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Yo también estuve allí.

La mañana gris y neblinosa parecía presagiar el inminente invierno. Temprano


había ido a realizar un trámite a una de las oficinas de la calle Reconquista. A
eso de las doce, ya estaba libre y feliz de haber terminado por fin con esa gestión.
Crucé rápido la Plaza de Mayo hacia la boca del subte A. Apenas había bajado
los primeros tramos de la escalera cuando percibí, al costado del paso
apresurado de la gente, a un anciano de aspecto humilde sentado en el suelo.
La habitualidad, que nos hace cada vez más insensibles, casi me impide reparar
en él: aparentemente no vendía nada, ni pedía limosna. Muy raro. A su lado tenía
una vieja valija de cuero, sobre ella un trozo de terciopelo azul que,
amorosamente, parecía acunar a un medallón dorado. La pieza medía unos
veinte centímetros de diámetro, tenía grabada en el frente una efigie de Evita,
finamente ejecutada. Me acerqué a él, buenos días abuelo, le dije, que
interesante el medallón que usted vende. No está a la venta, me contestó con
voz serena, las ilusiones, el alma y el dolor de un pueblo no se venden. Pero se
pueden compartir aunque sólo sea por un momento. Si quiere mirar el medallón,
hágalo porque su tallado es muy original. Me lo alcanzó con mano firme. Miré
con detenimiento su frente y, al girarlo, vi varios signos: una pirámide, un gran
ojo abierto sobre ella, debajo un reloj de arena y a ambos lados el conocido grafiti
constituido por una V y una P. Además, por su peso y el diáfano brillo deduje que
no era una pieza de metal dorado sino que era toda de oro. Oro puro. Ante mi
gesto asombrado el viejito, con sonrisa pícara, me dijo: lo más valioso nunca es
el oro, son las otras cosas. A propósito, ¿qué día es hoy? Me tomé unos
segundos para responderle, hoy es 16 de junio de 2023. ¿Está usted seguro
señor? Apenas escuche eso comencé a marearme, todo giraba alrededor, mi
vista se enturbiaba, pensé que me iba desmayar. De repente el malestar cesó.
Poco a poco, fui recuperando la conciencia y la visión. No sé muy bien porque
subí con paso estremecido hacia la salida del subte. La mañana estaba igual de
neblinosa y gris pero era distinta a la que había vivido unos minutos antes.
Sucedía algo extraño y a la vez familiar en el paisaje urbano, lo mismo ocurría
con las personas y sus vestimentas. Cuando vi a los autos que circulaban por
Hipólito Yrigoyen comprendí que, de repente, me había transportado a un tiempo

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pasado. La cuestión era: ¿en qué fecha estaba? Una voz lejana, parecida a la
del viejito, me respondió: hoy es 16 de junio, y estamos en 1955.
Entré en pánico: lo que se venía en pocos minutos seria horrendo. Y mortífero.
Dudé entre huir tomando por la calle Defensa hacia San Telmo, o meterme
nuevamente en el subte. Para colmo no recordaba, o nunca lo supe, si habían
bombardeado esa entrada. En medio de las dudas, consulté mi reloj: eran las 12
y 40 minutos. Ya iba a comenzar el infierno.
El viejito seguía narrando en mi cabeza, “con la excusa de participar en un acto
de desagravio a una quema de la bandera patria llegaron con sus aviones sobre
la Plaza y tiraron más de 100 bombas. Algunas no explotaron, pero las demás
fueron suficientes para asesinar a más de 300 civiles, y dejar heridos a más de
1200. La primera bomba cayó sobre un trolebús que llevaba chicos en edad
escolar. Todos murieron.”
La plaza a esa hora estaba repleta de gente, los aviones Gloster empezaron a
disparar hacia la Casa Rosada, y, unos minutos más tarde soltaron las bombas
sobre toda la plaza.
Estruendos imposibles, silbidos de la muerte, la luz que destruye y muerde la
carne. Rojo sobre blanco, infancias destruidas.
Las imágenes y los ruidos me llegan como latigazos, por momentos
intolerables. La presencia sibilante de las bombas al caer, seguida de la terrible
explosión y la metralla que muerde y desgarra la carne inocente, es demasiado.
Y los gritos, no sólo de dolor, sino también de sorpresa e incomprensión, la
angustia de no entender qué está pasando y la bronca al ver que son aviones
con la bandera argentina los que cometían esa matanza. Un humo acre se
apoderaba de las gargantas y la conciencia de los cientos de personas que
corrían a refugiarse en la recova del Ministerio de Economía. Algunos no lo
lograban. Ya se veían cuerpos quemados y mutilados. A unos 20 metros de
donde yo estaba, pude ver a una mujer joven tirada en el piso, con la pierna
derecha amputada a la altura de la pantorrilla. Estaba viva y pedía ayuda con
voz desesperada.
La voz en mi cabeza seguía narrando: por una de esas crueles burlas de la
naturaleza humana, los aviones asesinos tenían pintado en sus trompas un signo
que nació allí como símbolo identitario del antiperonismo. Lo constituía una letra
V y una cruz latina sobre ella, eso se leía “Cristo Vence”. Como tantas ocasiones

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en el devenir de los siglos los fanáticos políticos y religiosos asesinaban a
inocentes, que no pensaban como ellos, usando como escudo la figura de
Cristo. Quiso la historia y la voluntad de resistencia del peronismo que ese
símbolo se transmutara mediante el simple agregado de un arco curvo al sector
superior derecho de la cruz, y lo transformara en una P. De allí en más, y para
siempre, eso se leería: “Perón Vence”, “Perón Vuelve”, “Perón Vive”.
Las horas siguientes, que me parecieron siglos, fue una sucesión de imágenes
horrendas. Mientras caían más bombas sobre los civiles varios grupos armados
querían tomar la Casa Rosada, y se encontraban con la valiente defensa de los
Granaderos, que dieron su vida en ese cometido. Y el tableteo continuo de las
ametralladoras sobre todos nosotros, y el plomo entrando sin piedad en nuestra
carne.
De repente, tras cinco horas de esa masacre cometida por la antipatria, se hizo
el silencio. Un silencio sólo equiparable al de un campo de batalla al cesar el
combate: el silencio de la muerte y del dolor de tantos inocentes.
Por un secreto designio me vi caminando de regreso a la boca del subte.
Cuando bajé la escalera llena de escombros y restos de ropa chamuscada (ya
habían retirado los cuerpos) comencé a sentir el peculiar mareo que me había
llevado a este terrible momento de nuestra historia. Un minuto más tarde estaba
de regreso en el mediodía de otoño del siglo XXI. Ya lejana, seguía resonando
en mí la voz del anciano guardián del medallón: “los dolores y las penurias de un
pueblo, encuentran su justificación si los que vienen después los recuerdan y
participan, aunque sea en una forma mínima, de todas sus penas. Sólo a partir
de allí se puede construir un futuro.”
Me adentré en la boca del subte, mientras lloraba, en parte conmovido por lo
que había visto, y asimismo agradecido porque de alguna misteriosa manera, yo
también estuve allí y compartí su dolor. Y no los olvidaré.

Miguel Di Biase.
Julio de 2023.

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