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I. La Didaché
La Didaché es un escrito desconocido, que recibe este nombre por la
primera palabra inicial, aunque el título más completo, que aparece en el índice de
esta obra, sea Didaché ton dódeka Apostolón (Doctrina de los Doce Apóstoles). En
1883 lo publica el metropolita Bryennios de Nicomedia.
Los modernos estudiosos de este escrito han puesto de relieve que nos
encontramos ante una compilación de fuentes de carácter anónimo, que derivan
de la tradición viva de algunas comunidades cristianas situadas en territorio sirio.
Algunos advierten la presencia de dos recopiladores. Jefford distingue tres
redactores y Niederwimmer establece una distinción entre una tradición
predidaquista y otra didaquista.
La fecha de composición no es fácil de determinar, dada la naturaleza de su
heterogénea redacción. Cabría señalar un término ante quam, situado a fines del
siglo I. Otros autores sostienen que la redacción final sería del siglo II. En nuestra
opinión habría que inclinarse más bien en favor del siglo I, entre otras razones, por
la gran cantidad de arcaísmos que presenta.
El contenido podríamos distribuirlo en varios apartados. En primer lugar,
desarrolla la «enseñanza sobre los dos caminos» (cc. 1-6), que conecta con
precedentes judíos, como la Regla de Qumrán y el Testamento de los XII Patriarcas,
y con otros ámbitos del cristianismo primitivo, como atestigua la Carta de Bernabé.
Esta catequesis de los «dos caminos», de matriz original judía, aparece cristianizada
en esta obra. La descripción del «camino de la vida» tiene indicaciones precisas,
tanto en sentido positivo, como negativo:
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Respecto de la Eucaristía, dad gracias así. En primer lugar, sobre el cáliz: Te damos
gracias, Padre nuestro, Por la santa vid de David, tu siervo, que nos diste a conocer
por Jesús, tu siervo. A ti la gloria por los siglos. Luego, sobre el pedazo [de pan]: Te
damos gracias, Padre nuestro, Por la vida y el conocimiento que nos diste a
conocer por medio de Jesús, tu siervo. A ti la gloria por los siglos. Así como este
trozo estaba disperso por los montes y reunido se ha hecho uno, así también reúne
a tu Iglesia de los confines de la tierra en tu reino. Porque tuya es la gloria y el
poder por los siglos por medio de Jesucristo (Did., IX,1-4).
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oscurecido florece a la luz; por Él quiso el Señor que gustásemos del conocimiento
inmortal, pues Él, siendo resplandor de su grandeza, es tanto mayor que los
ángeles cuanto ha heredado un nombre más excelente. Pues así está escrito: Él
hace a sus mensajeros vientos y a sus ministros llamas de fuego. Y el Señor dijo así
acerca de su Hijo: Hijo mío eres tú; hoy te he engendrado. Pídeme y te daré por
herencia las naciones y por posesión los confines de la tierra. Y de nuevo le dice:
Siéntate a mi derecha hasta que ponga a tus enemigos por estrado de tus pies. Por
tanto, ¿Quiénes son los enemigos? Los malvados y los que se resisten a su
voluntad. Así pues, hermanos, marchemos como soldados con toda constancia en
sus inmaculados mandatos. Reflexionemos sobre los que militan bajo nuestros
jefes: ¡qué disciplinada, qué dócil, qué obedientemente cumplen las órdenes!
Todos no son perfectos, ni tribunos, ni centuriones, ni comandantes al mando de
cincuenta hombres y así sucesivamente, sino que cada uno en su propio orden
cumple lo ordenado por el rey los jefes (Ad. Cor. XXXVI,1 – XXXVII,3).
Los Apóstoles nos anunciaron el Evangelio de parte del Señor Jesucristo; Jesucristo
fue enviado de parte de Dios. Así pues, Cristo de parte de Dios y los Apóstoles de
parte de Cristo. Los dos envíos sucedieron ordenadamente conforme a la voluntad
de Dios. Por tanto, después de recibir el mandato, plenamente convencidos por la
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Da concordia y paz a nosotros y a todos los que habitan la tierra, como se la diste a
nuestros padres cuando te invocaban santamente en fe y en verdad. Que seamos
obedientes a tu omnipotente y santo Nombre y a nuestros príncipes y jefes de la
tierra. Tú, Señor, les diste el poder del reino por tu magnífica e indescriptible
fuerza, a fin de que, conociendo la gloria y el honor que les has dado, les
obedezcamos sin oponernos a tu voluntad. Dales, Señor, salud, paz, concordia,
firmeza para que atiendan sin falta al gobierno que les has dado. Pues, Tú, Señor,
rey celesta de los siglos, das a los hijos de los hombres gloria y poder sobre las
cosas que existen en la tierra. Tú, Señor, endereza su voluntad hacia lo bueno y
agradable en tu presencia, para que, atendiendo piadosamente, con paz y
mansedumbre, el poder que les has dado, alcancen de Ti misericordia. Tú eres el
único capaz de hacer estas cosas incluso bienes muy superiores entre nosotros; a
Ti te confesamos por medio de Jesucristo, el Sumo Sacerdote y protector de
nuestras almas, por medio del cual a Ti la gloria y la magnificencia ante y de
generación en generación, por los siglos de los siglos. Amén (Ad Cor., LX,4 – LXI,3).
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Padeció [Cristo] todo eso por nosotros, para salvarnos. Padeció verdaderamente,
así como también se resucitó verdaderamente. No como algunos incrédulos dicen
que padeció en apariencia. ¡Ellos sí son apariencia! Y como tal piensan, les
sucederá que serán incorpóreos y fantasmales. Pues yo sé que, después de su
resurrección. Él existe en la carne […] Pues si todas estas cosas fueron hechas en
apariencia. ¿Por qué me he entregado totalmente a la muerte, al fuego, a la
espada, a las fieras? Sin embargo, el que está cerca de la espada, está cerca de
Dios; el que está en medio de las fieras, está en medio de Dios, con tal que sea en
el nombre de Jesucristo. Todo lo soporto para sufrir con Él, pues habiéndose hecho
el hombre perfecto me fortalece (Smyr., II-IV,2).
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las palabras de unos y de otros; y qué era lo que había escuchado de ellos acerca
del Señor, de sus milagros y de su enseñanza; y cómo Policarpo, después de
haberlo recibido de esos testigos oculares de la vida del Verbo, todo lo relata en
consonancia con las Escrituras (HE, V,20,5-6).
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coherentemente la fe, que han recibido con la predicación del Apóstol Pablo. El
tono del escrito es claramente parenético:
La segunda parte (cc. 7-13), aunque tiene también una índole exhortativa,
pone especiales acentos en la denuncia del docetismo, y recomienda contra ese
error la fidelidad a la tradición que han recibido. También encontramos al final de
la epístola una oración solemne, que recuerda la de Clemente Romano, en la que
recomienda rezar por las autoridades civiles. Los cc. 13 y 14 son más bien un anexo
para indicar que envía las cartas de Ignacio de Antioquía.
V. El Martyrium Polycarpi
Este relato martirial recibe también el nombre de Carta de la iglesia de
Esmirna a la Iglesia de Filomenio, pues se trata de un escrito que se enmarca más
bien dentro del género epistolar, que del representado por las «Actas de los
mártires». La Carta de la Iglesia de Esmirna servirá de modelo para obras
hagiográficas posteriores.
La autenticidad de la carta fue puesta en tela de juicio en el último tercio del
siglo XIX por algunos autores, aunque estas posturas críticas fueron ampliamente
rechazadas por Funk y Lightfoot. A principios del siglo XX, Schwartz y Müller
consideraron que la carta estaba interpolada. H. von Campenhausen mantuvo la
tesis de la inautenticidad del escrito, tal y como ha llegado hasta nosotros,
basándose en la comparación del texto con los pasajes de la Historia Eclesiástica de
Eusebio, donde aparece un texto más breve del martirio de Policarpo. A partir de
este dato construye una hipótesis en la que se aprecian tres estratos de redacción.
L. W. Barnard ha demostrado que esa hipótesis tiene una gran fragilidad.
Posteriormente V. Saxer ha afirmado una clara apuesta por la autenticidad de la
epístola.
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Sobre Mateo dice lo siguiente: «Ahora bien, Mateo ordenó en lengua hebrea
las sentencias, y cada uno las interpretó conforme a su capacidad» (HE, III,39,16).
La importancia de estos pasajes es incontestable, tanto por la antigüedad del
testimonio, como por los datos que aporta. Pero también nuestro autor inserta
otros relatos que tienen más bien un carácter fantasioso, como son algunas
extrañas parábolas del Salvador y el milenarismo, que merecen el rechazo sin
ambages de Eusebio (HE, III,39,11-12).
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que «aún los mismos egipcios practican la circuncisión» (IX,6), después de haber
indicado que no solo los judíos realizaban la circuncisión, sino también los sirios,
árabes y los sacerdotes de los ídolos. Con ello parece que se está hablando de una
localidad egipcia. Quienes se muestran favorables a su composición en Siria-
Palestina aducen semejanzas con la doctrina de los «dos caminos»: el de la luz y el
de las tinieblas con la Regla de Qumrán, que presenta la lucha escatológica entre
los hijos de la luz y los hijos de las tinieblas. También se indican afinidades con las
Odas de Salomón y los escritos joánicos. Con todo, parece que la tesis alejandrina
goza de mayor aquiescencia entre los estudiosos.
La epístola consta de dos partes distintas, que se corresponden
respectivamente con los capítulos 2-16 y 18-21. El capítulo 1 sería como la
introducción, y el 17 y el 21,2 serían más bien unas conclusiones de las partes
antedichas. En la introducción el autor quiere dirigirse a sus destinatarios «no
como maestro, sino como uno de entre vosotros» (I,8). El objeto de la carta queda
bien precisado: «… me he apresurado a escribiros brevemente, a fin de que,
juntamente con vuestra fe, tengáis un perfecto conocimiento (gnosis)» (I,5). La
primera parte —la más amplia— tiene un fuerte tono polémico y se dirige contra el
judaísmo. La segunda parte tiene una orientación de carácter parenético y se
centra en la doctrina de los «dos caminos» (la luz y las tinieblas): «Pasemos a otro
conocimiento y a otra enseñanza. dos caminos hay de doctrina y de poder: el de la
luz y el de la tiniebla. Pero grande es la diferencia entre los dos caminos. Pues sobre
uno están establecidos los ángeles de Dios, portadores de luz, y sobre el otro, los
ángeles de Satanás. Uno es el Señor desde siempre y por siempre y el otro es el
príncipe del tiempo presente de la iniquidad» (Bern., XVIII,1-2).
En la caracterización de cada uno de los dos caminos hay un gran
paralelismo con la doctrina del mismo nombre que se formula en la Didaché. Desde
el punto de vista doctrinal anotamos una muy severa crítica contra el pueblo de
Israel, que ha sido engañado por un ángel malo y ha roto la Alianza con Yahvé (IX,
4-8). Hay también una reiterada afirmación de la divinidad del Señor, a la vez que lo
considera preexistente con Dios Padre y Señor del universo (V, 5). Todo ello sin
perder la dimensión salvífica de su misión, que motiva su encarnación para librar al
hombre de sus pecados (V, 10-13). Con gran expresividad describe la prefiguración
de la Pasión del Señor interpretando alegóricamente algunos pasajes
veterotestamentarios:
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Cuando marchaba hacia Cumas por el mismo tiempo que el año anterior, recordé
la otra visión mientras caminaba, y de nuevo me toma el Espíritu y me lleva al
mismo lugar de antes […] Después de haberme levantado de la oración, veo
delante de mí a la anciana que también había visto anteriormente, la cual estaba
paseando y leyendo el libro. Me dice: «¿Eres capaz de anunciar estas cosas a los
elegidos?». Le respondo: «No soy capaz de recordar tantas cosas. Dame el libro
para que lo copie». «Toma —dice— y ya me lo devolverás». Yo lo cogí y,
retirándome a un lugar del campo, lo copié todo letra por letra pues no descubría
las sílabas […] Después de quince días de ayuno y de mucho suplicar al Señor, me
fue revelado el conocimiento del texto […] Da a conocer estas palabras a todos tus
hijos y a tu mujer que debe ser como tu hermana, pues ella tampoco modera su
lengua con la que nace. Pero cuando escuche estas palabras se moderará y
alcanzará misericordia. Una vez que les hayas dado a conocer estas palabras que el
Señor me ha ordenado que te sean reveladas, entonces se les perdonarán todos
los pecados que hayan cometido anteriormente —también a todos los santos que
hayan pecado hasta ese día— si se arrepienten de todo corazón y quitan de sus
corazones las dudas (Vis., II, I-II,2).
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Yo, el ángel de la penitencia, os digo: «no temáis al diablo, pues sido enviado para
estar con vosotros, que hacéis penitencia de todo corazón, y para fortaleceros en
la fe. Así pues, creed en Dios vosotros, los que habéis desesperado de la vida a
causa de vuestros pecados, los que aumentáis vuestros pecados, los que abrumáis
vuestra vida, porque si os convertís al Señor de todo corazón y practicáis la justicia
los restantes días de vuestra vida y le seguís rectamente según su voluntad, curará
vuestros pecados anteriores y tendréis poder para dominar las obras del diablo. No
temáis en absoluto la amenaza del diablo, pues es tan débil como los nervios de un
muerto. Escuchad y temed al que todo lo puede, salvar y arruinar, guardad estos
mandamientos y viviréis para Dios» (Mand., XII,6,1-3).
Me dice: «¿Ves el olmo y la vid?». Contesto: «los veo, Señor». «La vid —dice— da
fruto, pero el olmo es un árbol infructuoso. Pero si la vid no se entrelaza con el
olmo, no puede dar mucho fruto al estar tirada por el suelo; y el fruto que da, lo da
podrido por no estar colgada del olmo. Cuando la vid se entrelaza con el olmo, da
fruto por sí misma y por el olmo. Ya ves que el olmo da mucho fruto, no menos que
la vid, sino más incluso». Le digo: «Señor, ¿Cómo más?». «Porque —dice— la vid
colgada del olmo da mucho y buen fruto, pero tirada por el suelo lo da podrido y
escaso. Así, esta comparación está puesta para los siervos de Dios, para el pobre y
para el rico». Le digo: «Señor, dame a conocer cómo». Me dice: «Escucha. El rico
tiene muchos bienes, pero ante el Señor es un mendigo pues anda ocupado en su
riqueza y se ocupa muy poco de la confesión y de la oración al Señor; y la que tiene
es pequeña, débil y sin fuerza para subir. Ahora bien, cuando el rico se entrelaza el
pobre y le suministra lo que necesita, creyendo que lo hace por el pobre podrá
encontrar recompensa ante Dios (porque el pobre es rico en la oración y en la
confesión, y su oración tienen un gran poder ante Dios), el rico le procura al pobre
todo sin vacilar. Y el pobre ayudado por el rico intercede por éste, dando gracias a
Dios por lo que le dio. Aquél, además, se afana por el pobre para que no le falte en
su vida. Pues sabe que la oración del pobre es agradable y rica ante Dios. Ambos
cumplen su obra» (Sem., II,2-7).
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