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TRATADO DE DERECHO
ADMINISTRATIVO
VOLUMENI
Introducción. Fundamentos
Marcial Pons
MADRID I BARCELONA I BUENOS AIRES I sAo PAULO
2021
CAPÍTULO 12
EL JUEGO DEL LEGISLADOR, LA ADMINISTRACIÓN
Y EL JUEZ
!
los elementos reglados. 5.1.3. El control de los hechos determinantes. 5.1.4. El control a trav/
de los principios generales del Derecho. 5.1.5. Crítica de la teoría tradicional. 5.2. La teoría de 1
densidad de programación normativa. 5.3. Una teoría económica de la discrecionalidad adminis-
trativa: 5.3.1. Beneficios de la discrecionalidad administrativa. 5.3.2. Costes de la discrecionalidad
administrativa. 5.3.3. Factores determinantes del balance costes-beneficios de la discrecionalidad
· administrativa. 5.3.4. El factor estratégico. 5.4. La cuestión en la jurisprudencia. 5.5. Poderes del
juez frente a las decisiones administrativas ilegales. 6. Lo que los jueces tenderán a hacer: 6.1. In-
fluencia de factores extrajurídicos. 6.2. Comportamientos estratégicos.-.VI. BIBLIOGRAFÍA.
l. INTRODUCCIÓN
de optar entre varias alternativas, que producirán resultados diferentes, que satisfarán
en mayor o menor medida sus intereses y preferencias dependiendo de qué deci-
siones tomen los otros agentes. Todos ellos actuarán estratégicamente, teniendo en
cuenta cómo han actuado y pueden actuar los restantes 1.
5. El legislador, por ejemplo, puede atribuir la potestad de ejecutar sus dispo-
siciones bien a las Administraciones públicas o bien directamente a los Tribunales.
Cada una de esas opciones puede llevar a diferentes escenarios, que serán más o
menos acordes con los objetivos pretendidos por el legislador en función de cómo
ejerzan dicho poder las autoridades administrativas o judiciales competentes. Las
autoridades administrativas, por su parte, también tienen, de facto, varias alterna-
tivas a la hora de ejercer las potestades que les han sido otorgadas. Las posibles
decisiones llevarán a resultados que serán más o menos acordes con sus intereses
dependiendo, entre otras circunstancias, de si aquellas son declaradas ilegales y
anuladas por los Tribunales o no lo son y, en su caso, de cómo puede reaccionar el
legislador frente a la praxis administrativa y judicial en este ámbito. Finalmente,
las diferentes interpretaciones del ordenamiento jurídico efectuadas por los jueces
en sus resoluciones también pueden engendrar situaciones más o menos conformes
con sus preferencias, según cómo reaccionen las Administraciones públicas y el
legislador.
6. Este es un juego que puede considerarse secuencial, en el que los partici-
pantes van actuando sucesivamente, de modo que algunos de ellos, antes tomar una
decisión, pueden observar lo que han hecho previamente otros. Por lo general, el
legislador interviene en primer lugar, las Administraciones públicas a continuación
y, seguidamente, los Tribunales. Cabe suponer que los sujetos que actúan antes trata-
rán de anticipar cuál podrá ser la reacción de los siguientes frente a sus decisiones y
actuarán, en consecuencia, tratando de maximizar la utilidad esperada de estas. Así,
por ejemplo, es probable que una autoridad administrativa no resuelva un asunto en
el sentido más ajustado a sus preferencias ideológicas si sabe, con toda certeza, que
en tal caso su resolución va a ser impugnada y anulada por los Tribunales. Segura-
mente se decantará, en estas circunstancias, por otra alternativa más alejada de tales
preferencias, pero que tiene una probabilidad más elevada de superar el escrutinio
judicial.
l. Simplificaciones
1
Véanse, entre otros, w. N. ESKRIDGE (1993); N. GAROUPA y J. MATHEWS (2014).
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2 Según E. GARCÍA DE ENTERIÚA (1996), este deber es predicable también del legislador.
3 Véanse, en sentido similar, R. ALEXY (1994: 75-76); G.P. LOPERA MESA (2004).
CAP. 12. EL JUEGO DEL LEGISLADOR, LA ADMINISTRACIÓN Y EL JUEZ 865
ciudadanos. La primera es que, con el objeto de lograr sus propios fines, el legis-
lador no necesita tomar decisiones beneficiosas para el conjunto de la ciudadanía.
Los artífices de las leyes -los miembros de la mayoría parlamentaria- persiguen
al aprobarlas, no exclusiva pero sí principalmente, el objetivo de ganar las siguien-
tes elecciones, en tanto en cuanto ello les reportará poder, capacidad de influencia,
prestigio social, dinero, etc. Y, para alcanzar esta meta, no han de contentar a toda
la población, sino solo a una parte de ella. Existe, por consiguiente, el riesgo de que
abusen de las minorías, de que dicten leyes cuyos costes, soportados por unos po-
cos individuos, excedan de sus beneficios para el resto de la sociedad, concentrados
en todos o algunos de sus potenciales votantes.
14. Es probable, en segundo lugar, que muestren un sesgo cortoplacista, que
adopten políticas que reportan beneficios para sus potenciales votantes en un hori-
zonte temporal cercano -antes de las próximas elecciones-, y cuyos costes para
la sociedad se difieren a un momento posterior, aunque estos sean supedores a aque-
llos. La explicación es sencilla. Los gobernantes internalizan -soportan personal-
mente- en mayor medida los costes y beneficios sociales de sus decisiones cuando
los mismos se manifiestan en el corto plazo -en especial, antes de las próximas
elecciones- que cuando se manifiestan después, ya que en este último caso existe
una cierta probabilidad de que dejen de ser gobernantes y, en consecuencia, los refe-
ridos costes y beneficios sean asumidos por sus sucesores.
15. En tercer lugar, es posible que grupos de presión logren capturar a los
legisladores, ejercer sobre ellos una influencia excesiva en beneficio de sus inte-
reses privados y en detrimento de los del resto de la sociedad. Los grupos de ta-
maño reducido tienen varias ventajas a los efectos de ejercer una presión tal. La
fundamental es que, ceteris paribus, les cuesta menos que a otros organizarse y
coordinar sus esfuerzos con dicho fin. Les resulta más fácil resolver el problema de
los «gorrones»: quienes presionan para que el legislador decida en un determinado
sentido soportan normalmente todos los costes de las maniobras realizadas a estos
efectos, pero solo obtienen una parte de los beneficios, pues de tales maniobras se
aprovechan también otros individuos que se encuentran en una situación análoga,
lo que puede dar lugar a que algunos eludan contribuir a dichas actividades de
presión confiando en que otros las llevarán a cabo. Por la misma razón, cada uno
de los miembros del grupo reducido tendrá más alicientes para ejercer tal presión
que sus antagonistas, pues en el primer caso los beneficios derivados de la presión
se reparten entre un número menor de individuos. Es posible, en consecuencia, que
solo a estos les salga a cuenta incurrir en los considerables costes que entrañan
dichas actividades 4•
16. Finalmente, en sistemas parlamentarios como el español, es frecuente que
el poder legislativo acabe convertido en una suerte de «correa de transmisión»
de los intereses y la voluntad del poder ejecutivo, especialmente cuando el partido
político del gobierno cuenta con mayoría absoluta en el parlamento. Esta situación
es problemática al menos por dos razones. La primera es que, como seguidamente
veremos, los intereses del gobierno y, a la postre, los de un parlamento «capturado»
por este suelen estar más desalineados con los de los ciudadanos que los de un poder
legislativo verdaderamente «independiente». La segunda es que el gobierno puede
aprovecharse de su dominio del parlamento para desembarazarse de controles -par-
lamentarios o jurisdiccionales- que limitan o dificultan la persecución de sus pro-
pios fines. Piénsese, por ejemplo, en las leyes que otorgan al poder ejecutivo poderes
excesivamente amplios en materias constitucionalmente reservadas al legislador, que
convalidan actos administrativos anulados por los Tribunales 5 o que contienen re-
gulaciones singulares, típicamente establecidas por la Administración, con el fin de
excluir o entorpecer la revisión judicial de las mismas 6•
20. Cabe suponer, en suma, que el riesgo de que los agentes administrativos
abusen de su poder y tomen decisiones que favorecen sus intereses privados en de-
trimento de los públicos es mayor que el riesgo de que el legislador haga lo propio.
Esta es, a fin de cuentas, la suposición que está en la base del principio de legalidad
(arts. 9.1 y 103.1 CE). Si se demostrara o pudiéramos esperar lo contrario, sería el
legislador el que tendría que ajustar su actividad a lo dispuesto por las Administra-
ciones públicas.
21. No es razonable estimar que los jueces son una especie de superhombres
impermeables a los elementos de diversa índole que suelen condicionar las deci-
siones del resto de los seres humanos. La hipótesis contraria resulta mucho más
verosímil. Lo razonable es entender que las mismas circunstancias que afectan a la
conducta de las personas en general ejercerán también una influencia similar sobre
la actividad judicial 8•
22. Una de las circunstancias más determinantes a estos efectos es la utilidad
que para el sujeto agente pueda derivarse de sus distintas alternativas de actuación ..
Cabe pensar que también los jueces, cuando desempeñan sus funciones jurisdiccio-
nales, tienden a tomar las decisiones que maximizan su utilidad personal, como
cualquier individuo 9. Esa utilidad dependerá, potencialmente, de diversas variables,
cuando menos de: sus retribuciones; el tiempo de ocio que les deja el cumplimiento
de sus funciones; la reputación resultante de su actividad judicial, que a su vez de-
penderá en buena parte de la opinión que diversos grupos de personas -otros jueces,
los profesionales del foro, profesores de Derecho, políticos, periodistas, el público
en general, etc.- se formen acerca de su desempeño 10 ; el destino que ocupen; la
medida en que las decisiones que adoptan se ajustan a sus gustos -v. gr., a su ideo-
logía política, a sus simpatías o antipatías- o a la que ellos consideren la solución
objetivamente prescrita por el ordenamiento jurídico; el hecho de que sus decisiones
sean anuladas por los Tribunales superiores o corregidas de alguna manera por el le-
gislador; la gratificación intrínseca que obtengan al ejercer sus funciones, etcétera 11 •
23. Nuestro sistema jurídico articula numerosas y estrictas garantías dirigidas
a enervar la negativa influencia que varios de esos factores pueden tener sobre la
actividad judicial. Se pretende conseguir con ellas que los órganos jurisdiccionales
actúen únicamente sometidos al imperio de la ley (art. 117 CE). En palabras del
Tribunal Constitucional, se trata de «asegurar que la pretensión sea decidida exclu-
sivamente por un tercero ajeno a las partes y a los intereses en litigio y que se so-
conjunto juegan respecto no solo del comportamiento de estos, sino también de la organización y el
funcionamiento del poder judicial, véase N. GAROUPA y T. GINGSBURG (2015).
l1 Véase G. DoMÉNECH PASCUAL (2009: 76 y ss.).
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32. La intervención pública puede ser impulsada por la propia iniciativa de los
agentes que la llevan a cabo o por la de los particulares. Excluir la acción de oficio
tiene la ventaja de que disminuye el riesgo de que las autoridades actúen movidas
por sus propios intereses, en lugar de por los de la ciudadanía. El inconveniente es
que, a veces, los particulares carecen de la información o de los incentivos necesa-
rios para impulsar los mecanismos de intervención pública -v. gr., presentar una
iniciativa legislativa, formular una solicitud ante la Administración o litigar ante
los Tribunales-, en casos en los que se precisa esa intervención para satisfacer los
intereses generales. Se trata normalmente de casos en los que dicha impulsión en-
gendra considerables externalidades positivas -beneficios para terceras personas
870 GABRIEL DOMÉNECH PASCUAL
1
por los que el impulsor no puede obtener un precio a cambio-, lo que provoca que
los incentivos que los particulares tienen para poner en marcha tales mecanismos re-
sulten insuficientes y, en consecuencia, que el volumen de actividad pública tienda
a ser demasiado escaso. Así ocurre, por ejemplo, cuando una conducta ilícita daña
o pone en peligro a una gran cantidad de personas, cada una de las cuales soporta
un daño o un peligro de una magnitud que no es lo suficientemente grande como
para que le resulte rentable activar los procedimientos públicos dirigidos a controlar
dicha conducta, si bien la suma de los daños o peligros experimentados por todas
ellas alcanza una elevada cuantía. De ahí que, en estos y otros casos semejantes, se
requiera que los poderes públicos intervengan de oficio, para compensar los déficits·
de la iniciativa privada 13 •
33.
Las facultades de actuar de oficio tienen la máxima amplitud en el caso del
legislador, si bien este solo es capaz de intervenir directamente en un número muy
reducido de asuntos. Son algo más limitadas cuando se trata de la Administración.
Esta necesita una previa habilitación legislativa para actuar en las materias reser-
vadas a la ley, pero, por lo demás, posee una gran capacidad de actuar de oficio y,
además, de hacerlo de manera sistemática, coordinada y masiva.
34. Dichas facultades son mucho más reducidas, hasta el punto de· llegar fre-
cuentemente a la inexistencia, en el caso de los Tribunales. Con el objeto de garan-
tizar su imparcialidad y, en general, su objetividad, los poderes de los jueces para
actuar de oficio -especialmente, para iniciar procesos, pero también para configurar
su objeto, precisar qué es lo que se va a discutir y decidir en ellos, qué información
podrá considerarse a dichos efectos, etc.- tienen, por lo común, un alcance muy
limitado, sobre todo en los asuntos de naturaleza civil.
35. De ahí que en los ámbitos donde las referidas externalidades positivas son
muy abundantes y significativas y, a la postre, existe una gran necesidad de que los
poderes públicos actúen de oficio de manera frecuente, la intervención administra-
tiva suele ser intensa. Piénsese, por ejemplo, en la protección del medioambiente, el
urbanismo, el fomento de las actividades artísticas, científicas, deportivas, científi-
cas, culturales, etcétera.
36. Otro factor, estrechamente cone.ctado con el anterior, que el legislador con-
siderará seguramente a la hora de optar por una u otra alternativa es el de los costes
en que cada uno de los poderes públicos implicados habría de incurrir para asegurar
el acierto de sus decisiones. Cabe razonablemente suponer, según hemos visto ya,
que esos costes son, en términos generales: muy elevados en el caso del legislador;
Ello no significa que la acción de oficio sea siempre imprescindible para corregir el problema
13
descrito en el texto. A veces también cabe, a estos efectos, incrementar los incentivos que los individuos
tienen para activar la intervención pública. Piénsese, por ejemplo, en las llamadas acciones de clase, Y
en la posibilidad de que las víctimas de accidentes obtengan una compensación superior a la magnitud
del dafio sufrido (punitive damages).
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CAP. 12. EL JUEGO DEL LEGISLADOR, LA ADMINISTRACIÓN Y EL JUEZ 871
más bajos cuando actúan los Tribunales; y todavía más bajos cuando decide una
autoridad administrativa.
les, en cambio, esos instrumentos de dirección son inexistentes o mucho más suaves
-e ineficaces- por mor de las exigencias del principio de independencia judicial.
En segundo lugar, los cambios políticos producidos a resultas de procesos electorales
provocan normalmente que numerosas personas que venían ocupando los órganos
administrativos encargados de actuar por delegación del legislador sean sustituidas
por otras de distinta ideología que ahora ejercerán esta delegación en un sentido
diferente. En la esfera judicial, los giros doctrinales son menos radicales y más in-
frecuentes, de un lado, porque la inamovilidad de los jueces impide que estos sufran
sustituciones semejantes y, de otro, porque los precedentes judiciales generan, de
iure o de facto, una fuerza vinculante sobre las decisiones jurisdiccionales superior
a la que se otorga a los precedentes administrativos respecto de la actividad de las
Administraciones públicas 16 •
41. Otro factor importante es el de los costes en los que el legisladm; la Ad-
ministración o los Tribunales habrían de incurrir para corregir los errores que
alguno de estos agentes pueda cometer al tomar determinadas decisiones. Cabe pen-
sar que cuanto más elevados sean dichos costes, menos atractivo resultará asignar
al agente en cuestión el poder de adoptar tales decisiones. Nótese que estos costes
de rectificación no coinciden exactamente con los que hemos denominado costes de
procedimiento, aunque ambos puedan estar relacionados. Estos últimos se derivan
de la realización de ciertos trámites dirigidos a preparar la correspondiente decisión,
y su finalidad no es la de corregir los errores cometidos al tomarla, sino la de preve-
nirlos.
42. Los costes de rectificación pueden ser asimétricos, distintos según el sen-
tido de la decisión de que se trate. Se ha señalado, por ejemplo, que, en nuestro
ordenamiento jurídico, rectificar la anulación errónea de una ley (un falso positivo)
es mucho más difícil que hacer lo propio con el error cometido al declarar válida
una norma legal que en verdad es inconstitucional (falso negativo). La corrección
de los errores del primer tipo requiere que el Tribunal Constitucional cambie su
jurisprudencia sobre el particular, lo que solo puede ocurrir si el legislador vuelve a
dictar preceptos iguales a los previamente declarados inconstitucionales, lo cual es
dudoso que pueda hacerse 17 y, en cualquier caso, resulta políticamente muy costoso,
ya que podría interpretarse como un acto de desobediencia. Para rectificar los falsos
negativos, también hace falta que el Tribunal Constitucional tenga la oportunidad de
cambiar su opinión, pero esto es mucho más fácil que suceda, pues, desestimado un
recurso o una cuestión de inconstitucionalidad formulados contra un determinado
precepto legal, cualquier juez puede volver a plantear una cuestión contra el mismo
16
En sentido similar, sostiene S. DÍEZ SASTRE (2008) que el precedente judicial, en el Derecho
español, tiene carácter normativo, «se percibe como Derecho por la comunidad jurídica. Es Derecho en
sí mismo» (p. 159), a diferencia del precedente administrativo, que carece de carácter normativo, que
no vincula por sí mismo (p. 175).
17
Sobre el tema, en sentido afirmativo, C. VIVER Pr-SUNYER (2013).
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CAP. 12. EL JUEGO DEL LEGISLADOR, LA ADMINISTRACIÓN Y EL JUEZ 873
45. Este es, sin duda, un factor clave. Cuanto mayor sea el riesgo de que el
delegatario tome decisiones que se apartan de las preferencias del legislador,
menos atractivo le resultará a este delegarle poderes. La magnitud del riesgo de-
penderá principalmente de los incentivos que el delegatario tenga para decidir en
un sentido distinto del preferido por el delegante, los cuales estarán en función de
diversas circunstancias. En primer lugar, de los beneficios que el delegatario pueda
obtener al desviarse, que a su vez dependerán, cuando menos, de la distancia exis-
tente entre las preferencias de ambos y de la relevancia de los intereses en juego. En
segundo lugar, de los costes esperados que para el delegatario suponga desviarse.
Cuanto mayores sean las dificultades para actuar desviadamente, mayor la probabi-
18 Véase, a contrario sensu, el art. 38 LOTC, así como la STC 55/1996, de 28 de marzo, FJ 2.
19 v. FERRERES CüMELLA (1997: 199 y ss.).
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20
Entre nosotros, C. D. CmIANO VELA (2000: 96 y 97) ha señalado cómo a veces el parlamento
delega en el ejecutivo con el fin de eludir la adopción de decisiones polémicas o impopulares.
21
Véanse, en este sentido, P. H. ARANSON, E. GELLHORN y G. o. ROB]NSON (1982: 56 y ss.);
E. SALZBERGER (1993: 361 y ss.).
CAP. 12. EL JUEGO DEL LEGISLADOR, LA ADMINISTRACIÓN Y EL JUEZ 875
§§ 122-126.
25 Véanse, por ejemplo, las SSTC 42/1987, de 7 de abril, FJ 2; 305/1993, de 25 de octubre, FJ 3;
341/1993, de 18 de noviembre, FJ 10; 53/1994, de 24 de febrero, FJ 4; 25/2002, de 11 de febrero, FJ 4,
y 113/2002, de 9 de mayo, FJ 3. Véase, también, cap. 8, §§ 78-80.
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STC 292/2000, de 30 de noviembre, FJ 15. Según M. BACIGALUPO (1997: 222 y ss.), en estos
26
casos se infringe el derecho a la tutela judicial efectiva (art. 24 CE), postura que no sigue nuestro Tri-
bunal Constitucional.
27
Véase la STS de 23 de marzo de 2015 (rec. 1882/2013), en relación con la llamada ordenanza
de convivencia ciudadana de Barcelona.
28
Algunas disposiciones del Derecho de la Unión Europea establecen un mandato semejante.
Véase, por ejemplo, el art. 10 de la Directiva 2006/123/CE, de 12 de diciembre, relativa a los servicios
en el mercado interior.
29 En palabras de la STC 214/1989, de 21 de diciembre, FJ 3. Como advie1te F. VELASCO CABALLERO
(2009: 246 y ss.), los ruts. 137, 140 y 141 CE implican una «reserva constitucional de ordenanza local».
'º Véase, en este sentido, la STJUE de 3 de diciembre de 2009 (Comisi6n c. Alemania, C-424/07),
comentada por J. M.ª BAÑO LEÓN (201 la); M.ª J. BoBES SÁNCHEZ (2012); M. M. FERNANDO PABLO
(2012) (cap. 8, § 59).
CAP. 12. EL JUEGO DEL LEGISLADOR, LA ADMINISTRACIÓN Y EL JUEZ 877
31
Véanse, también, los arts. 17.2 y 22.4 CE, así como la STC 85/2018, de 19 de julio, en relación
con la competencia de cierta Comisión administrativa para investigar hechos delictivos.
32
Véanse las SSTC 195/2012, de 17 de octubre, y 58/2016, de 17 de marzo, así como las SSTS de
31 de mayo de 2013 (recs. 48/2012 y 185/2012). Algunos autores, como M. A. RODRÍGUEZ PORTUGUÉS
(2013: 241 y ss.), dan al concepto de «juzgar» del art. 117.3 CE un contenido sustancial, como «poder
de tutela de intereses ajenos», que diferiría del poder que se otorga a la Administración, de tutela de un
interés, el general, «que le es propio, aunque no sea su titular». Discrepamos de esta tesis, de un lado,
por su carácter apodíctico, pues no se justifica cómo esta se deduce de la Constitución y, de otro, por-
que, como ya hemos señalado, la finalidad con la que deben ejercer sus potestades todas las autoridades
públicas es sustancialmente la misma: tutelar los intereses generales, maximizando su satisfacción.
33 Así, por ejemplo, son muy cuestionables las disposiciones que establecen de manera categórica
la urgencia de tipos genéricos de expropiaciones (v. gr., el art. 56.1 de la Ley 24/2013, de 26 de diciem-
bre, del Sector Eléctrico). Véase E. GARCÍA DE ENTERRÍA (2001: 257 y ss.).
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57. La razón de ser última de todas estas normas supralegales es bien sencilla:
los intereses del legislador pueden no estar alineados con los del conjunto de la
sociedad. Ello puede provocar que la regulación que satisfaría óptimamente aquellos
intereses y que la ley, por consiguiente, tenderá a establecer en ausencia de límites
jurídicos no coincida con la regulación más conveniente para la ciudadanía y que
tales límites tratan de garantizar.
58. Cabe razonablemente estimar, en efecto, que todos esos límites tienden a
minimizar los perjuicios que el legislador puede ocasionar a los intereses gene-
rales al configurar sus interacciones con las Administraciones públicas y los Tribu-
nales. El diseño de tales límites se ajusta, en gran medida, a los criterios que hubiera
utilizado un «constituyente racional» que tratara de perseguir el referido objetivo.
Muchos de los cuales se asemejan a los criterios que utilizaría un legislador racional
para configurar el referido juego de la manera más conveniente para sus intereses, a
saber: la capacidad de los poderes públicos implicados de actuar acertadamente; su
legitimidad democrática; los costes de elaboración y de-rectificación de las decisio-
nes adoptadas; la relevancia de los intereses en juego; la varianza de los resultados;
etcétera.
59. Analicemos, por ejemplo, la prohibición constitucional de que la Admi-
nistración civil imponga sanciones privativas de libertad (art. 25.3 CE). Esta regla
parece muy razonable, a la luz de los referidos criterios. Aquí hay tres factores deci-
sivos. Nótese, en primer término, que al igual que sucede en otros muchos ámbitos,
los incentivos de los Tribunales para ejercer esa potestad sancionadora con objeti-
vidad y plena sujeción al ordenamiento jurídico son mucho mejores que los de las
autoridades administrativas. El riesgo de que estas utilicen dicha potestad desviada
o abusivamente parece mucho mayor que el de que los Tribunales hagan lo propio.
En segundo lugar, no da la impresión de que las Administraciones públicas aventa-
jen sistemáticamente a los Tribunales en conocimientos o capacidad para aplicar el
Código Penal. Más bien al contrario, este es uno de los pocos casos, seguramente,
en los que los órganos jurisdiccionales poseen conocimientos más especializados y
profundos que los administrativos para tomar decisiones acertadas. Estas dos cir-
cunstancias y el hecho de que los intereses en juego -nada menos que la libertad de
las personas- tengan una enorme relevancia justifican que la propia Constitución
haya limitado en este punto la libertad de configuración del legislador dejando sen-
tado que, fuera del ámbito militar, solo los Tribunales puedan imponer sanciones
privativas de libertad.
4. Límites fácticos
34
En sentido similar, F. VELAsco CABALLERO (2014: 124-125) estima que de los principios cons-
titucionales pueden derivarse límites al poder del legislador de optar entre la Administración y los
Tribunales como «organización de cumplimiento del Derecho».
35
Véase la STC 129/2013, de 4 de junio; así como J. M. DÍAZ LEMA (2013); R. J. SANTAMARÍA
ARINAS (2014); P. RODRÍGUEZ PATRÓN (2017).
36 SSTC 7/1994, de 17 de enero, FJ 3, y 207/1996, de 16 de diciembre, FJ 4.
37
STC 26/1994, de 27 de enero, FJ 5.
38 Véanse, entre otros, R. ALEXY (1994: 75 y 76); G.P. LOPERA MESA (2004).
39 G. DoMÉNECH PASCUAL (2006: 143 y ss.).
40 G. DoMÉNECH PASCUAL (2006: 181 y ss.). El Tribunal Constitucional ha declarado al respecto,
por ejemplo, que las resoluciones administrativas y jurisdiccionales que restrinjan derechos fundamenta-
les deben motivarse. En relación con las resoluciones administrativas, véanse las SSTC 175/1997, de 27
de octnbre, FFJJ 4 y 5, y 188/1999, de 25 de octubre, FFJJ 5 y ss., así como la STC 7/1998, de 13 de ene-
ro, FJ 6, que declara la «relevancia constitucional del deber de motivar las resolnciones administrativas
sancionadoras». Respecto de las resoluciones judiciales, véanse, entre otras, las SSTC 128/1995, de 26
de julio, FJ 4; 181/1995, de 11 de diciembre, FJ 5, y 54/1996, de 26 de marzo, FJ 7.
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65. Aquí, el legislador puede optar básicamente entre dos alternativas: delegar
en una autoridad administrativa o en una jurisdiccional. Ha de tenerse en cuenta,
no obstante, que, si se decanta por la primera opción, las decisiones adoptadas por la
Administración siempre podrán ser revisadas ulteriormente por los Tribunales. Tam-
bién conviene tener presente que en muchas parcelas de la realidad ambas posibili-
dades aparecen combinadas. Para garantizar la seguridad del tráfico, por ejemplo, se
otorgan directamente poderes sancionadores tanto a las Administraciones públicas
(cuyas decisiones pueden ser recurridas ante la Jurisdicción contencioso-administra-
tiva) como a los Tribunales penales.
66. A la hora de escoger entre una u otra alternativa, el legislador debería tomar
en consideración, en mayor o menor medida, prácticamente todos los factores des-
critos supra§§ 28-48. Algunos de esos factores o criterios favorecen normalmente la
opción de delegar exclusivamente en los Tribunales (i). Otros, la de hacerlo en favor
de la Administración (ii). Y otros tienen efectos ambiguos, que dependen de las cir-
cunstancias concurrentes (iii).
i) Un factor muy relevante es el riesgo de arbitrariedades. Por las razones
antedichas, cabe pensar que este es siempre mayor cuando se delega en autoridades
administrativas. La magnitud de la diferencia que en este punto existe entre ambas
alternativas -y, por ende, el coste esperado de delegar en la Administración- de-
41
Véase, por ejemplo, el art. 9 LRJSP.
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CAP. 12. EL JUEGO DEL LEGISLADOR, LA ADMINISTRACIÓN Y EL JUEZ 881
Y esta mayor o menor amplitud puede tener una influencia determinante sobre el
grado en el que las decisiones administrativas o judiciales resultantes satisfacen
los fines del legislador. De ahí que este haga bien en considerar cuál es el espacio
de decisión óptimo que en cada caso conviene otorgar a la autoridad o autoridades
delegatarias.
68. Cuando la delegación se hace directa y exclusivamente en favor de los Tri-
bunales, el legislador tendrá que definir un único espacio de decisión. Y habrá de
hacerlo regulando, de manera implícita o explícita, las condiciones sustantivas y
formales de ejercicio de la potestad conferida. Cuanto más densa sea esa regulación,
menor será el margen de que dispongan los jueces para actuar.
69. El margen será estrecho si el legislador emplea a estos efectos «reglas»;
y amplio si utiliza «estándares» 42 . Las reglas predeterminan con un elevado grado
de precisión el supuesto de hecho al que se asocia una determinada consecuencia
jurídica. Los estándares consisten en principios o criterios generales, configurados
con una elevada abstracción, que necesitan ser ponderados y articulados a la luz de
las circunstancias del caso concreto a fin de precisar cuál es la consecuencia jurídica
pertinente.
70. Las reglas tienen varias ventajas: i) permiten a sus destinatarios cal-
cular con mayor grado de certeza las consecuencias jurídicas de sus conductas, lo
que genera seguridad, facilita los acuerdos y reduce la litigiosidad; ii) su mayor
claridad propicia su observancia; iii) su aplicación a los casos concretos es poco
costosa; iv) al estrechar el margen de decisión del juez, reducen el riesgo de que
este se desvíe, consciente o inconscientemente, de la solución preferida por el
legislador, y v) propician una mayor uniformidad en la aplicación del Derecho.
Las reglas son por ello preferibles en aquellos ámbitos en los que se plantean ca-
sos relativamente homogéneos y numerosos, cuyas soluciones óptimas se parecen
mucho entre sí.
71. Los estándares, en cambio: i) son menos costosos de diseñar y elaborar;
ii) permiten que el órgano aplicador del Derecho considere circunstancias relevantes
para tomar en cada caso una decisión acertada que no hubieran podido ser previstas
por el artífice de una regla, y iii) por ello, ofrecen mayores posibilidades de ajustar su
alcance a las circunstancias del caso concreto. Los estándares son, pues, adecuados
cuando se trata de resolver problemas infrecuentes, heterogéneos, complejos, cam-
biantes, para cuya resolución hay que tener en cuenta numerosos factores, difíciles
de prever ex ante.
72. Cuando el poder se otorga directamente a una Administración pública,
cuyas decisiones pueden ser revisadas luego por los Tribunales, las cosas se com-
plican considerablemente. De un lado, el legislador debe elegir cuánto margen de
actuación atribuye a los órganos encargados de aplicar el Derecho. Mediante reglas
o estándares, mediante normas más o menos precisas, la ley determinará el perímetro
del «espacio global de decisión» dentro del cual deberán moverse tanto las autori-
42
Sobre la distinción entre ambos tipos de normas y sus respectivas ventajas y desventajas, véanse
L. KAPLOW (1992); R. B. KOROBKJN (2000).
CAP. 12. EL JUEGO DEL LEGISLADOR, LA ADMINISTRACIÓN Y EL JUEZ 883
76. Los espacios para decidir eventualmente dejados a las autoridades admi-
nistrativas y judiciales quedan delimitados por toda una serie de condiciones esta-
blecidas de manera explícita o implícita, con mayor o menor grado de precisión,
por la ley y el resto del ordenamiento jurídico. Como suele decirse, en toda potestad
discrecional hay siempre algunos «elementos reglados».
77. Estas condiciones pueden ser sustantivas o formales. Las primeras limitan
la discrecionalidad de que la autoridad delegataria dispone para concretar el conteni-
do de las decisiones adoptadas en el ejercicio de la potestad delegada. Las segundas
limitan su discrecionalidad para determinar el modo en que se adoptan tales decisio-
nes, es decir, para configurar la organización, el procedimiento y la forma a través de
los cuales se ejerce la potestad delegada.
78. Los aspectos formales -organizativos, procedimentales y de forma en
sentido estricto- de ejercicio de una potestad pueden tener una influencia deter-
minante sobre el contenido de las decisiones adoptadas en virtud de la misma.
Configurar de cierta manera esos aspectos -v. gr., asegurar la imparcialidad de las
autoridades competentes, dar audiencia previa a los afectados, motivar las resolucio-
nes adoptadas y publicarlas- puede incrementar la probabilidad de que esas deci-
siones sirvan efectivamente los intereses del legislador. El problema es que las auto-
ridades competentes no siempre tienen los incentivos adecuados para configurar
de esa manera tales aspectos, principalmente porque sus intereses difieren, en mayor
o menor medida, de los del legislador. Esa configuración digamos «socialmente óp-
tima» es más beneficiosa para el legislador que para la autoridad delegataria; y más
costosa para esta que para aquel.
79. Pongamos, por ejemplo, que desde el punto de vista del legislador conviene
que cierta autoridad pública observe un determinado procedimiento antes de decidir,
porque este permite conocer cuál es la mejor alternativa para el interés general, lo
que compensa los costes que su observancia entraña. Es posible, sin embargo, que
a dicha autoridad no le salga a cuenta realizarlo. De un lado, porque los beneficios
que ello le reportaría son escasos, habida cuenta de que su objetivo no es adoptar esa
decisión «socialmente óptima», sino la que más le conviene a ella. De otro lado, la
observancia del procedimiento puede tener para esa autoridad un coste superior al
que representa para el legislador, al menos por dos razones. En primer lugar, porque
aquella habrá de invertir recursos -tiempo, esfuerzo, dinero, etc.- que ya no podrá
CAP. 12. EL JUEGO DEL LEGISLADOR, LA ADMINISTRACIÓN Y EL JUEZ 885
8. Cómo delegar
83. Las decisiones legislativas que configuran la estructura del juego -por las
cuales el legislador determina si delega o no el ejercicio de una determinada potes-
tad, en quién la delega y en qué medida lo hace- pueden ser explícitas o implíci-
tas 46. En el primer caso, el legislador se pronuncia al respecto de manera expresa. En
el segundo, no se manifiesta explícitamente sobre el particular, por lo que la solución
establecida ha de ser deducida o «interpretada» por los encargados de aplicar la ley.
Nótese que estas delegaciones tácitas entrañan una suerte de delegación para decidir
sobre la existencia y el alcance de otra delegación. Al no pronunciarse explícita-
mente, el legislador viene a delegar en las autoridades administrativas y judiciales el
poder de precisar si se les han atribuido determinados poderes y, en su caso, cuál es
el alcance de estos.
84. Las delegaciones expresas proporcionan claridad y certeza acerca de la
estructura del juego. Eliminan o al menos reducen de manera muy significativa las
dudas eventualmente existentes al respecto y, por ende, las fricciones y disputas
que tales dudas pudieran engendrar. También disminuyen el riesgo de que las au-
toridades encargadas de aplicar la ley interpreten desviadamente el alcance de sus
competencias. Las delegaciones tácitas ahorran al legislador los costes de tener que
especificar su existencia y alcance. Y permiten que las autoridades administrativas
y judiciales implicadas consideren diferentes circunstancias que son relevantes para
tomar una decisión acertada en cada caso y que difícilmente pueden ser previstas
con carácter general por la ley. Cabe sostener, por todo ello, que las delegaciones
legislativas explícitas resultan preferibles cuando: se regulan aspectos especialmente
importantes; existe una necesidad singularmente elevada de proporcionar certeza a
los afectados; o las circunstancias relevantes para decidir acertadamente son poco
cambiantes y heterogéneas.
85. En la práctica, la decisión legislativa de delegar potestades y de precisar
en quién se delegan, especialmente cuando se trata de aquellas que más gravemente
pueden afectar a los ciudadanos, se realiza normalmente de manera expresa. Por
ejemplo, la legislación estatal básica se ha preocupado de dejar sentado -explícita-
mente- que la potestad administrativa sancionadora solo puede ser ejercida cuando
haya sido otorgada en virtud de una disposición legislativa explícita y solo por quien
la tenga atribuida de igual modo 47 • Seguramente, porque cabe entender que así lo
exige -tácitamente- la Constitución española 48 •
En cambio, es muy frecuente que el legislador no haya fijado con carácter
86.
general y de manera explícita y precisa los márgenes de apreciación dentro de los
En sentido similar, E. SALZBERGER (1993: 358 y ss.) habla de delegaciones positivas o negati-
46
vas (pasivas).
47 Véase el art. 25, apartados 1 y 2, LRJSP.
48 Nótese que; según la STC 26/1994, de 27 de enero, FJ 5, la Administración solo puede regular
49
Por ejemplo, el Tribunal Supremo ha entendido que el Consejo General del Poder Judicial goza
de un amplio margen de discrecionalidad para realizar determinados nombramientos, a pesar de que la
LOPJ no otorga explícitamente dicha discrecionalidad. Véase, entre otras muchas, la STS de 27 de junio
de 2017 (rec. 4942/2016).
so E. SALZBERGER (1993: 360).
888 GABRIEL DOMÉNECH PASCUAL
91. La Constitución española, amén de establecer que todos los poderes pú-
blicos están vinculados a la misma y al resto del ordenamiento jurídico (art. 9.1
CE) y de consagrar el «principio de legalidad» (art. 9.3), dispone específicamente
que las Administraciones públicas deben «servir con objetividad a los intereses
generales» y actuar «con sometimiento pleno a la ley y al Derecho» (art. 103.1).
La Constitución española asume aquí la tradicional concepción amplia del princi-
pio de legalidad de la actividad administrativa como principio de «juridicidad» o
sometimiento de la misma a todo el ordenamiento jurídico, no solo a las normas
con rango ley 5 1•
92. No es infrecuente que los principios de eficacia -o servicio a los intere-
ses generales- y legalidad -pleno sometimiento al Derecho- se conciban como
antagónicos o, al menos, potencialmente contrapuestos. El respeto de la ley difi-
cultaría o, a veces, incluso impediría que la Administración satisficiera como sería
deseable los intereses generales 52 • En nuestra opinión, el principio de legalidad
tiene un valor instrumental respecto del de servicio a los intereses generales 53 •
Lo normal es que ambos principios vayan de la mano. De un lado, porque el legis-
lador puede considerarse el mejor «intérprete» de las exigencias del principio del
servicio a los intereses generales. El legislador -léase también el constituyente y
los artífices de otras normas jurídicas aplicables- está por lo común mejor situado
que la Administración para determinar, al menos en sus líneas básicas y en términos
abstractos, cuáles son las soluciones que mejor sirven a dichos intereses. De otro
lado, el legislador tiene normalmente incentivos más adecuados que las autorida-
des administrativas para tomar decisiones que satisfagan mejor los intereses de la
ciudadanía.
51
Véase, por todos, E. GARCÍA DE ENTERl!ÍA y T. R. FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ (2017).
52
Véase, por ejemplo, A. NIETO (2008: 215 y ss.).
53
En sentido similar, A. NIETO (2008: 218) advierte que «el servicio a los intereses generales es
el fin, el objetivo de la actuación administrativa, mientras que el respeto a la legalidad es un medio».
CAP. 12. EL JUEGO DEL LEGISLADOR, LA ADMINISTRACIÓN Y EL JUEZ 889
93. Ello no quita, claro está, que pueda haber fricciones entre ambos. Así pue-
de ocurrir, en primer lugar, si la ley no tuvo suficientemente en cuenta las específicas
circunstancias del caso concreto considerado. Imaginemos que el contexto social en
el que se dictó una ley ha cambiado significativamente, o que el legislador consideró
oportuno establecer una regulación general sin contemplar explícitamente un trata-
miento específico para los casos que presentan circunstancias especiales, respecto de
los cuales la aplicación estricta de la ley es inadecuada, contraria incluso a su espí-
ritu. Imaginemos, asimismo, que el legislador establece una regla de procedimiento
pensada para la mayoría de las autoridades administrativas, a fin de neutralizar los
incentivos «perversos» que estas pudieran tener para desviarse de la solución social-
mente deseable. Supongamos, no obstante, que nos encontramos con una autoridad
administrativa benevolente, que carece de semejantes incentivos, por lo que la apli-
cación de esa regla procedimental resulta en este caso innecesaria. En segundo lugar,
es posible que la autoridad encargada de aplicar la ley estime, por cualquier otro
motivo, que la solución consagrada por esta para el caso considerado no satisface
adecuadamente el interés público.
54
E. GARCÍA DE ENTERRÍA y T. R. FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ (2017). En sentido similar, entre otros,
G. FERNÁNDEZ FARRERES (2018); M. REBOLLO Pum (2017: 134 y ss.). Véase, también, cap. 8, § 77.
55 En sentido similar, de I. DE ÜTTO (1995: 157 y ss.). Otros autores, en cambio, han defendido
que la norma a la que la Administración está vinculada positivamente sí ha de tener rango de ley. Véase,
por ejemplo, F. Rumo LLORENTE (1993: 21).
56
En el mismo sentido, M. BELADIEZ ROJO (2000: 320).
57 SSTC 83/1984, de 24 de julio, FJ 3; 93/1992, de 11 de junio, FJ 8, y 197/1996, de 28 de no-
viembre, FJ 25.
J
CAP. 12. EL JUEGO DEL LEGISLADOR, LA ADMINISTRACIÓN Y EL JUEZ 891
en virtud del principio de legalidad presupuestaria. En los restantes casos, debe regir
y rige de hecho «la vinculación negativa». Lo contrario sería «escasamente realista»,
pues el parlamento no es capaz de producir el volumen de normativa que exigiría la
vinculación positiva, «ni tiene sentido ni utilidad alguna limitar de modo tan riguroso
la libertad de iniciativa de la Administración» 58 • En sentido similar Beladiez Rojo
defiende que, en principio, «la Administración puede actuar aunque no exista una
norma que expresa y específicamente la habilite para ello si su actuación persigue
una finalidad de interés general y no existe en nuestro ordenamiento ninguna norma
que le prohíba realizar esa actividad» 59 • Así, esta regla se excepcionaría en dos ca-
sos en los que la Constitución impone que la actividad administrativa cuente con la
cobertura específica de una norma de rango legal, a saber: en las materias reservadas
a la ley y en el ejercicio de potestades que limitan la libertad de los ciudadanos 6°.
También cabría derivar otras excepciones de principios constitucionales tales como
los de seguridad jurídica, igualdad e interdicción de la arbitrariedad de los poderes
públicos, que podrían llegar a exigir una habilitación legal previa para llevar a cabo
determinadas actuaciones administrativas, especialmente las que afectan negativa-
mente a ciertas personas 61 •
99. De hecho, esta es la tesis que en la práctica siguen normalmente tanto las
Administraciones públicas como los Tribunales. Aquellas necesitan, ciertamente, una
previa habilitación del legislador para intervenir en las materias reservadas a la ley y,
en particular, para limitar la libertad o los derechos de los ciudadanos. Pero, fuera de
estos casos, la jurisprudencia mayoritaria ha admitido la licitud de actuaciones ca-
rentes de cobertura normativa específica. Sirvan los ejemplos de los llamados regla·
mentos independientes 62 , en especial, de los dictados por las Entidades locales 63 , y
de las declaraciones administrativas de juicio, deseo o sentimiento de tipo simbólico
que no restringen los derechos de los ciudadanos y que tampoco pretenden producir
efecto vinculante alguno 64 • El ordenamiento jurídico no permite inequívocamente a
las Administraciones públicas manifestar el deseo de que desaparezcan las guerras,
las corridas de toros y la violencia de género o de que vuelvan los presos políticos
a Euskal Herria, ni tampoco expresar solidaridad con las víctimas de un terremoto.
Pero no parece necesario ni realista exigir una previa cobertura normativa para reali-
zar semejantes declaraciones. Basta que no infrinjan el ordenamiento jurídico -que
constituye aquí un «límite externo»- y que tengan alguna conexión, siquiera remo-
ta, con los fines públicos a los que ha de servir la Administración actuante.
«el Derecho administrativo es algo más amplio y diferente que el mero control judicial de las decisiones
administrativas».
68
Sobre esta distinción, de origen alemán, véase J. M.ª RODRÍGUEZ DE SANTIAGO (2016: 24 y ss.
y 165 y ss.). M. BACIGALUPO (1997: 61 y ss.) también la utiliza, si bien considera de dudosa compatibi-
lidad con el ait. 106.1 CE que el legislador establezca normas de conducta dirigidas a la Administración
y, al mismo tiempo, excluya que puedan ser aplicadas, como normas de control, por los Tribunales
(pp. 77 y 78). En su opinión, «las normas de conducta, dirigidas a la Administración, son siempre a la
vez normas de control, dirigidas al juez» (p. 82).
1
CAP. 12. EL JUEGO DEL LEGISLADOR, LA ADMINISTRACIÓN Y EL JUEZ 893
72
Véanse, entre otros, R. ALEXY (1994: 75-76); G. P. LOPERA MESA (2004).
73
Y ello al margen de si resulta acertado o desacertado calificar como jurídico un deber cuya in-
fracción no puede ser controlada ni, en consecuencia, sancionada por un órgano estatal. Según H. KEL-
SEN (1995: 63), «solo puede considerarse una conducta como jurídicamente obligatoria [... ] cuando el
comportamiento contrario está normado como condición de un acto coactivo dirigido contra el hombre
que así actúa».
74
Véanse, entre otros, R. FISMAN y E. MIGUEL (2007); R. ÜALBIATI y P. VERTOVA (2014).
75 Véanse R. CooTER (2006); T. R. TYLER (2006: 46); s. SHAVELL (2012: 33-34).
CAP. 12. EL JUEGO DEL LEGISLADOR, LA ADMINISTRACIÓN Y EL JUEZ 895
108. Por las mismas cuatro razones expuestas en el epígrafe anterior cabría
afirmar la existencia de ciertos deberes básicos de conducta, de índole sustantiva,
procedimental y formal, que la Administración debería observar siempre al ejercer
potestades discrecionales.
109. El primero sería el respecto del principio o rnáxirna de proporcionali-
dad 76 o, en la terminología acuñada por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos,
el cumplimiento de la obligación de tornar una decisión que alcance un justo equi-
librio entre todos los intereses legítimos afectados 77 • La rnáxirna de la proporciona-
lidad puede derivarse del mandato constitucional de eficiencia, así corno de la con-
cepción de los principios jurídicos corno mandatos de optimización 78 • Una decisión
desproporcionada es, por definición, una decisión ineficiente, no óptima, y viceversa.
De acuerdo con la formulación canónica de esta rnáxirna, de origen alemán, solo
cabe restringir o limitar el alcance prima facie de un ptincipio jurídico -v. gr., de
un derecho fundamental- cuando ello resulte: i) útil para satisfacer un fin legítimo;
ii) necesario, de modo que de entre todas las alternativas útiles para lograr ese obje-
tivo se escoja la menos restrictiva, y iii) ponderado -o no excesivo- por superar
los beneficios de la restricción a sus costes. Y es claro que una limitación inútil, que
menoscaba un principio jurídico sin reportar beneficio legítimo alguno, no resulta
óptima, eficiente, pues siempre hay otra solución rnás beneficiosa para el conjunto de
los intereses en juego: omitir la limitación considerada. Una restricción innecesaria
tampoco es óptima ni eficiente, pues entonces hay otras alternativas que permiten
alcanzar el mismo objetivo con un coste menor. Y va de suyo que una restricción
excesiva -cuyas desventajas superan a sus ventajas- tampoco alcanza el óptimo,
la eficiencia, pues siempre resulta rnás beneficioso abstenerse de llevarla a cabo.
Nótese que las exigencias de i) utilidad y ii) necesidad equivalen al requisito de que
las decisiones sean eficientes en el sentido de Pareto, mientras que la de iii) propor-
cionalidad en sentido estricto coincide con la de eficiencia en sentido Kaldor-Hicks.
110. Ya hemos visto que de los derechos fundamentales, en cuanto que man-
datos de optimización, se derivan para los poderes públicos obligaciones positivas
de adoptar las medidas útiles, necesarias y proporcionadas para protegerlos y, en
particular, el deber de respetar ciertas garantías organizativas y procedimentales 79•
También de otros mandatos de optimización constitucionales y, en concreto, del re-
ferido principio de eficiencia cabría deducir similares reglas de procedimiento.
'º Sobre esto último, véase M.C. STEPHENSON (2006a); id. (2006b). Su tesis, en esencia, es que
los Tribunales pueden considerar el procedimiento observado como un indicio -una señal, en la jerga
económica- del acierto y la importancia que para el interés general tiene la decisión administrativa
adoptada.
81
Véase J. M.' RODRÍGUEZ DE SANTIAGO (2016: 138-139) y las referencias allí citadas.
CAP. 12. EL JUEGO DEL LEGISLADOR, LA ADMINISTRACIÓN Y EL JUEZ 897
pone «la necesidad por patte del poder público de justificar en cada momento su
propia actuación» 82 • De él se derivan dos importantes exigencias respecto del ejer-
cicio de las potestades administrativas discrecionales. De un lado, la Administración
ha de explicitar las razones de hecho y de Derecho en virtud de las cuales ha tomado
una determinada decisión. De otra, tales razones deben ser aceptables: consistentes
internamente, libres de errores lógicos, coherentes con el material probatorio apor-
tado al procedimiento para acreditar que la decisión viene apoyada en la realidad
fáctica, etcétera 83 •
114. En segundo lugar, este deber de motivar sirve a la tutela judicial efecti-
va • Los afectados por una decisión administrativa necesitan conocer cuáles son las
84
razones sobre las que la misma se sustenta, a fin de poder: i) evaluar adecuadamente
si merece o no la pena impugnarla, tanto en vía administrativa como, sobre todo,
en la judicial, y ii) rebatir dichas razones, lo cual es imprescindible para defenderse
efectivamente contra ella. Además, la motivación de las decisiones administrativas
facilita la tarea de revisar su legalidad 85 y, por tanto, reduce los costes de la Justicia
administrativa, lo que beneficia a los litigantes -actuales e incluso potenciales-,
así como a los contribuyentes en general.
115. En tercer lugar, el deber de motivar constituye una importante garantía de
que la Administración tomará una decisión que I0g1·e un justo equilibrio entre todos
los intereses legítimos afectados. La perspectiva de tener que explicar en el futuro los
fundamentos fácticos y jurídicos de la decisión adoptada, que podrán ser conocidos
y rebatidos p,or los interesados y, eventualmente, también por otras personas, segu-
ramente propiciará ex ante que la Administración ponga mayor cuidado en su prepa-
ración y, especialmente, en encontrar razones que la justifiquen adecuadamente 86 , lo
que reducirá la probabilidad de cometer abusos y errores, así como de lesionar alguno
de los intereses legítimos en juego. Recordemos que el Tribunal Constitucional ha
declarado en reiteradas ocasiones que el respeto de los derechos fundamentales exige
que las resoluciones administrativas que los limiten sean motivadas 87•
116. Resulta obvio que no siempre todas las autoridades administrativas actúan
como deberían hacerlo. La causa de la discordancia puede ser que la autoridad en
82 STS de 17 de abril de 1990 (núm. 675, ponente: F. González Navarro). Véanse, también,
E. GARCÍA DE ENTERRÍA (1991); M. M. FERNANDO PABLO (1993: 129 y ss.); E. DESDENTADO DAROCA
(2010); T. R. FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ (2016); R.M. NAVARRO GoNZÁLEZ (2017: 132 y ss.).
83 Véase la importante STS de 20 de noviembre de 2013 (rec. 13/2013), que deduce directamente
del art. 9 .3 CE el deber de motivar la decisión gubernamental enjuiciada -un indulto-. Véase el co-
mentario de T. R. FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ (2014).
84
Véase, por ejemplo, R.M. NAVA!UlO GONZÁLEZ (2017: 179 y ss.).
85
Véase, por ejemplo, R.M. NAVARRO GoNZÁLEZ (2017: 173 y ss.).
86
En sentido similar, véase la STS de 13 de febrero de 1992 (Ar. 2828); M. M. FERNANDO PABLO
(1993: 22 y 36).
87
Véanse las SSTC 175/1997, de 27 de octubre, FFJJ 4 y 5; 7/1998, de 13 de enero, FJ 6, y
188/1999, de 25 de octubre, FFJJ 5 y ss.
898 GABRIEL DOMÉNECH PASCUAL
1
88E. ZAMIR y R. SULITZEANU-KENAN (2018) ponen de relieve que, en determinadas circuns-
tancias, autoridades bienintencionadas, benevolentes, pueden adoptar sistemáticamente decisiones que
favorecen sus propios intereses, en detrimento de los de la sociedad.
CAP. 12. EL JUEGO DEL LEGISLADOR, LA ADMINISTRACIÓN Y EL JUEZ 899
89 Véase, por ejemplo, el caso enjuiciado por la STS de 5 de marzo de 2014 (rec. 64/2013), relativa
al nombramiento de miembros del Consejo de Seguridad Nuclear.
90 Véanse, mutatis mutandis, Y. GIVATI (2009); J. MATHEWS (2013).
900 GABRIEL DOMÉNECH PASCUAL
1.2.1. Disuasión
1.2.2. Información
133. Al resolver casos en los que se discute si ciertas actuaciones administra-
tivas son o no conformes a Derecho, los Tribunales generan información acerca
de cómo deben ser interpretadas y aplicadas las normas jurídicas que regulan esas
actuaciones, clarificando su alcance, colmando sus eventuales lagunas, resolviendo
sus contradicciones, etcétera.
134. Esta información puede y debe ser utilizada en casos similares para pre-
venir ilegalidades. Las autoridades administrativas podrán tenerla en cuenta con el
fin de evitar cometer los errores no intencionados en los que probablemente hubieran
incurrido si los Tribunales no hubieran clarificado el alcance de aquellas normas
jurídicas. También los órganos jurisdiccionales encargados de juzgar casos seme-
jantes podrán aprovecharla, a fin de interpretar y aplicar correctamente esas mismas
normas. Y ya sabemos que la reducción del número de los errores judiciales mejora
la eficacia disuasoria de la Justicia y, en consecuencia, tiende a minorar, en términos
cuantitativos y cualitativos, las infracciones cometidas.
92 Véanse, mutatis mutandis, I. P. L. PNG (1986); A.M. POLINSKY y s. SHAVELL (2000: 60 y ss.).
902 GABRIEL DOMÉNECH PASCUAL
141. La legalidad de las decisiones administrativas puede ser revisada por los
Tribunales antes o después de que estas hayan sido adoptadas por la Administra-
ción. En los arts. 24.1 y 103.1 CE no se dice explícitamente que el control judicial
al que necesariamente está sujeta cualquier actuación administrativa haya de tener
lugar en un momento u otro. Lo que sí establece la Constitución de manera expresa
es que la entrada en un domicilio sin el consentimiento de su titular requiere una
autorización judicial previa (art. 18.2 CE), requisito que la jurisprudencia consti-
tucional93 y el legislador han extendido a otras intervenciones limitativas de de-
rechos 94.
95 Véase, mutatis mutandis, S. SHAVELL (2013). En general, sobre las ventajas y desventajas de los
controles públicos previos y posteriores, véase G. DoMÉNECH PASCUAL (2017a).
904 GABRIEL DOMÉNECH PASCUAL
l
daños no solo a través de la disuasión, sino también impidiendo su realización. El
inconveniente es que los Tribunales también pueden impedir, erróneamente, la reali-
zación de actuaciones cuyos beneficios superan a sus costes para la sociedad y que,
por consiguiente, deberían permitirse. Cuanto más tempranamente hayan de evaluar
los jueces una actuación, más precaria será la información disponible a estos efectos
y, por consiguiente, mayor será la probabilidad de cometer errores al respecto.
146. En la práctica, el control judicial previo de la actividad administrativa
tiene una índole excepcional. Solo se contempla en supuestos muy singulares, don-
de suelen darse tres circunstancias: i) las actuaciones enjuiciadas pueden ocasionar
daños difícilmente reparables a bienes jurídicos de gran importancia, tales como
los protegidos por los derechos fundamentales a la inviolabilidad del domicilio, a la
intimidad y a la integridad física; ii) el riesgo de que las autoridades administrativas
abusen de su poder, en ausencia de intervención judicial previa, es relativamen-
te elevado, y iii) los jueces competentes disponen típicamente de conocimientos e
información fáctica suficientes para decidir con carácter previo sobre la legalidad
de las actuaciones en cuestión sin que el riesgo de cometer errores al respecto sea
muy alto.
facilidad, por ejemplo, reduce los incentivos que la Administración tiene para no
cometerlas.
149. Lo segundo es menos evidente, pero lo cierto es que la regulación de esas
consecuencias también puede influir sobre los Tribunales cuando revisan la legalidad
de la actividad administrativa. En la medida en que estos son, seguramente, sensibles
a las repercusiones que para los distintos intereses en juego cabe esperar de sus deci-
siones, en los casos dudosos pueden sentirse inclinados a declarar no cometida una
ilegalidad, si consideran que la solución contraria produciría resultados demasiado
drásticos. En esta línea, se ha dicho, por ejemplo, que la posibilidad que algunos
Tribunales tienen de dar efectos meramente prospectivos a la anulación de normas
jurídicas, dejando intactos los producidos por estas antes de la sentencia anulatoria,
propicia que estimen contrarias a Derecho disposiciones que en otro caso no hubieran
sido declaradas como tales. «Si no se admitiese el pronunciamiento prospectivo no
se declararía la inconstitucionalidad [léase también ilegalidad] de un gran número de
normas»; el mantenimiento de algunas de las situaciones surgidas de su aplicación
sirve, paradójicamente, a la mejor depuración del ordenamiento jurídico 96.
152. De acuerdo con la teoría todavía hoy dominante en España, los Tribuna-
les podrían servirse básicamente de cuatro «técnicas» a fin de controlar el ejercicio
153. De acuerdo con esta teoría, importada de Alemania en los años 1960 y
1970, las potestades discrecionales no han de ser confundidas con las potesta-
des regladas mediante «conceptos jurídicos indeterminados» 99 . «Los conceptos
utilizados por las leyes pueden ser determinados o indeterminados». Los primeros
«delimitan el ámbito de realidad a que se refieren de una manera precisa e inequívo-
ca». Los segundos aluden a «una esfera de realidad cuyos límites no aparecen bien
precisados» en el enunciado de la ley, pero que «admite ser precisada en el momento
·de la aplicación» de la norma legal. Entonces solo hay una solución: o se da o no
se da en la realidad el concepto; «la indeterminación del enunciado no se traduce
en una indeterminación de las aplicaciones del mismo, las cuales solo permiten una
"unidad de solución justa" en cada caso, a la que se llega mediante una actividad de
cognición, objetivable por tanto».
154. La consecuencia práctica es que el juez podría fiscalizar la aplicación
de estos conceptos y «verificar si la solución a que con ella se ha llegado es la única
solución justa que la ley permite», a diferencia de lo que sucede cuando nos encon-
tramos con una decisión realmente discrecional, en cuya «entraña» hay un espacio
de libre elección que no es fiscalizable judicialmente.
155. La distinción, sin embargo, se hace con algunos matices. El más rele-
vante consiste en estimar que la Administración goza de un cierto «margen de
apreciación» a la hora de interpretar y aplicar estos conceptos. Se dice, en efecto,
98 J.
ESTEVE PARDO (2016: 14 y SS.).
99Las obras clave de esta recepción fueron las de E. GARCÍA DE ENTERRÍA (1962: 171 y ss.);
E. GARCÍA DE ENTERRÍA y T. R. FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ (2017); F. SA!NZ MORENO (1976). Las frases
entrecomilladas que siguen están extraídas de E. GARCÍA DE ENTERRÍA y T. R. FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ
(2017).
__J
CAP. 12. EL JUEGO DEL LEGISLADOR, LA ADMINISTRACIÓN y EL JUEZ 907
102
!bid.
103
Piénsese, por ejemplo, en los indultos [T. R. FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ (2014)]; los nombra-
mientos de funcionarios para puestos de libre designación [R. GIL CREMADES (2014)] y los nombra-
mientos efectuados por el Consejo General del Poder Judicial [J. E. SORIANO GARCÍA (2012); J. IGAR-
TUA SALAVERRÍA (2016)]. .
104
Véanse, por ejemplo, J. A. SANTAMARÍA PASTOR (2014); J. R. FERNÁNDEZ TORRES (2017).
105
En sentido similar, véanse L. PAREJO ALFONSO (1993); M. SÁNCHEZ MORÓN (1994).
CAP. 12. EL JUEGO DEL LEGISLADOR, LA ADMINISTRACIÓN Y EL JUEZ 909
161. La segunda crítica que puede hacerse a la teoría dominante es, precisa-
mente, que no ofrece criterios manejables que permitan determinar, siquiera de
manera orientativa, cuál es la amplitud del margen de apreciación o discrecionalidad
que los jueces han de reconocer a la Administración en cada caso o, dicho con otras
palabras, con qué intensidad pueden aquellos utilizar las ya descritas técnicas de con-
trol de la discrecionalidad. De acuerdo con esta teoría, por ejemplo, los Tribunales
pueden verificar si realmente han existido los «hechos determinantes» de una deci-
sión administrativa o si esta respeta el principio de proporcionalidad. El problema es
que ambas apreciaciones entrañan frecuentemente una gran dificultad, por ejemplo,
porque existe una gran incertidumbre acerca de si tales hechos ocurrieron o cuáles
son los costes y los beneficios que para los intereses legítimos afectados pueden se-
guirse de la decisión adoptada y de sus alternativas. La teoría que estamos conside-
rando no ofrece criterios que indiquen cómo pueden resolverse esas incertidumbres,
cómo hay que precisar hasta dónde llega el margen de que la Administración dispone
para apreciar tales hechos, costes y beneficios. Se ha dicho que «el criterio para co-
nocer hasta dónde alcanzan esos límites [de un concepto jurídico indeterminado y,
por tanto, del margen de apreciación para interpretarlo] lo proporciona su esencia o
núcleo, porque el concepto llega hasta donde ilumina el resplandor de su núcleo» 106 •
Sin embargo, dada su índole metafórica y sumamente evanescente, este criterio no
resulta muy útil a estos efectos.
162. La teoría considerada, en tercer lugar, muestra algunas inconsistencias,
quizá como consecuencia de haber sido construida por la acumulación ecléctica de
materiales doctrinales y jurisprudenciales procedentes de diferentes culturas jurídi-
cas -la francesa y la alemana, básicamente-. Por ejemplo, no resulta coherente
afirmar que los jueces pueden fiscalizar plenamente la aplicación administrativa de
los conceptos jurídicos indeterminados y «verificar si la solución a que con ella se
ha llegado es la única solución justa que la ley permite», al tiempo que se estima que
los jueces han de reconocer a la Administración un «margen de apreciación» en la
aplicación de los mismos.
163. Esta distinción entre potestades discrecionales y potestades regladas me-
diante conceptos jurídicos indeterminados resulta cuestionable también por otras
razones 107 • En primer lugar, porque de ella no se siguen consecuencias prácticas
108El art. 35 LPAC dispone que serán motivados «los actos que se dicten en el ejercicio de potes-
tades discrecionales».
109 Véase la STS de 12 de diciembre de 2000 (rec. 233/1999).
11º Véanse las críticas de M. BACIGALUPO (2001); R. BOCANEGRA SIERRA y A. HUERGO LORA
(2001).
CAP. 12. EL JUEGO DEL LEGISLADOR, LA ADMINISTRACIÓN Y EL JUEZ 911
165. De acuerdo con una tesis muy aceptada, la extensión de los poderes dis-
crecionales depende exclusivamente de la estructura de las normas que los otorgan y,
muy especialmente, de la densidad de estas, pero no de otros factores, tales como la
calidad del órgano actuante 112 • La intensidad admisible del control judicial del ejer-
cicio de las potestades administrativas y, correlativamente, la amplitud del margen
de discrecionalidad de que la Administración dispone para actuarlas dependerían de
manera directamente proporcional del grado de programación o predetermina-
ción normativa de las decisiones adoptadas en virtud de aquellas 113 •
166. A esta tesis se le pueden hacer algunas críticas. Debe notarse, en primer
término, que un mayor grado de programación normativa estrecha, ceteris paribus,
no solo el espacio de actuación lícita de la Administración, sino también el de los
Tribunales. En segundo lugar, la densidad de programación es solamente uno de
los factores de los que depende la extensión de los márgenes dentro de los cuales
pueden maniobrar, respectivamente, las autoridades administrativas y los Tribunales
encargados de controlar su actividad 114 • Y, probablemente, no sea ni siquiera el más
determinante. De un lado, hay otras variables normativas relevantes, que tienen
que ver con las reglas aplicables al ejercicio de la correspondiente potestad, pero no
con la precisión o densidad de estas. Por ejemplo, el hecho de que, respecto del mis-
mo espacio «apenas programado», la ley diga explícitamente que la Administración
goza de discrecionalidad para alcanzar una solución que logre un justo equilibrio
entre todos los intereses legítimos en juego o, por el contrario, establezca de manera
igualmente explícita que los Tribunales pueden y deben verificar si la resolución
administrativa impugnada ha logrado un justo. equilibrio entre esos mismos intereses
no carece en absoluto de relevancia. Cabe legítimamente interpretar que el margen
de maniobra otorgado por el legislador a la autoridad administrativa es mayor en el
primer caso. Al dejar claro que la Administración ostenta una potestad discrecional,
la ley elimina la posibilidad de que los Tribunales sostengan válidamente la interpre-
tación contraria, lo que no ocurre en el segundo escenario.
167. De otro lado, hay factores relevantes «extranormativos», que no tienen
que ver con la estructura ni con el contenido de las normas que regulan el ejercicio
de las potestades correspondientes. Por ejemplo, los supuestos de hecho en los que
procede adoptar medidas cautelares en las materias tributaria y farmacéutica están
168. Los jueces, como cualesquiera agentes públicos, deberían adoptar las de-
cisiones que mejor satisfagan los intereses generales, en el marco de la Constitución
y del resto del ordenamiento jurídico. Y en este sentido deberían decidir también al
juzgar si la Administración goza o no de un cierto margen de maniobra para llevar a
cabo determinadas actuaciones, cuál es en su caso la anchura de ese margen y si la
actuación considerada se ha mantenido o no dentro de sus límites.
169. El criterio determinante para precisar, siquiera de manera aproximada
y tentativa, en qué medida hay que reconocer a la Administración un margen de
apreciación para actuar es, en nuestra opinión, el de los costes y beneficios que del
mismo se derivan para los intereses legítimos del conjunto de los ciudadanos. La
existencia de un margen tal tiene ventajas y desventajas para la óptima satisfacción
de esos intereses. Este margen solo estará justificado si sus beneficios excedan de
sus costes sociales. Y solo estará justificado hasta el punto en el que ese balance
beneficio-coste sea positivo para la sociedad 116 •
HS Véanse los apartados 1 y 2 in fine del art. 81 de la Ley 58/2003, de 17 de diciembre, General
Tributaria, y el art. 109 .1 del texto refundido de la Ley de garantías y uso racional de los medicamentos
y productos sanitarios (Real Decreto Legislativo 1/2015, de 24 de julio).
116 En sentido sirrúlar, véase A. VERMEULE (2016b: 7, 21, 60 y ss., 114 y ss. y 209 y ss.).
J
CAP. 12. EL JUEGO DEL LEGISLADOR, LA ADMINISTRACIÓN Y EL JUEZ 913
118
Véanse, por todos, J. GARCÍA LUENGO (2016); o. DOMÉNECH PASCUAL (2017c); R. DE VICEN-
TE DOMINGO (2018).
CAP. 12. EL JUEGO DEL LEGISLADOR, LA ADMINISTRACIÓN Y EL JUEZ 915
gurosas habrán de ser estas para que la decisión pueda ser considerada válida, y
viceversa ii 9,
179. La legitimidad democrática del órgano administrativo autor de la deci-
sión enjuiciada, en quinto lugar, también debería tomarse en consideración izo. Cuan-
to mayor sea esta legitimidad, más aceptables por los ciudadanos serán, a priori, sus
decisiones y, adicionalmente, mejor alineadas estarán sus preferencias con las de la
mayoría de ellos, por lo que el riesgo de que incurran en desviaciones será menor y,
en consecuencia, el margen de maniobra que se les otorgue habrá de ser más amplio.
180. Otro factor importante es, precisamente, el riesgo de que, por las razones
que sean, la Administración, al llevar a cabo la actuación cuestionada, se desvíe de
la solución más conveniente para el interés público y presumiblemente querida por
el legislador. Cuanto mayor sea ese riesgo, menor habrá de ser la deferencia judicial.
181. La relevancia de los intereses en juego, como ya hemos apuntado ante-
riormente, juega un papel ambivalente. Cuanto más relevantes sean estos, más graves
serán los daños que los errores cometidos puedan ocasionar y, por tanto, más necesi-
dad habrá de que la decisión sea adoptada por la autoridad que cuenta con mayor ca-
pacidad para acertar, que muchas veces es la administrativa. Pero, por otro lado, más
graves serán también los daños ocasionados por las arbitrariedades eventualmente
cometidas por la Administración. Así las cosas, una solución óptima para los casos
en los que los intereses afectados revisten una gran trascendencia puede consistir en
que los jueces reconozcan a la Administración un ancho margen para actuar, con la
condición de que extremen las garantías organizativas, procedimentales y formales
observadas a fin de asegurar el acierto.
182. También debe tenerse en cuenta si los costes de los errores en los que
los Tribunales pueden incurrir al revisar una actuación administrativa difieren en
función de si la decisión judicial declara su ilegalidad (incurren en un falso posi-
tivo) o su legalidad (falso negativo). Cuanto más costosos sean los falsos positivos
en relación con los falsos negativos, mayor habrá de ser la deferencia otorgada a la
Administración. Esa asimetría puede obedecer a diversos factores. Por ejemplo, a
que los costes de rectificación son mayores en un caso que en el otro; recuérdese
lo que se dijo respecto de las sentencias que han de pronunciarse sobre la validez
de una n01ma legal o reglamentaria 121 • También puede traer causa de que los costes
de los errores en los que eventualmente incurra la decisión administrativa impugnada
son igualmente asimétricos. El Tribunal Supremo ha declarado, por ejemplo, que el
«rigor del control» judicial de las decisiones adoptadas en procedimientos sanciona-
dores en materia de defensa de la competencia ha de ser, en principio, «más estricto»
cuando se revisan sanciones que cuando se examinan resoluciones exculpatorias o
de archivo 122 • El Tribunal Supremo no se detiene a justificar esta doctrina, cuyo fun-
damento puede verse en la idea, inspiradora del moderno Derecho procesal penal,
de que las condenas erróneas son socialmente más costosas que las absoluciones
erróneas. De acuerdo con la célebre afirmación de Blackstone: «Es preferible que
diez personas culpables escapen a que una inocente sufra» 123 •
183. Finalmente, debe señalarse que el hecho de que el legislador, de manera
explícita o al menos inequívoca, haya establecido que la Administración dispone
de discrecionalidad para adoptar ciertas decisiones constituye un factor determinan-
te, por cuanto clarifica el problema. La ley reduce de esa manera el arbitrio que los
Tribunales tienen para determinar la existencia y la amplitud del espacio decisorio
otorgado a la Administración.
184. Un análisis especial merece este factor. A la hora de ponderar las conse-
cuencias que sus alternativas de decisión pueden tener para los intereses legítimos en
juego, los Tribunales deberían considerar cómo reaccionarán probablemente tanto
la Administración como el legislador frente a cada una de las referidas alternativas 124 .
La razón es obvia: la manera, positiva o negativa, en que sus decisiones afectan a los
referidos intereses depende, en gran medida, de cuáles sean estas reacciones.
185. Estas consideraciones estratégicas no son frecuentes, pero tampoco del
todo extrañas, en la jurisprudencia de nuestros Tribunales. Una razón de este tipo
subyace, por ejemplo, en el argumento o «principio», ocasionalmente invocado, se-
gún el cual nadie puede aprovecharse de su propia torpeza (nemo auditur propriam
turpitudinem allegans) 125 • Si se interpretara la ley de manera que quien incumple sus
obligaciones obtuviera un provecho de ello, se estaría «premiando» y propiciando el
incumplimiento, lo que en principio hay que evitar 126 •
186. Con mayor razón si cabe, los Tribunales deberían revisar y ajustar, al alza
o a la baja, su nivel de deferencia a la vista de cuál haya sido efectivamente la res-
puesta de las autoridades administrativas a sus decisiones. De hecho, es proba-
ble que así lo hagan en muchos casos. Sirva el ejemplo de los decretos-leyes. La
extrema laxitud que el Tribunal Constitucional mostró durante décadas a la hora de
enjuiciarlos -y, en particular, de verificar si concurría la «extraordinaria y urgente
necesidad» prevista en el art. 86.1 CE- propició que el gobierno abusara cada vez
más del poder de dictar estas normas, hasta que los excesos llegaron a extremos ma-
nifiestamente inaceptables 127 , lo que ha acabado provocando que el referido Tribunal
se haya vuelto, en líneas generales, algo más estricto al juzgarlas 127 •
123
W. BLACKSTONE (1769: 352). Esta idea ha sido expresada por oh·os muchos autores y de diver-
sas maneras a lo largo de la historia. Véase A. VoLOKH (1997).
124
Por descontado, también deberían tener en cuenta las reacciones de otros actores implicados,
como los particulares afectados por las correspondientes leyes y decisiones administrativas.
125
Véanse M. REBOLLO Pum (2002); E. ARANA GARCÍA (2003).
126
Véase la STS de 23 de octubre de 2017 (1592/2017).
127
Véanse, por ejemplo, las críticas de E. ARANA GARCÍA (2013); A. DE LA IGLESIA CHAMARRO
(2013); L. MARTÍN REBOLLO (2015); P. GARCÍA MAJADO (2016); M. ARAGÓN REYES (2016); G. Do-
MÉNECH PASCUAL (2019).
(Véase 1wta 127 en página siguiente)
CAP. 12. EL JUEGO DEL LEGISLADOR, LA ADMINISTRACIÓN Y EL JUEZ 917
187. Cabe pensar, no obstante, que a veces los Tribunales no tienen suficiente-
mente en cuenta a estos efectos cuál es la reacción esperable de la Administración y,
sobre todo, del legislador. Piénsese, por ejemplo, en la jurisprudencia relativa al ré-
gimen disciplinario de funcionarios y estudiantes universitarios. Es muy dudoso que,
una vez aprobada la Constitución española, las infracciones graves y leves de los
primeros puedan estar tipificadas en una norma reglamentaria, como el todavía vi-
gente Real Decreto 33/1986, y que el vetusto Reglamento de Disciplina Académica
de 1954 satisfaga las exigencias del principio de tipicidad. Sin embargo, el Tribunal
Supremo, presionado seguramente por el «vacío legal» que se originaría si declarara
la invalidez de tales normas, se ha resistido en numerosas ocasiones a considerarlas
contrarias a la Constitución o derogadas 129 • Es posible que aquí el Tribunal haya
evaluado de una manera algo miope las consecuencias de sus posibles decisiones.
Anular los reglamentos en cuestión implicaba generar una situación de impunidad
durante un tiempo, hasta que el legislador interviniera para colmar el vacío existente.
Declararlos válidos suponía que, mientras el legislador no regulara esta materia, se
mantenía vigente y había que aplicar una norma seguramente inconstitucional. El
coste esperado de cada una de estas alternativas dependía críticamente de lo que
previsiblemente tardara el legislador en acabar con la insatisfactoria situación que
ambas dejaban. Pues bien, es muy razonable pensar que la anulación judicial hubiera
desencadenado una reacción más o menos inmediata del legislador, que difícilmente
hubiera tolerado que la referida impunidad se prolongara más allá de lo indispensa-
ble para colmar la laguna. En cambio, podía esperarse, como de hecho así ha ocurri-
do, que si los reglamentos cuestionados se consideraban válidos el legislador iba a
tardar mucho tiempo en sustituirlos por un nuevo régimen disciplinario, toda vez que
esta sustitución le reportaba escasa, por no decir nula, rentabilidad política.
128
Véanse las SSTC 68/2007, de 28 de marzo; 31/2011, de 17 de marzo; 137/2011, de 14 de sep-
tiembre; 1/2012, de 13 de enero; 27 y 29/2015, de 19 de febrero; 196 y 199/2015, de 24 de septiembre;
211/2015, de 8 de octubre; 230/2015, de 5 de noviembre; 26/2016, de 18 de febrero; 38/2016, de 3 de
marzo; 70/2016, de 14 de abril; 125 y 126/2016, de 7 de julio; 169/2016, de 6 de octubre; 73/2017, de 8
de junio, y 150 y 152/2017, de 21 de diciembre.
129 Véase, por ejemplo, la STS de 30 de marzo de 2017 (rec. 3300/2015), comentada por B. MA-
IUNA JALVO (2017). Sobre el tema, véase J. A. TARDÍO PATO (2018: 575 y ss.).
130 Véanse, enu·e otras, las SSTS de 13 de febrero de 1996 (rec. 443/1995), de 11 de noviem-
bre de 1996 (rec. 1844/1989), de 10 de febrero de 1998 (rec. 2960/1992), de 18 de febrero de 2003
(rec. 646/2000) y de 30 de enero de 2008 (rec. 9976/2004).
918 GABRIEL DOMÉNECH PASCUAL
a menos que se evidencie que las soluciones alcanzadas en la apreciación de los he-
chos o en la interpretación y aplicación del ordenamiento jurídico rebasan un cierto
nivel de implausibilidad. Para dar lugar a la invalidez, el error detectado debe ser
«manifiesto», «notorio», «ostensible», «patente», «claro e inequívoco» 131 • El Tri-
bunal de Justicia de la Unión Europea, en sentido similar, suele hablar de «error
manifiesto de apreciación» 132 •
190. Para justificar la existencia de ese margen de apreciación o «presunción
de acierto» se aducen varias razones. La más recurrente es la que podríamos deno-
minar de la complejidad técnica. En ocasiones, los órganos administrativos que han
participado en la elaboración de la decisión impugnada cuentan con mejores conoci-
mientos especializados y están mejor situados que los Tribunales para resolver acer-
tadamente las cuestiones de gran complejidad técnica abordadas por la decisión 133 •
Esta es la razón que subyace en la jurisprudencia sobre la llamada «discrecionalidad
técnica», elaborada sobre todo en relación con la valoración de los méritos y la
capacidad de los candidatos en los procedimientos de acceso al empleo público y
de provisión de puestos de trabajo. Esta doctrina ha evolucionado notablemente 134•
Hace unos años, las apreciaciones técnicas de los órganos administrativos evalua-
dores eran prácticamente irrevisables por los Tribunales, hasta el punto de que se
excluía a priori la posibilidad de practicar pruebas periciales dirigidas a evidenciar
su carácter erróneo 135 • Esta jurisp1udencia era muy desafortunada: en primer lugar,
porque propiciaba que dichos órganos, conscientes de que sus apreciaciones técnicas
eran defacto absolutamente inmunes al control judicial, cometieran arbitrariedades
al efectuarlas 136 ; y, en segundo término, porque en ocasiones es relativamente poco
costoso para los Tribunales detectar ciertos errores en los que dichas apreciaciones
han incurrido.
191. Hoy ya no se excluye de entrada la posibilidad de revisar judicialmente el
contenido de tales apreciaciones, y el rigor exigido a la motivación de las correspon-
dientes resoluciones administrativas se ha intensificado muy considerablemente 137•
Con todo, los Tribunales siguen reconociendo aquí a las Administraciones públicas
131
Véanse, además, de las citadas en la nota anterior, las SSTS de 16 de diciembre de 2014
(rec. 3157/2013), de23 de diciembre de2014 (rec. 3462/2013) y de 16 de marzo de2016 (rec. 526/2015).
132
Véanse, entre otras muchas, las SSTJUE de 15 de octubre de 2009 (Enviro Tech, C-425/08,
§ 47) y de 8 de julio de 2010 (Afton Chemical Limited, C-343/09, § 28). Sobre la jurispmdencia del
TJUE en este punto, F. J. RODRÍGUEZ PONTÓN (2019: 97 y ss., y 183 y ss.).
133
Véanse, entre otras, la STS de 16 de diciembre de 2014 (rec. 3157/2013); las SSTfüE de 21 de
enero de 1999 (Upjohn, C-120/97, § 34), de 15 de octubre de 2009 (Enviro Tech, C-425/08, § 47) y de 8
de julio de 2010 (Afton Chemical Limited, C-343/09, § 28); y la STEDH de 8 de julio de 2003 (Hatton
y otros c. Reino Unido, 36022/97, §§ 97 y ss.).
134
Véanse E. LÁZARO ALBA y F. ÜONZÁLEZ BOTIJA (2005); G. GARCÍA ÁLVAREZ (2012); E. Rr-
VERO YsERN y R. RIVERO ÜRTBGA (2012); T. R. FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ (2015); J. MAURI MAJÓS
(2019).
135
Véase la STC 34/1995, de 6 de febrero.
136
Como advierte J. F. MESTRE DELGADO (2016: 120), «ante la ausencia de control judicial, se
ensanchaban los fenómenos de incorrecto ejercicio de las potestades».
137 Quizá como consecuencia de las abundantes críticas doctrinales. Véanse, entre otros, E. CocA
VITA (1983); E. DESDENTADO DAROCA (1997); J. IGARTUA SALAVERRÍA (1998); E. LÁZARO ALBA y
F. ÜONZÁLEZ BOTIJA (2005).
CAP. 12. EL JUEGO DEL LEGISLADOR, LA ADMINISTRACIÓN Y EL JUEZ 919
un cierto margen de apreciación 138 • Y, desde luego, así sucede también en otros ám-
bitos -v. gr., en los de la regulación de la economía y el control de riesgos tecnoló-
gicos-, donde la complejidad técnica y la incertidumbre en las que ha de moverse
la Administración son mucho más acusadas 139 •
138 Véanse las SSTS de 16 de diciembre de 2014 (rec. 3157/2013), de 23 de diciembre de 2014
(rec. 3462/2013) y de 16 de marzo de 2016 (rec. 526/2015), así como el comentario de M. SÁNCHEZ
MoRÓN (2015), a la primera de ellas.
139 Véanse, entre otros, c. D. CJRIANO VELA (2000: 359 y ss.); J. EsTEVE PARDO (2009: 899 y ss.);
J. C. HERNÁNDEZ (2011: 284 y ss.); N. Rmz PALAZUELOS (2018: 212 y ss.); F. J. RODRÍGUEZ PONTÓN
(2019).
140 Véanse, entre otras, las SSTS de 18 de mayo de 2007 (rec. 4793/2000), de 2 de junio de 2010
(rec. 1491/2007), de 17 de febrero de 2016 (rec. 4128/2014) y de 11 de mayo de 2016 (rec. 1493/2015).
141 En sentido similar, G. GARCÍA ÁLVAREZ (2012: 1208 y 1215).
142 Véase A. B. CoAN (2012); G. DoMÉNECH-PASCUAL, M. MARTÍNEZ-MATUTE y J. s. MoRA-
SANGUINETTI (2021), mutatis mutandis, en relación con la revisión de resoluciones judiciales por Tri-
bunales superiores, B. I. HUANG (2011); S. LAVIE (2016).
143 Véase, por ejemplo, la STC 353/1993, de 29 de noviembre, en relación con los órganos admi-
juzgar pruebas de acceso a la función pública, y la STS de 9 de diciembre de 2004 (rec. 1073/2001),
relativa al «Tribunal» Marítimo Central.
920 GABRIEL DOMÉNECH PASCUAL
146
Véanse las fundamentales SSTC 233/1999, de 16 de diciembre, y 132/2001, de 8 de junio,
así como J. M.' BAÑO LEÓN (1991: 147 y ss.); G. DoMÉNECH PASCUAL (2000); J. L. BLASCO DÍAZ
(2001: 130 y ss.); A. GALÁN GALÁN (2001: 230 y ss.); F. VELASCO CABALLERO y s. DÍEZ SASTRE
(2004); F. VELASCO CABALLERO (2009: 255 y ss.); J. ÜRTEGA BERNARDO (2014: 303 y ss.). Véase,
también, cap. 11, §§ 131-135.
147 G. GARCÍA ÁLVAREZ (2012: 1202).
148
En relación con el precedente administrativo, véase S. DÍEZ SASTRE (2008: 65 y 268 y ss.).
Esta regla, por lo demás, tiene sus inconvenientes. Por ejemplo, puede propiciar que el autor del pre-
cedente, consciente de que será difícil cambiarlo, le dé a este un contenido políticamente más extremo
del que hubiera tenido en ausencia de semejante regla. Véase Y. GrvATI y M. C. STEPHENSON (2011).
CAP. 12. EL JUEGO DEL LEGISLADOR, LA ADMINISTRACIÓN Y EL JUEZ 921
149 Véanse, entre otras, las SSTS de 4 de mayo de 2010 (rec. 33/2006), de 15 de julio de 2010
(rec. 25/2008), de 14 de mayo de 2013 (rec. 173/2012) y de 24 de septiembre de 2015 (rec. 206/2007).
150 STS de 24 de septiembre de 2015 (rec. 206/2007).
151 Véanse las SSTS de 13 de junio de 2011 (rec. 4045/2009) y de 30 de septiembre de 2011
152
Véanse J. GARCÍA LUENGO (2016); G. DOMÉNECH PASCUAL (2017c).
153
Véase, por todos, J. M.ª BAÑO LEÓN (201 lb).
154
Véanse A. HUERGO LoRA (2000: 283 y ss.); R. DE VICENTE DOMINGO (2014: 88 y ss.).
155
La posibilidad de que la Administración reitere liquidaciones tributarias ha generado una gran
polémica. El Tribunal Supremo la admite con matices. Véanse, entre otras, las SSTS de 19 de noviem-
bre de 2012 (rec. 1215/2011) y de 15 de junio de 2015 (rec. 1551/2014). En la doctrina, véase, por
todos, B. SESMA SÁNCHEZ (2017).
156
Una cuestión interesante es la de si los procedimientos que se resuelven con un acto luego anu-
lado interrnmpen la prescripción. En la STS de 19 de noviembre de 2012 (rec. 1215/2011) se afirma que
solo se produce la interrnpción si el acto en cuestión padecía un vicio de anulabilidad, no de nulidad.
Sobre el tema, en relación con las liquidaciones tributarias, véase B. SESMA SÁNCHEZ (2017).
157 Así lo declaran (a veces, incidentalmente) las SSTS de 26 de marzo de 2012 (rec. 5827/2009),
203. En los casos en los que la Administración vuelve a decidir sobre el fondo
del asunto, es frecuente que la nueva resolución tenga el mismo contenido que
la anterior, en su día anulada por padecer algún vicio formal o de procedimiento
que ahora supuestamente se ha subsanado. Aquí es inevitable que se susciten dudas
acerca de si la nueva decisión es o no conf01me con el ordenamiento jurídico 158 •
Muchas veces cabe sospechar que las autoridades administrativas no aprovechan
efectivamente las oportunidades que les ofrece el nuevo procedimiento para mejorar
el acierto de su decisión, modificándola si es necesario. Ello, de un lado, por factores
de índole psicológica. Los sesgos de la confirmación 159 y del statu quo 16º, así como
la disonancia cognitiva provocada por rectificar una decisión sostenida y defendida
públicamente, pueden propiciar que tales autoridades no reconsideren como sería
deseable su posición inicial y se mantengan en ella a pesar de que la nueva infor-
mación disponible aconseja cambiarla 161 • De otro lado, los costes privados que para
dichas autoridades suele conllevar la alteración del statu qua creado por la decisión
ilegal desincentivan su modificación.
204. Este problema podría ser combatido de dos maneras. Los Tribunales, en
primer lugar, podrían rebajar hasta cierto punto el umbral de certeza a partir del cual
consideran que en el caso enjuiciado únicamente hay una solución válida, que deben
establecer ellos mismos en sustitución de la anulada, eliminando así la posibilidad
de que esta sea reiterada. La pega es que semejante solución solo vale para los casos
marginales, donde es dudoso que la discrecionalidad administrativa se haya reducido
a cero, y además supone un sacrificio para los valores que justifican la existencia
de esta discrecionalidad. Los Tribunales, en segundo lugar, podrían condicionar la
validez de la reiteración a la observancia de garantías formales y procedimentales
especialmente estrictas y, en particular, a una motivación singularmente cuidada que
permitiese despejar las sospechas de arbitrariedad. Esta solución tiene la ventaja de
que vale para cualquier caso de reiteración, pero la desventaja de que exigir un «plus
de motivación» no constituye una barrera infranqueable frente a las reiteraciones
lesivas para los intereses generales. Los Tribunales suelen optar por esta segunda al-
ternativa. Sirva como ejemplo la jurisprudencia que se muestra extraordinariamente
reacia a admitir la posibilidad de convalidar licencias urbanísticas -y, por ende, las
edificaciones ilegalmente construidas a su amparo- mediante una modificación del
planeamiento 162•
158 Véase el caso resuelto parla STS (Pleuo de la Sala 3.') de 27 de junio de 2017 (rec. 4942/2016).
Sobre algunos de los problemas que plantea esta reiteración, véanse A. HuERGO LoRA (2001); M.' J.
ALONSO MAS (2003); C. LOZANO SERRANO (2013); B. SESMA SÁNCHEZ (2017).
159 Véase, por ejemplo, R. s. NICKERSON (1999).
16º Véase, por ejemplo, w. SAMUELSON y R. ZECKHAUSER (1988).
161 Véase, mutatis mutandis, S. STERN (2002), donde se analiza en qué medida estos factores
pueden minar el valor del trámite de información pública en los procedimientos de elaboración de
reglamentos, al provocar una excesiva cerrazón en los artífices del proyecto normativo frente a los co-
mentarios formulados por el público, y se proponen varias soluciones.
l62 Criticada por J. A. SANTAMARÍA PASTOR (2014).
924 GABRIEL DOMÉNECH PASCUAL
163
P. BRACE, L. LANGER y M. G. HALL (2000); W. M. LANDES y R. A. PosNER (2009).
164
G. C. SISK, M. HEISE y A. P. MORRISS (2004).
165
G. SCHUBERT (1980).
166
E. MARTIN y B. PYLE (2000); F. 0. SMITH (2005).
167
K. L. MANNING, B. A. CARROLL y R. A. CARP (2004).
168 0. EREN y N. MOCAN (2018).
169
Véanse G. DOMÉNECH PASCUAL (2009); N. GAROUPA, M. GIL! y F. GÓMEZ POMAR (2012).
CAP. 12. EL JUEGO DEL LEGISLADOR, LA ADMINISTRACIÓN Y EL JUEZ 925
hacer que las reglas residuales o por defecto se apliquen en demasiados casos no.
Imaginemos dos posibles reglas. De acuerdo con la primera, los Tribunales deben
condenar en costas al perdedor de un pleito salvo que aprecien circunstancias, debi-
damente motivadas, por las cuales no procede la condena. De acuerdo con la segun-
da, cada litigante asume sus propias costas, salvo que los Tribunales, motivadamente,
estimen que concurre alguna circunstancia que justifica la condena. El esfuerzo que
supone motivar puede provocar que, bajo la primera regla, casi siempre se condene
en costas -en más casos de los que sería socialmente deseable- y, bajo la segunda,
casi nunca -menos de lo que resultaría procedente-.
208. Esta tendencia de los jueces a minimizar esfuerzos puede propiciar, asi-
mismo, otros comportamientos cuestionables, tales como el consistente en mostrar
una excesiva deferencia frente a las actuaciones administrativas sometidas a su juicio,
especialmente en los casos dudosos, en tanto en cuanto justificar que estas infringen
el ordenamiento jurídico suele requerir un esfuerzo argumentativo superior al que se
necesita para darlas por válidas. De hecho, las estadísticas disponibles sugieren que
cuanto mayor es la carga de trabajo de los órganos de lo contencioso-administrativo
-y, por tanto, más escaso y valioso es su tiempo-, menor es el porcentaje de las
sentencias de primera instancia estimatorias, presumiblemente porque menos incisi-
va es la revisión de las actuaciones impugnadas 171 •
209. Cabe esperar que también los jueces se comporten estratégicamente, tra-
tando de maximizar, con mayor o menor torpeza, la satisfacción de sus preferencias
-su influencia, prestigio, visión del Derecho, sus valores morales, gustos políti-
cos, etc.- a la vista de cómo pueden reaccionar frente a sus decisiones, cuando
menos, tanto el legislador como las autoridades administrativas 172 •
210. No sería de extrañar, por ejemplo, que la medida en que los Tribunales tra-
tan de reflejar sus preferencias en sus resoluciones, a costa de forzar la interpretación
de la ley e incidir en espacios reservados a otros poderes públicos, sea menor cuanto
más fácil les resulta al legislador y a las autoridades administrativas contrarrestar
-v. gr. mediante una reforma legislativa- dichas resoluciones.
211. Se ha sostenido que los Tribunales deberían actuar en sentido contrario.
Si cuesta más corregir la anulación judicial errónea de una norma que declarar-
la equivocadamente válida, aquellos deberían presumir, en caso de duda, que la
norma es válida, porque así se minimiza el coste de los errores que puedan come-
ter 173. Ha de repararse, sin embargo, en que lo que deberían hacer no tiene por qué
coincidir con lo que realmente hacen. Si partimos de la premisa de que los jueces,
17º
Véase R. H. THALER y c. R. SUNSTEIN (2008).
171
Véanse G. DoMÉNECH PASCUAL (2017b: 40 y ss.); G. DOMÉNECH-PASCUAL, M. MARTÍNEZ-
MATUTE y J. S. MORA SANGU!NETTI (2021).
172 Véase P. T. SP!LLBR y R. GBLY (2007).
173 v. FBRRERBS COMELLA (1997: 199 y ss.).
l
VI. BIBLIOGRAFÍA
174 Véanse, entre otros, B. SALZBERGER (1993: 368); R. D. CooTER (2000: 227 y ss.).
175 N. GAROUPA, M. GIL! SALDAÑA y F. GÓMEZ POMAR (2012).
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