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Si bien educación, práctica educativa hubo desde el inicio de la humanidad, nos detendremos
en un momento histórico particular que elevó la categoría educación a instrumento de
programa de gobierno, este último entendido en su acepción más amplia, y ese momento es la
modernidad.

MODERNIDAD

Su construcción llevó varios siglos e involucró a los movimientos conocidos como el


Renacimiento, la Reforma, procesos económicos como las revoluciones mercantil e
industrial, procesos sociales como la desaparición de la nobleza y la servidumbre, procesos
políticos como la Revolución Francesa y profundos cambios en las concepciones sobre la
naturaleza y el hombre y en el pensamiento filosófico, jurídico, político y social.

La Escuela durante parte del siglo XIX y durante el siglo XX fue el instrumento básico de lo que
se conoce como el “programa de la modernidad”

Características

 Racionalidad del mundo natural. La naturaleza está regida por un orden racional
inherente a ella misma. Hay principios y leyes de su funcionamiento que pueden ser
conocidos, lo cual le permite al hombre explicar y predecir el comportamiento de la
misma. La posibilidad de predicción y de explicación de la naturaleza permite su
dominio.

 Dominio de la naturaleza por parte del hombre. La especie humana tiene la


capacidad de poner la naturaleza al servicio de sus necesidades, lo cual le permite al
ser humano independizarse del rigor de la misma y separarse de ella. Mediante el
control de la naturaleza el hombre abandona el estado natural en el cual la humanidad
es un objeto más de la naturaleza para transformarse en un sujeto, es decir, para ganar
autonomía.

 Artificialidad del orden social. Para el pensamiento moderno, la sociedad, es decir la


agrupación humana y su devenir histórico también tienen un orden, están sujetos a
leyes y principios que pueden conocerse y modificarse. Desde esta perspectiva, la
transformación social, la revolución, es posible para el hombre. Liberado del estado
natural, el orden social es un orden artificial, creado por el hombre y que puede ser
modificado.

 El individuo como unidad fundamental. La modernidad postula que cada persona


independientemente de su condición social, económica o de género tienen
determinados atributos compartidos con todos los de su especie. Todos los hombres
nacemos libres e iguales. El pensamiento moderno basa todo su andamiaje sobre esta
abstracción. Es decir, sostiene estas características, aunque en la realidad de las
sociedades no existe la igualdad ni la libertad plena. Pero la existencia de estos
atributos en la naturaleza humana, le permite sostener la noción de soberanía del
sujeto: esto es, que cada persona debe ser capaz de tener el dominio absoluto de sus
actos, realizar una crítica de las sociedades históricas de acuerdo con su grado real de
libertad e igualdad y procurar la búsqueda constante de realización plena.

 Principio de legitimidad moderna. Sobre la idea de individuo soberano se basa la


teoría política moderna y las explicaciones acerca del gobierno en las sociedades
humanas. El principio de legitimidad postula que el individuo, en ejercicio de su
soberanía, decide establecer un contrato por medio del cual cede parte de su
soberanía a la figura de un tercero, el Estado, al cual todos los individuos deben
obedecer. El estado moderno representa el interés de todos, el interés general. Se
funda así otra noción básica del pensamiento moderno que es la noción de la esfera
pública, espacio en la sociedad que corresponde al interés de todos, opuesto a la
esfera privada, espacio que se reserva al interés exclusivo del individuo y que queda
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fuera de la mirada del estado. Así, la esfera pública se refiere a aquellos aspectos de la
soberanía del individuo que fueron delegados a un tercero para que sea posible la
convivencia social, mientras que la esfera privada corresponde a aquellos aspectos de
la soberanía que no se enajenan.

 La educación como programa emancipatorio. Todos los atributos de la especie


humana existen en potencia en cada individuo, pero se necesita un dispositivo, un
recurso, un esfuerzo para desarrollarlos, para cultivarlos: la educación. La modernidad
postula entonces la posibilidad y la necesidad de la educación de las personas. El
programa de la escuela moderna se denomina emancipatorio porque libera al
individuo de la ignorancia. La difusión del conocimiento sobre la naturaleza les
permitiría emanciparse de las explicaciones sobrenaturales acerca de su
funcionamiento y participar de su transformación. La difusión de sus derechos y la
preparación para su ejercicio como ciudadanos les permitiría emanciparse de tiranos y
déspotas. El uso público de la razón les permitiría participar en la construcción de la
sociedad y aceptar la autoridad del Estado, para poner límites a la propia libertad en
pos del interés general.

Mediante estas líneas, intentamos acompañarlos en el análisis de un proceso histórico que


modificó los vínculos de gobierno tanto con uno mismo como con los demás, con el
conocimiento y con el sistema productivo. Su mayor comprensión les permitirá abordar los
textos que siguen con mayor profundidad.

Ha muerto el Príncipe y ha nacido el ciudadano. Con esta frase sintetizamos la nueva


racionalidad política. Como señalábamos en el apartado precedente, para el pensamiento
moderno, el orden social es un orden artificial que puede ser modificado, el individuo es
soberano y, en ejercicio de esa soberanía, establece un contrato con el Estado al cual le cede
parte de la misma a cambio de su participación en un colectivo mayor.
Dentro del proceso de construcción social, la formación del Estado Nacional supone la
conformación de la instancia política que articula la dominación en la sociedad y la
materialización de esa instancia en un conjunto de instituciones que permiten su ejercicio. El
ejercicio de la ciudadanía es un indicador del nivel real de poder y participación de los
individuos frente al Estado.
Tradicionalmente, se concibe a la ciudadanía como una relación jurídica y política entre
miembros de un colectivo, el Estado nacional, mediante la cual el ciudadano adquiere derechos
como individuo y asume deberes. Se reconocen diferentes dimensiones en la conformación de
la ciudadanía que se corresponden con etapas históricas que detallaremos a continuación:
 Fines de siglo XVIII: en el marco de la lucha de la burguesía contra el Estado
absolutista, se configura la ciudadanía civil. Dicho concepto de ciudadanía hace
hincapié en los derechos del individuo, en otorgarle garantías frente a la invasión del
Estado en su vida privada. Son algunos ejemplos la libertad de movimiento, libertad de
expresión, libertad en el uso de propiedad, etc.
 Siglo XIX y primera mitad del XX: se amplía el concepto de ciudadanía para incluir el
derecho de los ciudadanos a gobernarse por sí mismos a través de representantes
elegidos mediante el sufragio. Se trata de la ciudadanía política. Además del derecho
de elegir y de ser elegido, supone el derecho de asociación política y el derecho de
contralor sobre el accionar del Estado.
 2° mitad del siglo XX: aparece una nueva generación de derechos que da lugar a una
nueva dimensión ciudadana, los derechos sociales. Surgida en el contexto de la lucha
entre capital y trabajo, la ciudadanía social se generalizó en el mundo occidental bajo la
forma del Estado de Bienestar. Los derechos sociales garantizan la participación en la
riqueza colectiva y entre ellos se encuentran el derecho a la educación, al trabajo, al
salario justo, a la salud, a la jubilación. La idea en la que se basan es la de justicia
social.

Las tres dimensiones de ciudadanía enumeradas comparten algunas características


que es necesario destacar. El ciudadano es entendido como un ser racional que integra
una sociedad entendida también como colectivo racional. El colectivo racional propio de la
modernidad es el Estado nacional. El ciudadano es aquel que acepta las leyes de un
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Estado que le garantiza derechos, pero también le reclama deberes. Esta reducción del
individuo a la condición de ciudadano del Estado-Nación supone un principio de exclusión
ya que la condición de ciudadanía está siempre restringida a las personas que tienen esa
condición. El Estado-Nación define los criterios de inclusión y exclusión al hacer, por
ejemplo, la distinción entre habitante y ciudadano.
Como veníamos señalando, la ciudadanía se refiere a un conjunto de derechos y
obligaciones. Pero además también plantea una dimensión comunitaria ya que traduce la
idea de pertenecer a una comunidad, de compartir una historia, una experiencia, un
porvenir que generalmente se asoció con la condición de pertenencia a una nacionalidad.
Esta concepción de ciudadanía tiene también su correlato en un concepto de identidad
propio de la modernidad, referido a un territorio y que es, en casi todos los casos,
monolingüística. Los Estados- Nación tomaron como expresa tarea la construcción de una
identidad nacional, que tomó forma por encima de las diferencias étnicas o culturales que
afectaban a su población. Para esto demandaron a los ciudadanos el monopolio de lealtad
y afinidad incompatible con otras identidades no incluidas en la definición de la propia
nación.

Sistemas de educación nacionales o de la identidad cultural

Conjuntamente a los procesos de constitución de los Estados-Nación, se dan los


primeros pasos en la constitución de los sistemas y currículos nacionales.
En muchos países, entre ellos el nuestro, se llamó “Instrucción Pública” al complejo
institucional que se hizo cargo de esta tarea y desde esa denominación se puso de
manifiesto que constituía una cuestión relativa al interés general. En Argentina, la
instrucción pública se organizó alrededor de una educación primaria inclusiva cuya función
primordial era integrar las nuevas naciones bajo un tamiz de homogeneidad y la educación
secundaria, de carácter excluyente cuya función era la de nacionalizar a las elites y
prepararlas para su ingreso a la universidad, como parte de un proceso de formación de
dirigentes.
La contribución de la educación a la conformación de un orden estatal duradero en el
marco de la conformación de sociedades nacionales fue enorme y se asentó
principalmente en los elementos que a continuación detallaremos que contribuyeron a la
construcción de una identidad compartida a partir de su inclusión curricular tales como: la
transmisión de un código de comunicación, de un relato uniforme acerca del pasado,
de una pertenencia territorial, de un corpus de saberes básicos, de esquemas de
disciplina y salud corporal, de fortaleza física.
Desde 1870, en Argentina tuvo lugar la construcción, desarrollo y diversificación del
sistema educativo nacional y la Ley 1420 que promulgó la educación obligatoria, gratuita y
laica que se decretó en 1884 fue su base legal. En ella y en la legislación subsiguiente se
hizo evidente la filosofía educativa de la elite oligárquica: todos debían ser socializados de
la misma forma sin importar sus orígenes nacionales, la clase social o la religión y esta
forma de escolaridad fue considerada un terreno “neutro”, “universal”, que abrazaría a
todos los habitantes por igual.
Así concebido, el sistema escolar público se convirtió en una máquina formidable de
asimilación de la población provincial e inmigrante. La extensión de la escuela primaria y la
introducción de una formación docente centralizada fueron los medios por los cuales estas
masas heterogéneas se integraron a la sociedad argentina.
Sin embargo, las formas de inclusión social conllevan también exclusiones. La
identidad nacional común requería, tal como el pacto republicano, el abandono de
identidades particularistas y también filosofías individualistas liberales, vistas como una
fuente de anarquía por la mayoría de los organizadores del sistema escolar. Para
convertirse en sujetos nacionales, los inmigrantes debían abandonar su lengua, sus
costumbres, sus héroes y sus formas de vestirse y relacionarse. El sistema escolar
participó activamente en esa campaña, que recibió el pomposo título de “Cruzada
patriótica”, vigilando de cerca que se practicaran y respetaran el español correcto, las
memorias correctas y las reglas sociales correctas. Los niños y también los maestros
fueron normalizados y sujetos a reglas disciplinarias y rituales estrictos.
En su libro “Formación docente en cuestión: política y pedagogía”, María Cristina Davini
señala que “en este proceso se desarrollan los orígenes de la docencia argentina como
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grupo social y ocupacional.” Así hace alusión a la acción del Estado en la construcción y
dirección de escuelas normales a lo largo y ancho del país diseñadas para preparar al
personal docente dentro del nivel medio o secundario, significando esta elección de nivel
una opción en la búsqueda de conformación de “maestros patrioteros” más que
profesionales de alta formación científico – técnica.
El aparato de instrucción pública y su peso sociocultural delinearon la visión de la
educación como proceso de socialización o endoculturación, transmisor de patrones de
comportamiento, pensamiento y valoración, y a la escuela como un hipersistema capaz de
consolidar matrices ideológicas sin gran consistencia lógica pero dotadas de una gran
carga afectiva.
Al principio del trabajo enunciamos una definición de cultura que además de
representar las relaciones de producción, contribuye a reproducirlas, transformarlas e
inventar otras. El aspecto más dinámico del campo cultural quedaba y/o queda obturado
cuando no hay posibilidad de ruptura, de re-creación, cuando tanto la cultura como la
educación se piensan como transmisión de las generaciones adultas a las generaciones
jóvenes, sin fracturas, sin intermediaciones, sin antagonismos y el otro se identifica como
imagen especular de un “deber ser”.
En ese “deber ser” abrevaban las tendencias del pensamiento normalizador. Este ha
colaborado con la tendencia a manejarse a través de “modelos” a los cuales los sujetos
deberían adaptarse dentro del enfoque socializador y disciplinario. Ello ha dificultado
perceptualmente la observación y la aceptación de las diferencias o de lo distinto. En tal
caso, lo diferente es tratado como el “desvío” del modelo, cuestión muy problemática
cuando se trata de la acción escolar que trata con poblaciones socialmente heterogéneas.
Ello ha contribuido a fomentar la idea de “una escuela ilusoria”, y se consolida una
escuela cargada de símbolos abstractos, rituales y rutinas homogeneizadoras. El problema
estriba en que la homogeneidad social, cultural e interindividual no existe, y al distanciarse
de lo “distinto” se pierde el diálogo de la pedagogía, que supone siempre una relación entre
sujetos diferentes.

La escuela

La Escuela durante parte del siglo XIX y del siglo XX fue el instrumento básico de lo
que llamamos “programa de la modernidad”.
En relación al último postulado del programa de la Modernidad, y su caracterización de
emancipatorio, en tanto que libera al individuo de la ignorancia, queríamos señalar que los
modernos caracterizaban tanto a la visión religiosa de la vida como a la tradición y a las
costumbres de ignorancia que velaba el uso autónomo de la razón. Es por eso que
consideraron a la escuela como el espacio donde librar su guerra contra el oscurantismo.
Al decir de Juan Carlos Tedesco, “el avance de la escuela como institución obligatoria
y universal provocó una ruptura profunda con las pautas que regían la socialización
primaria familiar y la socialización que brindaba la comunidad de origen. Así, la escuela
tuvo que conquistar, generalmente en forma conflictiva, un espacio de de acción
pedagógica que estaba ocupado por otras instituciones.”
Este cambio implicaba una modificación importante en los contenidos del mensaje
socializador, ya que la escuela estaba llamada a difundir los valores seculares, los
principios republicanos y cierta visión racional de la realidad que reflejaba el orden cultural
que regía en los ámbitos más dinámicos de la sociedad global. Pero el cambio también
implicaba una modificación en el carácter de las instituciones que producían y transmitían
cultura. Al contrario de las instituciones socializadoras tradicionales como la familia y la
Iglesia, la escuela representaba la acción del Estado y, en ese sentido, su organización y
su oferta de contenidos culturales eran decididas independientemente de las demandas
particulares de cada sector.
Esto nos permite apreciar que la escuela constituyó desde su origen, un ámbito
relativamente artificial de socialización cultural, y que la validez de la escuela no radica en
su adecuación a la cultura externa sino en el significado social de los contenidos que ella
transmite. Podríamos decir que la escuela sarmientina, era una escuela que se proponía
difundir contenidos, pautas de conducta, valores y actitudes que estaban lejos de los
valores y pautas culturales de la población que atendía. Podríamos señalar dos efectos de
este carácter contracultural de la escuela, como en primer término, imponer la voluntad
hegemónica de los sectores que lideraban el proceso de modernización capitalista y sus
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contenidos culturales, y, en segundo, que a pesar de este movimiento de imposición


cultural dominante, la expansión de la escuela significaba brindar a amplios sectores
populares un conjunto de herramientas que permitían su desarrollo personal y social.

Síntesis
Hemos así visto cómo durante el período de la Modernidad, se construyó una narrativa
que sostiene que la expansión del sistema escolar moderno es la única manera, y la mejor,
de ilustrar al pueblo y democratizar las sociedades. Así, la noción de inclusión fue y es uno
de los principios fundantes de la escuela moderna. La emergencia de la institución escolar
tuvo mucho que ver con la búsqueda de un método que asegurara la replicación y la
uniformidad de una cierta experiencia educativa para un conjunto más grande de la
población. Proponemos detenernos un momento en esta equivalencia discursiva entre
inclusión y homogeneización para analizar si podría ser de otro modo. El movimiento de
inclusión supone la integración en un “nosotros” determinado, ya sea la comunidad
nacional o un grupo particular, clase social, minorías étnicas, “niños en riesgo”, etc. Este
“nosotros” siempre implica un “ellos” que puede ser pensado como complementario o
amenazante, o aún pasar desapercibido para la mayoría de las personas. Es decir, la
inclusión en una identidad determinada supone la exclusión de otros, la definición de una
frontera o límite más allá de la cual comienza la otredad. Un elemento central para definir la
inclusión y la exclusión es cómo se conceptualizan la identidad y la diferencia, y cómo y a
través de qué mecanismos y técnicas se establecen y operan los límites entre ellas.
Todas las identidades se establecen en relación con una serie de diferencias que están
socialmente reconocidas. La diferencia provee la medida contra la cual un ser puede
afirmar su carácter distintivo y su solidez. El terreno en el cual afirma este carácter único
es, sin embargo, inseguro y resbaladizo. Aunque no puede desechar a la diferencia para
poder ser, la identidad tiende a convertir la diferencia en una total otredad para poder así
asegurar su propia certidumbre (Connolly, 1991). Así, “la identidad está en una relación
compleja, política, con las diferencias que busca fijar e involucra una violencia constitutiva
(una relación de poder), a través de la constitución de esas diferencias. Connolly subraya
que la diferencia puede ser pensada como una identidad distinta que es complementaria,
negativa o amenazante, o rechazada al plano de lo impensable e invisible, y que todas
esas opciones son siempre políticas, tienen efectos de poder y son efecto de relaciones de
poder.
Así, identidad y diferencia, tanto como inclusión y exclusión, no son conceptos
opuestos sino mutuamente imbricados y pueden ser tratados como un concepto singular
que funciona como un doblez habilitando y desalentando prácticas. La diferencia o la
exclusión no sólo existen dentro de las identidades que incluyen sino que de hecho se
producen en la misma operación.
En el caso de los principios educativos modernos, la equivalencia entre igualdad y
homogeneización produjo como resultado el congelamiento de las diferencias como
amenaza o como deficiencia. Lo mismo y lo otro dejaron de ser conceptos móviles y
contingentes para aparecer como propiedades ontológicas de los grupos y de los seres
humanos, incuestionables e inamovibles. Si nuestra identidad es que seamos todos
iguales, y ella se define no sólo por la abstracción legal de nivelarnos y equipararnos a
todos los ciudadanos sino también porque todos nos conduzcamos de la misma manera,
hablemos el mismo lenguaje, tengamos los mismos héroes y aprendamos las mismas
cosas, entonces quien o quienes persistan en afirmar su diversidad serán percibidos como
un peligro para esta identidad colectiva, o como sujetos inferiores que aún no han
alcanzado nuestro grado de civilización. Podríamos concluir quizás que estos principios,
organización y modos de razonamiento de la escuela moderna serían parte del problema
antes que la solución.

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