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Emile Durkheim
AKAL EDITOR
Madrid, 1982
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Se nos ha reprochado (Beudant, Le Droit individuel et l´Etat, página 244) de haber calificado en alguna parte de sutil esta
cuestión de la libertad. La expresión no salía de nosotros con un sentido de menosprecio. Si descartamos este problema, es
únicamente porque la solución que se le dé, sea cual fuere, no es obstáculo para nuestras investigaciones.
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salud moral que sólo la ciencia puede determinar con competencia, y como en parte alguna está íntegramente
realizado, constituye ya un ideal el buscarlo y aproximarse a él. Además, las condiciones de ese estado cambian,
porque las sociedades se transforman y los problemas prácticos más graves que tenemos que resolver consisten,
precisamente, en determinarle de nuevo, en función a los cambios que se han efectuado en el medio. Ahora bien,
la ciencia, proporcionándonos la ley de las variaciones por 1as cuales ha pasado ya, nos permite anticipar las que
están en vías de producirse y que el nuevo orden de cosas reclama. Si sabemos en qué sentido evoluciona el
derecho de propiedad a medida que las sociedades se hacen más voluminosas y más densas, y si algún nuevo
crecimiento de volumen y de densidad hace necesarias nuevas modificaciones, podemos preverlas, y, al
preverlas, desearlas por adelantado. En fin, comparando el tipo normal con sí mismo –operación estrictamente
científica–, podremos encontrar que no está enteramente de acuerdo consigo propio, que contiene
contradicciones, es decir, imperfecciones, y se busca eliminarlas o corregirlas; he aquí un nuevo objetivo que la
ciencia ofrece a la voluntad. –Mas,. se dirá, la ciencia prevé, pero no manda. Es verdad, sólo nos dice lo que es
necesario para la vida. Pero ¿cómo no ver que, suponiendo que el hombre quiera vivir, una operación muy
sencilla transforma inmediatamente las leyes que aquélla establece en reglas imperativas de conducta? Sin duda
que cambia entonces su arte; pero el paso de la una a la otra se hace sin solución de continuidad. Queda por
saber si debemos querer vivir; incluso, sobre esta cuestión última, la ciencia, creemos, no está muda2.
Pero si la ciencia de la moral no hace de nosotros espectadores indiferentes o resignados de la realidad,
nos enseña al mismo tiempo a tratarla con la más extremada prudencia, nos comunica un espíritu sabiamente
conservador. Se ha podido, y con justicia, reprochar a ciertas teorías que se dicen científicas el ser subversivas y
revolucionarias; pero es que no son científicas más que de nombre. En efecto, construyen, pero no observan. Ven
en la moral, no un conjunto de hechos adquiridos, que es preciso estudiar, sino una especie de legislación
siempre revocable que cada pensador establece de nuevo. La moral realmente practicada por los hombres no se
considera entonces sino como una colección de hábitos, de prejuicios que no tienen valor como no sean
conformes a la doctrina; y como esta doctrina se deriva de un principio que no se ha deducido de la observación
de los hechos morales, sino que se ha tomado de ciencias extrañas, es inevitable el que, sobre más de un punto,
contradiga el orden moral existente. Pero, menos que nadie, estamos expuestos a ese peligro, pues la moral
constituye para nosotros un sistema de hechos realizados, ligado al sistema total del mundo. Ahora bien, un
hecho no se cambia en un momento, incluso aún cuando ello fuera deseable. Además, como es solidario de otros
hechos, no puede modificarse sin que les afecte, y es muy difícil calcular previamente el resultado final de esta
serie de repercusiones; el espíritu más audaz se hace reservado ante la perspectiva de tales riesgos. En fin, y
sobre todo, todo hecho de orden vital –como son los hechos morales– no puede generalmente durar si no sirve
para algo, si no responde a alguna necesidad; mientras, pues, no se haga la prueba en contrario, tiene derecho a
nuestro respeto. Ocurre, sin duda, que no es todo lo que debe ser y que, por consiguiente, hay motivo para
intervenir; acabamos de reconocerlo nosotros mismos. Pero la intervención es entonces limitada: tiene por
objeto, no el construir en todas sus piezas una moral al lado o por encima de la que reina, sino corregir ésta o
mejorarla parcialmente.
De esa manera desaparece la antítesis que con frecuencia se ha intentado establecer entre la ciencia y la
moral, argumento temible con el que los místicos de todos los tiempos han querido obscurecer la razón humana.
Para regular nuestras relaciones con los hombres no es necesario recurrir a otros medios que a aquellos que nos
sirven para regular nuestras relaciones con las cosas; la reflexión, metódicamente empleada, basta en uno y en
otro caso. Lo que reconcilia a la ciencia y a la moral es la ciencia de la moral, pues, al mismo tiempo que nos
enseña a respetar la realidad moral, nos proporciona los medios de mejorarla.
Creemos, pues, que la lectura de esta obra puede y debe abordarse sin desconfianza y segunda intención.
Sin embargo, el lector debe contar con que encontrará en ella proposiciones que chocarán con ciertas opiniones
admitidas. Como experimentamos la necesidad de comprender o de creer comprender las razones de nuestra
conducta, la reflexión se ha aplicado a la moral mucho antes que ésta haya llegado a ser objeto de ciencia. De
este modo se nos ha hecho común una cierta manera de representarnos y explicarnos los hechos principales de la
vida moral, que no tiene, por otra parte, nada de científica, pues se ha formado al azar y sin método, como
resultado de exámenes someros, superficiales, hechos al pasar, por así decirlo. Si uno no se libra de esos juicios
consagrados, es evidente que no deberá entrar en las consideraciones que siguen: la ciencia, aquí como en todas
partes, supone una entera libertad de espíritu. Es preciso librarse de esas maneras de ver y juzgar, que un uso
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Insistimos sobre este punto más adelante, lib. II, cap. I, párrafo II.
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prolongado ha fijado en nosotros; es preciso someterse rigurosamente a la disciplina de la duda metódica. Esta
duda no ofrece, por lo demás, peligro, pues recae, no sobre la realidad moral, que no se discute, sino sobre la
explicación que proporciona una reflexión incompetente o mal informada.
Debemos imponernos el no admitir explicación alguna que no descanse sobre pruebas auténticas. Ya se
juzgarán los procedimientos que hemos empleado para dar a nuestras demostraciones el mayor rigor posible.
Para someter a la ciencia un orden de hechos no basta observarlos con cuidado, describirlos, clasificarlos; es
preciso también, lo que resulta bastante más difícil, encontrar, según la expresión de Descartes, el lado por el
lado por el cual son científicos, es decir, descubrir en ellos algún elemento objetivo que suponga una
determinación exacta, y, si ello es posible, la medida. Nos hemos esforzado en satisfacer a esta condición de toda
ciencia. Ya se verá, especialmente, cómo hemos estudiado la solidaridad social a través del sistema de las reglas
jurídicas; cómo, en la investigación de las causas, hemos descontado todo lo que se presta con exceso a juicios
personales y a apreciaciones subjetivas, a fin de alcanzar ciertos hechos de estructura social bastante profunda
para poder ser objetos de comprensión y, por consiguiente, de ciencia. Al mismo tiempo, nos hemos impuesto
como ley renunciar al método con mucha frecuencia seguido por los sociólogos, según el cual, para probar su
tesis, se contentan con citar, sin orden y al azar, un número más o menos grande de hechos favorables, sin
preocuparse de los hechos contrarios; nosotros nos hemos preocupado de presentar verdaderas experiencias, es
decir comparaciones metódicas. Sin embargo, sean cuales fueren las precauciones que se tomen, es indudable
que tales ensayos no pueden ser todavía sino muy imperfectos; pero, por defectuosos que sean, pensamos que es
necesario intentarlos. No hay, en efecto, más que un medio de hacer una ciencia, y es el de atreverse a ello, pero
con método. Sin duda que no es posible emprender semejante tarea si carecemos en absoluto de materia prima.
Mas, por otra parte, se engaña con una vana esperanza quien crea que la mejor manera de preparar su
advenimiento es la de acumular primero con paciencia todos los materiales que ha de utilizar aquélla, pues no es
posible saber cuáles son los que necesitará, como no tenga algún sentimiento de la misma y de sus necesidades,
por consiguiente, como ella no exista.
En cuanto a la cuestión que ha dado origen a este trabajo, es la de las relaciones de la personalidad
individual y de la solidaridad social. ¿Cómo es posible que, al mismo tiempo que se hace más autónomo,
dependa el individuo más estrechamente de la sociedad? ¿Cómo puede ser a la vez más personal y más
solidario?; pues es indudable que esos dos movimientos, por contradictorios que parezcan, paralelamente se
persiguen. Tal es el problema que nos hemos planteado. Nos ha parecido que lo que resuelve esta aparente
antinomia es una transformación de la solidaridad social, debida al desenvolvimiento cada vez más considerable
de la división del trabajo. He aquí cómo hemos sido llevados a hacer de esta última el objeto de nuestro estudio.3
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No tenemos necesidad de recordar que la cuestión de la solidaridad social ha sido ya estudiada en la segunda parte del
libro de M. Marion sobre la Solidarité morale. Pero M. Marion ha abordado el problema desde otro punto de vista, se ha
dedicado sobre todo a presentar la realidad del fenómeno de la solidaridad.