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Venecia
La atracción ejercida por el Mediterráneo sobre los hombres del Norte se
pierde en un tiempo en que la literatura era oral y el concepto de Europa
estaba lejos de forjarse. Al bárbaro le deslumbró y atrajo el esplendor y
variedad de las antiguas culturas que florecían en las zonas cálidas. El
cristianismo propició más tarde una interminable procesión de creyentes que
acudían a Roma para confirmar su fe. El romanticismo desparramó por el Sur
deslumbrantes oleadas de neopaganos de todas las especies, deseosos de
consumar en tierras meridionales sus nupcias con la luz. La actitud de los
hombres del Sur hacia las brumas nórdicas ha sido, en cambio, el resultado
de una operación intelectual, jamás de los sentidos: la búsqueda de últimas
Thules del conocimiento o de la conciencia.
¿Quién mejor preparado que Henry James para describir las victorias e
incertidumbres morales de esos personajes? Sus años de formación en
Europa parecían predestinarlo a cumplir esa tarea. Nacido en Nueva York en
1843, James tenía seis meses apenas cuando atravesó con sus padres el
Atlántico para pasar dos años en Francia e Inglaterra. Su padre, Henry James
senior, heredero de una cuantiosa fortuna, se rebeló en la juventud contra la
estrecha concepción calvinista familiar y se dirigió a Europa, donde descubrió
dos líneas de pensamiento que cambiarían el curso de su vida: la mística de
Swedenborg y el socialismo utópico de Fourier, de las que a su regreso a los
Estados Unidos se convirtió en ferviente apóstol. Aquel hombre, poco común
para su tiempo, procuró que sus hijos, William -quien se convertiría en uno
de los pensadores americanos más importantes-, Alice y Henry, recibieran
desde pequeños una educación privilegiada y no convencional, para
familiarizarlos con la idea de pertenecer a una familia diferente a las demás.
La segunda estancia del joven Henry James en Europa, de los doce a los
diecisiete años, en que cursó estudios en Ginebra, Bonn y París, le llevó a
considerar como propios varios idiomas y a apropiarse de una cultura de la
que carecían los jóvenes de su país, además de hacerle entender que dentro
de una familia distinta a las demás, él, a su vez, era radicalmente diferente a
los otros miembros.
Aquellos veinte minutos fueron suficientes para establecer una relación con
todo lo que me rodeaba, no sólo durante los cuatro años siguientes, sino
durante un periodo mucho más amplio, una relación que convirtió de pronto
ese accidente en algo extraordinariamente íntimo y que me abochornaba por
haber ocurrido con tanta importunidad.
En otras dos ocasiones volvió a Europa para pasar en cada una de ellas un
par de años y hacer el grand tour por tierras de Francia, Inglaterra, Alemania
e Italia, hasta que en 1875 decidió instalarse por tiempo indefinido en
Inglaterra, donde vivió los cuarenta años restantes de su vida. Su existencia
en Europa careció de grandes acontecimientos visibles: jamás intervino en
ninguna polémica pública y sobre su vida íntima no existen sino conjeturas.
Frecuentó algunos círculos de la alta sociedad y a varios de los más célebres
escritores de su tiempo. En 1897 se retiró a una casa de campo, donde
destinó sus días a dictar nuevas novelas y a reescribir las ya para entonces
publicadas.
Las fotos nos ofrecen la imagen de un señor de aspecto pomposo con mirada
entre infantil y visionaria. A sus contemporáneos les fue tan difícil ubicar al
personaje como entender sus libros; esa inasibilidad se refleja en la diferente
definición que dan de él. Fue comparado con un actor romántico, un almirante
retirado, una tortuga ebria, un banquero judío, un elefante, un predicador
desencantado de la vida, un fantasma, un hombre de letras francés, una vieja
gitana en trance de resolver un misterio a través de su bola de cristal, y con
otras muchas personalidades igualmente disímiles.
En toda obra de James se produce una lucha sin tregua entre las fuerzas de
la libido y las de Thanatos, entre el deseo y la renuncia al deseo, lucha entre
lo que persiste del héroe romántico y sus anhelos libertarios y su antítesis, la
sociedad con su conjunto de reglas y convenciones para someter,
desacreditar y corregir cualquier impulso de inconformidad que sobreviva en
el individuo. De esa tensión surge un claroscuro específicamente suyo, el
gusto por ciertos fuegos lúgubres heredados de la literatura gótica, que se
manifiesta en sus historias de fantasmas y aun en algunas escenas
fundamentales de sus novelas más realistas. Hay en su creación un intento
desesperado de conciliar ciertas visiones e impulsos irracionales con el culto
que le merece el orden. Ese acoplamiento engendró seguramente los relatos
góticos más laberínticamente oscuros de la literatura inglesa.
En El Mago de Viena
Editorial Pre-Textos, 2005
Madrid, 2004