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V.S.

Naipaul: una luz que no pretende redimir la miseria

Por Javier Ortiz Cassiani

Tu luz brillará con más intensidad si imaginas al mundo de donde provienes como un lugar
de tinieblas. Cuando el escritor V.S. Naipaul salió de Trinidad en 1950 a estudiar literatura
en Oxford con una beca oficial, ese territorio –donde había nacido en 1932–, estaba bajo el
control de los británicos, y la India –la tierra de sus abuelos–, apenas llevaba tres años de
haberse independizado de ese mismo imperio. Su vida y su carrera literaria, que en su caso
son lo mismo, estarían marcadas por esta situación.
La India era un lugar remoto, y lo poco que sabía de la dolorosa migración de sus
antepasados al Caribe, lo había leído, sin tomar conciencia de ello, en algunos de los
cuentos y relatos que escribía su padre –un periodista autodidacta y escritor de poco éxito–.
Trinidad tenía aproximadamente 400 mil habitantes. 250 mil era gente negra, descendientes
de los esclavos que habían traído del continente africano para laborar en las plantaciones, y
150 mil eran migrantes de la India –hindis y musulmanes–, que llegaron a finales del siglo
XIX con la promesa de un contrato de cinco años para trabajar en una hacienda y un pasaje
de regreso o una pequeña parcela de tierra para los que preferían quedarse.
Un examen llegaba desde la metrópolis a la isla y luego iba de vuelta para ser
calificado. Los mejores estudiantes podían acceder a cuatro generosas becas financiadas por
el gobierno colonial y quien obtuviera la beca podía estudiar en cualquier universidad del
imperio británico. De repente, aquel joven de nombre impronunciable, Vidiadhar
Surajprasad Naipaul, con apenas 18 años, se encontraba, con sus ambiciones literarias y sus
complejos, en pleno corazón del imperio. El mundo que dejaba atrás le resultaba oscuro y
hasta vergonzante, y esa oscuridad se convertiría en los temas que dominaría como escritor.
Llegó a Oxforde para adelantar estudios de inglés, sin otra pretensión que dominar
el oficio de la escritura. Pero nada ocurrió en tres años, no encontraba la voz que le diera el
impulso a sus letras. No se hizo escritor en Oxford. Ni los autores ni el inglés que estudiaba
ni la ciudad le significaban nada, no ocurría la epifanía, en aquellos días no hubo magia.
Tampoco la hubo en los días siguientes. Triste y sin dinero llegó a Londres con 6
libras en el bolsillo, y en la espalda, el mismo terco deseo de ser escritor. Dormía en un
oscuro sótano, pensaba en las distintas formas de narrativa, en la ficción, en la novela, se
abrazaba a su sueño melancólico, y después de largos meses de depresión, encontró la
fórmula, el camino inédito a su escritura: ese mismo mundo de las tinieblas de donde había
salido que tanto despreciaba.
La oscuridad de la calle donde vivió en Puerto España le abrió la puerta de su
narrativa. Allí estaba su mundo hablando para él, el mismo mundo oscuro, mientras
empezaba por fin a escribir con fluidez, sin obstáculos. No se cuestionaba, no pretendía
caer en asuntos que le resultaran demasiado complejos –como los problemas raciales o
sociales–, no se hacía muchas preguntas, no perdía tiempo con explicaciones empalagosas,
por fin, V.S. Naipaul, solo escribía. Cuando la inspiración llegó a su final estaba justamente
poniendo la última letra de lo que sería su primer libro y, para entonces, lo había logrado,
era un escritor.
Así nació Miguel Street - su primera novela - , que, sin embargo, fue publicada
varios años después, en 1959. Una vez encontró la fórmula de su escritura, no se detuvo. En
1957 publicó El curandero místico, una de sus obras más destacadas. Siguieron títulos
como Los simuladores, En un Estado libre, Guerrillas, Un recodo en el río, El enigma de
la llegada, Un camino en el mundo, Media vida y otras tantas. La obra de Naipaul se mete,
sin remilgos, en los mundos que tienen que ver con su propia vida: Un recuerdo
melancólico de la India de sus antepasados, un territorio compartido con los descendientes
de negros esclavizados llevados a Trinidad desde África, la historia familiar, la casa donde
nació en Chaguanas, la vida en Puerto España, la calle, la tierra, y las oscuridades de todos
sus días, son los matices que la alimentan.
En 1961 publicó Una casa para mr. Biswas, y desde entonces cada año aparecía en
la baraja de nombres candidatos a ganar el premio Nobel, que obtuvo por fin en el 2001,
cuando algunos ya habían perdido las esperanzas. La novela, considerada por la crítica una
pieza magistral de la literatura contemporánea, está inspirada en la vida de su padre,
Seepersad Naipaul, quien luchó por encontrar un lugar en el mundo y una casa decente
donde vivir con su familia. Algún día, entre las tantas cartas que se cruzó con su hijo,
cuando V.S. Naipaul vivía en Oxford, le pidió que le ayudara a conseguir un editor en
Inglaterra para sus escritos. Esa petición quedó siempre como una deuda, un saldo en rojo.
Por alguna razón Naipaul la desatendió, quizá impregnado por su propio deseo de encontrar
su voz y la posibilidad de publicar sus propios libros. No hablaron más de esa posibilidad y
a su padre lo sorprendió la muerte en la isla, en 1953, cuando apenas tenía 47 años.
No hay nada más difícil que sacarle a Naipaul un nombre o un título que revele sus
influencias literarias. Más allá de algún reconocimiento a los escritos de su padre y a El
Lazarillo de Tormes, que le ayudó a encontrar el ritmo para sus primeros textos –como ha
reconocido en una que otra entrevista y en su libro Leer y escribir–, su egolatría no le
permite hablar de influencias. Allí está precisamente su obsesión por alumbrar con su luz
literaria los mundos oscuros, en tinieblas. África, India y el Caribe son solo la oscuridad, de
la que bebe para desarrollar su obra y en esa empresa no reconoce acompañante. “Me he
movido solo –dijo– siempre por intuición. No tengo sistema literario o político”.
Sin embargo, la sombra o la luz de Joseph Conrad parece dar vueltas en su
escritura. Quizá porque Naipaul ha confesado su admiración por este escritor, y quizá, en
parte, porque de alguna manera se ve reflejado en él. Conrad venía del mundo miserable de
Polonia y se formó como escritor en el seno de la gran nación inglesa. Su obra más
celebrada es El corazón de las tinieblas y, no es vano, uno de los libros de viajes de
Naipaul, de la trilogía sobre la India, se llama Una zona de oscuridad.
V.S Naipaul es, básicamente, un desarraigado. Un hombre sin lugar. No es de la
India, pero tampoco se reconoce como parte del Caribe. Para él, la vida en Trinidad, parece
apenas el escenario donde sintió el peso de su condición de minoría étnica. Muchas veces,
cuando le preguntaron por qué no vivía en Trinidad, dijo, con extrema naturalidad, que no
se puede escribir literatura a golpe de tambor. Eso mismo ha dicho cuando le han
preguntado por la narrativa africana de Chinua Achebe y Wole Soyinka. Pero Naipaul
tampoco es inglés. A pesar de sus ademanes aprendidos y su cosmopolitismo redomado, y
pese a que fue reconocido con el título honorífico de Sir, por la Corona Británica, su físico
delata el origen. No es raro que en Londres pudiera sentir alguna vez el temor a ser
agredido por un grupo de radicales en alguna estación del metro.
Es posible que Naipaul exagere sus maneras más que el resto. Él es el nuevo, el que
viene de la colonia, de esa colonia que reconoce oscura, él es el que tiene que demostrar
que es otra cosa más allá de ser un descendiente de indio, que arribó de una isla del Caribe
habitada por negros que produce caña de azúcar. Norbert Elias, en El proceso de la
civilización, ha dicho que eran las clases emergentes las que tenían que demostrar con
mayor rigor y exageración, el grado de civilización al que habían llegado. Las maneras en
las que se ha movido Naipaul suscriben lo anterior.
Cuando escribió El enigma de la llegada ya era un faro. Una luz incandescente y
aturdidora. Entonces quiso ser uno más de la tribu inglesa y vertió al principio de ese libro
una prosa bucólica –como los escritores clásicos de Inglaterra– describiendo setos, hayas y
abedules en la campiña inglesa, solo para terminar hablando de la miserable Trinidad y de
su infancia atestada de negros. Sobre esto, Dereck Walcott, en el ensayo “El sendero del
jardín: V.S. Naipaul”, dijo: “Aunque él rechace a su tierra, a sus propios fantasmas, la tierra
sabe perdonar en todas partes y no rechaza a nadie”. Walcott, lamentaba en Naipaul, el
infinito desprecio al mundo negro. Para él era un hombre herido por Trinidad, que fue
salvado por Inglaterra. Pero, un hombre que había pagado un precio muy alto por esa
salvación.
Ese desprecio que descubre Walcott en la obra de Naipaul, es la de un escritor que
renuncia a cualquier condescendencia. No hay indulgencias en su escritura. Es descarnado,
con una prosa precisa, sin artilugios, y allí precisamente está la gracia para mostrar la
complejidad y las miserias de los seres humanos. Acaso su afán por saltarse los códigos y
estar ausente de las pretensiones de lo admisible lo lleva, con su profunda inteligencia y su
aguda observación, a revelar una realidad que a muchos se les escapa en el afán de negociar
el lenguaje con aquello que se considera políticamente correcto.
Naipaul construye una historia no oficial de la India, pero no es necesariamente
edificadora. Todo lo contrario. Habla de la India sucia, de su fastidio por el sistema de
castas y de los miserables que defecan en las vías de los trenes. “No sé por qué se
escandalizaron, pensé que solo estaba contando cosas que todos sabían, cuando escribo no
pienso en el impacto que va a generar lo que escribo”, dijo hace poco tiempo en una
entrevista.
“El mundo es como es; los hombres que no son nada, que se convierten en nada por
su propia inacción no tienen cabida en él”. Así comienza la novela Un recodo en el río,
ambientada en África, y la biografía autorizada que sobre él escribió Patrich French tomó
su nombre de allí: El mundo es como es. Quizá Naipaul es un hombre tan obsesionado con
la luz que no le importa alumbrar sus propias miserias con ella. Le abrió todos sus archivos
a French y no le cambió ni una coma a una biografía que además de sus méritos, lo mostró
como un maltratador, ególatra, misógino y sádico. Quizá, como Proust, es un convencido
de que el verdadero ser humano no se revela en las convenciones formales y en las escenas
cotidianas de la vida, sino en “las secreciones de su más íntimo ser, escritos en soledad,
para uno mismo, y que luego se ofrecen al público”.

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