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Todas las naciones tienen su propia versión de la historia y lo mismo sucede con la visión
que cada Estado miembro de la UE tiene de su lugar en Europa y de su pertenencia a ella.
A riesgo de incurrir en una generalización indiscriminada, el Reino Unido, a diferencia de
muchos de sus socios continentales, nunca ha considerado el “proyecto europeo” como un
sustituto del Estado nación. Factores como su geografía, su larga tradición de democracia
parlamentaria, la diferente forma en que se vivió la Segunda Guerra Mundial y su
perspectiva global han contribuido a mantener la ambivalencia británica hacia la
integración europea. Por otra parte, el Reino Unido ha estado al frente de muchos de los
grandes logros de la UE. Fue el principal impulsor del desarrollo del mercado único y de
las ampliaciones, que han traído prosperidad, libertad y democracia a gran parte de
Europa.
El quid del debate actual sobre la relación del Reino Unido con la UE se remonta al
Tratado de Maastricht. Dicho acuerdo fijaba el camino a la unión económica y monetaria,
y también concedía al Reino Unido la exclusión voluntaria. Se produjeron discusiones a
nivel nacional sobre si el Reino Unido podría o debería eventualmente unirse, aunque este
debate ya ha sido zanjado y ningún político mayoritario apoyaría ahora la unión a la
moneda única. Mientras tanto, la UE continuaba su desarrollo con nuevos tratados y
ampliaciones. Durante todo este tiempo, la premisa de la “unión cada vez más estrecha”
no sufrió ningún desafío, unirse al euro constituye una obligación para todos los nuevos
Estados miembros, sólo Dinamarca y el Reino Unido tienen cláusulas formales de
exclusión y los resultados incómodos en los referendos simplemente se pasaban por alto.
Es por esto que los objetivos estratégicos más importantes de las negociaciones
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de David Cameron con la UE eran sus exigencias para ser excluido de esta “unión cada
vez más estrecha” y obtener salvaguardas para aquellos Estados que no formasen parte de
la Eurozona. El lenguaje propuesto por la “unión cada vez más estrecha” para el nuevo
acuerdo entre el Reino Unido y la UE ha resultado ser una aclaración bastante útil de la
posición del Reino Unido en la UE y, en su interpretación más fuerte, podría ser un paso
en la dirección a una UE más flexible con multitud de monedas y sistemas. El hecho de
que la UE tendrá que compaginar dos categorías de Estados, donde en uno se estaría
sujeto a las condiciones de la “unión cada vez más estrecha” y en otro no, podría forzar el
cambio. Por ejemplo, el acuerdo sugiere que el Reino Unido podría estar sujeto a
condiciones específicas dentro de las normas financieras de la UE que reflejasen que ha
abandonado la unión bancaria de la UE y rechazado una mayor integración en esta zona.
El hecho de que la UE se haya mostrado poco dispuesta, llegados a este punto, a mantener
un debate más fundamental sobre la necesidad de acometer reformas estructurales más
amplias, se debe en gran medida a los desacuerdos existentes entre los miembros de la
Eurozona sobre el grado (exacto) de integración al que debería apuntar la moneda única y,
por tanto, sobre cómo se diferenciarían los derechos y responsabilidades de los Estados
miembros no pertenecientes a la Eurozona, como el Reino Unido. Dado que estas
cuestiones permanecen en gran parte sin resolver, poder saber en qué proporción las
negociaciones del Reino Unido serán un punto de inflexión es algo necesariamente
incierto.
Aquellos que se inclinan hacia votar “abandonar” temen que, tras el referéndum, las
concesiones prometidas al Reino Unido se dejen de lado y que continúe el proceso de
integración progresiva en la UE. Otros argumentan que el acuerdo establecería claramente
la exclusiva relación semiseparada del Reino Unido con la UE y reflejaría que, para el
Reino Unido, el culmen de la integración europea ya habría pasado, una posición que
establecería el punto de salida de cualquier negociación de futuros tratados europeos para
una mayor integración de la Eurozona, que podrían comenzar entre 2017 y 2020.
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De este modo, cualquier empresa puede vender sus productos a lo largo y ancho de la
unión sin ser penalizada, ofrecer servicios (por ejemplo, financieros o de banca entre
muchos otros) mientras que los ciudadanos pueden moverse libremente entre países al
igual que los bienes de capital (Lea, 2016). Tal grado de integración hace inevitable que
tanto Reino Unido como la UE vayan a tener que afrontar toda una serie de efectos
colaterales al Brexit en los próximos años, si no décadas.
En primer lugar, el libre movimiento de bienes dejaría de ser aplicable a los británicos por
lo que se establecerían tarifas (aranceles, contingentes) a las importaciones en ambos
sentidos (de Reino Unido a UE y viceversa). Consecuentemente, los precios de las
importaciones ascenderían, no solo para aquellas provenientes de la UE sino para las
provenientes de países con los que la unión tiene tratados especiales, en tanto que Reino
Unido ya no sería miembro. En el peor de los casos, se pondría inicio a un enfrentamiento
en términos comerciales de resultado y perjuicios desconocidos (Lea, 2016).
Por otro lado, si Reino Unido llega a un acuerdo con la UE, ésta le exigirá toda una serie de
normas de origen para poder trazar la procedencia de productos, comprobar si vienen de
terceros países y añadirles un arancel si procediera.
Cabe la opción de que este país se beneficie de la salida a través de renegociar y reducir las
barreras al comercio con países distintos a los de la UE. Sin embargo, ya no podrá acogerse
a los tratados negociados por la unión con los que se establecen preferencias comerciales
con ciertas naciones y podría darse la circunstancia de que la unión presionase a estas para
beneficiar a la UE antes que Reino Unido. Aunque no intercediese la posición negociadora
británica se habría visto mermada con la salida y difícilmente sería capaz de obtener tratos
tan beneficiosos como los de la UE con naciones externas a la unión (Busch y
Matthes,2016).
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La libre circulación de personas en relación con la inmigración, ha sido utilizada como uno
de los principales argumentos a favor del Brexit. Reino Unido retomaría la soberanía
necesaria para decidir su propia política migratoria y de asilo político. Como ejemplo
representativo, no tendría que acceder a acoger su correspondiente cuota de refugiados
establecida por la UE.
Por último, la libre circulación de capital llevaría, como con el resto de casos, a iniciar un
proceso de divergencia entre la nueva legislación británica y la europea. Los mercados de
capital se verán menos integrados.
En este sentido, la inversión directa extranjera se vería limitada por todas las trabas que la
ruptura supone. Consecuentemente, esto tendrá un efecto negativo en la producción y en
el empleo, lo que a su vez puede repercutir en la productividad reduciendo a la
competitividad.
Para las empresas multinacionales, se plantea el dilema de cómo restructurar sus sedes
europeas y cómo vender en Reino Unido, si mediante exportación, lo que se encarece con
el Brexit y las inevitables barreras al comercio, o a través de la producción en el propio
país, lo que puede reducir la competitividad de la compañía en cuestión, al verse limitada
a un mercado más cerrado con barreras hacia la UE. En este sentido, se espera que, en
vista de que el mercado de la UE es significativamente más amplio que el de Reino Unido,
el flujo de empresas que se trasladan se dirigirá hacia Europa (Busch y Matthes, 2016).
No obstante, debemos tener en cuenta que Reino Unido es el principal receptor y a su vez
es la fuente más importante de inversión directa extranjera en la UE, en tanto este país
acoge a la mitad de las sedes principales de empresas que no son de la UE (Busch y
Matthes, 2016).
En cierto sentido, esto dota de mayor capacidad de negociación a los británicos en este
campo, y les ofrece una posición fuerte de cara a Estados Unidos puesto que muchas
compañías norte-americanas se aventuran a invertir en Europa a través de Reino Unido
estableciendo normalmente en Londres sus oficinas centrales.