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DE DIOS
HERMANO
• ANDRES
Con Juan y Elisabet Sherrill
Editorial Vida
MIAMI, FLORIDA 33138
EL CONTRABANDISTA DE DIOS
Prefacio 4
CAPITULO 1 - Cigarros y mendrugos 7
CAPITULO 2 - El sombrero amarillo de paja 22
CAPITULO 3 - Una piedrecita en un coco 36
CAPITULO 4- Una noche de tormenta 41
CAPITULO 5 - Un paso de sumisión 50
CAPITULO 6 - Por la senda real 69
CAPITULO 7 - Detrás de la cortina de
hierro ... 90
CAPITULO 8 - La copa de sufrimiento. 102
CAPITULO 9 - Se ponen los cimientos 112
CAPITULO 10 - Linternas en la noche 123
CAPITULO 11 - La tercera oración 135
CAPITULO 12 - La iglesia impostora .. 154
CAPITULO 13 - Al borde del círculo interior 167
CAPITULO 14 - Abraham el mata gigantes. 177
CAPITULO 15 - El invernadero experimental 191
CAPITULO 16 - Se extiende la obra 203
CAPITULO 17 - Rusia a primera vista ..... 220
CAPITULO 18 - Para Rusia con amor 226
CAPITULO 19 - A cuenta de una promesa ... 237
CAPITULO 20 - El dragón se despierta 246
CAPITULO 21 - Doce apóstoles de esperanza 261
PREJ.'ACIO
PENETRO
EN TODAS LAS PLAZAS
FUERTES COMUNISTAS
IMPELIDO POR
EL PODER DEL AMOR
/
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11.
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mantequilla y lo hice con estas palabras: "Así dice el
vecino de Andrés, que tú quisieras sentirte agradado
de pasar la mantequilla." Pero así y todo, estaba
aprendiendo. Después de estar seis semanas en Ingla-
terra, el director de la C.E.M. me pidió que hablara
en el devocional vespertino. En escasos siete minutos
agoté todo mi caudal de palabras en inglés, y me
senté. Dos semanas más tarde volvieron a pedirme
que hablara. Esta vez escogí como mi texto las pala-
bras de Cristo al ciego que estaba junto al camino de
Jericó: "Tu fe te ha salvado". (Fue un gran error
de mi parte ya que en inglés esas palabras se es-
criben con th y esas consonantes para un holandés
son una pesadilla.)
Luego que anuncié mi texto, durante catorce mi-
nutos, por reloj, procuré demostrar mi punto, para
asombro de todo el personal. Al terminar mi breve
sermón todos se juntaron a mi lado. -Estás mejoran-
do, Andy - me decían palmeándome con alegría.
-¡ Casi pudimos entender lo que dijiste! ¡ Catorce
minutos! Eso te hace dos veces mejor que la primera
vez, que hablaste sólo siete.
-¿ De modo que este es nuestro holandés ... ? Muy
bueno su sermón.
La voz que así decía venía desde el fondo. De pie,
allí en el umbral estaba un hombre de mediana edad,
calvo, corpulento, de rubicundas mejillas. No lo había
visto antes. De inmediato me llamó la atención el
brillo de sus ojos: los tenía entreabiertos como si pen-
sara hacer alguna travesura.
-Andr-és, me parece que todavía no conoces al
señor William Hopkins- dijo el director de la C.E.M.
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Fui hasta el fondo del salón y le extendí mi mano.
William Hopkins me la encerró entre las dos suyas, y
cuando me la soltó me di cuenta que su saludo no
había sido a medias.
-Parece bastante fuerte -dijo el señor Hopkins.
-Si podemos conseguirle los papeles creo que todo va
a andar bien.
Debo haber mirado asombrado ya que el director
me explicó que había llegado el momento de irme de
allí. Había terminado de pintar y les hacía falta la
cama que yo ocupaba para un misionero que regre-
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saba. Pero si el señor Hopkins podía conseguir que
las autoridades me permitieran trabajar, podría em-
plearme en Londres y ahorrar dinero para comprar los
libros y para los otros gastos que tendría en Glasgow.
Me enteré que todas las veces que surgían problemas
de esa índole siempre acudían al señor Hopkins.
-Anda a buscar tus cosas, Andrés, mi muchacho
-dijo el señor Hopkins. -Te invitamos a pasar unos
días en casa mientras que te conseguimos trabajo.
No tardé mucho en preparar mi valija. Mientras
guardaba mi cepillo de dientes y la navaja, uno de los
empleados de la C.E.M. me explicó algo sobre el señor
Hopkins. Aunque se trataba de un contratista de re-
cursos, vivía muy pobremente. Casi la totalidad de
sus entradas las destinaba a varias misiones. C.E.M.
era tan sólo una de las misiones caras a su gran
corazón. Pocos momentos después estaba parado en la
puerta del frente saludando al personal de la C.E.M.
-El edificio quedó muy lindo, Andrés -dijo el
director estrechándome la mano.
-Dank ou (gracias).
-A ver, déjanos oír como suena esa th.
-Zi-en-kiú.
Todos se echaron a reír mientras que William Hop-
kins y yo bajábamos los escalones hasta su carmon.
Los Hopkins vivían sobre el río Támesis y su casa
era más o menos como la había imaginado: sencilla,
acogedora. La señora Hopkins era enferma. Se pa-
saba la mayor parte de los días en cama, pero no se
opuso a mi intromisión.
-Siéntete como en tu casa -dijo saludándome.
-Pronto sabrás dónde está la alacena y asimismo
verás que la puerta de calle nunca está cerrada con
pasador. Se volvió a su esposo y vi en sus ojos el
mismo brillo que había visto en los de él. -Y tam-
poco tienes que sorprenderte si algún día encuentras
que un vagabundo está durmiendo en tu cama. Ya ha
pasado. Si llega a pasar otra vez, en la sala de estar
hay mantas y almohadas. Arréglate una cama junto
a la chimenea.
Antes de que pasara la semana iba a descubrir
cuál al pie de la letra había dicho esas palabras. Una
noche al volver a la casa después de otra larga e
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camarera nos sirvió té caliente. Cuando el tren s<
puso en marcha miré mi reloj : No estaba retrasad,
ni un minuto. La camarera luego de pensar unos mo
mentos buscando alguna palabra en inglés, me sonrió
-Nuestro tren sale a horario -señaló.
Ese fue mi primer encuentro con el "nuestro" de
la China moderna. Lo oí por todas partes. "Nuestro"
tren; "nuestra" revolución, "nuestro" primer automó-
vil de fabricación china. Y en la estación del tren
en Cantón, tuve una vislumbre de cómo se crea y se
mantiene ese sentimiento de nacionalismo. En todos
lados había estantes con material de lectura, hermo-
samente impreso e ilustrado y lo que es más, gratis.
Lo mismo en el hotel donde me alojé: en el vestíbulo
principal me aguardaban estantes tras estantes de li- ·
teratura, en el comedor, en los rellanos de la escalera.
Los del hotel estaban en idiomas europeos: alemán,
inglés, francés y era obvio que estaban dirigidos a
los viajeros. Pero en otros lados la literatura era
para consumo interno. Cada revista, periódico, pe-
lícula o pieza teatral llevaba un doble mensaje. "Sién-
tase agradecido por la revolución." "Odie a Estados
Unidos."
Una noche fui a un teatro donde una compañía de
niños acróbatas realizaba una función. El comediante
era una especie de duende travieso, un pequeño mu-
chacho que todas las veces procuraba encender un co-
hete. Cada vez, justo cuando la mecha· estaba a punto
de encender la pólvora, el héroe de la comedia la
apagaba. En cada acto el cohete se hacía más gran-
de, hasta que se convirtió en una bomba atómica,
cubierta con una gran bandera estadounidense. Una
vez más, a último momento el héroe salvó el día y
destruyó la bomba. En este punto los espectadores se
enloquecían; saltaban frenéticamente de sus asientos,
el suyo era un frenesí de júbilo y patriotismo.
El otro tema de la propaganda en general era en-
tusiasmo por la revolución y era igualmente impla-
cable y a su propia manera, también mortífero. Du-
rante mi estadía en Cantón visité "un hogar de an-
cianos. De acuerdo con los niveles europeos, el mismo
era extremadamente primitivo, pero los hombres y
mujeres que allí vivían parecían muy contentos; al-
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gunos tejían, otros limpiaban el recinto; todos estaban
ocupados en alguna forma de trabajo productivo. La
persona que dirigía esta comunidad era una anciana
de unos ochenta años. Por medio de un intérprete me
saludó y me hizo un breve discurso. El tema parecía
ver lo felices y útiles que se sentían los ancianos desde
la revolución. -Antes de la revolución -dijo, -los
ancianos quedaban abandonados para morir en los
campos. Después de la liberación -señaló-- las cosas
habían cambiado ; todo era maravilloso.
Los otros ancianos casi ni la miraban mientras ella
hablaba. Cada vez que pronunciaba la consabida frase
"después de la liberación", actuaba como si hubiera
apretado un resorte. Sus rostros cobraban vida. Todos
aplaudían. Pero mientras que su dirigente proseguía
con el discurso volvían a los recuerdos de la ancianidad.
Pero si el entusiasmo de los ancianos no era tan
espontáneo, el de los jóvenes sí lo era. Mi joven in-
térprete, una semana más tarde, en Shangai demos-
traba claramente un fervor evangelístico. -Antes
Shangai era conocida por la prostitución, después las
prostitutas fueron enviadas a escuelas de formación
donde aprendieron cosas útiles. Antes China poseía
uno de los niveles más bajos de alfabetización en
todo el mundo. Luego había adquirido uno de los más
altos-. Y así continuó una y otra vez.
Esto hizo que sintiera muchos deseos de visitar una
comunidad. Después de todo, los guías eran empleados
del gobierno, seleccionados y doctrinados para cumplir
sus funciones. Con seguridad que el grueso de los tra-
bajadores no estaban tan embelesados con el mara-
villoso mundo del "después".
En todo, durante mi estadía en China, tuve ocasión
de visitar seis comunidades. En la primera había
más de diez mil personas. Fue allí que tuve la primera
oportunidad de visitar sin protocolos un hogar chino.
Yo mismo escogí la casa. Era pequeña, tenía techo
de paja y estaba en una calle apartada. Se me per-
mitió llegar allí de improviso. Un anciano salió a
atendernos. Junto con su esposa nos mostraron la
casa, y lo hicieron con la perpetua sonrisa y cascada
risa. Su orgullo era obvio. Varias veces señalaron
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