enteraba de cuál
había sido su texto, el tema y algunas veces hasta de
la esencia misma de una ilustración.
Esto era sumamente importante para mí. De lo con-
trario no hubiera podido seguir con lo más importan-
14 EL CONTRABANDISTA DE DIOS

te de mi aventura semanal. En Holanda la gente


acostumbra a reunirse en las casas después del culto.
En esas reuniones nunca faltan tres ingredientes: café,
cigarros y una discusión, punto por punto, del ser-
món. En nuestro pueblo los hombres podían darse el
lujo de fumar esos grandes cigarros de hoja una vez
por semana. Todos los domingos, mientras sus espo-
sas preparaban el café negro bien cargado, sacaban
sus cigarros y los encendían con gran ceremonia.
Hasta hoy, dondequiera que percibo el aroma de café
o de los cigarros, mi corazón late más fuerte. Es algo
que para mí está asociado con temor y agitación.
¿ Podría volver a engañar a mis padres, haciéndoles
creer que había estado en la iglesia?
-Me parece que el pastor predicó sobre Lucas 3: 16
el mes pasado - decía, sabiendo positivamente que
no era así, pero buscando dar a entender de esa ma-
nera que conocía el texto.
O: -¿No creen que fue una buena ilustración
acerca de los politiqueros? - apuntaba, sacando a
relucir un fragmento de conversación que había oído.
-Yo diría que al alcalde no le gustaría nada.
Mi técnica resultaba. Hoy día me ruborizo al re-
cordar las contadas ocasiones en que asistí a la ·,iglesia
durante mi niñez. Y más aún recordando que mi con-
fiada y sincera familia nunca sospechó.
En 1939 todo el país pudo ver lo que los Whetstra
habían vislumbrado todo el tiempo: los alemanes es-
taban empeñados en un patrón de conquista que in-
cluía a Holanda. En casa muy raramente prestábamos
atención a esas cosas. Bas estaba enfermo. El doctor
había dicho que tenía tuberculosis. Mis padres pu-
síeron su colchón en la sala de recibo. Durante largos
meses Bas languideció en el pequeño dormitorio de mis
padres, tosiendo y consumiéndose hasta no quedar más
que -piel y huesos. Sus sufrimientos eran mucho peores
que los de una persona normal porque no podía ex-
plicar cómo se sentía.
Recuerdo un día que, justo después de haber cum-
plido los once años, entré a escondidas a su cuarto
cuando mamá estaba atareada en la cocina. Nos habían
prohibido estrictamente la entrada a su cuarto por-
que la enfermedad era contagiosa. Pero eso era pre-
CIGARROS Y MENDRUGOS 15

cisamente lo que yo quería. Si Bas moría, yo también


quería morirme. Me acosté a su lado y lo besé una
y otra vez en la boca. El murió en Julio de 1939,
pero yo gozaba de tan buena salud como siempre.
Me parecía que Dios me había traicionado doble-
mente.
Dos meses después, en septiembre, el gobierno lla-
mó a una movilización general. Por única vez mamá
permitió que se usara su radio para escuchar las no-
ticias. La pusimos a todo volumen, pero ni aun así
papá podía oír. Entonces Geltje, mi hermanita, se
paró junto al receptor y le gritó a papá los puntos
más sobresalientes de las noticias.
-TODAS LAS UNIDADES DE RESERVA SON
ACTIVADAS, PAPA.
-TODOS LOS AUTOS PARTICULARES SON
EXPROPIADOS.
A la noche había comenzado el atascamiento de
tránsito, el interminable atascamiento de tránsito que
sería la característica principal de los meses previos
a la invasión. Todos los automóviles de Holanda es-
taban en marcha. Parecía que eran tantos los que
se dirigían al norte como los que iban al sur. Nadie
sabía dónde tenía que ir, pero quería llegar tan rá-
pido como podía. Día tras día, vistiendo mis amplios
pantalones y mi blusón, me paraba debajo del árbol
donde Bas solía pararse, y observaba. Casi nadie ha-
blaba.
Tan sólo el señor Whetstra parecía tener valor para
decir lo que todos sabíamos. Yo no podía comprender
por qué en aquel entonces me sentía atraído a ellos,
pero a menudo pasaba frente a la ventana de su co-
cina.
-Buenas tardes, Andrés.
-Buenas tardes, señor Whetstra.
-¿ Haciendo mandados para tu mamá? ¿ Te gus-
taría comer una galleta? Te dará fuerzas-. La se-
ñora tomó un plato con galletas y se acercó a la ven-
tana.
El señor Whetstra miraba desde la ventana de la
cocina. -¿ Es Andresito? ¿ Saliste para ver por ti
mismo la movilización?
16 EL CONTRABANDISTA DE Dros

-Sí, señor-. Por alguna razón escondía la galleta


detrás de la espalda.
-Andrés todas las noches debes de orar por el país.
Estamos atravesando por una situación muy difícil.
-Sí, señor.
-¿ Qué es lo que pueden hacer soldados armados
con revólveres de aire comprimido cuando son ataca-
dos por tanques y aviones?
-Sí, señor.
-Vendrán aquí, Andrés, protegidos por sus cascos
de acero, vendrán con su andar marcial y su encarni-
zado odio y lo único que tenemos son nuestras ora-
ciones.
El señor Whetstra se acercó a la ventana y asomó
la cabeza. -¿ Orarás, Andrés? Pide que tengamos
valor para hacer lo que esté a nuestro alcance y des-
pués de haberlo hecho podamos seguir firmes. ¿ Lo
harás, Andrés?
-Sí, señor.
-Eres un buen muchachito.
El señor Whetstra se alejó de la ventana. -Y ahora
vete a hacer el mandado para tu mamá-. Pero cuan-
do iba calle abajo el señor Whetstra me llamó. -Có-
mete la galleta. Yo sé que algunas veces la vieja co-
cina nuestra humea espantosamente. Sin embargo, des-
de que coloqué el vidrio nuevo en la ventana no he-
mos tenido más problemas.
Esa noche, acostado en mi cama en el desván pensé
en el señor Whetstra. ¿ De modo que él lo sabía pero
no se lo había dicho a papá como hubiera hecho cual-
quier otra persona mayor? Me pregunté el porqué.
También me pregunté por qué quería que orara. ¿ Para
qué serviría? Después de todo Dios nunca escuchaba.
Si realmente llegaban a venir los alemanes, pensaba
hacerles algo mucho peor que orar. Me quedé dor-
mido soñando con los actos intrépidos que, a manos
limpias, llevaría a cabo contra el invasor.

Para Abril en Witte había muchísimos refugiados


que venían de los polders al este de nosotros. Los ho-
landeses volaban sus diques, inundaban deliberada-
mente las tierras que por espacio de siglos habían sido
rescatadas al mar, con el fin de demorar al ejército
CIGARROS Y MENDRUGOS 17

alemán. En todas las casas, excepto la nuestra que


era demasiado pequeña se albergaba alguna familia
que había quedado sin techo y que había venido de las
tierras inundadas. Y la olla de sopa de mamá, mien-
tras tanto, hervía lentamente día y noche.
Los alemanes no vinieron por tierra. Los primeros
aviones sobrevolaron Witte la noche del 10 de mayo
de 1940. Pasamos la noche en la sala de estar, amon-
tonados y en vela. Todo el día siguiente vimos avio-
nes y oímos las explosiones cuando bombardearon el
pequeño campo de aterrizaje militar a unos cuatro
kilómetros de distancia. Ese día cumplía doce años
pero, ni yo ni nadie, lo recordó. Después los alemanes
bombardearon Rotterdam. El locutor que transmitía
desde Hilversum, y que nosotros escuchábamos desde
la movilización, lloraba en tanto que daba a conocer
las noticias. Rotterdam había desaparecido. En una
hora la ciudad fue borrada del mapa. Era la guerra
relámpago, la nueva guerra. Al día siguiente Holanda
capituló.
Días después, un teniente alemán bajo y fornido
llegó a Witte en un patrullero y se instaló junto a
la casa del alcalde. El puñado de soldados que lo
acompañaba, mayormente estaba integrado por perso-
nas mayores; Witte no era tan importante como para
merecer tropas de primer orden.
Entre tanto, durante algún tiempo llevé a cabo mis
sueños de resistencia. Fueron muchas las noches que
bajé descalzo por la escalera del desván, justo cuando
el reloj del pueblo daba las dos de la mañana. Sabía
que mamá me oía porque cuando pasaba frente a su
cuarto detenía el ritmo regular de su respiración.
Pero nunca me detuvo. Tampoco me preguntó al otro
día qué había pasado con la preciada y tan racionada
azúcar. A todos los del pueblo les hacía mucha· gracia
el hecho de que el coche del teniente le diera tantos
dolores de cabeza. Se le tapaban las bujías y se le
ahogaba el motor. Algunos decían que habían puesto
azúcar en el tanque de la gasolina mientras que otros
pensaban que eso no era posible.
La comida faltó antes en las ciudades que en los
pueblos como el nuestro, donde había granjas, y esto
fue algo que aproveché en la pueril guerra que había
r 18 EL CONTRABANDISTA DE DIOS

declarado contra el enemigo. Un caluroso día de ese


primer verano cargué un cesto con coles y tomates y
caminé unos siete kilómetros hasta Alkmaar. Allí
había un negocio que todavía tenía en existencia fue-
gos artificiales de la época anterior a la guerra. Yo
sabía que su dueño quería hortalizas. Presioné mi ven-
taja tanto como me fue posible y llené el cesto con los
fuegos de artificio. Los tapé con las flores que había
llevado para ese fin. El comerciante me miró en si-
lencio. En seguida, movido por una resolución repen-
tina se inclinó detrás del mostrador y sacó una bomba
de estruendo.
-No tengo más comida.
-Es mejor que vuelvas a tu casa antes del toque
de queda.
Esa noche, de regreso en Witte, una vez más cru-
jieron las maderas del piso del desván. De nuevo mamá
contuvo la respiración. Me deslicé afuera descalzo,
amparado por las sombras de la noche. Una patrulla
de cuatro soldados de infantería caminaba por la calle
en dirección al norte, hacia nuestra casa, alumbrando
con sus linternas todas las casas mientras andaban.
Me alejé de la puerta de entrada, apretándome con-
tra el costado de la casa mientras que el ruido de
sus botas cada vez se acercaba más. Tan pronto como
pasaron crucé el pequeño puente entre nuestra casa
y el camino del dique y me dirigí corriendo hacia
el sur, donde estaba la casa del alcalde. Me hubiera
sido fácil arrojar la bomba de estruendo contra la
puerta de la casa donde se alojaba el teniente cuando
la patrulla estaba en el otro extremo del pueblo, pero
yo quería algo emocionante. Era el corredor más veloz
del pueblo y pensé que sería divertido que esos hom-
bres maduros, calzados con pesadas botas, me corrie-
ran. Pienso que ninguno de ellos tenía más de cin-
cuenta años, pero yo pensaba que eran ancianos.
Esperé hasta que la patrulla inició la ronda de
vuelta. Justo antes de que llegaran al cuartel central,
encendí la mecha y corrí.
-Halt! El resplandor de sus linternas me alcanzó
y oí que alguien descorría el seguro de un fusil. ¡No
había tenido en cuenta las armas de fuego! Corrí por
la calle en zigzag. Entonces detonó la bomba de es-
CIGARROS Y MENDRUGOS l!)

truendo y por la fracción de un segundo distrajo la


atención de los soldados. Corrí como una flecha y
crucé el primer puente que me salió al paso. Atravesé
una huerta y me eché de bruces entre las coles. Es-
tuvieron buscándome cerca de una hora, gritándose
ásperamente unos a otros en alemán hasta que se
dieron por vencidos.
Entusiasmado por este éxito empecé a descargar
andanadas a plena luz del día. En una oportunidad
salí del escondite y fui a dar en los brazos de un
soldado. Si corría admitiría mi culpa. Sin embargo en
mis manos había una tremenda evidencia circunstan-
cial: en la izquierda tenía los cohetes y en la derecha
los fósforos.
-Du! Komm mal her!
Mis manos se apretaron con fuerza a los cohetes.
No me atrevía a guardarlos en el bolsillo de la cha-
queta. Seguramente que allí registrarían primero
que nada.
-Hast du einen Fuerwerkskoerper explodiert?
¿Cohetes? No señor.
Con los puños apretados tomé las vistas de la cha-
queta y la mantuve abierta para que me revisaran.
El soldado cacheó desde mis holgados pantalones hasta
la gorra. Cuando disgustado se alejó, los cohetes que
tenía en la mano estaban empapados por la trans=
piración,
A medida que la ocupación se prolongaba, llegué
a cansarme de mis juegos. En los pueblos a nues-
tro alrededor los rehenes eran colocados en fila y
fusilados. Las casas eran incendiadas, quemadas hasta
los cimientos mientras que la verdadera resistencia
iba tomando cuerpo, fortaleciéndose. Los chistes con-
tra los alemanes ya no resultaban divertidos.
Por toda Holanda aparecieron los onderdulkers, es
decir, los buceadores; hombres y muchachos que se
escondían para no ser deportados a los campos de tra-
bajo forzado en Alemania. Ben, que recién había cum-
plido dieciséis años cuando empezó la guerra, se ocultó
en una granja cerca de Ermelo aquel primer mes, y
pasaron cinco años antes de que volviéramos a tener
noticias suyas.
El tener una radio era considerado un delito contra
20 EL CONTRABANDISTA DE DIOS

el nuevo régimen. Ocultamos la de mamá en un rincón


tan pequeño en el desván, que era necesario ir arras-
trándose de a uno para oír los programas en holan-
dés que transmitían desde Inglaterra. Después, cuando
el ferrocarril holandés se declaró en huelga, llegamos
a amontonar a los obreros ferroviarios en aquel pe-
queño escondite y por supuesto también siempre había
algún judío para esconder por una noche cuando se
dirigía hacia la costa.

A medida que los alemanes se desesperaban para


conseguir más potencial humano, la pequeña fuerza
de ocupación de Witte fue retirada. Después vino la
terrible razzia. Los camiones irrumpían velozmente en
los pueblos a cualquier hora del día o de la noche,
clausuraban los caminos del dique en ambos extre-
mos en tanto que escuadrillas de soldados registraban
las casas buscando hombres en buen estado físico.
Antes de cumplir los catorce años ya formaba parte
del grupo de hombres y muchachitos que huían hacia
los polders al primer indicio de un uniforme alemán.
Corríamos a través de los campos, agachándonos, sal-
tando los canales, yendo a los pantanos detrás del fe-
rrocarril. El dique del ferrocarril era muy alto como
para escalarlo. Con toda seguridad que nos verían. Para
evitarlo buceábamos hacia el canal ancho que corría
debajo del puente del ferrocarril, de donde salíamos
empapados, jadeando y temblando. Hacia el fin de la
guerra hasta el pequeño Cornelio y papá, pese a su sor-
dera, formaban parte de los que escapaban hacia el
pantano.
Entre una y otra razzia la vida era una lucha sombría
para sobrevivir. La electricidad estaba reservada para
l. , los alemanes. Al faltar energía para las bombas, el
agua de la lluvia se estancaba en cantidad en los
polders. En las casas nos alumbrábamos con lámparas
de aceite, que se hacía de semillas de berza. Después
faltó el carbón y Witte taló sus árboles. En el segundo
invierno cortaron el árbol bajo el cual Bas pasaba los
días.
Pero el peor enemigo, más temible que el frío y los
soldados era la falta de comida. Regañábamos continua-
CIGARROS Y M ENDRUGOS 21
mente con una hambre insaciable. Tan pronto como se
recogían, las cosechas las mandaban al frente. Mi pa-
dre, sin embargo, cuidaba su huerta con el mismo em-
peño de siempre aunque los alemanes eran los que se
quedaban con la mayor parte de lo cosechado. Por años
los seis de nuestra familia vivimos con las raciones
de dos.
Al principio pudimos añadir algo a esta ración al
desenterrar los bulbos de tulipanes de nuestro jardín y
comerlos como si fueran patatas. Pero los tulipanes
también se acabaron. Mamá fingía comer, pero fueron
muchas las noches en que la vi dividir su pequeña
ración entre los otros platos. Su único consuelo era
que Bas no había vivido para ver esta época. Nunca hu-
biera comprendido el dolor de su estómago, la chimenea
sin lumbre y la calle sin árboles.
Llegó el día en que mamá no pudo levantarse más.
Sabíamos que si no llegaba pronto la liberación, mo-
riría.
Y en la primavera de 1945 los alemanes se retira-
ron y los canadienses ocuparon su lugar. La gente se
· volcó a las calles llorando de alegría. Pero yo no estaba
allí. Corrí cada palmo de los ocho kilómetros que había
hasta el campamento canadiense donde mendigué un
pequeño saco lleno de mendrugos de pan.
¡Pan! Era, literalmente, ¡ el pan de vida!
Lo llevé a casa para los míos con gritos de ¡comida!
¡comida! ¡comida! Mientras que mamá mordisqueaba
las secas costras del pan, lágrimas de gratitud a Dios
surcaban las profundas arrugas de su rostro.
La guerra había terminado.
CAPITULO 2
El sombrero amarillo de paja

Una tarde, en el verano de 1945, varios meses después


de la liberación, al volver a casa me salió al encuentro
mi hermanita Geltje, para decirme que papá quería
verme.
-Está en la huerta -agregó.
Atravesé la oscura cocina, salí afuera y llegué hasta
el lugar donde tenía sembrado sus coles, parpadeando
por el reflejo solar. Papá, azadón en mano, calzado con
sus klompen, estaba inclinado sobre su almácigo de co-
les, sacando los yuyos con paciente ternura. Di media
vuelta para ponerme frente a él y dije en voz alta:
-¿ QUERIAS VERME, PAPA?
Papá se enderezó con trabajo. -ANDRES, TIENES
DIECISIETE AÑOS.
De inmediato supe el curso que iban a seguir sus
palabras.
-SI, PAPA.
-¿ QUE PIENSAS HACER DE TU VIDA?
Cómo hubiera deseado que su voz no fuera tan alta,
y la mía al responderle: -NO LO SE, PAPA.
Me iba a preguntar también por qué no me gustaba
el oficio de herrero. Lo hizo. También querría saber
por qué no me dedicaba al ajuste de maquinarias,
oficio que había tratado de aprender durante la ocu-
pación. Lo hizo también. Sabía que todo Witte podía
escuchar tanto sus preguntas como las vagas y evasivas
respuestas con las que buscaba dejarlo satisfecho.
-ES HORA DE QUE TE DECIDAS POR UN OFI-
CIO, ANDRES. ESTE OTOÑO QUIERO QUE ME
DIGAS QUE HAS DECIDIDO.
Volvió a inclinarse sobre su azadón y comprendí que
la conversación había terminado. Tenía por delante
unos dos meses para decidirme. Claro está que sabía
muy bien lo que quería: encontrar una manera de
EL SOM BRERO AM ARILLO DE PAJA 23
vivir que acabara con este molde. Tenía sed de aven-
turas. Quería irme de Witte, escapar de ese panorama
mental que siempre miraba al pasado.
Pero también sabía que mis perspectivas no eran
muy buenas. Los alemanes habían invadido el país cuan-
do estaba cursando el sexto grado y se apropiaron del
edificio de la escuela. Eso había. puesto punto final
a mi educación regular.
Lo único que podía hacer bien era correr. Esa tarde
salí hacia los polders y corrí descalzo kilómetro tras
kilómetro a lo largo del pequeño sendero utilizado
por los agricultores. Después de unos ocho kilómetros
entré en calor. Atravesé corriendo el pueblo donde
había comprado los fuegos artificiales. Ahora tenía
la mente despejada y podía pensar con claridad.
Trepé al dique para regresar a Witte, con una sen-
sación siempre en aumento de que la respuesta estaba
muy cerca. La solución era clara. Los periódicos siem-
pre publicaban noticias relativas a la rebelión armada
en las colonias. Las Indias Orientales que hacía muy
poco habían sido liberadas del Japón, también querían
independizarse de Holanda. A diario se nos recordaba
que esas colonias pertenecían a Holanda desde hacía
trescientos cincuenta años. ¿ Por qué nuestro ejército
no las reclamaba para la corona?
¿ Por qué no lo hacía? Esa noche anuncié a la fa-
milia en pleno que ya había decidido qué iba a hacer.
-¿ Qué vas a hacer, Andy? -preguntó Maartje.
-Voy a incorporarme en el ejército.
Mamá como de costumbre, suspiró. -Oh, Andrés-.
Había visto demasiados ejércitos. -¿ Es que siempre
debemos pensar en matar?
Pero mi padre y mis hermanos tenían otra opinión.
A la semana siguiente le pedí prestada la bicicleta a
papá y fui hasta la oficina de reclutamiento en Amster-
dam. Al caer la tarde estaba de vuelta, humillado a
mis propios ojos. En el ejército reclutaban a los mu-
chachos de dicisiete años solamente en el año calenda
rio en que cumplían los dieciocho. ¡ Y yo nos los cum-
pliría hasta mayo de 1946 !
En enero volví y esta vez me aceptaron. Poco des-
pués me pavoneaba por Witte vistiendo mi uniforme,
24 EL CONTRABANDISTA DE Dros

ajeno al hecho de que los pantalones me quedaban chi-


cos y la chaqueta grande y que en sí, presentaba un
aspecto desproporcionado. Pero iría a reconquistar las
tierras para nuestra reina y posiblemente hasta llegaría
a tomar prisioneros a unos pocos de esos sucios revo-
lucionarios que todos pensaban que eran comunistas y
bastardos. Estas dos palabras iban automáticamente
juntas. Los únicos que no vieron con agrado mi decisión
fueros los Whetstra. Pasé muy erguido frente a su casa.
-Hola, Andy.
-Buenos días, señor Whetstra.
-¿ Cómo están tus padres?
¿ Sería posible que no hubieran notado mi uniforme?
Me di vuelta a fin ele que el sol brillara en la reluciente
hebilla ele bronce ele mi cinturón. No pudiendo aguan-
tar más, elije: -Me incorporé al ejército. Iré a las
Indias Orientales.
El señor Whetstra se inclinó para mirarme mejor.
-Sí, ya lo veo. ¿ De modo que sales en busca ele aventu-
ras, eh? Voy a orar por ti, Andrés. Voy a orar para que
la aventura que encuentres te deje satisfecho.
Le clavé los ojos asombrado. ¿ Qué habría querido de-
cir con eso de una aventura que me dejara satisfecho?
Cualquier clase de aventura, pensé mirando los campos
que se extendían a través de Witte en todas direcciones.
Cualquier aventura me satisfaría más que la monotonía
que envolvía a este pueblo.
Fue así que salí de casa. Partí tanto emocional como
físicamente. Durante el entrenamiento básico trabajé
fuerte y por primera vez en mi vida sentí que estaba
haciendo algo que quería hacer.
Me gustaba muchísimo que me trataran como un
adulto. Parte de mi entrenamiento fue en el pueblo
de Gorkum. Todos J.os domingos iba a la iglesia. No
porque me interesara el culto en sí, sino porque tenía
la seguridad de que alguien me invitaría a almorzar en
su casa. Me encantaba explicarles a mis anfitriones que
me habían escogido para un comando de adiestra-
miento especial en Indonesia.
-Dentro de unas pocas semanas- decía, empujando
con afectación hacia atrás mi silla y echando una boca-
nada de humo del consabido cigarro luego del almuerzo
EL SOMBRERO AMARILLO DE PAJA 25
dominical, -estaré luchando mano a mano con el ene-
migo-. Y en seguida, fijando la vista en un punto
distante, les preguntaba si me escribirían mientras es-
tuviera en ultramar. Siempre accedían y antes de partir
de Holanda tenía en mi lista de correspondencia unos
setenta nombres.
Uno era de una jovencita. La había conocido en la
forma acostumbrada, después del culto, en una Iglesia
Reformada, un domingo en particular. Era la jovencita
más hermosa que jamás había visto. Después de una
agradable "siesta" durante el sermón, salí a la pesca
de una invitación. Realmente calculé mi salida en el mo-
mento apropiado. Mi Blanca Nieves estaba en la puer-
ta. Se presentó.
-Me llamo Thile- dijo.
-Y yo, Andrés.
-Mi mamá quiere saber si vendría a almorzar con
nosotros.
-¡Encantado! -contesté. Momentos después salí
de la iglesia del brazo de la princesa. El papá de Thile
era pescadero. Vivían en Gorkum en los altos de su
negocio, cerca del muelle, y durante el almuerzo los
agradables olores del muelle se mezclaban con el aroma
de las coles y el jamón. Más tarde nos sentamos en
la sala.
-¿ Un cigarro, Andrés? - preguntó el papá de Thile.
-Muchas gracias, señor-. Escogí uno con todo cui-
dado y lo enrollé en mis dedos, tal como había visto
hacer a los hombres en Witte. A decir verdad, no me
agradaban los cigarros, pero los asociaba tan estrecha-
mente con la mayoría de edad, creo que si me hubieran
dado a fumar un pedazo de cuerda, me hubiera gus-
tado. Mientras fumábamos y bebíamos café, Thile .se
sentó de espaldas a la ventana. El fuerte sol del medio-
día hacía aún más azulados sus cabellos. Aunque casi
ni habló tenía la seguridad de que esta señorita me
escribiría y posiblemente llegaríamos a algo más.
El 22 de noviembre de 1946 fue mi último día en
casa. Me había despedido de Thile y de las otras fami-
lias de Gorkum. Había llegado el momento de despe-
dirme de mi familia también.
Si tan solamente hubiera sabido que sería la última
26 EL CONTRABANDISTA DE DIOS

vez que vería a mamá, no me hubiera comportado como


un aparatoso soldado que iba a la guerra. Pero no lo
sabía y por eso tomé como una obligación el darle un
abrazo a mamá. Pensé que me veía muy gallardo. Por
fin tenía un uniforme que me sentaba bien y me en-
centraba en excelente estado físico. Tenía el cabello
cortado al ras. Justo cuando estaba para salir mamá
sacó algo de debajo de su delantal. Era un pequeño
libro. En seguida supe qué era: su Biblia.
-Andrés, ¿ la llevarás contigo?
Por supuesto que le dije que sí.
-¿ La leerás, Andrés?
¿ Es que acaso es posible decirle no a la madre? Aun-
que no se cumpla con lo prometido, no se puede de-
cirle no. Puse la Biblia en el fondo del talego donde
llevaba mis efectos personales. La empujé tan abajo
como pude y la olvidé.
La nave que nos transportó, la Sibajak arribó a In-
donesia justo antes de la Navidad de 1946. Qué ale-
gría me produjo el fuerte aroma tropical; ver a los
changadores desnudos moviéndose por arriba y por
abajo de las planchadas, el ruido de los pregoneros
en el muelle, procurando llamarnos la atención. Me
eché a los hombros el talego y me abrí paso para
bajar por la planchada al fuerte sol del muelle. Ni
por un momento me cruzó por la imaginación la idea
de que dentro de pocas semanas estaría dando muerte
a niños y adultos indefensos, personas éstas que en
ese preciso momento se apiñaban a mi alrededor.
Había algunos hombres que vendían monos. Los lle-
vaban sujetos por una cadena y muchos de estos
monos sabían hacer algunas cosas graciosas. Estaba
fascinado por esas criaturas de rostros serios y arru-
gados y me paré para mirar a uno más de cerca.
-No lo toque-. Al enderezarme me encontré fren-
te a frente con uno de mis oficiales.
-Puede morderlo, soldado-. Aunque se mostraba
serio, sin embargo dejaba entrever una sonrisa. -Más
o menos la mitad de los monos tienen rabia.
El oficial siguió su camino y yo retiré mi mano.
El muchachito corrió detrás del oficial gritando fu-
riosamente porque le había arruinado la venta. Me
encaminé a la fila donde estaban los soldados que
EL SOMBRERO AMARILLO DE PAJA 27
desembarcaban. En ese mismo momento comprendí
que tenía que tener un mono.
Aquellos de nosotros que reuníamos las condiciones
fuimos separados del resto de la tropa y enviados a
una isla cercana para prepararnos como comandos.
Me gustaba correr carreras de obstáculos difíciles,
escalar paredes, nadar a través de riachos, viñas, arras-
trarme por las alcantarillas y serpentear bajo el fuego
de las ametralladoras. Pero más aún me gustaba
el combate mano a mano porque nos manejábamos
con bayonetas, cuchillos y a manos limpias. ¡ Hi, hii!
¡ H o! Arremetíamos y rechazábamos con los dedos
duros, nos acercábamos al enemigo con el cuchillo listo.
Por alguna razón la idea de que me estaba entrenando
para matar a seres humanos nunca me cruzó por
la mente.
Parte de la instrucción para los comandos era des- ·
arrollar en ellos la confianza propia. No necesitaba
que me enseñaran esto, puesto que desde niño tenía
plena e infundada confianza en mí mismo como para
hacer cualquier cosa que me propusiera.
Como por ejemplo, manejar un "carrier" Bren. Estos
eran pesados transportes blindados, montados en oru-
gas, y difíciles de manejar, aun para los que sabían
conducir automóviles, algo que yo no sabía. Pero todos
los días cuando íbamos de maniobras observaba al
conductor del carrier en el que viajaba hasta que me
pareció que le había encontrado la vuelta.
De modo inesperado un día se me presentó la opor-
tunidad de saberlo. Cuando salía de las oficinas de la
compañía me crucé con un oficial.
-¿ Puede manejar un carrier Bren, soldado?
Rápidamente hice la venia y más rápido todavía
respondí: -Sí, señor.
-Bien, hay que llevar aquel al garage. Andando.
Frente a nosotros, junto al cordón estaba el carrier,
y unos doscientos setenta metros más adelante el ga-
rage. Había otros siete carrier estacionados allí, uno
detrás del otro, esperando que los repararan. Salté
rápidamente al asiento del conductor en tanto que el
oficial se encaramaba a mi lado. Miré el tablero de
instrumentos. Al frente mío había una llave. Me acordé
que el conductor lo primero que hacía siempre era
28 EL CONTRABANDISTA DE DIOS

darle una vuelta. El motor tosió una vez y arrancó.


¿ Cuál de esos pedales sería el de embrague? Apreté
uno y se hundió a fondo. Reconocí que hasta ahora
todo había salido a pedir de boca. Puse el carrier en
velocidad, solté el pedal del embrague y dando un
gran salto, al estilo canguro, nos lanzamos al es-
pacio.
El oficial me dirigió una rápida mirada pero no
dijo nada. Ningún carrier Bren arranca con suavidad.
Mientras corría totalmente acelerado por las calles de
la compañía vi que el oficial se agarraba con ambas
manos sosteniendo sus piernas. Cubrimos la distancia
con tan sólo un casi accidente, un sargento que allí
descubrió cuánta facilidad tenía para volar, y así
llegamos a la fila donde estaban los otros carriers.
Vi que me encontraba en un aprieto.
No sabía dónde estaba el freno. Sacudiendo los bra-
zos y con los pies en el aire probé todos los botones
y palancas que encontré. Entre todo lo que encontré
estaba el acelerador y con una última ola de poder nos
abrimos paso en la fila de los carriers Bren estacio-
nados junto al cordón. Los siete saltaron violentamen-
te hacia adelante, golpeándose entre sí hasta que hi-
cimos un alto, con el motor del nuestro silbando y
humeando hasta que por fin el motor se apagó.
Miré al oficial. Tenía la vista clavada al frente, sus
ojos agrandados y la transpiración chorreándole por
los lados de la cara. Se bajó del vehículo, se persignó
y salió disparado sin darse vuelta ni siquiera una
vez para mirar. El sargento corrió hacia mí y me
sacó de un tirón del asiento del conductor.
-¿ Qué diablos le pasa, soldado?
-Me preguntó si sabía manejar, sargento. No me
preguntó si sabía cómo pararlo.
Tal vez fue una suerte para mí que al otro día,
temprano por la mañana, partiéramos para nuestra
primera misión de combate. Según los rumores íba-
mos a relevar a una compañía de comando que había
perdido a tres de cada cuatro de sus hombres.
Al amanecer fuimos aerotransportados al frente.
En seguida supe que me había equivocado respecto
de esta aventura. No era por el peligro, porque me
gustaba; era este asunto de matar. De pronto los
EL SOMBRERO AMARILLO DE PAJA 29

blancos no eran grandes pedazos de papel clavados


sobre un fondo de tierra sino que eran padres y her-
manos como los míos. Muchas veces nuestros blancos
ni siquiera vestían uniforme.
¿ Qué estaba haciendo? ¿ Cómo había llegado allí? Me
sentía mucho más disgustado conmigo mismo de lo
que jamás hubiera creído.
Y entonces ocurrió el incidente que me ha perse-
guido toda mi vida. Pasábamos por una villa que
estaba parcialmente deshabitada. Eso nos daba valor
porque pensábamos que los comunistas no iban a·
minar una villa que todavía estaba habitada. Las
minas terrestres contra la infantería era lo que más
temíamos. Nos mantenían en un continuo estado de
tensión porque temíamos que esos artefactos mutila-
dores explotaran y nos dejaran inválidos y arrastrán-
donos por el resto de nuestros días. Hacía más de
diez semanas que combatíamos todos los días y tenía-
mos los nervios destrozados. Cuando ya habíamos re-
corrido casi la mitad de la villa, que parecía tan tran-
quila, dimos con un nido de minas. Toda la compañía
se enloqueció. Sin recibir órdenes, sin pensarlo, em-
pezamos a disparar. Disparamos a todo lo que vimos.
Cuando recobramos la calma en la villa no quedaba
nada en pie. Bordeamos el área minada y caminamos
cautelosamente a través de la desolación que había-
mos sembrado. Al extremo de la villa vi algo que
casi por poco me enloqueció. Una joven madre indo-
nesia yacía tirada en el suelo, bañada en un charco
de su misma sangre;· sobre su pecho tenía una cria-
tura, un varoncito. La misma bala los había atrave-
sado a los dos. Creo que después de eso me quise
matar. Durante los dos años siguientes me hice fa-
moso entre las tropas holandesas estacionadas en In-
donesia por mis locas bravatas en el campo de batalla.
Me compré un sombrero de paja amarilla y brillante
y lo usé durante los combates. Era un desafío y a
la vez· una invitación. Parecía como si dijera: ¡ Aquí
estoy! ¡ Dispárenme ! En forma gradual se fue unien-
do a mí un grupo de muchachos con reacciones simi-
lares a la mía. Juntos ideamos un lema que pusimos
en el tablero de anuncios en el campamento. "Avívese.
Pierda la cabeza."
30 EL CONTRABANDISTA DE DIOS

Todo lo que hicimos en esos dos años, ya fuera en


el campo de batalla o cuando regresábamos al campa-
mento, era en exceso. Cuando peleábamos, lo hacía-
mos como locos; cuando bebíamos, perdíamos el con-
trol. Juntos íbamos de un bar a otro, arrojando contra
las vidrieras de los negocios las botellas vacías de
ginebra.
Cuando despertaba de esas orgías me preguntaba
por qué lo hacía, pero mi pregunta no tenía contes-
tación. Una vez se me ocurrió que tal vez el capellán
me podría ayudar. Me dijeron que lo podía encontrar
en el bar de los oficiales. Cuando lo vi, noté que
estaba tan achispado y locuaz como cualquiera de los
que se encontraban allí. Salió afuera para verme, pero
cuando le expliqué el motivo por el que había ido a
verlo se echó a reír y me dijo que ya se me pasaría.
-Pero si quiere la próxima vez venga a los cultos
antes de salir para combatir,- me dijo el capellán.
-Así cuando mate lo hará en estado de gracia-.
Pensó que era un chiste muy gracioso y entró para
contárselo a los otros.
En mi desesperación me volví a las personas con
las que había mantenido contacto por carta y me
aventuré a compartir mi confusión con unos pocos
de ellos. En esencia todos me contestaron lo mismo.
"Estás luchando por tu país, Andrés, y por lo tanto,
todo lo demás carece de importancia." Sólo una per-
sona me escribió más que eso. Thile. Se refirió al
pecado. Esa parte de su carta me hacía ver mi propia
maldad. Pero también se refirió al perdón y esto me
desorientó.
Ese sentimiento de culpabilidad me tenía encade-
nado. Nada de lo que hiciera, ya fuera beber, pelear,
escribir cartas o leer las que recibía, nada en abso-
luto parecía aliviar esa influencia que pesaba sobre
mí. Y entonces, un día, cuando estaba de licencia en
Yakarta, caminando por la feria vi un pequeño mono
atado a un poste alto. Estaba sentado arriba del poste
comiendo una fruta. Cuando pasé saltó sobre mi hom-
bro y me dio un gajo de naranja. Me reí. Fue su-
ficiente para que el astuto vendedor indonesio . se
acercara corriendo.
-Señor, el monito lo quiere.
EL SOM BRERO AM ARILLO DE PAJA 31
Volví a reírme. El mono parpadeó dos veces en for-
ma deliberada. También me enseñó sus dientes en una
mueca que podía haber sido una sonrisa.
-¿Cuánto?- Así fue que compré un mono. Lo
llevé conmigo a los cuarteles. Al principio los mucha-
chos estaban fascinados.
-¿Muerde?
-Sólo a los tramposos- dije.
Esta era una observación carente de significado,
pero tan pronto la dije, el mono saltó de mis brazos,
se colgó de las vigas del techo, y de todos los luga-
res allí en la barraca, aterrizó justo sobre la cabeza
de un muchacho grandote, pesado, que había estado
ganando al póker más de la cuenta. De mal humor
se hizo a un lado, moviendo los brazos tratando de
sacar al mono de su cabeza. Todos en la barraca se
reían.
-Quítalo de encima mío -gritó Jan Zwart. -Quí-
talo-.
Extendí los brazos y el mono vino corriendo. Jan
se alisó el cabello, volvió a ar:reglarse la camisa pero
sus ojos tenían un brillo sanguinario. -Lo voy a
matar - dijo tranquilamente.
Y fue así que en un mismo día gané un amigo
y perdí otro. A las pocas semanas de tener el mono
noté que había algo que le hacía doler la barriga.
Un día, mientras lo llevaba observé que sobre la cin-
tura tenía algo que parecía una roncha. Lo acosté sobre
la cama y le dije que .se quedara quieto. Con todo
cuidado separé su pelaje hasta que vi de qué se tra-
taba. Era evidente que cuando el mono era pequeño
alguien había atado un pedazo de alambre alrededor
de su cintura y nunca se lo había quitado. A medida
que el mono fue creciendo el alambre se le fue .in-
crustando en la carne. Debía dolerle muchísimo.
Esa misma tarde lo operé. Con mi navaja le afeité
una franja de unos diez centímetros y medio alrede-
dor de su cintura. Cuando la roncha quedó al descu-
bierto tenía aspecto feo. Mientras que los muchachos
en la barraca miraban, hice un fino corte en su de-
licada carne hasta que el alambre quedó al descubier-
to. El gibón yacía con una paciencia asombrosa. Aún
cuando le hacía doler me miraba con unos ojos que
32 EL CONTRABANDISTA DE DIOS

parecían decirme "me doy cuenta", hasta que por fin


logré quitar el alambre. De inmediato pegó un salto.
Dio una voltereta sobre mi hombro y me tiró del ca-
bello para deleite de todos los muchachos en la ba-
rraca, excepto de Jan.
Después de eso el mono y yo nos hicimos insepa-
rables. Creo que me identifiqué tan plenamente con
él como él conmigo. Tal vez en el alambre aquel yo
veía una especie de paralelo con la cadena de pecado
que aún se cerraba con tanta fuerza alrededor mío
y en· su liberación posiblemente viera lo que yo tanto
anhelaba. Cuando no estaba de servicio durante el día
lo llevaba para corretear conmigo por el bosque. Tro-
taba detrás mío hasta que se cansaba. Entonces se
adelantaba a toda carrera, saltaba y se colgaba de
mis pantalones cortos hasta que por último lo aga-
rraba y lo subía sobre mi hombro. Juntos corríamos
unos quince o veinte kilómetros hasta que me tiraba
al suelo a descansar. Casi siempre había monos en la
copa de los árboles. Mi monito corría hasta allí y
se balanceaba y charlaba con los otros. La primera
vez que pasó esto creí que lo había perdido. Sin em-
bargo, en el mismo momento en que me puse de
pie para regresar sentí un crugido en las ramas de
más arriba de un árbol y las hojas se movieron. Con
un golpe silencioso una vez más el gibón estaba
sobre mis hombros.
Un día, al llegar al campamento riendo y cansado,
me encontré con una carta de mi hermano. Una y
otra vez Ben se refería a un funeral. Tardé mucho
en darme cuenta que se trataba de mamá.
Al parecer me habían mandado un telegrama, pero
nunca lo recibí. Tenía ganas de llorar. Le di un poco
de agua al mono y mientras la tomaba, salí afuera
del campamento. Ni siquiera quería la compañía del
gíbón. Corrí y corrí hasta que me latía dolorosa-
mente el costado. De pronto me di cuenta de lo solo
que me sentiría siempre ahora que no estaba ella.
Y fue en esa semana que Jan Zwart se vengó del
mono. Una tarde, al regresar de la guardia me dieron
la noticia. -Andy, el monito está muerto.
-¿Muerto?- Estaba aturdido. -¿ Qué pasó?
-Uno de los muchachos lo agarró por la cola y lo
EL SOMBRERO AMARILLO DE PAJA 33
golpeó una y otra vez contra la pared.
-¿ Fue Zwart?
Mi compañero no quería hablar.
-¿ Dónde está el monito ahora?
-Afuera, en el matorral.
Lo encontré colgando de una rama. Lo más triste
era que no estaba muerto. Lo bajé y lo llevé de vuelta
a la barraca. Tenía la mandíbula rota y también un
orificio en la garganta. Traté de darle de beber, pero
el agua le salió por el orificio. Jan Zwart me miraba
con cautela, listo para pelear. Pero yo no estaba con
ánimo como para pelear. Los fuertes golpes recibidos
en los últimos días me habían atontado. Por espacio
de diez días lo estuve cuidando y vigilando día y
noche. Le suturé el orificio de la garganta y lo
alimenté con agua azucarada. Le froté los músculos,
le alisé el pelaje; lo mantuve abrigado y le hablé cons-
tantemente. Para mí era un ser al que había liberado
de su esclavitud y no estaba dispuesto a perderlo sin
luchar.
Lenta, muy lentamente el gibón comenzó a comer y
después a arrastrarse alrededor de la cama. También
empezó a sentarse y a regañarme si tardaba en darle
de comer. A los dos meses volvió a correr por el
bosque.
Sin embargo, nunca recobró la confianza en la
gente. La barraca lo aterraba. El único momento que
no temblaba cuando estaba entre la gente era cuando
tanto sus patas como su cola estaban enroscadas alre-
dedor de mi brazo y su cabeza metida adentro de la
pechera de mi camisa.
Cuando nos comunicaron que realizaríamos otra
incursión contra el enemigo pregunté a los muchachos
si alguno de ellos, que supiera manejar, podía pedir
prestado un jeep y llevarme a mí y al g ibón a la selva.
-Quiero dejarlo en libertad allí y alejarme lo más
pronto posible -expliqué. -¿ Habrá alguien que quie-
ra Ilevarrne.?
· -Yo te voy a llevar.
Me di vuelta. Era Jan Zwart. Lo miré a los ojos
por un rato, y él sostuvo la mirada.
-Muy bien.
Mientras íbamos hacia la selva le expliqué al mo- •
nito por qué no podía tenerlo más conmigo. Por fin
34 EL CONTRABANDISTA DE DIOS

nos detuvimos. Mientras que lo depositaba en el suelo,


sus avisados ojitos se clavaron en los míos como si
comprendiera. No trató de treparse de nuevo al jeep.
Cuando arrancamos se sentó y se quedó mirándonos
hasta que nos perdimos de vista.
Al día siguiente, febrero 12 de 1949, nuestra unidad
partió al amanecer.
Hice muy bien de desprenderme del mono entonces
porque nunca más regresé al campamento.

Durante esta misión traté de comportarme como en


las anteriores. Me calé mi sombrero de paja amarilla,
tal como antes, grité con todas mis fuerzas, maldije
y avancé con mi compañía día tras día, pero parecía
que hasta mi desafío me había abandonado.
Pero una mañana una bala me destrozó el tobillo y
quedé fuera de combate.
Sucedió tan repentinamente que en el primer mo-
mento no sentí dolor. No me di cuenta qué había pa-
sado. Habíamos caído en una emboscada. El enemigo
nos cercaba por tres lados y muchas veces hasta en
nuestra plaza fuerte. Por qué me apuntaron al to-
billo y no al sombrero de paja es algo que no sé, pero
mientras corría, súbitamente me caí. Sabía que no
había tropezado y sin embargo no me podía levantar.
Entonces vi que mi bota derecha tenía dos agujeros.
La sangre manaba de ambos.
-Estoy herido -dije tranquilamente. Era un he-
cho y así lo expliqué.
Un compañero me hizo rodar hasta una zanja es-
condida. Por último vinieron los camilleros trayendo
una parihuela. Me acostaron y comenzaron a moverme
para sacarme, agachándose lo más que podían en la
zanja para no ser vistos. Todavía llevaba puesto el
sombrero amarillo y me negué a quitármelo aun cuan-
do sabía que era un buen blanco para las balas. Una
atravesó la copa del sombrero. No me importó.
Horas después, todavía con el sombrero de paja
amarillo, me tendieron sobre una mesa de operacio-
nes en el hospital de evacuación. Tardaron dos horas
y media para suturarme el pie. Los doctores hablaban
sobre si convenía amputármelo o no. El enfermero me
dijo que me quitara el sombrero, pero yo no quise.
EL SOM BRERO AM ARILLO DE PAJA 35
-¿ No sabe lo que es eso? -le preguntó el doctor
al enfermero. -Es la divisa de su unidad. Este es
uno de los muchachos amigo de "perder el seso".
Pero yo no lo había perdido, esa era la ironía
final, el último fracaso. Ni siquiera me había dado
maña para que me volaran la tapa de los sesos sino
tan solo un pie. De alguna manera en toda mi furiosa
autodestrucción nunca consideré esta posibilidad .. Siem-
pre me había visto a mí mismo yendo en llamaradas
de desprecio por toda la farsa de la humanidad. Pero
vivir y estar inválido era lo peor que podía pasarme.
Mi gran aventura había fracasado. Peor todavía, tenía
veinte años y ya había descubierto que no existía una
verdadera aventura en ningún lugar del mundo.
CAPITULO 3
U na piedrecita en un coco

Allí estaba, tendido en el lecho del hospital, con


mi pierna derecha tan apretada por el yeso que casi
ni me podía mover.
Al principio mis compañeros de la unidad me vi-
sitaban. Pero había otros que también se morían o
resultaban heridos en el campo de batalla. Además,
la vida debía continuar. Los doctores me dijeron
que nunca más podría caminar sin bastón. Era mejor
no pensar en esas cosas; poco a poco mis compañeros
dejaron de venir.
Pero no antes de haber llevado a cabo dos cosas
que iban a alterar el curso de mi vida.
La primera fue despachar una carta que nunca ha-
bía tenido la intención de enviar. Era para Thile.
Había adquirido una costumbre muy singular: todas
las veces, cuando volvía de una juerga en el pueblo
o después de una batalla que me repugnaba especial-
mente, le escribía a Thile. Vertía en el papel todas
las cosas sucias y repugnantes que había visto y
hecho, cosas que realmente no podía compartir con
nadie; y luego lo quemaba.
Justo antes de salir para mi último combate había
empezado una de esas cartas para Thile y la había
dejado a medio escribir, allá en mi bolso, en la barra-
ca. Después de haber resultado herido un compañero
, muy servicial revisó mi bolsa en busca de artículos
personales antes de entregarla. Y como era un joven
de mucha iniciativa buscó en mi libreta la dirección
, de Thile y mandó la carta. Era indudable que creía
haberme hecho un gran favor.
-Amigo- me dijo en tono de broma cuando me
visitó en el hospital, -¡ nunca vi una lista con tantos
nombres! ¿ Qué haces? ¿ Es que te dedicas a escribir
a todas las familias de Holanda que tienen una hija
bonita? Pasé como media hora tratando de localizar
UNA PIEDRECITA EN UN Coco 37
el apellido de Thile. Cuidado, no sea que hagas es-
tallar otra guerra.
Posiblemente mi rostro reflejó el horror que sentí
en ese momento porque el muchacho súbitamente pegó
un salto en la silla.
-Oh, Andy, no creí que todavía te dolía tanto.
Perdóname por hacerte un chiste tan malo. Volveré
cuando te sientas mejor.
Pasé varios días tratando de recordar lo que había
escrito en la desgraciada carta. Por lo que recordaba,
comenzaba más o menos así:
Queridísima Thile :
Esta noche me siento muy solo. Ojalá estuvieras
aquí. Me gustaría mirarte a los ojos y decirte to-
das estas cosas y saber que aun así me quieres o que
al menos no me condenas.
En una carta me dijiste que tenía que orar. Quie-
ro decirte que en lugar de orar, lo que hago es
maldecir. Ahora sé palabras que jamás había oído
en Holanda.
A mis compañeros les cuento toda clase de his-
torias obscenas. Cuanto más mal me siento más
se ríen los muchachos. No soy la clase de persona
que tú piensas. Antes me sentía molesto por esta
guerra, ahora no. La vista de los cadáveres reci-
be tan sólo un encogimiento de hombres de mi par-
te, aunque se trata de personas que nosotros mis-
mos hemos matado. No son soldados sino gente
común, hombres de trabajo, mujeres y niños.
No necesito a Dios. No quiero orar. En lugar de
ir a la iglesia me voy a la taberna y bebo hasta
que no me importa nada de nada.
Pero eso no era todo. Había escrito mucho. más
y peor todavía. Angustiado yacía en aquella cuadra
del hospital, tratando de recordar qué era lo que en
la confusión de mi borrachera había escrito. Sin duda
que podía despedirme de ella como amiga. El pro-
blema era que Thile no era tan sólo una "amiga".
Era la mejor amiga que jamás había tenido, y yo
deseaba que llegara a ser algo más todavía.
Las partes de mi cuerpo que no estaban inmoviliza-
das las revolvía en la angosta cama t\-atando de
38 EL CONTRABANDISTA DE DIOS

alejar de mi mente la expresión del rostro de Thile


cuando leyera aquella carta.
Y al mover el brazo, mi mano rozó el libro.
Eso era otra cosa que los muchachos habían hecho
para mí. Habían encontrado la pequeña Biblia de mi
madre en el fondo de mi talego. Jan Zwart fue el
que me la trajo. La había dejado tímidamente en mi
mesa de noche justo antes de despedirse.
-Este libro estaba entre tus cosas- dijo. -No
sabía si lo querías.
Le di las gracias pero no lo agarré. Dudo que jamás
lo hubiera hecho a no ser por las monjas. El hospital
al que me habían destinado lo dirigían las Hermanas
Franciscanas. Pronto aprendí a quererlas a todas.
Desde el amanecer hasta la medianoche estaban ata-
readas en las cuadras limpiando orinales, :vendando
heridas, escribiendo cartas para nosotros, riéndose y
cantando. Nunca las oí quejarse.
Un día le pregunté a una monja que había venido
a bañarme cómo era que tanto ella como las otras
hermanas siempre estaban tan animosas.
-Andy, deberías saberlo. Un buen holandés como
tú tiene que saberlo : es el amor de Cristo-. Al de-
cirlo sus ojos brillaban y supe sin lugar a dudas que
para ella ésta era toda su respuesta: podía haberse pa-
sado hablando toda la tarde y sin embargo no haber
dicho nada más.
-¿ Estás bromeando, no es cierto? -me preguntó
tocando ligeramente con sus dedos la pequeña y ajada
Biblia que seguía sobre la mesa de noche. -Aquí tie-
nes la respuesta.
Por lo tanto, cuando mi inquieta mano la rozó, la
agarré. En los dos años y medio que habían trans-
currido desde que mi madre me la diera, no la había
abierto ni una vez. Pero pensé en las hermanas, en
su alegría, su tranquilidad. -Aquí tienes la res-
puesta ...
Apoyé el librito sobre mi pecho y con un movi-
miento casual volví las páginas hasta llegar a Géne-
sis 1: l. Leí la historia de la creación y la entrada
del pecado en el mundo. Ahora no me parecía tan
ilógica como cuando mi maestra leía en voz alta un
capítulo todas las tardes en tanto que los canales
UNA PIEDRECITA EN UN Coco 39
afuera parecían estar aguardándonos para que los
saltáramos. Seguí leyendo, pasando por alto algunas
cosas para retomar la historia. Por fin, muchos días
más tarde llegué al Nuevo Testamento. Tendido allí,
con mi pierna encerrada dentro de un yeso cubierto
de autógrafos leí los evangelios, captando a medias
su tremendo significado. ¿ Sería cierto todo esto?
Había leído más o menos la mitad del evangelio de
San Juan cuando recibí una carta. La escritura del
sobre me resultaba familiar. ¡ Thile ! Con dedos tem-
blorosos rasgué el sobre. "Queridísimo Andy", decía.
¡ Queridísimo ! La palabra que yo le había escrito
tantas veces pero nunca en una carta que tuviera
intención de enviarle. "Queridísimo Andy, tengo en
mis manos la carta de un muchacho que piensa que
tiene corazón duro. Pero su corazón se está quebran-
tando y me ha mostrado un poquito de ese quebran-
tamiento y yo me siento muy feliz por ello."A conti-
nuación allí, cuando pude volver a leer, de todas
las cosas, había hecho ¡ un bosquejo de un estudio
bíblico de la Biblia! "Este es el único lugar", decía
Thile en su carta, "donde el quebrantamiento del co-
razón del hombre podía comprenderse en términos del
amor de Dios".
Siguieron semanas maravillosas, semanas de leer la
Biblia juntos pese a que nos encontrábamos separados
por una gran distancia. Yo llenaba páginas y más pá-
ginas con preguntas y Thile consultaba a su pastor,
buscaba en su biblioteca e iba hasta lo más profundo
de su corazón en busca de las respuestas. Pero mien-
tras que los meses pasaban en el hospital y a me-
dida que me iban sacando el yeso y podía ver la
pierna encogida y estropeada, y mientras recordaba
la alegría de correr y andar, alegrías que nunca más
me pertenecerí:an, me aferré a una especie de resen-
timiento, que era todo lo contrario del gozo a que
Thile y mis hermanas Franciscanas se referlan.
Tan pronto como pude andar empecé a salir del
hospital todas las tardes después del almuerzo y co-
jeando dolorosamente iba a la taberna más próxima
para beber hasta el olvido. Las monjas nunca me
dijeron nada. Por lo menos en forma directa. Pero
el día antes de embarcarme para casa, la hermana Pa-
40 EL CONTRABANDISTA DE DIOS

tricia, mi monja predilecta, acercó una silla a mi


cama.
-Andy, quiero contarte algo. ¿ Sabes cómo los na-
tivos atrapan a los monos en el bosque?
Mi semblante se iluminó nuevamente pensando en
una historia de monos.
-No. Dígamelo.
-Bueno, verás. Los nativos saben que el mono nun-
ca se separa de nada que quiera aun cuando ello le
cueste la libertad. Y ¿ sabes qué hacen? En uno de
los extremos de un coco hacen un agujero más o me-
nos del tamaño como para que el mono pueda meter
su garra adentro. Después meten adentro del coco
unos guijarros y se ocultan entre la maleza con una
red.
-Tarde o temprano, movido por la curiosidad se
acercará un mono. Agarrará el coco y lo sacudirá.
Querrá ver qué hay adentro y meterá la garra dentro
del agujero. Palpará hasta que toca el guijarro, pero
cuando quiere sacarlo se da cuenta que no puede
sacar la garra sin soltar el guijarro. Y déjame que
te diga que el mono nunca suelta lo que piensa que
es una buena adquisición. Y así es que resulta la
cosa más fácil del mundo atrapar a alguien que se
comporta así.
La hermana Patricia se puso de pie y arrimó de
nuevo la silla. Hizo una breve pausa y me miró di-
rectamente a los ojos.
-¿ Te estás aferrando a algo, Andrés? ¿ A algo que
te 1mpide ser libre?
Y se marchó.
Comprendí perfectamente lo que quiso decirme.
También sabía que su sermón no era para mí. El día
siguiente sería un día extraordinario por dos razo-
nes: una porque cumplía veinte y un años y otra
porque era el día en que el barco hospital partía para
casa. Para celebrarlo reuní a todos los sobrevivientes
de la compañía con la que había llegado a Indonesia
tres años atrás, y que todavía podían caminar o
cojear. Eramos ocho. Nos divertimos en grande. Está-
bamos bulliciosos, gritones y borrachos hasta llegar
a ser belicosos.
CAPITULO 4
Una noche de tormenta

-¡Andrés!- Geltje cruzó corriendo el pequeño


puente y me rodeó con sus brazos. Se dio vuelta y
gritó: -¡ Maartje ! Corre a buscar a papá. ¡ Dile que
Andy está aquí!
En un momento el pequeño jardín se llenó. Maartje
corrió a darme un beso antes de ir a buscar a papá.
Ben estaba allí con su prometida. Me dijeron que
habían esperado para casarse hasta que yo pudiera
estar en la boda. Arie, el flamante esposo de Geltje
se unió al grupo. Cornelio, mi hermano menor, me
estrechó la mano con toda seriedad. No podía quitar
sus ojos de mi bastón. Sabía que se estaría pregun-
tando cuál sería la gravedad de mi herida. En medio
de los besos y abrazos papá vino caminando lentamen-
te alrededor de la casa. Cojeaba un poco. Sus ojos
castaños estaban humedecidos. -¡ ANDRES, MUCHA-
CHO! ¡ QUE LINDO ES TENERTE DE VUELTA
EN CASA!- Su voz era tan fuerte como siempre.
-Cuando quieras, Andrés -dijo Maartje después
de los primeros saludos, -te llevará hasta la tumba
de mamá.
Le contesté que quería ir en seguida. La tumba es-
taba a unas cinco cuadras de casa, pero para andar
ese corto trecho tuve que pedirle a papá que me
· prestara su bicicleta. Sobre el asiento puse la pierna
lisiada y con la otra me fui empujando, mitad en
bicicleta y mitad caminando. ·
-Por lo que veo, está bastante mal -señaló Maartje.
-Piensan que nunca más volveré a caminar como
antes.
La tierra todavía no se había asentado sobre la
tumba de mamá. En un pequeño florero rojo elevado
en la tierra, había flores frescas. Al rato Maartje y
yo regresamos a casa, caminando en silencio.
Por la noche, después que había oscurecido, dije
42 EL CONTRABANDISTA DE DIOS
que quería salir a caminar un rato. Nadie se ofreció
para acompañarme. Sabían lo que quería hacer. Tomé
de nuevo la bicicleta y dando saltos y tumbos fui calle
abajo. El cementerio estaba bañado por la luz de
la luna y era fácil encontrar la tumba. Me senté en
la tierra y le dije mis últimas palabras a mamá.
-Estoy de vuelta, mamá-. Me parecía natural ha-
blar con ella. -Leí tu Biblia, mamá. Al principio no,
pero después la leí.
Reinaba un profundo silencio.
-Mamá, ¿ qué puedo hacer ahora? No puedo ca-
minar ni siquiera una cuadra sin que tenga que de-
tenerme por el dolor. Tú sabes que yo no sirvo para
herrero. En el hospital hay un centro de rehabilita-
ción, pero ¿ qué puedo aprender allí? Me siento tan
inútil, mamá. Y culpable también. Culpable por la
forma en que viví allí. Contéstame, mamá.
Pero no me contestó. La fría luz de la luna daba de
lleno sobre mí, sobre la tumba y el resto de nosotros
en aquel cementerio: los que estaban muertos y los
semi muertos. Luego de una media hora desistí de la
idea de tratar de volver al pasado. Regresé a casa apo-
yado en la bicicleta.
Geltje cosía sentada junto a la mesa de la cocina.
-Estuvimos pensando dónde podrás dormir, Andy-
dij o sin mirarme. -¿ Crees que podrás subir la es-
calera?
Miré el agujero en el cielorraso justo sobre mi
cabeza y en seguida arremetí contra la escalera. Trepé
de un peldaño a la vez, poniendo primero el pie sano
y levantando el otro después. El dolor me hacía trans-
pirar y me di vuelta de manera que los otros no
vieran. Me esperaba mi vieja cama, con sus sábanas
limpias, invitadoras. Me tendí allí por un largo rato,
con la vista fija en el techo inclinado hasta que por
último, próximo a las lágrimas, pese a mis veintiún
años, me quedé dormido preguntándome qué había sido
de mi gran aventura.
A la mañana siguiente, llevando tan sólo mi bastón,
salí cojeando para la villa, deseando volver a fami-
liarizarme con ella. La gente con la que me crucé,
aunque educada, se mostraba turbada. Los que mira-
ban mi uniforme lo hacían con cierto malestar. Tam-
UNA N OCHE DE TORMENTA 43

bién me miraban el pie. -¿ Te heriste allá en las


Indias Orientales o en alguna otra parte? -me pre-
guntaban. Era obvio que la guerra no era popular en
Holanda, como supongo que las guerras que se pierden
no lo son. Era sabido ahora que muy pronto Indone-
sia se independizaría y por lo tanto resultaba más
fácil fingir que siempre habíamos tenido la intención
de que así fuera. Los veteranos que regresaban, sólo
servían para hacer más difíciles las cosas.
Por una extraña razón que no podía comprender,
encaminé mis pasos a la casa de los Whetstra. Los en-
contré en la casa y acepté con placer su invitación
para tomar un café. Nos sentamos alrededor de la
mesa de la cocina en tanto que el señor Whetstra me
hacía preguntas sobre Sukarno y los comunistas hasta
que por último me hizo preguntas más personales.
-¿ Encontraste aquella aventura que querías,
Andy?
Bajé la vista. -No realmente- contesté.
-Bueno -señaló-. Tendremos que seguir orando.
-¿ Para aventuras? ¿ Para mí?-. Sentí que monta-
ba en cólera. -Claro, me siento muy bien como para
tener una aventura. Cuando me llame saldré a su
encuentro cojeando.
De inmediato me sentí avergonzado. ¿ Por qué le ha-
bía respondido de ese modo? Me fui de su casa con
la sensación de que había arruinado una amistad.
También tenía muchos deseos de ver a Kees. Lo
encontré en su casa, en su cuarto, arriba, inclinado
sobre una pila de libros. Después de un saludo más
bien tenso, tomé uno de los libros y me quedé muy
sorprendido al ver que era un tratado teológico.
-¿ Qué es esto? -le pregunté,
Kees me sacó el libro de la mano. -He decidido qué
es lo que voy a hacer con mi vida.
-j Qué suerte tienes! ¿ Qué es lo que vas a hacer?
-le pregunté casi sin poder dar crédito a la respuesta
que sabía me iba a dar.
-Quiero entrar en el ministerio. El pastor Vander-
hoop me está ayudando.
Kees me había puesto en un aprieto y salí de su
casa tan pronto como la buena educación me lo per-
mitió.
44 EL CONTRABANDISTA DE DIOS

El hospital de veteranos en Doorn era un com-


plejo enorme de centros de recuperación. Dormitorios
y unidades de rehabilitación, pero la cualidad más
importante era el aburrimiento. Me desagradaban los
ejercicios, aborrecía la escuela industrial, pero lo que
más odiaba era la terapia educacional.
Teníamos que hacer jarrones de arcilla pegajosa y
difícil de manejar. Nunca pude encontrar la vuelta
para hacerlos aunque todo lo que se requería era poner
la arcilla justo en el centro de la rueda dando vueltas
en tanto que con los dedos se la trabajaba, dándole
forma. Por alguna razón que no acierto a explicar
nunca podía encontrar el centro. Me resultaba tan
exasperante que en más de una oportunidad arrojé
la· arcilla contra la pared.
El primer fin de semana fui a ver a Thile. En el
ómnibus que me llevaba a Gorkum trataba de decirme
que no podía ser tan hermosa como la recordaba.
Y luego cojeando, pasé a través de la puerta del ne-
gocio de su padre y allí estaba.
Sus ojos eran más negros aún, su cutis más blanco
que el de cualquier persona en el mundo. Aun bajo
la mirada de su padre, nuestro apretón de manos se
prolongó más de lo necesario.
-Bienvenido a casa, Andrés.
El papá de Thile salió de detrás del mostrador, lim-
piando las escamas del pescado en su delantal. Me dio
un fuerte apretón de manos.
-¡ Dime todo lo que sepas de las Indias!
Tan pronto como pude salí de la pescadería con
Thile. Pasamos el resto de la tarde charlando sentado
en un largo cabrestante del muelle. Le conté sobre
mi regreso a casa, del esposo de Geltje y de la próxi-
ma boda de Ben. Le hablé sobre el centro de rehabi-
litación, cuánto me disgustaba tener que trabajar con
la arcilla y aunque sabía que se sentiría desilusionada,
le expliqué que mi vida espiritual había llegado a un
punto muerto.
Thile mantenía sus ojos fijos al otro lado del puerto.
-Y sin embargo -señaló dulcemente- Dios no ha
llegado a un punto muerto--. De pronto se echó a
reir. -Pienso que eres como uno de sus pedazos de
arcilla, Andy. Dios tiene un plan para tu vida y trata
UNA NOCHE DE TORMENTA 45

de que te pongas en su centro y tú no haces más que


esquivarte y escurrirte.
Se volvió a mirarme con sus ojos renegridos.
-¿ Cómo lo sabes? ¡ Quizá quiere hacer de ti algo
maravilloso!
Bajé la vista y fingí interesarme en la colilla del
cigarrillo que estaba aplastando contra el cabrestante.
-¿ Cómo qué por ejemplo? -pregunté.
Thile miró con desagrado la alfombra de colillas
desparramadas por el muelle a nuestro lado.
-Como un cenicero - contestó de inmediato.
-¿ Cuánto fumas, Andy?
Poco a poco había ido aumentando hasta llegar
ahora a tres paquetes diarios. -No sé- le contesté.
-Bueno, hay algo que te hace toser. No creo que
sea bueno para ti.
-Por lo visto tienes un montón de planes para me-
jorarme, ¿no es cierto?-. No tuve intención de decir
eso. ¿ Por qué siempre echaba a perderlo todo? Fue
así que de pronto me sentí aislado de todos, aun de
Thile. Ella no sabía lo que era morderse los labios
por dentro, por temor de que el dolor de la pierna
hiciera saltar las lágrimas. Tampoco sabía cómo se
sentía uno cuando una señora se ponía de pie en el
autobús para darme el asiento. Me alejé de Thile sa-
biendo que había dicho todo lo que no quería decir
y nada de lo que quería decirle.
Pasaron dos meses antes de que alguien volviera
a hablarme de religión. Y esta vez no· fue Thile sino
otra hermosa señorita.
Sería la media mañana de un día más bien ventoso,
en Septiembre de 1949. Estábamos sentados en nues-
tras camas leyendo y escribiendo cartas después de los
ejercicios matutinos cuando apareció una enfermera
para decirnos que teníamos una visita. No presté aten-
ción hasta que oí brotar un silbido de admiración de
los labios de veinte muchachos. Miré. De pie en la
puerta, turbada pero halagada al mismo tiempo, es-
taba una rubia fantástica.
-No está mal -dijo por lo bajo Pier, el muchacho
de la cama contigua a la mía.
-No voy a tomarles mucho de su tiempo -señaló
la rubia. -Solamente quiero pedirles que nos visiten
46 EL CONTRABANDISTA DE DIOS

esta noche en la reunión que realizaremos en la carpa.


Habrá muchos refrescos . . .
-¿ De qué clase? -gritó uno.
-Y el ómnibus saldrá de aquí a las siete en punto.
Espero que todos ustedes vengan.
Los muchachos prorrumpieron en aplausos frenéti-
cos y exagerados a la par que gritaban ¡Bis! ¡Bis!
en tanto que la rubia se alejaba. Pero a las siete
en punto todqs estábamos esperando en el salón de
entrada, limpios, cepillados y con el cabello duro por
el fijador. Pier y yo éramos los primeros en la fila.
Estábamos contentos no sólo porque pasaríamos la
velada fuera del hospital sino también porque Pier se
, había escapado hasta el pueblo y al volver traía la
contestación a nuestra pregunta respecto de la clase
de refrescos que servirían. Cuando el ómnibus llegó
al lugar donde se levantaba la carpa, la botella estaba
casi vacía. Nos sentamos bien atrás· y vaciamos el
resto.
A la mayoría de los muchachos parecía divertirles
nuestras payasadas. Los que dirigían la reunión de avi-
vamiento no pensaban lo mismo. Por último un hom-
bre de aspecto divertido, con cara macilenta y ojos
profundos, la clase de persona que me 'disgustaba a
primera vista, se acercó a la tarima y explicó que en
la congregación había dos personas que estaban domi-
nadas por poderes que no podían controlar.
Y cerrando sus ojos pronunció una larga y vehe-
mente oración por la salud de nuestras almas inmor-
tales. Contuvimos la risa hasta que nos dolía la gar-
ganta por el esfuerzo. Pero cuando se pusieron a
cantar una piadosa canción, nos llamó "nuestros her-
manos sobre quiénes los espíritus extraños han gana-
do influencias", no pudimos resistir más. Gritamos, au-
llamos como perros y casi reventamos de risa. Al ver
que no podía continuar orando le pidió al coro que can-
tara. La canción decía "deja ir a mi pueblo ... "
En seguida la congregación se les unió en el re-
frán. "Deja ir a mi pueblo ... " Una y otra vez estas
palabras llenaron la gran carpa.
Terminó la reunión y los veteranos marcharon en
tropel al ómnibus que esperaba. Dentro de mi cabeza
UNA N OCHE DE TORM ENTA 47

seguían resonando las palabras de aquella canción.


"Déjalo ir ... Déjame ir ... "
Sería una tontería, por supuesto, insinuar que una
sencilla canción, una canción oída, ni siquiera cantada,
podía convertirse en una oración que Dios honraría.
Y sin embargo, al día siguiente, durante la temida
hora de terapia ocupacional, pasó algo extraño.
A pesar de que sentía un tremendo malestar, de-
bido a la borrachera de la noche anterior, no cometí
errores con mi rueda. Me senté y arrojé con violencia
un pedazo grande de arcilla gris en la rueda, lo em-
pujé hacia el centro mientras que mi pie trabajaba
muy despacio. De entre mis dedos surgió un florero.
Incrédulo puse otro pedazo de arcilla en la rueda.
Una vez más surgió la forma sin ningún esfuerzo y
tal como la había imaginado.
Horas después, ese mismo día, sucedió algo más in-
quietante. A la tarde, en la hora de descanso, mientras
hojeaba unas revistas que nos habían dado, de pronto
extendí mi mano hacia la Biblia que conservaba sobre
mi mesa de noche, como recuerdo de mi madre. Desde
que había regresado a Holanda no la había vuelto a
abrir. Pero esa tarde, repentinamente me puse a leer-
la, y para mi asombro, la entendí. Todos los pasajes
que me resultaban tan desconcertantes antes, cuando
me esforzaba para comprenderlo, ahora eran claros
y su lectura se me hacía fácil. Leí sin interrupción el
resto del período y esa tarde tuvieron que llamarme
por segunda vez para tomar el té.
Una semana después seguía devorando la Biblia.
Fue entonces que me informaron que podía ir a pasar
largos fines de semana a casa. Allí también, recostado
en mi cama en el altillo, leía hora tras hora. Geltje,
que me traía la sopa, me miraba para ver _si estaba
bien y volvía a bajar sin decir nada.
¿ Qué me pasaba?
Después comencé a ir a la iglesia. Yo que nunca
iba a la iglesia empecé a asistir con tanta regularidad
que todos en el pueblo lo notaron: iba no solamente
los domingos a la mañana sino también a la noche
y a los cultos de los días miércoles. En Noviembre
de 1949 me dieron formalmente de baja en el ejército.
Con parte de la paga que recibí con la baja me com-
48 EL CONTRABANDISTA DE DIOS

pré una reluciente bicicleta nueva y aprendí a peda-


lear empujando con la pierna sana y dejándome llevar
con la lisiada. Todavía no podía dar un paso sin sentir
dolor, pero como ahora tenía ruedas debajo de mis
pies, no me importaba tanto. Los lunes iba a Alkmaar
a una reunión del Ejército de Salvación. Los martes
pedaleaba hasta Amsterdam a un culto bautista. Todas
las noches de la semana encontraba un culto para ir
y en todos tomaba cuidadosas notas de lo que había
dicho el predicador y al otro día me pasaba toda la
mañana mirando los pasajes en la Biblia para com-
probar si todo lo que el predicador había dicho estaba
allí o no.
-¡Andrés!-. Maartje subió la escalera haciendo
equilibrio con una taza de té. -Andrés, ¿ puedo ser
franca contigo?
Me senté. -Por supuesto, Maartje.
-La verdad es que nos preocupa ver que te pasas
todo el tiempo aquí arriba, solo. Siempre leyendo la
Biblia. Y yendo a la iglesia todas las noches. No es
normal. ¿ Qué te pasa, Andy ?-
Me sonreí. -¡ Ojalá lo supiera!
-No podemos evitar el sentirnos preocupados, Andy.
Papá también está preocupado. Dice . . . Se detuvo
como preguntándose cuánto debía decirme. -Papá
dice que es neurosis de guerra-. Y así diciendo bajó
rápidamente por la escalera.
Pensé en lo que me había dicho. ¿ Estaría a punto
de convertirme en un fanático religioso? Sabía que
algunos se habían trastornado e iban por todos lados
citando versículos bíblicos a la gente. ¿ Me pasaría
lo mismo a mí ?
Sin embargo un extraño apremio me impulsaba, yen-
do en bicicleta de una iglesia a otra, estudiando, es-
cuchando, absorbiendo. Pier me escribió pidiéndome
que nos encontráramos y celebráramos el encuentro con
esas borracheras que sabíamos. No contesté su carta.
Tenía intención de hacerlo, pero semanas después la
encontré metida en la contratapa de una biografía
de Hudson Taylor.
También empecé a pasar mucho tiempo con Kees
y con mi maestra de escuela, la señorita Meekle y
con los Whetstra y por supuesto, más que nunca, con
U NA NOCHE DE TORMENTA 49

Thile. Todas las semanas iba en bicicleta a Gorkum


para hablar con Thile sobre lo que leía y escuchaba.
Ya hacía mucho frío para sentarnos en el muelle y
entonces, mientras atendíamos la pescadería, entre
uno y otro cliente, charlábamos.
Al principio Thile estaba contentísima con lo que
me pasaba, pero a medida que las semanas se conver-
tían en meses y continuaba en mi incesante recorrido
por las iglesias, comenzó a inquietarse. -Te vas a
consumir, Andy -- decía. -¿No crees que deberías
moderarte un poquito? Lee otras clases de libros. Ve
al cine de vez en cuando.
No me importaba. Nada en el mundo me atraía fuera
del increíble viaje de exploración en el que me había
embarcado. Algunas veces, me preguntaba si había
encontrado trabajo. Ese era un problema más serio.
Era obvio que hasta que no consiguiera un trabajo
no podría ni siquiera sugerirle el sueño que hacía
tanto tiempo alentaba para ella y para mí. Con toda
diligencia me puse a buscar trabajo.
Antes de encontrar trabajo, sin embargo, ocurrió un
incidente insignificante que cambió mi vida en forma
más radical que lo que la cambiara la bala que había
destrozado el tobillo y el músculo de mi pierna un año
antes. Fue una noche de tormenta, en pleno invierno,
en el año 1950. Estaba en la cama. La cellizca soplaba
a través de los polders como sólo puede hacerlo en
Holanda a mediados de Enero. Me cubrí con las co-
bijas más arriba de la barbilla, sabiendo que afuera
la cellizca casi cubría· la tierra. El viento estaba lleno
de voces. Escuché a la hermana Patricia: "el mono
nunca suelta ... " Oía el coro bajo aquella gran carpa:
"Deja ir a mi pueblo ... "
¿ A qué me estaba aferrando? ¿ Qué era lo que se
había aferrado a mí? ¿ Qué era lo que se interponía
entre mí y mi libertad?
El resto de la casa dormía. Acostado boca arriba,
con las manos detrás de la nuca, la vista fija en
el oscuro cielorr aso, cuando de pronto, muy queda-
mente me desprendí de mi ego. Con una nueva nota
en el viento, que me gritaba que no fuera un necio,
me volví a Dios, me rendí enteramente a él. Mi ora-
ción no expresaba mucha fe. Simplemente dije: "Señor,
si me muestras el camino, te seguiré. Amén."
CAPITULO 5
Un paso de sumisión

Me dormí con los ruidos de la tormenta invernal gri-


tándome. Es curioso que aunque acababa de hacer a
un lado toda pizca de autodefensa me sentía comple-
tamente seguro, con una seguridad desconocida para
mí hasta entonces.
Al otro día me levanté tan contento que tenía que
compartir mi gozo con alguien. No podía hacerlo con
mi familia; ya estaba demasiado preocupada por mí.
Eso me dejaba solamente a los Whetstra y a Kees.
Los Whetstra me comprendieron en seguida. -¡ Glo-
ria al Señor! --exclamó Philip Wheststra.
Sus palabras me resultaron molestas, pero el tono
de su voz me conmovió. Los Whetstra no pensaban
que hubiera hecho algo fuera de lo común. Dijeron
palabras como "nacer de nuevo", pero a pesar de lo
extraño que me resultaba su lenguaje tuve la idea
de que el paso que había dado me llevaba por una
senda bien transitada.
Cuando se lo conté a Kees, él también reconoció la
experiencia en seguida. Estaba sentado en su escri-
torio, rodeado de sus. infaltables libros. Me miró con
aire de entendido. -Lo que te sucedió tiene un nom-
bre- me explicó golpeando con sus dedos un libro
cuya vista estremecía. -Es una crisis de conversión.
Andrés, me gustaría que a esto lo siguiera una pro-
fundización.
Para sorpresa mía, empero, cuando fui a ver a Thile,
no pareció tan contenta como los otros. -¿ No es eso
lo que hacen algunos en las grandes concentraciones?
-me preguntó.
-¡ Pobre Thile ! ¡ Iba a recibir otra sorpresa peor
que la primera! Unas semanas después, a principios
de la primavera de 1950 fui a Amsterdam con Kees
para escuchar a un bien conocido evangelista holan-
dés: Arne Donker. Cuando estaba por terminar su
UN PASO DE SUMISION 51
sermón, el pastor Donker dijo:
-Amigos, durante toda la noche he tenido la sen-
sación de que en esta reunión va a pasar algo ex-
traordinario. Alguien de entre los presentes quiere
dedicarse para la obra en el campo misionero.
-Teatro, ¡bah! - pensé. -Seguramente que se
preparó a alguien de antemano y ahora va a pegar un
salto y correr adelante para añadir un poquito de
emoción a la noche. Pero el señor Donker siguió escu-
driñando al auditorio.
El silencio en el salón se tornó opresivo bajo su
mirada penetrante. Kees también lo sintió. -No me
gustan estas cosas - dijo por lo bajo. -Salgamos
de aquí.
Nos abrimos paso por entre los presentes hasta que
llegamos al pasillo de nuestra fila. Las cabezas se
volvieron ansiosamente. Nos sentamos.
-Bien-dijo el señor Donker por último, -Dios
sabe quién es. El conoce a la persona a la que le
aguarda una vida llena de peligros constantes y de
riesgos. Pienso que tal vez sea una persona joven.
Un muchacho.
En todo el salón la gente volvió su cabeza buscando
alrededor, como si quisiera descubrir a quién se re-
fería el predicador. Y entonces, obedeciendo a una in-
timación que nunca comprenderé, Kees y yo nos pu-
simos de pie.
-Ah, sí, ahí están dos jóvenes. Magnífico. ¿ Quieren
pasar adelante, muchachos?
Con un suspiro Kees y yo caminamos por el pasillo
hasta el frente. Como en un sueño nos arrodillamos
y el señor Donker oró por nosotros.
Mientras él oraba, todo lo que yo podía pensar era
qué diría Thile de todo esto. ¿ De veras, Andrés? Se
sentiría molesta y ofendida. ¿ Caminaste por el pa-
sillo, hasta el frente no es cierto?
Pero aún faltaba lo peor. Después que terminó de
orar, el predicador nos dijo que quería vernos luego
de la reunión. A regañadientes y con la leve sospecha
de que posiblemente fuera un embaucador, nos que-
damos atrás. Cuando la gente se retiró, el señor Donker
nos preguntó cómo nos llamábamos.
-Andrés y Kees- repitió. -Bueno muchachos,
52 EL CONTRABANDISTA DE DIOS

¿ están listos para su primera tarea?


Antes de que pudiéramos decir nada continuó:
-Quiero que vuelvan a su pueblo. ¿ De dónde son, mu-
chachos?
-Witte.
-¿ Los dos de Witte? ¡Estupendo! Quiero que
vuelvan a Witte y celebren una reunión al aire libre
frente a la casa del alcalde. Ese es el patrón bíblico.
Jesús dijo a sus discípulos que predicaran las buenas
nuevas comenzando por Jerusalén. Tenían que comen-
zar a predicar allí, donde vivían ...
Sus palabras explotaron en mi mente una por una,
como si fueran los proyectiles de un mortero. ¿ Sabía
acaso lo que pedía?
-No se preocupen, yo los acompañaré- dijo el
señor Donker. -No tienen por qué tener miedo. Todo
lo que necesitan es acostumbrarse. Yo voy a hablar
primero ...
Casi ni le oía. Pensaba en lo mucho que me fasti-
diaban los predicadores callejeros, fuera quien fuera.
En mi conciencia seguían amontonándose más pa-
labras.
-... tenemos pues una cita. El sábado a la tarde
en Witte.
-Sí, señor -dije, aunque quería decir no.
-¿ Y tú, hijo? -el señor Donker le preguntó a
Kees.
-Sí, señor.
Kees y yo volvimos a casa en ómnibus, envueltos
en un pasmoso silencio. Cada uno secretamente culpan-
do al otro por habernos metido en ese lío.
Todo Witte estuvo en la reunión. Hasta los perros
del pueblo estuvieron presentes en el espectáculo. Junto
con el evangelista nos paramos sobre una pequeña pla-
taforma hecha de cajones y miramos a un mar de
rostros familiares. Algunos se reían abiertamente.
Otros sólo hacían muecas de burla mientras que unos
pocos, al igual que los Whetstra y la señorita Meekle
asentían aprobatoriamente.
La media hora siguiente fue una pesadilla. No re-
cuerdo ni una palabra de lo que dijeron Kees o el
señor Donker. Tan solamente recuerdo el instante
cuando el predicador se volvió hacia mí y esperó. Di
U N PASO DE SUM ISION 53

un paso adelante. Un silencio aterrador me dio la


bienvenida. Di otro paso y me encontré al borde de
la plataforma, contento por los holgados pantalones
holandeses que ocultaban el temblor de mis rodillas.
No pude recordar nada de lo que pensaba decir.
Todo lo que pude hacer fue contar lo vil y culpable
que me sentía al regresar de Indonesia y cómo había
llevado la carga de lo que era y lo que quería de
la vida, hasta que una noche, durante una tormenta,
me deshice de mi carga. Les conté lo libre que me
había sentido desde entonces, es decir, hasta que el
señor Donker me había atrapado para que les dijera
que quería ser misionero.
-Pero -dije a los presentes, -quizás les dé una
sorpresa ...
Casi temía mi próxima cita con Thile. No es fácil
explicarle a la muchacha con la que uno espera casarse
que de pronto ha decidido ser misionero. ¿ Qué clase
de vida era esa para ofrecerle? Trabajo duro, poca
paga, posiblemente un modo de vivir poco agradable
en un lugar remoto.
¿ Cómo podría siquiera sugerirle esa clase de vida
a menos que ella misma sintiera el mismo llamado
que yo?
Fue así que a la semana siguiente inicié mi cam-
paña para hacer de Thile una misionera. Le conté
sobre el momento, en aquella reunión, en que la con-
vicción se había apoderado de mí y cuán seguro me
había sentido desdé ese momento dé que la mano de
Dios estaba en esta elección.
Por extraño que parezca, lo que le resultó más
difícil de aceptar a Thile no fueron los rigores de la
vida en el campo misionero sino el hecho de que había
pasado al altar frente a toda esa gente. ·
-En una cosa estoy de acuerdo con el señor Donker,
sin embargo -señaló- y es que el lugar para co-
menzar un ministerio es en casa. ¿ Por qué no te
consigues un trabajo en los alrededores de Witte y con-
sideras ese tu campo misionero al principio? Pronto
te darás cuenta si realmente quieres ser un misionero
o no.
Esto era lógico. La industria más grande en los
alrededores de Witte era la gran fábrica de chocolate
54 EL CONTRABANDISTA DE DIOS

Ringer, en Alkmaar. Arie, el esposo de Geltje tra-


bajaba allí y prometió recomendarme en la oficina
de personal.
La víspera de ir en bicicleta hasta Alkmaar para
solicitar un empleo tuve un sueño maravilloso. Soñé
que la fábrica estaba llena de personas desalentadas,
las que pronto notaban algo distinto en mí. Se jun-
taban alrededor mío buscando saber mi secreto. Cuan-
do se lo decía comprendían la verdad. Nos arrodilla-
mos juntos ...
Realmente me dio pena cuando tuve que desper-
tarme.

Me senté en un banco de madera, afuera de la


oficina de personal, en la fábrica Ringer. El empala-
goso aroma del chocolate llenaba el aire, pesado y
poco apetecible.
-¡ El próximo!
Crucé la puerta tan rápido como pude; había dejado
el bastón en casa. Todavía sentía mucho dolor al ca-
minar pero, excepto cuando estaba cansado, había
aprendido a pararme sobre el tobillo lesionado sin
cojear. El jefe de personal tenía el ceño fruncido mien-
tras examinaba la solicitud que tenía frente suyo.
-Dado de baja por enfermedad- leyó en voz alta.
Me lanzó una mirada suspicaz. -¿ Qué le pasa?
-Nada -contesté, sintiendo cómo el rubor me en-
cendía las mejillas. -Puedo hacer cualquier trabajo
que cualquier persona aquí pueda hacer.
-Quisquilloso, ¿verdad?
Pero me dio trabajo. Tenía que contar las cajas al
extremo de una de las líneas de empaque y llevarlas
al galpón de expedición. Un muchacho de aspecto tran-
quilo me llevó a través de un laberinto de corredores
y escaleras hasta que por último empujó una puerta
que daba a un enorme cuarto de empaque, donde
tal vez unas doscientas muchachas estaban alineadas
alrededor de una docena de cintas transportadoras. Me
dejó frente a una de las cintas.
-Chicas, les presento a Andrés. ¡ Qué se diviertan !
No pude menos que asombrarme al ver que me re-
cibían con un coro de silbidos. En seguida empezaron
a hacer insinuaciones a los gritos. -Eh, Ruthie, ¿ te
UN PASO DE SUMISION 55

gustaría? -Imposible decirlo con sólo mirarlo-. A


esto siguió una conversación fuera de lugar y expre-
siones soeces. Aun los años en el ejército no me ha-
bían preparado para lo que escuché aquella mañana.
Descubrí que la instigadora de esas agudezas obscenas
era una muchacha llamada Greetje. Su tema favorito
era la sodomía. Especuló en voz alta qué animal en-
contraría un compañero en mí. Me sentí agradecido
cuando la carretilla estuvo llena y pude escapar por
unos momentos a lo que parecía como el santuario
de la compañía masculina en el galpón de expedición.
La carretilla quedaba vacía muy pronto y tenía que
volver otra vez a correr a la gama de silbidos en el
gran cuarto de empaque. -Señor, este puede ser un
campo misionero - pensé en tanto que llevaba el re-
cibo de. las cajas a la ventanilla del listero, ubicada
en el medio del cuarto, -pero no el mío. Nunca apren-
deré a hablar con esas muchachas. Cualquier cosa
que diga la tomarán y la distorsionarán hasta -
Me paré. Sonriéndome detrás de la ventanilla en la
oficina del listero estaban los ojos más cálidos que
jamás había visto. Eran castaños. No, eran verdes.
Y ella era muy joven. Rubia. Esbelta. Quizá todavía
era una niña y sin embargo estaba a cargo del tra-
bajo de más responsabilidad de la sección: las órdenes
de trabajo y los recibos de trabajo terminado. Al en-
tregarle el mío a través de la ventanilla, su sonrisa
se convirtió en una carcajada.
-No les haga caso- dijo dulcemente. -Así tratan
a todos los recién llegados. En un par de días será
a otro.
Mi corazón rebosaba de gratitud.
Me entregó una nueva orden de despacho de .la pila
que tenía frente suyo, pero aun así me quedé de pie
allí, mirándola fijamente. En un cuarto donde las
mujeres usaban polvo y colorete en tal cantidad que
podrían integrar un circo, había una muchacha sin
el más leve toque de maquillaje. Tan sólo el color na-
tural de un par de ojos que no eran del mismo color
dos veces. ·
Cuanto más la miraba tanto más seguro estaba de

haberla visto en otro lugar. Pero la pregunta sonaría
56 EL CONTRABANDISTA DE DIOS

como una frase trillada. A regañadientes volví a la


línea de empaque.
Las horas se arrastraban pesadamente. Al fin del
arduo día sobre mis pies, cada paso era una tortura
para mi tobillo. Por más que quise evitarlo empecé
a cojear. Greetje lo advirtió en seguida.
-¿ Qué te pasa, Andy? -dijo a los gritos. -¿ Te
caíste de la cama?
-Indias Orientales -contesté, esperando que se ca-
llara.
Por todo el salón podía escucharse el alarido de
triunfo de Greetje. -Chicas, ¡ aquí tenemos un héroe
de la guerra! ¿ Es cierto lo que dicen de Sukarno,
Andy? ¿ Le gustan muy jóvenes? ·
Fue el peor error que podía haber cometido. Muchos
días después de haber perdido el interés de la novedad
para ellas, seguían haciéndome preguntas sobre la
forma en que ellas se imaginaban que sería la exótica
vida en las Indias Orientales.
Más de una vez hubiera renunciado al trabajo de
puro cansado por el tema único de su conversación si
no hubiera sido por los sonrientes ojos detrás de la
mampara de vidrio. Me acostumbré a ir allí aun cuan-
do no tenía recibos para entregar. Algunas veces junto
con un recibo deslizaba una notita. "Se la ve muy her-
mosa hoy." O si no "hace media hora tenía el ceño
fruncido. ¿ Qué le pasaba?" Me preguntaba cómo se
sentiría frente a las conversaciones que oía y qué haría
en un lugar como ese.
Y siempre me perseguía la idea de que la conocía.
Hacía un mes que trabajaba en la fábrica cuando
pude reunir valor para decirle: -Me siento preocu-
pado por usted. Es muy joven y muy hermosa para
estar trabajando con gente de esta clase.
La muchacha echó para atrás la cabeza y rió. -¿ Por
qué, abuelito? ¡ Qué ideas tan anticuadas que tiene!
La verdad es que -se acercó a la ventanilla- no son
malas chicas. Necesitan contar con amigas y no saben
otro modo de conseguirlas.
Me miró como si estuviera pensando si podría con-
fiarme algo. -Le diré- susurró dulcemente -soy
cristiana. Es por eso que vine a trabajar aquí.
Boquiabierto y asombrado miré a mi compañera mi-
U N PASO DE SUM ISION 57

sionera. De inmediato recordé dónde la había visto


anteriormente. ¡ En el hospital de veteranos! ¡ Era la
chica que nos había invitado para la reunión en la
carpa! Y era allí donde ...
En mi deseo de contarle todo lo que había pasado
y cómo había ido a Ringer con la misma misión que
ella, me faltaron las palabras. Me dijo que se llamaba
Corrie Van Dam. A partir de ese día Corrie y yo
formamos un equipo. Como tenía que recoger las cajas
una vez que estaban listas, necesitaba recorrer toda
la línea de empaquetadoras y siempre me enteraba si
había alguien que tenía algún problema. Se lo comu-
nicaba a Corrie y ella en privado hablaba con la mu-
chacha cuando esta se acercaba a la ventanilla a
buscar su próxima orden.
Así, con el tiempo, formamos un pequeño núcleo
de personas interesadas en lo mismo que nosotros. En
ese entonces el evangelista británico Sidney Wilson
realizaba una serie de reuniones juveniles en los fines
de semana y empezamos a asistir .
Una de las primeras personas que nos acompañó
fue una joven ciega y muy tullida, que trabajaba
en la misma cinta que Greetje. Amy leía Braille y me
enseñó cómo punteaba letras para otros ciegos con su
pequeño punzón y regleta Braille. Me compré uno y
también una copia del alfabeto Braille y empecé a
dejar notas escritas en Braille en la cinta transporta-
dora de chocolate, para que los ágiles dedos de Amy
las encontraran.
Por supuesto que esto era demasiado como para
. que Greetje lo pasara por alto.
-¡ Amy ! -gritó a voz en cuello por entre la hilera
de chicas que trabajaban allí. -¿ Cuánto te ofrece esta
vez?
Dura~ t · mucho tiempo Amy toleró pacientemente
sus inso encias. Un día, sin embargo, al regresar del
galpón de expedición la vi apretando sus ojos sin
vida, tratando de contener las lágrimas.
-Ya me doy cuenta -se jactaba Greetje- por
qué tal vez no te sientes segura.
Me vio e hizo una mueca maliciosa. -Todos los
hombres son iguales en la oscuridad, ¿ no es cierto,
Amy? - gritó.
58 EL CONTRABANDISTA DE DIOS
Me quedé parado en el umbral de la puerta. Esa
mañana, como todas las mañanas cuando iba en bici-
cleta al trabajo, había orado pidiéndole a Dios que me
hiciera saber qué tenía que decir a la gente. La orden
que parecía recibir en ese momento era tan inespe-
rada que me costaba creerla y sin embargo, tan clara,
que la obedecí sin pensar.
-¡ Greetje ! -grité desde donde me encontraba,
-cállate y cállate de una vez y para siempre.
Fue tal el asombro de Greetje que literalmente se
quedó con la boca abierta. Yo también estaba asom-
brado, pero no podía detenerme porque de lo contrario
perdería la iniciativa.
-¡ Greetje ! -dije, volviendo a gritar a través del
salón, -el ómnibus para el salón de Conferencias sale
de aquí a las nueve de la mañana el sábado. Quiero
que vengas.
-Está bien.
Su respuesta fue así de breve. Aguardé para ver si
decía algo más, pero ahora era Greetje la que apre-
taba sus ojos. Mientras que volvía a cargar cajas noté
que un extraño silencio reinaba en todo el cuarto.
Todos estaban un poco asombrados por lo que pasaba.
Y el sábado Greetje se encontraba en el ómnibus.
Esto me sorprendió más que todo. Sin embargo, se
comportaba como de costumbre y nos dijo claramente
que iba tan sólo para averiguar qué era lo que real-
mente sucedía cuando se apagaban las luces.
En el lugar donde se realizaban las conferencias,
Greetje se mantuvo aislada. Durante las conferen-
cias hizo comentarios a soto voce en tanto que los
presentes contaban cómo Dios había obrado un cambio
en sus vidas. Entre una y otra conferencia Greetje
leía una revista romántica.
El domingo por la tarde volvimos en ómnibus a
Alkmaar. Yo había dejado depositada allí mi bicicleta.
Greetje vivía en el pueblo contiguo a Witte. Me pre-
gunté si lograría persuadirla a acompañarme, sen-
tándome detrás mío en la bicicleta. Sería una mag-
nífica oportunidad para lograr su ininterrumpida
atención.
-¿ Puedo llevarte a tu casa, Greetje? Así te aho-
rras el dinero del boleto.
U N PASO DE SUM ISION 59

Greetje frunció los labios y pude adivinar que pe-


saba la desventaja de viajar conmigo contra el precio
del boleto en ómnibus. Por fin se encogió de hombros
y subió a la parte de atrás de mi bicicleta. Con una
guiñada a Corrie, me puse en camino.
Tan pronto como salimos de la ciudad tuve inten-
ción de confrontar a Greetje con su necesidad de Dios.
Pero para mi sorpresa, la orden clara que recibí esta
vez era: ni una palabra sobre religión. Limítate a
mirar el paisaje.
Otra vez me parecía no haber oído bien, pero obe-
decí. Durante todo el viaje no le dije ni una palabra
de religión a mi cautiva. Hablamos sobre los campos
de tulipanes por los que pasamos y me enteré que ella
también había comido bulbos de tulipanes durante
la guerra. Cuando llegamos a la calle donde vivía,
Greetje me sonrió.
Al otro día, al llegar a la fábrica, Corrie me salió
. al encuentro con una mirada radiante. -¿ Qué le di-
jiste a Greetje? Debe haberle pasado algo tremendo.
-¿ Cómo dices? No dije ni una palabra.
Pero el asunto fue que en toda la mañana Gr.eetje
no dijo ni un solo chiste subido de tono. Una vez
a Amy se le cayó una caja de chocolates. Greetje se
arrodilló y recogió los chocolates caídos. A la hora del
almuerzo puso su bandeja al lado de la mía.
-¿ Puedo sentarme contigo?
-Por supuesto -le contesté.
-¿ Te digo lo que pensé? -dijo Greetje. -Pensé
que me ibas a presionar para que tomara "una de-
cisión para Cristo", como decían allá en las reunio-
nes. No te iba a prestar atención. Pero no me dijiste
ni una sola palabra. Y . . . ¿ quieres hacer el favor
de no reírte ?
-Claro que no me río.
-Entonces me pregunté ¿ pensará Andy que he
ido tan lejos que no puedo volver? ¿ Es por eso que
no se molesta en hablarme? Y después empecé a pre-
guntarme si realmente no había ido demasiado lejos.
¿ Me escucharía todavía Dios si le decía que estaba
arrepentida? ¿ Podría también yo empezar de nuevo,
como afirmaban esos muchachos? De todas manera se
lo pedí. Sé que la mía fue una oración bastante tonta,
60 EL CONTRABANDISTA DE DIOS

pero realmente sentí lo que oré. Y, Andy, empecé a


llorar. Lloré casi toda la noche, pero hoy me siento
maravillosamente bien.
Fue la primera conversión que vi. De la noche a
la mañana Greetje era otra, o más bien, era la misma,
pero con un tremendo agregado. Todavía era la ca-
becilla. Aun hablaba hasta por los codos, pero ¡ qué
diferencia! Cuando dejó de contar chistes obscenos e
indecentes muchas de las otras muchachas hicieron
lo mismo. Comenzamos una célula de oración en la
fábrica y Greetje era la encargada. Si el hijo de al-
guien estaba enfermo, si un esposo no tenía trabajo,
Greetje lo sabía y ¡ pobre del obrero que no pusiera
dinero en el sombrero! El cambio operado en ella fue
completo y permanente. Noche tras noche, en mi cama .,
en el desván, allá en Witte, me dormía agradeciéndole •
a Dios por haberme permitido tener una parte en esta
transformación. La fábrica ahora era un lugar distinto
y todo como resultado de la obediencia.

Un día, cuando pasé en mi bicicleta por el portón


principal, me esperaba una sorpresa.
-El señor Ringer quiere verte ~dijo Corrie.
-¡ El señor Ringer ! Debo haberme metido en un
lío. Tal vez se enteró que estoy haciendo proselitismo
durante las horas de trabajo. Una secretaria man-
tuvo abierta la puerta de la oficina privada del presi-
dente. El señor Ringer estaba sentado en un enorme
sillón de cuero y me hizo señas de que me sentara en
otro. Me senté al borde del almohadón.
-Andrés -empezó el señor Ringer, -¿ se acuerda
del examen sicológico que tornarnos hace dos semanas?
-Sí, señor.
-Por el examen hemos comprobado que tiene un
Cociente Intelectual más bien excepcional.
No tenía noción de lo que era un C. I. pero corno
él sonreía, yo también me sonreí.
-Hemos decidido -prosiguió- ponerlo en uno de los
cursos de capacitación administrativa. Quiero que se
torne dos semanas y recorra toda la fábrica obser-
vando todos los trabajos; Cuando encuentre uno de
su agrado hágarnelo saber, para que podamos pre-
pararlo.
U N PASO DE SUM ISION 61
Cuando por fin pude hablar, dije: -Ya sé cuál es
el trabajo que me gustaría. Quisiera ser como la per-
sona que habló conmigo después que dimos el examen.
-Un analista de trabajo - señaló el señor Ringer.
Sus ojos penetraron los míos. -Y supongo -añadió-
que mientras habla sobre asuntos de trabajo no va a
poner reparos si se presenta el asunto de religión, ¿ no
es cierto?
Sentí que el rubor me subía a las mejillas.
-Sí- agregó, -sabemos acerca del proselitismo
que hace arriba. Si me permite le diré que estimo
esta clase de trabajo mucho más importante que la
elaboración de chocolates.
Se sonrió al ver la expresión de alivio en mi rostro.
-No veo ninguna razón, Andrés, que le impida
hacer ambas cosas. Si puede ayudarme a que mi fá-
brica mejore mientras consigue reclutas para el reino
de Dios, me voy a sentir satisfecho.
Thile se móstró extática respecto del nuevo trabajo.
Esperaba que me resultaría tan interesante que me
olvidaría de la obra misionera, pero no pude. Aunque
estaba encantado con mi nuevo trabajo, me sentía más
persuadido cada día de que Dios me llamaba para otra
cosa. A cambio de mi preparación como analista,
convine en quedarme en Ringer otros dos años. Cuan-
do pasara ese tiempo, tendría que dejarlo.
Al ver mi decisión Thile dejó de argumentar y se
puso manos a la obra para ayudarme. Ella asistía a
la Iglesia Holandesa Reformada, que tiene muchas
obras en el extranjero. Escribió a todos los campos
misioneros preguntando cuáles eran los requisitos para
servir allí. Las respuestas eran idénticas: la ordena-
ción era el primer paso para la obra misionera.
Sin embargo, cuando escribí al Seminario Holandés
Reformado me encontré que para completar los estu-
dios que había perdido durante la guerra y los estu-
dios teológicos, pasarían doce años. ¡ Doce años! Se
me vino el alma a los pies. Sin embargo, en seguida
me inscribí en algunos cursos por correspondencia.
Los libros eran el problema más grande. No tenía
ahorrado dinero de ninguna clase. Y ahora que Greetje
estaba a cargo de las buenas obras en la fábrica, todo
florín que Greetje no necesitaba para la casa, rápida-
62 EL CONTRABANDISTA DE DIOS

mente era destinado para buenas obras.


Una tarde, mientras fumaba un cigarrillo y pen-
saba en este problema, tuve la sensación de que en
mis manos tenía la respuesta. Miré el pequeño y sutil
cilindro blanco, en uno de cuyos extremos flotaba una
espiral de humo. ¿ Cuánto gastaba en cigarrillos se-
manalmente? Hice un cálculo por demás revelador. Lo
suficiente como para comprar un libro todas las se-
manas del año. Suficiente como para llegar a ser
el poseedor del ejemplar que leía, de unas páginas por
vez, allá, en el fondo de la librería.
No me resultó fácil dejarlo. Pienso que me gustaba
fumar tanto como a cualquier otro holandés, lo que
equivale a mucho. Pero dejé y poco a poco, sobre la
mesita que había entre la cama de Cornelio y la mía,
fue creciendo una biblioteca. Una gramática alemana,
otra inglesa, una historia de la iglesia, un comentario
bíblico. Fuera de la Biblia y el himnario, esos eran
los primeros libros que alguien de nuestra familia
jamás había tenido. Durante dos años leí en todo
momento libre.
Cuando la señorita Meekle se enteró de lo que yo es-
taba haciendo se ofreció para ayudarme con el inglés.
Y yo acepté su ayuda muy agradecido. Era una maes-
tra maravillosa. Se mostraba amable cuando yo me
sentía desanimado y entusiasta cuando mi resolución •
flaqueaba. Si su pronunciación parecía un poco distin-
ta del inglés que oía de vez en cuando en el inalám-
brico de mamá, culpé a la electrónica y con cuidado
procuré imitar a la señorita Meekle.
Pero aunque la señorita Meekle estaba contenta al
ver mi determinación de completar mis estudios, no
estaba muy segura sobre el seminario. -¿ Piensas
realmente que necesitas la ordenación para poder
ayudar a los necesitados? - me decía. -Tienes vein-
ticuatro años y a este paso tendrás bien cumplidos
los treinta antes de empezar. Con toda seguridad que
en el campo misionero hay trabajo para los laicos.
No te estoy diciendo, Andrés. Solamente pregunto.
Y por supuesto que esa era la pregunta que yo
tamhién me hacía casi a diario. Un fin de semana
estaba conversando con Sidney Wilson sobre el par-
ticular. Eramos muchos los de Ringer que ahora asis-
U N PASO DE SUMISION 63
tíamos a sus reuniones de fines de semana y reser-
vábamos todo el Centro de Conferencias para nosotros.
Mientras que yo refunfuñaba por la pérdida de tiempo
y las formalidades de la educación, él se echó a reir.
-Hablas como los de la C. E. M.
-¿C. E.M.?
-La Cruzada Evangelística Mundial --explicó. -Es
un grupo británico que prepara misioneros para ir
a regiones del mundo donde las iglesias no tienen pro-
gramas. Ellos piensan como tú respecto de la espera.
-La obra misionera de las iglesias -me dijo-
es manejada por presupuestos. La Junta de Misiones
aguarda hasta tener el dinero o por lo menos saber
de dónde vendrá antes de enviar a alguien. En la
C. E. M. no era así. Si pensaban que Dios quería a
alguien en un determinado lugar, lo enviaban allí y
confiaban que Dios se ocuparía de los detalles.
-Lo mismo pasa con los hombres que mandan-
prosiguió el señor Wilson. -Si estiman que alguien
tiene un llamado genuino y una consagración pro-
funda, no les importa si no posee ningún título habi-
litante. Lo preparan en su propia escuela por espacio
de dos años y luego lo envían.
Eso era lo que me llamaba la atención a mí, pero
no estaba tan seguro respecto de las finanzas. Conocía
a muchos que decían que "confiaban en Dios", para
sus necesidades, pero la mayoría de ellos en realidad
eran mendigos. No pedían dinero en forma directa,
sino que lo insinuaban al pasar. En los alrededores
de Witte se les conocía como los misioneros "insinua-
dores". Y se decía que no vivían por fe sino por
indirectas. No, lo que había visto de ellos era bajo y
poco digno. Si Cristo era el Rey y ellos sus embaja-
dores, seguramente que no hablaban muy bien del
-estado de su erario.
Es sorprendente que fuera Kees, que por tantos
años se había estado preparando para el ministerio, el
que se mostrara más interesado cuando le conté lo
que me había dicho el señor Wilson.
-"Les mandó que no llevasen nada . . . ni pan, ni
dinero", dijo Kees. -Del punto de vista teológico es
correcto. Me gustaría saber más .sobre la C. E. M.
Y unos meses más tarde se nos presentó la opor-
64 EL CONTRABANDISTA DE DIOS

tunidad. Un día Sidney Wilson me llamó a Ringer para


decirme que alguien de la sede central de la C. E. M.
se encontraba en Haarlen.
-Se llama J ohnson. ¿ Por qué no vas a verlo mien-
tras está allí, Andy?
Y ese fin de semana monté en mi bicicleta y fui
hasta Haarlen. Tal como pensaba. El señor J ohnson
era delgado y macilento, y su ropa decía bien a las
claras que había sido sacado de algún barril mi-
sionero.
Sin embargo, cuando hablamos sobre el trabajo que
su misión realizada por todo el mundo, su rostro ma-
cilento cobró vida. Era obvio que atribuyera todo lo
realizado a la C. E. M. y a la escuela de capacitación
que la C. E. M. tenía en Glasgow (Escocia) y a sus
maestros, muchos de los cuales enseñaban sin percibir
salario. Entre ellos había doctores de teología y exege-
tas bíblicos y especialistas en otras materias. Pero en
el cuerpo de profesores había también albañiles, plo-
meros y electricistas ya que los estudiantes recibían
preparación para comenzar una obra misionera en
un lugar donde no hubiera ninguna. -Y aun esto
-dijo- no era el verdadero énfasis. La verdadera
meta de la escuela era simple: preparar los mejores
cristianos que esos estudiantes estaban en condiciones
de ser.
Tan pronto como llegué a Witte fui a ver a Kees.
Juntos salimos a dar una vuelta en bicicleta por los
polders. Las preguntas de Kees eran· directas y prác-
ticas, la clase de preguntas que haría si estuviera
pensando en dejar todo e inscribirse al otro día. ¿ De
cuánto era la cuota de matriculación? ¿ Cuándo se
iniciaba el próximo curso? ¿ Qué idioma era necesario?
Yo no había estado tan interesado como para hacer
todas esas preguntas. Le di a Kees la dirección de
la sede central de la C. E. M. en Londres y aguardé
las noticias que sabía que recibiría. Y en efecto, unos
días después Kees me contó que había solicitado ad-
misión en la escuela en Glasgow.
A causa de sus condiciones Kees fue aceptado casi
de inmediato. Al regresar a casa luego de mi trabajo
en Ringer encontraba entusiastas cartas de Kees,
quien entonces estaba en Glasgow. En sus cartas me
UN PASO DE SUM ISION 65

describía lo que hacía allá, las materias que cursaba,


los descubrimientos que estaba haciendo relativos a
la vida cristiana. Yo ya hacía más de dos años que
trabajaba en la fábrica, tal como le había prometido
al señor Ringer cuando me preparó para el nuevo
trabajo. Seguramente que esa escuela de la C. E. M.
era el lugar que a mí también me convenía.
Y sin embargo no me decidía a ir. Parecía que tenía
tantas cosas en mi contra: carecía de la preparación
de Kees y aunque lo hubiera podido esconder a los
ojos de otros, tenía un tobillo estropeado. ¿ Cómo po-
dría ser misionero si no podía caminar ni una cuadra
en la ciudad sin sentir dolor? ¿ Realmente tenía la in-
tención de ser un misionero o era tan sólo un sueño
romántico por el que me dejaba dominar? Muchas
veces Sidney Wilson había hablado sobre la oración
persistente; la que no cesa de pedir hasta tener con-
testación. Bueno, la pondría a prueba. Un domingo de
Septiembre de 1952 fui hasta los polders donde sabía
que podía orar en voz alta sin ser interrumpido. Me
senté al borde de un canal y me puse a orar a Dios
de la misma manera que podía haber conversado con
Thile. Llegó la hora del café, y los cigarros, y yo
seguía orando. Pasó la tarde y llegó el anochecer y
seguía firme, pero no había alcanzado el punto que
me indicara que había encontrado la voluntad de Dios
para mi vida.
-¿ Qué es, Señor? ¿ Qué es lo que estoy retenien-
do? ¿ Qué es lo que uso como una excusa para no ser-
virte en cualquier lugar que quieras?
Y fue entonces, allí en el canal, que tuve la res-
puesta. Todas las veces que le había dicho "sí" al
Señor, siempre había dicho un "sí", "pero". "Sí, pero
no tengo instrucción". "Sí, pero estoy lisiado." ·
Con mi próximo aliento dije "sí". Lo dije de una
manera totalmente distinta, sin limitaciones. -Iré,
Señor -dije. -No importa si es por medio de la or-
denación o del programa de la C. E.M. o por medio de
mi trabajo en Ringer. Donde quieras, como quieras
y de cualquiera manera que quieras, iré Señor. Y co-
menzaré ahora mismo Señor, al ponerme de pie aquí,
en este lugar, y mientras doy mi primer paso ¿lo
66 EL CONTRABANDISTA DE DIOS

considerarás como un paso hacia la total obediencia


a ti?
Me puse de pie. Di un paso largo hacia adelante.
En ese preciso momento sentí un fuerte tirón en la
pierna inválida. Horrorizado pensé que me había tor-
cido el tobillo. Con cautela apoyé el pie en el suelo.
Podía mantenerlo bien apoyado. ¿ Qué había pasado?
Despacio y con mucho cuidado caminé rumbo a casa.
Mientras caminaba había un versículo que me venía
a la mente: "Mientras iban, quedaron sanos."
Al principio no me podía acordar dónde estaba.
Después recordé la historia de los diez leprosos y cómo
en el camino, mientras iban a ver al sacerdote, tal
como Cristo les había mandado, había sucedido el
milagro. Mientras iban, quedaron sanos.
¿ Sería posible que yo también hubiera sido sanado?
Ese domingo a la noche tenía que ir a un culto en
una villa a seis kilómetros de casa. Normalmente hu-
biera ido en bicicleta, pero esa noche no. Iría cami-
nando. Iría a la reunión caminando. Lo hice. Cuando
terminó la reunión un amigo se ofreció para llevarme
en su motocicleta.
-Esta noche, no, gracias. Quiero caminar.
No podía creerlo. Ni tampoco mi familia podía creer
que de veras había ido al culto; habían visto mi bi-
cicleta recostada contra la pared y pensaron que había
cambiado de idea.
Al otro día, en la fábrica, luego de las entrevistas,
acompañé a cada uno de los empleados a sus puestos
en lugar de quedarme "pegado" a la silla como antes.
A media mañana empecé a ·sentir una picazón en el
tobillo y al frotar la vieja herida, se me salieron
dos puntos. Para el fin de semana la incisión, que
nunca había cicatrizado por completo, estaba cerrada.
A la semana siguiente escribí a la escuela de capa-
citación misionera de la C. E. M. en Glasgow, solici-
tando admisión. Un mes después recibí contestación.
Siempre y cuando hubiera vacantes en el dormitorio
de los muchachos podría comenzar los estudios en
Mayo de 1953.
En mi último día de trabajo, Corrie también tenía
una noticia para mí. Se iba de Ringer. La habían
aceptado en una escuela de enfermeras. Miré sus ojos
U N PASO DE SUM ISION 67

radiantes por la alegría y por fin llegué a la con-


clusión de que eran castaños. Retuve sus manos por
un momento, para despedirme rápidamente.
Todavía tenía que enfrentarme con el problema que
más temía: decirle a Thile que me había inscripto en
una escuela solventada por una iglesia que no era
respaldada por ninguna organización y que además
carecía de todos los reconocidos, dignos y tradicionales
requisitos que para ella formaban parte de la edu-
cación y de la religión misma. Fue una tarde muy
triste la que pasamos caminando a lo largo de la ri-
bera en aquella hermosa tarde de primavera en Gor-
kum. Thile habló muy poco. Tenía preparados argu-
mentos para todas sus objeciones, pero en vez de dis-
cutir, se quedó callada. La única vez que pareció real-
mente enojada fue cuando le conté lo de la pierna.
Y para colmo cometí el error de llamarlo un pequeño
milagro. •
-¿No te parece que es un poco demasiado, Andrés?
-me dijo enojada. -Muchas personas tienen heridas,
que día a día mejoran, pero no lo van pregonando por
todas partes como tú ni dicen que se trata de un
milagro.
Esa noche no me quedé a cenar en casa de Thile.
Pensé que necesitaban tiempo para acostumbrarse a
los nuevos planes. Era eso; Thile necesitaba un poco
de tiempo. Ella también comprendería por qué lo que
yo había decidido estaba bien.
Mientras tanto me puse a juntar dinero para el pa-
saje. Vendí las pocas pertenencias que tenía; mi bi-
cicleta, mi precioso estante de libros y compré un
pasaje de ida a Londres. Allí me entrevistaría con
los directores de la C. E. M. antes de continuar viaje
a Glasgow. Una vez que adquirí el pasaje me quedaron
poco más de treinta libras, o sea la cuota para el pri-
mer semestre.
Tenía que partir para Londres el 20 de abril de
1953. Justo antes de ese día se sucedieron tres cosas
en forma tan rápida e imprevista, que quedé tam-
baleando.
Primero fue una carta de Thile. Me decía que había
escrito a la Junta de Misiones de su iglesia para saber
qué opinión tenían sobre la escuela en Glasgow. Le
68 EL CONTRABANDISTA DE Dros

habían escrito que era una organización no acreditada


y que no tenía postura en ningún círculo misionero
con los cuales ellos estaban relacionados.
-Siendo así -decía en su carta- prefería no
verme ni tener noticias mías mientras que estuviera
vinculado con ese grupo. Había firmado la carta,
Thile. No había puesto "con todo cariño, Thile". Había
escrito lisa y llanamente "Thile".
Allí, parado en el umbral de la puerta con la carta
en la mano, procurando comprender lo que significaba
para mí, vi que la señorita Meekle atravesaba el pe-
queño puente de nuestra casa.
-Andrés -dijo -hay algo que me tiene preocu-
pada. Es algo que hubiera querido decirte hace mucho
tiempo, pero no sabía cómo-. Suspiró profundamente
y dijo a toda prisa: -Sabrás, Andrés, que nunca
en realidad tuve oportunidad de oír hablar el inglés.
Sin embargo, he leído mucho y -añadió apresurada-
mente- una señora inglesa con la cual me escribo
dice que mi gramática es excelente-. Hizo una pausa
lastimosa. -Pensé que era mejor que lo supieras-.
Y desapareció.
Todavía estaba tratando de digerir esas dos no-
ticias cuando dos días después recibí un telegrama.
Venía de Londres. "Lamentamos informarle que no se
ha concretado la vacante. Pedido de admisión denegado.
Solicite admisión para 1954."
Tres golpes sucesivos. No había vacante para mí en
la escuela. Posiblemente no podría hablar en el idioma
en que se dictaban los cursos y si me iba, perdería a
mi novia.
La lógica parecía indicar que mi lugar no estaba
en la escuela en Glasgow y sin embargo, inconfundi-
ble, dentro de mí, una vocecita indiferente a todas
las objeciones humanas y lógicas, parecía susurrarme
"ve". Era la voz que he había llamado en el viento,
la que me había dicho que hablara en la fábrica, era
la voz que para la lógica carecía de sentido.
A.l día siguiente me despedí de Maartje y Geltjc
con un beso, estreché la mano de papá y de Cornelio
y corrí hasta el ómnibus que me llevaría en la prime-
ra parte de un viaje que aún continúa.
CAPITULO 6
Por la senda real

Bajé del tren en Londres. En mi mano llevaba un pe-


dazo de papel en el que había escrito la dirección de
las oficinas centrales de la Cruzada de Evangelización
Mundial.
Afuera de la estación ferroviaria, vi ómnibus de
dos pisos, pintados de rojo y coches de alquiler de
color negro, que avanzaban velozmente por lo que
pensé, era el lado contrario de la calzada. Me acerqué
a un policía y mostrándole el papel le pregunté cómo
podía llegar a esa dirección. El policía tomó el papel
y lo miró. Señaló con la cabeza y extendió el brazo.
Por unos segundos, y sin respirar, me hizo un montón
de indicaciones. Lo miré aturdido. No había enten-
dido ni una palabra. Avergonzado tomé el papel, le
dije Dank ou 1 y caminé en la dirección que había
indicado con el primer movimiento de su brazo.
Traté de preguntar a otros policías, pero sin mejores
resultados. No me quedaba otro recurso más que gastar
en un taxímetro unas monedas del poco dinero en
efectivo que tenía. Encontré uno estacionado junto
al cordón y le di al taxista el papel. Mientras viraba
hacia el carril izquierdo cerré mis ojos. Unos minutos
después se detuvo. Señaló el pedazo de papel y en se-
guida un enorme edificio que, a todas luces, estaba
pidiendo que lo pintaran.
Tomé mi valija, subí los escalones de entrada Y
llamé. Una mujer abrió la puerta. Tan bien como
pude le expliqué quién era y por qué estaba allí. La
señora me miró estúpidamente, lo que me dio la pauta
de que no había entendido ni una palabra de lo que le
había dicho. Me hizo señas para que me sentara en
una silla de respaldo alto que había en el corredor Y
1 Thank you (gracias). (N. del T.)

/
70 EL CONTRABANDISTA DE DIOS

desapareció. Regresó trayendo a la rastra a un hom-


bre que hablaba algo de holandés. Una vez más ex-
pliqué quién era y adónde me dirigía.
-Ah, sí, por supuesto. Pero dígame, ¿ no recibió
nuestro cable? Hace tres días le cablegrafiamos que
no había vacante para usted en Glasgow en estos
momentos.
-Sí, recibí el cable.
-¿ Y lo mismo se decidió a venir?
Me alegré al ver que sonreía. -Habrá una vacante
para mí cuando llegue el momento -dije. -Estoy se-
guro de que" así será. Quiero estar preparado.
Volvió a sonreírse y me dijo que esperara un mo-
mento. Volvió con las noticias que esperaba. Podría
quedarme allí, en las oficinas centrales por un tiempo,
siempre y cuando estuviera dispuesto a trabajar.
Así comenzaron los dos meses que considero como
lo más penosos de mi vida.
El trabajo que tenía que hacer no era difícil: tenía
que pintar el edificio de las oficinas centrales de la
C.E.M. No bien me acostumbré a estar subido en la
escalera, disfruté muchísimo mi trabajo. Ni siquiera
me tomé descanso para la coronación de la reina
Isabel. El personal me llamaba a los gritos para que
bajara a ver por televisión la coronación de la reina.
Pero yo prefería seguir encaramado sobre mi "percha".
Desde allí podía ver las banderas en todos los edifi-
cios y la formación de los aviones que volaban sobre
mi cabeza.
Lo más difícil de esos dos meses fue aprender in-
glés. Fue tanto lo que me esforcé para aprenderlo,
que siempre· tenía dolor de cabeza. El personal de la
C.E.M. practicaban lo que llamaban "meditación ma-
tutina". Se levantaban mucho antes del desayuno para
leer la Biblia y orar antes de iniciar los trabajos
del día o de hablar entre ellos. La idea me gustó en
seguida. Me levantaba con el primer canto de las
aves, me vestía y salía al jardín llevando dos libros.
Uno era una Biblia en inglés y el otro un diccionario.
Era una técnica excelente pero tenía algunas desven-
tajas. Durante aquel período mi inglés estuvo lleno
de palabras arcaicas (que había tomado de la versión
de la Biblia que tenía en mi poder). Una vez pedí

11.
POR LA SENDA REAL 71
mantequilla y lo hice con estas palabras: "Así dice el
vecino de Andrés, que tú quisieras sentirte agradado
de pasar la mantequilla." Pero así y todo, estaba
aprendiendo. Después de estar seis semanas en Ingla-
terra, el director de la C.E.M. me pidió que hablara
en el devocional vespertino. En escasos siete minutos
agoté todo mi caudal de palabras en inglés, y me
senté. Dos semanas más tarde volvieron a pedirme
que hablara. Esta vez escogí como mi texto las pala-
bras de Cristo al ciego que estaba junto al camino de
Jericó: "Tu fe te ha salvado". (Fue un gran error
de mi parte ya que en inglés esas palabras se es-
criben con th y esas consonantes para un holandés
son una pesadilla.)
Luego que anuncié mi texto, durante catorce mi-
nutos, por reloj, procuré demostrar mi punto, para
asombro de todo el personal. Al terminar mi breve
sermón todos se juntaron a mi lado. -Estás mejoran-
do, Andy - me decían palmeándome con alegría.
-¡ Casi pudimos entender lo que dijiste! ¡ Catorce
minutos! Eso te hace dos veces mejor que la primera
vez, que hablaste sólo siete.
-¿ De modo que este es nuestro holandés ... ? Muy
bueno su sermón.
La voz que así decía venía desde el fondo. De pie,
allí en el umbral estaba un hombre de mediana edad,
calvo, corpulento, de rubicundas mejillas. No lo había
visto antes. De inmediato me llamó la atención el
brillo de sus ojos: los tenía entreabiertos como si pen-
sara hacer alguna travesura.
-Andr-és, me parece que todavía no conoces al
señor William Hopkins- dijo el director de la C.E.M.
1
Fui hasta el fondo del salón y le extendí mi mano.
William Hopkins me la encerró entre las dos suyas, y
cuando me la soltó me di cuenta que su saludo no
había sido a medias.
-Parece bastante fuerte -dijo el señor Hopkins.
-Si podemos conseguirle los papeles creo que todo va
a andar bien.
Debo haber mirado asombrado ya que el director
me explicó que había llegado el momento de irme de
allí. Había terminado de pintar y les hacía falta la
cama que yo ocupaba para un misionero que regre-
72 EL CONTRABANDISTA DE DIOS
saba. Pero si el señor Hopkins podía conseguir que
las autoridades me permitieran trabajar, podría em-
plearme en Londres y ahorrar dinero para comprar los
libros y para los otros gastos que tendría en Glasgow.
Me enteré que todas las veces que surgían problemas
de esa índole siempre acudían al señor Hopkins.
-Anda a buscar tus cosas, Andrés, mi muchacho
-dijo el señor Hopkins. -Te invitamos a pasar unos
días en casa mientras que te conseguimos trabajo.
No tardé mucho en preparar mi valija. Mientras
guardaba mi cepillo de dientes y la navaja, uno de los
empleados de la C.E.M. me explicó algo sobre el señor
Hopkins. Aunque se trataba de un contratista de re-
cursos, vivía muy pobremente. Casi la totalidad de
sus entradas las destinaba a varias misiones. C.E.M.
era tan sólo una de las misiones caras a su gran
corazón. Pocos momentos después estaba parado en la
puerta del frente saludando al personal de la C.E.M.
-El edificio quedó muy lindo, Andrés -dijo el
director estrechándome la mano.
-Dank ou (gracias).
-A ver, déjanos oír como suena esa th.
-Zi-en-kiú.
Todos se echaron a reír mientras que William Hop-
kins y yo bajábamos los escalones hasta su carmon.
Los Hopkins vivían sobre el río Támesis y su casa
era más o menos como la había imaginado: sencilla,
acogedora. La señora Hopkins era enferma. Se pa-
saba la mayor parte de los días en cama, pero no se
opuso a mi intromisión.
-Siéntete como en tu casa -dijo saludándome.
-Pronto sabrás dónde está la alacena y asimismo
verás que la puerta de calle nunca está cerrada con
pasador. Se volvió a su esposo y vi en sus ojos el
mismo brillo que había visto en los de él. -Y tam-
poco tienes que sorprenderte si algún día encuentras
que un vagabundo está durmiendo en tu cama. Ya ha
pasado. Si llega a pasar otra vez, en la sala de estar
hay mantas y almohadas. Arréglate una cama junto
a la chimenea.
Antes de que pasara la semana iba a descubrir
cuál al pie de la letra había dicho esas palabras. Una
noche al volver a la casa después de otra larga e
POR LA SENDA REAL 73

infructuosa espera en la Secretaría de Trabajo, encon-


tré al señor Hopkins y a su esposa sentados en la
sala.
-No te molestes en ir a tu cuarto, Andrés -dijo
la señora Hopkins. -En tu cama hay un borracho.
Nosotros ya comimos pero te guardamos algo.
Mientras cenaba sentado frente al fuego me contó al-
go sobre el hombre que dormía en mi cama. A fin de res-
guardarse de la lluvia había entrado en la pequeña
misión. El señor Hopkins lo había visto y lo había
llevado a la casa. -Cuando se despierte encontrará
algo de comida y ropa -me dij o la señora Hopkins. -No
sé de dónde vendrá, pero Dios la proveerá.
Y la proveyó. En esa y en docenas de ocasiones si-
milares mientras viví con los Hopkins fui testigo de
cómo Dios suplía sus necesidades de la manera más
inesperada. Nunca vi que nadie se fuera de su casa con
hambre o sin ropa. No era que tuvieran dinero. De
las entradas de su empresa se quedaban con lo indis-
pensable para suplir modestamente sus necesidades.
Los extranjeros, como yo, pordioseros, prostitutas y
borrachos que desfilaban continuamente por su puer-
ta, tenían que ser alimentados por Dios. Y él nunca
dejó de hacerlo. Quizá una vecina venía con una ca-
cerola: -Por si no te sientes con ganas de cocinar
esta noche, queridita-. Quizá alguien pagaba ines-
peradamente una cuenta atrasada o tal vez uno de los
que en alguna ocasión habían sido albergados, en su
casa venía para ver si podía ayudar: -Sí, hijo, claro
que puedes. Esta noche, arriba, en la cama hay un
viejo que no tiene zapatos. ¿ Te parece que si le me-
dimos el pie podrías encontrarle un par?
Pensaba quedarme con los Hopkins uno o dos días
a lo sumo, hasta que consiguiera la autorización para
trabajar. Pero aunque el señor Hopkins y yo fuimos
una y otra vez a la Secretaría de Trabajo, nunca con-
seguí la autorización que necesitaba.
Mientras tanto los Hopkins me pidieron que me que-
dara con ellos. La cosa fue así : al otro día de mi
llegada el señor Hopkins se marchó temprano para
su trabajo. Su esposa debía quedarse en la cama y
yo me encontraba solo. Busqué un cepillo y fregué
el piso de la cocina. Mientras barría el baño vi el
74 EL CONTRABANDISTA DE DIOS

canasto de la ropa sucia, y la lavé. Como a la tarde


las ropas ya estaban secas, las planché, y dado que
el señor Hopkins no había regresado, preparé la cena.
Estaba acostumbrado a hacer esas cosas en casa:
cualquiera de mi familia, hombre o mujer, hubiera
hecho lo mismo. Pero los Hopkins al ver lo que había
hecho se quedaron boquiabiertos. Tal vez porque no
conocían la manera de ser de los holandeses o por-
que no estaban acostumbrados a que alguien se preo-
cupara por sus necesidades. Lo cierto es que se com-
portaron como si yo hubiera hecho algo fuera de lo
común y me pidieron que me quedara con ellos, como
si fuera de la familia.
Lo hice. Me convertí en el jefe cocinero y el lava-
platos y ellos a su vez llegaron a ser mis padres in-
gleses. Al igual que muchísimos otros pronto empecé
a llamarlos "tío Hoppy" y "mamá Hopkins". En verdad,·
en muchas maneras la señora Hopkins me hacía acor-
dar de mi mamá, tanto en su resignación frente al
dolor y su poca salud, como en el hecho de que la
puerta de su casa nunca estaba cerrada para los ne-
cesitados.
En cuanto a tío Hoppy, conocerlo era en sí toda una
escuela. Era un hombre totalmente desprovisto de
prejuicios. Algunas veces cuando iba con él en el
camión a las varias obras en construcción en los al-
rededores de la ciudad, le rogaba, ya que era el pre-
sidente de la empresa, que por lo menos se pusiera
una corbata y se comprara un saco al que no le fal-
taran los codos.
Tío Hoppy se reía de mi perplejidad. -¿ Para qué,
Andy? ¡Na die me conoce aquí!
En su vecindario, sin embargo, era igual. Muchas
veces lo agarraba justo en la puerta cuando salía para
la iglesia con sus pesados zapatones de trabajo y una
barba de dos días. Pero cuando lo reprochaba, me mi-
raba como recriminándome: -Andy, hijito, ¡ si todos
me conocen aquí!
La misión de tío Hoppy a mí me resultaba poco me-
nos que un rompecabezas. Sus puertas siempre es-
taban abiertas y de vez en cuando entraba un vaga-
bundo sólo para echarse un sueño o para calentarse un
poco. Cuando llegaba la hora del culto, por lo general
POR LA SENDA REAL 75
la audiencia del tío Hoppy eran las sillas vacías. Esto,
sin embargo, no parecía molestarle en absoluto. Re-
cuerdo que un día lo oí predicar todo un sermón a
un montón de sillas vacías.
-Esta vez faltó a la cita, -decía tío Hoppy, a los
que de alguna manera no habían entrado, -pero nos
cruzaremos en la calle y cuando esto ocurra, lo sabré.
Ahora escuche lo que Dios tiene para decirle ...
Cuando terminó el sermón, yo puse reparos. -Me
parece que es demasiado místico -dije. -El día que
yo predique quiero hacerlo a seres humanos, a per-
sonas de carne y hueso.
Tío Hoppy se limitó a reírse. -Espera -me dijo,
-antes de volver a casa nos vamos a encontrar con
el hombre que debía haber ocupado esa silla. Y en-
tonces su corazón estará. preparado. Tiempo y lugar
son limitaciones propias de los hombres, Andy; no de-
bemos imponérselas a Dios por la fuerza.
Y pasó que cuando regresábamos a casa se nos acercó
una prostituta. Tío Hoppy se zambulló de nuevo a
la conclusión de su sermón como si la mujer hu-
biera estado sentada escuchándolo embelesada durante
toda su exposición de cuarenta minutos. Esa noche
volví a dormir frente a la chimenea y a la mañana si-
guiente ese incansable contratista y su esposa habían
logrado un nuevo convertido al cristianismo.
Un día recibí una carta de Glasgow. Se había produ-
cido la tan ansiada vacante. Tenía que presentarme a
tiempo para el comienzo de las clases ese otoño.
Hicimos una marcha triunfal alrededor de la cama
de mamá Hoppy tres de nosotros: tío Hoppy, un vaga-
bundo y yo, hasta que de pronto nos dimos cuenta que
eso significaba decirnos adiós. En Septiembre de 1953
salí de Londres con rumbo a la escuela de prepara-
ción misionera en Glasgow.
Esta vez no tuve inconvenientes para encontrar el
camino a la dirección que buscaba. Subí por la colina
llevando mi valija a cuestas hasta que llegué al No. 10
de la calle Príncipe Alberto. El edificio en sí era una
casa de dos pisos, ubicada en una esquina. Un cerco
bajo de piedras rodeaba la propiedad. Se veían pe-
dazos de las rejas del cerco, las que sin duda habían
76 EL CONTRABANDISTA DE DIOS
sido fundidas como material de deshecho durante la
guerra. Sobre la entrada, en una arcada de madera
se leían estas palabras: "Tened fe en Dios".
Sabía que este era el propósito principal del curso
de dos años que se ofrecía allí : ayudar al estudiante
a aprender todo lo posible respecto de la fe. Tenían
que aprenderlo a través de los libros. Aprenderlo a
través de otros y también por medio de sus propias
experiencias. Con renovado entusiasmo pasé debajo de
la arcada hasta el caminito de piedras blancas que
llevaba hasta la puerta.
Kees me abrió la puerta. ¡ Qué lindo fue volver a
ver nuevamente ese sólido rostro holandés! Luego de
palmearnos una y otra vez las espaldas agarró mi
valija y me llevó al piso de arriba. Me presentó a tres
de mis compañeros de cuarto. Me mostró dónde estaba
la escalera de incendios y dónde dormían los otros cua-
renta y cinco jóvenes. Los muchachos en una de las
casas contiguas y las señoritas en otra.
-En cuanto a las chicas, no debemos encontrarnos
con ellas. Es más, casi ni debemos conversar con ellas.
Sólo podemos verlas a la hora de la cena.
Kees se quedó conmigo durante las presentaciones
formales al director, Stewart Dinnen. -El verdadero
propósito de nuestra enseñanza -señaló el señor Din-
nen- es que los alumnos sepan que pueden confiar
en que Dios cumplirá lo que prometió. De aquí no
vamos a los campos misioneros tradicionales sino a
lugares vírgenes. Nuestros graduandos salen por su
cuenta. No serán eficaces si tienen temor o dudan de
que Dios realmente quiso significar lo que dice en
su Palabra. Por lo tanto aquí no les enseñamos tanto
ideas sino más bien a confiar en Dios. Espero que
esto sea lo que busca en esta escuela, Andrés.
-Sí, señor. Es exactamente eso.
-En cuanto a las finanzas, por supuesto sabrá
Andrés, que no cobramos la enseñanza y es porque no
tenemos un cuerpo de profesores a sueldo. Los maes-
tros, los que viven en Londres, yo mismo, ninguno de
nosotros recibimos sueldo. El cuarto, la pensión y
otros gastos para todo el año ascienden a noventa
libras, es decir, un poco más de doscientos cincuenta
dólares. El precio es tan reducido porque los estu-
POR LA SENDA REAL 77

diantes cocinan, limpian y hacen todo. Sin embargo,


pedimos por adelantado las noventa libras. Tengo en-
tendido que no está en condiciones de cumplir con
esto.
-No señor.
-También puede pagar en cuotas. Treinta libras
al comienzo de cada sesión de estudios. Pero por su
bien y por el nuestro, nos gusta insistir en que las
cuotas se abonen puntualmente.
-Tiene la razón señor. Estoy completamente de
acuerdo con usted.
Y lo estaba realmente. Esta sería mi primera expe-
riencia de confiar en Dios para mis necesidades mate-
riales. Tenía las treinta libras que había traído de
Holanda para la cuota del primer semestre. Después
de eso estaría a la expectativa para ver cómo Dios
supliría el dinero. Durante las primeras pocas sema-
nas, sin embargo, había algo que me inquietaba. A la
hora de comer, con frecuencia los muchachos se refe-
rían a la escasez de dinero. Algunas veces, después de
pasar toda la noche en oración por una necesidad de-
terminada, recibían la mitad de lo que necesitaban
o tal vez las tres cuartas partes. Si por ejemplo, en
el hogar de ancianos donde los muchachos realizaban
cultos necesitaban diez mantas, tal vez ellos recibían
lo suficiente como para comprar seis. La Biblia dice
que somos obreros en la viña del Señor. ¿ Era así
cómo el Señor de la viña pagaba a sus· siervos?
Una noche salí para una larga caminata solitaria.
En repetidas oportunidades los estudiantes me ha-
bían advertido de que "no fuera a Patrick". Este era
un barrio bajo al pie de la colina. Decían que era el
refugio de los adictos, borrachos, ladrones y hasta cri-
minales y que era peligroso caminar por sus· calles.
Y sin embargo, esta área me atraía ahora como si
fuera un imán.
A mi alrededor estaban las sucias y descoloridas
calles de Patrick. Los desperdicios volaban por todos
lados. El aire de septiembre era bastante fresco. Antes
de haber caminado cinco cuadras, ya me habían abor-
dado dos mendigos. Les di todo el dinero que tenía en
los bolsillos y los miré mientras iban, con todo des-
78 EL CONTRABANDISTA DE DIOS

caro, hacia la taberna más próxima. Sabía que esos


vagabundos que mendigaban por las calles de los ba-
rrios bajos de Glasgow tenían una entrada mucho
mejor que la de los que allá arriba, en la colina, se
preparaban para salir al campo misionero.
No podía comprender por qué esto me molestaba
tanto. ¿ Sería que me había vuelto codicioso? No lo
creía. Nosotros siempre habíamos sido los más pobres
y nunca me había molestado. ¿ A qué se debería?
Y de pronto, mientras subía la colina hacia la es-
cuela lo supe. No era en absoluto una cuestión de
dinero. Lo que me preocupaba era la relación de de-
pendencia. En la fábrica de chocolate había confiado
en que el señor Ringer me pagaría puntualmente todo
mi sueldo. Con seguridad, me decía a mí mismo, que
si un obrero de una fábrica puede sentirse financie-
ramente seguro, también podría sentirse así un siervo
de Dios.
Caminé hacia el portón de entrada de la escuela. En-
cima mío podía ver las palabras "Tened fe en Dios".
¡ Era eso! No era que necesitara la seguridad de una
cierta suma de dinero sino la seguridad de una rela-
ción. Mis pasos resonaron por el caminito de piedras.
Cada minuto me sentía más seguro de estar muy cerca
de algo sensacional. La escuela estaba en silencio. En
puntillas de pie subí la escalera y me senté junto a
la ventana del dormitorio que miraba hacia Glasgow.
Si iba- a dedicar mi vida al servicio del Rey, necesi-
taba conocer a ese Rey. ¿ Cómo era? ¿ Hasta qué punto
podía confiar en él? ¿ Podría hacerlo de la misma ma-
nera en que confiaba en unas cuantas reglas imper-
sonales? ¿ O podría confiar en él como un dirigente
que no estaba muerto, como un comandante que estaba
muy cerca durante las batallas? La pregunta era de
suma importancia. Si era Rey tan solamente de nom-
bre, sería mejor que regresara a la fábrica de choco-
late, que siguiera siendo cristiano, sabiendo que mi
religión era sólo un montón de principios buenos para
llevarlos a la práctica, pero que apenas demandaban
devoción.
Pero ¿ y si descubría que Dios era una Persona en
el sentido de que se comunicaba, velaba y amaba y
guiaba? Eso sería algo totalmente distinto. A un Rey,
P OR LA SENDA REAL 79

así estaba dispuesto a seguirlo a cualquier guerra.


Y de alguna manera, sentado allí, bañado por la
luz de la luna, aquella noche de septiembre en Glasgow
supe que mi experiencia respecto de la naturaleza
de Dios comenzaría con la cuestión del dinero. Esa
noche me arrodillé frente a la ventana e hice un pacto
con él. -Señor -dije- necesito saber que puedo
confiar en ti en cuanto a las cosas prácticas. Te doy
gracias por haberme permitido ganar el dinero para
este primer semestre. Te pido que me suplas el resto.
Si tengo que atrasarme tan sólo un día en el pago,
sabré que debo volver a la fábrica de chocolate.
Fue una oración infantil, petulante y llena de exi-
gencias. Pero entonces era todavía un bebé en las cosas
de la vida cristiana. Lo extraordinario es que Dios
honró mi oración. Pero no sin ponerme primero a
prueba en algunas maneras bastante divertidas por
cierto.
El primer semestre transcurría velozmente. Por la
mañana estudiábamos Teología Sistemática; Homilé-
tica; Religiones Universales; Lingüística; la clase de
cursos que se dictaban en cualquier seminario. Por
la tarde, realizábamos trabajos prácticos como ser al-
bañilería, plomería, carpintería, primeros auxilios, hi-
giene tropical, reparación de motores. Durante varias
semanas, todos nosotros, las señoritas y los muchachos
trabajamos en la fábrica Ford de Londres, armando y
desarmando un automóvil. Además de esos oficios co-
rrientes nos enseñaban a construir chozas con hojas
de palmera y a hacer vasijas de barro para el agua.
También nos turbábamos en la cocina, en el lava-
dero y la huerta. Nadie estaba exceptuado de estas
tareas. Una de las estudiantes, una doctora alemana,
solía restregar los botes de desperdicios con tanto
esmero como si estuviera preparando la sala de ope-
raciones.
Las semanas transcurrieron tan rápidamente que
pronto llegó el momento en que tendría que salir en
el primero de varios viajes de instrucción en evan-
gelismo.
-Le va a gustar, Andrés -me dijo el señor Dinnen.
-Este viaje lo ayudará para aprender a confiar en
80 EL CONTRABANDISTA DE Dros
Dios. Las reglas son sencillas. Cada estudiante de su
equipo recibirá una libra. Con ese dinero saldrá en
una gira misionera por Escocia, pagará su movilidad,
alojamiento, comida, la publicidad que desee hacer,
el alquiler de los salones y además cualquier invita-
ción que haga.
-¿ Todo eso con una sola libra?
-No, hay algo más. Cuando regrese a la escuela
después de la gira de cuatro semanas ¡ tendrá que
reintegrar el dinero que recibió!
Me eché a reír. -Bueno, la verdad es que me pa-
rece que tendremos que estar pasando el sombrero
continuamente.
-¡ Oh, no! ¡ No está permitido levantar ofrendas!
¡ Eso no! Ni siquiera deben mencionarlo en las reu-
niones. Todo lo que necesite tiene que recibirlo sin
ninguna manipulación de su parte porque de lo con-
trario el experimento fracasará.
Formaba parte de un equipo de cinco muchachos.
Más tarde cuando traté de reconstruir la manera en
que habíamos reunido los fondos durante esas cuatro
semanas, me resultó imposible. Parecía que lo que ne-
cesitábamos siempre estaba allí. A veces era una carta
de los padres de uno de los muchachos que venía con
algo de dinero. Otras recibíamos por correo un cheque
de una iglesia que habíamos visitado días o semanas
antes. Las notas que venían junto con el dinero eran
muy interesantes. "Sé que no necesita dinero, pues
de lo contrario lo hubiera dicho", escribía alguno,
'-'pero Dios no me dejó conciliar el sueño esta noche
hasta que puse esto en un sobre para ti".
. ··Por lo general las contribuciones o las ofrendas ve-
nían en forma de especies. En un pueblecito de las
tierras altas de Escocia nos dieron una vez seiscien-
tos huevos. Desayunábamos con huevos, almorzábamos
huevos, comíamos entremeses a base de huevos antes
de una cena de huevos y como postre: merengues he-
chos con claras de huevo .. Pasaron semanas antes de
que pudiéramos siquiera mirar una gallina.
Pero, ya se tratara de dinero o provisiones, nos
atuvimos a dos reglas: nunca mencionábamos · en
voz alta ninguna necesidad y siempre dábamos el
diezmo de lo que recibíamos tan pronto como lo re-
POR LA SENDA REAL 81
cibíamos, de ser posible dentro de las veinticuatro
horas.
Otro grupo que salió de la escuela al mismo tiempo
que nosotros no fue tan puntual respecto de sus diez-
mos. Apartaban el diez por ciento, sí, pero no lo pa-
gaban en seguida, por "si llegaba a surgir algún im-
previsto". ¡ Por supuesto que se les presentaron im-
previstos! A nosotros también, todos los días, pero
estos jóvenes finalizaron la gira quedando a deber
cuentas de hotel, alquiler de salones y en los mercados
por toda Escocia mientras que nosotros volvimos con
casi diez libras a nuestro favor. Tan pronto como pa-
gamos los diezmos, el Señor era más rápido aún para
proveer nuestras necesidades y al fin de la gira tenía-
mos dinero para mandar a la obra misionera de la
C. E.M.
Hubo ocasiones antes de finalizar la gira, empero,
cuando parecía como si el experimento estuviera a
punto de fracasar. Un fin de semana estábamos cele-
brando unas reuniones en Edimburgo. El primer día
habíamos conseguido reunir a un lindo grupo de jó-
venes y estábamos haciendo planes para ver cómo
podríamos hacer para que volvieran al otro día. De
pronto, sin consultar con nadie, uno de los muchachos
de nuestro grupo se puso de pie y dijo:
-Quisiéramos que todos ustedes vinieran aquí ma-
ñana a la tarde, antes de la reunión, para tomar el
té con nosotros; a las cuatro de la tarde. ¿ Cuántos de
ustedes creen que podrán venir?
Unos doce levantaron la mano y fue así como nos
encontramos comprometidos. Al principio, en lugar de
estar contentos los demás del grupo nos sentíamos ho-
rrorizados. Sabíamos que no teníamos té, ni torta,
ni pan con mantequilla. ¡ Teníamos nada más que
cinco tazas! Tampoco teníamos dinero para · comprar
nada de lo que hacía falta. El último penique lo ha-
bíamos gastado en el alquiler del salón. ¡ Esta sí que
sería realmente una prueba respecto del cuidado de
Dios!
Por un rato parecía como que iba a proveernos
todo por medio de los mismos invitados. Después de la
reunión se nos acercaron varios para decirnos que le
gustaría cooperar con nosotros. Uno ofreció leche, otro
82 EL CONTRABANDISTA DE DIOS

media libra de té; otro azúcar. Una muchachita se


ofreció para traer platos. El té se iba organizando
rápidamente. Sin embargo todavía faltaba algo: la
torta. Un té sin torta no es té para los jóvenes es-
coceses.
Fue así que esa noche, en nuestras craciones, pre-
sentamos el asunto delante del Señor. -Estamos en
un aprieto. De alguna manera tenemos que conse-
guir una torta. ¿ Nos la darás?
Esa noche, mientras dábamos vueltas y más vueltas
envueltos en nuestras mantas, acostados en el piso del
salón, jugamos a las adivinanzas. ¿ De qué manera nos
proveería esa torta el Señor? Entre los cinco pensamos
en todo lo imaginable, o al menos, así creíamos.
Llegó la mañana. Casi esperábamos que un mensa-
jero celestial llamara a la puerta trayéndonos una
torta, pero no vino ninguno. Llegó el correo de la ma-
ñana. Rasgamos el sobre de las dos cartas, esperando
que hubiera dinero. Pero no había. Una señora de una
iglesia cercana vino para ver si podía ayudarnos.
"Torta", era la palabra que teníamos a flor de labios,
pero nos la tragamos. Hicimos un gesto con la cabeza.
-Todo -le aseguramos- está en las manos del
Señor.
El té estaba anunciado para las cuatro de la tarde.
A las tres ya habíamos preparado las mesas pero no
teníamos la torta. Las tres y media. Pusimos a hervir
el agua. Cuatro menos cuarto.
Sonó el timbre.
Corrimos a la puerta. Allí estaba el cartero. En sus
manos tenía una caja de regular tamaño.
-¡ Hola, muchachos! -dijo. -Tengo algo para us-
tedes. Me parece que es comida. Entregó el paquete
a uno de los muchachos. -Ya pasó la hora de distri-
bución, pero -dijo- no me gusta dejar paquetes pe-
recederos hasta el día siguiente.
Le agradecimos profusamente y tan pronto cerró
la puerta, el que tenía la caja me la entregó ceremo-
niosamente. -Es para ti, Andy- de un tal William
Hopkins, de Londres.
Tomé la caja y la desenvolví con todo cuidado. La
desaté. La desenvolví. Adentro no venía ninguna nota.
Era una gran caja blanca. En Jo profundo de mi
POR LA SENDA REAL 83
corazón sabía que podía permitirmd el lujo de abrirla
lentamente. Al hacerlo, adentro vi, en perfecto estado,
para ser admirada por cinco pares de atónitos ojos,
una enorme y apetitosa torta de chocolate.

Respaldado con esta clase de experiencia, la verdad


es que no me sorprendió en absoluto encontrar, a mi
regreso de la gira, un cheque de los Whetstra, que,
al convertirlo a libras, alcanzó para pagar la cuota de
mi segundo semestre en la escuela. Este parecía pasar
más rápidamente que el primero. ¡ Tanto tenía que
aprender y meditar! Pero, antes de que este segundo
semestre terminara ya había recibido dinero para estar
allí un tercero. Y de todos los lugares, esta vez el di-
nero me lo habían mandado algunos compañeros del
hospital de veteranos. Así también pasó el segundo
año.
Nunca mencioné a nadie las cuotas de la escuela
y sin embargo, siempre recibía el dinero en el mo-
mento preciso para pagar la cuota íntegramente y en
el plazo estipulado. Tampoco recibía más de lo que me
hacía falta para pagar la escuela y a pesar de los que
me ayudaban financieramente no se conocían entre 0
sí, nunca recibí dos cheques juntos.
De continuo experimentaba la fidelidad de Dios a
la vez que iba aprendiendo algo respecto de su buen
humor.
Había hecho un pacto con Dios de que nunca me
quedaría sin dinero para las cuotas de la escuela. Este
pacto sin embargo no decía nada sobre si me faltaba
el jabón o se me acababa el dentífrico o las hojas de
afeitar.
Una mañana vi que se me había terminado el jabón
de lavar la ropa. Cuando busqué en la caja. donde
guardaba el dinero, todo lo que pude juntar fueron
seis peniques. El jabón costaba ocho.
-Señor, tú sabes que tengo que estar aseado. ¿ Puedes
hacer algo respecto de estos dos peniques? Tomé los
seis peniques y me dirigí a la calle donde estaban
todos los negocios. Di unos pasos y vi que en la vidrie-
ra de uno había un anuncio. "Dos peniques de des-
cuento. Compre ya su jabón "SURF". Entré, dejé allí
mis ahorros y retomé el camino hacia la colina sil-
84 EL CONTRABANDISTA DE DIOS

bando alegremente. Era una caja de jabón bien gran-


de. Cuidándolo podía durarme hasta que terminaran
las clases.
Esa noche, sin embargo, uno de los muchachos vio
que estaba lavándome una camisa y gritó: -Eh, Andy,
préstame un poco de jabón, ¿quieres? Se me acabó
el mío.
Por supuesto que le di jabón sin decir una pala-
bra. Lo miraba usar mi precioso SURF con la certeza
de que no me lo devolvería. Todos los días volvía
a pedirme un poco más de jabón, y todos los días
yo tenía que usar un poco menos.
Y después fue el dentífrico. El tubo estaba comple-
tamente vacío. Lo había apretado, torcido, abierto y
raspado. ¡Agotado! Recordaba que en alguna parte
había leído que la sal de cocina sirve como dentífrico
y aunque tenía los dientes limpios, mi boca lucía una
mueca permanente.
Para no ser menos, las hojas de afeitar también.
Había guardado las hojitas usadas y llegó el día en
que tuve que sacarlas a relucir. Como no tenía una
piedra de asentar tuve que asentarlas sobre mi brazo.
Diez minutos todos los días para asentarlas sobre mi
piel, estaba afeitado, pero ¡ a qué precio!
Durante todo ese tiempo me parecía como que Dios
estaba jugando conmigo. Quizá se valía de estas expe-
riencias para enseñarme la diferencia que había entre
el deseo y la necesidad. La pasta de dientes tenía un
buen sabor. Las hojitas de afeitar nuevas afeitaban
con mayor suavidad y rapidez, pero esas cosas eran
lujos y no necesidades. Estaba seguro de que si surgía
una necesidad, Dios me la supliría.
Y llegó el día en que se me presentó una verdadera
necesidad. En Gran Bretaña los extranjeros tenían
la obligación de renovar sus visas a intervalos regu-
lares. Yo tenía que renovar la mía para el 31 de
diciembre de 1954 o de lo contrario tendría que salir
del país. El mes iba pasando y no tenía ni un cen-
tavo en mi haber. ¿ Cómo iba a mandar los formula-
rios a Londres? Una carta certificada costaba un
chelín, doce peniques. Creía que Dios no iba a per-
mitir que me expulsaran de la escuela por no tener
un chelín.
P OR LA SENDA REAL 85

Fue así que el juego que Dios jugaba conmigo tomó


un nuevo cariz. A este juego lo había bautizado con
el nombre de el juego del camino real. Había descu-
bierto que cuando Dios suplía el dinero que me hacía
falta lo hacía de una manera soberana, majestuosa.
Nunca de manera común o corriente.
En tres oportunidades y en relación con esta carta
certificada casi estuve a punto de desviarme del ca-
mino real. Ese último año era presidente del cuerpo
estudiantil. Tenía a mi cargo los fondos de la escuela
destinados a la impresión de tratados. Un día mis
ojos se dirigieron primero al calendario. Era 28 de
diciembre. En seguida miré el dinero. En aquel en-
tonces el fondo tenía varias libras. Seguramente que
no estaría mal tomar un chelín prestado.
Rápidamente deseché la idea.
Llegó el 29 de diciembre. Faltaban dos días. Ya
casi me había olvidado del feo sabor de la sal y cuánto
tardaba para asentar una hojita de afeitar sobre mi
brazo; perplejo con el asunto del chelín que me faltaba.
Esa mañana se me ocurrió que tal vez encontraría
los peniques que necesitaba, tirados en el suelo.
Ya me había puesto el saco y caminaba por la calle
antes de darme cuenta de lo que estaba haciendo.
Iba por la calle con la cabeza gacha y la vista fija
en el suelo, buscando los peniques en el albañal. ¿ Qué
clase de camino real era éste? Me enderecé y me
eché a reír allí en la transitada calle. Volví a la
escuela con la cabeza erguida pero sin contar con más
probabilidades de conseguir el dinero.
La última ronda en el juego fue la más sutil de
todas.
Diciembre 30. Era necesario que mandara mi soli-
citud por correo ese día si quería que llegara a Londres
para el 31.
A las diez de la mañana uno de los estudiantes me
llamó desde el hueco de la escalera. Alguien me es-
taba esperando. Corrf · escaleras abajo pensando que
debía ser el ángel que venía a hacerme la entrega.
Pero cuando vi quién era que me buscaba, se me cayó
el alma a los pies. El· visitante no venía a traerme
dinero sino a pedirme. El que me había venido a ver
era Richard, un muchacho con el que había trabado
86 EL CONTRABANDISTA DE DIOS
amistad hacía algunos meses en los barrios bajos de
Patrick. Venía de vez en cuando a verme, cuando ne-
cesitaba dinero.
Fui a su encuentro caminando pesadamente. Richard
me esperaba en el camino de piedras blancas, con las
r-anos en los bolsillos y la cabeza inclinada. -Andrés
-me dijo-. ¿Podrías darme dinero? No tengo qué
comer.
Me puse a reír y le expliqué por qué. Le conté acerca
del jabón y las hojas de afeitar. En tanto que ha-
blaba vi la moneda. Estaba entre las piedras. El sol
daba de lleno en ella, de modo que yo sí podía verla '
pero Richard no. Por el color me di cuenta que era
un chelín. Instintivamente le puse el pie encima.
En seguida mientras charlaba con Richard me aga-
ché y la recogí junto con un puñado de guijarros.
Uno por uno arrojé los guijarros al azar hasta que
no me quedaba nada más que el chelín. Con disimulo
me la guardé en el bolsillo, pero en ese momento em-
pezó la lucha. Con esa moneda podría quedarme en
la escuela. No le haría ningún bien a Richard dán-
dosela. Se iría a beber y en menos de una hora tendría
tanta sed como siempre.
Mientras pensaba argumentos convincentes, com-
prendía que no procedía bien. ¿ Cómo podía juzgar a
Richard cuando tan claramente Cristo me había dicho
que no debía hacerlo? Además no era éste el camino
real. ¿ Qué derecho tenía un embajador de guardarse
el chelín cuando otro de los hijos del Rey, de pie,
frente a él, le decía que tenía hambre? Metí la mano
en el bolsillo y saqué la moneda de plata.
-Richard, mira, es todo lo que tengo -le dije.
¿ Te alcanzará?
Sus ojos se iluminaron. -¡ Claro que sí, mi amigo!
Richard revoleó la moneda por el aire y corrió cues-
ta abajo por la colina. Satisfecho por haber cumplido
mi deber, entré en la escuela.
Y antes de llegar adentro vi venir al cartero.
Entre la correspondencia, lógicamente, había una
carta para mí. La letra del sobre era de Greetje. Pensé
que debía ser de una célula de oración en Ringer y
que adentro habría dinero. ¡ Y había! ¡ Un montón!
Una libra y media, treinta chelines. Mucho más que
POR LA SENDA REAL 87
suficiente para mandar la carta, comprar un paquete
grande de jabón, regalarme con mi dentífrico preferi-
do y comprar hojitas de afeitar Gillette Super en
lugar de las azules.
El juego había terminado. El Rey lo había hecho
a su manera.

Llegó la primavera de 1955. Mis dos años en la


escuela de preparación misionera tocaban a su fin. Me
sentía deseoso de comenzar a trabajar. Kees se había
graduado el año anterior y estaba en Corea. Sus cartas
estaban saturadas de las necesidades que había allí
y también de las oportunidades que se presentaban.
El director de la escuela me preguntó si yo quería ir
allá. Y una mañana, serenamente, sin ruido, como tan
a menudo sobrevienen las crisis, me puse a hojear una
revista y desde aquel entonces mi vida no ha sido
la misma.
Una semana antes de la graduación bajé hasta el
sótano de la escuela para buscar mi valija. Sobre una
caja de cartón bastante estropeada, en aquel lúgubre
sótano, había una revista que ni yo ni nadie de la es-
cuela recordaba haber visto antes. Nunca sabré cómo
llegó hasta allí.
La agarré y me puse a hojearla distraídamente. Era
una hermosa revista, impresa en papel brillante y
con fotos a todo color. La mayoría mostraba grandes
multitudes de jóvenes que marchaban desfilando por
las calles de Pekín, Varsovia y Praga. Sus rostros
denotaban alegría y su paso era vigoroso. El texto,
en inglés, señalaba que esos jóvenes formaban parte
de una organización mundial de noventa y seis millo-
nes. Por ningún lado se leía la palabra comunista.
Sólo de vez en cuando aparecía la palabra socialista.
Se réfería a un mundo mejor, a un mañana más lu-
minoso. Y casi en las últimas páginas de la revista
vi un anuncio sobre un festival juvenil que se rea-
lizaría en Varsovia el próximo mes de julio. Todos
estaban invitados.
¿Todos? En vez de dejar la revista me la puse de-
bajo del brazo y junto con mi valija, la llevé a mi
cuarto. Esa noche, sin tener una idea de hacia dónde
me llevaría, escribí unas líneas a la dirección de Var-
88 EL CONTRABANDISTA DE DIOS
sovia, que daban allí. Expliqué francamente que me
estaba preparando para ser un misionero cristiano y
que estaba interesado en asistir al festival juvenil para
intercambiar ideas: yo les hablaría de Cristo y ellos
podían hablarme del socialismo. ¿ Bajo esas circuns-
tancias estarían dispuesto a que fuera? Mandé la carta.
La respuesta no se hizo esperar. Seguramente que
querían que fuera. Como era estudiante me ofrecían
tarifas reducidas. Un tren especial saldría desde Ams-
terdam. Me adjuntaban mi identificación y espera-
ban verme en Varsovia.
La única persona a la que le mencioné este viaje '
fue a tío Hoppy. Me escribió: "Andrés, creo que debes
ir. Te incluyo cincuenta libras esterlinas para tus
gastos."
Y en ese momento, tan pronto como salí de Es-
cocia rumbo a Holanda, un sueño comenzó a tomar
cuerpo. Sin forma al principio, esporádicamente, se ha-
bía ido gestando allá en Ringer, aunque siempre hasta
ahora había sido indefinido, confuso.
Había comenzado mi último día en la fábrica. En
Ringer había una sola persona afiliada al Partido
Comunista, una mujer corpulenta, de baja estatura,
de cabellos canosos, cortados casi al ras, que le daban
a su cabeza el aspecto de un cepillo. Para todo tenía
una proclama fija, empezando por nuestros salarios
("esclavos") y hasta la Reina ("una opresora"). Mis
esfuerzos evangelísticos, cuando se dio cuenta de ellos,
parecían que habían hecho sonar una sirena de alarma
en ella, haciéndola proferir declaraciones como: "Dios
es la invención de las clases explotadoras." Como era
una persona que carecía por completo del sentido del
humor nunca se dio cuenta que todos se reían de ella.
En los veinte años que trabajaba allí no había con-
seguido ni un solo convertido.
Comprendí que en lugar de resultar divertida era
una persona digna de lástima.
A la hora del almuerzo iba a la mesa donde ella
se sentaba sola, sin compañía alguna. El día que me
fui de Ringer me detuve frente a su banco de trabajo
para despedirme.
-Por fin se libró de mí -le dije, procurando que
por lo menos la despedida fuera amistosa.
POR LA SENDA REAL 89
-Pero no de las mentiras que ha dicho -me res-
pondió. -Ha hipnotizado a esta pobre gente ha-
blándoles del cielo y de las bellezas de aquel lugar. Los
ha cegado con ...
Suspiré y me preparé para la perorata sobre el opio
de los pueblos. Pero para mi sorpresa, su airada voz
vaciló.
-Por supuesto que ellos le creen -siguió menos
segura. -No están adoctrinados. No les han ense-
ñado argumentos dialécticos. Piensan lo que ellos quie-
ren pensar.
Y prosiguió : -Después de todo -su voz era muy
baja, casi imperceptible- si uno pudiera elegir, ¿quién
no elegiría? bueno, ¿ quién no elegiría a Dios y todo
eso?
La miré con el rabillo del ojo y me pareció ver lo
increíble. Me pareció ver lágrimas en sus ojos.
CAPITULO 7
Detrás de la Cortina de Hierro

Mi regreso a Witte luego de haber pasado dos años


en Inglaterra fue revivir una de esas experiencias de 1

algo que sucedió con anterioridad. Igual que cuando , ¡


volví de Indonesia, todo en el pueblo aquella calurosa
mañana de julio de 1955 estaba como cuando me
había ido. Al principio tenía la molesta sensación
de que el tiempo no había pasado en absoluto. Geltje
estaba en el jardín colgando ropa cuando crucé el puen-
tecito de nuestra casa. Aquí, sin embargo, todo no
era Igual. Había una diferencia: una criaturita ju-
gaba en la escalinata del frente. El hijo de Geltje.
-¡Hola! -exclamé dando vuelta a su alrededor.
-¿ Hay alguien en casa? ¡ Soy Andy !
Aparecieron todos juntos. No faltaron las exclama-
ciones y los abrazos, el ponerse al tanto de las cosas,
el ataque al problema de logística: dónde dormiría
cada uno ahora que el tío Andrés estaba en casa.
Los días que siguieron los dediqué a visitar a mis
amigos. Fui a ver al señor Ringer en la fábrica. Vi-
sité a la señorita Meekle. Al oírme hablar en inglés,
levantó los brazos asombrada. Asimismo visité a la
familia de Kees, y por supuesto también fui a lo de
los Whetstra. Me sorprendió mucho enterarme que se
estaban para mudar a Amsterdam. Les había ido muy
bien con la exportación de flores y les convenía estar
más cerca de la oficina de expedición.
También fui a Ermelo a visitar a mi hermano Ben
y a su esposa. Como quien no quiere la cosa le pre-
gunté si tenía noticias de Thile.
-Sí -me contestó de manera tan casual como yo,
-el año pasado me enteré que se casó. Creo que con
un panadero.
Y puesto que parecía que no había nada para agre-
gar, ninguno de los dos dijo nada más.
DETRAS DE LA CORTINA DE H IERRO 91
El tren para Varsovia salió de Amsterdam el 15 de
julio de 1955. Me llamó mucho la atención la gran
cantidad de jóvenes que fueron atraídos por el festival.
Cientos de jóvenes y señoritas se arremolinaban en
las cercanías de la estación. Por primera vez empecé
a creer en las extravagantes cifras que había leído
en la revista.
Mi valija pesaba. Llevaba muy poca ropa: una muda
de sábanas y algunos calcetines extra. Lo que la hacía
pesada eran los folletos de 31 páginas "el camino de
la salvación". Si los Comunistas me habían atraído
a su país por medio de la literatura, yo llevaría mi
propia literatura. Fue Carl Marx que dijo: "Denme
26 soldados de plomo y conquistaré al mundo", sig-
nificando por supuesto las 26 letras del alfabeto.
Bueno, este juego podía jugarse por partida doble:
llevé a Polonia ediciones de este folleto en todos los
idiomas europeos.
Y así, con la valija a punto de desfondarse de tan
cargada, y mis flamantes pantalones de pana que pre-
gonaban a gritos su condición de nuevos, subí al tren.
Horas después me encontré en la estación central de
Varsovia esperando que me asignaran un hotel. Me
sentía muy solo. No conocía a nadie en toda Polonia
y menos aún el idioma. De todo el mundo cientos y
miles de jóvenes llegaban a Varsovia con un pro-
pósito totalmente opuesto al mío. Mientras esperába-
mos oraba y me preguntaba si las mías serían las
únicas oraciones que se ofrecían en esta entusiasta,
jovial y confiada multitud.
Resultó que mi "hotel" era una escuela, cuyas aulas
habían sido especialmente transformadas en dormito-
rios para esta ocasión. Al llegar me asignaron al aula
de ma~áticas. Había treinta camas. Tan pronto como
me fue posible, salí del hotel y fui a caminar por
las calles de Varsovia preguntándome qué tendría que
hacer ahora.
Más bien sin rumbo me subí a un ómnibus y de
pronto, mientras nos abríamos paso a través del trán-
sito supe lo que tenía que hacer. Durante la ocupación
había aprendido algo de alemán. Sabía que en Polonia
había una respetable minoría de alemanes. Suspiré
hondo y dije en alemán: -Soy un cristiano holan-
92 EL CONTRABANDISTA DE DIOS

dés. Todos los que estaban cerca mío dejaron de ha-


blar. Me sentí como un idiota. -Quisiera conocer al-
gunos cristianos polacos, ¿ habrá alguien que pueda
ayudarme?
Silencio absoluto. Pero cuando se puso de pie para
bajar del ómnibus, una mujer obesa apoyó su rostro
cerca del mío y me susurró una dirección en alemán.
También dijo: Sociedad Bíblica.
Mi pulso latió aceleradamente. ¡ Una Sociedad Bí-
blica en un país comunista! Encontré el lugar y la
vi: una Sociedad Bíblica a plena luz. En la vidriera
pude apreciar una cantidad de Biblias, ediciones sub-
rayadas, traducciones extranjeras y Nuevos Testamen-
tos de bolsillo. Pero el negocio tenía la cortina metá-
lica baja y la puerta estaba cerrada con candado.
En la puerta había un pequeño cartel, que copié cui-
dadosamente, palabra por palabra y lo llevé conmigo.
El encargado de mi grupo sonrió. -Es un aviso
sobre las vacaciones -dijo. "Cerrado por vacacio-
nes." Reabría el 21 de julio.
• Por lo tanto, tuve que esperar.

En seguida tuvieron hecho el horario que segui-


ríamos durante esas tres semanas. Iríamos en una gira
oficial para visitar lugares de interés por la mañana,
y por la tarde y noche habría conferencias.
Durante unos pocos días seguí la rutina establecida.
Era obvio que lo que nos enseñaban era una bien de-
purada vista de Varsovia. Escuelas nuevas, prósperas
fábricas, departamentos de altos, negocios abarrota-
dos de mercaderías. Todo esto era muy impresionante
pero me preguntaba qué pasaría si me las arreglaba
para salir a recorrer por mi cuenta.
Una mañana decidí hacerlo. Me levanté temprano y
antes de que el resto de mi delegación bajara a tomar
el desayuno ya había salido afuera.
Caminé por arriba y por abajo de las anchas ave-
nidas de Varsovia, triste ante las huellas de los es-
. tragos causados por la guerra. Cuadras enteras bom-
bardeadas, cuadras que en la gira a los puntos de
interés se habían evitado. Abundaban las áreas de
barrios bajos. Negocios insignificantes en los que es-
peraban largas filas de hombres y mujeres vestidos
DETRAS DE LA CORTINA DE H IERRO 93
con ropa andrajosa. Una escena en particular sobre-
sale en mi memoria : una área del pueblo que había
sido bombardeada. Allí las familias vivían como co-
nejos en su madriguera. Habían cavado los escombros
hasta los sótanos y vivían allí. Una niñita jugaba
descalza entre la tierra y los escombros. Llevaba un
folleto en polaco conmigo y se lo di junto con un billete
de poco valor. Me miró sorprendida y corrió hacia
el montón de escombros. En un momento salió por el
agujero la cabeza de una mujer. Tropezó, y se tam-
baleó hacia adelante. En sus manos tenía el folleto y
el dinero. Detrás de ella venía un hombre. Los dos
estaban sucios y borrachos.
Traté de hablarles en alemán, en inglés y hasta en
holandés, pero me miraban estúpidamente. En panto-
mimas traté de hacerles entender que leyeran el fo-
lleto pero por la forma en que lo sostenían comprendí
que no sabían leer. Movían la cabeza y por fin, con
una sonrisa y un asentimiento, me alejé.
Llegó el domingo; un día de mucha actividad en el
programa. Tendríamos que tomar parte en una demos-
tración en el Estadio. Pero yo, me fui a la iglesia.
Los diarios holandeses habían publicado tantas his-
torias respecto de los arrestos en casas de los dirigen-
tes de las iglesias polacas y el cierre de los semina-
rios, que tenía la impresión de que en Polonia la reli-
gión se mantenía celosamente oculta. Era obvio que
no sucedía eso. Aparentemente la Sociedad Bíblica se-
guía operando. Había pasado delante de Iglesias Ca-
tólicas que tenían sus puertas abiertas de par en par.
Me pregunté si también estarían abiertas las Iglesias
Protestantes.
No quería preguntar en la escuela la dirección de
ninguna Iglesia puesto que se suponía que debía asistir
a la Concentración. Me escabullí y tomé un taxi.
-Buen día -saludé en polaco. El conductor me de-
volvió la sonrisa y dijo alegremente y a la carrera una
larga frase. Pero "buen día" era todo el polaco que
sabía yo. Le dije en alemán que me llevara a una
-iglesia. La alegría de su rostro se esfumó. Le hablé
en inglés y me miró sin hacer ningún gesto. Junté
mis manos como si orara y las abrí como si leyera.
Después me persigné y sacudí la cabeza. No, a una
94· EL CONTRABANDISTA DE DIOS
Iglesia Católica no. Otra vez volví a la pantomima
de leer la Biblia. De nuevo el conductor se sonrió.
Cruzó el pueblo. Esta vez sí había entendido. Nos
paramos frente a un edificio de ladrillos rojos que os-
tentaba dos chapiteles. Diez minutos después estaba
sentado allí, en un servicio, en la Iglesia Reformada,
detrás de la Cortina de Hierro.
Me sorprendió lo numeroso de la congregación. Unas
tres cuartas partes del salón estaba ocupado. También
me llamó la atención al ver tantos jóvenes. Todos
cantaban con entusiasmo y al parecer el sermón es-
taba centrado en la Biblia; el predicador de continuo '
se refería a su Biblia. Cuando terminó el culto esperé
en la parte de atrás del santuario. Quería ver si allí
había alguien que hablara alguno de los idiomas que
yo hablaba. Mis ropas deben haberme señalado como
extranjero porque casi en seguida alguien me dijo:
-¡Bienvenido!
Me di vuelta y me encontré frente a frente con el
pastor. -¿Puede esperar un momento? -me preguntó
en inglés. -Me gustaría charlar con usted.
¡Y a mí con él!
Cuando casi toda la congregación se había ido el
pastor y un puñado de jóvenes se ofrecieron volunta-
riamente para contestar mis preguntas.
Sí, podían adorar abiertamente y con considerable
libertad mientras se mantuvieran alejados de las cues-
tiones políticas. Sí, algunos miembros de la iglesia
también eran miembros del Partido Comunista. Bue-
no, el Régimen había hecho tanto para la gente que
había que cerrar los ojos a las otras cosas. -Es una
contemporización -dijo el pastor encogiénd:>se de
hombros. -Pero, ¿ qué se puede hacer?
-¿ A qué iglesia va en su país? -me preguntó
uno de los muchachos en perfecto inglés.
-Bautista.
-¿ Le gustaría ir a un culto Bautista?
-Muchísimo, por supuesto.
Sacó un lápiz y papel y anotó una dirección. -Esta
noche tienen culto -me dijo.
Y esa noche, una vez que los muchachos de la dele-
gación holandesa me contaron lo aburridos que fueron
los interminables discursos del día, tomé una vez más
nF.'l'RAS DE LA CORTINA DE H IERRO 95
un taxi; esta vez provisto de una dirección específica.
El culto ya había comenzado cuando llegué. La con-
gregación no era tan numerosa; la gente no estaba
tan bien vestida y casi ni había jóvenes. Pero sucedió
algo interesante. Le informaron al pastor que en la
congregación había un visitante extranjero y de inme-
diato me pidió que me acercara a la plataforma y les
hablara. Me sorprendí. ¿ Tenían tanta libertad?
-¿ Alguno de ustedes habla alemán o inglés? -pre-
gunté sin darme cuenta que había encontrado una
técnica que en el futuro emplearía con frecuencia.
Una señora que estaba allí esa noche, hablaba alemán.
A través de ella prediqué mi primer sermón detrás
de la Cortina de Hierro. Fue corto e insignificante
excepto por un hecho inescapable: allí estaba yo, un
cristiano del otro lado de la Cortina de Hierro, predi-
cando el evangelio en un país Comunista.
Al fin de mi pequeño sermón el pastor dijo algo
que me resultó muy interesante. -Queremos darle las
gracias -manifestó- por estar aquí. Aun si no hu-
biera dicho ni una sola palabra, el solo hecho de verlo
hubiera significado muchísimo para todos nosotros.
A veces pensamos que estamos solos en nuestra lucha.
Esa noche, acostado en el catre, allí, en el aula de
matemática, pensé en la diferencia que había entre
las dos iglesias. Una, al parecer, seguía el camino de
la cooperación corr el gobierno: atraía grandes canti-
dades de personas, también atraía a los jóvenes. La
otra, me parecía que transitaba por un largo y so-
litario camino. Cuando había preguntado si asistía a
los cultos algún miembro del Partido, me contestaron
"¡ no que sepamos!" Aprendía tanto y con tanta ra-
pidez que me resultaba difícil asimilarlo todo.

¡ Hacía casi una semana que estaba en Polonia! Por


fin había llegado el tan esperado 21 de Julio, el día
en que la Sociedad Bíblica volvía a abrir sus puertas.
Salí temprano del hotel y caminé por las casi desiertas
avenidas hasta llegar a la calle Nuevo Mundo. Justo
antes de las nueve de la mañana un hombre que venía
caminando ligero se paró frente a la Sociedad Bíblica
y puso una llave en la cerradura.
-Buen día -saludé en polaco.
96 EL CONTRABANDISTA DE DIOS
El hombre se irguió y me miró. -Buen día -con-
testó un poco molesto.
-¿ Habla inglés o alemán? -le pregunté en inglés.
-Inglés. Miró a su alrededor. -Entre.
Encendió las luces y se puso a levantar las cortinas.
Mientras él trabajaba yo me presenté. Contestó con un
gruñido. Ahora le tocaba el turno a él. Me enseñó
el negocio, sus muchas ediciones de la Biblia; había
para todos los presupuestos. Y todo el tiempo sonsa-
caba fragmentos de información referentes a mi per-
sona, tratando de establecer realmente quién era yo.
-¿ Por qué está aquí, en Polonia? -me preguntó
súbitamente.
-Si un miembro padece, todos los miembros se
duelen con él- le respondí, citando un versículo de
Primera Corintios.
El comerciante me miró detenidamente. -No ha-
blamos de padecimientos -protestó. -Por el contra-
rio, le estaba diciendo cuánta libertad tenemos para
publicar y distribuir Biblias. Y con esto empezó a
contarme algo -que ilustraría- dijo, -lo bien que
los cristianos se llevaban con el Régimen. Hasta Stalin,
antes de su reciente muerte, había mostrado una dis-
posición favorable hacia la labor de la Sociedad' Bí-
blica.
-Un día -me explicó-- dos oficiales vinieron al
local y me entregaron una orden escrita. Con motivo
del cumpleaños de Stalin todos los comercios tenían
que exhibir su foto en las vidrieras en medio de una
selección de sus artículos más escogidos.
-Por supuesto -agregó el comerciante- tenía mu-
chos deseos de cooperar. Ese mismo día salí de com-
pras y encontré justo lo que quería: una gran foto
en colores de Stalin, de brazos cruzados, mirando hacia
abajo con una afectuosa sonrisa en sus labios. Bien,
coloqué la foto en la vidriera. Busqué la Biblia más
cara, la abrí en una página donde se podían leer al-
gunas palabras de Cristo, subrayadas en rojo y la
puse bajo la complaciente mirada de Stalin. Todos
parecían encantados con mi exhibición porque de
pronto una multitud sonriente se congregó. Pero en
eso llegó la G. P. U. ( policía política).
-¡ Quite eso inmediatamente! -me ordenaron.
DETRAS DE LA CORTINA DE H IERRO 97
-Oh, no, Señor -contesté, -no puedo hacerlo
porque aquí tengo la orden escrita del Gobierno.
Yo me reí, pero él no. Ni siquiera pestañeó. Este
fue mi primer encuentro con la satírica contraparte
que desempeña ese papel en la vida de la comunidad
cristiana detrás de la Cortina de Hierro. De inmediato
compuse mi expresión para que hiciera juego con la
sobria expresión del suyo.
En tanto que hablábamos llegaron varios clientes.
Quería ver cómo marchaba el negocio. Cuando volvi-
mos a quedarnos solos le pregunté si había otras So-
ciedades Bíblicas en los otros Países Comunistas.
-En algunos sí, en otros no -contestó. Se puso a
sacudir el polvo de las estanterías. Tengo entendido
que en Rusia las Biblias escasean muchísimo. Es más,
me han dicho que allí se hacen fortunas. Un hombre
entra de contrabando diez Biblias a Rusia y las vende.
Con lo que gana se compra una motocicleta. Se va con
la moto a Polonia o a Yugoslavia o a Alemania Orien-
tal y la vende con un buen margen, con el que com-
pra más Biblias. Eso es lo que dicen, por supuesto.
Pasé toda la mañana con él y cuando llegó el mo-
mento de despedirme, me sentí muy triste. Al regre-
sar a la escuela procuré sacar algo en claro de esta
visita. El negocio vendía Biblias abiertamente, a
cualquier persona, lo que difícilmente podía ser un
ejemplo de la persesecución religiosa de la que con
tanta frecuencia habíamos oído hablar en Holanda.
Y sin embargo, mi amigo hablaba de una manera tan
circunspecta como si en realidad estuviera haciendo
algo ilegal. Percibía una inquietud, una tensión en el
aire que me hizo saber que las cosas no eran como
parecían.
Y sin embargo, aún no había intentado poner en
práctica el propósito para el cual había ido a Polonia.
Quería entregar mis "26 soldados de plomo" abierta-
mente, en las calles, para ver qué pasaría.
Durante varios días seguidos me paré en las es-
quinas, fui hasta el mercado, repleto de verduras
frescas de la estación; viajé en tranvía y por todos
lados repartí los folletos.
Nunca antes había visto tranvías tan repletos como
aquéllos. La gente estaba parada en la plataforma, en
98 EL CONTRABANDISTA DE DIOS

los enganches, en los cubos donde encajaban los rayos


de las ruedas. Recuerdo que una vez íbamos tan apre-
tados en la plataforma trasera, que tuve que levantar
los folletos sobre mi cabeza para que no me los es-
tropearan. Una campesina que estaba cerca mío vio
los folletos y se persignó.
-Sí, sí - dijo. -Esto es justamente lo que ne-
cesitamos en Polonia -agregó en alemán.
Eso fue todo, pero supe que realmente nos habíamos
encontrado. Ella una católica de Europa Oriental y yo
un protestante occidental. Allí, en la apiñada platafor-
ma del tranvía nos habíamos encontrado como cris-
tianos.
A medida que transcurrían los días y no sufría nin-
guna mala consecuencia por la distribución de los fo-
lletos en público, para que todos vieran, empecé a
sentirme eufórico respecto de las posibilidades que
había en este campo misionero. Y un día descubrí cuán
profundamente arraigada estaba en mí la actitud de-
rrotista. Creía que había entregado literatura cris-
tiana en todos los lugares imaginables. Pero una ma-
ñana, durante mi meditación matutina, práctica que
venía observando desde mis días en Londres, recordé
los cuarteles militares que había calle arriba, pasando
la escuela. No sólo que nunca se me había ocurrido
darles algunos folletos a los soldados que estaban allí,
sino que la sola vista de sus uniformes me hacía apre-
surar el paso en dirección opuesta.
¡ Qué ciego puede volverse uno! Yo, de toda la
gente, tendría que haberme dado cuenta que el uni-
forme no hace a la persona. El día anterior a la clau-
sura del festival me dirigí a un grupo de seis soldados
rojos que montaban guardia y entregué un folleto a
cada uno de ellos. Los soldados los miraron, me mi-
raron a mí, se miraron unos a otros. Les expliqué que
era holandés y comprobé que uno de ellos hablaba
alemán.
-La ocupación americana debe tenerlos muy amar-
gados -dijo uno.
-¿La qué?
-La ocupación de Holanda por parte de la fuerza
aérea norteamericana.
DETRAS DE LA CORTINA DE H IERRO 99
Estaba tratando de explicarles que no éramos un
país ocupado cuando súbitamente los soldados se pu-
sieron en posición de firmes. Se acercaba un oficial
gritando órdenes en polaco mientras andaba. Los seis
soldados se dieron vuelta elegantemente y se alejaron
a paso rápido. Aun así observé que llevaban sus
folletos.
-¿ Qué le ha dado a esos hombres? -me preguntó
el oficial en alemán.
-Esto, señor-. Le entregué uno de los folletos
y lo examinó atentamente. Dos horas después fui yo
quien me despedí. Teníamos programado partir al día
siguiente y debía llenar un montón de formularios para
el viaje. Al separarnos, el oficial, ruso ortodoxo por
nacimiento, me deseó buena suerte y buen viaje.
A la mañana siguiente fue nuestro último día en
Varsovia. Me había levantado mucho más temprano
que de costumbre y a la salida del sol ya me en-
contraba en la calle. En una de las anchas avenidas
encontré un banco, sequé el rocío y me senté con mi
Testamento de bolsillo sobre mis rodillas. Al ir allí
tan temprano me animaba un propósito específico:
orar por cada una de las personas que había en-
contrado en este viaje. Por mucho rato esa mañana
pensé en los lugares y las personas que había visto.
En los tres últimos domingos había visitado iglesias
Presbiterianas, Bautistas, Católicas Romanas; Orto-
doxa, Reformada y Metodista. En cinco oportunidades
me habían pedido que les hablara en el culto. Había
visitado una Sociedad Bíblica, hablado con soldados
y un oficial y con gente parada en las esquinas y
en los tranvías. Oré por cada uno de ellos.
Y mientras estaba sentado orando, oí la música.
Se acercaba hacia donde yo estaba. Marcial, airosa,
escuché voces que cantaban. Y entonces lo vi, la per-
fecta culminación de la visita: el Desfile del Triunfo,
que ponía el broche de oro al festival.
Este era el otro aspecto del cuadro porque formaba
un gigantesco contraste contra la única y pequeña So-
ciedad Bíblica y los ocasionales cristianos con los que
me había encontrado.
Ahora se acercaban marchando por la avenida estos
jóvenes socialistas. Ni por un momento pensé que
100 EL CONTRABANDISTA DE DIOS
estuvieran bajo coacción. Marchaban porque lo creían.
Marchaban de a ocho en fondo: sanos, pletóricos de
vida, de buen aspecto, marchaban cantando y sus
voces sonaban como vítores. Desfilaron sin cesar, por
diez, quince minutos, una fila tras otra de muchachos
y señoritas ...
El efecto era avasallador. Estos eran los evange-
listas del siglo veinte. Eran las personas que iban pro-
clamando sus buenas nuevas.
Y parte de esas nuevas era que las viejas cadenas
y las supersticiones de la religión, las ideas anticua-
das y prohibidas acerca de Dios, ya no contaban más.
El hombre era su propio amo: el futuro le pertenecía.
¿ Qué debíamos nosotros, los de Occidente· hacer res-
pecto de estos miles de jóvenes que continuaban pa-
sando, marchando por mi lado, golpeando sus manos
con un ritmo aterrador?
¿Matarlos? Esa había sido la respuesta de los nazis.
¿ Dejarlos que ganaran por negligencia nuestra? No
obstante amar y respetar a la C.E.M. y su escuela de
preparación misionera, tenía que admitir que nunca
había enviado a nadie detrás de la Cortina de Hierro.
¿ Qué debíamos hacerles? ¿ Qué debía hacer yo?
La Biblia seguía abierta, allí sobre mis rodillas,
sus páginas agitándose con la suave brisa matutina.
Al poner mis manos encima para que las hojas no si-
guieran agitándose, noté que estaba abierta en Apo-
calipsis. Mis dedos descansaban sobre la página como
si estuviera señalando. "Sé vigilante", decía el ver-
sículo que señalaban mis dedos, "y afirma las otras
cosas que están para morir".
Súbitamente me di cuenta que miraba esas palabras
con los ojos empañados por las lágrimas. ¿ Podría ser
que Dios me estuviera hablando, diciéndome que
mi trabajo estaba aquí, detrás de la Cortina de Hierro,·
donde el remanente de su Iglesia luchaba para sobrevi-
vir? ¿ Tendría yo que tener alguna parte para afirmar
esta preciosa cosa que quedaba?
¡ Era algo ridículo! ¿ Cómo podría hacerlo? Según
informes que tenía, en 1955 no había ni un solo misio-
nero trabajando en éste, el más grande todos los cam-
pos misioneros. ¿ Qué podía yo, una persona sola, que
DETRAS DE LA CORTINA DE H IERRO 101
no tenía fondos ni una organización para respaldarlo,
hác;r frente a una fuerza abrumadora como la que
ahora desfilaba ante mí?
CAPITULO 8
La copa de sufrimiento

El tren llegó a Amsterdam a horario. Junto con los


otros integrantes de la delegación bajé del tren; con
mis pantalones de pana todavía diciendo que eran
nuevos, pero con una valija considerablemente más
liviana que en el viaje de ida a Varsovia. -
No fui directamente a Witte 'Sino que me dirigí a
visitar a los Whetstra en su nueva casa, en Amsterdam.
¡ Era lindísima! Una preciosa casa de ladrillos os-
curos, en una hermosa calle arbolada, cerca del río.
Frente a su puerta estaba estacionado un Volkswagen
nuevo, bien lustrado, de color azul claro. El señor
Whetstra me había escrito respecto de este auto. Dejé
la valija en el suelo y probé la puerta del pequeño
automóvil.
-Bueno, muchacho, ¿ qué te parece?
Me volví, el señor Whetstra me sonreía. Me llevó
a dar una vuelta por la ribera.
-Bueno, basta de lucirlo -dijo. -Cuéntanos algo
sobre tu viaje.
El resto de la tarde lo pasé contándole a los
Whetstra sobre el viaje a Polonia y también sobre el
versículo bíblico que aparentemente me había sido
dado de una manera tan sobrecogedora.
-Pero, ¿ cómo voy a poder afirmar algo? -pre-
gunté-. ¿ Qué clase de fuerza tengo yo para hacerlo?
El señor Whetstra movió la cabeza. Estaba de acuer-
do conmigo en que un solo holandés no era la res-
puesta para la clase de necesidad que le había · des-
cripto. Pero la señora Whetstra comprendió.
-¡No necesitas fuerza! -exclamó con alegría.
-¿No sabes que es precisamente cuando somos más
débiles cuando Dios puede usarnos más? Imagínate
ahora que no eras tú sino el Espíritu Santo que tenía
planes para detrás de la Cortina de Hierro? Hablas
sobre tu fuerza . . .
LA COPA DE SUFRIMIENTO 103

Mi regreso a Witte estaba aunado a una agradable


sorpresa. Toda la tarde vinieron vecinos para hacerme
preguntas. Las básicas que todos nos hacíamos en
1955 cuando recién empezaba a poderse viajar detrás
de la Cortina y el mundo comunista todavía estaba
envuelto en el misterio. Pero finalmente el último ve-
cino hizo retumbar sus zuecos sobre el pequeño puente
de nuestra casa; llegó la hora de ir a dormir. Mé di
vuelta para agarrar mi casi vacía valija y me dispuse
a seguir a Cornelio por la escalera hacia el desván.
-Aguarda un minuto, Andy -dijo Geltje.
Me paré.
-j Queremos mostrarte algo!
Bajé la escalera y seguí a Geltje al cuarto fuera
de la sala de estar, el que una vez fuera de mamá
y papá. Cada centímetro estaba poblado de recuerdos:
la consumida forma de Baas bajo de su manta; mamá
durante los últimos meses de la guerra, demasiado
débil como para levantar la cabeza de sobre la al-
mohada ...
-Con el nuevo cuarto que terminamos para papá
sobre el cobertizo, Andy -decía Geltje- pensamos que
deberías tener esta habitación para tu cuartel general.
Me faltaron las palabras. En mis sueños más fan-
tasiosos jamás me hubiera imaginado un cuarto para
mí solo. En esta pequeña casa, era con mucho sa-
crificio que Arie y Geltje me brindaron esto.
-HASTA QUE TE CASES -anunció papá desde la
sala, con su gran vozarrón. Con frecuencia papá ha-
cía algunas observaciones respecto de este solterón de
veintisiete años, hijo suyo. -¡ SOLO HASTA QUE TE
CASES!
De alguna manera encontré palabras para expresar-
me. t Un cuarto propio! Esa-noche, luego que todos se
fueron a la cama cerré la puerta y di vueltas alrededor
del cuarto, tanteando los muebles.
-Gracias por una silla, Señor. Gracias por la có-
moda ... Voy a hacer un escritorio. Lo voy a poner
aquí a pasar las horas en mi cuarto estudiando y
trabajando y haciendo planes.
No hacía una semana que había vuelto a casa cuan-
do comenzaron a llover las invitaciones. Iglesias, clu-
bes, grupos cívicos, escuelas. Todos querían saber algo
104 EL CONTRABANDISTA DE DIOS
sobre la vida detrás de la Cortina de Hierro.
Acepté todas. En parte porque necesitaba lo que me
pagaban. Pero tenía una razón más poderosa. De al-
guna manera sentía la seguridad de que mediante las
Conferencias sabría cuál sería el próximo paso.
Y fue así.
Una iglesia de Haarlem, donde tenía que hablar, ha-
bía pegado carteles en todo el pueblo, indicando que
mi tema sería "cómo viven los cristianos detrás de
la Cortina de Hierro".
Nunca hubiera presumido de hablar sobre ese tema
luego de una breve visita de tres semanas a una- ciu-
dad. Pero, por lo menos, los carteles atrajeron a un
crecido número de personas; el salón estaba repleto.
Pero también atrajeron a alguien más: a un grupo
Comunista. Los reconocí en seguida, algunos de ellos
habían ido conmigo, y me pregunté cuántas interrup-
ciones y burlas me aguardaban. Para mi sorpresa,
no hicieron ningún movimiento durante la conferencia
ni durante los momentos de preguntas y respuestas
que siguieron. Al terminar, una de las mujeres se me
acercó. Era una de las que habían dirigido a la dele-
gación holandesa en Varsovia.
-No me gustó su charla -dijo.
-Lo lamento. No creí que sería de su agrado.
-Dijo solamente parte de la historia -señaló. -Es
obvio que no ha visto lo suficiente. Necesita hacer
más viajes, visitar más países, tener contacto con más
dirigentes.
Me quedé callado. ¿ A dónde quería llegar?
-En una palabra, debe hacer otro viaje, y eso
es lo que he venido a sugerirle-. Contuve el aliento.
-Estoy a cargo de seleccionar a quince jóvenes del
país para llevarlos a Checoeslovaquia. Será un viaje
de cuatro semanas. Irán estudiantes, profesores· y en-
viados especiales. ¿Vendría?
¿ Estaría la mano de Dios en esto? ¿ Sería ésta la
próxima puerta que abriría dentro de su plan para mí?
Una vez más decidí presentarle la pregunta en términos
de dinero. Carecía de dinero para semejante viaje.
-"Si quieres que vaya, Señor" oré para mis adentros,
"tendrás que suplirme los medios".
-Gracias -contesté en voz alta, -nunca podría
LA COPA DE SUFRIM IENTO 105

costearme un viaje semejante. Lo lamento-. Me puse


a guardar las fotografías de Varsovia que había lle-
vado conmigo.
Pude darme cuenta que la mujer me miraba fija-
mente .
-Bueno- dijo por fin, -podemos ocuparnos de
eso.
Levanté la vista. -¿ Qué quiere decir?
-Sobre los gastos. No le costará nada.
Así comenzó mi segundo viaje detrás de la Cortina
de Hierro. Se asemejaba mucho al viaje a Polonia
excepto que esta vez el grupo era más reducido y
tuve muchas más dificultades para moverme solo. Me
preguntaba qué sería lo que Dios quería que apren-
diera en Checoeslovaquia.
Y casi al fin de las cuatro semanas lo supe. En todas
partes nos habían hablado sobre la libertad religiosa
que la gente gozaba bajo el Comunismo. -Aquí, en
Checoeslovaquia -nos dijo nuestro guía, -hay un
grupo de hombres de letras, subvencionados por el
Estado, que han concluido una nueva traducción de
la Biblia y ahora están ocupados con un diccionario
bíblico.
-Me gustaría verlos -dije. Esa tarde me llevaron
a un gran edificio de oficinas situado en el corazón
de Praga. Era la sede central de todas las iglesias
protestantes de Checoeslovaquia. Mi primera impre-
sión fue de asombro al ver las instalaciones que la
Iglesia podía mantener. Me condujeron a una serie de
oficinas donde caballeros de aspecto grave, con sacos
negros, estaban sentados rodeados de pesados volúme-
nes y pilas de papeles. -Esos son los hombres -me
explicaron, -que han trabajado en la nueva traduc-
. ción.
Me sentía muy impresionado, pero lentamente co-
menzaron a surgir algunos detalles llamativos. Pre-
gunté si podía ver un ejemplar de la nueva traduc-
ción y me mostraron un voluminoso y muy ajado ma-
nuscrito.
-Pero, ¿ es que todavía no han publicado la nueva
traducción? -pregunté.
-Bueno -dijo uno de los hombres. Su rostro de-
notaba profunda tristeza. -La tenemos preparada
106 EL CONTRABANDISTA DE DIOS

desde la guerra, pero ... Miró al director de la visita


guiada y dejó su frase inconclusa.
-Y el diccionario bíblico, ¿ está listo?
-Casi.
-Pero, ¿ de qué vale tener un diccionario de la Biblia
y no tener la Biblia? ¿ Hay otras traducciones de la
Biblia?
El que hablaba conmigo volvió a mirar al director
de la gira como si tratara de determinar cuánto podía
decir.
-No, -dijo abruptamente por último. -Es muy
difícil. Sumamente difícil encontrar Biblias aquí en
la actualidad.
El director de la gira consideró concluída la en-
trevista. Me llevó sin tener oportunidad de hacer más
preguntas, pero el mal ya estaba hecho. Había vislum-
brado el subterfugio. En esa nación tan piadosa, en
lugar de atacar de frente a la religión, el nuevo Ré-
gimen buscaba la frustración. Solventaba una nueva
traducción de la Biblia. Una traducción que nunca
.1 llegaba a publicarse. Financiaba un nuevo diccionario
de la Biblia, sólo que no había Biblias que acompaña-
ran a este diccionario.
Al otro día le pedí a nuestro guía que me llevara
a la librería interdenominacional en Jungmanova 9.
Estaba decidido a comprobar por mí mismo hasta qué
punto resultaba difícil encontrar una Biblia. En el ne-
gocio tenían una buena cantidad de música impresa,
papel de cartas, cuadros, estatuillas, cruces, libros que
más o menos guardaban relación con los temas reli-
giosos. En cualquier negocio similar en Holanda se
podía encontrar una sección del negocio dedicada a las
distintas ediciones de la Biblia.
-¿ Podría ver una Biblia subrayada? -le pregunté
a la empleada. Ya me había dado cuenta que entre
el inglés y el alemán casi ni tenía dificultades para
hacerme entender.
La vendedora sacudió la cabeza. -Lo lamento, se-
ñor. En estos momentos está agotada la existencia.
-Bueno, entonces quisiera una edición en blanco y
negro.
Pero esas también, parecía que momentáneamente
se habían agotado.
LA COPA DE SUFRIMIENTO 107
-Señorita --contesté, -he venido de Holanda para
ver cómo marcha la Iglesia en Checoeslovaquia. ¿ Me
va a decir usted que puedo entrar en la librería reli-
giosa más grande del país y no puedo comprar una
sola Biblia?
La vendedora se disculpó y se dirigió al fondo del
salón. Allí hubo una rápida y más bien agitada dis-
cusión detrás de la cortina, seguida por el ruido de
algo que era envuelto. En seguida el gerente en per-
sona apareció. En sus manos traía un paquete envuelto
en papel de embalar.
-Aquí tiene, señor-. Le agradecí. -Es debido a la
nueva traducción que las Biblias son tan escasas -dijo
el gerente. Hasta que esa salga no se imprimirán nue-
vas Biblias.
Era el último día. Habían hecho grandes prepara-
tivos para nosotros. Teníamos que ir a las afueras de
Praga para visitar comunidades modelo en el distrito
rural. Después volveríamos para almorzar y celebrar
una conferencia de prensa y una última despedida.
Posiblemente hubiera soportado el programa, por
pura cortesía, excepto que era domingo. Mi última
oportunidad de adorar junto con los creyentes che-
coeslovacos sin tener un "guía" revoloteando a mi
alrededor.
Hacía días que había planeado mi escapada. Había
notado que la puerta trasera del ómnibus de excursión
en que viajábamos tenía un resorte que no andaba bien.
Aun cuando estaba "cerrada", había una abertura de
unos treinta centímetros de ancho entre la puerta y
el batiente. Si contenía la respiración ...
Aquel día, cuando el ómnibus partió del hotel, me
senté en el último asiento. Frente a cada semáforo
medía las oportunidades que tenía para escabullirme
por esa puerta sin ser visto. Pero eran muchos los
que volvían la cabeza para tener una perspectiva de
la ciudad. En determinado momento, cuando todos
se habían vuelto para mirar la heroica estatua de
bronce de un hombre a caballo, llegó mi oportunidad.
Nunca supe quién era porque en tanto que el director
de la gira estaba explicándolo, contuve la respiración,
me apreté contra la abertura y salté a la calle. Los
108 EL CONTRABANDISTA DE DIOS
frenos de aire chirriaron, y el poderoso motor aceleró.
Estaba solo en Praga.
Media hora más tarde me encontraba en el vestíbulo
de una iglesia que había localizado en una gira previa
de la ciudad, mirando a los que venían. Tenía parti-
cular interés de ver cómo podía desenvolverse una Igle-
sia sin Biblias. De vez en cuando venía alguien con
un himnario y más raramente alguien con una Biblia.
Pero había algo que me llamaba la atención. Muchos
venían con carpetas de hojas movibles. ¿ Para qué
serían?
Empezó el culto. Me senté atrás y de inmediato re-
cibí una sorpresa. Casi todos parecían sufrir de hiper-
metropía. Los que poseían himnario los mantenían
alejados y en alto. Los que tenían las carpetas de hojas
movibles hacían lo mismo. Me di cuenta: los dueños
de libros los compartían con los que no tenían. Las
carpetas tenían copiados nota por nota y palabra por
palabra los himnos favoritos de la congregación.
Lo mismo pasaba con las Biblias. Cuando el predi-
cador anunció su texto, todos los que poseían Biblias
buscaron la cita y mantuvieron el Libro en alto para
que los que estaban cerca de ellos pudieran seguir la
lectura. Y mientras contemplaba a esos hombres y
mujeres, luchando, literalmente, para acercarse a la
Palabra, mi mano apretó la Biblia en holandés que
tenía en el bolsillo interior de mi saco. ¡ Cuánto siem-
pre había dado por sentado el derecho a poseer este
Libro! Pensé que nunca más volvería a tenerlo en mis
manos sin recordar a la anciana abuelita que ahora
tenía delante mío, parada casi sobre la punta de sus
pies mirando de soslayo, forzando sus ojos para seguir
la lectura de la Biblia que su hijo sostenía en alto.
Después del culto me presenté al predicador. Cuando
le expliqué que había venido de Holanda principal-
mente para encontrarme con cristianos en el país, pa-
reció asombrado.
-Tenía noticias -dijo-- que Checoeslovaquia em-
pezaría a abrir sus fronteras. No lo creía. Hemos es-
tado -miró a su alrededor- casi secuestrados desde
la guerra. Venga para hablar conmigo.
Juntos fuimos a su departamento. Fue sólo después
que me enteré lo peligroso que era para él hacer esto
LA COPA DE SUFRIMIENTO 109
en la Checoeslovaquia del año 1955. Me contó que el
Gobierno trataba de dominar por completo a la Iglesia.
Era el gobierno el que seleccionaba a los estudiantes
de Teología, y escogía tan sólo candidatos que favo-
recían el Régimen. Además, cada dos meses los pas-
tores tenían que renovar sus permisos. No hacía mu-
cho, a un amigo suyo le habían denegado la renova-
ción, sin darle ninguna explicación. Los sermones te-
nían que escribirse por anticipado para ser aprobado
por las autoridades. Todas las iglesias tenían que en-
trerrar al Estado una nómina de sus dirigentes. En
Brno, esa misma semana, cinco hermanos eran juz-
gados porque su iglesia se negaba a dar la lista de
sus dirigentes.
Había llegado la hora para comenzar el segundo
culto.
-¿ Vendría para hablarnos? -me preguntó súbi-
tamente.
-¿ Se puede? ¿ Puede realmente predicar?
-No, yo no dije "predicar". Hay que tener cui-
dado con las palabras. Usted es extranjero y no puede
predicar, pero en cambio puede darnos "saludos" de
Holanda. Y -mi amigo se sonrió- y si quiere tam-
bién puede entregarnos "saludos" de parte del Señor.
Mi intérprete fue Antonín, un joven estudiante de
medicina. Al principio di los saludos de Holanda y
de Occidente. Eso me llevó unos pocos minutos. Des-
pués, por espacio de media hora estuve dando a la
congregación los "saludos" del Señor Jesucristo. Salió
tan bien que Antonín me sugirió que volviéramos a
emplear este recurso en otra iglesia. En total ese día
prediqué cuatro veces y visité cinco iglesias distintas.
A su manera cada una era memorable, pero la última
más que todas. Fue allí que recibí la Copa de Su-
frimiento.
Eran las siete de la tarde. Ya había oscurecido, en
aquel día de noviembre. Sabía que mis compañeros
de gira ya estarían realmente preocupados por mí.
Era hora que tratara de encontrarlos.
Pero en tanto que pensaba así Antonín me preguntó
si visitaría otra iglesia más, -donde pienso que ne-
cesitan muy especialmente conocer a alguien del Ex-
terior.
110 EL CONTRABANDISTA DE Dros
Volvimos a ponernos en camino. Cruzarnos Praga
y llegamos a una pequeña aldea morava en las afueras
del camino. Me asombré al ver tantas personas allí,
especialmente jóvenes. Debía haber unos cuarenta cu-
yas edades fluctuaban entre los dieciocho y los veinti-
cinco años. Les di mis saludos y luego contesté las
preguntas que me hicieron. -¿ Podían los cristianos
holandeses conseguir buenos empleos? ¿ Alguien le in-
formaba al Gobierno cuando uno iba a la iglesia?
¿ Se podía ir a la iglesia y a la vez asistir a una
buena Universidad?
-Como se dará cuenta -me dijo Antonín, aquí
en Checoeslovaquia, en estos tiempos es antipatriótico
ser cristiano. Algunos de los que están aquí han sido
despedidos de sus empleos. Muchos no han podido con-
tinuar sus estudios. Y esto -tomó una cajita de las
manos de un joven que estaba parado a su lado, -es
algo que quieren darle.
-El joven me hablaba solemnemente en Checo.
-Lleve esto con usted a Holanda -tradujo An-
tonín y cuando le pregunten qué es, hábleles de nosotros
y recuérdeles que también somos parte del Cuerpo y
que padecemos.
Tomé la cajita y la abrí. Adr ntro había una insig-
nia de plata, para solapa. Tenía la forma de un pe-
queño cáliz. Había visto que varios jóvenes las usaban
y me había preguntado por qué.
Antonín la prendió en mi saco. -Este es el símbolo
de la iglesia Checoeslovaca. La llamamos La Copa de
Sufrimiento.
Cuando Antonín me dejó en el hotel, volví a pensar
en esas palabras. Comprendí que nosotros en Holanda
estábamos tan aislados de los verdaderos hechos de
la historia de la Iglesia contemporánea como lo es-
taban los cristianos de Checoeslovaquia. La Copa de
Sufrimiento era el símbolo de una realidad que te-
níamos que compartir.
Ahora, sin embargo, tendría que confrontarme con
otra realidad. ¿ Dónde me reuniría con mi delegación?
No estaban en el hotel y nadie sabía dónde era la
cena de despedida. Fui a un restaurante en el que
habíamos comido algunas veces. -No, monsieur, la
delegación holandesa no cenó aquí esta noche.
LA COPA DE SUFRIM IENTO 111

-Está bien. ¿ Será muy tarde para comer un


sandwich?
-Por supuesto que no, monsieur.
Apenas había comido un bocado del emparedado
cuando la puerta del restaurante se abrió violenta-
mente y entró la directora de la gira. Echó un rápido
vistazo alrededor del salón y me vio. Dio un involun-
tario suspiro de alivio al verme. Pero al minuto su
rostro se encendió de furor. Casi corrió hasta mi mesa,
le arrojó un billete al mozo y con un movimiento de
su cabeza indicó la puerta. Era indudable que no se
tenía confianza para hablar.
Afuera, esperándonos junto al cordón, había un au-
tomóvil oficial, una gran limousine negra, con el
motor en marcha. El chófer tenía un aspecto muy des-
agradable. Cuando nos aproximamos se bajó, abrió la
portezuela y la cerró detrás nuestro. ¿ Dónde me
llevarían? Como recordaba versiones cinematográfi-
cas de tales escenas, traté de no perder la pista para
saber dónde íbamos.
Y al hacerlo, la situación se me hizo clara. Ibamos
hacia el hotel.
Justo antes de que el coche se detuviera, la mujer
pronunció las primeras palabras. -Por culpa suya
el grupo perdió medio día. Llamamos a todos los hos-
pitales y a todas las comisarías. Hasta llamamos a
la morgue. ¡ Lástima que no estaba allí! ¿ Dónde es-
tuvo?
-Oh, -dije- me separé y entonces empecé a dar
vueltas. Lamento mucho haberles causado tantos in-
convenientes.
-Bueno, quiero comunicarle oficialmente señor, que
ya no será bienvenido aquí. Si trata de entrar nueva-
mente al país, lo comprobará por usted mismo.
Así fue, en efecto. Un año después solicité una visa
para Checoeslovaquia y me fue negada. Traté nueva-
mente dos años después y otra vez me la rechazaron.
Pasaron cinco años antes de que pudiera volver a
entrar en esa hermosa tierra. Y mientras tanto había
visto tal persecución entre los cristianos que, Che-
coeslovaquia por contraste, parecía el paraíso de los
privilegios y las libertades.
CAPITULO 9
Se ponen los cimientos

Los meses siguientes parecían ser de total frustra-


ción. Los viajes a Polonia y a Checoeslovaquia habían
surgido sin que yo casi ni pensara hacerlos. Pero aho-
ra, cuando hice averiguaciones para volver a esos
países y visitar también otros detrás de la Cortina de
Hierro, tropecé con largos meses de gestiones oficia-
les: cuestionarios, demoras, formularios en triplicado,
pero nunca una visa.
Hasta mi pequeño cuarto me causaba problemas.
En Checoeslovaquia había pensado con tanta frecuen-
cia en el cuarto que me esperaba en casa y más de
una vez había anhelado estar de vuelta allí. Ahora
había surgido algo que nunca antes había anticipado.
Tal vez fuera el mismo hecho de que era tan aco-
gedor y cómodo, de todos modos, el cuarto en sí llegó
a ser para mí el símbolo de mi soledad.
Día tras día me sentaba en aquel cuarto; escribía
cartas a los Consulados, soñaba con una esposa que
compartiera no sólo el cuarto sino también la visión
del trabajo detrás de la Cortina. En mis días más
cuerdos me reía de mí mismo : si la obra misionera no
resultaba una vida muy placentera para ofrecer a una
hermosa muchacha, la joven de mis sueños era extra-
ordinaria, ¿ qué diría ella de este nuevo campo misio-
nero que yo había vislumbrado, en el que la separa-
ción, la clandestinidad y la incertidumbre serían lo
mejor que le podría ofrecer? Esas cosas, como me
decía, eran objeciones que creaba la razón; la joven,
siendo como era, una muchacha imaginaria, nunca los
mencionaba.
El dinero era otro problema. A pesar de que ni
Geltje ni Arie nunca mencionaron el tema, era lógico
que cooperara con los gastos de la casa. Poco después
de mi regreso de Polonia la revista holandesa Kracht
Van Omhoog me solicitó que escribiera una serie de
SE PONEN LOS CIMIENTOS .113

artículos sobre mis experiencias detrás de la Cortina


de Hierro. Como no tenía pasta de escritor no había
hecho nada al respecto. Pero ahora, sentado en mi
pequeño cuarto, con mi billetera vacía sobre el escri-
torio de fabricación casera, me parecía que Dios me
decía "escribe esos artículos para Kracht Van Omhoog".
La orden me desconcertó. Seguramente que no tenía
nada que ver con la necesidad de dinero por la que
estaba orando : la revista no ofrecía pagarme por los
artículos.
Pero como ese sentimiento persistía, por pura obe-
diencia me senté y escribí acerca de lo que había ob-
servado no sólo en Polonia sino también en Checoes-
lovaquia. Al otro día despaché el artículo junto con
algunas fotografías. El editor acusó recibo, agrade-
ciéndome, pero, tal como yo lo esperaba, no adjun-
taba ningún cheque, y me olvidé del asunto.
Una mañana empero, recibí otra carta de Kracht
Van Omhoog. Algo inaudito ocurría; aunque en nin-
guna parte del artículo había hecho mención de ofren-
das o indicado que estaba planeando realizar otro
viaje, a esos países, lectores de toda Holanda enviaban
dinero. Nunca era mucho, sólo unos pocos florines
por vez. El director quería saber dónde tenía que en-
viarlos.
Este fue el comienzo de la más asombrosa historia
en cuanto a ofrendas. Las primeras ofrendas de mis
desconocidos lectores eran pequeñas porque mis nece-
sidades también lo eran. Quería ayudar a Geltje con
los gastos de la casa; mi vieja chaqueta estaba raída;
le había prometido a Antonín que iba a tratar de
mandarle una Biblia en checoeslovoco. Y para hacer
frente a esas necesidades hubo una módica suma de
parte de los lectores de Kracht Van Omhoog. Luego,
a medida que el trabajo se expandía y surgían nece-
sidades mayores, en la misma manera aumentaban
las contribuciones de los lectores. Este sólo cuando
hubo necesidad de sumas realmente grandes, años des-
pués, que Dios se valió de otros medios para suplir
esos fondos.
Pero en aquel primer contacto con Kracht Van
Omhoog nació algo mucho más importante que el di-
nero. Una mañana, entre la correspondencia vino una
114 EL CONTRABANDISTA DE DIOS

carta del encargado de un grupo de oracion en el


pueblo de Amerfoort. "El Espíritu Santo", decía la
carta, "los había guiado para que se pusieran en
contacto conmigo; no sabían por qué, pero ¿ podría
llegarme hasta Amerfoort ?"
Me sentí intrigado de inmediato. Si el Espíritu San-
to guiaba las acciones de las personas en forma tan
precisa en la actualidad, esto era entonces algo de lo
que necesitaba saber más. Fui a Amerfoort. El grupo,
más o menos unas doce personas, se reunía en casa de
Karl de Graaf, un constructor de diques.
Nunca antes había visto un grupo como éste. En
lugar de un programa establecido, con su dirigente
y un tema de estudio, como era costumbre entre los
otros grupos de oración que había visitado, aquí pa-
recían pasar la mayor parte del tiempo escuchando.
De vez en cuando alguien, espontáneamente, oraba en
voz alta. Esas oraciones, sin embargo, más que peti-
ciones preconcebidas, eran expresiones de amor y ala-
banza a Dios. Era como si cada uno de los que estaban
allí sintiera que Dios estaba muy cerca y en el deleite
de su compañía no necesitaban nada más fuera de
expresar de vez en cuando el gozo que los inundaba.
Ocasionalmente, en tanto escuchaban en la expecta-
te quietud, uno del grupo, aparentemente oía algo
más: alguna indicación, algún fragmento de informa-
ción que provenía de una fuente ajena a su propio
conocimiento. Esto también lo expresaban en voz alta.
-La mamá de Joost, en América, esta noche nece-
sita nuestras oraciones. Te damos gracias Señor, que
nuestra oración por Stephje ha sido contestada-. Es-
taba tan absorto con esta clase de oración, nueva
para mí, que cuando los otros del grupo se levanta-
ron y la señora de Graaf me llevó a mi cuarto, casi
ni podía creer lo que indicaba el reloj sobre la có-
moda; ¡ eran las cuatro y media de la mañana!
Algunos días después, en tanto que me encontraba
en mi cuarto escribiendo un nuevo artículo para Kracht
Van Omhoog, Geltje llamó a mi puerta.
-Alguien quiere verte, Andrés. No lo conozco.
Fui hasta la escalinata de entrada y vi al señor
Karl de Graaf.
-¡Hola! -exclamé sorprendido.
SE PON EN LOS CIM IENTOS 115
-Hola, Andy. ¿ Sabe manejar?
-¿Manejar?
-Un automóvil.
-No -contesté asombrado. -No sé.
-Anoche, mientras orábamos, el Señor nos habló
algo sobre usted. Es importante que sepa manejar.
-¿ Para qué? -pregunté. Es seguro que nunca ten-
dré un auto.
-Andrés -el señor de Graaf me habló pacien-
temente, como si fuera un alumno un poco lento para
entender, -no voy a discutir la lógica del caso. Me
limito a transmitirle el mensaje-. Con esas palabras
cruzó el puente y con pasos largos se dirigió al coche
que lo esperaba.
La idea de aprender a manejar me parecía tan
irrealizable que no hice nada al respecto. Una semana
más tarde el constructor de diques volvió una vez
más en su coche.
-Y, ¿está aprendiendo a manejar?
-Bueno, la verdarl es que ...
-¿ Todavía no aprendió qué importante es obede-
cer? Me imagino que tendré que enseñarle yo. Vamos,
suba aquí.
Esa tarde me senté detrás del volante de un ve-
hículo motorizado por primera vez después de esa
desastrosa mañana, once años atrás, cuando había
manejado el carrier Bren a toda velocidad por las
calles del Regimiento. El señor de Graaf regresó una
y otra vez, y resultó ser un maestro tan bueno que
a las pocas semanas rendí examen y aprobé en la
primera vez, algo raro en Holanda. Todavía no podía
ver la razón por la que yo, que ni siquiera tenía
ahora una bicicleta, debía tener un registro de con-
ductor en mi bolsillo. Pero el señor de Graaf se negó
a especular. -Es la expectativa de la obediencia-
señaló, -saber luego qué era lo que Dios pensaba.

Pero ocurrió algo que por un tiempo nos hizo ol-


vidar de toda otra cosa. En el otoño de 1956 Hungría
se rebeló con la consecuente huída al Este de cientos
de miles de personas atemorizadas y desilusionadas,
no sólo de Hungría sino también de Yugoslavia,
Alemania Oriental y otros países comunistas. Estos
116 EL CONTRABANDISTA DE DIOS

refugiados eran hacinados en enormes campos cerca


de la frontera, donde las condiciones de vida se decía
que eran algo que escapaba a toda imaginación. Fren-
te a la Municipalidad de Witte un hombre se refirió
a esto y pidió voluntarios para ayudar en los campos.
Yo fui en el primer ómnibus que salió de Holanda.
Los voluntarios ocupábamos sólo la parte delantera
del ómnibus; el resto del vehículo estaba ocupado con
comida, ropa y medicamentos que serían distribuídos
por igual entre los campos de refugiados más grandes,
ubicados en Alemania Occidental y Austria.
Nada de lo mucho oído me había preparado para lo
que encontré. Diez familias hacinadas en un cuarto
era cosa corriente. Algunos trataban de mantener una
intimidad inexistente colgando sus mantas a guisa de
pared durante el día. Nos arrojamos en este mar de
necesidad como nadadores a la orilla del océano. Dis-
tribuimos ropa y medicamentos. Escribimos cartas tra-
tando de localizar a familias separadas, llenamos so-
licitudes de visas. Y por supuesto, en cada oportunidad
que se me presentó, celebré cultos de oración. Y allí
descubrí algo que me asombró. La mayoría de esas
personas literalmente no sabían absolutamente nada
sobre la Biblia. Los que habían crecido bajo el Ré-
gimen anterior eran en su mayoría analfabetos. Los
jóvenes, que habían sido criados bajo el Comunismo
tenían mejor educación, pero lógicamente no en cuanto
a la Biblia.
Así empecé, valiéndome casi siempre de intérpretes,
a celebrar algunas pocas clases sobre las cosas más
elementales de la Biblia. Por experiencia sabía cuán
poderoso era este conocimiento; pero realmente casi no
estaba preparado para los resultados en las vidas en
la que esto era totalmente nuevo. Los que habían es-
tado sumidos en la más negra desesperación llegaron
a ser pilares de entereza para toda la barraca. Vi
cómo la amargura daba cabida a la esperanza, y el
oprobio se transformaba en autorespeto.
Recuerdo un anciano matrimonio que había huido
de Yugoslavia. Ella era una mujer obesa, olía a sucio
y unos pelos de casi tres centímetros de largo colgaban
de su barbilla. Pero por lo menos procuraba Que el
lugar alrededor de su cama estuviera recogido y arre-
SE PONEN LOS CIM IENTOS 117

glado. Su esposo, en cambio, desconcertado por haber


tenido que dejar la granja de sus antepasados, se sen-
taba al borde de su catre, hamacándose constante-
mente, día tras día.
Empezaron a asistir a las clases bíblicas que daba
en su barraca. Al principio estaban asombrados. El
anciano lloraba mientras escuchaba y dejaba que las
lágrimas corrieran libremente por su regazo. Más o
menos a la cuarta clase noté que los pelos de la bar-
billa de la mujer habían desaparecido y que él había
empezado a afeitarse.
Detalles insignificantes, por supuesto, excepto por
lo que decían de dos seres que estaban despertando al
hecho de que eran hijos amados de Dios.
-Si tan sólo . . . -exclamó el anciano un día
después de la clase.
-Si tan sólo, ¿qué? -le preguntó el intérprete, ins-
tándolo para que continuara hablando.
-¡ Si tan sólo hubiera sabido todo esto hace años,
cuando estaba allá en Yugoslavia!
Eso también se estaba convirtiendo en mi sueño.

La ropa y los víveres que habíamos llevado para los


campos se habían agotado hacía mucho y regresamos
a Holanda para buscar más. Mientras me encontraba
en casa volví nuevamente al Consulado Yugoslavo para
solicitar una visa, como había hecho anteriormente.
Una vez más tuve que llenar formularios en tri-
plicado y adjuntar fotografías, que ahora había pe-
dido en cantidad, y el poco prometedor: "Llevará al-
gún tiempo para cumplimentar." Tan solamente una
vez al llenar la solicitud en blanco vacilé. En la mitad
de la página había un espacio para indicar la ocupa-
ción. Tenía presentimiento de que la mía había pe-
sado en mi contra, anteriormente en mis otras soli-
citudes. Pero, ¿ qué nos habían enseñado en Glasgow?
Que debíamos andar en la luz, sin ocultar nada; que
todo debía ser abierto y claro para que todos pu-
dieran verlo. Y así, como había hecho antes, volví a
escribir MISIONERO en letras de imprenta y dejé
los formularios cumplimentados sobre el escritorio.

Cuando el ómnibus volvió a estar lleno de mantas,


118 EL CONTRABANDISTA DE DIOS

ropas, leche en polvo, café y chocolate, salimos nueva-


mente para los campos de refugiados. El telegrama
me llegó a Berlín Occidental. Papá había caído muer-
to en la huerta.
Tomé el primer tren para casa. El sencillo funeral
se realizó junto a su tumba. Como se acostumbraba
en Holanda, el país tan hambriento de tierra, abrieron
la tumba de mamá y depositaron el cajón de papá, para
que reposara sobre el suyo.
Ahora la vieja casa estaba realmente vacía. ¡ Cómo
extrañaba el vozarrón de papá, que había llenado todo,
desde el piso hasta las vigas! ¡ Cuánto extrañaba
la silueta de hombros cargados, inclinada tan pacien-
temente sobre los almácigos de lechugas y coles! Ex-
trañaba su cariño por las cosas que tenían vida, que
crecían.
Volví a Alemania y me dediqué con más intensidad
que antes al trabajo entre los refugiados. La revuelta
húngara había traído la ola más reciente de fugitivos,
pero en realidad los campos en Berlín Occidental eran
viejos y habían sido olvidados por el mundo hasta que
esto los había vuelto a colocar en primera plana. En
esos campos habían vivido por años los remanentes de
la Segunda Guerra Mundial, los desamparados, los des-
ubicados, los miles sin patria, que fueran creados por
la locura nazi. Para mí esas personas eran las más
dignas de lástima, especialmente los niños. Conocí cria-
turas de once y doce años que nunca habían visto
el interior de una verdadera casa. Dos personas sol-
teras recibían mayor espacio y más ropa que un ma-
trimonio. Por eso los casamientos eran raros y la
mayoría de los niños eran ilegítimos. Durante meses
traté de hacer entrar en Holanda a un grupo de esos
jovencitos. Conocía a muchas familias dispuestas a re-
cibirlos; Geltje y Maartje hubieran recibido a algu-
nos, pero estos muchachitos una y otra vez adolecían
de lo más importante: buena salud. En aquellas frías
y húmedas barracas la tuberculosis era endémica. Los
cartelones colocados sobre las paredes, que ofrecían
entrada a Suiza y los Estados Unidos a los jóvenes
que tuvieran buena salud eran una burla para aquellos
enfermos, que sumaban el noventa por ciento de cada
campo.
SE PONEN LOS CIMIENTOS 119

Sucedió cuando estaba en medio de esta obra deses-


perante y conmovedora, una mañana durante la me-
ditación matutina, que era una parte integral de mi
vida diaria dondequiera me encontrara, que tuve una
sensación extraordinaria. Fue como si una voz me
dijera "hoy vas a recibir la visa para Yugoslavia".
No podía creerlo. Casi me había olvidado de las so-
licitudes pendientes para viajar allá y a otros lugares;
tan ocupado había estado trabajando en los campos. Aun
así, me vi mirando por la ventana de la posada para los
voluntarios, para ver si llegaba el correo de la maña-
na. Cuando vi acercarse a la muchacha que lo distri-
buía corrí a su encuentro. -¡ Carta para usted de Ho-
landa ! -señaló empezando a revolver la saca.
Tomé la carta de sus manos. La dirección de Witte
había sido tachada. Sobre ésa, Geltje había escrito la
calle y número de la posada en Berlín. En la esquina
izquierda del sobre había un sello de la Embajada
Yugoslava en La Haya. -¡Gracias! -exclamé. Allí
mismo rasgué el sobre y miré atentamente su conte-
nido, sin acertar a comprender. El gobierno yugoslavo
lamentaba poner en mi conocimiento que mi visa había
sido denegada. Eso era todo. No había ninguna otra
explicación.
¿ Qué significaba eso? No podía negar que había
sabido por anticipado sobre esta carta. Pero el mensaje
que había recibido, era que la visa estaba otorgada.
¿ Es que tendría que ir al consulado Yugoslavo en
Berlín y presentar una nueva solicitud? Corrí hasta
mi cuarto, tomé un par de fotografías y me enca-
miné al tranvía. A la hora, de nuevo estaba llenando
formularios en triplicado. De nuevo llegué al renglón
"ocupación". Sospechaba que era esto el causante de
todo.
-Señor -dije por lo bajo, -¿ qué debo poner
aquí?
En seguida recordé las palabras de la Gran Co-
misión; ir por todo el mundo y enseñar a todas las
naciones. Entonces yo era un maestro, ¿ no era así?
En mi formulario de solicitud de visa escribí MAES-
TRO y entregué el formulario.
-Si tiene a bien sentarse, señor, examinaré su so-
licitud ahora mismo-. El funcionario fue al otro
120 EL CONTRABANDISTA DE Dros

cuarto. Esperé ansiosamente unos veinte minutos, du-


rante cuyo tiempo me pareció que podía percibir el
martilleo de un manipulador telegráfico. Pero debía
ser un error porque el empleado volvió sonriente para
desearme un feliz viaje a su país.

¡ Tenía que compartir con alguien las buenas no-


ticias! ¿ Mi familia? No teníamos teléfono y no me
gustaba molestar a los vecinos. ¿ Los Whetstra? ¡ Claro
que sí ! ¡ Los llamaría por teléfono !
Pedí una comunicación de central a central y el se-
ñor Whetstra en persona atendió.
-Soy Andrés. ¡ Qué suerte que lo encuentro a usted
en su casa a estas horas del día!
-Creí que estabas en Berlín.
-Sí, estoy en Berlín.
-Sentimos mucho lo de tu papá.
-Gracias. Pero mi llamada es para darle buenas
noticias, señor Whetstra. Quiero decirle algo: en mi
mano, en estos momentos tengo dos papeles. Uno es
una carta del Consulado Yugoslavo en Holanda, in-
formándome que mi visa ha sido rechazada y el otro
es mi pasaporte sellado por el consulado Yugoslavo
aquí. ¡ Lo conseguí, señor Whetstra ! ¡ Iré como mi-
sionero detrás de la Cortina de Hierro!
-Andrés, es mejor que vengas a casa para tus
llaves.
-¿ Qué dice, señor Whetstra? La comunicación es
mala. Pensé que dijo algo de llaves.
-Sí, para tu Volkswagen. Lo hemos decidido y
nada podrá hacernos cambiar. Hace meses con mi es-
posa decidimos que si conseguías la visa también ten-
drías nuestro automóvil. Ven a casa para buscar las
llaves.

Cuando llegué a Amsterdam verdaderamente traté de


convencerlos. ¡ Un regalo tan grande! No veía cómo
podía aceptarlo.
-¿ Y cómo marchan los negocios? -les pregunté.
-¿ Nuestros negocios? El señor Whetstra pronun-
ció esas palabras con tono despreocupado. -Andrés,
tú estás ocupado en los negocios del Rey. No, hemos
orado y ésas son las órdenes que recibimos.
SE PONEN LOS CIM IENTOS 121

Esa misma tarde, todavía receloso y satisfecho, fui


con el señor Whetstra a hacer la transferencia y me
convertí en el todavía incrédulo poseedor de un casi
flamante y precioso Volkswagen azul.

Lo único desagradable de esta maravillosa experien-


cia era volver a Witte manejando. Traté de pasar in-
advertido, pero no es posible hacerlo con un reluciente
Volkswagen azul y menos en un lugar corno Witte.
Todo el pueblo en seguida se juntó, preguntando de
quién era el coche y, corno había presentido que pa-
saría, mostrándose envidiosos cuando les expliqué que
era mío. ¿ Qué tenía que hacer el hijo de un pobre he-
rrero con un automóvil?
-La religión es un negocio que rinde, ¿ no es cierto
Andy? -preguntó uno frotando la tela de su saco
entre sus dedos, haciendo una guiñada socarrona.
Todos se echaron a reír y aunque les repetí una y
otra vez que me lo habían regalado los Whetstra,
vi que ni aún quedaban conformes; el hijo del herre-
ro no debía manejar un coche. Aquellas familias
en Witte que con frecuencia me habían dado peni-
ques del dinero de sus víveres para mi trabajo en
los campos de refugiados; dejaron de dármelo. Mi re-
lación con los de mi pueblo natal nunca volvió a ser
la misma.
Pero tenía que trabajar. Por varios días estuve pla-
neando mi itinerario, recorriendo Arnsterdarn en bus-
ca de literatura cristiana en los idiomas yugoslavos y
buscando aquellos lugares en el coche, donde podría
ocultarlo que había encontrado. También pasé un
poco de tiempo preguntándome cómo Dios supliría
el dinero para este viaje.
Tenía pensado salir para fines de Marzo. Con an-
terioridad fui a ver a Karl de Graaf. No podía es-
perar ver su cara cuando le mostrara el coche, la
prueba visible de lo que hasta entonces él había sabido
solamente por fe.
Pero el señor de Graaf no pareció sorprenderse en
lo más mínimo.
-Sí, --dijo, -pensé que ya lo tendría porque
-prosiguió sacando un sobre de su bolsillo, --el Señor
122 EL CONTRABANDISTA DE DIOS

nos ha dicho que necesitará una suma adicional de


dinero en estos próximos dos meses. Y aquí está.
Puso el sobre en mi mano. Ni siquiera lo abrí. Para
entonces ya sabía bastante respecto de este extraor-
dinario grupo como para tener la seguridad de que en
el sobre había exactamente el importe que necesitaría
para el viaje. Y así, con el corazón rebosando de gra-
titud, me despedí de él, de los Whetstra, de mi fami-
lia y salí de Holanda con rumbo a Yugoslavia, detrás
de la Cortina de Hierro.
CAPITULO 10
Linternas en la noche

Tenía ante mí la frontera yugoslava. Por primera


vez en mi vida estaba próxima a entrar en un país
Comunista por mi propia cuenta en lugar de hacerlo
con un grupo invitado y patrocinado por el gobierno.
Paré el VW en las cercanías de la pequeña aldea
austríaco y efectué un inventario. En 1957 el go-
bierno yugoslavo permitía a los turistas llevar sola-
mente artículos de uso personal. Cualquier cosa nueva
o en cantidad, resultaba sospechosa debido al mercado
negro que florecía en todo el país. Especialmente el
material impreso estaba expuesto a ser confiscado en
la frontera, aunque se tratara de una cantidad ín-
fima, ya que al provenir de fuera del país era con-
siderado como propaganda foránea, y he aquí que tanto
el coche como mi equipaje estaban literalmente comba-
dos con tratados, Biblias y porciones bíblicas. ¿ Cómo
haría para pasar por la guardia de la frontera?
Entonces, por primera vez en lo que llegaría a repe-
tirse muchas veces, hice la oración del Contraban-
dista de Dios.
"Señor Jesús, en mi equipaje tengo Biblias que les
quiero llevar a tus hijos del otro lado de esta frontera.
Cuando estabas en la tierra tú abriste los ojos de
los ciegos. Ahora, te ruego, que ciegues los ojos de los
que ven. Que los guardias no vean aquello que tú no
quieres que vean."
Y así, armado con esta oración, puse en marcha
el motor y me dirigí hacia la barrera. Salieron los
dos inspectores, gratamente sorprendidos al verme. Me
pregunté si harían muchos negocios. Por la atención
con que examinaron mi pasaporte, posiblemente fuera
el primer pasaporte holandés que veían. Había algu-
nas pocas formalidades que cumplimentar, así me ase-
guraron en alemán, y después podría seguir mi camino.
Uno de los inspectores se puso a revisar mi equipo
124 EL CONTRABANDISTA DE DIOS

de camping. En las esquinas y los dobleces de mi saco


de dormir y en la carpa había metido cajas con tra-
tados. "Señor, ciega estos ojos que ven."
-¿ Alguna otra cosa para declarar?
-Bueno, tengo dinero, un reloj pulsera, y una má-
quina fotográfica.
El otro guardia miró adentro del VW. Me pidió
que sacara una valija. Yo sabía que entre la ropa
había tratados.
-Por supuesto, señor -dije. Bajé el respaldo del
asiento delantero, saqué la valija, la puse en el suelo
y la abrí. El oficial levantó las camisas que había en-
cima. Debajo, y ahora a plena vista había una pila
de tratados en dos de los idiomas yugoslavos : ser-
viocroata y esloveno. ¿ Qué haría el Señor?
-Parece seco para esta época del año -le dije al
otro, y sin mirar a su compañero, que revisaba la
valija, me puse a conversar sobre el clima. Le conté
de mi tierra y de cómo los polders siempre estaban
húmedos. Finalmente, cuando ya no pude seguir re-
sistiendo el suspenso, me di vuelta. El primero ni
siquiera miraba la valija. Estaba prestando atención
a nuestra conversación. Al darme vuelta, sorprendido
salió de su ensimismamiento. -Bueno, ¿ tiene alguna
otra cosa para declarar?
-Solamente "cosas pequeñas"- le contesté. Des-
pués de todo, los tratados eran "cosas pequeñas". -
-No vamos a ocuparnos entonces -señaló el guar-
dia. Me hizo una señal con la cabeza de que podía
crrrar la valija, y con un pequeño saludo me devolvió
e pasaporte.

Mi primera parada era Zagreb. Me habían dado el


nombre de · un dirigente cristiano a quien llamaré
J ami!. La Sociedad Bíblica Holandesa me había dado
su nombre. Figuraba en sus archivos como alguien que
de vez en cuando pedía Biblias en cantidad. Sin em-
bargo, no había tenido noticias suyas desde que Tito
había sido nombrado Primer Ministro en el año 1945.
Casi ni me atrevía a esperar que todavía viviera en
la misma dirección, pero al no tener otra alternativa,
le había escrito una carta, con palabras cuidadosa-
mente escogidas, indicándole que para fines de Marzo
LINTERNAS EN LA NOCHE 125
un holandés iría a su país de visita. Ahora estaba ca-
mino a Zagreb buscando su dirección.
Para recalcar lo maravilloso de este primer con-
tacto cristiano en Yugoslavia, tendría que decir lo
que pasó con mi carta, aunque por supuesto no supe
toda la historia sino después. La carta había sido en-
tregada a la dirección del sobre, pero hacía mucho
que Jamil se había mudado de allí. El nuevo inquilino
no conocía su domicilio y la devolvió a la oficina de
correos. Allí la retuvieron dos semanas en tanto que
averiguaban su nueva dirección de J amil. El mismo
día que yo entré en Yugoslavia, le entregaron la carta.
¿ Quién sería ese misterioso holandés? ¿ Sería prudente
tratar de ponerse en contacto con él? Con nada más
que un vago sentimiento de que debía hacer algo, su-
bió a un tranvía y se dirigió a su anterior domicilio.
Pero, y entonces ¿qué? J amil se detuvo en la vereda
preguntándose cómo proceder. ¿ Habría llegado ya
ese holandés y habría ido preguntando por un tal
Jamil? ¿ Se atrevería a dirigirse al nuevo morador de
la casa con la sospechosa historia de que algún día
un desconocido holandés podría ir allí preguntando
por él? ¿ Qué tendría que hacer?
Y fue en ese preciso momento que yo detuve el
auto junto al cordón. Lo paré a no más de medio me-
tro de distancia de Jamil, el que por supuesto me re-
conoció de inmediato por la. patente de mi automóvil.
Estrechó mi mano y pusimos juntas las dos mitades
de nuestras historias.
Jamil se puso más que contento de que un cristiano
de otro país estuviera en su patria. Repitió lo que
había oído por vez primera en Polonia: "lo mucho
que significaba para ellos que yo estuviera allí." Se
sentían tan aislados, tan solos. Por supuesto me iba
a ayudar a ponerme en contacto con otros creyentes.
Conocía a la persona que podría servirme de intérpre-
te. Fue así que unos días después, junto con Nikola, un
joven estudiante de ingeniería, que haría las veces de
guía e intérprete, partí en mi Volkswagen para en-
tregar "saludos" a los cristianos yugoslavos.
En ese primer viaje en automóvil que realicé detrás
de la Cortina de Hierro tuve oportunidad de descu-
brir que era dueño de una resistencia hasta entonces
126 EL CONTRABANDISTA DE DIOS
desconocida por mí. Mi visa tenía una validez de cin-
cuenta días. Durante siete semanas consecutivas pre-
diqué, enseñé, animé, repartí las Escrituras. Celebré
más de ochenta reuniones en esos cincuenta días. En
ocasiones hablaba hasta cinco o seis veces en un solo
domingo. Prediqué en ciudades grandes, en aldeas y
en granjas aisladas. Hablé abiertamente en el norte
del país y secretamente en el sur donde la influencia
Comunista era. más fuerte.
A primera vista no me parecía que la Iglesia Yu-
goslava pasara por ninguna persecución en particular.
Cuando me dirigía a un nuevo distrito tenía que pre-
sentarme ante las autoridades policiales, pero fuera de
eso tenía libertad para visitar a los creyentes en sus
hogares. Las iglesias estaban abiertas. Después de
un tiempo abandoné el pretexto de los "saludos" y sen-
cillamente comencé a predicar. Nadie puso reparos.
Con excepción de ciertas áreas restringidas, principal-
mente a lo largo de la frontera, tenía libertad para
ir a cualquier lugar dentro del país, sin ningún guía
oficial para vigilar mis actividades.
Esto equivalía a una verdadera libertad, mucho más
de la que yo había anticipado. Pero, poco a poco, a
medida que iba familiarizándome más con Yugoslavia,
tuve conciencia del proceso de desgaste que el Gobier-
no ejercía sobre los cristianos. El esfuerzo parecía
centrarse en los niños. Que los ancianos hicieran lo
que quisieran, pero los niños no, ellos tenían que ser
alejados del seno de la Iglesia.
Una de las primeras iglesias que visitamos con
Nikola era una iglesia Católica Romana en una pe-
queña villa no lejos de Zagreb. Allí observé que no
había nadie que fuera menor de veinte años y le pre-
gunté a Nikola la razón. Por toda respuesta me pre-
sentó a una campesina que tenía un hijo de diez
años.
-Dígale al hermano Andrés por qué J osif no está
aquí -dijo Nikola.
-¿ Por qué mi J osif no está aquí conmigo? -me
preguntó. Su voz tenía un dejo de amargura. -Porque
soy una campesina ignorante. La maestra le dijo a
mi hijo que no hay Dios. El gobierno le dice a mi
niño que no hay Dios. Ellos le dicen a mi Josif: "Tal
LINTERNAS EN LA N OCHE 127
vez tu mamá te dice otra cosa, pero nosotros somos
más inteligentes que ella. No te olvides que tu mamá
es una campesina ignorante. ¿ Qué te parece si la en-
gañamos?" Por eso J osif no está conmigo. Me están
engañando. En otro pueblo, unos días después, ha-
bíamos ido a visitar a una familia cristiana. Allí vi
a una niñita que estaba afuera, jugando, cuando
en realidad tenía que haber estado en la escuela.
-¿ Por qué no está en la escuela? -le pregunté
a Jamil.
La mamá me lo explicó. Marta había aprendido
en la casa a dar gracias antes de comer. Cuando en la
escuela llegó la 'hora de comer, Marta dio gracias en
voz alta, sin pensarlo, como lo hacía siempre. La
maestra se había enojado. ¿ Quién le había dado esa
comida? ¿ Era Dios o el Pueblo mediante su buen
sistema de gobierno? -No debes decir esas cosas,
Marta. Con esas tonterías vas a arruinar la mente de
tus compañeros.
Pero al día siguiente, tan profundamente arraigada
estaba en Marta la costumbre de orar, que volvió a
hacerlo. Por eso la habían expulsado de la escuela.
Fue en Macedonia, empero, que vislumbré las pri-
meras señales de verdadero temor por parte de los que
regularmente asistían a la iglesia. Macedonia, la más
pobre de las seis repúblicas autónomas de Yugosla-
via, es asimismo el lugar donde el Partido es más
fuerte. Nuestra primera reunión en esa parte del país
estaba fijada para las diez de la mañana. Sin embargo,
cuando llegamos a la iglesia, no encontramos a nadie
allí.
-No comprendo -dijo Nikola sacando la carta que
había recibido del pastor. Estoy seguro de que este
es el lugar.
A las once convinimos que no valía la pena· seguir
aguardando. Fuimos hasta donde habíamos estacio-
nado el auto. Justo cuando estábamos por subir al
coche, acertó a pasar por allí un campesino. Se detuvo
el tiempo suficiente como para estrechar calurosa-
mente mi mano, desearme un buen viaje y seguir su
camino. Otra vez estaba volviéndome para abrir la
puerta del VW cuando otro campesino pasó moviendo
el pie y la mano del mismo lado a un tiempo. Du-
128 EL CONTRABANDISTA DE Dros
rante cuarenta y cinco minutos esa mañana dio la
casualidad que todos los de la aldea salieron a dar
un paseo y tuvieron la buena suerte de pasar junto
al automóvil del predicador visitante y pudieron co-
nocerlo y estrechar su mano.
Hasta el mismo Nikola no sabía cómo interpretar
esto. Unos días después, teníamos programada una
reunión vespertina en otro pueblo de Macedonia. El
pastor nos invitó a cenar antes de la reunión que
comenzaría a las ocho de la noche. Cinco minutos
antes de la hora le sugerí que quizá era hora de
ponernos en camino para la iglesia. -No -señaló
mirando afuera. -Todavía no es hora.
A las ocho y cuarto insistí nuevamente. -¿No cree
que la gente estará esperando?
-No, todavía no es hora. Una vez más noté que
miraba afuera antes de contestarme.
A las ocho y media, se acercó a la ventana, atisbó
e hizo una señal de asentimiento con la cabeza.
-Ahora podemos ir -señaló. -La gente no viene
a la iglesia sino hasta que está oscuro. No es que lo
que hacemos sea algo ilegal, pero vale la pena tomar
precauciones.
Entonces vi algo con lo que me familiarizaría tan-
to en toda esa región. Por el oscurecido distrito rural
comenzaron aparecer lámparas de querosene. Los
campesinos venían lentamente, cruzando los campos
de dos o tres por vez. Cada hombre llevaba una lám-
para. Después empezaron avenir los que vivían en el
pueblo, en las pequeñas casas de barro que bordeaban
la única carretera; traían sus lámparas con las luces
muy bajas, para que no iluminaran sus rostros. A
nadie parecía molestarle ser reconocido una vez aden-
tro de la iglesia. Después de todo, allí corrían el
mismo riesgo.
Las lámparas colgaban de ganchos a los lados del
cuarto. Una luz tenue y agradable lo iluminaba. Les
hablé sobre Nicodemo, que había ido a ver a Jesús
por la noche, tarde. -El también -dije, había
sentido la necesidad de buscar al Señor al amparo
de las sombras. No importaba. Las circunstancias y
el lugar siempre dictaminarían cómo encaminaríamos
nuestros pasos hacia Dios. Más de doscientos habían
LINTERNAS EN LA N OCHE 129

venido esa noche para escuchar al extranjero. De ellos


unos ochenta y cinco renovaron su consagración al
camino cristiano, aun cuando ese camino, en aquel en-
tonces los llevaba por una senda oscura.

Fue en otra aldea de Macedonia que tuvimos nues-


tro único encontronazo con las autoridades policiales.
Le había explicado a Nikola que quería visitar a los
cristianos tanto de las ciudades grandes como los de
los pequeños pueblos. Nosaki era uno de éstos. Llegar
allí fue todo una hazaña.
Habíamos conseguido otro guía para que nos lle-
vara a través de Macedonia, lugar éste que Nikola
casi ni conocía. Era un maravilloso cristiano a quien
todos llamaban "tiíto". Avanzábamos en el coche
cuando de pronto tiíto señaló dos huellas que cru-
zaban un campo y nos aseguró que era el camino para
Nosaki. Las huellas se hacían menos visibles y los
surcos más profundos hasta que el chasis del coche
llegó a rozar la tierra y nos encontramos manejando
a través de un campo recién arado.
-¡ Vaya con estos caminos! -exclamé. -¿ Falta
mucho, tiíto?
-¡No, ya estamos! -me contestó indicando un
grupo de árboles a la distancia.
Bajamos del auto y anduvimos pesadamente a tra-
vés del campo hasta llegar a un reducido grupo de
chozas de barro que se llamaba Nosaki. Aunque allí
debía haber una iglesia, no vimos señales de ninguna.
Nikola estuvo averiguando y le dijeron que en efecto
en la villa había una iglesia, pero que tenía un solo
miembro: la viuda Anna que había convertido su casa
en una iglesia a la que nadie iba.
Fuimos a visitarla. Se sorprendió de que un- misio-
nero hubiera llegado a su aldea.
-Pero, no debería sorprenderme - manifestó.
-¿ Es que acaso no he orado pidiendo ayuda?
Anna nos enseñó su iglesia. Estaba prohibido cele-
brar servicios religiosos en los hogares y ella había
clausurado uno de los cuartos y puesto un cartel que
decía: "Molitven Dom", ( casa de oración). Cuando
colocó el cartel los pocos miembros que el Partido tenía
en el pueblo enarcaron las cejas, pero ninguno se opuso
130 EL CONTRABANDISTA DE DIOS

realmente. Después de todo Anna estaba completamente


sola en esa tonta superstición suya y no le hacía daño
a nadie.
Pero ahora aquí estaba un predicador. De una casa
a otra se corrió la voz. Pocos en la aldea habían visto
a alguien que no fuera oriundo de Macedonia, mucho
menos a un extranjero.
Ya fuera que era novedad o que tuviera razones de
índole espiritual, no lo sé. Pero esa tarde, después que
oscureció, pareció que de pronto los campos cobraban
vida. Parecía que las luciérnagas fueran abriéndose
paso y alumbrando el camino a través de los campos
rumbo a la casa de Anna. Empezamos enseñándoles
un himno para contarles luego la historia del evange-
lio. Anna nos había asegurado que muchos de la joven
generación nunca la habían oído. Estábamos cantando
un segundo himno cuando de pronto llamaron fuerte-
mente a la puerta.
Todos dejaron de cantar.
Anna abrió la puerta. Allí, de pie, estaban dos po-
licías uniformados. Caminaron hasta el frente del sa-
lón. Por un largo rato se limitaron a quedarse de pie,
recorriendo con la vista la congregación. Después
fueron a un costado del cuarto para observar mejor los
rostros. Finalmente sacaron sus libretas y comenzaron
a escribir nombres. Cuando terminaron hicieron unas
pocas preguntas sobre Nikola y sobre mí y se fueron
tan abruptamente como habían llegado.
Pero la reunión ya no fue la misma. Algunos de los
que vivían en el pueblo volvieron a sus casas. Los que
se quedaron cantaron sin ningún entusiasmo. Cuando
llegó el momento de hacer un llamado al altar me sor-
prendí de que alguien levantara las manos, pero no uno,
sino varios lo hicieron.
-Esta noche ustedes han visto lo que significa
seguir a Cristo -señalé. -¿ Están seguros de que
quieren ser suyos?
Aun así unos pocos insistieron. Aquella noche, de
esa manera, nació una pequeña iglesia aunque nunca
tuvo oportunidad de crecer. Nikola me escribió. un
año después, contándome de que el Gobierno la había
clausurado. Por su ayuda "tiíto" había sido deportado
del país. Ahora vive en California, en Estados Unidos.
LINTERNAS EN LA N OCHE 131
La Molitven Dom de Anna había sido cerrada.
En cuanto a él, escribía Nikola, lo habían citado
a comparecer en la corte, en Zagreb para dar cuenta
por la parte suya en aquella noche. Lo habían recon-
venido y multado por el equivalente de cincuenta dó-
lares, pero nada más. Creía que por ser estudiante no
había recibido un trato más severo.
Por qué el gobierno había señalado esta aislada igle-
sia en particular para hacer su ataque mientras de-
jaba tranquilas a otras, es algo que ni Nikola ni yo
nunca comprendimos.
Los caminos yugoslavos eran malísimos para los ro-
dados en general. Cuando no subíamos por tortuosos
caminos en la montaña, vadeábamos arroyos en el
fondo de escarpados valles.
Pero lo peor de todo para el pequeño VW era la
tierra. El polvo cubría como con una mortaja los ca-
minos sin pavimentar. Se nos pegaba a nosotros aun
con las ventanillas cerradas. No quería ni pensar en
lo que pasaría con el motor. Todas las mañanas, du-
rante la meditación matutina, Nikola y yo orábamos
por el coche. -Señor, no tenemos ni tiempo ni dinero
para arreglarlo. Cuídale para que siga andando.
Una de las características de los viajes en la Yugos-
lavia de 1957 eran las amistosas· paradas que se su-
cedían en el camino. Los autos, especialmente los de
fabricación extranjera, eran tan escasos que, cuando
dos automovilistas se cruzaban, por lo general se pa-
raban para cambiar algunas palabras sobre las condi-
ciones del camino, el tiempo, los surtidores de ga-
solina, los puentes. Un día íbamos dejando una nube
de polvo detrás nuestro, allá, en un camino montañoso,
cuando delante nuestro divisamos un pequeño camión
que venía de frente. Se hizo a un costado, y nosotros
también paramos.
-¡Hola! -nos saludó el conductor. -Creo que sé
quién es usted. Es el misionero holandés que esta
noche predica en Terna.
-Efectivamente.
-Y este es el "automóvil milagroso".
-¿ El automóvil milagroso?
-Sí, el auto por el que ustedes oran todas las ma-
ñanas,
132 EL CONTRABANDISTA DE DIOS
Me eché a reír. En una reunión anterior había con-
tado que todas las mañanas orábamos por el coche.
Indudablemente se había corrido la voz. -Sí, este es
el auto.
-¿ Tendría inconveniente que le eche un vistazo?
Soy mecánico.
-¡Cómo no!
Literalmente lo umco que le había hecho al coche
desde que cruzara la frontera era ponerle gasolina.
El mecánico fue hasta la parte de atrás del coche, le-
vantó la puerta del motor. Por un largo rato se quedó
allí, mirándolo fijamente.
-Hermano Andrés -habló por fin- ahora sí que
creo. Mecánicamente es imposible que este motor ande.
Mire. El filtro de aire. El carburador. Las bujías.
No, qué pena. Este auto no puede andar.
-Y sin embargo hemos recorrido cientos de kiló-
metros.
El mecánico se limitó a mover la cabeza. -Hermano
-dijo, -¿ me dejaría que le limpiara el motor y lo
aceitara? No quisiera que se abuse de un milagro.
Agradecidos seguimos al hombre hasta su aldea, a
unos pocos kilómetros de Terna. Estuvimos parados
detrás suyo en un pequeño patio lleno de cerdos y
gansos.
Esa noche mientras que predicábamos desarmó el
motor, lo limpió pieza por pieza, cambió el aceite y a la
mañana siguiente, cuando estábamos listos para par-
tir, nos entregó el auto como nuevo. El Señor había
contestado nuestra oración.
Llegamos a Belgrado el lo. de Mayo de 1957, el día
del trabajo; el gran día festivo del comunismo. No
era posible encontrar ni una cama ni un lugar para
comer en toda la ciudad.
Hubiéramos dormido en el coche aquella noche si
el pastor de la iglesia en la que teníamos que predicar,
no nos hubiera llevado a su casa. Y fue en esa iglesia
que tuvimos la experiencia que ha dado forma a mi
ministerio hasta el día de hoy.
N ikola y yo nos pusimos de pie en la plataforma,
en un cuarto repleto.
Estaba tan lleno que no teníamos lugar para poner
el franelógrafo con el cual pensaba ilustrar la historia
LINTERNAS EN LA N OCHE 133
de los evangelios. Durante la reunión alguien se puso
a martillar. En seguida nos dijeron que habían sa-
cado una puerta de sus goznes a fin de que la gran
cantidad de personas que estaba en el cuarto del coro
pudiera escuchar. No se trataba de personas sencillas
y de mirada grave a la que había llegado a amar, sino
de una congregación bastante bien vestida en la so-
fisticada ciudad.
Después de la predicación hicimos un llamado al
altar. Pedimos que todos los que quisieran entregar
sus vidas a Cristo o que desearan reafirmar su en-
trega anterior, levantaran la mano.
Todos lo hicieron. ¡ Seguramente que no habían com-
prendido! Volví a explicarles que estaban por dar un
paso muy serio. Presenté con dolorosa claridad las
condiciones del discipulado bajo un gobierno hostil.
Hice un segundo llamado, esta vez pidiéndoles que se
pusieran de pie. Todos en la congregación, se pusieron
de pie.
Era realmente asombroso. Nunca había visto . tal
disposición. Dejándome llevar por su espíritu me lancé
a una entusiasta descripción de las disciplinas diarias
de la oración, y de la lectura de la Biblia que hacían
de los bebés en Cristo, soldados maduros en su Ejército.
Estaba haciendo un bosquejo del plan para el es-
tudio de la Biblia, plan que nos habían enseñado en
la escuela de preparación misionera, cuando observé
que se produjo un cambio en el auditorio. Por prime-
ra vez en esta congregación tan atenta nadie me mi-
raba a la cara. Se miraban las manos, los bancos de
atrás, miraban a cualquier parte, menos a mí.
Confundido, me volví al pastor. El también parecía
tener vergüenza al explicarme a través de Nikola que
orar, sí. Eso podían hacerlo todos los días.. -Me
gusta lo que dijo respecto de la oración. Pero, leer la
Biblia ... Hermano Andrés, la mayoría no tiene Biblia.
No podía creerlo. Lo miré fijamente. En las iglesias
rurales que había visitado me había hecho a esa idea,
pero ¿ en la culta y cosmopolita Belgrado?
Me dirigí a la congregación. -¿ Cuántos de ustedes
tienen Biblia? -pregunté.
Sólo siete manos se alzaron en toda la congrega-
ción, y eso incluyendo al pastor. Estaba pasmado.
134 EL CONTRABANDISTA DE DIOS
Hacía mucho que había repartido las que llevara. ¿ Qué
dejaría ahora con esa gente tan deseosa de aprender,
tan necesitada de dirección en aquel difícil camino
que habían escogido para ellos, contra los millones que
marchaban por el lado contrario?
Con el pastor preparamos una especie de préstamo
de Biblias: un programa de estudio en grupo combi-
nado con el uso general tantas horas al día tal y tal
para cada miembro. Pero esa misma noche, dentro mío
nació una determinación, que ha ardido con mayor
intensidad con el correr de los años. Esa noche le pro-
metí al Señor que toda vez que pudiera poner mis
manos en una Biblia, la traería a esos hijos suyos
que vivían detrás de la pared que habían erigido los
hombres. Cómo podía comprarlas, cómo podía hacér-
selas llegar, era algo que no sabía. Solamente sabía
que las traería aquí, a Yugoslavia, a Checoeslovaquia
y a todos aquellos países a los que Dios me abriera
las puertas el tiempo suficiente como para que yo
pudiera cruzarlas.
CAPITULO 11
La tercera oración

En tanto que cruzaba con mi auto los campos de


Europa Occidental, de regreso a Holanda, traté de
evaluar el viaje que había hecho. En las siete semanas
o más que había estado fuera de casa, había recorri-
do casi nueve mil seiscientos kilómetros y celebrado
más de cien reuniones además de establecer muchísi-
mos contactos para mi trabajo en el futuro.
Lo que era más importante, sin embargo, eran las
conversiones. Cientos de ellas. Cristianos recién naci-
dos. Hombres, mujeres y niños que realmente vivían
en el reino de Dios aunque a la vez estaban viviendo
bajo el régimen de un gobierno que decía que no
había Dios. ¿ Cómo vivirían ahora? Fue difícil sepa-
rarme de estos amigos que se verían confrontados
con privaciones y prisiones, que yo sólo podía imaginar.
En cuanto a mi decisión de llevarles Biblias, en la
clara luz de esa mañana de mayo, me parecía una tarea
mucho más difícil de lo que creí en aquel instante de
convicción aquella noche, no hacía mucho, allá en Bel-
grado. En 1957 no había ni una sola frontera comu-
nista por la que se pudieran pasar libros de ninguna
clase y menos todavía libros de carácter religioso.
¿ Cómo haría para pasarlos? ¿ Y una vez allá, cómo
haría para repartirlos sin poner en peligro a los que
me ayudarían? ¿ Qué país los necesitaba más? ¿ Cuál
debería intentar primero? Todas esas preguntas acu-
dían a mi mente mientras avanzaba un kilómetro tras
otro a través de Europa, cada vez acercándome más
a casa.
No, me dije. A esa no. A Witte, era cierto, pero
en uno de esos incomprensibles destellos de auto cono-
cimiento repentinamente comprendí que Witte ya no
era mi casa. Por eso era que había conducido tan des-
pacio, deteniéndome con frecuencia para consultar mis
136 EL CONTRABANDISTA DE DIOS

mapas y charlar sobre sus cosechas con cada agricultor


con el que me cruzaba.
Súbitamente comprendí que desde que había salido
de Yugoslavia había estado haciendo tiempo para re-
trasar el momento en que otra vez me encontraría solo,
allá en mi pieza de soltero. Después de la muerte de
papá me había mudado a su cuartito, sobre el cober-
tizo de las herramientas. Me había parecido una buena
idea: el cuarto tenía entrada independiente y podía
entrar y salir sin molestar al resto de la familia. Pero
la mudanza había servido para recalcar cuán solo
estaba.
Además era una soledad que ahora sabía que for-
maría una parte siempre presente de mi vida. Cuando
me detuve en Alemania para descansar, saqué la Bi-
blia y la abrí en la contratapa interior, donde había
anotado la dura respuesta que el Señor diera a una
petición mía. Sorbí mi café y recordé aquella noche,
en Yugoslavia, cuando la había hecho. Aquella tarde
también me había sentido muy solo. -Señor -había
dicho, -dentro de un año cumpliré treinta. Hiciste
una ayuda idónea para el hombre, pero todavía no
encontré la mía. Señor, te pido algo; esta tarde te pido
una esposa.
Había anotado la oración específica en mi Biblia:
Abril 12 de 1957, Nosaki. Oración pidiendo una es-
posa. Al lado de esta anotación había dejado lugar
para la contestación.
Y cinco días después la tuve. En mi meditación ma-
tutina lo supe, de manera repentina, con la pavorosa
certeza de que Isaías 54: 1 era la respuesta divina a
mi petición. Agitado pasé las páginas del Antiguo
Testamento y leí: "Más son los hijos de la desampa-
rada que los de la casada."
Releí esas palabras una y otra vez, tratando de apli-
cármelas a mí mismo, procurando gozarme frente a
la voluntad divina. Podía sentirme solo, pero él iba a
darme más "hijos", hijos espirituales, que los que po-
dría tener como padre terreno. Junto a mi petición
había anotado la respuesta.
Pero ahora en tanto que arrojaba en un campo cu-
bierto de hermosas flores primaverales, el poco café
que había quedado en mi pocillo supe que los hijos
LA TERCERA ÜRACION 137

espirituales no eran todo lo que yo anhelaba. Quería


hijos de carne y hueso, criaturas juguetonas que co-
rretearan y brincaran, chiquillos de caritas sucias, pe-
gajosas, con zuecos de madera, para arreglarles des-
pués de sus riñas. Pero sobre todo quería una esposa,
una mujer de carne y hueso, una mujer cariñosa, que
convirtiera mi vida, hecha de parches y remiendos,
formado por lugares y personas, basados en nada, en
algo entero. Quería volver a casa y encontrar que al-
guien me estaba aguardando.
¿ Qué pasaría si le volvía a pedir ahora mismo?
¿ Y si abría la Biblia al azar y dejaba que mi dedo se
posara en cualquier parte y tomaba ese versículo por
su verdadera contestación? Siempre me había bur-
lado de los que buscaban la guía divina de ese modo,
pero era un magnífico día de primavera, cuando cual-
quier cosa podía ocurrir. Cerré los ojos, abrí la Biblia
al azar y dejé caer mi dedo sobre la página. Abrí mis
ojos. ¡Imposible! Mi dedo señalaba Isaías 54: 1: "Más
son los hijos de la desamparada que los de la casada."
Traté de consolarme diciéndome que posiblemente
la Biblia había quedado marcada justo en esa página
al leerla con tanta intensidad. Pero no valía la pena.
Completamente avergonzado y reprendido, anoté en la
contratapa interior de la Biblia la repetida petición y
la reiterada respuesta.
-Señor, no me gusta el mensaje, pero por lo menos
es claro.
Volví a guardar en el coche el hornillo portátil y
puse en marcha el motor. Era un camino largo el que
me aguardaba al dirigirme hacia Witte, de regreso al
cuarto y al encierro solitario.
Mi vuelta a casa no resultó mejor que Jo, que había
imaginado. Me senté en la sala hasta bien entrada
la noche, contándole a mi familia acerca de Yugosla-
via. Después, rendido por el cansancio salí afuera de
la casa. Iba hacia la escalera. El cuarto me parecía hú-
medo y pegajoso. En las sábanas había moho, el es-
critorio estaba cubierto de polvo y cal. El empapelado
nuevo estaba desprendiéndose. Pero los polders siem-
pre habían sido húmedos. Esto nunca me había mo-
lestado antes, ¿ por qué debía hacerlo ahora de ese
modo? ·
138 EL CONTRABANDISTA DE DIOS

Las seis semanas que siguieron estuve muy ocupado,


hablando, escribiendo y orando por· la visión para mi
paso siguiente detrás de la Cortina de Hierro. Visité
a los Whetstra para contarles del extraordinario tra-
bajo que había hecho el pequeño VW. Escribí una
nueva serie de artículos para Kracht Van Omhoog.
Hice una visita a Karl de Graaf y su célula de ora-
ción, allá en Amersfoort. En general estuve ocupado,
tan ocupado que casi ni me daba cuenta de lo solo
que me sentía, me decía a mí mismo, procurando con-
vencerme.
En julio me di por vencido.
-Señor -exclamé una mañana sentándome sobre
la pequeña cama plegadiza de mi cuarto, allá sobre el
cobertizo de las herramientas. -Tengo que orar una
vez más respecto de mi soltería. Haz tú los planes para
mí. Ahora sé respecto de esos hijos que prometiste a
la desamparada, pero Señor, ¡ también le prometiste
una casa a la desamparada! Rápidamente encontré
el versículo del Salmo 68 como para refrescarle la
memoria. "Dios hace habitar en familia a los desam-
parados". No es que no esté agradecido Señor por
este cuarto sobre el cobertizo de las herramientas. El
hecho de que sea oscuro y húmedo y que haya moho
no quiere decir que no me sienta agradecido. Pero,
querido Señor, esto no es una casa. No, la verdad que
no. Una casa es donde hay una esposa e hijos; personas
de carne y hueso.
-Señor, Pablo oró tres veces para ser liberado del
azote en su carne. Y tú te negaste. He orado dos veces
pidiendo una esposa. Voy a orar una vez más. Quizá
me vuelvas a rehusar por tercera vez, Señor, y si lo
haces, nunca más volveré a pedirte. Lo voy a anotar
aquí en mi Biblia. Abrí la Biblia una vez más en la
contratapa posterior e hice de prisa una última anota-
ción: "orado . . . por . . . esposa . . . tercera vez ...
Witte, Julio 1 ... 1957." Y cerré la Biblia de golpe.
-Algunas personas, Señor, están hechas para, una vida
solitaria. Pero no yo, te lo suplico.
Recién en Septiembre sucedió algo que podía inter-
pretar como una contestación. Fue una mañana, duran-
te mi meditación que de pronto un rostro pareció
flotar en frente de mí. Una cabellera larga, rubia.
LA TERCERA ÜRACION 139
Una sonrisa que hacía brillar el sol. Ojos que no
tenían dos veces el mismo color.
Corrie.
Corrie van Dam.
Había pensado en ella de modo inesperado. Era un
pensamiento totalmente ajeno a lo que meditaba en
ese momento que me pregunté, con un brinco de mi
corazón, si ese pensamiento no sería de Dios, y si
no me estaba mostrando, más allá de mis sueños más
ambiciosos, la contestación a mis oraciones.
Pero, ¡ era imposible! A pesar de que habíamos sido
amigos y compañeros, nunca había considerado co-
rrecto tener una cita con Corrie. Era una niña; una
adolescente.
¿ Hacía cuántos años de eso? Habían transcurrido
cuatro desde que dejara la fábrica rumbo a Ingla-
terra y ella para la escuela de enfermeras. Sí, ¡ era
una señorita! Sin duda ya habría terminado sus es-
tudios y se habría casado. De una jovencita, casi po-
díamos decir que recién dejaba sus ropas infantiles,
de pronto Corrie se convirtió en una mujer adulta, que ..
si todavía no estaba casada, posiblemente en esos mo-
mentos estaría escogiendo entre un montón de preten-
dientes decididos y bulliciosos.
A la hora estaba en Alkmaar, dando vueltas con el
coche por la calle donde vivían los padres de Corrie.
Con frecuencia habíamos ido a su casa luego de las
reuniones juveniles de los fines de semana y la se-
ñora van Dam nos había servido café y galletas mien-
tras que el señor van Dam, con su enorme pipa de
espuma de mar, se dedicaba a llenar de anillos de
humo el cielorraso de la habitación.
No sabía con exactitud qué iba a hacer cuando
llegara a la casa. Mirar, tal vez, para asegurarme de
que todavía estaba allí. ¿ Sería mejor llamar a la puer-
ta? Señora van Dam, ¿ podría darme la dirección de
Corrie?
Pero y ¿ si era Corrie la que habría la puerta? ¡ Hola,
Corrie ! ¿ Te casaste? Si no, ¿ querrías casarte conmi-
go? Llegué a la casa antes de haberme formado un
plan. De inmediato me di cuenta que no me haría
falta uno. Los postigos de las ventanas estaban ce-
rrados. En el jardín la maleza estaba muy crecida.
140 EL CONTRABANDISTA DE DIOS
Mientras me dirigía a la fábrica, la duda me car-
comía.
No, el señor Ringer no sabía a dónde se habían
ido los van Dam. ¿ Corrie? Había estudiado en el
Hospital Santa Elizabet, en Haarlem. Por lo que él
sabía, tal vez todavía estaba allí. No, no sabía si se
había casado. Sus ojos brillaban con picardía en tanto
que respondía a mis preguntas.
-Andy, i dichoso el muchacho que se case con esa
señorita!
¡ Qué fantástico que me resultaba tener que hacer
tantas diligencias urgentes y repentinas en Haarlem !
Visitar librerías evangélicas, aceptar invitaciones a
iglesias que había pasado por alto sin ninguna excusa;
entrevistas. ¡ Una ciudad estupenda!
Desde una estación de servicio de las afueras llamé
a Santa Elizabet y contuve el aliento mientras que
la recepcionista buscaba la ficha de Corrie. -Sí,
-dijo la voz, -es una alumna de último año. La se-
ñorita van Dam no vive en la residencia del hospital
este año. Vive en una casa de familia. Me dio la
dirección y me dijo que el departamento estaba en el
piso superior de una casa de familia en la parte más
linda del pueblo; la dueña de la casa era una anciana
adinerada -me explicó la señora en el hospital y
daba el departamento a cambio de tener una enfermera
en su casa. Después de buscar localicé la calle y rápi-
damente ubiqué la ventana de Corrie en lo alto, debajo
del alero. Toda la casa tenía el aspecto de un castillo
en miniatura. El cuarto de Corrie daba a un balcón
sobre el que había una torrecilla.
Estacioné el coche calle abajo y dejé vagar mi ima-
ginación. Ella era la reina del castillo y yo el caba-
llero andante. Ella era Julieta y cuando se asomara
al balcón, me adelantaría ...
Pero no apareció ni en el balcón ni en ningún otro
lado. Pasó la tarde, llegó la noche, pero en las ha-
bitaciones de Corrie no se veía ninguna luz. Dejando
de lado toda excusa me acerqué a la puerta y toqué
el timbre. Abrió una mucama. ¿ La señorita van Dam?
Sí, vivía allí pero en esos momentos estaba con su
familia en Alkmaar.
¿ Alkmaar? Toda mi actitud casual pareció dejarme.
LA TERCERA ÜRACION 141
¡ Pero en la casa de Alkmaar no hay nadie! Todas
las ventanas están cerradas y el jardín cubierto de
hierbas.
Atraída por el tono apesadumbrado de mi voz, una
señora de cabello canoso apareció en el vestíbulo, de-
trás de la mucama. Con mucha delicadeza me explicó
que el papá de Corrie estaba gravemente enfermo y
que había ido a cuidarlo. La familia se había mudado
a un departamento de un piso, donde no había esca-
leras para subir. Me dio la dirección.
Los días que tuve que pasar en el aburrido pueblo
de Haarlem, para cumplir con los compromisos con-
traídos, me parecieron interminables. Ahora me sen-
tía realmente contento por haber charlado aunque más
no fuera unos minutos con el papá de Corrie en aque-
llas tardes que había ido a su casa. ¡ Era natural que
ahora fuera a verlo, y me interesara por su salud!
Y unas noches después me paré frente al departa-
mento donde vivían ellos, en Alkmaar. Llamé a la
puerta.
Abrió Corrie.
El reflejo de la luz, detrás de ella hacía que sus
cabellos tuvieran una tonalidad dorada. -Vine para
ver cómo está tu papá -dije casi sin fuerzas.
El pretexto no hubiera engañado a un niño de tres
años. Pero Corrie me llevó silenciosamente hasta el
cuarto de su padre. El señor van Dam estaba muy en-
fermo. Aun desde la puerta de su habitación pude
darme cuenta de su gravedad, pero pareció alegrarse
con mi visita. Durante una hora me senté al lado de
su cama y le conté sobre el viaje detrás de la Cortina
de Hierro y mis esperanzas para el futuro, en tanto
que Corrie iba y venía con remedios y otras cosas.
Yo procuré evitar que mis ojos la siguieran. Tenía
un uniforme blanco y me parecía más angelical todavía
y más inalcanzable aún que lo que fuera en mis sueños.
Así comenzó un galanteo bastante singular y deli-
cado. Dos veces por semana iba a ver al señor van
Dam. Dos veces por semana Corrie y yo charlábamos
en voz baja en la puerta de la calle. Más que eso
para mí hubiera sido como si estuviera importunan-
do en esa casa con sus muchas preocupaciones. Entre
una y otra visita a menudo trataba de imaginarme
142 EL CONTRABANDISTA DE DIOS
declarándome a Corrie y me resultaba tan terrible que
por anticipado sabía que no valdría la pena hacerlo.
"Por favor, cásate conmigo. Estaré ausente mucho
tiempo y no podré darte una dirección donde puedas
escribirme. Pasarán las semanas sin que pueda es-
cribirte y aunque estaremos en la obra misionera
nunca podrás hablar sobre los lugares y las personas
con las cuales estamos trabajando. Y si alguna vez
no regreso, posiblemente nunca sepas qué pasó. Añade
a todo eso que no habrá una entrada fija, y un
cuarto sobre un cobertizo de herramientas en lugar
de una casa. Todo eso es lo que puedo ofrecerte."
Corrie era muy inteligente y demasiado hermosa como
para conformarse con esa clase de vida.
Fue el 20 de Octubre, en la época en que la visitaba
dos veces por semana que recibí una carta del Con-
sulado de Hungría. Mi solicitud de una visa, que había
entregado justo una semana después de la revuelta,
había sido concedida.
Así, repentinamente, supe cómo le pediría a Corrie
que se casara conmigo. Lo haría ahora, esa semana,
ese mismo día, pero no la dejaría que me diera la
respuesta hasta mi regreso de Hungría. Así, en caso
de que llegara a considerar mi proposición tendría
oportunidad de probar por anticipado cómo sería nues-
tra vida: la separación, el secreto, la incertidumbre.
-Vamos, ¡ anímate, Andy ! -me dije a mí mismo,
-así tal cual e~. con sus pros y sus contras.
Ahora que había trazado un plan, mi corazón latía
esperanzado. Subí al coche de un salto y cubrí la dis-
tancia que me separaba de Alkmaar en tiempo récord.
Ya estaba para volver a llamar cuando se abrió la
puerta. Con sólo mirar a Corrie, lo supe.
-¿ Tu papá?
Corrie asintió. -Hace media hora-. Era obvio que
le costaba hablar. -El doctor está aquí.
Regresé a Witte tal como cuando salí, con la decla-
ración ardiéndome dentro del pecho. Después del fu-
neral no vi a Corrie por espacio de tres semanas. Pasé
ese tiempo comprando y pidiendo todas las Biblias
en húngaro que podía encontrar, y que por supuesto
no eran muchas, y escondiéndolas en el coche junto
con una cantidad de tratados en húngaro.
LA TERCERA ÜRACION 143

Por fin, una hermosa noche de luna fui a lo de


Corrie y la invité a dar un paseo en coche. Fuimos
a lo largo de un dique ancho hasta que con los faros
delanteros del coche divisamos un camino más pe-
queño a la derecha del dique. Lo tomé y paré el
coche. La luna enviaba sus reflejos plateados hasta
nosotros, a través del canal a nuestros pies. El marco
era perfecto.
Pero dije todo al revés. -Corrie, quiero que te
cases conmigo, -pero no me digas que no hasta que te
haya explicado lo difícil que va a ser. Lo será para
mí y mucho más para ti. Le detallé el trabajo que yo
creía que era el que Dios me había dado. Le dije que
el próximo mes sería una muestra de la clase de vida
que me esperaba y a ella también, si la escogía. ¡ Co-
meterías una locura, Corrie ! --concluí tristemente,
-pero ... ¡ ojalá que la cometieras!
Cuando terminé, los enormes ojos de Corrie pare-
cían más grandes aún. Abrió su boca para hablar,
pero se la cubrí con mi mano. Al llevarla de regreso
a su departamento conseguí que me prometiera que
me daría la respuesta cuando volviera de Hungría.

¡ Qué distinto fue este viaje a través de Europa!


Había pensado que esta separación le enseñaría algo
a Corrie sin saber cuánto me iba a enseñar a mí.
Los kilómetros, que antes corrieran tan fácilmente
debajo de las ruedas del auto, ahora parecían tironear
y llamarme con todas sus fuerzas. Cada kilómetro me
separaba más de ella.
El cruce de la frontera también se me hizo más
difícil que de costumbre. Ya fuera porque era la pri-
mera vez que no quería que me apresaran; no quería
que nada me separara de la cita que tenía en Alkmaar
o tal vez a causa de que las historias que me habían
contado en los campos de refugiados me habían vuelto
particularmente miedoso de Hungría, no lo sé.
Sin embargo, nuevamente Dios "hizo ciegos los ojos
que veían", y me encontré cruzando los distritos ru-
rales húngaros. El camino que tomé circundaba el
Danubio. Era hermoso, tanto como lo expresaba el
vals, aunque su color, en lugar de azul, era de un
color chocolate subido. Sentí hambre y me dispuse a
144 EL CONTRABANDISTA DE DIOS
parar para almorzar junto al río. Salí fuera del ca-
mino, conduje el coche por un carril arenoso y me
detuve en un pequeño claro junto al agua. Allí saqué
lo necesario para prepararme la comida. Para sacar
el hornillo portátil tuve que mover varias cajas con
tratados, cajas que los guardias de la frontera habían
pasado por alto. Ni bien abrí el envase de arvejas y
zanahorias, oí un ruido ensordecedor. Miré. Una lan-
cha rasgaba el agua a toda velocidad, aproximándo-
seme y dejando tras sí una estela más alta que ella.
En la proa había un soldado, con su ametralladora
preparada. A último momento la lancha viró y se
aproximó a la orilla deteniéndose con toda elegancia
a la orilla del río. En el bote había dos soldados más.
El que estaba en la proa saltó a la orilla, seguido
por otro.
-Señor, -dije para mis adentros mientras se me
acercaban, -no permitas que me domine el miedo.
El primer soldado me apuntaba con la ametralla-
dora mientras que su compañero corría hasta el auto.
Seguí revolviendo lo que había puesto sobre el fuego.
Oí que abrían la puerta del coche.
Me dirigí a ellos en holandés, seguro de que no me
entenderían.
-Bueno, Señor -dije mientras seguía revolviendo
la comida, -¡ qué lindo es verlo por acá!
El soldado me miraba fríamente.
-Como verá, -proseguí, -estoy preparándome
para comer.
Detrás mío oí que abrían la otra puerta del auto-
móvil. Estiré mi mano hacia la cesta y saqué otros dos
platos. -¿ Gustan acompañarme? Enarqué las cejas y
moví la mano en un ademán, invitándolos. El soldado
movió bruscamente la cabeza, como si tratara de de-
cirme que no se iba a dejar sobornar. -Por lo menos
por un poco de arvejas y zanahorias, ¿ no es cierto?
-pensé.
Podía oír al otro soldado hurgando todo. En cual-
quier momento me iba a preguntar sobre las cajas.
-Bueno -agregué en voz alta, -si no tienen in-
convenientes, voy a comer mientras que la comida está
caliente.
Me serví los vegetales y me vi confrontado con
LA TERCERA ÜRACION 145
un problema. ¿ Debería orar? En los campamentos me
habían contado que los cristianos en especial ahora
eran tenidos- como sospechosos en Hungría puesto que
muchos habían tenido papeles importantes durante la
revuelta.
Pero, se me presentaba la oportunidad de testificar
a tres hombres. Con un gesto más deliberado que de
costumbre, incliné la cabeza, junté las manos y dije
una sincera oración de gracias por la comida que es-
taba por comer.
Ocurrió algo notable. Mientras oraba no pude oír
a los soldados revisando el coche. Tan pronto como
oré, se cerró la puerta del coche y oí el ruido de
botas que se me acercaban rápidamente. Tomé el te-
nedor y me llevé a la boca unas arvejas. Por un
momento los dos soldados se quedaron de pie en frente
de mí. De pronto, abruptamente, se dieron media
vuelta. Sin siquiera mirar para atrás corrieron al
bote, pegaron un salto y se alejaron a toda marcha,
dejando tras sí una estela blanca.
Budapest era la ciudad más hermosa que había
visto en todos mis viajes: dos antiguos pueblos, Buda
y Pest, construidos en ambas orillas del Danubio. Por
todos lados se podían apreciar las huellas de la revuel-
ta. Los edificios parecían picados de viruelas, ese era
el efecto dejado por las balas, los árboles arrancados
de cuajo y las vías de los tranvías, arrancadas y re-
torcidas.
Me habían dado la dirección de un tal profesor B,
un hombre que tenia un excelente cargo en una famosa
escuela de Budapest. Al preguntarle si me haría de
intérperte no alcancé a comprender todo el alcance de
sus palabras. -Por supuesto, hermano -me contestó.
-Estamos juntos en esto.
Su decisión le costó su empleo.
El profesor B se mostró encantadísimo con las
Biblias que le regalé. Me dijo que casi no podían con-
seguirse. Me contó que había muchísimas iglesias
abiertas y que andaban lo mejor que podían. Estaría
tan ocupado como quisiera, hablando y distribuyendo
los libros siempre y cuando no me importara correr
algunos riesgos.
-¿ Correr algunos riesgos? -le pregunté.
146 EL CONTRABANDISTA DE DIOS

-Bueno, como usted sabe, la revuelta es muy re-


ciente. Las autoridades piensan que en cada reunión
se está preparando un complot. Me explicó que los que
más habían sufrido eran los pastores. En Budapest
muchos se habían visto en serias dificultades con el
Régimen : más o menos una tercera parte habían es-
tado presos, algunos hasta por seis años. Los predi-
cadores tenían que renovar sus credenciales cada dos
meses. Esta era una reglamentación que los mantenía
en continua tensión.
El profesor B me llevó a visitar a un amigo suyo,
un pastor de la Iglesia Reformada. Este nos abrió
cautelosamente la puerta y miró a ambos lados del
corredor de franquearnos la entrada. Su departamento
estaba lleno de pantallas para lámparas. Algunas ter-
minadas, otras. eran nada más que armazones cubier-
tas y también algunas estaban listas para ser tosca-
mente pintadas con escenas callejeras de Budapest.
Este hombre, según me enteré, había sido despedi-
do sumariamente de su púlpito, sin ninguna explica-
ción. Ni siquiera le permitían que se sentara en la
plataforma durante los cultos. Temeroso de que su
misma presencia pusiera en peligro a otros, él y su
esposa habían optado por alejarse de la comunión con
los hermanos. A fin de que su familia no muriera de
hambre pintaba pantallas para lámparas. Trabajaba
desde hora muy temprana por la mañana hasta bien
entrada la noche a fin de hacer frente a las necesi-
dades más apremiantes.
Cuando nos retiramos le pregunté al profesor B si
esto era muy común.
-Más o menos común entre las iglesias que no tran-
sigen -señaló, -pero muchas lo hacen. Se "adaptan"
al Régimen no solamente en la política sino también
en los fundamentos doctrinales, de modo que son poco
más que instrumentos del gobierno.
Le pedí al profesor B que me llevara a una de esas
iglesias. Me dijo que el pastor de una de esas iglesias
esa tarde oficiaba en el festival de una escuela del
Estado. En efecto, el pastor estaba en el palco de
revista. A los pocos minutos vino para hablar.
-Tal vez una tercera parte de ese grupo -me
explicó indicando una fila de jóvenes formados sobre
LA TERCERA ÜRACION 147
el césped de la escuela- pertenecen a nuestra iglesia.
Todos los muchachitos llevaban un pañuelo rojo
brillante. Me explicó que era el símbolo de buena
ciudadanía. -Uno de los requisitos para llevar ese
pañuelo era demostrar una "actitud correcta" hacia
la superstición religiosa de los padres.
-¿ Qué superstición? -le pregunté.
-Bueno, los milagros. La historia de la creación.
El pecado original. La caída del hombre. En fin, esa
clase de cosas.
-¿ Y qué de que Jesús es Dios?
-Eso lo ponen en primer lugar en su lista.
-Y usted, ¿ qué piensa?
El pastor bajó la vista. -Qué puede hacer uno ...
-Se encogió de hombros.
Resultaba claro que los chicos se divertían. Una
vez más oí el estruendoso batir de palmas que había
oído en Polonia y en Checoeslovaquia. Como allá, acá
también había empezado en forma espontánea, pero a
los veinte segundos se hizo rítmico, como si fuera
uno solo, como si un pesado martillo estuviera gol-
peando en un yunque extraterreno. ¡Clap, clap, clap!
Todos en perfecta armonía. Todos al unísono, como
si fueran uno. El director de la escuela les permitió
que siguieran palmeando hasta que yo ya no podía
resistir más. Noté que al pastor le pasaba lo mismo.
Lo vi que levantaba sus manos casi temblando, como
si estuviera desesperado por taparse los oídos, sin
atreverse a hacerlo.
Cuando terminó la ceremonia el pastor me llevó a
visitar su iglesia. Hablaba sobre las mejoras en el
sistema de calefacción y las nuevas ventanas y la am-
pliación del campo de deportes en la parte de atrás,
cuando se volvió y me dij o: -Hermano Andrés, ¿ qué
tengo que hacer?
No le contesté en seguida. ¿ Cómo podía aconsejarlo
si nunca había estado en su lugar? Era muy fácil de-
cirle tenga confianza. Pero él sabía que su permiso,
y con ello el sostén de su familia, dependían semana
tras semana del capricho de los funcionarios oficiales.
No podía aconsejarlo, pero le expliqué que los cris-
tianos en Polonia, Checoeslovaquia y Yugoslavia se
veían confrontados con cárcel y problemas semejantes
148 EL CONTRABANDISTA DE l.JIOS

a los suyos, pero que no por eso dejaban de predicar


el amor redentor de Cristo. Me parecía a mí que con
ese amor en sus corazones la gente puede confiar
de encontrar por sí misma la verdad sobre los otros
puntos de la fe.
El profesor B me aseguró que en Hungría había
iglesias que habían encontrado una salida pese a las
restricciones. Una de las más interesantes era el evan-
gelismo de bodas y funerales. Una mañana el profesor
B me pidió que participara de una boda húngara.
-No será una boda como de costumbre -me ex-
plicó-. Preste atención. Le voy a pedir que haga algo
que quizá le resulte extraño. Usted tendrá oportunidad
de hablar, y cuando lo haga, deberá decir unas breves
palabras de felicitación a los novios y en seguida pre-
dicar un mensaje de salvación tan claro, directo y
positivo como sea posible.
No pude menos que sonreírme.
-No se ría -me dijo el profesor B. -En la ac-
tualidad es así como predicamos a la mayoría de las
gentes. Hoy día muchos tienen miedo de entrar en una
iglesia, a no ser que se trate de un funeral o una
boda. Por eso así les vamos a predicar a los que
vengan. La semana pasada un funcionario del gobier-
no me dijo que le parecía que todas las noches yo
oraba para que mis amigos se murieran; así podía
predicar mi sermón.
Así fue que prediqué en la boda y después le ex-
pliqué al profesor B respecto del recurso que había
descubierto, el de traerles "saludos" de Holanda. Se
mostró encantado con la idea. Quería comenzar en se-
guida una campaña. Fue hasta el teléfono y comenzó
a hacer llamadas. Esa misma noche tuvimos una muy
poco disimulada reunión de avivamiento en una de
las iglesias más grandes del pueblo.
A la noche siguiente tuvimos otra reunión, pero en
una iglesia distinta. Y así noche tras noche. Nunca
anunciábamos hasta el final de la reunión dónde ha-
ríamos la otra. Aun así la gente se apiñaba en los
pasillos para escuchar al holandés que estaba de vi-
sita.
Pero, esto también llamaba la atención. Pronto nos
vimos precisados a idear algo distinto. Nos limitamos
LA TERCERA ÜRACION 149
a indicar que al día siguiente, realizaríamos otra
reunión, pero sin indicarles dónde. Todo el día siguien-
te la gente llamaba por teléfono a otros para decirles
dónde pensábamos congregarnos.
Mientras estábamos sentados en la plataforma es-
perando que comenzara la reunión observé que los
pastores examinaban los rostros en la congregación.
-Están buscando la policía secreta -me explicó el
profesor B. -A muchos los conocemos de vista. Desde
la revuelta resulta peligroso reunir grupos como estos
con cualquier finalidad.
La nerviosidad y la ansiedad son contagiosas. Cuan-
do estábamos en la mitad de la campaña por las noches
soñaba que tenía problemas con la policía.
Una noche la policía vino.
Lo supe por la expresión del rostro del profesor B.
-Están aquí, -susurró. No necesité preguntarle
quiénes. Me indicó que debía seguirlo hasta el ves-
tíbulo. Dos hombres en trajes de calle esperaban. Me
hicieron un sin fin de preguntas y luego me citaron
para comparecer al día siguiente por la mañana, junto
con el profesor B, en las oficinas centrales.
-La última vez que pasó algo así -me contó el
profesor B cuando se marcharon, -dos hombres fue-
ron arrestados. Estuvieron presos por mucho tiempo.
Cuando terminó la reunión todos los pastores se
juntaron en el vestíbulo de la iglesia para decidir qué
deberíamos hacer. El profesor B sugirió que fuéramos
a su casa para orar. Fue la primera vez que estuve
en su casa. Me había olvidado el lugar prominente
que el profesor B ocupaba en la sociedad europea
oriental. Su casa era inmensa y lujosa. ¡ Era esta la
posición que estaba arriesgando!
El profesor B me presentó a su hijo Janos. De in-
mediato me agradó. Hacía poco que se había casado
y corno un joven abogado que era, le iba bastante bien.
El también estaba dispuesto a arriesgar su carrera
en esas mal vistas reuniones de los cristianos. Esa
noche éramos siete; siete cristianos reunidos de una
manera muy parecida a la que se habían reunido los
cristianos desde los albores de la Iglesia: en secreto,
con dificultades, orando juntos para que mediante la
milagrosa intervención divina pudiéramos ser libera-
150 EL CONTRABANDISTA DE DIOS
dos de una confrontación con las autoridades.
Oramos en la sala de la casa del profesor B. Nos
arrodillamos alrededor de una mesita baja ubicada en
el centro de la sala. Estuvimos más de una hora en
fervorosa intercesión suplicando que Dios nos ayudara
en ese momento de necesidad. De pronto la oración
cesó. Todos nosotros, en el mismo momento tuvimos
la inexplicable seguridad de que Dios nos había oído
y que nuestra oración había sido contestada.
Nos pusimos de pie, mirándonos con los ojos entre-
abiertos, sorpredidos. Miré mi reloj. Eran las once y
treinta y cinco de la noche. En esa precisa hora su-
pimos que al otro día todo iba a salir bien.
Al otro día, a las nueve en punto, con el profesor B
llegamos a los cuarteles generales. Mientras esperába-
mos el profesor B me susurró que conocía bien al
personal. El jefe del departamento era inexorable en
sus ataques a la iglesia; su lugarteniente en cambio,
quizá podría mostrarse más indulgente.
-Estamos citados -dijo por lo bajo, -para ver al
jefe del departamento. ¡ Qué lástima!
Las nueve y media. Las diez. Las once. En los
países burocráticos uno se acostumbra a las largas
esperas, pero esta era demasiado larga, de cualquier
modo. Por último, justo antes del mediodía apareció
un empleado.
-Síganme -dijo.
Lo seguimos por un largo corredor. Pasamos por
la oficina del jefe del departamento y seguimos. avan-
zando. El profesor B me miró y enarcó sus cejas, es-
peranzado.
Nos paramos. El jefe del departamento,. según nos
explicó el empleado, había caído enfermo la noche an-
terior. Tendríamos que comparecer ante su lugar-
teniente.
El profesor B me dirigió una rápida mirada. Veinte
minutos después salíamos de la oficina en libertad.
Deseaba vivamente preguntarle al empleado a qué hora
había caído enfermo el jefe del departamento. Hasta
este día tengo la certeza de que me hubiera contes-
tado a las once y treinta y cinco de la noche.

Este choque con las autoridades acabó por el mo-


LA TERCERA ÜRACION 151
mento con la posibilidad de celebrar más reuniones en
Budapest. El profesor B concertó una gira de diez
días para mí por el este de Hungría y se ocupó de
encontrar un intérprete para que me acompañara.
Cuando volví fui hasta su casa para contarle cómo
me había ido. En seguida me di cuenta que algo an-
daba mal. Por una parte, tanto el padre como el
hijo se encontraban en la casa en horas desusadas.
Empero ninguno de los dos dejó entrever que las
cosas no marchaban bien. Insistieron que volviera al
día siguiente a tomar el desayuno con ellos antes de
emprender el viaje de regreso.
Al día siguiente de nuevo presentí que algo andaba
mal. Al levantarnos de la mesa J anos sacó un paque-
tito de su bolsillo. Fue después cuando me enteré
de aquellas cosas que guardaban tan celosamente que
el pleno impacto de sus palabras se me hizo evidente.
-Tenemos tan poco con qué agradecerle -dijo
Janos. -Usted arriesga mucho al venir a nuestro país.
Queremos que lleve esto a la señorita que lo espera
en Holanda.
Yo les había hablado de Corrie. Dentro del estuche
había un prendedor antiguo, de oro, engarzado con
rubíes. Todos se rieron al ver la expresión de mi cara.
Janos rodeó tiernamente con su brazo a su joven es-
posa. -Estamos orando por usted, Andy, para que su
respuesta sea sí.
Había atravesado más o menos la mitad de Austria,
de regreso a casa. Había acampado con mi pequeña
carpa a la vera del camino. A medianoche me des-
perté preso de una pesadilla. Todo un escuadrón de
policía con pañuelos rojos .me perseguía. Todos batían
y batían y batían palmas. De alguna manera supe que
eso tenía algo que ver con el profesor B. Estaba se-
guro de que se encontraba en algún aprieto. Al día
~iguiente, desde el primer pueblo que crucé, le mandé
una carta.

Al llegar a Holanda en lugar de ir a Witte, prime-


ro, fui a Haarlem. En el hospital me informaron que
Corrie trabajaba en el turno de tres de la tarde a
once de la noche .. Cuando cruzó el portón, allí estaba
152 EL CONTRABANDISTA DE DIOS
yo esperándola. A la luz de la calle su cabello parecía
no rubio sino cobrizo.
-¡ Estoy de vuelta, Corrie ! -dije. -Y te amo, ya
sea que me digas sí o que tu respuesta sea no.
Corrie parecía muy cansada por haber estado tantas
horas de pie. Pero al reírse, fue como si las huellas
del cansancio se desvanecieran. -Oh, Andy --contes-
tó -¡ yo también te amo! ¿No comprendes que es ese
el problema? Me voy a preocupar por ti, y te voy a
extrañar, y voy a orar por ti, pese a todo. De modo que
¿ no te parece que es mejor que sea una esposa preocu-
pada que una amiga irritable?

A la semana siguiente fuimos a un joyero en


Haarlem y compramos las alianzas. En Holanda se
acostumbra usar el anillo en la mano izquierda durante
el compromiso y pasarlo a la derecha al casarse. Corrie ·
y yo llevamos los anillos a su pequeña salita en la
parte superior del castillo, abrimos los estuches e
intercambiamos los anillos.
-Corrie -comencé, sin saber que por primera vez
iba a decir algo que sería una especie de lema para
nosotros, -Corrie, no sabemos dónde nos guía el ca-
mino, ¿ no es cierto?
-Pero, Andy - agregó ella por mí - ¡ vayamos
juntos!

Al llegar a Witte encontré una carta del profesor B.


Una vez más me daba las gracias por haber ido a
Hungría. La iglesia había sido muy fortalecida, me
decía, por esta prueba palpable de la preocupación de
unos miembros por los otros. Esperaba que otra vez
fuera allá y que otros seguirían mis pasos.
"Pero", añadía, explicándome las noticias de una
manera que era característica, "creo que debo contar-
le algo que sucedió. No piense que es debido a su vi-
sita. Era algo que de todos modos iba a venir. Me
obligaron a renunciar a mi cargo en la Universidad.
Pero no se ponga triste: hay muchos que han dado
mucho más que eso por su Salvador".
"Es importante que no abandone esta obra tan ma-
ravillosa. Esa es su parte Andrés, como la nuestra
es otra. Todos los días oramos por usted, aunque quizá
LA TERCERA ÜRACION 153
nunca más tenga noticias nuestras. Esta carta la lleva
fuera del país un amigo. Nuestra correspondencia
es censurada. Oramos para que su ministerio siga ade-
lante."
"Le repito: no se sienta abatido. Nosotros alaba-
mos a Dios."
CAPITULO 12
La iglesia impostora
El 27 de junio de 1958, en Alkmaar, tuvo lugar
nuestra boda. Estuvieron presentes Greetje, el señor
Ringer y muchos otros de la fábrica y también llegó
desde Haarlem un ómnibus cargado de enfermeras.
Tío Hoppy vino desde Londres trayendo saludos de su
esposa, que no se encontraba en condiciones de rea-
lizar el viaje. Asimismo llegaron hasta allí algunos
amigos de la C.E.M., compañeros de trabajo en los
campos de refugiados y por supuesto la mamá de
Corrie y mis hermanos con sus familias. Pero había
algunos rostros que echaba de menos: Antonín, el
joven checo, estudiante de medicina; Jamil y Nikola
de Yugoslavia; Janos y el profesor B.
Antes de que pudiéramos despedirnos de tantos
amigos y recuerdos llegó la noche. Para la luna de miel
le pedimos prestada la casa rodante a Karl de Graaf.
Soñábamos con ir a Francia. Pero al iniciar nues-
tro viaje, de pronto nos dimos cuenta de lo cansado
que estábamos, Corrie de sus exámenes finales, que
recién había concluído y yo, del trabajo en los campos
de refugiados, donde había pasado la mayor parte del
tiempo después de nuestro compromiso. A unos pocos
kilómetros de Alkmaar llegamos a un restaurante si-
tuado en lo que es toda una rareza en Holanda: una
arboleda. Estacionamos debajo de los árboles y fuimos
a tomar un café. El dueño del restaurante y su esposa
fueron tan amables, nos insistieron tanto de que la
casa rodante no era ninguna molestia, que allí fue lo
más lejos que llegamos en nuestro viaje. La llevamos
rodante un poco más entre los árboles y ahí pasamos
nuestra luna de miel.

La oscuridad y la humedad en el cuartito sobre


el cobertizo de las herramientas desaparecieron como
por encanto. ¿ Cómo podía haber pensado que era os-
LA IGLESIA IM POSTORA 155
curo y húmedo? Con Corrie, entraron el sol y el calor
y aquel lugarcíto se convirtió en un hogar.
Qué importaba que no teníamos cocina. Tampoco ha-
bía tuberías en nuestra casa. Era cierto que el techo
goteaba un poquito aquí y otro allá y nunca, dos noches
consecutivas, en un mismo lugar. ¡ Qué importaba todo
eso mientras pudiéramos estar juntos!
El único problema grande eran los atados de ropa.
Al hablar en las iglesias por toda Holanda me había
referido a la necesidad de ropa para los campos de
refugiados y había dado mi dirección como el lugar
donde podrían hacerlas llegar. Nunca me imaginé
cuánta me mandarían. Por correo, por tren, por ca-
mión. Carga tras carga era depositada en el pequeño
jardín en Witte. En el primer año repartimos ocho
toneladas, y el almacenarlas era todo un problema.
Maartje se había casado y vivía con la familia de su
esposo, pero Arie y Geltje tenían otro bebé, su se-
gundo hijo y Cornelio y su flamante esposa vivían
en el desván. El único lugar disponible en toda la
casa para guardar la ropa era nuestro cuarto. Lite-
ralmente Corrie y yo teníamos que arrastrarnos sobre
fardos con ropa cada vez que entrábamos o salíamos
del cuarto.
Lo peor de todo, sin embargo, era que tanta de la
ropa venía sucia. Fregábamos las cosas más sucias en
una tina que había en el patio de atrás y cepillábamos
y fumigábamos el resto. Aun así nuestro cuarto nunca
se vio libre de las pulgas.

Transportar tal cantidad de cosas era otro proble-


ma. Cada vez que partía para los campos cargaba el
coche al máximo, pero pese a sus muchas ventajas el
Volkswagen resultaba poco satisfactorio como camión.
Tenía muchos deseos de volver, esta vez en compa-
ñía de Corrie. Quería que viera los campos, no sola-
mente para conocer a esa gente para la que lavaba
y empaquetaba constantemente, sino porque sabía lo
que una enfermera podía significar en lugares como
aquéllos. Ese otoño apilamos el asiento trasero del
coche hasta el techo con suéteres, sacos y zapatos y
partimos para los campos en Berlín Occidental.
156 EL CONTRABANDISTA DE DIOS
Hicimos la primera entrega en Fitcher Bunker.
Esta era una vieja barraca militar redonda, usada por
los nazis durante la guerra y ahora convertida en
"casas" para los refugiados. Fue la primera visión
que Corrie tuvo de la escualidez y la suciedad de los
campamentos. Esa noche no pudo probar bocado.
De manera premeditada dejé el campo de Volks-
marstrasse para el día siguiente porque era peor to-
davía. Ese viejo edificio, que antes fuera una fábrica,
debía albergar ahora unas cinco mil personas. Las
condiciones allí eran tan desesperantes que una mucha-
cha vendía su cuerpo por cincuenta pfenning (más
o menos quince centavos de dólar). Mientras llevá-
bamos los atados con ropa a los centros de distribu-
ción, unos muchachitos se asomaron por una ventana y
nos arrojaron desperdicios. -No te enfades con ellos
-dije a Corrie quitándole hojas de lechuga podrida
de su saco. -Aquí no tienen otra cosa que hacer más
que pensar en travesuras.
Pero de todos los campos, para mí el más deplo-
rable, el más digno de lástima era el Henry Dunant.
Corrie y yo estuvimos allí al final. En este campo,
bautizado con el nombre del fundador de la Cruz Roja,
era adónde enviaban a tantos profesionales, especial-
mente maestros. Este campo me producía mucha tris-
teza, no porque fuera mucho peor que los otros, sino
porque los que estaban allí eran los más empeñados en
conservar sus tradiciones y esto hacía que los inevita-
bles fracasos resultaran más patéticos.
Esa tarde, al salir de la oficina del director, encon-
tré a Corrie conversando con una señora canosa, de
Alemania Oriental, que dijo llamarse Henrietta. En
su manera había algo que me hacía acordar de la se-
ñorita Meekle. Encontramos un rincón relativamente
tranquilo y nos sentamos a charlar por un largo rato.
Henrietta nos contó que en Sajonia había sido maestra
de muchachitos de trece y catorce años y que ése había
sido su problema. -Si me hubiera tocado enseñar a
niños de seis o siete años, hubiera cerrado los ojos
-nos explicó, --pero yo los tenía justo en la edad
del Jugend Weihe?
-¿Jugend Weihe?
-Sí -eontestó Henrietta. -Soy Luterana. En nues-
LA IGLESIA IM POSTORA 157
tra iglesia la confirmación es un evento muy impor-
tante en la vida del adolescente. Tal vez el día más im-
portante de todos. Hay regalos, discursos y felicitacio-
nes y le conceden nuevos privilegios, como ser, sus pan-
talones largos para los muchachitos. Pero por sobre
todo es un día de carácter espiritual. Se hacen votos
y se formulan promesas.
Henrietta luego nos contó sobre la Jugend W eihe,
la Confirmación juvenil. De inmediato comprendí que
se trataba de un ataque sumamente sutil, inteligente,
contra la iglesia. El gobierno reemplazaba con una
ceremonia oficial a la confirmación cristiana.
En la Jugend Weihe es al Estado a quien se le hacen
los votos y no a Dios -explicó Henrietta. -Y el Es-
tado hace algo muy importante de la solemnidad y la
obligatoriedad de esas promesas. Los maestros deben
pasar todo un año preparando a los alumnos para par-
ticipar de la solemnidad.
Antes de que Henrietta hablara comprendí lo que
había sucedido. -Usted se negó -le dije.
-Me negué.
-Fue muy valiente.
Henrietta se puso a reír. -No señaló- la verdad
es que no soy valiente. Era tan solamente una maestra
de escuela, próxima a jubilarse. No soy ninguna már-
tir. Pero no podía adaptarme a enseñar a esos mara-
villosos jovencitos de que el Estado era dios.
Era de esperar que el cien por ciento de los alumnos
elegibles participaran en ese ritual falsificado. De la
clase de Henrietta hubo solamente un treinta por
ciento.
-Al principio -me explicó- la presión que ejer-
cieron sobre mí para que me adaptara fue leve. Los
oficiales del Partido comenzaron a visitarme amisto-
samente más o menos una vez por semana. Natural-
mente esperaban que cada maestra hiciera todo lo
posible a fin de que todos sus alumnos participaran
de la Jugend Weihe. El año próximo, me aseguraron,
las cosas serían distintas.
-Bueno, al año siguiente, las cosas no fueron dis-
tintas. Y después realmente me presionaron -agregó
Henrietta. -Las visitas semanales pasaron a ser vi-
sitas nocturnas diarias. Distintas personas todas las
158 EL CONTRABANDISTA DE DIOS
noches durante una semana, semana tras semana. Una
y otra vez volvimos al viejo tema. ¿ Dónde estaba mi
lealtad? ¿ Comprendía que me podían acusar de impe-
dir el adelanto? Ese era un delito muy grave en la
República Popular.
Noche tras noche permanecieron hasta muy tarde
en su departamento, aguijoneándola, asustándola,
hasta que ya no podía dormir. Su carácter se tornó
irritable, su trabajo se resintió. Mientras tanto tam-
bién presionaban a los niños, los que comenzaron a
preguntarle por qué no estaban listos para Jugend
Weihe como todos los demás.
-Es por eso -dijo Henrietta, que ahora estaba
llorando, -que hui. No pude soportarlo. Me escapé.
Es por eso -agregó extendiendo su brazo como para
abarcar a todo el campo lleno de maestros que, igual
que ella, habían huido, -que no debe pensar que soy
valiente. Tal vez quise serlo. Es posible que todos
quisimos ser valientes, pero nos rendimos, nos dimos
por vencidos.

En forma gradual, al hablar con Henrietta y otros


refugiados, me formé un cuadro de la Iglesia como un
todo, como existía bajo el comunismo. En mi mente
comencé a pensar en una periferia exterior, formada
por los países que, de acuerdo con mis experiencias
y los informes recogidos, todavía existía en ellos un
cierto grado de libertad religiosa: Polonia, Checoes-
lovaquia, Yugoslavia, Hungría y Alemania Oriental.
Detrás de ésos, 'según el decir de los que habían huido,
estaba el círculo interior, donde los ataques contra la
iglesia eran realmente más fuertes : Rumania, Bulga-
ria, Albania y la misma Rusia. Había visitado todos
menos uno de los países de la periferia exterior. Sabía
ahora que tenía que visitar Alemania Oriental.
Aquí, en Berlín Occidental, estaba el obvio punto
de partida para esa visita. Pero, al proponerle el viaje
a Corrie, me miró un tanto sorprendida.
-¡ Oh, Andy ! ¿ Cómo puedo dejar el campo? ¡ Hay
tanto para hacer y tan pocos para hacerlo! No me
es posible ir.
La miré más atentamente: sus mejillas estaban en-
rojecidas, sus ojos tenían un brillo poco común. Pensé
LA IGLESIA IM POSTORA 159
si no me habría equivocado al lanzarla en medio de
tanta necesidad y privaciones. Era sumamente duro
para mí ver tanto sufrimiento, pero para una enfer-
mera, capacitada para ver lo que podía hacerse, pero
sin los medios necesarios para ello, debía ser realmente
una tortura.
Corría de un campo a otro como una mujer fuera
de sí. Aquí organizaba una clase para madres, allá
preparaba un tanque para el agua hervida. En otro
lugar, simplemente procuraba apartar los platos de
los que no tenían tuberculosis y entregarlos separa-
damente de los que estaban tuberculosos. Por la tarde
celebraba una clínica improvisada dondequiera que se
encontraba. Aplicaba tópicos en las gargantas afie-
bradas, limpiaba llagas ulceradas, lavaba ojos infecta-
dos y en ocasiones hasta extraía dientes.
Por su propio bien quise sacarla de ese medio am-
biente. Pero se negó. -Ve tú -me dijo cuando me
entregaron sin demora las visas para Alemania Orien-
tal. -¿ De qué serviría yo allí? No puedo predicar.
No hablo alemán. Ni siquiera sé manejar. En cambio
puedo darme cuenta, cuando lo veo, si un retrete
hierve de microbios o no.
Tomó el maletín con desinfectantes, que en aquellos
días nunca estaba muy lejos de ella, --cuéntame
todo cuando vuelvas -dijo.
Esa fue la primera separación en nuestra vida ma-
trimonial, no debido a mi ministerio sino al de Corrie.

En un punto de verificación cerca de Brandenburg


Tour, crucé el lado occidental de Berlín hacia el lado
oriental. El contraste entre las dos mitades de la ciudad
era notable. Se podía apreciar aun manejando por sus
calles. Estaba preparado para ver gente con sus ropas
raídas, negocios en los que enormes floreros ocupaban
el espacio que debían haber llenado prendas de vestir,
debido a la tardanza en la reconstrucción de los daños
causados por la guerra.
Pero para lo que no estaba preparado era para el
silencio. En las calles nadie hablaba. Al respecto había
una atemorizadora cualidad como si la tierra estuviera
de duelo. O tuviera miedo. A medida que transcu-
rrían los días yo mismo llegué a experimentar. ese
160 EL CONTRABANDISTA DE DIOS
miedo. Por todos lados se veían policías. En los puen-
tes, en los portones de las fábricas, en los edificios
de las oficinas públicas, deteniendo a las personas al
azar y revisando portafolios, bolsas para las compras,
portamonedas. La falta de protestas era parte del te-
rrible silencio que se cernía sobre la ciudad como una
niebla más pesada y oscura, cargada de veneno.
En claro contraste con el silencio de la población se
podía apreciar la resonante voz estatal. Estaba en
todas partes. En la radio, en los altoparlantes, en los
tableros de anuncios. Había consignas pintadas en las
paredes, los techos y postes telefónicos. Había grandes
cartelones en los quioscos, en los negocios, en los ho-
teles, en las estaciones de ferrocarril. Por todos lados '
se podía apreciar la propaganda. Estaba asombrado
de lo escueto de la línea. Alemania Oriental estaba
pasando por un período desvastador, una escasez muy
grande de comida. El emprendedor granjero alemán no
había aceptado de buen grado la idea del cooperativis-
mo. Habían abandonado en cantidades tan grandes sus
tierras, que aquel otoño no quedaba nadie para cose-
char el grano. El gobierno había apremiado la pro-
ducción con cosechadoras mecánicas, acompañando
esto con una propaganda masiva. Habría abundancia
de pan puesto que el socialismo era superior a las em-
presas individuales.
Había, empero, un problema. El trigo, si se cosecha-
ba a máquina, tenía que estar seco; necesitaba unos
cuantos días más de sol, que para la cosecha manual.
Pero ese año llovió. Justo para la época de la cose-
cha llovió todos los días.
De pronto, en todo el país surgieron carteles con
esta pequeña leyenda :
Ohme Gott und Sonnen schein
Holen Wir Die Ernte sin
A Dios no lo verá y el sol no brillará
pero la cosecha igual se hará
Podía notar que esta leyenda realmente había sa-
cudido a la gente. Era un desenfrenado duelo entre
el nuevo Régimen y Dios mismo. Las lluvias siguieron
y la cosecha no se levantó. Una noche, tan súbitamente
LA IGLESIA IM POSTORA 161
como habían aparecido, desaparecieron los carteles,
todos, excepto los pocos que estaban mojados y aun
se veían colgando en los postes de alumbrado.
¿ Qué hizo el gobierno ahora? Junto con anuncios ra-
diales y avisos en los periódicos aparecieron nuevos
carteles: "No deje que nadie le diga que hay es-
casez de pan. Tenemos abundancia de pan. Este es
otro ejemplo de la victoria del socialismo sobre las
fuerzas de la naturaleza."
Sólo que no hubo pan.
Fui a los negocios y no vi nada. Tampoco había en
los restaurantes.
Para mí lo más triste era que nadie se quejaba del
engaño. Nunca se mencionaba la falta de pan. La gente
guardaba silencio.

El sector de Alemania Oriental que más me intere-


saba estaba en los alrededores de las tierras del sur
de Sajonia. De boca de Henrietta y de otros refugiados
había oído que allí la Iglesia era una iglesia que
tenía vida. Pero no estaba preparado para cuán viva.
Alemania es una tierra de contrastes. Por un lado
era uno de los países más duros de todos los que yo
hasta entonces había penetrado; la indoctrinación y
la coerción policial ocupaban el primer lugar. Sin em-
bargo, al mismo tiempo, había más libertad religiosa
en Alemania Oriental que la que había visto en cual-
quier otro país comunista.
Wilhelm, el hombre cuyo nombre me habían dado
en Sajonia, era un dirigente de los jóvenes de la Con-
fraternidad Luterana. La villa donde él y Mar, su es-
posa, vivían, estaba en una sección montañosa y ma-
derera en la provincia. Su jardín dominaba un
paisaje que hubiera llenado de envidia el corazón de
los holandeses de los polders. Afuera de la casa había
una pequeña motocicleta. Un vehículo, según descu-
briría, que lo llevaba por toda Alemania Oriental, bajo
el sol, la nieve o la lluvia.
Wilhelm me recibió en la puerta y sin vacilación me
invitó a entrar. Tomamos café sentados alrededor de
la mesa de la cocina de Mar, mientras les explicaba mi
misión detrás de la Cortina.
-Me alegra mucho de que haya venido -señaló
162 EL CONTRABANDISTA DE DIOS

Wilhelm. Tosió con una tos seca, fuerte, que sacudía


toda su osamenta. -Necesitamos todo el estímulo que
podamos encontrar.
-Necesitan Biblias, ¿por ejemplo? -le pregunté.
-Tengo algunas Biblias en alemán.
-Oh, tenemos muchísimas Biblias.
Ya había oído esto anteriormente y esperé el lento
reconocimiento de que en realidad tenían pocas. Pero
Mar me llevó al pequeño despacho. Podía haberme
imaginado que estaba en casa. En los estantes había
una docena de Biblias. Tomé una y miré el pie de
imprenta de Alemania Oriental, "Printed in the Deut-
sche Demokratische Republic".
-Permítame hablarle respecto de otras libertades
-señaló Wilhelm. Aquí tenemos Seminarios que no
producen políticos sino cristianos. Hacemos campañas
evangelísticas que atraen a miles. Contamos con un
movimiento dentro de la iglesia Luterana que es tan
fuerte como cualquiera otro que pueda haber en
Holanda.
-Pero, usted dijo que necesitaban estímulo.
Súbitamente los puños de Wilhelm se crisparon.
Noté que los nudillos se le ponían blancos.
-Estamos luchando una de las guerras más im-
portantes de toda Europa. Aquí, en Alemania, los Co-
munistas han puesto en práctica una nueva clase de
"persuasión" que a mi modo de ver es mucho más
peligrosa que la persecución abierta. ¿ Podría acom-
pañarme a la reunión que tenemos hoy en nuestro Sí-
nodo? Allí verá a qué me refiero.
Le sugerí que fuéramos en el coche. Mar me sonrió
agradecida. -Es esa terrible motocicleta -dijo, ---{!SO
es lo que hace toser. Miles de kilómetros en cualquier
tiempo. ¡ Hace dos años el doctor le dijo que se cuidara
de las corrientes de aire !
Wilhelm le dio una cariñosa palmada en la mano.
-Mar se preocupa -me dijo disculpándose. -Pero
si se quiere alcanzar a todos los jóvenes del país, ¿ qué
otra cosa se puede hacer?
En el coche volvió al tema. -Fuimos nosotros, los
alemanes, los que primero nos dimos cuenta -señaló
Wilhelm. -No se pueden emplear tácticas violentas
contra la Iglesia si ésta primero no ha sido forta-
LA IGLESIA IM POSTORA 163
lecida. Siempre ha sido así. Es durante la persecución
que el hombre se detiene a examinar su fe para ver
si realmente vale la pena luchar para defenderla y
éste es un examen que el cristianismo siempre podrá
resistir. El verdadero peligro son los ataques indi-
rectos, donde el hombre es inducido a salir de la Iglesia
antes de haber tenido oportunidad para fortalecerse.
No lo olvide mientras escucha los informes del Sínodo.
Esta reunión del Sínodo había sido convocada para
considerar el problema de lo que ellos llamaban la
iglesia impostora. Un pastor tras otro se puso de pie
para leer estadísticas que, al principio no comprendí.
Servicio de bienvenida 35 por ciento; Consagración ju-
venil 55 por ciento; Bodas 45 por ciento; Funerales
50 por ciento.
Pero a medida que Wilhelm me explicaba el signi-
ficado de esos porcentajes, la enormidad del plan co-
menzó a surgir.
Comprendiendo que el atacar de frente a la iglesia
no llevaba a ningún lado, los comunistas habían to-
mado un nuevo curso de acción. Procuraban suplantar
a Dios y a la convicción religiosa por el Estado y los
sentimientos patrióticos. Aprovechándose del conoci-
miento que la Iglesia había adquirido con los años,
el Estado celebraba sus propias ceremonias, que eran
una burda imitación de los ritos cristianos.
Realizaban, por ejemplo, una ceremonia, con el atrac-
tivo nombre de Servicio de Bienvenida, que suplan-
taba al Bautismo. En la época en que se inscribía al
bebé oficialmente, con el nombre que le habían dado
sus padres, estos y sus amigos eran invitados a una
celebración. El infante era llevado por los padres ante
un oficial del gobierno que lo recibía con la debida
pompa como un nuevo miembro del Estado. 'I'ambién
estaba el servicio del casamiento civil. En · el Conti-
nente se acostumbran dos ceremonias de casamiento:
la civil, que está a cargo de un funcionario del go-
bierno, y la religiosa, celebrada, por supuesto, en la
iglesia. El nuevo Régimen realizaba ambas. Después
de la ceremonia civil, el Estado ofrecía un segundo ser-
vicio, completamente gratis, al cual eran invitados
todos. No faltaban las flores y una comida, además
de una solemne ceremonia para dar la bienvenida a la
164 EL CONTRABANDISTA DE DIOS
pareja a la sociedad socialista, en la esperanza de que
fuera feliz y fructífera.
Con los funerales pasaba lo mismo. El Estado rea-
lizaba una austera y dignificada ceremonia, libre de
gastos, emulando una vez más el rito de la iglesia.
Hasta pronunciaban un panegírico alabando a ese ilus-
tre soldado de la democracia republicana, por su parte
en la lucha por la libertad del hombre.
Lógicamente, el competidor más bullicioso de todos
era la Consagración Juvenil, la Jugend Weihe de la
que me había hablado Henrietta. Esta había demostra-
do ser especialmente eficaz por cuanto estaba dirigida
hacia los jóvenes, en una época en sus vidas cuando era
de suprema importancia el ser aceptados. En una época
tan susceptible en sus vidas, decían a los jóvenes que
tenían que decidirse a quién seguir: a su país o a su
iglesia. Ejercían una presión intensa sobre los jóvenes
a fin de que siguieran a sus compañeros de escuela
para recibir la bendición estatal.
Una tras otra proseguían las estadísticas, Jugend
Weihe 70 por ciento; Entierros 30 por ciento. No capté
el verdadero significado de estas cifras hasta que
Wilhelm me indicó que representaban a los miembros
de la Iglesia y que éste era el porcentaje que había
aceptado los ritos estatales en lugar de y no además
de la ceremonia religiosa.
-Al principio -señaló Wilhelm, las iglesias habían
decidido no transigir con las ceremonias estatales. Si
un niño participaba en la Consagración Juvenil no
podía recibir el sacramento de la confirmación.
Esto por supuesto ponía al niño en una posición bas-
tante delicada, y precisamente esta tensión era la que
buscaba el régimen. El primer año de este experi-
mento por parte del Estado hubo una baja del 40 por
ciento en las confirmaciones. Al año siguiente fue de
50 por ciento y a partir de entonces, cada año ha
ido en aumento. Poco a poco muchas de las iglesias
protestantes litúrgicas han ido suavizando su postura
señalando que un año después de participar en la Ju-
gend W eihe el niño podría recibir el sacramento reli-
gioso. Los Católicos Romanos, empero, no han cedido
y por eso cuentan con la admiración de los protestantes
más radicales.
LA IGLESIA IMPOSTORA 165
-Es una lucha abierta en cuanto a la fidelidad -se-
ñaló Wilhelm, -y las iglesias están perdiendo. Es muy
difícil decir no, cuando los compañeros de escuela di-
cen sí.
A este sutil ataque la iglesia había respondido me-
diante la retirada y la separación, según me explicó
Wilhelm. En vez de avanzar atacando, la iglesia se ha-
bía ido replegando en retirada, asumiendo una actitud
de piedad y aislamiento.
-Es por eso que estoy tan contento con su visita
-dijo. -Usted puede ayudarnos a recordar que la
iglesia es más grande que cualquier nación o que cual-
quier escenario político. Nos hemos olvidado de que
con Dios de nuestra parte, venceremos.
-Estoy por salir -agregó, -en una visita quin-
cenal de los grupos [uveniles->. Me invitó a acompa-
ñarlo. -Me gustaría su compañía. Y --con una son-
risa añadió -a Mar le gustará ese automóvil.
Y así por espacio de casi dos semanas viajé con él
a través del sur de Alemania Oriental, predicando
con una asombrosa libertad en iglesias con suficiente
cantidad de Biblias, suficiente literatura, reuniones
evangélicas a la vista y que eran desmoralizadas más
que cualquiera otra iglesia que hasta entonces había
conocido detrás de la Cortina.
Básicamente, durante esos doce días prediqué un
sólo sermón una y otra vez en cientos de diferentes
versiones. Insté a los cristianos alemanes a convertirse
en misioneros porque había sido mi experiencia com-
probar que una iglesia misionera es una iglesia que
tiene vida.
En la primera iglesia donde hice esta sugerencia, el
pastor se puso de pie y exclamó vehementemente:
-Hermano Andrés, le es fácil hablar acerca de la
obra misionera porque puede viajar dondequiera; Pero,
¿ y nosotros aquí en Alemania Oriental? ¡ Ni siquiera
podemos salir del país!
-Un momento -le contesté. -Piense en lo que ha
dicho. Yo debo' efectuar un largo y costoso viaje para
llegar a Europa Oriental, pero ¡ ustedes ya están
aquí! ¿ Cuántos soldados rusos hay aquí en estos mo-
mentos? Creo que medio millón. ¡Piénselo! ¿ Cuántos
alemanes inconversos viven en esas montañas? ¡ No se
166 EL CONTRABANDISTA DE DIOS
quejen de que no pueden ir al campo misionero!
¡ Dénle gracias a Dios por traerles el campo misionero
hasta ustedes!
Entonces les conté una historia bíblica de un hom-
bre que hizo precisamente eso que yo los estaba ins-
tando a que hicieran.
Me referí a la vez que Pablo estuvo preso en
Roma, encadenado a dos soldados. -Tenía dos posi-
bilidades -les expliqué- podía quedarse sentado y
quejarse de que no podía salir o de lo contrario podía
aprovechar las circunstancias.
Pablo dio gracias a Dios de que tenía una audien-
cia cautiva. Predicó el evangelio. Después de un tiem-
po los guardias que lo custodiaban fueron cambiados;
vinieron otros dos soldados. Pablo agradeció a Dios
por estos dos nuevos y volvió a empezar. Y el resul-
tado fue que hizo cristianos de aquellos hombres.
Fundó una iglesia en la misma casa del César. Y esto,
pienso yo, es la misión incomparable de los cristianos
detrás de la Cortina.
CAPITULO 13
Al borde del círculo interior

Una vez de regreso en Berlín Occidental a toda prisa


fui de un campo a otro buscando a Corrie. Cuando
por fin la encontré, estaba dedicada a la tarea de
revisar la cabeza de una hilera de pequeños de cinco
y seis años, para ver si tenían piojos. Quedé espan-
tado al ver el cambio que se había operado en ella en
menos de tres semanas. Había adelgazado. Su piel
tenía una extraña palidez amarillenta y estaba muy
ojerosa.
Nuevamente me acusé por llevarla allí y más aún
por haberla dejado sola. Una de las cosas que quería ·
hacer desde Berlín, era llevar un precioso cargamento
de Biblias a Yugoslavia, entre otras a la iglesia de
Belgrado, que tenían solamente siete Biblias en toda
la congregación. Por experiencia previa sabía que el
Consulado en Berlín era el sitio indicado para solicitar
la visa en lugar de hacerlo desde La Haya.
Ahora, al contemplar las arrugas en el rostro -de
mi joven esposa y sus ojos obsesionados comprendí
que un viaje a Yugoslavia serviría para un doble pro-
pósito. ¡ Qué mejor lugar para olvidar los horrores
de los campos que aquella hermosa tierra, la más her-
mosa que había visto! Así fue que llevé nuestros pa-
saportes al Consulado Yugoslavo y pasé el resto del
día comprando Biblias.
De nuevo Corrie puso reparos. ¡ Había tanto que
hacer en los campos! En cambio, en Yugoslavia no
podría hacer nada. Los mismos argumentos que antes.
Pero esta vez me impuse por su propia salud y por
primera vez salimos juntos para detrás de la Cortina
de Hierro.
De no haber sido por la enfermedad de Corrie, que
parecía empeorar en lugar de mejorar, aquella primera
semana del viaje hubiera sido perfecta. Esta vez el
inspector en la frontera casi ni revisó nuestro equi-
168 EL CONTRABANDISTA DE DIOS
paje. Notaron que éramos recién casados y hasta nos
sugirieron lugares de recreo, junto al mar, para que
visitáramos y nos indicaron algunos lugares pintores-
cos. Lógicamente archivé esta porción de información
para futuras operaciones de contrabando: un hombre
y una mujer eran una pareja natural y surgían mu-
chas menos sospechas que si viajaba un hombre solo.
Los ojos de Jamil y Nikola se llenaron de lágrimas
de gozo al saludarnos. Cuando llevamos las nuevas
Biblias a una y otra iglesia, las congregaciones casi
ni podían dar crédito a lo que veían. Y todos querían
conocer a Corrie; las mujeres la besaban y los hombres
me palmeaban la espalda.
Durante seis días las cosas no podían haber ido
mejor. Otra vez Nikola me sirvió de intérprete, no
obstante la multa y las advertencias en las que había
incurrido por haberme ayudado antes. Compartí con
las iglesias yugoslavas la visión que había recibido en
Alemania Oriental; la visión de una iglesia detrás de
la Cortina de Hierro que no se encontraba en retirada
sino en la avanzada.
La noche del séptimo día cuando estábamos cenando
en casa de unos amigos, en un pueblo cerca de Sa-
waweho, llegó la policía. Sucedió tan repentinamente
que por un momento no me di cuenta por quién había
venido. Estábamos sentados alrededor de la mesa de
la cocina comiendo cordero con arroz, todos excepto
Corrie que no se sentía bien y se había recostado
cuando sentimos golpear la puerta. Entraron dos po-
licías uniformados de gris.
-Venga con nosotros -me dijeron.
-¿Ir? ¿A dónde?
-No hable. No termine la comida. Venga.
Miré a mis amigos que sentados, sostenían sus te-
nedores en alto y tenían la boca paralizada por el
miedo. Corrie apareció en la puerta, pálida y des-
peinada.
-¿ Ella vino con usted?
-Sí.
-Ella también.
Pronto fue claro que la policía sabía todo sobre
mi anterior viaje a Yugoslavia. Se mostraron corteses
pero me informaron que tendría que abandonar el
AL BORDE DEL CIRCULO INTERIOR 169
país de inmediato. Habían cancelado mi visa. No qui-
sieron remediarla. -¿ Sería tan amable de entregarles
ahora mismo mi pasaporte ?
De mala gana, por cuanto no quería un sello dudoso
en mi pasaporte, el que otros Consulados pudieran ob-
jetar, entregué mis documentos. Los oficiales los exa-
minaron detenidamente, los confrontaron con sus
anotaciones y sacando un sello bien grande, que mo-
jaron en una almohadilla con tinta roja, lo estamparon
con todas sus fuerzas anulando la visa. Era persona
non grata en Yugoslavia.
Físicamente decaída, Corrie quedó muy impresiona-
da por el arresto. -Andy, ¡ estaba tiesa de miedo!
-repetía una y otra vez mientras cruzábamos Austria
rumbo a Alemania-. ¡ Y eso que fueron amables!
Tuvimos intención de parar en Berlín solamente pa-
ra levantar a dos refugiados, por cuya entrada en Ho-
landa nos habíamos responsabilizado. Mi preocupación
principal era llevar a Corrie a casa y al médico. Algo
andaba mal. Era más que la mera fatiga y la tensión.
Cada vez con más frecuencia tenía que detener el
auto y dejarla bajar para recostarse en la hierba hasta
que se le pasaban las náuseas.
Al llegar a Berlín, encontramos una sorpresa. Puesto
que el Consulado Yugoslavo en Berlín era mucho me-
nos exigente que en Holanda, me había presentado a
las oficinas que tenían en Berlín todos aquellos países
que pensaba visitar. Y ahora, al regresar, en la hos-
tería encontré no una sino dos cartas para mí. Tanto
Bulgaria como Rumania habían considerado mi soli-
citud y tenían el agrado de informarme que única-
mente necesitaba presentarme en sus oficinas en Ber-
lín para legalizar mis documentos de viaje.
¡ Bulgaria y Rumania! Según todos, dos. de los
países donde la persecución a la Iglesia era mucho
más intensa. ¡ Por fin estaba próximo al círculo in-
terior! Con toda seguridad que Dios tenía su mano
sobre esas puertas, listo para abrirlas.
¡ Justo en el momento en que Corrie necesitaba
estar en casa y en su cama! Además estaba de por
medio el sello Yugoslavo en mi pasaporte. No cabía
duda de que los otros gobiernos querrían saber por
qué razón había sido expulsado de Yugoslavia.
170 EL CONTRABANDISTA DE DIOS

Por eso, en lugar de ir a los Consulados regresamos


a Witte. Corrie casi en seguida se fue a la cama y
llamé al médico. Estuvo con Corrie por un largo rato
mientras que yo nervioso aguardaba sentado afuera,
al pie de la escalera. Por fin apareció bajando cau-
telosamente peldaño por peldaño. -Su esposa está
bien -me dijo cuando terminó de bajar los escalones.
-Le receté algunas píldoras para las náuseas. El mes
que viene debe venir a mi consultorio.
-Pero, ¿ qué es lo que tiene? -le pregunté an-
siosamente.
-¿ Qué es lo que tiene? -El doctor pareció com-
prender que yo no me había dado cuenta. Se quitó
el sombrero con un ademán breve y formal y me ex-
tendió la mano. -¡ Felicitaciones, va a ser papá!
-Pero, por amor de Dios -agregó mientras se
ponía el sombrero, -no siga llevando a la rastra por
toda Europa a esa pobre muchacha. Déjela que des-
canse un poco.
-Ah, otra cosa más -señaló, deteniéndose un mo-
mento sobre el puentecito, -¡ deshágase de esos fardos
de ropa que tiene allá arriba! ¡ Su esposa va a ser
madre, no escaladora de montañas !
Corría el mes de noviembre cuando regresamos
de Berlín y Yugoslavia y esperábamos al bebé para
junio. Para enero Corrie se sentía tan bien que una
vez más volvía a pensar seriamente sobre ese viaje
al círculo interior. Por supuesto que esta vez lo haría
solo, dada las circunstancias. Corrie quedaría bajo la
mirada vigilante de Geltje. Aun cuando pasara tres
o cuatro semanas en cada uno de los dos países, re-
gresaría mucho antes del nacimiento del bebé.
Pero todavía no estaba resuelto el problema del pa-
saporte. ¿ Qué haría con el sello yugoslavo? ¿ Romper
la hoja? ¡Imposible! Todas las páginas estaban nu-
meradas. ¿ Tirar el pasaporte fingiendo que lo había
perdido y gestionar uno nuevo? No, ese no era el
camino real. Los siervos del rey no tenían por qué
agacharse.
Me dirigí a la oficina central de pasaportes, en
La Haya, y le expliqué al empleado encargado de la
verificación mi situación. Se mostró muy comprensi-
vo. -Lo siento, no podemos hacer nada -me dijo.
AL BORDE DEL CIRCULO INTERIOR 171
-Permítame que le explique -insistí, -soy misio-
nero y quiero ir a esos países para ponerme en contacto
con los cristianos de allá.
Pensó unos momentos. Sacudió la cabeza. -Ni si-
quiera podemos sugerirle sobre cómo obtener un nuevo
pasaporte rápidamente, como por ejemplo hacer mu-
chos viajes a los países limítrofes e insistir todas
las veces que se lo sellen, para llenarlo cuanto antes.
No podemos darle sugerencias como esa, ¿ me com-
prende, señor? Lo siento muchísimo.
A las pocas semanas tenía un nuevo pasaporte.
Corrie no tenía muchas ganas de dejarme ir. To-
davía estaba impresionada por el arresto que nos hi-
cieran en Yugoslavia. Pero cuando llegó el cargamento
de Biblias Búlgaras y Rumanas, pedido a la Sociedad
Bíblica Británica y Extranjera, de Londres, ella misma
me ayudó a ocultarlas en el auto. -Un pacto es un
pacto -explicó. -Después de todo fui yo quien firmó
como esposa de un misionero.
Cuando llegó el día de la partida ninguno de los dos
nos sentíamos muy animados. Estábamos cargando
el espacio libre en el Volkswagen con ropa para los
campos de Austria, los que visitaría de paso. De acuer-
do con las instrucciones del médico habíamos sacado
de nuestro cuarto los atados de ropa, y los habíamos
llevado al pequeño pasillo de la casa principal, donde
eran un estorbo para todos los de la casa.
-¡ Bulgaria y Rumania! -suspiró Corrie. -¡ Bue-
no, por lo menos no son Yugoslavia! Si te arrestan
allá quizá nunca más vuelva a verte. Nosotros que-
remos que vuelvas, Andrés, tu bebé y yo.
Por supuesto, procuré tranquilizarla, aunque yo mis-
mo no estaba muy animado. Subí al cargado coche y
puse en marcha el motor.
-¿ Llevas el dinero? -preguntó Corrie.
Palpé mi billetera. Por una vez llevaba mucho más
que suficiente. No podía comprender por qué última-
mente habían llegado tantas ofrendas de los lectores
de Kracht Van Omhoog. Como dormía _en la carpa
dondequiera que me encontraba y preparaba mis co-
midas, los viajes no eran tan costosos. Quise dejar
el dinero que pensé que no necesitaría en casa, pero,
Corrie, como si tuviera un presentimiento extraño
172 EL CONTRABANDISTA DE DIOS
había insistido en que me lo llevara. -Sí, el dinero
estaba seguro.
Con un último beso, partí.
En tanto que desde el campo austríaco me dirigía
a Yugoslavia me sentía un poco preocupado por la idea
de tener que regresar al país de donde hacía tan
poco me habían expulsado. Pero no había ninguna
otra ruta a Bulgaria tan práctica como ésta. De otra
manera tendría que dar un largo y costoso rodeo a
lo largo de Italia, después en bote hasta Grecia y
luego un largo viaje a través del lado griego de
Macedonia. Como había anticipado, no habían sur-
gido problemas para conseguir una nueva visa:
en Yugoslavia el intercambio de información era no-
toriamente ineficaz y el hecho de que yo era persona
non grata todavía no había sido comunicado a los
Consulados del Oeste de Europa. El único lugar donde
podría tener inconvenientes, pensé, era en la frontera.
El corazón me latía aceleradamente al llegar a la
frontera. Pero el inspector se limitó a revisar mi pa-
saporte. Charlamos un rato sobre el estado de los ca-
minos y a los veinte minutos ya había pasado.
Según mis cálculos tenía cuatro días de gracia en
Yugoslavia antes de que las noticias de mi arribo a
la frontera fuera verificado con la lista de personas
indeseables, en Belgrado. Me detuve brevemente para
visitar a Jamil y continué hacia el sureste con toda
la intención de cruzar la frontera hacia Bulgaria en
la mañana del quinto día. Pero como siempre, ¡ había
tanto que hacer en Yugoslavia! J ami! me había dado
nombres de personas y de iglesias a lo largo de mi ca-
mino, como para estar ocupado todo un mes. No había
ni el más leve indicio de que pudiera tener problemas
con las autoridades. Decidí tentar la suerte por otras
veinticuatro horas.
Pasada la medianoche del quinto día me registré en
un hotel. Entregué el pasaporte en el mostrador y
fui hasta mi cuarto. Tal vez habría dormido unas
cinco horas cuando sentí un golpe abrupto en la puerta.
Abrí y me encontré frente a frente con dos hombres
en ropas de calle, de pie en el corredor.
-Vístase y siganos -dijeron en alemán, mantenien-
do abierta la puerta. -No, no traiga nada.
AL BORDE DEL CIRCULO INTERIOR 173
Ni por un segundo me quitaron la vista de encima
mientras que luchaba para ponerme los pantalones y
una camisa. Caminamos a través del salón de entrada,
vacío a esa hora, excepto por la mujer que fregaba
las escaleras. Salimos afuera y caminamos unos me-
tros hasta llegar a un gran edificio de piedra.
Me guiaron a través de un corredor de mármol,
en el que retumbaban nuestros pasos, y me llevaron
a una oficina. El hombre que estaba sentado detrás
del escritorio tenía mi pasaporte en la mano.
-¿ Por qué volvió? -me preguntó. -¿ Por qué re-
gresó a Yugoslavia?
No esperó a que le contestara sino que prosiguió,
levantando el tono de su voz en tanto que hablaba.
-¿ Cómo consiguió que le cambiaran el pasaporte?
¿ Así es como colabora Holanda para que le resulte
fácil a los conspiradores e infractores de la ley?
Alargó la mano y para mi desmayo vi que sacó un
gran sello y una almohadilla con finta roja. Lo es-
tampó sobre la visa yugoslava tres veces antes de
darse por satisfecho.
-Tendrá que salir del país dentro de veinticuatro
horas -señaló. -No debe tener más contacto con
nadie en Yugoslavia. Vamos a llamar por teléfono a la
guardia de la frontera en Trieste para avisarle cuándo
deben esperarlo.
¡ Trieste ! Con toda seguridad que no iban a in-
sistir en eso. Trieste quedaba en el extremo noreste
dei' país; había entrado por allí pero ahora estaba a
ochenta kilómetros de la frontera búlgara.
-Pero, ¡ voy a Bulgaria! -supliqué. ¿No puedo
dejar el país por ese camino? ¡ Es mucho más cerca!
Pero se mostró inflexible. Había dicho Trieste y
tenía que ser Trieste, y cuanto antes, ¡mejor!
Sumamente desanimado nuevamente fui hacia el
norte a Trieste y rumbo a un gran rodeo a través
de Italia y Grecia; dos mil cuatrocientos kilómetros
fuera de mi camino cuando casi había estado a la
vista de mi meta.
Una depresión como la que nunca había experimen-
tado se apoderó de mí mientras que avanzaba lenta-
mente por el talón de Italia. Los caminos eran exas-
perantes; una sucesión interminable de pueblos, uno
17 4 EL CONTRABANDISTA DE DIOS

al lado del otro a lo largo de la costa; camiones, bi-


cicletas; carros tirados por caballos. Casi nunca pude
sacar el coche de segunda.
Llegó el 31 de Marzo. ¡ El cumpleaños de Corrie !
Le mandé un telegrama pero en lugar de sentirme
más animado, esto sirvió sólo para recordarme lo
lejos que estaba. Su primer cumpleaños desde que
nos casamos, y yo ni siquiera estaba fuera de Italia;
más lejos que nunca de mi meta y cada minuto más
lejos de mi Corrie. ¿ Y si pasaba algo? ¿ Si también
tenía problemas con la policía búlgara? ¿ Y si no podía
volver para cuando naciera el bebé? Pero, por lo menos
ahora comprendí por qué había recibido esas ofrendas
extra; tendría suerte si llegaba hasta allí ; y regresaba
por ese camino aun con todo lo que llevaba.
Para empeorar las cosas, tenía en mi pasaporte, en
la visa yugoslava el sello que haría surgir sospechas.
Cuando creía que había llegado al colmo de la depre-
sión empezó a dolerme la espalda. Hacía tres o cuatro
años que de vez en cuando tenía algunos problemas
con un disco fuera de lugar. Parecía que me moles-
taba más después de manejar grandes distancias. Es-
taba más o menos por la mitad de Italia cuando em-
pezó el dolor; mucho más fuerte que nunca. Pero
cuando llegué a Brindisi, desde donde partía la nave
hacia Grecia, literalmente estaba doblado; tenía mucha
dificultad para caminar, caminaba doblado y apoyán-
dome en las yemas de los pies.
No tenía tiempo para hacerme atender por un mé-
dico; tenía que dejar que la gente me mirara. Cuando
desembarqué el aut > en Grecia, no me sentía mejor.
Después de un par de días manejando por las carre-
teras griegas, literalmente lloraba a gritos por el
dolor. Si las carreteras italianas habían estado ates-
tadas de tránsito,. las griegas, en cambio, eran rocosas
y estaban llenas de baches. No podía leer las señales
camineras con sus extraños caracteres griegos y con
frecuencia, después de recorrer más de treinta kiló-
metros con lacerantes dolores en la espina dorsal, me
daba cuenta que había cometido una equivocación y
tenía que desandar todo lo que tan dolorosamente ha-
bía avanzado.
Y todo el tiempo aquella insidiosa depresión dejaba
AL BORDE DEL CIRCULO INTERIOR 175
sentir su ponzoña en mí. "Bueno, Andrés, empezaba
el susurro dentro mío, esta vez te la libraste . . . No
te trataron tan mal. Te mandaron fuera del país
Podrías haber ido a la cárcel. ¿ Por cuánto años, An-
drés? ¿Cinco? ¿Diez? ¡ Ya verás en Bulgaria! Allí
encierran a la gente. Algunos no salen más ... Ni si-
quiera una carta. Corrie nunca lo sabrá . . ."
Y así seguía horas tras hora, día tras día, hasta
que tenía los nervios totalmente destrozados.
Llegó el golpe de gracia. En Serrai, un pueblo grie-
go, me enteré que la frontera a la que me había enca-
minado durante todo este tiempo estaba abierta sola-
mente para los diplomáticos. Los viajeros corrientes
no tenían entrada a Bulgaria a través de Grecia. El
único camino era por Turquía, a muchos kilómetros
y muchos días de distancia.
Esa mañana, después de semejante hallazgo, estaba
sacudiéndome monótonamente a lo largo de un cami-
no pedregoso, rumbo a lo que me parecía un horizonte
de frustraciones sin fin, cuando alcancé a ver una
pequeña señal azul. Estaba escrita en griego, pero aba-
jo, en caracteres latinos, leí esta palabra:
FILIPOS
Detuve el coche con una sacudida. ¿ Filipos? ¿ El
Filipos de la Biblia? ¿ El pueblo donde Pablo y Silas
habían estado presos, donde Dios había mandado un
terremoto para abrir la puerta?
¡ Claro que sí!, ¡ era el mismo lugar! Bajé del
coche y miré a través de una verja alta de eslabones.
Detrás había un campo de ruinas. Calles antiguas, lo
que quedaba de un templo, una hilera de casas, cuyas
paredes era lo umco que quedaba en pie. ¿ Sería la
casa de Lidia, donde Pablo había estado, alguna de
esas?
Además de la verja había un portón, pero estaba
cerrado y no había nadie por los alrededores. Un pro-
fundo silencio cubría todo; el moderno pueblo de Fi-
lipos estaba a poco más de tres kilómetros hacia el
noreste. Aquí todo era silencio. Solamente se oía la
voz de Pablo resonando a través de los siglos: "Cris-
tiano, ¿ dónde está tu fe?"
En ese lugar Pablo había estado en la cárcel, tal
como yo me encontraba en una cárcel; una cárcel de
176 EL CONTRABANDISTA DE DIOS

dolor y desaliento. Pablo y Silas habían estado hacien-


do lo mismo que yo: predicando el evangelio donde
no estaba permitido. Dios había hecho un milagro para
librarlos entonces de la prisión y en ese momento supe
que estaba haciendo un milagro para librarme a mí
de la mía.
Las prisiones de desaliento que me habían aherro-
jado se desprendieron tal como las cadenas se habían
soltado de las muñecas de Pablo. Desapareció el es-
píritu de pesar. Súbitamente comprendí que estaba
parado, erguido, con la espalda derecha y la cabeza
en alto. Una gran alegría me inundó, alegría física
y mental.
Literalmente fui corriendo al auto, deteniéndome
de vez en cuando para pegar unos saltos por el aire.
Puse en marcha el motor y el auto en primera. Con
un fuerte rugido arranqué a la cita con los cristianos
desconocidos, allá en el círculo interior.
CAPITULO 14
Abraham el mata gigantes

Después de toda mi aprension, el cruce de la fron-


tera de Turquía a Bulgaria resultó una agradable sor-
presa. El inspector aduanero apenas miró la parte de
atrás del coche y no me pidió que abriera ninguna
valija. Anotó la fecha y lugar de entrada en mi visa
búlgara, pero no volvió las otras páginas del pasa-
porte. Me hizo un pequeño discurso en inglés dándome
la bienvenida al país.
Lo que era más, después de las carreteras turcas,
que habían sido tan espantosamente malas como las
griegas, la búlgara estaba recién pavimentada y muy
bien diseñada. A todo lo largo recibí la misma cordial
bienvenida que en la frontera. Los niños gritaban
y corrían a la vera del camino hasta que el coche se
perdía de vista. Los hombres y las mujeres que tra-
bajaban en los campos hacían una pausa en su labor,
irguiéndose para sonreír y saludar con la mano, algo
que no había visto en ningún otro lugar en Europa.
Los caminos búlgaros eran buenos, es decir, mientras
no me apartara de las carreteras principales. Esa pri-
mera tarde me desvié hacia un pequeño camino al lado
de la montaña, buscando un lugar para acampar.
Encontré un sitio alejado y por la mañana saqué algu-
nas Biblias de sus escondites. Empaqueté las rumanas
y manejé por la montaña, rodando y deslizándome por
el peligroso camino de grava, con la intención de re-
tomar nuevamente el camino principal.
Pero pronto me encontré siguiendo un camino que
circundaba la parte posterior de una pequeña aldea.
El camino cada minuto se hacía más barroso. Cha-
paleé a través de una pequeña corriente de agua y
unos pocos metros más adelante me encajé en el
barro.
Quedé completamente atascado allí, en una aldea
montañosa, apartada del camino, donde no tenía mo-
178 EL CONTRABANDISTA DE DIOS

ti vos para estar. ¿ Qué tendría que hacer? Ni bien


me Jo pregunté me pareció oír un fuerte y más bien
bronco canto. Venía de un edificio al final de la aldea.
Abrí la portezuela del auto y salté. Cuando el barro me
llegaba a los tobillos, dejé de hundirme. Bueno, ¿ qué
podía hacer? . . . Caminé pesadamente por entre el
lodo hasta que llegué a la puerta del edificio.
Era una taberna y a pesar de ser las diez de la
mañana, los ruidos que se escuchaban eran propios
de personas bastante tomadas. Entré y de inmediato
cesó el canto.
Veinte rostros me miraron fijamente, obviamente
sorprendidos por la aparición de un extranjero en su
aldea. El aire estaba pesado por el humo, más fuerte
y acre que el de los cigarros de las tabernas occi-
dentales.
-¿ Habla alguno inglés? -pregunté. Nadie con-
testó. -¿Alemán? No. -¿Holandés? Tampoco.
-Bueno, hola, de todos modos -dije sonriéndome
y poniéndome la mano sobre la frente a guisa de sa-
ludo. Y entonces, mientras que esos rostros redondos,
de ojos castaños me miraban detenidamente, realicé
una pantomima de rutina. Traté de hacer un ruido
que semejara al de un VW encajado en el barro.
Hummm. Humm. Slutter, splut. Stop.
Nadie dio muestras de comprender.
Coloqué las manos como si fuera alguien que está
sosteniendo un volante de dirección con ambas manos.
-¡Ahh! ¡Ohh!- El hombre ubicado detrás del
mostrador alto de madera asintió comprendiendo. En
un momento corrió hacia adelante con dos vasos de
cerveza, uno en cada mano, extendiéndomelos.
-No, no -dije riéndome. -Automóvil. Coche.
Humm, humm, brrr, brrr, Stop. Dejé los vasos y le
hice señales con mi mano. -¡Venga!
Por fin varios de los hombres comprendieron y
se levantaron de las mesas, satisfechos con el juego e
instando a sus compañeros. Me sentí como el flautista
de Hamelin, encabezando el desfile. Detrás de la ta-
berna estaba la solución al enigma, sentado, expectan-
te en el barro: mi pequeño VW azul.
-¡ Ahh !- Asentimiento general, golpes en los
muslos. ¡ Por fin comprendieron! Se mostraron deseo-
ABRAHAM EL M ATA GIGANTES 179
sos de ayudarme. Calzaban botas altas y sin vacilaciones
vadearon resueltamente el barro indicándome que me
sentara al volante. Puse en marcha el motor y mien-
tras esos hombres de anchas espaldas lo levantaban,
lo pasé a primera y a los pocos momentos de nuevo
me encontraba en el camino principal, frente a la ta-
berna.
Bajé del coche y les di las gracias, un poco preo-
cupado por la curiosidad que demostraban por el
auto y su contenido. No faltaría razón para que circu-
lara la versión de un holandés que llevaba un carga-
mento de libros en su coche. Rápidamente tomé las
manos gigantescas y encallecidas por el trabajo una
tras otra, y las estreché efusivamente y proseguí.
-Verdaderamente les doy las gracias -dije. -Ho-
landa les da las gracias. El Señor les agradece ...
En tanto que hablaba, uno de los hombres, sencilla-
mente no me soltó la mano. Me arrastró con él a la
taberna. Aun antes de llegar hasta el mostrador supe
lo que iba a pasar. ¡ A toda costa me iban a convidar
con una cerveza!
Desde aquella tormentosa noche de enero, hacía más
de nueve años, cuando había rendido mi voluntad a
Dios, no había vuelto a beber. De todos modos, en mi
vida el alcohol siempre había sido pernicioso.
-Pero, ¿ qué hago ahora, Señor? -pregunté en voz
alta en holandés. Súbitamente supe que tenía que
beber la cerveza, puesto que rechazarla sería como re-
chazarlos a ellos, a su amabilidad y generosidad, lo
que a los ojos de Dios ocupaba una posición más alta
que la observancia de una regla. Veinte minutos des-
pués, con los ojos lagrimeando por el fuerte brebaje
casero, de nuevo estreché veinte manos, me reí y les
deseé la salvación más rápida posible y seguí mi ca-
mino. Necesité viajar más de cuarenta minutos a
toda velocidad por la carretera para que el barro pe-
gado a las ruedas de mi pequeño vehículo dejaran
de golpear los lados de los guardabarros.

La última noche que había pasado en Yugoslavia,


la noche que había sido la causante de que me manda-
ran de vuelta a través de la frontera, había conocido
a una persona, cuyo amigo íntimo vivía en Sofía.
180 EL CONTRABANDISTA DE DIOS

-Petroff es uno de los santos de la iglesia -me


había dicho. -¿ Irá a verlo?
Por supuesto que asentí complacido. Había aprendido
de memoria su dirección para no llevarla escrita en
caso de que tuviera problemas con las autoridades.
Ahora, sentado en una colina que miraba hacia Sofía,
me maravillé de cómo Dios utilizó a la última per-
sona con la que hablé en un país, para darme el primer
contacto que necesitaba en otro.
Sofía ofrecía una vista maravillosa. Se extendía
bajo mis pies, con las montañas elevándose por detrás,
las cúpulas redondeadas de sus iglesias ortodoxas, ilu-
minadas por los últimos rayos de sol del crepúsculo.
¿ Cómo encontraría la calle donde vivía Petroff, en una
vasta metrópoli como ésta? Mi amigo yugoslavo me
había advertido que sería peligroso para él si un ex-
tranjero iba de un lado a otro buscándolo. Por eso,
cuando me registré en el hotel, lo primero que hice
fue preguntar si tenían un plano de la ciudad.
-Lo lamento, señor, pero no tenemos. En la esquina
hay una librería. Allí tal vez tengan.
Pero en la librería tampoco tenían. Regresé al hotel
y le pregunté al empleado si estaba seguro de que no
tenían uno. Me miró con desconfianza. -¿ Para qué
tiene tanto interés en conseguir un plano? -me pre-
guntó. -Los extranjeros no deberían ir deambulando
de un lado a otro.
-Oh, para orientarme -le contesté. -No quiero
perderme. No hablo búlgaro.
Pareció quedar satisfecho con mi respuesta. -Todo
lo que tenemos me explicó, -es éste aquí. Señaló un
pequeño plano de calles, hecha a mano, colocado de-
bajo del cristal de su escritorio. No me serviría de
nada: figuraban solamente los nombres de los boule-
vares más importantes. Pero me incliné para mirarlo,
para conformarlo, y al hacerlo vi algo excepcional. El
cartógrafo había escrito los nombres de las avenidas
principales, con una terrible e importantísima ex-
cepción. Había una pequeña callecita, sin importancia,
justo a unas pocas cuadras del hotel, en la que fi-
guraba el nombre. ¡ Y era nada menos que el de la
calle que yo buscaba! En todo el mapa, ninguna otra
calle de su tamaño tenía nombre. De nuevo tuve el
ABRAHAM EL M ATA GIGANTES 181
más asombroso sentimiento de que este viaje ya había
sido preparado muchísimo antes.
A la mañana siguiente, bien temprano, salí del hotel
y me dirigí en seguida a la calle donde vivía Petroff.
La encontré sin dificultad, allí donde la indicaba el
mapa. Ahora se trataba solamente de encontrar el
número.
Mientras iba por la vereda un hombre caminaba por
la calle en dirección opuesta. Llegamos juntos al nú-
mero que yo buscaba. Era una gran casa de depar-
tamentos duplex dobles. Tomé por el pasillo y el desco-
nocido hizo lo mismo.
Al acercarme a la puerta del frente miré por la
fracción de un segundo el rostro del hombre que había
llegado allí en el mismo momento que yo. Y en ese
instante experimenté uno de los frecuentes milagros
de la vida cristiana: nuestros espíritus se recono-
cieron.
Sin decir palabras caminamos uno al lado del otro.
Subimos las escaleras. Otras familias vivían allí: si
cometía un error sería embarazoso. El desconocido
llegó a su departamento, sacó la llave y abrió la puer-
ta. Penetré en su casa sin que me invitara. Rápida-
mente cerró la puerta tras sí. Nos quedamos de pie,
mirándonos en la penumbra del único cuarto que era
su casa.
-Yo soy Andrés, de Holanda -dije en inglés.
-Yo, -dijo él, -yo soy Petroff.

Petroff y su esposa vivían en ese umco cuarto. Los


dos habían pasado los sesenta y cinco años y las pen-
siones del Estado les alcanzaba para pagar el cuarto,
la comida y para comprar alguna ropa de vez en cuan-
do. Los tres pasamos los primeros momentos de nues-
tro encuentro de rodillas, dándole gracias a Dios por
habernos reunido de una manera tan extraordinaria,
sin pérdida de tiempo y sin haber corrido el menor
riesgo.
Después charlamos. -Me he enterado -dije-de que
tanto en Bulgaria como en Rumania necesitan deses-
peradamente Biblias. ¿ Es cierto?
Por toda respuesta Petroff me llevó hasta su escri-
torio. Sobre el escritorio había una vetusta máquina de
182 EL CONTRABANDISTA DE DIOS
escribir, que tenía puesta una hoja de papel. A un cos-
tado de la máquina descansaba una Biblia con sus
páginas abiertas en el Libro de Exodo.
-Hace tres semanas tuve una suerte extraordina-
ria -dijo Petroff, -pude conseguir esta Biblia.
Me enseñó un segundo ejemplar, que había sobre
una mesita. -La conseguí a un precio muy acomo-
dado: nada más que la pensión de un mes. Estaba tan
barata porque le faltaban los libros de Génesis, Exodo
y Apocalipsis.
-¿ Por qué? -quise saber.
-Quién sabe. Tal vez los vendieron o a lo mejor
los usaron para liar cigarrillos con su papel tan finito.
De todos modos ---continuó Petroff- tuve mucha
suerte de conseguirla y de tener plata para comprar-
la. Ahora todo lo que tengo que hacer es copiar de mi
propia Biblia las hojas que faltan y así tendré otro
libro completo. Posiblemente dentro de otras cuatro
semanas lo termine.
-¿ Y qué hará entonces con esa segunda Biblia?
-Pues, la regalaré.
-A una pequeña iglesia en Plovtiv -señaló su es-
posa. -Allí no tienen ninguna Biblia.
No estaba seguro de haber comprendido. -¿ Nin-
guna Biblia en toda la iglesia? /
-Así es ---contestó Petroff. -Y hay muchas igle-
sias en esas condiciones en el país. Verá lo mismo en
Rumania y en Rusia. Antiguamente sólo los sacer-
dotes tenían Biblias. El común de la gente no sabía
leer. Y desde la llegada del comunismo ha sido impo-
sible comprarlas. Es inuy raro tener tanta suerte
como tuve yo.
Mi emoción crecía. Casi ni podía esperar para
mostrarle a Petroff el tesoro que le aguardaba en
mi coche.
Esa noche fui con el coche hasta su departamento.
Primero me cercioré de que no hubiera nadie y des-
pués entré la primera de muchas, muchísimas cajas de
Biblias, que con el correr de los años le entregaría a
este hombre. Petroff y su esposa me observaban con
curiosidad mientras ponía la caja sobre su única mesa.
-¿ Qué es eso? -preguntó Petroff.
Abrí la caja y saqué una Biblia. Puse una en sus
ABRAHAM EL M ATA GIGANTES 183
temblorosas manos y otra en las de su esposa.
-¿ Y, y en la caja? -quiso saber Petroff.
Más. Y afuera hay más todavía.
Petroff cerró los ojos. El rictus de su boca me in-
dicaba cuánto se esforzaba para contener la emoción
que lo embargaba, pero dos lágrimas corrieron len-
tamente por sus entornados párpados y cayeron sobre
el Libro que sostenía en sus manos.

De inmediato partimos con Petroff en una extensa


gira a través de Bulgaria, repartiendo Biblias en las
iglesias donde él sabía que la necesidad era más gran-
de. -¿ Sabe qué razón da el gobierno para suprimir
las Biblias? -me preguntó Petroff mientras atrave-
sábamos velozmente un distrito rural, radiante de
rosas para la industria perfumista. -Es porque las
Biblias están impresas en la ortografía antigua y eso
retrasa el progreso, según afirma el Gobierno; en-
cadena a la gente a su antigua manera de escribir y
sus usos.
-La Iglesia visible en Bulgaria -prosiguió -ha
sido purgada de todos los elementos contrarios al nue-
vo Régimen. La Iglesia Ortodoxa Búlgara, la iglesia
del Estado, es ahora tan sólo poco más que un brazo
del Gobierno. El actual patriarca alaba al Régimen
en todas sus declaraciones públicas y sus discursos
tienen tanto que hacer con las glorias de Narodna Re-
publika Bulgariya como con las del reino de Dios.
-En realidad, ahora tenemos dos iglesias aquí-
continuó Petroff. -Una es la iglesia títere que se
hace eco de la voz del Estado y la otra es la subte-
rránea. Esta noche visitaremos una de esas iglesias
subterráneas.
Era mi primer culto de adoración en Bulgaria. Esa
noche doce de nosotros tardamos más de una hora
para congregarnos para la reunión, llegando a inter-
valos de modo que en ningún momento pudiera pa-
recer que se estaba reuniendo un grupo.
A las siete y media de la noche, llegó nuestro
turno. Pasamos frente a una casa de departamentos
y dio la casualidad que entramos juntos y también que
fuimos al tercer piso, al fondo, echamos un furtivo
vistazo y entramos al departamento sin llamar. No
184 EL CONTRABANDISTA DE DIOS
pude evitar recordar los domingos en Witte cuando
toda la villa se encaminaba a la iglesia.
Cuando llegamos nosotros ocho personas, hombres
y mujeres, ya estaban allí. Dos más vinieron a las
ocho menos cuarto y otros a las ocho menos cinco.
El cuarto estaba muy oscuro. Un solo bombillo colgaba
del cielorraso y sobre las ventanas habían colgado
mantas para evitar las miradas curiosas.
Pensaba si serían tan pobres que no podían comprar
postigos. Nadie hablaba. Cada uno que llegaba ocu-
paba su lugar alrededor de la mesa central, inclinaba
su rostro y oraba en silencio pidiendo la protección
divina sobre la reunión que se realizaría. Precisa-
mente a las ocho en punto Petroff se puso de pie y
habló en voz baja, traduciéndose a sí mismo para mí
a medida que hablaba.
-Esta noche tenemos la bendición de tener de vi-
sita con nosotros a un hermano de Holanda -susurró
Petroff. -Le voy a pedir que comparta con todos us-
tedes un mensaje del Señor.
Petroff se sentó y yo esperé a que cantaran un
himno, pero me di cuenta que en esta iglesia sub-
terránea no era posible cantar. Hablé tal, vez por es-
pacio de veinte minutos, luego hice una señal a Pe-
troff. Pegó un salto y con un gesto de suma satisfac-
ción desenvolvió el paquete que había traído y leva1¡tó
en alto ... ¡ una Biblia! /
De inmediato brotaron exclamaciones que amenaza-
ban ser demasiado ruidosas, antes de que se dieran
cuenta y se cubrieran la boca con las manos. Los hom-
bres me abrazaban con fuerza y las mujeres, con sus
frentes rozaban mis hombros antes de pasar el Libro
de mano en mano, reverentemente, abriéndolo y vol-
viéndolo a cerrar.

Uno de los hombres que estaba allí esa noche me


llamó especialmente la atención. Después que pasa-
mos juntos tanto tiempo como nos atrevimos, nos se-
paramos tal como habíamos ido, en tandas de uno y
de dos y a intervalos, tardando más de una hora para
disolvernos. El último que se levantó de sobre sus ro-
dillas era un hombre gigantesco, con el aspecto de un
oso gris. Tenía una barba patriarcal. rostro cuadrado,
ABRAHAM EL M ATA GIGANTES 185
curtido por el sol y ojos azules, los más tiernos y
puros que jamás había visto. Este, según me explicó
Petroff, era Abraham.
Durante la reunión Abraham casi ni había abierto
la boca, pero ese anciano irradiaba una pureza y can-
dor de niño, que no necesitaban expresarse con pala-
bras. Al igual que Petroff, también había pasado ya
la edad máxima permitida para trabajar. Y así, por
muchos años los dos habían pasado el tiemno tratando
de localizar iglesias que tuvieran dos Biblias para pe-
dirles o comprarles una para alguna iglesia que no
tenía ninguna.
Me contó Petroff que Abraham vivía en una carpa,
en las montañas Rhodope. Recibía una pensión estatal
de cinco dólares por semana y con eso él y su esposa
vivían. En una ocasión había sido dueño de tierras,
pero las había perdido debido a sus actividades "sub-
versivas".
-Algún día tiene que ir a visitarlo -me pidió
Petroff. -Si lo hace tendrá ocasión de ver lo que un
hombre llegará a sacrificar en nombre de su Dios.
La mayor parte del año -me explicó- Abraham y
su esposa viven de moras silvestres, fruta y un poco
de pan.
Al anciano Abraham, Petroff lo llamaba el Mata
Gigantes, porque siempre salía en busca de su "Goliat",
que era algún oficial de alto rango dentro del Par-
tido o un militar, al que pudiera darle su testimonio.
Abraham siempre está buscando un nuevo Goliat -se-
ñaló Petroff. -A veces lo encuentra y hay una pe-
queña escaramuza, sólo que el vencedor es Goliat y
Abraham termina en la cárcel. Sin embargo, en muchas
ocasiones es Abraham el que gana y otra alma es aña-
dida a la Iglesia de Cristo. .
Antes de que se despidieran fui hasta el auto y le
traje a Abraham el Mata Gigantes el resto de las Bi-
blias búlgaras que había llevado conmigo. El sabría
qué hacer.
Abraham sostuvo las Biblias con la misma ternura
con que podría haber cargado a un bebé. No me dio
las gracias, pero hasta hoy no he podido olvidar sus
palabras. Sus azules ojos se clavaron en los míos mien-
tras que Petroff me traducía.
186 EL CONTRABANDISTA DE DIOS
-La línea del frente, hermano, es larga. Aquí de-
bemos retroceder un poco, allá podemos hacer un avan-
ce. Este día, Andrés, de Holanda, hemos realizado un
avance.
El tiempo restante de ese primer viaje a Bulgaria
lo empleé visitando las pequeñas iglesias subterráneas
clandestinas. "Afirma las otras cosas que están para
morir", se convirtió para mí en un mandato que me
perseguía hasta en mis sueños.
¡ Qué valiente era este remanente de la Iglesia, qué
despreocupados de sí, qué solos estaban! De manera
especial, en mis recuerdos de esas semanas, sobresalen
tres ministros : Constantine, Arminn y Basil.
Constantine había estado un año y medio en la cár-
cel por haber bautizado convertidos menores de vein-
tiún años. Recién había salido en libertad. Me contó
que la noche siguiente de haber sido dejado en libertad
había llevado a un grupo de veintisiete jovencitos a
un río, en las afueras de la ciudad, y los había bau-
tizado.
Arminn tenía conocimiento que en su congregación
había espías en la Navidad aquella, así que se había
cuidado para no transgredir de ninguna manera la ley
que impedía la evangelización de los niños. Había que
hablar solamente a los adultos; y mantenerse fuera de
la política. Sin embargo, en un momento de descuido
había mirado a los niños que se habían sentado debajo
del árbol de Navidad allí en la iglesia y había' pre-
guntado: "¿ Saben por qué nos intercambiarnos re-
galos en esta época del año? Para simbolizar el re-
, galo más grande de todos". Por aquellas dos frases lo
sometieron a juicio y lo retiraron del púlpito.
Basil era conocido por trabajar carne y uña con la
policía secreta. Petroff me había llevado a su iglesia
un domingo para que pudiera ver cómo funcionaba una
iglesia títere. La congregación allí había menguado
rápidamente desde la guerra. Basil se quejaba de esto
antes de empezar el culto. De pronto, sin inmutarse
me dijo: -¿ Le gustaría tener una reunión aquí esta
tarde?
Me pareció que no había oído bien. Basil sabía tanto
o más que yo que no le estaba permitido predicar a
las personas no autorizadas. ¿ Qué le pasaría a este
hombre?
ABRAHAM EL M ATA GIGANTES 187
-Tendré que orar -le contesté.
Y oré y lo hice con todas mis fuerzas durante la
reunión. ¿ Sería una trampa? ¿ Y si me hubiera tendido
una celada en connivencia con la policía para expul-
sarme del país? Sin embargo, la repuesta que parecía
recibir tan claramente era "predica".
Al finalizar el culto Basil anunció al grupito de
gente que el hermano de Holanda iba a celebrar una
reunión especial esa tarde. Invitó a todos a asistir y
a traer a algún amigo.
Esa tarde todos nos sorprendimos al ver a unas
doscientas personas presentes. Fue una reunión mara-
villosa. Al finalizar, cuando hice un llamado al altar,
docenas pasaron al frente.
Basil volvió a sorprenderme sugiriendo que tuvié-
ramos otra reunión esa noche. Yo estaba más que dis-
puesto, lo mismo Petroff. Sin embargo no podíamos
comprender qué pasaba con este hombre que tenía la
reputación de una marioneta.
Esa tarde la iglesia estaba repleta. Todos sentimos
la presencia del Espíritu Santo. Por la noche grandes
cantidades expresaron su deseo de seguir a Cristo sin
tener en cuenta el costo. Y una vez más Basil invitó
a todos a que volvieran a la noche siguiente.
El lunes por la noche la iglesia estaba totalmente
colmada. La gente estaba de pie en las naves laterales
y muchos se sentaron en la nave central. Para entonces
Basil había ubicado a media docena de sus amigos de
la policía secreta entre los presentes. Seguimos ade-
lante con la reunión pero omitimos el llamado al altar.
Ni siquiera nos atrevimos a pedir que levantaran sus
manos, por miedo de que anotaran sus nombres.
Al terminar la reunión Petroff, Basil y yo estuvi-
mos conversando en la oficina, preguntándonos qué
debíamos hacer. Era obvio que no podíamos celebrar
más reuniones. ¿ Qué pasaría con Basil? ¿ Tendría
problemas? Para mí era evidente que actuaba de un
modo que ni él mismo acertaba a comprender. ¿ Qué
pasaría? ¿ Qué haría la policía?
Pero a medida que pasaban los días se nos hizo
claro por qué Cristo había escogido a Basil y no a
algún otro pastor, para tocarlo con su Espíritu. Porque
la policía no hizo nada en absoluto. Ni a mí, ni a
188 EL CONTRABANDISTA DE DIOS

Petroff ni a Basil. El era uno de sus colaboradores


más eficaces, pensaban ellos. Seguramente que lo que
hacía tendría algún motivo ortodoxo. Estaba muy en-
cumbrado en la nueva perspectiva de la iglesia como
para merecer sospechas. Mejor, deben haber concluido
ellos, sería dejar que la llama se extinguiera con la
partida del evangelista holandés.
Pero con mi partida la llama no se extinguió. Esa
pequeña iglesia con unas cincuenta personas que asis-
tían en forma esporádica, se transformó en una con-
gregación de casi cuatrocientas almas plenas de vida.
Con el tiempo el Gobierno trató de apagar el fuego.
Ese otoño Basil fue a Suiza para someterse a una in-
tervención quirúrgica aplazada por mucho tiempo.
Cuando trató de volver al país, le negaron la entrada
en la misma frontera. Un pastor nuevo, "seguro" ocu-
paba ahora su lugar y al cabo de tres años, corÍ todo
éxito había logrado apagar las llamas en aquella con-
gregación. Otra vez la asistencia había bajado a sus
primitivos cincuenta. Pero los trescientos nuevos con-
vertidos dejaron Stara Zagora, desplegándose como un
abanico a través de la península balcánica, esparcién-
dose como la Iglesia de Jerusalén, para encender fue-
gos dondequiera que llegaran. En aquel entonces, em-
pero, no pudimos preveer ninguna de esas cosas. Pe-
troff y yo, sin embargo, justo al principio habíamos
aprendido algo : no era conveniente llamar "t~re" a
una iglesia no obstante cuán muerta, .subordínada y
dispuesta a contemporizar, pudiera parecer super-
ficialmente.
Es llamada por el nombre de Dios. Los ojos divinos
están sobre ella y en cualquier momento él puede
limpiar la superficie con el viento purificador de su
Espíritu.
Antes de mi partida de Bulgaria, Petroff y yo fui-
mos hasta las montañas Rhodope esperando encontrar
a Abraham, No sabíamos cómo localizar su tienda.
Conocíamos tan sólo el nombre de la aldea próxima.
Daba lo mismo porque en la aldea, el camino que por
espacio de varios kilómetros había amenazado con de-
saparecer, de pronto se esfumó. Nos bajamos del auto
y nos detuvimos indecisos junto al pozo artesiano del
ABRAHAM EL M ATA GIGANTES 189
pueblo. Por encima de nosotros el bosque se extendía
tan lejos como llegaban nuestros ojos. ¿ Dónde en toda
esa vasta soledad se encontraría el hombre que bus-
cábamos?
Los que estaban en la fila, junto al pozo, nos mi-
raban con curiosidad, mientras esperaban para llenar
sus cántaros. Y entonces el primero de los que esta-
ban en la fila terminó de beber, se enderezó y se dio
vuelta. ¡ Era el mismísimo Abraham !
Al vernos sus ojos azules se iluminaron como el
cielo al mediodía. En seguida me encontré ahogándome
casi, en un mojado y gigantesco abrazo; el agua he-
lada que chorreaba por su luenga barba, me caló hasta
los huesos.
Abraham estaba más asombrado que nosotros frente
a esta impensada reunión porque nos había dicho que
iba a la aldea cada cuatro días y se detenía allí el
tiempo suficiente como para comprar pan. Tomó media
docena de panes redondos y chatos de la pared de
piedra junto al pozo y empezó a ascender la montaña.
Una y otra vez Petroff y yo tuvimos que rogarle a
este anciano de setenta y cinco años que se parara:
nos faltaba el aliento. Nos dijo que había vuelto la
semana anterior de entregar la última de las Biblias
que había llevado al país. Con lujo de detalles describió
cómo las habían recibido y Petroff, jadeante, me pro-
metió que me repetiría todo tan pronto como pudié-
ramos sentarnos.
Pasaron dos horas, incluso con los momentos en que
nos paramos a descansar, antes de que diéramos vuel-
ta junto al borde de un arrecife rocoso, detrás de una
cerca de pinos doblados por el viento, y estuviéramos
de pie frente a la carpa de cueros de cabras, donde
vivía Abraham. Al darme la bienvenida a s~ casa,
se parecía más que nunca al patriarca bíblico. En un
momento su esposa salió de la carpa tan compuesta
como si todos los días recibiera gente allá en su es-
condrijo en las montañas. Ella era tan menuda como
corpulento su esposo. Una mujercita delgada, frágil,
erguida, con un rostro apergaminado. Solamente sus
ojos eran iguales. Azules, infantiles, confiados. Miré a
esta mujer que una vez, posiblemente tuvo una casa
alfombrada, armarios, ropa blanca y sirvientes, porque
190 EL CONTRABANDISTA DE DIOS

habían tenido un buen pasar, y pensé que nunca había


visto un rostro más satisfecho con lo que la vida le
había deparado.
Nos ofreció una fruta que se parecía a las moras
azules, y miel silvestre. Comimos poco porque no sa-
bíamos cuánto más tenían y nos quedamos un rato
porque no queríamos hacer el viaje cuesta abajo por
la montaña después del oscurecer. La visita más corta.
Nada más que una rápida mirada y sin embargo en
esos breves instantes se fraguó una amistad que cons-
tituye uno de los bastiones de mi vida.
Esta visita a Bulgaria dio como resultado aliento
y profundo amor. Y al mismo tiempo concluyó con una
nota de derrota. Justo cuando estaba próximo a partir
para Rumania un grupo de personas que habían con-
currido a las reuniones en la iglesia de Basil vino a
pedirme que realizara una campaña similar en su
pueblo.
-Hemos aguardado estos mensajes por años -di-
jeron implorando. -No nos interesan las consecuen-
cias. Tan solamente nos interesa la voluntad de Dios.
Miré esos rostros amados y amorosos, y tuve que
decirles que no. Era una sola persona. No podía ir
con ellos y al mismo tiempo seguir a donde yo sentía
que el Espíritu de Dios también me llamaba.
-Ojalá que fuera diez personas -les dije. -Ojalá
que pudiera partirme en diez y aceptar caña- invita-
ción. Algún día voy a encontrar la manera de hacerlo.
CAPITULO 15
El invernadero experimental

Tardé cuatro horas para cruzar la frontera rumana.


Cuando me acerqué al lugar de la inspección, del otro
lado del Danubio, me dije para mis adentros: -Bueno,
tengo suerte. Hay solo media docena de coches. Avan-
zará rápidamente.
Cuando pasaron cuarenta minutos y todavía seguían
revisando el primer coche, empecé a preocuparme. Li-
teralmente, la familia tuvo que sacar todo lo que
llevaba y ponerlo sobre el pavimento. Cada uno de
los coches en la fila pasaba con la misma rutina. La
cuarta inspección duró más de una hora. Los guardias
llevaron al conductor adentro y lo retuvieron en la
oficina mientras quitaban las tazas de las ruedas, de-
sarmaban el motor y sacaban los asientos.
-Querido Señor -oré cuando por último quedaba
sólo un coche delante mío, -¿ qué es lo que voy a
hacer? Cualquier inspección prolija dejará al descu-
bierto en seguida esas Biblias rumanas.
-Señor -proseguí- sé que toda la astucia de mi
parte no puede hacer que pase por esta inspección
en la frontera. ¿ Puedo pedirte un milagro? Permí-
teme sacar unas Biblias y dejarlas aquí, a la vista.
Así, Señor, tendré le plena seguridad de que no puedo
depender de mi propia sagacidad, ¿ no es cierto? De-
penderé plenamente de ti.
Mientras que el último coche pasaba por esa escalo-
friante inspección, me las ingenié para sacar varias
Biblias de sus escondites y apilarlas en el asiento a mi
lado. Llegó mi turno. Puse el pequeño VW en prime-
ra y despacio me fui acercando al oficial que estaba
parado a la izquierda del camino. Le entregué mis
documentos y me dispuse a bajar del auto. Pero él
tenía su rodilla apoyada contra la puerta del coche, man-
teniéndola cerrada. Miró mi fotografía en el pasaporte,
192 EL CONTRABANDISTA DE DIOS

garrapateó algo, me empujó los papeles debajo de la


nariz y abruptamente me hizo señas de que continua-
ra. Habían transcurrido treinta segundos. Puse en
marcha el motor y avancé un poco. ¿ Debería salir del
camino para que pudieran desarmar el auto? ¿ Debía
yo ... Tal vez no debía ...
Avancé libremente con el pie suspendido sobre el
freno. No pasó nada. Miré por el espejo retrovisor.
El guardia hacía señas al próximo auto para que se
detuviera, indicándole al conductor que se bajara.
Avancé unos metros. Al hombre que estaba detrás mío
el inspector le hizo levantar el capó de su auto. Y en-
tonces yo estaba muy lejos como para dudar que
ciertamente había pasado a través de ese increíble
punto de inspección en el espacio de treinta segundos.
Mi corazón latía aceleradamente. No ante la excita-
ción del cruce sino por la emoción de haber visto a
Dios obrar en una manera tan espectacular.
Al prepararme para este viaje había pensado en
Bulgaria y Rumania como si ambos países fueran uno.
Ahora, por supuesto, sabía que eran dos lugares dis-
tintos. Entre los cristianos de la Cortina de Hierro,
Rumania se conocía como el invernadero experimen-
tal del ateísmo. Aún era el laboratorio de Rusia, en el
cual ensayaba sus experimentos antirreligiosos.
Rígido control de la Iglesia por parte del Estado.
Presiones económicas contra los creyentes. Siembra de
sospechas entre los dirigentes religiosos. Confiscación
de propiedades. Restricciones en los cultos ,de adora-
ción. Prohibición de evangelizar. Todo esto, me habían
dicho, era lo que encontraría en Rumania.
Tan pronto como crucé la frontera presentí un nuevo
grado de control policial. En cada aldea parecía que
había un lugar de inspección policial. Los oficiales de-
tenían a los campesinos que iban en bicicleta a través
de la aldea. ¿ Dónde iba? ¿ Qué iba a hacer? Aun yo,
con la relativa libertad que me otorgaba el dinero
fuerte de turista, tuve que entregar mi pasaporte para
que sellaran mi visa, poniendo las ciudades que visi-
taría y las fechas en las que debía aparecer en cada
lugar a lo largo de mi trayecto. Descubrí cuán cierto
era este control al llegar a un encantador pueblo a
unos ochenta kilómetros de Clug , Como estaba anoche-
EL INVERNADERO EXPERIMENTAL 193
ciendo decidí pernoctar allí. Las autoridades locales se
mostraron sorprendidas de que siquiera lo pidiera.
-Pero, señor -dijeron, mirando mi tarjeta de tu-
rista, -lo esperan a cenar en Clug, Apurándose ape-
nas llegará a tiempo.
Puesto que no quería tener dificultades en un asun-
to tan insignificante, accedí. Rápidamente me dirigí
a Clug y llegué justo cuando estaban cerrando el co-
medor del hotel, para encontrarme que tenía una mesa
puesta, con los entremeses ya servidos y hasta una
banderita holandesa ondeando gallardamente en medio
de los vasos con agua.
Empero, dentro de las varias ciudades tenía libertad
para ir y venir a mi antojo. Era domingo de mañana.
Me desperté muy temprano aquel día luminoso y ale-
gre, deseoso de reunirme con mis compañeros cris-
tianos en esa hermosa tierra que se asemejaba a un
· jardín. El empleado del hotel me miró un poco dubí-
tativamente cuando le pregunté por una iglesia. -No
tenemos muchas de esas, -me dijo. -Además no en-
tendería lo que dicen.
-¿ Es que acaso no sabe -le respondí, -que los
cristianos hablan un mismo idioma universal?
-¿ Sí ? ¿ Cómo se llama?
-¿ Se llama ágape?
-¿ Agape? Nunca lo sentí nombrar.
-¡ Qué pena! Es el idioma más maravilloso del mun-
do. Pero, dígame, ¿ cómo puedo llegar a la iglesia?
Mientras que el arma principal contra la iglesia
en Bulgaria eran las exigencias de registrarse, en
Rumania la técnica empleada era la consolidación.
Fusión de denominación, de las instalaciones, de las
horas de adoración. Dondequiera que había iglesias
con bancos vacíos, las congregaciones eran fusionadas
con otras de las aldeas cercanas, y los edificios confis-
cados por el Estado. En teoría parecía razonable y
hasta ventajoso para la Iglesia: una gran congregación
en lugar de varias pequeñas luchando para mantener-
se. En la práctica, empero, significaba que muchos
de los miembros de las iglesias cerradas no iban a
ningún otro lado. La mayoría eran campesinos muy
apegados a sus antiguos lugares de adoración; y viajar
entre pueblo y pueblo resultaba difícil y lento.
194 EL CONTRABANDISTA DE DIOS

Se permitían sólo dos reuniones por semana: una


el sábado y la otra el domingo. Pero el sábado era
día laborable en Rumania y como la gente trabajaba
una jornada completa, esos cultos del sábado por la
noche eran poco concurridos de manera que, en rea-
lidad el culto de adoración había sido consolidado a un
sólo culto.
Pero, ¡ qué culto!
Llegué a las diez de la mañana y ya hacía una hora
que había empezado. No hubiera encontrado dónde sen-
tarme a no ser que al reconocerme como extranjero
me invitaron a sentarme en las gradas en el estrado.
Y así con mis rodillas fuertemente apretadas contra el
órgano pasé las tres horas siguientes con ese grupo de
cristianos en el corazón del círculo interior del Co-
munismo.
Al levantarse la ofrenda, puse en el plato y en mo-
neda rumana, más o menos la misma cantidad que
hubiera puesto en mi país. Y para colmo fui el pri-
mero a quien le pasaron el plato. En el fondo del plato
de las ofrendas estaba mi billete, para que todos lo
vieran.
Continuaron recogiendo la ofrenda. Con creciente es-
tupor me di cuenta que había puesto de veinte a
treinta veces más que cualquier otro. Noté algo más.
Con frecuencia algunos de los feligreses depositaba
una moneda en el plato y lo retenía mientras se sa-
caba el vuelto. Había observado esto en iglesjas ca-
tólicas y ortodoxas, donde cobraban una especié de im-
puesto a los bancos, pero nunca en una iglesia pro-
testante. Toda la moneda, obviamente, era más de lo
que la gente podía dar. Posiblemente un billete como
el que yo había depositado en el plato representaba
el dinero disponible para los gastos de todo un mes.
Me sentí incómodo pensando que pudieran creer que
se trataba de ostentación por parte de un extranjero
opulento, pero a la vez me hizo sonreír recordando
cómo siempre habíamos sido la familia más pobre de
Witte. Para empeorar las cosas, después del himno de
ofertorio el ujier principal en vez de llevar el plato de
las ofrendas al altar, ¡ me lo trajo a mí!
Me alargó el plato diciendo algo en rumano. Por
fin comprendí. Tenía que sacar el vuelto. Nadie pon-
EL INVERNADERO EXPERIMENTAL 195
dría un billete de tanto valor en la ofrenda sin sacar
su vuelto. ¿ Qué debía hacer? ¿ Sacar el vuelto en nom-
bre de la cortesía, o aceptar la mortificación y permitir
que la iglesia se quedara con el dinero que yo había
deseado ofrendar?
Mientras así me debatía, los ojos de toda la congre-
gación estaban fijos en mí. Con gran gozo comprendí
que el dinero no era mío en absoluto. -Esa no es mi
ofrenda -dije en alemán, y afortunadamente un hom-
bre de la congregación se puso de pie para traducir,
-esa no era mi ofrenda -repetí- recordando a los
cientos de lectores de Kracht Van Omhoog cuyas
ofrendas anónimas estaban representadas en ese bi-
llete, -es de los creyentes de Holanda para los cre-
yentes de Rumania. Es una prueba de la unidad en
el cuerpo de Cristo.
Miré los rostros de los presentes mientras que el
hombre traducía y una vez más observé esa increíble
pregunta, esa naciente esperanza: ¿ entonces no esta-
mos solos? ¿ Tenemos hermanos en otros lugares?
¿ Tenemos amigos a quienes no conocemos?

Cuando finalmente concluyó el largo servicio me


aproximé al hombre que había traducido y le dije
que me gustaría conversar con él. Resultó ser el se-
cretario de su denominación allí en Rumania, pero
era evidente que no recibió con agrado mi sugerencia
de charlar en privado. Me respondió con evasivas y
tan pronto como pudo se disculpó y se alejó.
Asombrado lo seguí afuera de la iglesia. Caminaba
rápidamente por la calle, tan rápido como podía porque
era un hombre corpulento. Tal vez tenga miedo de
hablar conmigo en público, pensé. Entonces decidí se-
guirlo a una distancia discreta hasta que, para satis-
facción mía, lo vi entrar a una casa. ·
¡ Qué buena suerte! pensé. Ahora podré conversar
con él sin que nadie nos observe.
Durante otros quince minutos estuve merodeando por
allí, hasta estar seguro de que la calle estaba desierta.
Fui hasta la puerta y llamé. Sentí que alguien me
observaba. De pronto la puerta se abrió violenta-
mente y me introdujeron dentro de la casa.
-¿ Qué quiere usted? -me preguntó el secretario.
196 EL CONTRABANDISTA DE DIOS

Traté de disimular mi sorpresa ante su brusquedad


con una sonrisa amistosa. -Quería hablar algo más
con usted -le contesté. -Quería preguntarle si podía
hacer algo por usted.
-¿Hacer?
-Bueno, Biblias, por ejemplo. ¿ Tienen suficientes
Biblias en Rumania?
El secretario me miró severamente. -¿ Es que tiene
Biblias en rumano? ¿ Las pasó a través de la fron-
tera?
-Sí, tengo Biblias.
Hizo una pausa. Luego decidido me contestó: -¡No
necesitamos Biblias! ¡ Y nunca más, bajo ninguna cir-
cunstancia debe venir a mi casa o a la de ningún
creyente de este modo. Espero que lo comprenda.
¿ Estaba equivocado o detrás de toda esta sospecha
y brusquedad percibía un clamor pidiendo ayuda?
¿ Podría verlo en su oficina, entonces? ¿ Estaría se-
guro?
-No se trata de seguridad. Yo no dije eso. Pero
si quiere venir mañana a la oficina veré que el pre-
sidente de la denominación esté allí para conversar
brevemente con usted.
Al día siguiente fui caminando hasta la oficina de
esta denominación. En el portafolio llevaba seis
Biblias. El secretario se encontraba allí. Tan incó-
modo como siempre. Por su frente corrían gruesas
gotas de transpiración. No pude dejar dé pensar de
que estaba aterrado por algo o por alguien.
Me condujeron hasta la oficina del presidente.
-¿ Qué puedo hacer por usted? -me preguntó en
alemán.
Estreché su mano y estaba por responderle que tal
vez yo podía hacer algo por él, pero recordé mi an-
terior conversación con el secretario: aparentemente
el admitir una necesidad rayaba con una declara-
ción política. De modo que me limité a decirle que
estaba de visita a su país y que como cristiano quería
llevar de regreso para mi gente cualquier palabra de
saludo que él quisiera hacerles llegar.
Pareció sosegarse. Pisaba sobre terreno seguro.
¡ Una palabra de saludo a la explotada gente de Ho-
landa de parte de la gente de la Gran República Popu-
EL INVERNADERO EXPERIMENTAL 197
lar de Rumania! El secretario se sonrió y dejó de
secarse la frente.
-¿No quiere sentarse? -me preguntó acercándome
una silla. Durante quince minutos los tres conversa-
mos evitando cuidadosamente cualquier intercambio
real. Nos referimos a los tomates rumanos, los más
grandes que había visto y también a las sandías, las
que había probado por primera vez en ese país. Char-
lamos sobre el agradable y apacible clima. El presi-
dente me explicó que el Mar Negro lo hacía tan apa-
cible.
Mientras conversábamos pude observar alrededor
del cuarto. Había algo que me fascinaba. Todas las
sillas, las mesas, aun los cuadros en la pared llevaban
un número. Me pregunté si el Gobierno los habría in-
ventariado para evitar que pasaran a ser de uso
personal.
Cuando agotamos el tema del tiempo y los tomates,
la conversación se hizo más lenta. Con un gran suspiro
pensé que había llegado el momento en que volverían
a rechazarme o bien podría establecer un contacto ver-
dadero con esos dos atemorizados hombres.
Abrí mi portafolio y saqué una de las Biblias. -¿ Me
permitirá usted, no, no es eso lo que quiero decir,
permitirá usted que el pueblo holandés obsequie al pue-
blo rumano con estos ejemplares de la Biblia?
De inmediato los hombres se quedaron tiesos. Me
llamó la atención ver cómo el secretario nuevamente
empezó a transpirar. El presidente tomó la Biblia en
sus manos y por la fracción de un segundo vislumbré
la ternura con que la sostenía.
Pero no, no cedería. Bruscamente me alargó la
Biblia.
-No quiero esto -señaló. -Ya hemos pasado mu-
cho tiempo juntos. Esta mañana tengo algunas cosas
que hacer ...
Salí del edificio llevando las seis Biblias con las
que había llegado allí. Observé que la recepcionista
tachó mi nombre de una lista casi tan pronto como me
alejé, como si estuviera de guardia en un estable-
cimiento militar. Tal vez era miembro de la policía
secreta. ¿ Cómo podía condenar al presidente y al se-
cretario por su temor y sospechas, cuando yo nunca
198 EL CONTRABANDISTA DE DIOS

había experimentado las condiciones bajo las cuales


ellos tenían que desenvolverse?

Aun así, esa no era toda la historia en Rumania.


A la semana siguiente encontré cristianos que vivien-
do bajo la misma persecución mantenían latente algo
de la divina confianza y esperanza.
Las circunstancias eran lo suficientemente similares
como para hacer una buena comparación. En ambos
casos me encontré con los dirigentes nombrados de las
denominaciones protestantes establecidas, en sus ofici-
nas centrales. En los dos casos había otros dos hombres
presentes además de mí mismo, un elemento impor-
tante en la comparación dado que la sospecha de uno
de los compañeros cristianos desempeñaba un papel
tan grande en el lento proceso de desgaste de la iglesia.
Esta vez también noté los números. En las paredes
de esta oficina había tres cuadros. Uno, el del pre-
sidente de la República, otro el del secretario del Par-
tido Comunista Nacional y el tercero era la famosa y
antigua concepción artística sobre el camino angosto.
¿ Cómo, me preguntaba, habrían descripto los emplea-
dos estatales ese cuadro?
Tan pronto como Gheorghe, el presidente de esta
denominación, entró en el cuarto, me sentí preocupa-
do por él. Este endeble hombrecillo estaba tan sin
aliento por el esfuerzo de caminar, que pasaron varios
minutos antes de que pudiera recobrar eValiento.
Cuando por fin pudo hablar, nos dimos cuenta de
que había un problema. Ni él, ni Ion, el secretario de
su denominación, hablaban una sola palabra de los
idiomas que yo hablaba, y yo ninguna de la del de
ellos. Nos sentamos frente a frente, a través del esca-
samente amueblado y multinumerado cuarto, total-
mente incapaces de entendernos.
De pronto vi algo. En el escritorio de Gheorghe
había una gastada Biblia. Las puntas de sus hojas
estaban totalmente gastadas por el continuo uso. Me
pregunté qué pasaría si conversábamos entre nosotros
vía la Escritura. Saqué del bolsillo de mi saco mi Biblia
en holandés y busqué primera Corintios 16 :20.
"Os saludan todos los hermanos. Saludaos los unos
a los otros con ósculo santo."
EL INVERNADERO EXPERIMENTAL 199
Sostuve la Biblia y señalé el nombre del libro, recono-
cible en cualquier idioma, y el número del capítulo y
versículo.
Sus rostros se iluminaron de inmediato. Rápida-
mente encontraron el versículo en sus Biblias, lo le-
yeron y se sonrieron. En seguida Gheorghe pasó las
páginas buscando una referencia y me la mostró.
Proverbios 25 :25: "Como el agua fría al alma se-
dienta, así son las buenas nuevas de lejanas tierras".
Los tres reímos. Me volví a la epístola de Pablo a
Filemón.
"Doy gracias a mi Dios, haciendo siempre memoria
de ti en mis oraciones, porque oigo del amor y de la
fe que tienes hacia el Señor Jesús ... " Ahora le tocó
el turno a Ion y no tuvo que buscar mucho. Sus ojos
recorrieron los versículos y me acercó la Biblia seña-
lando con su dedo: "Tenemos gran gozo y consolación
en tu amor, porque por ti, oh hermano, han sido con-
fortados los corazones de los santos."
Por medio de la Biblia pasamos una maraviJlosa
media hora de charla. Nos reímos hasta llorar, y cuan-
do al fin de la conversación saqué las Biblias en ru-
mano y las empujé a través del escritorio e insistí
con gestos y protestas que sí, que eran para ellos,
y con las manos en los bolsiilos y las cejas enarcadas
que no, que no tenían que pagarlas, los dos me abra-
zaron una y otra vez. Más tarde, cuando por fin en-
contramos un intérprete y la conversación se hizo más
mundana, hice arreglos con Ion para entregarles todas
las Biblias que había llevado conmigo. Sabría mejor
que yo, dónde entregarlas en un país tan difícil como
ese. Me aseguró que sería mejor establecer un sólo con-
tacto que varios.
Esa noche, cuando volví al hotel, el empleado me
llamó.
-Escuche -dijo-. Busqué ese ágape en el dicciona-
rio. No es un idioma. Es una palabra griega que sig-
nifica amor.
-Es cierto -le contesté, -toda la tarde estuve ha-
blándolo.

Por fin se quebró la represa de comunicaciones.


Durante la semana y media que siguió, viajé a través
200 EL CONTRABANDISTA DE DIOS

de Rumania con un excelente intérprete siguiendo las


indicaciones que me diera Gheorghe y Ion. Me en-
contré con toda una gama de actitudes, desde la más
grande derrota hasta el valor más extremo. Era fácil
compadecerse de los que se sentían derrotados. ¿ Qué
podemos hacer? Era una reacción natural. Muchos
tenían una única ambición: salir de Rumania.
Por extraño que resulte, cuanto más devoto era
el cristiano, más probable era que se quedara en su
sitio. En Transilvania fuimos a visitar a una de esas
familias. Tenían una granja que todavía, por lo menos
en parte, les pertenecía. Sin embargo, el Estado les
había fijado una cuota de producción que estaba muy
por encima de su capacidad. Al no poder cumplirla
tuvieron que comprar huevos en plaza para cumplir
con la cuota fijada. Año tras año les había sucedido
lo mismo y la pérdida era grande.
-¿ Por qué se quedan, entonces'? ¿ Para conservar
la granja? -les pregunté.
El hombre y su esposa se mostraron sorprendidos.
-Por supuesto que no -me contestó él. -Es más,
un día la perderemos. Nos quedamos porque ... -dejó
vagar sus ojos a través del valle, -porque si nosotros
nos vamos, ¿ quién estará aquí para orar?

Asimismo encontré cristianos que se sentían menos


seguros. Me enteré de una pequeña iglesia }iUe quedaba
alejada del transitado camino. Esta iglesia se dedicaba
a trabajar entre los gitanos. Aun mientras nos íbamos
acercando podía ver que tenían dificultades. En el
patio de la iglesia crecía la hierba. Varias ventanas
del santuario estaban rotas y las colmenas en la parte
posterior del edificio, se venían abajo. Con mi intér-
prete dimos una vuelta por detrás de la iglesia, a don-
de vivía el pastor y llamamos. El pastor no estaba en
casa. Nos atendió su esposa, y al ratito estábamos
comiendo una miel tan dulce que me hacía doler los
dientes.
La señora nos contó que su esposo había ido a Bu-
carest para abogar por su caso ante el gobierno na-
cional. El jefe del Partido local le exigía la entrega del
edificio de la iglesia porque lo necesitaba para club.
Nos contó también que ella y su esposo habían tra-
EL INVERNADERO EXPERIM ENTAL 201
bajado entre los gitanos por espacio de treinta años.
Yo había visto muchos gitanos en el camino por el
cual íbamos, grupos pequeños sentados junto a sus
carromatos, acompañados siempre por un enjuto ca-
ballo y graznantes gansos. -Recientemente -conti-
nuó, -el gobierno había decidido hacer algo por ellos,
ofreciéndoles un trabajo mejor remunerado. Por su-
puesto ellos se habían alegrado ya que por años habían
pedido esto. Pero les pusieron una condición: Ningún
gitano que asistiera a su iglesia podía solicitar uno
de los nuevos empleos.
-Así es que -continuó la esposa del pastor- es-
tamos en este ataque de varios lados. Nuestros miem-
bros nos están abandonando y como la congregación
se va achicando, el Partido tiene más y más argumentos
para expropiarnos el edificio. No creo que estaremos
aquí el año que viene.
De pronto comenzó a llorar, silenciosa, interiormen-
te. Sólo sus hombros la traicionaban. Sugería que tal
vez .los tres podíamos orar por lo que nos había con-
tado. Inclinamos los rostros y oré por ella, por su es-
poso, por los gitanos, por lo desesperante de la situa-
ción en este villorio. Cuando por fin levantamos las
cabezas, sus ojos estaban húmedos de nuevo mientras
nos manifestaba: -Le diré, sabía que la gente en
Occidente oraba por nosotros, pero ahora hace años que
no tenemos noticias de ellos. Nunca hemos podido
escribir cartas y hace trece años que no recibimos
ninguna. Pensamos que nos han olvidado, que nadie
se acuerda de nosotros, que nadie se interesa por
nuestras necesidades, que nadie ora.
Por fin pude asegurarle desde lo profundo de mi
corazón que tan pronto regresara a casa muchos sa-
brían de ellos y que nunca más tendrían que pensar
que llevaban su carga solos.

Una vez más se acercaba el momento de la par-


tida. Mi visa casi había expirado. Más importante era
que sabía que Corrie ya estaba en fecha.
Mis últimas horas en Rumania las pasé con Gheorgbe
y Ion. Preparé todo para partir el lunes a fin de poder
quedarme con ellos para el culto del domingo. Fue una
reunión memorable. Ya me había acostumbrado a
202 EL CONTRABANDISTA DE DIOS
cultos que duraban desde las nueve de la mañana hasta
la una de la tarde, pero este fue desde las nueve de
la mañana hasta las cinco de la tarde, finalizando en-
tonces para una gran comida.
Gheorghe era el orador para el último sermón del
día. Fue muy personal. Habló sobre la dificultad que
por años había tenido para respirar. -Pero, quiero
que sepan, -dijo- que cuando tuvimos esa maravi-
llosa conversación por medio de nuestras Biblias, algo
le ocurrió no solamente a mi espíritu, sino también
a mi cuerpo. Desde entonces he podido respirar mejor.
Entonces Gheorghe abrió su Biblia. -Tengo una
última Escritura que quisiera compartir con usted
-me dijo a través del intérprete. -¿ Tendría a bien
abrir su Libro en Hechos 20 : 36-38?
Encontré la cita.
-Este -me explicó Gheorghe- es el pasaje que
dice adiós de la manera que yo quisiera. "Cuando hubo
dicho estas cosas, se puso de rodillas, y oró con todos
ellos. Entonces hubo gran llanto de todos; y echándose
al cuello de Pablo, le besaban, doliéndose en gran ma-
nera por la palabra que dijo, de que no verían más
su rostro. Y le acompañaron al barco."
No pude menos que reírme al ver que me aplicaba
palabras que se referían a Pablo. -Esto es ir de lo
más alto a lo más bajo -dije.
Pero aunque nuestra fe sea insufici~nte, comparán-
dola con la de los cristianos del primer siglo, por lo
menos podemos seguir el ejemplo de ellos. Y así, des-
pués de la comida me arrodillé y una vez más volví
a orar con todos ellos. Y entonces esos cristianos que
vivían en el centro del mundo Comunista, lloraron, y
me abrazaron y me acompañaron a mi pequeña nave
azul.
CAPITULO 16
Se extiende la obra

Cuando volví a cruzar la frontera de mi país, había


pasado más de dos meses fuera de casa, un tiempo
considerablemente más largo del que había pensado,
a causa del desvío que tuve que hacer tanto de ida
como de vuelta. Llegué a Witte bien entrada la noche,
agotado pero feliz. Corrí escaleras arriba gritando
-¡Corrie! ¡Corrie! ¡Ya estoy de vuelta!
Corrie tropezó hasta la puerta, parpadeando feliz,
desbordante de frases truncas que 110 se referían a
un mismo tema por más de medio minuto.
-Todo marcha bien. La gotera en el techo está peor.
Toda la familia está bien. A principios de junio me
dijo ahora el doctor. Pero con las primerizas a veces
es difícil decir. ¿ Estás seguro de que no quieres más
café?
Joppie llegó el 4 de junio de 1959. Igual que yo,
él también nació en casa y yo me quedé con Corrie
todo el tiempo, igual que papá, que nos había visto
nacer a todos nosotros.
Con su nacimiento se hizo más evidente que nunca
que necesitábamos nuestra casa propia. El tercer bebé
de Geltje estaba en camino y Cornelio y su esposa
aguardaban el primero; aun de acuerdo con los niveles
de vida en Holanda, la casa reventaba por los cuatro
costados.
El problema era dónde ir. A pesar de que estába-
mos en 1959, los efectos de la guerra aun se sentían
por todas partes en Holanda. En nuestro pequeño país
nunca habían abundado las casas y desde 1945 todo
ladrillo disponible era destinado para la reconstrucción
de casas bombardeadas o anegadas durante la guerra.
A pesar de que la población había crecido rápidamente
desde los años treinta no se había levantado un nuevo
edificio.
204 EL CONTRABANDISTA DE DIOS
Cuando fui a ver al alcalde para alquilar una casa,
movió la cabeza.
-Tendré que agregar su nombre al pie de la lista
-me explicó, -y posiblemente sea mejor que le diga
que esa lista no se ha corrido ni un solo nombre, en
casi tres años.
-Bueno, señor, tenemos que empezar por algo -le
contesté. -Anótenos, por favor.
-Si pudiera encontrar una casa para comprar, se-
ría otra cosa, por supuesto. Esta lista es sólo para
alquilar.
-Muchas gracias por el cumplido, señor. ¡ Dónde
voy a conseguir dinero como para comprar una casa!
El alcalde asintió. -No solamente eso -agregó,
-que yo sepa, no hay casas en venta.
El verano se prolongaba. Las ropas que la gente
continuaba haciéndonos llegar volvió a inundar el cuar-
tito sobre el cobertizo. Por primera vez oramos se-
riamente por nuestra necesidad. Todas las noches, por
espacio de una semana, presentamos nuestra necesidad
delante de Dios, confiados y esperanzados.
A la mañana del octavo día se me ocurrió algo. Salía
para el correo, pero apenas había cruzado el canal
frente a nuestra casa, recordé algo. El maestro de la
escuela se mudaba a Haarlem. ¿No era que él arren-
daba la casa que el viejo Wim tenía en el pueblo?
¡ Entonces la casa estaba disponible!
Pero, ¿ de qué valía eso? Eramos los últimos en la
larga lista de candidatos. Sin embargo, me sentí im-
presionado por la forma en que me había venido ese
pensamiento: repentina y soberanamente, de una ma-
nera que había llegado a reconocer. ¿ Y si fuera una
idea del Señor? ¿ Y si Wim estaba dispuesto a ven-
derla? Hacía muchos años que no vivía allí. En esos.
momentos ni siquiera quería pensar en los veinte mil
florines que costaría. Daría un paso adelante y vería
qué pasaba.
Olvidándome por completo de mi diligencia resolví
cruzar los polders hasta la granja de Wim. Lo encon-
tré ordeñando.
-¡ Hola, Wim !
-¡ Hola, Andrés! -contestó Wim volviendo la ca-
beza alrededor del flanco de la vaca. -Me enteré que
SE EXTIENDE LA ÜBRA 205

has viajado mucho. ¿ Para la obra del Señor?


-Sí, señor.
-¿ En qué puedo servirte?
-Bueno, me enteré que la casa que tiene en el
pueblo está por desocuparse. ¿ Pensó alguna vez ven-
derla?
El viejo Wim se quedó boquiabierto. ¡ Cómo lo sa-
bías! ¡ Recién anoche resolví venderla, pero hasta aho-
ra no se lo había dicho a nadie!
Suspiré hondo y arremetí. -Entonces, ¿ considera-
ría vendérmela a mí?
Wim me miró un largo rato sin decir palabra. -Esta
casa ha pertenecido a nuestra familia por varias ge-
neraciones -dijo por último. -Nada me gustaría
más ya que no quedamos más de nosotros, que se
use para la obra del Señor.
Recién entonces, con el corazón latiéndome acelera-
damente le pregunté el precio. -Bueno, -me pre-
guntó, ¿ qué te parece diez mil?
El sorprendido ahora fui yo. Era la mitad del precio
que pensé que podía pedir. -Muy bien, de acuerdo.
Voy a comprársela por diez mil florines -le dije
aún cuando no tenía ni un centavo a mi nombre.
Antes de volver a casa llamé por teléfono a Philip
Whetstra. Nunca antes había pedido dinero prestado
pero ahora sentía que estaba bien pedirlo. El señor
Whetstra me contestó que si al día siguiente iba a
su oficina entonces tendría allí el dinero.
Cuando llegué a nuestro cuarto sobre el cobertizo
ya éramos los virtuales dueños de una casa. En se-
guida corrimos a verla. Hasta ese momento no creo
qua había pensado lo que significaba para Corrie
vivir en un lugar prestado en casa ajena. Iba corrien-
do de un cuarto al otro, tocando, haciendo planes,
viendo en la abandonada casa el hogar que sería con
el tiempo. -A Joppie lo pondremos aquí, Andy. Mira,
¡ todo un cuarto para las ropas y la tina para lavar
allí! ¿ Te fijaste en el cuarto de arriba donde tu escri-
torio irá a las mil maravillas? Y así siguió hablando
con el rostro arrebatado y la mirada encendida, y supe
que por fin habíamos llegado a casa.
Al día siguiente fui hasta Amsterdam para buscar
el dinero. El señor Whetstra me lo dio en efectivo.
206 EL CONTRABANDISTA DE DIOS
No firmamos ningún papel, no hicimos ningún arre-
glo sobre la forma de pago. Tampoco mencioné a nadie
este préstamo. Sin embargo, en los tres años siguien-
tes recibimos mucho más dinero del que necesitábamos
para la obra y pudimos devolver el préstamo en ese
corto período de tiempo.
De inmediato, tan pronto como terminamos de pagar
la casa, misteriosamente cesó el exceso de fondos
y se mantuvo así hasta que otra vez hubo necesidad.
En todos estos años de vivir esta vida de fe, Dios
nunca me fracasó.

Para describir las condiciones en que se encontraba


la casa del viejo Wim cuando nos mudamos a ella,
tenemos un dicho en holandés. Decimos que ese lugar
"ya ha sido vivido". Los pisos estaban hundidos, el
revoque se caía, el techo estaba podrido: males estos
propios de las tierras bajas. Pero .Corrie y yo la
queríamos más. Mientras que la reparábamos y re-
vocábamos, la casa llegó a ser singularmente nuestra.
Al principio el único cuarto que estaba suficiente-
mente seco como para dormir allí era la sala de re-
cibo. Dormimos allí mientras rasqueteábamos paredes,
pintábamos y reemplazábamos maderas podridas y
por supuesto empezamos una huerta. Nosotros hicimos
todo el trabajo de modo que tardamos mucho. Pasaron
cinco años antes de que el hogar que Corrie había
vislumbrado en aquella su primera visita se hiciera
visible en su totalidad a otros ojos también.

Mientras tanto la obra crecía. Ese primer año des-


pués que nació Joppie, volví a visitar cada país al que
pude entrar, algunos de ellos más de una vez. A me-
dida que aumentaba el trabajo, lo hacían los problemas.
La correspondencia era el número uno. Todas las veces
que volvía a casa, en lugar de agarrar primero el
martillo y el pincel, iba hasta mi pequeño escritorio
-Corrie había tenido razón, el escritorio quedaba a
las mil maravillas allí- y pasaba días enteros escar-
bando de entre el montón de correspondencia y con
dos dedos "picoteaba" las respuestas en una vieja má-
quina portátil. Nunca llegaba al final de la pila antes
de volver a salir.
SE EXTIENDE LA ÜBRA 207
El asunto del anonimato también se estaba haciendo
un problema. Si seguía usando mi verdadero nombre
cuando hablaba, arriesgaría mi libertad para ir y ve-
nir a través de las fronteras. Por último llegué a una
solución que hasta ahora me satisface a medias. Dejé
de usar mi nombre completo y usé el nombre por el
que me conocían detrás de la Cortina, donde los ape-
llidos casi ya no existen entre los cristianos: hermano
Andrés. Como dirección alquilé una casilla de correo
en el pueblo donde vivía mi hermano Ben. Allí podrían
hacerme llegar sus preguntas sobre la obra."
Era una mera fórmula. Sabía que cualquiera que
se propusiera podría saber quién soy yo.
Pero de todas las dificultades planteadas por el creci-
miento de la obra, aquella que parecía tener menos
solución era las largas ausencias de casa, que cada vez
eran más prolongadas. Viajar era una cosa para un
soltero, y otra muy distinta para un hombre casado
y padre de familia. De los primeros doce meses de
Joppie, yo estuve ausente de casa ocho. Su primer
diente, su primera palabra, su primer pinino fueron
cosas que supe porque me las contaron y no porque
pude verlas por mí mismo. Poco después que nació
J oppie el señor Ringer me recordó que seguía en pie
su ofrecimiento para trabajar en la fábrica y con un
sueldo que para nosotros parecía el de un rey. Des-
pués, ese mismo año me ofrecieron el cargo de pas-
tor en una iglesia en La Haya. Las dos veces estuve
realmente tentado a aceptar.
Pero la tentación nunca me duró mucho. Justo cuan-
do las presiones eran más fuertes para quedarme en
casa, llegaba una carta. No tenía remitente. Con fre-
cuencia había sido despachada varias semanas antes
y en ocasiones mostraba señales de haber sido abierta.
Sería la carta de un creyente en Bulgaria, en Hun-
gría o Polonia o tal vez en otro lugar, contándome
los nuevos problemas que los confrontaban y las nue-
vas necesidades que habían surgido. Cualquiera fuera
el mensaje de esa carta, siempre parecía llegar justo
en el momento que más la necesitaba para hacerme
volver a preparar las valijas y gestionar una visa
'' Hermano Andrés. Casilla 47, Ermelo, Holanda.
208 EL CONTRABANDISTA DE DIOS

para viajar a algún lugar en el mundo de los Co-


munistas.

Fue en uno de esos viajes, ese año, que el excelente


cochecito no dio más. Sucedió en Alemania Occiden-
tal. Volvía a casa luego de un viaje a Alemania Orien-
tal y Polonia. En el coche conmigo viajaban dos jó-
venes estudiantes holandeses, que había levantado en
Berlín, y que habían pasado sus vacaciones de Se-
mana Santa trabajando en los campos de refugiados.
A las cinco de la tarde mientras avanzábamos por
la carretera, de pronto oímos un ruido en la parte
trasera del coche y en seguida el motor se paró.
Nos deslizamos en punto muerto hasta que se paró.
Levantamos la tapa de atrás pero no pudimos hacer
nada para volverlo a poner en marcha.
Al enderezarme vi, junto al camino, en el lugar
donde el coche se había detenido, una casilla telefónica
de emergencia. Levanté el auricular y pedí un camión
de remolque. A los veinte minutos estábamos incli-
nados sobre el motor junto con el capataz de la es-
tación de servicio.
En silencio miró las varias partes por espacio de
unos minutos. Después fue adelante y miró el cuenta
kilómetros.
-Noventa y siete mil kilómetros -dijo en voz
alta. Seguía asombrado. Por supuesto que es un buen
kilometraje, pero, a menos que haya viajado por ca-
minos sumamente malos ...
Recién entonces comprendí qué era lo que le preo-
cupaba. Con vergüenza admití que el cuenta kilóme-
tros hacía mucho que había llegado a su lectura máxi-
ma de 99,999 y vuelto a cero otra vez. Esta era la
segunda vez que registraba 97,000 kilómetros.
-Entonces -me contestó limpiándose la grasa de
las manos -diría que le sacó bastante provecho. Se
fundió el motor.
-¿ Cuánto tiempo llevaría cambiarlo?
Pensó un rato. -Los obreros salen dentro de diez
minutos. Más o menos en una hora podrían ponerle
un motor nuevo, pero tendrá que darles una buena
propina para que se queden fuera de hora.
SE EXTIENDE LA ÜBRA 209
-¿ Cuánto saldrá todo, incluyendo la propina?
-Quinientos marcos.
Sin vacilar le dije: -Muy bien. Iré hasta la esta-
ción del tren para cambiar más dinero.
Iba en el tranvía a la estación cuando me puse a
contar el dinero y me di cuenta que todo lo que
tenía no alcanzaría a los quinientos marcos. Los estu-
diantes, que se habían quedado esperándome en el
garage, en primer lugar viajaban conmigo porque no
tenían ni un centavo.
¿ Debería regresar y cancelar el trabajo? No. Podía
ver la mano de Dios demasiado claramente en todo
esto. El coche deteniéndose justo al lado del teléfono
de emergencia, el motor que se fundió aquí, en Alema-
nia, el lugar donde se fabricaban estos autos, más
bien que en algún lugar distante y hostil donde el
cambio hubiera sido imposible y las preguntas difí-
ciles. Estaba muy familiarizado con la manera en que
Cristo tiene en cuenta el lado práctico del ministerio
para pasar por alto estas señales. Todo esto lo había
preparado él y el asunto del dinero también estaba
en sus manos. No estaba preocupado sino fascinado
pensando cómo obraría él.
Cuando cambié hasta el último florín y lo sumé al
dinero alemán que tenía en el bolsillo tenía nada más
que cuatrocientos setenta marcos. Cincuenta menos del
que necesitaba para pagar el cambio de motor y com-
prar nafta para llegar hasta casa.
-Bueno -pensé, -tal vez ocurra algo en el ca-
mino.
Pero no sucedió nada. Llegué al garage y vi que
los obreros estaban terminando. Mis pasajeros no es-
taban por ningún lado. -Se fueron a dar una vuelta
-me explicó uno de los operarios mientras guardaba
sus herramientas. Los otros también se estaban la-
vando. No podía prolongar por más tiempo el momento
de arreglar las cuentas..
(Y en ese preciso instante los muchachos holan-
deses atravesaron corriendo la puerta. Uno de ellos agi-
taba algo en su mano. -¡ Andy ! -gritó, ¡ nunca me
pasó nada igual! Ibamos caminando por la calle cuan-
do una señora se nos acercó y nos preguntó si éramos
holandeses. Cuando le contesté que sí, me dio este
210 EL CONTRABANDISTA DE Dros
billete. Me dijo que Dios quería que lo tuviéramos.)
El billete era de cincuenta marcos.
Sin embargo, a pesar de esa y otras experiencias
similares, que me ocurrían casi a diario, todavía era
un neófito en el pródigo cuidado de Dios. Todavía de-
pendía de los milagros aislados, la dispensación de
emergencia para sacarme de un lugar u otro, en vez
de entregarme en los brazos de un Padre que tenía
más que suficiente.
Al volver a casa surgieron nuevos gastos. El más
grande de todos fue la llegada de nuestro segundo
bebé. Justo al año de Joppie, Mark Peter llegó para
formar parte de nuestra familia. Compramos un poco
menos de carne en el mercado y comimos un poco
más de los vegetales de nuestra huerta.
No nos costaba hacerlo porque nos gustaban los ve-
getales. Lo que no comprendíamos era que esto for-
maba parte de una actitud mental, una actitud de "ta-
cañería" en la que habíamos caído.
Las palabras que me escribió una señora a la que
nunca conocí, me hicieron ver este error.
Un día recibimos en nuestra casilla de correo en
Ermelo una ofrenda más bien abultada, el equiva-
lente de aproximadamente cuarenta dólares. Adjunto
al cheque una notita de la donante que decía: "Que-
rido hermano Andrés : esto es para sus necesidades
personales. No debe ir para la obra. Uselo en el amor
de Cristo."
Este pensamiento me conmovió. De vez en cuando
habíamos recibido ofrendas personales de nuestros
amigos, pero esta era la primera vez que alguien
totalmente desconocido había formulado tal estipula-
ción. En vez de poner su nota en último lugar en la
pila de cartas para contestar, que para entonces tenía
una altura de más o menos tres meses, me senté y
con dos dedos, como siempre, fui picoteando en las
teclas una carta de agradecimiento que despaché ese
mismo día. Le contesté que agradecía especialmente
la nota porque era algo respecto de lo que éramos muy
meticulosos: todas las ofrendas eran destinadas a la
obra a menos que fueran designadas específicamente
de otro modo. Aun nuestra ropa, le explicaba, la sa-
SE EXTIENDE LA ÜBRA 211
cábamos de los barriles de ropas usadas para los re-
fugiados, a fin de ahorrar dinero.
Muchas veces hubiera deseado conservar la carta
que esa buena señora me disparó a vuelta de correo,
recordándome el mandamiento bíblico de que el buey
que trilla el grano no debe privarse de comerlo. ¿ Acaso
pensaba yo que Dios se preocupaba menos por sus
siervos? ¿ No sería mejor que me auto-examinara
para cerciorarme de no estar alimentando un espíritu
de sacrificio? ¿No afirmaba depender de Dios, pero
vivía como si tuviera que suplir mis necesidades con
mi escatimación? Recuerdo como concluía: "Dios le
mandará lo que necesite para su familia y también
para su trabajo. Usted es un cristiano maduro her-
mano Andrés. Compórtese como tal."
Leí esa carta atentamente y con oración. ¿ Estaría
en lo cierto? ¿ Vivía realmente en una atmósfera de
necesidad que era poco cristiana?
Más o menos en ese entonces nos invitaron a cenar
a Corrie y a mí. Llegó la hora de salir y Corrie
no estaba lista. Fui hasta nuestro dormitorio y la
encontré con la bata puesta.
-No tengo nada que ponerme -dijo en voz baja.
Me eché a reír. ¿ No era eso lo que siempre decían
las mujeres?
Pero vi sus ojos llenos de lágrimas. En silencio
me puse a mirar su guardarropa. Vestidos abrigados.
Utiles, al menos, con los meticulosos remiendos de
Corrie, aunque sin embargo las ropas que había res-
catado en el cuarto de donde estaba la ropa para los
refugiados, no incluía nada bonito. Nada que fuera fe-
menino y alegre . . .
Repentinamente comprendí que esto formaba parte
de todo un patrón de miseria en el que habíamos caído.
Una oscura e incubada actitud de mezquindad que no
estaba de acuerdo con el Cristo del corazón generoso y
magnánimo que predicábamos a otros.
Así fue que decidimos cambiar. Aun seguimos vi-
viendo frugalmente y siempre lo haremos, en parte por-
que fuimos criados así y no sabríamos conducirnos de
otro modo. Pero al mismo tiempo estamos aprendiendo
a encontrar satisfacción con las cosas materiales que
Dios nos provee. Corrie se compró vestidos nuevos.
212 EL CONTRABANDISTA DE DIOS
Seguimos adelante con el plan de derribar una pared
de modo que ella pudiera ir directamente de las ha-
bitaciones a la cocina.
Y cuando nuestro tercer bebé, Paul Denis, llegó,
otra vez justo un año después que el segundo, le com-
pramos algunas ropitas. Y no puedo decir que haya
sido más malcriado que los otros por haber pasado
sus primeros días vestido con ropas que todavía te-
nían las etiquetas con su marca de fábrica.
Es notable comprender cuánto tiempo nos llevó
aprender el sencillo hecho de que Dios es realmente
un Padre tan descontento con una tendencia mezquina,
como es a lo opuesto, es decir a la tendencia de ad-
quirir en demasía.
Fundamentalmente fue una lección sobre la abun-
dancia. Y al aprender la lección en nuestras propias
vidas, a su tiempo pude aplicarla a la obra.
Por años trabajé solo. Ello significaba viajar más
de ochenta mil kilómetros por año y pasar fuera de
casa las dos terceras partes del tiempo. Estaba pre-
parado para hacerlo mientras que Dios así lo dispu-
siera, pero ¡ cuántas veces últimamente el trabajo había
sufrido simplemente porque no podía estar en dos
lugares a la vez! Nunca me voy a olvidar de la
vez en que ese grupo en Bulgaria me había pedido
que fuera a su pueblo, justo cuando yo salía del país.
Para cuando volví a Bulgaria, casi un año después,
muchas cosas habían cambiado. Las reuniones que
ellos habían pensado que transformarían las vidas,
ya no podrían celebrarse.
¡ Pero, supongamos, tan sólo supongamos que al-
guien me acompañara en mis viajes! ¡ Imaginémonos
que fuéramos dos : . . tres . . . diez ! Alguien para ir
donde el otro no podía. Turnarnos en las giras de
predicación y ¡ hasta con la contestación de la co-
rrespondencia !
. Esta posibilidad comenzó a perseguirme día y noche.
El nuestro tendría que ser un compañerismo poco co-
mún, tendríamos que ser un organismo más bien que
una organización. Cuanto menos formalmente nos-
organizáramos, tanto mejor porque si uno e·ra arres-
tado no involucraría al otro. Seríamos un pequeño
SE EXTIENDE LA OBRA 218

bando de hombres y mujeres también, ¿ por qué no?


cautivados por la misma visión, la de llevar un poco
de esperanza a la Iglesia en su hora de necesidad. Po-
siblemente cada uno sería un pionero, sin compartir
siquiera los procedimientos y técnicas porque de lo
contrario caeríamos en un molde que sería fácilmen-
te reconocible y más fácilmente controlable.
Cuando compartí mi sueño con Corrie, ella prácti-
camente gritó de alegría.
-Voy a ser franca, Andrés. Mi reacción es total-
mente egoísta. ¿ Te das cuenta que nosotros cuatro
podríamos verte de vez en cuando?
De inmediato lamentó sus palabras, pero yo no. Por
supuesto que mis prolongadas ausencias eran difíciles
para todos nosotros. En realidad podía ver que J oppie,
Mark Peter y Paul Denis crecían entre el tiempo
en que yo salía y regresaba a casa. Con toda segu-
ridad que si tenía alguien para ayudarme esos largos
viajes no serían necesarios.
Pero, ¿ cómo encontrar a la persona indicada? No
era que nadie se hubiera ofrecido de vez en cuando.
Es más, muchas veces al terminar una predicación en-
contraba a tres o cuatro ansiosos jóvenes esperándome
al lado del púlpito. -Hermano Andrés, ¿ podría acom-
pañarlo en sus viajes detrás de la Cortina de Hierro?
Dios me ha hablado a mí también para predicar el
evangelio allí.
Otros tal vez fueran más sinceros. -¡ Qué emo-
cionante! -exclamaban. -¡ Me conformaría solamente
con llevar sus valijas!
Nunca, sin embargo, me había sentido con libertad
para continuar esas charlas. No era que yo tuviera
un método especial para cruzar una y otra vez las fron-
teras, lo que yo podía pasar a otros para asegurar tam-
bién su seguridad. No era sagacidad o experiencia lo
que hasta ahora había evitado el desastre, sino sola-
mente el hecho de que todas las mañanas, en todos
mis viajes, concienzudamente me entregué en las ma-
nos de Dios, y procuré, en la medida de lo posible,
de no dar un paso fuera de su voluntad. Pero esas no
son cosas que uno pueda hacer por otros. Por lo gene-
ral les contestaba: -Bueno, si nos llegamos a encon-
trar detrás de la Cortina de Hierro, entonces, no deje
214 EL CONTRABANDISTA DE DIOS

de verme para hablar un poco. más.


Eso era lo último que sabía de esa persona.
A pesar de eso, una noche le dije a Corrie: -Si Dios
quiere que agrandemos nuestro campo de acción, cier-
tamente ya tiene a las personas. ¿ Cómo las encon-
traré?
-¿ Has tratado de orar?
Me eché a reír. ¡ Esa era mi Corrie !
Lo único que todavía no había hecho era pedirle
a Dios que me guiara directamente a la persona in-
dicada. Y entonces, allí mismo, oramos. Y de inme-
diato pensé en alguien.
Hans Gruber.
Había conocido a Hans en Austria, mientras traba-
jaba en un campo de refugiados. Era un holandés de
estatura gigantesca, un metro noventa y siete, pesado
aún para su altura. Desmañado más de lo imaginable.
Parecía que tuviera seis codos, diez pulgares y una
docena de rodillas juntas y hablaba el alemán más
atroz que jamás había escuchado.
Todo acerca de Hans, tomado separadamente, deja-
ba mucho que desear. Pero aunado en un estupendo
todo era la persona más adecuada que jamás había
conocido. Podía plantarse en el lugar de recreo del
campo y mantener a quinientas personas fascinadas
hora tras hora, simplemente con palabras. Había
visto que empezaba a llover mientras que Hans ha-
blaba en aquel indescriptible alemán, sin que ni uno
sólo de sus oyentes mirara al cielo. Aún en el campo
de los muchachos huérfanos era el amo. Este grupo
de doscientos cuarenta aburridos e inquietos mucha-
chos era el terror de todos los otros predicadores que
iban allí. A Hans lo escuchaban tan quietos como es-
tatuas. Lo seguían por el campo como si fueran ovejas
domesticadas.
Ese mismo día le escribí preguntándole si alguna vez
se había sentido guiado a llevar el ministerio de pre-
dicación detrás de la Cortina de Hierro. "Sé", le es-
cribí, "adónde iré en mi próximo viaje". Durante va-
rias semanas los diarios han estado llenos de noticias
del nuevo aflojamiento en las restricciones de viaje
en Rusia. Ahora los extranjeros pueden recorrer el
Soviet por sí solos, sin un guía oficial. Estas eran
SE EXTIENDE LA OBRA 215

las noticias que había aguardado durante tanto tiem-


po. Había llegado el momento de realizar mi largamen-
te soñada penetración en el corazón del Comunismo.
Hans me contestó a vuelta de correo. Se mostraba ex-
tático. Lo que yo le sugería, era para él el cumpli-
miento de una vieja profecía. Cuando cursaba el sexto
grado, el último de escuela para él, cada vez que miraba
el mapa de Rusia sentía una sensación extraña. Era
como si una voz le repitiera: "Algún día vas a tra-
bajar para mí en esa tierra."
"Y desde entonces", decía en su carta, "he estu-
diado ruso para estar listo para cuando llegue el
momento. Ahora mi ruso es tan bueno, casi, como
mi alemán. ¿ Cuándo salimos?"
Con esta carta de Hans, mi ministerio dio un paso
nuevo e importante: llevar un compañero, la duplica-
ción de la obra que Cristo realizaba a través de este
cauce.

Antes de partir fue necesario arreglar unos pocos


detalles importantes. Uno era que necesitábamos un
nuevo rodado. Aun con el cambio de motor, el VW
ya no ofrecía la seguridad que necesitábamos. A todas
luces resultaba imposible que Hans pudiera acomo-
dar su enorme cuerpo en aquel asiento delantero. Fue
así que compramos un Opel rural, cero kilómetro.
Además de poder dormir dentro del coche, podíamos
llevar muchas más Biblias.
Un problema de naturaleza más desconcertante re-
sultó ser Hans manejando.
-No voy a aprender nunca -se lamentaba mientras
que por milésima vez procuraba explicarle el movi-
miento coordinado del embrague y la palanca de cam-
bios. Había pensado que uno de los beneficios· colate-
rales de tener un compañero, sería alguien que pu-
diera ayudarme a manejar. Sabía que Hans no mane-
jaba, pero había dado por sentado que no sería difícil
enseñarle. Seis horas después tuve que admitir para
mis adentros que tal vez me llevaría un poco más de
tiempo que lo que había pensado.
Llegó el día de la partida y todavía no tenía su
registro. Pero puesto que en casi toda Europa Occi-
dental el aprendiz puede manejar sin registro siempre
216 EL CONTRABANDISTA DE DIOS

y cuando a su lado esté sentado un conductor expe-


rimentado y haya un freno entre los dos. Hicimos pla-
nes para partir en el plazo fijado.
Cargamos nuestro equipaje, abracé uno por uno a
los niños, volví a besar a Corrie y partimos. A pesar
de la carga, el Opel se manejaba bien. Además de las
Biblias, muchas más de las que llevara antes, tenía-
mos todo el equipo necesario para acampar y~cinar
para dos personas. El peso extra hacía que el coche
zigzagueara un poco y pensé que convendría que Hans
se acostumbrara antes de cruzar la frontera desde el
oeste al este. En Alemania se hizo cargo del volante.
Unos cinco kilómetros después, sin embargo, tuve
que retomarlo. Detrás nuestro había una fila de
coches y camiones de varios kilómetros.
-Bueno, Hans, estuvo bien. En realidad manejas un
poco despacio para esta carretera, pero no im-
porta. Ya te acostumbrarás.
-¡ Nunca podré! ¡ Lo sé!
-Tonterías. Tendrías que haberme visto a mí la
primera vez.
Para que se sintiera mejor le conté la experiencia
que había tenido en el ejército, cuando había manejado
el Carrier Bren. Riéndonos hicimos nuestra entrada
en Berlín.
Si Hans era lento 'para aprender algo que tuviera
que ver con _la mecánica, en otros aspectos me llevaba
kilómetros de ventaja. Uno de ellos era su temeridad.
Los amigos donde nos quedamos a dormir estaban en-
cantados con la idea de llevar Biblias a la Unión
Soviética.
-¡ En nuestra iglesia tenemos algunas Biblias en
ruso, Andrés! ¿No quieres llevarlas?
No estaba muy seguro. El equipo que llevábamos
ya abultaba demasiado, al punto de resultar sospe-
choso.
-¡ Claro que las llevaremos! -aseguró Hans. Vol-
viéndose a mí, me explicó: -Si es que nos arrestan por
llevar Biblias, mejor que sea por llevar muchas.
Llevamos esas Biblias también. Cuando estábamos
listos para salir llegaron otros amigos con una caja
de Biblias en ucraniano. Le dirigí una mirada su-
plicante a Hans, pero de antemano sabía que esa
SE EXTIENDE LA ÜBRA 217
caja también iría con nosotros. Esta vez simplemente
no había un lugar donde ocultarlas.
-Bueno -señaló Hans, -me has dicho que siem-
pre dejas unas cuantas Biblias a la vista, para que sea
el Señor y no tú el que hace la obra. Voy a llevar
estas sobre mis rodillas.
Nuestras visas de pasajeros en tránsito nos per-
mitían permanecer setenta y dos horas en Polonia.
Desde mi primera visita a esa ciudad, seis años atrás,
se habían producido muchos cambios. Pasamos por
la escuela donde me había alojado y por las barracas
donde había conversado con los soldados rojos. Pero
el montón de escombros donde había visto a la peque-
ñita ya no estaba. En su lugar había un parque.
Presenté a Hans a unos amigos que tenía en Var-
sovia y también en otras ciudades a través del país.
Aprovechamos al máximo esos tres días. Cuando nos
hallábamos a menos de cincuenta kilómetros de la fron-
tera con Rusia me di cuenta que había cometido un
serio error cuando cambié dinero en Varsovia.
-¡ Sabes qué hice, Hans! ¡ Cambié demasiados flo-
rines por zloty !
-¿No puedes volver a cambiarlos en la frontera?
-No, en Varsovia es el único lugar donde se puede
cambiar dinero extranjero. Si regresamos allá expirará
nuestra visa de tránsito.
Estábamos en plena zona rural y Hans iba en el
volante. Había accedido a manejar siempre y cuando
no hubiera otro coche a la vista, y hubo muchas de
esas oportunidades en Polonia aun en 1961. Me senté
a su lado tratando de calcular cuánto dinero menos
teníamos y cómo podía haber cometido esa equivoca-
ción cuando súbitamente observé que nos acercábamos
a un tramo de camino difícil. El puente estaba clau-
surado y el desvío desde la carretera se precipitaba por
una pendiente, cruzaba un arroyo sobre un endeble
puente provisional y subía derecho a un terraplén en
el otro lado. Un Warszawa polaco se abría paso por
el pequeño puente.
Miré a Hans para ver cómo hacía frente a esto.
Tenía el labio empapado por la transpiración pero
se mantenía aferrado al volante. Su mirada reflejaba
218 EL CONTRABANDISTA DE Dros
determinación. ¡Estupendo! pensé, unas pocas manio-
bras como ésta lo ayudarán para cobrar ánimo.
Hans salió del camino, fue hacia la pendiente. Para
satisfacción mía lo vi que tenía perfecto control del
coche. No íbamos ni más ligero ni más despacio que
antes. Con sus perpetuos veinticinco kilómetros por
hora avanzó hacia la pendiente y el puente. Habíamos
cruzado. Pero ahora el otro coche estaba directamente
delante nuestro, en el lado opuesto-:-Demasiado tarde
me di cuenta que Hans no iba a parar. Igual que una
película en cámara lenta se incrustó en la parte trasera
del Warszawa. El conductor se nos acercó farfullando.
Su ancha cara eslava estaba roja, sus puños crispados.
-Ora mientras trato de hablarle -le dije a Hans.
-Buenos días, amigo. Lindo día, -dije en alemán.
Juntos nos acercamos hasta la parte trasera de su
coche e inspeccionamos el daño. Gracias al paso de
tortuga de Hans el daño no era muy grande: se es-
tropearon el farol y un guardabarros, traseros. Nues-
tro paragolpe y un guardabarro delantero resultaron
abollados.
-¡ Policía ! -exclamó el hombre. -¡Policía! ¡ Po-
licía!- Esa palabra sí que la sabía en alemán, y
¡muy bien!
¡ Eso era algo que teníamos que evitar a toda costa!
Estábamos en un país comunista con nuestro coche
cargado de Biblias y además, Hans era el que estaba
en el volante y no tenía registro.
Súbitamente recordé mi billetera, abultada con zloty.
¿ Sería por eso que Dios me había permitido hacer
ese disparatado cambio de más? -Bueno - señalé,
-¿ cuánto piensa que costará el arreglo?
El polaco no se inmutó. -¡Policía! ¡Policía! -ex-
clamó. Arrimé un pedazo del vidrio contra el farol tra-
sero y me encogí de hombros esperando indicarle así
que no creía que el daño era demasiado grande.
-¿ Seis mil zloty?
Me entendió muy bien. Sus puños se abrieron pero
de nuevo repitió "policía".
-¿ Ocho mil zloty? ¿ Nueve mil? Seguramente que
los arreglos no saldrían más de nueve mil. Con un
gesto dramático saqué la billetera y puse otro billete
SE EXTIENDE LA ÜBRA 219
de mil zloty. -Diez mil. Está muy bien pago - dije
sosteniendo el dinero.
Lo tomó. Al volver a su coche, por encima del hom-
bro gritó: -¡ Policía no!
Puso en marcha el motor de su Warszawa y nos dejó
envueltos en una nube de polvo.
-¿ Puedo respirar ahora? -preguntó Hans.
-Puedes respirar.
Allí, en el polvoriento desvío agradecimos al Señor
por habernos permitido cometer un error a fin de
librarnos de otro.
El cruce de la frontera lo hicimos en Brest. Hans
casi no podía contener su entusiasmo cuando abrieron
el portón de la barrera. Insistió en emplear su ruso
con los inspectores aduaneros. Dudo que pudieran en-
tender una de cada diez palabras suyas, pero se veían
complacidos por su esfuerzo.
Tal vez fuimos unos de los primeros coches que
entraban sin llevar un guía oficial. Los guardias se
veían muy interesados en su nuevo trabajo de inspec-
cionar nuestros documentos y efectos ellos mismos y
se alegraron cuando les dimos unos dólares de pro-
pina.
-Rusia y los Estados Unidos se insultan -dijo
uno de los guardias en inglés, guiñando el ojo. -Pero
por éstos los perdonamos-. Agarró el dólar. -Un
rublo por un dólar. No está mal.
Llegó el momento de la inspección del coche. Ha-
bíamos convenido de antemano la técnica que desde
entonces veníamos empleando dondequiera que dos de
nosotros cruzamos juntos la frontera. Solamente uno
hablaría y el otro oraría constantemente: oraría por
el país en el que estábamos por entrar, empezando por
esos empleados en la frontera. En este caso el· guardia
nos pidió que abriéramos un par de valijas pero casi
ni miró su contenido. Lo que le interesaba era ver
el motor del Opel. Me hizo algunas preguntas técnicas,
pero aparentemente se sintió cohibido por haber de-
mostrado una curiosidad tan poco oficial y de un golpe
cerró el capó. Nos acompañó hasta el pequeño jardín
frente a la casilla de inspección, selló nuestros papeles
y nos deseó buen viaje.
Habíamos cruzado.
CAPITULO 17
Rusia a primera vista

Para Hans, era este el primer+viaje a Rusia, pero


para mí no. El año que nació Mark Peter había acom-
pañado a un grupo de jóvenes de Holanda, Alemania y
Dinamarca a un Congreso Juvenil realizado en Moscú,
semejante a aquel en Varsovia años atrás. Pasamos
fuera quince días solamente. Viajamos por tren y
por supuesto, seguimos un itinerario oficial. Sin em-
bargo, como viaje de exploración, había sido muy pro-
vechoso. Varias cosas me habían impresionado espe-
cialmente.
Mientras que Hans y yo recorríamos el extenso
paisaje ruso, las recordé. El viaje desde Brest a Moscú
era de unos mil ciento veinte kilómetros y pasé el
tiempo contándole a Hans aquellos recuerdos de mi
viaje anterior.

El hotel que me habían asignado era en realidad una


gigantesca barraca, en una villa a unos trece kilómetros
de Moscú. En la primera tarde libre fui hasta el pue-
blo tratando de encontrar una iglesia.
Encontré una iglesia Ortodoxa Rusa, con estructura
de cúpula redonda, que obviamente una vez había sido
el corazón de la aldea. Ubicada frente al único pozo
del lugar. Ahora estaba totalmente en ruinas. Las hier-
bas crecían donde otrora los pies habían mantenido
apisonado y despejado el camino. Las ventanas tenían
tablas. Afuera había cajones de embalar como si ahora
el edificio se usara para depósito.
Di vuelta alrededor de toda la estructura buscando
una cruz, y no encontré ninguna. Pero al volver a
dar otra vuelta noté algo que me conmovió profunda-
mente. Bien apretado contra la cerradura de la puerta
del frente había un ramillete de flores frescas, de color
amarillo.
Acercándome más noté cientos de flores secas dise-
RUSIA A PRIMERA VISTA 221
minadas por la tieri a como si alguien cambiara regu-
larmente los ramilletes. Me imaginé a una anciana cam-
pesina, vestida de negro, llegándose hasta la iglesia
tarde por la noche, para cumplir con este acto de
amor y veneración.
Ese domingo fui a la única iglesia protestante en
todo Moscú, que aún seguía abierta. Por lo que había
leído en los diarios holandeses, esperaba encontrarme
con una congregación chica y desmoralizada. Al prin-
cipio no estaba seguro de que tenía bien la dirección.
¿ Qué hacía allí afuera esa larga fila de personas?
Ocupé mi lugar al extremo de la fila, no muy seguro.
De pronto se me aproximó un hombre y me habló en
alemán.
-¿ Viene a la iglesia? -me preguntó.
-¿Entonces esto es una iglesia?
-Por supuesto. Acompáñeme. Tenemos una galería
especial reseruada para los visitantes.
Cruzamos una pequeña puerta, seguimos por un co-
rredor, subimos un tramo de una escalera de hierro y
llegamos a una galería. Por primera vez vi allí algo
que con el correr de los años llegaría a serme tan
familiar: la iglesia protestante Mosco vita en adora-
ción. El salón era rectangular, angosto y largo, con
galerías a ambos lados, una plataforma con capacidad
para doce personas, un lindo órgano y una vidriera
policroma, que miraba al este con una inscripción que
mi acompañante tradujo como "DIOS ES AMOR". La
iglesia tenía capacidad para mil personas, pero aquella
mañana había cerca de dos mil.
Nunca, en todos mis viajes vi tanta gente apiñada
en un edificio. No había un sólo asiento vacío. Los pa-
sillos estaban abarrotados de personas de pie, la nav€
central y los costados, también. Las galerías eeiabom
repletas.
Entonces cantaron. Dos mil voces eslavas, profun-
das, en unísono perfecto. Ahogaron las notas del ór-
1,
gano. Ricas, vigorosas, plenas, guturales, masculinas
Cerré los ojos y me imaginé estar escuchando un con
de ángeles. Una 11 otra vez cantaron hasta que mi:
ojos se llenaron de lágrimas.
Cuando llegó el momento de recoger la ofrenda ne
había modo de que los ujieres pasaran entre iamuu
222 EL CONTRABANDISTA DE DIOS
personas así que los billetes fuJon pasando de mano,
por sobre las cabezas, hasta llegar adelante. Tan pron-
to como se recogió la ofrenda comenzaron los sermones.
Sí, sermones. Hubo dos, cada uno de duración corrien-
te, uno seguido por el otro.
Mientras estaban predicando los sermones me pa-
reció que algunos de los presentes se comportaban de
una manera desacostumbrada. Hacían avionetas de
papel y desde el fondo de la iglesia y las galerías las
lanzaban hacia adelante, volando por sobre las cabezas
de los que estaban sentados. Nadie parecía molesto por
este extraño comportamiento. Una vez que terminaron
de recoger todas las avionetas las pasaron adelante
hasta que por último fueron amontonadas por uno
de los hombres que estaba en la plata! orma.
Cuando ya no pude resistir más la curiosidad me
volví al hombre que me había guiado a la galería.
-Son pedidos de oración -me explicó. -El pastor
los separa en dos tandas. Una para las peticiones in-
dividuales y la otra para los visitantes de toda la
Unión Soviética que desean que esta congregación ore
por sus iglesias. Ya lo verá.
Tan pronto como se sentó el segundo orador, el
pastor se puso de pie y mantuvo en alto una de las
tandas. Después leyó los nombres de las iglesias visi-
tantes y dijo, según me enteré a través de mi in-
térprete:
-¿ Estamos contentos por tener estas visitas?
-¡Amén!
-¿ Y vamos a orar por ellos?
-¡Amén!
-¿ Y estas peticiones?-. Leyó dos o tres de las pe-
ticiones individuales, - ¿ oraremos por estas nece-
sidades?
-¡Amén!
=-Oremos, entonces.
Y sin ningún otro preliminar, los dos mil presentes
en la congregación oraron en voz alta y al unísono.
De vez en cuando una voz clara y suplicante se elevaba
mientras que las otras voces se apagaban hasta formar
un murmullo de fondo. Después la corriente de so-
nido volvía a crecer y otra vez surgía una voz para
expresar el pensamiento de todos. Fue una experiencia
RUSIA A PRIMERA VISTA 223
que me conmovio hasta lo más lumdo de mi ser.
Después del culto amumciaroti que los pastores ten-
drían mucho gusto en saluda: a. cualquiera que estu-
viera de visita 11 que hubiera. venido para el Congreso
Juvenil. Los ciguardarícin cibajo en el hall de entrada.
Gustosamente contestarian. sus preguntas. Tal vez unos
doce de nosotros fuimos los que aceptamos la invita-
ción. Las prequnuu: se dispararon en rápida sucesión.
-¿ Dónde está la, iglesia Protestante más próxima?
-Oh, en Rusia. hciy muchas Iglesias Protestantes.
Miiy cerca de aquí hciy otras.
-Sí, ¿pe1'0 a qué distancia?
-Ciento ochenta kilómetros.
-¿Hay libertad religiosa en Rusia?
-Sí, aquí tenemos plena libertad religiosa.
-¿Cómo? ¿ Y los pastores que están presos?
-No sabemos de que haya algún pastor preso, ex-
cepto quizá aquellos que sean políticos subversivos.
Entoces yo pregunté: -¿ Y las Biblias? ¿ Tienen
Biblias suficientes?
-Sí, hay muchísimas Biblias.
Para atestiguarlo pasaron un ejemplar alrededor
para que lo viéramos. -Esta excelente edición re-
cién acaba de imprimirse aquí, en Rusia.
Eso era una novedad para mí.
-¿ Cuántos ejemplares?
-Oh, muchísimos. Muchos ejemplares.
Una tras otra siguieron las preguntas y las evasi-
vas respuestas que no decían mucho. Al día siguiente,
confiando que tal vez podría ver a solas a alguno de
los pastores, volví a la iglesia. Era lunes por la ma-
ñana y sin embargo aun en ese día y hora, había
mucho movimiento. Me enteré después que además
de la Iglesia funcionaba allí la sede central de la Unión
Bautista para todo el Soviet.
-¿ En qué puedo servirle? -oí que decía una voz.
Me volví y reconocí su rostro: era uno de los que el
día anterior estaba sentado en la plata! arma y que
después había respondido preguntas. Se presentó como
Ivanhoff y me invitó a que lo acompañara a su oficina
privada. Me preocupaba saber cómo podría poner en
tela de juicio su declaración del día anterior. Tal vez
lo mejor sería decirle sin ambajes que tenía Biblias
224 EL CONTRABANDIST~ DE DIOS
en mi poder y ver cuál sería su reacción.
-He traído algo de parte de los Bautistas en Ho-
landa para los Baustistas de Rusia -señalé deposi-
tando un paquete envuelto en papel de embalar sobre
su mesa.
-¿ Qué es lo que tiene allí?
-Biblias.
-¿Biblias? ¿En ruso?
-De la Sociedad Bíblica Británica y Extranjera. Me
he tomado la libertad de arrancar la página donde fi-
gura el pie de imprenta.
Pensé que estaba haciendo mucho esfuerzo para
mantenerse sereno mientras me decía: -¿Me permiti-
ría verlas?
Desaté el paquete y le mostré el miserable man-
toncito de Biblias que había podido llevar conmigo
en el tren. El problema, al igual que con muchas Bi-
blias en los idiomas de la Europa Occidental, era su
tamaño. El ruso, tanto· como el servio, el ucraniano y
el macedonio están escritos en caracteres cirílicos, lo
que da como resultado ejemplares más voluminosos
que los escritos en caracteres latinos. En el mismo
espacio podría haber llevado unas diez o doce Biblias
en holandés, inglés o castellano. Pero lo que me llamó
la atención fue su reacción a este ofrecimiento. Era
evidente que hacía mucha fuerza para contener su
ansiedad.
-¿ Dijo usted que se trata de un obsequio?
-Sí-. No pude resistir la tentación de hacerle
una broma. -Pero ayer usted dijo que tienen una
nueva edición soviética. Tal vez no era necesario que
trajera Biblias.
-Bueno . . . -. Recordó su conversación del día
anterior. -En realidad la mayor parte de esa edición
se envió fuera del país. A la feria de Bruselas y a
otros lugares. ¿ Se dá cuenta?
-Sí, ya veo.
Acercándose, me preguntó: -Dígame, amigo, sin-
ceramente ¿ qué es lo que lo ha traído a Rusia?
En la cuerda tensa en la que caminaba pensé que
tal vez una respuesta bíblica sería la más acertada.
Pensé un momento y le respondí:
-¿ Recuerda usted ese pasaje bíblico que se refier,
RUSIA A PRIMERA VISTA 225
a José cuando salió a buscar a sus hermanos en Si-
quem? Uno de los hombres del lugar lo vio y le
preguntó algo. ¿ Recuerda qué?
Pensó unos momentos. -¿ Le preguntó a quién estás
buscando?
-¿ Y qué le contestó José?
-Busco a mis hermanos.
-Bueno -le respondí- esa es mi respuesta a
su pregunta.
CAPITULO 18
Para Rusia con amor

Hans oyó con gran interés mi relato, interrumpién-


dome de vez en cuando para hacerme alguna pre-
gunta. Cuando terminé elevó una de sus oraciones tan
impulsivas y llenas de fe. Pidió que nuevamente fué-
ramos guiados a Ivanhoff, puesto que ya había esta-
blecido el contacto y principiado una amistad.
-Creo que debemos descansar un rato, Andy -y
agregó- tengo ganas de tomar un café.
-Yo también.
Más adelante había un claro en un vallado alto; nos
metimos allí, casi sin darnos cuenta de que un auto-
móvil estaba estacionado fuera del camino y que sus
ocupantes disfrutaban de un almuerzo campestre.
Nos detuvimos, y sacamos nuestros utensilios. Me
pareció que los rusos que estaban en el otro coche
se comportaban de manera poco amistosa. Mantenían
la vista clavada en nuestra dirección y rezongaban.
El hombre volcó la mitad de su taza de té en la
tierra, quejándose mientras que las dos mujeres api-
laban los platos y guardaban la fruta y los panes
a medio comer en una cesta de paja.
Estábamos preguntándonos qué sería todo eso cuan-
do de pronto oímos el chirrido de frenos del otro lado
del vallado. Oímos ruido de puertas que se golpeaban
y súbitamente nos vimos frente a frente a dos policías
uniformados. Se quedaron parados en el vallado, con
sus manos sobre las caderas, mirándonos a nosotros
y a los del otro coche. Un oficial se adelantó hacia
nosotros y el otro se encaminó hacia el coche de los
rusos.
-¿ Cómo le va? -le preguntó Hans sonriendo ale-
gre por la oportunidad que tenía de hablar en ruso.
El oficial no le respondió y el semblante de Hans
se ensombreció. -No tiene ganas de ser amigo -se-
ñaló Hans volviéndose irónicamente a su café.
PARA RUSIA CON AM OR¡ 227
Como conocía a Hans sabía que oraba intensamente.
Este hombre no debía examinar el interior de nuestro
auto. En tanto que orábamos el oficial abruptamente
se alejó de nuestro lado y fue a reunirse con su ca-
marada en el otro auto. Hubo un intercambio acalo-
rado de palabras, hombros que se encogían y los rusos
empezaron a desempacar lo que tenían en el auto. Es-
tuvimos observando por veinte minutos mientras que
esa pobre gente sacaba todo lo. que podía sacar del
coche y lo desparramaba por el suelo. Los oficiales mi-
raron dentro del motor, del baúl y debajo del auto.
De alguna manera nos sentimos responsables por la
incomodidad que estaban pasando, pero no sabíamos
qué hacer. Revolvimos nuestro café hasta que se heló.
Después de media hora cuando los oficiales ni si-
quiera habían mirado en nuestra dirección decidimos
que era hora de partir. Bebimos el asqueroso café,
guardamos el hornillo e hicimos tanto ruido como pu-
dimos cerrando las puertas. Pusimos el motor en
marcha. Ni aun así los oficiales nos prestaron aten-
ción. Cruzamos el vallado y volvimos de nuevo a la
carretera pasando alrededor del patrullero.
-¿ Qué pasaría? -me preguntó Hans mientras
avanzábamos con el coche.
-Lo ignoro, a menos que pensaran que éramos con-
trabandistas y que estábamos haciendo un intercambio
allí, al costado del camino. Hans, tenemos que orar
por esa familia para que no tengan dificultades por
culpa nuestra. Y también es algo que debemos tener
presente cuando llegue el momento para deshacernos
de nuestro cargamento.
Las avenidas de Moscú son enormes, tan anchas
como para que diez automóviles marchen a la par
y mucho más transitadas de lo que recordaba. Pasa-
mos frente al gran almacén GUM, atravesamos la
vasta Plaza Roja, pasamos por el Mausoleo y por
últimos fuimos al lugar que nos habían asignado para
acampar. En seguida armamos la carpa en forma de
iglú y nos dispusimos a sacar, por lo menos, unas
pocas Biblias.
-No mires ahora, -me dijo Hans, -pero alguien
nos está observando.
Sin mirar coloqué un mapa carretero sobre las dos
228 EL CONTRABANDISTA DE DIOS

Biblias que había sacado. Después, casualmente, mire


a mi alrededor y lo vi. Vestía uniforme de faena y
estaba de pie a unos metros del coche, observán-
donos.
Saqué la cafetera y con Hans nos pusimos a pre-
parar un café que en realidad no deseábamos. Tan
pronto como dejamos de desempacar las Biblias, esos
ojos que nos acechaban se alejaron.
-¿ Qué piensas de eso? -pregunté a Hans.
-Que no me gusta nada. Quisiera deshacerme
de este cargamento.
Sacamos tan solo una Biblia, cerramos el auto y
salimos fuera de allí. Era jueves; la noche del culto
semanal en la Iglesia Bautista a la que íbamos.
En esa reunión había más o menos unas mil dos-
cientas personas. El culto se desarrolló como cuan-
do había estado allí dos años antes, pero no vi a
Ivanhoff ni en la plataforma ni entre la congrega-
ción, por lo menos, hasta donde alcanzaba a ver.
Cuando concluyó la reunión, con Hans fuimos al
vestíbulo y nos mezclamos entre el gentío. El propó-
sito que nos había llevado allí esa noche era el de
establecer contactos para entregarles nuestro carga-
mento de Biblias. Me abrí paso hacia el gran ves-
tíbulo de entrada, mirando uno y otro rostro, pidién-
dole a Dios que me diera, como lo había hecho con
tanta frecuencia anteriormente, ese momento de reco-
nocimiento que, para los cristianos puede hacer la
obra de muchos años de amistad y creciente confianza.
No pasó mucho sin que lo viera un hombre delga-
do, calvo, que tendría entre los cuarenta y cincuenta
años, de pie junto a una pared mirando fijamente
a las personas allí. Sentí tan claramente la necesidad
de hablarle que casi me olvidé de Hans. Pero en el
verdadero compañerismo cristiano, la guía de uno de
ellos, siempre se somete al otro para corrección y con-
firmación. Así fue que esperé hasta que Hans, con su
enorme cuerpo, se abriera paso hasta donde yo estaba.
-Ya divisé a nuestro hombre -dijo antes de que
yo pudiera hablar. Y de los cientos de personas que
estaban en aquel vestíbulo ¡ me señaló precisamente a
la persona que yo también había escogido! Muy ani-
mados nos abrimos paso hasta donde él estaba.
PARA RUSIA CON AMOR 229
-Kak vi po zhi vayete --empezó Hans.
-Kak vi po zhi vayete -contestó el hombre, po-
niéndose en guardia de inmediato.
En tanto que Hans se lanzó a describirle quiénes
éramos y de dónde veníamos, el rostro del hombre de-
notaba más perplejidad. Pero cuando Hans dijo "ho-
landés" se echó a reír. Nos explicó que era alemán;
que era segunda generación de inmigrantes que vivían
en Siberia y que en su casa todavía hablaban alemán.
Nos pusimos a conversar los tres. Y mientras ha-
blábamos tanto más nos costaba a Hans y a mí con-
vencernos por qué este hombre era de una pequeña
iglesia en Siberia, a unos tres mil doscientos kilóme-
tros de distancia. En la iglesia había ciento cincuenta
comunicantes pero ni una sola Biblia. Un día en un
sueño le habían dicho que fuera a Moscú. Allí iba a
encontrar una Biblia para su iglesia. Al principio se
resistió ante esa idea, nos explicó, porque sabía que
en Moscú, igual que en cualquier otro lugar, había
muy pocas y preciosas Biblias.
Ese fue el fin de su historia.
Hans ~ yo nos miramos incrédulos. Le hice un asen-
timiento a Hans. Era su turno para compartir con
nuestro amigo siberiano las buenas nuevas.
-A usted le dijeron que viniera hacia el este tres
mil doscientos kilómetros para conseguir una Biblia
y a nosotros que fuéramos hacia el oeste tres mil dos-
cientos kilómetros llevando Biblias a las iglesias de
Rusia. Y aquí estamos esta noche, reconociéndonos en
el mismo momento en que nos encontramos.
Así diciendo, Hans le ofreció la Biblia rusa que ha-
bíamos llevado con nosotros. El siberiano estaba ató-
nito. Sostuvo la Biblia a una brazada y la miró deteni-
damente. Después nos miró a nosotros y volvió a mirar
la Biblia. Súbitamente el dique se rompió y hubo una
inundación de gracias y grandes abrazos hasta que un
grupo de espectadores se juntó a nuestro alrededor.
Lo lamenté porque no era mi deseo llamar la atención.
Le susurré que teníamos más Biblias y que si al otro
día quería volver allí a las diez de la mañana le da-
ríamos más para que se llevara.
El siberiano se mostró receloso. -¿ Son gratis?
-Por supuesto -contestamos. -Esto es sencilla-
230 EL CONTRABANDISTA DE DIOS
mente, un miembro del Cuerpo ocupándose por el
otro.
A la mañana siguiente, a las nueve en punto Hans
montó guardia mientras que de nuevo traté de sacar
las Biblias de sus lugares de escondite en el auto.
Estaba más o menos en la mitad de mi tarea cuando
Hans se puso a silbar el himno nacional holandés y
supe que nuestro amigo del uniforme verde había
vuelto. Con un suspiro me puse a hacer café.
-¡ El café está listo! -grité llamando a Hans.
Se me acercó y tomó una taza de helado líquido
de entre mis manos.-¿ Volvió?
-Sí, y tan curioso como ayer. Me parece que sos-
pecha algo. ¿ Cuántas sacaste?
-Cuatro.
-Bueno, creo que será todo. Ponlas en los bol-
sones de mano y salgamos.
Tener una Biblia para uso personal no era delito
alguno, pero comerciar con Biblias entradas de contra-
bando era ilegal y resultaba peligroso parecer como
que uno se dedicaba al contrabando. Pusimos las cua-
tro Biblias en nuestros bolsones de mano de KLM
y caminamos hasta la parada <le! ómnibus.
A las diez en punto llegamos a la iglesia; nos sen-
tamos en un banco cerca de la puerta. A las diez y
media empezamos a preocuparnos, además de estar
llamando la atención. A las once menos cuarto detrás
mío sentí que alguien decía:
-¡ Hola, hermano!-. Me volví. No era el siberiano.
Era Ivanhoff, el pastor que había conocido en mi
viaje anterior a Moscú.
-¿ Espera a alguien? -me preguntó Ivanhoff.
-Yo, nosotros sí. A alguien que conocimos ayer
por la noche.
Ivanhoff guardó silencio por unos momentos. -Sí
-dijo en voz baja, -es lo que temía. Su amigo sibe-
riano no puede venir.
-¿ Qué quiere decir que no puede venir?
Ivanhoff miró a su alrededor. -Amigos -dijo,
-en cada reunión está presente alguien de la policía
secreta. Nosotros contamos con eso. Lo vieron conver-
sando con ese hombre y por eso es que no puede venir.
PARA RUSIA CON AMOR 231
Le "hablaron" acerca de eso. Pero, ¿ trajo algo pa-
ra él?
Miré a Hans. ¿ Podíamos confiar en Ivanhoff?
Hans se encogió de hombros e hizo un asentimiento
de cabeza apenas perceptible.
-Sí -contesté rápidamente. -Cuatro Biblias. En
este bolso.
-Déjemelas. Me ocuparé de que las reciba.
De nuevo volvimos a mirarnos con Hans, pero op-
tamos por sacar de los bolsos las Biblias que habíamos
envuelto en papel de diario, y se las entregamos.
Como parecía no haber otro medio, implorando la pro-
tección del Señor, me aventuré a decir:
-¿ Hay algún lugar donde podamos hablar?
-¿Hablar?
-Bueno, la verdad es que estas no son las únicas
Biblias que tenemos.
Ivanhoff contuvo el aliento. -¿ Qué quiere decir?
Hable en voz baja. ¿ Cuántas Biblias tiene?
-Más de cien.
-¿ Lo dice en serio?
-¡ Seguro! Las tenemos en el coche, allá en el cam-
pamento.
Pensó por unos momentos. Después, sin decir pa-
labras nos llevó a través de un gran corredor. Al doblar
a un costado, se detuvo. Depositó las Biblias en el
suelo y extendió sus manos con las palmas hacia abajo.
-¿ Observó usted mis uñas? -dijo. Miramos fi-
jamente sus uñas rugosas y gruesas. Se veía que
tenían enfermas sus raíces.
-Estuve en la cárcel por la fe -señaló Ivanhoff.
¡ Y éste era el hombre que había manifestado a
la Delegación Juvenil que estaba de visita, que no
había persecución religiosa en Rusia! -Voy a ser
franco con usted. No podría volver a soportar esto.
¡No puedo ayudarlo con las Biblias!
Sentí gran compasión por este hombre. -Me doy
cuenta -contesté. -Comprendemos perfectamente.
Tal vez conozca a alguien que esté dispuesto a ayu-
darnos.
-Markov -señaló Ivanhoff. -Arreglaré todo con
él para alquilar un automóvil. Se encontrará con usted
frente al almacén GUM a la una en punto-. Después
232 EL CONTRABANDISTA DE DIOS

de un breve momento de reflexión añadió:


-Tenga cuidado.
Hans señaló las Biblias que había depositado en el
piso. -¿ Y éstas? ¿ Corre peligro recibiéndolas?
Ivanhoff se sonrió pero sus ojos denotaban la misma
tristeza de siempre. -Cuatro Biblias -señaló. -Esto
no constituye un delito económico muy grave. Cuestan
cuatrocientos rublos. ¿ Cuánto tiempo uno va a la cárcel
por cuatrocientos rublos? Cuatro meses como máximo.
Pero, ¡ cien Biblias! ¡ Aquí, en Moscú cuestan diez mil
rublos y en las provincias más todavía! ¡ Diez mil
rublos de literatura pornográfica! Pero, si un hom-
bre podría ...
-¿Pornográfica? -preguntamos al mismo tiempo
Hans y yo. -¿ Qué tiene que ver con nosotros eso?
-Nada -contestó Ivanhoff -sólo que si lo sor-
prenden lo acusarán de eso-. Y en seguida, como
si le hubieran hecho alguna señal, giró sobre sus
talones, recogió los Libros del piso y se alejó rápida-
mente; sus zapatos retumbaban a través del desierto
corredor y desapareció de vista.
A la una en punto llegamos frente a los alma-
cenes GUM. Un hombre bajó de un auto que estaba
estacionado a unos cien metros, pasó por donde está-
bamos nosotros, mirándonos cautelosamente por el
reflejo de la vidriera. Volvió.
-¿ Hermano Andrés ?
-¿ Markov? -le pregunté. -Saludos en el nombre
del Señor.
-Vamos a hacer algo muy audaz -respondió Mar-
kov, hablando apresuradamente. -Vamos a hacer el
traspaso de las Biblias a una distancia de dos minu-
tos de la Plaza Roja. En un lugar como ese nadie
sospechará de nosotros. ¡ Es un golpe maestro!
Evidentemente era mucho más sagaz que yo. No
me gustaba la idea. Nos guió a una calle que estaba
a menos de dos minutos de la plaza Roja. De un lado
había un paredón y del otro casas.
Desde cualquier ventana alguien nos podría espiar.
-Mejor será que ores -le manifesté a Hans mien-
tras estacionaba detrás del auto de Markov.
Hans oró en voz alta mientras que yo sacaba las
Biblias, las cargaba en mi brazo y las ponía en cajas
PARA RUSIA CON AM OR 233
y bolsas. Markov abrió la puerta trasera de su coche
y allí mismo, a plena luz, hicimos el traspaso, viaje
tras viaje en aquella transitada vereda. Cuando con-
cluimos Markov se dio tiempo sólo para darnos un
rápido apretón de manos antes de volver a su coche
y poner en marcha el motor.
-La semana que viene -señaló- estas Biblias
estarán en las manos de pastores por todo el país.
En tanto que Markov se alejaba, me volví a mirar
a Hans. Seguía orando, pero sonreía satisfecho.
-Esta parte de nuestra misión estaba cumplida.
A no ser por aquella caja de Biblias en ucraniano,
nuestro amigo del uniforme verde podía espiar todo lo
que quisiera. El auto estaba vacío.

Para regresar a casa lo hicimos por Ucrania. Nos-


otros mismos entregamos las Biblias a las iglesias.
Y fue en una de las veces en que paramos para en-
tregar las Biblias que un sueño se apoderó de mí y
que no me dejó por tres años.
Fue allá, en Ucrania, cuando teníamos solamente
dos Biblias, que uno de los feligreses trajo algo para
mostrarnos. Un tesoro de familia: una Biblia en ucra-
niano y en edición de bolsillo.
Incrédulo scstuve el pequeño ejemplar en mi mano.
El hombre me aseguró que era una Biblia completa.
Su tamaño era la cuarta parte de una Biblia de las
que nosotros habíamos llevado. Volví las páginas de
papel indio, asombrado al ver el tipo pequeño, tan
pequeño y sin embargo tan legible. Cada palabra era
nítida y bien espaciada. Le hice un montón de pre-
guntas a su dueño. ¿ Dónde había sido impresa?
¿ Quién la había publicado? ¿ Dónde la habían com-
prado? Lamentablemente no pudo contestar ninguna
de mis preguntas.
No podía desprenderme del pequeño libro. Lo so-
pesé en mi mano. Lo guardé en mi bolsillo. Lo saqué
y lo puse al lado de una de las Biblias de tamaño
corriente. ¡ Con un tamaño así podríamos llevar tres o
cuatro veces más Biblias por viaje! Y una vez dentro
del país sería mucho más fácil transferirlas y ocultar-
las. Y si eso podía hacerse con las Biblias en ucra-
niano, también las rusas y en otros idiomas de Euro-
234 EL CONTRABANDISTA DE DIOS
pa Oriental podrían imprimirse en este formato . . .
Al ver el entusiasmo que había mostrado por esta
Biblia, su dueño me hizo una sugerencia.
-A cambio de las dos nuevas que teníamos, ¿ nos
interesaría quedarnos con ésta? De todos modos la
Iglesia tendría una Biblia más.
Para satisfacción mía el ministro y la congrega-
ción estuvieron de acuerdo y yo partí de aquel pueblo
con el sueño en mi bolsillo. Casi no podía esperar
para enseñarla en nuestras Sociedades Bíblicas en el
Este.
El último domingo que pasamos en Rusia fuimos a
una Iglesia Bautista en una villa ucraniana, no lejos
de la frontera húngara. El canto era conmovedor. Las
oraciones fervorosas. Pero cuando llegó el momento
del sermón, el pastor hizo algo que nos resultó ex-
traño. Se bajó de su púlpito, pidió un libro a alguien
de la congregación y regresó al púlpito. ¡ Era una
Biblia! Teníamos noticias de que en Rusia había pas-
tores que no tenían Biblias, pero era la primera vez
que lo veíamos con nuestros propios ojos.
Después del culto el pastor nos invitó a acompa-
ñarlo a él y a sus diáconos a la oficina, para con-
versar un rato.
Como acontecía con tanta frecuencia en Rusia, la
charla se inició con un ataque. Habíamos aprendido
que era un medio de defensa, puesto que todos los
pastores sabían que se los vigilaba atentamente. Esta
vez el ataque fue contra mi automóvil.
-Dígame -señaló el pastor a través de uno de los
feligreses que hablaba alemán, --¿ qué complejo in-
dustrial preside usted?
-No trabajo con ningún complejo industrial.
Nuestro intérprete se lo explicó pero el pastor no
dejó el tema. -Sé que no dice la verdad -señaló,
-porque afuera tiene estacionado un auto. Solamente
los capitalistas tienen automóviles. Los trabajadores
andan a pie.
¿ Qué podía hacer? Resultaba imposible convencerlo
de que era un ex obrero de una fábrica; que era
hijo de un herrero de pueblo, y que tenía muchas me-
nos posibilidades de contar con una entrada fija que
PARA RUSIA CON AMOR 235
él mismo. No podía comprender esas cosas y aban-
donó el tema solamente por cortesía o tal vez porque
pensó que sin lugar a dudas había dejado sentada
su antipatía por la clase indolente y adinerada.
Hablamos sobre la Segunda Venida de Cristo, el
tema teológico predilecto en Rusia y el tono de nues-
tra conversación cambió de inmediato. Saqué mi Biblia
en holandés del bolsillo para seguir las referencias que
él indicaba. Cuando concluyó, la puse sobre el es-
critorio.
Observé que casi de inmediato perdió interés en la
conversación. ¡ Estaba absorto contemplando la Biblia!
La tomó. La pesó en su mano, descorrió el cierre de
cremallera, observó detenidamente las palabras en ho-
landés, aunque no las entendía y volvió a deslizar el
cierre.
La puso sobre el escritorio, no como yo, sino con
gran cuidado. La arrimó a una de las esquinas del
escritorio y despacio dejó correr sus dedos para ali-
nearla con el escritorio. Y su voz, distante, hablando
consigo mismo más que con nosotros, señaló - Sabe,
hermano; ¡ yo no tengo una Biblia!
Sus palabras me conmovieron. Era un hombre con
cierta jerarquía, un dirigente espiritual de miles de
almas ¡ y no tenía una Biblia! No nos quedaba nin-
guna de todas las que habíamos llevado con nosotros.
De pronto recordé que me quedaba la pequeña Biblia
en ucraniano. -¡ Un momento! - dije casi gritando.
Pegué un salto en mi silla. -La Sociedad Bíblica
tendrá que creerme-. Corrí hasta el automóvil. Abrí
rápidamente la puerta, saqué la Biblia de debajo del
asiento y volví a su oficina.
-¡ Aquí tiene!-. Empujé la Biblia hasta donde es-
taba él. -Esto es para usted. Para que se la guarde.
El que hacía de intérprete repitió mis palabras,
pero el pastor parecía no comprender. -¿ De quién
es? -preguntó.
-¡Suya! Para que se la guarde. ¡ Es para usted!
Cuando Hans y yo partimos ese día, estábamos
todos doloridos por los fuertes abrazos que nos habían
dado esos ancianos. Ahora su pastor tenía una Biblia
propia. Una Biblia que no tenía que devolver cuando
terminaba el culto. Una Biblia para leerla todas las
236 EL CONTRABANDISTA DE DIOS
veces que quisiera. Un Biblia para leer y para amar.
Al salir de Rusia sabía que tenia por delante una
tarea más grande que cualquiera que hasta ahora
había acometido detrás de la Cortina de Hierro. Tenía
que hablar con algunas organizaciones para imprimir
Biblias en ediciones de Bolsillo y en los idiomas es-
lavos. Y tenía que llevar esos libros a Rusia, no por
cientos sino por miles.
CAPITULO 19
A cuenta de una promesa

No podía dejar de pensar en la necesidad de contar


con una Biblia en ruso, en edición de bolsillo. Se con-
virtió en una obsesión para mí. Visité las Sociedades
Bíblicas, pero aun cuando una de ellas estaba de acuer-
do que en teoría era factible una edición así, en la
práctica había problemas. La Sociedad Bíblica Ame-
ricana, que me había estado dando gratis Biblias
en ruso, aunque me comprendía, no veía claramente
la razón de imprimir una edición especial para esta
operación. La Sociedad Bíblica Británica y Extranje-
ra estaba en igual situación. La Sociedad Bíblica
Holandesa se dedicaba solamente a la impresión de
Biblias para Africa e Indonesia. No se ocupaban para
nada con los idiomas de Europa del Este.
-¿ Por qué no imprime su propia edición de bol-
sillo de la Biblia? -me preguntó Philip Whetstra
una tarde, cuando estaba comentándole mi problema.
-¡ Qué gracioso !
-No estoy bromeando. Usted sabe exactamente qué
es lo que quiere. Mándelas imprimir.
-Debe estar soñando, señor Whetstra. Necesitaría
por lo menos cinco mil dólares. ¿ Dónde voy a conseguir
cinco mil dólares?
El señor Whetstra me miró con tristeza. -¿ Me lo
pregunta después de todo este tiempo? -señaló.
Lógicamente que tenía razón. No sería yo el que
proveería los fondos para ese proyecto, sino <iu:..1.. sería
el Señor. Esa noche, antes de despedirme de los whets-
tra, sabía que estaba por lanzarme a otro gran pro-
yecto el más grande hasta entonces. Esta vez, empero,
pasó mucho más tiempo que el acostumbrado para que
el sueño se hiciera realidad.
Mientras tanto había que seguir la obra. Contar con
la colaboración de Hans fue mucho mejor de lo que
238 EL CONTRABANDISTA DE DIOS
pensaba. Formábamos un equipo, fuerte uno donde el
otro era débil. Una calurosa noche del verano de 1962,
cuando estábamos en Bulgaria, Hans me dijo de pron-
to: -Andy, es hora de que oremos pidiendo un nuevo
miembro para nuestro equipo.
Yo estaba sentado en la cama ; con la transpiración
secándose sobre mi cuerpo, procurando escribir una
carta para mi familia. -Yup. Es cierto -respondí dis-
traídamente.
-¿ Recuerdas que cuando por fin llegó la visa para
Checoeslovaquia y tú estabas en Alemania Oriental y
yo en Rusia? Si fuéramos más no necesitaríamos
hacer esas elecciones.
-Yup, tienes razón.
-No me estás prestando atención.
Dejé el papel. Se me quedó pegado a la palma de
la mano. -Por supuesto que te estoy escuchando.
Traté de recordar qué había dicho. Tenemos más opor-
tunidades de las que podemos abarcar. Tienes razón,
Hans, pero ya sabes qué pasa si uno se agranda muy
rápidamente.
Hans me interrumpió. -La verdad que yo no diría
que contar con un nuevo miembro para el equipo en
siete años es agrandarse rápidamente. Oremos.
Miré detenidamente a Hans. Su "oremos" fue tan
unido a su última frase que me pareció no haber oído
bien. Pero Hans ya estaba orando. Incliné la cabeza
y mientras él oraba comencé a percibir su sentido de
la urgencia respecto de encontrar otro hombre que se
diera a sí mismo con nosotros sin limitación de tiem-
po, sin sueldo, sin reservas.
-Casi simultáneamente los dos pensamos en la
misma persona.
-¿ Qué opinas de Rolf? - exclamamos juntos, po-
niéndonos a reír en seguida.
-Puede que sea guía divina -señaló Hans.
-Es cierto, puede que así sea.
Rolf era un seminarista holandés, próximo a ter-
minar sus estudios post-graduados en Teología Siste-
mática. Aunque era un brillante teólogo, era también
de acción. Esa misma noche le escribí preguntándole
si consideraría unirse a nosotros. Al llegar a Holanda
nos esperaba una carta suya. Había leído mi carta
A CUENTA DE UNA PROMESA 239
con desagrado, escribía Rolf. El convertirse en un
misionero de voz pegajosa que sacudía su Biblia era
la última cosa en el mundo que quería hacer. ¿ Para
qué pensaba yo que había ido todos esos años al Se-
minario si todo lo que necesitaba saber era "Firmes y
adelante"?
Pero desde que había recibido mi carta, decía, no
había podido dormir. Dios se la había puesto debajo
de las narices día y noche, al comer, al trabajar, cuan-
do estaba sentado o caminando, hasta que por fin se
había rendido. ¿ Cuándo podría comenzar?
Así, pataleando y protestando, un tercer miembro
vino a formar parte de nuestro equipo. En seguida
Hans lo llevó en un viaje de orientación. Fueron a
Rumania. Tuvieron un tiempo extraordinario allá al
ser testigos de un verdadero quebrantamiento en la
reserva de la Iglesia, en aquella hermosa tierra. Dos
hombres los espiaban casi sin quitarle los ojos de en-
cima, pero no obstante se arreglaron para entregar las
Biblias y hasta para predicar algunas veces en casas
de familias.
Rolf regresó boquiabierto y plenamente convencido.

Compartimos con Rolf nuestro sueño de conseguir


una Biblia de bolsillo, en ruso. Casi ni habíamos ter-
minado de enumerar las dificultades antes de que
Rolf se hiciera eco del pensamiento de Philip Whetstra:
debíamos imprimir las Biblias por cuenta propia.
-¿ Cuánto costaría imprimir cinco mil Biblias?
-preguntó Rolf.
Tuve que admitir que nunca había pedido un pre-
supuesto. Rolf no me dejó tranquilo. Juntos nos pu-
simos en contacto con imprentas en Holanda, Alemania
e Inglaterra. La mejor cotización que recibimos fue
de una imprenta que nos escribió que con una impre-
sión de cinco mil ejemplares, las Biblias nos costa-
rían tres dólares cada una.
-Vieron - dije a Rolf, Hans y Corrie el día que
recibimos la cotización por correo, -a ese precio nos
hacen falta quince mil dólares.
Rolf y Hans se divertían a costillas mías. -¡ Te
quedas paralizado por algo tan insignificante como
el dinero!
240 EL CONTRABANDISTA DE Dros
Por supuesto que otra vez estaban en lo cierto.
Había aprendido a confiar en el Señor por dentífri-
co y hojas de afeitar, pero cuando se trataba de quince
mil dólares no podía creer que se aplicaba el mismo
principio.
Esa noche, sentado en la mesa de la cocina, abrí la
libreta en la que registraba el movimiento de la cuenta
bancaria para "Biblias rusas". Las entradas, a partir
de 1961, o sea después de haber regresado de Rusia (ya
estaba bien avanzado el año 1963), con todos los es-
fuerzos hechos todavía no habíamos llegado a los dos
mil dólares.
Corrie se sentó a mi lado. -¿ En qué piensas, Andy?
Empujé hasta ella la libreta de depósitos bancarios.
-Esto es todo lo que tenemos en dos años-. Suspiré
hondo, no queriendo decir lo que tendría que decir en
seguida. -¿ Cuánto piensas que vale nuestra casa?
Corrie no respondió. Me miró fijamente.
-La compramos por una ganga, y con todo el tra-
bajo que hemos puesto en ella se ha valorizado mucho.
¿ Cuánto piensas que puede valer? ¿ Diez mil dólares?
¿Doce mil? ¡Necesitamos esa suma!
-¿Nuestra casa, Andy? ¿Justo ahora que espera-
mos otro bebé?
-Es necesario que hagamos algo para salir de este
punto muerto.
Corrie se puso pálida. -Tal vez no sea la voluntad
de Dios que tengamos esas Biblias de bolsillo - dijo
con voz casi imperceptible. -Posiblemente el hecho 'de
que avance tan lentamente sea su guía.
-Ya sé, ya sé.

Eso fue todo lo que hablamos esa noche respecto


de vender la casa. A la semana siguiente Corrie me
contó que había empezado a orar para pensar en la
casa no como nuestra, sino como propiedad de Dios.
-Debe ser tuya para hacer lo que tú quieras -em-
pezamos a orar los dos todas las noches. -Sin embar-
go, sabemos que en verdad no lo sentimos así, Señor.
Si tú quieres que vendamos la casa para costear la im-
presión de las Biblias tendrás que realizar un milagro
en nuestros corazones para que estemos dispuestos a
hacerlo.
A CUENTA DE UNA PROMESA 241
Llegó el bebé: la criatura que habíamos esperado
tanto, una nena. Le pusimos Stephanie. Todo el efec-
tivo que recibíamos para ella fue a parar al fondo des-
tinado a las Biblias. Pero aunque pasáramos veinte
años ahorrando así, no alcanzaría. Dejamos de pedir
voluntad y pedimos a Dios que nos diera disposición
para disponernos a vender la casa.
El contestó nuestra oración. Una mañana Corrie
y yo, supimos súbitamente que no necesitábamos esa
casa, ni ninguna otra cosa sobre la tierra para sen-
tirnos felices.
-No sé dónde viviremos - empezó diciendo Corrie
y en seguida se echó a reír. -¿ Te acuerdas, Andy?
No sabemos dónde vamos.
Concluí la frase que habíamos dicho tan a menudo,
-pero vamos juntos.
Ese mismo día recibimos una tasación por la casa
y el terreno. El total, junto con lo que teníamos aho-
rrado llegaba a más de quince mil dólares.
Fue la confirmación que necesitábamos. Pusimos
la casa en venta y escribí a la imprenta en Ingla-
terra solicitándole que empezara a trabajar con las
planchuelas, tal como habíamos convenido. Esa noche
Corrie y yo dormimos más contentos. Hacía mucho
que no nos sentíamos tan felices.
¡ Qué fiel es Dios! ¡ Cuán enteramente digno de con-
fianza! Mu cho más de lo que nosotros imaginamos.
Nos pide tan poco para darnos tanto. No obstante la
escasez de viviendas en Witte, ni una sola persona vino
a ver la casa durante toda la semana. El viernes Co-
rrie me llamó: -Andy, ¡teléfono!
Dado que Hans y Rolf viajaban casi continua-
mente, fue necesario instalar un teléfono en casa. Con
frecuencia me molestaban las interrupciones que me
causaba, pero no ese día. Me llamaban de la Sociedad
Bíblica Holandesa. Querían saber si podría ir a verlos
esa misma tarde.
Pocas horas después estaba sentado frente a la
Junta Directiva.
Volvieron a explicarme que ellos tenían su tarea
fija, pero que no habían podido olvidar mi necesidad.
Si podía hacer algún arreglo para que imprimieran las
Biblias en algún otro lugar . . .
242 EL CONTRABANDISTA DE Dros

¿ Ya lo había hecho? ¿ En Inglaterra? Bueno, me


propusieron pagar la mitad de lo que costaran. Si la
impresión de cada Biblia salía a tres dólares, podría
comprarlas por un dólar cincuenta. Y aunque ellos
pagarían por el total de la impresión, tan pronto como
estuvieran impresas, yo se las pagaría a ellos a me-
dida que las necesitara. ¿ Era satisfactorio esto?
¡ Vaya si lo era! Casi ni podía creerlo. Podía com-
prar más de seiscientas Biblias, todas las que podíamos
llevar de una vez, y podía comprarlas en seguida uti-
lizando el dinero de ese fondo. Y no tendríamos que
dejar nuestra casa y Corrie podía seguir adelante con
las cortinas rosas para el cuarto de Steffie y yo podía
seguir con los almácigos de lechuga y casi no podía
esperar para contarle a Corrie Jo que Dios había hecho
con el dedalito lleno de buena voluntad que le había-
mos ofrecido.
¡ Por fin las Biblias de bolsillo eran una realidad!
Al salir de las oficinas de la Sociedad Bíblica Ho-
landesa sabía que dentro de seis meses, es decir, para
principios de 1964, podíamos comenzar a proveer Bi-
blias a los pastores rusos, que tan desesperadamente
las necesitaban.
Rolf se casaba. Corrie y yo sentimos la obligación
de explicarle las desventajas y las separaciones que
eran parte de esta clase de trabajo en el que está-
bamos empeñados. Pero, como Rolf señaló, nuestra fe-
licidad era el mejor argumento del mundo . para que
él dejara su soltería. ·
Elena podría viajar con él. Sería un miembro del
equipo, tan eficaz como un hombre.
Fuimos testigos de su boda y para su luna de miel
les dimos una tarea muy preciada a nuestros corazo-
nes. Ya estaba lista la primera tirada de las Biblias
que habíamos pedido. Rolf y Elena irían a Inglaterra
para traerlas.
Contábamos con un segundo vehículo; un furgón es-
pecialmente construido para viajes largos. La parte
de atrás no tenía ventanilla y tenía mayor capacidad
de carga que el Opel. Rolf y su flamante esposa cru-
zaron el furgón en ferry y en Inglaterra cargaron la
primera -partída de Biblias de bolsillo. Cuando Rolf
A CUENTA DE UNA PROMESA 243
y Elena irrumpieron en nuestra casa llevando una de
las nuevas Biblias, fue un día de fiesta para nosotros.
¡ Nuestra propia edición! La sostuve en la mano iz-
quierda mientras que en la derecha tenía un ejemplar
corriente. ¡ Qué diferencia! Era necesario que nos pu-
siéramos en camino lo antes posible.
Fijamos la partida para el 16 de mayo de 1964. Me
era necesario todo el apoyo que pudiera recibir para
esta empresa. Hans se encontraba en Hungría y el
recién casado Rolf fue el escogido.

Estábamos en Moscú. Era domingo de mañana, es


decir, la hora para salir rumbo a la iglesia. Rolf y yo
dejamos el furgón con considerable intranquilidad.
¿ Cuánto costaría la mercadería no declarada? Ahora
una Biblia era suficiente como para comprar una vaca
en los distritos rurales. Seiscientas cincuenta vacas.
Este cargamento representaba un contrabando en gran
escala, aunque más no fuera por su valor en efectivo.
Nuestra intención era regalar las Biblias, pero eso de
nada serviría si nos sorprendían con ellas en nuestro
poder. En aquel entonces un hombre había sido juzga-
do por un "delito económico", contra el Estado. Re-
cientemente otro había sido convicto de la misma
ofensa y había sido ejecutado por un pelotón de fusi-
lamiento. Si nos sorprendían ... bueno, era mejor
no pensar esas cosas ahora.
Esa mañana Ivanhoff se encontraba en la plata-
forma. Al mirar a la galería de los visitantes estaba
seguro que me había reconocido, aunque no dio señales
de ello. A los pocos minutos se levantó y abandonó el
santuario. No regresó ni tampoco lo encontré en el
vestíbulo después de la reunión. De pronto una voz
calurosa me dijo por detrás -¡ Bienvenido a Rusia!
Era Markov. Le presenté a Rolf. -Hemos traído
unos regalos- le dije.
-¡Estupendo! - exclamó con voz fuerte. -¡ Qué
noticia tan extraordinaria! Su voz era más fuerte de
lo que convenía. Me di cuenta que era su manera de
protegerse. Nadie se molestaría en escuchar si hablába-
mos abiertamente. ·
-Quisiera saber dónde podríamos vernos.
1- -¿ Qué_ le parece el mismo lugar de antes?
244 EL CONTRABANDISTA DE DIOS
¡ El mismo lugar! ¡ A dos minutos de la Plaza Roja!
Markov podía tener nervios de acero, pero yo no.
-Me gustaría conocer otro paisaje.
Recién entonces Markov bajó el tono de su voz.
-En el camino a Srnolensk hay un gran cartel de color
azul que dice "Moscú". La entrevista será alli a las
cinco de la tarde en punto. Yo lo guiaré a otro lugar.
Tenga los regalos desempaquetados así podernos mo-
vernos con mayor rapidez.
Me pareció mejor, pero Rolf y yo todavía estába-
mos confrontados con el dilema de dónde podriamos
desempaquetar las Biblias. Necesitaríamos por lo me-
nos media hora de absoluta tranquilidad, sin interrup-
ciones, para poder hacerlo.
Al volver al campamento se me ocurrió algo. -Va-
yamos a dar una vuelta -dije. -Quédate contem-
plando el paisaje y yo me deslizaré hasta la parte de
atrás para desempaquetar. Cualquier cosa que hagas,
sigue andando.
Apenas babia empezado, el furgón se detuvo brus-
camente. Me deslicé adelante y espié oculto detrás del
asiento. Un oficial de policía · se acercaba a nosotros.
-¡Ora! - susurró Rolf. Asomó su cabeza por la
ventanilla.
El policía dijo a la carrera y enojado, algo en ruso,
para generar en seguida algunas palabras en inglés.
-¡ No dar vuelta! ¡ No girar! ¡No girar dice la señal!
-¿ Qué tenía de malo esa vuelta, oficial? - pregun-
tó Rolf en holandés. -Lo siento muchísimo. No estoy
acostumbrado a manejar en una ciudad tan grande y
hermosa corno Moscú.
Otra vez el policía volvió a rabiar en ruso. Aplasté
mi espalda contra el costado del furgón, orando que
el oficial no mirara adentro. Parecía que babia trans-
currido un siglo cuando volví a oírlo decir algo más
en ruso, hablando con más calma. -Lo mismo a usted,
oficial - le contestó Rolf en holandés. -Le deseo a
usted y a su gente la más rica bendición de Dios.
Rolf puso en marcha el furgón y avanzó lenta-
mente entre el tránsito. Pasaron varias cuadras antes
de que respirara.
-No tratemos más esto, ¡es mucho para mi!
Pasamos el resto de la tarde buscando un lugar don-
A CUENTA DE UNA PROMESA 245
de poder terminar el trabajo. Llegaron las cuatro de
la tarde. Comprendimos que aunque no estuviéramos
listos tendríamos que salir para nuestra cita. Con nues-
tros corazones que no armonizaban con el brillante
cielo que se extendía sobre nuestras cabezas nos di-
rigimos hacia el camino de Smolensk.
-¡ Por qué aflijirnos ! -exclamó repentinamente
Rolf. -Es la obra de Dios. ¡ El abrirá el camino!
Para demostrar su convicción, se puso a cantar.
Paradójicamente, a medida que nuestros ánimos se
iluminaban, el cielo sobre nuestras cabezas se oscu-
recía. Primero unos nubarrones ocultaron el sol y des-
pués un montón de espesas nubes encapotaron rápi-
damente el cielo, tornándolo oscuro y amenazador.
A lo lejos relampagueaba. El trueno le contestaba.
Aun así, Rolf y yo continuamos cantando mientras
manejábamos.
Comenzó a llover. En todos mis viajes nunca había
visto una lluvia como esta. Era como si una reserva
celestial se hubiera roto dejando caer sobre la tierra
un sólido manto de agua. No nos quedaba otra alter-
nativa más que salirnos del camino. Otros coches hi-
cieron lo mismo. Las ventanillas estaban empañadas.
Casi ni podíamos hacer funcionar el limpiaparabrisas.
-Dime.
-Ya sé.
-¡ El Señor nos ha hecho invisible! - exclamó
Rolf.
Dándole las gracias nos escurrimos hasta la parte
trasera del furgón y sin apuro sacamos el resto de
las Biblias y las pusimos en cajas. Volvimos a sen-
tarnos tranquilamente justo cuando cesó la lluvia y
el sol volvió a brillar en el cielo.
A las cinco en punto pasamos por la señal que
decía "Moscú". Markov se nos adelantó con los faros
delanteros todavía encendidos. Los hizo guiñar una
vez. Diez minutos después de las cinco nos detuvimos
frente a algo así como un centro comercial. La gente
a nuestro alrededor descargaba cajas o las apilaba
en camiones. En cinco minutos hicimos el traspaso.
Después de tres años, se había hecho el primer pago
de una promesa hecha a algunos pastores.
CAPITULO 20
El dragón se despierta

El aeroplano volaba sobre la gran roca llamada Hong


Kong, capital de la colonia de la corona británica,
asentada como una frágil mariposa sobre la cola de un
dragón no tan dormido, que es China Comunista.
Más allá el continente chino se extendía tan lejos como
alcanzaba a ver.
Por la fracción de un segundo me asombré al no
ver una gran muralla a su alrededor. Así me imagi-
naba a China roja: cerrada, aislada, inexpugnable.
Aun cuando estaba comenzando a distinguir entre los
países del círculo exterior y los del círculo interior de
la Europa Comunista, nunca había intentado calificar
a China. Para mí era un mundo aparte, cerrado en
sí mismo, más inaccesible al cristianismo que la ma-
yoría de los regímenes totalitarios de Europa.
Pero sucedió que un día, en Moscú, me había sen-
tado en un ómnibus al lado de un chino. En aquellos
días había cientos de chinos en Moscú, pero este hom-
bre llevaba una diminuta cruz en la solapa de su
abrigo. Nos pusimos a conversar en inglés y me contó
que era el secretario de la Asociación Cristiana de
Jóvenes (A.C.J.) en Shangai. Me asombré. ¿Aun es-
taba abierta la A.C.J. en Shangai? Sí, me había ase-
gurado que estaba abierta y en actividad. Me dio su
tarjeta y" me invitó a visitarlo.
Desde aquel día, una esperanza más allá de toda
esperanza nació dentro de mí: poder algún día llegar
a ministrar a los aislados cristianos en China.
Pero había muchas preguntas que contestar antes
de poder comenzar. ¿ Cuántos cristianos habría en
China? Sabía que la mayor parte de la población nun-
ca había sido cristiana. Por otra parte, tal vez China
había sido escenario del mayor esfuerzo misionero.
¿ Qué sería de la devoción de tantos hombres y mu-
jeres? ¿ Seguirían abiertas las congregaciones que ellos
EL DRAGON SE DESPIERTA 247

habían establecido? ¿ Sufrirían persecución? ¿ Se reu-


nirían en secreto? -Y si aún existían, ¿ estaban tan
hambrientas por Biblias como las iglesias de Europa
Oriental?
Esas eran las preguntas que necesitaban respuesta.
Fue así que, cuando en 1965 mis predicaciones me lle-
varon a California, decidí seguir adelante: visitaría
Taiwan (Formosa) para hablar con los que conocían
China y después trataría de entrar en el Continente
mismo. Contaba con mi pasaporte holandés. En algu-
nas circunstancias los holandeses aún podían penetrar
detrás de aquella cortina más fuerte que el mismo
_hierro.
Pero aún dentro del avión que se dirigía a Hong
Kong, descubrí que había empezado todo mal. El pa-
sajero sentado a mi lado, un banquero de Hong Kong
me miró sorprendido cuando le conté que iba a China.
-Pero, ¿ no subió a bordo en Taiwan? - me pre-
guntó.
-Sí, estuve diez días allí.
-Déjeme ver su pasaporte.
Dio vueltas a las páginas del pasaporte buscando
el sello de entrada en Taiwan, pero se detuvo brus-
camente al ver la visa estadounidense. -¡ Estados
Unidos! - exclamó.
-Sí, también estuve allí.
-¡ Qué barbaridad! ¡ Nunca podrá entrar en China
con este pasaporte !
Ahora por lo general me gozo cuando alguien me
dice que una hazaña misionera es imposible, porque
eso me permite experimentar cómo Dios trata con
lo imposible. Ni bien me registré en la· A.C.J. en
Hong Kong llegaron a mis oídos noticias más desalen-
tadoras. Todo Hong Kong parecía estar lleno de mi-
sioneros que trataron de entrar al continente chino y
habían fracasado. Eran doctores y maestros con gran-
des fojas de servicio a favor del pueblo. Pero en la
actualidad ninguno de ellos valía. El hecho de que
fueran acreditados bajo el régimen pre-comunista,
automáticamente les impedía la entrada al país.
Cuando oí esas cosas por centésima vez, mi confian-
za vaciló. Quizá podía conseguir otro pasaporte que
no registrara ninguno de los viajes previos.
248 EL CONTRABANDISTA DE DIOS
Tomé el ferry en Kowloon, donde está la A.C.J .,
atravesé la parte central de la ciudad en la rocosa
isla-Y me dirigi al Consulado holandés. El cónsul es-
taba envuelto en una espesa cortina de acre humo,
dando bocanadas a una pipa de arcilla, de vástago
largo, que me hizo sentir nostalgias por Holanda.
Cuando le expliqué que queria entrar en el continente
chino se quitó la pipa de la boca y se sonrió. Al ex-
plicarle que era misionero su sonrisa se agrandó. Al
decirle francamente que tenia la intención de buscar
a los cristianos de alli y explorar las posibilidades de
llevarles Biblias, se echó a reir.
-¿ Me permite ver su pasaporte? Dio vuelta a las
páginas moviendo la cabeza. -Imposible -señaló, gol-
peando las visas delatoras con su pipa.
Por esa razón vine, señor -dije. -Quiero un nuevo
pasaporte.
-Imposible - repitió. El Consulado en Hong Kong
no está autorizado para emitir pasaportes. Si enviaba
mi solicitud a Indonesia tendria que indicar las ra-
zones legales, y no babia ninguna. Echó una bocanada
de humo que en forma de espirales llegó hasta el cie-
lorraso, Comprendi que babia dado por terminada la
entrevista.
Al principio me sentí desalentado por el fracaso de
mi estratagema, pero súbitamente me alegré. Seria im-
posible entrar en China por mi propia sagacidad.
Creía que Dios había puesto ese deseo en mi corazón:
le dejaria a él los medios de hacerlo. A la mañana
siguiente me limitaría a ir al Consulado chino para
solicitar una visa, sabiendo que si Dios realmente
quería que fuera, obtendría los papeles que necesitaba.
Primero pensé que tenía que hacer algo. Pensé en
Josué, cuando se preparaba para invadir la tierra de
los cananeos y cómo había enviado espías que le pre-
cedieran a fin de explorar la tierra. Quizá debía hacer
eso : espiar la tierra de las esferas oficiales chinas.
Era de noche. Los negocios y las oficinas estaban
cerrados. De todos modos salí en busca de la "Agencia
de Viajes" china, como se llamaba el Departamento de
Turismo de ese gobierno.
Como esperaba, estaba cerrado. Colocado sobre un
gran pilar, afuera de la puerta, un cartel grande decía
/
EL DRAGON SE DESPIERTA 249
en inglés: "Servicio de Viajes Chino". En el oscuro
pasillo de la puerta cerrada me puse a orar una oración
de victoria, atando cualquier fuerza que pudiera im-
pedirme ir a donde fuera la voluntad de Dios para
proclamar el hecho de que Cristo había sido victorioso
una vez y para siempre sobre todo poder que se opu-
siera al reinado de Dios. Caminé ida y vuelta frente
al edificio. Allí, en la oscuridad, estuve orando cerca
de dos horas.
Volví a la mañana siguiente. La puerta estaba
abierta. Arriba, en un tramo de escaleras estaba senta-
do un soldado chino. Detrás suyo había un gran salón
atestado de personas. Escogí una fila y mientras espe-
raba oré por los funcionarios y empleados que estaban
detrás del mostrador. Le pedí a Dios que abriera
cauces por los cuales pudiera alcanzar a esos ciuda-
danos chinos.
Me llegó el turno. Me adelanté y el hombre ves-
tido con el "uniforme del pueblo", de color azul claro,
me miró inquisitivamente.
-Señor - dije en inglés, -quiero una visa para
China.
El empleado bajó la vista y se puso a sellar pa-
peles. -¿ Estuvo alguna vez en los Estados Unidos o
Taiwan? -me preguntó.
-Sí, señor, acabo de llegar de Taiwan y antes es-
tuve en California.
-Entonces -me respondió sonriente, -no podrá
ir a China porque esos países son nuestros enemigos.
-Pero -le contesté devolviéndole la sonrisa- no
son mis enemigos, yo no tengo enemigos. ¿ Sería tan
amable de darme los formularios?
Nos miramos fijamente. No sé lo que él hacía, pero
yo, oraba. Me miró fijamente, sin inmutarse; por
largo rato. Por último, dejó de hacerlo. -No le ser-
virá de nada - dijo encogiéndose de hombros aunque
me entregó los formularios para solicitar la visa.
Cuando los llené me dijo que recién dentro de tres
días tendría noticias. La solicitud, junto con el pasa-
porte delator serían enviados a Cantón.
Esa noche cené con un misionero chino. -¡ Me di-
jeron que dentro de tres días tendré noticias! -le dije
jubilosamente.
250 EL CONTRABANDISTA DE DIOS

Mi anfitrión echó para atrás la cabeza, riéndose a


carcajadas. -Eso Je muestra qué poco conoce la men-
talidad oriental - me dijo. -Siempre dicen tres días.
En China, tres días equivale a nunca.
Resueltamente cerré mis oídos. En esos tres días
estuve ayunando y orando casi constantemente. Pero,
hice algo más : fui hasta la Sociedad Bíblica local y·
compré una provisión de la Escritura en idioma chino,
para llevar conmigo detrás de la Cortina de Bambú.
Hice arreglos para dejar en depósito algunas de mis
ropas ya que en una valija llena casi totalmente
con Biblias, tendría muy poco espacio para ropa. Es-
peré. AJ tercer día volví a mi habitación en la Aso-
ciación y encontré una nota en la que me decían que.
llamara por teléfono a la Agencia de Viajes. En vez
de llamar fui personalmente a la oficina. Traté de
leer el rostro del funcionario chino cuando levantó la
vista y me vio. Pero era tan inescrutable como la
reputación de sus compatriotas. Por fin llegué al mos-
trador. Sin decir palabra me entregó mi pasaporte;
tenía un papel sellado adherido: la tan importante visa
para viajar a su país.
A las ocho de la mañana del día siguiente estaba en
un tren que salía de la estación de Taim Sha Taui.
Para llegar a la frontera era necesario viajar dos
horas a través de la colonia de la corona británica,
hasta el pueblecito de Lo We. Allá, sobre un puente de
ferrocarril que atravesaba un arroyuelo estaba la en-
trada a la tierra del dragón que estaba despertándose.
En el lado británico había solamente un pequeño res-
taurante, la estación y la oficina aduanera. Me cansé
de esperar y salí a caminar por afuera. Un soldado
británico montaba guardia en el puente. Un tren car-
guero resonaba ruidosamente mientras se dirigía a
Hong Kong llevando un cargamento de cerdos vivos,
gallinas y víveres para los millones que vivían en la
ciudad británica. El soldado me contó que el lugar
donde se encontraba era conocido como el Puente de
los Lament;s. Todos los días tenían que devolver re-
fugiados que se habían filtrado a través del arroyo
y entregarlos por el puente. Me contó que Jloraban,
suplicaban y se aferraban a la superestructura del
puente porque no querían volver.
EL DRAGON SE DESPIERTA 251
Señor, oré silenciosamente, permite que un día se
acaben los puentes de lamentos. Que pronto llegue el
día cuando toda la humanidad pertenezca al único
reino de tu amor.
Mi trabajo era hacer alguna exploración para ese
reino. Por fin los oficiales aduaneros británicos nos
dijeron que podíamos cruzar el puente. Fuimos en
fila, de a uno, pisando cautelosamente las lianas en-
tretejidas. En el grupo éramos una media docena de
europeos, los otros en su mayoría eran hombres de
negocios de Inglaterra, Francia y Canadá. Al llegar a
la mitad del puente, el color del verde en que estaban
pintadas las vigas era otro. Nos encontrábamos en
China Comunista. En este lado de la frontera había
un complejo de edificios mucho más grandes, limpios
y monótonos. Su monotonía era rota por una profu-
sión de geranios diseminados por todas partes. El ins-
pector aduanero resultó ser una señorita muy joven
y sumamente delgada. Con la misma sonrisa amable
que me había hecho el oficial en la agencia de Viajes
me dijo: -¿Quisiera abrir su valija, por favor?
1
Mi corazón latió con fuerza. Adentro, sin ningún
1 esfuerzo para ocultarlas había puesto las Biblias en
r chino con las cuales probaría la reacción de los chinos
a la vista de un misionero. ¿ Cómo reaccionaría esta
1 joven oficial?
r Levanté la tapa de mi valija dejando al descubierto
la pila de Biblias. Al hacerlo tuve una primera ex-
periencia con los comunistas chinos, experiencia ésta
que me llenó de asombro.
La joven oficial de Aduana no tocó una sola cosa
de mi valija. Miró las Biblias por un momento y le-
vantó la vista: -Muchas gracias, señor -dijo en
tanto que sonreía. ---:¿ Tiene reloj ? ¿ Máquina foto-
gráfica?
No reaccionó para nada al ver lo que llevaba en la
valija. Tenía veinte, tal vez veinticinco años. ¿ Sería
posible que nunca hubiera visto una Biblia? ¿ Que no
tuviera idea de qué se trataba?

Nos esperaba el tren para Cantón. El antiguo coche


de pasajeros estaba impecable. Flores frescas llenaban
1
los pequeños floreros que había entre los asientos. Una
1

t
252 EL CONTRABANDISTA DE DIOS
camarera nos sirvió té caliente. Cuando el tren s<
puso en marcha miré mi reloj : No estaba retrasad,
ni un minuto. La camarera luego de pensar unos mo
mentos buscando alguna palabra en inglés, me sonrió
-Nuestro tren sale a horario -señaló.
Ese fue mi primer encuentro con el "nuestro" de
la China moderna. Lo oí por todas partes. "Nuestro"
tren; "nuestra" revolución, "nuestro" primer automó-
vil de fabricación china. Y en la estación del tren
en Cantón, tuve una vislumbre de cómo se crea y se
mantiene ese sentimiento de nacionalismo. En todos
lados había estantes con material de lectura, hermo-
samente impreso e ilustrado y lo que es más, gratis.
Lo mismo en el hotel donde me alojé: en el vestíbulo
principal me aguardaban estantes tras estantes de li- ·
teratura, en el comedor, en los rellanos de la escalera.
Los del hotel estaban en idiomas europeos: alemán,
inglés, francés y era obvio que estaban dirigidos a
los viajeros. Pero en otros lados la literatura era
para consumo interno. Cada revista, periódico, pe-
lícula o pieza teatral llevaba un doble mensaje. "Sién-
tase agradecido por la revolución." "Odie a Estados
Unidos."
Una noche fui a un teatro donde una compañía de
niños acróbatas realizaba una función. El comediante
era una especie de duende travieso, un pequeño mu-
chacho que todas las veces procuraba encender un co-
hete. Cada vez, justo cuando la mecha· estaba a punto
de encender la pólvora, el héroe de la comedia la
apagaba. En cada acto el cohete se hacía más gran-
de, hasta que se convirtió en una bomba atómica,
cubierta con una gran bandera estadounidense. Una
vez más, a último momento el héroe salvó el día y
destruyó la bomba. En este punto los espectadores se
enloquecían; saltaban frenéticamente de sus asientos,
el suyo era un frenesí de júbilo y patriotismo.
El otro tema de la propaganda en general era en-
tusiasmo por la revolución y era igualmente impla-
cable y a su propia manera, también mortífero. Du-
rante mi estadía en Cantón visité "un hogar de an-
cianos. De acuerdo con los niveles europeos, el mismo
era extremadamente primitivo, pero los hombres y
mujeres que allí vivían parecían muy contentos; al-
EL DRAGON SE DESPIERTA 253
gunos tejían, otros limpiaban el recinto; todos estaban
ocupados en alguna forma de trabajo productivo. La
persona que dirigía esta comunidad era una anciana
de unos ochenta años. Por medio de un intérprete me
saludó y me hizo un breve discurso. El tema parecía
ver lo felices y útiles que se sentían los ancianos desde
la revolución. -Antes de la revolución -dijo, -los
ancianos quedaban abandonados para morir en los
campos. Después de la liberación -señaló-- las cosas
habían cambiado ; todo era maravilloso.
Los otros ancianos casi ni la miraban mientras ella
hablaba. Cada vez que pronunciaba la consabida frase
"después de la liberación", actuaba como si hubiera
apretado un resorte. Sus rostros cobraban vida. Todos
aplaudían. Pero mientras que su dirigente proseguía
con el discurso volvían a los recuerdos de la ancianidad.
Pero si el entusiasmo de los ancianos no era tan
espontáneo, el de los jóvenes sí lo era. Mi joven in-
térprete, una semana más tarde, en Shangai demos-
traba claramente un fervor evangelístico. -Antes
Shangai era conocida por la prostitución, después las
prostitutas fueron enviadas a escuelas de formación
donde aprendieron cosas útiles. Antes China poseía
uno de los niveles más bajos de alfabetización en
todo el mundo. Luego había adquirido uno de los más
altos-. Y así continuó una y otra vez.
Esto hizo que sintiera muchos deseos de visitar una
comunidad. Después de todo, los guías eran empleados
del gobierno, seleccionados y doctrinados para cumplir
sus funciones. Con seguridad que el grueso de los tra-
bajadores no estaban tan embelesados con el mara-
villoso mundo del "después".
En todo, durante mi estadía en China, tuve ocasión
de visitar seis comunidades. En la primera había
más de diez mil personas. Fue allí que tuve la primera
oportunidad de visitar sin protocolos un hogar chino.
Yo mismo escogí la casa. Era pequeña, tenía techo
de paja y estaba en una calle apartada. Se me per-
mitió llegar allí de improviso. Un anciano salió a
atendernos. Junto con su esposa nos mostraron la
casa, y lo hicieron con la perpetua sonrisa y cascada
risa. Su orgullo era obvio. Varias veces señalaron
254 EL CONTRABANDISTA DE DIOS

su granero, que era un depósito cilíndrico de bambú,


lleno de trigo. Por medio de mi intérprete le pregunté
si los ratones no eran un problema. El anciano se rió.
-Hay ratones, es cierto -dijo, -pero no nos preo-
cupa porque ahora tenemos suficiente para nosotros
y para ellos también. Antes no era así.
Antes. La gran desventaja mía, por supuesto, era
que yo no tenía una idea de cómo había sido antes.
Era un recién llegado a esta compleja tierra y no
tenía ningún verdadero punto de comparación. En otra
comunidad, por ejemplo, me enseñaron un hospital
que, en Holanda hubiera sido el último rincón del
país que hubiéramos exhibido ante los visitantes. La
sala de operaciones no tenía luces · reflectoras ni cu-
betas de esterilización; la farmacia era una hilera
de estantes vacíos; en · algunas de las salas las camas
no solamente no tenían sábanas, sino que también
carecían de colchones. Y sin embargo, file una gira
claramente destinada a impresionarme y me mostra-
ron ese lugar como si en su modo de pensar repre-
sentara una ventaja.
¿ Me proporcionaba esto una vislumbre de su antes?

Mi principal objetivo en Shangai era volver a encon-


trar al secretario de la A.C.J. con el que había
viajado en ómnibus allá en Moscú. Al preguntar en
el hotel, me alegré al saber que la Asociación seguía
abierta. Al llegar al edificio, sin embargo, 'mí alegría
se desvaneció: adentro había mayormente mujeres de
edad que jugaban juegos de mesa. Este centro no era
para los jóvenes, ni para los hombres y tampoco pa-
recía muy cristiano. Más o menos todo lo que que-
daba de la Asociación Cristiana de Jóvenes era una
Asociación. A través de mi intérprete pregunté por
mi amigo. Para sorpresa mía, nadie sabía nada de
él. -¿ Podría fijarse, por favor?
La recepcionista desapareció y volvió al rato para
decirme que nadie lo conocía. -¿ Cómo es posible?
-insistí. -Este caballero era el secretario de la Aso-
ciación. S'eguramente que alguien reconocerá su nom-
bre. ¿ Sería tan amable de volver a preguntar ·1
Esta vez la recepcionista tardó un largo rato en
volver. Cuando lo hizo, la vi sonreír. -Lo lamento
EL DRAGON SE DESPIERTA 255
-dijo y en seguida empleó una frase que oiría con
mucha frecuencia en China cuando buscaba a determi-
nada persona, -su amigo no se encuentra aquí.
Está fuera de la ciudad.
Y eso fue todo lo que pude saber. Quedaba librado
a mi imaginación el por qué este dirigente cristiano
sencillamente había desaparecido, "en forma perma-
nente de la ciudad", fue lo que adiviné. ¿ Cuántos
eran los cristianos que actualmente estaban fuera
de la ciudad?
Allá en Moscú, el secretario me había contado
que en Shangai todavía seguía abierta una Sociedad
Bíblica. La ubiqué. Era un negocio pequeño, en una
calle poco transitada, pero que estaba abierto para
atención del público. Estaba bien provisto de Biblias
de todos los tamaños. Cualquier persona en Shangai
podía comprar los libros, ¡ libros que tenían que en-
trarse de contrabando en tantos lugares de Europa
Oriental!
El gerente me dio la bienvenida en inglés y su-
mamente complacido me enseñó su negocio. En una
pared había una lámina de Cristo rodeado por ni-
ñitos, todos de cabellera rubia y ojos azules.
Tomé una Biblia de una mesa. Para mi sorpresa
leí en inglés que el libro había sido impreso en
Shangai.
-¿Impreso aquí? - le pregunté. -¿No en Hong
Kong?
El hombre suspiró satisfecho. -En China -señaló,
-hacemos nosotros todas las cosas.
Solamente cuando le pregunté si vendía mucho, su
semblante se demudó algo. Hacía una hora que estaba
en el negocio y todavía no había entrado ni una sola
persona.
-No muchos clientes -dijo con tristeza.
-¿ Cuántas Biblias vende mensualmente?
-No muchas.
No muchas Biblias. No muchos clientes. El Gobier-
no permitía a este curioso negocio vender esus anti-
güedades porque no constituían un peligro. Nadie
se preocupaba por ellas.
Volví a pensar una vez más en mis experiencias
256 EL CONTRABANDISTA DE DIOS

cuando traté de repartir Biblias en China. La primera


se la había ofrecido a mi intérprete, en Cantón. Me
la devolvió. No tenía tiempo para leer. Como pensé
que posiblemente resultaba peligroso ser visto acep-
tando una Biblia, traté entonces de dejar varias "ca-
sualmente", en las habitaciones del hotel cuando me
iba, pero nunca tuve éxito. Siempre, antes de haber
salido del piso, la camarera se me acercaba corriendo
con la Biblia en su mano. -Permítame ¿ es suya?
Desesperado traté de repartirlas en la calle. Mi guía
no puso reparos. En realidad parecí-a tenerme lástima
cuando uno tras otro se detenían para ver lo que ofre-
cía y luego me la devolvían.
Y ahora este negocio. No muchos "clientes". Re-
sultaba extraño pero salí de este bien aprovisionado
negocio, abierto de par en par, más desalentado que
nunca en todo el tiempo que permanecí en China. La
persecución es un enemigo al que la Iglesia le ha hecho
frente y vencido en muchas oportunidades; la indife-
rencia, empero, puede resultar un enemigo mucho más
peligroso.

No había perdido del todo las esperanzas. En todos


los lugares me aseguraban que seguían abiertos los
Seminarios Teológicos. Al principio me parecía algo
extraordinario. Pero después de visitar uno de ellos no
me sentí tan seguro.
Visité uno que estaba en las afueras de Nanking,
Pasé algún tiempo con el presidente y uno de los
profesores en un medio ambiente ideal: los dos ha-
blaban inglés. Pensé que se me presentaba la opor-
tunidad de conversar con creyentes, libre del ojo crítico
de un intérprete.
Sin embargo, cuando quedamos solos y nos sen-
tamos, reinó un silencio bastante molesto, que era
roto por el ruido que hacíamos al sorber el té. Cuan-
do bebimos hasta la última gota de té y aún nadie
había dicho una palabra, decidí comenzar explicán-
doles que era misionero. Pero cuando dije "misione-
ro" los dos se miraron sorprendidos como ·si hubie-
ra dicho alguna inconveniencia dentro de ese sa-
grado recinto.
EL DRAGON SE DESPIERTA 257
-Los misioneros que conocimos -señaló el presí-
dente-, eran espías.
Se volvió al profesor y le dijo algo en chino. Este
salió del cuarto, desapareció y volvió un minuto
después trayendo un pesado libro abierto en una
página de correspondencia, bien marcada, que ha-
bía cruzado un misionero con algunos oficiales gu-
bernamentales sobre los recursos naturales, el abas-
tecimiento de comida y el descontento popular.
Los quince minutos siguientes el pequeño profe-
sor, en su uniforme azul, se movió activamente, yen-
do y viniendo de la biblioteca, trayendo cada vez un
nuevo libro, siempre abierto en un párrafo marca-
do.
Todos los libros eran de bien conocidas editoria-
les occidentales. Parecía, en verdad, que algunos mi-
sioneros, con regularidad habían enviado a sus em-
bajadas ciertos informes. Nosotros, en occidente,
nunca hubiéramos visto esto como un conflicto en-
tre la lealtad a Cristo y lealtad a la madre patria.
¿ Habríamos dejado un testimonio confuso detrás
nuestro por este motivo?
Cualquiera sea la verdad, mi visita al seminario
en Nankíng, sería un asunto puramente político. El
presidente era miembro del Parlamento local y es-
taba profundamente involucrado en el movimiento
comunista internacional. Cartelones anti-america-
nos llenaban las paredes del cuarto, con el inevitable
chino persiguiendo al inevitable norteamericano que
llevaba la inevitable bomba atómica.
No pude saber nada respecto del cristianismo
que enseñaban en ese seminario. Cualquiera sea la
forma que tomara, había una cosa cierta: y es que
estará vestido con el ropaje belicoso anti-occidental
con que la educación en general se viste hoy día en
China.

¿ Cuánto se puede aprender acerca de un país, en


una sola visita a vuelo de pájaro, trabada por la ba-
rrera del idioma y por intérpretes que, uno sabe
quieren que se vea solamente lo mejor? Impresio-
nes quizá, es todo lo que se puede sacar. Muchas de
mis impresiones fueron positivas. La limpieza. La
258 EL C O N T R A B A N D IS T A D E DIOS

ausencia de mendigos y de portadores de rickshaw.


La honradez. Otras impresiones, en cambio, resul-
taron dolorosas. Los grandes comedores, con perso-
nal de servicio completo, en los que era el único co-
mensal. Las calles desiertas donde mi coche de al-
quiler sería el único vehículo motorizado visible y
el policía de tránsito deteniendo a los peatones cua-
dras adelante, preparándolos para la poco frecuente
aproximación de un auto.
Otras fueron aterradoras. Recuerdo la mañana en
que partía de Nankíng, en un vuelo a primera ho-
ra. Me encontraba en mi cuarto del hotel. Estaba
vistiéndome. De pronto oí gritos que venían de la
calle. Me acerqué a la ventana. Abajo, en la plaza,
cientos de hombres, mujeres y niños se hallaban eje-
cutando ejercicios militares. En esta hora tan tem-
prana, antes de que las fábricas y las escuelas
abrieran sus puertas, toda la población se volvía
para marchar, para gritar, para atacar y para rea-
lizar una serie completa de maniobras de alta pre-
cisión.
Mi taxímetro pasó por entre los que hacían los
ejercicios. Cuando llegamos a la esquina oímos la
orden de "¡congelarse!". Se trataba de una manio-
bra en la que cada uno debía quedarse firme en la
posición en que se encontraba en ese momento, con
sus piernas como para dar un paso, con sus brazos
extendidos. Me parecía que todos esos brazos se ex-
tendían hacia mí, apuntándome con sus dedos y acu-
sándome con sus miradas.
En el avión procuré librarme de la impresión, pe-
ro parecía que esos ojos me habían seguido. Yo y
mis compañeros de occidente éramos culpables de
esas miradas acusadoras. ¿ Qué clase de represen-
tantes de Cristo habíamos sido? Si el trato que ha-
bíamos dado a los chinos los había hecho anti-occi-
dentales era lamentable, pero si habíamos hecho
que se tornaran en contra de Dios, sería una pér-
dida eterna. Seguí recordando las palabras del di-
rigente de una comunidad cuando le pregunté si
podía ir a visitar su iglesia.
-En las comunidades, señor, -dijo orgullosa-
mente-, no encontrará iglesias. Como comprende-
EL DRAGON SE DESPIERTA 259

rá, señor, la religión es para los incapacitados. Aquí,


en China ya no somos incapacitados.

Eran las ocho de la mañana de un domingo. Esta-


ba sentado en la cama de mi cuarto, en un hotel de
Peking aguardando. Una hora antes le había indi-
cado a mi guía que ese día me gustaría ir a la igle-
sia.
-¡Iglesia!- me había dicho. Aunque . me pro-
metió tratar, me aseguró que había muy pocas igle-
sias, en especial protestantes, que estuvieran aún
abiertas en Peking. Pasó media hora. Si no llega-
ba pronto, habrían pasado las nueve, la hora del cul-
to matutino. Pero justo antes de las nueve volvió, y
su rostro, por lo general grave, estaba radiante.
-¡ Señor! -exclamó, corno si hubiera descubier-
to algo sumamente fuera de lo común y muy raro
para mí, -encontré su iglesia. Acompáñeme.
El edificio estaba muy descuidado y resultaba po-
co atractivo. No me sorprendió que mi guía se ne-
gara a entrar conmigo. Crucé solo a través del ahe-
rrumbrado portón de hierro y entré en un gran sa-
lón vacío, tan monótono para la vista corno su exte-
rior. En todo el salón había solamente dos toques de
color: una mujer tenía una chaqueta de punto, ro-
ja y al lado del púlpito había una bandera de Chi-
na Roja.
Me senté atrás justo en el momento en que una
anciana abuelita se dirigía tambaleando a un pe-
queño y desafinado piano y empezaba a tocar. Una
melodía de un himno inglés, del siglo XIX cuya to-
nada y mensaje de ninguna manera eran apropia-
dos para China. Conté cincuenta y seis personas en
la congregación. Creo que yo era el único .que te-
nía menos de sesenta años. Un anciano con una rala
barba y mirada lacrimosa e incierta se puso de pie
para predicar. La mayoría de los presentes se que-
daron dormidos. ,
Mi corazón se entristeció al ver a esos pobres an-
cianos, hombres y mujeres, que se aferraban a un
delgado hilo de fe que hacía tantos años les habían
traído los misioneros. Pero ¿ qué oportunidad tenía
el evangelio de florecer cuando solamente los ancia-
260 EL CONTRABANDISTA DE DIOS
nos lo creían? ¿ Qué oportunidad tenía cuando a ca-
da vuelta del camino se lo asociaba con el imperio de
antaño? Me puse contento de que mi guía no me ha-
bía acompañado adentro. Había tratado de conven-
cerlo de que el cristianismo era algo maravilloso, pe-
ro ¿esto? Al encontrarme con él después del culto,
estaba pensando que si esto era un ejemplo cabal
del cristianismo chino, al gobierno no le costaría
mucho apagarlo del todo. Lo único que hacía falta
era un pequeño soplido.

Partí de China profundamente desmoralizado. En-


contré un débil rayo de esperanza en la misma fal-
ta de interés que el gobierno demostraba hacia las
Escrituras. Al parecer no hacían esfuerzos para evi-
tar que se introdujeran en el país o se vendieran e
imprimieran allí. Claramente subestimaban la Bi-
blia y esto podría ser la oportunidad de Dios. Por
experiencia personal sabía qué arma poderosa pue-
de resultar la Biblia en las manos del Espíritu San-
to. ¿ Acaso no me había convertido leyendo este Li-
bro?
Pero, además, el Espíritu Santo necesitaba hom-
bres en China. Hombres dedicados, vehementes, de
visión. Y aún una visita superficial me había dicho
que esos hombres en la segunda mitad del siglo XX
no podían ser occidentales. 'En la actualidad, para
ministrar a los chinos Dios necesitaba voces y ma-
nos chinas. Y así, a mi regreso a Holanda, añadimos
una nueva petición a las que Corrie, Hans, Rolf,
Elena y yo, presentábamos a diario por nuestro tra-
bajo: que de alguna manera se plegaran a nosotros
cristianos chinos para hacer en su madre patria la
obra de aliento y atención que la historia había ce-
rrado para nosotros.
CAPITULO 21
Doce apóstoles de esperanza

Era claro que necesitábamos contar con más per-


sonas para nuestro equipo, no sólo para China, sino
también para otros lugares. De nada valdría pene-
trar en un país con demostraciones de amor e inte-
rés y que no volvieran a tener noticias nuestras. La
meta que nos habíamos propuesto era visitar a cada
uno de los países comunistas por lo menos una vez
al año y de ser posible, con mayor frecuencia. Tam-
bién sería ideal poder viajar en parejas, puesto que
habíamos descubierto que esto producía mejores re-
sultados que el ministerio de una sola persona. Pero,
¿ dónde encontraríamos personas suficientes como pa-
ra que esto resultara factible?
No era que no pudiéramos encontrar voluntarios.
Casi cada vez que uno de nosotros predicaba, al-
guien se ofrecía para compartir el trabajo. El pro-
blema era saber si eran las personas que Dios nos
mandaba o no. En un esfuerzo para segregar a, los
que sólo buscaban novedades y los meramente cu-
riosos, solía decir "tan pronto como dé comienzo
a su ministerio de aliento a los de detrás de la Cor-
tina de Hierro, póngase en contacto con nosotros y
veremos si podemos trabajar juntos".
Y una vez sucedió. Un día recibí una carta de un
joven holandés llamado Marcus. "Me pregunto si re-
cuerda lo que predicó en el Seminario Bíblico Swan-
sea, en Gales", escribía. "Dijo, cuando comience a
trabajar detrás de la Codina de Hierro, hablaremos
respecto de trabajar juntos." Y agregaba: "Bueno,
aquí estoy. Hablemos." La carta tenía franqueo de
Yugoslavia.
-¡ Mira esto! -dije a Corrie. Leyó la carta. ¿ Se-
ría que este joven tendría que unirse a nosotros? Si
volvía a ponerse en comunicación con nosotros, de-
262 EL CONTRABANDISTA DE DIOS
cidimos, deberíamos pensar seriamente su sugeren-
cia.
Varios meses después volvimos a tener noticias
de Marcus. Había regresado a Yugoslavia, en su se-
gundo viaje. Cuando volvió a escribirnos por terce-
ra vez desde Yugoslavia señaló que había cumplido
los requisitos. Quería vernos.
Un día Joppie entró corriendo a mi escritorio don-
de me encontraba luchando con el eterno problema de
la correspondencia.
-¡ Marcus está aquí, Papá!
Me levanté de un salto y corrí escaleras abajo. Ni
bien vi a Marcus, me gustó. Mientras tomábamos
café nos contó sus experiencias en Yugoslavia. Ha-
bía llevado una provisión de literatura y la había de-
jado en los mostradores de los comercios o en los
bancos de 'las plazas. Se había quedado merodeando
mientras que la gente se aproximaba y la agarraba.
Admitió que la suya era una forma de evangeliza-
ción nada agresiva, pero estaba aprendiendo.
-Me parece que vamos a dejar que hagas un via-
je con Rolf -señalé. -Te presentará a algunos pas-
tores y miembros de iglesias. Déjalos que hablen,
Marcus. Cuando regreses dime si todavía quieres
trabajar con nosotros.
Durante tres semanas Rolf y Marcus viajaron por
Yugoslavia y Bulgaria. Cuando volvieron no tuve
necesidad de preguntarle a Marcus si quería o no
ser parte de este ministerio. Leí la respuesta en sus
ojos.
-No tenía idea -fue todo lo que dijo.
Marcus, de este modo, se unió a nuestro peque-
ño grupo.

Con su llegada pareció como que la obra estu-


viera a punto de explotar de tan rápido que se ex-
pandía. Pronto todos estábamos haciendo más via-
jes que nunca.
Dos meses después que Marcus se unió a nosotros,
Hans y yo salimos de Europa para visitar el único
país comunista en el nuevo mundo. Nos encontrába-
mos en Checoeslovaquia cuando llegaron las visas pa-
ra Cuba, y volamos directamente desde allí. Era el
DOCE APOSTOLES DE ESPERANZA 263
primer viaje de Hans a América, y a no ser por la
breve gira de predicación en los Estados Unidos, pa-
ra mí también. ¡ Qué contraste con la fría y grisá-
cea Praga! En La Habana el cálido sol brillaba des-
de los blancos edificios e iluminaba las olas debajo
del Malecón. La gente era alegre y vestía bien. En
un viaje en ómnibus desde el aeropuerto, personas
completamente desconocidas entre sí, se pusieron a
cantar juntas cuando el ómnibus recién había anda-
do unas seis cuadras.
Hans se fue directamente a la provincia de Orien-
te, en el este de la isla, mientras que yo me quedé en
las cercanías de la capital. Me hospedé en el Haba-
na Libre, el ex-Hilton. No me sorprendió cuando la
acostumbrada orden de comparecer en el departa-
mento de policía llegó. Tampoco me causó extrañe-
za la larga espera en la oficina externa: los países
burocráticos son iguales bajo el sol y fuera de él.
El oficial de policía, cuando por fin me vió, clara-
mente demostró sospechar de mí. -¿ Por qué está
aquí? -me preguntó en un inglés bastante malo.
-Para predicar el evangelio -le contesté. En sus
manos sostenía mi pasaporte, el que tenía los se-
llos de mis visitas a Rusia, los Estados Unidos y
otras naciones. Era obvio que sospechaba un moti-
vo ulterior. Me hizo un sin fin de preguntas, hizo
muchas anotaciones y por último me permitió re-
gresar al hotel. Siguieron otros cuatro días de in-
terrogatorios aunque entre tanto, tal como le había
explicado, comencé a predicar.
La iglesia donde celebré las reuniones era un
atractivo edificio, más bien grande, con un órgano,
su pastor y exactamente dos miembros en la congre-
gación oficial. Una vez esa iglesia tuvo un creci-
do número de miembros, pero había sido antes de que
comenzara la campaña anti-religiosa: el populacho
afuera, en la calle, los gritos y el retumbar de los al-
toparlantes callejeros durante las horas de culto, y
las roturas del pavimento en la calle y la infiltración
policial. _
Sin embargo la primera noche treinta y cinco cu-
banos vinieron para oírme. La segunda noche vol-
vieron esos treinta y cinco y la tercera y cuarta no-
264 EL CONTRABANDISTA DE Dros
che vinieron sesenta y después más de cien. Era in-
dudable que algunos de esos "creyentes" eran po-
licías, pero estaba contento de que ellos también me
oyeran. Me cuidé de concentrarme en el evangelio y
mantenerme alejado de la política. Dentro de esos lí-
mites, que son los mismos para cualquier estado po-
licial, me llamó la atención la libertad con que con-
taban para reunirse, para viajar, y la libertad de
expresión que existía allí en Cuba, si se la compa- .
raba con los países comunistas más antiguos.
Durante la semana siguiente viajé en el área de los
alrededores de La Habana, hablando en varias igle-
sias muchas veces por día a un número siempre cre-
ciente de personas. Algunas veces tanto como seis-
cientas por vez. Hablé en inglés ya que nunca tuve
problemas para encontrar un intérprete. Hans y yo
nos mantuvimos en contacto telefónico regularmen-
te; me informaba que en la Provincia de Oriente,
donde está ubicada la base militar estadounidense
el control policial era más fuerte y la gente más te-
merosa que en La Habana.
Tanto Hans como yo, comprendimos que en prime-
ro debíamos mencionar que éramos holandeses. Es-
to producía una gran diferencia. La campaña de odio
contra los Estados Unidos es una ofensiva total en
Cuba y los sentimientos, aun en las iglesias, son con-
fusos. El gobierno ha aprovechado muy bien el he-
cho de que muchas de las iglesias protestantes de·
Cuba, en su principio fueron misiones de los Estados
Unidos. Empero, todas las iglesias, tanto católicas
como protestantes han sufrido por igual bajo el nue-
vo régimen y el grupo que ha sufrido más es el in-
tegrado por el clero. Sacerdotes tanto como pastores
están clasificados como miembros improductivos de
la sociedad. No les dan cupones para comida o ropa
y con frecuencia están obligados a integrar las cua-
drillas de trabajo forzado, integrada por hombres
considerados ineptos incompetentes para servir en el
ejército. Los drogadictos, los homosexuales, convic-
tos y clérigos están agrupados juntos y son llevados
a los campos a cortar caña de azúcar.
No obstante, muchos de esos valerosos hombres
permanecen en sus puestos. Las iglesias continúan
DOCE APOSTOLES DE ESPERANZA 265
abiertas ; el hambre espiritual es enorme. Donde-
quiera que Hans o yo hablamos se corrió la voz y
la gente se congregó; al principio, muchos escucha-
ban desde afuera, asomando su cabeza por la venta-
na o por la puerta. A veces era conveniente no uti-
lizar para nada el local de una iglesia. Recuerdo que
una tarde me senté en un acantilado alto sobre la ba-
hía del océano y estuve charlando con un grupo de
unos cincuenta estudiantes universitarios mientras
que un jeep lleno de soldados armados recorrían el
camino a nuestras espaldas.
Dondequiera que íbamos, la gente nos pregun-
taba sobre los arrestos y los encarcelamientos en los
países comunistas que habíamos visitado. También
nos hacían preguntas que nos llenaban de asombro
debido al conocimiento que demostraban respecto
del mundo religioso contemporáneo. ¿ Qué sabía del
Centro de Rehabilitación para la Juventud que Da-
vid Wilkerson había abierto en Nueva York? ¿Dón-
de estaba ahora Billy Graham? ¿ Qué era esa locu-
ra acerca de la muerte de Dios? Fue así que nos en-
teramos que las publicaciones religiosas, aun las de
los Estados Unidos entraban al país a través de los
cauces normales del correo.
Varios meses antes de nuestra llegada Castro ha-
bía anunciado un plan que permitía a la gente aban-
donar el país. Cientos de miles de personas se ano-
taron en una lista. Sin embargo sólo dos aeropla-
nos salían diariamente de Cuba. Se necesitarían diez
años antes de que las novecientas mil personas ins-
criptas en la lista original pudieran salir. Mientras
tanto aquellos que aguardaban debían dejar sus tra-
bajos, sus casas y propiedades. Empero ciento noven-
ta partían diariamente y otros creían firmemente
que pronto les llegaría su turno. Fue entre esa gen-
te que quería salir de Cuba que sentimos que nues-

tro viaje causó el impacto más grande.
Como hicimos en Europa Oriental, también allí
instamos a nuestra audiencia a reconsiderar el pa-
pel del cristiano cuando su país atraviesa por una
1 crisis. Huir o quedarse. En 1965 la vida en Cuba no
era fácil. Pero quizá Dios había tenido sus razones
para ponerlos en ese lugar en ese tiempo. Tal vez
266 EL CONTRABANDISTA DE DIOS
ellos serían sus brazos, sus piernas y sus manos sa-
nadoras en esa situación sin la cual él no tendría re-
presentantes en esa tierra.
Una tarde, luego que dije algo más o menos por
el estilo, un hombre fornido, bien vestido, de tupi-
do bigote negro se puso de pie en la congregación.
-Soy un pastor metodista -expiicó al grupo. -En
estos dos últimos años trabajé como peluquero. Esta
tarde Dios me habló. Voy a volver al ministerio. Soy
un pastor que ha abandonado sus ovejas, pero vol-
veré a ellas.
Hubo una batahola. Todos los presentes tenían
que estrecharle la mano. Oí gritos de alegría; voces
que decían ¡ gracias pastor!
Fuimos testigos de muchas decisiones. Una pare-
ja tenía ya el tan ansiado pasaje en avión para den-
tro de las dos semanas a contar de la noche en que
los conocimos. Decidieron devolver los pasajes. -A
partir de ahora -habían dicho- Cuba es nuestro
campo misionero.
Al subir en La Habana al avión que nos llevaría
de regreso, Hans y yo sabíamos que Cuba también
era nuestra. Era un país totalmente abierto a las
Biblias, a libros religiosos y a la literatura de toda
clase, y a los visitantes de todos, excepto unos po-
cos países. Un país donde la última chispa de valor
que caía en el generoso y sentimental corazón lati-
no encendía llamaradas de amor y consagración y
auto-sacrificio como respuesta.

Fue una suerte que el viaje a Cuba lo hicimos en-


tonces porque al año siguiente entramos en el país .
comunista más fuertemente controlado de todos. Fue
tan difícil entrar y realizar algo una vez en él, que
,.;
necesitamos todo el optimismo que pudimos dispo-
ner para no desanimarnos por completo. Me refie-
ro, por supuesto, a la pequeña Albania.
Me encontraba lejos, en Siberia, cuando nues-
tro grupo tuvo por fin la oportunidad de entrar en
ese país. Una agencia de turismo francesa. obtuvo
un triunfo que hizo historia, al concertar una gira
de dos semanas por Albania. Rolf y Marcus inte-
graban el grupo como "maestros" de Holanda.
DOCE APOSTOLES DE ESPERANZA 267
No llevaron Biblias porque años antes habíamos
sabido que no existían Biblias en el idioma albanés.
Peor que eso era que no había un idioma albanés en
el cual imprimirla. En ese pequeño país de un mi-
llón y medio de almas, por lo menos se hablaban tres
dialectos incomprensibles entre sí : tosco, gueguí y
skchip. Las únicas Biblias que había en el país eran
en Latín en las iglesias católicas romanas y en grie-
go en las iglesias ortodoxas. El resto de la población
era musulmana.
La Sociedad Bíblica Americana nos informó que
tenían un Nuevo Testamento en Skchip, en su Biblio-
teca, traducido en 1824, · pero no parecía existir nin-
gún otro ejemplar. Fue sólo después de la revolu-
ción que se había realizado algún progreso tendien-
te al desarrollo de un idioma albanés unificado y ca-
si ni era dable esperar que este incluyera una tra-
ducción de la Biblia.
Empero Rolf y Marcus llevaron tratados y porcio-
nes de la Escritura en los tres dialectos albaneses. Y
cuando los funcionarios aduaneros en el aeropuer-
to revisaron sus valijas, pensaron que habían teni-
do muchísima suerte. En Albania había una ley es-
tricta que prohibía la importación de cualquier im-
preso y pese a cuán breve y apolítico, basándose en
el hecho de que constituía "propaganda". Marcus y
Rolf habían puesto literatura por costumbre, tanto
como cualquier otra cosa, esperando que se la con-
fiscaran en la frontera. Y así cuando se registraron
en el hotel en Tirana con la literatura intacta, se sin-
tieron muy alentados.
Pero no habían tenido en cuenta a los bien adies-
trados y obedientes albaneses. Durante las dos se-
manas del viaje trataron de repartir esas _porciones
de la Escritura. La reacción general de la gente era
colocar las manos detrás de la espalda. No solamen-
te que no aceptaban los tratados sino que ni siquie-
ra los tocaban. Aun un obispo católico al que Rolf
quiso entregarle un evangelio de San Juan en el
dialecto gueguí se dio media vuelta y con paso ma-
jestuoso se alejó por el pasillo de la Catedral, como
si le hubieran ofrecido veneno.
Por último, desesperados, dejaron una pila de tra-

i
268 EL CONTRABANDISTA DE DIOS

tados en el marco de una ventana, en una calle co-


mercial pensando que tal vez los transeúntes los to-
marían cuando nadie mirara. Para su desmayo, un
día después y noventa kilómetros más adelante en la
excursión, dos policías llegaron al lugar donde el gru-
po se encontraba almorzando y exigreron saber
quién había dejado los tratados en la calle. El tra-
bajo detectivesco no resultaba tan asombroso cuan-
do comprendieron que el suyo era el único grupo de
extranjeros que se encontraba en el país. Para evi-
tar que todo el grupo fuera expulsado, Marcus y
Rolf tuvieron que confesar que· ellos habían sido y
jurar que no continuarían con sus actividades "po-
líticas". No faltaba ningún tratado de los que ha-
bían dejado allá.
Así, desde el punto de vista de realizar cualquier
intento por medio de la literatura en Albania, el via-
je resultó terriblemente desalentador. En cuanto a
otros aspectos del país, ambos volvieron con una
mezcla de emociones. Los albaneses en sí eran los
más calurosos, los más afectuosos que ellos jamás
habían visto, en lo que a sus relaciones de unos cori
otros se refería. El mismo afecto se le prodigaba al
líder del país Enver Hodscha. Hodscha había lle-
vado a cabo cosas de las que ellos no tenían ningu-
na duda. Esta pequeña nación, desde tiempos inme-
moriales había sido el campo de batalla en las luchas
de otras naciones; dominada por Turquía, y en la
actualidad por Italia, probablemente, por vez pri-
mera en su historia, tenía un gobierno que se pre-
ocupaba por los intereses de Albania. ·
Pero si allí hubieran hablado chino, Rolf y Mar-
cus no podrían haberse sentido más frustrados en
su intento de establecer cualquier tipo de verdade-
ro contacto con la gente. Marcus hablaba algo de
italiano y tenía la esperanza de conversar de vez en
cuando con algún albanés que hablara italiano, li-
bre del constante filtro del traductor oficial. Pero
aun cuando la situación pareciera ideal, siempre ha-
bía un congelamiento total de la comunicación. Era
una tierra en donde nadie conocía a nadie, donde na-
die tenía hechos, donde nadie recordaba.
-¡ Hola, amigo! -saludaba Marcus a algún obre-
DOCE APOSTOLES DE ESPERANZA 269
ro de una -fábrica, al encontrarlo en un desierto co-
rredor. -¿ Hace mucho que trabaja aquí?
Una sonrisa y un encogimiento de hombros. -Es
difícil decirlo, signore.
-¿ Qué horario tiene?
-¡Ah! depende. Todos los días distinto.
-Ah, comprendo. ¿ Cuántos trabajan en la fábrica
aquí?
La sonrisa se ensanchaba y encogía aún más los
hombros. -¿ Quién puede decirlo? ¿ Quién los ha
contado?
Marcus y Rolf sentían que había una especie de em-
botamiento voluntario al respecto, una especie de
censura por consentimiento mutuo de todo lo que
concernía a Albania contra la curiosidad de los ex-
tranjeros por querer saberlo todo.
La única vez que esta barrera pareció abrirse un
poco fue durante una charla con unos cuantos ecle-
siásticos. Y aun aquí la comunicación fue asunto de
delicado palabreo, cuando lo que no se decía llegaba
a convertirse en algo más importante que lo que se
decía. Un joven sacerdote católico en particular, sin-
tieron ellos, se alegraba sinceramente de verlos,
deseando saber algo acerca de Occidente y contar-
les respecto de su propia situación. Su iglesia había
sido Católica Romana hasta que la línea dura de
Mao los había obligado a romper todos los lazos
fuera del país. Ahora se auto denominaban Iglesia
Católica Nacional.
-¿ Dentro del país -preguntó Marcus, -el go-
bierno los deja en libertad?
-El gobierno no interfiere oficialmente con la re-
ligión.
-¿ Entonces tienen libertad religiosa?
-Por ley, sí la tenemos.
-Por ejemplo, ¿ puede decir lo que quiere desde el
púlpito?
-La respuesta correcta es sí.
Y así continuó el largo y tedioso circunloquio, que
aparentemente no decía nada y en efecto lo decía to-
do. Fue a través de este joven sacerdote que se en-
teraron de algo que casi ni podían creer: en una de
270 EL CONTRABANDISTA DE DIOS

las iglesias ortodoxas, según decían, ¡ había una Bi-


blia en el nuevo idioma albano!
De inmediato Marcus y Rolf quisieron visitar esa
iglesia. El sacerdote ortodoxo saludó cortésmente a
ellos y a su guía. Sí, había una flamante traduc-
ción de los evangelios allá en el altar mayor de la
iglesia. ¿ Qué les gustaría verla? ¡ Cómo no!
Los guió a través de la nave de la antigua basíli-
ca. Aún desde lejos podían ver el Libro en el altar;
un enorme volumen tachonado con piedras precio-
sas. Súbitamente, cuando estaban a menos de cuatro
metros del altar, el sacerdote se detuvo tan abrup-
tamente que Rolf tropezó con él. Durante varios mi-
nutos los cuatro permanecieron en silencio contem-
plando fijamente el tesoro que estaba delante de
ellos. Cuando el sacerdote se dio vuelta para ale-
jarse, Rolf exclamó -¡ Yo quiero acercarme más!
¿ Es que no puedo mirarla? Es decir, ¿ abrirla, ver lo
escrito?
Mientras que el guía traducía, los ojos del Sacer-
dote se agrandaron horrorizados. -¿ Más cerca?
¡ Pero si nadie que no es ordenado jamás se acercó
a más de esa distancia de las Santas Escrituras!
-Entonces -balbuceó Rolf-, ¿ de qué sirve la
nueva traducción? Ya que los sacerdotes sabían
griego, ¿ para qué usaban esta Biblia?
-¿ Cómo para qué? ¡ Para llevarlas en las proce-
siones solemnes! ¡ Para que recibiera el homenaje y
las alabanzas de la gente! ¿ Para qué otra cosa
tendría que usarse la Biblia? ¡ Imagínese qué sa-
tisfacción que es para el creyente saber que Dios
mismo había hablado en el nuevo idioma del gran
pueblo albanés!

Así Marcus y Rolf volvieron a casa habiendo con-


templado solamente las tapas de un Libro; con el
sentimiento de que habían visto tan solo el exterior
de un pueblo y de una nación.
Entre tanto, nuestro trabajo en el resto de Euro-
pa cobraba impulso: cada mes hacíamos más viajes
que el anterior. Con esta mayor frecuencia, lógica-
mente aumentaba también el peligro de ser recono-
cidos. Procuramos no enviar nunca los mismos dos
DOCE APOSTOLES DE ESPERANZA 271

compañeros al mismo país en dos viajes consecuti-


vos. Si dos hombres habían ido la primera vez, en el
viaje siguiente, procurábamos mandar a un hom-
bre y una mujer.
Fue así que Rolf y Elena en un viaje que hicieron
en 1966 a Rusia tuvieron la escapada milagrosa más
grande de todas. Con el incremento de viajes en Ru-
sia, también había aumentado el contrabando de
toda clase y habían triplicado los guardias en la
frontera. Los diarios estaban llenos de historias de
arrestos, multas, y prisiones. Esta vez Rolf y Ele-
na llevaban un cargamento más o menos grande de
Biblias en la camioneta Opel. La noche antes de su
partida Corrie y yo pasamos la noche en oración
con ellos.
-Recuerden, -les dije- que las personas que
son sorprendidas dependen de su propia astucia. Sus
motivos, posiblemente sean otra desventaja. El odio
y la codicia son cargas pesadas. Los motivos de us-
tedes, por otra parte, son el amor. Y en vez de vana-
gloriarse de su propia sagacidad deben reconocer
cuán débiles son. tan débiles que deben depender
plenamente del Espíritu de Dios.
Tal como Rolf nos contó después, fueron exactos
los presentimientos de dificultades. Al acercarse a
la frontera vieron no uno, sino seis oficiales de se-
guridad aguardándoles. Le había dicho a Elena que
orara a Dios pidiéndole que confundiera el pensa-
miento de esos hombres, y que no dejara de orar
hasta que ellos terminaran.
Se aproximaron a la línea de alto. -Dah zvi da-
haya-- había dicho cordialmente Rolf. Saltó del co-
che y dio la vuelta para abrirle la portezuela a Ele-
na.
En esos momentos uno de los oficiales tenía en su
mano un pedazo de papel. Rolf y Elena conversaron
casualmente sobre la extraordinaria luna de miel que
estaban disfrutando al visitar un número de países
en Europa Oriental.
-Esta no es la primera vez tampoco -señaló el
oficial sosteniendo el papel. En seguida leyó uno por
uno el nombre de las ciudades que Rolf y yo había-
mos visitado en nuestro último viaje a Rusia.

·1
272 EL CONTRABANDISTA DE DIOS

Esto realmente sacudió a Rolf.


La inspección pareció durar una eternidad. Los
dos oficiales hurgaron en cada rincón de la camione-
ta por adentro, mientras que otros tres lo hacían
por afuera. . El motor, las cubiertas, las tazas de
las ruedas. Subieron y bajaron las ventanillas para
ver si se trababan a medio abrir o cerrar ; con sus
nudillos golpearon los paneles.
-Confunde sus pensamientos ...
Uno de los oficiales no tomó parte en esto pero se
pasó el tiempo escudriñando los rostros de Rolf y
Elena. Era un juego maestro de guerra sicológica.
El oficial dependía de aquella risa demasiado casual,
de esa mirada rápida, de esa gota de transpiración
para enterarse de lo que necesitaba saber.
-Permítame que le ayude -dijo Rolf a uno de
los hombres mientras se esforzaba para sacar fue-
ra de la camioneta la carpa. Se ofreció para abrir
la gaveta para guantes, sacar la cubierta de repues-
to, quitar la válvula de aire y el filtro de aceite. Ele-
na estuvo orando todo ese tiempo.
Después de un lapso interminable concluyeron la
inspección por falta de sitios para revisar. El hom-
bre que sostenía el trozo de papel en su mano se
acercó a Rolf. -Usted estuvo en Rusia hace pocas
semanas. Dígame por qué viaja usted con tanta fre-
cuencia a nuestro país.
Rolf estaba recostado en la parte de atrás de la
camioneta plegando la carpa. Dio un fuerte golpe a
la lona. -Bien -señaló-, junto con mi amigo pa-
samos un tiempo tan lindo en su país que decidí
teraer aquí a mi flamante esposa. Pero también ten-
go otro motivo, es que amamos al pueblo ruso con
un amor especial.
El oficial miró fijamente a Rolf como si hubiera
querido penetrar en sus pensamientos. Pero no ha-
bían encontrado nada en el coche. Por eso le devol-
vió los documentos a Rolf y con obvio malestar hi-
zo señas para que levantaran la barrera.
Rolf y Elena casi no podían creer lo que había pa-
sado. Mientras que se alejaban de la frontera, reían
y lloraban a la vez. A salvo y seguras dentro de la
camioneta, había cientos de Biblias. Los oficiales ha-
DOCE APOSTOLES DE ESPERANZA 273

bían estado a escasos milímetros de ellas. Realmen-


te no las habían ocultado mejor que lo que podría
hacerlo un aventurero aficionado. ¿ A qué se de-
bía la diferencia?
Rolf y Elena lo sabían.

Un año después de haberse unido a nosotros,


Marcus también se casó. Ahora éramos siete : Co-
rrie y yo, Rolf y Elena, Marcus y Paula y el sol-
terón de Hans. Después Klaas y Eduard y sus es-
posas vinieron a integrar nuestro grupo.
Klaas y Eduard eran maestros en una escuela del
estado en el sur del país ; Klaas enseñaba francés y
Eduard, matemáticas. Un día vinieron a casa con sus
esposas, después de haber asistido a una conferen-
cia sobre la obra y nos hicieron muchas preguntas.
No dijeron nada de su idea de trabajar con nosotros.
Mantuvieron secreto su motivo, porque querían dar-
le una oportunidad al Señor para que les abriera las
puertas de una manera que no dejara lugar a du-
das.
Precisamente entonces yo pensaba lo mismo. Tan
pronto como conocí a estos cuatro "supe" que eran
parte con nosotros. Sin embargo ¿ cómo podría pedir-
les que dejaran sus buenos empleos para aceptar un
trabajo sin remuneración y peligroso, que signifi-
caba largas separaciones a menos que tuviera la ab-
soluta certeza de que el Señor mismo habría permi-
tido que se cruzaran nuestros caminos? Así fue que
no compartí mis esperanzas más que con Corrie.
He ahí que todos estábamos orando, pidiendo exac-
tamente lo mismo sin compartir, empero, nuestros
deseos, no fuera que pudiéramos influenciar la vo-
luntad del otro.
Varios meses después recibimos la respuesta de Dios
de un modo tan inesperado que al principio casi ni
comprendimos. Un día Klaas y Eduard encontraron
una carta certificada en la escuela, entre su corres-
pondencia. Los directores de la escuela les informa-
ban que a menos que dejaran de utilizar las clases de
matemática y de francés para evangelizar a los
alumnos, y a menos que estuvieran de acuerdo en de-
jar de celebrar reuniones de oración para los alum-
274 EL CONTRABANDISTA DE DIOS

nos en sus casas, por las tardes, se les solicitaría que


cesaran en el desempeño de sus funciones para eJ·'
fin del año lectivo.
AJ principio Klaas y Eduard se sintieron desconcer-.
tados, igual que los padres de sus alumnos porque
su reputación era excelente tanto entre los alum-
nos como entre sus padres. Cuando nos escribieron
contándonos, yo también me sentí desconcertado y
me preguntaba cómo los cristianos pueden Juchar
contra esa decisión: su "evangelización" durante
las horas de clase había consistido tan solamente en
mencionar las reuniones que tendrían lugar por la
tarde, lejos del predio de la escuela. ¡ Repentinamen-
te me di cuenta!
-¡ Corrie ! -la llamé, Corríe, fíjate qué notición!
Corrie vino corriendo desde la cocina. -¿ Qué pasa?
-¡ Que Klaas y Eduard tal vez se queden sin em-
pleo!
Corrie me miró como si estuviera bromeando. Pe-
ro también ella se dio cuenta. ¡Lógicamente!' ¿No
sería esta la forma en que Dios nos decía que Klaas
y Eduard tendrían que plegarse a nosotros? Esa
misma semana fuimos hasta la escuela y comparti-
mos con las dos parejas nuestras, muchas oraciones
de que pudieran formar parte de nuestro grupo.
Klaas y Ed se miramon y se echaron a reír.
Nos contaron que hacía meses le estaban pidiendo a
Dios que les mostrara si debían dejar la escuela y
unirse a nosotros. Fue entonces que yo recibí una de
las mejores noticias de todas.
-Quisiera pedirle una sola cosa -dijo Eduard.
-¿ De qué se trata, Ed?
-Que lo que más me gustaría hacer es ayudar con
la correspondencia y la administración-. Luego, ha-
blando rápidamente, como para persuadirme, aña-
dió: -Soy exacto y seguro, y es la clase de trabajo
que me encanta hacer. ¿ Cree que tendré oportuni-
dad de ayudarlo en la oficina?
Miré a Corrie. A ella le costaba mantenerse se-
ria. En ese entonces las cartas eran tantas que no
habíamos podido encontrar durante algunas semanas
uno de sus pocillos de café, que había quedado de-
bajo de las cartas. Así fue que sin pedirlo siquiera,
DOCE APOSTOLES DE ESPERANZA 275
Dios nos daba la solución para este problema.
' -Eduard -le contesté- pienso que quizá poda-
mos arreglar eso.
El duodécimo miembro del equipo es un extraor-
dinario muchacho, completamente distinto. Está com-
puesto para varios segmentos distintos. Cuando ha-
blábamos a varios grupos tanto en Europa como en
América, siempre nos preguntaban -¿ Puedo acom-
pañarlo por sólo un viaje?
Nos pusimos a orar respecto de estos pedidos. Nos
preguntábamos si habría algún medio para incor-
porar al grupo colaboradores ocasionales. Como
un experimento comenzamos de vez en cuando a decir
que sí y a descubrir una de las aplicaciones más diná-
micas y de más vastos alcances en nuestro trabajo has-
ta ahora. Este sistema nos permite concentrarnos un
tiempo con una sola persona enseñándole lo que
aprendimos respecto de la vida de fe. Después que
termina la actual conexión física nos queda un nue-
vo compañero. de oración. Pero el beneficio más
grande e inesperado es la creación de grupos simi-
lares al nuestro en otros países.
Creemos que nuestro grupo en particular ya ha
crecido todo lo que debe crecer. Distamos mucho de
ser una organización; en lugar de ello somos un or-
ganismo, una asociación viva y espontánea de per-
sonas que se conocen entre sí íntimamente, que se
preocupan los unos por los otros profundamente y
sienten la clase de respeto el uno por el otro, lo que
hace innecesarias las reglas y estatutos. Yo diría que
un grupo es del tamaño ideal, cuando cada uno pue-
de orar diariamente por cada miembro en forma indi-
vidual y por nombre, intercediendo por sus necesida-
des personales tanto como por el éxito de una misión
en particular. ¿ Por qué prevenir que veinte, cin-
cuenta, cien de esos grupos surjan dondequiera se
oye el llamado, donde cada uno obedece a su pro-
pio prototipo, donde cada uno trabaja a su manera
para la venida del Reino?
Y este es el papel que desempeñan los colaborado-
res ocasionales. Después de un viaje de instrucción
vuelven a sus hogares convencidos de que es posi-
ble realizar ese trabajo. -No hablé de ninguna otra
276 EL CONTRABANDISTA DE DIOS
cosa por dos meses, después de mi regreso a la es-
cuela -nos escribió un alumno del Instituto de Ca-
pacitación Bíblica fundado por Dwight L. Moody en
Escocia, después de haber hecho un viaje con nos-
otros detrás de la Cortina de Hierro. "Otros tres
alumnos están interesados y estamos haciendo pla-
nes para ir a Yugoslavia este verano."
Este es el aspecto de enseñanza en nuestro traba-
jo: la preparación de otros misioneros. De los hom- . !
bres y mujeres que recibimos como obreros ocasio-
nales reclamamos dos cosas : que tenga una expe-
riencia personal con Cristo y que aprenda a tra-
bajar en el pleno poder de su Espíritu. Destacamos
la importancia de un ministerio positivo entre los
comunistas. Si alguien parece abrigar resentimien-
tos personales contra cierto gobierno o si tiene más
para decir respecto de lo nocivo del comunismo que
de la bondad de Dios, pensamos que es un soldado
mal pertrechado para la batalla que tenemos por de-
lante.

Así la obra se extiende, cambiando, siempre, siem-



pre nueva.
Hoy día es posible entrar legalmente Biblias en
Yugoslavia. Ya no las entramos de contrabando en
aquel país porque nuevamente está abierta la So-
ciedad Bíblica, realizando un próspero negocio. El año
pasado, en lugar de eso, le entregamos mil dólares a
J ami! para que comprara esas Biblias legales para
aquellas iglesias que no tenían medios para adqui-
rirlas. Resulta difícil pensar que hace diez años que
conocimos a J ami!.
En Bulgaria David todavía busca a su Goliat. Só-
lo que ahora tiene piedras para su honda: Biblias
de bolsillo que estamos llevando allá por cientos.
Nuestra meta para los dos años próximos es una
edición de bolsillo de la Biblia para cada uno de los
países en los que entramos, incluyendo una en el
nuevo idioma albano. Una vez que tengamos la Bi-
blia pensamos que Dios nos indicará como colocarlas
en las manos de aquellos que él está escogiendo.
Ahora es posible tener casi sin obstáculo reuniones
evangelísticas en Alemania Oriental. Yo mismo pre-
DOCE APOSTOLES DE ESPERANZA 277
diqué a cerca de cuatro mil personas por vez allí; dos
mil dentro de un enorme salón de conferencias y otras
dos mil de pie en la parte posterior oyendo a través
de los altoparlantes colocados afuera.
Con la llegada de Klaas y Eduard y sus respectivas
esposas, estarnos cumpliendo con nuestra meta de vi-
sitar cada uno de los países por lo menos una vez por
año. En la primavera regresé a Cuba y con la ayuda
de Dios iré a dos países nuevos antes de fin de 1967:
Corea del Norte y Vietnam del Sur. Por supuesto que
algunos países podernos visitarlos más regularmente,
otros hasta doce veces en un año. Dondequiera que una
pareja es bien conocida, otra ocupa su lugar.
A medida que Dios lo permite estamos comenzando
a satisfacer una nueva demanda detrás de la Cortina:
automóviles para el clero local. Para .un clérigo un
coche es corno un par de alas que lo lleva hasta un
pueblo en el que tal vez no han habido servicios re-
ligiosos en años, permitiéndole unir las comunidades
cristianas que ni siquiera se conocen entre sí.
El primero de esos coches fue para Wilhelrn y Mar,
allá, en el sur de Alemania Oriental. Cuando regresé
de mi visita a Wilhelrn y en una de mis conferencias
lo mencioné y me referí a la desgarradora tos y
cómo viajaba cientos de kilómetros al año en una mo-
tocicleta. Un grupo de holandeses se unió y me entregó
un cheque bastante abultado, el más grande que hasta
entonces había recibido de una sola vez.
-Andy -dijeron- este dinero es para un fin es-
pecífico. Pensarnos que Wilhelrn debe tener un auto-
móvil. ¿ Quisieras comprárselo y entregárselo de parte
nuestra?
Wilhelrn casi ni podía creerlo cuando llegué hasta su
casa situada en las hermosas colinas de Sajonia y
le di las llaves de su flamante automóvil. Ahora Mar
nos escribe que ya casi ni tiene tos. Wilhelrn ya ha
gastado su primer auto y ha recibido el segundo de
parte de los mismos amigos holandeses. Con éste co-
menzó un equipo misionero propio y viaja a Polonia
y Checoslovaquia para celebrar reuniones juveniles con
miembros de su grupo en Alemania Oriental.
Y esto para mí es el desarrollo más extraordinario
de todos : la creación de un ministerio a los cristianos
278 EL CONTRABANDISTA DE DIOS

de un país de la Cortina de Hierro por los cristianos


de otro país de detrás de la Cortina. Seguramente
que esto es lo que Dios siempre ha querido, que el
valeroso remanente de su iglesia esparcido a través de
muchas tierras cobrara fortaleza uniéndose, que de-
jara de lado sus propios temores al extenderse para
ayudarse mutuamente: esos misioneros de detrás de
la Cortina de Hierro carecen de fondos para viajar y
esto podemos ayudarlos a suplirlo, pero el resto de.
su obra, libertad para viajar dentro del bloque comu-
nista y libertad para celebrar reuniones e intercam-
biar cartas es muchísimo más fácil para ellos que para
nosotros, los de afuera. Una iglesia con la que hemos
trabajado en Checoslovaquia ha enviado misioneros a
lugares tan lejanos como Brasil y Corea, donde están
trabajando juntos con misioneros del Occidente.

Así cambia el curso de la marea. No todo el cambio


es favorable. Donde se aflojan las restricciones aquí,
allá por lo general se aprietan. Más o menos al mismo
tiempo en que se abrió la Sociedad Bíblica en Bel-
grado, en Hungría hubo una nueva campaña de repre-
sión contra los cristianos. En China, durante los últi-
mos meses, se quemaron cientos de miles de Biblias e
himnarios para regocijo de la guardia Roja. Ya sea que
esto señale el fin del período más bien laissez faire
por parte del gobierno chino y el comienzo de una nue-
va era de persecución para los cristianos chinos, está
por verse.
Sin embargo, Dios nunca es derrotado. Aunque
puede ser resistido aun así, nunca puede ponerse en
duda el resultado final. Todos los días tenemos prue-
bas nuevas de que ciertamente todas las cosas, aun
las malas, obran para bien de aquellos que son lla-
mados por su nombre.
En Rumania hay un sacerdote católico romano al que
hemos estado ayudando a comprar Biblias y otras pro-
visiones por espacio de años. En su último viaje desde
Viena para su tierra, en la frontera de su país lo
detuvieron y descubrieron su cargamento.
El sacerdote estaba angustiado. Una vez ya lo ha-
bían puesto encerrado con un cargo inventado de aca-
paramiento, pero aquí estaba un delito económico bas-
DOCE APOSTOLES DE ESPERANZA 279
tante grave y él era totalmente culpable. En Rumania
una Biblia equivale al salario de un mes, y él llevaba
cerca de doscientas.
En ese preciso momento otro coche se acercó a la
frontera. Se apeó un comerciante bien conocido en la
estación. Caminó animadamente hasta el refugio de
la inspección, saludando a cada uno de los guardias
por su nombre. Al ver el mostrador abarrotado de
Biblias se detuvo bruscamente. -¿Biblias? -pre-
guntó. -¿No creo que estén dispuestos a vendérmelas?
¿ Son confiscadas, verdad?
-Sí, son confiscadas, pero nosotros posiblemente no
podemos vendérselas.
El comerciante hizo un guiño. -Ni aun por ...
Se inclinó y susurró una cifra en el oído del inspector
aduanero. Los ojos del oficial se agrandaron.
-¿ Realmente cuestan tanto?
-Más. Me dejarán ganancia.
El oficial pensó un momento. -Déjeme hablar con
mis camaradas.
Los tres guardias formaron un círculo cerrado y
cuando rompieron ese círculo al parecer habían deci-
dido que el precio era lo suficientemente bueno como
para sacrificar sus principios . . . Así fue que el co-
merciante se las pagó en efectivo, con la ayuda del
sacerdote cargó las Biblias en su coche y se dirigió
a Rumania.
En el refugio reinaba un silencio embarazoso.
-¿ Todavía me acusan de contrabandear Biblias?-
preguntó por fin el sacerdote.
-¿Biblias? - contestó el oficial aduanero. -¿ Qué
Biblias? Aquí no hay Biblias. Es mejor que siga
viaje mientras que la barrera todavía está abierta.
Acerca de las Biblias, si bien es cierto que fueron
al mercado negro, por lo menos también llegaron a
Rumania a salvo. Allí, de alguna manera los creyentes
conseguirían dinero suficiente para comprárselas.

Pero de todas las señales de estos tiempos, las más


alentadoras para nosotros son la siempre creciente li-
bertad para viajar a casi todos los países comunistas.
Todos los años miles de visitantes más llegan del Oeste.
¿ Qué pasaría si de esos miles tan sólo unos cientos
280 EL CONTRABANDISTA DE Dros
actuaran concienzudamente como cristianos buscando
a sus hermanos? Aun aquellos que nunca han soñado
con ser misioneros podrían desempeñar un papel más
grande que cualquiera que haya realizado hasta ahora.
Solamente en lo que respecta a las Biblias : entrar de
contrabando un coche cargado de Biblias resulta bas-
tante arriesgado, pero la mayoría de los inspectores
de frontera no dirán nada a un solo ejemplar impreso
en el idioma local, que se puede obtener en las So-
ciedades Bíblicas, entre los efectos personales del via-
jero. China y Albania son los dos únicos países, que
yo sepa, donde una Biblia dejada sobre una mesa u
olvidada en un cajón, no encontrará en seguida su ca-
mino a manos ansiosas por tenerlas.
Mil turistas. Mil embajadores de Cristo. Turistas
que no solamente visitan los museos y las fábricas,
pero que encuentran los lugares con frecuencia pe-
queños y apartados del camino, donde se reúnen los
cristianos para adorar. Que se pongan de pie en esas
reuniones y digan solamente seis palabras que sean
portadoras de salud: Saludos de sus hermanos en Ho-
landa ... En Inglaterra ... En América ... -¿ Dónde
terminaría? -pregunté a Corrie. -¿ Dónde puede de-
tenerse esa corriente de interés?
-No sé '-me contestó, poniéndose a reír. -No··sa-
bemos lo que hay por delante. ¿Recuerdas? No sabe-
mos dónde vamos.
-Pero nos alegramos de ir juntos.
Juntos, nosotros dos. Los doce de nosotros. Los miles
de nosotros. No sabemos dónde nos guiará el camino.
Solamente sabemos que es el viaje más maravilloso
de todos.

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