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LAS CARTAS CATÓLICAS

La carta de Santiago es la primera entre las siete Epístolas no paulinas que, por no señalar varias de
ellas un destinatario especial, han sido llamadas genéricamente católicas o universales, aunque en
rigor la mayoría de ellas se dirige a la cristiandad de origen judío, y las dos últimas de S. Juan tienen
un encabezamiento aún más limitado. S. Jerónimo las caracteriza diciendo que "son tan ricas en
misterios como sucintas, tan breves en palabras como largas en sentencias".

Carta del Apóstol Santiago


El autor, que se da a sí mismo el nombre de "Santiago, siervo de Dios y de nuestro Señor
Jesucristo", es el Apóstol que solemos llamar Santiago el Menor, hijo de Alfeo o Cleofás (Mt. 10, 3) y
de María (Mt. 27, 56), "hermana" (o pariente) de la Virgen. Es, pues, de la familia de Jesús y llamado
"hermano del Señor" (Gál. 1, 19; cf. Mt. 13, 55 y Marc. 6, 3).
Santiago es mencionado por S. Pablo entre las "columnas" o apóstoles que gozaban de mayor
autoridad en la Iglesia (Gál. 2, 9). Por su fiel observancia de la Ley tuvo grandísima influencia,
especialmente sobre los judíos, pues entre ellos ejerció el ministerio como Obispo de Jerusalén.
Murió mártir el año 62 d. C.
Escribió esta carta no mucho antes de padecer el martirio y con el objeto especial de fortalecer a los
cristianos del judaísmo que a causa de la persecución estaban en peligro de perder la fe (cf. la
introducción a la Epístola a los Hebreos). Dirígese por tanto a "las doce tribus que están en la
dispersión" (cf. 1, 1 y nota), esto es, a todos los hebreo-cristianos dentro y fuera de Palestina (cf.
Rom. 10, 18 y nota).
Ellos son de profesión cristiana, pues creen en el Señor Jesucristo de la Gloria (2, 1), esperan la
Parusía en que recibirán el premio (5, 7-9), han sido engendrados a nueva vida (1, 18) bajo la nueva
ley de libertad (1, 25; 2, 12), y se les recomienda la unción de los enfermos (5, 14 ss.).
La no alusión a los paganos se ve en que Santiago omite referirse a lo que S. Pablo suele combatir
en éstos: idolatría, impudicia, ebriedad (cf. I Cor. 6, 9 ss.; Gál. 5, 19 ss.). En cambio, la Epístola
insiste fuertemente contra la vana palabrería y la fe de pura fórmula (1, 22 ss.; 2, 14 ss.), contra la
maledicencia y los estragos de la lengua (3, 2 ss.; 4, 2 ss.; 5, 9), contra los falsos doctores (3, 1), el
celo amargo (3, 13 ss.), los juramentos fáciles (5, 12).
El estilo es conciso, sentencioso y extraordinariamente rico en imágenes, siendo clásicas por su
elocuencia las que dedica a la lengua en el capítulo 3 y a los ricos en el capítulo 5 y el paralelo de
éstos con los humildes en el capítulo 2. Más que en los misterios sobrenaturales de la gracia con que
suele ilustrarnos S. Pablo, especialmente en las Epístolas de la cautividad, la presente es una
vigorosa meditación sobre la conducta frente al prójimo y por eso se la ha llamado a veces el
Evangelio social.

I Carta del Apóstol Pedro


Simón Bar Jona (hijo de Jonás), el que había de ser San Pedro (Hech. 15, 14; II Pedro 1, 1), fue
llamado al apostolado en los primeros días de la vida pública del Señor, quien le dio el nombre de
Cefas (en arameo Kefa), o sea, "piedra", de donde el griego Petros, Pedro (Juan 1, 42). Vemos en
Mt. 16, 17-19, cómo Jesús lo distinguió entre los otros discípulos, haciéndolo "Príncipe de los
Apóstoles" (Juan 21, 15 ss.). S. Pablo nos hace saber que a él mismo, como Apóstol de los gentiles,
Jesús le había encomendado directamente (Gál. 1, 11 s.) el evangelizar a éstos, mientras que a
Pedro, como a Santiago y a Juan, la evangelización de los circuncisos o israelitas (Gál. 2, 7-9; cf.
Sant. 1, 1 y nota). Desde Pentecostés predicó Pedro en Jerusalén y Palestina, pero hacia el año 42
se trasladó a "otro lugar" (Hech. 12, 17 y nota), no sin haber antes admitido al bautismo al pagano
Cornelio (Hech. 10), como el diácono Felipe lo había hecho con el "prosélito" etíope (Hech. 8, 26 ss.).
Pocos años más tarde lo encontramos nuevamente en Jerusalén, presidiendo el Concilio de los
Apóstoles (Hech. 15) y luego en Antioquía. La Escritura no da más datos sobre él, pero la tradición
nos asegura que murió mártir en Roma el año 67, el mismo día que S. Pablo.
Su primera Carta se considera escrita poco antes de estallar la persecución de Nerón, es decir, cerca
del año 63 (cf. II Pedro 1, 1 y nota), desde Roma a la que llama Babilonia por la corrupción de su
ambiente pagano (5, 13). Su fin es consolar principalmente a los hebreos cristianos dispersos (1, 1)
que, viviendo también en un mundo pagano, corrían el riesgo de perder la fe. Sin embargo, varios
pasajes atestiguan que su enseñanza se extiende también a los convertidos de la gentilidad (cf. 2, 10
y nota). A los mismos destinatarios (II Pedro 3, 1), pero extendiéndola "a todos los que han
alcanzado fe" (1, 1) va dirigida la segunda Carta, que el Apóstol escribió, según lo dice, poco antes
de su martirio (II Pedro 1, 14), de donde se calcula su fecha por los años de 64-67. "De ello se
deduce como probable que el autor escribió de Roma", quizá desde la cárcel. En las comunidades
cristianas desamparadas se habían introducido ya falsos doctores que despreciaban las Escrituras,
abusaban de la grey y, sosteniendo un concepto perverso de la libertad cristiana, decían también que
Jesús nunca volvería. Contra ésos y contra los muchos imitadores que tendrán en todos los tiempos
hasta el fin, levanta su voz el Jefe de los Doce, para prevenir a las Iglesias presentes y futuras,
siendo de notar que mientras Pedro usa generalmente los verbos en futuro, Judas, su paralelo, se
refiere ya a ese problema como actual y apremiante (Judas 3 s.; cf. II Pedro 3, 17 y nota).
En estas breves cartas —las dos únicas "Encíclicas" del Príncipe de los apóstoles— llenas de la más
preciosa doctrina y profecía, vemos la obra admirable del Espíritu Santo, que transformó a Pedro
después de Pentecostés. Aquel ignorante, inquieto y cobarde pescador y negador de Cristo es aquí
el apóstol lleno de caridad, de suavidad y de humilde sabiduría, que (como Pablo en II Tim. 4, 6), nos
anuncia la proximidad de su propia muerte que el mismo Cristo le había pronosticado (Juan 21, 28).
San Pedro nos pone por delante, desde el principio de la primera Epístola hasta el fin de la segunda,
el misterio del futuro retorno de nuestro Señor Jesucristo como el tema de meditación por excelencia
para transformar nuestras almas en la fe, el amor y la esperanza (cf. Sant. 5, 7 ss.; y Jud. 20 y
notas). "La principal enseñanza dogmática de la II Pedro —dice Pirot— consiste incontestablemente
en la certidumbre de la Parusía y, en consecuencia, de las retribuciones que la acompañarán (1, 11 y
19; 3, 4-5). En función de esta espera es como debe entenderse la alternativa entre la virtud cristiana
y la licencia de los "burladores" (2, 1-2 y 19). Las garantías de esta fe son: los oráculos de los
profetas, conservados en la vieja Biblia inspirada, y la enseñanza de los apóstoles testigos de Dios y
mensajeros de Cristo (1, 4 y 16-21; 3, 2). El Evangelio es ya la realización de un primer ciclo de las
profecías, y esta realización acrece tanto más nuestra confianza en el cumplimiento de las
posteriores:" (cf. 1, 19). Es lo que el mismo Jesús Resucitado, cumplidas ya las profecías de su
Pasión, su Muerte y su Resurrección, reiteró sobre los anuncios futuros de "sus glorias" (I Pedro 1,
11) diciendo: "Es necesario que se cumpla todo lo que está escrito acerca de Mí en la Ley de Moisés,
en los Profetas y en los Salmos" (Lc. 24, 44).
Poco podría prometerse de la fe de aquellos cristianos que, llamándose hijos de la Iglesia, y
proclamando que Cristo está donde está Pedro, se resignasen a pasar su vida entera sin
preocuparse de saber qué dijeron, en sus breves cartas, ese Pedro y ese Pablo, para poder, como
dice la Liturgia, "seguir en todo el precepto de aquellos por quienes comenzó la religión". (Colecta de
la Misa de San Pedro).

II Carta del Apóstol Pedro


Esta segunda carta de S. Pedro es (como lo fue la segunda de Pablo a Timoteo) el testamento del
Príncipe de los Apóstoles, pues fue escrita poco antes de su martirio (v. 14) probablemente desde la
cárcel de Roma entre los años 64 y 67. Los destinatarios son todas las comunidades cristianas del
Asia Menor o sea que su auditorio no es tan limitado a los judío-cristianos como el de Santiago (cf.
Sant. 1, 1).

I Carta del Apóstol Juan


Las tres Cartas que llevan el nombre de San Juan —una más general, importantísima, y las otras
muy breves— han sido escritas por el mismo autor del cuarto Evangelio (véase su nota introductoria).
Este es, dice el Oficio de San Juan, aquel discípulo que Jesús amaba (Juan 21, 7) y al que fueron
revelados los secretos del cielo; aquel que se reclinó en la Cena sobre el pecho del Señor (Juan 21,
20) y que allí bebió, en la fuente del sagrado Pecho, raudales de sabiduría que encerró en su
Evangelio.
La primera Epístola carece de encabezamiento, lo que dio lugar a que algunos dudasen de su
autenticidad. Mas, a pesar de faltar el nombre del autor, existe una unánime y constante tradición en
el sentido de que esta Carta incomparablemente sublime ha de atribuirse, como las dos que le
siguen y el Apocalipsis, al Apóstol San Juan, hijo de Zebedeo y hermano de Santiago el Mayor, y así
lo confirmó el Concilio Tridentino al señalar el canon de las Sagradas Escrituras. La falta de título al
comienzo y de saludo al final se explicaría, según la opinión común, por su íntima relación con el
cuarto Evangelio, al cual sirve de introducción (cf. 1, 3), y también de corolario, pues se ha dicho con
razón que si el Evangelio de San Juan nos hace franquear los umbrales de la casa del Padre, esta
Epístola íntimamente familiar hace que nos sintamos allí como "hijitos" en la propia casa.
Según lo dicho se calcula que data de fines del primer siglo y se la considera dirigida, como el
Apocalipsis, a las iglesias del Asia proconsular —y no sólo a aquellas siete del Apocalipsis (cf. 1, 4 y
notas)— de las cuales, aunque no eran fundadas por él se habría hecho cargo el Apóstol después de
su destierro en Patmos, donde escribiera su gran visión profética. El motivo de esta Carta fue
adoctrinar a los fieles en los secretos de la vida espiritual para prevenirlos principalmente contra el
pregnosticismo y los avances de los nicolaítas que contaminaban la viña de Cristo. Y así la ocasión
de escribirla fue probablemente la que el mismo autor señala en 2, 18 s., como sucedió también con
la de Judas (Judas 3 s.).
Veríamos así a Juan, aunque "Apóstol de la circuncisión" (Gál. 2, 9), instalado en Éfeso y
aleccionando —treinta años después del Apóstol de los Gentiles y casi otro tanto después de la
destrucción de Jerusalén— no sólo a los cristianos de origen israelita sino también a aquellos
mismos gentiles a quienes San Pablo había escrito las más altas Epístolas de su cautividad en
Roma. Pablo señalaba la posición doctrinal de hijos del Padre. Juan les muestra la íntima vida
espiritual como tales.
No se nota en la Epístola división marcada; pero sí, como en el Evangelio de San Juan, las grandes
ideas directrices: "luz, vida y amor", presentadas una y otra vez bajo los más nuevos y ricos
aspectos, constituyendo sin duda el documento más alto de espiritualidad sobrenatural que ha sido
dado a los hombres. Insiste sobre la divinidad de Jesucristo como Hijo del Padre y sobre la realidad
de la Redención y de la Parusía, atacada por los herejes. Previene además contra esos "anticristos"
e inculca de una manera singular la distinción entre las divinas Personas, la filiación divina del
creyente, la vida de fe y confianza fundada en el amor con que Dios nos ama, y la caridad fraterna
como inseparable del amor de Dios.

II Carta del Apóstol Juan


En la segunda Epístola -como en la tercera- San Juan se llama a sí mismo "el anciano" (en griego
presbítero), título que se da también San Pedro haciéndolo extensivo a los jefes de las comunidades
cristianas (I Pedro 5, 1) y que se daba sin duda a los apóstoles, según lo hace presumir la
declaración de Papías, obispo de Hierápolis, al referir cómo él se había informado de lo que habían
dicho "los ancianos Andrés, Pedro, Felipe, Tomás, Juan". El padre Bonsirven, que trae estos datos,
nos dice también que las dudas sobre la autenticidad de estas dos Cartas de San Juan "comenzaron
a suscitarse a fines del siglo II cuando diversos autores se pusieron a condenar el milenarismo;
descubriendo milenarismo en el Apocalipsis, se resistían a atribuirlo al Apóstol Juan y lo declararon,
en consecuencia, obra de ese presbítero Juan de que habla Papías, y así, por contragolpe, el
presbítero Juan fue puesto por varios en posesión de las dos pequeñas Epístolas". Pirot anota
asimismo que "para poder negar al Apocalipsis la autenticidad joanea, Dionisio de Alejandría la niega
también a nuestras dos pequeñas cartas". La Epístola segunda va dirigida "a la señora Electa y a sus
hijos", es decir, según lo entienden los citados y otros comentadores modernos, a una comunidad o
Iglesia y no a una dama (cf. II Juan 1, 13 y notas), a las cuales, por lo demás, en el lenguaje cristiano
no se solía llamarlas señoras (Ef. 5, 22 ss.; cf. Juan 2, 4; 19, 26).

III Carta del Apóstol Juan


La tercera Carta de Juan es más de carácter personal, pero en ésta nos muestra el santo apóstol,
como en la primera, tanto la importancia y valor del amor fraterno —que constituían, según una
conocida tradición, el tema permanente de sus exhortaciones hasta su más avanzada ancianidad—
cuanto la necesidad de atenerse a las primitivas enseñanzas para defenderse contra todos los que
querían ir "más allá" de las Palabras de Jesucristo (II Juan 9), ya sea añadiéndoles o quitándoles
algo (Apoc. 22, 18), ya queriendo obsequiar a Dios de otro modo que como Él había enseñado (cf.
Sab. 9, 10; Is. 1, 11 ss.), ya abusando del cargo pastoral en provecho propio como Diótrefes (III Juan
9). Pirot hace notar que "el Apocalipsis denunciaba la presencia en Pérgamo de nicolaítas contra los
cuales la resistencia era peligrosamente insuficiente (Apoc. 2, 14-16)" por lo cual, dado que las
Constituciones Apostólicas mencionan a Gayo el destinatario de esta Carta, al frente de dicha iglesia
(como a Demetrio en la de Filadelfia), sería procedente suponer que aquélla fuese la iglesia confiada
a Diótrefes y que éste hubiese sido reemplazado poco más tarde por aquel fiel amigo de Juan.

Judas
San Judas, hermano de Santiago el Menor, compuso la carta entre los años 62 y 67, con el fin de
fortalecer en la fe a los judío-cristianos y prevenirlos contra la doctrina de los falsos doctores. Dado
que esta es una preocupación común en todos los escritos apostólicos, en muchos pasajes tiene
esta Carta notoria semejanza con la II de Pedro.

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