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1.

Las artes liberales y la división medieval de las ciencias: Marciano Capella


y Agustín de Hipona

1. Sobre la imagen medieval de las artes liberales

La finalidad de esta imagen es la representación de las definiciones y la actividad que


caracteriza a las artes liberales que diversos autores recogen en sus obras, por ejemplo,
Agustín, Buenaventura, Isidoro, Boecio. Además de connotar la relación entre la tradición
filosófica antigua y la revelación cristiana. Si observamos el centro de la imagen vemos
a una dama que nos recuerda la representación de la filosofía de otras imágenes (Intro., y
T2). Lleva una corona cuya división nos recuerda la tripartición de la actividad
especulativa: lenguaje, naturaleza y acción. Si aumentan la imagen en esta zona, verán
que la corona son en realidad tres rostros que llevan los nombres de las disciplinas: lógica,
física y ética. En la base de la corona leemos “filosofía” mientras en sus brazos sostiene,
en una cinta, con la sentencia: “Toda sabiduría proviene de Dios, y solo quienes lo deseen
serán sabios”. A su izquierda y derecha hay otros textos que enuncian la inspiración
divina, por el espíritu santo, de las siete artes liberales, mientras que de los costados de la
figura fluyen unas corrientes de aguas, los “siete ríos” de las artes liberales. El agua y su
corriente aluden al modo en que las artes nutren al saber, “fluyendo” a lo largo de la
historia. Justo debajo hay dos figuras, denominadas “filósofos”, que representan a Platón
y Sócrates, el segundo está escribiendo lo que parece sorprendente de un pensador que no
posee obra escrita porque la consideraba “letra muerta” a diferencia de la dinámica oral
del diálogo. Sócrates, además es considerado el filósofo que formuló los principios de la
ética y la física. Alrededor de estas figuras están las “artes liberales”, personajes ataviados
con vestidos cortesanos: la gramática con un libro -posiblemente la gramática de Varrón
o Prisciano- y un instrumento para azotar a los jóvenes estudiantes, lo que es un lugar
común en la iconografía de la gramática; la retórica porta una especie de pluma para
anotar (stilus) y una “tabla” que ayuda a memorizar los modos y figuras utilizados en el
discurso para conmover, convencer o exaltar a una audiencia; la dialéctica con una mano
señala un argumento o demostración, mientras con la otra sostiene la cabeza de un perro
que en otras representaciones es sustituida por una serpiente, lo que representa el fragor
de las “batallas” o “torneos” dialécticos. El resto de las figuras portan los instrumentos de
cada disciplina: el cartabón de la geometría, un ábaco simple, el órgano portátil del
musico. La astronomía lleva un instrumento de observación, posiblemente un “lente”
hecho con un recipiente que contiene agua. Este tipo de recipientes se usaban para
aumentar el tamaño de los objetos observados, generar efectos luminosos, o para marcar
distancias y medir la altura de los cuerpos celestes. El texto que rodea a todas las figuras
que el estudio y la investigación de estas artes implica el conocimiento de la naturaleza.
Se trata de una representación compleja de la confluencia de la tradición filosófica antigua
y la revelación cristiana que utiliza las imágenes como un instrumento didáctico que
recuerda los distintos pasos de la formación de un medieval en la cual, por un lado,
tenemos una compleja tradición en la que se reúnen las distintas formas de conocer la
naturaleza y las manifestaciones del saber tanto en el lenguaje como en los elementos
matemáticos, y de otro lado, la doctrina cristiana. Esta imagen nos muestra el espacio
intelectual común que compartían estos dos aspectos de la filosofía medieval, orientada
a la enseñanza de la tradición antigua y la afirmación del conocimiento filosófico dentro
de la “sabiduría” de las cosas divinas. El lugar común que muestra la historiografía acerca
de las relaciones entre razón y fe se muestra aquí en toda su complejidad. La razón es una
facultad natural fortalecida por una amplia tradición filosófica orientada por el
conocimiento de la naturaleza, el lenguaje y el comportamiento humano que posee sus
propias figuras tutelares en la enseñanza teórico-práctica cada una de las artes liberales,
mientras la fe se presenta como una finalidad de orden superior que ciertamente trasciende
todo conocimiento, pero que requiere de este para mostrar la variedad y la riqueza de su
significado. Un ejercicio que Agustín de Hipona desplegó en su obra como lo muestran
los textos elegidos para esta guía.

Sobre la doctrina cristiana: Agustín y la definición de las artes liberales

Agustín en el inicio del texto brinda especial atención a la clasificación de los signos,
recordemos como estos nos muestran contenidos espirituales e intelectuales. Los signos
pueden ser naturales o convencionalmente instituidos por el ser humano. Agustín ofrece
ejemplos de signos naturales con la finalidad de mostrar que son los signos
convencionales los que merecen mayor atención, ya que estos son los que ofrecen un
acceso al conocimiento humano, porque “transmiten el pensamiento”. Es el caso de los
signos matemáticos y musicales que manifiestan las cualidades divinas: el diez que alude
al creador porque contiene el siete que comprende las tres facultades del alma -memoria,
voluntad, e intelecto- junto a los cuatro elementos que componen el cuerpo -fuego, aire,
tierra, agua. Por esto el salterio representa a la divinidad en sus diez cuerdas, número que
es la suma de cuatro y seis: los 46 años que tardó la construcción del templo de Jerusalén.
Estas interpretaciones agustinianas parecen un tanto forzadas, pero representan lo que en
aquella época se consideraban signos de la divinidad manifiestos en los conceptos
matemáticos y musicales. Estos signos que aparecen en las Escrituras, Agustín afirma que
nos ayudan a conocer la naturaleza por las diversas alusiones a las plantas y los animales,
así como el conocimiento de los astros. Un saber que hace parte de las artes liberales,
pero que afirma una cierta determinación de las cosas humanas de acuerdo con la
configuración de los cielos tanto del pasado como del presente y el porvenir. Agustín
sospecha que estos cálculos posean un alcance tan grande y se muestra escéptico frente a
los argumentos que recurren a estas observaciones. Esta reflexión nos permite ahondar en
la utilidad de las artes, ya sean mecánicas o liberales. Las primeras construyen objetos
materiales para satisfacer las necesidades humanas en cuanto las segundas ofrecen un
conocimiento teórico.
Merece atención el apartado sobre la utilidad de la dialéctica, ya que esta nos enseña a
distinguir los enunciados o juicios verdaderos de los falsos, no solo porque la estructura
de los enunciados sea correcta sino porque el contenido al que se refiere el enunciado
debe guardar cierta correspondencia con lo afirmado. Es el caso de la proposición “Si el
caracol es un animal, tiene voz”, aunque es correcta la forma del enunciado Agustín
defiende que no se puede atribuir sonido alguno a los caracoles, así se trate de un animal.
Algo semejante ocurre con el enunciado “x es bueno, luego es justo”, en este caso habría
que comprobar los dos enunciados que se desprenden de este: “x es bueno” y “x es justo”.
La importancia de la dialéctica radica en este tipo de ejercicio que nos permite distinguir
los enunciados verdaderos de los que aparentemente pretenden ser verdaderos. Agustín
ofrece más ejemplos, sobre todo de grupos enunciados que asumen su veracidad a partir
de asumir que sus premisas son verdaderas, aunque la conclusión no lo es. Merece
especial atención este problema, porque se convertirá en un lugar común en la tradición
medieval que insiste en conocer, verificar, y probar la verdad de los enunciados y la
apariencia de verdad en afirmaciones falsas, sobre todo en la retórica porque se tiende a
ejercitar:

[...] los ingenios si es que no se hacen más malignos y soberbios, es decir, que tiendan a
engañar con preguntas y cuestiones aparentes; o que piensen están en posesión de una
gran cosa por tener conocimiento de estas reglas [retóricas], y por ello se antepongan a
los hombres buenos e inocentes.

Texto

SOBRE LA DOCTRINA CRISTIANA Traducción: Balbino Martín Pérez, OSA


LIBRO II, CAPÍTULO I

En este link podrá encontrar el texto completo del libro II De la doctrina cristiana:

http://www.augustinus.it/spagnolo/dottrina_cristiana/index2.htm

Qué es y de cuántas maneras es el signo

1. Al escribir el libro anterior sobre las cosas, procuré prevenir que no se atendiese en
ellas sino lo que son, prescindiendo de que, además, puedan significar alguna otra cosa
distinta de ellas. Ahora, al tratar de los signos, advierto que nadie atienda a lo que en sí
son, sino únicamente a que son signos, es decir, a lo que simbolizan. El signo es toda cosa
que, además de la fisonomía que en sí tiene y presenta a nuestros sentidos, hace que nos
venga al pensamiento otra cosa distinta. Así, cuando vemos una huella, pensamos que
pasó un animal que la imprimió; al ver el humo, conocemos que debajo hay fuego; al oír
la voz de un animal, nos damos cuenta de la afección de su ánimo; cuando suena la
corneta, saben los soldados si deben avanzar o retirarse o hacer otro movimiento que
exige la batalla.

2. Los signos, unos son naturales, y otros instituidos por los hombres. Los naturales son
aquellos que, sin elección ni deseo alguno, hacen que se conozca mediante ellos otra cosa
fuera de lo que en sí son. El humo es señal de fuego, sin que él quiera significarlo;
nosotros, con la observación y la experiencia de las cosas comprobadas, reconocemos que
en tal lugar hay fuego, aunque allí únicamente aparezca el humo. A este género de signos
pertenece la huella impresa del animal que pasa; lo mismo que el rostro airado o triste
demuestra la afección del alma, aunque no quisiera significarlo el que se halla airado o
triste; como también cualquier otro movimiento del alma que, saliendo, se manifiesta en
la cara, aunque no hagamos nosotros para que se manifieste. No es mi idea tratar ahora
de este género de signos; como pertenecen a la división que hemos hecho, ni pude en
absoluto pasarlos por alto, pero es suficiente lo que hasta aquí se dijo de ellos.

CAPÍTULO II

De la clase de signos que se ha de tratar aquí

3. Los signos convencionales son los que mutuamente se dan todos los vivientes para
manifestar, en cuanto les es posible, los movimientos del alma como son las sensaciones
y los pensamientos. No tenemos otra razón para señalar, es decir, para dar un signo, sino
el sacar y trasladar al ánimo de otro lo que tenía en el suyo aquel que dio tal señal. De
esta clase de signos, por lo que toca a los hombres, he determinado tratar y reflexionar
ahora; porque aún los signos que nos han sido dados sobrenaturalmente y que se hallan
en las santas Escrituras, se nos comunicaron por los que las escribieron. También los
animales usan entre sí de esta clase de signos, por los que manifiestan el apetito de su
alma. El gallo, cuando encuentra alimento, con el signo de su voz manifiesta a la gallina
que acuda a comer; el palomo con su arrullo llama a la paloma, o, al contrario, ella le
llama; existen otros muchos signos de esta clase que pueden y suelen notarse. Es una
cuestión que no atañe al asunto que tratamos si estos signos, como por ejemplo el
semblante y el quejido de un doliente, sigan espontáneamente el movimiento del alma sin
intención de significar, o se den exprofeso para significar. Como cosa no necesaria, la
omitiremos en esta obra.

CAPÍTULO III

Entre los signos, la palabra ocupa el primer lugar

4. De los signos con que los hombres comunican entre sí sus pensamientos, unos
pertenecen al sentido de la vista, otros al del oído, muy pocos a los demás sentidos.
Efectivamente, al hacer una señal con la cabeza, solamente damos signo a los ojos de la
persona a quien queremos comunicar nuestra voluntad. También algunos dan a conocer
no pocas cosas con el movimiento de las manos: los cómicos, con los movimientos de
todos sus miembros, dan signos a los espectadores, hablando casi con los ojos de los que
los miran. Las banderas e insignias militares declaran a los ojos la voluntad del jefe, de
modo que todos estos signos son como ciertas palabras visibles. Los signos que
pertenecen al oído, como dije antes, son mayores en número, y principalmente los
constituyen las palabras; la trompeta, la flauta y la cítara dan muchas veces no solamente
un sonido suave, sino también significativo, pero toda esta clase de signos, en
comparación con las palabras, son poquísimos. Las palabras han logrado ser entre los
hombres los signos más principales para dar a conocer todos los pensamientos del alma,
siempre que cada uno quiera manifestarlos. El Señor dio un signo del olfato con el olor
del ungüento derramado en sus pies1. Al sentido del gusto también le dio un signo con el
sacramento de su cuerpo y sangre comido por Él de antemano, con el cual significó lo
que quiso hicieran sus discípulos2. También al sentido del tacto le dio un signo, cuando
la mujer, tocando la orla de su vestidura, recibió la salud3. Pero la innumerable multitud
de signos con que los hombres declaran sus pensamientos se funda en las palabras, pues
toda esta clase de signos que por encima he señalado los pude dar a conocer con palabras,
pero de ningún modo podría dar a entender las palabras con aquellos signos.

[…]

CAPÍTULO XVI

E l conocimiento de las lenguas y de las cosas ayuda a entender los signos figurados

24. También la ignorancia de las «cosas» nos hace obscuras las expresiones figuradas,
cuando ignoramos la naturaleza de los animales, de las piedras, de las plantas o de otras
cosas, que se aducen muchas veces en las Escrituras como objeto de comparaciones. Así
el hecho conocido de que la serpiente expone todo el cuerpo a los que la hieren guardando
su cabeza, ¡cuánto no esclarece el sentido del pasaje en que Dios manda que seamos
prudentes como la serpiente23; a saber, ofrezcamos nuestro cuerpo a los que nos
persiguen antes que nuestra cabeza, que es Cristo, para que no muera en nosotros la fe
cristiana si, por conservar el cuerpo, ¡negamos al Señor! Lo mismo aquello que se dice
de ella que se mete por las rendijas de las cavernas y dejando la piel vieja recibe nuevas
fuerzas, ¡qué bien concuerda para que, imitando esta misma maña de la serpiente, pasando
por las estrechuras conforme afirma el Señor «entrad por la puerta estrecha», cada uno se
desnude del hombre viejo, según dice el Apóstol, y nos vistamos del nuevo. Así como el
conocimiento de la naturaleza de la serpiente aclara muchas semejanzas que de este
animal suele traer la Escritura, igualmente la ignorancia de la naturaleza de no pocos
animales, de que también hace mención, con no menor frecuencia, impide no poco el
entenderla. Lo mismo se ha de decir respecto de las piedras, de las hierbas y de cualquiera
cosa que se sostiene por raíces. El conocimiento del carbúnculo que brilla en las tinieblas
aclara muchos pasajes obscuros de las Escrituras dondequiera que se pone como
semejanza. El desconocimiento del berilo o del diamante cierra muchas veces las puertas
a toda inteligencia. No es por otro motivo fácil entender que la perpetua paz está
representada en la rama del olivo que llevó la paloma al regresar al arca26, sino porque
sabemos que el suave contacto del aceite no se corrompe fácilmente por otro líquido
extraño y porque el mismo árbol perennemente está frondoso. Muchos, porque ignoran la
naturaleza del hisopo y por desconocer qué eficacia tiene, o para purgar el pulmón o,
según se dice, para introducir sus raíces en las rocas, a pesar de ser una hierba menuda y
rastrera, no pueden entender en modo alguno por qué se dijo rocíame con el hisopo y seré
limpio.
25. La ignorancia de los números también impide el conocimiento de muchas cosas
estampadas en las Escrituras con sentido trasladado o místico. Así, pues, el ingenio, y,
por decirlo así, ingénito, no puede menos de investigar qué quiera significar el que
Moisés, Elías y el mismo Señor ayunaron por espacio de cuarenta días. El nudo figurado
de esta acción no llega a desatarse, si no es por el conocimiento y la consideración del
mismo número. Cuatro veces incluye al diez, como si tuviera entretejido el conocimiento
de todas las cosas con el tiempo. En el número cuatro se ejecuta la carrera de los días y
los años; la del día se completa con los espacios de las horas matutinas, meridianas,
vespertinas y nocturnas; la del año, con los tiempos de las estaciones, de la primavera, del
verano, del otoño y del invierno. Mientras vivimos en el tiempo, debemos abstenernos y
ayunar de los deleites temporales, por amor a la eternidad en que deseamos vivir, aunque
ya también el mismo desvanecimiento de los tiempos nos insinúa la misma doctrina de
despreciar lo temporal y apetecer lo eterno. Por otra parte, el número diez significa el
conocimiento del Creador y de la criatura, pues el tres se refiere al Creador y el siete a la
criatura, por el alma y cuerpo. En ésta hay tres operaciones y por eso se le manda amar a
Dios con todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente; en el cuerpo
clarísimamente se descubren los cuatro elementos de que consta. Este número denario,
cuando se nos presenta como tiempo, es decir, multiplicado por cuatro, nos avisa que
vivamos en castidad y continencia de los deleites temporales. Esto lo enseña la ley que
está representada en Moisés; esto los profetas, representados en Elías; esto el mismo
Señor, el que como teniendo de testigo a la ley y los profetas apareció transformado en
medio de ellos en el monte, ante la vista y estupor de los tres discípulos. Después se
pregunta cómo del número cuarenta sale el cincuenta, que no es poco sagrado en nuestra
religión por causa de Pentecostés, y de qué modo multiplicado por tres en gracia de las
tres edades, a saber, antes de la ley escrita, en la ley y en la ley de gracia; o también, por
causa del nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, agregada de modo más
excelente la misma Trinidad, se refiera al misterio de la Iglesia ya purificada, representada
en los ciento cincuenta y tres peces que después de la resurrección del Señor recogieron
las redes arrojadas hacia la derecha. De este modo, y en otras muchas formas de números,
se encierran en los Libros santos ciertos secretos de semejanzas, que son impenetrables
para los lectores por la ignorancia de los números.

26. La ignorancia de algunas cosas que pertenecen a la música ocultan y velan no pocas
sentencias. Pues algunos, basados en la diferencia del salterio y de la cítara, no sin
elegancia explicaron algunas figuras de las cosas. Y no se disputa fuera de propósito entre
los doctos, si hay alguna ley de música que obligue a que el salterio, que consta de diez
cuerdas, tenga tan gran número de cuerdas; y si no existe por esto mismo, aquel número
diez debe ser tenido por sagrado, o por el decálogo de la ley sobre el que, si se investiga,
no quedará más remedio que referirlo al Creador y la criatura, o por lo expuesto
anteriormente sobre el mismo diez. Aquel número de cuarenta y seis años que duró la
edificación del templo34 y que conmemora el Evangelio, no sé por qué me suena a
música; y referido a la formación del cuerpo del Señor, por causa de la cual se hizo aquí
mención del templo, obliga a no pocos herejes a confesar que el Hijo de Dios no se vistió
de un cuerpo falso, sino humano y verdadero. En fin, la música y los números los hallamos
colocados con honor en muchos lugares de las Santas Escrituras.

[…]

CAPÍTULO XXIX

Cuánto contribuye a la inteligencia de las Escrituras el conocimiento de los animales,


hierbas, etc. y, sobre todo, de los astros

45. Hay también una narración semejante a una explicación en la que se enseña a los
ignorantes no las cosas pasadas, sino las presentes. A este género pertenece todo lo que
se escribió de la situación de los lugares, de la naturaleza de los animales, de los árboles,
de las hierbas, de las piedras y demás cuerpos. De toda esta clase ya hemos tratado
anteriormente, y enseñamos que el conocimiento de estas cosas ayudaba a resolver las
dificultades de las Escrituras, no usándolas como signos para remedios o instrumentos de
alguna superstición, pues ya hemos distinguido y separado aquel género supersticioso de
este libre y lícito. Una cosa es decir «si bebes la infusión de esta hierba machacada no te
dolerá el vientre», y otra distinta decir «si te cuelgas al cuello esta hierba no te dolerá el
vientre». En el primer caso, se aprueba el zumo saludable de la hierba; en el segundo, se
condena la significación supersticiosa. Es cierto que cuando no hay encantos,
invocaciones y «caracteres», no pocas veces es dudoso si las cosas que se atan o de
cualquiera manera se aplican al cuerpo para sanarle, obran o en virtud de su naturaleza, y
en tal caso pueden aplicarse libremente, o proviene aquel efecto de alguna ligadura
significativa, lo cual con tanto más cuidado ha de evitarlo el cristiano, cuanto más eficaz
y provechoso aparece el remedio. Cuando se halla oculta la causa de la virtud, lo
interesante es la intención con la que cada cual lo usa, pero sólo si se trata de la salud y
del buen estado de los cuerpos, ya sea respecto a la medicina o a la agricultura.

46. Tampoco el conocimiento de los astros es una narración histórica, sino más bien una
descripción; de ellos, pocos son los que menciona la Escritura. Así como es conocido por
muchos el movimiento de la luna, el cual se aplica para celebrar solemnemente todos los
años la Pasión del Señor, así también por muy pocos es conocido sin error alguno el
nacimiento y el ocaso y las demás posiciones de los astros. Este conocimiento, aunque de
suyo no tenga que ver con la superstición, sin embargo, en poco o casi en nada ayuda al
esclarecimiento de las Divinas Escrituras; es más, en gran manera le impide, por la
atención infructuosa que requiere; por esto y por la relación que tiene con el
perniciosísimo error de los que predicen los fatuos hados, es más útil y decoroso
despreciarlo. Tiene también esta creencia, aparte de la exposición de las cosas presentes,
algo semejante a la narración de las cosas pasadas, porque en la posición y movimiento
actual de los astros, puede llegarse sin vacilación al conocimiento de sus carreras pasadas.
Tiene también el estudio exactas conjeturas de cosas venideras, no supersticiosas y de
mal agüero, sino calculadas y ciertas, no para que intentemos aplicarlas al conocimiento
de nuestros hechos y eventos, como hacen los genetlíacos en sus delirios, sino en cuanto
pertenece al conocimiento de los mismos astros. Porque, así como el que hace cálculos
sobre la luna al observar la luz que hoy tiene puede decir la magnitud que tuvo hace tantos
años y la que tendrá muchos años después en igual día, igualmente suelen responder de
cada uno de los astros los peritos en el cálculo de ellos. Por lo tanto, ya queda dicho lo
que a mí me parece del estudio y del uso que puede hacerse de esta ciencia.

CAPÍTULO XXX

De la utilidad que suelen reportar las artes mecánicas

47. Existe otra clase de artes que tiene por objeto la fabricación de alguna cosa, ya
permanezca después del trabajo del artífice, como por ejemplo una casa, un banco, un
vaso y otras muchas cosas semejantes, o ya presten algún ministerio a la operación de
Dios, como la medicina, la agricultura y el gobierno; o, finalmente, terminen con la acción
todo su efecto, como los bailes, las carreras y las luchas. En todas estas artes, la
experiencia de lo pasado hace conjeturar también lo por venir, pues ningún artífice de
ellas mueve los miembros cuando trabaja, si no enlaza la memoria de lo pasado con la
esperanza de lo venidero. El conocimiento de estas artes se ha de tomar de paso y como
a la ligera en la vida humana, no para ejercerlas, a no ser que algún deber nos obligue a
ello, de lo cual no tratamos al presente, sino para poder juzgar y no ignorar por completo
lo que la Escritura pretende insinuar, cuando inserta expresiones figuradas tomadas de
estas artes.

CAPÍTULO XXXI

Utilidad de la dialéctica. Y qué debemos decir del sofisma

48. Resta que hablemos de aquellas artes y ciencias que no pertenecen a los sentidos del
cuerpo, sino a la razón o potencia intelectiva del alma, entre las cuales se llevan la palma
la dialéctica y la aritmética. La dialéctica es de muchísimo valor para penetrar y resolver
todo género de dificultades que se presentan en los Libros santos. Sólo que en ella se ha
de evitar el prurito de disputa y cierta pueril ostentación de engañar al adversario. Hay
muchos llamados sofismas que son falsas conclusiones de un raciocinio, y la mayor parte
de las veces, de tal modo imitan a las verdaderas, que no sólo engañan a los lerdos, sino
también a los de agudo ingenio, a no ser que estén atentos. Cierto hombre propuso esta
cuestión a otro que hablaba con él: «Lo que yo soy, tú no lo eres», el otro convino; en
parte era verdad, aunque no fuese más que por ser éste astuto y el otro sencillo. Entonces
éste añadió: «Luego yo soy hombre»; habiendo concedido el otro, concluyó el primero:
«Luego tú no eres hombre». Este género de conclusiones capciosas lo detesta la Escritura,
según creo, en aquel pasaje donde dijo: El que habla sofísticamente es aborrecible43.
También suele llamarse sofístico el discurso no capcioso, pero que emplea adornos de
palabras con más abundancia de la que conviene a la gravedad.

49. Hay también conclusiones legítimamente deducidas de un raciocinio, que son en sí


falsas; pero que se siguen del error de aquel con quien se disputa, las cuales deduce el
hombre prudente y docto, para que, avergonzado con ellas aquel de cuyo error se
siguieron, abandone el error que sostenía, porque si quisiera permanecer aún en él, tendría
por fuerza que admitir aquellas conclusiones que condena. Así el Apóstol no deducía
conclusiones verdaderas, cuando decía «ni Cristo resucitó», y al decir «vana es nuestra
predicación, vana es vuestra fe», y todas las cosas que allí se siguen, las cuales son falsas;
porque Cristo resucitó, y tampoco la predicación de los que anunciaban tales cosas era
inútil, ni vana la fe de los que las creían. Sin embargo, estas conclusiones verdaderamente
falsas se deducían de la relación que tenían con la sentencia de los que afirmaban que no
existía la resurrección de los muertos; pero rechazadas estas falsas proposiciones, las que
serían verdaderas de no darse la resurrección de los muertos, la consecuencia es que se
da la resurrección de los muertos. Luego como exista conexión lógica, no sólo entre las
verdaderas conclusiones, sino también entre las falsas, es fácil aprender, aun en las
escuelas que no tienen que ver con la Iglesia, la verdad y la lógica de la conexión. Pero la
verdad de las sentencias se ha de buscar en los Libros santos y eclesiásticos.

CAPÍTULO XXXIII

Pueden darse conexiones verdaderas en proposiciones falsas, y con premisas verdaderas,


consecuencias falsas
51. Cuando se trataba ahora de la resurrección, era verdadera no sólo la regla de la
consecuencia, sino también la misma sentencia de la conclusión. Pero en las premisas
falsas puede darse consecuencia verdadera de este modo: Supongamos que alguno nos
concede esta proposición: «Si el caracol es un animal, tiene voz»; concedido esto, y
probando que el caracol no tiene voz, como quitado el consiguiente se quita el
antecedente, se concluye que el caracol no es animal. Esta sentencia es falsa, pero es
verdadera la conexión de la conclusión, deducida de una premisa admitida falsamente.
Así pues, la verdad de una proposición o premisa depende de sí misma; la verdad de la
conexión depende de la opinión de aquel con quien se disputa y de lo que tiene concedido.
Por tanto, como arriba dijimos, sacaremos una consecuencia falsa con verdadera lógica,
a fin de que aquel cuyo error queremos corregir se arrepienta de haber concedido una
premisa de la cual se sigue una consecuencia que debe rechazar. Por esto se entiende
fácilmente que, como hay en las sentencias falsas conclusiones verdaderas, así puede
haber en las sentencias verdaderas conclusiones falsas. Concedemos que alguno dice: «Si
aquel es justo, es bueno», y se concede esto; y luego dice: «Pero no es justo», y concedido
también, saca la conclusión: «Luego no es bueno». Todas estas cosas son ciertamente
verdaderas, pero no lo es la regla de la conclusión. Porque si es cierto que, quitado el
consiguiente, necesariamente se quita el antecedente, no lo es que quitado el antecedente
desaparezca la conclusión. Y así tenemos que es verdad cuando decimos: «Si éste es
orador es hombre»; más si de esta proposición decimos: «Pero es así que no es orador»,
entonces al quitar el antecedente, no sacaremos la verdadera conclusión diciendo: «Luego
no es hombre».

CAPÍTULO XXXIV

Una cosa es conocer las leyes de la conclusión o consecuencia y otra conocer la verdad
de las sentencias o premisas

52. Una cosa es conocer las reglas del enlace o de la conexión, y otra conocer la verdad
de las premisas. En las premisas se aprende qué es lo consiguiente, qué lo inconsecuente
y qué lo absurdo. Consecuencia es «si es orador es hombre»; no consecuencia, «si es
hombre, es orador»; contradicción «si es hombre, es un cuadrúpedo». Luego aquí se juzga
únicamente de la conexión en sí. En la verdad de las premisas se atiende a las
proposiciones en sí mismas y no a su conexión. Pero si a proposiciones ciertas se enlazan
con verdadera conexión otras dudosas, necesariamente éstas también se hacen ciertas.
Algunos de tal manera se jactan de haber aprendido la verdad de las conexiones, es decir,
la lógica, como si ella misma fuera la verdad de las sentencias. Otros, al contrario,
teniendo asida muchas veces la verdad de las sentencias se abaten sin razón, porque
ignoran las leyes de la conclusión, siendo así que es mejor el que sabe que existe la
resurrección de los muertos que el que conoce que hay consecuencia al decir, «si no hay
resurrección de muertos, Cristo no resucitó».

CAPÍTULO XXXVII

Utilidad de la retórica y dialéctica

55. Cuando se aprende la retórica, más bien la debemos emplear para exponer lo que
hemos entendido, que para entender lo que ignoramos. Mas aprendidas la lógica y
dialéctica que enseñan las reglas de las consecuencias, definiciones y distribuciones,
ayudan mucho a quien intenta aprender, con tal que se aparte del error, de los que piensan
que, habiendo aprendido estas artes, están ya en posesión de la misma verdad que conduce
a la vida eterna. Bien que sucede muchas veces que los hombres consiguen más
fácilmente las mismas cosas para cuya consecución se aprenden tales artes, que las
complicadas y fastidiosas reglas de tales disciplinas. Como si alguno queriendo dar reglas
para andar, avisara que no se debe levantar el pie que queda atrás, a no ser que estuviese
ya asentado el de adelante, y después describe minuciosamente de qué modo conviene
mover las articulaciones de los pies y las corvas de las rodillas. Sin duda dice verdad,
porque no se puede andar de otro modo, pero es más fácil que anden los hombres haciendo
esto, que se den cuenta al hacerlo o lo entiendan al oírlo. Los que no pueden andar se
preocupan mucho menos de estas cosas que no pueden conocer con la experiencia. Así
también, muchas veces ve más pronto el ingenioso que una conclusión no es valedera,
que capta las leyes de la consecuencia. El rudo no ve la falsedad de la conclusión, pero
mucho menos los preceptos sobre ella. En todas estas reglas, más es muchas veces lo que
nos deleita el panorama de la verdad, que lo que nos ayudan ellas al juzgar y disputar; a
no ser que cuente a su favor el que con ellas se ejercitan los ingenios si es que no se hacen
más malignos y soberbios, es decir, que tiendan a engañar con preguntas y cuestiones
aparentes; o que piensen están en posesión de una gran cosa por tener conocimiento de
estas reglas, y por ello se antepongan a los hombres buenos e inocentes.

CAPÍTULO XXXVIII

La ciencia de los números, o aritmética, no es institución humana, sino hallada por los
hombres en la misma naturaleza de las cosas

56. La ciencia de los números, a cualquier lerdo se le ocurre que no ha sido instituida,
sino más bien indagada y descubierta por los hombres. Pues no acontece como con la
primera sílaba de la palabra «Italia», a la que pronunciaron los antiguos, breve, y por el
querer de Virgilio se hizo larga. Pero ¿quién podrá hacer, aunque se le antoje, que tres
veces tres no sean nueve, o que no pueda constituir el nueve el cuadrado de tres, ni el
triple con relación al mismo tres, o uno y medio referente al seis ni el doble de ninguno
porque los números impares no tienen mitad exacta? Por lo tanto, ya se consideren en sí
mismos, ya se apliquen a las leyes de la geometría o de la música, o de otros movimientos,
siempre tienen reglas inmutables que no han sido en modo alguno instituidas por los
hombres, sino sólo descubiertas por la sagacidad de los hombres ingeniosos.

57. Cualquiera que ame todas estas cosas de tal suerte que pretenda darse tono entre los
ignorantes, y no busque más bien de dónde procede el que sean verdaderas las que él
averigua que son tales y de dónde tienen otras el ser no sólo verdaderas, sino también
inmudables, como él ha comprendido que lo son; y así, subiendo desde la figura de los
cuerpos llegase a la mente humana, y encontrándola mudable, pues unas veces es docta y
otras indocta, constituida, sin embargo, entre la inmudable verdad superior a ella y las
demás mudables inferiores, y no dirigiera todas estas cosas al amor y alabanza del mismo
Dios de quien conoce que proceden todas, este hombre podrá aparecer docto, pero en
modo alguno es sabio.

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