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por atreverse a estudiarlos en los mismos términos que a los salvajes exóticos,
exponiendo así una jerarquía cultural que es realmente digna de estudio en su
propio contexto cultural y social, la reciente y súbita intensificación de este
interés por "el occidente" también ha contribuido a eliminar muchos residuos
de los propios orígenes vergonzosamente racistas de la antropología.
Afortunadamente, la ausencia de las llamadas sociedades occidentales de las
listas de sitios generalmente reconocidos como de interés etnográfico,
situación que convirtió a la antropología en el negativo de la instantánea
colonialista del mundo, está siendo en la actualidad claramente corregida.
Por otra parte, en el libro de Rabinow, vemos uno de los más perversos
poderes de la antropología: que su capacidad incluso para un autoexamen
destructivo ha proporcionado una herramienta pedagógica de gran valor. Y
más aún, la visión escéptica que la antropología tiene ahora del racionalismo
ofrece un sano correctivo para las hipótesis más universales comunes a otras
disciplinas de ciencias sociales, aunque su localismo persistente ofrece una
buena vacuna contra la universalización de valores particularistas de culturas
que lo que ocurre es que son políticamente dominantes. Cada vez que se ha
proclamado desde dentro el fin de la antropología, ha habido una renovación
tanto de los intereses externos como de la energía teórica interna. Esto, a mi
entender, se debe a que la antropología ofrece un espacio crítico y empírico
único en el que estudiar las orientaciones universales del sentido común --
incluido el sentido común de la teoría social occidental.
Plantear interrogantes en torno a estos temas pone de relieve los límites de los
cauces puramente verbales de la investigación y por ello plantea un reto
creativo a todas las ciencias sociales, sobre todo a aquéllas en las que existe
algún reconocimiento de las capacidades teóricas de los propios actores
sociales. Handelman suscita la cuestión de la teoría que está implícita en el
ritual, pero sostiene que nosotros construimos entonces una estructura teórica
diferente que nos permite separar la teoría indígena de sus manifestaciones,
como el ritual. Esto está muy bien, pero requiere un gran aumento de nuestra
capacidad para registrar y analizar las semióticas no verbales por medio de las
cuales se expresan, se manipulan y, para emplear la terminología de
Handelman, se transforman las ideas y opiniones conceptuales de los autores.
Porque es al menos concebible que al transformar la condición de un grupo o
de un individuo, el ritual puede transformar también la forma en la que sus
hipótesis ocultas se perciben o conceptualizan --algo parecido se presupone en
la idea de que los rituales, a menudo asociados con la reproducción de los
sistemas de poder, pueden servir también como vehículos de cambio.
Aquí sobre todo parece de vital importancia evitar el error tan común de creer
que todos los significados pueden ser representados con precisión en forma
lingüística. Mucho de lo que se toma por traducción se tendría que llamar con
más precisión exégesis. Paradójicamente, este conocimiento de los límites del
lenguaje implica un considerable dominio del lenguaje de la cultura en la que
uno está trabajando. Es muy importante poder identificar la ironía, reconocer
una alusión (a veces a cambios significantes políticamente en el uso
lingüístico) y superar las ideas simplistas de que el lenguaje que aparece
fundado en la experiencia social es 'menos' capaz de expresar significados
abstractos que el propio (ver Labov, 1972).
Así pues, también es necesario estar dispuesto a reconocer que las ideas del
informante sobre el significado pueden no corresponder a las hipótesis
verbocéntricas mantenidas normalmente por los intelectuales occidentales. Por
ejemplo, en un trabajo que realicé en una comunidad rural de Creta, llegué a la
conclusión de que la capacidad de los habitantes para descodificar las
semióticas de su propio discurso así como la semiótica de la burocrática
nación-estado circundante, estaba llena de un agudo sentido de marginalidad
política. Parecidas observaciones plantea aquí Roberts en su comentario sobre
otras poblaciones subalternas. El uso local en algunas sociedades parece
combinar el sinificado lingüístico con observaciones accidentales de que algo
'tiene importancia' (o 'es significativo', podríamos decir). Pero estas
perspectivas, además de reflejar la costumbre local, quizá puedan también
hacer que algo se suelte del asidero que el modelo de significado centrado en
el lenguaje tiene sobre nuestra mentalidad intelectualista.
Esta es la razón por la cual considero de gran utilidad que se haga una historia
de la disciplina que preste mucha más atención de la que hasta ahora podía ser
aceptable a la función que el informante desempeña en el desarrollo de
nuestras ideas. Porque es evidente que cumplen una función. Por ejemplo, en
el decenio de 1960, una gran discusión en torno a la explicación del
parentesco enfrentó a los estructuralistas ('teóricos de la unión') contra los
estructuralistas-funcionalistas ('teóricos de la descendencia'). Resulta que la
mayoría de los primeros --con pocas aunque notables excepciones-- había
trabajado en América Latina y Asia del Sureste, mientras que la mayor parte
de los segundos había llevado a cabo sus investigaciones en África y en el
Oriente Medio. ¿No podría ser esto una consecuencia de la repercusión de las
tradiciones locales de exégesis sobre el pensamiento de los antropólogos? Los
informes etnográficos están repletos de sugerencias de teorías locales; un
temprano y famoso ejemplo es el de la experiencia de Evans Pritchard con los
Nuer quienes dibujaron diagramas en la arena para explicarle los
alineamientos de sus estructuras ideales-tipo (1940, 202). Considerar estos
ejercicios más como viñetas etnográficas que como aportaciones a la teoría no
parece nada generoso visto con la perspectiva del etos actual.
La reflexión empírica
Hay otro aspecto de la reflexión que aumenta realmente el desarrollo empírico
de la disciplina. Para entender lo que podría parecer una formulación
totalmente paradójica (en los términos actuales de los debates) tenemos que
hacer una clara distición entre dos tipos bastante diferentes de reflexión: la
personal y la sociocultural. Los debates de reflexión han ido desde la
acusación de mala fe (es un lujo auto-complaciente a costa de las diferentes
poblaciones amenazadas que estudiamos) hasta la defensa apasionada (sólo
por medio de drásticos autoanálisis puede la antropología quitarse la mancha
de su pasado colonial).
Las múltiples interconexiones de todos estos temas hacen que las cuestiones
de la etnicidad y el nacionalismo aparezcan en otros muchos debates
trascendentales. Todo intento de tratarlas por encima en un simple artículo, lo
único que conseguiría es enmascarar su verdadero alcance en la actualidad.
Los ámbitos en los que surgen en sus formas más evidentes e inmediatas son
la política (Abélès, esta revista), el ritual (Handelman, en esta revista), los
media (Dickey, en esta revista) y géneros y sexualidades (Borneman, en el
próximo número).
Lo tardío de este interés no es tan extraño como puede parecer a primera vista.
No sólo se da aquí la curiosa paradoja de la invisibilidad de lo visual, sino que
esos medios parecían demasiado 'modernos' para una disciplina supuestamente
interesada por las sociedades arcaicas. Ver era algo propio de observadores
activos más que de los pasivos sujetos etnográficos. Es más, existía el
problema de cómo tratar las evidentes aplicaciones de lo visual en actividades
de ocio y de pensamiento, lo que significaba atribuir ambas cosas a los
pueblos exóticos. También surgieron difíciles problemas acerca de cómo una
disciplina no inclinada a sondear estados interiores psicológicos excepto como
objetos de representación (ver Needham, 1972; Rosen, ed., 1995) podía
abordar estos fenómenos. Ahora bien, abordar estas cuestiones es crucial para
entender la función social de estos medios visuales, como insiste Dickey. Es
también una cuestión delicada porque rompe las defensas de un área de
intimidad para las culturas que estudiamos, incluida la nuestra.
Sobre este punto, los últimos trabajos etnográficos sobre los medios de
comunicación, muy especialmente el de Dickey y Mankekar (1993), cobran
toda su relevancia de manera particular. Este nuevo estudio, como señala
Dickey, obliga a analizar las funciones de los espectadores y de los
productores y se suma a una amplia y creciente literatura sobre la cultura
material, incluido, aunque no especialmente dedicada a ello, el consumo (v.
gr., Miller, 1987). En otro aspecto, se podría comparar con el extenso trabajo
sobre la autoproducción y su relación con la producción de objetos artesanales
(v.gr., Kondo, 1990). Está claro que la producción en masa no ha significado
necesariamente homogeneidad ni de interpretación ni de forma, lo mismo que
la persistencia de un fuerte sentido de identidad cultural no origina
necesariamente la supresión de las formas individuales de acción --pese a los
estereotipos occidentales del Otro conformista.
Pero por la misma razón, como deja claro Abélès, también magnifican el
poder de la retórica y el simbolismo hasta el punto en que apenas se pueden
seguir considerando como un mero epifenómeno. La representación de un acto
ritual en televisión puede ser un importante elemento de 'acción política'. Esto
es una demostración de lo que los filósofos del lenguaje corriente ya habían
defendido en el ámbito de la interacción diaria: el poder de las palabras para
efectuar cambios, buscados o no. Por esta razón el poder de los media ha
puesto especialmente de manifiesto la artificialidad de la vieja distinción entre
lo material y lo simbólico. Pero al insistir en la enorme variedad de reacciones
de la audiencia a los media y en la representación ahora espectacularmente
magnificada de la acción tanto como la de la normatividad, los antropólogos
han podido ir todavía más lejos: han señalado los complejos procesos que a
veces culminan en unos resultados increíblemente extremos a nivel nacional e
incluso internacional, por los cuales reacciones muy localizadas pueden llegar
a afectar la vida de las naciones.
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