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Texto extraído del libro citado al pie – Dra. Morandi M.

Georgina

1. II — ACTOS JURÍDICOS
2. Concepto e importancia
Dentro de la categoría de actos voluntarios lícitos existe una especie, los actos jurídicos,
que tienen una enorme importancia en el campo del derecho. Es el medio con que
cuentan los hombres para establecer entre ellos el tejido infinito y complejísimo de sus
relaciones jurídicas. La inmensa masa de actos jurídicos comprende hechos de tan
diversa importancia y naturaleza como, por ejemplo, las pequeñas compras de
mercaderías al contado (cigarrillos, golosinas, comestibles, etc.), la adquisición de un
inmueble, de un establecimiento comercial o industrial, la fundación de una asociación,
el otorgamiento de un testamento, una oferta, un pago, etc.
No resulta extraño, por consiguiente, que los juristas se hayan encontrado en serias
dificultades para formular un concepto que abarque actos tan diversos. En la doctrina
alemana la cuestión ha dado lugar a dificultades tan graves que WINDSCHEID ha podido
escribir: "en rigor, aquí no se debería decir: negocio jurídico es esto y esto, sino por
negocio jurídico, yo entiendo esto y esto".
De estas dificultades nos hemos librado en nuestro derecho merced a una
acertadísima disposición contenida en el art. 259 del Cód. Civ. y Com., que define con
toda precisión el acto jurídico: El acto jurídico es el acto voluntario lícito que tiene por fin
inmediato la adquisición, modificación o extinción de relaciones o situaciones jurídicas.
Los elementos del acto jurídico son el sujeto, el objeto, la causa y la manifestación de
la voluntad hecha en forma legal. El sujeto es la persona (humana o jurídica) que hace
la declaración de voluntad; debe ser capaz, sin lo cual el acto sería ineficaz. De los
restantes elementos nos ocuparemos en el nro. 582.
3. Caracteres
De esta definición se desprenden los caracteres propios de los actos jurídicos: 1º) son
actos voluntarios; 2º) son lícitos; 3º) tienen por fin inmediato la producción de efectos
jurídicos. Este último es el carácter específico de los actos jurídicos y el que permite
distinguirlos de otros actos voluntarios lícitos.
4. Distinción con otros actos voluntarios lícitos
Según ya lo hemos dicho, los actos jurídicos se distinguen de los demás actos
voluntarios lícitos, en que tienen por fin inmediato producir efectos jurídicos. En cambio,
en los restantes actos voluntarios lícitos, las partes no se proponen un fin jurídico que,
no obstante, puede producirse por imperio de la ley. Así, por ejemplo, el acto de alambrar
un campo tiene un fin exclusivamente práctico (evitar el paso de hacienda); sin embargo,
es un acto posesorio del que derivan todas las consecuencias establecidas en la ley. El
artista que pinta una tela o que talla la piedra, solo se propone crear una obra de arte,
pero, por imperio de la ley, se produce un acto jurídico: la adquisición del derecho
intelectual sobre el cuadro o la escultura.

§ 1.— LA VOLUNTAD Y LA DECLARACIÓN EN LOS ACTOS JURÍDICOS


5. El problema de las divergencias entre la intención y la declaración de la
voluntad
Si bien lo normal en un acto jurídico es que la intención coincida con la declaración de la
voluntad, suelen presentarse algunas hipótesis de desencuentro entre ambas: a) cuando
por error se manifiesta una cosa distinta de la que en realidad se desea; b) en el caso
de reserva mental, o sea cuando deliberadamente se hace una manifestación que no
coincide con la intención, haciendo reserva interior de que no se desea lo que se
manifiesta desear; c) cuando se hace una declaración con espíritu de broma o sin
entender obligarse, como, por ejemplo, las palabras pronunciadas en una representación
teatral; d) cuando se simula un acto jurídico; e) cuando la declaración ha sido forzada
por violencia o ha resultado de un engaño.

Guillermo J. Borda, 2.da. Edición actualizada, Ed. LA LEY Thomson Reuters, DERECHO CIVIL-
PARTE GENERAL.
Texto extraído del libro citado al pie – Dra. Morandi M. Georgina

La comprobación de la posibilidad de desacuerdo entre la intención y la declaración


hace inevitable este interrogante: ¿debe darse prevalencia a la intención sobre la
declaración o a esta sobre aquella?
Digamos, desde ya, que esta cuestión no ofrece interés práctico en algunas de las
hipótesis señaladas: así, por ejemplo, en materia de dolo y de violencia, en que la nulidad
del acto se funda en el hecho ilícito. En cambio, tiene importancia decisiva en otros
casos; tal, por ejemplo, en el error, y muy particularmente en el delicado problema de la
interpretación de los actos jurídicos.
6. Teoría de la voluntad
La teoría clásica sostenía el imperio absoluto de la voluntad interna. Según ella, la
esencia misma, el origen íntimo y verdadero de toda vinculación contractual, es la
voluntad de las partes. "Implicando la noción de contrato, dice CELICE, el concurso de
dos voluntades internas, lo que hay que interpretar son esas voluntades; todo lo que las
acompaña, gestos, palabras, escritos, etc., no son más que despreciables vestigios de
los procesos por los cuales se han dado a conocer". La declaración solo sería una
cuestión formal, accidental y la noble tarea judicial consiste en desentrañar la verdadera
voluntad de las partes y hacerle producir efectos.
Esta teoría imperó sin contradicción hasta principios del siglo XIX, en que los juristas
alemanes la hicieron objeto de duros ataques, sosteniendo, por su parte, una doctrina
objetiva, sustentada en la declaración de la voluntad.
7. Teoría de la declaración de la voluntad
Dejando de lado algunas exageraciones que condujeron a negar todo papel a la voluntad
en la formación de los actos jurídicos, es preciso destacar cuál fue el mérito principal de
la doctrina alemana: poner de relieve la importancia principalísima de la declaración en
la formación de los actos jurídicos. No es exacto que la declaración sea un despreciable
vestigio de la voluntad interna; por el contrario, forma con esta un todo indisoluble, a tal
punto que no puede concebirse una sin la otra. Para que la intención se transforme de
fenómeno de conciencia en fenómeno volitivo, es indispensable la exteriorización; de ahí
que esta sea necesaria para la existencia misma de la voluntad y que, por consiguiente,
sea falso e impropio hablar de voluntad interna.
Por lo demás, y planteando la cuestión en un terreno estrictamente jurídico, es
necesario reducir a sus justos límites el papel de la voluntad en lo que atañe a los efectos
de los actos jurídicos. Es preciso afirmar que la fuerza obligatoria de los contratos no
deriva de la voluntad de las partes, sino de la ley. Es verdad que al atribuir esa
obligatoriedad, la ley tiene en cuenta de modo muy primordial el respeto por la voluntad
del hombre; pero también considera otros factores no menos importantes: la
obligatoriedad de los contratos es una exigencia ineludible del comercio y de la vida
social; media inclusive una razón de orden moral en el cumplimiento de la palabra
empeñada.
Pero es en la faz práctica donde la teoría clásica revela toda su debilidad. Es evidente
que la intención o voluntad íntima (como tan impropiamente se llama), justamente por
ser puramente psicológica e interna, es inaccesible a los terceros y no puede ser la base
de un negocio jurídico, que por ser fuente de derechos y obligaciones, quizá gravosas,
debe tener un fundamento concreto, seguro y serio, condiciones que no podrán
encontrarse en la simple intención.
Resulta así evidente que la formación de los contratos en general, no puede surgir
sino de la coincidencia de las voluntades declaradas, únicas que pueden conocer y
apreciar las partes. Ni estas ni el juez llamado a entender en un litigio, pueden ni deben
intentar vanas investigaciones psicológicas, destinadas siempre a resultados inciertos.
No debe pensarse, por ello, que la teoría de la declaración menosprecia la intención;
por el contrario, su aplicación conducirá a respetarla en la enorme mayoría de los casos,
porque lo normal es que las palabras de una persona coincidan con su intención, tanto
más cuanto que se trata de negocios jurídicos en que, precisamente por ser fuente de
derechos y obligaciones, las partes ponen un especial esmero en traducir con fidelidad
su pensamiento.

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Texto extraído del libro citado al pie – Dra. Morandi M. Georgina

En conclusión: la buena fe, la seguridad de los negocios, la confianza que debe


presidir las relaciones humanas, están interesadas en que los actos jurídicos reposen
sobre una base cierta y segura, que no puede ser otra cosa que la voluntad declarada:
las intenciones que no existen sino en el espíritu de las partes no entran en el dominio
del derecho. Bien claro que por declaración de voluntad no debe entenderse tan solo la
palabra hablada o escrita, sino toda conducta o proceder que de acuerdo con las
circunstancias y apreciada de buena fe, permita inferir la existencia de una voluntad de
obligarse.

§ 2.— CLASIFICACIÓN
8. Distintos criterios
Para introducir un orden dentro de la compleja trama que forman los actos jurídicos, se
los ha clasificado de acuerdo con diversos criterios:
9. a) Actos positivos y negativos
En los primeros, el nacimiento, modificación, extinción, etc., de un derecho, depende de
la realización del acto; tal es, por ejemplo, la firma de un pagaré, el pago de una suma
de dinero, la realización de un trabajo o de una obra de arte. En los segundos, en cambio,
la conducta jurídica consiste en una omisión o abstención; tal es el caso de las
obligaciones de no hacer. El propietario de una casa alquilada a un tercero debe
abstenerse de perturbarlo en el goce de ella; en este hecho negativo, en esta abstención,
consiste el cumplimiento de su obligación (v. arts. 1200 al 1204, Cód. Civ. y Com.).
10. b) Actos unilaterales y bilaterales
Los actos jurídicos son unilaterales cuando basta para formarlos la voluntad de una sola
persona, como el testamento. Son bilaterales cuando requieren el consentimiento
unánime de dos o más personas, como los contratos (art. 957, Cód. Civ. y Com.).
Esta clasificación no debe confundirse con la de contratos unilaterales y bilaterales.
Los contratos son siempre actos jurídicos bilaterales, desde que no existen sin el
concurso de voluntades; pero en orden a sus efectos, se llama unilaterales a los que
crean obligaciones a cargo de una sola de las partes, tales como el depósito, la donación;
y bilaterales a aquellos que las crean para ambas, como la compraventa, el contrato de
trabajo.
11. c) Actos entre vivos y de última voluntad
Los actos jurídicos cuya eficacia no depende del fallecimiento de aquellos de cuya
voluntad emanan, se llaman "actos entre vivos", como son los contratos. Cuando no
deben producir efectos sino después del fallecimiento de aquellos de cuya voluntad
emanan, se denominan "disposiciones de última voluntad", como son los testamentos.
12. d) Actos gratuitos y onerosos
Actos a título gratuito o simplemente gratuitos son aquellos en que la obligación está a
cargo de una sola de las partes y responde a un propósito de liberalidad; tales los
testamentos, la donación, la renuncia sin cargo a un derecho. En cambio, en los actos
onerosos las obligaciones son recíprocas y cada contratante las contrae en vista de que
la otra parte se obliga a su vez; así ocurre en la compraventa, la permuta, etc.
13. e) Actos formales y no formales
Actos formales son aquellos cuya eficacia depende de la observancia de las formas
ordenadas por la ley (art. 285, Cód. Civ. y Com.); y no formales aquellos cuya validez no
depende del cumplimiento de solemnidad alguna. Sobre esta importante materia nos
remitimos a nuestro nro. 654.
14. f) Actos de administración y de disposición o enajenación
No resulta sencillo delimitar con precisión estos conceptos. La doctrina es poco precisa
y nuestra ley positiva no ha contribuido, por cierto, a poner claridad en las ideas.
Acto de administración es aquel que mantiene en su integridad el patrimonio e
inclusive aumenta, por medio de una explotación normal, los bienes que lo componen.
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Texto extraído del libro citado al pie – Dra. Morandi M. Georgina

La explotación agrícola o ganadera de un inmueble, la continuación del giro comercial


de un negocio, la reparación de un edificio para mantenerlo en estado de habitabilidad o
utilización, son ejemplos típicos.
En cambio, el acto de disposición implica el egreso anormal de bienes y, por lo tanto,
una modificación substancial de la composición del patrimonio. A veces el acto supone
un empobrecimiento neto del patrimonio, como en el caso de una donación; en otras,
hay bienes que ingresan en compensación de los que egresan, como en la compraventa.
Pero en ambos casos hay, como se ha dicho, una modificación substancial y anormal de
la composición del patrimonio.
Es preciso destacar que la caracterización de un acto como de administración o de
disposición, no depende casi nunca de la naturaleza del acto mismo. Así, la compraventa
suele ser citada como ejemplo típico del acto de disposición; pero la venta del producto
anual y regular de un establecimiento agrícola-ganadero o industrial es un acto de
administración. La locación importa por lo general un acto de administración; pero
cuando el tiempo convenido es muy prolongado, ella supone afectar substancialmente
el valor del inmueble. Por excepción, deben considerarse siempre actos de disposición
las enajenaciones a título gratuito.

§ 3.— LA CAUSA
15. Diversos significados de la palabra causa
La palabra causa tiene en nuestro ordenamiento una larga discusión doctrinaria, es por
ello que decíamos que en el Código derogado existían dos acepciones diferentes: a)
designaba, a veces la fuente de las obligaciones, o sea los presupuestos de los cuales
derivaba algún hecho idóneo para producirla de conformidad con el ordenamiento
jurídico: como, por ejemplo, la suscripción de un contrato (este es también el sentido
del art. 726 del Cód. Civ. y Com.); b) otras veces, en cambio, era empleada en el sentido
de causa final; significaba el fin que las partes se habían propuesto al contratar (en este
sentido, los actuales arts. 282, 1796, etc. del Cód. Civ. y Com.). El primer significado es
ajeno a la teoría del acto jurídico; solo nos interesa el segundo. Y es precisamente
respecto de este que se ha trabado un interesantísimo debate doctrinario.
Es por ello que el Cód. Civ. y Com. intenta definir causa en el art. 281 afirmando que
la causa es el fin inmediato autorizado por el ordenamiento jurídico que ha sido
determinante de la voluntad. También integran la causa los motivos exteriorizados
cuando sean lícitos y hayan sido incorporados al acto en forma expresa, o tácitamente
si son esenciales para ambas partes.
Se ha discutido si la causa debe o no ser considerada como un elemento esencial del
acto jurídico; se ha cuestionado incluso la propiedad de la palabra causa; y, lo que es
más grave, existen profundas divergencias respecto del significado cabal de esta
institución. ¿Qué es la causa? Es necesario confesar que los esfuerzos de los juristas
por precisar con claridad el concepto no han sido muy fructíferos. Subsisten aún hoy,
después de una abundantísima literatura sobre el tema, profundas divergencias.
Lo que sí podemos reconocer es que el antiguo debate doctrinario ha quedado
definitivamente zanjado en el nuevo Código, al otorgarle a la causa, definitivamente, el
carácter de elemento del acto jurídico e incorporar expresamente un aspecto subjetivo,
manifestando que también la integran los motivos exteriorizados, cuando sean lícitos y
hayan sido incorporados al acto en forma expresa, o tácitamente si fueran esenciales
para ambas partes.
16. La doctrina clásica
La doctrina clásica sobre la causa encontró su máximo exponente en DOMAT. Esta
concepción es definidamente objetiva: la causa es el fin del acto jurídico; cuando se habla
de fin, no debe creerse que se trata de los móviles personales y psicológicos de cada
contratante, sino de los elementos materiales que existen en todo contrato; por
consiguiente, en los contratos sinalagmáticos, la causa de la obligación de cada una de
las partes es la contraprestación de la otra. Así, por ejemplo, en la compraventa, la causa
de la obligación contraída por el vendedor es el precio que recibirá; mientras que para el

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comprador, la causa es la cosa que adquiere. En los actos a título gratuito es el animus
donandi, o intención de beneficiar al que recibe la liberalidad. Faltaría la causa si no
existe contraprestación o si no hay animus donandi.
17. La tesis anticausalista
A partir de un célebre artículo publicado en Bélgica por ERNST, la teoría de la causa sufrió
rudos ataques de parte de los más ilustres juristas. PLANIOL la impugnó por falsa e inútil.
Es falsa, sostuvo, porque existe una imposibilidad lógica de que en un contrato
sinalagmático, una obligación sea la causa de la obligación de la contraparte. Las dos
nacen al mismo tiempo. Ahora bien: no es posible que un efecto y su causa sean
exactamente contemporáneos: el fenómeno de la causa mutua es incomprensible.
Es inútil, porque esta noción de causa se confunde con la de objeto; y,
particularmente, la causa ilícita no parece ser otra cosa que el objeto ilícito.
Finalmente, en materia de actos gratuitos, el animus donandi, considerado de una
manera abstracta y con independencia de los motivos verdaderos que inspiraron el acto,
resulta una noción vacía de todo sentido.
18. La doctrina moderna
La tesis anticausalista está hoy en franca bancarrota: pero es necesario reconocer que
sus ataques contra el concepto clásico de causa han sido fructíferos, porque han
permitido ahondar el análisis del problema y lograr una concepción más flexible y útil. En
esta faena la labor de la jurisprudencia ha sido primordial. Mientras que los juristas se
sentían perplejos ante los vigorosos ataques contra la teoría de la causa, los jueces
seguían haciendo una aplicación constante y fecunda de ella. Eso estaba indicando que
la noción de causa era una exigencia de la vida del derecho.
Si la fuerza obligatoria de los actos jurídicos se hace residir exclusivamente en la
voluntad de los otorgantes, es claro que la idea de causa resulta inútil: basta el acto
volitivo para explicar la obligación. Pero esta concepción es estrecha, cuando no falsa.
La tutela jurídica no se brinda a una voluntad cualquiera, vacía e incolora, sino a aquella
que tiene un contenido socialmente valioso. La sola voluntad, escindida de un interés
plausible que la determine, no es justificación suficiente de la validez del acto jurídico,
puesto que no es un fin en sí misma: quien promete, dispone, renuncia, acepta, no tiende
pura y simplemente a despojarse de un bien, transmitirlo, sino que mira a alcanzar una
de las finalidades prácticas típicas que rigen la circulación de los bienes y la prestación
de los servicios en la vida de relación. El acto volitivo, para ser fuente de derechos y
obligaciones, debe estar orientado a una finalidad útil desde el punto de vista social; en
otras palabras, debe tener una causa o razón de ser suficiente. La idea de justicia toma
así el lugar que le corresponde en las relaciones contractuales. Y precisamente donde
más fecunda se ha mostrado la noción de causa, es sirviendo al ideal de justicia y
moralidad en el derecho.
19. La cuestión en nuestro derecho
La causa es un elemento autónomo y esencial de los actos jurídicos en nuestro derecho
positivo. La cuestión era ciertamente controvertida en nuestra antigua codificación; y es
preciso decir que la ambigüedad de los textos del Cód. Civil derogado dio pie a esta
divergencia. Para apreciar las dificultades, conviene transcribir los arts. 499 a 502 del
Código derogado, en los cuales se centró principalmente la discusión en nuestro
derecho.
Los artículos que generaron controversias son: el art. 499 del Código derogado que
establecía que "no hay obligación sin causa, es decir, sin que sea derivada de uno de
los hechos, o de uno de los actos lícitos o ilícitos, de las relaciones de familia, o de las
relaciones civiles"; el art. 500 que afirmaba que "aunque la causa no esté expresada en
la obligación se presume que existe, mientras el deudor no pruebe lo contrario"; el 501
que preveía que "la obligación será válida aunque la causa expresada en ella sea falsa,
si se funda en otra causa verdadera"; y por último el 502 que sostenía que "la obligación
fundada en una causa ilícita, es de ningún efecto. La causa es ilícita cuando es contraria
a las leyes o al orden público".

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Ninguna duda cabe de que el art. 499 del Cód. Civil derogado se refería
exclusivamente a la fuente de la obligación (contrato, voluntad unilateral, delito,
cuasidelito y ley); su texto es claro. La cuestión se plantea respecto de lo siguiente: ¿se
refieren también ellos a la causa-fuente o, por lo contrario, aluden a la causa-fin?
La primera opinión ha sido sostenida desde luego por los autores anticausalistas; se
hace notar que no es explicable que el codificador haya dado un significado diferente a
la palabra causa en disposiciones ubicadas unas a continuación de otras; además, como
según ellos, la causa no es un elemento esencial y autónomo de las obligaciones, se
impone la conclusión de que todas estas normas se refieren a la causa fuente (SALVAT,
GALLI, SPOTA).
Pero otro sector muy importante de nuestra doctrina (MACHADO, COLMO, LAFAILLE,
BUSSO), al que nosotros adherimos, sosteníamos que los arts. 500 a 502 del Cód. Civil
derogado aludían a la causa fin, es decir, al significado propio que la palabra causa tiene
en derecho. La simple lectura de los textos lo demuestra. Así, el art. 500 del Cód. Civil
hablaba de la causa expresada en la obligación; la obligación significa aquí
manifestación de voluntad, documento, contrato, en otras palabras, la fuente. Obvio
resulta entonces, que cuando se alude a la causa expresada en ella, no se puede indicar
también la propia fuente, porque entonces el texto carecería de sentido. Lo mismo podía
decirse del art. 501 del Cód. Civil. No menor es la evidencia que surge del análisis del art.
502 del mismo ordenamiento. También esta norma carecería de sentido si la palabra
causa se refería a la fuente. Disponía que la obligación fundada en una causa lícita es
de ningún valor; pero es que los hechos ilícitos son una de las típicas causas-fuentes de
las obligaciones que nacen de la voluntad de las partes.
Digamos, para concluir, que la jurisprudencia de nuestros tribunales ha sido constante
en atribuir a la palabra causa, contenida en los arts. 500 a 502 del Cód. Civil, el
significado de causa-fin; y que la aplicación que ha hecho de ella ha sido fecunda.
Sentado que el Cód. Civil aludía a la causa final en estos artículos, cabe preguntarse
si, no obstante ello, era realmente este un elemento autónomo de los actos jurídicos.
El art. 953 del Cód. Civil dio pie a que algunos autores sostuvieran en nuestro derecho,
con un significado novedoso, la tesis anticausalista. Según ellos, la noción de causa se
resume en la de objeto. El mismo art. 953, de tan rico y valioso contenido, no aludiría tan
solo a la materia del acto considerada en sí misma, sino también al fin individual
perseguido por las partes y al fin social del acto. La amplitud de este precepto tornaría
inútil la noción de causa-fin (SPOTA, LLAMBÍAS, BARCIA LÓPEZ). Como los primeros
anticausalistas, estos autores identifican causa y objeto; pero mientras que aquellos
reducían la noción de causa a la de objeto, estos amplían el concepto de objeto hasta
confundirlo en el de causa final.
No podemos compartir una opinión que, a nuestro juicio, introduce confusión entre
dos ideas que deben separarse cuidadosamente. El objeto designa la materia de la
obligación, la prestación debida, que es algo exterior a la personalidad de las partes; la
causa forma parte del fenómeno de volición. Un ejemplo pone en claro estas ideas. He
aquí un legado de cosa cierta. El objeto de este acto es la cosa legada: la causa es el
ánimo de hacer una liberalidad y, más aún, la voluntad de beneficiar a determinada
persona porque ha sido el amigo íntimo o el sobrino predilecto del testador.
Es por ello que, a diferencia de la normativa derogada, el Cód. Civ. y Com. ha
introducido de manera explícita la opción de causa en su art. 281, al determinar que "la
causa es el fin inmediato autorizado por el ordenamiento jurídico que ha sido
determinante de la voluntad. También integran la causa los motivos exteriorizados
cuando sean lícitos y hayan sido incorporados al acto en forma expresa o tácitamente si
son esenciales para ambas partes". Con esto se pone fin a la discusión si la causa debe
o no ser considerada como un elemento esencial del acto jurídico; atento que se ha
cuestionado incluso la propiedad de la palabra causa durante mucho tiempo en la
doctrina nacional.
20. Nuestra opinión
Por nuestra parte adherimos al concepto subjetivo de causa. Con ello queremos expresar
nuestro repudio a la idea de causa como finalidad típica y constante en cada acto jurídico,

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con independencia de la voluntad de los sujetos que lo celebran. Pero nos guardamos
bien de caer en subjetivismos excesivos y estériles, que no hacen sino desprestigiar esta
teoría. Entendemos que la causa está integrada por todo lo que ha sido determinante de
la voluntad del sujeto, siempre que esa finalidad esté incorporada expresa o
implícitamente al acto mismo. Por consiguiente, comprende: a) la contraprestación, o
sea el objeto del acto, que en los contratos bilaterales queda comprendido dentro de la
idea de causa, como que es el fin primero e inmediato por el cual se contrata; b) los fines
o motivos mediatos o personales, y por tanto eminentemente subjetivos, con tal de que
esos móviles integren expresa o implícitamente la declaración de voluntad o sean
conocidos por la otra parte y, atentas las circunstancias, deban ser tenidos como
fundamento de la volición; c) en los actos gratuitos, la causa será el ánimo liberal y,
además, la razón inmediata por la cual esa liberalidad se hace: amistad, parentesco,
deseo de ayudar a un necesitado, de contribuir a una obra benéfica, etc. Como en el
caso anterior, este motivo de la liberalidad no puede considerarse como causa si no
integra expresa o implícitamente la declaración de voluntad.
Lo que no está en el acto, lo que no ha sido expresado por las partes al contratar, lo
que no está implícito en la declaración de voluntad o en la naturaleza del acto, no puede
considerarse la causa final determinante; cuanto más serán motivaciones íntimas,
inaprehensibles e indiferentes en la vida del derecho.
21. Distinción con los motivos
Es necesario no confundir la causa con los motivos que han impulsado a contratar. La
primera es el fin inmediato, concreto y directo que ha determinado la celebración del
acto; los motivos son los móviles indirectos o remotos, que no se vinculan
necesariamente con el acto. Así, por ejemplo, en un contrato de compraventa de un
inmueble, la causa para el vendedor es el precio que ha de recibir; si ha realizado la
operación con el ánimo de costearse un viaje a Europa, este sería un simple motivo, que
no afecta en nada el acto. Estos motivos, por ser subjetivos e internos, contingentes,
variables y múltiples, son imponderables y, por lo tanto, resultan jurídicamente
intrascendentes. Es claro que un motivo puede ser elevado a la categoría de causa, si
expresamente se le da tal jerarquía en el acto o si la otra parte sabía que el acto no tenía
otro fundamento que él. Un ejemplo, si el inquilino de un inmueble celebra el contrato
para instalar un comercio, esta será la motivación que resulta relevante para ambas
partes (el inquilino querrá alquilar un inmueble que pueda ser habilitado como comercio
y el dueño del inmueble estará interesado en una locación comercial dotando al local de
los requerimientos básicos para aquello), no así el caso de un alquiler de una casa
porque le gusta su parque, motivación que podría tener una significación emocional para
el inquilino pero que resulta absolutamente irrelevante para el dueño del inmueble. En el
primer caso las motivaciones están vinculadas con el fin inmediato de la celebración del
acto jurídico y resultan relevantes, en el segundo, no.
22. Presunción de la existencia de la causa
Establece el art. 282 del Cód. Civ. y Com., que aunque la causa no esté expresada en
el acto, se presume que existe, mientras no se pruebe lo contrario, criterio este, que ya
estaba asentado en el art. 500 del Cód. Civil, de la misma forma que era válida, aun
siendo falsa, si estaba fundada en una causa verdadera (art. 501, Cód. Civil).
La solución de nuestra ley es perfectamente lógica; los hombres no actúan
jurídicamente porque sí, sin motivo o causa verdadera, porque ello sería irrazonable.
Además, una razón de buena fe y de seguridad de los negocios obliga a reconocer
efectos jurídicos a la declaración de voluntad, mientras no se pruebe que adolece de
algún defecto legal que la invalida. Por ello, se presume la existencia y licitud de la causa.
Pero queda a salvo el derecho del deudor de demostrar que no es así.
23. Falta de causa y falsa causa
Importando la causa un requisito esencial de los actos jurídicos, la falta de ella implica la
anulación del acto.
En teoría se ha pretendido distinguir la falta de causa de la falsa causa. Pero es
evidente que ambas hipótesis se confunden. Cuando una persona contrae una

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obligación en virtud de una determinada causa y luego resulta que esta no existe, falta
la causa; y este es, precisamente, un caso típico de falsa causa. No se puede concebir
que falte la causa sin vincular ese hecho con un error, que hizo creer en la existencia de
algo que en verdad no existía. Un compromiso sin causa, dice COLMET DE SANTERRE,
sería un acto de locura.
Sin embargo, puede ocurrir que en el título de la obligación se exprese una causa que
no es la verdadera; si esta existe y es lícita, la obligación es siempre válida. Lo que
interesa, en definitiva, es la causa real, no la aparente. Esta cuestión se vincula con el
problema de la simulación, que estudiaremos oportunamente.
24. Acto abstracto
La causa de los actos jurídicos debe ser lícita; una obligación fundada en una causa
ilícita es de ningún efecto. Del mismo modo, la causa contraria a la moral y las buenas
costumbres anula el acto.
Dicho lo anterior el Cód. Civ. y Com. incorpora el concepto de acto abstracto en el art.
283 afirmado que "la inexistencia, falsedad o ilicitud de la causa no son discutibles en el
acto abstracto mientras no se haya cumplido, excepto que la ley lo autorice".
La teoría de la causa, en manos de los jueces, ha sido un fecundísimo instrumento
de moralización de los actos jurídicos. Ellos no se limitan a la mera comprobación de la
declaración de voluntad, sino que penetran en el significado profundo del acto, aprecian
su contenido y juzgan si se ajusta al ideal de justicia, si no choca contra principios de
orden moral.
De este tema capital, tratamos en los nros. 608 y ss.

§ 4.— EL OBJETO
25. Concepto
El objeto de los actos jurídicos es la cosa o hecho sobre el cual recae la obligación
contraída. En otras palabras, es la prestación adeudada.
Este concepto resulta claro cuando se trata de obligaciones de hacer o no hacer; aquí
el objeto es exclusivamente una conducta humana. Pero la idea se vuelve menos nítida
en las obligaciones de dar. ¿Cuál es aquí el objeto? ¿La cosa misma prometida o la
conducta del que se obliga a entregarla? Para la doctrina tradicional, cosa y objeto se
confunden en este supuesto. Pero este punto de vista fue objetado por quienes sostienen
que las relaciones jurídicas solo se dan entre personas; que, por tanto, el objeto de tales
relaciones solo puede ser una conducta humana: en las obligaciones de dar, el objeto
sería la actividad prometida por el deudor. La cosa será cuanto más el objeto del objeto.
Hay en esta doctrina una exageración evidente. Si yo compro una corbata, no puede
dudarse que la corbata es el objeto del acto o por lo menos lo integra. Negarlo es negar
la evidencia e introducir confusión en los conceptos.
Por nuestra parte, pensamos que la cuestión ha sido esclarecida por HERNÁNDEZ GIL.
Dice este autor que el objeto del acto jurídico es la prestación, a cuya caracterización
cooperan dos factores. Uno de ellos constante, que es el comportamiento del deudor;
otro variable, que puede o no concurrir, las cosas. Cuando la obligación consiste en dar
o entregar una cosa, esta, aunque no integre por sí sola el objeto, forma parte de él. En
otras palabras, la prestación que siempre es conducta, puede o no estar referida a las
cosas. Si va referida a ellas, como en las prestaciones de dar, aquellas se incorporan al
objeto. Si no va referida a las cosas, como en las prestaciones de hacer, es solo conducta
lo que integra el contenido de la obligación. Eliminar radicalmente las cosas del objeto
no es posible; e incluso ha de subrayarse que en las prestaciones de dar, las cosas son
jurídicamente más relevantes que el comportamiento desde el punto de vista del objeto,
puesto que este no es sino un medio para lograr el resultado requerido.
26. Condiciones que debe reunir
El art. 279 del Cód. Civ. y Com. establece que "el objeto del acto jurídico no debe ser un
hecho imposible o prohibido por la ley, contrario a la moral, a las buenas costumbres, al

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orden público o lesivo de los derechos ajenos o de la dignidad humana. Tampoco puede
ser un bien que por un motivo especial se haya prohibido que lo sea".
De esta disposición se deduce que el objeto debe llenar las siguientes condiciones:
27. a) Debe ser determinado
Puesto que no sería posible constreñir al deudor al pago de una cosa o a la realización
de un hecho si no se puede precisar cuál es la cosa o el hecho debido.
A veces, el objeto debe ser determinado en su individualidad; en tal caso la obligación
tiene por objeto un cuerpo cierto. En cambio, cuando se trata de cosas fungibles, basta
la determinación de la cantidad y calidad. Así, por ejemplo, no se concebiría un contrato
de compraventa que versare sobre un inmueble, sin precisar de qué inmueble se trata.
En cambio, la venta de cereales, vinos, aceites, etc., se hace especificando el género, la
calidad y la cantidad.
28. b) Debe ser posible
En efecto, nadie puede ser obligado a pagar o hacer algo imposible. Pero la imposibilidad
que anula la obligación debe ser absoluta. No basta, por consiguiente, con que el objeto
resulte imposible para un deudor determinado, ya sea por falta de aptitudes o capacidad
personales, o por otras razones circunstanciales. Es necesaria una total imposibilidad,
sea física o jurídica. Si una persona que carece de condiciones artísticas se obliga a
realizar un retrato o una escultura, no podrá alegar más tarde ineficacia de la obligación
por su imposibilidad de cumplir con la tarea para la cual se ha comprometido, puesto
que, en términos absolutos, hacer una escultura o un cuadro es perfectamente posible;
en tal hipótesis, la obligación deberá resolverse en daños y perjuicios.
29. c) Debe ser lícito
Todo objeto contrario a la ley anula la obligación. Así, por ejemplo, no se puede contratar
respecto de cosas que estén fuera del comercio; no se puede hipotecar una cosa
mueble, ni prendar una inmueble, etc.
30. d) Finalmente, debe ser conforme a la moral y a las buenas costumbres y
respetar la dignidad humana
La importancia de este requisito hace preciso tratarlo por separado.
A.— CONTENIDO MORAL DE LOS ACTOS JURÍDICOS
31. Concepto de moral y buenas costumbres en su aplicación a la teoría
general del acto jurídico
Todo el orden jurídico está dominado por la idea moral, puesto que el derecho no es, en
definitiva, otra cosa que un orden justo (v. nros. 6º y ss.). Es natural, por lo tanto, que
también los actos jurídicos deban ajustarse a principios éticos. La libertad de las
convenciones tiene aquí una limitación: los actos jurídicos deben ser conformes a la
moral y a las buenas costumbres de lo contrario, son nulos. No se concebiría, en efecto,
que el Estado volcase el peso de su imperium en apoyo de una pretensión inmoral y/o
contraria a la dignidad humana.
Ahora bien: ¿cuándo debe reputarse que un acto es contrario a las buenas
costumbres?
Según una opinión muy generalizada, las buenas costumbres a que la ley se refiere
son la moral media de un pueblo en un momento dado.
Este criterio, llamado sociológico, ha motivado agudas y certeras críticas. La moral no
es cuestión que deba resolverse por criterios mayoritarios o de masa. El resultado,
dice ESMEIN, sería tal vez la consagración de prácticas inmorales toleradas e inclusive
favorecidas por la gran mayoría. El juez, añade, no debe seguir a la masa cuando ella
manifiestamente se extravía, sino, por el contrario, dirigirla, no haciendo prevalecer
concepciones personales aisladas, sino apoyándose en los elementos sanos de la
población, guardianes de una tradición ya probada.

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En el mismo sentido, dice SIOUFI que según el criterio sociológico la regla moral se
encontraría siempre a merced de la voluntad de la mayoría; por lo tanto, en lugar de
buscar el carácter moral de un acto en su misma esencia, no se tiene en cuenta más que
la frecuencia de su aplicación. Hace notar este autor que no cabe concebir el cristianismo
como producto del medio social, ya que este era totalmente hostil a los nuevos principios,
al punto de que los que lo propagaron debieron pagarlo con su sangre. La moral cristiana
se revela así, no como la expresión de una voluntad común, sino como un sistema
coordenado y teórico destinado a imponerse a ella.
Según RIPERT, este criterio sociológico es elástico, impreciso y no conduce a ningún
resultado positivo: para él, la medida de la moralidad de un acto está dada por la moral
cristiana.
Si se profundiza el análisis de esta divergencia, no es difícil advertir que ambos puntos
de vista no difieren sustancialmente en su incidencia práctica, por lo menos en los
pueblos de civilización occidental, cuyo espíritu ha sido moldeado por la influencia
bimilenaria de la moral cristiana; si bien es preciso reconocer que el criterio sociológico
tiene una peligrosa proclividad a un exceso de tolerancia y a que los jueces depongan
su papel de guardianes de la conducta moral de los individuos en sociedad. Mantener
enérgicamente la antorcha de la moral, cuidar del respeto de las buenas costumbres, es
misión sagrada de los jueces. Pero una cosa es el celoso cuidado de la moral y otra el
moralismo excesivo. Los jueces no deben actuar tampoco con un criterio excesivamente
riguroso; solo cuando el acto choca abiertamente con la moral cristiana, debe declararse
su invalidez. De lo contrario se entraría en un terreno resbaladizo y peligroso, pues
desgraciadamente la perfección moral no es patrimonio del ser humano. El juez debe
apreciar el caso con el criterio de un hombre honorable y prudente.
Si lo que resulta contrario a la moral es un elemento esencial de los actos jurídicos,
como la causa o el objeto, el acto es nulo (art. 279 del Cód. Civ. y Com.); pero si lo
inmoral es una cláusula accesoria, el juez puede mantener la validez del acto y declarar
sin efecto la cláusula inmoral. Esta última solución es la que ha puesto en práctica
nuestra jurisprudencia para reducir los intereses usurarios, para declarar ineficaz el pacto
comisorio en las ventas de inmuebles por mensualidades cuando se ha satisfecho una
parte substancial del precio, etc.
32. Actos contrarios a la moral
Puesto que la noción de moral es imprecisa, fluida, el legislador en muchos casos ha
querido evitar dudas e, inspirado en razones morales, ha establecido la nulidad de ciertos
actos. Sin pretender formular una enumeración completa, enunciaremos los principales
casos: los que se opongan a la libertad de acciones o de conciencia o a la dignidad
humana (arts. 14, 15, 18 y 19, CN y art. 279, Cód. Civ. y Com.); como la obligación de
habitar otro lugar determinado o sujetar la elección de domicilio a la voluntad de un
tercero, la de mudar o no mudar de religión, la de casarse con determinada persona, o
con aprobación de un tercero, o en cierto tiempo, o en cierto lugar, o no casarse, la de
vivir célibe perpetua o temporalmente, o no casarse con determinada persona o
divorciarse; los que tengan por objeto el uso deshonesto de la casa alquilada, de lo cual
es caso típico la locación para establecer una casa de tolerancia; el préstamo de una
cosa para un uso contrario a las buenas costumbres.
En todos estos casos coincide lo ilícito con lo inmoral; pero hay muchos otros en que
la jurisprudencia ha anulado ciertos actos, sin que medie disposición legal referida
específicamente a ellos, y solo porque chocan contra la moral y buenas costumbres.
Casi siempre se ha recurrido a la teoría de la causa, juzgando que si esta es inmoral, la
obligación es inválida.
Así, por ejemplo, se han declarado nulos los contratos de trabajo vinculados con las
casas de tolerancia, los convenios que implican el pago de un comercio sexual, el pago
de la influencia política (llamado venta de humo); el corretaje matrimonial, los intereses
usurarios, los contratos en virtud de los cuales una persona se obliga a entregar una
parte de su cuerpo, etc.
Sobre este último punto es preciso agregar que las personas mayores de 18 años
pueden ceder órganos para trasplantes siempre que la ablación (remoción) no cause un

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grave perjuicio para la salud del dador y exista perspectivas de salvar la vida o mejorar
la salud del receptor (art. 14, ley 24.193), siempre que este último sea pariente
consanguíneo o por adopción del dador hasta el cuarto grado, o su cónyuge o una
persona que sin ser su cónyuge conviva con él en relación de tipo conyugal no menos
antigua de tres años o de dos años si tuvieran un hijo común (art. 15). Esta restricción
tiene por objeto evitar el peligro de compra de órganos por terceras personas. De
cualquier modo, el consentimiento prestado por el dador puede ser revocado hasta el
instante mismo de la intervención quirúrgica, sin que esta retractación genere
responsabilidad alguna para quién lo hace (art. 15).
También se presume la voluntad de ceder sus órganos para después de la muerte,
de los mayores de 18 años que no hayan dejado constancia expresa de su oposición a
que después de su muerte se realice la extracción de sus órganos o tejidos para ser
implantados en humanos vivos o con fines de estudio o investigación (art. 19 bis); si el
fallecido no hubiera dispuesto de sus órganos, pueden hacerlo su cónyuge, su
conviviente por más de tres años, sus hijos mayores de 18 años, sus padres, sus
hermanos mayores de 18 años, los abuelos, los parientes consanguíneos hasta el cuarto
grado o los por afinidad hasta el segundo grado (art. 21).

§ 5.— EFECTO RELATIVO DE LOS ACTOS JURÍDICOS


A.— EL PRINCIPIO
33. Principio y sus limitaciones
Según un viejo principio jurídico, conocido ya en el derecho romano, y consagrado en
el art. 503 del Cód. Civil derogado y el cual fue estatuido en el art. 959 del Cód. Civ. y
Com. bajo la regulación del efecto vinculante de los contratos: Todo contrato válidamente
celebrado es obligatorio para las partes. Su contenido solo puede ser modificado o
extinguido por acuerdo de partes o en los supuestos en que la ley los prevé, los actos
jurídicos no obligan sino a las partes y no producen efectos respecto de los terceros
ajenos al acto: res inter alios acta aliis neque nocere neque prodesse potest.
El principio parece obvio, puesto que no se ve por qué razón una declaración de
voluntad emanada de una persona puede crearle obligaciones a un tercero extraño al
acto; ello implicaría una dependencia incompatible con la libertad del hombre. Pero en
la práctica, y por razones diversas, esta regla sufre numerosas excepciones, a tal punto
que no ha faltado quien se pregunte si realmente puede hablarse de la existencia del
principio. La repercusión que los actos jurídicos pueden tener respecto de terceros es de
muy variada naturaleza. Veamos algunas hipótesis:
a) Por lo pronto, el principio rige tan solo respecto de los actos bilaterales; por el
contrario, los actos unilaterales, normalmente producen efectos directos respecto de
terceros. Ejemplo: el testamento hace nacer en favor de los herederos y legatarios un
derecho a los bienes del causante. Por ello, en nuestro Cód. Civ. y Com. el principio se
refiere únicamente a los contratos.
b) A veces, el objetivo principal del acto es producir efectos respecto de un tercero; el
ejemplo típico y más frecuente es el seguro de vida, en el cual se designa siempre un
beneficiario que ha de recibir la indemnización en caso de fallecimiento del asegurado.
c) Otras veces, los efectos son indirectos. Así, por ejemplo, si se vende una propiedad
alquilada, el inquilino está obligado en adelante a pagar el importe de la locación al nuevo
propietario y no a aquel con el cual concluyó el contrato. A su vez, el nuevo propietario,
como consecuencia de aquel contrato de locación, está obligado respecto del inquilino
como si él mismo lo hubiera celebrado.
d) Finalmente, hay casos en que los contratos tienen sobre los terceros una
repercusión primordialmente económica (aunque también jurídica). Tal es la hipótesis de
los acreedores quirografarios, que sin duda se ven afectados (beneficiados o
perjudicados) por todos los actos de su deudor que importen un ingreso o egreso de
bienes, ya que en el primer caso aumenta la garantía de su crédito y por consiguiente
sus probabilidades de hacerlo efectivo, y en el segundo disminuye.

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Todo ello demuestra que el principio que venimos considerando no tiene carácter
absoluto y que con mayor propiedad podría ser enunciado en la siguiente forma: los
actos jurídicos bilaterales no producen normalmente efecto respecto de terceros y
siempre que la ley no disponga lo contrario.
Queda finalmente por precisar quiénes son las partes y los terceros en un acto
jurídico.
B.— LAS PARTES
34. Concepto
Las partes de un acto jurídico son aquellas personas que, ya sea por sí o por intermedio
de un representante, se han obligado a cumplir determinadas prestaciones y han
adquirido ciertos derechos; se las llama también otorgantes del acto. Es preciso no
confundirlas con los signatarios. En efecto, el signatario puede ser el otorgante (y ello
ocurre siempre que este actúe directamente y en ejercicio de su propio derecho), pero
puede ser también un representante suyo que suscribe el acto sin ser tocado por sus
efectos jurídicos. Sobre este punto nos remitimos al nro. 618.
35. Sucesores universales
También se consideran como si fueran parte los sucesores universales que vienen a
ocupar el lugar jurídico del causante. Por consiguiente, los efectos de los actos jurídicos
se extienden activa y pasivamente a ellos, así el art. 1024 establece: "Los efectos del
contrato se extienden, activa y pasivamente, a los sucesores universales". A su vez,
el art. 2280 señala: "Desde la muerte del causante, los herederos tienen todos los
derechos y acciones de aquel de manera indivisa, con excepción de los que no son
transmisibles por sucesión, y continúan en la posesión de lo que el causante era
poseedor".
Pero esta regla tiene algunas excepciones:
a) Los derechos y obligaciones de una persona no se extienden a sus sucesores
universales, cuando así lo dispone la ley;
b) Cuando las obligaciones que de él nacen sean inherentes a la persona. Esta
solución se impone en virtud de la naturaleza del contrato, es decir obligaciones
inherentes a la persona (art. 1024, Cód. Civ. y Com.). Caso típico son los actos
concluidos intuitu personae, en los que las calidades inherentes a la persona han sido
decisivas; tal, por ejemplo, el contrato por el cual se le encarga a un pintor un retrato;
c) Cuando la transmisión sea incompatible con la naturaleza de la obligación, caso
típico es de los contratos de locación de servicios (art. 1260: "La muerte del contratista
o prestador extingue el contrato, excepto que el comitente acuerde continuarlo con los
herederos de aquel"); o el de mandato (art. 1329: "El mandato se extingue: e) por la
muerte o incapacidad del mandante o del mandatario"); etc.;
d) Que esté prohibida por una cláusula del contrato. En efecto, aquellas pueden
acordar que sus obligaciones recíprocas cesarán con la muerte de una de ellas. No es
necesario que esta convención sea expresa, bastando que surja claramente del contrato;
e) Finalmente, los herederos que no aceptan la herencia, no continúan la personalidad
del causante y deben considerarse terceros respecto de él. Por tanto, los actos
celebrados por aquel no los obligan personalmente (art. 2280, Cód. Civ. y Com.).
Si bien la norma citada del art. 1024 regula los efectos de los contratos
específicamente, no debemos perder de vista que el contrato es el acto jurídico por
antonomasia, siendo extensible sus previsiones a todos los actos jurídicos.
C.— LOS TERCEROS
36. Concepto
Dentro de un concepto amplio, puede decirse que un tercero es toda persona que no es
parte en el acto. Esta definición por exclusión permite comprender los distintos casos

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que a continuación se tratarán: sucesores a título singular, acreedores quirografarios y


los terceros propiamente dichos o penitus extranei.
37. Sucesores a título particular
Hemos dicho ya que los sucesores a título universal ocupan el lugar del causante,
continúan la personalidad del fallecido; es lógico, por consiguiente, que lo sucedan en
sus derechos y obligaciones. Cosa muy distinta ocurre con los sucesores a título
particular, que son los que suceden a una persona en un determinado derecho: estos
son ajenos a los actos que anteriormente pueda haber realizado su antecesor y, por
consiguiente, no son tocados por sus efectos. Pero este principio no es absoluto. Ocurre
a veces que un tercero ha adquirido sobre una cosa un derecho íntimamente vinculado
con ella; la transmisión de la cosa lleva implícita la trasmisión de ese derecho. Así, por
ejemplo, el comprador debe respetar el contrato de locación convenido por su antecesor
con un tercero; los usufructos, hipotecas, etc., acordados por el anterior propietario
tienen pleno efecto contra él.
38. Los acreedores
Los acreedores, sean quirografarios o privilegiados, son en principio, ajenos a los actos
celebrados por su deudor, que no producen respecto de ellos ningún efecto jurídico
directo. Pero los quirografarios se hallan en una situación especial: como la única
garantía de su crédito es el patrimonio del deudor, todos los actos celebrados por este
que impliquen un ingreso o un egreso de bienes tienen repercusión indirecta, pero no
por ello menos importante, sobre el crédito, que como consecuencia de aquellos tendrá
más o menos probabilidad de hacerse efectivo. Como la existencia de una deuda no
priva al deudor de la libre administración de sus bienes, el acreedor deberá respetar
todos los actos celebrados por él: en otras palabras, esos actos son oponibles a sus
acreedores.
Este principio admite dos excepciones:
a) Si el acto ha sido realizado en fraude de sus acreedores, estos pueden, por medio
de la acción pauliana, obtener su revocación, dejando así de serles oponible.
b) Si el contrato es simulado el tercero puede, o bien atenerse al acto aparente, o bien
impugnarlo y obtener su anulación.
39. Los terceros propiamente dichos
Los terceros propiamente dichos o penitus extranei son todos aquellos que no tienen con
las personas que han celebrado el acto ninguna relación obligatoria. Con mayor razón
que en los casos anteriores, estas personas no pueden normalmente ser tocadas por los
efectos de los actos jurídicos en los cuales no han participado. Sin embargo, también en
este caso es preciso señalar excepciones, algunas de gran importancia.
a) Los contratos constitutivos de derechos reales producen efectos que se realizan
con relación a todos.
b) El matrimonio importa una situación plena de consecuencias jurídicas para
terceros, que deben respetar el status legal surgido del vínculo.
c) La constitución de una persona jurídica tiene también numerosos efectos respecto
de terceros; estos efectos son directos en el caso de las fundaciones, en que los terceros
beneficiarios adquieren derechos como consecuencia del acto fundacional.
d) Las convenciones colectivas de trabajo crean derechos y obligaciones acerca de
personas ajenas al acto.
e) La estipulación por otro, o contrato en favor de terceros, constituye una hipótesis
típica en que una persona totalmente extraña al acto se beneficia con él; ejemplo, el
seguro de vida, que siempre tiene un beneficiario ajeno a la convención. El estudio de
este tema corresponde al curso de contratos.
40. Acción subrogatoria. Alcance y límites
Se vincula con este problema de los efectos de los actos en relación con terceros, el
ejercicio de la acción subrogatoria, cuyo concepto hemos dado en otro lugar (nro. 529).

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El art. 739 del Cód. Civ. y Com. dispone que los acreedores pueden ejercer todos los
derechos y acciones de su deudor, con excepción de los que sean inherentes a su
persona.
Se entiende que la ley habla de derechos y acciones patrimoniales, que son los únicos
que pueden interesar a los acreedores; los que no tienen contenido económico, escapan
a la acción de ellos. También escapan a la acción oblicua los derechos inherentes a la
persona del deudor. Se trata de derechos o acciones que, aunque tengan contenido o
repercusión patrimonial, están íntimamente vinculados a la persona del deudor y solo él
puede ejercerlos. Así ocurre, por ejemplo, con la acción por indignidad interpuesta por
uno de los coherederos para excluir a otro de ellos; el ejercicio exitoso de la acción por
parte del coheredero deudor aumentará su patrimonio (puesto que recibe la parte que le
hubiera correspondido al indigno); por consiguiente, es evidente el interés que su
acreedor tendría en ejercerla; pero la ley reputa que solamente los mismos herederos
pueden ser jueces de la oportunidad y conveniencia de pedir la exclusión de la herencia
de un coheredero por razón de indignidad. Tampoco podrían los acreedores intentar por
su deudor la acción de la filiación natural, respecto del padre fallecido, por más que ello
pudiera significar el ingreso de importantes bienes al patrimonio del deudor.

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