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JOSE M.ª RODRIGUEZ DE SANTIAGO


GABRIEL DOMÉNECH PASCUAL
LUIS ARROYO JIMÉNEZ
(Coords.)

TRATADO DE DERECHO
ADMINISTRATIVO
VOLUMENI
Introducción. Fundamentos

Marcial Pons
MADRID I BARCELONA I BUENOS AIRES I sAo PAULO
2021
CAPÍTULO 12
EL JUEGO DEL LEGISLADOR, LA ADMINISTRACIÓN
Y EL JUEZ

Gabriel DoMÉNECH PASCUAL

SUMARIO: I. INTRODUCCIÓN.-II. LOS ACTORES Y SUS PREFERENCIAS: l. Simplificacio-


nes. 2. Fines del juego. 3. Preferencias del legislador. 4. Preferencias de las autoridades adminis-
trativas. 5. Preferencias de los jueces.-III. EL PAPEL DEL LEGISLADOR: l. Definir la estruc-
tura del juego. 2. Factores determinantes de la definición legislativa de la estructura del juego:
2.1. Capacidad de tomar decisiones acertadas. 2.2. Posibilidades de actuar de oficio. 2.3. Costes
de procedimiento. 2.4. Relevancia de los intereses en juego. 2;5. Varianza de los resultados e in-
certidumbre. 2.6. Costes de rectificación. 2.7. Legitimidad democrática. 2.8. Riesgo de desviacio-
nes. Peligro de captura. 2.9. Imputación de méritos y culpas. 3. Límites jurídicos de la definición
legislativa del juego: 3.1. Contenido de los límites. 3.2. Justificación de los límites. 3.3. Límites
explícitos y límites implícitos. 4. Límites fácticos. 5. Delegar o no delegar. Concepto de delega-
ción. 6. En quién o quiénes delegar. 7. En qué medida delegar: 7. l. La delimitación de espacios
decisorios. 7 .2. Condiciones sustantivas y condiciones formales de la delegación. 8. Cómo delegar:
8.1. Delegaciones explícitas y delegaciones implícitas. 8.2. Delegaciones previas y delegaciones
posteriores.-IV. EL PAPEL DE LA ADMINISTRACIÓN: l. Lo que la Administración debería
hacer: l. l. La vinculación de la Administración al ordenamiento jurídico. Legalidad y eficacia.
1.2. Vinculación positiva o vinculación negativa de la Administración a la ley y al resto del ordena-
miento jurídico. 1.3. ¿Cómo deberían actuar las autoridades administrativas en los espacios de dis-
crecionalidad?: 1.3.1. El deber de adoptar la decisión más conveniente para los intereses generales.
1.3.2. La observancia del principio de proporcionalidad. 1.3.3. La observancia del procedimiento y
del proceso argumentativo debidos. 1.3.4. El deber de motivar las decisiones adoptadas. 2. Lo que
los agentes de la Administración tenderán a hacer.-V. EL PAPEL DEL JUEZ: l. Funciones del
control judicial de la actividad administrativa: l. l. Corregir (ex post) actuaciones administrativas
ilegales. 1.2. Prevenir (ex ante) actuaciones administrativas ilegales: 1.2.1. Disuasión. 1.2.2. In-
fo1mación. 2. Configuración óptima del sistema de control judicial de la actividad administrativa.
3. Controles judiciales previos y controles judiciales posteriores. 4. Las consecuencias jurídicas
de la ilegalidad. 5. Lo que los jueces deberían hacer: 5.1. La teoría tradicional: las técnicas de
reducción y control judicial de la discrecionalidad: 5. l. l. La distinción entre potestades discre-
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cionales y potestades regladas mediante conceptos jurídicos indeterminados. 5.1.2. El control d

!
los elementos reglados. 5.1.3. El control de los hechos determinantes. 5.1.4. El control a trav/
de los principios generales del Derecho. 5.1.5. Crítica de la teoría tradicional. 5.2. La teoría de 1
densidad de programación normativa. 5.3. Una teoría económica de la discrecionalidad adminis-
trativa: 5.3.1. Beneficios de la discrecionalidad administrativa. 5.3.2. Costes de la discrecionalidad
administrativa. 5.3.3. Factores determinantes del balance costes-beneficios de la discrecionalidad
· administrativa. 5.3.4. El factor estratégico. 5.4. La cuestión en la jurisprudencia. 5.5. Poderes del
juez frente a las decisiones administrativas ilegales. 6. Lo que los jueces tenderán a hacer: 6.1. In-
fluencia de factores extrajurídicos. 6.2. Comportamientos estratégicos.-.VI. BIBLIOGRAFÍA.

l. INTRODUCCIÓN

l. En el presente capítulo se ofrece un marco teórico que permita comprender,


explicar y predecir las interacciones que tienen lugar entre los poderes públicos y,
muy especialmente, entre el legislador, las Administraciones y los órganos jurisdic-
cionales. La finalidad principal con la que se elabora ese marco teórico es descripti-
va. Se trata de analizar cómo interactúan realmente, en el terreno de los hechos, los
referidos poderes. Pero el análisis tiene también importantes implicaciones norma-
tivas, por cuanto permite hacer algunas afirmaciones acerca de cómo deberían actuar
esos sujetos, qué decisiones debería tomar cada uno de ellos -a la vista de cómo
actúan realmente los otros- con el objeto de lograr determinados objetivos.
2. Precisar cómo interactúan entre sí el legislador, las Administraciones pú-
blicas y los Tribunales es de fundamental importancia para analizar, comprender y
resolver mejor capitales problemas jurídicos, tales como el del control judicial de
la discrecionalidad administrativa o el de la delimitación de las fronteras existentes
entre el Derecho penal y el Derecho administrativo sancionador. Dicho marco teóri-
co pone de manifiesto, por ejemplo, cómo entre estos y otros problemas existe una
estrecha relación, que no ha recibido por parte de la doctrina iuspublicista española
la atención que seguramente merece.
3. Para construir el referido marco se aprovechan algunas ideas proporciona-
das por la llamada teoría de juegos y, en particular, algunas de sus aplicaciones
relativas al estudio de las Administraciones públicas y del Derecho administrativo.
Nada de sorprendente hay en ello. El objeto de esta teoría no es otro que analizar las
interacciones entre agentes -en principio- racionales, que tratan de maximizar sus
preferencias. De ahí que la misma se haya utilizado en prácticamente todas las dis-
ciplinas científicas que de una manera u otra se ocupan de tales interacciones, como
la biología, la psicología, la economía, la sociología, la informática, la lingüística y,
por supuesto, también la ciencia política y el Derecho. Con el concepto juego se de-
signa una situación o problema en el que varios sujetos tienen diferentes alternativas
de actuación que llevan a diversos resultados, cuya utilidad depende de las decisio-
nes que los otros tomen, por lo que cada uno de ellos, antes de decidir, considerará
las que los restantes hayan adoptado o puedan adoptar.
4. La situación en la que se hallan el legislador, las Administraciones pú·
blicas y los órganos jurisdiccionales puede considerarse un juego ..en este sentido
técnico. En él intervienen varios actores, cada uno de los cuales tiene la posibilidad
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de optar entre varias alternativas, que producirán resultados diferentes, que satisfarán
en mayor o menor medida sus intereses y preferencias dependiendo de qué deci-
siones tomen los otros agentes. Todos ellos actuarán estratégicamente, teniendo en
cuenta cómo han actuado y pueden actuar los restantes 1.
5. El legislador, por ejemplo, puede atribuir la potestad de ejecutar sus dispo-
siciones bien a las Administraciones públicas o bien directamente a los Tribunales.
Cada una de esas opciones puede llevar a diferentes escenarios, que serán más o
menos acordes con los objetivos pretendidos por el legislador en función de cómo
ejerzan dicho poder las autoridades administrativas o judiciales competentes. Las
autoridades administrativas, por su parte, también tienen, de facto, varias alterna-
tivas a la hora de ejercer las potestades que les han sido otorgadas. Las posibles
decisiones llevarán a resultados que serán más o menos acordes con sus intereses
dependiendo, entre otras circunstancias, de si aquellas son declaradas ilegales y
anuladas por los Tribunales o no lo son y, en su caso, de cómo puede reaccionar el
legislador frente a la praxis administrativa y judicial en este ámbito. Finalmente,
las diferentes interpretaciones del ordenamiento jurídico efectuadas por los jueces
en sus resoluciones también pueden engendrar situaciones más o menos conformes
con sus preferencias, según cómo reaccionen las Administraciones públicas y el
legislador.
6. Este es un juego que puede considerarse secuencial, en el que los partici-
pantes van actuando sucesivamente, de modo que algunos de ellos, antes tomar una
decisión, pueden observar lo que han hecho previamente otros. Por lo general, el
legislador interviene en primer lugar, las Administraciones públicas a continuación
y, seguidamente, los Tribunales. Cabe suponer que los sujetos que actúan antes trata-
rán de anticipar cuál podrá ser la reacción de los siguientes frente a sus decisiones y
actuarán, en consecuencia, tratando de maximizar la utilidad esperada de estas. Así,
por ejemplo, es probable que una autoridad administrativa no resuelva un asunto en
el sentido más ajustado a sus preferencias ideológicas si sabe, con toda certeza, que
en tal caso su resolución va a ser impugnada y anulada por los Tribunales. Segura-
mente se decantará, en estas circunstancias, por otra alternativa más alejada de tales
preferencias, pero que tiene una probabilidad más elevada de superar el escrutinio
judicial.

II. LOS ACTORES Y SUS PREFERENCIAS

l. Simplificaciones

7. Cualquier juego -en general, cualquier teoría- es una simplificación de la


realidad, un modelo abstracto que pretende capturar ciertos elementos, especialmen-
te importantes, de un problema, a fin de comprenderlo mejor. El marco teórico que
aquí presentamos incurre también en varias simplificaciones. Ahora interesa poner
de manifiesto tres de ellas.

1
Véanse, entre otros, w. N. ESKRIDGE (1993); N. GAROUPA y J. MATHEWS (2014).
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8. La primera es una suerte de simplificación externa, En principio, solo con-


sideramos tres tipos de actores: el legislador, las autoridades administrativas y los
jueces. El análisis se centra solo en ellos, a pesar de que los tres interactúan con
otros sujetos -el constituyente, los votantes, los litigantes, otros legisladores, otros
órganos administrativos, otros jueces, etc.- que pueden tener una influencia deter-
minante sobre sus decisiones.
9. La segunda viene a ser una simplificación interna. Es claro que tanto el
legislador como las Administraciones públicas y los Tribunales constituyen orga-
nizaciones integradas por múltiples personas, cuyas preferencias y características
pueden ser, y de hecho son, muy distintas entre sí. Pero, a efectos analíticos, aquí se
hace abstracción de esta complejidad interna.
10. Finalmente, y en principio, tampoco vamos a distinguir entre distintos ti-
pos de legisladores, órganos jurisdiccionales y autoridades administrativas, a
pesar de que, obviamente, las tres categorías comprenden realidades muy heterogé-
neas, que en no pocas ocasiones interactúan de manera diferente y requieren solu-
ciones jurídicas diversas.

2. Fines del juego


11. Conviene distinguir entre los fines que deberían perseguir los sujetos
que participan en el juego y los fines que de hecho estos persiguen. Los primeros
podrían resumirse en uno: el de maximizar el bienestar del conjunto de los ciudada-
nos. Este fin tiene un claro respaldo constitucional. En efecto, si «todos los poderes
del Estado emanan del pueblo» (art. 1.2 CE), la meta de todos ellos debería ser la
de atender de la mejor manera posible los intereses de este. En segundo lugar, el
art. 103.1 CE impone explícitamente a las Administraciones públicas un deber de
servir a los intereses generales 2 • En tercer lugar, cabe entender que los principios
jurídicos consagrados en la Constitución: i) definen cuáles son esos intereses y, ade-
más, ii) constituyen mandatos de optimización, que obligan a todos los poderes pú-
blicos a satisfacer dichos intereses en la mayor medida de lo posible, habida cuenta
de las limitaciones fácticas y jurídicas existentes 3.
12. Ello no significa, obviamente, que todos los legisladores, autoridades ad-
ministrativas y jueces actúen siempre movidos exclusivamente por dicho fin. Tanto la
intuición como la experiencia indican que, a veces, sus decisiones vienen animadas,
en mayor o menor medida, por intereses espurios, no del todo coincidentes con los
del conjunto de la ciudadanía.

3. Preferencias del legislador


13. Existen diversas causas por las cuales cabe pensar que las decisiones del
legislador no siempre sirven de una manera óptima los intereses de todos los

2 Según E. GARCÍA DE ENTERIÚA (1996), este deber es predicable también del legislador.
3 Véanse, en sentido similar, R. ALEXY (1994: 75-76); G.P. LOPERA MESA (2004).
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ciudadanos. La primera es que, con el objeto de lograr sus propios fines, el legis-
lador no necesita tomar decisiones beneficiosas para el conjunto de la ciudadanía.
Los artífices de las leyes -los miembros de la mayoría parlamentaria- persiguen
al aprobarlas, no exclusiva pero sí principalmente, el objetivo de ganar las siguien-
tes elecciones, en tanto en cuanto ello les reportará poder, capacidad de influencia,
prestigio social, dinero, etc. Y, para alcanzar esta meta, no han de contentar a toda
la población, sino solo a una parte de ella. Existe, por consiguiente, el riesgo de que
abusen de las minorías, de que dicten leyes cuyos costes, soportados por unos po-
cos individuos, excedan de sus beneficios para el resto de la sociedad, concentrados
en todos o algunos de sus potenciales votantes.
14. Es probable, en segundo lugar, que muestren un sesgo cortoplacista, que
adopten políticas que reportan beneficios para sus potenciales votantes en un hori-
zonte temporal cercano -antes de las próximas elecciones-, y cuyos costes para
la sociedad se difieren a un momento posterior, aunque estos sean supedores a aque-
llos. La explicación es sencilla. Los gobernantes internalizan -soportan personal-
mente- en mayor medida los costes y beneficios sociales de sus decisiones cuando
los mismos se manifiestan en el corto plazo -en especial, antes de las próximas
elecciones- que cuando se manifiestan después, ya que en este último caso existe
una cierta probabilidad de que dejen de ser gobernantes y, en consecuencia, los refe-
ridos costes y beneficios sean asumidos por sus sucesores.
15. En tercer lugar, es posible que grupos de presión logren capturar a los
legisladores, ejercer sobre ellos una influencia excesiva en beneficio de sus inte-
reses privados y en detrimento de los del resto de la sociedad. Los grupos de ta-
maño reducido tienen varias ventajas a los efectos de ejercer una presión tal. La
fundamental es que, ceteris paribus, les cuesta menos que a otros organizarse y
coordinar sus esfuerzos con dicho fin. Les resulta más fácil resolver el problema de
los «gorrones»: quienes presionan para que el legislador decida en un determinado
sentido soportan normalmente todos los costes de las maniobras realizadas a estos
efectos, pero solo obtienen una parte de los beneficios, pues de tales maniobras se
aprovechan también otros individuos que se encuentran en una situación análoga,
lo que puede dar lugar a que algunos eludan contribuir a dichas actividades de
presión confiando en que otros las llevarán a cabo. Por la misma razón, cada uno
de los miembros del grupo reducido tendrá más alicientes para ejercer tal presión
que sus antagonistas, pues en el primer caso los beneficios derivados de la presión
se reparten entre un número menor de individuos. Es posible, en consecuencia, que
solo a estos les salga a cuenta incurrir en los considerables costes que entrañan
dichas actividades 4•
16. Finalmente, en sistemas parlamentarios como el español, es frecuente que
el poder legislativo acabe convertido en una suerte de «correa de transmisión»
de los intereses y la voluntad del poder ejecutivo, especialmente cuando el partido
político del gobierno cuenta con mayoría absoluta en el parlamento. Esta situación
es problemática al menos por dos razones. La primera es que, como seguidamente
veremos, los intereses del gobierno y, a la postre, los de un parlamento «capturado»

4 Véase G. J. STIGLER (1971).


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por este suelen estar más desalineados con los de los ciudadanos que los de un poder
legislativo verdaderamente «independiente». La segunda es que el gobierno puede
aprovecharse de su dominio del parlamento para desembarazarse de controles -par-
lamentarios o jurisdiccionales- que limitan o dificultan la persecución de sus pro-
pios fines. Piénsese, por ejemplo, en las leyes que otorgan al poder ejecutivo poderes
excesivamente amplios en materias constitucionalmente reservadas al legislador, que
convalidan actos administrativos anulados por los Tribunales 5 o que contienen re-
gulaciones singulares, típicamente establecidas por la Administración, con el fin de
excluir o entorpecer la revisión judicial de las mismas 6•

4. Preferencias de las autoridades administrativas

17. El universo de autoridades administrativas es mucho más heterogéneo que


el de los legisladores, pero, con todo, puede suponerse que lo que todos ellos tratan
de maximizar no es en líneas generales muy distinto: poder, influencia, dinero, re-
putación, etc. Y es razonable pensar que los tres factores mencionados en el epígrafe
anterior pueden ejercer también aquí una influencia perniciosa sobre los agentes de
las Administraciones públicas, provocando que sus decisiones no satisfagan adecua-
damente los intereses generales.
18. El cortoplacismo y los incentivos para abusar de las minorías en be-
neficio de las mayorías estarán presentes también aquí, en la medida en que las au-
toridades administrativas que ejercen el poder dependan para mantenerse en él de
que un determinado partido político gane las próximas elecciones. Sería el caso, por
ejemplo, de las personas que ocupan los principales órganos municipales.
19. La gran diferencia es, seguramente, que el peligro de captura es, en
líneas generales, mucho más elevado que en el caso de los legisladores, por varias
razones. En primer lugar, el hecho de que, por lo común, las autoridades adminis-
trativas no hayan sido directamente elegidas mediante sufragio universal propicia
que sus intereses no estén tan alineados con los de la mayoría de los ciudadanos
como lo están los del legislador. En segundo lugar, el hecho de que las Adminis-
traciones públicas y sus procedimientos de actuación sean menos transparentes
y estén sujetos a un menor escrutinio público que los parlamentos y su actividad
hace que la captura de aquellas sea más fácil que la de estos. En tercer lugar, el
hecho de que los órganos administrativos posean, normalmente, un grado de es-
pecialización mucho más elevado que los parlamentos -por cuanto la esfera en
la que aquellas ejercen sus competencias es más limitada, la variedad de los casos
de que conocen es menor, y las decisiones que toman suelen afectar a sus destina-
tarios de manera más inmediata y concreta- hace que el peligro de ser capturadas
sea también mayor 7.

' Véase, por todos, A. Bmx PALOP (2004).


6
Véase la STC 129/2013, de 4 de junio; así como J. M. DÍAZ LEMA (2013); R. J. SANTAMAIÚA
ARINAS (2014); P. RODRÍGUEZ PATRÓN (2017).
7
Véase, para los órganos jurisdiccionales, G. DüMÉNECH PASCUAL y J. MüRA-SANGUINETTl
(2015: 17 y ss.).
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20. Cabe suponer, en suma, que el riesgo de que los agentes administrativos
abusen de su poder y tomen decisiones que favorecen sus intereses privados en de-
trimento de los públicos es mayor que el riesgo de que el legislador haga lo propio.
Esta es, a fin de cuentas, la suposición que está en la base del principio de legalidad
(arts. 9.1 y 103.1 CE). Si se demostrara o pudiéramos esperar lo contrario, sería el
legislador el que tendría que ajustar su actividad a lo dispuesto por las Administra-
ciones públicas.

S. Preferencias de los jueces

21. No es razonable estimar que los jueces son una especie de superhombres
impermeables a los elementos de diversa índole que suelen condicionar las deci-
siones del resto de los seres humanos. La hipótesis contraria resulta mucho más
verosímil. Lo razonable es entender que las mismas circunstancias que afectan a la
conducta de las personas en general ejercerán también una influencia similar sobre
la actividad judicial 8•
22. Una de las circunstancias más determinantes a estos efectos es la utilidad
que para el sujeto agente pueda derivarse de sus distintas alternativas de actuación ..
Cabe pensar que también los jueces, cuando desempeñan sus funciones jurisdiccio-
nales, tienden a tomar las decisiones que maximizan su utilidad personal, como
cualquier individuo 9. Esa utilidad dependerá, potencialmente, de diversas variables,
cuando menos de: sus retribuciones; el tiempo de ocio que les deja el cumplimiento
de sus funciones; la reputación resultante de su actividad judicial, que a su vez de-
penderá en buena parte de la opinión que diversos grupos de personas -otros jueces,
los profesionales del foro, profesores de Derecho, políticos, periodistas, el público
en general, etc.- se formen acerca de su desempeño 10 ; el destino que ocupen; la
medida en que las decisiones que adoptan se ajustan a sus gustos -v. gr., a su ideo-
logía política, a sus simpatías o antipatías- o a la que ellos consideren la solución
objetivamente prescrita por el ordenamiento jurídico; el hecho de que sus decisiones
sean anuladas por los Tribunales superiores o corregidas de alguna manera por el le-
gislador; la gratificación intrínseca que obtengan al ejercer sus funciones, etcétera 11 •
23. Nuestro sistema jurídico articula numerosas y estrictas garantías dirigidas
a enervar la negativa influencia que varios de esos factores pueden tener sobre la
actividad judicial. Se pretende conseguir con ellas que los órganos jurisdiccionales
actúen únicamente sometidos al imperio de la ley (art. 117 CE). En palabras del
Tribunal Constitucional, se trata de «asegurar que la pretensión sea decidida exclu-
sivamente por un tercero ajeno a las partes y a los intereses en litigio y que se so-

8 Véase P. CALAMANDREI (1997).


9 Véanse R. A. PoSNER (1993), y, con datos empíricos, L. EPSTEIN, w. M. LANDES y R. A. PosNER
(2013).
10 Sobre el papel ciucial que la reputación de cada uno de los jueces y la de la ju_dicatura en su

conjunto juegan respecto no solo del comportamiento de estos, sino también de la organización y el
funcionamiento del poder judicial, véase N. GAROUPA y T. GINGSBURG (2015).
l1 Véase G. DoMÉNECH PASCUAL (2009: 76 y ss.).
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meta exclusivamente al ordenamiento jurídico como criterio de juicio. Esta sujeción


estricta a la ley supone que esa libertad de criterio en que estriba la independencia
judicial no sea orientada a priori por simpatías o antipatías personales o ideológi-
cas, por convicciones e incluso por prejuicios, o, lo que es lo mismo, por motivos
ajenos a la aplicación del Derecho» 12 • Piénsese en: la inamovilidad de los jueces; su
régimen de incompatibilidades; las restricciones impuestas al ejercicio de algunos
de sus derechos fundamentales; la reserva de ley establecida para regular su estatuto
jurídico; el sistema de auto gobierno del Poder judicial diseñado por la Constitución;
el hecho de que los jueces carezcan, normalmente, de discrecionalidad para elegir los
casos que van a decidir; su obligación de abstenerse de conocer de aquellos casos en
los que, por su concreta relación con las partes o con el objeto del proceso, se hallen
en una situación en vista de la cual pueda temerse razonablemente que no actuarán
de manera objetiva, etcétera.
24. Estas garantías establecidas para asegurar la objetividad y sujeción al Dere-
cho de la actividad judicial son mucho más numerosas y estrictas que las estableci-
das para hacer lo propio con la actuación administrativa. De ahí que pueda suponerse
que la probabilidad de que los jueces abusen de su poder o ejerzan sus potestades
sesgada o desviadamente, persiguiendo fines espurios, es menor que la de que las
Administraciones públicas incurran en este tipo de conductas.

III. EL PAPEL DEL LEGISLADOR

l. Definir la estructura del juego


25. El legislador goza de un amplio margen de discrecionalidad -el que
le deja la Constitución y el Derecho de la Unión Europea- para configurar la es-
tructura de sus interacciones con las Administraciones públicas y los Tribunales. Al
legislador le corresponde «mover ficha» en primer lugar y definir el marco en el que
se producirán dichas interacciones, condicionando así el sentido de las mismas.
26. El legislador tiene la posibilidad de reservarse para sí mismo la adopción
de ciertas decisiones o delegarla. Si opta por esto último, puede delegar en los Tribu-
nales o en una determinada Administración pública. En este segundo escenario, las
decisiones administrativas resultantes podrán requerir o no una autorización judicial
previa y, en cualquier caso, podrán ser revisadas a posteriori por aquellos.,El legis-
lador podrá regular con mayor o menor densidad las condiciones bajo las cuales han
de decidir los Tribunales o la Administración, así como el margen de apreciación que
aquellos han de reconocer a esta cuando revisen sus decisiones. La delegación y sus
condiciones podrán establecerse de manera tácita o explícita.
27. La elección de una u otra alternativa dependerá de cómo vayan a actuar
probablemente los actores implicados en cada uno de los posibles escenarios, y de la
medida en que las reacciones esperables de todos ellos satisfagan los intereses perse-
guidos por el legislador, lo cual dependerá a su vez de diversos factores.

12 ATC (Pleno) 26/2007, de 5 de febrero, FJ 3,


CAP. 12. EL JUEGO DEL LEGISLADOR, LA ADMINISTRACIÓN Y EL JUEZ 869

2. Factores determinantes de la definición legislativa de la estructura


deljuego

2.1. Capacidad de tomar decisiones acertadas

28. Un factor detenninante de las elecciones del legislador en esta materia


-acerca de si delegar o no delegar, en quién, en qué medida y cómo delegar, etc.-
es el de la capacidad de los poderes públicos implicados para tomar las decisiones
que mejor satisfacen los intereses perseguidos por aquel. Dicha capacidad difiere
notablemente en función del poder público y del tipo de asunto de que se trata.
29. Los órganos legislativos tienen tres características que condicionan deci-
sivamente su aptitud a estos efectos. La primera es que su número es muy reducido:
por cada legislador que puede adoptar directamente una decisión hay múltiples órga-
nos administrativos y jurisdiccionales en los que aquel podría delegar para tomar esa
y otras decisiones. La segunda es que, dada la variedad de asuntos de los que poten-
cialmente ha de ocuparse cada legislador, su especialización no puede ser muy eleva-
da. La tercera es que sus procedimientos de actuación son extraordinariamente lentos
y costosos. Estas características determinan que los legisladores solo sean capaces
de dictar: i) un número relativamente reducido de decisiones; ii) de una complejidad
no muy elevada, y iii) que no necesitan ser revisadas y, en su caso, modificadas muy
frecuentemente.
30. Los órganos jurisdiccionales son mucho más numerosos. Su grado de
especialización es relativamente reducido, pues todos .los jueces cuentan con una
formación -casi siempre, exclusivamente jurídica- muy similar. Y sus procedi-
mientos de actuación son también lentos y pesados, si bien, en líneas generales, no
tanto como los legislativos.
31. Las Administraciones públicas son todavía más numerosas. Su grado de
especialización varía considerablemente, pero puede llegar a ser muy elevado. Y,
notmalmente, sus procedimientos de actuación son más ágiles y menos costosos que
los legislativos y los judiciales.

2.2. Posibilidades de actuar de oficio

32. La intervención pública puede ser impulsada por la propia iniciativa de los
agentes que la llevan a cabo o por la de los particulares. Excluir la acción de oficio
tiene la ventaja de que disminuye el riesgo de que las autoridades actúen movidas
por sus propios intereses, en lugar de por los de la ciudadanía. El inconveniente es
que, a veces, los particulares carecen de la información o de los incentivos necesa-
rios para impulsar los mecanismos de intervención pública -v. gr., presentar una
iniciativa legislativa, formular una solicitud ante la Administración o litigar ante
los Tribunales-, en casos en los que se precisa esa intervención para satisfacer los
intereses generales. Se trata normalmente de casos en los que dicha impulsión en-
gendra considerables externalidades positivas -beneficios para terceras personas
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1
por los que el impulsor no puede obtener un precio a cambio-, lo que provoca que
los incentivos que los particulares tienen para poner en marcha tales mecanismos re-
sulten insuficientes y, en consecuencia, que el volumen de actividad pública tienda
a ser demasiado escaso. Así ocurre, por ejemplo, cuando una conducta ilícita daña
o pone en peligro a una gran cantidad de personas, cada una de las cuales soporta
un daño o un peligro de una magnitud que no es lo suficientemente grande como
para que le resulte rentable activar los procedimientos públicos dirigidos a controlar
dicha conducta, si bien la suma de los daños o peligros experimentados por todas
ellas alcanza una elevada cuantía. De ahí que, en estos y otros casos semejantes, se
requiera que los poderes públicos intervengan de oficio, para compensar los déficits·
de la iniciativa privada 13 •
33.
Las facultades de actuar de oficio tienen la máxima amplitud en el caso del
legislador, si bien este solo es capaz de intervenir directamente en un número muy
reducido de asuntos. Son algo más limitadas cuando se trata de la Administración.
Esta necesita una previa habilitación legislativa para actuar en las materias reser-
vadas a la ley, pero, por lo demás, posee una gran capacidad de actuar de oficio y,
además, de hacerlo de manera sistemática, coordinada y masiva.
34. Dichas facultades son mucho más reducidas, hasta el punto de· llegar fre-
cuentemente a la inexistencia, en el caso de los Tribunales. Con el objeto de garan-
tizar su imparcialidad y, en general, su objetividad, los poderes de los jueces para
actuar de oficio -especialmente, para iniciar procesos, pero también para configurar
su objeto, precisar qué es lo que se va a discutir y decidir en ellos, qué información
podrá considerarse a dichos efectos, etc.- tienen, por lo común, un alcance muy
limitado, sobre todo en los asuntos de naturaleza civil.
35. De ahí que en los ámbitos donde las referidas externalidades positivas son
muy abundantes y significativas y, a la postre, existe una gran necesidad de que los
poderes públicos actúen de oficio de manera frecuente, la intervención administra-
tiva suele ser intensa. Piénsese, por ejemplo, en la protección del medioambiente, el
urbanismo, el fomento de las actividades artísticas, científicas, deportivas, científi-
cas, culturales, etcétera.

2.3. Costes de procedimiento

36. Otro factor, estrechamente cone.ctado con el anterior, que el legislador con-
siderará seguramente a la hora de optar por una u otra alternativa es el de los costes
en que cada uno de los poderes públicos implicados habría de incurrir para asegurar
el acierto de sus decisiones. Cabe razonablemente suponer, según hemos visto ya,
que esos costes son, en términos generales: muy elevados en el caso del legislador;

Ello no significa que la acción de oficio sea siempre imprescindible para corregir el problema
13

descrito en el texto. A veces también cabe, a estos efectos, incrementar los incentivos que los individuos
tienen para activar la intervención pública. Piénsese, por ejemplo, en las llamadas acciones de clase, Y
en la posibilidad de que las víctimas de accidentes obtengan una compensación superior a la magnitud
del dafio sufrido (punitive damages).

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CAP. 12. EL JUEGO DEL LEGISLADOR, LA ADMINISTRACIÓN Y EL JUEZ 871

más bajos cuando actúan los Tribunales; y todavía más bajos cuando decide una
autoridad administrativa.

2.4. Relevancia de los intereses en juego

37. La relevancia de los intereses en juego jugará también un papel importante.


Cuanto mayor sea aquella, más elevado será, ceteris paribus, el coste de los abusos,
equivocaciones y desaciertos eventualmente cometidos al decidir y, por tanto, más le
merecerá la pena al legislador establecer mecanismos dirigidos a prevenirlos.

2.5. Varianza de los resultados e incertidumbre

38. Cualquier delegación legislativa implica siempre una suerte de lotería: el


delegante nunca puede saber con certeza qué decisiones acabarán tomando los de-
legatarios en el ejercicio de la potestad que les ha conferido. El legislador preferirá,
seguramente, que el contenido de todas esas decisiones se acerque lo máximo po-
sible al punto que él considera óptimo, pero también debería saber que es probable
que esto no ocurra, que algunas de ellas se aparten en mayor o menor medida del
referido punto. Y aquí cabe razonablemente suponer que al legislador le importará no
solo el promedio, sino también la dispersión de los resultados o, dicho con otras pa-
labras, el grado de inconsistencia existente entre las distintas decisiones adoptadas
por las autoridades delegatarias. Esta inconsistencia encierra, probablemente, costes
para el legislador, por cuanto supone un menoscabo de la seguridad y la estabilidad
jurídicas que puede traer consecuencias negativas para sus votantes. Pero también
tiene alguna ventaja. Las diferentes interpretaciones de la ley implican una suerte de
diversificación del riesgo que el legislador corre al delegar.
39. En cualquier caso, es perfectamente verosímil que el grado de las inconsis-
tencias producidas al interpretar y aplicar la ley difiera en función de la naturaleza
de las autoridades a las que el legislador ha encomendado esta tarea. Se ha sosteni-
do al respecto que la delegación en agencias administrativas produce una menor
varianza sincrónica, en la resolución de los distintos casos o cuestiones que en un
momento determinado surgen, mientras que la delegación en los Tribunales reduce
la varianza diacrónica, los cambios que la interpretación de la ley experimenta a lo
largo del tiempo. Las interpretaciones administrativas tienden a ser, en términos ge-
nerales, sincrónicamente más homogéneas, pero menos estables que las judiciales 14 •
40. Estas diferencias obedecen principalmente a dos factores. El primero es
que, en el seno del poder ejecutivo, existen mecanismos que permiten dirigir o al
menos coordinar las interpretaciones de la ley hechas por diferentes órganos admi-
nistrativos en un determinado momento 15 • Cuando se trata de órganos jurisdicciona-

M.C. STEPHENSON (2006c).


!4
Piénsese, por ejemplo, en las instrucciones que los órganos administrativos pueden dirigir a
15

sus órganos jerárquicamente dependientes (art. 6 LRJSP), o en la existencia de órganos encargados de


coordinar la actividad de diferentes Administraciones públicas (v. g1:, art. 148 LRJSP).
872 GABRIEL DOMÉNECH PASCUAL

les, en cambio, esos instrumentos de dirección son inexistentes o mucho más suaves
-e ineficaces- por mor de las exigencias del principio de independencia judicial.
En segundo lugar, los cambios políticos producidos a resultas de procesos electorales
provocan normalmente que numerosas personas que venían ocupando los órganos
administrativos encargados de actuar por delegación del legislador sean sustituidas
por otras de distinta ideología que ahora ejercerán esta delegación en un sentido
diferente. En la esfera judicial, los giros doctrinales son menos radicales y más in-
frecuentes, de un lado, porque la inamovilidad de los jueces impide que estos sufran
sustituciones semejantes y, de otro, porque los precedentes judiciales generan, de
iure o de facto, una fuerza vinculante sobre las decisiones jurisdiccionales superior
a la que se otorga a los precedentes administrativos respecto de la actividad de las
Administraciones públicas 16 •

2.6. Costes de rectificación

41. Otro factor importante es el de los costes en los que el legisladm; la Ad-
ministración o los Tribunales habrían de incurrir para corregir los errores que
alguno de estos agentes pueda cometer al tomar determinadas decisiones. Cabe pen-
sar que cuanto más elevados sean dichos costes, menos atractivo resultará asignar
al agente en cuestión el poder de adoptar tales decisiones. Nótese que estos costes
de rectificación no coinciden exactamente con los que hemos denominado costes de
procedimiento, aunque ambos puedan estar relacionados. Estos últimos se derivan
de la realización de ciertos trámites dirigidos a preparar la correspondiente decisión,
y su finalidad no es la de corregir los errores cometidos al tomarla, sino la de preve-
nirlos.
42. Los costes de rectificación pueden ser asimétricos, distintos según el sen-
tido de la decisión de que se trate. Se ha señalado, por ejemplo, que, en nuestro
ordenamiento jurídico, rectificar la anulación errónea de una ley (un falso positivo)
es mucho más difícil que hacer lo propio con el error cometido al declarar válida
una norma legal que en verdad es inconstitucional (falso negativo). La corrección
de los errores del primer tipo requiere que el Tribunal Constitucional cambie su
jurisprudencia sobre el particular, lo que solo puede ocurrir si el legislador vuelve a
dictar preceptos iguales a los previamente declarados inconstitucionales, lo cual es
dudoso que pueda hacerse 17 y, en cualquier caso, resulta políticamente muy costoso,
ya que podría interpretarse como un acto de desobediencia. Para rectificar los falsos
negativos, también hace falta que el Tribunal Constitucional tenga la oportunidad de
cambiar su opinión, pero esto es mucho más fácil que suceda, pues, desestimado un
recurso o una cuestión de inconstitucionalidad formulados contra un determinado
precepto legal, cualquier juez puede volver a plantear una cuestión contra el mismo

16
En sentido similar, sostiene S. DÍEZ SASTRE (2008) que el precedente judicial, en el Derecho
español, tiene carácter normativo, «se percibe como Derecho por la comunidad jurídica. Es Derecho en
sí mismo» (p. 159), a diferencia del precedente administrativo, que carece de carácter normativo, que
no vincula por sí mismo (p. 175).
17
Sobre el tema, en sentido afirmativo, C. VIVER Pr-SUNYER (2013).

__j
CAP. 12. EL JUEGO DEL LEGISLADOR, LA ADMINISTRACIÓN Y EL JUEZ 873

precepto fundada en motivos coincidentes 18 • Esta asimetría justificaría el otorga-


miento a las leyes de una suerte de «presunción de validez» o, dicho con otras pala-
bras, exigiría que el Tribunal Constitucional se autocontuviera hasta cierto punto a la
hora de anular las leyes sometidas a su juicio, de manera que estas fuesen considera-
das válidas cuando su conformidad con la Constitución resultase dudosa 19 •
43. Lo mismo vale decir respecto de los reglamentos administrativos. No es
sencillo rectificar su anulación errónea, pues para ello se necesita que la Administra-
ción reitere los preceptos declarados inválidos, lo que parece estar prohibido por el
art. 103.4 LJCA, al margen de los costes políticos y de procedimiento que la elabo-
ración de la «nueva» disposición implicaría. Para corregir una declaración de validez
e1Tónea, en cambio, tan solo se requiere que algún Tribunal estime, al conocer de un
recurso interpuesto contra un acto dictado en aplicación del reglamento en cuestión,
que este es ilegal. De hecho, tal posibilidad viene inequívocamente contemplada por
el art. 26.2 LJCA. Ello justificaría igualmente que los Tribunales mostrasen una cier-
ta deferencia hacia las disposiciones reglamentarias sometidas a su juicio. Si anular-
las es ceterís paríbus más costoso que declararlas válidas, convendrá decantarse por
esta segunda alternativa en los casos dudosos.

2.7. Legitimidad democrática

44. Este factor es también relevante, en tanto en cuanto la adopción de decisio-


nes mediante procedimientos democráticos -transparentes, participativos, etc.- y
por autoridades legitimadas democráticamente incrementa la probabilidad de que
aquellas sean aceptadas por sus destinatarios y, además, el legislador valora posi-
tivamente esta aceptación, lo cual es bastante verosímil. En consecuencia, cuanto
más democráticos sean la composición y los procedimientos de actuación de un
determinado órgano administrativo, más atractivo y fácil le resultará al legislador
delegar en él.

2.8. Riesgo de desviaciones. Peligro de captura

45. Este es, sin duda, un factor clave. Cuanto mayor sea el riesgo de que el
delegatario tome decisiones que se apartan de las preferencias del legislador,
menos atractivo le resultará a este delegarle poderes. La magnitud del riesgo de-
penderá principalmente de los incentivos que el delegatario tenga para decidir en
un sentido distinto del preferido por el delegante, los cuales estarán en función de
diversas circunstancias. En primer lugar, de los beneficios que el delegatario pueda
obtener al desviarse, que a su vez dependerán, cuando menos, de la distancia exis-
tente entre las preferencias de ambos y de la relevancia de los intereses en juego. En
segundo lugar, de los costes esperados que para el delegatario suponga desviarse.
Cuanto mayores sean las dificultades para actuar desviadamente, mayor la probabi-

18 Véase, a contrario sensu, el art. 38 LOTC, así como la STC 55/1996, de 28 de marzo, FJ 2.
19 v. FERRERES CüMELLA (1997: 199 y ss.).
874 GABRIEL DOMÉNECH PASCUAL

lidad de que la desviación resulte detectada y «sancionada», y mayor la entidad de


la correspondiente «sanción», más elevados serán dichos costes, más improbable se
volverá la desviación y, en definitiva, más atractiva resultará la delegación para el
legislador.
46. Un factor que determina decisivamente dichos costes y beneficios es la
facilidad con la que los grupos de presión interesados pueden capturar a los delega-
tarios. Cuanto mayor sea esa facilidad, más elevadas serán las «recompensas» que
aquellos estén dispuestos a ofrecerles a fin de ganarse su favor. Un mayor riesgo de
captura determina, en consecuencia, un mayor riesgo de adoptar decisiones desvia-
das. Tal es una de las razones por las que este último es más elevado en el caso de
los órganos administrativos que en el de los jurisdiccionales. Los primeros son más
fáciles de capturar que los segundos, fundamentalmente por dos razones. De un lado,
por el peculiar estatuto jurídico -régimen de incompatibilidades, inamovilidad, re-
tribuciones, etc.- al que están sometidos los jueces, que los aísla considerablemente
frente a eventuales presiones externas. De otro lado, el hecho de que el poder judicial
constituya una organización sumamente descentralizada, integrada por miles de ór-
ganos jurisdiccionales independientes, cuya capacidad de coordinarse y de escoger
los casos que han de juzgar es muy limitada, dificulta enormemente su captura. Los
costes de presionar a las autoridades competentes se incrementan tanto más cuanto
más numerosas son estas.

2.9. Imputación de méritos y culpas

47. Al legislador le interesa que sus potenciales votantes valoren positivamente


su gestión. A fin de lograrlo puede tratar de que esta contribuya a satisfacer efectiva-
mente y en la mayor medida de lo posible los intereses de aquellos. Pero, dado que
estos normalmente no disponen de información perfecta acerca de la misma ni son
capaces de valorarla de manera perfectamente racional, también puede utilizar otra
estrategia: evitar las decisiones por las que sus votantes puedan imputarle algún tipo
de culpa o que produzcan mayor «desgaste político» y, en cambio, tomar aquellas
otras por las que estos puedan atribuirle méritos 2°.
48. Las elecciones hechas por el legislador respecto de delegar o no la adop-
ción de ciertas decisiones en autoridades administrativas o judiciales pueden tener
consecuencias significativas al respecto 21 • La responsabilidad que por ello los ciuda-
danos le imputen estará positivamente correlacionada con las posibilidades que -a
los ojos de la ciudadanía- el legislador tenga de interferir de facto en la toma de
las correspondientes decisiones. Será máxima, para bien o para mal, si este decide
directamente. Será mínima, probablemente, si la delegación se hace en favor de
los Tribunales, pues aquí las posibilidades de intervención legislativa son mucho
menores, por exigencias de la independencia judicial. Y se encontrará en un punto

20
Entre nosotros, C. D. CmIANO VELA (2000: 96 y 97) ha señalado cómo a veces el parlamento
delega en el ejecutivo con el fin de eludir la adopción de decisiones polémicas o impopulares.
21
Véanse, en este sentido, P. H. ARANSON, E. GELLHORN y G. o. ROB]NSON (1982: 56 y ss.);
E. SALZBERGER (1993: 361 y ss.).
CAP. 12. EL JUEGO DEL LEGISLADOR, LA ADMINISTRACIÓN Y EL JUEZ 875

intermedio si el legislador delega en una autoridad administrativa cuya concreta


actuación puede controlar de iure o defacto.

3. Límites jurídicos de la definición legislativa del juego


49. El legislador no es enteramente libre para configurar la estructura del jue-
go, sino que debe respetar los límites fijados al respecto en normas de carácter
supralegal, principalmente en la Constitución española y, en menor medida, en el
Derecho de la Unión Europea.

3.1. Contenido de los límites


50. En algunos casos, dichas normas prohíben absolutamente otorgar ciertos
poderes a determinadas autoridades. El art. 25.3 CE, por ejemplo, establece que
«la Administración civil no podrá imponer sanciones que, directa o subsidiariamente,
impliquen privación de libertad». Y el art. 117.4 CE prohíbe que se otorguen a Juzga-
dos y Tribunales funciones no jurisdiccionales o innecesarias para garantizar derechos.
51. En otros casos, aquellas normas prohíben otorgar poderes demasiado
amplios, cuyas condiciones de ejercicio no han sido precisadas normativamente con
la suficiente densidad. Aquí destacan los numerosos preceptos constitucionales que
reservan a la ley la regulación de ciertas materias y, en particular, la del ejercicio de
determinados derechos y libertades (art. 53.1 CE). Tales preceptos no prohíben que
se otorguen a la Administración poderes normativos en las materias reservadas, sino
que estos sean demasiado amplios. Se trata, en palabras del Tribunal Constitucional,
de reservas relativas, no absolutas 22 • Cabe remitir a la Administración la ordenación
mediante reglamento de las referidas materias, pero el legislador debe establecer una
cierta regulación sustancial de las mismas; la remisión no puede ser «en blanco»: es
inaceptable «una total abdicación por parte del legislador de su facultad para esta-
blecer reglas limitativas, transfiriendo esta facultad al titular de la potestad reglamen-
taria, sin fijar ni siquiera cuáles son los fines u_ objetivos que la reglamentación ha
de perseguir» 23; es inconstitucional la «simple habilitación a la Administración, por
norma de rango legal vacía de todo contenido material propio» 24 •
52. En el art. 53.1 CE encontramos también otra prohibición similar. Segun
el Tribunal Constitucional, en este precepto se establece no solo una reserva de ley,
sino también un mandato de tipicidad o determinación normativa 25 • En su virtud,
las limitaciones de los derechos reconocidos en los arts. 15-38 CE deben estar pre-

Véase, por ejemplo, la STC 227/1993, de 9 de julio, FJ 4.


22
STC 83/1984, de 24 de julio, FJ 4. En sentido similar, véanse las SSTC 37/1981, de 16 de no-
23

viembre, FJ 4; 179/1985, de 19 de diciembre, FJ 3; 19/1987, de 17 de febrero, FJ 4, y 185/1995, de 14


de diciembre, FJ 6.
24 SSTC 42/1987, de 7 de abril, FJ 2, y 29/1989, de 6 de febrero, FJ 2. Véase, también, cap. 11,

§§ 122-126.
25 Véanse, por ejemplo, las SSTC 42/1987, de 7 de abril, FJ 2; 305/1993, de 25 de octubre, FJ 3;
341/1993, de 18 de noviembre, FJ 10; 53/1994, de 24 de febrero, FJ 4; 25/2002, de 11 de febrero, FJ 4,
y 113/2002, de 9 de mayo, FJ 3. Véase, también, cap. 8, §§ 78-80.
876 GABRIEL DOMÉNECH PASCUAL

determinadas normativamente en términos lo suficientemente precisos como para re-


sultar previsibles. La norma «que restrinja [uno de esos derechos] debe expresar con
precisión todos y cada uno de los presupuestos materiales de la medida limitadora»;
«así, aun teniendo un fundamento constitucional y resultando proporcionadas las
limitaciones del derecho fundamental establecidas por una ley [... ] estas pueden vul-
nerar la Constitución si adolecen de falta de certeza y previsibilidad en los propios
límites que imponen y su modo de aplicación» 26 • Dicho con otras palabras, no cabe
otorgar a los órganos administrativos ojurisdiccionales un poder demasiado amplio
de restringir aquellos derechos en el caso concreto 27 • Las condiciones de ejercicio
de este poder deben estar normativamente predeterminadas con el suficiente detalle
para prevenir abusos y que los ciudadanos sepan a qué atenerse 28 •
53. En ocasiones, lo que se impone al legislador es la obligación de otorgar
ciertos poderes a determinadas autoridades, o la prohibición de que otras auto-
ridades los restrinjan o interfieran en su ejercicio. Así ocurre cuando la Constitu-
ción garantiza la autonomía de ciertas entidades, como los municipios (art. 140 CE)
y las universidades públicas (art. 27.10 CE). La Constitución exige aquí que estas
organizaciones tengan asignados unos «mínimos competenciales que doten de con-
tenido y efectividad a la garantía de su autonomía» 29 • Dado que sus competencias
y poderes reguladores no han sido concretados por la Constitución, el legislador se
encargará de fijarlos, para lo cual goza de un amplio margen de configuración. Pero
este no puede ser absoluto, pues de otro modo la referida garantía constitucional
quedaría al albur de la ley y, a la postre, sin efecto.
54. El Derecho de la Unión Europea también limita la libertad de configu-
ración del legislador en este punto, al imponer a los Estados miembros el estable-
cimiento de autoridades -v. gr. administrativas- provistas de ciertas potestades
y de un determinado grado de discrecionalidad para ejercerlas que los legisladores
nacionales no pueden restringir 30 •
55. Esa libertad del legislador queda asimismo limitada por las «reservas de
jurisdicción» consagradas por la Constitución, que son de cuatro tipos. Véase, tam-
bién, cap. 8, §§ 60-63.
i) Algunos de sus preceptos establecen, en primer lugar, que determinadas de-
cisiones únicamente pueden ser tomadas por los Tribunales. El art. 20.5 CE, por

STC 292/2000, de 30 de noviembre, FJ 15. Según M. BACIGALUPO (1997: 222 y ss.), en estos
26

casos se infringe el derecho a la tutela judicial efectiva (art. 24 CE), postura que no sigue nuestro Tri-
bunal Constitucional.
27
Véase la STS de 23 de marzo de 2015 (rec. 1882/2013), en relación con la llamada ordenanza
de convivencia ciudadana de Barcelona.
28
Algunas disposiciones del Derecho de la Unión Europea establecen un mandato semejante.
Véase, por ejemplo, el art. 10 de la Directiva 2006/123/CE, de 12 de diciembre, relativa a los servicios
en el mercado interior.
29 En palabras de la STC 214/1989, de 21 de diciembre, FJ 3. Como advie1te F. VELASCO CABALLERO

(2009: 246 y ss.), los ruts. 137, 140 y 141 CE implican una «reserva constitucional de ordenanza local».
'º Véase, en este sentido, la STJUE de 3 de diciembre de 2009 (Comisi6n c. Alemania, C-424/07),
comentada por J. M.ª BAÑO LEÓN (201 la); M.ª J. BoBES SÁNCHEZ (2012); M. M. FERNANDO PABLO
(2012) (cap. 8, § 59).
CAP. 12. EL JUEGO DEL LEGISLADOR, LA ADMINISTRACIÓN Y EL JUEZ 877

ejemplo, dispone que «solo podrá acordarse el secuestro de publicaciones, grabacio-


nes y otros medios de información en virtud de resolución judicial» 31 •
ii) En segundo lugar, los arts. 24.1, 106.1 y 117 .3 CE reservan a los Tribunales
el poder de juzgar y ejecutar lo juzgado, de decir la última palabra y hacerla cum-
plir cuando están en juego los derechos o intereses legítimos de los ciudadanos 32•
El legislador puede delegar en una autoridad administrativa o ejercer él mismo una
determinada potestad, pero, en cualquiera de los dos casos, las personas afectadas
en sus derechos o intereses legítimos por las decisiones resultantes podrán recabar la
tutela judicial efectiva de los mismos.
iii) En tercer lugar, a este control judicial posterior generalizado, la Constitu-
ción añade, ora explícita ora implícitamente, uno previo, que necesariamente hay
que superar antes de tomar determinadas decisiones. El art. 18 CE, por ejemplo,
establece que las autoridades públicas necesitan una previa autorización judicial para
intervenir las comunicaciones o entrar en un domicilio sin el consentimiento de su
titular cuando no hay un flagrante delito.
iv) En cuarto lugar, en su Sentencia 181/2000, de 29 de junio (FFJJ 19 y 20),
relativa a los baremos de cuantificación de ciertos daños, el Tribunal Constitucional
declaró que del art. 117.3 CE no puede inferirse la existencia de una prohibición
impuesta al legislador de establecer una regulación con cierto grado de densidad. Sin
embargo, a continuación, declaró contraria al art. 24.1 CE cierta disposición legisla-
tiva por la razón de que contenía una regulación extremadamente «generalizadora y
de parificación» que impedía a los afectados ejercitar en el proceso sus pretensiones
individualizadas. En nuestra opinión, una ley puede vulnerar los derechos constitu-
cionales a los que afecta si establece una regulación excesivamente uniforme, que
no deja suficiente espacio para que las autoridades encargadas de aplicarla -ora
administrativas ora judiciales- tutelen adecuadamente esos derechos en atención a
las circunstancias del caso concreto 33 •
56. Finalmente, debe notarse que algunas normas supralegales reservan a de-
terminados legisladores la regulación de ciertas potestades y, por tanto, excluyen
o limitan la posibilidad de que otros legisladores interfieran en ella. La competencia
exclusiva del Estado en materia penal (art. 149.1.6 CE), por ejemplo, impide que las
comunidades autónomas puedan conferir a los Tribunales la potestad de castigar
las infracciones de su ordenamiento jurídico.

31
Véanse, también, los arts. 17.2 y 22.4 CE, así como la STC 85/2018, de 19 de julio, en relación
con la competencia de cierta Comisión administrativa para investigar hechos delictivos.
32
Véanse las SSTC 195/2012, de 17 de octubre, y 58/2016, de 17 de marzo, así como las SSTS de
31 de mayo de 2013 (recs. 48/2012 y 185/2012). Algunos autores, como M. A. RODRÍGUEZ PORTUGUÉS
(2013: 241 y ss.), dan al concepto de «juzgar» del art. 117.3 CE un contenido sustancial, como «poder
de tutela de intereses ajenos», que diferiría del poder que se otorga a la Administración, de tutela de un
interés, el general, «que le es propio, aunque no sea su titular». Discrepamos de esta tesis, de un lado,
por su carácter apodíctico, pues no se justifica cómo esta se deduce de la Constitución y, de otro, por-
que, como ya hemos señalado, la finalidad con la que deben ejercer sus potestades todas las autoridades
públicas es sustancialmente la misma: tutelar los intereses generales, maximizando su satisfacción.
33 Así, por ejemplo, son muy cuestionables las disposiciones que establecen de manera categórica

la urgencia de tipos genéricos de expropiaciones (v. gr., el art. 56.1 de la Ley 24/2013, de 26 de diciem-
bre, del Sector Eléctrico). Véase E. GARCÍA DE ENTERRÍA (2001: 257 y ss.).
878 GABRIEL DOMÉNECH PASCUAL

3.2. Justificación de los límites

57. La razón de ser última de todas estas normas supralegales es bien sencilla:
los intereses del legislador pueden no estar alineados con los del conjunto de la
sociedad. Ello puede provocar que la regulación que satisfaría óptimamente aquellos
intereses y que la ley, por consiguiente, tenderá a establecer en ausencia de límites
jurídicos no coincida con la regulación más conveniente para la ciudadanía y que
tales límites tratan de garantizar.
58. Cabe razonablemente estimar, en efecto, que todos esos límites tienden a
minimizar los perjuicios que el legislador puede ocasionar a los intereses gene-
rales al configurar sus interacciones con las Administraciones públicas y los Tribu-
nales. El diseño de tales límites se ajusta, en gran medida, a los criterios que hubiera
utilizado un «constituyente racional» que tratara de perseguir el referido objetivo.
Muchos de los cuales se asemejan a los criterios que utilizaría un legislador racional
para configurar el referido juego de la manera más conveniente para sus intereses, a
saber: la capacidad de los poderes públicos implicados de actuar acertadamente; su
legitimidad democrática; los costes de elaboración y de-rectificación de las decisio-
nes adoptadas; la relevancia de los intereses en juego; la varianza de los resultados;
etcétera.
59. Analicemos, por ejemplo, la prohibición constitucional de que la Admi-
nistración civil imponga sanciones privativas de libertad (art. 25.3 CE). Esta regla
parece muy razonable, a la luz de los referidos criterios. Aquí hay tres factores deci-
sivos. Nótese, en primer término, que al igual que sucede en otros muchos ámbitos,
los incentivos de los Tribunales para ejercer esa potestad sancionadora con objeti-
vidad y plena sujeción al ordenamiento jurídico son mucho mejores que los de las
autoridades administrativas. El riesgo de que estas utilicen dicha potestad desviada
o abusivamente parece mucho mayor que el de que los Tribunales hagan lo propio.
En segundo lugar, no da la impresión de que las Administraciones públicas aventa-
jen sistemáticamente a los Tribunales en conocimientos o capacidad para aplicar el
Código Penal. Más bien al contrario, este es uno de los pocos casos, seguramente,
en los que los órganos jurisdiccionales poseen conocimientos más especializados y
profundos que los administrativos para tomar decisiones acertadas. Estas dos cir-
cunstancias y el hecho de que los intereses en juego -nada menos que la libertad de
las personas- tengan una enorme relevancia justifican que la propia Constitución
haya limitado en este punto la libertad de configuración del legislador dejando sen-
tado que, fuera del ámbito militar, solo los Tribunales puedan imponer sanciones
privativas de libertad.

3.3. Límites explícitos y límites implícitos

60. Ya hemos visto que algunos preceptos de la Constitución y del Derecho de


la Unión Europea establecen explícitamente ciertos límites que el legislador debe
respetar al estructurar sus interacciones con las autoridades administrativas y juris-
diccionales. Adicionalmente, cabría deducir de otros preceptos supralegales -en
CAP. 12. EL JUEGO DEL LEGISLADOR, LA ADMINISTRACIÓN Y EL JUEZ 879

particular, de los que establecen principios y, muy especialmente, derechos funda-


mentales- otros límites análogos, aun cuando estos no vengan expresamente con-
templados por ellas 34 • Nuestro Tribunal Constitucional, por poner algunos ejemplos,
ha interpretado que: el derecho a la tutela judicial efectiva limita la posibilidad de
que el legislador establezca regulaciones «singulares y autoaplicativas», típicamente
establecidas por las Administraciones públicas mediante actos administrativos 35 ; las
intervenciones corporales realizadas en el marco de una investigación penal deben
ser, en principio, autorizadas mediante resolución judicial 36 ; y las remisiones legisla-
tivas al reglamento para regular materias reservadas a la ley deben hacerse de manera
explícita 37 • Todo ello a pesar de que la letra de la Constitución no hace referencia
alguna a estas reglas.
61. Esta doctrina merece, en líneas generales, un juicio positivo. Si los dere-
chos fundamentales constituyen principios jurídicos, mandatos de optimización, que
ordenan la realización de ciertos valores -v. gr., la libertad- hasta donde sea fác-
tica y jurídicamente posible 38 y, en particular, que obligan a los poderes públicos a
adoptar las medidas útiles, necesarias y proporcionadas para protegerlos 39, cabe en-
tender que de tales derechos se detiva también la exigencia de respetar ciertas garan-
tías de organización, procedimiento y forma y, en concreto, de aquellas que resultan
imprescindibles para asegurar dicha protección 40 • El legislador, en consecuencia, no
puede delegar la adopción de ciertas decisiones en unas condiciones -organizativas,
procedimentales y formales- tales que supongan riesgos inútiles, innecesarios o
desproporcionados para los derechos fundamentales afectados.

4. Límites fácticos

62. Conviene tener presente que el margen de maniobra de que el legislador


dispone para configurar la estructura del juego se encuentra limitada no solo por
notmas jurídicas -v. gr., la Constitución y el Derecho de la Unión Europea-, sino
también por la realidad social en la que aquel ha de desenvolverse y que solo con
dificultades y de manera parcial es posible cambiar a golpe de ley. El contexto histó-

34
En sentido similar, F. VELAsco CABALLERO (2014: 124-125) estima que de los principios cons-
titucionales pueden derivarse límites al poder del legislador de optar entre la Administración y los
Tribunales como «organización de cumplimiento del Derecho».
35
Véase la STC 129/2013, de 4 de junio; así como J. M. DÍAZ LEMA (2013); R. J. SANTAMARÍA
ARINAS (2014); P. RODRÍGUEZ PATRÓN (2017).
36 SSTC 7/1994, de 17 de enero, FJ 3, y 207/1996, de 16 de diciembre, FJ 4.
37
STC 26/1994, de 27 de enero, FJ 5.
38 Véanse, entre otros, R. ALEXY (1994: 75 y 76); G.P. LOPERA MESA (2004).
39 G. DoMÉNECH PASCUAL (2006: 143 y ss.).
40 G. DoMÉNECH PASCUAL (2006: 181 y ss.). El Tribunal Constitucional ha declarado al respecto,

por ejemplo, que las resoluciones administrativas y jurisdiccionales que restrinjan derechos fundamenta-
les deben motivarse. En relación con las resoluciones administrativas, véanse las SSTC 175/1997, de 27
de octnbre, FFJJ 4 y 5, y 188/1999, de 25 de octubre, FFJJ 5 y ss., así como la STC 7/1998, de 13 de ene-
ro, FJ 6, que declara la «relevancia constitucional del deber de motivar las resolnciones administrativas
sancionadoras». Respecto de las resoluciones judiciales, véanse, entre otras, las SSTC 128/1995, de 26
de julio, FJ 4; 181/1995, de 11 de diciembre, FJ 5, y 54/1996, de 26 de marzo, FJ 7.
GABRIEL DOMÉNECH PASCUAL
1
880

rico, social y jurídico -que no es posible transformar sustancialmente de la noche a


la mañana-, la inercia y otros factores de índole fáctica condicionan las posibilida-
des de actuación del legislador.

5. Delegar o no delegar. Concepto de delegación

63. El primer dilema que se le presenta al legislador es el de delegar o no dele-


gar. Y la alternativa escogida es casi siempre la primera. Capaz de tomar un número
muy reducido de decisiones, el parlamento no tiene más remedio que limitarse a
establecer los principios y las reglas generales que han de observarse en determina-
das materias, y a delegar en otras autoridades públicas su desarrollo normativo y su
aplicación a los casos concretos.
64. Conviene poner de relieve que en este trabajo se utiliza el término dele-
gación en un sentido muy amplio, como sinónimo de atribución u otorgamiento
de poder público, y no en el sentido más estricto que es usual en el mundo jurídico
español, donde se emplea dicha palabra para referirse al acto por el cual una organi-
zación pública permite a otra ejercer una de sus competencias y, por ende, adoptar
decisiones que, en principio, tienen el mismo valor jmídico que si hubiesen sido
tomadas por aquella 41•

6. En quién o quiénes delegar

65. Aquí, el legislador puede optar básicamente entre dos alternativas: delegar
en una autoridad administrativa o en una jurisdiccional. Ha de tenerse en cuenta,
no obstante, que, si se decanta por la primera opción, las decisiones adoptadas por la
Administración siempre podrán ser revisadas ulteriormente por los Tribunales. Tam-
bién conviene tener presente que en muchas parcelas de la realidad ambas posibili-
dades aparecen combinadas. Para garantizar la seguridad del tráfico, por ejemplo, se
otorgan directamente poderes sancionadores tanto a las Administraciones públicas
(cuyas decisiones pueden ser recurridas ante la Jurisdicción contencioso-administra-
tiva) como a los Tribunales penales.
66. A la hora de escoger entre una u otra alternativa, el legislador debería tomar
en consideración, en mayor o menor medida, prácticamente todos los factores des-
critos supra§§ 28-48. Algunos de esos factores o criterios favorecen normalmente la
opción de delegar exclusivamente en los Tribunales (i). Otros, la de hacerlo en favor
de la Administración (ii). Y otros tienen efectos ambiguos, que dependen de las cir-
cunstancias concurrentes (iii).
i) Un factor muy relevante es el riesgo de arbitrariedades. Por las razones
antedichas, cabe pensar que este es siempre mayor cuando se delega en autoridades
administrativas. La magnitud de la diferencia que en este punto existe entre ambas
alternativas -y, por ende, el coste esperado de delegar en la Administración- de-

41
Véase, por ejemplo, el art. 9 LRJSP.

_J
CAP. 12. EL JUEGO DEL LEGISLADOR, LA ADMINISTRACIÓN Y EL JUEZ 881

penderá a su vez de varias circunstancias: la dificultad de predeterminar legislativa-


mente el sentido de las decisiones de que se trate; los incentivos que las autoridades
administrativas puedan tener para cometer abusos o arbitrariedades; las dificultades
que encuentren los jueces para controlar sus decisiones, etc. También puede jugar un
papel significativo la necesidad de asegurar la estabilidad de las decisiones públi-
cas que interpretan y aplican el ordenamiento jurídico. En la medida en que -cabe
estimar- la jurisprudencia es más estable en el tiempo que la praxis administrativa,
cuanto mayor sea aquella necesidad, más atractivo resultará para el legislador dele-
gar en los Tribunales.
ii) Otro factor importante es la diferencia que entre autoridades administra-
tivas y judiciales existe en cuanto a su respectiva capacidad de tomar decisiones
acertadas. Normalmente, las Administraciones públicas aventajan a los Tribunales
en este punto, aunque no siempre. También juega a favor de algunas autoridades
administrativas su mayor legitimidad democrática, lo que ceteris paribus hace
que la probabilidad de que los afectados acepten sus decisiones sea más elevada.
El legislador debería tener en cuenta, asimismo, la mayor o menor necesidad de
que las autoridades competentes intervengan de oficio. Ya sabemos que en este
punto las Administraciones públicas suelen tener una capacidad mucho mayor que
los Tribunales para actuar por su propia iniciativa, sin necesidad de que lo soliciten
los interesados. Allí donde se requiere que los poderes públicos intervengan por su
propio impulso de manera sistemática, frecuente e intensa, la presencia de la Admi-
nistración será difícilmente eludible. En el mismo sentido jugará la necesidad de
coordinar y asegurar la coherencia de las decisiones tomadas en un determinado
momento por múltiples órganos públicos, pues los administrativos son capaces de
coordinarse y actuar de manera más consistente que los jurisdiccionales. El hecho
de que los procedimientos administrativos sean por lo general más ágiles y menos
costosos que los judiciales favorece también la intervención de la Administración,
sobre todo cuando resulta especialmente importante actuar con rapidez, o cuando los
costes de procedimiento son relativamente elevados en relación con la magnitud de
los intereses en juego, por ejemplo, porque se trata de asuntos de escasa importancia.
iii) La relevancia de los intereses afectados juega a priori un papel ambiguo.
Por un lado, cuanto más relevantes sean estos, menos alicientes tendrá el legislador
para delegar y, en particular, para hacerlo en aquellas autoridades -por lo común,
administrativas- cuyos fines están peor alineados con los suyos. Pero, por otro lado,
cuanto mayor sea dicha relevancia, más necesario será delegar en las autoridades más
capaces, mejor situadas y más legitimadas para decidir acertadamente, que por lo co-
mún son también administrativas. La solución pasará muchas veces por delegar en
estas últimas, al tiempo que se extreman las cautelas para prevenir desviaciones.

7. En qué medida delegar

7.1. La delimitación de espacios decisorios

67. El margen de actuación dejado por el legislador a los Tribunales y,


eventualmente, a las Administraciones públicas puede ser más o menos amplio.
882 GABRIEL DOMÉNECH PASCUAL

Y esta mayor o menor amplitud puede tener una influencia determinante sobre el
grado en el que las decisiones administrativas o judiciales resultantes satisfacen
los fines del legislador. De ahí que este haga bien en considerar cuál es el espacio
de decisión óptimo que en cada caso conviene otorgar a la autoridad o autoridades
delegatarias.
68. Cuando la delegación se hace directa y exclusivamente en favor de los Tri-
bunales, el legislador tendrá que definir un único espacio de decisión. Y habrá de
hacerlo regulando, de manera implícita o explícita, las condiciones sustantivas y
formales de ejercicio de la potestad conferida. Cuanto más densa sea esa regulación,
menor será el margen de que dispongan los jueces para actuar.
69. El margen será estrecho si el legislador emplea a estos efectos «reglas»;
y amplio si utiliza «estándares» 42 . Las reglas predeterminan con un elevado grado
de precisión el supuesto de hecho al que se asocia una determinada consecuencia
jurídica. Los estándares consisten en principios o criterios generales, configurados
con una elevada abstracción, que necesitan ser ponderados y articulados a la luz de
las circunstancias del caso concreto a fin de precisar cuál es la consecuencia jurídica
pertinente.
70. Las reglas tienen varias ventajas: i) permiten a sus destinatarios cal-
cular con mayor grado de certeza las consecuencias jurídicas de sus conductas, lo
que genera seguridad, facilita los acuerdos y reduce la litigiosidad; ii) su mayor
claridad propicia su observancia; iii) su aplicación a los casos concretos es poco
costosa; iv) al estrechar el margen de decisión del juez, reducen el riesgo de que
este se desvíe, consciente o inconscientemente, de la solución preferida por el
legislador, y v) propician una mayor uniformidad en la aplicación del Derecho.
Las reglas son por ello preferibles en aquellos ámbitos en los que se plantean ca-
sos relativamente homogéneos y numerosos, cuyas soluciones óptimas se parecen
mucho entre sí.
71. Los estándares, en cambio: i) son menos costosos de diseñar y elaborar;
ii) permiten que el órgano aplicador del Derecho considere circunstancias relevantes
para tomar en cada caso una decisión acertada que no hubieran podido ser previstas
por el artífice de una regla, y iii) por ello, ofrecen mayores posibilidades de ajustar su
alcance a las circunstancias del caso concreto. Los estándares son, pues, adecuados
cuando se trata de resolver problemas infrecuentes, heterogéneos, complejos, cam-
biantes, para cuya resolución hay que tener en cuenta numerosos factores, difíciles
de prever ex ante.
72. Cuando el poder se otorga directamente a una Administración pública,
cuyas decisiones pueden ser revisadas luego por los Tribunales, las cosas se com-
plican considerablemente. De un lado, el legislador debe elegir cuánto margen de
actuación atribuye a los órganos encargados de aplicar el Derecho. Mediante reglas
o estándares, mediante normas más o menos precisas, la ley determinará el perímetro
del «espacio global de decisión» dentro del cual deberán moverse tanto las autori-

42
Sobre la distinción entre ambos tipos de normas y sus respectivas ventajas y desventajas, véanse
L. KAPLOW (1992); R. B. KOROBKJN (2000).
CAP. 12. EL JUEGO DEL LEGISLADOR, LA ADMINISTRACIÓN Y EL JUEZ 883

dades administrativas como las judiciales. Al regular las condiciones sustantivas y


formales de ejercicio de una potestad administrativa, por ejemplo, el legislador está
definiendo no solo el margen de que la Administración dispone para actuar en virtud
de la misma, sino también, indirectamente, aquel dentro del cual los Tribunales van
a poder moverse a la hora de revisar la decisión administrativa y decidir sobre su
legalidad. Cuanto mayor sea la densidad de esa regulación legislativa, más estrechos
serán ambos márgenes. Si la ley predetermina de manera prácticamente exhaustiva el
sentido de una decisión administrativa, la Administración no tendrá apenas margen
para configurarla, pero tampoco los Tribunales para revisarla.
73. A la hora de fijar el perímetro óptimo de este «espacio global de decisión»
conferido a las autoridades administrativas y judiciales, el legislador debería sopesar
las ventajas y desventajas de fijar un perímetro amplio -mediante estándares- o
estrecho -mediante reglas- a las que antes se hizo referencia.
74. De otro lado, el legislador tiene que deslindar el espacio decisorio atri-
buido a la Administración del otorgado a los Tribunales. La ley que atribuye
explícitamente a la Administración una cierta discrecionalidad para tomar determi-
nadas decisiones limita, al mismo tiempo, las posibilidades que los Tribunales tienen
para declarar la legalidad de estas. Y, viceversa, las reglas que, de iure o de facto,
explícita o implícitamente, restringen o dificultan la posibilidad de que los Tribu-
nales declaren ilegales las decisiones adoptadas por las Administraciones públicas
amplían el margen de que estas disponen para decidir.
75. Para delimitar la extensión de ambos espacios decisorios, el legislador de-
bería tener en cuenta los mismos criterios, antes expuestos, que podrían servirle para
decidir si delega en los Tribunales o en las Administraciones públicas. Bien mirado,
se trata sustancialmente del mismo problema: de cuánto poder conviene dejar a unos
y a otras. Nótese que delegar exclusivamente en los Tribunales puede considerarse
una solución extrema del problema que ahora estamos considerando, por la que el
poder dejado a las autoridades administrativas se estrecha hasta el punto de que es
igual a cero. Así las cosas:
i) El espacio dejado a una determinada autoridad administrativa debería ser
menor cuanto mayor sea el riesgo que esta se desvíe de los fines del legislador,
lo que a su vez dependerá de varios factores: del grado de precisión con el que se
haya predeterminado normativamente el contenido de las decisiones a tomar; de los
incentivos que las autoridades administrativas puedan tener para incurrir en desvia-
ciones; de su legitimidad democrática; del rigor, carácter público y participativo de
sus procedimientos de actuación; de las dificultades que encuentren los jueces para
controlar sus decisiones, etcétera.
ii) El margen de actuación otorgado a la autoridad administrativa debería ser
más amplio cuanto mayor sea la diferencia a su favor entre ella y los Tribunales
en cuanto a su capacidad -v. gr., por sus conocimientos especializados, su ma-
yor cercanía a los hechos, su legitimidad democrática, sus procedimientos de actua-
ción, etc.- para tomar decisiones acertadas y aceptables por los ciudadanos.
iii) Como ya hemos visto, la relevancia de los intereses afectados juega aquí
un papel a priori ambiguo. Cuanto mayor sea dicha relevancia, menos margen de
884 GABRIEL DOMÉNECH PASCUAL
1
actuación convendrá dejar a las autoridades -por lo general, administrativas- que
más probablemente pueden cometer arbitrariedades, pero, al mismo tiempo, también
será más necesario dar mayor espacio a las autoridades más capaces, mejor situadas
y más legitimadas para decidir acertadamente, que por lo común son también ad-
ministrativas. La solución, cuando se trata de decisiones muy relevantes, consistirá
frecuentemente en reconocer a la Administración un margen relativamente amplio
para decidir, al tiempo que se extreman las cautelas -v. gr., de procedimiento-
para prevenir desviaciones.

7.2. Condiciones sustantivas y condiciones formales de la delegación

76. Los espacios para decidir eventualmente dejados a las autoridades admi-
nistrativas y judiciales quedan delimitados por toda una serie de condiciones esta-
blecidas de manera explícita o implícita, con mayor o menor grado de precisión,
por la ley y el resto del ordenamiento jurídico. Como suele decirse, en toda potestad
discrecional hay siempre algunos «elementos reglados».
77. Estas condiciones pueden ser sustantivas o formales. Las primeras limitan
la discrecionalidad de que la autoridad delegataria dispone para concretar el conteni-
do de las decisiones adoptadas en el ejercicio de la potestad delegada. Las segundas
limitan su discrecionalidad para determinar el modo en que se adoptan tales decisio-
nes, es decir, para configurar la organización, el procedimiento y la forma a través de
los cuales se ejerce la potestad delegada.
78. Los aspectos formales -organizativos, procedimentales y de forma en
sentido estricto- de ejercicio de una potestad pueden tener una influencia deter-
minante sobre el contenido de las decisiones adoptadas en virtud de la misma.
Configurar de cierta manera esos aspectos -v. gr., asegurar la imparcialidad de las
autoridades competentes, dar audiencia previa a los afectados, motivar las resolucio-
nes adoptadas y publicarlas- puede incrementar la probabilidad de que esas deci-
siones sirvan efectivamente los intereses del legislador. El problema es que las auto-
ridades competentes no siempre tienen los incentivos adecuados para configurar
de esa manera tales aspectos, principalmente porque sus intereses difieren, en mayor
o menor medida, de los del legislador. Esa configuración digamos «socialmente óp-
tima» es más beneficiosa para el legislador que para la autoridad delegataria; y más
costosa para esta que para aquel.
79. Pongamos, por ejemplo, que desde el punto de vista del legislador conviene
que cierta autoridad pública observe un determinado procedimiento antes de decidir,
porque este permite conocer cuál es la mejor alternativa para el interés general, lo
que compensa los costes que su observancia entraña. Es posible, sin embargo, que
a dicha autoridad no le salga a cuenta realizarlo. De un lado, porque los beneficios
que ello le reportaría son escasos, habida cuenta de que su objetivo no es adoptar esa
decisión «socialmente óptima», sino la que más le conviene a ella. De otro lado, la
observancia del procedimiento puede tener para esa autoridad un coste superior al
que representa para el legislador, al menos por dos razones. En primer lugar, porque
aquella habrá de invertir recursos -tiempo, esfuerzo, dinero, etc.- que ya no podrá
CAP. 12. EL JUEGO DEL LEGISLADOR, LA ADMINISTRACIÓN Y EL JUEZ 885

dedicar a otros usos alternativos, personalmente más gratificantes o políticamente


más rentables. La segunda es que la observancia puede generar inf01mación valiosa
para el legislador -v. gr., por cuanto que le permite conocer cuál es la decisión que
mejor se ajusta a sus fines-, pero perjudicial para la referida autoridad, que preferi-
ría que esa información no saliera a la luz a fin de actuar de manera más acorde con
sus preferencias sin ser «descubierta».
80. De ahí que, frecuentemente, el legislador establezca diversos requisitos
de organización, procedimiento y forma que las autoridades delegatarias deben
respetar cuando ejercen las potestades que aquel les ha otorgado. Estas condiciones
cumplen normalmente una doble función. Por un lado, mejoran la capacidad de
esas autoridades para decidir acertadamente. Por otro, reducen el riesgo de que estas
actúen de manera desviada. La emisión de ciertos informes técnicos en el seno de un
procedimiento, por ejemplo, puede proporcionar al órgano competente para resol-
verlo información valiosa a tales efectos y, además, disminuir el riesgo de que este
incurra en determinadas arbitrariedades.
81. Estos requisitos deberán ser, por ello, especialmente abundantes y estrictos
cuando la necesidad de prevenir arbitrariedades y errores cometidos por las autorida-
des delegatarias sea particularmente acuciante. Cuanto mayor sea el riesgo de tales
arbitrariedades y errores -p. ej., porque el margen de que dichas autoridades dispo-
nen para decidir discrecionalmente es muy amplio o los intereses en juego revisten
una enorme trascendencia-, más numerosas y rigurosas garantías de organización,
procedimiento y forma convendrá articular a fin de neutralizarlo 43 • En términos de
racionalidad económica, la cantidad y la calidad de estas garantías deberían incre-
mentarse hasta el punto en el que su beneficio social marginal -derivado de reducir
ese riesgo- se iguale al coste social marginal que las mismas inevitablemente en-
trañan 44.
82. Debe advertirse, finalmente, que estos requisitos prescritos por la ley y el
resto del ordenamiento jurídico rara vez eliminan por completo la discrecionalidad
de que las autoridades delegatarias disponen para configurar los cauces organiza-
tivos, procedimentales y formales a través de los cuales ejercen en cada caso sus
potestades 45 • Por ejemplo, las Administraciones públicas, en los procedimientos que
han de instruir y resolver, suelen gozar de un considerable margen de apreciación
para: determinar los agentes que intervendrán como instructores; actuar dentro de los
límites temporales fijados por la ley; ampliar o reducir los plazos fijados con carácter
ordinario para llevar a cabo determinadas actuaciones; recabar informes o estudios;
practicar pruebas; realizar o no trámites como el de información pública; escoger la
manera en que motivarán sus decisiones, etcétera.

43 Varios autores han señalado la necesidad de «compensar» la atribución de discrecionalidad a


las Administraciones públicas con el establecimiento de garantías organizativas y de procedimiento.
Cuanto más amplia sea aquella, más rigurosas deben ser estas. Véanse, por todos, M. BACIGALUPO
(1997: 233 y ss.); s. MuÑoz MACHADO (2015: 219); J. M.' RODRÍGUEZ DE SANTIAGO (2016: 69
y ss.).
44 Véase G. DOMÉNECH PASCUAL (2014).
45 En sentido similar, con abundantes ejemplos, J. M.' RODRÍGUEZ DE SANTIAGO (2016: 67 y ss.).

Véase, también, A. VERMEULE (2016a).


886 GABRIEL DOMÉNECH PASCUAL

8. Cómo delegar

8.1. Delegaciones explícitas y delegaciones implícitas

83. Las decisiones legislativas que configuran la estructura del juego -por las
cuales el legislador determina si delega o no el ejercicio de una determinada potes-
tad, en quién la delega y en qué medida lo hace- pueden ser explícitas o implíci-
tas 46. En el primer caso, el legislador se pronuncia al respecto de manera expresa. En
el segundo, no se manifiesta explícitamente sobre el particular, por lo que la solución
establecida ha de ser deducida o «interpretada» por los encargados de aplicar la ley.
Nótese que estas delegaciones tácitas entrañan una suerte de delegación para decidir
sobre la existencia y el alcance de otra delegación. Al no pronunciarse explícita-
mente, el legislador viene a delegar en las autoridades administrativas y judiciales el
poder de precisar si se les han atribuido determinados poderes y, en su caso, cuál es
el alcance de estos.
84. Las delegaciones expresas proporcionan claridad y certeza acerca de la
estructura del juego. Eliminan o al menos reducen de manera muy significativa las
dudas eventualmente existentes al respecto y, por ende, las fricciones y disputas
que tales dudas pudieran engendrar. También disminuyen el riesgo de que las au-
toridades encargadas de aplicar la ley interpreten desviadamente el alcance de sus
competencias. Las delegaciones tácitas ahorran al legislador los costes de tener que
especificar su existencia y alcance. Y permiten que las autoridades administrativas
y judiciales implicadas consideren diferentes circunstancias que son relevantes para
tomar una decisión acertada en cada caso y que difícilmente pueden ser previstas
con carácter general por la ley. Cabe sostener, por todo ello, que las delegaciones
legislativas explícitas resultan preferibles cuando: se regulan aspectos especialmente
importantes; existe una necesidad singularmente elevada de proporcionar certeza a
los afectados; o las circunstancias relevantes para decidir acertadamente son poco
cambiantes y heterogéneas.
85. En la práctica, la decisión legislativa de delegar potestades y de precisar
en quién se delegan, especialmente cuando se trata de aquellas que más gravemente
pueden afectar a los ciudadanos, se realiza normalmente de manera expresa. Por
ejemplo, la legislación estatal básica se ha preocupado de dejar sentado -explícita-
mente- que la potestad administrativa sancionadora solo puede ser ejercida cuando
haya sido otorgada en virtud de una disposición legislativa explícita y solo por quien
la tenga atribuida de igual modo 47 • Seguramente, porque cabe entender que así lo
exige -tácitamente- la Constitución española 48 •
En cambio, es muy frecuente que el legislador no haya fijado con carácter
86.
general y de manera explícita y precisa los márgenes de apreciación dentro de los

En sentido similar, E. SALZBERGER (1993: 358 y ss.) habla de delegaciones positivas o negati-
46

vas (pasivas).
47 Véase el art. 25, apartados 1 y 2, LRJSP.
48 Nótese que; según la STC 26/1994, de 27 de enero, FJ 5, la Administración solo puede regular

infracciones y sanciones en virtud de una remisión legislativa explícita.


CAP. 12. EL JUEGO DEL LEGISLADOR, LA ADMINISTRACIÓN Y EL JUEZ 887

cuales pueden moverse las autoridades administrativas y judiciales. Probablemente,


porque, en muchos casos, semejante delimitación, además de impracticable, arrojaría
resultados inconvenientes, en la medida en que: i) resulta enormemente complicado
predeterminar en términos generales y exactos los lindes de sus respectivos espacios
decisorios, y ii) es muy probable que la amplitud de estos difiera considerablemente
en función de las circunstancias de cada caso, por lo que conviene dejar su concre-
ción a las autoridades administrativas y judiciales implicadas.
87. Sea como fuere, interesa subrayar que, para reconocer a una autoridad ad-
ministrativa o judicial un cierto margen de apreciación o actuación discrecional, no
siempre se precisa que el legislador así lo haya previsto explícitamente. A falta de
una previsión tal, dicho margen puede deducirse a veces de una interpretación razo-
nable de la ley y del resto del ordenamiento jurídico 49 • Ahora bien, tampoco puede
considerarse irrelevante el hecho de que exista una declaración legislativa expresa
al respecto, pues esta circunstancia deja las cosas claras en este punto y conjura el
riesgo de que tal margen no sea respetado por otras autoridades.

8.2. Delegaciones previas y delegaciones posteriores

88. Pudiera parecer consustancial a cualquier delegación su carácter previo


respecto del ejercicio de la potestad delegada. Sin embargo, y como muy perspicaz-
mente ha señalado algún autor, cabe afirmar que ciertas delegaciones tienen lugar a
posteriori, después de que la autoridad delegataria haya ejercido la correspondiente
potestad 50 • Imaginemos que, en una situación de vacío legal, los Tribunales o la
Administración se estiman competentes para conocer de ciertos casos y darles una
determinada solución. Imaginemos que esta praxis administrativa o judicial se con-
solida y se mantiene durante un largo periodo de tiempo, y que el legislador, pudien-
do en varias ocasiones regular esta materia, en el mismo o en otro sentido, no lo hace
por estimar que los beneficios eventualmente derivados de cambiar o de confirmar
expresamente el statu quo son inferiores a los riesgos y costes que implica abrir un
procedimiento de reforma. En estos y otros casos similares, la persistente inactividad
del legislador puede ser interpretada como una delegación implícita ex post en favor
de la Administración o los Tribunales para que sigan actuando como hasta la fecha
han venido haciéndolo.

IV. EL PAPEL DE LA ADMINISTRACIÓN

89. En este punto conviene distinguir entre lo que la Administración debería


hacer, que es básicamente adoptar en cada caso la decisión más conveniente para los

49
Por ejemplo, el Tribunal Supremo ha entendido que el Consejo General del Poder Judicial goza
de un amplio margen de discrecionalidad para realizar determinados nombramientos, a pesar de que la
LOPJ no otorga explícitamente dicha discrecionalidad. Véase, entre otras muchas, la STS de 27 de junio
de 2017 (rec. 4942/2016).
so E. SALZBERGER (1993: 360).
888 GABRIEL DOMÉNECH PASCUAL

intereses públicos, y lo que la Administración probablemente tenderá a hacer, que


no tiene por qué ser exactamente lo mismo y que, de hecho, no suele serlo.

1. Lo que la Administración debería hacer

90. En nuestra opinión, las Administraciones públicas deberían adoptar las


decisiones que maximicen el bienestar social habida cuenta de las circunstancias
concurrentes. Con otras palabras, deberían tomar aquella decisión que, en cada caso,
resulte más conveniente para el conjunto de los ciudadanos, que mejor satisfaga los
intereses generales. Con el fin de lograr este objetivo, aquellas deberían observar
ciertas reglas.

1.1. La vinculación de la Administración al ordenamiento jurídico.


Legalidad y eficacia

91. La Constitución española, amén de establecer que todos los poderes pú-
blicos están vinculados a la misma y al resto del ordenamiento jurídico (art. 9.1
CE) y de consagrar el «principio de legalidad» (art. 9.3), dispone específicamente
que las Administraciones públicas deben «servir con objetividad a los intereses
generales» y actuar «con sometimiento pleno a la ley y al Derecho» (art. 103.1).
La Constitución española asume aquí la tradicional concepción amplia del princi-
pio de legalidad de la actividad administrativa como principio de «juridicidad» o
sometimiento de la misma a todo el ordenamiento jurídico, no solo a las normas
con rango ley 5 1•
92. No es infrecuente que los principios de eficacia -o servicio a los intere-
ses generales- y legalidad -pleno sometimiento al Derecho- se conciban como
antagónicos o, al menos, potencialmente contrapuestos. El respeto de la ley difi-
cultaría o, a veces, incluso impediría que la Administración satisficiera como sería
deseable los intereses generales 52 • En nuestra opinión, el principio de legalidad
tiene un valor instrumental respecto del de servicio a los intereses generales 53 •
Lo normal es que ambos principios vayan de la mano. De un lado, porque el legis-
lador puede considerarse el mejor «intérprete» de las exigencias del principio del
servicio a los intereses generales. El legislador -léase también el constituyente y
los artífices de otras normas jurídicas aplicables- está por lo común mejor situado
que la Administración para determinar, al menos en sus líneas básicas y en términos
abstractos, cuáles son las soluciones que mejor sirven a dichos intereses. De otro
lado, el legislador tiene normalmente incentivos más adecuados que las autorida-
des administrativas para tomar decisiones que satisfagan mejor los intereses de la
ciudadanía.

51
Véase, por todos, E. GARCÍA DE ENTERl!ÍA y T. R. FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ (2017).
52
Véase, por ejemplo, A. NIETO (2008: 215 y ss.).
53
En sentido similar, A. NIETO (2008: 218) advierte que «el servicio a los intereses generales es
el fin, el objetivo de la actuación administrativa, mientras que el respeto a la legalidad es un medio».
CAP. 12. EL JUEGO DEL LEGISLADOR, LA ADMINISTRACIÓN Y EL JUEZ 889

93. Ello no quita, claro está, que pueda haber fricciones entre ambos. Así pue-
de ocurrir, en primer lugar, si la ley no tuvo suficientemente en cuenta las específicas
circunstancias del caso concreto considerado. Imaginemos que el contexto social en
el que se dictó una ley ha cambiado significativamente, o que el legislador consideró
oportuno establecer una regulación general sin contemplar explícitamente un trata-
miento específico para los casos que presentan circunstancias especiales, respecto de
los cuales la aplicación estricta de la ley es inadecuada, contraria incluso a su espí-
ritu. Imaginemos, asimismo, que el legislador establece una regla de procedimiento
pensada para la mayoría de las autoridades administrativas, a fin de neutralizar los
incentivos «perversos» que estas pudieran tener para desviarse de la solución social-
mente deseable. Supongamos, no obstante, que nos encontramos con una autoridad
administrativa benevolente, que carece de semejantes incentivos, por lo que la apli-
cación de esa regla procedimental resulta en este caso innecesaria. En segundo lugar,
es posible que la autoridad encargada de aplicar la ley estime, por cualquier otro
motivo, que la solución consagrada por esta para el caso considerado no satisface
adecuadamente el interés público.

94. Frecuentemente, estas tensiones pueden resolverse por vía interpretativa


y, en particular, a través de una interpretación que tenga debidamente en cuenta el
fin perseguido por la ley, la realidad social del tiempo en el que la misma ha de ser
aplicada y los deberes de tutelar ciertos intereses públicos contemplados en otras
normas jurídicas -v. gr., la Constitución-, que pueden servir para matizar en cada
caso la solución prescrita con carácter general por el legislador. Con todo, las inter-
pretaciones que se mantienen dentro de los márgenes de la razonabilidad no siempre
permiten resolver todas las contradicciones que existen entre el Derecho vigente y
la alternativa que, a los ojos de las autoridades administrativas competentes, me-
jor satisface los intereses generales. En tal caso, y como es obvio, estas deben dar
efecto a lo establecido por el Derecho, no solo porque así lo establece claramente el
art. 103.1 CE, sino también por una razón pragmática: es muy probable que las de-
cisiones administrativas que vulneran frontalmente el ordenamiento jurídico acaben
siendo anuladas por los Tribunales.

1.2. Vinculación positiva o vinculación negativa de la Administración


a la ley y al resto del ordenamiento jurídico

95. Se ha discutido si el sometimiento pleno de la Administración a la ley y al


Derecho a que se refiere el art. 103 .1 CE ha de entenderse en un sentido positivo o
negativo. Si lo primero, la Administración solo podría actuar cuando una ley -o, en
su caso, otra norma jurídica- así lo hubiera autorizado específicamente y solo en los
términos legalmente previstos. Si lo segundo, la Administración podría llevar a cabo
cualquier actuación no prohibida por la ley o el resto del ordenamiento jurídico. El
problema tiene relevancia práctica en los casos en que la actuación administrativa en
cuestión no está autorizada pero tampoco proscrita por el Derecho. En tales escena-
rios, la actuación sería lícita con arreglo a la doctrina de la vinculación negativa; e
ilícita, según la teoría opuesta.
l
890 GABRIEL DOMÉNECH PASCUAL

96. García de Entenía y Femández Rodríguez, entre otros, han sostenido la


tesis de la vinculación positiva, con tres importantes matices 54 • El primero es que
la atribución de potestad debe ser específica: el poder otorgado ha de ser «en cuanto
a su contenido [... ] concreto y determinado; no caben poderes inespecíficos, inde-
terminados, totales». El segundo es que, en coherencia con el sentido amplio que
tradicionalmente se le ha dado a la expresión «legalidad», la norma de cobertura
previa no necesariamente ha de tener rango legal 55 • Es más, los autores admiten que
la Administración pueda autoatribuirse potestades mediante reglamento, fuera de las
materias reservadas a la ley. En tercer lugar, tampoco se requiere que el otorgamiento
de la potestad se haga de manera explícita, sino que puede inferirse «de otros pode-
res expresamente reconocidos por la ley y de la posició11 jurídica singular que esta
construye, como poderes concomitantes de tales o de tal posición o, incluso, como
filiales o derivados de los mismos».
97. Estos autores aducen para justificar su tesis el tenor de los arts. 9.3 y
103.1 CE, así como el de varias disposiciones legislativas (arts. 34.2 y 48.1 LPAC,
y 70.1 LJCA). Sin embargo, no nos parece que la letra de estos preceptos sea en
absoluto incompatible con la tesis de la vinculación negativa. Resulta sumamente
forzado entender, por ejemplo, que, al establecer que la Administración actúa con
sometimiento pleno al Derecho y que el contenido de los actos administrativos será
ajustado a Derecho, tales preceptos están diciendo que aquella nunca puede actuar a
menos que cuente con una norma jurídica que lo autorice. Nótese que también «los
ciudadanos [... ] están sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico»
(art. 9.1 CE), lo cual no significa que solo pueden hacer lo que la ley les autoriza 56 •
Al contrario, el Tribunal Constitucional ha declarado reiteradamente que «el princi-
pio general de libertad que consagra la Constitución en sus arts. 1.1 y 10.1 autoriza
a los ciudadanos a llevar a cabo todas aquellas actividades que la ley no prohíba,
o cuyo ejercicio no subordine a requisitos o condiciones determinadas» 57 • Cabría
replicar que las Administraciones públicas no tienen reconocida una libertad seme-
jante y que su posición institucional es diferente de la de los particulares, lo cual es
indiscutible, pero está por ver que esta diferencia implique necesariamente su vincu-
lación positiva al ordenamiento jurídico.
98. Más acertada, a nuestro juicio, resulta la posición de otros autores, que
distinguen en función del tipo de actividad administrativa considerada. Santa-
maría Pastor, por ejemplo, estima que «el régimen de vinculación positiva afecta a
todas las actuaciones de la Administración[ ... ] que inciden en cualquier situación ju-
rídica de los sujetos (privados o públicos) en forma limitativa o extintiva», en virtud
del art. 53.1 CE, y a las actuaciones que exijan un desembolso de fondos públicos,

54
E. GARCÍA DE ENTERRÍA y T. R. FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ (2017). En sentido similar, entre otros,
G. FERNÁNDEZ FARRERES (2018); M. REBOLLO Pum (2017: 134 y ss.). Véase, también, cap. 8, § 77.
55 En sentido similar, de I. DE ÜTTO (1995: 157 y ss.). Otros autores, en cambio, han defendido

que la norma a la que la Administración está vinculada positivamente sí ha de tener rango de ley. Véase,
por ejemplo, F. Rumo LLORENTE (1993: 21).
56
En el mismo sentido, M. BELADIEZ ROJO (2000: 320).
57 SSTC 83/1984, de 24 de julio, FJ 3; 93/1992, de 11 de junio, FJ 8, y 197/1996, de 28 de no-

viembre, FJ 25.

J
CAP. 12. EL JUEGO DEL LEGISLADOR, LA ADMINISTRACIÓN Y EL JUEZ 891

en virtud del principio de legalidad presupuestaria. En los restantes casos, debe regir
y rige de hecho «la vinculación negativa». Lo contrario sería «escasamente realista»,
pues el parlamento no es capaz de producir el volumen de normativa que exigiría la
vinculación positiva, «ni tiene sentido ni utilidad alguna limitar de modo tan riguroso
la libertad de iniciativa de la Administración» 58 • En sentido similar Beladiez Rojo
defiende que, en principio, «la Administración puede actuar aunque no exista una
norma que expresa y específicamente la habilite para ello si su actuación persigue
una finalidad de interés general y no existe en nuestro ordenamiento ninguna norma
que le prohíba realizar esa actividad» 59 • Así, esta regla se excepcionaría en dos ca-
sos en los que la Constitución impone que la actividad administrativa cuente con la
cobertura específica de una norma de rango legal, a saber: en las materias reservadas
a la ley y en el ejercicio de potestades que limitan la libertad de los ciudadanos 6°.
También cabría derivar otras excepciones de principios constitucionales tales como
los de seguridad jurídica, igualdad e interdicción de la arbitrariedad de los poderes
públicos, que podrían llegar a exigir una habilitación legal previa para llevar a cabo
determinadas actuaciones administrativas, especialmente las que afectan negativa-
mente a ciertas personas 61 •

99. De hecho, esta es la tesis que en la práctica siguen normalmente tanto las
Administraciones públicas como los Tribunales. Aquellas necesitan, ciertamente, una
previa habilitación del legislador para intervenir en las materias reservadas a la ley y,
en particular, para limitar la libertad o los derechos de los ciudadanos. Pero, fuera de
estos casos, la jurisprudencia mayoritaria ha admitido la licitud de actuaciones ca-
rentes de cobertura normativa específica. Sirvan los ejemplos de los llamados regla·
mentos independientes 62 , en especial, de los dictados por las Entidades locales 63 , y
de las declaraciones administrativas de juicio, deseo o sentimiento de tipo simbólico
que no restringen los derechos de los ciudadanos y que tampoco pretenden producir
efecto vinculante alguno 64 • El ordenamiento jurídico no permite inequívocamente a
las Administraciones públicas manifestar el deseo de que desaparezcan las guerras,
las corridas de toros y la violencia de género o de que vuelvan los presos políticos
a Euskal Herria, ni tampoco expresar solidaridad con las víctimas de un terremoto.
Pero no parece necesario ni realista exigir una previa cobertura normativa para reali-
zar semejantes declaraciones. Basta que no infrinjan el ordenamiento jurídico -que
constituye aquí un «límite externo»- y que tengan alguna conexión, siquiera remo-
ta, con los fines públicos a los que ha de servir la Administración actuante.

58 J. A. SANTAMARÍA PASTOR (2016: 58 y ss.). En sentido similar, M. SÁNCHEZ MORÓN


(2017: 90-91).
59 M. BELADIEZ RoJO (2000: 330).
6º M. BELADIEZ ROJO (2000: 331).
61 M. BELADIEZ ROJO (2000: 337 y ss.).
62 Véase J. M.' BAÑO LEÓN (1991: 163 y ss.).
63 Véanse las SSTS de 30 de enero de 2008 (rec. 1346/2004), de 15 de diciembre de 2009
(rec. 496/2009), de 11 de febrero de 2014 (rec. 744/2001) y de 22 de mayo de 2015 (rec. 2433/2013), así
como F. VELASCO CABALLERO (2009: 241 y ss.); A. GALÁN GALÁN (2001); F. TOSCANO GIL (2013); J. OR-
TEGA BERNARDO (2014: 246 y ss.); J. FERNÁNDEZ-MIRANDA FERNÁNDEZ-M!RANDA (2015).
64 Véase la STS de 18 de mayo de 1998 (rec. 5292/1992), así como otras sentencias citadas en
G. DoMÉNECH PASCUAL (2004) y J. M. MARTÍNEZ ÜTERO (2020).
892 GABRJEL DOMÉNECH PASCUAL

1.3. ¿Cómo deberían actuar las autoridades administrativas en los espacios


de discrecionalidad?

100. En España, la teoría dominante de la discrecionalidad administrativa se ha


elaborado desde la perspectiva del control judicial. Ello ha propiciado una identifi-
cación entre las normas jurídicas que la Administración ha de observar en el ejercicio
de sus potestades discrecionales y las normas cuyo cumplimiento por parte de esta
los Tribunales han de verificar cuando revisan dicho ejercicio 65• El control judicial
llega hasta donde alcanza el Derecho, que termina donde comienza la discrecionali-
dad administrativa, el espacio decisorio en el que los jueces no pueden inmiscuirse
porque no hay criterio jurídico alguno que permita elegir entre las alternativas allí
existentes.
101. La consecuencia natural es que, siempre que se mantenga dentro de ese
espacio delimitado externamente por el Derecho, la Administración puede adoptar
cualquier decisión. En palabras de García de Enterría y Fernández Rodríguez, segu-
ramente los más destacados artífices de esa concepción teórica, «el ejercicio de una
potestad discrecional permite [... ] optar entre alternativas que son igualmente justas
desde la perspectiv.a del Derecho»; «la discrecionalidad es esencialmente una liber-
tad de elección [... ] entre indiferentes jurídicos, porque la decisión se fundamenta
normalmente en criterios extrajurídicos (de oportunidad, económicos, etc.), no in-
cluidos en la ley y remitidos al juicio subjetivo de la Administración»; «el juez no
puede fiscalizar la entraña de la decisión discrecional, puesto que, sea esta del senti-
do que sea, si se ha producido dentro de los límites de la remisión legal a la aprecia-
ción administrativa [... ] es necesariamente justa» 66 •
102. Esta concepción ha sido cuestionada por varios autores, que vienen a
sostener que el espacio de discrecionalidad otorgado a la Administración no
constituye un indiferente jurídico. En primer lugar, porque, como bien ha se-
ñalado Rodríguez de Santiago, también en ese espacio la Administración ha de
observar algunas normas jurídicas, aunque su cumplimiento no sea perfectamente
controlable por los Tribunales 67 • Estima este autor que en los casos de decisiones
discrecionales hay una «asimetría» entre las normas de conducta y las normas
de control 68 • Las primeras son las que ha de aplicar la Administración cuando ac-
túa. Las segundas constituyen los criterios con los que hay que revisar o enjuiciar,

En sentido similar, así lo advierte también J. PoNCE SOLÉ (2016).


65
66
E. GARCÍA DE ENTERRÍA y T. R. FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ (2017). Véase, también, L. PAREJO
ALFONSO (]993: 60).
67 En sentido similar, L. ARROYO JJMÉNEZ (2009: 27-28); J. PONCE SOLÉ (2016), quien señala que

«el Derecho administrativo es algo más amplio y diferente que el mero control judicial de las decisiones
administrativas».
68
Sobre esta distinción, de origen alemán, véase J. M.ª RODRÍGUEZ DE SANTIAGO (2016: 24 y ss.
y 165 y ss.). M. BACIGALUPO (1997: 61 y ss.) también la utiliza, si bien considera de dudosa compatibi-
lidad con el ait. 106.1 CE que el legislador establezca normas de conducta dirigidas a la Administración
y, al mismo tiempo, excluya que puedan ser aplicadas, como normas de control, por los Tribunales
(pp. 77 y 78). En su opinión, «las normas de conducta, dirigidas a la Administración, son siempre a la
vez normas de control, dirigidas al juez» (p. 82).

1
CAP. 12. EL JUEGO DEL LEGISLADOR, LA ADMINISTRACIÓN Y EL JUEZ 893

en vía administrativa o judicial, una determinada actuación administrativa. Pues


bien, en los supuestos de discrecionalidad, la Administración completa las normas
de conducta establecidas por el legislador con normas o criterios adicionales «en-
contrados o decididos por ella misma». Estas normas o criterios adicionales de con-
ducta «construidos» por la Administración solo serían susceptibles de un control
judicial «negativo»: los Tribunales solo podrían verificar si han sido explicitados en
el procedimiento y no son inaceptables 69 • En segundo lugar, y en estrecha relación
con lo que acaba de decirse, las autoridades administrativas, en los márgenes de
actuación que les deja el ordenamiento jurídico, deben observar siempre una nor-
ma fundamental de carácter final: la de intentar tomar la mejor decisión posible
para los intereses generales 70 • Nuestra posición es básicamente coincidente con la
de estos autores. En los espacios de discrecionalidad legalmente establecidos, las
autoridades administrativas deben observar esta norma fundamental, lo que no es
óbice para que los Tribunales deban dar por válidas las decisiones que se mantienen
dentro de tales espacios.

1.3.1. El deber de adoptar la decisión más conveniente para los intereses


generales

103. Este deber puede inferirse de varios preceptos de la Constitución. En pri-


mer lugar, de los principios de eficiencia y economía consagrados en su art. 31.2.
No basta que la Administración actúe al servicio de los intereses generales, sino
que ha de hacerlo eficientemente, maximizando la utilidad social de sus escasos
recursos. Una decisión administrativa no puede considerarse eficiente si hay otra
alternativa mejor para tales intereses, bien porque esta mejora la satisfacción de al
menos alguno de ellos sin peijudicar ninguno (en la jerga de los economistas, es
eficiente en el sentido de Pareto), bien porque dicha alternativa consigue elevar la
satisfacción de algunos intereses públicos en la medida suficiente como para com-
pensar el menoscabo que la misma supone para otros (es, por tanto, eficiente en
sentido Kaldor-Hicks) 71 • ·

104. El principio de interdicción de la arbitrariedad de los poderes públi-


cos (art. 9.3 CE) también podría dar fundamento, al menos en algún caso, al referido
deber. Resultaría injustificable racionalmente y, por ende, arbitrario, por ejemplo, el
que la Administración escogiera una de las alternativas comprendidas dentro de su
margen de actuación discrecional a pesar de estimar que hay otras soluciones, tam-
bién situadas allí dentro, que sirven mejor los intereses públicos.
105. En tercer lugar, si -de acuerdo con la opinión de numerosos autores-
los principios jurídicos que la Constitución consagra constituyen mandatos de op-
timización, que ordenan a los poderes públicos la realización de ciertos valores en
la mayor medida de lo posible, habida cuenta de las limitaciones fácticas y jurídica

69 J. M.' RODRÍGUEZ DE SANTIAGO (2016: 172 y ss.).


70 En sentido similar, G. FERNÁNDEZ FARRERES (1983: 615 y ss.); M.ª J. ALONSO MAS (1998: 361
y ss.); J. PONCE SOLÉ (2016); J. M.' RODRÍGUEZ DE SANTIAGO (2016: 172 y ss.).
71 Véanse N. KALDOR (1939); J. HICKS (1939).
894 GABRIEL DOMÉNECH PASCUAL

existentes 72 , entonces la Administración pública está obligada a tomar la decisión


que maximiza, que mejor satisface, efectivamente tales principios.
106. Finalmente, hay una importante razón pragmática para afirmar la exis-
tencia de un deber tal. En vista de que, a veces, su observancia no puede ser plena-
mente verificada por los Tribunales -o, en su caso, por el órgano administrativo
encargado de revisar la decisión adoptada- y, por tanto, de que a su incumpli-
miento no siempre va asociada una sanción jurídica, acaso pudiera pensarse que
este es un deber inútil, carente de cualquier efecto práctico 73 • Sin embargo, hay
sólidas razones para pensar lo contrario. Varios estudios empíricos han evidenciado
que el hecho de que mediante una norma jurídica, dictada a través de los cauces
normales de creación del Derecho, se establezca el deber de observar cierta con-
ducta determina que muchas personas la lleven a cabo efectivamente, aun cuando
su inobservancia no sea sancionable o ni siquiera fiscalizable por las autoridades 74 •
Se han apuntado básicamente dos causas de este fenómeno. La gente, en primer
lugar, respeta a veces las normas jurídicas por presiones sociales. Es posible que
sus destinatarios perciban que tales normas reflejan el contenido de reglas, usos y
preferencias sociales. Y que las cumplan por la natural tendencia de los individuos
a imitar lo que hacen otros o porque perciban una cierta probabilidad de que otras
personas adviertan las infracciones y desencadenen la imposición de «sanciones
sociales» -v. gr., reputacionales-, que pueden tener respecto de los potenciales
infractores un efecto disuasorio incluso mayor que el de las jurídicas. En segundo
término, es razonable pensar que muchas personas muestran una preferencia in-
trínseca por respetar el Derecho o por hacer lo que ellos consideran moralmente
correcto, preferencia que en no pocos casos es lo suficientemente intensa como
para obedecer una norma en ausencia de cualquier sanción externa 75 • En suma, el
Derecho vigente influye a menudo sobre la conducta de sus destinatarios en la me-
dida en que estos pueden extraer del mismo información acerca de: i) la posibilidad
de sufrir sanciones sociales por la comisión de ciertas acciones, y ii) la corrección
moral de ciertos comportamientos.
107. Así las cosas, cabe pensar que, si se establece el deber de las Administra-
ciones públicas de adoptar siempre la decisión más conveniente para los intereses
generales, se elevará la probabilidad de que aquellas lo intenten efectivamente, lo
cual -es de suponer- aumentará a su vez la probabilidad de que acaben consi-
guiéndolo o, al menos, quedándose más cerca de este objetivo.

72
Véanse, entre otros, R. ALEXY (1994: 75-76); G. P. LOPERA MESA (2004).
73
Y ello al margen de si resulta acertado o desacertado calificar como jurídico un deber cuya in-
fracción no puede ser controlada ni, en consecuencia, sancionada por un órgano estatal. Según H. KEL-
SEN (1995: 63), «solo puede considerarse una conducta como jurídicamente obligatoria [... ] cuando el
comportamiento contrario está normado como condición de un acto coactivo dirigido contra el hombre
que así actúa».
74
Véanse, entre otros, R. FISMAN y E. MIGUEL (2007); R. ÜALBIATI y P. VERTOVA (2014).
75 Véanse R. CooTER (2006); T. R. TYLER (2006: 46); s. SHAVELL (2012: 33-34).
CAP. 12. EL JUEGO DEL LEGISLADOR, LA ADMINISTRACIÓN Y EL JUEZ 895

1.3.2. La observancia del principio de proporcionalidad

108. Por las mismas cuatro razones expuestas en el epígrafe anterior cabría
afirmar la existencia de ciertos deberes básicos de conducta, de índole sustantiva,
procedimental y formal, que la Administración debería observar siempre al ejercer
potestades discrecionales.
109. El primero sería el respecto del principio o rnáxirna de proporcionali-
dad 76 o, en la terminología acuñada por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos,
el cumplimiento de la obligación de tornar una decisión que alcance un justo equi-
librio entre todos los intereses legítimos afectados 77 • La rnáxirna de la proporciona-
lidad puede derivarse del mandato constitucional de eficiencia, así corno de la con-
cepción de los principios jurídicos corno mandatos de optimización 78 • Una decisión
desproporcionada es, por definición, una decisión ineficiente, no óptima, y viceversa.
De acuerdo con la formulación canónica de esta rnáxirna, de origen alemán, solo
cabe restringir o limitar el alcance prima facie de un ptincipio jurídico -v. gr., de
un derecho fundamental- cuando ello resulte: i) útil para satisfacer un fin legítimo;
ii) necesario, de modo que de entre todas las alternativas útiles para lograr ese obje-
tivo se escoja la menos restrictiva, y iii) ponderado -o no excesivo- por superar
los beneficios de la restricción a sus costes. Y es claro que una limitación inútil, que
menoscaba un principio jurídico sin reportar beneficio legítimo alguno, no resulta
óptima, eficiente, pues siempre hay otra solución rnás beneficiosa para el conjunto de
los intereses en juego: omitir la limitación considerada. Una restricción innecesaria
tampoco es óptima ni eficiente, pues entonces hay otras alternativas que permiten
alcanzar el mismo objetivo con un coste menor. Y va de suyo que una restricción
excesiva -cuyas desventajas superan a sus ventajas- tampoco alcanza el óptimo,
la eficiencia, pues siempre resulta rnás beneficioso abstenerse de llevarla a cabo.
Nótese que las exigencias de i) utilidad y ii) necesidad equivalen al requisito de que
las decisiones sean eficientes en el sentido de Pareto, mientras que la de iii) propor-
cionalidad en sentido estricto coincide con la de eficiencia en sentido Kaldor-Hicks.

1.3.3. La observancia del procedimiento y del proceso argumentativo debidos

110. Ya hemos visto que de los derechos fundamentales, en cuanto que man-
datos de optimización, se derivan para los poderes públicos obligaciones positivas
de adoptar las medidas útiles, necesarias y proporcionadas para protegerlos y, en
particular, el deber de respetar ciertas garantías organizativas y procedimentales 79•
También de otros mandatos de optimización constitucionales y, en concreto, del re-
ferido principio de eficiencia cabría deducir similares reglas de procedimiento.

76 La bibliografía sobre el principio de proporcionalidad es muy abundante. Véanse, por todos,


c. BERNAL PULIDO (2008); L. ÜRTEGA y s. DE LA SIERRA (coords.) (2009).
77
Véase, por ejemplo, la STEDH de 8 de julio de 2003 (Hatton y otros c. Reino Unido, 36022/97,
§§ 98 y ss.), así como A. MoWBRAY (2010).
78 En relación con esto último, R. ALEXY (1994:100).
79 Véase supra § 61.
896 GABRIEL DOMÉNECH PASCUAL

111. En efecto, si la Administración tiene el deber de adoptar siempre las me-


jores decisiones para los intereses públicos, normalmente deberá observar un deter-
minado procedimiento antes de decidir. La razón es sencilla. La realización de una
nueva actuación procedimental es otra más de las alternativas de decisión que se le
presentan a la Administración. Y, frecuentemente, es la más conveniente para dichos
intereses, porque los beneficios que para estos cabe esperar de esta alternativa supe-
ran a sus costes. En efecto, las actividades que integran el procedimiento administra-
tivo pueden engendrar diversos efectos positivos, principalmente: i) incrementar la
probabilidad de adoptar decisiones acertadas; ii) legitimarlas, aumentar la probabili-
dad de que sean aceptadas por sus destinatarios, y iii) «señalizar» frente a los Tribu-
nales el valor que para la autoridad administrativa competente y, presumiblemente,
también para el interés público tiene la decisión adoptada, reduciendo así el riesgo
de que esta sea declarada ilegal por aquellos 80 • Pero también suponen costes: tiempo,
esfuerzo, dinero, etc. Si aquellos exceden de estos, el principio de eficiencia exigirá,
obviamente, que la actuación procedimental considerada se lleve a cabo. En caso
contrario, habrá que omitirla y poner fin al procedimiento.
112. Interesa señalar que el concepto de actuación procedimental debe enten-
derse aquí en un sentido amplio, como cualquier actividad desarrollada por la Admi-
nistración dirigida a obtener, comunicar, almacenar, procesar o evaluar información
relevante para tomar una decisión. El conjunto de esas actuaciones, que podemos
denominar procedimiento administrativo, comprende así no solo los trámites pro-
cedimentales formalizados, previstos específicamente por el ordenamiento jurídico,
sino también lo que los alemanes llaman el «procedimiento de la ponderación». Con
esta expresión se hace referencia al proceso argumentativo que la Administración
ha de seguir cuando dicta determinadas decisiones discrecionales, y que se estructu-
raría en varias fases. En primer lugar, la Administración debe investigar, identificar
y determinar las circunstancias y los intereses relevantes para decidir. En segundo
lugar, debe atribuir a cada interés o circunstancia su debida importancia de acuerdo
con la valoración que eventualmente haya podido establecerse por el ordenamiento
jurídico y con arreglo a las circunstancias concurrentes en el caso concreto. Por ulti-
mo, debe adoptar una solución proporcionada en relación con el valor objetivo de los
distintos intereses afectados 81 •

1.3.4. El deber de motivar las decisiones adoptadas

113. El deber de la Administración de motivar -o hacer explícitas las razones


justificativas de- sus decisiones puede ser inferido de varios principios constitu-
cionales. En primer lugar, del de interdicción de la arbitrariedad de los poderes
públicos (art. 9.3 CE). Como ha declarado el Tribunal Supremo, este principio su-

'º Sobre esto último, véase M.C. STEPHENSON (2006a); id. (2006b). Su tesis, en esencia, es que
los Tribunales pueden considerar el procedimiento observado como un indicio -una señal, en la jerga
económica- del acierto y la importancia que para el interés general tiene la decisión administrativa
adoptada.
81
Véase J. M.' RODRÍGUEZ DE SANTIAGO (2016: 138-139) y las referencias allí citadas.
CAP. 12. EL JUEGO DEL LEGISLADOR, LA ADMINISTRACIÓN Y EL JUEZ 897

pone «la necesidad por patte del poder público de justificar en cada momento su
propia actuación» 82 • De él se derivan dos importantes exigencias respecto del ejer-
cicio de las potestades administrativas discrecionales. De un lado, la Administración
ha de explicitar las razones de hecho y de Derecho en virtud de las cuales ha tomado
una determinada decisión. De otra, tales razones deben ser aceptables: consistentes
internamente, libres de errores lógicos, coherentes con el material probatorio apor-
tado al procedimiento para acreditar que la decisión viene apoyada en la realidad
fáctica, etcétera 83 •
114. En segundo lugar, este deber de motivar sirve a la tutela judicial efecti-
va • Los afectados por una decisión administrativa necesitan conocer cuáles son las
84

razones sobre las que la misma se sustenta, a fin de poder: i) evaluar adecuadamente
si merece o no la pena impugnarla, tanto en vía administrativa como, sobre todo,
en la judicial, y ii) rebatir dichas razones, lo cual es imprescindible para defenderse
efectivamente contra ella. Además, la motivación de las decisiones administrativas
facilita la tarea de revisar su legalidad 85 y, por tanto, reduce los costes de la Justicia
administrativa, lo que beneficia a los litigantes -actuales e incluso potenciales-,
así como a los contribuyentes en general.
115. En tercer lugar, el deber de motivar constituye una importante garantía de
que la Administración tomará una decisión que I0g1·e un justo equilibrio entre todos
los intereses legítimos afectados. La perspectiva de tener que explicar en el futuro los
fundamentos fácticos y jurídicos de la decisión adoptada, que podrán ser conocidos
y rebatidos p,or los interesados y, eventualmente, también por otras personas, segu-
ramente propiciará ex ante que la Administración ponga mayor cuidado en su prepa-
ración y, especialmente, en encontrar razones que la justifiquen adecuadamente 86 , lo
que reducirá la probabilidad de cometer abusos y errores, así como de lesionar alguno
de los intereses legítimos en juego. Recordemos que el Tribunal Constitucional ha
declarado en reiteradas ocasiones que el respeto de los derechos fundamentales exige
que las resoluciones administrativas que los limiten sean motivadas 87•

2. Lo que los agentes de la Administración tenderán a hacer

116. Resulta obvio que no siempre todas las autoridades administrativas actúan
como deberían hacerlo. La causa de la discordancia puede ser que la autoridad en

82 STS de 17 de abril de 1990 (núm. 675, ponente: F. González Navarro). Véanse, también,
E. GARCÍA DE ENTERRÍA (1991); M. M. FERNANDO PABLO (1993: 129 y ss.); E. DESDENTADO DAROCA
(2010); T. R. FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ (2016); R.M. NAVARRO GoNZÁLEZ (2017: 132 y ss.).
83 Véase la importante STS de 20 de noviembre de 2013 (rec. 13/2013), que deduce directamente

del art. 9 .3 CE el deber de motivar la decisión gubernamental enjuiciada -un indulto-. Véase el co-
mentario de T. R. FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ (2014).
84
Véase, por ejemplo, R.M. NAVA!UlO GONZÁLEZ (2017: 179 y ss.).
85
Véase, por ejemplo, R.M. NAVARRO GoNZÁLEZ (2017: 173 y ss.).
86
En sentido similar, véase la STS de 13 de febrero de 1992 (Ar. 2828); M. M. FERNANDO PABLO
(1993: 22 y 36).
87
Véanse las SSTC 175/1997, de 27 de octubre, FFJJ 4 y 5; 7/1998, de 13 de enero, FJ 6, y
188/1999, de 25 de octubre, FFJJ 5 y ss.
898 GABRIEL DOMÉNECH PASCUAL

cuestión haya cometido un error no intencionado al apreciar los hechos o interpretar


o aplicar el ordenamiento jurídico 88 • Sin embargo, en muchas ocasiones, la causa es,
seguramente, que las autoridades, también cuando ejercen sus funciones públicas,
tratan de satisfacer sus propios intereses y preferencias, que no están perfectamente
alineados con los del legislador ni con los del conjunto de los ciudadanos.
117. También cabe pensar que las autoridades administrativas tienden a ac-
tuar estratégicamente, considerando no solo los resultados a que pueden conducir
sus alternativas de decisión y en qué medida estos satisfacen sus preferencias, cua-
lesquiera que sean, sino también cómo reaccionarán probablemente tanto el legisla-
dor como los Tribunales en cada uno de los posibles escenarios.
118. La autoridad competente ponderará, seguramente, los beneficios y los
riesgos de cada una de las alternativas que se le presentan. Los beneficios depende-
rán, principalmente, de lo cerca que la alternativa en cuestión esté de la solución más
acorde con sus preferencias. Los riesgos dependerán de: i) la probabilidad de que la
decisión adoptada sea revisada y anulada por los Tribunales o de que el legislador la
corrija o establezca medidas encaminadas a impedir que se dicten en el futuro reso-
luciones administrativas semejantes, así como de ii) los costes netos que para la au-
toridad supone la eventual anulación judicial o la rectificación legislativa. La referida
probabilidad estará en función, a su vez, del sentido de la decisión adoptada: cuanto
más se aleje esta de las soluciones que satisfacen óptimamente las preferencias de los
jueces encargados de revisarla o las del legislador, más fácil y probable será, ceteris
paribus, que alguien la impugne y los Tribunales la anulen, o que el legislador acabe
interviniendo, respectivamente.
119. La aut01idad administrativa afronta aquí un dilema. Si sus preferencias
no coinciden exactamente con las de los Tribunales y el legislador, acercar el sentido
de su decisión a su solución favorita incrementa los beneficios que aquella le puede
reportar, pero también los costes esperados, por cuanto la probabilidad de acabar su-
friendo un varapalo judicial o legislativo se eleva. Así las cosas, cabe esperar que la
Administración, al resolver, trate de aproximarse a esa solución favorita hasta cierto
punto, en concreto, hasta donde se maximizan los beneficios netos que para ella se
derivan de la resolución.
120. Este punto puede estar localizado, básicamente, en tres posiciones. En
primer término, puede coincidir con el que mejor satisface las preferencias del Tri-
bunal competente para revisar la actuación considerada. Tal situación se dará si los
beneficios de apartarse, poco o .mucho, de esa solución -que suponemos, en aras l
de la simplicidad, es también la querida por el legislador- son siempre y en todo
caso inferiores a sus costes esperados. Imaginemos, por ejemplo, que todos los actos /
dictados en ejercicio de cierta potestad administrativa que no se ajustan de manera ¡
estricta a las condiciones de validez exhaustivamente predeterminadas por la ley son 1
siempre recurridos por los afectados y anulados por los Tribunales. 1

1
88E. ZAMIR y R. SULITZEANU-KENAN (2018) ponen de relieve que, en determinadas circuns-
tancias, autoridades bienintencionadas, benevolentes, pueden adoptar sistemáticamente decisiones que
favorecen sus propios intereses, en detrimento de los de la sociedad.
CAP. 12. EL JUEGO DEL LEGISLADOR, LA ADMINISTRACIÓN Y EL JUEZ 899

121. En segundo lugar, la decisión adoptada por la autoridad administrativa


puede coincidir con su alternativa preferida, si los beneficios que obtiene al actuar así
exceden siempre y en todo caso de los costes derivados de apartarse de la solución
que mejor satisfaría las preferencias de los Tribunales. Pongamos, por ejemplo, que
la probabilidad de que alguna persona provista de legitimación activa recurra ciertos
actos administrativos es prácticamente nula 89, o que los Tribunales reconocen nor-
malmente a la Administración una amplísima discrecionalidad para tomar determi-
nadas decisiones, declarándolas casi siempre como válidas.
122. Finalmente, la decisión administrativa puede situarse en un punto inter-
medio. Supongamos que aproximarse a su solución favorita proporciona a las auto-
ridades administrativas beneficios marginales decrecientes y costes marginales cre-
cientes. Imaginemos que ambos se igualan en un punto situado entre las soluciones
preferidas, respectivamente, por una de esas autoridades y el Tribunal competente
para revisar su actuación. En tal caso, a la primera no le convendrá acercarse a su
solución preferida más allá de ese punto, pues los costes marginales de tal apro-
ximación excederían de sus beneficios marginales. Ni tampoco le saldría a cuenta
quedarse por debajo de ese punto, pues los beneficios de acercarse más superarían a
los costes.
123. No siempre es fácil predecir cómo reaccionarán las autoridades adminis-
trativas frente a las actuaciones de los Tribunales o del legislador. La realidad es a
veces muy compleja. Resulta intuitivamente plausible pensar, por ejemplo, que, si se
reduce el margen de apreciación que los Tribunales reconocen a la Administración,
esta adoptará una posición «más conservadora», más alejada de su solución favorita
y más cercana a las preferencias de aquellos. Sin embargo, bajo ciertas condiciones,
cabe esperar justamente lo contrario. En efecto, imaginemos que a la Administración
se le presentan dos alternativas: una «segura», alejada de su solución preferida pero
que difícilmente será declarada ilegal, y otra más «arriesgada», que se corresponde
mejor con sus intereses, pero que tiene una elevada probabilidad de ser anulada.
Pues bien, es perfectamente posible que la Administración se decante inicialmente
por la alternativa «segura» y que, después de que los Tribunales se hayan vuelto más
incisivos al revisar todas sus resoluciones, escoja la «arriesgada». Este giro jurispru-
dencia! puede reducir en mayor grado el atractivo de las decisiones seguras que el de
las arriesgadas 90 •

V. EL PAPEL DEL JUEZ

l. Funciones del control judicial de la actividad administrativa

124. El control judicial al que está sujeta la actividad de las Administraciones


públicas cumple principalmente dos funciones: corregir y evitar las consecuencias

89 Véase, por ejemplo, el caso enjuiciado por la STS de 5 de marzo de 2014 (rec. 64/2013), relativa
al nombramiento de miembros del Consejo de Seguridad Nuclear.
90 Véanse, mutatis mutandis, Y. GIVATI (2009); J. MATHEWS (2013).
900 GABRIEL DOMÉNECH PASCUAL

socialmente indeseables de las actuaciones administrativas ilegales objeto de revi-


sión, y prevenir que aquellas cometan ilegalidades 9 1•

1.1. Corregir (ex post) actuaciones administrativas ilegales

125. De las actuaciones -en sentido amplio, omisiones inclusive- adminis-


trativas contrarias al ordenamiento jurídico suelen derivarse consecuencias actual o
potencialmente perjudiciales para el bienestar del conjunto de los ciudadanos. De
hecho, aquellas están proscritas porque -cabe estimar- su utilidad social esperada
es a priori negativa. Esas infracciones pueden causar daños o poner a determinadas
personas en intolerable peligro de sufrirlos.
126. Una de las funciones más importantes del control judicial es neutralizar
o mitigar, en la medida de lo fáctica y jurídicamente posible, las consecuencias ne-
gativas antijurídicas directamente derivadas de las actuaciones administrativas en-
juiciadas. Los Tribunales pueden adoptar diversas medidas con este objeto: i) anular
las disposiciones o los actos administrativos impugnados; ii) condenar a la Adminis-
tración a realizar una actuación debida, que había omitido ilegalmente; iii) recono-
cer una situación jurídica menoscabada o puesta en peligro por la actuación ilegal
recurrida; iv) disponer medidas de restauración y preservación del orden jurídico
conculcado por la Administración, y v) condenarla a compensar los daños causados
a los actores.

1.2. Prevenir (ex ante) actuaciones administrativas ilegales

127. No se ha destacado suficientemente el hecho de que el control judicial de


la actividad administrativa cumple también una importante función preventiva de las
ilegalidades que puedan cometer las Administraciones públicas. Esta función des-
cansa sobre dos pilares: la disuasión y la información.

1.2.1. Disuasión

128. La perspectiva de que los Tribunales revisen las actuaciones administra-


tivas y, en el caso de que estas sean ilegales, adopten una o varias de las medidas
mencionadas en el epígrafe anterior puede disuadir a las Administraciones públicas
de vulnerar el ordenamiento jurídico. La potencia y el alcance del efecto disuasorio
dependerán de varios factol'es, cuando menos de los siguientes:
129. En primer lugar, del coste que para la autoridad administrativa en cuestión
tendrían las medidas adoptadas por los Tribunales si estos considerasen que la acti-
vidad enjuiciada infringe el ordenamiento jurídico. Cuanto más costosas sean, más
intenso será dicho efecto.

91 En sentido similar, C. R. SuNSTBIN (1989).


CAP. 12. EL JUEGO DEL LEGISLADOR, LA ADMINISTRACIÓN Y EL JUEZ 901

130. El segundo factor relevante es la probabilidad de que la actuación ad-


ministrativa ilegal considerada sea impugnada y declarada contraria a Derecho por
los Tribunales. Cuanto más elevada sea aquella, mayor será la disuasión. La proba-
bilidad de revisión judicial depende, a su vez, de varias circunstancias, de entre las
cuales destaca la utilidad esperada que para los interesados supone recurrirla ante los
Tribunales, que a su vez dependerá, cuando menos, de la probabilidad de que estos
estimen el recurso.
131. En tercer lugar, cuanto mayor sea el beneficio que para las autoridades
administrativas se derive de infringir la ley, más difícil será que la amenaza del con-
trol judicial las disuada de escoger esta alternativa.
132. También tendrán cierto impacto sobre la disuasión, en cuarto lugar, los
errores cometidos por los Tribunales al verificar la legalidad de la actividad admi-
nistrativa sometida a su juicio. Tanto las estimaciones erróneas de recursos conten-
cioso-administrativos -falsos positivos- como las inadmisiones o desestimaciones
equivocadas -falsos negativos- minan el efecto disuasorio del control judicial 92 •
Las primeras, porque reducen el atractivo que para la Administración tiene respetar
el ordenamiento jurídico. Las segundas, porque minoran el coste esperado que para
ella supone violarlo. Cuanto más grave sea el riesgo de que se cometan estos errores,
menor será, por tanto, el referido efecto disuasorio.

1.2.2. Información
133. Al resolver casos en los que se discute si ciertas actuaciones administra-
tivas son o no conformes a Derecho, los Tribunales generan información acerca
de cómo deben ser interpretadas y aplicadas las normas jurídicas que regulan esas
actuaciones, clarificando su alcance, colmando sus eventuales lagunas, resolviendo
sus contradicciones, etcétera.
134. Esta información puede y debe ser utilizada en casos similares para pre-
venir ilegalidades. Las autoridades administrativas podrán tenerla en cuenta con el
fin de evitar cometer los errores no intencionados en los que probablemente hubieran
incurrido si los Tribunales no hubieran clarificado el alcance de aquellas normas
jurídicas. También los órganos jurisdiccionales encargados de juzgar casos seme-
jantes podrán aprovecharla, a fin de interpretar y aplicar correctamente esas mismas
normas. Y ya sabemos que la reducción del número de los errores judiciales mejora
la eficacia disuasoria de la Justicia y, en consecuencia, tiende a minorar, en términos
cuantitativos y cualitativos, las infracciones cometidas.

2. Configuración óptima del sistema de control judicial de la actividad


administrativa
135. A fin de configurar la Justicia administrativa de la manera más convenien-
te para los intereses del conjunto de los ciudadanos, habría que minimizar la suma

92 Véanse, mutatis mutandis, I. P. L. PNG (1986); A.M. POLINSKY y s. SHAVELL (2000: 60 y ss.).
902 GABRIEL DOMÉNECH PASCUAL

de todos los costes sociales derivados, directa o indirectamente, de la existencia de


actuaciones administrativas ilegales, de entre los cuales merecen ser destacados
ahora los siguientes:
136. En primer lugar, los perjuicios inmediatamente causados por el hecho de
que las Administraciones públicas hayan adoptado medidas ilegales, que se apartan
de la solución que presumiblemente satisface de manera óptima los intereses públi-
cos y, en consecuencia, los lesionan.
137. En segundo lugar, habría que tener en cuenta los costes ocasionados por
los Tribunales al declarar la ilegalidad de las actuaciones administrativas sometidas
a su juicio, entre los que se incluyen: i) los provocados por las sentencias que anulan
erróneamente las decisiones enjuiciadas, y ii) los costes que inevitablemente entra-
ñan, muchas veces, las medidas que los Tribunales adoptan para restablecer las cosas
al estado en el que, en su opinión, deberían estar de acuerdo con el ordenamiento
jurídico -v. gr., la demolición de las edificaciones construidas al amparo de una
licencia ilegal-.
138. En tercer lugar, en ocasiones, con el fin de evitar la insatisfactoria situa-
ción resultante de la sentencia que estima un recurso contencioso-administrativo, la
Administración correspondiente ha de invertir considerables recursos con el objeto
de preparar y establecer una nueva medida en sustitución de la declarada ilegal.
139. En cuarto lugar, también hay que tener en cuenta los costes en los que a
veces hay que incurrir -v. gr., al aprobar una reforma legislativa- para corregir los
errores cometidos por los Tribunales al enjuiciar determinadas actuaciones adminis-
trativas.
140. Finalmente, debe repararse en los costes fijos y variables que el funcio-
namiento de la Justicia administrativa entraña tanto para los litigantes como para los
contribuyentes, que han de.sufragar los medios materiales y personales necesarios a
estos efectos.

3. Controles judiciales previos y controles judiciales posteriores

141. La legalidad de las decisiones administrativas puede ser revisada por los
Tribunales antes o después de que estas hayan sido adoptadas por la Administra-
ción. En los arts. 24.1 y 103.1 CE no se dice explícitamente que el control judicial
al que necesariamente está sujeta cualquier actuación administrativa haya de tener
lugar en un momento u otro. Lo que sí establece la Constitución de manera expresa
es que la entrada en un domicilio sin el consentimiento de su titular requiere una
autorización judicial previa (art. 18.2 CE), requisito que la jurisprudencia consti-
tucional93 y el legislador han extendido a otras intervenciones limitativas de de-
rechos 94.

93Véanse, por ejemplo, las SSTC 7/1994, de 17 de enero, FJ 3, y 207/1996, de 16 de diciembre,


FJ 4, en relación con las intervenciones corporales.
94 Véanse los arts. 8.6, 10.8, 11.1.i) y 11.5 LJCA, así como L. SALAMERO Torxmó (2014).
CAP. 12. EL JUEGO DEL LEGISLADOR, LA ADMINISTRACIÓN Y EL JUEZ 903

142. Estos preceptos han sido interpretados en el sentido de que cualquier


actuación administrativa está sujeta a un control judicial posterior y algunas lo
están, además, a uno previo. Se trata de una interpretación razonable. De un lado,
la mera posibilidad de un control previo no garantiza plenamente la tutela judicial
efectiva frente a la actividad administrativa, entre otras razones, porque puede ocurrir
que la Administración no cumpla efectivamente las condiciones establecidas previa-
mente por los Tribunales. Siempre debe existir la posibilidad de que estos verifiquen
a posteriori si la actividad administrativa se ha desarrollado realmente conforme a
Derecho. De otro lado, cabe entender que la protección adecuada de los derechos
fundamentales frente a determinadas intervenciones administrativas requiere que las
mismas sean autorizadas previamente por los Tribunales, sin perjuicio de su ulterior
control judicial.
143. La gran ventaja de la intervención judicial posterior es que genera me-
nos costes de gestión, pues no necesita aplicarse tan frecuentemente como la previa
para obtener el mismo nivel de observancia de la ley por parte de las Administracio-
nes públicas 95 • El control judicial previo se lleva a cabo de manera sistemática; se
aplica siempre a las actuaciones de un determinado tipo, con independencia de cuál
sea el riesgo de inobservancia en el caso concreto. El control posterior, en cambio,
se activa selectivamente, solo cuando los Tribunales reciben una «señal» -consis-
tente en la interposición de un recurso contencioso-administrativo- que indica que
la probabilidad de que una determinada actuación -la recurrida- contraviene el
Derecho es singularmente elevada. Dado que la probabilidad de que los Tribunales
reciban dicha señal es, ceteris paribus, mayor si la actuación en cuestión es ilegal
que si no lo es, el número de ocasiones en las que se activará el control judicial podrá
ser reducido por la Administración respetando la ley. Nótese, en efecto, que la efica-
cia disuasoria del control posterior disminuye la frecuencia con la que es necesario
aplicarlo, lo que no ocurre en el caso del control previo. En hipótesis, podría darse
incluso un escenario en el que la amenaza de la intervención judicial posterior produ-
jera un efecto disuasorio de una potencia tal que la Administración actuara siempre
con arreglo a Derecho y nadie impugnara nunca sus decisiones, ¡sin necesidad de
que los Tribunales intervinieran efectivamente en caso alguno! El control previo, en
cambio, para ser eficaz, siempre debe ser aplicado en alguna ocasión.
144. El control judicial posterior tiene, sin embargo, algunas desventajas. La
principal es que la amenaza que este representa rara vez disuade todas las ilegalida-
des. La causa más común de este déficit es que la sanción esperada de contravenir el
ordenamiento jurídico es demasiado baja para inducir a todas las Administraciones
públicas a actuar siempre conforme al mismo. De un lado, porque las autoridades
administrativas suelen soportar solo una pequeña parte de los costes sociales que im-
plican las sentencias que declaran la ilegalidad de sus actuaciones. De otro lado, por-
que muchas de sus decisiones ilegales no llegan a ser objeto de una declaración tal.
145. Este problema afecta en mucha menor medida al control judicial previo,
que aquí tiene la gran ventaja de que previene actuaciones ilegales y, a la postre,

95 Véase, mutatis mutandis, S. SHAVELL (2013). En general, sobre las ventajas y desventajas de los
controles públicos previos y posteriores, véase G. DoMÉNECH PASCUAL (2017a).
904 GABRIEL DOMÉNECH PASCUAL
l
daños no solo a través de la disuasión, sino también impidiendo su realización. El
inconveniente es que los Tribunales también pueden impedir, erróneamente, la reali-
zación de actuaciones cuyos beneficios superan a sus costes para la sociedad y que,
por consiguiente, deberían permitirse. Cuanto más tempranamente hayan de evaluar
los jueces una actuación, más precaria será la información disponible a estos efectos
y, por consiguiente, mayor será la probabilidad de cometer errores al respecto.
146. En la práctica, el control judicial previo de la actividad administrativa
tiene una índole excepcional. Solo se contempla en supuestos muy singulares, don-
de suelen darse tres circunstancias: i) las actuaciones enjuiciadas pueden ocasionar
daños difícilmente reparables a bienes jurídicos de gran importancia, tales como
los protegidos por los derechos fundamentales a la inviolabilidad del domicilio, a la
intimidad y a la integridad física; ii) el riesgo de que las autoridades administrativas
abusen de su poder, en ausencia de intervención judicial previa, es relativamen-
te elevado, y iii) los jueces competentes disponen típicamente de conocimientos e
información fáctica suficientes para decidir con carácter previo sobre la legalidad
de las actuaciones en cuestión sin que el riesgo de cometer errores al respecto sea
muy alto.

4. Las consecuencias jurídicas de la ilegalidad

147. En el juego de las interacciones entre el legislador, la Administración y


los Tribunales hay varios elementos clave, de los depende en gran medida el sentido
de las mismas. Uno de ellos es el de la regulación de las condiciones con arreglo a
las cuales una actuación administrativa ha de considerarse legal o ilegal. Otro es el
de las consecuencias jurídicas anudadas a la ilegalidad de la actuación enjuiciada,
que pueden ser de muy diversa índole. En virtud de un nutrido conjunto de normas
jurídicas se determina: si la actuación ilegal ha de estimarse válida o inválida; si y,
en su caso, en qué circunstancias la invalidez ha de tener efectos jurídicos retroacti-
vos (ex tune), prospectivos (ex nunc) o incluso diferidos a un momento posterior; si
dicha actuación puede ser convalidada o convertida en una actuación válida distinta
y, en su caso, bajo qué condiciones y con qué efectos jurídicos; si los Tribunales
pueden ordenar a la Administración que actúe en un determinado sentido o incluso
establecer ellos mismos una regulación en sustitución de la anulada; cuándo está
obligada la Administración autora de la actuación ilegal a resarcir los daños que esta
ha ocasionado, etcétera.
148. Aquí interesa resaltar cómo la regulación de las consecuencias jurídi-
cas anudadas a la ilegalidad puede afectar al comportamiento de la Adminis-
tración y de los Tribunales. Lo primero resulta obvio. Dado que esas consecuencias
constituyen el «precio» que la Administración ha de pagar por contravenir el orde-
namiento jurídico, la configuración de las mismas puede influir sobre su decisión
de vulnerarlo o respetarlo. Cuanto mayores sean los costes que para las autoridades
competentes entrañen dichas consecuencias, menos atractivo les resultará llevar a
cabo actuaciones que puedan ser declaradas ilegales. La circunstancia de que cier-
tas irregularidades se consideren «no invalidantes» o puedan subsanarse con gran
CAP. 12. EL JUEGO DEL LEGISLADOR, LA ADMINISTRACIÓN Y EL JUEZ 905

facilidad, por ejemplo, reduce los incentivos que la Administración tiene para no
cometerlas.
149. Lo segundo es menos evidente, pero lo cierto es que la regulación de esas
consecuencias también puede influir sobre los Tribunales cuando revisan la legalidad
de la actividad administrativa. En la medida en que estos son, seguramente, sensibles
a las repercusiones que para los distintos intereses en juego cabe esperar de sus deci-
siones, en los casos dudosos pueden sentirse inclinados a declarar no cometida una
ilegalidad, si consideran que la solución contraria produciría resultados demasiado
drásticos. En esta línea, se ha dicho, por ejemplo, que la posibilidad que algunos
Tribunales tienen de dar efectos meramente prospectivos a la anulación de normas
jurídicas, dejando intactos los producidos por estas antes de la sentencia anulatoria,
propicia que estimen contrarias a Derecho disposiciones que en otro caso no hubieran
sido declaradas como tales. «Si no se admitiese el pronunciamiento prospectivo no
se declararía la inconstitucionalidad [léase también ilegalidad] de un gran número de
normas»; el mantenimiento de algunas de las situaciones surgidas de su aplicación
sirve, paradójicamente, a la mejor depuración del ordenamiento jurídico 96.

5. Lo que los jueces deberían hacer

150. La Constitución ha encomendado a los Tribunales el control de la lega-


lidad de la actividad de las Administraciones públicas (art. 103.1 CE). A ellos les
corresponde verificar si la concreta actuación administrativa sometida a su juicio es
conforme a Derecho o, por el contrario, incurre en cualquier infracción del ordena-
miento jurídico (art. 70 LJCA).
151. Esta tarea presenta en no pocas ocasiones una notable dificultad de resul-
tas, fundamentalmente, de dos circunstancias. La primera es que la Administración
ostenta discrecionalidad para tomar muchas decisiones, que los Tribunales deben
considerar válidas mientras estas se mantengan dentro de ciertos márgenes. En se-
gundo lugar, frecuentemente, la existencia misma de esa discrecionalidad, su ampli-
tud o sus lindes han sido establecidos con muy escasa precisión por el ordenamiento
jurídico. En tales circunstancias, los jueces han de comprobar si la actuación admi-
nistrativa enjuiciada ha rebasado o no unos límites que se muestran extraordinaria-
mente borrosos. Veamos qué criterios o pautas podrían utilizarse con el objeto de
resolver estos casos difíciles 97 •

5.1. La teoría tradicional: las técnicas de reducción y control judicial


de la discrecionalidad

152. De acuerdo con la teoría todavía hoy dominante en España, los Tribuna-
les podrían servirse básicamente de cuatro «técnicas» a fin de controlar el ejercicio

96 E. GARCÍA DE ENTERRÍA (1989).


91 Véase, también, cap. 8, §§ 92-102.
906 GABRIEL DOMÉNECH PASCUAL

por parte de la Administración de sus decisiones -real o aparentemente- dis-


crecionales. Como bien se ha dicho, no se trataría en sentido estricto de técnicas
de «control» de la discrecionalidad, pues esta, con arreglo a la referida doctrina
tradicional, constituye un «margen de libre decisión» que, «por su propia natura-
leza, no es susceptible de control judicial». Constituirían, más bien, técnicas de
«reducción» o «limitación» de la discrecionalidad administrativa, derivadas de una
«lectura en profundidad» del ordenamiento jurídico 98 • Con alguna de esas técni-
cas -señaladamente, con la teoría de los conceptos jurídicos indeterminados- se
pretendería distinguir aquellas decisiones que son genuinamente discrecionales
de las que no lo son realmente. De esta manera se perseguiría reducir el conjunto
de las decisiones administrativas que presentan espacios de discrecionalidad que
los Tribunales no pueden fiscalizar. Con las restantes técnicas se trataría de reducir
la amplitud de esos espacios y, correlativamente, de ensanchar las posibilidades
de controlar judicialmente las decisiones administrativas genuinamente dis-
crecionales.

5.1.l. La distinción entre potestades discrecionales y potestades regladas


mediante conceptos jurídicos indeterminados

153. De acuerdo con esta teoría, importada de Alemania en los años 1960 y
1970, las potestades discrecionales no han de ser confundidas con las potesta-
des regladas mediante «conceptos jurídicos indeterminados» 99 . «Los conceptos
utilizados por las leyes pueden ser determinados o indeterminados». Los primeros
«delimitan el ámbito de realidad a que se refieren de una manera precisa e inequívo-
ca». Los segundos aluden a «una esfera de realidad cuyos límites no aparecen bien
precisados» en el enunciado de la ley, pero que «admite ser precisada en el momento
·de la aplicación» de la norma legal. Entonces solo hay una solución: o se da o no
se da en la realidad el concepto; «la indeterminación del enunciado no se traduce
en una indeterminación de las aplicaciones del mismo, las cuales solo permiten una
"unidad de solución justa" en cada caso, a la que se llega mediante una actividad de
cognición, objetivable por tanto».
154. La consecuencia práctica es que el juez podría fiscalizar la aplicación
de estos conceptos y «verificar si la solución a que con ella se ha llegado es la única
solución justa que la ley permite», a diferencia de lo que sucede cuando nos encon-
tramos con una decisión realmente discrecional, en cuya «entraña» hay un espacio
de libre elección que no es fiscalizable judicialmente.
155. La distinción, sin embargo, se hace con algunos matices. El más rele-
vante consiste en estimar que la Administración goza de un cierto «margen de
apreciación» a la hora de interpretar y aplicar estos conceptos. Se dice, en efecto,

98 J.
ESTEVE PARDO (2016: 14 y SS.).
99Las obras clave de esta recepción fueron las de E. GARCÍA DE ENTERRÍA (1962: 171 y ss.);
E. GARCÍA DE ENTERRÍA y T. R. FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ (2017); F. SA!NZ MORENO (1976). Las frases
entrecomilladas que siguen están extraídas de E. GARCÍA DE ENTERRÍA y T. R. FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ
(2017).

__J
CAP. 12. EL JUEGO DEL LEGISLADOR, LA ADMINISTRACIÓN y EL JUEZ 907

que en la estructura de todo concepto indeterminado son identificables: un núcleo


fijo o «zona de certeza positiva», referida a las realidades claramente comprendidas
por el concepto; una «zona de certeza negativa», referida a las realidades excluidas
con seguridad del concepto; y una zona intermedia o de incertidumbre o «halo del
concepto», donde no estaría claro ni lo uno ni lo otro. Pues bien, habida cuenta de
«la dificultad de acercarse de forma totalmente exacta a la solución justa», habría
que reconocer que la Administración, en los casos que caen dentro de ese halo, en
particular cuando se trata de conceptos que implican <<juicios de valor», dispone
de un cierto margen de apreciación, de una suerte de «beneficio de la duda», si
bien solo «puramente cognoscitivo e interpretativo de la ley en su aplicación a los
hechos». Aquí, «el juez deberá normalmente conformarse con un control de los
límites o de los excesos en que la Administración haya podido incurrir».

5.1.2. El control de los elementos reglados

156. En toda potestad administrativa, también en las discrecionales, hay


siempre algunos elementos reglados, condiciones de ejercicio predeterminadas por
el ordenamiento jurídico cuya observancia puede ser fiscalizada por los Tribunales.
En concreto -se dice- «son cuatro por lo menos los elementos reglados por la ley
en toda potestad discrecional y que no pueden dejar de serlo: la existencia misma
de la potestad, su extensión (que nunca podrá ser absoluta ... ), la competencia para
actuarla[ ... ] y [ ... ] el fin, porque todo poder es conferido por la ley como instrumento
para la obtención de una finalidad específica[ ... ] que en cualquier caso tendrá que ser
necesariamente una finalidad pública» 100•

5.1.3. El control de los hechos determinantes

157. Los Tribunales siempre pueden comprobar si la realidad de hecho que


funciona como «presupuesto fáctico» de la norma que otorga y regula el ejercicio de
la correspondiente potestad discrecional ha existido o no. «La valoración de la rea-
lidad podrá acaso ser objeto de una facultad discrecional, pero la realidad, como tal,
si se ha producido el hecho o no se ha producido y cómo se ha producido, esto ya no
puede ser objeto de una facultad discrecional». Los Tribunales pueden llevar a cabo
un «control pleno de la exactitud de los hechos determinantes de la decisión», así
como de la calificación jurídica de esos hechos 101 •

5.1.4. El control a través de los principios generales del Derecho

158. Finalmente, se advierte que toda actuación administrativa debe respetar


los principios generales del Derecho, en tanto en cuanto también estos forman parte
del ordenamiento jurídico. Algunos de ellos estarían especialmente llamados a jugar

IOO E. GARCÍA DE ENTERRÍA y T. R. FllRNÁNDEZ RODRÍGUEZ (2017).


IO! ]bid.
908 GABRIEL DOMÉNECH PASCUAL

un importante papel en este punto: los de interdicción de la arbitrariedad de los po-


deres públicos, proporcionalidad, igualdad y buena fe 102•

5.1.5. Crítica de la teoría tradicional

159. A esta teoría se le pueden hacer varias críticas. La primera es que su


contenido está considerablemente sesgado por la finalidad con la que se elaboró en
un contexto social, político y jurídico que difiere considerablemente del actual. La
teoría surgió en plena dictadura franquista con un propósito bien claro: reducir la
amplísima inmunidad judicial con la que, de iure o de facto, la Administración pú-
blica podía ejercer algunas de sus potestades, inmunidad que resultaba sumamente
peligrosa para los derechos y las libertades de los ciudadanos, habida cuenta del
enorme poder que aquella acumulaba, de su falta de legitimidad democrática y de la
naturaleza autoritaria del sistema jurídico en general y del Derecho administrativo
en particular. La teoría, de hecho, cosechó un éxito extraordinario, seguramente por:
la estatura científica y la enorme influencia de sus artífices; la brillantez con la que
estos la construyeron; la meritoria valentía con la que inicialmente la defendieron;
y, sobre todo, por la acuciante necesidad que había de reducir aquellas inmunidades
una vez instaurado el régimen democrático de 1978, muy especialmente en sus pri-
meras décadas de vida, en unos momentos en los que las inercias autoritarias prove-
nientes del sistema anterior eran todavía muy fuertes.
160. Cuarenta años después de que entrara en vigor la Constitución de 1978,
vivimos en un Estado en el que el nivel de respeto de los derechos y las libertades
individuales por parte de los poderes públicos es, en términos comparados, nota-
blemente alto, y en el que las más relevantes Administraciones públicas gozan de
una indiscutible legitimidad democrática. Ya no hay actuaciones gubernamentales
exentas del control judicial. Y el ejercicio de potestades administrativas discrecio-
nales, incluso de aquellas que otorgan un margen de maniobra amplísimo, es objeto
con toda normalidad de un examen de legalidad que, cuando los Tribunales lo es-
timan oportuno, lo cual no es del todo infrecuente, puede alcanzar una intensidad
inimaginable hace tan solo unos años 103 • Es más, no faltan los casos en los que
resulta razonable estimar que los jueces han cometido excesos en el desempeño de
sus funciones de control, al inteiferir indebidamente en los márgenes de apreciación
que legalmente correspondían a las autoridades administrativas 104 • En las presentes
circunstancias, ya no es necesario como antaño poner el énfasis en reducir la
discrecionalidad administrativa, que en sí misma no es un fenómeno negativo,
sino en delimitar de manera equilibrada los espacios en los que han de moverse las
Administraciones públicas y los Tribunales 105 •

102
!bid.
103
Piénsese, por ejemplo, en los indultos [T. R. FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ (2014)]; los nombra-
mientos de funcionarios para puestos de libre designación [R. GIL CREMADES (2014)] y los nombra-
mientos efectuados por el Consejo General del Poder Judicial [J. E. SORIANO GARCÍA (2012); J. IGAR-
TUA SALAVERRÍA (2016)]. .
104
Véanse, por ejemplo, J. A. SANTAMARÍA PASTOR (2014); J. R. FERNÁNDEZ TORRES (2017).
105
En sentido similar, véanse L. PAREJO ALFONSO (1993); M. SÁNCHEZ MORÓN (1994).
CAP. 12. EL JUEGO DEL LEGISLADOR, LA ADMINISTRACIÓN Y EL JUEZ 909

161. La segunda crítica que puede hacerse a la teoría dominante es, precisa-
mente, que no ofrece criterios manejables que permitan determinar, siquiera de
manera orientativa, cuál es la amplitud del margen de apreciación o discrecionalidad
que los jueces han de reconocer a la Administración en cada caso o, dicho con otras
palabras, con qué intensidad pueden aquellos utilizar las ya descritas técnicas de con-
trol de la discrecionalidad. De acuerdo con esta teoría, por ejemplo, los Tribunales
pueden verificar si realmente han existido los «hechos determinantes» de una deci-
sión administrativa o si esta respeta el principio de proporcionalidad. El problema es
que ambas apreciaciones entrañan frecuentemente una gran dificultad, por ejemplo,
porque existe una gran incertidumbre acerca de si tales hechos ocurrieron o cuáles
son los costes y los beneficios que para los intereses legítimos afectados pueden se-
guirse de la decisión adoptada y de sus alternativas. La teoría que estamos conside-
rando no ofrece criterios que indiquen cómo pueden resolverse esas incertidumbres,
cómo hay que precisar hasta dónde llega el margen de que la Administración dispone
para apreciar tales hechos, costes y beneficios. Se ha dicho que «el criterio para co-
nocer hasta dónde alcanzan esos límites [de un concepto jurídico indeterminado y,
por tanto, del margen de apreciación para interpretarlo] lo proporciona su esencia o
núcleo, porque el concepto llega hasta donde ilumina el resplandor de su núcleo» 106 •
Sin embargo, dada su índole metafórica y sumamente evanescente, este criterio no
resulta muy útil a estos efectos.
162. La teoría considerada, en tercer lugar, muestra algunas inconsistencias,
quizá como consecuencia de haber sido construida por la acumulación ecléctica de
materiales doctrinales y jurisprudenciales procedentes de diferentes culturas jurídi-
cas -la francesa y la alemana, básicamente-. Por ejemplo, no resulta coherente
afirmar que los jueces pueden fiscalizar plenamente la aplicación administrativa de
los conceptos jurídicos indeterminados y «verificar si la solución a que con ella se
ha llegado es la única solución justa que la ley permite», al tiempo que se estima que
los jueces han de reconocer a la Administración un «margen de apreciación» en la
aplicación de los mismos.
163. Esta distinción entre potestades discrecionales y potestades regladas me-
diante conceptos jurídicos indeterminados resulta cuestionable también por otras
razones 107 • En primer lugar, porque de ella no se siguen consecuencias prácticas

!06 F. SAINZ MORENO (1976: 197).


º
17 Se han mostrado críticos con la referida distinción: M. MARTÍN GoNZÁLEZ (1967: 252 y ss.);
M. PÉREZ ÜLEA (1972: 53 y ss.); M. SÁNCHEZ MORÓN (1994: pp. 116 y ss.); M. BACIGALUPO (1997:
157 y ss.); c. D. C!R!ANO VELA (2000: 126 y SS. y 442 y ss.); s. MuÑOZ MACHADO (2015: 246 y ss.);
A. BETANCOR RODRÍGUEZ (2015: 117-118); J. M.ª RODRÍGUEZ DE SANTIAGO (2016: 173 y 174). Otros
autores siguen admitiéndola, pero la relativizan, al estimar que: en la aplicación de los conceptos jurí-
dicos indeterminados hay discrecionalidad, siquiera instrnmental o débil, y, por tanto, no una única so-
lución justa [E. DESDENTADO DAROCA (1999: 101 y ss.)J; que «el margen de apreciación[ ... ] relativiza
la frontera entre lo discrecional y lo no discrecional» [M. BELTRÁN DE FELIPE (1995: 42)); que, «en la
práctica, el margen de apreciación o valoración que implican los conceptos jurídicos indeterminados
comporta también un margen de decisión (discrecionalidad), al menos en las zonas de incertidumbre»
[J. C. LAGUNA DE PAZ (2017)); o que «el proceso cognoscitivo de integración de ciertos conceptos
indeterminados se convierte, de facto, en una elección administrativa entre las diversas posibilidades
lógicas y materiales de concretarlo sobre la realidad práctica» [A. Mozo SEOANE (2018: 25)).
910 GABRIEL DOMÉNECH PASCUAL

cualitativamente diferentes. Los jueces deben actuar y de hecho actúan de la misma


manera frente a los márgenes de apreciación que implican tales conceptos y los de
discrecionalidad: en los dos escenarios han de dar por válidas las decisiones adminis-
trativas que no rebasen ciertos límites. En segundo lugar, la tesis de que ambos már-
genes difieren en cuanto a su naturaleza -volitiva en el caso de la discreciónalidad,
cognitiva en el de los conceptos jurídicos indeterminados- es también discutible.
Si, como hemos argumentado anteriormente, la Administración debe adoptar siem-
pre la decisión más conveniente para el interés público, entonces nunca tiene libertad
para optar y, por tanto, tanto el margen de discrecionalidad como el de apreciación
eventualmente existentes tienen una índole cognitiva: ante la dificultad de verificar
con certeza cuál es esa solución óptima, los Tribunales deben considerar válidas
las decisiones administrativas que se mantengan dentro de un determinado espacio,
principalmente en atención a que las Administraciones públicas, en determinadas
circunstancias, están mejor situadas que ellos para decidir acertadamente. En tercer
lugar, esta teoría tampoco ofrece criterios que nos permitan discernir cuándo nos
encontramos ante una potestad discrecional y cuándo ante semejantes potestades re-
gladas. Por último, la distinción conduce a veces a resultados paradójicos, contrarios
al espíritu con el que fue formulada. En efecto, hay disposiciones legales que obligan
a la Administración a observar reglas -v. gr., de procedimiento o forma- especial-
mente estrictas para ejercer potestades discrecionales, a fin de conjurar el peligro que
encierra el margen de maniobra que estas implican 108 • Pues bien, estimar que las po-
testades regladas mediante conceptos jurídicos indeterminados para cuya aplicación
la Administración dispone de un margen de apreciación no son discrecionales con-
duce, en principio, a excluirlas del ámbito de aplicación de aquellas reglas, a pesar
de que este margen es prácticamente igual de peligroso que uno de discrecionalidad.
Esta interpretación, que en algún caso ha sostenido nuestro Tribunal Supremo 109 ,
es ciertamente desafortunada 110 , pero del todo coherente con la referida distinción,
cuya artificiosidad pone de manifiesto. Ambos márgenes son sustancialmente iguales
y deben recibir por ello un trato equiparable, «para lo bueno y para lo malo».
164. Finalmente, debe notarse que, si bien los principios generales del Dere-
cho pueden ser utilizados para intensificar el control judicial de la discrecionalidad
administrativa, por ello hay que pagar el precio de incrementar la discrecionalidad
judicial, que tampoco está exenta de peligros. El alcance sumamente abstracto y
general de esos principios, así como el rango constitucional de la mayoría de ellos,
los hace aplicables prácticamente siempre que se ejerce una potestad administrativa
discrecional. Los jueces siempre pueden echar mano de ellos a estos efectos. En
cualquier ocasión tienen la posibilidad, por ejemplo, de examinar si la actuación
administrativa enjuiciada está «suficientemente justificada» y resulta proporcionada,
por ser útil, necesaria y no excesiva para lograr un fin legítimo. El problema es que
esa misma generalidad, abstracción e indeterminación de los principios jurídicos

108El art. 35 LPAC dispone que serán motivados «los actos que se dicten en el ejercicio de potes-
tades discrecionales».
109 Véase la STS de 12 de diciembre de 2000 (rec. 233/1999).
11º Véanse las críticas de M. BACIGALUPO (2001); R. BOCANEGRA SIERRA y A. HUERGO LORA
(2001).
CAP. 12. EL JUEGO DEL LEGISLADOR, LA ADMINISTRACIÓN Y EL JUEZ 911

hace que los Tribunales tengan, inevitablemente, un enorme margen de apreciación


a la hora de precisar sus exigencias en cada caso 111 •

5.2. La teoría de la densidad de programación normativa

165. De acuerdo con una tesis muy aceptada, la extensión de los poderes dis-
crecionales depende exclusivamente de la estructura de las normas que los otorgan y,
muy especialmente, de la densidad de estas, pero no de otros factores, tales como la
calidad del órgano actuante 112 • La intensidad admisible del control judicial del ejer-
cicio de las potestades administrativas y, correlativamente, la amplitud del margen
de discrecionalidad de que la Administración dispone para actuarlas dependerían de
manera directamente proporcional del grado de programación o predetermina-
ción normativa de las decisiones adoptadas en virtud de aquellas 113 •
166. A esta tesis se le pueden hacer algunas críticas. Debe notarse, en primer
término, que un mayor grado de programación normativa estrecha, ceteris paribus,
no solo el espacio de actuación lícita de la Administración, sino también el de los
Tribunales. En segundo lugar, la densidad de programación es solamente uno de
los factores de los que depende la extensión de los márgenes dentro de los cuales
pueden maniobrar, respectivamente, las autoridades administrativas y los Tribunales
encargados de controlar su actividad 114 • Y, probablemente, no sea ni siquiera el más
determinante. De un lado, hay otras variables normativas relevantes, que tienen
que ver con las reglas aplicables al ejercicio de la correspondiente potestad, pero no
con la precisión o densidad de estas. Por ejemplo, el hecho de que, respecto del mis-
mo espacio «apenas programado», la ley diga explícitamente que la Administración
goza de discrecionalidad para alcanzar una solución que logre un justo equilibrio
entre todos los intereses legítimos en juego o, por el contrario, establezca de manera
igualmente explícita que los Tribunales pueden y deben verificar si la resolución
administrativa impugnada ha logrado un justo. equilibrio entre esos mismos intereses
no carece en absoluto de relevancia. Cabe legítimamente interpretar que el margen
de maniobra otorgado por el legislador a la autoridad administrativa es mayor en el
primer caso. Al dejar claro que la Administración ostenta una potestad discrecional,
la ley elimina la posibilidad de que los Tribunales sostengan válidamente la interpre-
tación contraria, lo que no ocurre en el segundo escenario.
167. De otro lado, hay factores relevantes «extranormativos», que no tienen
que ver con la estructura ni con el contenido de las normas que regulan el ejercicio
de las potestades correspondientes. Por ejemplo, los supuestos de hecho en los que
procede adoptar medidas cautelares en las materias tributaria y farmacéutica están

n1 Véanse, por ejemplo, J. A. GARCÍA AMADO (1997); R. Rmz Rmz (2010).


112 T. R. FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ (2005: 53 y ss.).
ll 3 Véanse, entre otros, M. BELTRÁN DE FELIPE (1995: 111 y 203); M. BACIGALUPO (1997: 78
y ss.); s. MuÑOZ MACHADO (2015: 221,231 y 251); A. BETANCOR RODRÍGUEZ (2015: 121).
114 En sentido similar, según M. LÓPBZ BENÍTEZ (2017: 152), la «densidad normativa» es solo uno
de los factores que hay que tener en cuenta para determinar si nos hallamos ante una potestad reglada
o discrecional.
912 GABRIEL DOMÉNECH PASCUAL

regulados por disposiciones cuya estructura y densidad es prácticamente idéntica 115 •


El criterio básico es, en ambos casos, que hay que ponderar todos los costes y be-
neficios esperados para los todos los intereses legítimos en juego que se siguen de
mantener el statu quo o adoptar la medida cautelar considerada. Sin embargo, puede
afirmarse que la discrecionalidad administrativa es mayor en el caso de los medi-
camentos, porque aquí la Administración está mucho mejor capacitada que los Tri-
bunales para evaluar dichos riesgos y beneficios, mientras que en el ámbito de los
tributos no existe semejante diferencia de capacidad. Veámoslo.

5.3. Una teoría económica de la discrecionalidad administrativa

168. Los jueces, como cualesquiera agentes públicos, deberían adoptar las de-
cisiones que mejor satisfagan los intereses generales, en el marco de la Constitución
y del resto del ordenamiento jurídico. Y en este sentido deberían decidir también al
juzgar si la Administración goza o no de un cierto margen de maniobra para llevar a
cabo determinadas actuaciones, cuál es en su caso la anchura de ese margen y si la
actuación considerada se ha mantenido o no dentro de sus límites.
169. El criterio determinante para precisar, siquiera de manera aproximada
y tentativa, en qué medida hay que reconocer a la Administración un margen de
apreciación para actuar es, en nuestra opinión, el de los costes y beneficios que del
mismo se derivan para los intereses legítimos del conjunto de los ciudadanos. La
existencia de un margen tal tiene ventajas y desventajas para la óptima satisfacción
de esos intereses. Este margen solo estará justificado si sus beneficios excedan de
sus costes sociales. Y solo estará justificado hasta el punto en el que ese balance
beneficio-coste sea positivo para la sociedad 116 •

5.3.1. Beneficios de la discrecionalidad administrativa

170. Del reconocimiento a la Administración de un cierto espacio de ma-


niobra pueden derivarse, en efecto, varios beneficios. El principal, seguramente,
es que puede incrementar la probabilidad de que i) se establezcan las soluciones
que satisfacen mejor los intereses de los ciudadanos y de que ii) aquellas sean
aceptadas por estos. Lo primero (i), en tanto en cuanto la autoridad administrativa
competente posea mayor capacidad -por su composición, sus procedimientos de
actuación, sus medios materiales y personales, etc.- que los Tribunales para de-
cidir acertadamente en el caso considerado. Lo segundo (ii), en tanto en cuanto
dicha autoridad goce de mayor legitimidad -v. gr., democrática- que estos, por
ejemplo, porque los autores de la actuación cuestionada han sido elegidos median-
te sufragio universal.

HS Véanse los apartados 1 y 2 in fine del art. 81 de la Ley 58/2003, de 17 de diciembre, General
Tributaria, y el art. 109 .1 del texto refundido de la Ley de garantías y uso racional de los medicamentos
y productos sanitarios (Real Decreto Legislativo 1/2015, de 24 de julio).
116 En sentido sirrúlar, véase A. VERMEULE (2016b: 7, 21, 60 y ss., 114 y ss. y 209 y ss.).

J
CAP. 12. EL JUEGO DEL LEGISLADOR, LA ADMINISTRACIÓN Y EL JUEZ 913

171. La discrecionalidad administrativa constituye, en suma, un instrumento


de minimización del riesgo de errores. Con ella puede minorarse la probabilidad de
que el aparato estatal -tras la actuación sucesiva de la Administración y los jueces-
arroje resultados desacertados, ilegales, perjudiciales para los intereses públicos. La
reducción de ese riesgo puede generar a su vez otros beneficios: i) disminuir la litigio-
sidad, toda vez que -cabe suponer- las situaciones ineficientes, que no satisfacen
óptimamente dichos intereses, tienen una mayor probabilidad de ser impugnadas que
las decisiones acertadas, eficientes, y ii) mejorar el efecto disuasorio del control judi-
cial, pues, como ya hemos visto, los errores cometidos en su ejercicio lo minan.
172. Finalmente, el hecho de que los Tribunales muestren un mayor grado de
deferencia hacia las decisiones administrativas puede reducir el número de ca-
sos en los que estas son impugnadas y declaradas ilegales, lo que haría menguar
todavía más los costes de litigación y, también, aquellos costes en los que hay que
incurrir, después de la declaración de ilegalidad, para alterar el statu qua creado por
aquellas. Conviene subrayar, sin embargo, que no es necesario que así ocurra. Por
ejemplo, un aumento de la deferencia judicial también podría provocar que la Ad-
ministración se aprovechara de ella para interpretar la ley de una manera más cues-
tionable o implausible, lo que a su vez podría dar lugar a que un mayor número de
resoluciones administrativas fueran recurridas por los afectados e incluso anuladas
por los Tribunales 117 •

5.3.2. Costes de la discrecionalidad administrativa

173. Otorgar a las Administraciones públicas un cierto espacio de apreciación


o discrecionalidad tampoco está exento de inconvenientes. El más serio es que estas
pueden aprovechar dicho espacio para cometer abusos, para desviarse de la solu-
ción que mejor satisface los intereses generales, que, vamos a suponer, coincide con
la querida por el legislador. El subsiguiente aumento de estas desviaciones podría
provocar, en determinadas circunstancias, un incremento de la litigiosidad y, para-
dójicamente, incluso del número de ocasiones en las que los Tribunales declaran la
ilegalidad de actuaciones administrativas, con los costes que todo ello implica.

5.3.3. Factores determinantes del balance costes-beneficios


de la discrecionalidad administrativa

174. Los Tribunales deberían ponderar esas ventajas y desventajas a la hora de


reconocer un cierto margen de apreciación a la Administración y juzgar si sus deci-
siones se mantienen dentro del mismo. A estos efectos, deberían tener en cuenta que
el balance ventajas-desventajas depende crucialmente de los siguientes factores:
175. En primer lugar, de la diferencia existente entre la autoridad admi-
nistrativa artífice de la decisión enjuiciada y el Tribunal encargado de revisarla

117 Véase, mutatis mutandis, Y. G!VATI (2009).


l
914 GABRIEL DOMÉNECH PASCUAL

en punto a la capacidad para alcanzar en el caso considerado la mejor solución


para los intereses públicos o, dicho de otra manera, para minimizar el número y
la gravedad de los errores cometidos a este respecto. Solo si dicha autoridad tiene
mayor capacidad que el Tribunal para garantizar el acierto de una decisión como
la enjuiciada estará justificado que aquel muestre un cierto grado de deferencia ha-
cia esta. Cuanto mayor sea la brecha en favor de la Administración, mayor deberá
ser, ceteris paribus, su margen de apreciación y, correlativamente, la deferencia
judicial.
176. En segundo término, de la incertidumbre existente acerca de si decisión
cuestionada es la que más conviene a los intereses públicos, en el marco del ordena-
miento jurídico vigente. Cuanto mayor sea esta incertidumbre, más amplio deberá
ser el margen de apreciación concedido a la Administración, siempre que esta tenga
mayor capacidad de tomar una decisión acertada, pues así se reduce el riesgo de
cometer errores. Si el Tribunal competente, a la vista de la información disponible,
pudiera verificar con certeza absoluta cuál es la solución que logra un justo equilibrio
entre todos los intereses afectados, no tendría sentido alguno darle a la Administra-
ción la posibilidad de optar por otra alternativa. La magnitud de la incertidumbre
dependerá, a su vez, de otras variables, cuando menos de: i) la densidad con la que
el legislador haya predeterminado el sentido de las decisiones que la Administración
puede tomar, y ii) el grado de complejidad fáctica del caso.
177. También ha de influir, en tercer lugar, la plausibilidad sustancial de la
decisión administrativa enjuiciada. Dicha plausibilidad puede definirse como la dis-
tancia existente entre la solución a la que ha llegado la Administración al apreciar
los hechos, interpretar el Derecho y aplicarlo al caso considerado y la solución a la
que llegaría el Tribunal a la vista de la información disponible si tuviera que decidir
ex novo. Cuanto menos plausible sea la decisión revisada, menor debería ser la defe-
rencia con la que los Tribunales la juzguen, pues entonces mayor es la probabilidad
de que no se haya alcanzado con ella la solución óptima para los intereses públicos,
en el marco de la ley.
178. Otro factor relevante, en cuarto lugar, son las garantías organizativas,
procedimentales y formales observadas en el caso concreto por la Administra-
ción para decidir. Cuanto más rigurosas hayan sido -v. g1:, los estudios realizados
y las p1uebas practicadas con el fin de averiguar mejor los hechos relevantes, así
como los argumentos aducidos para justificar la decisión-, mayor habrá de ser el
referido margen de apreciación. La razón es que el cumplimiento de estas garantías
incrementa a priori la probabilidad de resolver acertadamente. Ello no quita que, a
veces, pueda comprobarse ex post que la inobservancia de algunas de ellas, incluso
de las prescritas por la ley, no disminuyó dicha probabilidad, por ejemplo, porque
la Administración tomó la única decisión conforme a Derecho que cabía tomar, en
cuyo caso la irregularidad debería considerarse como «no invalidante» 118 • Nótese
que la plausibilidad sustancial y las referidas garantías tienen, por consiguiente,
un cierto carácter sustitutivo o intercambiable: cuanto menor sea aquella, más ri-

118
Véanse, por todos, J. GARCÍA LUENGO (2016); o. DOMÉNECH PASCUAL (2017c); R. DE VICEN-
TE DOMINGO (2018).
CAP. 12. EL JUEGO DEL LEGISLADOR, LA ADMINISTRACIÓN Y EL JUEZ 915

gurosas habrán de ser estas para que la decisión pueda ser considerada válida, y
viceversa ii 9,
179. La legitimidad democrática del órgano administrativo autor de la deci-
sión enjuiciada, en quinto lugar, también debería tomarse en consideración izo. Cuan-
to mayor sea esta legitimidad, más aceptables por los ciudadanos serán, a priori, sus
decisiones y, adicionalmente, mejor alineadas estarán sus preferencias con las de la
mayoría de ellos, por lo que el riesgo de que incurran en desviaciones será menor y,
en consecuencia, el margen de maniobra que se les otorgue habrá de ser más amplio.
180. Otro factor importante es, precisamente, el riesgo de que, por las razones
que sean, la Administración, al llevar a cabo la actuación cuestionada, se desvíe de
la solución más conveniente para el interés público y presumiblemente querida por
el legislador. Cuanto mayor sea ese riesgo, menor habrá de ser la deferencia judicial.
181. La relevancia de los intereses en juego, como ya hemos apuntado ante-
riormente, juega un papel ambivalente. Cuanto más relevantes sean estos, más graves
serán los daños que los errores cometidos puedan ocasionar y, por tanto, más necesi-
dad habrá de que la decisión sea adoptada por la autoridad que cuenta con mayor ca-
pacidad para acertar, que muchas veces es la administrativa. Pero, por otro lado, más
graves serán también los daños ocasionados por las arbitrariedades eventualmente
cometidas por la Administración. Así las cosas, una solución óptima para los casos
en los que los intereses afectados revisten una gran trascendencia puede consistir en
que los jueces reconozcan a la Administración un ancho margen para actuar, con la
condición de que extremen las garantías organizativas, procedimentales y formales
observadas a fin de asegurar el acierto.
182. También debe tenerse en cuenta si los costes de los errores en los que
los Tribunales pueden incurrir al revisar una actuación administrativa difieren en
función de si la decisión judicial declara su ilegalidad (incurren en un falso posi-
tivo) o su legalidad (falso negativo). Cuanto más costosos sean los falsos positivos
en relación con los falsos negativos, mayor habrá de ser la deferencia otorgada a la
Administración. Esa asimetría puede obedecer a diversos factores. Por ejemplo, a
que los costes de rectificación son mayores en un caso que en el otro; recuérdese
lo que se dijo respecto de las sentencias que han de pronunciarse sobre la validez
de una n01ma legal o reglamentaria 121 • También puede traer causa de que los costes
de los errores en los que eventualmente incurra la decisión administrativa impugnada
son igualmente asimétricos. El Tribunal Supremo ha declarado, por ejemplo, que el
«rigor del control» judicial de las decisiones adoptadas en procedimientos sanciona-
dores en materia de defensa de la competencia ha de ser, en principio, «más estricto»
cuando se revisan sanciones que cuando se examinan resoluciones exculpatorias o
de archivo 122 • El Tribunal Supremo no se detiene a justificar esta doctrina, cuyo fun-
damento puede verse en la idea, inspiradora del moderno Derecho procesal penal,

119 Véase M. c.STEPHENSON (2006b: 1035-1070).


120 En contra, E. GARCÍA DE ENTERRÍA (2009); M. BELTRÁN DE FELIPE (1995: 221 y ss.); E. DES-
DENTADO DAROCA (1999: 205 y ss.).
121 Véase supra§§ 41-43.
122 Véase la STS de 12 de junio de 2012 (rec. 2069/2009).
916 GABRIEL DOMÉNECH PASCUAL

de que las condenas erróneas son socialmente más costosas que las absoluciones
erróneas. De acuerdo con la célebre afirmación de Blackstone: «Es preferible que
diez personas culpables escapen a que una inocente sufra» 123 •
183. Finalmente, debe señalarse que el hecho de que el legislador, de manera
explícita o al menos inequívoca, haya establecido que la Administración dispone
de discrecionalidad para adoptar ciertas decisiones constituye un factor determinan-
te, por cuanto clarifica el problema. La ley reduce de esa manera el arbitrio que los
Tribunales tienen para determinar la existencia y la amplitud del espacio decisorio
otorgado a la Administración.

5.3.4. El factor estratégico

184. Un análisis especial merece este factor. A la hora de ponderar las conse-
cuencias que sus alternativas de decisión pueden tener para los intereses legítimos en
juego, los Tribunales deberían considerar cómo reaccionarán probablemente tanto
la Administración como el legislador frente a cada una de las referidas alternativas 124 .
La razón es obvia: la manera, positiva o negativa, en que sus decisiones afectan a los
referidos intereses depende, en gran medida, de cuáles sean estas reacciones.
185. Estas consideraciones estratégicas no son frecuentes, pero tampoco del
todo extrañas, en la jurisprudencia de nuestros Tribunales. Una razón de este tipo
subyace, por ejemplo, en el argumento o «principio», ocasionalmente invocado, se-
gún el cual nadie puede aprovecharse de su propia torpeza (nemo auditur propriam
turpitudinem allegans) 125 • Si se interpretara la ley de manera que quien incumple sus
obligaciones obtuviera un provecho de ello, se estaría «premiando» y propiciando el
incumplimiento, lo que en principio hay que evitar 126 •
186. Con mayor razón si cabe, los Tribunales deberían revisar y ajustar, al alza
o a la baja, su nivel de deferencia a la vista de cuál haya sido efectivamente la res-
puesta de las autoridades administrativas a sus decisiones. De hecho, es proba-
ble que así lo hagan en muchos casos. Sirva el ejemplo de los decretos-leyes. La
extrema laxitud que el Tribunal Constitucional mostró durante décadas a la hora de
enjuiciarlos -y, en particular, de verificar si concurría la «extraordinaria y urgente
necesidad» prevista en el art. 86.1 CE- propició que el gobierno abusara cada vez
más del poder de dictar estas normas, hasta que los excesos llegaron a extremos ma-
nifiestamente inaceptables 127 , lo que ha acabado provocando que el referido Tribunal
se haya vuelto, en líneas generales, algo más estricto al juzgarlas 127 •

123
W. BLACKSTONE (1769: 352). Esta idea ha sido expresada por oh·os muchos autores y de diver-
sas maneras a lo largo de la historia. Véase A. VoLOKH (1997).
124
Por descontado, también deberían tener en cuenta las reacciones de otros actores implicados,
como los particulares afectados por las correspondientes leyes y decisiones administrativas.
125
Véanse M. REBOLLO Pum (2002); E. ARANA GARCÍA (2003).
126
Véase la STS de 23 de octubre de 2017 (1592/2017).
127
Véanse, por ejemplo, las críticas de E. ARANA GARCÍA (2013); A. DE LA IGLESIA CHAMARRO
(2013); L. MARTÍN REBOLLO (2015); P. GARCÍA MAJADO (2016); M. ARAGÓN REYES (2016); G. Do-
MÉNECH PASCUAL (2019).
(Véase 1wta 127 en página siguiente)
CAP. 12. EL JUEGO DEL LEGISLADOR, LA ADMINISTRACIÓN Y EL JUEZ 917

187. Cabe pensar, no obstante, que a veces los Tribunales no tienen suficiente-
mente en cuenta a estos efectos cuál es la reacción esperable de la Administración y,
sobre todo, del legislador. Piénsese, por ejemplo, en la jurisprudencia relativa al ré-
gimen disciplinario de funcionarios y estudiantes universitarios. Es muy dudoso que,
una vez aprobada la Constitución española, las infracciones graves y leves de los
primeros puedan estar tipificadas en una norma reglamentaria, como el todavía vi-
gente Real Decreto 33/1986, y que el vetusto Reglamento de Disciplina Académica
de 1954 satisfaga las exigencias del principio de tipicidad. Sin embargo, el Tribunal
Supremo, presionado seguramente por el «vacío legal» que se originaría si declarara
la invalidez de tales normas, se ha resistido en numerosas ocasiones a considerarlas
contrarias a la Constitución o derogadas 129 • Es posible que aquí el Tribunal haya
evaluado de una manera algo miope las consecuencias de sus posibles decisiones.
Anular los reglamentos en cuestión implicaba generar una situación de impunidad
durante un tiempo, hasta que el legislador interviniera para colmar el vacío existente.
Declararlos válidos suponía que, mientras el legislador no regulara esta materia, se
mantenía vigente y había que aplicar una norma seguramente inconstitucional. El
coste esperado de cada una de estas alternativas dependía críticamente de lo que
previsiblemente tardara el legislador en acabar con la insatisfactoria situación que
ambas dejaban. Pues bien, es muy razonable pensar que la anulación judicial hubiera
desencadenado una reacción más o menos inmediata del legislador, que difícilmente
hubiera tolerado que la referida impunidad se prolongara más allá de lo indispensa-
ble para colmar la laguna. En cambio, podía esperarse, como de hecho así ha ocurri-
do, que si los reglamentos cuestionados se consideraban válidos el legislador iba a
tardar mucho tiempo en sustituirlos por un nuevo régimen disciplinario, toda vez que
esta sustitución le reportaba escasa, por no decir nula, rentabilidad política.

5.4. La cuestión en la jurisprudencia


188. Con independencia de cuál sea el discurso con el que muchas veces los
Tribunales visten sus decisiones, lo cierto es que, de facto, el sentido de estas suele
ajustarse, en líneas generales, a los criterios expuestos en el epígrafe anterior.
189. En efecto, nuestros Tribunales reconocen a las Administraciones públicas
un cierto «margen de apreciación» para intetpretar y aplicar muchas disposiciones
legales, aunque en estas nada se diga explícitamente al respecto. En sentido simi-
lar, en ocasiones afirman que determinadas decisiones administrativas gozan de una
suerte de «presunción de acierto» 130 • De resultas de ello, deben ser dadas por válidas

128
Véanse las SSTC 68/2007, de 28 de marzo; 31/2011, de 17 de marzo; 137/2011, de 14 de sep-
tiembre; 1/2012, de 13 de enero; 27 y 29/2015, de 19 de febrero; 196 y 199/2015, de 24 de septiembre;
211/2015, de 8 de octubre; 230/2015, de 5 de noviembre; 26/2016, de 18 de febrero; 38/2016, de 3 de
marzo; 70/2016, de 14 de abril; 125 y 126/2016, de 7 de julio; 169/2016, de 6 de octubre; 73/2017, de 8
de junio, y 150 y 152/2017, de 21 de diciembre.
129 Véase, por ejemplo, la STS de 30 de marzo de 2017 (rec. 3300/2015), comentada por B. MA-

IUNA JALVO (2017). Sobre el tema, véase J. A. TARDÍO PATO (2018: 575 y ss.).
130 Véanse, enu·e otras, las SSTS de 13 de febrero de 1996 (rec. 443/1995), de 11 de noviem-

bre de 1996 (rec. 1844/1989), de 10 de febrero de 1998 (rec. 2960/1992), de 18 de febrero de 2003
(rec. 646/2000) y de 30 de enero de 2008 (rec. 9976/2004).
918 GABRIEL DOMÉNECH PASCUAL

a menos que se evidencie que las soluciones alcanzadas en la apreciación de los he-
chos o en la interpretación y aplicación del ordenamiento jurídico rebasan un cierto
nivel de implausibilidad. Para dar lugar a la invalidez, el error detectado debe ser
«manifiesto», «notorio», «ostensible», «patente», «claro e inequívoco» 131 • El Tri-
bunal de Justicia de la Unión Europea, en sentido similar, suele hablar de «error
manifiesto de apreciación» 132 •
190. Para justificar la existencia de ese margen de apreciación o «presunción
de acierto» se aducen varias razones. La más recurrente es la que podríamos deno-
minar de la complejidad técnica. En ocasiones, los órganos administrativos que han
participado en la elaboración de la decisión impugnada cuentan con mejores conoci-
mientos especializados y están mejor situados que los Tribunales para resolver acer-
tadamente las cuestiones de gran complejidad técnica abordadas por la decisión 133 •
Esta es la razón que subyace en la jurisprudencia sobre la llamada «discrecionalidad
técnica», elaborada sobre todo en relación con la valoración de los méritos y la
capacidad de los candidatos en los procedimientos de acceso al empleo público y
de provisión de puestos de trabajo. Esta doctrina ha evolucionado notablemente 134•
Hace unos años, las apreciaciones técnicas de los órganos administrativos evalua-
dores eran prácticamente irrevisables por los Tribunales, hasta el punto de que se
excluía a priori la posibilidad de practicar pruebas periciales dirigidas a evidenciar
su carácter erróneo 135 • Esta jurisp1udencia era muy desafortunada: en primer lugar,
porque propiciaba que dichos órganos, conscientes de que sus apreciaciones técnicas
eran defacto absolutamente inmunes al control judicial, cometieran arbitrariedades
al efectuarlas 136 ; y, en segundo término, porque en ocasiones es relativamente poco
costoso para los Tribunales detectar ciertos errores en los que dichas apreciaciones
han incurrido.
191. Hoy ya no se excluye de entrada la posibilidad de revisar judicialmente el
contenido de tales apreciaciones, y el rigor exigido a la motivación de las correspon-
dientes resoluciones administrativas se ha intensificado muy considerablemente 137•
Con todo, los Tribunales siguen reconociendo aquí a las Administraciones públicas

131
Véanse, además, de las citadas en la nota anterior, las SSTS de 16 de diciembre de 2014
(rec. 3157/2013), de23 de diciembre de2014 (rec. 3462/2013) y de 16 de marzo de2016 (rec. 526/2015).
132
Véanse, entre otras muchas, las SSTJUE de 15 de octubre de 2009 (Enviro Tech, C-425/08,
§ 47) y de 8 de julio de 2010 (Afton Chemical Limited, C-343/09, § 28). Sobre la jurispmdencia del
TJUE en este punto, F. J. RODRÍGUEZ PONTÓN (2019: 97 y ss., y 183 y ss.).
133
Véanse, entre otras, la STS de 16 de diciembre de 2014 (rec. 3157/2013); las SSTfüE de 21 de
enero de 1999 (Upjohn, C-120/97, § 34), de 15 de octubre de 2009 (Enviro Tech, C-425/08, § 47) y de 8
de julio de 2010 (Afton Chemical Limited, C-343/09, § 28); y la STEDH de 8 de julio de 2003 (Hatton
y otros c. Reino Unido, 36022/97, §§ 97 y ss.).
134
Véanse E. LÁZARO ALBA y F. ÜONZÁLEZ BOTIJA (2005); G. GARCÍA ÁLVAREZ (2012); E. Rr-
VERO YsERN y R. RIVERO ÜRTBGA (2012); T. R. FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ (2015); J. MAURI MAJÓS
(2019).
135
Véase la STC 34/1995, de 6 de febrero.
136
Como advierte J. F. MESTRE DELGADO (2016: 120), «ante la ausencia de control judicial, se
ensanchaban los fenómenos de incorrecto ejercicio de las potestades».
137 Quizá como consecuencia de las abundantes críticas doctrinales. Véanse, entre otros, E. CocA

VITA (1983); E. DESDENTADO DAROCA (1997); J. IGARTUA SALAVERRÍA (1998); E. LÁZARO ALBA y
F. ÜONZÁLEZ BOTIJA (2005).
CAP. 12. EL JUEGO DEL LEGISLADOR, LA ADMINISTRACIÓN Y EL JUEZ 919

un cierto margen de apreciación 138 • Y, desde luego, así sucede también en otros ám-
bitos -v. gr., en los de la regulación de la economía y el control de riesgos tecnoló-
gicos-, donde la complejidad técnica y la incertidumbre en las que ha de moverse
la Administración son mucho más acusadas 139 •

192. Cuanto mayor es esta complejidad o, más exactamente, la diferencia de


capacidad o brecha cognoscitiva entre la Administración y los Tlibunales, tendencial-
mente más amplio es el margen de apreciación que estos reconocen a la misma. De ahí
que, por poner algunos ejemplos: i) caigan «fuera del ámbito de dicha discrecionali-
dad técnica las apreciaciones que, al estar referidas a errores constatables con simples
comprobaciones sensoriales o con criterios de lógica elemental o común, no requieren
esos saberes especializados» 140; ii) el control judicial de las decisiones administrativas
sobre acceso al empleo público suele ser más incisivo cuando se revisa la evaluación
de conocimientos jurídicos, respecto de los cuales los jueces son expertos, que cuando
se hace lo propio con saberes de distinta índole 141 , y iii) la deferencia de los jueces ha-
cia la Administración tiende a ser mayor cuanto mayor es la carga de trabajo de estos,
pues entonces tienen menos tiempo para estudiar cada uno de los casos sometidos a su
juicio y, por tanto, la referida brecha cognoscitiva es más profunda 142 •

193. Otro factor de primer orden es el riesgo de que la autoridad administra-


tiva aproveche su margen de apreciación para desviarse de la solución que más
conviene a los intereses públicos, riesgo que a su vez dependerá de otras variables,
tales como los intereses o incentivos que aquella tenga para actuar de esta manera.
Cabe estimar, por ejemplo, que la independencia y las garantías de imparcialidad con
las que están configurados ciertos órganos administrativos reducen aquel peligro y,
por tanto, justifican una mayor discrecionalidad. El Tribunal Supremo ha declarado
a este respecto que, en efecto, dicho margen resulta especialmente ancho cuando el
órgano administrativo decisor goza de una singular imparcialidad 143 , sus miembros
vienen «adornados» por las cualidades de la objetividad y la independencia 144 o son
«ajenos a los intereses» afectados por la decisión 145 •

138 Véanse las SSTS de 16 de diciembre de 2014 (rec. 3157/2013), de 23 de diciembre de 2014
(rec. 3462/2013) y de 16 de marzo de 2016 (rec. 526/2015), así como el comentario de M. SÁNCHEZ
MoRÓN (2015), a la primera de ellas.
139 Véanse, entre otros, c. D. CJRIANO VELA (2000: 359 y ss.); J. EsTEVE PARDO (2009: 899 y ss.);

J. C. HERNÁNDEZ (2011: 284 y ss.); N. Rmz PALAZUELOS (2018: 212 y ss.); F. J. RODRÍGUEZ PONTÓN
(2019).
140 Véanse, entre otras, las SSTS de 18 de mayo de 2007 (rec. 4793/2000), de 2 de junio de 2010

(rec. 1491/2007), de 17 de febrero de 2016 (rec. 4128/2014) y de 11 de mayo de 2016 (rec. 1493/2015).
141 En sentido similar, G. GARCÍA ÁLVAREZ (2012: 1208 y 1215).
142 Véase A. B. CoAN (2012); G. DoMÉNECH-PASCUAL, M. MARTÍNEZ-MATUTE y J. s. MoRA-

SANGUINETTI (2021), mutatis mutandis, en relación con la revisión de resoluciones judiciales por Tri-
bunales superiores, B. I. HUANG (2011); S. LAVIE (2016).
143 Véase, por ejemplo, la STC 353/1993, de 29 de noviembre, en relación con los órganos admi-

nistrativos encargados de calificar las pruebas de acceso a la función pública.


144 STS de 16 de julio de 2002 (rec. 2988/1998).
145 Véanse la STS de 9 de marzo de 1993 (rec. 7217/1990), relativa a un órgano encargado de

juzgar pruebas de acceso a la función pública, y la STS de 9 de diciembre de 2004 (rec. 1073/2001),
relativa al «Tribunal» Marítimo Central.
920 GABRIEL DOMÉNECH PASCUAL

194. La legitimidad democrática también juega, en ocasiones, un papel re-


levante. Puede mencionarse aquí la jurisprudencia según la cual el carácter directa-
mente representativo del Pleno del Ayuntamiento -junto con el principio de auto-
nomía municipal-justificaría que a este órgano se le pueda reconocer un margen de
maniobra en la regulación de las materias reservadas a la ley más amplio que el que
cabe otorgar a los gobiernos estatal y autonómico, cuya legitimidad democrática no
es directa, sino mediata 146 •
195. Puede observarse, asimismo, que en la jurisprudencia la plausibilidad
sustancial de una decisión y las garantías organizativas, procedimentales o for-
males observadas para dictarla tienden a ser sustitutivas o intercambiables hasta
cierto punto. Cuanto más sospechoso o endeble sea el contenido de una decisión,
más rigurosas deberán ser esas garantías a los efectos de salvar su validez. Así lo
ha visto muy bien algún autor: «La posición del Tribunal Supremo sobre el rigor
exigible a la motivación puede depender de las dudas sobre la justicia material de
la resolución administrativa recurrida [... ] las sombras de duda[ ... ] llevan a alzar la
exigencia de motivación» 147 • Y así se aprecia claramente en la STS de 10 de mayo
de 2016 (rec. 189/2015), relativa al nombramiento del presidente del TSJ de Mur-
cia por el Consejo General del Poder Judicial. Este había escogido a un candidato
que había obtenido peor puntuación que otro respecto de los méritos susceptibles
de mayor objetivación, y solo había superado a este en el mérito cuya valoración
entrañaba mayor subjetividad. Así las cosas, el Tribunal Supremo considera que «en
un supuesto como el actual en que la valoración de los elementos objetivos de la
recurrente se impone tan claramente sobre los del candidato designado, se revela
como exigencia insoslayable un plus de motivación [... ] que justifique debidamente
la significativa relevancia concedida al resto de los requisitos anunciados [... ] en la
convocatoria». Y ello «a fin de despejar cualquier sospecha de posible arbitrariedad
o desviación de poder». De hecho, después de que el acuerdo fuera anulado por no
contener ese «razonamiento especialmente cuidado», el Consejo volvió a escoger
al mismo candidato, pero esta vez con una motivación que la STS de 27 de junio de
2017 (rec. 4942/2016) consideró suficiente.
196. De ahí también que el legislador español exija una motivación reforzada
a las decisiones administrativas que «se separen del criterio seguido en actuaciones
precedentes o del dictamen de órganos consultivos» [art. 35.1.c) LPAC]. La razón
es que esa separación constituye un «indicio de arbitrariedad en la actuación admi-
nistrativa», que debe ser contrarrestado mediante una explicación particularmente
rigurosa de las razones que la justifican 148 .

146
Véanse las fundamentales SSTC 233/1999, de 16 de diciembre, y 132/2001, de 8 de junio,
así como J. M.' BAÑO LEÓN (1991: 147 y ss.); G. DoMÉNECH PASCUAL (2000); J. L. BLASCO DÍAZ
(2001: 130 y ss.); A. GALÁN GALÁN (2001: 230 y ss.); F. VELASCO CABALLERO y s. DÍEZ SASTRE
(2004); F. VELASCO CABALLERO (2009: 255 y ss.); J. ÜRTEGA BERNARDO (2014: 303 y ss.). Véase,
también, cap. 11, §§ 131-135.
147 G. GARCÍA ÁLVAREZ (2012: 1202).
148
En relación con el precedente administrativo, véase S. DÍEZ SASTRE (2008: 65 y 268 y ss.).
Esta regla, por lo demás, tiene sus inconvenientes. Por ejemplo, puede propiciar que el autor del pre-
cedente, consciente de que será difícil cambiarlo, le dé a este un contenido políticamente más extremo
del que hubiera tenido en ausencia de semejante regla. Véase Y. GrvATI y M. C. STEPHENSON (2011).
CAP. 12. EL JUEGO DEL LEGISLADOR, LA ADMINISTRACIÓN Y EL JUEZ 921

197. Sirva también como ejemplo la interpretación que el Tribunal Supremo


ha hecho de la redacción original del art. 24.1.b) de la Ley del Gobierno, donde po-
día leerse que «a lo largo del proceso de elaboración [de los reglamentos] deberán
recabarse, además de los informes, dictámenes y aprobaciones previas preceptivos,
cuantos estudios y consultas se estimen convenientes para garantizar el acierto y la
legalidad del texto». El Tribunal Supremo ha declarado en varias ocasiones que, en
principio, estos últimos «estudios y consultas» son facultativos y, por tanto, su omi-
sión no constituye una ilegalidad 149 • Sin embargo, en su Sentencia de 9 de febrero de
2010 (rec. 591/2008) llega a la solución contraria. Para justificarla, el Tribunal, por
un lado, deja sentado que la facultad prevista en dicho artículo, si bien discrecional,
«no era enteramente libre», sino sujeta al principio de interdicción de la arbitrarie-
dad y al designio de servir con objetividad los intereses generales. Por otro, llama
la atención sobre las especiales circunstancias del caso: «Esos informes y estudios
habían sido sugeridos por el Consejo de Estado [... ] al cuestionarse el acierto, opor-
tunidad y hasta la legalidad de un proyecto que incidía en una materia en la que era
objetivo que había diversidad de opiniones [... ]. Se trataba, pues, de una desatención
procedimental relevante que se añadía a un expediente "escueto", a lo que se añade
una serie de dudas sobre su acierto más otras no menos relevantes sobre la ilegalidad
de la iniciativa» 150 •
198. Finalmente, los Tribunales también parecen ponderar la magnitud de los
costes sociales que entraña la rectificación de sus eventuales errores. Cuanto más
difícil y costoso resulte corregir el error consistente en dar por válida una decisión
administrativa en verdad contraria al interés público, menos deferencia suelen mos-
trar hacia ella. Cuanto mayores son los costes que puede ocasionar declararla inváli-
da equivocadamente, mayor habrá de ser el margen de discrecionalidad. Este es, por
ejemplo, uno de los factores -junto con el del riesgo de desviaciones- que explica
por qué dicho margen resulta, ceteris paribus, menor en las decisiones administrati-
vas que implican un menoscabo de los recursos naturales existentes que en aquellas
otras que mantienen el statu qua ambiental l5l.

5.5. Poderes deljuezfrente a las decisiones administrativas ilegales

199. Constatada la ilegalidad de la decisión administrativa impugnada, los


Tribunales pueden: i) estimar que incurre en una irregularidad no invalidante y, en
consecuencia, dejar intactos los efectos jurídicos que la misma hubiese pretendi-
do producir; ii) anularla y dejar que la Administración considere la posibilidad de
adoptar una nueva decisión; iii) anularla y obligar a la Administración a decidir otra
vez, en su caso bajo ciertas condiciones, o iv) anularla y sustituirla por una nueva
regulación.

149 Véanse, entre otras, las SSTS de 4 de mayo de 2010 (rec. 33/2006), de 15 de julio de 2010

(rec. 25/2008), de 14 de mayo de 2013 (rec. 173/2012) y de 24 de septiembre de 2015 (rec. 206/2007).
150 STS de 24 de septiembre de 2015 (rec. 206/2007).
151 Véanse las SSTS de 13 de junio de 2011 (rec. 4045/2009) y de 30 de septiembre de 2011

(rec. 1294/2008), comentadas por B.' LOZANO CUTANDA (2012: 1545-1573).


922 GABRIEL DOMÉNECH PASCUAL

200. Si se acredita que el vicio -v. gr., de procedimiento- no influyó sobre el


contenido de la decisión adoptada o, incluso, que esta era la única que la Adminis-
tración podía y debía tomar, anularla resultaría antieconómico. De hecho, los Tribu-
nales suelen interpretar el art. 48.2 LPAC y otros preceptos similares en el sentido de
que en estos casos la ilegalidad cometida ha de calificarse como una irregulatidad
no invalidante 152 .
201. Análogamente, los Tribunales, si tienen suficientes elementos de juicio
para precisar cuál es la única solución que, habida cuenta de las circunstancias del
caso, debía haber sido establecida por la Administración y no lo fue -es decir, si
la discrecionalidad se «reduce a cero»-, tendrán que establecerla ellos mismos en
sustitución de la decisión administrativa anulada, siempre, claro está, que alguna de
las partes así lo hubiera pretendido. Devolver el caso a la Administración demandada
para que esta resuelva también sería antieconómico y constituiría una denegación de
justicia contraria al derecho a la tutela judicial efectiva 153 •
202. Si la información disponible en el proceso no basta para concluir cuál
era la decisión más conveniente para los intereses públicos y que debía haber sido
adoptada por la Administración -v. gr. porque esta ostenta una discrecionalidad
que no ha sido posible «reducir a cero»-, los Tribunales deberán declarar ilegal la
actuación impugnada, sin posibilidad de sustituirla por otra. La razón es obvia:
si los jueces no han sido capaces de identificar cuál es la mejor solución para el
interés general, la tarea de precisarla debe corresponder a la Administración a la
que el legislador otorgó la competencia para decidir, pues esta es, presumiblemen-
te, la autoridad mejor situada a tales efectos. En ocasiones, los Tribunales podrán,
además, condenar a la Administración a actuar, si la misma tiene una obligación en
tal sentido y alguna de las partes así lo ha pretendido. E incluso podrán especificar,
en una suerte de sentencia-marco, los requisitos a los que habrá de ajustarse la ac-
tuación administrativa debida 154 • Otras veces, por el contrario, a la Administración
no le estará permitido adoptar una nueva decisión sobre el fondo 155 , por ejemplo,
porque la posibilidad de hacerlo ha prescrito 156 o, en los procedimientos sanciona-
dores, porque ello supondría una vulneración del principio non bis in idem en su
vertiente formal 157 •

152
Véanse J. GARCÍA LUENGO (2016); G. DOMÉNECH PASCUAL (2017c).
153
Véase, por todos, J. M.ª BAÑO LEÓN (201 lb).
154
Véanse A. HUERGO LoRA (2000: 283 y ss.); R. DE VICENTE DOMINGO (2014: 88 y ss.).
155
La posibilidad de que la Administración reitere liquidaciones tributarias ha generado una gran
polémica. El Tribunal Supremo la admite con matices. Véanse, entre otras, las SSTS de 19 de noviem-
bre de 2012 (rec. 1215/2011) y de 15 de junio de 2015 (rec. 1551/2014). En la doctrina, véase, por
todos, B. SESMA SÁNCHEZ (2017).
156
Una cuestión interesante es la de si los procedimientos que se resuelven con un acto luego anu-
lado interrnmpen la prescripción. En la STS de 19 de noviembre de 2012 (rec. 1215/2011) se afirma que
solo se produce la interrnpción si el acto en cuestión padecía un vicio de anulabilidad, no de nulidad.
Sobre el tema, en relación con las liquidaciones tributarias, véase B. SESMA SÁNCHEZ (2017).
157 Así lo declaran (a veces, incidentalmente) las SSTS de 26 de marzo de 2012 (rec. 5827/2009),

de 7 de abril de 2014 (rec. 3714/2011), de 11 de abril de 2014 (rec. 164/2013), de 29 de septiem-


bre de 2014 (rec. 1014/2013), de 27 de enero de 2016 (rec. 3735/2014) y de 27 de marzo de 2017
(rec. 3570/2015). Véase, mutatis mutandis, G. DOMÉNECH PASCUAL (2007).
CAP. 12. EL JUEGO DEL LEGISLADOR, LA ADMINISTRACIÓN Y EL JUEZ 923

203. En los casos en los que la Administración vuelve a decidir sobre el fondo
del asunto, es frecuente que la nueva resolución tenga el mismo contenido que
la anterior, en su día anulada por padecer algún vicio formal o de procedimiento
que ahora supuestamente se ha subsanado. Aquí es inevitable que se susciten dudas
acerca de si la nueva decisión es o no conf01me con el ordenamiento jurídico 158 •
Muchas veces cabe sospechar que las autoridades administrativas no aprovechan
efectivamente las oportunidades que les ofrece el nuevo procedimiento para mejorar
el acierto de su decisión, modificándola si es necesario. Ello, de un lado, por factores
de índole psicológica. Los sesgos de la confirmación 159 y del statu quo 16º, así como
la disonancia cognitiva provocada por rectificar una decisión sostenida y defendida
públicamente, pueden propiciar que tales autoridades no reconsideren como sería
deseable su posición inicial y se mantengan en ella a pesar de que la nueva infor-
mación disponible aconseja cambiarla 161 • De otro lado, los costes privados que para
dichas autoridades suele conllevar la alteración del statu qua creado por la decisión
ilegal desincentivan su modificación.
204. Este problema podría ser combatido de dos maneras. Los Tribunales, en
primer lugar, podrían rebajar hasta cierto punto el umbral de certeza a partir del cual
consideran que en el caso enjuiciado únicamente hay una solución válida, que deben
establecer ellos mismos en sustitución de la anulada, eliminando así la posibilidad
de que esta sea reiterada. La pega es que semejante solución solo vale para los casos
marginales, donde es dudoso que la discrecionalidad administrativa se haya reducido
a cero, y además supone un sacrificio para los valores que justifican la existencia
de esta discrecionalidad. Los Tribunales, en segundo lugar, podrían condicionar la
validez de la reiteración a la observancia de garantías formales y procedimentales
especialmente estrictas y, en particular, a una motivación singularmente cuidada que
permitiese despejar las sospechas de arbitrariedad. Esta solución tiene la ventaja de
que vale para cualquier caso de reiteración, pero la desventaja de que exigir un «plus
de motivación» no constituye una barrera infranqueable frente a las reiteraciones
lesivas para los intereses generales. Los Tribunales suelen optar por esta segunda al-
ternativa. Sirva como ejemplo la jurisprudencia que se muestra extraordinariamente
reacia a admitir la posibilidad de convalidar licencias urbanísticas -y, por ende, las
edificaciones ilegalmente construidas a su amparo- mediante una modificación del
planeamiento 162•

158 Véase el caso resuelto parla STS (Pleuo de la Sala 3.') de 27 de junio de 2017 (rec. 4942/2016).

Sobre algunos de los problemas que plantea esta reiteración, véanse A. HuERGO LoRA (2001); M.' J.
ALONSO MAS (2003); C. LOZANO SERRANO (2013); B. SESMA SÁNCHEZ (2017).
159 Véase, por ejemplo, R. s. NICKERSON (1999).
16º Véase, por ejemplo, w. SAMUELSON y R. ZECKHAUSER (1988).
161 Véase, mutatis mutandis, S. STERN (2002), donde se analiza en qué medida estos factores

pueden minar el valor del trámite de información pública en los procedimientos de elaboración de
reglamentos, al provocar una excesiva cerrazón en los artífices del proyecto normativo frente a los co-
mentarios formulados por el público, y se proponen varias soluciones.
l62 Criticada por J. A. SANTAMARÍA PASTOR (2014).
924 GABRIEL DOMÉNECH PASCUAL

6. Lo que los jueces tenderán a hacer

6.1. Influencia de factores extrajurídicos

205. Es probable que, en el ejercicio de sus funciones jurisdiccionales, en ge-


neral, y al revisar la legalidad de la actividad administrativa, en particular, lo que los
jueces realmente hacen no coincida plenamente con lo que deberían hacer, como
consecuencia de la influencia, evidenciada en abundantes estudios empíricos, que
sobre sus decisiones ejercen múltiples factores extrajurídicos: sus preferencias, in-
cluidas las de orden político 163 ; su religión 164 ; el grupo cultural al que pertenecen 165 ;
su sexo 166 ; su edad 167 ; las derrotas inesperadas de su equipo de fútbol favorito 168, etc.
En España, contamos con algún estudio en el que se analiza el impacto que algunos
de esos factores -en particular, la ideología política y la estructura de su sistema
retributivo- tiene sobre el sentido de las decisiones adoptadas por los órganos de la
Jurisdicción contencioso-administrativa 169 •
206. Comprender cómo actúan realmente los jueces cuando revisan la le-
galidad de la actividad administrativa y, en particular, cómo influyen en dicha
tarea los referidos factores extrajurídicos tiene una gran importancia, entre otras
razones, por sus implicaciones de carácter normativo. El legislador puede apro-
vechar los estudios existentes -o sus intuiciones- sobre el particular para dar al
sistema judicial la forma que permita obtener los resultados más acordes con sus
preferencias. Si, por ejemplo, la ideología de los jueces influye sobre el conteni-
do de sus decisiones, la configuración de los mecanismos jurídicos que a sú vez
pueden determinar esa ideología -v. gr., los sistemas de acceso a la judicatura,
de nombramientos y de gobierno del Poder Judicial- cobra una enorme relevan-
cia práctica, cuando menos a los efectos de política legislativa. Por ejemplo, un
sistema de acceso a la carrera judicial, como el que existe con carácter ordinario
actualmente en España, que de facto impone a los candidatos la carga de costearse
la preparación de una oposición durante varios años, probablemente ahuyenta a
los aspirantes menos pudientes y, a la postre, induce un sesgo conservador en la
judicatura, por lo que a los partidos políticos conservadores no les debería intere-
sar cambiarlo.
207. Otro ejemplo de factor extrajurídico al que no se ha prestado la atención
que merece es el de la querencia a minimizar su esfuerzo que prácticamente todas
las personas muestran y que, obviamente, también influye sobre las decisiones que
los jueces adoptan al revisar la legalidad de la actividad administrativa. Esa queren-
cia, junto con factores tales como los sesgos del statu quo y de la omisión, puede

163
P. BRACE, L. LANGER y M. G. HALL (2000); W. M. LANDES y R. A. PosNER (2009).
164
G. C. SISK, M. HEISE y A. P. MORRISS (2004).
165
G. SCHUBERT (1980).
166
E. MARTIN y B. PYLE (2000); F. 0. SMITH (2005).
167
K. L. MANNING, B. A. CARROLL y R. A. CARP (2004).
168 0. EREN y N. MOCAN (2018).
169
Véanse G. DOMÉNECH PASCUAL (2009); N. GAROUPA, M. GIL! y F. GÓMEZ POMAR (2012).
CAP. 12. EL JUEGO DEL LEGISLADOR, LA ADMINISTRACIÓN Y EL JUEZ 925

hacer que las reglas residuales o por defecto se apliquen en demasiados casos no.
Imaginemos dos posibles reglas. De acuerdo con la primera, los Tribunales deben
condenar en costas al perdedor de un pleito salvo que aprecien circunstancias, debi-
damente motivadas, por las cuales no procede la condena. De acuerdo con la segun-
da, cada litigante asume sus propias costas, salvo que los Tribunales, motivadamente,
estimen que concurre alguna circunstancia que justifica la condena. El esfuerzo que
supone motivar puede provocar que, bajo la primera regla, casi siempre se condene
en costas -en más casos de los que sería socialmente deseable- y, bajo la segunda,
casi nunca -menos de lo que resultaría procedente-.
208. Esta tendencia de los jueces a minimizar esfuerzos puede propiciar, asi-
mismo, otros comportamientos cuestionables, tales como el consistente en mostrar
una excesiva deferencia frente a las actuaciones administrativas sometidas a su juicio,
especialmente en los casos dudosos, en tanto en cuanto justificar que estas infringen
el ordenamiento jurídico suele requerir un esfuerzo argumentativo superior al que se
necesita para darlas por válidas. De hecho, las estadísticas disponibles sugieren que
cuanto mayor es la carga de trabajo de los órganos de lo contencioso-administrativo
-y, por tanto, más escaso y valioso es su tiempo-, menor es el porcentaje de las
sentencias de primera instancia estimatorias, presumiblemente porque menos incisi-
va es la revisión de las actuaciones impugnadas 171 •

6.2. Comportamientos estratégicos

209. Cabe esperar que también los jueces se comporten estratégicamente, tra-
tando de maximizar, con mayor o menor torpeza, la satisfacción de sus preferencias
-su influencia, prestigio, visión del Derecho, sus valores morales, gustos políti-
cos, etc.- a la vista de cómo pueden reaccionar frente a sus decisiones, cuando
menos, tanto el legislador como las autoridades administrativas 172 •
210. No sería de extrañar, por ejemplo, que la medida en que los Tribunales tra-
tan de reflejar sus preferencias en sus resoluciones, a costa de forzar la interpretación
de la ley e incidir en espacios reservados a otros poderes públicos, sea menor cuanto
más fácil les resulta al legislador y a las autoridades administrativas contrarrestar
-v. gr. mediante una reforma legislativa- dichas resoluciones.
211. Se ha sostenido que los Tribunales deberían actuar en sentido contrario.
Si cuesta más corregir la anulación judicial errónea de una norma que declarar-
la equivocadamente válida, aquellos deberían presumir, en caso de duda, que la
norma es válida, porque así se minimiza el coste de los errores que puedan come-
ter 173. Ha de repararse, sin embargo, en que lo que deberían hacer no tiene por qué
coincidir con lo que realmente hacen. Si partimos de la premisa de que los jueces,

17º
Véase R. H. THALER y c. R. SUNSTEIN (2008).
171
Véanse G. DoMÉNECH PASCUAL (2017b: 40 y ss.); G. DOMÉNECH-PASCUAL, M. MARTÍNEZ-
MATUTE y J. S. MORA SANGU!NETTI (2021).
172 Véase P. T. SP!LLBR y R. GBLY (2007).
173 v. FBRRERBS COMELLA (1997: 199 y ss.).
l

926 GABR1EL DOMÉNECH PASCUAL

en el ejercicio de su potestad jurisdiccional, tienden a tomar las decisiones que


maximizan la satisfacción de sus preferencias, el grado de dificultad que encierra
la rectificación de esas decisiones ejercerá probablemente un efecto opuesto al que
sería deseable: si es muy elevado, los jueces se sentirán «fuertes» para efectuar
interpretaciones acordes con sus preferencias y poco deferentes con el legislador
y la Administración, conscientes de que sus resoluciones difícilmente van a ser
neutralizadas después por estos; si, por el contrario, la dificultad es escasa, los
jueces no se empeñarán demasiado en contrariar a los órganos legislativos o admi-
nistrativos 174 .
212. Algunos estudios empíricos corroboran esta última tesis. Se ha puesto de
relieve, por ejemplo, que la probabilidad de que el Tribunal Supremo español anule
las disposiciones reglamentarias sometidas a su juicio es mayor cuando el partido
político que las aprobó sigue estando en el gobierno que cuando ya no está en él 175 ,
probablemente porque en este último caso es más difícil que su decisión reciba al-
gún tipo de respuesta negativa por parte de los poderes ejecutivo o incluso legislati-
vo. En sentido similar, en un estudio empírico de Derecho comparado se evidencia
cómo los Tribunales efectúan interpretaciones de la ley más aventuradas en aquellos
ordenamientos jurídicos donde, como consecuencia de la fragmentación del poder
legislativo, más difícil resulta aprobar una ley que las corrija 176 •

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174 Véanse, entre otros, B. SALZBERGER (1993: 368); R. D. CooTER (2000: 227 y ss.).
175 N. GAROUPA, M. GIL! SALDAÑA y F. GÓMEZ POMAR (2012).
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